CIELO

v. Firmamento, Nube, Tierra
Gen 1:1 en el principio creó Dios los c y la tierra
Gen 1:8 llamó Dios a la expansión c. Y fue la
Gen 11:4 una torre, cuya cúspide llegue al c
Gen 28:12 escalera .. y su extremo tocaba en el c
Exo 20:22 he hablado desde el c con vosotros
Deu 10:14 de Jehová .. son los c, y los c de los c
Deu 30:12 no está en el c, para que digas: ¿Quién
1Ki 8:27; 2Ch 2:6; 6:18


Cielo (heb. shâmayim, mârôm, mâal; ouranós). Términos que describe: 1. El cielo atmosférico. Es el espacio en el que vuelan las aves (Gen 1:20), del que desciende la lluvia (Gen 7:11; Deu 11:11) y donde soplan los vientos (Dan 8:8). En el dí­a del juicio el cielo atmosférico se disolverá con el fuego (2Pe 3:10; cf Isa 51:6), después de lo cual Dios creará un cielo nuevo y una tierra nueva (2Pe 3:13; Rev 21:1). 2. El cielo astronómico, el de las estrellas. Es el espacio en el que giran en sus órbitas el sol, la luna y las estrellas (Gen 1:14,16,17; Isa 13:10; Jl. 2:30,31; Mat 24:29). 230 3. La morada de Dios (1Ki 8:30,39; Psa 11:4; 53:2; 80:14; 102:19; 139:8; etc.). Jesús se refirió con frecuencia al Padre que está en los cielos (Mat 5:16, 45, 48; 6:9; etc.). Cristo descendió del cielo en su encarnación (Joh 3:13, 31; 6:38), ascendió a él después de su resurrección (Heb 9:24) y descenderá de allí­ en su 2ª venida para llevar consigo a todos los redimidos (Joh 14:1-3; 1Th 4:13-18; 1Pe 1:4). Será la morada de los benditos hasta que los santos hereden la tierra nueva al final del milenio (Rev 21:1-7). El término a veces se usa como un sustituto del nombre divino (Mar 11:30; Luk 15:18,21) y refleja la renuencia a pronunciar el nombre de Dios.

Fuente: Diccionario Bíblico Evangélico

latí­n coelum. En la Escritura este término se usa indistintamente en singular o plural para significar el espacio indefinido en el cual se mueven los astros; el espacio que parece formar una bóveda encima de nosotros; así­ como la morada de Dios. Aparece el término por primera vez en las Sagradas Escrituras en Gn 1, 1, †œEn el principio creó Dios el c. y la tierra†, con lo que se expresa el universo en su totalidad, expresión que con igual sentido está en otros lugares, Gn 2, 1 y 4; 14, 19 y 22; Ex 20, 11; 2 R 19, 15; 2 Cro 2, 11; Jdt 9, 12; 13, 18; Est 4, 15-17; Sal 89 (88), 12; 115 (113 B), 15; 121 (120), 2; 124 (123), 8; 134 (133), 3; 146 (145), 6; Is 37, 16; Jr 32, 17; Dn 14, 5; Hch 4, 24; 14, 15; Ap 14, 7. En la bóveda celeste, en el firmamento, encima de nosotros, Gn 6, 17; Sal 104 (103), 2; Ex 17, 14; Dt 28, 23; que Yahvéh llamó c., Gn 1, 8, metafóricamente se dice que puso los luceros, los astros, 1 R 8, 12, 2 Cro 6, 1; para distinguir el dí­a de la noche, y como señales para las solemnidades, dí­as y años, Gn 1, 14-15; los pueblos antiguos, también Israel, confeccionaron los calendarios de acuerdo con el movimiento de los astros. Yahvéh creo las aguas de arriba, del c., y las de abajo, cuando el diluvio, figuradamente se dice que abrió las compuertas del c. y descargó la lluvia durante cuarenta dí­as, Gn 7, 11; Dt 11, 17; 28, 12; Sal. 78, 23; al cabo de este tiempo las compuertas del c. se cerraron y cesó la lluvia, Gn 8, 2.

El c. es la morada de Dios en el asienta su trono, Dt 26, 15; 1 R 8, 43; Sal 8, 2; 11 (10), 4; 14 (13), 2; Tb 5, 17; 2 M 3, 39; Is 66, 1; Lm 3, 41 y 50; Ba 2, 16; Am 9, 6; el Padre está en los cielos, Mt 5, 16 y 34; 6, 1 y 9; 7, 11; 16, 17; Mc 11, 25; Hch 7, 49; con Dios moran, también, en el c., los espí­ritus que forman su corte, algunas veces llamados ejército de los cielos, 1 R 22, 19; 2 Cro 18, 18; los ángeles, Tb 12, 15; Mt 18, 10; Mc 13, 32; Ap 8, 2; Satanás se rebeló contra Dios y cayó del c., Lc 10, 18; Ap 12, 7-9.

Cristo bajó del c. Jn 3, 13 y 31; 6, 33 y 38, y después de su muerte resucitó y fue elevado al c. y se sentó a la diestra de Dios, Mc 16, 19; Lc 22, 69; 24, 50-51; 1 P 3, 22; desde donde ha de volver al final de los tiempos, Mt 24, 30; 26, 64; Mc 14, 62; Hch 1, 9-14; 1 Ts 1, 10; 4, 16; 2 Ts 1, 7.

Jesús le dice a quien lo quiere seguir que renuncie a lo terreno y tendrá un tesoro en el c., Mc 10, 21; Lc 18, 22; Jesús invita al desprendimiento de las cosas materiales y a acumular tesoros para el c., Lc 12, 33; bienaventurados los que padecen por causa del Hijo del hombre, pues grande será la recompensa en el c., Mt 5, 12; Lc 6, 23; una herencia incorruptible está reservada en los cielos para los que tienen fe, Col 1, 5; 1 P 1, 4. La promesa de Jesús para el hombre creyente es el c., Jn. 14 1-3; y el c., según el Apóstol, es la gloria, Hb 2, 10. ® Reino de los Cielos.

Diccionario Bí­blico Digital, Grupo C Service & Design Ltda., Colombia, 2003

Fuente: Diccionario Bíblico Digital

1. Cosmológicamente hablando, una de las dos divisiones mayores del universo: los cielos y la tierra (Gen 1:1; Gen 14:19); o uno de tres: cielos, tierra y las aguas debajo de la tierra (Exo 20:4). En el cielo visible están las estrellas y los planetas (Gen 1:14-17; Eze 32:7-8). La frase los cielos de los cielos (Deu 10:14; 1Ki 8:27; Psa 148:4) se traduce †œlo más alto de los cielos† en DHH.
2. La morada de Dios (Gen 28:17; Psa 80:14; Isa 66:1; Mat 5:12; 2Co 12:2) y de los ángeles (Mat 24:36). El lugar donde algún dí­a estarán los redimidos (Mat 5:12; Mat 6:20; Eph 3:15), y a donde ha ido el Redentor, donde intercede por los santos y de donde vendrá algún dí­a por los suyos (1Th 4:16).
3. Los habitantes del cielo (Luk 15:18; Rev 18:20).

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

Paraí­so: Luc 23:43, 2Co 12:2-4. Gloria: Luc 24:26, 1Co 15:40, Rev 21:23, Casa del Padre: Jua 12:2. Granero: Mat 3:12. Patria Celestia: Heb 11:16. Descanso Eterno: Heb 4:9, Rev 14:13. Jerusalén Celestial del Apocalipsis: (Rev 21:2-11).

– Por los siglos de los siglos: (Rev 22:5).

– Morada de Dios: Mat 3:16, Mat 5:16, Mat 5:45, Mat 5:48.

– Morada de los ángeles: Mat 18:10, Mat 22:30, Luc 2:13.

– Recompensa de los justos: Mat 5:12, Mat 19:21, Mat 25:46, Luc 6:23, Luc 10:20, Luc 12:33, Luc 16:22-26, Apoc. 21 y 22.

zCómo es este cielo¡: Grandiosamente maravilloso: La mente humana ni lo puede imaginar.

1 Cor. 2-9, Apoc. 21 a 22:5. No hay lágrimas, ni sufrimientos, es todo el tiempo gozo inmenso de alabanza, ¡hasta el piso es de diamante!: Por los siglos de los siglos, Rev 22:5, Mat 25:46.

Los buenos van a él, y los malos van al infierno: Mat 25:31-46, Rev 21:8, Gal 5:21, Efe 5:5, Rev 22:15.

zCuántos van al cielo? Al infierno van muchos, dice cuatro veces Jesús: (Ver “Infierno”). pero al cielo van billones de billones. Así­ lo vio Juan en el Rev 5:10-11 y 7:9. ¡Gloria a Dios!

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

http://biblia.com/diccionario/

Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

En el AT se dice siempre samayim, en plural. En el NT el término más frecuente es ouranos y se usa en plural o en singular. Los hebreos acostumbraban referirse al universo uniendo los conceptos de c. y tierra. Como en Gen 1:1 (†œEn el principio creó Dios los c. y la tierra†). Abraham llama a Dios: †œJehová Dios Altí­simo, creador de los c. y de la tierra† (Gen 14:22). La idea que se tení­a de los c. no aparece en ninguna parte explicada, pero por las distintas expresiones de la Escritura se colige que eran considerados como una gran sábana extendida por Dios. Así­, leemos: †œYo Jehová, que lo hago todo, que extiendo solo los c.† (Isa 44:24). Dios es el †œque extiende los c. como una cortina† (Sal 104:2; Isa 40:22).

Se dice c., en plural, porque en efecto los hebreos pensaban que habí­a varios. Primeramente estaba la †œexpansión en medio de las aguas† (Gen 1:6-7), que es el espacio entre el mar y las nubes (†œlas aguas que están sobre los c.† [Sal 148:4]). Allí­ se mueven †œlas aves de los c.† (Gen 1:26; Job 28:21). Luego viene †œel firmamento†, el lugar donde están los astros, el sol, la luna, las estrellas (†œAlabadle en la magnificencia de su firmamento† [Sal 150:1]). Después estaban †œlos c. de los c..†, el lugar donde está Dios (†œEl que mora en los c.† [Sal 2:4]), adorado por los ángeles (1Re 22:19). †œHe aquí­ de Jehová tu Dios son los c. y los c. de los c.† (Deu 10:14). †œHe aquí­ que los c., los c. de los c., no te pueden contener…. Tú lo oirás en el lugar de tu morada, en los c.† (1Re 8:27, 1Re 8:30). Hay que tener esto en cuenta para interpretar las palabras de Pablo cuando dice que fue †œarrebatado hasta el tercer c.† (2Co 12:2). Incluso hay expresiones en el judaí­smo tardí­o que hablan de hasta de siete y diez c.
én se habla entre los hebreos como si los c. fueran una bóveda, un vaso invertido que se apoya sobre la tierra. Es interesante el lenguaje de Job, que menciona †œlas columnas del c.†, pero al mismo tiempo dice que Dios †œextiende el N sobre vací­o, cuelga la tierra sobre nada† (Job 26:7-11). También se dice que los c. tienen cimientos (2Sa 22:8). Esa bóveda celestial tiene †œcataratas†, por las cuales se derramó el diluvio (Gen 7:11) y †œventanas† (Mal 3:10). En el AT se expresa que los juicios que Dios hará por causa del pecado del hombre incluirán a los c., que serán conmovidos, o removidos, o destruidos (Isa 13:13; Isa 34:4). En efecto, Dios promete una nueva creación, con nuevos c. (†œPorque como los c. nuevos y la nueva tierra que yo hago permanecerán delante de mí­† [Isa 66:22]).
veces se dice en las Escrituras que el c. es el trono de Dios, o que Dios tiene su trono en el c. (Isa 66:1; Mat 5:34). Jehová es el †œDios de los c.† (Gen 24:7; Esd 1:2). Por eso cuando se dice que algo viene del c., se entiende que viene de Dios. Eso es lo que querí­an decir los fariseos cuando le pedí­an al Señor †œseñal del c.† (Mar 8:11), El Señor Jesús habló de sí­ mismo diciendo que habí­a descendido del c. (Jua 6:33-58). Y luego de su muerte y resurrección subió allá (Hch 1:11; 1Pe 3:22), †œtraspasó los c.† (Heb 4:14), donde permanece †œhasta los tiempos de la restauración de todas las cosas† (Hch 3:21).
mismo Señor prometió llevar a los suyos al c. (Jua 14:2-4). Allí­ está la ciudadaní­a de todos ellos (Flp 3:20). Sus nombres están escritos en los c. (Luc 10:20), donde han sido bendecidos †œcon toda bendición espiritual … en Cristo† (Efe 1:3). Los santos que han muerto son presentados vivos †œante el trono de Dios† (Apo 7:9), sin tener que padecer los problemas de esta tierra (Apo 7:16-17).

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

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La esencia del cielo, en el sentido religioso de premio, es la contemplación de Dios por toda la eternidad. Es un concepto que transciende el de gloria, olimpo, paraí­so, edén, cosmos, firmamento, universo.

Cuando hablamos en lenguaje cristiano de cielo, aludimos al estado de las almas de los justos que han recibido, en el instante de la muerte, el don del encuentro amoroso con Dios.

Esas almas de los justos, libres de toda culpa y pena de pecado, entran directamente en la visión divina, en la bienaventuranza eterna. Las que tienen alguna mancha, pena o culpa, deben purificarse antes en el Purgatorio. Las de aquellos que hayan libremente elegido alejarse de Dios por el pecado de muerte, se ven privadas para siempre de semejante felicidad. Así­ de simple es el enunciado sobre el premio que recibirán los que hayan amado de Dios.

Sin embargo, la explicación de lo que es el cielo y de todas las expresiones y concepciones antropomórficas que acompañan a este mensaje de la misericordia divina no resultan siempre tan claras y fáciles de entender.

1. La esencia del cielo
El cielo no es, ni puede ser, un lugar fí­sico, en donde se goza al estilo de la tierra. No es un ámbito similar al espacio cósmico, ya que fuera de la realidad astronómica, el tiempo y el espacio carecen de entidad real. No podemos identificar el cielo con una referencia material, por bella o pura que la supongamos. Es más bien un estado de perfecta felicidad sobrenatural, una situación de intimidad con el Ser Supremo, un arcano inexplicable, pero real, en donde la criatura se halla unida al Creador en el orden de su naturaleza, y en donde el hombre santificado por la gracia se adentra en el misterio divino de forma misteriosa, incomprensible e indefinible.

Lo único que podemos decir del cielo, en cuanto realidad sobrenatural, es que consiste en ver a Dios “tal cual es” y que esa visión de Dios origina una felicidad maravillosa. Por eso, para entender lo que es el cielo, tendrí­amos que comprender lo que hay detrás de ese “tal cual es”; y Dios es incomprensible.

Es el perfecto amor a Dios, que de esa unión con Dios resulta, lo que produce la felicidad eterna y lo que constituye un estado de bienaventuranza.

Sólo en referencia a esa visión beatifica (lumen gloriae) podemos entender el concepto de “encuentro con Dios”, que es algo alejado de toda analogí­a mundanal, por bella y gratificante que la consideremos; y es algo superior al amor humano, entendido como lo que es en este mundo: la adhesión afectiva a un ser preferido.

En el Credo se afirma como dogma la realidad de la “vida eterna”. Y se expresa con esta fe la certeza de un estado gratificante y gozoso, que sigue a la muerte de quien vive unido a Dios.

La expresión más frecuente para entender lo que es esa visión entitativa fue siempre la de “contemplar a Dios cara a cara”, repetida en la Iglesia desde la Constitución dogmática “Benedictus Deus” de Benedicto XII, de 1336. En ella se explica el cielo como “visión de la divina esencia de forma inmediata y abierta, clara y sin velos: es visión que produce felicidad inmensa, quietud maravillosa, alegrí­a incontenible, eterno descanso.” (Denz. 530, 693, 696).

2. El cielo en la Biblia
La idea de otra vida “gloriosa” se va perfilando paulatinamente en la Palabra de Dios, a medida que se desarrolla la terminologí­a y los conceptos abstractos en la Historia de Israel.

Se inicia en los conceptos fí­sicos babilónicos que aparecen en el Génesis: “Al principio creó Dios el cielo y la tierra.” (Gen. 1.1). Y se entiende como “lugar” en el que mora Dios.

Se completa con la posterior idea más sublime del Nuevo Testamento, que se abre en diversas expresiones: “la Casa de mi Padre” (Mc. 16.19), “la Morada de los ángeles” (Apoc. 8.2), el “Trono de Dios” (Apoc. 7.9), la “Derecha del Padre” (Mc. 16.19), la “Vida eterna” (2 Cor. 5.1), el “Reino de Dios.” (Lc. 15.18 y 21)

2.1. En el Antiguo Testamento

La idea del cielo, como referencia a la divinidad o como destino de la humanidad, se desarrolla en el Antiguo Testamento de forma sugestiva como eco de las culturas del entorno. Predomina la idea de firmamento, de espacio superior, de cosmos. Allí­ habitan los dioses paganos de los babilonios y de los egipcios.

Para los autores sagrados, es lugar en el que los ángeles reciben a los justos para recompensar sus buenas obras. La idea de la supervivencia en los primeros tiempos es difusa y ambigua. Se cree que las almas bajan al morir a los infiernos (sheol), donde llevan una existencia silenciosa, pasiva, sombrí­a y triste.

La suerte de los justos es mejor que la de los impí­os. Más no se define ninguna situación agradable y trascendente. Con el tiempo, se desarrolla la idea de que el cielo es el “Trono de Dios”: Is. 66.1; Ecclo 5.1; Salm. 2.4; Salm. 11.5. Job. 22.11) Y se hace del cielo “lugar donde habitan los ángeles”: Salm 89. 6; Dan 7.10; Job. 1.6.

La confianza de que Dios recompensa con el cielo a los justos que cumplen su voluntad comienza a entreverse en el Antiguo Testamento en los libros más recientes. El salmista expresa ya la esperanza de que Dios liberte su alma del poder del abismo y le dé una recompensa en la eternidad: Salm. 49. 16; 73. 26). Pero no tiene claro dónde ni cómo.

Sin embargo, escritos como el de Daniel afirmarán ya que el cuerpo resucitará para vida eterna o para eterna vergüenza y confusión (Dan. 12. 2). Y los Macabeos expresarán con claridad la idea de que los mártires resucitarán y recibirán la recompensa en forma de triunfo personal y del pueblo al que pertenecen. Aparece ya la certeza de la resurreción y la esperanza en la vida eterna (2 Mac. 6. 26; 7. 29 y 36).

El libro de la Sabidurí­a, último escrito de los 46 del Antiguo Testamento, describe la felicidad y la paz de las almas de los justos que descansan en las manos del Señor Yaweh y viven cerca de Dios en forma triunfante. (Sab. 3. 1; 5. 16). No clarifica la eternidad ni la sobrenaturalidad, pero intuye que su situación es misteriosamente excelente, al menos en referencia a los malvados.

2.2. El Nuevo Testamento
Los textos y referencias atribuidos a Jesús por los evangelistas cambian la perspectiva celeste. Cuando Jesús habla en parábolas, alude a la felicidad del cielo bajo la imagen de un banquete de bodas (Mt. 25. 10; Mt. 22. 1-5; Lc. 14. 15-17) o de un “lugar de tesoros” (Mt. 6. 20; Lc. 12. 33). Jesús habla de bienaventuranza y de “vida eterna” a lo que Dios tiene reservado para los fieles: Mt. 18. 8; Mt. 18. 29; Mt. 25. 46; Jn. 3. 15; Jn. 5. 24; 6. 35-59; 10. 28; 12. 25; 17. 2. Y alude al lugar donde los ángeles contemplan el rostro de Dios Padre: Mt. 18. 10; Mc. 12. 25; Mc. 13. 32.

Expresa que esa “vida eterna es conocerte a Ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo.” (Jn. 17. 3).

A los limpios de corazón les promete que verán a Dios: “Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios”. (Mt. 5. 8; Lc. 12.33). Y ver a Dios es, de alguna forma, estar dentro de Dios: Mt. 16.19 Lc. 19-38, dando a entender que cielo y Dios se unifican.

San Pablo perfilará ya una clara y sugestiva concepción sobre la realidad del cielo. Insiste en el carácter misterioso de la bienaventuranza futura (2 Cor. 12. 2); pero declara su magnificencia: “Ni el ojo vio, ni el oí­do oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha preparado para los que le aman” (1 Cor. 2. 6; 2. Cor. 12. 4). Indica que los justos reciben como recompensa la vida eterna: (Rom. 2. 7; 6. 22) y “una gloria que no tiene proporción con los padecimientos de este mundo.” (Rom. 8. 18).

En vez del conocimiento imperfecto de Dios que poseemos aquí­ en esta vida, allí­ veremos a Dios inmediatamente (1 Cor. 13. 12; 2 Cor. 5. 7) y los seguidores se mantendrán “sentados junto a Cristo Señor” (Ef. 2.6.)

Los textos de San Juan recogen la idea más mí­stica y fundamental de la fe en Jesús, Mesí­as, Hijo de Dios, como equivalente al gozo eterno: Jn. 3. 16 y 36; 20. 31; 1 Jn. 5. 13. Y proclama la más explí­cita afirmación evangélica de lo que es el cielo: “conocer a sólo Dios verdadero y a Jesucristo, el enviado” (Jn 17.2). La visión inmediata de Dios nos hace semejantes a Dios. “Seremos semejantes a El, porque le veremos tal cual es.” (1 Jn. 3. 2).

El Apocalipsis describe la dicha de los justos como efecto de la compañí­a de Dios y del Cordero, esto es, de Cristo glorificado. (Apoc. 7. 9-17; 21. 3-7) 3. Cielo y Tradición

Los primitivos Padres y escritores volvieron con frecuencia su pensamiento al premio celeste y lo vincularon estrechamente con la compañí­a de Jesús, que habrí­a de volver para recompensar la fidelidad de sus seguidores.

San Ambrosio decí­a. “La vida eterna es estar con Cristo. Donde está Cristo está la vida y allí­ está el Reino.” (Sobre Luc. 10). San Cipriano escribí­a: ¡Qué gloria y dicha el ser admitido a ver a Dios, a tener el honor de participar en las alegrí­as de la salvación y de la luz eterna, en compañí­a de Jesucristo, el Señor Dios!” (Ep. 56.10)

Es interesante resaltar cómo se insiste siempre en el carácter de participación en el gozo triunfante de Cristo, más que en la recompensa y provecho de uno mismo. Esa dimensión manaba espontáneamente del estilo cristocéntrico de la teologí­a patrí­stica.

San Agustí­n recogió y sintetizó las diversas enseñanzas y habló con claridad de la esencia de la felicidad del cielo. La hace consistir en “la visión inmediata de Dios, grande y supremo.” (De Civ. Dei XXII. 29).

La teologí­a escolástica posterior resaltó el carácter absolutamente sobrenatural de la vida eterna y aludió a la especial iluminación del entendimiento, la llamada luz de gloria (lumen gloriae) transformante, vinculándola a textos como el Salmo 35. 10 o el Apocalipsis 22. 5. Se diferenciaron las interpretaciones, según las “escuelas”, en el modo de explicar el gozo luminoso de las facultades especí­ficas del hombre a las que dieron tanta importancia.

Santo Tomás, por ejemplo, preferí­a resaltar el don sobrenatural y habitual del entendimiento, el cual capacita para el acto de la visión de Dios (Summa Th. I-II. 12. 4 Y 5; Denz. 475.)

Sin embargo, los estilos franciscanos de S. Buenaventura y de Duns Scoto identificaron más la felicidad celestial con el amor (caritas) y el gozo (gaudium, fruitio) del objeto amado: Dios.

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4. Propiedades del cielo
Es fácil entender y aceptar que la doctrina del cielo es más para experimentarla que para explicarla teológicamente. Sin embargo, bueno será resaltar los dos rasgos más explí­citos de ese regalo divino.

4.1. Su eternidad
La felicidad del cielo durará para siempre, de forma inmutable, estable, irreversible, como todo lo que se piense para después de la muerte. El Papa Benedicto XII lo declaró con claridad: “Una vez que haya comenzado en ellos esa visión intuitiva cara a cara, y ese goce, subsistirán continuamente en ellos esa misma visión y ese mismo goce sin ininterrupción ni tedio de ninguna clase. Durará hasta el juicio final y, desde éste, indefinidamente por toda la eternidad.” (Denz. 530)

Jesús comparó la recompensa de las buenas obras a los tesoros guardados en el cielo, “donde no se pueden robar por los ladrones ni la polilla los deteriora. (Mt. 6. 20; Lc. 12. 33). Quien se ganare amigos con la injusta riqueza (mammona) de este mundo, será recibido con alegrí­a en las “eternas moradas del cielo.” (Lc. 16. 6).

Los justos irán a la “vida eterna”: Mt. 25. 46; Mt. 16. 29; Jn. 3. 15. En ella por siempre “verán el rostro de Dios.” (Apoc. 7.9; Rom. 2. 7).

San Pablo habla de la eterna bienaventuranza y emplea la imagen de “corona imperecedera, la que no se marchita”.(1 Cor. 9. 25). Y San Pedro la llama “corona inmarcesible de gloria.” (1 Pedro 5. 4). Ambos resaltan el sentido de premio. San Agustí­n explicaba la eterna duración del cielo y la asociaba con su plenitud y perfección: “¿Cómo podrí­a hablarse de verdadera felicidad si faltase la confianza de la eterna duración?” (De Civ. Dei XII 13.1)

4.2. Desigualdad
Pero también es importante el entender que el grado y nivel de la gloria eterna, del cielo merecido, será variable, pues dependerá de los méritos y riquezas adquiridas en este mundo.

El Decreto para los Griegos, del Concilio de Florencia de 1439, declaraba que las almas de los salvados “descubren claramente al Dios Trino y Uno, tal cual es; pero unos con más perfección que otros, según la diversidad de sus merecimientos.” (Denz. 693). Fue idea doctrinal que recogió y refrendó también el Concilio de Trento. (Denz. 842)

Algunos escritores heterodoxos no entendieron esa desigualdad y reclamaron que toda gloria tiene que ser igual para todos, pues en Dios no puede haber diferencias. Así­ lo enseñaba el hereje Joviniano (influido por el estoicismo) en tiempos de S. Agustí­n. Mil años después lo postuló, contra todo sentido común, el mismo Lucero, quien consideraba las diferencias ofensivas para la generosidad de Cristo.

Sin embargo, el mismo Jesús aseguró: “El Hijo del hombre dará a cada uno según sus obras.” (Mt. 16. 27). Y San Pablo explí­citamente afirmó: “Cada uno recibirá su recompensa conforme a su trabajo.” (1 Cor. 3. 8). Y recalcó la conveniencia de hacer buenas obras para recoger abundantes frutos celestes: “El que escaso siembra, escaso cosecha; y el que siembra con largura, con largura cosechará.” (2 Cor. 9. 6 y 1 Cor 15. 41)

Los comentaristas antiguos resaltaron la enseñanza de Jesús, de que “en la casa de mi Padre hay muchas moradas” (Jn. 14. 2); y entendieron por tales, las diferencias en el modo de habitar en el cielo después de la muerte. Tertuliano decí­a: “¿Por qué va a haber tantas moradas en la casa del Padre, sino por la diversidad de merecimientos?” (Scorp. 6). Y San Agustí­n consideraba el denario que se entregó por igual a todos los trabajadores de la viña, a pesar de la distinta duración de su trabajo (Mt. 20. 1-16), como una alusión a la vida eterna, para todos eterna en tiempo. Pero afirmaba que las muchas moradas de la casa del Padre (Jn. 14. 2) son los “distintos grados de recompensa que se conceden en una misma vida eterna.., sin que pueda haber envidias en los justos por su condición de tales”. (Adv. Jovin. Il 18-34)
5. Felicidad accidental.

Un tema que ha ocupado, más que preocupado, a muchos escritores ascéticos de todos los tiempos es si en el cielo se pueden tener, además de la felicidad esencial de la visión divina, otros signos de felicidad accidental procedente del conocimiento y amor de personas, bienes o situaciones nacidas en vida y en el mundo.

La piedad tradicional enseña lo que, por sentido común, es normal: que los justos en la Patria celestial conservarán la inteligencia y gozarán con todo lo que de bueno puedan conocer como realidad de este mundo y en el otro. Pero es inexplicable el modo y el tiempo. Será motivo de felicidad el hallarse en compañí­a de Cristo Jesús, hombre divinizado, y de su Madre Marí­a. También lo será el relacionarse con los ángeles y con los santos. Y se sentirá el gozo de volver a reunirse con los seres queridos y con los amigos que se tuvieron en el mundo.

Serán conexiones misteriosas, desde luego muy diferentes de las existentes en este mundo. Pero, por misteriosas e inexplicables que sean, no pueden ser miradas como meras metáforas.

Si algún motivo hubiera de pena (pérdida eterna de otros seres queridos), habrá que pensar que el gozo accidental se dará en Dios y, por lo tanto, esas “desgracias” no originarán tristeza, como si de este mundo se tratara, pues se diluirán en la absoluta entrega a la voluntad y a la justicia divina.

Incluso, podemos pensar que los santos, en el cielo, conocen de alguna forma las mismas cosas que les afectaron y acontecieron en la tierra: sus familias, sus obras e instituciones de caridad, sus seres queridos dejados en vida, etc. En Dios las ven y ante Dios interceden para que la bondad providencial las cubra con su sombra.

No dejan de ser explicaciones a la manera humana, sin que en realidad podamos decir mucho más. También es posible que, como enseñaron algunos teólogos de la época escolástica, haya variedad de justos en el cielo. En aquella época se hablaba de tres clases de bienaventurados que, además de la felicidad esencial (corona áurea, decí­an), recibirán una recompensa especial (aureola, pensaban) por las victorias conseguidas. Tales son: los que son ví­rgenes, por su victoria sobre la carne. (Apoc. 14. 4). Los mártires, por su victoria sobre el mundo. (Mt. 5. 11). Y los doctores de la fe, por su victoria sobre el Diablo, padre de la mentira. (Dan. 12. 3; Mt. 5. 19). Así­ lo comentaba Santo Tomás, que identificaba “aureola” con el gozo por las buenas obras.

Esos gozos y esos signo de fidelidad son más conclusiones cientí­ficas de los pensadores que datos estrictamente emanados de la Revelación divina, según Sto. Tomás (Suppl. a Summa Th. 96. 1)

Nada se opone a que esto responda a algún tipo de realidad. Pero de lo no hay duda es de que, en la Patria eterna, las cosas serán algo diferentes de las previsiones, categorí­as y emblemas de este mundo en el que vivimos.

6. Catequesis sobre el cielo La catequesis sobre el misterio del cielo siempre se debe teñir de connotaciones de alegrí­a y de esperanza. Es el regalo que Dios tiene preparado para los que le aman.

– Se debe resaltar el sentido del amor a Dios que durará toda la eternidad, más que el egocéntrico placer de obtener una recompensa agradable. Con todo, cuanto más pequeño es el catequizando, el carácter de premio debe ser más resaltado, así­ como la referencia a la propia persona que va a gozar de él.

– No es bueno el “sensorializar” demasiado el sentido de cielo: luces, flores, músicas, comidas, fiestas… La realidad es más trascendente y misteriosa. Hay que ofrecer una “imagen” de cielo que pueda mantenerse con el paso de los años y con el desarrollo de la capacidad de abstracción de las personas.

– El cielo es, ante todo, compañí­a perpetua de Dios y plenitud en la alegrí­a de haber cumplido con su voluntad. La mejor forma de presentarlo es apoyarse en los textos de la Escritura, sobretodo lo que hacen referencia a las mismas palabras de Jesús.

– También es bueno vincularlo con sentido práctico a las realidades cotidianas de la vida: sufrimientos, dificultades, momentos difí­ciles, desgracias, etc. El cielo es el centro de referencia de la esperanza cristiana. Hay que prender hondamente esta idea en los catequizandos de todas las edades.

– La grandeza del cielo resalta más en la mente de los niños y personas no excesivamente maduras en la fe con el contraste de su pérdida o ausencia. Al compararlo con el infierno, es cuando adquiere mejor su sentido último; y se desea con más ardor, al asociarlo a las buenas obras, de las que es el premio. Con frecuencia tales personas entienden mejor lo que hace sufrir que lo que hace gozar. Temen el castigo, más que ambicionan el premio.

– Buena consigna catequí­stica es el hacer que los mismos catequizandos imaginen, describan y, poco a poco, comprendan lo que es el cielo.

El punto de vista del Catecismo de la Iglesia Católica es buen criterio para pare presentar este agradable misterio a todas las edades de la vida: “En la gloria del cielo, los bienaventurados continúan cumpliendo con alegrí­a la voluntad de Dios en relación a los demás hombres y a la creación entera. Reinan con Cristo. Y con El, ellos reinarán por los siglos de los siglos. (Apoc. 22.5).” (Nº 1029

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

“Veremos a Dios”

Llamamos “cielo” al “lugar propio de Dios” (CEC 326), donde él comunica su gloria y se deja ver por los ángeles y los bienaventurados. No entendemos la palabra “lugar” en el sentido de nuestro espacio y tiempo, sino como una realidad trascendente donde está nuestro “Padre del cielo” (Mt 5,16).

Sabemos por la fe que en el cielo “veremos” a Dios “tal como es” (1Jn 3,2). Aquella visión no tiene que ver con el conocer a Dios por las criaturas ni tampoco por la fe, sino que se trata de “lo que el ojo no vio, ni el oí­do oyó, ni al hombre se le ocurrió pensar” (1Cor 2,9), y de “palabras inefables que el hombre no puede expresar” (2Cor 12,4). Será la visión de Dios Amor “Le veremos cara a cara… como Dios mismo me conoce” (1Cor 13,12).

Visión, encuentro, transformación

Lo que llamamos “cielo” será un encuentro personal, comunitario y pleno con Dios, nuestro “Padre que está en los cielos” (Mt 6,11). No podemos imaginar cómo será el encuentro pleno con Dios y cómo podremos verle tal como es. Serí­a un contrasentido y un absurdo que ya supiéramos hablar claramente de lo que todaví­a no podemos ver (1Cor 2,9). Puesto que todo ha salido de Dios, en él se encuentra toda la belleza, bondad, felicidad, verdad, saber, poder… Todo, pero de otro modo más profundo y en grado infinito.

La realidad definitiva del hombre será a manera de “hogar” (2Cor 5,1), “herencia” (1Pe 1,4), “ciudad futura” (Heb 13,14), “descanso” definitivo (Heb 4,10), “canto nuevo” (Ap 14,3-4). El espacio y el tiempo ya no contarán, porque “después de esta vida, Dios mismo será nuestro hogar” (San Agustí­n). “Vivir en el cielo es “estar con Cristo” (cfr. Jn 14,3)… Los elegidos viven en él, aún más, tienen allí­, o mejor, encuentran allí­ su verdadera identidad, su propio nombre (cfr. Ap 2,17)” (CEC 1025). “Allí­ descansaremos y veremos, veremos y nos amaremos, amaremos y alabaremos. He aquí­ lo que acontecerá al fin sin fin” (San Agustí­n).

El “cielo”, por ser encuentro definitivo con Dios Amor, no es sólo relación y visión, sino también donación total y mutua, por parte de Dios y por parte nuestra. Nuestro ser, sin perder su identidad, pasará a transformarse plenamente por la inserción en la misma vida de Dios. “Seremos semejantes a él, porque le veremos tal como es” (1Jn 3,2). La plenitud del ser humano y su felicidad perfecta consistirá en la participación plena y para siempre de la vida trinitaria de Dios Amor. Será la “vida eterna” anunciada y comunicada por Jesús, en su expresión definitiva “Dios nos ha dado la vida eterna… en su Hijo” (1Jn 5,13; cfr Jn 6,47; 17,3).

Se prepara en el presente histórico

En el “más allá”, es decir, en el “cielo”, es Cristo quien nos invita y nos espera para compartir plenamente con nosotros su misma glorificación en cuerpo y espí­ritu, como “alguien sentado en el trono” (Apoc 4,2). La invitación para el encuentro es fruto de su iniciativa y quiere nuestra colaboración “Estoy a la puerta y llamo; si alguno me abre, cenaré con él y él conmigo” (Apoc 3,20). Puesto que “somos hijos”, por participación en la misma filiación de Cristo, somos “herederos de Dios”. Por esto seremos “glorificados con él” (Roma 8,14-17).

El cielo se prepara desde esta tierra, porque es la capacidad de relación con Dios y con los hermanos, la que nos lleva a la trascendencia, al “cielo”. Vamos a un encuentro definitivo que será relación personal profunda y que y se ensaya y comienza ya en esta tierra. “El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha” (CEC 1024). El hombre se construye como tal, sólo cuando adopta una actitud relacional de donación, a imagen de Dios Amor. Ahí­ está la semilla del “cielo” como encuentro y visión de quien nos ha amado desde la eternidad. “Por su muerte y resurrección, Jesucristo nos ha abierto el cielo… El cielo es la comunidad bienaventurada de todos los que están perfectamente incomparados a él” (CEC 1026). Allí­ podremos “estar con el Señor” (2Cor 5,8).

Ya desde ahora somos “ciudadanos de los santos” (Ef 2,19), pero sólo después viviremos en la nueva ciudad, la Jerusalén celeste, cuando “Jesucristo transformará nuestro pobre cuerpo en un cuerpo glorioso semejante al suyo” (Fil 3,21). Jesús resucitado, que está a la derecha del Padre, es causa y modelo de nuestra plenitud y perfección final, que se prepara y vive inicialmente ya en esta tierra.

La garantí­a del Espí­ritu Santo

Es el Espí­ritu de amor el que nos garantiza que podremos entrar en las “profundidades” o intimidad de Dios (1Cor 2,10; 1Jn 4,13). El Espí­ritu Santo, que Dios, ya en esta tierra, “ha derramado en nuestros corazones” (Rom 5,5), nos hará capaces de ver a Dios y de participar en su mirada amorosa y transformante. Así­ será nuestra “herencia” de hijos de Dios (Rom 8,17). El proceso comenzado llegará a su perfección. “A cara descubierta, reflejamos como en espejo la gloria del Señor, y nos transformamos en la misma imagen, de gloria en gloria, movidos por el Espí­ritu del Señor” (2Cor 3,18). El Espí­ritu Santo nos ayuda a vivir la inhabitación de Dios Amor en nosotros, como etapa necesaria para la visión y encuentro definitivo.

El cielo es para todos

Entonces “Dios será todo en todos” (1Cor 15,28). Sólo cuando los corazones se abran al amor, llegarán al encuentro, a la visión y a la donación plena de Dios Amor. Mientras tanto, el Espí­ritu Santo siembra en todos los corazones y en todas las culturas y los pueblos, esa “semilla” evangélica del Verbo que está llamada a “madurar en Cristo” (RMi 28; cfr LG 17; AG 3, 15). El cielo será el fruto final de nuestro bautismo, como “inserción” en el misterio de Cristo (Rom 6,5) y como “complemento” suyo (Ef 1,23). Por esto los bautizados están llamados a ser santos y apóstoles, para comenzar a vivir esta realidad, anunciarla y comunicarla a todos los pueblos.

Referencias Búsqueda de Dios, escatologí­a, inhabitación trinitaria, resurrección de los muertos, ver a Dios.

Lectura de documentos CEC 326; 1023-1029; 2794-2796.

Bibliografí­a J.Mª CABODEVILLA, El cielo en palabras terrenas (Madrid, Paulinas, 1990); J. ESQUERDA BIFET, Ver al Invisible (Barcelona, Balmes, 1993); L. HERTLING, El cielo (Santander, Sal Terrae, 1960); Y. RAGUIN, La profundidad de Dios (Madrid, Narcea, 1982); C. POZO, Teologí­a del más allá ( BAC, Madrid, 1968); J.L. RUIZ DE LA PEí‘A, La otra dimensión (Santander, Sal Terrae, 1991) 227-271.

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

El cielo es todo lo que hay por encima del firmamento, y el firmamento se concibe como una inmensa placa metálica, que separa el mundo de arriba del mundo de abajo, el cielo de la tierra. El cielo es, antes que nada, morada de Dios (Mt 5,16.45.48; 6,1.9; 7,11; 10,32; Mc 11,25-26), absolutamente inaccesible al hombre (Jn 3,13). Desde allí­ Dios abre las compuertas del firmamento, que es su propio trono (Mt 23, 22), y enví­a a la tierra el maná (Jn 6,31), la lluvia (Lc 4,24), el fuego (Lc 9,54; 17,29), los ángeles (Mt 28,2; Lc 22,43), el Espí­ritu Santo (Mt 3,16; Mc 1,10; Lc 11,13; Jn 1,32-34). San Pablo habla de los cielos, del tercer cielo (2 Cor 12,2; Ef 4,10), es decir, de la más alta morada, donde se sienta el señor soberano del mundo. Por eso, Dios es “el Dios del cielo”. Por eso también, levantar los ojos al cielo es levantarlos a Dios (Mt 14,19; Mc 6,41; 7,34; Lc 9,16; 18,13; Jn 17,1). En realidad, el cielo no es lugar alguno, es Dios mismo. El cielo es Dios y el nombre propio de Dios es el cielo (Mt 21, 25; Mc 11,30; Lc 10,20; 15,18.21; Jn 3,27). En el cielo habitan también los ángeles (Lc 2,15). Son, por eso, “los ángeles del cielo” (Mt 24,36), los que están en el cielo (Mc 12,25; 13,32).

“El cielo y la tierra” es una expresión que designa en la Biblia el universo contemplando sin cesar el rostro de Dios (Mt 18,10). El cielo es gloriosa mansión de Jesucristo. Después de su resurrección subió a los cielos (Lc 24,51), donde está sentado a la diestra del Padre (Mc 16,19). Desde allí­, y entre las nubes del cielo, volverá al fin de los tiempos (Mt 24,30; Mc 14,62). El cielo es, por fin, la futura y eterna morada del hombre. Hacia allí­ caminamos (Mt 5,12; Lc 6,23). Conviene, pues, que el hombre procure atesorar las riquezas imperecederas de las que allí­ podrá gozar eternamente (Mt 6,20; 19,21; Lc 12,33). Para que esto sea así­, Dios, desde el cielo, vela continuamente por los hombres (Mt 6,26.32). En el Padrenuestro pedimos a Dios que los hombres cumplamos la voluntad divina como la cumplen los que ya están en el cielo; pedimos también que Dios realice en la tierra el plan que sobre ella tiene establecido (Mt 6,10).

E. M. N.

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret

(-> Yahvé, creación, Ashera, parusí­a, ascensión, ciudad). En las religiones tradicionales, el cielo es la altura, la bóveda celeste con su sol y con su luna, con sus astros, entendidos como sede de la divinidad y de la vida perdurable. La Biblia empieza tomando el cielo como bóveda que cubre la tierra, formando unidad con ella, de tal modo que dice: “En el principio creó Dios el cielo y la tierra”. Pero, al mismo tiempo, la Biblia entiende el cielo de un modo simbólico como lugar de la presencia de Dios (lo identifica con el mismo Dios) y como expresión de la bienaventuranza de los elegidos.

(1) El cielo de los dioses. La Biblia conserva el recuerdo de una experiencia uránica sagrada, en la que el cielo aparece vinculado con la divinidad. De esa manera, los israelitas conciben simbólicamente a Yahvé como un ser celeste, que cabalga en las nubes y enví­a sobre la tierra el rayo y el agua (como Zeus o Baal*-Hadad). Así­ aparece Yahvé como rey del cielo, de un modo tan intenso que cielo y Dios han terminado identificándose, de manera que se ha podido decir “reino de los cielos” en vez de “reino de Dios”. En ese contexto, desbordando los lí­mites del monoteí­smo bí­blico, algunos israelitas han dicho que el Dios masculino (expresado de algún modo por Yahvé) es el cielo, mientras que la divinidad femenina (expresada por un tipo de Ashera) se identifica con la tierra. Pero el Antiguo Testamento conserva también el recuerdo poderoso de una divinidad femenina de los cielos, que se sitúa en la lí­nea de Astarté*/Ishtar. En ese caso, el Dios masculino estarí­a más vinculado con la tierra (muere y resucita), mientras la diosa del cielo permanece siempre triunfante. Así­ parece evocarlo el libro de Jeremí­as, cuando dice que “los hijos recogen la leña, los padres encienden el fuego, y las mujeres amasan la masa, para hacer tortas a la Reina del Cielo” (Jr 7,18). El culto a la Reina del cielo constituye el tema de las controversias de Jeremí­as con los judí­os y judí­as exiliadas en Egipto. Jeremí­as les exige que abandonen ese culto. Ellos responden: “La palabra que nos has hablado en nombre de Yahvé no la oiremos de ti, sino que ciertamente pondremos por obra toda palabra que ha salido de nuestra boca, para ofrecer incienso a la Reina del Cielo, derramándole libaciones, como hemos hecho nosotros y nuestros padres, nuestros reyes y nuestros prí­ncipes, en las ciudades de Judá y en las plazas de Jerusalén, y tuvimos abundancia de pan, y estuvimos alegres, y no vimos mal alguno. Mas desde que dejamos de ofrecer incienso a la Reina del Cielo y de derramarle libaciones, nos falta todo, y a espada y de hambre somos consumidos” (Jr 44,16-18; cf. 44,19.25). Estos judí­os fugitivos suponen que Yahvé les ha abandonado y recuerdan desde su exilio de Egipto a la Madre del Cielo, a la que habí­an venerado ya en Jerusalén y a la que ahora invocan en Egipto, identificándola, sin duda, con la diosa Isis. Sólo más tarde, tras la restauración del judaismo de Je rusalén en forma de comunidad del templo* (1), con la reforma de Esdras* y Nehemí­as, el conjunto de los judí­os superará la religión de la Reina del cielo.

(2) El cielo de Dios. El cielo fí­sico, entendido como una o varias bóvedas, ha perdido muchas veces su significado puramente cósmico, para convertirse en signo de la divinidad. De un modo quizá convencional, al dirigirse a las autoridades persas, los judí­os del libro de Esdras se presentan como servidores del Dios del cielo, entendido como Señor trascendente y universal, a quien de alguna manera veneran todos los pueblos (cf. Esd 6,9-10). En esa lí­nea, el rey Artajerjes escribe a Esdras y le presenta como “escriba erudito en la ley del Dios del cielo”; los judí­os, por su parte, son adoradores del Dios del cielo (cf. Esd 7,12.21.23). Lógicamente, el Dios que reina en el cielo (entendido como espacio donde ejerce directamente su autoridad) viene a presentarse casi como Dios-Cielo, de manera que Cielo aparece como un nombre del mismo Dios. De todas formas, ni la teologí­a judí­a ni la cristiana han dado nunca totalmente ese paso, pues cielo y tierra siguen tomándose como las dos partes o momentos de una realidad creada y renovada por Dios (cf. Is 65,17; 66,22). Este doble sentido de cielo (es divino y es el espacio más perfecto de la creación de Dios) aparece en la versión del Padrenuestro* de Mateo: “Padre nuestro, que estás en los cielos…” (esos cielos son de alguna forma el mismo Dios); “hágase tu voluntad en la tierra como se hace en el cielo” (se supone así­ que cielo es el lugarestado donde se cumple la voluntad de Dios, a diferencia de la tierra, donde ella puede no cumplirse) (Mt 6,9-10). De todas formas, en contra de lo que sucede en las religiones de otros pueblos, la Biblia es muy sobria a la hora de “representar” el cielo, a no ser en algunas teofaní­as* muy particulares (como las de Henoc* y Daniel*). Por su parte, Pablo afirma (2 Cor 12,2-4) que ascendió al tercer cielo, pero añade que oyó cosas que no pueden decirse. En general, los videntes israelitas no han sido expertos en visiones de cielo. De todas maneras, a partir de Ex 25 y Ez 1-3 ellos suponen que existe una correspondencia entre el templo o santuario de Dios en la tierra y el cielo en el que Dios mora. (3) El cielo para los hombres. Más importancia que el tema del cielo de Dios ha tenido en el conjunto de las religiones, y en especial en la cristiana, la visión del cielo como espacio y estado de bienaventuranza para los hombres salvados. De esa forma se han contrapuesto cielo e infierno, salvación y condena. Tomada en sentido estricto, esa oposición no es bí­blica, aunque aparece de forma simbólica en diversos relatos y textos judiciales, como pueden ser Mt 25,31-46 (reino del Padre, fuego del Diablo) y Lc 16,20-26 (seno de Abrahán, frente al Hades de fuego). La Biblia no concibe el cielo de forma idealista, en la lí­nea de algunas representaciones de tipo platónico (como un cielo espiritual), sino en forma de culminación de la obra creadora de Dios, vinculando la imagen de su altura con la de su futuro, (a) La imagen de la altura está en el fondo de las representaciones de la pascua de Jesús como Ascensión*: Jesús sube al Cielo, a la vista de todos los discí­pulos (Lc 24,51; Hch 1,10). En esa lí­nea, desde una perspectiva que puede llevar a la gnosis, el evangelio de Juan repite continuamente la imagen de Jesús como enviado mesiánico (Hijo del Hombre) que ha bajado del cielo y que volverá a subir al cielo (cf. Jn 3,13). Si se absolutizara esta perspectiva, la tierra podrí­a venir a convertirse en un lugar de puro destierro inferior: las almas han bajado del cielo y al cielo deben ascender, tras su purificación en el mundo, (b) La imagen del futuro resulta dominante en el conjunto de la Biblia (cf. Is 66,17.22; 2 Pe 3,13) y en especial en el Apocalipsis, donde se retoma la primera palabra de la creación (en el principio creó Dios el cielo y la tierra: Gn 1,1) y se dice: “Vi un cielo nuevo y una tierra nueva; porque el primer cielo y la primera tierra pasaron, y el mar ya no existe más. Y yo vi la santa ciudad, la nueva Jerusalén que descendí­a del cielo de parte de Dios, preparada como una novia adornada para su esposo” (Ap 21,1). No se trata por tanto de un cielo futuro totalmente distinto, sino de la renovación de todo lo creado, del “cielo y de la tierra”.

(4) El cielo de los cristianos. Para los cristianos, el cielo se identifica con la resurrección de Cristo y así­ constituye la plenitud de la creación de Dios, entendida en forma de comunicación divina. Estas son algunas de sus formulaciones más significativas: “Ahora vemos oscuramente por medio de un espejo, pero entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte, pero entonces conoceré plenamente, así­ como fui conocido” (1 Cor 13,12); entonces también el Hijo se someterá al Padre “para que Dios sea todo en todos” (1 Cor 15,28). “Y vi un cielo nuevo y una tierra nueva, pues el primer cielo y la primera tierra habí­an desaparecido y el mar ya no existí­a; y vi la Ciudad Santa, la Nueva Jerusalén, bajando del cielo, de junto a Dios, ataviada como una novia que se adorna para su esposo. Y oí­ una voz potente, salida del trono, que decí­a: Esta es la tienda de Dios con los humanos: habitará con ellos; ellos serán sus pueblos y el mismo Dioscon-ellos será su Dios. Enjugará las lágrimas de sus ojos y no habrá ya muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor, porque las antiguas cosas han pasado” (Ap 21,1-4). No hay nuevo cielo sin nueva tierra, sin culminación de la historia bí­blica (Nueva Jerusalén), sin comunión con Dios, sin plenitud de bodas. Esta visión del cielo, vinculada con la resurrección de Cristo, como principio de una realidad reconciliada, en la que viven todos los que han muerto, es el punto de partida y sentido de la escatologí­a cristiana.

Cf. C. McDannell y B. Lang, Historia del cielo, Taurus, Madrid 1990; X. Pikaza, Apocalipsis, Verbo Divino, Estella 1999; J. L. Ruiz DE LA Peña, La pascua de la nueva creación. Escatologí­a, BAC, Madrid 1966; A. Vogtle, Das Nene Testament und die Zukunft des Cosmos, Patmos, Dusseldorf 1970.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

El término hebreo scha·má·yim (siempre en plural), que se traduce †œcielo(s)†, parece designar en su sentido básico lo que es †œalto† o †œencumbrado†. (Sl 103:11; Pr 25:3; Isa 55:9.) La etimologí­a de la palabra griega para cielo (ou·ra·nós) es incierta.

Los cielos fí­sicos. En el lenguaje original el término cielo abarca el ámbito completo de los cielos fí­sicos, y el contexto por lo general ayuda a precisar su significado.

La atmósfera terrestre. La palabra †œcielo(s)† puede aplicar a toda la atmósfera terrestre, donde se forman el rocí­o y la escarcha (Gé 27:28; Job 38:29), donde vuelan los pájaros (Dt 4:17; Pr 30:19; Mt 6:26), donde soplan los vientos (Sl 78:26), donde resplandece el relámpago (Lu 17:24) y donde están las nubes que dejan caer su lluvia, nieve o piedras de granizo (Jos 10:11; 1Re 18:45; Isa 55:10; Hch 14:17). A veces †œcielo† se refiere al firmamento o bóveda celeste. (Mt 16:1-3; Hch 1:10, 11.)
Esta región atmosférica corresponde con la †œexpansión [heb. ra·qí­Â·a`]† formada durante el segundo perí­odo creativo, de la que se habla en Génesis 1:6-8. Es a ese †œcielo† al que se hace referencia en Génesis 2:4, Exodo 20:11 y 31:17 cuando se alude a la creación de †œlos cielos y la tierra†. (Véase EXPANSIí“N.)
El que se hiciera esta expansión sirvió para separar las aguas que estaban sobre la superficie terrestre de las que quedaron encima de la expansión. Esto explica lo que se informa con respecto al diluvio universal del dí­a de Noé: †œFueron rotos todos los manantiales de la vasta profundidad acuosa, y las compuertas de los cielos fueron abiertas†. (Gé 7:11; compárese con Pr 8:27, 28.) Las aguas suspendidas por encima de la expansión debieron precipitarse bruscamente y también en forma de lluvia. Cuando este vasto depósito se vació, las †˜compuertas de los cielos se cerraron†™ por decirlo así­. (Gé 8:2.)

Espacio sideral. Los †œcielos† fí­sicos comprenden tanto la atmósfera terrestre como las regiones del espacio sideral con sus cuerpos estelares, †œtodo el ejército de los cielos†: el Sol, la Luna, las estrellas y las constelaciones. (Dt 4:19; Isa 13:10; 1Co 15:40, 41; Heb 11:12.) En el primer versí­culo de la Biblia se alude a la creación de esos cielos estrellados antes de la preparación de la Tierra para la vida del hombre. (Gé 1:1.) Tanto estos cielos como la expansión, muestran la gloria de Dios, pues son la obra de sus †œdedos†. (Sl 8:3; 19:1-6.) Todos esos cuerpos celestes están controlados por los †œestatutos de los cielos† que Dios ha establecido, unos estatutos que los astrónomos todaví­a son incapaces de comprender a pesar de la tecnologí­a moderna y sus avanzados conocimientos matemáticos. (Job 38:33; Jer 33:25.) No obstante, sus hallazgos confirman lo imposible que es para el hombre medir los cielos o siquiera contar las estrellas. (Jer 31:37; 33:22; véase ESTRELLA.) Dios no solo las cuenta, sino que hasta las llama por nombre. (Sl 147:4; Isa 40:26.)

†œEn medio del cielo† y las †˜extremidades de los cielos†™. La expresión †œen medio del cielo† aplica a la capa de la atmósfera donde vuelan las aves, como, por ejemplo, el águila. (Rev 8:13; 14:6; 19:17; Dt 4:11 [heb. †œcorazón de los cielos†].) Un sentido parecido tiene la expresión †œentre la tierra y los cielos†. (1Cr 21:16; 2Sa 18:9.) El que se predijera que las fuerzas que atacarí­an Babilonia avanzarí­an desde †œla extremidad de los cielos†, debe significar que llegarí­an desde el horizonte distante (donde parece que se juntan la tierra y el cielo, y donde parece que sale el Sol y se pone). (Isa 13:5; compárese con Sl 19:4-6.) De manera similar, la expresión †œdesde las cuatro extremidades de los cielos† debe referirse a los cuatro puntos cardinales, con lo que se quiere dar a entender la totalidad de la Tierra. (Jer 49:36; compárese con Da 8:8; 11:4; Mt 24:31; Mr 13:27.) Como los cielos rodean la Tierra por todos lados, el que Jehová vea todo lo que está †œbajo los cielos enteros† significa que ve todo el planeta. (Job 28:24.)

Los cielos nubosos. Los escritores bí­blicos también utilizan la palabra hebrea schá·jaq para referirse a la expansión o atmósfera que rodea la Tierra donde están las nubes (Dt 33:26; Pr 3:20; Isa 45:8), o también a la bóveda o cúpula celeste, azul durante el dí­a y tachonada de estrellas por la noche. (Sl 89:37.) Esta palabra tiene el significado primario de algo batido muy fino, pulverizado, como una †œcapa tenue de polvo† (schá·jaq). (Isa 40:15; 2Sa 22:43.) La palabra schá·jaq también se traduce por †œnube† y †œcielo nublado†, aunque en la mayorí­a de los casos se usa simplemente para referirse a lo que está muy por encima del hombre y no a un aspecto particular del †œcielo†. (Sl 57:10; 108:4.)
Estos dos significados están relacionados, pues las finas partí­culas de polvo, las moléculas de vapor de agua y, hasta cierto grado, las moléculas de oxí­geno, nitrógeno, anhí­drido carbónico y otros gases que se encuentran en la atmósfera, dispersan los rayos de luz, y los más difundidos, los azules, dan al cielo despejado su caracterí­stico color azul. Además, las nubes se forman cuando el aire caliente que se eleva desde la Tierra se enfrí­a hasta lo que se llama †œpunto de rocí­o†, y el vapor de agua que hay en él se condensa alrededor de diminutas partí­culas de polvo. (Compárese con Job 36:27, 28; véase NUBE.)
Jehová dice que El es Aquel que †œ[bate] los cielos nublados, duros como un espejo fundido†, de modo que da un lí­mite definido o una clara demarcación a la bóveda celeste de color azul. (Job 37:18.) Las partí­culas que forman la atmósfera están sometidas a la atracción de la fuerza de la gravedad, que las mantiene dentro de sus lí­mites. (Gé 1:6-8.) Estas reflejan la luz del Sol como si fueran un espejo, por lo que el cielo parece claro, mientras que si no existiera la atmósfera y alguien pudiera observar el cielo desde la Tierra, solo verí­a oscuridad, un fondo negro sobre el que refulgirí­an los cuerpos celestes, como sucede en el caso de la Luna, que carece de atmósfera. Los astronautas han podido observar la atmósfera de la Tierra desde el espacio sideral y la han visto como un halo relumbrante.
Jehová se valió de lenguaje figurado al advertir a Israel que debido a su desobediencia, los cielos que estaban sobre sus cabezas llegarí­an a ser cobre; la tierra debajo de ellos, hierro, y la lluvia que les caerí­a, ceniza y polvo. En tales condiciones de sequí­a, el cielo †œcerrado† y sin nubes se volverí­a rojizo, de color de cobre, pues la mayor cantidad de partí­culas de polvo en la atmósfera difunden la luz azul hasta el punto de destacar más las ondas rojas, de la misma manera que el Sol parece rojo cuando se pone como consecuencia de que los rayos deben atravesar un mayor espesor en la atmósfera. (Dt 28:23, 24; compárese con 1Re 8:35, donde †œcielo† se emplea para referirse a la expansión.)
Cuando Jesús ascendió al cielo, una nube se lo llevó de la vista de los discí­pulos. †œEstando ellos mirando con fijeza al cielo†, se les aparecieron unos ángeles y les dijeron: †œVarones de Galilea, ¿por qué están de pie mirando al cielo? Este Jesús que fue recibido de entre ustedes arriba al cielo, vendrá así­ de la misma manera como lo han contemplado irse al cielo†. (Hch 1:9-11.) Lo que los ángeles querí­an decir a los discí­pulos era que no habí­a razón para mirar con fijeza al cielo a la espera de que Jesús se apareciese de nuevo ante su vista, pues la nube se lo habí­a llevado y ya era invisible. Regresarí­a de la misma manera, es decir, de manera invisible, sin que lo advirtieran los ojos fí­sicos.

†œLos cielos de los cielos.† La expresión †œlos cielos de los cielos† parece referirse a los cielos más elevados. En vista de que los cielos se extienden desde la Tierra en todas direcciones, †œlos cielos de los cielos† deben abarcar todos los cielos fí­sicos, sin importar cuán vastos sean. (Dt 10:14; Ne 9:6.)
Salomón, el constructor del templo de Jerusalén, manifestó que los †œcielos, sí­, el cielo de los cielos† no pueden contener a Dios. (1Re 8:27.) Como Creador de los cielos, la posición de Jehová es muy superior a la de estos, y †œsolo su nombre es inalcanzablemente alto. Su dignidad está por encima de tierra y cielo†. (Sl 148:13.) Jehová mide los cielos fí­sicos con la misma facilidad con la que un hombre toma la medida de un objeto abriendo la mano y colocándolo entre los dedos pulgar y meñique extendidos. (Isa 40:12.) Sin embargo, las palabras de Salomón no significan que Dios no tenga un lugar de residencia especí­fico, ni tampoco que sea omnipresente, en el sentido de estar literalmente en todo y en todas partes, pues Salomón también dijo que Jehová oye †œdesde los cielos, el lugar establecido de [su] morada†, es decir, la región de los espí­ritus. (1Re 8:30, 39.)
De modo que el término †œcielos† en sentido fí­sico es muy abarcador. Puede referirse a las zonas más lejanas del espacio universal o a algo que simplemente es más alto o encumbrado de lo habitual. Por eso se dice que los que están a bordo de un barco sacudido por una tormenta †œsuben a los cielos, bajan a los fondos†. (Sl 107:26.) Asimismo, los edificadores de la Torre de Babel intentaron construir una estructura que tuviera su †œcúspide en los cielos†, como si fuera un †œrascacielos†. (Gé 11:4; compárese con Jer 51:53.) Y la profecí­a de Amós 9:2 habla de hombres que †œsuben a los cielos† en un vano esfuerzo por eludir los juicios de Jehová, expresión con la que se indica que intentarí­an hallar escape en las elevadas regiones montañosas.

Cielos espirituales. Las mismas palabras del lenguaje original que se utilizan para referirse a los cielos fí­sicos se aplican también a los cielos espirituales. Como se ha visto, Jehová Dios no reside en los cielos fí­sicos, pues es un Espí­ritu, pero como es †œAlto y Excelso† y reside en †œla altura† (Isa 57:15), es apropiado el uso de esta palabra hebrea, cuyo sentido básico es †œelevado† o †œencumbrado†, para designar la †œexcelsa morada de santidad y hermosura† de Dios. (Isa 63:15; Sl 33:13, 14; 115:3.) Como el Hacedor de los cielos fí­sicos (Gé 14:19; Sl 33:6), Jehová es también su Dueño (Sl 115:15, 16), y puede hacer cualquier cosa en ellos, incluso actos milagrosos. (Sl 135:6.)
Por todo esto, en muchos textos la palabra †œcielos† representa a Dios mismo y su posición soberana. Su trono está en los cielos, es decir, en la región de los espí­ritus bajo su dominio. (Sl 103:19-21; 2Cr 20:6; Mt 23:22; Hch 7:49.) Desde su posición suprema o última, Jehová †˜mira desde†™ encima de los cielos y la Tierra fí­sicos (Sl 14:2; 102:19; 113:6), y desde esa posición encumbrada también habla, satisface peticiones y pronuncia juicio. (1Re 8:49; Sl 2:4-6; 76:8; Mt 3:17.) Por consiguiente, leemos que Ezequí­as e Isaí­as †œsiguieron orando […] y clamando a los cielos por socorro† ante una grave amenaza. (2Cr 32:20; compárese con 2Cr 30:27.) Jesús también usó los cielos como representación de Dios cuando preguntó a los lí­deres religiosos si el bautismo de Juan era †œdel cielo, o de los hombres† (Mt 21:25; compárese con Jn 3:27); y el hijo pródigo confesó haber pecado †œcontra el cielo† y contra su propio padre. (Lu 15:18, 21.) Por lo tanto, la expresión †œel reino de los cielos† no significa solo que tiene su sede en los cielos espirituales y que domina desde allí­, sino también que es †œel reino de Dios†. (Da 2:44; Mt 4:17; 21:43; 2Ti 4:18.)
Además, fue también debido a su posición celestial por lo que tanto hombres como ángeles levantaron las manos o el rostro hacia los cielos al invocar a Dios para que actuase (Ex 9:22, 23; 10:21, 22), al prestar juramento (Da 12:7) y al orar (1Re 8:22, 23; Lam 3:41; Mt 14:19; Jn 17:1). En Deuteronomio 32:40 Jehová dice que †˜alza al cielo su mano en juramento†™. El texto de Hebreos 6:13 permite deducir que esas palabras significan que Jehová jura por sí­ mismo. (Compárese con Isa 45:23.)

El lugar de habitación de los ángeles. Los cielos espirituales son también el †œpropio y debido lugar de habitación† de los hijos espí­ritus de Dios. (Jud 6; Gé 28:12, 13; Mt 18:10; 24:36.) La expresión †œejército de los cielos†, aplicada en numerosas ocasiones a la creación estelar, también se usa con referencia a estos hijos angélicos de Dios (1Re 22:19; compárese con Sl 103:20, 21; Da 7:10; Lu 2:13; Rev 19:14), y a veces se personifican los †œcielos† para representar a esta organización angélica, †œla congregación de los santos†. (Sl 89:5-7; compárese con Lu 15:7, 10; Rev 12:12.)

Como representación de gobierno. Hemos visto que los cielos pueden referirse a Jehová Dios en su posición soberana. De manera que cuando Daniel le dijo a Nabucodonosor que lo que iba a experimentar le harí­a †œ[saber] que los cielos están gobernando†, significaba lo mismo que saber †œque el Altí­simo es Gobernante en el reino de la humanidad†. (Da 4:25, 26.)
Sin embargo, el término †œcielos† puede referirse, aparte de al Soberano Supremo, a otras potencias gobernantes ensalzadas o encumbradas por encima de los pueblos sometidos. En Isaí­as 14:12 se alude a la dinastí­a de reyes babilonios que Nabucodonosor representaba y se la asemeja a una estrella, un †œresplandeciente, hijo del alba†. Con la conquista de Jerusalén en el año 607 a. E.C., aquella dinastí­a babilonia elevó su trono †œpor encima de las estrellas de Dios†, es decir, de la lí­nea daví­dica de reyes de Judá (a Jesucristo mismo, heredero del trono daví­dico, se le llama †œla brillante estrella de la mañana† en Rev 22:16; compárese con Nú 24:17). Al derrocar el trono daví­dico, divinamente autorizado, la dinastí­a babilonia en realidad se ensalzó a sí­ misma hasta los cielos. (Isa 14:13, 14.) El árbol simbólico del sueño de Nabucodonosor, cuya altura †˜alcanzaba a los cielos†™, también representó la encumbrada grandiosidad y extenso dominio de esta dinastí­a. (Da 4:20-22.)

Nuevos cielos y nueva tierra. La relación existente entre los †œcielos† y la gobernación ayuda a entender el significado de la expresión †œnuevos cielos y una nueva tierra†, que aparece en Isaí­as (65:17; 66:22) y que cita el apóstol Pedro en 2 Pedro 3:13. Observando tal relación, la Cyclopædia de M†™Clintock y Strong (1891, vol. 4, pág. 122) comenta: †œEn Isa LXV, 17, un nuevo cielo y una nueva tierra significan un nuevo gobierno, un nuevo reino, una nueva gente†.
Tal como la †œtierra† puede referirse a una sociedad de personas (Sl 96:1; véase TIERRA), así­ también los †œcielos† pueden simbolizar el dominio o gobierno sobre esa †œtierra†. La profecí­a de Isaí­as sobre la promesa de los †œnuevos cielos y una nueva tierra† anunciaba en primer lugar la restauración de Israel del exilio en Babilonia. Los israelitas entraron en un nuevo sistema de cosas cuando regresaron a su tierra natal. Dios utilizó de manera especial a Ciro el Grande para llevar a cabo esa restauración. Una vez en Jerusalén, Zorobabel (un descendiente de David) fue gobernador, y Josué, sumo sacerdote. En consonancia con el propósito de Jehová, este nuevo sistema gubernativo, o †œnuevos cielos†, dirigió y supervisó al pueblo. (2Cr 36:23; Ag 1:1, 14.) Por ello, como predijo el versí­culo 18 del capí­tulo 65 de Isaí­as, Jerusalén llegó a ser †œuna causa para gozo y […] su pueblo una causa para alborozo†.
Sin embargo, la cita de Pedro muestra que sobre la base de la promesa de Dios, podí­a anticiparse un cumplimiento futuro de esta profecí­a. (2Pe 3:13.) Dado que en este caso la promesa divina se relaciona con la presencia de Cristo Jesús, como se muestra en el versí­culo 4, los †œnuevos cielos y una nueva tierra† tienen que referirse al reino mesiánico de Dios y su dominio sobre súbditos obedientes. Por medio de su resurrección y ascensión a la diestra de Dios, Cristo Jesús llegó a ser †œmás alto que los cielos† (Heb 7:26), en el sentido de que, debido a ello, se le colocó †œmuy por encima de todo gobierno y autoridad y poder y señorí­o, […] no solo en este sistema de cosas, sino también en el que ha de venir†. (Ef 1:19-21; Mt 28:18.)
Como †œparticipantes del llamamiento celestial† (Heb 3:1), Dios designa a los seguidores ungidos de Jesús †œherederos† en unión con Cristo, por medio de quien El se propuso †œreunir todas las cosas de nuevo†. †œLas cosas en los cielos†, es decir, los llamados a la vida celestial, son los primeros a los que se reúne en unión con Dios mediante Cristo. (Ef 1:8-11.) Tienen la herencia †œreservada en los cielos† (1Pe 1:3, 4; Col 1:5; compárese con Jn 14:2, 3), están †œmatriculados en los cielos† y allí­ es donde tienen su †œciudadaní­a†. (Heb 12:20-23; Flp 3:20.) Forman la †œNueva Jerusalén†, a la que en la visión de Juan se ve descender †œdel cielo desde Dios†. (Rev 21:2, 9, 10; compárese con Ef 5:24-27.) Siendo que al principio se dice que esta visión es de †œun nuevo cielo y una nueva tierra† (Rev 21:1), ambos tienen que estar representados en lo que se menciona a continuación. Por consiguiente, el †œnuevo cielo† debe referirse a Cristo y su †œnovia†, la †œNueva Jerusalén†, y la †œnueva tierra†, a los †˜pueblos de la humanidad†™, que son sus súbditos y reciben las bendiciones de su gobierno, tal como se indica en los versí­culos 3 y 4.

†œEl cielo anterior y la tierra anterior habí­an pasado.† La visión de Juan dice que el †œcielo anterior y la tierra anterior habí­an pasado†. (Rev 21:1; compárese con 20:11.) Las Escrituras Griegas Cristianas muestran que los gobiernos terrestres y sus pueblos están sujetos a la gobernación de Satanás. (Mt 4:8, 9; Jn 12:31; 2Co 4:3, 4; Rev 12:9; 16:13, 14.) El apóstol Pablo habló de las †œfuerzas espirituales inicuas en los lugares celestiales†, con sus gobiernos, autoridades y gobernantes mundiales. (Ef 6:12.) Por lo tanto, el que el †œcielo anterior† hubiera pasado indica el fin de los gobiernos polí­ticos junto con Satanás y sus demonios. Este modo de entender el significado de †œcielo anterior† armoniza con la visión que acababa de tener Juan, pues en ella el apóstol vio la total derrota de las fuerzas de Satanás y la acción de arrojarle a él al †œabismo†. (Rev 19:19–20:3.) Revelación 19:17, 18 (compárese con 1Jn 2:15-17) muestra que a los súbditos terrestres de la gobernación de Satanás se les aniquila antes de que a él se le abisme. El significado de la destrucción ardiente del cielo y de la tierra descrita en 2 Pedro 3:7-12 corresponde con el de las visiones de Revelación.

El abatimiento de lo que está ensalzado. Como los cielos representan lo que está elevado, derrocar, †˜mecer†™ o †˜agitar†™ los cielos en ocasiones quiere decir abatir aquello que está ensalzado. También se dice que Jehová arrojó †œdel cielo a la tierra la hermosura de Israel† cuando esta nación sufrió desolación. Formaban parte de dicha hermosura el reino de Israel, los gobernantes principescos y el poder de estos, pero dicha hermosura fue devorada como por fuego. (Lam 2:1-3.) Babilonia, la potencia que conquistó Israel, experimentó más tarde una agitación de su propio †œcielo† y un mecimiento de su †œtierra†, cuando los medos y los persas acabaron con ella y sus dioses celestiales resultaron falsos e incapaces de evitar que perdiese su dominación. (Isa 13:1, 10-13.)
De manera similar, se profetizó que a pesar de su posición ensalzada hasta los cielos, Edom no se salvarí­a de la destrucción, y que la espada de juicio de Jehová se empaparí­a en las alturas o †œcielos† de Edom sin que esta nación pudiera recibir ayuda alguna de ninguna fuente celestial o ensalzada. (Isa 34:4-7; compárese con Abd 1-4, 8.) Los que hacen grandes alardes, hablando inicuamente en un estilo elevado como si †œ[pusieran] su boca en los mismí­simos cielos†, ciertamente serán arruinados. (Sl 73:8, 9, 18; compárese con Rev 13:5, 6.) La ciudad de Capernaum tení­a motivos para sentirse muy favorecida debido a la atención que recibió de Jesús durante su ministerio. Sin embargo, ya que no respondió a sus obras poderosas, Jesús preguntó: †œ¿Acaso tú serás ensalzada hasta el cielo?†, y a continuación predijo: †œHasta el Hades bajarás†. (Mt 11:23.)

Oscurecimiento de los cielos. El oscurecimiento de los cielos o de los cuerpos estelares se usa a menudo para representar el cambio de unas condiciones prósperas o favorables a unas perspectivas o condiciones tenebrosas, como cuando las nubes eclipsan por completo la luz tanto de dí­a como de noche. (Compárese con Isa 50:2, 3, 10.) Este uso de los cielos fí­sicos con relación a las perspectivas humanas tiene cierto parecido a la antigua expresión árabe †œsu cielo ha caí­do a la tierra†, en el sentido de que la superioridad o prosperidad de alguien ha disminuido sensiblemente. También es similar la expresión alemana moderna †œAus allen Himmeln fallen† (literalmente, caer de todos los cielos), que comunica la idea de amarga decepción y total desilusión.
Ese dí­a de oscuridad se produjo en Judá para que se cumpliera el juicio de Jehová por medio de su profeta Joel, y terminó con la desolación de Judá a manos de Babilonia. (Joe 2:1, 2, 10, 30, 31; compárese con Jer 4:23, 28.) No parecí­a haber ninguna esperanza de ayuda procedente de una fuente celestial; como se habí­a predicho en Deuteronomio 28:65-67, †œnoche y dí­a estarás lleno de pavor†, sin ningún alivio o esperanza de una mañana iluminada por el Sol o de un atardecer iluminado por la Luna. No obstante, por medio del mismo profeta Joel, Jehová advirtió a los enemigos de Judá que experimentarí­an la misma situación cuando El ejecutara juicio sobre ellos. (Joe 3:12-16.) Ezequiel e Isaí­as emplearon este mismo cuadro figurativo cuando predijeron el juicio de Dios sobre Egipto y Babilonia, respectivamente. (Eze 32:7, 8, 12; Isa 13:1, 10, 11.)
El dí­a del Pentecostés, el apóstol Pedro citó de la profecí­a de Joel cuando exhortó a una muchedumbre de oyentes con las palabras: †œSálvense de esta generación torcida†. (Hch 2:1, 16-21, 40.) Los de aquella generación que no prestaron atención vieron un tiempo de severa oscuridad cuando los romanos sitiaron y por fin destruyeron Jerusalén menos de cuarenta años después. Sin embargo, antes que Pedro, Jesús habí­a pronunciado una profecí­a similar, que, como él mismo indicó, tendrí­a que cumplirse durante su presencia. (Mt 24:29-31; Lu 21:25-27; compárese con Rev 6:12-17.)

Permanencia de los cielos fí­sicos. Aunque Elifaz el temanita dijo de Dios: †œÂ¡Mira! En sus santos él no tiene fe, y los cielos mismos realmente no son limpios a sus ojos†, Jehová le respondió que tanto él como sus dos compañeros †˜no habí­an hablado acerca de él lo que era verí­dico, como su siervo Job†™. (Job 15:1, 15; 42:7.) Por otro lado, en Exodo 24:10 se usan los cielos para representar la pureza. De modo que la Biblia no da ninguna razón para que Dios tenga que destruir los cielos fí­sicos.
Con el fin de mostrar que los cielos fí­sicos son permanentes, se les compara a cosas que son eternas, como los resultados pací­ficos y justos del reino daví­dico heredado por el Hijo de Dios. (Sl 72:5-7; Lu 1:32, 33.) De modo que no deben entenderse literalmente textos como el Salmo 102:25, 26, que dice que los cielos †œperecerán† y †˜se gastarán como una prenda de vestir†™.
En Lucas 21:33 Jesús afirma: †œEl cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras de ningún modo pasarán†. Esta expresión parece tener el mismo sentido que las palabras de Mateo 5:18: †œEn verdad les digo que antes pasarí­an el cielo y la tierra [o: †œMás fácil es que pasen el cielo y la tierra†; Lu 16:17] que pasar de modo alguno una letra diminuta o una pizca de una letra de la Ley sin que sucedan todas las cosas†.
En el Salmo 102:25-27 se pone de relieve el hecho de que Dios es eterno e imperecedero, mientras que los cielos y la tierra fí­sicos sí­ son perecederos, es decir, podrí­an ser destruidos si ese fuese el propósito de Dios. A diferencia de la existencia eterna de Dios, la permanencia de cualquier parte de su creación fí­sica depende de El. En la Tierra, por ejemplo, la creación fí­sica tiene que experimentar un proceso continuo de renovación para conservar su forma actual. En el Salmo 148 se indica que los cielos fí­sicos dependen de la voluntad y el poder sostenedor de Dios, y después de referirse al Sol, la Luna y las estrellas, junto con otras creaciones de Dios, el versí­culo 6 dice que El †œlos tiene subsistiendo para siempre, hasta tiempo indefinido. Ha dado una disposición reglamentaria, y esta no pasarᆝ.
Las palabras del Salmo 102:25, 26 aplican a Jehová Dios, pero el apóstol Pablo las cita con referencia a Jesucristo. La razón es que el Hijo unigénito de Dios fue el Agente personal que El utilizó cuando creó el universo fí­sico. Pablo contrasta la permanencia del Hijo con la de la creación fí­sica, que Dios podrí­a †˜envolver igual que una capa†™ y apartar si así­ lo deseara. (Heb 1:1, 2, 8, 10-12; compárese con 1Pe 2:3, nota.)

Diversas expresiones poéticas y figurativas. Como los cielos fí­sicos desempeñan una parte vital en sostener la vida en la Tierra y hacer que esta prospere —por medio de la luz del Sol, la lluvia, el rocí­o, los vientos refrescantes y otros beneficios atmosféricos—, se dice de manera poética que son el †œbuen almacén† de Jehová. (Dt 28:11, 12; 33:13, 14.) Jehová abre sus †œpuertas† para bendecir a sus siervos, como cuando hizo que el maná, †œel grano del cielo†, descendiese sobre el suelo. (Sl 78:23, 24; Jn 6:31.) Las nubes son como †œjarros de agua† en las cámaras superiores de ese almacén, y la lluvia fluye como si fuera por †œconductos†, ya que hay ciertos factores, como las montañas o hasta la intervención milagrosa de Dios, que hacen que el agua se condense y se precipite en forma de lluvia sobre regiones especí­ficas. (Job 38:37; Jer 10:12, 13; 1Re 18:41-45.) Por otro lado, el que Dios retirase su bendición resultó en que en ocasiones se †˜cerrasen†™ los cielos sobre la tierra de Canaán, de modo que llegaron a ser tan duros de apariencia y tan poco porosos como el hierro, con un brillo metálico de color de cobre y una atmósfera seca y llena de polvo. (Le 26:19; Dt 11:16, 17; 28:23, 24; 1Re 8:35, 36.)
Esto ayuda a entender el cuadro presentado en Oseas 2:21-23. Habiendo predicho los resultados devastadores de la infidelidad de Israel, Jehová habla del tiempo de su restauración y de las bendiciones resultantes. En aquel dí­a, dice Dios, †œresponderé a los cielos, y ellos, por su parte, responderán a la tierra; y la tierra, por su parte, responderá al grano y al vino dulce y al aceite; y ellos, por su parte, responderán a Jezreel†. Con estas palabras se representa la petición de Israel de recibir la bendición de Jehová formulada a través de una cadena de elementos de la creación de Dios. Por esa razón se les ve personificados, como si pudiesen hacer una solicitud o petición. Israel pide grano, vino y aceite; estos productos, a su vez, buscan su alimento y agua de la tierra, que, con el fin de suministrar esta necesidad, requiere (o, figurativamente, pide) sol, lluvia y rocí­o de los cielos, y estos (hasta ese momento †˜cerrados†™ debido a que Dios habí­a retirado su bendición) solo pueden responder si Dios acepta la petición y devuelve su favor a la nación, poniendo de esta manera en movimiento el ciclo productivo. La profecí­a dio la seguridad de que El lo harí­a.
En 2 Samuel 22:8-15 David al parecer usa una tremenda tormenta para representar el efecto de la intervención de Dios a su favor para librarle de sus enemigos. La intensidad de esta tormenta simbólica agita el fundamento de los cielos, que †˜se doblan hacia abajo†™ con nubes bajas y oscuras. Compárese con los fenómenos de una tormenta literal descritos en Exodo 19:16-18 y también con las expresiones poéticas registradas en Isaí­as 64:1, 2.
Se dice con frecuencia que Jehová, el †œPadre de las luces celestes† (Snt 1:17), ha †˜extendido los cielos†™, tal como se harí­a con una tela para tienda. (Sl 104:1, 2; Isa 45:12.) La apariencia de los cielos a los ojos de un ser humano en la Tierra, tanto de dí­a como de noche, cuando se ven estrellados, es como la de una inmensa bóveda. En el sí­mil que se encuentra en Isaí­as 40:22, se habla de extender una †œgasa fina†, en vez de la tela para tienda, que es más áspera. Esto ilustra la delicadeza de la bóveda celeste. En una noche clara, las mirí­adas de estrellas parecen un tejido de encaje extendido sobre el aterciopelado fondo negro del espacio. Incluso la enorme galaxia conocida como la Ví­a Láctea, donde se halla nuestro sistema solar, parece una gasa tenue desde la Tierra.
De lo susodicho se puede aprender que siempre hay que examinar el contexto a la hora de determinar el sentido de estas expresiones figurativas. Así­, cuando Moisés invocó a †œlos cielos y la tierra† para que sirvieran de testigos de lo que habí­a declarado a Israel, es obvio que no se referí­a a la creación inanimada, sino, más bien, a los residentes inteligentes que habitan en los cielos y en la Tierra. (Dt 4:25, 26; 30:19; compárese con Ef 1:9, 10; Flp 2:9, 10; Rev 13:6.) A ellos también se alude en Jeremí­as 51:48 cuando se habla del regocijo de los cielos y la Tierra por la caí­da de Babilonia. (Compárese con Rev 18:5; 19:1-3.) Del mismo modo, deben ser los cielos espirituales los que †˜destilan la justicia†™, según Isaí­as 45:8. En otros casos se alude a los cielos literales, pero se habla de ellos en sentido figurado, diciendo que se regocijan o gritan con voz fuerte. Ante la venida de Jehová para juzgar la tierra, según se describe en el Salmo 96:11-13, los cielos, y también la tierra, el mar y el campo, adoptan un talante alegre. (Compárese con Isa 44:23.) Los cielos fí­sicos también alaban a su Creador, de la misma manera que un objeto de hermoso diseño da honra al artesano que lo ha hecho. Es como si en realidad hablaran del poder, la sabidurí­a y la majestad de Jehová. (Sl 19:1-4; 69:34.)

Ascensión al cielo. En 2 Reyes 2:11, 12 se narra la ascensión del profeta Elí­as †œa los cielos en la tempestad de viento†. Estos son los cielos atmosféricos, donde se forman tempestades de viento, no los cielos espirituales de la presencia de Dios. Elí­as no murió en esa ascensión, sino que siguió viviendo varios años después de ser apartado así­ de su sucesor, Eliseo. Tampoco ascendió a los cielos espirituales cuando más tarde murió, pues Jesús dijo claramente cuando estuvo en la Tierra que †˜ningún hombre habí­a ascendido al cielo†™. (Jn 3:13; véase ELíAS núm. 1 [Eliseo le sucede].) En el Pentecostés, Pedro dijo asimismo que †œDavid no ascendió a los cielos†. (Hch 2:34.) En realidad, no hay nada en las Escrituras que indique que antes de la venida de Cristo se hubiera ofrecido a los siervos de Dios una esperanza celestial. Tal esperanza aparece por primera vez en las expresiones de Jesús a sus discí­pulos (Mt 19:21, 23-28; Lu 12:32; Jn 14:2, 3), quienes solo la entendieron a cabalidad después del Pentecostés del año 33 E.C. (Hch 1:6-8; 2:1-4, 29-36; Ro 8:16, 17.)
Las Escrituras muestran que Cristo Jesús fue el primer humano que ascendió a los cielos, al lugar de la presencia de Dios. (1Co 15:20; Heb 9:24.) Cuando ascendió al cielo y presentó allí­ su sacrificio de rescate, †˜abrió el camino†™ para los que vendrí­an después: los miembros engendrados por espí­ritu de su congregación. (Jn 14:2, 3; Heb 6:19, 20; 10:19, 20.) Cuando estos resucitan, deben llevar †œla imagen del celestial†, Cristo Jesús, para ascender a los cielos de la región de los espí­ritus, pues †œcarne y sangre† no pueden heredar el reino celestial. (1Co 15:42-50.)

¿Cómo pueden personas que están en †œlugares celestiales† seguir viviendo en la Tierra?
En su carta a los Efesios, el apóstol Pablo habla de los cristianos que en aquel entonces viví­an en la Tierra como si ya disfrutasen de una posición celestial, levantados y †œ[sentados] juntos en los lugares celestiales en unión con Cristo Jesús†. (Ef 1:3; 2:6.) El contexto muestra que así­ es como Dios ve a los cristianos ungidos debido a que los ha †˜asignado como herederos†™ con su Hijo en la heredad celestial. Estando aún en la Tierra, han sido ensalzados o †˜levantados†™ por medio de tal asignación. (Ef 1:11, 18-20; 2:4-7, 22.) Esta puntualización puede aclarar también la visión simbólica registrada en Revelación 11:12, y ayuda a entender asimismo el cuadro profético de Daniel 8:9-12, donde se habla de algo, previamente identificado como una potencia polí­tica, que iba †œhaciéndose mayor hasta llegar al mismo ejército de los cielos†, e incluso hací­a que algunos de ese ejército y de las estrellas cayesen a la Tierra. En Daniel 12:3 se dice que aquellos siervos de Dios que estuvieran en la Tierra en el predicho tiempo del fin brillarí­an †œcomo las estrellas hasta tiempo indefinido†. Nótese también el uso simbólico que se hace del término estrellas en los capí­tulos 1 al 3 del libro de Revelación, †œestrellas† que, según el contexto, representan a personas que obviamente viven en la Tierra y pasan por experiencias y tentaciones, pues se dice que estas †œestrellas† son responsables de las congregaciones que están bajo su cuidado. (Rev 1:20; 2:1, 8, 12, 18; 3:1, 7, 14.)

El camino a la vida celestial. El camino a la vida celestial requiere más que solo mostrar fe en el sacrificio de rescate de Cristo y tener obras de fe en obediencia a las instrucciones de Dios. Los escritos inspirados de los apóstoles y los discí­pulos muestran que también Dios, mediante su Hijo, ha de llamar y escoger a la persona. (2Ti 1:9, 10; Mt 22:14; 1Pe 2:9.) Esta invitación requiere varios pasos o acciones, tanto por parte de Dios como de la persona, a fin de que esta pueda recibir la herencia celestial. Entre estos pasos o acciones están: declarar justo al cristiano que ha sido llamado (Ro 3:23, 24, 28; 8:33, 34), †˜engendrarlo†™ como hijo espiritual (Jn 1:12, 13; 3:3-6; Snt 1:18), bautizarlo en la muerte de Cristo (Ro 6:3, 4; Flp 3:8-11), ungirlo (2Co 1:21; 1Jn 2:20, 27) y santificarlo (Jn 17:17). Aquel a quien se llama debe mantener integridad hasta la muerte (2Ti 2:11-13; Rev 2:10), y después de que se ha probado fiel a su llamamiento y selección (Rev 17:14), por fin se le resucita a la vida celestial como una criatura espí­ritu. (Jn 6:39, 40; Ro 6:5; 1Co 15:42-49; véanse DECLARAR JUSTO; RESURRECCIí“N; SANTIFICACIí“N; UNGIDO, UNGIR.)

Tercer cielo. En 2 Corintios 12:2-4 el apóstol Pablo habla de alguien que fue †œarrebatado […] hasta el tercer cielo† y †œal paraí­so†. Puesto que en las Escrituras no se menciona a ninguna otra persona que haya pasado por tal experiencia, lo más probable es que fuese la suya propia. Aunque hay quien ha intentado relacionar la referencia de Pablo al tercer cielo con el punto de vista de los rabinos primitivos de que habí­a diferentes niveles en el cielo, hasta un total de †œsiete cielos†, no puede afirmarse que este punto de vista tenga ningún apoyo en las Escrituras. Como hemos visto, no se habla de los cielos como si estuvieran divididos en plataformas o niveles, sino que a la luz del contexto debe determinarse si se trata de los cielos que están en la expansión atmosférica de la Tierra, de los cielos del espacio sideral, de los cielos espirituales, etc. En este caso, la expresión †œtercer cielo† parece indicar el grado superlativo de arrobamiento en el que tuvo esta visión. Nótese cómo ciertas palabras y expresiones se repiten tres veces en Isaí­as 6:3, Ezequiel 21:27, Juan 21:15-17 y Revelación 4:8, con el propósito obvio de intensificar cierta cualidad o idea.

Fuente: Diccionario de la Biblia

Si el cielo puede designar a la vez el reino de los astrónomos y de los astronautas y la morada en que Dios reúne a sus elegidos, no es por una confusión grave, de la que serí­a responsable el lenguaje infantil de la Biblia; es el reflejo de una experiencia humana universal y necesaria : Dios se revela al hombre a través de su creación entera, comprendidas sus estructuras visibles. La Biblia transmite esta *revelación en una forma a veces compleja, pero exenta de no pocas confusiones. Distingue perfectamente el cielo fí­sico, de la misma naturaleza que la *tierra, “el cielo y la tierra”, y el cielo de Dios, “el cielo que no es la tierra”. Pero el primero es siempre el que permite al hombre pensar en el segundo.

1. EL CIELO Y LA TIERRA. Para los hebreos como para nosotros es el cielo una parte del universo, diferente de la tierra, pero en contacto con ella, una semiesfera que la engloba y constituye con ella el universo que el hebreo, no teniendo palabra propia para designarlo, llama siempre “el cielo y la tierra” (Gén 1,1; Mt 24,35).

Si el israelita es sensible al esplendor de este cielo y ávido de su *luz, si sabe admirar su transparencia (Ex 24,10), se impresiona sobre todo por la inquebrantable solidez del firmamento (Gén 1,18). El cielo es para él una construcción tan sólidamente edificada y organizada como la tierra, sostenida por columnas (Job 26,11) y por fundamentos (2Sa 22,8), provista de depósitos para la lluvia, la nieve, el granizo, el viento (Job 38,22ss; 37,9ss; Sal 33,7), pro-vista de “ventanas” y de “esclusas” por donde, llegado el momento, salen los elementos así­ almacenados (Gén 7,11; 2Re 7,2; Mal 3,10). Los *astros fijados en este firmamento, el ejército innumerable de las estrellas (Gén 15,5), revela por la magní­fica regularidad de su ordenamiento, lo poderoso de esta arquitectura (cf. ls 40,26; Job 38,31s).

II. EL CIELO QUE NO ES LA TIERRA. El cielo, tal como se ofrece a las miradas, con su amplitud, su luz, su armoní­a maravillosa e inexplicada, impone al hombre en forma visible y permanente el sentimiento inmediato de todo lo que el universo comporta en materia de *misterio impenetrable. Sin duda también las profundidades de la tierra y del abismo son inaccesibles al hombre (Job 38,4ss.16ss), pero la inaccesibilidad de él está constantemente expuesta y como revelada visiblemente; el hombre pertenece a la *tierra, y el cielo se le escapa : “Nadie ha subido al cielo” (Jn 3,13; cf. Prov 30,4; Rom 10,6). Es necesaria la locura del rey de Babel para pensar en subir al cielo: esto es igualarse con el Altí­simo (Is 14,13s). Así­ se establece como la cosa más natural una relación entre el cielo y *Dios: Dios está en su casa en el cielo: “Los cielos son los cielos .de Yahveh, pero él ha dado la tierra a los hijos de Adán” (Sal 115,16).

Esta impresión religiosa, espontáneamente evocada por el cielo, explica el empleo frecuente en los LXX, del plural “cielos”: el judaí­smo y el NT acentuaron el valor religioso de este plural, hasta tal punto que *reino de los cielos resulta idéntico a reino de Dios. Sin embargo, no se puede establecer como regla que en el AT y el NT el cielo designa el cielo fí­sico, y los cielos, la morada de Dios. Y si se da el caso de que’ este plural pueda expresar la concepción propagada en Oriente: de varios cielos superpuestos (cf. 2Cor 12,2; Ef 4,10), con frecuencia no es sino una expresión del entusiasmo lí­rico y poético (cf. Dt 10, 14; lRe 8,27). La Biblia no conoce dos tipos de cielos, uno que serí­a material, y otro espiritual. Pero en el cielo visible descubre el misterio de Dios y de su obra.

III. EL CIELO, MORADA DE Dios. El cielo es la *morada de Dios; después de haberlo desplegado como una tienda, ha construido por encima de sus aguas los pisos de su palacio (Sal 104,2s); de ahí­ se lanza a cabalgar sobre las nubes (Sal 68, 5.34; Dt 33,26) y hacer resonar su voz por encima de las grandes *aguas, en el estruendo de la *tormenta (Sal 29,3). Allí­ tiene su trono y allí­ convoca su corte, “el ejército de los cielos”, que expide y cumple sus órdenes hasta las extremidades del mundo (lRe 22,19; cf. Is 6,1s.8; Job 1,6-12). Es en verdad el Dios del cielo (Neh 1,4; Dan 2,37).

Estas fórmulas no son imágenes infantiles o hipérboles poéticas, sino visiones, poéticas sí­, pero profundas y verdaderas de la realidad de nuestro mundo, de un universo sometido en su totalidad a la soberaní­a de Dios y penetrado por su mirada. Si el *Señor “domina en los cielos”, es porque se rí­e de los reyes de la tierra y de sus complots (Sal 2,2ss; cf. Gén 11,7), es que “sus párpados escrutan a los hijos de Adán” (Sal 11,4) y que le es necesaria esta altura suprema para hacer justicia a todos, “una gloria por encima de los cielos”, para “levantar al pobre del polvo” (Sal 113,4ss), para que le llegue “la súplica de todo hombre y de todo su pueblo Israel” (lRe 8,30…); es que si es un Dios de cerca, no es menos un Dios de lejos (Jer 23,23s). Es porque “su gloria llena toda la tierra” (Is 6,3), pero es también porque nada en el mundo, aunque sean “los cielos y los cielos de los cielos”, es capaz de contenerle (lRe 8,27). La morada celestial de Dios evoca sin duda alguna en primer lugar su trascendencia invulnerable, pero no menos significa, como la omnipresencia del cielo en torno al hombre, su *presencia sumamente próxima: Más de un texto asocia en forma explí­cita esta distancia infinita y esta proximidad, desde la escala que vio Jacob en Betel, que “apoyándose en la tierra tocaba con la cabeza en los cielos” (Gén 28,12) hasta los oráculos proféticos: “El cielo es mi trono… ¿Qué casa podrí­ais edificarme?… Mis miradas se posan sobre los humildes y sobre los de contrito corazón” (Is 66,1s; cf. 57,15).

V. “RORATE, CAELI, DESUPER… “. Puesto que el Dios de Israel es un Dios salvador y que está en su casa, está allí­, por tanto, con su *verdad (Sal 119,89s), su *gracia y su *fidelidad (Sal 89,3), está allí­ para derramar la *salud sobre la tierra. El cielo, sí­mbolo de la presencia soberana y envolvente de Dios, es también el sí­mbolo de la salvación preparada para la tierra. Por lo demás, del cielo descienden como *bendición la lluvia fertilizante y el rocí­o, expresiones de la generosidad divina y de su gratuidad. Sí­mbolos naturales y recuerdos históricos convergen para hacer de la *esperanza de Israel la espera de un acontecimiento venido del cielo: “¡Oh si rasgaras los cielos y baja-ras!” (ls 64,1).

Ya el rapto de Henoc (Gén 5;24) y el de Elí­as. (2Re 2,11) invitaban a buscar en esta dirección la familiaridad divina, a la que habí­an sido admitidos. A su vez los videntes de los apocalipsis, Ezequiel, Zacarí­as, Daniel sobre todo, reciben del Dios que está en el cielo la revelación de los *misterios concernientes al destino de los pueblos (Dan 2,28); la salvación de Israel se halla, por tanto, escrita en el cielo, del cual va a descender. Desde el cielo desciende Gabriel sobre Daniel (9,21) para prometerle el fin de la desolación (9,25); sobre las nubes del cielo ha de aparecer el *Hijo del hombre para que sea dado el imperio a los santos (7,13.27). Finalmente, del cielo, donde “está delante de Dios” (Le 1,19), es enviado Gabriel a Zacarí­as y a Marí­a, y al cielo retornan los *ángeles venidos a cele-brar “la gloria de Dios en lo más alto de los cielos y la paz en la tierra” (2,11-15). La presencia de sus ángeles entre nosotros es el signo de que Dios ha desgarrado verdaderamente los cielos y de que es Emmanuel, Dios con nosotros.

V. EN JESUCRISTO ESTí EL CIELO PRESENTE EN LA TIERRA. 1. Jesús habla del cielo. El cielo es una pa-labra muy frecuente en el lenguaje de Jesús, pero no designa jamás una realidad que existe por sí­ misma, independientemente de Dios. Jesús habla del *reino de los cielos, de la recompensa en reserva en los cielos (Mt 5,12), del tesoro que se ha de constituir en los cielos (6,20; 19,21), pero es porque piensa siempre en el *Padre que está en los cielos (5,16.45; 6,1.9), que sabe, que “está en lo secreto y ve en lo secreto” (6,8.18). El cielo es esa *presencia paternal, invisible y atenta, que envuelve al mundo, a las aves del cielo (6,26), a los justos y a los in-justos (5,45) con su inagotable bondad (7,11). Pero en estado normal los hombres están ciegos a esta presencia; para que venga a ser una realidad viva y triunfante, para que venga el reino de los cielos, vino Jesús a hablar de lo que sabe, a dar testimonio de lo que ha visto (Jn 3,11).

2. Jesús viene del cielo. En efecto, cuando habla Jesús del cielo no habla como de una realidad maravillosa y lejana, sino como del mundo que es el suyo y que es para él la realidad más profunda y más seria de nuestro propio mundo. Del *reino de los cielos posee él los secretos (Mt 13,11); al Padre que tenemos en los cielos lo conoce como a su propio Padre (12,50; 16,17; 18,19). Para hablar así­ del cielo hay que venir de él, pues “nadie ha subido al cielo, sino el que ha bajado del cielo, el Hijo del hombre que está en el cielo” (Jn 3,13).

Porque es el *Hijo del hombre, un hombre cuyo destino pertenece al cielo, un hombre venido del cielo para retornar a él (Jn 6,62), sus *obras son del cielo, y su obra esencial, el sacrificio que hace de su carne y de su sangre, es el *pan que Dios nos da, el pan “venido del cielo” (Jn 6,33-58) y que da la *vida eterna, la vida del Padre, la vida del cielo.

3. En la tierra como en el cielo. Si bien Jesús viene del cielo y si bien su obra es del cielo, no obstante, la realiza en la tierra y para nos-otros. Esta consiste en unir indisolublemente la *tierra al cielo, en hacer que “venga el reino” de los cielos, que se haga la *voluntad de Dios “en la tierra como en el cielo” (Mt 6,10), “que todos los seres sean reconciliados por él en la tierra como en los cielos” (Col 1,20). Habiendo recibido en su *resurrección todo poder en el cielo y en la tierra” (Mt 28,18), habiendo penetrado por la sangre de su *sacrificio en el santuario de Dios, el cielo (Heb 4,14; 9,24); habiendo sido exaltado “más arriba de los cielos” (7,26) y estando sentado a la diestra de Dios, ha sellado entre la tierra y el cielo la nueva alianza (9,25), e inviste a la Iglesia de su poder, realizando él en el cielo los gestos que ella hace sobre la tierra (Mt 16,19; 18,19).

4. Los cielos abiertos. De esta *reconciliación operada por Jesús nos han sido dados signos. Sobre él se abrieron los cielos (Mt 3,16), descendió el Espí­ritu de Dios (Jn 1,32); a su vez, los suyos conocieron esta experiencia: en un gran ruido (Act 2,2), en una luz (9,3), en una visión (10,11) se abrió sobre ellos el cielo y descendió el Espí­ritu. Cristo cumplió su promesa : “Veréis el cielo abierto… sobre el Hijo del hombre” (Jn 1,51).

VI. LA ESPERANZA DEL CIELO. “Nuestra ciudad está en el cielo, de donde esperamos ardientemente como salvador a nuestro Señor Jesucristo, que reformará el cuerpo de nuestra vileza conforme a su cuerpo glorioso en virtud del poder que tiene para someter a sí­ todas las cosas” (F1p 3,20s). Aquí­ están reunidos todos los rasgos del cielo de la *esperanza cristiana. Es una ciudad, una comunidad hecha para nos-otros, una *nueva *Jerusalén (Ap 3,12; 21,3.10ss); desde ahora es nuestra ciudad, en ella se construye la *morada a que aspiramos (2Cor 5,1). Es un nuevo universo (Ap 21,5), compuesto, como el nuestro, de “nuevos cielos y nueva tierra” (2Pe 3,13; Ap 21,1), pero de donde habrán des-aparecido “muerte, llanto, grito, pena” (Ap 21,4), “impureza” (21,27) y noche (22,5). Cuando aparezca, el universo antiguo, “el primer cielo y la primera tierra” habrán desaparecido (21,1) en la fuga (20,11), como un libro que se enrolla (6,14). Será, no obstante, nuestro universo, pues nuestro universo es para siempre el del Verbo hecho *carne y de su cuerpo ; el cielo no serí­a nada para nosotros si no fuera la *comunión con el *Señor (lTes 4,17; 2Cor 5,8; Flp 1,23), que somete a sí­ todas las cosas para entregarlas todas a Dios Padre (ICor 15,24-28).

-> Angeles – Ascensión – Bienaventuranza – Esperanza – Gloria – Herencia – Paraí­so – Reposo – Resurrección – Vida – Ver.

LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teologí­a Bí­blica, Herder, Barcelona, 2001

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas

La palabra que con más frecuencia se usa en el AT para referirse al cielo es šāmayim, que significa «cosas elevadas» o «las alturas». En el NT griego es ouranos, que denota el «cielo» atmosférico o «aire». Estas palabras se refieren a la atmósfera que rodea la tierra (Gn. 1:20, etc.); al firmamento en que están localizados el sol, la luna y las estrellas (Gn. 1:17, etc.); a la morada de Dios (Sal. 2:4, etc.); a la morada de los ángeles (Mt. 22:30). El AT no tiene una palabra para referirse al universo, y para expresarla usa frecuentemente la expresión «cielos y tierra». Leemos «los cielos y los cielos de los cielos» (Dt. 10:14), y de un hombre que fue llevado al «tercer cielo» (2 Co. 12:2), pero tales referencias probablemente son metafóricas.

¿Cómo será la existencia en el cielo? No como para Platón, una en que las mentes desnudas contemplarán intelectualmente la Idea eterna e inmutable. Toda la persona sobrevive según la enseñanza bíblica. Aun el cuerpo es resucitado, de modo que, aunque ya no sea carne y sangre (1 Co. 15:50), de todos modos tiene continuidad con el cuerpo presente, una identidad en forma, si no en elemento material (véase Mt. 5:29, 30; 10:28; Ro. 8:11, 23; 1 Co. 15:53). Así nada hay en la Biblia (ni en los principales credos de la iglesia) acerca de espíritus incorpóreos que en el mundo venidero existen in vacuo. Sin embargo, no hay comida ni bebida (Ro. 14:17), ni apetito sexual (Mt. 22:30; Mr. 12:25; Lc. 20:35). Evidentemente, los festejos hay que entenderlos de manera simbólica, según Mt. 26:29 donde Jesús habla del día cuando beberá «nuevo» el fruto de la vid con los discípulos en el reino de su Padre. En el cielo, los redimidos estarán en la presencia inmediata de Dios; para siempre serán alimentados del esplendor de la majestad de Dios, contemplando el rostro del Padre. En la vida presente los hombres ven oscuramente, como por espejo, pero entonces verán cara a cara (1 Co. 13:12). Y los hijos de Dios verán a Cristo como él es (1 Jn. 3:2). Los que son como niños en su fe, como ocurre con los ángeles en el presente, siempre contemplarán el rostro del Padre (Mt. 18:10). No se gloriarán tanto en la Razón Suprema, según el anhelo de los griegos, sino en lo maravilloso que es el Santísimo (Is. 6:3; Ap. 4:8). Y este Dios es un Padre, en cuya casa (Jn. 14:2) morarán los redimidos, donde ellos «serán su pueblo», y donde «Dios mismo estará con ellos» (Ap. 21:3).

En el cielo habrá actividades que comprometerán las más elevadas facultades del hombre. Por ejemplo, habrá ministerios de gobierno. Los «espíritus de los justos hechos perfectos» (Heb. 12:23) estarán en la «ciudad del Dios vivo, la Jerusalén celestial» (Heb. 12:22), y los hombres ayudarán en el gobierno de todo el conjunto. Así, en la parábola del siervo del noble, siervo que fue fiel en lo muy poco en la tierra, en el cielo recibirá autoridad sobre diez ciudades (Lc. 19:17). En Mt. el siervo que recibió cinco talentos y además «ganó otros cinco» es recompensado con estas palabras: «Bien hecho, buen siervo y fiel … sobre mucho te pondré: entra en el gozo de tu Señor» (25:20–21). Tal vez se escriban y canten canciones nuevas (Ap. 5:9). Los «redimidos de la tierra» también van a aprender un «cántico nuevo» (Ap. 14:3). Y los reyes de la tierra «traerán su gloria y su honor a ella» (Ap. 21:24). Así, mientras por parte de los creyentes habrá una adoración continua en el cielo, parece que será en el sentido de que todas las actividades que realicen será para la sola gloria de Dios y, por lo tanto, participan de la naturaleza de la adoración.

BIBLIOGRAFÍA

  1. Harris, «State of the Dead (Christian)», HERE; W. G. Heslop, Heaven; Edwin Lewis, A New Heaven and a New Earth (indirectly related); Richard Lewis, A New Vision of Another Heaven; D.L. Moody, Heaven; K. Schilder, Heaven: What Is It?

Joseph Kenneth Grider

HERE Hastings’ Encyclopaedia of Religion and Ethics

Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (105). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología

Varios términos se trad. “cielo”, pero los únicos de importancia son el heb. šāmayim y el gr. ouranos, El primero es plural y el segundo a menudo aparece en plural. Pero, al igual que en castellano, no parece haber gran diferencia entre “cielo” y “los cielos”. Este término se aplica al firmamento, especialmente en la expresión “los cielos y la tierra” (Gn. 14.19; Mt. 5.18). Algunos sugieren que los escritores bíblicos pensaban que el cielo, en este aspecto, era sólido y más bien como un cuenco invertido (la “bóveda” (°vp) o “expansión” (°vrv2) Gn. 1.8). El sol realiza su peregrinaje diario a través de él (Sal. 19.4–6), y tiene ventanas a través de las cuales puede descender la lluvia (Gn. 7.11). Algunos hebreos bien pueden haber apoyado esta idea, pero no debemos olvidar que los hombres del AT eran capaces de una imaginación muy activa. Nunca debemos tratarlos como literalistas rígidos. El significado teológico de su lenguaje sobre el cielo puede comprenderse sin tener que recurrir a tales hipótesis.

El cielo es la morada de Dios y de los que están estrechamente relacionados con él. El israelita ha de orar, “mira desde tu morada santa, desde el cielo” (Dt. 26.15). Dios es “Dios de los cielos” (Jon. 1.9), o “Jehová el Dios de los cielos” (Esd. 1.2), o el “Padre que está en los cielos” (Mt. 5.45; 7.21, etc.). Dios no se encuentra solo allí, porque leemos que el ejército de los cielos lo adora (Neh. 9.6), y acerca de “los ángeles que están en el cielo” (Mr. 13.32). Los creyentes también deben esperar “una herencia … reservada en los cielos” para ellos (1 P. 1.4). Por lo tanto, el cielo es la morada actual de Dios y sus ángeles, y el destino final de sus santos que están en la tierra.

Muchos pueblos de la antigüedad pensaban que existían múltiples cielos. Se ha sugerido que el NT da testimonio de la idea rabínica de los siete cielos, porque encontramos en él referencias al paraíso (Lc. 23.43) y al “tercer cielo” (2 Co. 12.2; que se llamaba “paraíso” según la teoría de los rabinos, cf. 2 Co. 12.4). También se dice que Jesús “traspasó los cielos” (He. 4.14). No obstante, se trata de bases demasiado débiles sobre las cuales erigir una estructura de este tipo. Todo el lenguaje del NT puede entenderse bien sobre la base de considerar al cielo como el lugar de la perfección.

El cielo llega a usarse como una perífrasis reverente para aludir a Dios. Así cuando el hijo pródigo dice “he pecado contra el cielo” (Lc. 15.18, 21), quiere decir “he pecado contra Dios”. De igual manera en Jn. 3.27, lo que le es “dado del cielo”. El ejemplo más importante se encuentra en el uso que hace Mateo de la expresión “el reino de los cielos”, que parece ser idéntico al “reino de Dios”.

Finalmente, debemos notar un uso escatológico del término. Tanto en el AT como en el NT se reconoce que el universo físico actual no es eterno, sino que desaparecerá y será remplazado por “nuevos cielos y nueva tierra” (Is. 65.17; 66.22; 2 P. 3.10–13; Ap. 21.1). Debemos entender que estos pasajes indican que el estado final de las cosas será tal que ellas expresarán totalmente la voluntad de Dios.

Bibliografía. H. Bietenhard, “Cielo”, °DTNT, t(t). I, pp. 264–271; J. A. Soggin, “Cielo”, °DTMAT, t(t). II, cols. 1210–1216; W. Eichrodt, Teología del Antiguo Testamento, 1975, pp. 191–214; J. Prado, “Cielo”, °EBDM, t(t). II, cols. 313–317.

TDNT 5. pp. 497–543; NIDNTT 2, pp. 184–196; ZPEB, 3, pp. 60–64.

L.M.

Douglas, J. (2000). Nuevo diccionario Biblico : Primera Edicion. Miami: Sociedades Bíblicas Unidas.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico

Este tema será tratado bajo siete títulos:

I. Nombre y Lugar del Cielo;
II. Existencia del Cielo;
III. Carácter Sobrenatural del Cielo y la Visión Beatífica;
IV. Eternidad del Cielo e Impecabilidad de los Benditos;
V. Beatitud Esencial;
VI. Beatitud Accidental;
VII. Atributos de la Beatitud.

I. NOMBRE Y LUGAR DEL CIELO.

El Nombre del Cielo.

Cielo (de la palabra Anglosajona heofon, O.S. hevan y himil, originalmente himin) corresponde a la palabra Gótica himin-s. Ambos heaven y himil se forman de la palabra himin por un cambio regular de consonantes: heaven, cambiando m antes de n a v; y himil, cambiando n de un término no acentuado a una l. Algunos derivan heaven de la raíz ham, “que cubre” (cita Del gótico ham-ôn y el alemán Hem-d). De acuerdo a esta derivación, la palabra heaven anglosajona, puede ser concebida como el techo del mundo. Otros, establecen una conexión entre himin (heaven) y home (hogar); Bajo este punto de vista, el cual parece el mas probable, heaven puede ser donde mora la Divinidad. La palabra Latina coelum (koilon, una cúpula que se deriva de la raíz celare, “que cubre o esconde” (coelum, “cielo” “techo del mundo”.) Otros, sin embargo, piensan que está relacionada con la palabra germana himin. La palabra Griega ouranos probablemente se deriva de la raíz var, la cual también connota la idea de cubierta. El nombre Hebreo de cielo se piensa que deriva de una palabra que significa “en lo alto”; por lo tanto, cielo designa la región más alta del mundo. En la Sagrada Biblia el término cielo denota en primer lugar, el firmamento azul, o la región de las nubes que pasan por el cielo. Gen. I, 20, habla de aves “bajo el firmamento del cielo”. En otros pasajes significa la región de las estrellas que brillan en el cielo. Más aún, se dice “Cielo” como la morada de Dios; porque, aunque Dios es omnipresente, Se manifiesta A Sí mismo de una manera especial en la luz y grandeza del firmamento. El Cielo es también la morada de los ángeles; porque están constantemente con Dios y ven Su rostro. Con Dios en el cielo están asimismo las almas de los justos (II Cor. 5:1; Mat., v, 3, 12). La carta a los Efesios., iv, 8 sgtes., nos dice que Cristo condujo al cielo a los patriarcas que estaban en el limbo (limbus patrum). Por lo tanto, el término cielo ha llegado a designar tanto la felicidad como la morada del justo en la próxima vida. El presente artículo trata del Cielo sólo en este sentido. En las Sagradas Escrituras es llamado:

· El reino de los cielos (Mateo. V, 3);
· El reino de Dios (Marcos, Ix, 46)
· El reino del Padre (Mateo, Xiii, 43)
· El reino de Cristo (Lucas Xxii,30)
· La casa del Padre (Juan, xiv, 2),
· Ciudad de Dios, la Jerusalén celestial (Hebr. xii)
· El lugar sagrado (Hebr. Ix, 12; D. V. sagrados)
· El paraíso (II Cor. Xii, 4)
· Vida (Mateo, Vii, 14)
· Vida eterna (Mateo, Xix, 16)
· La alegría del Señor (Mateo 25:21)
· Corona de vida (Santiago, I, 12)
· Corona de justicia (II Tim. Iv, 8)
· Corona de gloria (I de Pedro, V, 4)
· Corona incorruptible (I Cor., ix, 25),
· Gran Premio (Mateo 5:12)
· Herencia de Cristo (Efesios, I, 18)
· Herencia eterna (Hebreos. Ix, 15)

La Ubicación del Cielo

¿Dónde está el Cielo, la morada de Dios y de los benditos? Algunos son de la opinión que el cielo está en todas partes, como Dios está en todas partes. De acuerdo a este punto de vista, los benditos se pueden mover mas o menos libremente en todas partes del universo, y aún se mantienen con Dios y lo ven todo. En todas partes también, se mantienen con Cristo (en Su Sagrada Humanidad) y con los santos y ángeles. Porque, de acuerdo a los seguidores de esta opinión, las distancias espaciales de este mundo ya no pueden impedir la comunicación mutua entre los benditos.

Sin embargo, en general, los teólogos consideran mas apropiado que debe haber una morada especial y gloriosa en la cual los benditos tienen su hogar particular y donde habitan normalmente, aunque son libres de ir por este mundo. Porque en los alrededores del cual, los benditos tienen su morada de acuerdo a su estado de felicidad ; la unión interna en caridad que los une en afecto, encontramos la expresión externa de esta comunidad de habitación. Al final del mundo, la tierra junto con los cuerpos celestes serán transformados gloriosamente y serán partes del lugar de morada de los benditos (Apoc. Xxi.) Por tanto, parece que no hay suficientes razones para atribuir un sentido metafórico a esas numerosas expresiones de la Biblia que sugieren un lugar de morada definitivo de los benditos. Por lo tanto, los teólogos, generalmente sostienen que el cielo de los benditos es un lugar especial con límites definitivos. Naturalmente, este lugar se sostiene que existe, no dentro de la tierra, sino, de acuerdo con las expresiones de las Escrituras, sin y más allá de sus límites. Todo detalle posterior en relación con su ubicación es bastante incierto. La Iglesia no ha decidido nada sobre esta materia.

II. EXISTENCIA DEL CIELO

Existe un cielo, i.e. Dios dará felicidad y los más ricos dones a todos aquellos que dejaron esta vida libres del pecado original y pecado personal mortal y aquellos que están, consecuentemente, en estado de justicia y amistad con Dios. En relación con aquellos justos que dejaron esta vida en pecado venial o quienes aún están sujetos a castigo temporal por el pecado, ver PURGATORIO. Por el lado de aquellos que murieron libres de pecado personal, pero infectados con el pecado original, ver LIMBO (limbus pervulorum.) Sobre el comienzo inmediato de la felicidad eterna luego de la muerte, o eventualmente, luego del pasaje a través del purgatorio, ver JUICIO PARTICULAR. La existencia del cielo es, por su puesto, negada por los ateos, los materialistas y panteístas de todos los siglos como también por aquellos racionalistas que enseñan que el alma muere con el cuerpo – en suma, por todos los que niegan la existencia de Dios o la inmortalidad del alma. Pero el resto, si nos abstraemos de la calidad específica y el carácter sobrenatural del cielo, la doctrina nunca se ha encontrado con una oposición digna de notar. Incluso la mera razón puede probar la existencia del cielo o el estado de felicidad del justo en la próxima vida.

Daremos una breve reseña de los argumentos principales. De éstos, deberemos ver al mismo tiempo que la bienaventuranza del cielo es eterna y consiste principalmente en la posesión de Dios, y que el cielo presupone una condición de felicidad perfecta en donde cada deseo del corazón encuentra satisfacción plena.

· Dios hizo todas las cosas para su honor y gloria objetivos. Cada creatura manifiesta las perfecciones Divinas al ser semejantes a Dios, cada una de acuerdo a su capacidad. Aunque el hombre es capaz de ser en la forma más grande y más perfecta semejante a Dios cuando conoce y ama Sus infinitas perfecciones con un conocimiento y amor análogos al propio amor y conocimiento de Dios. Por lo tanto, el hombre es creado para conocerlo y amarlo a Él. Más aún, su conocimiento y amor es para ser eterno; por eso, porque su alma es inmortal es que el hombre tiene esa capacidad y ese llamado. Por último, conocer a Dios y amarlo es la ocupación más noble de la mente humana y consecuentemente también su felicidad suprema. Por lo tanto, el hombre es creado para la felicidad eterna; e infaliblemente, la logrará por lo mismo, a no ser que, por el pecado, se haga indigno a tan alto destino.

· Dios hizo todas las cosas por Su gloria formal, la cual consiste en el conocimiento y amor mostrados a Él por las criaturas racionales. Las criaturas irracionales no pueden darle gloria formal a Dios directamente, aunque deben asistir a las criaturas racionales a hacerlo. Esto lo pueden hacer manifestando las perfecciones de Dios entregando otros servicios; mientras que las creaturas racionales deben, por su propio conocimiento personal y amor a Dios, referir y dirigir a todas las creaturas a Él, como su fin último. Por lo tanto, toda creatura inteligente en general, y el hombre en particular, está destinado a conocer y amar a Dios por siempre, aunque pueda perder la felicidad eterna por el pecado.

· Dios, en su infinita justicia y santidad, da su debido premio a la virtud. Pero, como la experiencia lo demuestra, el virtuoso no recibe un premio suficiente aquí; por ende, será recompensado más adelante y el premio es eterno, dado que el alma es inmortal. Tampoco podemos suponer que el alma en la próxima vida deba merecer la continuación de su felicidad por una serie continua de combates; porque esto sería repugnante a todas las tendencias y deseos de la naturaleza humana.

· Dios en su Sabiduría estableció en la ley moral una sanción suficientemente apropiada y eficaz. No se puede decir que esa sanción exista, a no ser porque cada hombre es premiado en la medida de sus buenas obras. Es insuficiente, la mera aflicción por el pecado. En todo caso, el premio por las buenas obras es el mejor medio para inspirar celo por la virtud. La naturaleza misma nos enseña a premiar la virtud en otros en las oportunidades que podemos y esperamos un premio por nuestras propias buenas acciones por parte del Supremo Regulador del universo. Este premio, no dado en este mundo, sino mas adelante.

· Dios ha implantado en el corazón del hombre amor por la virtud y amor por la felicidad; consecuentemente, Dios, por su propia Sabiduría, al premiar la virtud, establece una armonía perfecta entre estas dos tendencias. Pero tal armonía no está establecida en esta vida; por lo tanto, sobrevendrá en la próxima.

· Todo hombre tiene un deseo innato por la beatitud perfecta. La experiencia lo demuestra. La visión de los bienes imperfectos de la tierra, naturalmente nos lleva a formarnos un concepto de una felicidad tan perfecta de manera que satisfaga todos los deseos de nuestro corazón. Pero no podemos concebir tal estado, sin desearlo. Por lo tanto, estamos destinados a una felicidad que es perfecta y, por esa misma razón, eterna; y será nuestra, a no ser que la perdamos por el pecado. Una tendencia natural sin un objeto de esa tendencia, es incompatible tanto con la naturaleza como con la bondad del Creador. Los argumentos, pues, muy avanzados, prueban la existencia del Cielo como un estado de felicidad perfecta.

· Hemos nacido para cosas más elevadas, para la posesión de Dios. Este mundo no puede satisfacer a ningún hombre, y menos aún al sabio. “Vanidad de vanidades” dice la Escritura (Ecles. I, 1); y San Agustín exclama: “Nos ha hecho para Sí mismo (OH Dios) y nuestro corazón estará atribulado hasta que descanse en Ti”.

· Hemos sido creados para la sabiduría, para la posesión de la perfecta verdad de su tipo. Nuestras facultades mentales y las aspiraciones de nuestra naturaleza dan prueba de ello. Pero el conocimiento insuficiente que podemos adquirir en este mundo, no tiene proporción a las capacidades del alma. Deberemos poseer la verdad y una perfección más alta más adelante.

· Dios, nos hizo para la santidad, para el triunfo completo y final sobre la pasión y para la perfecta y segura posesión de la virtud. Nuestras aptitudes naturales y deseos son testigos de esto. Pero este objetivo feliz no se alcanza en este mundo, sino en la próxima vida.

· Fuimos creados para el amor y la amistad, para la indisoluble unión con nuestros amigos. En el sepulcro de aquellos que amamos, nuestro corazón desea una reunión futura. Este lamento de la naturaleza no es una ilusión. Una reunión alegre y eterna espera el hombre justo más allá del sepulcro.

· Es convicción de la gente que hay un cielo en el cual el justo se regocijará en la próxima vida. En los asuntos fundamentales de nuestro ser y destino, una convicción tan unánime y universal, no puede estar equivocada. De otro modo, este mundo y el orden de este mundo quedaría como un total enigma para las creaturas inteligentes, que deben saber al menos, cuales son los medios necesarios para alcanzar su destino final.

· Algunos niegan la existencia del cielo; y estos son prácticamente todos ateos o epicúreos. Pero, seguramente, no puede ser que todo el resto esté errado y una clase aislada de hombres como éstos no son los verdaderos guías en las cuestiones más fundamentales de nuestro ser. Porque el repudio a Dios y a Su Ley, no pueden ser la llave de la sabiduría.

La Revelación también proclama la existencia del cielo. Esto ya lo hemos visto en la sección precedente de los varios nombres por los cuales la Biblia designa el cielo; y de los textos de las Escrituras, aún debemos citar aquellos que versan sobre la naturaleza y condición particular del cielo.

III. CARACTER SOBRENATURAL DEL CIELO Y LA VISIÓN BEATÍFICA.

(1) En el cielo, el justo verá a Dios a través de la intuición directa, clara y distinta. Aquí en este mundo no tenemos percepción inmediata de Dios; lo vemos pero indirectamente en el espejo de la creación. Logramos nuestro primer y directo conocimiento desde las creaturas, y luego, por razonamiento, ascendemos al conocimiento de Dios de acuerdo a la semejanza imperfecta la cual las creaturas sobrellevan con su Creador. Pero, al realizar esto, procedemos en gran medida por medio de la negación. Por ejemplo, eliminando del Ser Divino, las imperfecciones propias de las creaturas. Sin embargo, en el cielo, ninguna creatura estará entre Dios y el alma. El Mismísimo será el objeto inmediato de visión. Las Escrituras y la teología nos dicen que los benditos verán a Dios cara a cara. Y porque esta visión es inmediata y directa, también será sumamente clara y distinta. Los ontólogos afirman que percibimos a Dios directamente en esta vida, aunque nuestro conocimiento de Él es vago y oscuro; pero una visión de la Esencia Divina, inmediata pero vaga y oscura, implica una contradicción. Los benditos ven a Dios, no meramente de acuerdo a la medida de Su semejanza en forma imperfecta reflejada en la creación, sino que lo ven a Él como Él es, a la manera de Su propio Ser. Que los benditos ven a Dios es un dogma de fe, expresamente definido por Benedicto XII (1336):

Definimos que las almas de todos los santos en el cielo han visto y ven la Esencia Divina por intuición directa y cara a cara [visione intuitivâ et etiam faciali], en tal sabiduría que nada creado interviene como un objeto de visión, sino la Divina Esencia se presenta a su mirada fija, sin velo, clara y abiertamente; más aún, que en esta visión disfrutan de la Esencia Divina y que, en virtud de esta visión y ese regocijo, son verdaderamente benditos y poseen vida y descanso eterno” (Denzinger, Enquiridión, ed. 10, n. 530–antigua edición, n, 456; Cf. nn. 693, 1084, 1458 antigua, nn. 588, 868).

El argumento a través de las Escrituras, está basado especialmente en la primera Carta a los Corintios, Xiii, 8-13 (Cf. Mateo Xviii, 10; I Juan, Iii, 2; II Cor. V, 6-8, etc.) El argumento de la tradición es llevado a cabo en detalle por Petavius (“Del Dogma teológico”, I, i, VII, c. 7.) Varios Padres, que aparentemente contradicen esta doctrina, en realidad la mantienen; simplemente enseñan que el ojo carnal no puede ver a Dios con sus poderes naturales en esta vida (Cf. Suárez, “De Deo”, l. II, c. 7, n. 17.)

(2) Es un asunto de fe, que la visión beatífica es sobrenatural, que trasciende los poderes y pretensiones de naturaleza creada, de los ángeles como de los hombres. La doctrina opuesta, la de los Begardos y Beguinos fue condenada (1311) por el Concilio de Viena (Denz. N. 475 – antigua ed. N. 403) y asimismo, el error similar de Bayo, condenado por Pío V (Denz., n. 1003 – antigua ed. n. 883.). El Concilio Vaticano expresamente declara que el hombre ha sido elevado por Dios a un fin sobrenatural (Denz., n. 1786 – antigua Ed. n. 1635; cita nn. 1808, 1671 – antigua ed. nn. 1655, 1527.) En conexión con lo anterior, debemos mencionar también la condena de los Ontólogos y en particular de Rosmini quien sostuvo que una percepción inmediata pero indeterminada de Dios es esencial para el intelecto humano y el comienzo de todo conocimiento humano (Denz., nn. 1659, 1927 – antigua ed. nn. 1516, 1772.) Que la visión de Dios es sobrenatural también se puede mostrar a partir del carácter sobrenatural de la gracia santificante (Denz., n. 1021 – antigua ed. n. 901); Dado que la preparación para tal visión es sobrenatural. Incluso la razón sin ayuda reconoce que la visión inmediata de Dios, incluso si fuera del todo posible, nunca puede ser natural para una creatura. Porque es manifiesto que la mente de cada creatura, primero percibe su propio ser y creaturas similares a sí misma por la que es rodeado, y de éstas se eleva al conocimiento de Dios como la fuente de su ser y destino final. De ahí que, su conocimiento natural de Dios, necesariamente mediato y análogo; dado que forma sus ideas y juicios sobre Dios por su semejanza imperfecta la cual su propio ser y lo que lo rodea lo señalan a Él. Tal es el único medio que ofrece la naturaleza para adquirir un conocimiento de Dios y más que esto no es debido a ningún intelecto creado; consecuentemente, el segundo y esencialmente más elevado camino de ver a Dios es por visión intuitiva, un don gratuito de la bondad Divina. Estas consideraciones prueban, no meramente que la visión inmediata de Dios excede las pretensiones de todas las creaturas actualmente existentes; si no que también son prueba contra Ripalda, Becaenus y otros (Recientemente también los Morlias) que Dios no puede crear ningún espíritu que pudiera, en virtud de su naturaleza, estar dotado de visión intuitiva de la Esencia Divina. Por lo tanto, tal como los teólogos lo expresan, ninguna sustancia creada es por su naturaleza sobrenatural; sin embargo, la Iglesia no ha tomado ninguna decisión sobre esta materia. Cf. Palmieri, “De Deo creante et elevante” (Roma, 1878), tes. 39; Morlais, “Le Surnaturel absolu”, en “Revue du Clergé Français”, XXXI (1902), 464 sgtes, y, de un punto de vista opuesto, Bellamy, “La question du Surnaturel absolu”, Ibíd., XXXV (1903), 419 sgtes. Santo Tomás parece enseñar (I, Q. xii, a. 1) que el hombre tiene un deseo natural por la visión beatífica. En otros pasajes, sin embargo, frecuentemente insiste en el carácter sobrenatural de esa visión (e.g. III, Q. ix, a. 2, ad 3um.) De aquí en el pasaje anterior, obviamente supone que el hombre conoce desde la Revelación tanto la posibilidad de la visión beatífica como su destino para disfrutarla. En esta suposición es sin dudas bastante natural para el hombre tener un deseo fuerte por esta visión, y que, cualquier tipo inferior de beatitud ya no podrá satisfacerlo debidamente.

(3) Para poder ver a Dios, el intelecto del bendito es sobrenaturalmente perfeccionado por la elevación de la gloria (lumen gloriae). Esto fue definido por el Concilio de Viena de 1311. (Denz., n. 475; antigua ed. n. 403); lo que es evidente por el carácter sobrenatural de la visión beatífica. Porque ésta trasciende los poderes naturales del intelecto; por lo tanto, para ver a Dios, el intelecto presenta una necesidad de alguna fuerza sobrenatural, no meramente pasajera sino permanente como la visión misma. Esta vigorización permanente es llamada “luz de gloria” porque permite a las almas en gloria, ver a Dios con sus intelectos, así como la luz material permite a nuestros ojos carnales ver los objetos corporales. Sobre la luz de la gloria, la Iglesia no ha decidido nada. Los teólogos han elaborado varias teorías sobre ella, las cuales, sin embargo, no son necesarias de ser examinadas en detalle. De acuerdo a la visión más común y tal vez la más razonablemente sostenida, la luz de la gloria es una cualidad Divinamente infundida en el alma y similar a la gracia santificante, la virtud de la fe, y otras virtudes sobrenaturales en las almas de los justos (cita. Franzelin, “De Deo uno”, 3ra ed., Roma, 1883, tesis. 16.) Existe una controversia entre los teólogos si se requiere o no una imagen mental, sea una species expressa o una species impressa, para la visión beatífica. Pero, para muchos esta es vista como una larga controversia sobre si el término es apropiado más que sobre la materia misma. La consideración más común y probablemente la más correcta, niega la presencia de ninguna imagen en el estricto sentido de la palabra, porque ninguna imagen creada puede representar a Dios tal como Él es (Cita Mazzella, “De Deo creante” 3ra ed. Roma, 1892, disp. IV, a. 7, sec. 1) Obviamente, la visión beatífica es un acto creado inherente en el alma y no, como algunos de los antiguos teólogos pensaban, un acto no creado del propio intelecto de Dios, comunicado al alma. Porque “como el ver y el conocer son acciones vitales inmanentes, el alma puede ver o conocer a Dios sólo por su propia actividad, y no a través de ninguna actividad ejercida por algún otro intelecto.” Cita Gutherlet, “Das lumen gloriae” en “Pastor bonus”, XIV (1901), 297 sgtes.

(4) Los teólogos distinguen el objeto primario y secundario de la visión beatífica. El objeto primario es Dios mismo tal como es. El bendito ve la Esencia Divina por intuición directa y, por la absoluta simplicidad de Dios, ellos necesariamente ven todas Sus perfecciones y las tres Personas de la Trinidad. Más aún, dado que ven que Dios puede crear incontables imitaciones de Su Esencia, el dominio entero de creaturas posibles descansa abierta a su visión aunque indeterminadamente y en general. Porque los decretos actuales de Dios no son necesariamente un objeto de esa visión, excepto en tanto a Dios le place manifestarlas. Por lo tanto, las cosas finitas no son necesariamente vistas por los benditos, aunque sean un objeto actual de la voluntad de Dios. Mucho menos son ellos un objeto necesario de visión en tanto ellos son meros objetos posibles de la voluntad Divina. Consecuentemente, los benditos tienen un conocimiento distinto de cosas individuales posibles sólo en tanto Dios desea entregar ese conocimiento. Por ende, si Dios lo deseara, un alma bendita podría ver la Esencia Divina sin ver en Ella la posibilidad de ninguna creatura individual en particular. Pero, de hecho, siempre hay conexión entre la visión beatífica y un conocimiento de varias cosas externas a Dios, tanto de lo posible, como de lo actual. Todas estas cosas, consideradas colectivamente, constituyen el objeto secundario de la visión beatífica.

El alma bendita ve estos objetos secundarios en Dios ya sea directamente (formaliter) o en tanto Dios es su causa (causaliter). Ve en Dios directamente lo que sea que la visión beatífica desvele a su contemplación sin la ayuda de ninguna imagen mental (species impressa). En Dios, así en su causa, el alma ve todas aquellas cosas las cuales percibe con la ayuda de una imagen mental creada, un modo de percepción otorgada por Dios como un complemento natural de la visión beatífica. El número de objetos vistos directamente en Dios no puede ser aumentado a no ser que la misma visión beatífica sea intensificada; pero el número de cosas vistas en Dios como su causa, pueden ser mayor o menor, o puede variar sin ningún cambio correspondiente en la visión misma.

El objeto secundario de la visión beatífica abarca todo aquello que el bendito pueda tener un interés razonable en conocer. Incluye, en primer lugar, todos los misterios que el alma creía mientras vivía en este mundo Más aún, los benditos se ven entre sí y se regocijan en la compañía de aquellos que la muerte los separó. La veneración otorgada a ellos en esta vida y las oraciones dirigidas a ellos son conocidas también por los benditos. Todo lo que hemos dicho hasta ahora sobre el objeto secundario de la visión beatífica es una enseñanza común y confiable de los teólogos. En tiempos recientes (Santo Oficio, 14 de Diciembre de 1887), Rosmini fue condenado porque enseñó que los benditos no ven a Dios mismo sino solo sus relaciones con las creaturas (Denz., 1928-1930 – antigua Ed. 1773-75). En los primeros años encontramos a Gregorio el Grande, (“Moral.”, l. XVIII, c. liv, n. 90, in PL., LXXVI, XCIII) combatiendo el error de algunos que mantenían que los benditos no veían a Dios, sino solo una luz brillante saliendo de El. También, en la Edad Media existen huellas de este error (cito. Franzelin, “De Deo uno”, 2da ed., tesis. 15, p. 192).

(5) Aunque los benditos ven a Dios, no Lo comprenden, porque Dios es absolutamente incomprensible a todo intelecto creado, y El no puede otorgar a ninguna creatura el poder de comprenderlo como El se comprende a Sí mismo. Suárez, con justicia llama a esto la verdad revelada (“De Deo”, l. II, c. v, n. 6); dado que el Cuarto Concilio de los Lateranos y el Concilio Vaticano enumeraron la incomprensibilidad, entre los atributos absolutos de Dios (Denz. Nn. 428, 1782- antiguo nn. 355, 1631). Los Padres defendieron esta verdad contra Eunomio, un Ariano quien afirmó que comprendemos completamente a Dios incluso en esta vida. Los benditos no comprenden a Dios ni intensa ni extensamente. Intensamente porque su visión no tiene esa infinita claridad con la cual Dios es conocido y con la cual El se conoce a Sí mismo, ni extensamente, porque la visión de los benditos no se extiende actual y claramente a todo lo que Dios ve en Su Esencia. Porque en un solo acto de su intelecto no pueden representar toda posible creatura individual, clara y distintamente como Dios lo hace; tal acto sería infinito, y un acto infinito es incompatible con la naturaleza de un intelecto creado y finito. Los benditos ven la Divinidad en su integridad, pero solo con una visión de limitada claridad (Deum totum sed non totaliter). Ven la Divinidad en su integridad porque ven todas las perfecciones de Dios y a todas las Tres Personas de la Trinidad. Y sin embargo, su visión es limitada, porque no tienen la infinita claridad que corresponde a las perfecciones Divinas, ni se extiende a todo lo que actualmente es o puede llegar a ser un objeto de libre decreto de Dios. Por esto se sigue que un alma bendita puede ver a Dios mas perfectamente que otra, y que la visión beatífica admite varios grados.

(6) La visión beatífica es un misterio. Por su puesto que la razón no puede probar la imposibilidad de tal visión. Porque, ¿porqué Dios en Su omnipotencia, estaría incapacitado de acercarse y adaptarse totalmente a nuestro intelecto de manera que el alma pueda, como lo estuvo, sentir directamente a Dios, aferrarse a Él, mirarlo y estar enteramente inmerso en Él?
Por otro lado, no podemos absolutamente probar que esto sea posible; porque la visión beatífica se encuentra más allá del destino natural de nuestro intelecto, y es tan extraordinario el modo de percepción que no podemos entender claramente tanto el hecho como la manera de esta posibilidad.

(7) Por lo que hemos visto hasta ahora, está claro que la beatitud es de dos clases: la natural y la sobrenatural. Como hemos visto, el hombre está por naturaleza habilitado para la beatitud, y una vez proporcionada no la pierde por su propia falta. Hemos visto también que la beatitud es eterna y que consiste en la posesión de Dios porque ninguna creaturas pueden verdaderamente satisfacer al hombre. Nuevamente, como lo hemos mostrado, el alma puede poseer a Dios por el conocimiento y el amor. Pero el conocimiento natural del hombre no es una visión inmediata, sino una percepción análoga de Dios quien se refleja en la creación, y aún así es un conocimiento bastante perfecto que realmente satisface el corazón. Por esto, la beatitud a la cual tenemos una demanda natural, consiste en este conocimiento análogo perfecto y en el amor que corresponde con ese conocimiento. Esta beatitud natural es el tipo de felicidad más pequeña que Dios, en Su bondad y Sabiduría puede otorgarle al hombre libre de pecado. Pero, en lugar de un conocimiento análogo de Su Esencia, Él puede otorgar a los benditos una intuición directa, la cual incluye toda la excelencia de la beatitud natural y la sobrepasa más allá de toda medida. Es el tipo más alto de beatitud que a Dios le place otorgarnos. Y al otorgarla, El no sólo satisface nuestro deseo natural de felicidad sino que la satisface en superabundancia.

IV. LA ETERNIDAD DEL CIELO Y LA IMPECABILIDAD DE LOS BENDITOS.

Es Dogma de fe, que la felicidad de los benditos es eterna. Esta verdad está claramente contenida en la Santa Biblia (ver Sección I); diariamente la Iglesia la profesa en el Credo Apostólico (credo…vitam eternam), y ha sido definida repetidamente por la Iglesia, especialmente por Benedicto XII (Cito. Sección III.) Incluso la razón, como hemos visto, la puede demostrar. Y, seguramente, si los benditos supieran que su felicidad siempre llegaría a un fin, este sólo conocimiento, impediría que su felicidad fuera perfecta. En esta materia, Origen cayó en un error; porque en varios pasajes de sus obras, parece inclinado a la opinión que las creaturas racionales nunca alcanzan un estado final permanente (status termini), sino que por siempre se mantienen capaces de alejarse de Dios y perder su beatitud y de siempre regresar nuevamente a Él. Los benditos están confirmados en el bien; ya no pueden cometer ni siquiera el más pequeño pecado venial; cada deseo de sus corazones está inspirado en el más puro amor de Dios. Que es, más allá de toda duda, una doctrina Católica. Más aún, la imposibilidad de pecar es física. Los benditos ya no tienen el poder de escoger realizar malas acciones; no pueden sino amar a Dios; son libres meramente de mostrar ese amor por una acción buena preferente sobre otra. Aunque la impecabilidad de los benditos es unánime entre los teólogos, existe una diversidad de opiniones respecto a su causa. De acuerdo a algunos, la causa próxima consiste en que Dios aparta absolutamente de los benditos Su cooperación a ningún consentimiento pecador. Argumentan que la visión beatífica no excluye el pecado por su misma naturaleza, directa y absolutamente; porque Dios podría desagradar a las almas benditas en varias formas, por ejemplo, rehusándoles un mayor grado de beatitud o permitiendo que personas que el alma bendita ama, mueran en pecado y sentenciándolas al tormento eterno. Más aún, cuando la visión beatífica va acompañada de grandes sufrimientos y tareas arduas, como fue el caso en la naturaleza humana de Cristo en la tierra, entonces, al menos la posibilidad de pecar no está directa y absolutamente excluida. La causa última de impecabilidad es la libertad de pecado o el estado de gracia con el cual a su muerte, el hombre pasa a su estado final (status termini) es decir, a un estado de actitud mental y voluntad inamovible. Porque es bastante concordante con la naturaleza de ese estado que Dios podría ofrecer tal cooperación como correspondiente sólo a la actitud mental del hombre escoge para sí mismo en la tierra. Por esta razón, también las almas en el purgatorio, aunque no ven a Dios, aún son enteramente incapaces de pecar. La visión beatífica en sí misma puede ser llamada causa remota de impecabilidad; porque al otorgar tan asombrosa prenda de Su amor, Dios podría decirse que se encarga de cuidar de todo pecado a aquellos a quienes favorece tan grandemente, ya sea rehusando toda cooperación a malos actos o, de alguna otra manera. Además, incluso si la visión clara de Dios, la más digna de su amor, no incapacita físicamente al bendito, ciertamente lo hace menos responsable de pecar. La impecabilidad, como es explicada por los representantes de esta opinión, no es, propiamente hablando, extrínseca, como a menudo se afirma erróneamente; si no que es mas bien intrínseca, porque se debe estrictamente al estado final de bienaventuranza y especialmente a la visión beatífica. Esta es sustancialmente, la opinión de los Escotistas, como también de muchos otros, especialmente en tiempos recientes. Sin embargo, los Tomistas, y con ellos la mayoría de los teólogos, sostienen que la visión beatífica por su misma naturaleza excluye directamente la posibilidad de pecar. Porque ninguna creatura puede tener una visión intuitiva clara del Supremo Bien sin ser por este mismo y solo hecho, irresistiblemente lanzado a amarlo eficazmente y completar por su propio bien, incluso las tareas más arduas sin la menor repugnancia. La Iglesia no ha decidido sobre esta materia. El presente escritor se inclina mas bien por la opinión de los Escotistas por su conexión con la cuestión de la libertad de Cristo (ver INFIERNO bajo el título Impenitencia de los Condenados.)

V. BEATITUD ESENCIAL.

Distinguimos entre la beatitud objetiva y la subjetiva. La beatitud objetiva es aquella, cuya posesión nos hace felices; la beatitud subjetiva es la posesión de aquel bien. La esencia de la beatitud objetiva, o el objeto esencial de la beatitud sólo es Dios. Porque la posesión de Dios nos asegura también la posesión de todo otro bien deseado; mas aún, todo lo demás es tan inconmensurablemente inferior a Dios que su posesión puede ser vista como algo accidental a la beatitud. Finalmente, es evidente que todo lo demás es de menor importancia para la beatitud, dado el hecho que nada salvo Dios es capaz de satisfacer al hombre. Por esto, la esencia de la beatitud subjetiva es la posesión de Dios y consiste en los actos de visión, amor y regocijo. El bendito ama a Dios con un amor de dos tipos; amor de complacencia por el cual ama a Dios por Sí mismo, y segundo, con el amor menos propiamente llamado, por el cual ama a Dios como la fuente de su felicidad (amor concupiscentiae). En consonancia con este amor de dos tipos, el bendito tiene dos tipos de regocijo; primeramente, el regocijo del amor en el estricto sentido de la palabra, por el cual los benditos se regocijan con la beatitud infinita que ven en Dios mismo, precisamente porque es la felicidad de Dios a quien aman y, segundo, el regocijo que emana del amor en un sentido más amplio. Estos cinco actos constituyen la esencia de la beatitud (subjetiva) o, en términos más precisos, su esencia física. En esto, los teólogos están de acuerdo. Aquí los teólogos avanzan un paso más adelante y se cuestionan si entre esos cinco actos de los benditos, hay un solo acto o, una combinación de varios actos los cuales constituyen la esencia de la beatitud en un sentido estricto. Es decir, su esencia metafísica en contra distinción a su esencia física. En general, la respuesta es afirmativa; pero, al señalar la esencia metafísica, sus opiniones son diversas. El presente escritor, prefiere la opinión de Santo Tomás de Aquino, quien sostiene que la esencia metafísica consiste en la visión sola. Porque, como ya lo hemos visto recientemente, los actos de amor y regocijo son simplemente un tipo de atributos secundarios de la visión; y esto es cierto ya sea que el amor y regocijo resulten directamente de la visión, como sostienen los Tomistas, o ya sea que la visión beatífica, por su misma naturaleza, exige una confirmación en el amor y la eficaz protección de Dios contra el pecado.

VI. BEATITUD ACCIDENTAL

Además del objeto esencial de la beatitud, las almas en el cielo disfrutan muchas bendiciones accidentales de la beatitud. Mencionaremos solo algunas:

· En el cielo, no hay ni el menor dolor o tristeza; porque toda aspiración de la naturaleza es finalmente lograda. La voluntad de los benditos está en perfecta armonía con la voluntad Divina; sienten desagrado con los pecados de los hombres, pero sin experimentar ningún dolor real.
· Disfrutan grandemente con la compañía de Cristo, los ángeles, los santos y con tantos que fueron queridos por ellos en la tierra.
· Luego de la resurrección, la unión del alma con el cuerpo glorificado será una fuente especial de alegría para los benditos.
· Obtienen gran placer de la contemplación de todas aquellas cosas, tanto creadas como posibles, las cuales, como hemos mostrado, ven en Dios, al menos indirectamente como su causa. Y, en particular, luego del juicio final, el nuevo cielo y la tierra nueva les proporcionará numerosos goces (Ver JUICIO GENERAL)
· Los benditos se regocijan con la gracia santificante y las virtudes sobrenaturales que adornan sus almas; y cualquier carácter sacramental que puedan tener se suma a su deleite.
· A los mártires, doctores y vírgenes les son otorgados deleites muy especiales, pruebas especiales de victorias logradas en tiempos de prueba (Apoc., vii, 11 sgtes.; Dan., xii, 3; Apoc., xiv, 3 sgtes.) Por esto, los teólogos hablan de tres coronas particulares, aureolas o gloriolas, por las cuales estos tres tipos de almas benditas son accidentalmente honradas por sobre el resto. Aureola es un diminutivo de aurea, es decir aurea corona (corona de oro) (Cito Santo Tomás, Sup: 96)

Dado que la felicidad eterna es llamada metafóricamente un matrimonio del alma con Cristo, los teólogos también hablan de las gracias nupciales de los benditos. Ellos distinguen siete de estos dones, cuatro de los cuales pertenecen al cuerpo glorificado – luz, impasibilidad, agilidad, sutileza (ver RESURRECCIÓN); y tres al alma – visión, posesión, y regocijo (visio, comprehensio, frutio.) Sin embargo, en la explicación dada por los teólogos de los tres dones del alma encontramos poca conformidad. Podemos identificar el don de visión con el hábito de la luz de la gloria, el don de posesión con el habito de aquel amor en un sentido mas amplio que ha encontrado en Dios, la realización de sus deseos, y el don de regocijo lo podemos identificar con el hábito del amor propiamente llamado (halitus caritatis) el cual deleita el estar con Dios; Bajo este punto de vista, estos tres hábitos infusos podrían ser considerados simplemente como ornamentos de la belleza del alma (Cito. Santo Tomás, Sup: 95)

VII. ATRIBUTOS DE LA BEATITUD.

Existen varios grados de beatitud en el cielo que corresponden a la variedad de grados en los méritos. Esto es dogma de fe, definido por el Concilio de Florencia (Denz, n. 693 – antigua ed. N. 588.) La Biblia nos enseña esta verdad en muchos pasajes (por ejemplo, donde sea que habla de la felicidad eterna como premio) y los Padres la defienden contra lo ataques herejes de los Jovinianos. Es verdad que, de acuerdo a Mateo xx, 1-16, cada trabajador recibe una moneda; pero a través de esta comparación, Cristo solamente enseña que, aunque el Evangelio fue primero predicado a los Judíos, sin embargo, en el Reino de los Cielos no hay distinción entre Judíos y Gentiles, y que nadie recibirá un mejor premio basado solo en el hecho de ser hijo de Judá. Los varios grados de beatitud no se limitan a las bendiciones accidentales, pero que se encuentran primero y más que nada en la visión beatífica misma. Porque, como ya lo hemos señalado, la visión también, admite grados. Estos grados esenciales de beatitud son, como Suárez observa con justicia (“De beat.” D. Xi, s.3, n.5) esos tres tipos de fruto que Cristo distingue cuando Él dice que la palabra de Dios produce treinta frutos, en algunos sesenta, en algunos cientos de veces (Mateo XIII, 23). Y es solo una mera acomodación del texto que Santo Tomás (Sup: 96. aa.2 y sgtes) y otros teólogos aplican para explicar los diferentes grados en la beatitud accidental merecida por personas casadas, viudas y vírgenes.

La felicidad del cielo es esencialmente inmutable; aún así admite algunos cambios accidentales. Por esto, podemos suponer que los benditos experimentan una alegría especial cuando reciben mayor veneración de los hombres en la tierra. En particular, no está excluido un cierto crecimiento en conocimiento por experiencia; por ejemplo, a medida que pasa el tiempo, pueden ser del conocimiento de los benditos nuevas acciones libres de los hombres, o la observación y experiencia personal puede arrojar nueva luz sobre cosas que ya se saben. Y luego del ultimo juicio, la beatitud accidental será aumentada en la unión del alma con el cuerpo, y de la visión de un Nuevo cielo y tierra.

JOSEPH HONTHEIM
Traducido por: Carolina Eyzaguirre Arroyo.

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Fuente: Enciclopedia Católica