CELIBATO

El estado de ser soltero, particularmente cuando este estado se escoge deliberadamente. Juan el Bautista, por ejemplo, era soltero, pero Pedro era casado. Jesús mismo no se casó, pero contribuyó notablemente a las celebraciones de boda en Caná (Joh 2:1-11). El se dió cuenta que algunos han renunciado al matrimonio por causa del reino de los cielos (Mat 19:12), y en una ocasión advirtió contra las prioridades equivocadas si el hecho de casarse era un estorbo positivo al discipulado (Luk 14:20). Pablo reconoció los peligros de los lazos terrenales y enfatizó los principios básicos: Dios tiene una misión para cada vida y cualquiera que sea nuestra situación, casados o solteros, la cosa principal es poder ejercitar en su plenitud los dones dados por Dios (1Co 7:7-9, 1Co 7:17, 32-38).

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

(Soltero virgen).

Algunos se hacen célibes por amor del reino de los cielos: Mat 19:12.

Es mejor que casarse.

1Co 7:38, hacer como Pablo, 1Co 7:8.

La Virgen Marí­a es la única persona a la que en la Biblia se le llama “virgen”, y cuatro veces: Luc 1:27 : (2), Mat 1:23, Isa 7:14.

En la Iglesia Católica, para ser sacerdote o monja hay que ser célibe. Hoy dí­a, hay 500,000 hombres y un millón de mujeres.

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

http://biblia.com/diccionario/

Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

tip, LEYE COST TIPO

ver, ANCIANO, DIíCONO, OBISPO

vet, Si el matrimonio se halla en el orden de la creación, ¿qué sucede con aquellos que permanecen solteros? Algunos entre ellos lo hacen voluntariamente, “por causa del reino de los cielos” (Mt. 19:12), como Pablo (1 Co. 9:5, 15). En efecto, el célibe se halla menos implicado en los asuntos de la vida y menos limitado por el deseo de complacer a su cónyuge; puede así­ consagrarse a un servicio determinado para el Señor sin distracciones de ningún tipo (1 Co. 7:32-35). Ello no significa que el celibato sea puesto a un nivel más elevado en la escala de la santidad que el matrimonio. Cada uno tiene que discernir el llamamiento particular y el don personal que haya recibido del Señor (1 Co. 7:7). El cap. 7 de 1 Corintios es el único pasaje dedicado al celibato; se comprende que Pablo, al justificarlo plenamente, dice: “El que la da en casamiento hace bien, y el que no la da en casamiento hace mejor” (1 Co. 7:38); él desearí­a, desde su punto de vista, que todos los hombres fueran como él y que se ahorraran muchos dolores (1 Co. 7:7, 26-31); pero afirma que no hay mal alguno en el matrimonio, sino todo lo contrario (1 Co. 7:27, 28, 36, 39). Cada uno debe buscar la voluntad de Dios de manera individual (1 Co. 7:7-9). Si alguien se siente llamado al celibato, es que el Señor se lo ha dado como don; su solterí­a podrá quedar ricamente compensada, como en el caso de Pablo, con una gran familia espiritual (1 Co. 4:14-15). Si alguien se siente llamado al matrimonio, será en este estado que glorificará verdaderamente a Dios.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

[366]
Término de etimologí­a incierta, originario del latí­n tardí­o (coelibes), que significa “no desposado”, de vida continente. En griego se usa “agamos” o “agamia”, sin mujer, no desposado. El celibato en sí­ mismo refleja evidentemente una situación social en la que se declara privación voluntaria de ejercicio sexual.

En lenguaje religioso y tradicional implica una opción voluntaria de vida, acompañada o no de otros aspectos como el sacerdocio, la vida religiosa, la vida en comunidad o el apostolado.

Y se asocia ordinariamente a una motivación virtuosa: llevar una vida de continencia o de virginidad, tener una mayor libertad adecuada para obras de apostolado, ser testigo escatológico de una vida de abnegada entrega a los demás. En este sentido el celibato es sólo opción de personas adultas, que pudiendo convivir con esposo o esposa, eligen el no hacerlo. Tal es el caso de los que hacen pública profesión de vivir así­ (religiosos) o de los que eligen esa forma de vida por motivos superiores.

Los niños pues no son célibes por el hecho de no ser maduros sexualmente. La idea de celibato exige libertad, no necesidad o coacción. En eso se diferencia de solterí­a.

El celibato fue conocido en religiones antiguas y en determinados estados sociales en que se exigí­a más libertad y movilidad a los profesionales de ellos. Especial reconocimiento tuvo, como estado de perfección, en el budismo y en el mahometismo. En el judaí­smo veterotestamentario fue mirado como una mutilación, debido al valor que se dio siempre la fecundidad.

Con todo, en el cristianismo primitivo, el ejemplo de Cristo que no contrajo matrimonio dio al celibato un sentido profético, escatológico y especialmente evangélico, que se refleja en múltiples pasajes evangélicos y paulinos y que pasó a los creyentes.
Con todo el celibato en sí­ no es más que un hecho personal y social no necesariamente piadoso o meritorio. Es la intención lo que define su bondad ética y espiritual. Un celibato por temor, por interés o por egoí­smo, no deja de ser una limitación ética

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

(v. castidad, espiritualidad sacerdotal, seguimiento evangélico, vida apostólica, virginidad)

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

DJN
 
SUMARIO: . Valoración del celibato o virginidad según el Antiguo Testamento. -2. El celibato según Jesús y el Nuevo Testamento.

1. Valoración del celibato o virginidad según el Antiguo Testamento
El ideal del hombre y mujer del AT respecto a la forma de vida concreta era el matrimonio con numerosa descendencia de conformidad con el mandato de Dios al principio de la creación: “Sed fecundos y multiplicaos, poblad la tierra y sometedla” (Gén 1,28). Asimismo la bendición de Dios a Abrahán, prometiéndole una numerosa descendencia, significaba para el israelita que el matrimonio con hijos era la forma de vida querida por Dios, mientras que el celibato se consideraba como algo extraño y no deseable. Con el incrementarse de las esperanzas mesiánicas después del exilio se acentuó la aspiración de todo israelita al matrimonio e hijos.

La virginidad de la joven antes del matrimonio no sólo se tení­a en gran estima (Gén 24, 16; 34,7.31; 1Re 1,2), sino que estaba protegida por la ley y era condición para contraer matrimonio (Ex 22,15-16; Dt 22,14-19.28-29). Pero se consideraba una deshonra para una mujer el que no pudiera contraer matrimonio (Is 4,1) o que una vez casada no tuviera hijos (1Sam 1, 6.11.15). El celibato de Jeremí­as aparece como un signo negativo del juicio divino que amenza a Israel (Jer 16,2-4). Un cierto cambio se observa en el judaí­smo temprano cercano ya al NT: se consideraba honroso en una mujer viuda no volverse a casar (Jdt 16,22; Lc 2,36-37) y en ciertos grupos como en los terapeutas de Egipto (Filón de Alej., vita contemplativa 68) y, probablemente, la comunidad de Qumrán se practicaba el celibato voluntario (1 QS; 1QSa; cf. FI. Josefo, 11,160).

2. El celibato según Jesús y el Nuevo Testamento
La forma de vida que Jesús escogió para sí­ fue el celibato. Resulta extraño que Jesús, varón judí­o, viviera más de 30 años célibe en una familia de un pueblo de Galilea, rodeado de familiares y vecinos cuyo ideal era casarse y tener hijos. Las circunstancias en que Jesús vivió célibe en Nazaret eran bastante distintas de aquellas en que los terapeutas o la comunidad de Qumrán practicaban su celibato, porque no es lo mismo vivir el celibato con personas que comparten el mismo ideal o forma de vida que entre familiares y ciudadanos para quienes lo natural era casarse y tener hijos. Así­ como hay alguna probabilidad de que la forma celibataria de Juan el Bautista hubiera podido estar influenciada por los esenios, no hay razón alguna para afirmar lo mismo de Jesús, aunque esto no se pueda excluir tampoco absolutamente.

Desde el punto de vista histórico crí­tico no hay indicio alguno en el NT, y fuera de él, que permita sospechar que Jesús estuviera casado y en un determinado momento abandonase el matrimonio y familia para vivir celibatariamente. Las afirmaciones al respecto que algún que otro autor de vidas de Jesús hace para atraer la atención de sus lectores carecen de todo valor histórico-crí­tico. La narración según la cual corrí­a el rumor de que Jesús se habí­a vuelto loco y sus familiares vinieron a Cafarnaúm a buscarle con intención de llevársele, no es ninguna invención de los evangelistas; es, sin embargo, interesante que en ella no se mencionen otras personas que “su madre y sus hermanos” (Mc 3,21.31-35 par.). De haber estado casado, ¿no se deberí­a esperar que se mencionasen hijos, mujer? Así­ como sabemos que Pedro estaba casado, no hay, en cambio, ningún indicio respecto a Jesús. El dicho que se suele llamar “aforismo de los eunucos por el reino de los cielos” es una alabanza del celibato como forma radical de seguimiento de Jesús (Mt 19,11-12). El celibato de Jesús, por su parte, está en función de su misión de hacer presente en su persona, palabras y obras el Reino de Dios. Ya antes de que Jesús fuera a hacerse bautizar por el Bautista en el Jordán, viví­a totalmente entregado al Reino. Tal vez este aforismo denota la experiencia de la total falta de comprensión de sus paisanos y familiares. La expresión tan gráfica y enérgica del dicho quiere indicar que quien acepta libremente el consejo de Jesús no se puede volver atrás. El que ha tenido la experiencia de la llegada del Reino no puede mirar para atrás (Lc 9,62). El celibato de los discí­pulos representa la forma radical del seguimiento de Jesús, equiparable al martirio: “No temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma” (Mt 10,28/Lc 12,4Q; Mt 10,39/Lc 17,33Q). Como el seguimiento radical de Jesús exige la renuncia a poseer algo (Mt 8,19-20/Lc 9,57-58Q), así­ también el celibato como forma radical de seguimiento supone la renuncia a la familia (Mt 12,48-50; Mc 3,34-35; Lc 8,20-21; Mt 8,21-22/Lc 9,59-60Q; Lc 9,61-62).

Lc ha destacado positivamente el valor de la virginidad (Lc 2,36; He 21,9). El celibato de los discí­pulos por causa del Reino implica una orientación total a Jesús, que supone “dejarlo todo” (Mc 10,28 par.) y, según la interpretación lucana, dejar no sólo la familia, hermanos, padres e hijos sino, en primer lugar, la mujer, lo cual supone la renuncia al matrimonio (14,26; 18,29). Los otros dos sinópticos curiosamente excluyen a la mujer de esa renuncia radical, a quien no mencionan: en estos dos evangelios sinópticos no se dice que la mujer deba ser odiada, es decir, no amada o menos amada, o abandonada (Mt 10,37/Lc 14,26; Mt 19,29; Mc 10,39; Lc 18,29). Estas afirmaciones tan radicales de Jesús respecto al seguimiento, dejando la comunidad familiar y abandonando, según Lc, incluso la mujer, plantean cuestiones a las que no es posible encontrar solución satisfactoria por falta de datos históricos. Nos tenemos que conformar con soluciones hipotéticas. Por una parte, no es ninguna hipótesis afirmar que la experiencia del Reino, que Jesús predica y hace presente en su persona y obras, fuera tan avasalladora que sus seguidores más radicales, como el grupo de los doce discí­pulos, de ahora en adelante no van a anteponer nada a la prioridad absoluta del seguimiento. Jesús les da ejemplo dando preferencia a la predicación del reino sobre la familia (Mc 3,33-35 par.). Naturalmente la forma más radical y perfecta de realizar concretamente el seguimiento por medio del celibato y pobreza total son sólo un consejo o recomendación cuya excelencia pocos comprenden (Mt 19,11-12), pero no es un mandamiento que se imponga a todos los creyentes o discí­pulos de Jesús (Mt 19,16-30; Mc 10,17-30; Lc 18,18-30). Por otra parte, la radicalidad del seguimiento de Jesús parece contradecir la obligación de algunos mandamientos, p. ej. el cuarto mandamiento (Mt 15,4-8; Mc 7,9-13) y la prohibición del divorcio (Mt 19,6; Mc 10,8-9). Lc ha pasado por alto estas dos perí­copas de Mc, tal vez porque no eran actuales en su comunidad cristianogentil, pero también porque ha percibido, tal vez, una cierta contradición con su forma más radical de concebir el celibato. Según esto podemos concluir que debemos distinguir entre la obligación del seguimiento para todos los discí­pulos y las formas concretas de realizarlo. La historia posterior muestra cómo la Iglesia rechazó formas ascéticas rigurosas que condenaban el matrimonio absolutamente como algo malo para todos los cristianos.

El apóstol P ha renunciado al derecho de ser mantenido por la comunidad en que ejerce su ministerio apostólico para no obstaculizar la eficacia del evangelio (1Cor 9,12) y es el único apóstol que conocemos haya escogido la vida célibe como forma de vida apostólica (7,7; 9,5), totalmente orientada a Cristo, ya que los valores de la vida presente son relativos y P espera ansiosamente la venida del señor (1 Cor 7,25-35). El valor del celibato evangélico según Jesús y el NT consiste en ser signo de la unión del discí­pulo con Cristo, sin que se interponga persona alguna de por medio, y de la vida futura (Mt 22,30; Mc 12,25; Lc 20,35-36).

Rodrí­guez Ruiz

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret

(-> viudas, matrimonio). El concepto del celibato, tal como lo ha desarrollado la Iglesia posterior, no existe en la Biblia, ni en Antiguo ni en el Nuevo Testamento. La situación ideal del hombre y de la mujer en el Antiguo Testamento es el matrimonio. Sin embargo, en el libro de la Sabidurí­a se incluye un canto al eunuco y a la mujer soltera que son fieles a Dios (Sab 3,13-4,6). En esa lí­nea, algunos movimientos judí­os del tiempo de Jesús (terapeutas*, esenios*) han podido llevar una vida de celibato, centrada en los valores que se juzgan superiores, relacionados con la presencia de Dios en el mundo. En ese contexto se sitúa la opción de Jesús y de los primeros cristianos.

(1) Jesús, hombre célibe. Matrimonio mesiánico. Entre los temas significativos de la figura de Jesús en los evangelios está su “celibato”, entendido como ausencia de familia exclusiva. Algunos investigadores marginales han elevado la hipótesis de que podí­a ser viudo; otros han hablado de sus posibles amores como Marí­a Magdalena, afirmando, incluso, que estaba casado. Pero nada de eso encuentra apoyo en las fuentes. Jesús, lo mismo que Juan Bautista, su maestro, aparece como un “solitario”, como alguien que renuncia a una familia propia (o prescinde de ella) para ponerse mejor al servicio de la obra de Dios o del Reino. En ese sentido podemos empezar diciendo que el celibato de Jesús se encuentra vinculado a su opción a favor de los “pobres sexuales”, es decir, de aquellos que no pueden mantener una relación familiar estable, socialmente reconocida, como los leprosos y las prostitutas, los enfermos y los niños sin protección. En ese contexto puede inscribirse la expresión y experiencia de los “eunucos por el reino de los cielos” (Mt 19,12), que sitúa a los seguidores de Jesús en el espacio humano de los marginados sexuales, por razón biológica o social (aunque el texto parece haber sido creado por una comunidad pospascual con posibles tendencias ascéticas). Por eso, el celibato de Jesús no es una forma de elevarse sobre los demás, en pureza y dignidad, sino de solidarizarse con el último estrato afectivo de la humanidad, con los sexualmente destruidos. De esa forma aparece como un gesto extrañamente peligroso y fuerte, como una opción a favor de los hombres y mujeres más problemáticos para el buen sistema.

(2) Una protesta. Eunucos por el Reino. En la lí­nea anterior, el celibato de Jesús puede interpretarse como protesta en contra de una visión posesiva y legalista del matrimonio. Ese tema está ya en el fondo de Mt 19,12, donde se habla de los “eunucos por el Reino”, es decir, de aquellos que se sienten capaces de superar un matrimonio que somete a las mujeres (y de otra manera a los hombres) a un tipo de imposición que debe regularse por ley. Ese motivo se expresa de manera más intensa en Mc 12,15, donde Jesús afirma que, en la resurrección, hombres y mujeres no se casarán, es decir, no se esposarán en la manera actual, sino que serán “como ángeles del cielo”, viviendo la plena libertad en el amor. Recordemos que el hermano del difunto esposo debí­a casarse con la viuda para darle descendencia, de manera que todos, viuda y nuevo esposo, estaban sometidos a una ley de posesión y reproducción; pues bien, por encima de eso, Jesús ha recordado un ideal de amor, en que hombres y mujeres son como “ángeles del cielo”; pero debemos recordar que aquí­ los ángeles no son espí­ritus asexuados, sino seres capaces de una forma de vinculación amorosa gratuita y universal. Dicho todo esto, debemos indicar que Jesús no ha rechazado el matrimonio, sino todo lo contrario: lo ha concebido como signo del reino de Dios (cf. Mc 2,19), lugar y camino de fidelidad definitiva en el amor (cf. Mc 10,7-9), por encima de toda imposición y legalismo. Eso significa que su celibato está al servicio de un matrimonio mesiánico (y viceversa: el matrimonio evangélico está al servicio de un celibato mesiánico). En esa lí­nea puede y debe interpretarse el signo de la mujer que le unge (Mc 14,2-9) y el de las bodas de Caná (Jn 2,1-11).

(3) Pablo. Un celibato dramático. Pablo ha interpretado el celibato (= virginidad) como un comportamiento que responde a la irrupción de los últimos tiempos (cf. 1 Cor 7,1-40) y que se expresa como signo de libertad para el Evangelio. Hay amores parciales, que atan al hombre o mujer al hacer y rehacer, al comprar y al vender, en el plano del talión, es decir, de la ley de intercambios sociales donde todo se paga y merece, dentro de un sistema bien organizado. Pues bien, superando ese nivel, inspirado en el testimonio de Jesús, Pablo ha descubierto y ofrecido a los creyentes (especialmente a las mujeres) la posibilidad de un amor que se manifiesta como poder de libertad. El no ha tenido ocasión o necesidad de elaborar una doctrina unitaria sobre el puesto de la mujer en la familia y en la Iglesia, pero ha elaborado unas reflexiones en las que asume y expande, en otra lí­nea, la palabra de Jesús sobre el matrimonio: “A los casados les ordeno, no yo sino el Señor: que la mujer no se separe del marido… y que el marido no despida a la mujer” (1 Cor 7,10; cf. Mc 10,1-12; Mt 19,1-9). Varón y mujer están vinculados en un mismo ideal (o exigencia) de fidelidad y así­ establecen una relación simétrica de amor en la que son iguales sus derechos y deberes. Sobre el celibato o virginidad Pablo no tiene precepto del Señor (1 Cor 7,25), pero sabe dar un consejo que le parece fundamental. A su juicio, siguiendo la lógica de la escatologí­a (= ha llegado el fin de los tiempos) y conforme a la exigencia de la unión con el Kyrios (de un amor ya liberado de las preocupaciones de este mundo), todos los cristianos deberí­an ser célibes: “En cuanto a lo que me habéis escrito, bien le está al varón abstenerse de mujer [1 Cor 7,1]… Lo que digo (respecto al matrimonio) es una concesión no un mandato. Mi deseo es que todos fueran como yo [célibes]; pero cada cual tiene de Dios su carisma particular, unos de una maneras, otros de otra. No obstante, digo a los célibes y a las viudas: bien les está quedarse como yo” (1 Cor 7,6-8). “Os digo pues, hermanos, el tiempo es corto. Por tanto, los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran. Los que lloran como si no llorasen. Los que están alegres como si no lo estuviesen. Los que compran como si no poseyesen. Los que disfrutan del mundo como si no disfrutasen. Porque la apariencia de este mundo pasa. Yo os quisiera libres de preocupaciones. El célibe se preocupa de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor. El casado se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer; está, por tanto, dividido. La mujer no casada, lo mismo que la virgen (muchacha libre) se preocupa de las cosas del Señor, de ser santa en el cuerpo y en el espí­ritu. Pero la casada se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su marido. Os digo esto para vuestro provecho, no para tenderos un lazo, sino para moveros a lo más digno y al trato asiduo con el Señor, sin división” (1 Cor 7,29-35).

(4) Valores del celibato paulino. Conforme a la experiencia de Pablo, el celibato ofrece a los creyentes una libertad especial que se halla vinculada al hecho de que les permite trascender un nivel de relación humana en la que, a su juicio, hombres y mujeres corren el riesgo de vivir sometidos a la esclavitud de los deseos. En esa lí­nea, el mismo matrimonio es para Pablo una concesión, de manera que “los casados no pecan, pero tendrán su tribulación en la carne” (1 Cor 7,28), porque han situado su existencia en ese nivel de carne. Por el contrario, los célibes pueden vivir ya desde ahora la experiencia fundante de la libertad sin división (1 Cor 7,35), como personas liberadas, que no tienen más preocupación que aquella que deriva del Señor. Pablo vive bajo la urgencia de la llegada del fin de los tiempos, que libera al hombre y a la mujer de todas las preocupaciones del mundo, entre las cuales se encuentra, a su juicio, la vida matrimonial. El celibato, en cambio, pertenece al nivel del Kyrios, es decir, puede situarse mejor en la lí­nea del encuentro con Jesús, en el plano de superación de un mundo que tiende a dominar y oprimir a los hombres. Desde esa perspectiva se entienden sus valores, (a) Libertad. Conforme a la experiencia normal del mundo viejo, el ser humano se encuentra dividido entre Dios y el mundo, entre lo masculino y femenino…, de forma que no puede alcanzar su libertad personal y autonomí­a. Pues bien, la experiencia cristiana significa para Pablo el descubrimiento de la individualidad radical: cada ser humano (varón o mujer) es persona por sí­ mismo en el encuentro con el Kyrios, de manera que puede ya vivir sin divisiones ni rupturas interiores. (b) Igualdad sexual. Varones y mujeres son iguales ante el celibato, de manera que puede superarse la visión de una humanidad sexualmente clasista donde la mujer se hallaba como sometida a los varones (primero al padre, luego al marido). La mujer célibe aparece como liberada, dueña de sí­ misma dentro de la Iglesia, en camino de fidelidad a su Señor que es Cristo (el mismo Señor de los varones).

(5) Limitaciones del celibato patdino. La visión de Pablo está centrada en la certeza de que ha llegado el fin del mundo: “el tiempo es corto; los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran…” (1 Cor 7,29). Es la hora final; ha culminado el proceso de los tiempos. Por eso, los hombres ya no tienen que ganar su vida o sostenerla a través de sus acciones, porque están salvados por Cristo. Pues bien, entre las grandes acciones de este mundo se encuentra, conforme a la visión judí­a, el matrimonio. Pablo supone que los esposos asumen el orden de la creación y se insertan en la obra cósmica de Dios, conformando por ella su existencia, como si este mundo no hubiera ya terminado. Pues bien, Pablo piensa que la resurrección del Cristo permite superar ese nivel, porque ha llegado ya el fin de los tiempos. Por eso los creyentes (varones y mujeres) no se encuentran obligados a casarse, para vivir en plenitud, como personas. Ciertamente, Pablo valora el matrimonio (1 Cor 7,10), pero añade (conforme a su experiencia; cf. 1 Cor 7,25) que, de algún modo, al menos para la mujer, el matrimonio se opone al servicio del Kyrios Jesús, quien, sin embargo, habí­a defendido el matrimonio, poniendo de relieve el carácter definitivo de su amor (cf. 1 Cor 7,32-35). Parece que Pablo se encuentra demasiado impactado por la experiencia de la nueva libertad cristiana y por la urgencia del final (cf. 1 Cor 7,29-31) como para advertir la tensión (casi contradicción) entre sus dos afirmaciones. Por un lado, sabe que el Señor avala el matrimonio y confirma su carácter escatológico. Por otro lado, él piensa que el matrimonio se opone al amor del Señor. Pablo se hallaba ocupado por demasiados problemas y no pudo resolverlos todos, de manera que en el planteamiento del celibato pudo tomar posturas extremistas, que no se compaginaban del todo con su visión del matrimonio según Cristo. Por otro lado, su visión de que “la mujer casada no puede ocuparse de las cosas del Señor porque tiene que servir a su marido” forma parte de una antropologí­a posesiva, patriarcalista, que el mismo Evangelio debe hacer que superemos.

(6) El celibato como protesta y como libertad. Conforme a la visión de Pablo, el celibato de la mujer no puede ser una simple protesta contra “el esclavizamiento de las mujeres casadas” (aunque a veces ha tenido que serlo), sino una expresión de libertad cristiana. Libre ha de ser la mujer casada, libre la célibe (y lo mismo el varón casado o célibe); distintas serán sus formas de expresar la universalidad y concreción del amor de Cristo, en sus cir cunstancias particulares. Dicho esto, debemos añadir que Pablo, desde el conjunto de su experiencia, abrió unos temas y ofreció un comienzo de reflexión que puede ser muy importante para la Iglesia posterior, sobre todo desde la perspectiva de la libertad. Es muy posible que, en ciertos momentos, la Iglesia posterior haya tenido miedo de esta libertad rnesiánica (personal y social) que el mensaje de Cristo ofrece a los creyentes (en especial a las mujeres), invirtiendo el mensaje de Pablo y convirtiendo la virginidad religiosa de algunas instituciones oficiales (con clausura obligatoria, bajo dominio de una jerarquí­a masculina) en una nueva forma de sometimiento.

(7) Apocalipsis. (1) Bodas mesiánicas. Un testimonio muy fuerte y discutido del tema del celibato lo ofrece el Apocalipsis, cuando presenta los dos grandes pecados de la Iglesia: la pomeia o prostitución, que significa la compraventa del amor para conseguir ventajas materiales; los idolocitos, que son la comida ofrecida a los í­dolos de Roma, es decir, un tipo de economí­a que nos hace esclavos del imperio (cf. Ap 2,14.20). En contra de ese doble y único pecado (afectivo y social), el Apocalipsis ha puesto de relieve la fidelidad de los creyentes, que mantienen la confesión de fe y la palabra del amor, conforme a una experiencia que nos sitúa en la lí­nea del amor “esponsal” que habí­an elaborado algunos grandes profetas (Oseas, Jeremí­as, Isaí­as…) cuando presentan la unión de Dios con los hombres en forma de experiencia nupcial o encuentro enamorado. Este motivo está en el fondo de Mc 2,18-22 (amigos del novio) y de Mt 25,1-13 (novias con aceite), lo mismo que en el simbolismo esponsal del conjunto de Jn 2 y 4 (bodas de Caná y Samaritana) y de la tradición de Pablo (cf. Ef 5). Esta es una tradición parabólica e incluso mistagógica, que puede interpretarse (y se ha interpretado a veces) en formas patriarcales (de supremací­a del Cristo-varón) o gnósticas (de rechazo del mundo), pero que debe ser asumida y recreada desde su origen bí­blico. En sentido radical, todos los cristianos (varones y mujeres, casados y solteros) han de ser célibes para el Reino (han de superar un amor de pomeia o utilización posesiva), pudiendo ser, al mismo tiempo, novios o novias (esposos o esposas) en Cristo, viviendo así­ la fidelidad de Dios en formas de fidelidad interhumana.

(8) Apocalipsis. 2 El escándalo de los que “no se han manchado con mujeres”. En el contexto anterior ha de entenderse una de las palabras más hirientes del Nuevo Testamento y de la Biblia, aquella donde se habla del triunfo de los 144.000 “soldados del cordero” que no se han manchado con mujeres (Ap 14,4). En principio, en el Nuevo Testamento, la palabra mancha no significa sexo, ni implica erotismo. Pero, en cierto momento, por influjo de un dualismo helenista (y gnóstico), algunos cristianos varones han identificado la mancha con el gozo sexual, relacionándolo de un modo especial con las mujeres. En esa lí­nea, ha podido influir una interpretación sesgada de Ap 14,1-6, donde Jesús aparece como Cordero Batallador Inmaculado, que triunfa sobre el monte Sión, seguido por un ejército de soldados escogidos, que “no se han manchado con mujeres”. Este es un texto duro y simbólicamente ofensivo para las mujeres; por eso, nos hubiera gustado que no estuviera en la Biblia. Pero dentro de su contexto apocalí­ptico puede y debe interpretarse desde la perspectiva del pecado de los ángeles de 1 Henoc, donde el pecado no es de las mujeres, sino de los violadores varones, dentro de un mundo donde triunfa la violencia erótica masculina: son los varones los que se manchan al violar a las mujeres; sólo quienes superan esa violación pueden acompañar en su triunfo al Cordero. De todas maneras, leí­do al pie de la letra, este pasaje es contrario al Evangelio y ofensivo para las mujeres, a las que se toma, en contra de Jesús, como personas que manchan a los hombres. Pero, según el Evangelio, lo que mancha no son las mujeres, ni los varones, sino un tipo de egoí­smo y violencia, que puede darse tanto en varones como en mujeres, un egoí­smo que se opone a los principios del celibato de Jesús, cuyo sentido básico era la libertad para el servicio a los pobres y excluidos de la sociedad.

(9) Conclusión. Celibato para el matrimonio, matrimonio para el celibato. La tarea básica de la Iglesia cristiana en este campo consiste en recuperar la gratuidad y universalidad de la opción celibataria de Jesús, a favor del reino de Dios, es decir, del proyecto de la nueva humanidad. Jesús no ha hecho un voto de castidad, ni se ha propuesto ser célibe de un modo legal (institucional). Más aún, no sabemos el tipo de vida que él hubiera asumido si no le hubieran matado: no podemos proyectar sobre ella ningún tipo de modelo antropológico antiguo o moderno… Lo único cierto es que él se ha entregado al servicio del Reino, en gesto de amor dirigido en concreto, de manera cercana y poderosa, hacia los expulsados y enfermos de su entorno. Su único proyecto ha sido el reino de Dios y al servicio de ese Reino ha vivido y ha muerto, de manera que al final de su vida (en su pascua) todos los discí­pulos han podido descubrirse identificados con él, recreados por su resurrección. Por eso añadimos que para Jesús el celibato no ha sido un punto de partida, sino una consecuencia. No ha buscado primero el celibato y después la opción por los impuros y los excluidos, sino al contrario. Lo primero ha sido su opción a favor de aquellos que no tení­an familia (publicanos y prostitutas, leprosos y enfermos). Al servicio de esa opción se entiende su celibato, que no le aí­sla en una casa, ni le encierra en un grupo, sino que le sitúa en el cruce de todos los caminos, en el lugar donde puede dialogar con todos, no sólo con publicanos y prostitutas, sino con fariseos y saduceos, con hombres y mujeres de toda condición. Esta capacidad de encarnarse en el centro del mundo, sin “casarse” con ningún poder establecido, define el celibato de Jesús, frente a la renuncia de los esenios célibes de Qumrán o de los judí­os terapeutas del lago Mareotis de Egipto, que abandonan un tipo de familia por ley sacral o por exigencia de una contemplación separada del mundo. Tampoco el celibato de Pablo puede entenderse como finalidad en sí­, sino que está al servicio de la familia humana, es decir, del amor gratuito y gozoso de hombres, mujeres y niños. Tanto el celibato como el matrimonio, en su forma actual, marcan la limitación de una forma de vida humana que no puede desarrollar todos los caminos del amor; por eso, los casados han de vivir como si no lo estuvieran y los célibes como si no fueran célibes, porque unos y otros, todos, sólo pueden ser creyentes en la medida en que expresan y expanden el amor del Reino, en comunicación no imposi tiva. Conforme a una lectura sesgada de la carta a los Hebreos, cuando presenta a Jesús como sacerdote según el orden de Melquisedec (cf. Heb 5,6.10; 6,20; 7,1-17), algunas tradiciones eclesiales han querido que los ministros de la Iglesia sean hombres separados, sin padre ni madre, personas que han roto con las genealogí­as de este mundo (genealogí­a que definen el sacerdocio de Aarón o Sadoc), para poder vincularse mejor a todos los hombres, según el orden celeste, suprafamiliar, de Melquisedec. En esa lí­nea, una Iglesia instituida ha impuesto el celibato para sus ministros, interpretándolo a veces en lí­nea sacrificial, como si Dios necesitara la ofrenda y renuncia afectiva de sus servidores. Entendido así­, un celibato sacrificial, vinculado a veces a la toma de poder en la Iglesia, puede ir en contra de la libertad de Cristo y del amor del Evangelio. Por el contrario, vivido al modo de Jesús, el celibato de algunos cristianos puede ser un testimonio fuerte de Evangelio.

Cf. Th. Matura, El radicalismo evangélico, Claretianas, Madrid 1980; J. M. R. Tíllard, El proyecto de vida de los religiosos, Claretianas, Madrid 1974; L. Legrand, La doctrina bí­blica sobre la virginidad. Verbo Divino, Estella 1976.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

El celibato se define en general, de forma negativa, como el estado de los que no están unidos en matrimonio.

Puede ser voluntario o forzoso, según se escoja libremente o esté determinado por unas circunstancias que impiden casarse.

En la perspectiva cristiana, el celibato libremente escogido adquiere un significado claramente positivo, como manera de vivir la sexualidad afectiva, como forma de amor, como vocación especial.

No sin ciertas incertidumbres de terminologí­a, se utilizó muchas veces la expresión “virginidad consagrada” para indicar en sentido comprensivo toda renuncia libre al matrimonio y a todo ejercicio de la sexualidad por una entrega particular al “Reino de los cielos”, mientras que se emplea el término “celibato” para indicar el celibato eclesiástico.

Mientras que en la Iglesia de los orí­genes, aun dentro de una mentalidad de preferencia acentuada por el celibato “con vistas al Reino de los cielos”, el ministerio presbiteral no estaba vinculado a la obligación del celibato, a partir del s. 1V se introduce la lev del celibato para los presbí­teros de – la Iglesia latina, con decretos aprobados por los concilios de Elvira (306) y de Roma (386). Esta ley canónica encontró una confirmación a lo largo de los siglos y, en nuestros dí­as, en particular con el decreto Presbyterorum ordinis del Vaticano II y con’la carta apostólica Sacerdotalis coelibatus de Pablo VI.

Aunque entre el celibato y el presbiterado no existe un ví­nculo absolutamente necesario, “el celibato está en múltiple armoní­a con el sacerdocio ” (PO 16). Pablo VI, en la Sacerdotalis coelibatus (1967), expone las razones teológicas del celibato eclesiástico resumiéndolas en estas tres: significado cristológico, eclesiológico y escatológico. El celibato sacerdotal une más directamente al sacerdote con Cristo, lo hace más disponible a los hermanos, y es un testimonio esto es, a la Iglesia, de la vida futura.

G. Cappelli

Bibl.: E. Schillebeeckx, El celibato ministerial, Sí­gueme, Salamanca 1968; F BOckle, Elcelibato, Herder, Barcelona 1970; W Bertrams, El celibato del sacerdote, Mensajero, Bilbao 1968; A. Marchetti, Celibato, en DE, 373-376; AA, VV Virginidad y celibato, Verbo Divino, Esteli~ 1969; E. ~ianchi, Celibato y virginidad, en NDE, 183-197.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

Por celibato no se entiende aquí­ un mero no casarse, aunque también esto puede tener importancia teológica y pastoral si sirve a la realización de un valor cristiano, sino la libre renuncia al matrimonio en aras de la fe cristiana, y sobre todo la obligación de no casarse y de vivir en continencia perfecta que se impone a los sacerdotes de la Iglesia latina por razón de su estado.

I. Desarrollo histórico
1. Entre los fundamentos bí­blicos del c, se halla la frase del Señor en que él habla de una renuncia al matrimonio (castrarse) a causa del reino de los cielos (Mt 19, lOss), y aquella otra donde dice que desde la resurrección no habrá matrimonio (Mt 22, 30; Mc 12, 25 ),así­ como el deseo del apóstol Pablo de que todos fueran como él (1 Cor 7, 7 ), pues el célibe cuida de las cosas del Señor y el casado está dividido (1 Cor 7, 32s). El c. del que ahí­ se habla ha de ser entendido como fruto de una llamada que aprehende la existencia humana y la lleva a una entrega incondicional (cf. Mt 5, 40; Lc 9, 60; 18, 22). Por jesús y su evangelio (Mc 10, 29) o por el –>reino de Dios hay que renunciar incluso a los bienes supremos. Pero ahí­ todaví­a no aparece una relación directa del c. con el servicio eclesiástico. Más bien, en el cristianismo primitivo se estableció una relación entre esos consejos y el bautismo, y algunos los siguieron. En ciertas comparaciones bí­blicas se halló un apoyo para esta tendencia (Mt 9, 15; 22, 1-14; 24, 37-44; Mc 2, 19; 14, 33-37; Lc 5, 34; 12, 35ss; 14, 15-25; Jn 3, 29). Sólo poco a poco, en unión con el aprecio de la -> virginidad (cf. 2 Cor 11, 2; Ef 5, 25ss 30ss; Act 21, 9), ante la perspectiva de la consumación final (Ap 14, 3s; 19, 7ss; 21, 2. 9; 22, 17.20s), por influencia de la forma de vida de los ascetas y monjes y apoyándose en preceptos del AT sobre impurezas a evitar antes del culto, surgió el c, como ley del estado sacerdotal. En el desarrollo jurí­dico del c. fue un punto de partida y un pensamiento director la prescripción de las cartas pastorales, discutida en su interpretación, según la cual obispos, diáconos y presbí­teros deben ser “maridos de una sola mujer (1 Tim 3, 2.12; Tit 1, 6s).

2. Las disposiciones legales sobre el c. se remontan hasta principios del s. tv. Por afán de una total entrega religiosa y también bajo el influjo de un dualismo gnóstico de tipo maniqueo, algunos sacerdotes después de su ordenación se sintieron obligados a renunciar a la prosecución de su vida matrimonial. El canon 4 del sí­nodo de Gangra (340) permite reconocer que esto respondí­a también a una exigencia mágica del pueblo. Mientras en la Iglesia oriental el celibato sólo fue preceptuado para los obispos, que poseen la plenitud del sacerdocio (legislación fijada en el s, vri por el emperador Justiniano t y por el segundo sí­nodo de Trulla), en el oeste las disposiciones del sí­nodo de Elvira quedaron generalizadas en gran parte gracias al papa Siricio (DS 118s, 185). Un intento del concilio de Nicea (325) de extender el c. a toda la Iglesia no llegó a cuajar. León 1 y Gregorio t extendieron el c. a los subdiámnos. Puesto que lo prohibido no era propiamente el matrimonio, sino su uso, en los s. v-vii se exigieron a los candidatos al sacerdocio (y a sus mujeres) promesas de continencia, y desde el s. vi se exigió también la separación de los cónyuges legí­timos. El que los sí­nodos debieran intervenir una y otra vez indica las dificultades fácticas que se presentaban. En la edad media fue un motivo propulsor del c. el temor de que se perdieran los bienes eclesiásticos por convertirse en posesión hereditaria de la familia; este problema se remonta a los s. v-vi. En el s. xii se llegó a decretar la nulidad de un matrimonio de mayoristas. A pesar de duras discusiones en el tiempo de la reforma, el concilio de Trento estableció en firme que quienes han recibido órdenes mayores son incapaces de matrimonio (DS 1809). La fórmula que el Niceno adoptó “en virtud de una tradición antigua”, á saber: “Ningún matrimonio después de haber recibido alguna orden mayor”, fundamentalmente ha sido mantenida por el magisterio como una norma apostólica, incluso en el concilio Vaticano ii y en los documentos aparecidos posteriormente.

3. Según el derecho vigente de la Iglesia latina, el cual está fijado en el CIC, los clérigos de órdenes menores por el matrimonio abandonan el estado clerical (can. 132, § 2). A los clérigos de órdenes mayores les está prohibido contraer matrimonio. Ellos están obligados de manera especial a guardar castidad. Un pecado contra la castidad es sacrilegio (can. 132, § 1) y, en caso de una infracción externa de la ley (can. 2195), constituye un delito punible (can. 2325). El intento de contraer matrimonio es nulo (can. 1072) e, incluso en el caso de contraerlo en forma meramente civil, acarrea la irregularidad (can. 985, n. 3), la pérdida de los oficios eclesiásticos (can. 188, n. 5) y la excomunión (can. 2388). Las disposiciones legales sobre la absolución de la excomunión (can. 2252; Decreto de la sagrada penitenciarí­a de 18-4-36 y 14-5-1937) y sobre la dispensa del impedimento matrimonial concedida a diáconos y subdiáconos en peligro de muerte (can. 1043s), así­ como sobre la reducción al estado secular con la dispensa del c. (can. 214, 1992-1998), han quedado completadas y mitigadas por “actos de gracia” de la santa sede, y especialmente por los documentos del concilio Vaticano ri (Lumen gentium, n. 29, Presbyterorum ordinis, n. 16), e igualmente por el Motu proprí­o Sacrum diaconatus ordinem (Núm. 4, lls, 16) y por la Enc. Sacerdotales caelibatus (núms. 42, 84s, 87s). Así­, p. ej., se puede fundamentar las solicitudes de dispensa en motivos de falta de libertad y de aptitud, los cuales hasta ahora (can. 214) no estaban previstos, y también por otras razones puede alcanzarse la dispensa de toda clase de obligaciones. Para hombres casados es posible la ordenación de diácono, si la esposa consiente, los cónyuges han convivido ya bastantes años en estado de matrimonio y los candidatos han cumplido los 35 años (cf. las condiciones de 1 Tim 3, l0ss). Pero después de la ordenación los diáconos no pueden casarse. El que a hombres casados se les conceda el presbiterado (cf. can. 132, § 3; 987, n. 2), sólo está previsto para ministros de otras Iglesias o comunidades cristianas que aspiran a la unión con la Iglesia católica y quieren seguir ejerciendo su sagrado ministerio.

II. Doctrina del magisterio de la Iglesia
1. En la doctrina del magisterio eclesiástico sobre el c. parece ser caracterí­stico el hecho de que ella se sabe obligada a la prescripción canónica del c. y al mismo tiempo intenta mediar entre ésta y la reflexión teológica acerca del problema ahí­ implicado. Puesto que dentro de la Iglesia misma se levantan voces contra el c. y en todos los siglos ha habido importantes tendencias contrarias a él, la elección y exposición de los temas relativos al c. por parte del magisterio se muestra influenciada por los respectivos ataques y por el modo de su fundamentación. Así­ las afirmaciones doctrinales son con frecuencia apologéticas, polémicas o exhortativas. El c. es tratado casi siempre desde el punto de vista de la castidad y en el mismo plano que la virginidad.

2. El concilio de Trento, aunque acentuó mucho la dignidad del –> matrimonio sacramental, sin embargo lanzó el anatema contra quienes opinaren “que el estado de matrimonio deba preferirse al de virginidad o al de celibato y que no es mejor y más bienaventurado perseverar en el celibato o en la virginidad que el contraer matrimonio” (DS 1810). Pero este juicio, que está formulado a base de la idea de los distintos estados, no niega que algunas personas casadas puedan estar más cerca de Dios que los obligados al c. Pí­o xii rechazó en su enc. Sacra virginitas, relativa también al c., la opinión de que “sólo el matrimonio garantiza un desarrollo natural de la persona humana” y de que “el sacramento de tal modo santifica el acto del matrimonio, que éste se convierte en un medio de unión con Dios más eficaz que la virginidad misma” (DS 3911s). Con esta formulación, más matizada que la del Tridentino, se da indirectamente un punto de partida para la elaboración de las multiformes relaciones entre el matrimonio y el c., relaciones que no pueden valorarse bajo un solo aspecto.

3. El concilio Vaticano II ha aportado una renovación esencial y un desarrollo ulterior de la doctrina por el hecho de que, en la Constitución dogmática Lumen Gentium, se opone a la idea de que sólo los celibatarios vivan con corazón “no dividido” (n. 42). La llamada a la santidad sobre toda medida, a ser perfectos “como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 48), la entiende el concilio como un llamamiento dirigido a todos los cristianos, y no sólo a los que por motivos religiosos permanecen célibes (n. 40). A pesar de todo, el decreto conciliar Optatam totius exige que los candidatos al sacerdocio vean claramente la preeminencia de la virginidad consagrada a Cristo sobre el matrimonio (n. 10). Según la constitución Lumen gentium la santidad de la Iglesia es promovida por los diversos consejos del Señor que han de cumplir sus discí­pulos. Pero entre estos consejos destaca el don precioso y divino de la gracia que el Padre da a algunos para que, permaneciendo ví­rgenes o célibes, con más felicidad (!) se consagren plenamente a Dios con corazón no dividido. Así­ el celibato es señal y estí­mulo del amor (n. 42). En los decretos Optatam totius (n. 10) y Perfectae caritatis (n. 12) queda proclamado el c. “por el reino de los cielos” casi con las mismas palabras para sacerdotes y religiosos. Según Presbyterorum ordinis (n. 16) el celibato no es exigido por la esencia del sacerdocio, pero es adecuado a él desde muchos puntos de vista y está fundamentado en el misterio de Cristo y de su misión. Por eso queda nuevamente roborada la ley del celibato en la Iglesia latina para aquellos que han sido escogidos para el sacerdocio. Esta fórmula, limitada frente a las anteriores, deja el camino abierto para diáconos casados (–>diaconado). Pero queda sin tratar la pregunta de por qué razón, en determinadas circunstancias, ciertas formas de ministerio sacerdotal no serí­an compatibles con el matrimonio y no podrí­an estar fundadas en el misterio de Cristo y de su misión.

4. La encí­clica Sacerdotalis caelibatus desarrolla el pensamiento del c. de cara a Cristo, a la Iglesia y a la consumación final, y resalta como no lo habí­a hecho antes ningún otro supremo jerarca algunos puntos de vista antropológicos. Aunque el documento pontificio rechaza toda modificación en la obligación del celibato y defiende claramente la legislación de la Iglesia latina, pregunta, sin embargo, con aquellos que hacen objeciones si “esta pesada ley” no deberí­a dejarse a la libre elección de cada uno (n. 3), y si no deberí­a darse acceso al sacerdocio a quienes se sienten llamados a él, pero no al c. (n. 7). En la elección de los doce Jesús no exigió el c. (n. 5). El carisma del servicio sacerdotal se distingue del carisma del celibato, el carácter obligatorio de éste está condicionada por el tiempo (núms. 14s, 17); la práctica de la Iglesia oriental se debe igualmente al soplo del Espí­ritu (n. 38). Con todo, la Enc. espera que, por la inteligencia de un ministerio sacerdotal totalmente unido a Cristo, se verá cada vez más claramente el ví­nculo entre el sacerdocio y el c. (n. 25). El matrimonio y la familia no son las posibilidades únicas de una madurez plena (n. 56). Pero la bondad paternal del obispo ha de extenderse también a los hermanos que sufren bajo el c., y no debe perder de vista a los que claudican en él (números 87, 91-94).

III. Situación actual
1. El c. es actualmente objeto de discusión fuera y dentro de la Iglesia. Por su contenido y su forma las discusiones se reflejan también en la enc. Sacerdotalis caelibatus. IRsta ciertamente tiene el oí­do atento a las cuestiones actuales, pero propiamente no les da una solución, sino que ofrece un variado caudal doctrinal en el marco de distintas direcciones teológicas. Recoge también elementos de la tradición que el Vaticano ri dejó atrás o intentó superar, p. ej.: la expresión castitas perfecta (núms. 6s, 13) y la identificación mí­stica del sacerdote con Cristo, así­ como su situación peculiar que le convierte casi en un “hombre excepcional” (núms. 13, 24s, 31s, 56). ¿Quiso la encí­clica exponer que la verdad religiosa y cristiana es más amplia que lo entendido y expresado en una época determinada? En todo caso el documento pontificio exhorta a una elaboración cuidadosa de los problemas no resueltos y ofrece para ello valiosos puntos de apoyo, entre otras cosas por el reconocimiento de importantes hechos históricos y de nuevos métodos pastorales.

2. Una objetiva discusión teológica que se sepa obligada, no a la defensiva o a la ofensiva, sino a la verdad, se ha hecho difí­cil en este momento. En la Iglesia misma se oponen dos frentes, cuyos representantes extremistas o bien convierten el problema en tabú o bien lo consideran zanjado en contra del c. Sin embargo, ningún partido puede alcanzar realmente ganancias a costa de la objetividad. Serí­a de desear una manifestación sincera de las opiniones; discursos panegí­ricos y crí­ticas unilateralmente negativas lo único que hacen es crear una oposición que oscurece los valores esenciales del c. Cuán largo es el camino hasta una comprensión magnánima lo muestra, p. ej., la postura poco cristiana de oposición que se advierte en algunos lugares frente a hermanos casados que se han convertido al catolicismo. La incapacidad de conceder sinceramente a otros aquello a que se ha renunciado voluntariamente hace muy dudosa la autenticidad carismática del propio c. Y en la alusión a la ley más suave del c. en la Iglesia oriental se omite con gusto que también allí­ se exigen considerables sacrificios, especialmente de los sacerdotes viudos. Aunque podemos preguntarnos si la legislación oriental en último término no significa una solución “a medias”, favorecida por antiguas concepciones acerca de la ilicitud de una “bigamia sucesiva”.

3. La problemática actual del c. crece en el plano teológico a causa de una nueva comprensión del ->matrimonio y del ministerio sacerdotal (-> sacerdote). Si el matrimonio fue considerado durante un tiempo como cosa meramente permitida, la constitución pastoral del Concilio Gaudium et spes afirma, en cambio, que el Señor ha dignificado, sanado, perfeccionado y elevado la unión matrimonial mediante un don especial de su gracia y de su amor (n. 49), que el Señor mismo permanece con los esposos y que éstos, en su Espí­ritu, llegan a su propia perfección, a la santificación mutua y así­, los dos juntos, a la glorificación de Dios (n. 48). Acerca de los sacerdotes, tantas veces considerados como “seres superiores”, el decreto conciliar Presbyterorum ordinis (n. 9) dice que ellos, a pesar de su alto y necesario oficio, junto con todos los creyentes, junto con aquellos que renacieron en la fuente del bautismo, son discí­pulos del Señor, hermanos entre hermanos y miembros del único cuerpo de Cristo, cuya edificación está confiada a todos. Los argumentos en favor del c. que contradicen a tales afirmaciones del concilio (en cuanto se los transmite sin una nueva reflexión) carecen de valor y son rechazados con razón. Añádese a esto que en el plano social actualmente el matrimonio se deja al juicio privado de cada hombre en casi todos los tipos de profesión. Frente a esto la ley eclesiástica del c. se presenta como un resto de tiempos pasados. También la estructura yo-tú del matrimonio, la paridad social de derechos de la mujer, la nueva experiencia de la corporalidad y la valoración positiva de los contactos entre los sexos para el desarrollo y la madurez de todos los hombres (no sólo de los casados) agudizan el problema y piden respuestas adecuadas a los tiempos. Por otro lado, sólo los creyentes pueden enjuiciar adecuadamente el c. como forma especial de realización de la vida cristiana.

4. Si finalmente preguntamos por el problema nuclear de la discusión actual acerca del c., hemos de advertir que topamos cada vez más con la cuestión de si el c. por el reino de los cielos, que según el NT es un don de la gracia, puede ser objeto de una obligación legal. Por urgente que sea esta cuestión, advirtiendo por otro lado que lo pneumático en la Iglesia siempre ha quedado plasmado en lo institucional, el núcleo de la problemática no está aquí­, sino en la inseguridad de los sacerdotes jóvenes con relación a su “función” y en la falta de claridad de la ciencia teológica en la concepción del oficio sacerdotal. La legislación relativa al c. respondí­a hasta ahora a una imagen del sacerdote centrada en la pureza, la santidad y la mediación (-> órdenes sagradas).

Mas, por el retorno a las formas de la Iglesia en el primitivo cristianismo bí­blico (i sacerdocio común de todos los bautizados!), por el esfuerzo en orden a un diálogo con el mundo y por la creciente relación de la teologí­a al momento presente, esa imagen del sacerdocio está tambaleándose en gran parte, al menos para los sacerdotes jóvenes. Muchos entienden su servicio “funcionalmente”, y a duras penas pueden entender por qué razón la ley vigente une indisolublemente el c. y el ministerio sacerdotal, y por qué motivo la Iglesia oficial (prescindiendo de singulares excepciones) sólo considera aptos para el sacerdocio a aquellos a quienes Dios, junto con los otros signos de vocación, les ha dado también el don del c. (Sacerdotales caelibatus, núms. 14s, 62). Esto es tanto más importante por el hecho de que la generación joven subraya el carácter carismático del c. y con ello nos da un testimonio de fe. Observemos, sin embargo, que el término “carisma” es ambiguo, y puede ser que tras él se oculte una huida, quizá una crisis de fe.

IV. Funciones pastorales
1. Merece especial atención una reflexión pastoral. Si el c. es don de la gracia, en consecuencia no está en manos de hombres el que sean pocos o muchos los que participen de él. Pero si se desata una disputa en torno a este don de la gracia, la pastoral ha de preguntar dónde se hallan los obstáculos para su realización creyente. ¿Es que la semilla divina ha sido sofocada por la “cizaña” de una motivación demasiado humana? ¿O ha sido arrancada también la semilla por querer alejar la cizaña? También para el c. sacerdotal la imagen directiva es la experiencia apostólica de la Iglesia primitiva, en virtud de la cual muchos creyentes en tal medida quedaron aprehendidos por la fuerza de la gracia del reino de Dios que estaba irrumpiendo, en tal medida se llenaron de ella, que ya no “podí­an” casarse, pues por amor al Señor “tení­an que” estar totalmente disponibles para la edificación de las comunidades. ¿Sigue siendo éste el caso de los ministros célibes en nuestros dí­as? Y si la respuesta es negativa, ¿qué ha cambiado?
2. Para el servicio salví­fico es eficaz el c. vivido con sencilla naturalidad. Ese c. crece en el silencio (cf. Mc 4, 27), pertenece a los magnalia Dei y no de los hombres. La discusión tumultuosa sobre el c. es nociva, e igualmente lo es su condenación y sobre todo la etiqueta de “tabú” puesta sobre el problema. Lo mejor es enfocar el c. con toda serenidad. El no casarse a causa de tareas importantes que absorben plenamente al hombre puede experimentarse, incluso dentro del mundo, como algo lleno de sentido y como una naturalmente posible forma de realización del ser personal del hombre. Por eso es totalmente necesario hacer comprensible a los creyentes la frase del Señor según la cual puede ser bueno no casarse por el reino de los cielos. No cabe negar sin más que en la continencia haya una fuente de fuerza, la cual pueda mostrarse creadora, pero ese aspecto es secundario, de poco relieve, para el c. por el reino de los cielos. Pero hemos de notar, sin embargo, cómo el hecho de que el sacerdote viva en estado célibe no significa todaví­a que él esté plenamente disponible para el reino de Dios. Con todo el c. se muestra adecuado al sacerdote, ya que es un camino tí­pico para ese estar plenamente disponible, y los que se hallan en el servicio sacerdotal deberí­an realmente estar siempre “a disposición”. Pero aquí­ hemos de hablar del c. con humilde reserva. También muchos casados están a disposición de las exigencias de Cristo y del reino de Dios. Por eso la expresión castidad “perfecta”, p. ej., es equí­voca para ellos y les parece presuntuosa, de modo que “prueba” más en contra que a favor del celibato.

3. La ley canónica quiere fortalecer el carisma del celibato (Sacerdotales caelibatus, n. 62). Mas por su carácter legal el c. muchas veces es aceptado solamente como condición para el sacerdocio. Hay ministros que se rebelan contra la necesidad de que el candidato al sacerdocio deba afirmar positivamente el c. como “conditio sine qua non”. En consecuencia el c. pierde la fuerza persuasiva de la experiencia existencial del no poder casarse por amor a Cristo y por su reino, y deja de ser un “testimonio de la libertad”. El temor de que el celibato carismático desaparecerí­a si no existiera la ley se presenta como un argumento peligroso. ¿No ha vuelto a irrumpir este carisma en la Iglesia protestante sin necesidad de ley? Pero el problema tiene otro aspecto, que posibilita el carácter legal. Puesto que la expresión bí­blica jorein no sólo puede traducirse por “comprender” o “entender”: “No todos comprenden esto, sino solamente aquellos a quienes se les ha concedido… Quien es capaz de comprender, comprenda” (Mt 19, lls), sino que también tiene el sentido de “hacer sitio”, “recibir”, “procurar”, “atreverse>>, aquí­ entra en juego la totalidad de lo humano: “No todos son capaces… Mas quien se sienta con fuerzas, ¡que lo intente con audacia!” En este sentido el c. no pertenecerí­a a los carismas que, o se tienen, o no se tienen, sino a aquellos otros a los que según el adoctrinamiento del apóstol Pablo es lí­cito aspirar (1 Cor 12, 31). Esto es importante no sólo para la predicación acerca del c., sino también para la vida celibataria de todo sacerdote.

4. En la formación de los sacerdotes el c. de ningún modo puede fundamentarse en un desprecio de lo corporal y lo sexual o en proyectos irreales para la vida. El c. de un religioso contemplativo y el del sacerdote que está inmediatamente a servicio de la salvación ajena se desarrollarán en forma distinta. Pero en los dos se requerirá, no sólo una responsable decisión personal con el propósito de mantenerla, sino también una madurez afectiva y una transformación adecuada a los estadios de evolución y a la edad. Puesto que la –> sexualidad del célibe no puede quedar sin integrarse y la integración sólo es posible en una auténtica relación mutua de sexos, hay que buscar y conceder caminos para este fin. Y, así­ como las distintas naciones han desarrollado el c. en modos diversos (en manera formalmente jurí­dica, o institucional, o espiritualizante), del mismo modo en la vida de cada sacerdote pueden darse distintos grados de realización, los cuales van desde una existencia solitaria en el amor a Cristo hasta una amistad muy individual entre personas de distinto sexo. Desde que la mujer es reconocida en la Iglesia como un laico con plenitud de derechos, el diálogo y la colaboración pastoral del sacerdote con ella ya no se pueden evitar. Hay que atreverse a tal diálogo y colaboración y es necesario ejercitarse en ellos. Una relación fraternal de los sacerdotes entre sí­ y una bien organizada vida común, llevada con gozo y con confianza, pueden constituir una protección en este ámbito. El c. nunca es solamente un mandato a cumplir, sino que además es siempre una meta a alcanzar.

5. Conociendo los peligros de una creciente falta de sacerdotes, en la actualidad incluso algunos defensores decididos del c. se inclinan por la ordenación de hombres casados, probados en su testimonio creyente, p. ej., aquellos que en virtud de sus dotes sean designados por la comunidad para el oficio de presidente. También se piensa en un “segundo camino” hacia el sacerdocio. Si en un candidato, apto por lo demás, se pone de manifiesto que él no reúne las condiciones necesarias para el c., hay que animarle a que escoja una tarea adecuada del ministerio eclesiástico – la cual podrí­a llegar a encomendarse sacramentalmente -, e incluso a que contraiga matrimonio. Si por su servicio y por su vida matrimonial se ve que él es digno de confianza, cabe pensar en conferirle la plenitud de la potestad sacerdotal. Hemos de reconocer, sin embargo, que también se contradice enérgicamente a esas reflexiones. Pero el plan opuesto a éste, el de elegir casados no ordenados para los distintos campos de la predicación y de la acción salví­fica, incluso para los organismos claves en que se decide la marcha de la Iglesia, reservando la dirección de la celebración eucarí­stica y la administración de la penitencia sacramental y de la extremaunción al celibatario ordenado, parece igualmente arriesgado, pues así­ disminuirí­a la importancia de los ordenados y podrí­a desvanecerse la concepción de la ordenación sacramental. Naturalmente se plantea aquí­ la cuestión decisiva de si la ordenación de casados debe ser solamente una “solución de emergencia” o, además, se trata de que la Iglesia comienza a reconocer que en el presente y en el futuro tanto los ministros casados como los célibes pueden representar lo que se llama “profecí­a real”. Pues casi todo lo que se puede afirmar del c. como signo cristiano y escatológico, se puede decir también del matrimonio. Ciertamente el matrimonio y el c. no son equiparables, pero la consumación final, en la que el Señor será todo en todos, ha de describirse “matrimonial” y “virginalmente” a la vez. Es de esperar que la jerarquí­a eclesiástica, movida por los sucesos de Holanda y con ocasión del segundo simposio europeo de obispos (Coira, 7-10 de julio de 1969), abordará el problema del celibato obligatorio y de su esclarecimiento, aunque la cuestión se plantea en forma distinta, e incluso contraria, en los distintos paí­ses y continentes.

6. En la lí­nea de estas reflexiones se vislumbran nuevas modalidades en las tareas pastorales. Deberá formarse una generación de sacerdotes que con toda naturalidad se entreguen plenamente al Señor y a su reino, al apostolado y a la misión, y que lo hagan con alegrí­a y persuasión internas. Probablemente la futura decisión de fe de hombres jóvenes en medio de un mundo secularizado incluirá más decididamente que hasta ahora el c. sacerdotal. Pues hemos de contar con que los ministros eclesiásticos ya no experimentarán su ministerio como una profesión perfectamente encuadrada en la sociedad burguesa, sino como una forma de vida que de antemano está en contradicción con lo usual. E incluso prescindiendo de tales perspectivas, se tratará cada vez más claramente de un testimonio libre y de una respuesta libre a la llamada divina. En una situación así­ el centro de gravedad no puede estar en el c., sino en la salvación de todos en Cristo. Si anteriormente los sacerdotes secularizados y casados en general eran despreciados, la Iglesia actual para hacerse creí­ble se ve obligada a servir a Cristo también en esos hermanos (cf. Mt 25, 40). Para juzgar de la aptitud o no aptitud para el c. sacerdotal, según la enc. Sacerdotalis caelibatus (n. 63ss) hay que recurrir a la ayuda de un médico o de un psicólogo, y también para el asesoramiento de sacerdotes que sufran psí­quica, profesional o moralmente se necesitará la ayuda del especialista. En Francia se ocupan de ello, aparte de cí­rculos libres, dos instituciones (AMAR y AMAC, para religiosos y sacerdotes diocesanos). También en otros paí­ses como Alemania, Austria, Suiza y España (a nivel más bien particular) hay intentos de este tipo.

Leonhard M. Weber

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

La palabra española se deriva del latín caelebs «no casado», y se refiere a la abstinencia del matrimonio por parte del clero y las órdenes monásticas de la Iglesia Católica Romana. Esta iglesia reconoce que antes del tiempo del Concilio de Nicea (325) el clero tenía libertad para casarse (CE, III, p. 483) de acuerdo con la práctica de la iglesia apostólica (1 Ti. 3:1–12). Sin embargo, a fines de este período se introdujo clandestinamente dentro de la iglesia una doble norma de espiritualidad. Se tomó nota de las palabras de Jesús sobre algunos «que a sí mismos se hicieron eunucos por causa del reino de los cielos» (Mt. 19:12). Su conclusión, «El que sea capaz de recibir esto, que lo reciba», parecía dar a entender que el celibato era una norma voluntaria muy elevada.

Pablo, por las exigencias de esos momentos, aconsejó a los Corintios (1 Co. 7:32–35) que uno podría servir al Señor más adecuadamente en estado de soltero. El crecimiento del sacerdotalismo de los primeros siglos transformó una situación excepcional en la preferible. La Constitución Apostólica (ca. 400) forma la base de la ley canónica de la iglesia Oriental, la cual permite al clero y obispos un contrato matrimonial antes de la ordenación. El Concilio de Trullo (692) estipulaba que un obispo, una vez consagrado, debía ser célibe o separado de su esposa, regla que todavía rige en Oriente.

Del cuarto al décimo siglo, en la Iglesia Católica Romana se establecieron varios usos locales por medio de los sínodos locales que favorecían el celibato clerical, requiriendo a veces que los candidatos casados dejasen a sus esposas hasta obtener permiso para convivir con sus compañeras, en algunos casos como esposo y esposa, en otros platónicamente.

El Papa Gregorio VII en 1075 inició una absoluta reforma que requería el celibato total de los diáconos, sacerdotes, y obispos, lo cual fue confirmado por el Cuarto Concilio de Letrán (1215) y el Concilio de Trento (1563). La Reforma Protestante del siglo dieciséis rechazó vigorosamente el celibato obligatorio del clero a favor de un regreso a la libertad apostólica.

Véase Ascetismo.

BIBLIOGRAFÍA

H.C. Lea, History of Sacerdotal Celibacy in the Christian Church, 2 vols.; CE, III, pp. 481–488.

Donald G. Davis

CE Catholic Encyclopaedia

Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (101). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología