COMUNICACION

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En sentido general es proceso humano por el cual se transmite un mensaje o contenido desde un emisor que lo elabora (lo genera, lo codifica y lo emite) a un receptor que lo acoge e interpreta (lo capta, lo descodifica, lo interpreta).

Detrás de esta expresión general, se halla multitud de teorí­as e explicaciones y diversidad de modos y campos en los que se da la comunicación: lineal, radial; verbal, no verbal; individual, colectiva; eclesial o no eclesial; racional o informativa, afectiva o emocional.

La comunicación es un hecho radicalmente humano, aunque en sus formas primarias existe en la naturaleza animal.

El hombre es consciente de su capacidad de comunicar (lenguaje y lenguajes), de su dominio del mensaje que emite (control de su modo y de su contenido), de la respuesta que espera de aquel con quien se comunica.

En los aspectos religiosos la comunicación es un tema que debe inquietar al educador de la fe, pues es la base de toda acción educadora. Existen aspectos peculiares en esa comunicación: comunicación de Dios por la revelación y comunicación con Dios por la oración; comunicación de la fe a los hombres y comunicación desde la fe de las realidades humanas; comunicación de las doctrinas y normas religiosas y comunicación de la vida por el testimonio personal o comunitario.

(Ver Lenguajes)

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

No hay verdadera comunicación entre las personas fuera de esa realidad de la cual, en la cual y para la cual el hombre y la mujer han sido creados, es decir, el misterio del Padre, del Hijo y del Espí­ritu Santo, su amor mutuo, su diálogo ininte rrumpido. Dios crea al hombre a su imagen y semejanza, y toda criatura humana lleva en sí­ la impronta de la Trinidad que la ha creado. Dicha impronta se manitiesta también en la capacidad y necesidad de comunicarse con los demás. El relato de la venida del Espí­ritu Santo sobre los apóstoles y de su consiguiente capacidad de expresarse y de hacerse entender en todos los idiomas, superando así­ la confusión lingüí­stica de Babel, es uno de los retratos más eficaces del don de la comunicación que Dios otorga a su pueblo, Y el don del Espí­ritu Santo en Pentecostés suscita así­ una extraordinaria capacidad comunicativa, vuelve a abrir los canales de comunicación que se habí­an interrumpido en Babel y restablece la posibilidad de una relación sencilla y auténtica entre los hombres en el nombre de Cristo Jesús. La comunicación de Dios, que se realiza en la alianza, suscita un pueblo que es el resultado de dicha acción divina. De lo cual se deduce que los agrupamientos humanos envueltos por el flujo comunicativo divino (familia, comunidad, pueblo, comunidad de pueblos, Iglesia) son lugares privilegiados para la comunicación humana y están garantizados y sostenidos por la gracia del misterio de Dios, que los mueve a ser canales de comunicación auténtica entre los hombres.

Carlo Marí­a Martini, Diccionario Espiritual, PPC, Madrid, 1997

Fuente: Diccionario Espiritual

1. CIENCIA EN RELACIí“N CON LA . Hablar de la comunicación significa centrar inmediatamente la atención en el hombre, puesto que se reconoce universalmente el hecho de que comunicar es una realidad intrí­nseca y determinante de la naturaleza humana. El hombre no puede prescindir de la comunicación, lo mismo que no puede prescindir de su relacionalidad. Para realizarse en cuanto hombre, para crecer en todos los sentidos, tiene necesidad de objetivar de alguna manera sus propios pensamientos y sus propias decisiones, de poner en común y de verificar con los demás la validez de sus intuiciones. Si no fuese posible la comunicación, no serí­a posible el progreso y todos los hombres se quedarí­an bloqueados en sí­ mismos y en su propia estaticidad. Podemos, sin más, definir la comunicación como una especie de instinto relacionado con el de la socialización, un instinto que lleva al hombre a la búsqueda de una vida comunitaria como dimensión existencial. Pero al mismo tiempo hemos de decir que se trata también de una exigencia de tipo psicológico que le lleva a la manifestación de sus propios sentimientos, de tal forma que provoque una respuesta a la expresión de su profunda necesidad de ser amado y que le hace pedir ayuda a sus semejantes en el momento en que se da cuenta de que es posible adquirir aquella experiencia no vivida en primera persona y de que puede establecerse una conexión con el pasado con vistas a la creación para el futuro.

Por eso la comunicación ha estado siempre presente en la historia, desde el mismo momento en que aparece el hombre, como condición de posibilidad de realización de la historia misma, y por tanto de posibilidad de mejora y de desarrollo. Pero hasta el siglo xvi de nuestra era, a pesar de la variedad de los medios y de las formas de comunicación, ésta era sumamente limitada en sus posibilidades debido a la lentitud de la difusión. Se dio un giro decisivo con la invención de la imprenta, que hizo más precisa y más veloz la transmisión de los mensajes y multiplicó la posibilidad de difusión. Pero sobre todo en los últimos años el ritmo de desarrollo de los medios de comunicación ha llegado a ser vertiginoso y las distancias han dejado de constituir un problema para el hombre. El mundo de hoy es un mundo profundamente impregnado de la conciencia de la comunicación, y los desarrollos cada vez más rápidos en el ámbito de las comunicaciones no están ya solamente en función del progreso cientí­fico tecnológico, sino que están dictados por unas exigencias cada vez mayores de evolución que se originan en el orden social, cultural, psicológico y espiritual, ya que abarcan no sólo el terreno especí­fico de la palabra o de la imagen, sino todo el ámbito del obrar humano y de las realidades relacionales que lo determinan.

Por eso precisamente la teologí­a no puede ignorar el fenómeno de la comunicación. La teologí­a, en su definición clásica, indica “el estudio sobre Dios”; pero no ya sobre Dios considerado en sí­ mismo y separado de lo que constituye el destino del mundo y del hombre, sino sobre Dios en estrecha relación con el ser vivo y con su existencia en el mundo. Por eso mismo se interesa por el hombre en cuanto ser social que se pone en camino hacia un progreso y una promoción que sean imágenes manifiestas de la llegada del reino; en el que la fe y la caridad no sean dimensiones vagas, sino realidades concretas y visibles. En este sentido, la teologí­a no puede dejar de ocuparse de algunas disciplinas como la sociologí­a, las ciencias polí­ticas, las ciencias económicas y la misma historia. Además, al interesarse por el hombre como ser espiritual dotado de una propia dimensión interior, que crece y se realiza en la praxis evangélica y en la oración, se apoya en su búsqueda en ciencias como la psicologí­a, la antropologí­a, la filosofí­a.

Es una ciencia que se dirige al hombre, y que por eso mismo tiene que ponerse y estructurarse a su medida y reflexionar sobre las problemáticas que más le preocupan, ofreciéndole propuestas y alternativas válidas, y sobre todo estructurando su pensamiento -en las categorí­as que suele utilizar el hombre moderno. De lo contrario, su discurso resultarí­a vací­o. Pero la teologí­a no es sólo mero interés intelectual en donde el estudioso ejerce su reflexión, sino que es al mismo tiempo tensión hacia la práctica y conexión í­ntima con el discurso salví­fico, advirtiendo la urgencia evangélica de transmisión y de difusión a la humanidad de su mensaje. Y en este sentido la teologí­a presupone e implica una reflexión sobre la comunicación y hace referencia a aquella ciencia que se define como “ciencia de la comunicación”. Todo esto se ha planteado de forma más clara y definida tras aquel momento grandioso de reflexión sobre los problemas del hombre de hoy que se desarrolló en el contexto del concilio Vaticano II.

Hoy el teólogo no puede ignorar la conexión con esta ciencia, ya que es cada vez más consciente de la importancia del hecho de que en el discurso cristiano hay una estructura de base comunicativa. En efecto, si por comunicación definimos, en lí­neas generales, el proceso por medio del cual un emitente enví­a una información, con una intención (más o menos consciente), a un receptor que la acoge y la recibe, tendremos ya desde una primera mirada superficial algunos puntos de contacto estructurales muy concretos entre las dos disciplinas. En efecto, tanto en la ciencia de la comunicación como en la teologí­a podemos hablar de emitentes (Dios, apóstoles, fieles…) que producen unos mensajes codificados, por medio de los cuales transmiten ciertas informaciones que tienen la finalidad de convencer, de cambiar algo en la realidad personal del que las recibe. Tanto en una disciplina como en la otra están presentes unos receptores que, una vez realizada la operación de descodificación y de comprensión, tienen una reacción de feed-back. Tanto en una disciplina como en la otra se determina una actitud que define y cualifica la relación entre emitente y receptor en la creación de ciertos ví­nculos, aunque sea a niveles mí­nimos. Y es además innegable el hecho de que la teologí­a en cuanto ciencia se compromete a sí­ misma en un proceso de comunicación en la transmisión de la posibilidad de la experiencia de Dios a los demás hombres, abriéndolos a la dimensión comunitaria en la estructuración de los contenidos de fe en orden a la difusión del mensaje salví­fico en el tiempo y en la presentación de los resultados de la propia reflexión.

Si la teologí­a, en general, no puede ignorar las relaciones con la ciencia de la comunicación, mucho menos podrá hacerlo la teologí­a fundamental, que se caracteriza como disciplina de frontera, es decir, como apertura a aquellos aspectos culturales que, a pesar de no tener una matriz teológica especí­fica, tienen luego, de hecho, una influencia notable en el terreno teológico. Además, la teologí­a fundamental tiene como objeto el estudio de la 1 revelación, no sólo como un hablar de Dios a los hombres, y por tanto como conocimiento de la comunicación de los deseos divinos, sino también como necesidad humana de transmitir y de compartir con los demás hombres su propio ser en diálogo con lo divino, así­ como las consecuencias que esta experiencia produce en la propia vida. La revelación no es fin de sí­ misma, sino que quiere ser transmitida a todos los hombres de todos los tiempos; pero si se quiere que esa “comunicación” ocurra efectivamente, no se puede prescindir de tener en cuenta las exigencias del hombre en cuanto ser comunicativo, especialmente hoy, cuando estas exigencias son tan numerosas y complejas. Estamos también en un contexto comunicativo cuando hablamos de respuesta de fe y de testimonio. En efecto, la fe es adhesión silenciosa y personal en la intimidad de las opciones de la propia conciencia, pero también tiene necesidad de nutrirse de una dimensión externa que exprese apertura, testimonio, compartir con el prójimo,
Por eso es importante en esta perspectiva el análisis, por ejemplo, del lenguaje religioso en general y del cristiano en particular a la luz de los progresos hechos por la ciencia de las comunicaciones, o el análisis de las diversas posibilidades de trasmisión del mensaje evangélico a través de los medios de comunicación social, de las categorí­as lógico-lingüí­stico-visuales que utilizan los mass-media, del grado de incidencia que tienen en nuestra manera de pensar y de hablar y de las modificaciones que su utilización cada vez más difundida introduce en la cultura moderna a nivel de formación y de expresión. Efectivamente, hay que tener en cuenta el hecho de que el evangelio nació en un ambiente que nos resulta culturalmente extraño, y que por tanto hay que intentar, en la medida de lo posible, una constante re-definición de sus relaciones con la realidad y la transferencia de los contenidos evangélicos a aquellas formas lingüí­sticas y expresiones artí­sticas que estén más en consonancia con la comprensión del hombre del siglo xx. Al mismo tiempo, hay que valorar atentamente la posibilidad de una utilización de los medios de comunicación social para la transmisión del mensaje cristiano y de la de un uso nuevo de los medios tradicionales de comunicación, dei tal manera que el mensaje se haga plenamente receptible en el ámbito de nuestro tiempo, teniendo en cuenta el hecho de que las nuevas técnicas de comunicación engendran continuamente nuevos sí­mbolos, crean nuevos modos de aprovechamiento de las imágenes y sonidos y, al mismo tiempo, dan vida a nuevas formas de estructuras polí­ticas y económicas y, dentro de ellas, a nuevas formas de manipulación, explotación y sujeción del hombre. Todas éstas son forman contra las que el cristiano está llamado a luchar dentro del ámbito del seguimiento evangélico.

La teologí­a fundamental no puede permanecer pasiva frente a todo este fermento; no puede menos también de enfrentarse con la problemática de cómo expresar hoy en ese contexto la verdad divina y con la cuestión del modo de transmitir la revelación, de la que la Iglesia es heredera y custodio. Más aún: la teologí­a fundamental tiene la tarea precisa de enfrentarse con el problema de la comunicación y con el de la influencia que engendran en el hombre los cambios en este sector, preguntándose hasta qué punto pueden incidir los diversos sistemas de información en las creencias individuales, de qué manera se puede proponer al hombre de hoy la analogí­a de la comunicación trinitaria como modelo ideal de comunicación al que pueden referirse las comunicaciones, y a Cristo como modelo. de “perfecto comunicador” para todos los hombres en el proceso por el que se establecen las relaciones con el prójimo.

En este sentido decimos que hoy es necesario que la teologí­a fundamental se abra al diálogo y a la colaboración con la ciencia de la comunicación. Se han dado ya numerosos pasos en esta dirección; sin embargo, sólo estamos en los comienzos de un camino que se presenta largo y difí­cil, pero al mismo tiempo rico en estí­mulos y en posibilidades para la investigación teológica.

BIBL.: ANTONCICH R., Reflexión de la fe y medios de comunicación, en “Boletí­n Informativo MCS” 73 (1977); ARANGUREN J.L.L., La comunicación humana, Madrid 1967; BARAGLI E. Comunicazione, comunione e chiesa, Roma 1967; ID, Inter mirifica, Roma 1969; BARTOLINI B., Evangélisation et communication audiovisuelle, en “Lumen Vitae” 33 (1978) 163-178; BERNARD C., Théologie symbolique, Parí­s 1978; CAcucci F., Teologie dell fmmagine, Roma 1971; DfAZ S., Mass-media e annuncio evangelico, en “Rassegna di Teologia” 4 (1973); DUBOis-DUMEE J.P., An Approch to the Problem of Communication, en “Lumen Vitae” 33 (1978) 13-26; FLICK M. ja AL$ZEGHY Z., L évangelizzazione come comunicazione, en Evangelization, Roma 1975; KGRFIAS M., Comunicación, en Diccionario de sociologí­a, Paulinas, Madrid 1986; THIBAULTLAULAN A. M., Le langage de l image, Parí­s 1971.

C. Carnicella

2. RELACIí“N DE REVELACIí“N ENTRE DIOS Y EL HOMBRE. La revelación es comunicación entre Dios, que sale de su misterio, y el hombre, que se salva y se transforma en el diálogo de amor. Pero se trata de un proceso comunicativo tan complejo y tan articulado que no es una casualidad que el concilio Vaticano lI haya usado el término “economí­a” para definirlo.

Cuando se habla de comunicación, habrí­a que decir que desde el punto de vista técnico no serí­a posible una comunicación entre Dios y el hombre, ya que se trata de dos niveles no sólo completamente distintos, sino incluso infinitamente lejanos entre sí­. Sin embargo, Dios supera esta dificultad a priori y no sólo se dirige al hombre, sino que lo hace usando todos los caminos posibles que ofrecen las estrategias comunicativas humanas; ya desde el perí­odo veterotestamentario se observa con claridad cómo la revelación se lleva a cabo con unas estructuras comunicativas determinadas que no surgen por voluntad humana, sino que responden a una intención divina concreta. En efecto, es Dios el que se hace presente en la historia con una infinidad de medios y se ofrece simultáneamente como objeto de pensamiento, de lenguaje y de experiencia. Los hebreos expresaron muy incisivamente esta función emitente de Dios en la fórmula de autopresentación y se dieron perfectamente cuenta de que no se trataba de una comunicación realizada en niveles impersonales y abstractos, sino de un Dios que “hablaba” con los hombres, dándoles a conocer sus planes, definiendo con ellos sus modalidades operativas, haciendo promesas, amenazando, anunciando gozo o castigo… Se trata de un Dios que usaba un único código, que podí­a asumir la multiformidad expresiva de resonancias infinitas. Efectivamente, hablamos de “palabra de Dios”, pero en sentido analógico; es una palabra distinta de todas las palabras humanas; se presenta como palabra plurisensorial, que se dirige a los sentidos fí­sicos del hombre, pero también a los interiores; de una palabra que logra manifestarse también bajo la forma de elementos fí­sicos: el trueno, el rayo, el viento, el fuego…; de una palabra que revela, pero al mismo esconde y que no puede ni mucho menos reducirse a unos simples significados de comunicación verbal como palabra “engendradora” no sólo de significados, sino también de cosas y acontecimientos, y que es al mismo tiempo imagen, visón, sentimiento, encuentro…, acción que irrumpe en la historia y forja irrevocablemente su curso” definiendo así­ la voluntad del emitente y las coordinadas que el receptor tiene que adoptar para entrar en sintoní­a con él. Y esto aparece con claridad en el momento en que las palabras y las acciones se funden mutuamente en la manifestación de todo aquel complejo semiótico que determina el dinamismo de evolución del plan divino de salvación y de aquellos signos en particular que marcan sus etapas fundamentales e iluminan luego los momentos de la vida cotidiana, revistiéndolos de un nuevo significado.

Pero para que pueda establecerse efectivamente esta comunicación, habrá que interpretar, correctamente el código; y le corresponde al hombre hacer este trabajo de decodificación. No se trata de un trabajo sencillo, ya que el mensaje divino es único en su género Y el código en que se expresó no tiene parámetros de comparación.

Además, la verdadera finalidad de la comunicación no es la de transmitir unas simples informaciones, sino la de pedir al hombre una adhesión total a la voluntad divina; por eso el hombre, inserto en el proceso comunicativo, se hace capaz no sólo de comprender las intenciones según las cuales se mueve el plan divino, sino también de asumir la dirección vectorial del proceso y de convertirse a su vez en emitente en el diálogo con él dentro de una relación de fidelidad que va más allá de las situaciones humanas, siendo así­ protagonista efectivo de su propia historia personal y de la historia del mundo.

Lo que en el AT era el Dios que comunicaba en la impenetrabilidad de su misterio, en el NT pasa a ser el Dios encarnado que se encuentra con el hombre “cara a cara”, superando así­ el desnivel de la naturaleza diferente en una comunicación que no desea dejar ningún espacio a las incertidumbres: el emitente y el receptor se encuentran ahora en las mismas coordenadas espacio-temporales. Por eso podemos decir que Cristo es el perfecto comunicador, ya que en él encontramos concentrada y realizada la imagen de la posibilidad de actuación de la comunicación ideal, aquel ideal en que se inspira toda comunicación humana: la entrega al otro, no sólo en la expresión de las propias ideas y sentimientos, sino de la propia totalidad en una compenetración de amor tan grande que no quede lugar a equí­vocos. En esta dinámica, Cristo no es sólo el que trae el mensaje de Dios, como en el caso de los profetas, sino que es mensaje mismo que se hace concretamente visible revistiéndose de carne y asumiendo los rasgos humanos. Por eso decimos que estamos frente a una comunicación única e irrepetible, ya que los elementos que constituyen el proceso comunicativo, en vez de dispersarse en la diversidad de funciones, asumiendo así­ los riesgos de las posibilidades de perturbación del proceso, como ocurre en las comunicaciones entre los hombres, convergen y se condensan en un único acto, en el que se sigue perfectamente el ritmo triádico de la voluntad trinitaria, pero en perfecta sincroní­a de voluntades e intenciones.

La palabra humana, ontológicamente, se configura como dinamismo. Se trata de un dinamismo que se despliega en varios niveles: en primer lugar, como toma de conciencia del propio ser y del propio situarse con una funcionalidad y una orientación determinadas; en segundo lugar, como dinamismo de producción, ya que es un producto humano, pero al mismo tiempo tiende a la producción de otra cosa; y en tercer lugar, como dinamismo de transformación, ya que al dirigirse a una realidad desea modificar sus aspectos, si no la realidad entera. Cristo, imagen y palabra del Dios invisible, reúne en sí­ mismo el dinamismo de la imagen y el de la palabra y los refuerza en su autoafirmación de Dios y de hombre que, incidiendo en la realidad humana, la altera en su estructura básica, convirtiéndola de una humanidad caí­da en una humanidad salvada. Lo mismo que la palabra humana no se limita simplemente a poner a los hombres en relación entre sí­, sino que también consolida y profundiza esas relaciones en lazos de alianza y de unión, así­ también la palabra de Dios une en sí­ a toda la humanidad y la recapitula con el Padre en un ví­nculo de filiación.

Los medios a través de los cuales se realiza la comunicación son los mismos que utilizan los hombres en sus comunicaciones cotidianas. Jesús se sirve de gestos, de expresiones, de maneras de obrar, del lenguaje humano…; pero usándolos de manera distinta que los demás hombres, es decir, con autoridad, con eficacia y poder, como vehí­culos de verdad. Una verdad que, a pesar de estar históricamente condicionada, no puede menos de remitir incesantemente a la verdad eterna, de la que tiene su origen y su sustancia. En este sentido, puede decirse que, a través de esta variedad de medios, se transmiten ciertos signos altamente polivalentes; hasta el punto de que, superada la barrera de la realidad exterior, pueden convertirse en claves de acceso a lo trascendente y en la posibilidad de transcodificar el lenguaje divino en categorí­as humanas, especialmente las de las palabras y acciones.

Cristo con su vida terrena y en ella no hizo más que hablarnos del amor del Padre a los hombres. Pero no nos presentó ninguna doctrina filosófica ni ninguna especulación sobre el tema, sino que su mensaje se convierte en él en una incesante realización práctica, en una manifestación concreta y visible de misericordia y de compasión con el hombre, no sólo a través de los milagros, sino en la aceptación consciente y sufrida de la muerte, en su voluntad de estar presente entre los hombres incluso después de su ascensión a los cielos con la institución de la eucaristí­a, en su empeño por no abandonar a sus discí­pulos enviando al Espí­ritu consolador y sobre todo fundando la Iglesia, por medio de la cual será posible la difusión de su evangelio a todos los hombres.

Se trata de palabras y de acciones que encuentran su cohesión interna en la persona misma de Cristo, ya que él es el Verbo y un Verbo que obra; pero al mismo tiempo no pierden nunca su especificidad ni se confunden entre sí­. Las palabras y acciones mantienen en Cristo su propia configuración autónoma hasta el momento de morir en la cruz, en donde esa tensión de relacionalidad alcanza su cima y llega al punto de “no-retorno”, es decir, a la superación de toda posibilidad, con la implosión de todas las palabras y de todas las acciones en el sacrificio supremo. El amor total de Cristo-Dios, que no tení­a absolutamente ninguna necesidad ni del sufrimiento ni de la muerte, se convierte en el punto en el que se anula toda relacionalidad y todas las relaciones quedan absorbidas en la totalidad de la entrega en la muerte del Dios inmortal.

Se trata de un proceso que alcanza otro momento cumbre en la resurrección. Lo mismo que Cristo con su entrada en la historia afirma su divinidad y su cualidad de Hijo del Padre y asienta la posibilidad de una relación comuní­cativa entre dos niveles diferentes bajando al nivel humano, así­ también con la resurrección sanciona la verdad de esas afirmaciones y recapitula esa experiencia histórica de lo divino absorbiendo en sí­ mismo a toda la humanidad y trasponiendo la posibilidad comunicativa del nivel humano al nivel divino. En ella el ser hombre de Cristo se convierte en el vehí­culo a través del cual se tiene la expresión y manifestación plena de su ser Dios, en cuanto que a la naturaleza corporal se le confiere su auténtico destino de gloria y toda la humanidad se ve asociada en un proceso de solidaridad. Con el acontecimiento “resurrección” Cristo se define para siempre como código, y al mismo tiempo como clave interpretativa del código que permite penetrar el mensaje divino, de forma que no exista ninguna posibilidad de equí­voco: Dios ha hablado con el hombre, y le toca al hombre la tarea de responder.

La confrontación con Cristo pone de manifiesto la verdadera realidad humana y sitúa a cada hombre como receptor frente a lo que es su propia realidad. Cristo dice: “Yo soy la verdad”; pero con esta afirmación se pone como criterio de verdad. El que se enfrenta con la verdad y la busca dentro de sí­ mismo se encuentra en su propia dimensión de egoí­smo y mezquindad. La reacción puede ser el rechazo claro de la verdad o la aceptación de las propias limitaciones como punto de partida para un cambio interior. Aceptar la verdad significa insertarse en un contexto de liberación. Sin embargo, a pesar de ser Cristo el “perfecto comunicador”, la comunicación con el hombre no es todaví­a perfecta. Existe lo que en términos técnicos se designa como “rumor” (perturbación en la comunicación). El rumor proviene del hombre y consiste en el miedo al riesgo, en el egoí­smo, en la incapacidad de ponerlo todo en discusión, en la búsqueda del placer, del dinero, del éxito…, en la necesidad de querer siempre signos para creer y en no querer creer ni siquiera frente a ellos.

La comunicación perfecta entre Dios y el hombre sólo podrá realizarse en un contexto escatológico. La economí­a de la revelación en la historia no tendrí­a ningún sentido si Dios no se propusiese comunicarse con el hombre en la plenitud escatológica. Efectivamente, le corresponde a su naturaleza el sentido de la perfección, ponlo que no es posible pensar en un proceso parcial y fragmentario. Una vez empezada la comunicación con el hombre, Dios la lleva adelante hasta su realización final. En este contexto la palabra de Dios se hará presencia y se dará el reconocimiento definitivo en la visión in lotum. Esto no significa conocimiento total de Dios, sino encuentro y reconocimiento del misterio en cuanto tal y al mismo tiempo en cuanto fuente continua de novedad. Y será precisamente esta posibilidad de un descubrimiento siempre nuevo en el diálogo divino la condición de posibilidad de la comunicación perfecta. En efecto, si se agotasen los contenidos de la comunicación, ésta no tendrí­a ya ningún sentido. Serí­a una pura y mecánica repetición de algo ya asimilado. Cesarí­a toda posibilidad de “productividad” y de progreso en las relaciones mutuas. Por el contrario, la comunicación escatológica será una fuente de progreso inagotable hacia el descubrimiento incesante de Dios, de su inmensidad y de su amor.

En este contexto, la comunicación con Dios coincidirá plenamente con la visión de Dios y quedará anulada toda distancia entre Dios y el hombre en la globalidad del acto, según una estructura dialógica incesante que conducirá cada vez más profundamente a la gloria divina y al conocimiento cada vez más claro del misterio de Dios, del mundo y del hombre. La relación hombre-Dios se forjará según las mismas modalidades por las que están en diálogo las personas de la Trinidad: un diálogo que engendra-dinamismo y comunión de amor y en el que el hombre está llamado a participar. Aquella potencialidad de relación, aquella necesidad desgarradora que guiaba a cada uno de los hombres a la búsqueda del otro en la comunicación será plena y total en el contexto escatológico y encontrará su realización en la relación con Dios, con el mundo y con los demás hombres.

La capacidad del entendimiento humano, en perfecta sincroní­a con la esfera emocional-sensitiva, podrá alcanzar directamente la verdad en la visión y renovar eternamente su adhesión de fe a Dios. Y este momento no será únicamente el momento de la realización de la comunión perfecta con Dios, sino también el de la realización de la comunión perfecta entre todos los hombres. Cada uno de los seres humanos podrá tener delante de sí­ la esencia de los demás hombres y conseguirá leer en ella, reconociendo de este modo el reflejo del misterio divino que anima a los otros, comprendiendo que se trata del mismo movimiento de búsqueda de plenitud que habí­a animado su vida terrena, pero sin que haya ya nada que pueda impedir el encuentro. De este modo, en la comunicación escatológica cada hombre se realizará plenamente a sí­ mismo; no puede querer otra cosa, no puede desear otra cosa y no tiene necesidad de otra cosa más que de alimentarse de esta comunicación de amor infinito.

BIBL.: ARENs E., Towards a Theological Theory of communicative action, en “Media Development”28(1981) 12-16; BARTHOLOMAUS W., La comunicación en la Iglesia, en “Conc.” 131 (1978) 124-137; CAIRD G., The Language and Imagery of the Bible, Londres 1980; COPRAY N., Kommunikation und Offenbarung. Philosophische und Theologische Auseinandersetzungen auf dem Weg zu einer fundamentaltheorie den Menschlichen Kommunikation, DOsseldorf 1983; COLLECT G., Communication and Freedom: Reflections on the Task of the Church, en “Media Development” 28 (1981) 37-38; CHAPPUIS J.M., Christology as Basisfor Communication Studies, en “Media Development” 28 (1981)
C. Carnicella

LATOURELLE – FISICHELLA, Diccionario de Teologí­a Fundamental, Paulinas, Madrid, 1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Fundamental

En las tierras bí­blicas de la antigüedad se emplearon distintos medios para transmitir la información y las ideas. Las noticias cotidianas, tanto locales como extranjeras, solí­an comunicarse de palabra. (2Sa 3:17, 19; Job 37:20.) Los viajeros contaban noticias de lugares distantes cuando se detení­an en las ciudades o en puntos de las rutas de caravanas para conseguir alimento, agua y otras provisiones. La posición singular que ocupaba la tierra de Palestina con relación a Asia, ífrica y Europa la convertí­a en un lugar de paso de gente procedente de lugares lejanos, de modo que sus residentes podí­an obtener con facilidad información de acontecimientos importantes de paí­ses extranjeros. Las noticias nacionales y extranjeras por lo general podí­an oí­rse en la plaza del mercado de las ciudades.
Para la comunicación a corta distancia solí­an utilizarse señales acústicas o visuales, o también la palabra. (Jos 8:18, 19; 1Sa 20:20-22, 35-39.) Después que Israel salió de Egipto, se le mandó a Moisés que hiciera dos trompetas de plata para comunicar diferentes mensajes. Los sacerdotes aarónicos tocaban estas trompetas para convocar asambleas, reunir a los principales, levantar ordenadamente el campamento o emitir una llamada de guerra. (Nú 10:1-10.) Gedeón tocó el cuerno como señal para que sus hombres empezaran la victoriosa batalla contra Madián. (Jue 7:18-22; véanse CUERNO; TROMPETA.)
Se solí­a emplear a corredores para enviar mensajes orales o escritos oficiales. (2Sa 18:19-32.) El rey Ezequí­as envió a corredores con cartas por todo Israel y Judá a fin de convocar al pueblo para celebrar la Pascua en Jerusalén. (2Cr 30:6-12.) Los correos que estaban al servicio del rey persa Asuero utilizaron rápidos caballos de postas para distribuir el contradecreto real que desbarató el ardid de Hamán de aniquilar a todos los judí­os del Imperio persa. (Est 8:10-17.) La mayorí­a de los gobernantes de la antigüedad utilizaron cartas y documentos para una administración efectiva. Dependiendo del lugar y el tiempo, para estos documentos solí­an usarse tablillas de arcilla, papiro y pieles de animales. Los arqueólogos han encontrado muchos comunicados oficiales y documentos comerciales antiguos. Los heraldos proclamaban decretos reales. (Da 3:4-6.) Por supuesto, los particulares no pertenecientes al gobierno también usaban los mensajeros. (Véanse CORREOS; HERALDO; MENSAJERO.)
La comunicación nacional o internacional dependí­a fundamentalmente de los caminos y calzadas. En Israel y Judá habí­a buenos caminos, que se conservaban en buen estado. Tiempo después, los romanos construyeron una red de carreteras que uní­a Roma con todas las partes del imperio, lo que facilitaba la comunicación oficial y el traslado de las tropas. Cuando Jesucristo estuvo en la Tierra, estas carreteras estaban muy transitadas. Los cristianos, en especial Pablo y sus compañeros misioneros, las usaron cuando viajaron por Asia Menor y Europa para fundar congregaciones cristianas y en sus visitas posteriores a esas comunidades de creyentes.
Las comunicaciones oficiales y las noticias generales se mandaban también en los barcos que surcaban el mar Mediterráneo. El gobierno romano utilizó barcos en algunas ocasiones (normalmente en verano) para enviar mensajes oficiales, pero parece ser que la mayor parte de los mensajes se transmití­an por rutas terrestres, pues eran más seguras.
Los romanos pusieron en marcha un servicio de correos estatal, pero solo para comunicados oficiales. La gente común tení­a que mandar sus cartas mediante conocidos. Cuando el cuerpo gobernante de Jerusalén resolvió la cuestión de la circuncisión, comunicó su decisión a las congregaciones mediante una carta enviada de manera directa y personal. (Hch 15:22-31.) Este también fue el caso de algunas cartas inspiradas, como la que Pablo escribió a los cristianos de Colosas, que llevaron en persona Tí­quico y Onésimo. (Col 4:7-9; véase CARTAS.)
Jehová es un Dios comunicativo, y ha reconocido la necesidad que tiene su pueblo de disponer de comunicación escrita. El mismo fue responsable de la escritura de los Diez Mandamientos sobre tablas de piedra. (Ex 31:18.) Por inspiración divina, varios hombres hebreos fieles (empezando con Moisés en 1513 a. E.C.) pusieron por escrito las comunicaciones de Jehová.

Fuente: Diccionario de la Biblia