CRUZ

v. Madero
Mat 10:38; Luk 14:27 el que no toma su c y sigue
Mat 16:24; Mar 8:34 niéguese a sí .. y tome su c
Mat 27:32; Mar 15:21 obligaron a que llevase la c
Mar 10:21 te falta .. ven, sígueme, tomando tu c
Mar 15:30 sálvate a ti mismo, y desciende de la c
Luk 9:23 niéguese .. tome su c cada día, y sígame
Joh 19:17 él, cargando su c, salió al lugar llamado
1Co 1:17 para que no se haga vana la c de Cristo
1Co 1:18 la palabra de la c es locura a los que se
Gal 5:11 tal caso se ha quitado el tropiezo de la c
Gal 6:12 no padecer persecución a causa de la c
Gal 6:14 gloriarme, sino en la c de nuestro Señor
Eph 2:16 mediante la c reconciliar con Dios a
Phi 2:8 obediente hasta la muerte, y muerte de c
Phi 3:18 que son enemigos de la c de Cristo
Col 1:20 la paz mediante la sangre de su c
Col 2:14 quitándola de en .. y clavándola en la c
Heb 12:2 sufrió la c, menospreciando el oprobio


Cruz (heb. êts, “árbol”; gr. staurós, “estaca”, “palo”, “cruz”). Poste enterrado en la tierra en posición vertical, a menudo con un trozo perpendicular a él, en su parte superior, para formar una T o una cruz. La crucifixión* era un método caracterí­stico de ejecución romana. Sin embargo, nunca se aplicaba a ciudadanos romanos, pues esta forma de castigo se reservaba para las personas más despreciadas: los esclavos, los peores criminales y los no romanos. Al someterse a esa forma de muerte, Cristo se humilló hasta lo sumo (Phi 2:8). Sobre todos los crucificados se pronunciaba una maldición (cf Deu 21:23; Gá. 3:13). Parece que este modo de ejecución fue introducido en Palestina por Antí­oco Epí­fanes c 165 a.C. La lenta muerte en la cruz era verdaderamente horrenda, porque las ví­ctimas seguí­an viviendo muchas horas, y a veces hasta varios dí­as. Entre los judí­os, la forma más corriente de ejecución era el apedreamiento, aunque también existí­a la posibilidad del ahorcamiento o del empalamiento de los cuerpos muertos sobre una viga o un árbol para exponerlos a la vergüenza pública (Dt, 21:22, 23). El Salvador habló de la cruz como de un sí­mbolo de sacrificio propio (Mat 10:38; 16:24). Como lo proclamaron los apóstoles, el evangelio estaba centrado en la crucifixión y resurrección de nuestro Señor (1Co 2:2; etc.), y con Pablo la cruz llegó a ser un término abarcante para hablar del mensaje de salvación mediante Cristo (1Co 1:18; Gá. 6:14; Phi 3:18; Col 1:20). “Y yo, si fuere levantado de la tierra -dijo Jesús-, a todos atraeré a mí­ mismo” (Joh 12:32). 141. Cruz estucada con lo que parece ser un reclinatorio para orar enfrente de ella. Se la descubrió en 1939 en una casa de Herculano, vivienda que fue destruida en el 79 d.C. por efectos de la erupción del volván Vesubio. Una de las cruces aparentemente cristianas más tempranas que se haya encontrado hasta ahora es la que se grabó en la pared estucada de una casa de Herculano, descubierta en 1939. Debajo de ella hay un pequeño gabinete de madera que se cree haya sido un reclinatorio para orar o un altar (fig 141). Otras cruces antiguas fueron grabadas en osarios (receptáculos para los huesos), tal vez cristianos, en Jerusalén. Véanse Ahorcar; Barrabás; Clavo. Bib.: FJ-AJ xii.5.4.

Fuente: Diccionario Bíblico Evangélico

(gr., stauros). Sus usos bí­blicos incluyen:
( 1 ) el instrumento de tortura hecho de madera,
( 2 ) la cruz como una representación simbólica de redención y
( 3 ) muerte en la cruz, o sea, crucifixión. La palabra se deriva del lat. crux. La cruz de madera existí­a en cuatro diferentes formas:
( 1 ) la crux immisa, el tipo generalmente presentado en arte, en la cual el madero vertical se extiende sobre el madero que forma la cruz, que tradicionalmente se considera la forma de cruz en la cual Jesús sufrió y murió;
( 2 ) la crux commissa o †œCruz de San Antonio† en la forma de la letra †œT†;
( 3 ) la cruz griega, en la cual los maderos vertical y horizontal de la cruz son de igual tamaño; y
( 4 ) la crux decussata o †œCruz de San Andrés†, en la forma de la letra †œX†.

La crucifixión era una de las formas más crueles y bárbaras de muerte conocidas al hombre. Se practicaba, especialmente en tiempos de guerra, por los fenicios, cartagineses, egipcios y más tarde por los romanos. Era tan pavorosa que, incluso en la era precristiana, los cuidados y dificultades de la vida se comparaban con frecuencia a una cruz. La agoní­a de la ví­ctima crucificada la causaba
( 1 ) el carácter doloroso pero no fatal de las heridas infligidas,
( 2 ) la posición anormal del cuerpo, que el más ligero movimiento causaba tortura adicional y
( 3 ) la fiebre traumática inducida por estar colgado durante un perí­odo tan largo de tiempo.

En 1Co 1:17, la predicación (kerygma) de la cruz se manifiesta como la divina locura en contraste con la sabidurí­a terrenal. En Eph 2:16 se presenta como el medio de reconciliación. En Col 1:20 la paz se ha efectuado a través de la cruz. En Col 2:14 los castigos de la ley han sido removidos del creyente por la cruz. El hecho de que Pablo, siendo un romano, para quien uno crucificado era objeto de desprecio (1Co 1:17), y como un hebreo piadoso, para quien alguien colgado era maldito (Gal 3:13), llegó a gloriarse (Gal 6:14) en la cruz serí­a uno de los absurdos de la historia si no fuera por el hecho de que el Apóstol reconocí­a al Crucificado como el Cristo de Dios (Gal 2:20).

¿Cuál fue la razón fí­sica de la muerte de Cristo? Recientes estudios médicos han buscado una respuesta a la cuestión. Cuando a una persona se le suspende por sus dos manos, la sangre rápidamente se va hacia las extremidades inferiores del cuerpo. Dentro de los seis a 12 minutos siguientes, la presión sanguí­nea ha bajado a la mitad, en tanto que el pulso se ha duplicado. Al corazón se le priva de sangre y el desmayo sigue. La muerte durante la crucifixión se debe a la falla del corazón. Las ví­ctimas de crucifixión generalmente no sucumben por dos o tres dí­as. Se apresuraba la muerte mediante el †œcrucifragio† o rompimiento de las piernas. Pero cuando llegaron a Jesús, como le vieron ya muerto, no le quebraron las piernas (Joh 19:33).

a veces se encendí­a un fuego bajo la cruz para que el humo sofocara a la ví­ctima.

Entre los judí­os, un tipo de poción estupefaciente fue preparada por las piadosas mujeres de Jerusalén, bebida que Cristo rechazó (Mar 15:23).

A esa clase de muerte tan cruel se humilló quien era coigual con Dios (Phi 2:5).

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

(Ver “Dolor”, “Redención”).

– Cristo muere en cruz: “Crucifixión” – Es la señal del cristiano: Mat 10:38Mat 16:24, Luc 14:26-27, 33, Jua 15:18-25, Jua 16:1-4, Jua 16:20-23, Jua 16:33.

– Predicación de la cruz.

1Co 1:17, Gal 6:11-12., todo 2 Cor.

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

http://biblia.com/diccionario/

Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

ver, CRUCIFIXIí“N

vet, Este término no figura en el AT, pero fuera de Israel la crucifixión era un suplicio común a diversos pueblos de la antigüedad. (Véase CRUCIFIXIí“N). Se ve del relato de la crucifixión que la cruz era de madera (Col. 2:14), pesada, pero que un hombre robusto podí­a portar (Mt. 27:32; Mr. 15:21; Lc. 23:26; Jn. 19:17); es por ello dudoso que tuviera las inmensas dimensiones con que aparece en ciertas representaciones artí­sticas. Era levantada antes o después de haberse fijado en ella la ví­ctima, aunque es probable que en la mayor parte de los casos fuera antes. Los tres principales tipos de cruz son: (a) La cruz llamada generalmente cruz de San Andrés, que tiene forma de X. (b) Una cruz análoga a la letra T. (c) La cruz que conocemos en forma de puñal. Es probable que la cruz de Cristo tuviera la forma del tipo (c), como comúnmente se representa artí­sticamente, por cuanto permití­a mejor que las otras la fijación, en la parte superior, de un cartel con el nombre, el tí­tulo, y el crimen del reo (Mt. 27:37; Mr. 15:26; Lc. 23:38; Jn. 19:19). Hasta la muerte de Cristo, e incluso después, la cruz suscitó el horror y la repulsión, como sucede en nuestros dí­as con el cadalso (Jn. 19:31; 1 Co. 1:23; Gá. 3:13; Fil. 2:8; He. 12:2; 13:13). Llevar la cruz significa así­ incurrir en el oprobio y las calumnias. Después de la crucifixión, los discí­pulos más ardientes asumieron una actitud totalmente diferente a este respecto. Pablo se gloriaba de la cruz de Cristo (Gá. 6:14), lo que significaba, para el apóstol, el perdón de los pecados gracias a Cristo, la muerte y resurrección con El (Ef. 2:16; Col. 1:20). Jesús mismo empleó la cruz en sentido figurado y espiritual (Mt. 10:38; 16:24). Antes de la era cristiana, los caldeos, fenicios, egipcios, y numerosos pueblos de oriente, empleaban la cruz bajo una u otra forma, como sí­mbolo sagrado. Los españoles la descubrieron en el siglo XVI entre los indios de Méjico y de Perú, pero con un significado totalmente distinto al que tiene para nosotros.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

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Instrumento de suplicio, patí­bulo, lugar de escarmiento, sí­mbolo del misterio cristiano redentor, pues en la cruz quiso libremente morir Jesús. Los cristianos la convertirán precisamente en referencia religiosa, haciendo de lo insensato cátedra de sabidurí­a divina.

Aunque en tiempos precristianos ya se usó como elemento ornamental, el uso estuvo vinculado a significaciones esotéricas en algunos lugares, según aparece en templos y en sepulcros sobre todo egipcios. No está claro si en esas interpretaciones no se supera la realidad de su uso, tal vez motivado sólo por sus formas regulares y su fácil ejecución.

En el siglo primero, los Romanos usaban dos formas preferentes de cruz: la “crux commissa”, de palo horizontal ensamblado o soportado por el vertical y con el cuerpo aferrado al horizontal; y la “crux immissa o capitata”, en la que el palo vertical sobresalí­a en un fragmento por la parte superior del ajusticiado y de brazos iguales. Es la probable cruz usada con Jesús por la tabla con la sentencia en tres idiomas. (Mt. 27.37)

El arte se encargarí­a luego de diversificar las formas: cruz griega, de iguales distancias los cuatro extremos; la cruz latina, de mayor extensión el palo descendente; cruz de San Andrés, en forma de aspa o X, que sólo aparece desde el siglo X, recogiendo la leyenda de la muerte de este Apóstol.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

El signo caracterí­stico del cristiano

La “cruz” es el sí­mbolo del misterio de Cristo y, consecuentemente, del cristianismo. Con la “señal” de la cruz invocamos a Dios Amor, uno y trino, Padre, Hijo y Espí­ritu Santo, y profundizamos el misterio de la encarnación y de la redención.

Por la fe cristiana se descubre la cruz como epifaní­a de todo el misterio de Cristo entregando su vida en manos del Padre, el Hijo ya podrá comunicar el agua o vida nueva del Espí­ritu (Jn 19,30-37). La redención y la fuerza de la misión llega a su cenit por la “exaltación” de Jesús en la cruz (Jn 3,14-15; 12,32; Fil 2,9). Así­ Jesús, como “heredero de todas las cosas” (Heb 1,2), podrá orientar a toda la humanidad en la dinámica trinitaria del amor (1Cor 9,6; Ef 2,18).

Humillación y exaltación

El misterio de Cristo, presentado en su dimensión “kenótica” (por medio de la cruz), se muestra con toda su riqueza verdadero hombre, verdadero Dios, el Señor resucitado, el Salvador, centro de la creación y de la historia, plenitud de la existencia humana, fuente de los carismas del Espí­ritu, Esposo de la Iglesia, epifaní­a de la Trinidad… El misterio de Cristo, siendo “kenótico” o de humillación, es, por ello mismo, trascendente, histórico, escatológico, carismático, liberador, expresión de la “gloria” del Padre.

La encarnación, la cruz y la resurrección de Jesús tienen la capacidad de levantar a cualquier ser humano de toda prostración. A unos gentiles que querí­an verle, Jesús les habla de su misterio pascual, de su “exaltación” en la cruz para “atraer todas las cosas” a él (Jn 12,20-32). El Mesí­as, “gloria de su pueblo Israel”, es, por su humillación e inmolación, “la luz para iluminar a los pueblos” (Lc 2,32). Desde Nazaret hasta el Calvario, toda la vida de Jesús se expresa en “signos” salví­ficos, cuyo punto culminante tiene lugar en el costado abierto de Cristo muerto en cruz. Por la oblación en la cruz, esos signos manifiestan su gloria de “Hijo de Dios”, que invita a “creer para tener vida en su nombre” (Jn 20,30-31).

Sin esta dimensión de fe, la donación de Jesús en la cruz no pasarí­a de ser un fracaso, “un escándalo para los judí­os y una necedad para los griegos” (1Cor 1,23). Por esto, “vino a su casa y los suyos no le recibieron” (Jn 1,11). Pero el escándalo de Nazaret (Lc 4,29), el de Cafarnaún (Jn 6,60ss) y el de la cruz, tienen origen en el amor de Cristo por el hombre hasta querer “salvar a otros” sin liberarse a sí­ mismo de la muerte (Lc 23,35). Este “signo de contradicción” (Lc 2,34) de la humanidad de Cristo crucificado, es el único camino de salvación para el hombre.

Epifaní­a de Dios Amor

En la cruz tiene lugar la máxima epifaní­a de la Trinidad. Cuando Jesús se entrega totalmente al amor del Padre, manifiesta que es “el Verbo vuelto hacia Dios” (Jn 1,1), en quien contemplamos al Padre (Jn 14,12). En él, crucificado por amor, el Padre nos dice “Este es mi Hijo muy amado, en quien me complazco, escucharle” (Mt 17,5). La expresión del amor mutuo entre el Padre y el Hijo, es el Espí­ritu Santo, que es el “agua viva” comunicada por Jesús como fruto de su inmolación (Jn 7,38-39; 19,34). La cruz es la última “palabra” con que Cristo ha revelado el rostro paterno de Dios.

Por la inmolación en la cruz, que es culmen de toda su vida siempre “donada”, Cristo se ha “expropiado” de sí­ para mostrar a Dios Amor. Entonces él se hace “el Camino” para que el hombre llegue a la participación en su filiación divina. Con nosotros, vuelve al Padre, haciéndonos pasar por la “kenosis” del vací­o, del silencio, de la cruz.

La cruz, es decir, la inmolación de Jesús en ella, es la máxima expresión de su amor redentor “Llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que, muertos al pecado, viviéramos para la justicia, y por sus heridas habéis sido curados” (1Pe 2,24). El secreto de Jesús consiste en sufrir amando. Personalmente él “cargó con su cruz”, que era la nuestra (Jn 19,17). La fuerza de la cruz, para “atraer todas las cosas” hacia Cristo (Jn 12,32), procede de la humillación y aniquilamiento, “como el granito de trigo que muere en el surco” para producir la espiga (Jn 12,24).

Participar en la cruz de Cristo

Llamamos “cruz” también a la participación del cristiano en este misterio, por medio del sufrimiento transformado en donación. Por esto, la vida cristiana es eminentemente crucificada. El amor, en Dios y en nosotros, es siempre oblativo. El sufrimiento se convierte en cruz y, a veces, en martirio, como “complemento” de los sufrimientos de Cristo (Col 1,24). Hay que “mirar” con fe “al que traspasaron”, para comprender el misterio de la cruz en la vida humana (Jn 19,33-37). El seguimiento cristiano consiste en “tomar la cruz” a imitación de Cristo (Mt 10,38).

La Iglesia de Cristo está marcada por la cruz. “La Iglesia va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios, anunciando la cruz del Señor hasta que venga” (LG 8). De este modo, “por la cruz llega a aquella luz que no conoce ocaso” (LG 9). La Iglesia esposa está representada “junto a la cruz” por “la Madre de Jesús”, “la mujer” que se asocia a la hora de Cristo (Jn 19,25-27; cfr. Jn 2,4)

No caben explicaciones de la cruz al margen de los criterios del mismo Cristo “Era preciso que el Mesí­as sufriera todo esto para entrar en su gloria” (Lc 24,26). Para Cristo, la “cruz” es la expresión máxima del amor, el sacrificio total de sí­ mismo. La explicación de este misterio la puede dar y captar sólo el amor “Cristo nos amó y se entregó a sí­ mismo en sacrificio por nosotros” (Ef 5,2). “La cruz de Cristo es a medida de Dios, porque nace del amor y se completa en el amor” (DM 7).

El mensaje cristiano de la cruz tiene las caracterí­sticas de esperanza en una transformación total. “Cristo, sufriendo, ha tocado con su cruz las raí­ces mismas del mal las del pecado y las de la muerte” (SD 26). A partir del sufrimiento convertido en cruz de Cristo (suya y nuestra), se descubre una nueva dimensión de la existencia “Los manantiales de la fuerza divina brotan precisamente en medio de la debilidad humana” (SD 27). Por esto se anuncia que “la cruz es como un toque del amor eterno sobre las heridas más profundas de la existencia terrena del hombre” (DM 28).

La fuerza misionera de la cruz

El “misterio pascual” de Cristo es un “paso” por la cruz hacia la glorificación (Jn 13,1; Lc 24,26). La fuerza divina de la cruz aparece en la resurrección “Nosotros predicamos a un Cristo crucificado… que es fuerza de Dios y sabidurí­a de Dios” (1Cor 1,23-24). “Gracias al sacrificio de Cristo en la Cruz, la victoria del Reino de Dios ha sido conquistada de una vez para siempre; sin embargo, la condición cristiana exige la lucha contra las tentaciones y las fuerzas del mal” (CA 25).

En la “humillación” y “exaltación” de Cristo (cfr. Fil 2,5-8) “se describe el misterio de la Encarnación y de la Redención, como despojamiento total de sí­, que lleva a Cristo a vivir plenamente la condición humana y a obedecer hasta el final el designio del Padre. Se trata de un anonadamiento que, no obstante, está impregnado de amor y expresa el amor. La misión recorre este mismo camino y tiene su punto de llegada a los pies de la cruz” (RMi 88).

La fuerza apostólica del cristianismo radica sólo en Cristo resucitado, que fue “exaltado”, porque “se humilló hasta la muerte de cruz” (Fil 2,8). Por esto el apóstol no se avergüenza de predicar el evangelio, “para no desvirtuar la cruz de Cristo” (1Cor 1,17). La cruz es el signo de una fuerza sobrenatural que actúa a través de los signos pobres de la misión de Cristo y de la Iglesia.

Referencias Corazón de Cristo, dolor, Eucaristí­a, martirio, redención, sacrificio, sangre.

Lectura de documentos LG 42; DM 7-8; SD (todo el documento; CA 25; RMi 88; VS 85-89, 114, 120; CEC 616-618.

Bibliografí­a AA.VV., Teologí­a de la cruz (Salamanca, Sí­gueme, 1979); AA.VV., Sabidurí­a de la cruz (Madrid, Narcea, 1980); AA.VV., La croce di Cristo unica speranza. Atti del III Congresso internazionale “La sapienza della croce oggi” (Roma, Ediz. CIPI, 1996); B.M. AHERN, Cruz, en Nuevo Diccionario de Espiritualidad (Madrid, Paulinas, 1991) 409-419; H.U. Von BALTHASAR, La gloire et la croix (Aubier, 1965); E. CANONICI, Dolore che salva (Ediz. Porziuncola 1992); O. CASEL, Misterio de la cruz (Madrid 1964); J. ESQUERDA BIFET, La fuerza de la debilidad ( BAC, Madrid, 1993); M.J. LE GUILLOU, Dieu de la gloire, Dieu de la croix, en Evangelizzazione e Ateismo (Roma, Pont. Univ. Urbaniana, 1981) 165-181; J. MASSON, La mission sous la croix, en Evangelizzazione e culture (Roma, Pont. Univ. Urbaniana, 1976) I, 246-261; J. MOLTMANN, El Dios crucificado (Salamanca, Sí­gueme, 1975); A. PEREZ GORDO, La cruz interpretada por S. Pablo Burgense 36/1 (1995) 9-60; E. STEIN, Ciencia de la cruz (Burgos, Edit. Monte Carmelo, 1989).

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

DJN
 
SUMARIO: 1. cruz como sí­mbolo universal. – 2. La cruz en el nuevo testamento. 2.1. La cruz en cuanto instrumento de suplicio en tiempo de Jesús. 2.2. La cruz de Jesús según los evangelios sinópticos. 2.3. La cruz en el evangelio de Juan. 2.4. La cruz en los escritos paulinos.

1. La cruz como sí­mbolo universal
La palabra griega ós (latí­n ; español ) significa propiamente “palo” o “estaca” terminada en punta, que originariamente no connotaba la idea de suplicio o instrumento de muerte. La palabra , en cambio, significa en latí­n principalmente “madero de suplicio” o “palo de tormento”, y tení­a entre los romanos la forma de T o +. En español y otras lenguas modernas la palabra “cruz” trae a la mente la imagen de dos palos o lí­neas cruzadas. Cruces en esta forma existen ya desde el neolí­tico, y aunque su significación no está del todo claro, parece que podrí­a tratarse de señales, adornos o sí­mbolos cósmico-religiosos. Sin significado aún cristiano aparece la cruz en sus variadas formas en las distintas culturas antiguas: como una equis X, conocida también como cruz de san Andrés, tí­pica de los aztecas, sí­mbolo de las cuatro regiones del mundo (crux decussata) tau mayúscula griega T o en forma de martillo, arma del dios nórdico y sí­mbolo del rayo (crux commissa), cruz griega con travesaño y palo vertical de igual longitud +, que corresponde a la letra , última del antiguo alfabeto hebreo, y aparece con alguna frecuencia en el arte judí­o (crux quadrata), cruz latina con el palo horizontal más largo que el travesaño t (crux immissa), cruz en forma de rueda ®, que podrí­a representar el disco solar y sus rayos, en el induí­smo significa, sin embargo, la vida en su movimiento circular y se encuentra, además, con sentido casi sacral en el arte arquitectónico de Asia y Europa (p. ej. quadrata en cuanto ciudad dividida en cuatro partes), como cruz gamada, que en el budismo significa la consecución de la vida auténtica mediante la superación del movimiento circular de la vida (crux gammata) y cruz con asa en la parte superior (crux ansata), jeroglí­fico egipcio, sí­mbolo de “vida”, que los cristianos coptos adoptaron ya antes del 391 d.C. como signo cristiano. La cruz es mencionada como sí­mbolo del mundo en Platón con la letra griega x (f). Desde el punto de vista filosófico-fenomenológico la cruz en cuanto sí­mbolo universal significa “diferencia, contraste, oposición y supresión, sirve para marcar, trazar lí­neas y estigmatizar y expresa acontecimiento, hecho, ruptura, dolor y muerte” a diferencia del cí­rculo que encierra la idea de “plenitud, riqueza, don, alegrí­a, respeto y valor” (p. ej. el anillo, la rueda, el sol) (cf. H. ROMBACH, 1977, p. 140). El hecho de que el sí­mbolo de la cruz existí­a ya en muchas culturas antiguas, como en Mesopotamia, el mundo germano, América del Norte y Central, antigua Roma así­ como en Asia Central, en el Extremo Oriente y otras regiones del mundo, contribuyó notablemente a que la cruz cristiana como signo de salvación fuera rápidamente aceptada por los diversos pueblos con ocasión de su evangelización. Antes del emperador Constantino (306-337) se encuentran pocas cruces con significado ciertamente cristiano, generalmente en sepulcros.

2. La cruz en el Nuevo Testamento
2.1. cruz en cuanto instrumento de suen tiempo de Jesús
Cuando leemos el NT o escuchamos que Jesucristo murió en la “cruz” (staurós; ), nos imaginamos la cruz de Jesús como las que estamos acostumbrados a ver en nuestros ambientes cristianos. Pero ¿cómo fue realmente la cruz en que murió Jesús aquel viernes santo del mes de Nisán? La cruz romana como instrumento de suplicio podí­a ser simplemente un madero en el que se colgaba al condenado a muerte, que morí­a por asfixia, pero ordinariamente el madero vertical tení­a en la parte superior un travesaño, bien fuera en la forma de una tau griega mayúscula (crux commissa) o de una cruz latina (crux immissa). Como no hay pruebas históricas de que los pies de los crucificados se apoyasen en un estribo (suppedaneum), hay que suponer que el madero vertical tení­a un asiento (sedile) para sujetar el cuerpo del ajusticiado. La cruz no era más alta que el tamaño de una persona, y la de Jesús, que según los evangelistas fue colocada entre las de los dos ladrones (Mt 27,38; Mc 15,27; Lc 23,33; Jn 19,18), no sobresalí­a, probablemente, entre las de éstos. Los evangelistas afirman también que encima de su cabeza se puso escrita su causa: “Este es Jesús, el rey de los judí­os” (Mt 27,37; Mc 15,26; 23,38; 19,19). Fuera del caso de la crucifixión de Jesús no se han encontrado testimonios literarios o arqueológicos de que se colocase un letrero en la cruz de los crucificados con la mención de la causa (Jn 19,19).

2.2. cruz de Jesús ún los evangelios sinópticos
La cruz significa en los sinópticos y los Hechos de los apóstoles el madero en que murió Jesús por sentencia de Poncio Pilato (Mc 15,13-15.20.24-25.27 par.). Entre los dichos de Jesús que nos han trasmitido los sinópticos hay uno en dos versiones distintas (Q y Mc), que menciona la cruz y cuyo significado no es del todo claro: “El que no toma su cruz y viene en pos de mí­, no puede ser mi discí­pulo” (Mt 10,38/Lc 14,27Q) y “Si alguno quiere venir en pos de mí­, niéguese a sí­ mismo, tome su cruz y sí­game” (Mt 16,24/Mc 8,37/Lc 9,23). No hay inconveniente en atribuir a Jesús este dicho y hacerlo remontar a su ministerio público, cuando ya habí­a decaí­do el primer entusiasmo de las masas por su predicación. Tal vez emplea Jesús un dicho corriente que se referí­a a la crucifixión de cualquier condenado a muerte, un hecho no raro en Palestina en tiempo de la dominación romana, sin necesidad de suponer que Jesús aludiese a su futura muerte en la cruz (Schelkle, Passion 218-219). El horizonte de la vida pública de Jesús en Galilea, después de lo que podrí­amos llamar “primavera galilaica” (E Mussner) habí­a comenzado a oscurecerse. Los discí­pulos de Jesús sabí­an muy bien qué significaba y adónde conducí­a el llevar la cruz a cuestas, puesto que era costumbre que los crucificados mismos llevasen su cruz al lugar del suplicio. Con esta exhortación pide Jesús a sus discí­pulos que estén dispuestos a entregar su vida por él, siguiéndole incluso hasta el martirio. Lc ha suavizado el dicho de Jesús, aplicándolo metafóricamente al martirio cotidiano del cristiano.

A la luz de la resurrección de Jesús, su muerte en la cruz adquirió un nuevo sentido: habí­a sido la condición necesaria para entrar en su gloria y otorgar el perdón de los pecados a todos los hombres (Lc 24,7.26.47). Jesús resucitado no pierde su condición de “crucificado” (participio pert. griego: estauromenos), que pasa al tí­tulo de Cristo o Mesí­as (“el Crucificado: Mt 28,5, Mc 16,6; 1Cor 1,23; 2,2; Gál 3,1). Lc en los Hechos no se cansa de predicar que Jesús es el Mesí­as porque según las Escrituras habí­a muerto en la cruz y habí­a resucitado (He 2,22-36; 17,3). En Mt 24,30 se menciona el “signo del Hijo del hombre” que más tarde es interpretado por los padres de la Iglesia como la cruz de Cristo (Didajé 16,6; Cirilo de Jerusalén, sis 13,41).

2.3. cruz en el evangelio de Juan
En el EvJn la cruz se refiere explí­cita y exclusivamente a la muerte de Jesús; es interesante observar que la palabra “cruz” (staurós) y el verbo “crucificar” (stauróo) sólo se encuentran en el cap. 19 del cuarto evangelio, o sea, en el momento en que la cruz se convierte en una realidad cruda. En otros capí­tulos se alude a la muerte de cruz, pero quedando la cruz rodeada de un cierto halo misterioso y divino (12,33; 18,32). La muerte de Cristo en la cruz se significa en el EvJn con el verbo “exaltar” (griego /ypsóo: “elevar”). La acción de ser elevado Jesús en la cruz se convierte en su exaltación a la derecha del Padre (3,14; 8,28; 12,32-34; 13,31-32); según el Evangelista Juan la cruz es el trono de Jesús. La cruz expresa en el EvJn el retorno del Hijo al Padre: su venida al mundo habí­a comenzado con la encarnación (1,14); en la cruz el retorno llega a su meta (cf. 17,1-5; 19,30 [“todo está cumplido”: est]; 20,17). A veces se ha acentuado exageradamente que el EvJn sólo conoce una “teologí­a de la gloria” (así­ E. Kásemann por atribuir un carácter semidoceta al EvJn); es evidente, sin embargo, que el evangelista Juan también conoce una “teologí­a de la cruz” >corazón de Jesús.

2.4. cruz en los escritos paulinos
P es el autor del NT que más consecuentemente ha desarrollado una “teologí­a de la cruz”. Por una parte, se coloca P en el punto de vista del mundo pagano y le da, en cierto sentido, la razón al afirmar que la cruz es lo más necio que se pueda imaginar el hombre, y, si en ella se busca la salvación, la locura llega al más alto grado de paroxismo. P coincide desde es-te punto de vista con la opinión del mundo pagano (cf. Cicerón, Rabirio, 5,16), y también con el judí­o, para quien la cruz es un escándalo, ya que “el colgado (sobre el madero) es objeto de maldición divina” (Dt 21,23): un Mesí­as colgado de la cruz es un contrasentido y no hay ningún texto del judaí­smo contemporáneo de Jesús que hable de un Mesí­as crucificado. Por otra parte, defiende P con vehemencia la fe de los creyentes de que por medio de la necedad de la cruz Dios ha obrado la salvación que la humanidad, a pesar de todos sus esfuerzos, no fue capaz de conseguir. Los esfuerzos de la humanidad entera por alcanzar la justificación o la salvación se podrí­an comparar a los del arquero cuyas flechas caen al suelo antes de alcanzar la diana (1 Cor 1,18.21a; cf. también Rom 1,18-3,19). También en la Carta a los Gálahabla P del fracaso de sus esfuerzos, cuando no era aún discí­pulo de Jesús, por alcanzar la justicia proveniente de la Ley (v.13-14; 2,16). La convicción de que el Crucificado es el Mesí­as, que él habí­a odiado hasta entonces, el Hijo de Dios, le vino a P, sin duda, en su encuentro con Jesús en el camino de Damasco (Gál 1, 16). Las expresiones “palabra de la Cruz” (1 Cor 1,18) y “Crucificado” (2,2) son el compendio de la teologí­a paulina. Dios “al que no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, a fin de que nosotros viniésemos a ser justicia de Dios en él” (2Cor 5,21). En el sacrificio de la cruz Cristo se identificó en cierto sentido con los hombres pecadores para expiar sus pecados (cf. Gál 3,13-14). El cristiano se ha identificado con Cristo en el bautismo (Rom 6,3-11) y debe ratificar cada dí­a esa identificación dando muerte a la carne y sus obras (Gál 5,24). El Apóstol es un “crucificado”, unido a Cristo crucificado (2,19; 6,14).

Para los creyentes “la palabra de la cruz”, es decir, “Cristo crucificado” es “poder de Dios y sabidurí­a de Dios” (1Cor 1,23-24). La predicación de Jesucristo en cuanto “crucificado” encierra la sublime sabidurí­a de Dios, que los prí­ncipes de es-te mundo no pudieron conocer ni sospechar, pues de lo contrario no habrí­an crucificado al “Rey de la gloria” (2,6-9b). A los creyentes les ha sido revelada la sabidurí­a de la cruz por el Espí­ritu (v.9c-12). Sin embargo, los corintios se equivocaron, por-que ofuscados por la sabidurí­a humana (2,14; 3,1-4) o experiencias carismáticas halagadoras (13,1-4), no eran consecuentes en su vida cristiana con el mensaje de la cruz: confiaban más en su saber humano o experiencias humanas que en la cruz y no practicaban la caridad verdadera, cuyo ejercicio está estigmatizado o marcado por la cruz (3,3-4; 8,9-13,47; 5,16-26).

En los escritos deuteropaulinos se continúa la teologí­a de la cruz con otros matices que en P. En Col el bautismo significa, como en Rom 6,5-11; Gál 5,24, la muerte del creyente con Cristo (3,3) y su ser sepultado con Cristo (2,12), pero sin que se mencione ya más el “ser crucifica-do con Cristo”. En 1,20; 2,14-15 la reconciliación del cosmos aparece ligada a la cruz, un pensamiento ajeno a P en sus cartas auténticas. La carta a los Efesios habla sólo de la resurrección de los creyentes, que ha tenido lugar ya en cierto sentido por la fe (2,6; cf. también Col 2,12; 3,1). Según Ef 2,16 la cruz hace posible la unidad de la Iglesia, compuesta de judí­os y gentiles. En Heb 6,6; 12,2 aparece la cruz como señal de burla e ignominia. -*sacrificio; ón.

Rodrí­guez Ruiz

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret

1. Muerte de Jesús

(-> muerte, Jesús). El signo de la cruz constituye quizá la mayor aportación del cristianismo a la simbologí­a de las religiones. Ciertamente, un tipo de cruz se ha utilizado desde hace mucho tiempo, como sí­mbolo solar (cruces aspadas, lauburus) o como signo de todo el cosmos, especialmente en clave espacial (cuatro lí­neas abiertas a los cuatro puntos cardinales que se cruzan en un centro). Sin embargo, ninguno de esos elementos constituye el rasgo especí­fico de la cruz cristiana, que ha empezado siendo un signo de tortura y un patí­bulo donde Jesús ha muerto, en contra de las expectativas y esperanzas de sus seguidores. Pero esa cruz, con un hombre muerto en ella, siendo en principio el escándalo supremo de la fe, se ha interpretado después, partiendo de la pascua, como sí­mbolo mesiánico y como principio de seguimiento cristiano.

(1) El escándalo de la cruz ha sido formulado de manera clásica por Pablo: “Los judí­os piden señales y los griegos buscan sabidurí­a, pero nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judí­os y locura para los gentiles, en cambio, para los llamados, poder y sabidurí­a de Dios, porque lo insensato de Dios es más sabio que los hombres, y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres” (1 Cor 1,2225). Más aún, Pablo sabe que, conforme a la Ley de Israel, la cruz es una maldición: “Maldito es aquel que ha sido colgado de un madero” (Gal 3,10, con cita de Dt 27,26). Los evangelios han escenificado esa maldición de la cruz en unos relatos de fuerte dramatismo. Los espectadores que pasan ante el Calvario se mofan de Jesús crucificado y, de un modo especial, lo hacen los sacerdotes y escribas, indicando con sus burlas que Dios ha rechazado a Jesús. La cruz no es para ellos un signo de presencia, sino de abandono de Dios: “¡Ay, tú que destruí­as el templo y lo reedificabas en tres dí­as! ¡Sálvate a ti mismo, bajando de la cruz!… Y de manera semejante, los sumos sacerdotes, riéndose entre sí­, con los escribas, decí­an: ¡A otros salvó y a sí­ mismo no puede salvarse! ¡El Mesí­as! ¡El rey de Israel! ¡Que baje ahora de la cruz, para que lo veamos y creamos! (Mc 15,2832). El mismo Jesús reconoce el escándalo y grita: “.Eloí­, Eloí­, letná sabactaní­?, es decir: Dios mí­o, Dios mí­o, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15,34), ratificando con su fracaso y soledad el escándalo de una vida humana sometida a la injusticia y sufrimiento.

(2) Un escándalo anunciado: era necesario. Para aquellos que saben leer las Escrituras y la paradoja de la historia humana, la cruz se ha venido a presentar como signo supremo de solidaridad de Jesús con los pobres, llegando a ser de esa manera un sí­mbolo mesiánico. Esto es lo que han descubierto y formulado los cristianos cuando han dicho que era necesario (dei): era necesario que el Hijo del Hombre padeciera (Mc 8,31 par), compartiendo así­ la suerte de los hombres y mujeres que buscan y fracasan, que sufren y no logran descubrir la verdad. Ellos, los dolientes de la tierra, los perdedores de la historia son ahora la comunidad de Jesús, forman su Iglesia. Esta no es una necesidad ontológica, vinculada a los mitos del eterno retorno del sufrimiento, sino una necesidad histórica, que la Escritura habí­a ido descubriendo y mostrando en algunos de sus textos más paradigmáticos (el siervo* sufriente del Segundo Isaí­as, el justo perseguido de Sab 2). Este descubrimiento de la necesidad del sufrimiento constituye la primera norma interpretativa cristiana del Antiguo Testamento, el principio hermenéutico supremo de la Iglesia (cf. Lc 24,26.44; Hch 1,16).

(3) El Cristo crucificado. Los investigadores no han llegado todaví­a a un acuerdo total sobre la manera en que Jesús entendió su tarea mesiánica; pero es evidente que el letrero de la cruz: “Jesús nazareno, rey de los judí­os” (cf. Mc 15,26 par) ha golpeado la conciencia de los cristianos, de manera que han querido destacar la verdad de ese letrero. Lo que Pilato habí­a hecho escribir en son de burla y condena lo toman ellos como signo de la verdad de Dios. En esa lí­nea se sitúan las más solemnes confesiones de Pablo, que entiende a Jesús crucificado como presencia y revelación suprema de Dios (cf. 1 Cor 1,13.22; Flp 2,8; 3,18). Loque era escándalo insalvable se convierte así­ en principio de fe. La cruz es la señal más alta de la presencia de Dios.

(4) Tomarla cruz. Desde aquí­ se puede dar un paso más y afirmar que el camino de la cruz constituye el signo distintivo de los creyentes. Así­ lo dice Pablo cuando afirma que sólo quiere conocer a Cristo y a Cristo crucificado (1 Cor 2,2), para añadir después que él mismo desea estar y está crucificado con Jesús (cf. Gal 2,20; 3,1). Desde aquí­ se entien den las palabras más novedosas de los sinópticos: “Si alguno quiere venir en pos de mí­, niéguese a sí­ mismo, tome su cruz y sí­game. Todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí­ y del evangelio, la salvará” (Mc 8,34-35). Rehacer el camino de la cruz de Jesús desde su mensaje de Reino, en clave de pascua; ésta es la novedad del cristianismo.

Cf. R. E. BROWN, La muerte del Mesí­as I, Verbo Divino, Estella 2005; H. SCHÜRMANN, ¿Cómo entendió y vivió Jesús su muerte?, Sí­gueme, Salamanca 1982; El destino de Jesús. Su vida y su muerte, Sí­gueme, Salamanca 2004.

CRUZ
2. Signo de Dios

(-> Dios, encamación, pasión, resurrección). A partir de la experiencia cristiana primitiva, expresada por Pablo y los sinópticos, lo mismo que por el evangelio de Juan (cf. Jn 12,32), la cruz ha venido a presentarse como signo de Dios y de la salvación de los hombres.

(1) Podemos presentar a Dios sin cruz, como una esfera, encerrado en su quietud eterna, sin dolores ni problemas, sin cambios ni muerte en el mundo. Notas suyas serí­an la inmutabilidad, autocontemplación y poderí­o: lo tiene todo y por tanto nada necesita. Frente a los restantes seres que ha creado, él se enclaustra inexorable en su propia perfección. Un Dios así­, sin Cruz ni amor, es para muchos hombres y mujeres de este tiempo un enemigo. Pero el Dios de Jesucristo se introduce por la Cruz en nuestra historia y muere dentro de ella en favor de los humanos. Es un Dios de libertad, no es poder que goza obligando a que los otros le rindan reverencia, sino amor que se ofrece en gratuidad, abriendo así­ un espacio de vida compartida para todos.

(2) Los cristianos confiesan que Dios se expresa (se realiza humanamente) en la historia salvadora de la Cruz de Cristo. Así­ entienden la Cruz como un momento integrante del proceso de amor, que brota del Padre, suscitando al Hijo como ser distinto de sí­ mismo y capaz de responderle. El mismo Padre se regala (se pierde) dando su vida a Jesucristo: no clausura para sí­ riqueza alguna, no conserva egoí­stamente nada, sino que entrega a Jesús todo lo que tiene para que él pueda realizarse li bremente. El Hijo Jesús, que ha recibido la vida del Padre, se la ofrece nuevamente, poniéndose en sus manos cuando entrega su vida por el Reino (en favor de los humanos). Entendida así­, la Cruz, como expresión de entrega personal (poner la vida en manos del otro), pertenece a la esencia del amor, forma parte del misterio interno de Dios, entendido según Jn 17 y Mt 11,25-27 como amor del Hijo y del Padre. Dios es amor y no hay amor sin que el amante ofrezca su vida al amado, como el Padre que se entrega absolutamente al Hijo. No hay amor sin que el amado responda en acogimiento y confianza (Jesús se ofrece al Padre, poniéndose en sus manos). Esto es lo que aparece representado y realizado humanamente en la Cruz. Eso significa que la cruz pertenece al misterio de Dios. En ella se expresa el don del Padre que regala su vida al Hijo (poniéndose en sus manos) y el don del Hijo que responde, devolviéndole la vida.

(3) Históricamente, Jesús ha expresado la cruz del amor divino en fonnas de dolor y muerte violenta. Ha querido vivir y ha vivido el amor divino (gratuidad, plena confianza) en medio del conflicto y egoí­smo de la historia. Así­ ha entregado su vida en amor, dejándose matar por el Reino, en cruz que se vuelve asesinato. De esa forma ha expresado el amor pleno del Padre desde la conflictividad de una historia de violencia. Dios ha realizado su misterio de amor (Cruz pascual) dentro de una historia de violencia (Cruz de pecado). Humanamente mirada, la Cruz concreta de Jesús nace del pecado: él muere porque le han matado, como ví­ctima de un asesinato donde se condensan todas las sangres de la historia (cf. Mt 23,35). De esa forma, en un plano histórico, la cruz es resultado de la lucha humana y expresión de la maldad más alta (pecado original) de la historia. Pero, mirada en otro plano, ella aparece como Cruz pascual: momento en que se expresa y culmina el amor de Dios dentro del mundo. Precisamente allí­ donde los hombres quieren imponerse por la fuerza, instaurando su violencia, revela Dios su amor y Jesús le responde en amor pleno, muriendo en favor de ellos. Ambas cruces (la del pecado y la de la pascua) son inseparables y forman la única Cruz del Hijo de Dios (del amor trinitario) dentro de la historia. Por ella ha expresado Jesús su amor mesiánico en clave de gratuidad (ha muerto por el Reino) y el Padre Dios le ha respondido de forma salvadora, acogiéndole en la muerte y resucitándole en su amor (Espí­ritu Santo), para bien de los hombres.

(A) La necesidad de la cruz es necesidad de gracia y no de imposición o destino cósmico. Según eso, el dei (era necesario: cf. Mc 8,31 par; Lc 24,7.26) forma parte del misterio de la gracia de Dios que sólo puede relacionarse con los hombres en gesto de amor que se entrega y da vida. Mirada así­, la cruz pertenece al tiempo primigenio de la realización de Dios que sólo existe amando de manera creadora. Por eso, la Cruz no es algo que Dios ponga a la fuerza sobre las espaldas de los otros, reservándose egoí­stamente un gozo sin Cruz, sino que ella constituye el centro y camino del misterio divino: sólo siendo Cruz en sí­ Dios puede ofrecerla a los humanos para que en ella culminen su existencia. Lo contrario podrí­a ser sadismo. Por la Cruz, sabemos que el hombre sólo es dueño de sí­ mismo y creador de vida en la medida en que se entrega, como semilla de vida, en favor de los otros: “si el grano de trigo no muere…” (Jn 12,24). Sólo quien pierde su vida para bien de los demás la encuentra y recupera.

(5) La Cruz, una experiencia trinitaria. Retablo de la Cartuja de Miraflores. El signo de la cruz ha sido interpretado de muchas formas a lo largo de la historia cristiana, como pone de relieve el modelo exegético de la Wirkungsgeschichte o historia del influjo del texto. Escogemos como ejemplo una representación clásica: el retablo mayor de la Cartuja de Miraflores, en Burgos, Castilla. Dentro del óvalo de la divinidad, el Padre y el Espí­ritu, revestidos de sí­mbolos reales, sostienen la cruz. Por encima sobrevuela el pelí­cano de Dios, la vida como entrega de muerte y como nuevo nacimiento donde se supera la muerte. En la parte inferior aparecen, como entrando en el óvalo sagrado, la madre de Jesús y el discí­pulo querido, signo y compendio de la Iglesia. El óvalo de Dios es un mandala: el cí­rculo de Dios, completo en sí­, pero abriéndose por la cruz de Jesús hacia la Iglesia. Dios es amor en sí­ mismo, Padre, Hijo y Espí­ritu, un Dios a quien nadie ha visto, pero que se abre y manifiesta por Jesús crucificado, que brota de su mismo seno divino (cf. Jn 1,18). Como dice Pablo, los judí­os quieren obras, señales poderosas del Dios creador; los griegos buscan sabidurí­a, conocimiento del misterio, pero “nosotros predicamos al Cristo crucificado, que es escándalo para los judí­os, necedad para los griegos (los gentiles). Para nosotros, los elegidos, es Cristo fuerza de Dios y sabidurí­a de Dios. Porque lo necio de Dios es más sabio que los hombres y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres” (1 Cor 1,23-25). Cristo crucificado es la sabidurí­a, justicia, santidad y redención de Dios (1 Cor 1,30). Pero hay algo más: el Dios de la Cruz de la Cartuja es un Dios que se hace presente como misterio trinitario. Comencemos por los dos extremos, donde están el Padre y el Espí­ritu, como contrapuestos, formando las dos alas de la divinidad, sosteniendo la cruz de Jesucristo. Ambos, unidos y distintos, Padre y Espí­ritu son los portadores del misterio. El Padre aparece con los rasgos de gran sacerdote del Antiguo Testamento que recibe la ofrenda de Jesús y le sostiene en el momento mismo de su muerte. El Espí­ritu presenta también rasgos personales y así­ forma la pareja o complemento de Dios Padre; lleva en su cabeza la corona imperial, como signo de plenitud, expresión del mundo nuevo que surge por la entrega de Jesús, el Cristo; por otra parte, él aparece como joven todaví­a no sexuado o, quizá mejor, como doncella, mostrándose así­ como rostro femenino y materno de Dios. Ciertamente, Dios desborda todas las figuras y representaciones sexuales de la tierra, pero puede presentarse como Padre masculino y como Espí­ritu femenino, que se reflejan de algún modo en las dos figuras inferiores del retablo, la madre de Jesús y el discí­pulo amado, que, como hemos dicho, penetran en el óvalo de la divinidad. Pero, dicho esto, debemos añadir que sólo podemos hablar del Padre y el Espí­ritu mirando al Hijo crucificado a quien ellos sostienen, como amor encamado que se entrega por los hombres. Eso significa que sólo podemos comprender a Dios mirando hacia la cmz. Y sólo entenderemos la cmz si la miramos desde Dios. Teniendo eso en cuenta podemos volver hacia lo alto de la escena, donde vemos el pelí­cano de Dios. No es la paloma del Espí­ritu Santo, sino el ave de la divinidad total, que preside sobre el misterio, indicán donos sus rasgos primordiales. Conforme a una tradición antigua, el pelí­cano se hiere hasta morir, dando su sangre para que de esa forma puedan crecer y alimentarse los polluelos (hijo) con la vida de su madre. Así­ sucede en Dios: es la vida que se entrega hasta la muerte, haciendo posible el surgimiento y despliegue de la vida. Se entrega Dios por nosotros en Cristo, como pelí­cano de amor que muere para dar vida a los hombres. En este contexto, queremos recordar que en el Antiguo Testamento el pelí­cano era un ave impura (cf. Lv 11,18; Dt 14,17). Aquí­ aparece, en cambio, como signo de Dios.

Cf. M. Karrer, Jesucristo en el Nuevo Testamento, Sí­gueme, Salamanca 2002; J. Moltmann, El Dios crucificado, Sí­gueme, Salamanca 1975; X. Pikaza, Este es el Hombre. Cristologí­a Bí­blica, Sec. Trinitario, Salamanca 1997; H. U. von Balthasar, “El misterio pascual”, MS III, 2,143-336.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

Tanto para los paganos como para los griegos, la cruz significaba en general la necedad, la incomprensible pretensión de Cristo de ser Mesí­as, de ser hombre de Dios. Las cualidades del Crucificado no pueden ser de ningún modo —a los ojos de paganos y griegos— las cualidades de Dios. El Crucificado no tiene nada de la fuerza, potencia, superioridad que parecen caracterí­sticas de la divinidad: demuestra, más bien, sumisión, inferioridad, debilidad. En el Crucificado no se ve ni a un Dios ni a un héroe, y su clase de muerte ni siquiera se puede comparar con la de un sabio, corno Sócrates, que muere en la calma y la nobleza de su decisión. En el caso de Jesús, hay dramáticos sobresaltos, sangre, oscuridad, crueldad. Tanto menos divina aparece la muerte de cruz de Cristo cuanto más sublime es la idea que se tiene de lo divino: Dios como alguien incapaz de participar en el mundo, incapaz de sentir misericordia por quienes están por debajo de él. Por lo tanto, la cruz rompe totalmente los esquemas según los cuales son concebidos tanto lo divino como lo humano. Sólo conseguiremos superar esta contradicción cuando, a la luz de la resurrección de Cristo, tengamos el valor de mirar con los ojos de la fe al crucificado Jesús de Nazaret y de ver que precisamente allí­, en esa cruz, él es para nosotros poder y sabidurí­a de Dios, justicia, santificación y redención. En la cruz y desde la cruz, Jesús nos revela al Padre.

Carlo Marí­a Martini, Diccionario Espiritual, PPC, Madrid, 1997

Fuente: Diccionario Espiritual

SUMARIO: I. La cruz, instrumento de suplicio.-II. Jesús crucificado.-III. El misterio de la cruz en los evangelios.-IV. La “Palabra” de la cruz, “escándalo” y “locura” .-V. La cruz del cristiano.-VI. El sí­mbolo y el culto de la cruz.-VII. Las teologí­as de la cruz.-VIII. La cruz y la Trinidad.-IX. La cruz de Jesucristo, luz sobre el sufrimiento humano.

La cruz de Cristo se ha convertido en el emblema universalmente conocido del cristianismo. En efecto, en ella se recapitula la totalidad del misterio cristiano. Por tanto, es imposible tratar de la cruz bajo todos sus aspectos; aquí­ nos contentaremos con lo que se refiere expresamente a la cruz en la Escritura, al culto cristiano, a la tradición de la Iglesia y a la téologí­a.

I. La cruz, instrumento de suplicio
Debido a su forma plástica, la cruz es en la historia de las religiones, antes y fuera del cristianismo, un signo ampliamente difundido como ornamento y como sí­mbolo a la vez. La práctica antigua de la crucifixión es sin duda de origen persa; la utilizaron en primer lugar los “bárbaros” como castigo polí­tico y militar para personas de alto rango. Luego la adoptaron los griegos y los romanos. En el imperio romano iba precedida generalmente de la flagelación y el condenado llevaba él mismo el palo trasversal al lugar del suplicio. La crucifixión tení­a variantes diversas: la cruz podí­a ser un simple palo erguido, tener la forma de una tau griega, fijándose el palo trasversal en la cima del palo vertical, o la de una horca de dos palos, o tomar también la forma de la cruz latina con el palo horizontal metido más profundamente en el vertical. Un letrero indicaba el motivo del suplicio. El condenado podí­a estar totalmente desnudo, cabeza arriba o cabeza abajo, a veces empalado, con los brazos extendidos. Este suplicio se utilizaba sólo para las clases bajas de la sociedad y los esclavos. Normalmente no estaban sometidos a’él los ciudadanos romanos, a no ser que la gravedad de sus crí­menes los hiciera considerar como dignos de verse privados de sus derechos cí­vicos. Se aplicaba también a los extranjeros sediciosos, a los criminales y a los bandidos, por ejemplo, en Judea en las diferentes agitaciones polí­ticas.

A la crueldad propia del suplicio de la crucifixión -que daba libre curso a muchos gestos sádicos- correspondí­a su carácter infamante, escandaloso y hasta “obsceno”. El crucificado se veí­a privado de sepultura y era abandonado a las bestias salvajes o a las aves de presa. “Mors turpissima crucis”: “la muerte en la cruz es la infamia suprema”, escribe Orí­genes (In Mt. XXVII, 22: GCS 38, p. 259). Por eso se le atribuí­a un gran poder de disuasión. Era casi una forma de sacrificio humano. A nadie se le ocurrirí­a encontrar alguna dignidad en el que padecí­a sus sufrimientos con valentí­a. Con algunas excepciones (la parodia del suplicio de Prometeo en Luciano), el tema de la crucifixión está ausente en la mitologí­a griega (Platón, pensando en Sócrates, sintió sin embargo la grandeza del justo que sufre: República 361e-362a). Estas pocas observaciones ayudan a comprender la fuerza de la “locura” y del “escándalo” de la cruz que los cristianos presentaban como un mensaje de salvación. Los paganos, escribe Justino, “dicen que nuestra demencia consiste en poner a un hombre crucificado en segundo lugar, del Dios inmutable y eterno, el Dios creador del mundo” (Apologí­a I, 13, 4).

II. Jesús crucificado
La crucifixión de Jesús nos es bien conocida por los relatos evangélicos. El “crucificado bajo Poncio Pilato” está igualmente atestiguado por los historia-dores paganos (Tácito, Annales XV, 44-45) y judí­os (Flavio Josefo, Antigüedades judí­as XVIII, 64). En opinión de todos, incluso de los más pesimistas sobre nuestro conocimiento de la historia de Jesús, es éste el acontecimiento atestiguado con mayor claridad de su vida en el plano de la historia. El lugar actual de la Basí­lica del Santo Sepulcro era primitivamente una colina que se habí­a hecho en la época de los reyes de Judá una cantera de piedra. Pero habí­a quedado en un lado un bloque de piedra de configuración retorcida (11 metros de alto y algunos metros de lado), sin duda inexplotable para la construcción; una vez abandonada la cantera, se habí­an abierto tumbas en las paredes verticales que habí­a dejado la explotación. La muralla construida bajo Herodes se levantaba no lejos de la loma de piedra, que a su vez habí­a sido terraplenada. Esta loma, que habí­a quedado fuera de la ciudad (a diferencia de lo que hoy ocurre) habí­a pasado a ser el lugar de las ejecuciones. El nombre de Gólgota (o “lugar de la calavera”) puede proceder del aspecto desigual, agujereado y tortuoso de aquel montí­culo de piedra blanca. Unos cincuenta metros separan la loma de la tumba excavada en la roca.

III. El misterio de la cruz en los evangelios
En el NT la cruz es objeto de un doble discurso: la crucifixión se nos narra en primer lugar en los cuatro evangelios y luego pasó a ser conceptualizada como el indicativo de un mensaje doctrinal. En los dos casos, la cruz pasa del estatuto de la objeción y de la abyección al de la exaltación.

La pasión de Jesús, que culmina en su crucifixión, ocupa un lugar literariamente considerable en los relatos evangélicos. Se ha podido escribir que los evangelios son un relato de la pasión precedido de una larga introducción (M. Káhler). La organización de los cuatro relatos se inscribe en el mismo esquema general y comprende los mismos elementos. El texto de Juan, tan original por otro lado respecto al de los sinópticos, coincide con ellos en lo esencial. Este esquema se articula en torno a tres puntos principales: el arresto, los procesos y la crucifixión. En el primer tiempo (unción de Betania, cena, agoní­a), Jesús anuncia lo que va a ocurrir e indica su sentido. Expresa su libertad ante el acontecimiento. Si es crucificado, es porque él ha pensado que este destino pertenecí­a al cumplimiento de su misión. Su arresto conduce a un doble juicio, ante el tribunal judí­o y ante el romano, que acaba con su condenación a muerte. En adelante, Jesús está en manos de sus adversarios, a los que ha sido “entregado”. En esta secuencia, los evangelistas ponen de relieve la inocencia de Jesús y el carácter injusto de su condenación. Viene finalmente el relato mismo de la crucifixión, de la muerte y de la sepultura. Los relatos subrayan entonces la dignidad de Jesús en su manera de morir. Sean cuales fueren sus instancias respectivas, los cuatro relatos tienen la misma tonalidad que los convierte en una especie de “recitado” (E. Haulotte), lleno de discreción y de sobriedad,un rasgo que tanto impresionó a Pascal. No se trata de un hecho simplemente distinto, ni siquiera de una condenación injusta, sino de un acontecimiento transcendente cuya figura central sigue siendo el hombre entregado, condenado y crucificado. Según Paul Ricoeur, “la intención teológica, y más concretamente la proclamación cristológica, queda incorporada a la estrategia narrativa”. El relato evangélico es un “relato kerigmatizado” o un “kerigma narrativo” (RechScRel 73 [1985] 17-19).

Se constata sin embargo una cierta sobriedad en el uso del vocabulario de la cruz, de la crucifixión y del crucificado. Sus menciones son raras fuera de la pasión y, en la misma pasión no intervienen más que en el tercer tiempo del relato. La crucifixión se describe con concisión y no da lugar a grandes detalles. En los diversos lugares en que Mt o Mc mencionan la cruz, Lc se las ingenia para no hacerlo. Es que en los relatos no es la materialidad de la crucifixión lo que importa, sino su contexto de sentido. Se ofrece una pista principal para ello con la utilización de la Escritura, que habí­a que invocar para poder “asimilar” el escándalo demasiado fuerte de la cruz. El lugar importante de las citas del AT en los relatos de la pasión es fruto de un largo esfuerzo de meditación del acontecimiento. Sin embargo, la cruz en sí­ misma no se encuentra “justificada” en ninguna Escritura. Los relatos llevan la huella del itinerario recorrido por la fe de los discí­pulos entre el choque del primer desconcierto causado por el acontecimiento abyecto ‘y escandaloso y el descubrimiento, deslumbrante por la luz de la resurrección, de la revelación de Dios y de su salvación. Al final, el resucitado se sigue llamando el “crucificado” (Mt 28,5; Mc 16,6).

En Mt y en Mc se presenta a Jesús como el justo por excelencia, perseguido y mártir debido a su misión. La institución de la eucaristí­a señala desde el principio el sentido que Jesús le da a su muerte próxima, el del don de sí­ mismo por sus hermanos. Luego el justo es abandonado sucesivamente por sus amigos, juzgado por sus correligionarios judí­os y entregado a la muerte por el poder romano. Pero hay más: los dos evangelistas insisten en el abandono de Jesús en la cruz (Mt 27, 46; Mc 15, 34). El grito de desamparo de Jesús moribundo ha dado lugar a interpretaciones extremas: es ciertamente la expresión de una angustia mortal, pero no es un grito de desesperación o de rebeldí­a, ya que sigue siendo una oración y una pregunta por los caminos de Dios, que surge desde la mayor obscuridad. De momento sólo responde el silencio de Dios, pero ese silencio es la manera como él se revela. La orquestación cósmica y apocalí­ptica del drama revela su alcance: en el momento en que las tinieblas del mundo intentan cubrir la tierra en un acto de “descreación”, la muerte de Jesús nos devuelve la luz. Porque brilló el sol de justicia, en realidad, la respuesta a la pregunta de Jesús viene de labios del centurión que, “al ver que habí­a expirado dando aquel grito, dijo: “Verdaderamente este hombre era hijo de Dios” (Mc 15, 39). El centurión confesó la fe: en este abandono de Jesús por parte de Dios, supo leer el abandono de Jesús a Dios y el don del Padre al Hijo.

El evangelio de Lucas recoge muchos de estos elementos, pero los inscribe en un relato que tiene un clima sensiblemente distinto. Insiste en el poder de conversión del acontecimiento en los testigos: no solamente el centurión confiesa que Jesús era un justo, sino que Pedro llora después de su negación, Simón de Cirene “carga” con la cruz como si fuera ya un discí­pulo, uno de los dos malhechores se convierte, una gran multitud de hombres, y de mujeres regresan golpeándose el pecho, ya arrepentidos. Finalmente, las últimas palabras de Jesús son una petición de perdón para sus verdugos y una promesa de salvación inmediata para el “buen ladrón”. En vez del grito de abandono, Lucas pone en labios de Jesús una palabra de entrega a Dios (Lc 23, 46), La realidad de la salvación asoma en un relato que se convierte en algo muy distinto de la narración de una ejecución capital.

Al final del proceso de meditación de la pasión por parte de la generación de los testigos, el evangelio de Juan presenta la muerte en la cruz de Jesús como la manifestación de su gloria. Jesús “elevado de la tierra” (Jn 12, 32), lo atrae todo hacia sí­. La pasión es introducida por el gesto del lavatorio de los pies y por un largo discurso testamentario, que expresan el amor lúcido y decidido de Jesús. Después de su arresto, Jesús es objeto de un trato cruel que toma simbólicamente el valor de una entronización litúrgica. Es presentado al pueblo por Pilato, revestido del manto imperial de púrpura; se le da el tí­tulo de rey (Jn 19, 14), que le acompañará hasta en su cruz (Jn 19, 19). Crucificado, Jesús sigue obrando por lossuyos, entregando a su madre al discí­pulo amado. El narrador es fiel en subrayar que todo lo que pasa es un cumplimiento de las Escrituras proféticas, hasta el momento en que es traspasado el costado de Jesús, manando sangre y agua, signos de vida y de fecundidad. La crucifixión de Jesús es una revelación de la gloria de Dios que exige simplemente la contemplación. El cuerpo de Jesús reina de verdad en el trono de la cruz. Revela cómo es Dios, qué es lo que significa el hombre a los ojos de Dios y hasta dónde puede llegar Dios en su búsqueda del hombre. La cruz ha cambiado definitivamente de sentido: no se trata ya de una ejecución ignomisiosa, sino del cumplimiento de un amor inaudito.

IV. La “Palabra” de la cruz, “escándalo” y “locura”
Este movimiento de penetración del sentido de la cruz, que va del horror escandaloso a la comprensión de su misterio salví­fico, se encuentra en las epí­stolas paulinas y apostólicas bajo la forma de la proclamación doctrinal.

La cruz y la resurrección forman el corazón del “kerigma” apostólico, es decir, de la proclamación original de la salvación realizada por Cristo. “Dios ha hecho Señor y Cristo a ese Jesús al que habéis crucificado” (He 2, 36; cf. 2, 23; 4, 10), o que “fue colgado del madero” (He 10, 39; 13, 29). Las dos pertenecen a la confesión primitiva de la fe, que Pablo transmite después de haberla recibido, bajo la mención de la muerte: “Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras” (1 Cor 15, 3).

Las epí­stolas paulinas recogen cierto número de himnos litúrgicos primitivos que celebran en la alabanza el acontecimiento de Jesús. El himno de Flp 2, 6-11 presenta el itinerario de Cristo bajo la forma de una gran parábola, cuya lí­nea descendente se hunde hasta el punto extremo de la obediencia “hasta la muerte, y muerte de cruz” (Flp 2, 8). Va seguida inmediatamente por un “y por eso”, que introduce el anuncio de la glorificación de Jesús. El himno de Col 1, 12-20 menciona igualmente que “Dios se complació en hacer que habitara en él toda la plenitud, y reconciliarlo todo por él y para él, tanto en la tierra con en los cielos, habiendo establecido la paz por la sangre de su cruz” (Col 1, 19).

Semejante predicación no podí­a menos de provocar la reacción y la oposición tanto de los judí­os como de los paganos. Pablo no tarda en darse cuenta de ella en Corinto; pero, lejos de mantener la discreción sobre la “palabra de la cruz”, dirige hacia ella su predicación, proclamando la paradoja según la cual lo que es locura a los ojos de los hombres expresa la más alta sabidurí­a y el más inmenso poder de Dios: “Los judí­os piden milagros y los griegos buscan la sabidurí­a; pero nosotros predicamos un Cristo crucificado, escándalo para los judí­os, locura para los paganos; en cambio, para los llamados, lo mismo judí­os que griegos, un Mesí­as que es portento de Dios y sabidurí­a de Dios, porque la locura de Dios es más sabia que los hombres y la debilidad de Dios más potente que los hombres” (1 Cor 1, 18-25). Y añade: “Con vosotros decidí­ ignorarlo todo, excepto a Jesucristo, y Jesucristo crucificado” (1 Cor 2, 2).

Esta evocación del escándalo y de la locura de la cruz no tiene nada que ver con una exageración oratoria. Pablo resume aquí­ la reacción espontánea de los judí­os y de los paganos ante el anuncio de la salvación ligada a una ejecución capital ignominiosa. Para los judí­os un cadáver era impuro y el colgar del árbol era el signo de la maldición de Dios (cf. Gál 3, 13). Pablo se aprovecha de esta reacción negativa para reducir, por el contrario, todo el acontecimiento de Jesús o su crucifixión. La debilidad de Dios que allí­ se manifestó es infinitamente más poderosa que la fuerza de los hombres (cf. 2 Cor 13, 4). La cruz se convierte por antonomasia en el sí­mbolo de Dios mismo revelado en su Hijo.

Para Pablo la cruz es el acontecimiento de la salvación, considerado a la vez como la victoria liberadora sobre las fuerzas del mal y como la expresión del perdón de Dios. Si Jesús asume en su carne la situación del maldito que cuelga del árbol (Gál 3, 13), es para librarnos de la maldición de la Ley. En la cruz Dios ha perdonado también nuestros pecados, “cancelando el recibo que nos pasaban los preceptos de la Ley; éste nos era contrario, pero Dios lo quitó de en medio clavándolo en la cruz; destituyendo a las soberaní­as y a las autoridades, las ofreció en espectáculo público, arrastrándolas en el cortejo triunfal de la cruz” (Col 2, 13-15). De esta manera, el cortejo ignominioso de la ejecución se convirtió en el cortejo de la victoria salví­fica.

La “sangre de la cruz” ha sido ya evocada: en numerosos textos la sangrese convierte incluso en el sustitutivo de la cruz. La una y la otra se interpretarán según el lenguaje sacrificial que procede del AT (Ef 5, 2; 1 Cor 11, 24-25), y desarrollado ampliamente en la carta a los Hebreos, pero con una conversión radical de sentido, ya que no se trata de la sangre de machos cabrí­os y de toros, sino de la misma sangre de Cristo, es decir, del don existencial de su vida (Heb 9, 11-12), realizado por amor.

La carta a los Efesios celebra la cruz como el instrumento de la reconciliación de los judí­os y de los paganos, esto es, de los mismos que la negaban como escándalo y locura. Cristo “con los dos, el judí­o y el pagano, creó en sí­ mismo al hombre nuevo, estableciendo la paz, y a ambos, hechos un solo cuerpo, los reconcilió con Dios por medio de la cruz, matando en sí­ mismo la hostilidad” (Ef 2, 15-16). El objetivo de la cruz fue transformar una empresa de odio en una obra de amor y de reconciliación de Dios con los hombres y de los hombres entre sí­. La teologí­a del cordero inmolado y glorioso subraya el valor eterno de la cruz. (Ap; 1 Pe 1, 19-21).

V. La cruz del cristiano
Pero en el NT la cruz no es solamente la de Cristo. Dos logia de los evangelios invitan al discí­pulo a “llevar su cruz” con el Maestro: “Si alguno quiere seguirme, niéguese a sí­ mismo, tome su cruz y sí­game. En efecto, el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierde su vida por causa del Evangelio, la salvará” (Mc 8, 34-9, 1;cf. Mt 10, 38-39; Lc 9, 23-27). Y “el que no tome su cruz y me siga no es digno de mí­”. (Mt 10, 38; cf. 16, 24). Esta llamada va dirigida a todos. Llevar la cruz es la manera necesaria de “seguir a Jesús”; hacerlo así­ exige una renuncia de sí­ mismo y de los deberes familiares prioritarios (Mt 10, 37). Y conduce a “perder la vida”. En estas palabras, el tema de la cruz no hace ya referencia al suplicio, sino al sentido que dio Jesús a su vida y a su muerte. La cruz en ellas se ha hecho inseparable de Jesús: no se puede estar con Jesús sin estar con Jesús crucificado.

Pablo es el discí­pulo que mejor formuló esta mí­stica de la cruz de Jesús. Cuando dijo: “Yo estoy crucificado con Cristo y no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí­” (Gál 2,19), evoca primero la realidad de la salvación, que es una entrada en la muerte y la resurrección de Cristo (cf. Rom 6, 1-11), y piensa luego en esa salvación recibida en el bautismo a la que ha de corresponder todo el impulso del cristianismo (cf. Flp 3, 7-11), cuya carne ha sido crucificada con sus pasiones pecadoras (cf. Gál 5, 24). Pero esta actuación en la existencia del don recibido ha de ir acompañada de una experiencia concreta de participación en los sufrimientos de Cristo (cf. 2 Cor 4, 10), especialmente a través de las persecuciones con que se encontró en el apostolado. Así­ es como Pablo habla de los que son “perseguidos por la cruz de Cristo” (Gál 6, 12) y proclama que “lleva en su cuerpo las marcas (stigmata) de Jesús” (Gál 6, 17). Llegará incluso a decir: “Voy completando en mi carne mortal lo que falta a las penalidades de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1,24), y a gloriarse “en la cruz de nuestro Señor Jesucristo; por él el mundo está crucificado para mí­ y yo para el mundo” (Gál 6, 14).

VI. El sí­mbolo y el culto de la cruz
a) Si la cruz es tan central en el mensaje cristiano, no es extraño que se haya convertido en el “sí­mbolo del Señor” (Clemente de Alejandrí­a, Stromata VI, 11) por excelencia y que haya sido objeto de culto. Sin embargo, los cristianos tardaron algún tiempo en representar la cruz y sobre todo al crucificado. La causa de ello es sin duda el horror vinculado a este tipo de suplicio. Antes del perí­odo constantiniano, que llevó a la supresión de esta forma de ejecución, no encontramos más que muy raras representaciones de la cruz, ordinariamente bajo una forma simbólica cubierta de flores y de piedras preciosas. En el Palatino, un graffito representa con una intención burlesca a un crucificado con cabeza de asno, ante el que un personaje levanta la mano en señal de adoración. La leyenda dice: “Alexameno adora a su dios”. Esta caricatura traduce la objeción popular de los paganos. En las catacumbas la representación de la cruz sigue todaví­a siendo rara (el ancla, la tau griega). La victoria de Constantino, ligada a la visión que tuvo el emperador de la insignia de la cruz, llevó a la difusión en los escudos y en las monedas del monograma de Cristo compuesto por las dos primeras letras de esta palabra en donde la X simboliza la cruz. El monograma se convirtió así­ en un signo de victoria. Una representación monumental y triunfal de la cruz domina el mosaico del ábside de la Iglesia de santa Pudenciana en Roma (por el 390). Se trata de una cruz “gammada”, es decir, adornada de piedras preciosas, rodeada de los cuatro animales del Apocalipsis, lo cual le da un valor al mismo tiempo histórico, cósmico y escatológico. Por debajo de ella se representa a Cristo sobre el trono. Por el año 430, uno de los cuarterones de la puerta de madera esculpida en Santa Sabina de Roma representa a los tres crucificados del Gólgota, cuyo movimiento de los brazos clavados reproduce el gesto de los orantes. En el siglo VI, el mosaico del ábside de la Iglesia de san Apolinar de Rávena (año 549) presenta una composición teológica muy elaborada, centrada en torno a una cruz gammada; en el cruce de sus dos brazos aparece el rostro de Cristo; por encima de la cruz se encuentra la palabra griega ICTHYS (“pez”), anagrama de los tí­tulos de Cristo; debajo, está la inscripción latina: (salus mundi”. El evangeliario de Rábula propone, en el año 586, una composición que asocia de manera superpuesta la crucifixión de Jesús con el descubrimiento del sepulcro vací­o. Más tarde, la crisis iconoclasta que afectará al Oriente respetará la cruz, que se convierte así­ en el único motivo representable. En el siglo XII, el mosaico del ábside de san Clemente de Roma recapitulará toda esta tradición iconográfica en una composición grandiosa en donde la cruz que lleva al crucificado es un árbol inmenso de vida en cuyas ramas están representadas las escenas de la vida de los hombres y de la Iglesia.

Estas breves indicaciones sobre el origen de la representación de la cruz muestran que, tras un primer tiempo de vacilación, los cristianos antiguos se pusieron a representar la cruz, ordinariamente sola, aunque también a veces con el crucificado, sin una intención realista, sino para celebrar su valor salví­fico. De su abyección original, la cruz pasó a ser gloriosa y triunfal. De odiosa se hizo espléndida y motivo de decoración artí­stica. El Oriente permanecerá fiel a esta tradición. A lo largo de la Edad Media, el Occidente llegará progresivamente a representaciones dolorosas del crucificado. Por los siglos XIV o XV se buscará expresamente el realismo en la expresión del dolor.

b) Ya los mártires de los primeros siglos estaban impregnados del deseo de imitar a Cristo en su pasión. Pero el descubrimiento de la “vera cruz”, considerado como seguro en el siglo IV y atribuido tradicionalmente a santa Elena, contribuyó al desarrollo de su culto en la Iglesia, al mismo tiempo por la devoción a los santos lugares (Cirilo de Jerusalén es un testigo vibrante en sus Catequesis IV, 10; X, 19; XIII, 4), por la construción de basí­licas (en Jerusalén y luego en Roma), y en la liturgia, especialmente la del viernes santo, que comprenderá una “adoración” de la cruz, es decir, una veneración solemne del madero del que colgó la salvación del mundo. (En Occidente, los himnos latinos de Venancio Fortunato, Vexilla Regí­s, Pange lingua, son del siglo VI). La Edad Media conocerá un gran impulso de la devoción a la pasión a partir del siglo XI. La meditación de las caí­das, de los pasos y de las estaciones de Jesús dará lugar a la práctica del via crucis en 14 estaciones, cuya forma definitiva aparece en España en el siglo XVII.

Habrá también órdenes religiosas que se consagrarán al misterio de la cruz (cruceros, pasionistas…). Con este mismo espí­ritu, la liturgia desarrolla a lo largo del año las fiestas de la cruz. El signo de la cruz ha seguido siendo hasta hoy el signo que todos los dí­as traza sobre sí­ mismo el cristiano, invocando a la Trinidad.

VII. Las teologí­as de la cruz
a) “Crucificado por nosotros bajo Poncio Pilato”: muy pronto esta afirmación, puesta en el corazón del sí­mbolo de la fe, se convirtió en objeto de la reflexión cristiana. Justino (siglo II), primer teólogo de la cruz, se empeña en mostrar en su Diálogo con Trifón cómo la cruz estaba ya anunciada en las Escrituras: no sólo ciertos objetos (como la serpiente de bronce) y ciertos ritos (como el del cordero pascual), sino también los textos proféticos (Is 52, 13-53, 12) y los salmos (21) predicen el acontecimiento de Jesús crucificado. Sin embargo, éste aporta una novedad absoluta; y el itinerario de su existencia constituye un largo “relato de la cruz” (M. Fédou). Como ya habí­an reconocido Moisés y Platón, la cruz tiene una dimensión cósmica. Por eso Justino percibe la misteriosa relación entre la cruz redentora y la cruz cósmica: su universalidad cósmica permite dar cuenta de su universalidad histórica. La cruz transforma también la relación entre los judí­os y los paganos; instituye un orden nuevo del mundo entre las dos parusí­as de Cristo. En lo que se refiere a los paganos, Justino descubre alusiones a la cruz en las mitologí­as y en los filósofos ( Timeo 36 b-c). Esta misma teologí­a se encuentra en Ireneo de Lyón, inspirado sin duda por su predecesor: “El autor del mundo…, el Verbo de Dios…, nuestro Señor, él mismo se hizo hombre en los últimos tiempos…; él, que en el plano invisible sostiene todas las cosas creadas y que se vio hundido (en forma de cruz) en la creación eterna, como Verbo de Dios que gobierna y dispone todas las cosas. Por eso mismo “vino”, de manera visible, “a su propio terreno”, “se hizo carne” y fue colgado del madero, para recapitular en sí­ todas las cosas” (Contra las herejí­as V, 18,3).

b) En la antigua Iglesia la teologí­a de la cruz se desarroló a continuación según la doble dirección de su función salví­fica y de la identidad divina del crucificado.

¿En qué sentido Cristo fue “crucificado por nosotros” y nos salva por su cruz? La moralidad del cumplimiento de la salvación se expresó de maneras diversas. Los primeros Padres eran sensibles al valor de revelación inherente a la cruz: “Mirarán al que traspasaron” (Jn 19, 37). La cruz, vista en la fe, se convierte en una epifaní­a de Dios; es la luz que surge en medio de las tinieblas. Más generalmente, la cruz se comprende como el lugar del combate victorioso emprendido por Jesús contra las fuerzas del mal y de la muerte. Ella realiza la redención, es decir, la liberación de los hombres que habí­an caí­do bajo el poder del pecado. Esta perspectiva es descendente: en Jesús, Dios se acerca al hombre para asumir su propio combate y darle la victoria, en donde él habí­a vencido al principio. El paralelismo simbólico del árbol del primer jardí­n y del árbol de la cruz es un tema que se subraya con frecuencia.

Otra gran interpretación de la salvación por medio de la cruz es la del sacrificio. Tiene su origen en la Escritura (cf. supra). La originalidad de esta doctrina consiste en mostrar la novedad radical del sacrificio de Cristo: no solamente se trata de un sacrificio personal y existencial, sino además de un don que Dios hace al hombre en su Hijo, para que a su vez el hombre pueda darse a Dios en sacrificio espiritual. Sacrificando su vida por sus hermanos es como Jesús se ofrece en sacrificio de obediencia y de amor a su Padre. Los Padres repiten a porfí­a que Dios no tiene necesidad de sacrificios; si los pide, es para bien del hombre. Esta doctrina de la antigua Iglesia se expresa maravillosamente en san Agustí­n (La Ciudad de Dios X, 5-20). Ligada a la interpretación sacrificial de la eucaristí­a, verdadero “memorial” de la cruz de Cristo (concilio de Trento, ses. XXII), esta doctrina atraviesa los siglos, con el riesgo de conocer una regresión en la medida en que la atención se fije de manera unilateral en la inmolación sangrienta y en que la noción de expiación lleve consigo una imagen vindicativa de Dios. Cierta derivación sacrificial en los tiempos modernos conducirá así­ a comprender equivocadamente la persona del crucificado, no ya como la expresión del amor desconcertante de Dios, sino como la ví­ctima de la justicia divina. Pues bien, a la cuestión inevitable: ¿Por qué la salvación del mundo pasa por la muerte sangrienta de Jesús?, hay que responder sin vacilar: “Porque el pecado y la violencia de los hombres rechazaron al justo por excelencia, que era Jesús”. La obra de muerte procede de los hombres, mientras que la obrade vida viene de Dios (cf. He 2, 23-24). El designio amoroso de Dios supo convertir el exceso del mal en exceso del bien.

c) La tradición antigua se preguntó igualmente por la identidad divina del Crucificado, no vacilando ante la paradoja a la que conduce el lenguaje de la Escritura, formalizado según la doctrina de la “comunicación de idiomas” o propiedades. Si es verdad que el Verbo de Dios asumió como suya, desde su concepción en el seno de la Virgen Marí­a, una naturaleza y una condición humanas, hasta el punto de haberse hecho hombre a tí­tulo personal, todos los acontecimientos de su vida son acontecimientos del Verbo de Dios y se le atribuyen por justo tí­tulo. A la apropiación que atribuye el nacimientos al Verbo y proclama por esta razón a Marí­a como madre de Dios, corresponde la apropiación que atribuye al Verbo mismo su muerte en la cruz. Este es el sentido de la fórmula de los monjes escitas que será discutida antes de ser adoptada en el segundo concilio de Constantinopla del año 553: “Si alguien no confiesa que el que fue curcificado en la carne, nuestro Señor Jesucristo, es verdadero Dios, Señor de la gloria y uno de la santa Trinidad, sea anatema” (canon 10: DS 432). Este es el sentido original y profundamente cristiano del tema de la “muerte de Dios”.

d) Uno de los temas principales de la teologí­a de Lutero es el de la oposición entre la theologia crucis y la theologia gloriae. Escribe lo siguiente: “Lleva justamente el nombre de teólogo aquel que sabe lo que, del ser de Dios, es visible y está vuelto hacia el mundo, tal como esto aparece en el sufrimiento y en la cruz. Lo que es visible del ser de Dios es lo contrario de lo que es invisible: su humanidad, su debilidad, su necedad… Por eso, de nada sirve reconocer a Dios en su gloria y majestad, si no se le reconoce al mismo tiempo en la bajeza y en la ignominia de su cruz… Por eso la verdadera teologí­a y el conocimiento de Dios están en Cristo crucificado” (tesis 20 del año 1517). Lutero, inspirándose en Rom 1,18 s., condena la theologia gloriae, la obra orgullosa y pecadora del hombre que quiere conocer a Dios a partir de sus obras, a fin de justificarse a sí­ mismo por un conocimiento “ascendente”, mientras que la theologia crucis es un conocimiento “descendente”, que viene de Dios revelándose a nosotros en la contradicción de su dolor y de sus sufrimientos. Porque en la cruz de Cristo, es el ser de Dios el que se hace visible y directamente cognoscible. Con los acentos tan personales de su teologí­a existencial, Lutero pone en obra conscientemente la antigua doctrina de la comunicación de idiomas. Rechaza toda interpretación de la cruz que ponga a Dios al abrigo del sufrimiento y de la muerte. “Debes decir ciertamente: esta persona, es decir Cristo, sufre, muere. Pues bien, esta persona es verdadero Dios; por eso se dice con razón: el Hijo de Dios sufre. Porque, aunque una de las partes (por así­ decirlo), a saber la divinidad, no sufre, sin embargo la persona que es Dios sufre en la otra parte, es decir, la humanidad. Exactamente como se dice: el hijo del rey ha sido herido, aunque solamente haya sido herida su pierna” (De la Cena de Cristo, WA 26, 321, 21-29).

e) En los tiempos modernos, el tema doctrinal de la muerte de Dios en la cruz ha dado lugar al desarrollo del tema de la muerte cultural de Dios en una sociedad pretendidamente adulta. Este tema se inauguró con el famoso sueño de Juan-Pablo U. P. Richter, Siebenküs [1795], “Premier morceau floral”), orquestado luego ampliamente por F. Nietzsche. Llegó a la teologí­a cristiana hace treinta años (cf. G. Vahanian, P. van Buren, T. Altizer), con la intención de reconciliar la confesión de Jesucristo con la cultura, bien reduciendo a Dios a la figura del devenir del hombre, bien desarrollando el tema de la kénosis extrema: “Dios se ha retirado del mundo para permitirle al hombre ser él mismo”. En otras teologí­as, sensibles desde finales del siglo XIX al tema de la kénosis de Cristo y afectadas desde la segunda guerra mundial por la experiencia de la secularización y de la ausencia de Dios (“Dios se deja desalojar del mundo y ser clavado en una cruz”: D. Bonhoeffer) y por el horror de los genocidios (Auschwitz), la atención al drama humano de un sufrimiento que se renueva continuamente dirige la atención hacia el sufrimiento y el abandono de Cristo en la cruz.

VIII. La cruz y la Trinidad
a) Desde siempre el signo de la cruz se ha hecho por la enunciación de los tres nombres divinos del Padre, del Hijo y del Espí­ritu. Esta práctica traduce un ví­nculo original entre la cruz y el misterio trinitario. Ahondando en este ví­nculo, la teologí­a contemporánea lee en la cruz ligada a la resurrección de Jesús el lugar por excelencia de la revolución trinitaria. Efectivamente, es en la “economí­a” de la salvación, que tiene su cima en el acontecimiento de Jesucristo encarnado, muerto y resucitado, donde la Trinidad eterna (o inmanente) se revela según una identidad dinámica (K. Rahner). Pues bien, en la cruz vemos a Jesús portarse como Hijo perfecto, en su movimiento de obediencia y de amor al Padre. Este movimiento filial es la revelación, en lenguaje de existencia humana, del intercambio eterno durante el cual el Hijo retorna con todo su ser al Padre que lo engendró. La actitud filial de Jesús en la cruz revela su origen. Pero un movimiento semejante no puede menos de ser llevado por el movimiento eterno de generación que va del Padre al Hijo y que constituye a este último: como el Padre, así­ el Hijo. Así­ pues, la cruz es igualmente, por parte del Padre, la revelación de su paternidad a través de un acto que engendra a su Hijo en el sufrimiento: el grito de muerte de Jesús tiene el valor del grito inicial de un nacimiento (F. X. Durrwell). Además, en su acto de morir, Jesús entrega al Padre su “Espí­ritu” (Jn 19, 30), que se convertirá en el don común del Padre y del Hijo al mundo.

Todo lo que se hace leer como en filigrana en la cruz se manifiesta a plena luz en la resurrección. El Padre resucita al Hijo por la fuerza de su Espí­ritu; confirma de este modo la pretensión filial de Jesús; revela y actualiza para nosotros su generación eterna. Los textos del NT asocian la cita del Sal 2, 7: “Tú eres mi hijo; yo te he engendrado hoy” con el anuncio de la resurrección (He 13, 33; Heb 1, 5). Esta generación devida, que afecta en adelante al Hijo en su humanidad, es también un don del Espí­ritu, a fin de que sea difundido sobre los hombres. El relato de Juan muestra así­ a Jesús soplando su Espí­ritu sobre sus discí­pulos la tarde del domingo de la resurrección, para que con la fuerza de ese Espí­ritu puedan perdonar los pecados (Jn 20, 22). También Lucas relaciona el don del Espí­ritu a la comunidad con el anuncio de la muerte y de la resurrección de Jesús: “Exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espí­ritu Santo prometido y lo ha derramado sobre nosotros, como lo podéis ver y oí­r” (He 2, 33). De esta manera, el Espí­ritu, don mutuo del Padre y del Hijo, se convierte en su don común a los hombres.

La escena de la cruz, de la que Jesús hablaba como si fuera su bautismo, puede leerse como superpuesta a la del bautismo, en donde la bajada de Jesús al Jordán y su subida del mismo imitan anticipadamente el futuro movimiento de su muerte y su resurrección. Pues bien, este primer bautismo, que consagra de alguna manera a Jesús para recibir el segundo, es el lugar de una teofaní­a trinitaria, anticipación de la resurrección, durante la cual el Padre autentifica la identidad filial de Jesús (Mt 3, 17) y enví­a sobre él su Espí­ritu.

b) En nuestros dí­as Hans Urs von Balthasar ha profundizado en este tema que une la contemplación joánica de la gloria con la consideración paulina de la kénosis de Cristo, llevando hasta el extremo los términos de la paradoja de la muerte y de la vida. Si Jesús es el centro de la figura de la revelación, la cruz de Jesús es el centro de ese centro. Pero la kénosis del fin revela tambiénla del origen; la “manera” de morir remite a la “manera” de nacer. La kénosis humana de Jesús en la muerte revela de este modo la kénosis de Dios, en donde el Verbo hecho carne se convierte en no-Palabra. Porque en el silencio absoluto de la muerte del Hijo se expresa paradójicamente el Dios que habla, promete y vive. El itinerario de la vida de Jesús está totalmente orientado hacia ese “peso de la cruz”. Esta kénosis absoluta revela el amor absoluto de Dios, un amor más fuerte que la muerte y el pecado, y finalmente su gloria. Porque el “hiatus” de la cruz es la revelación absoluta del “peso” de Dios, es decir, según la etimologí­a del kabod bí­blico, de su Gloria.

Que el ser mortal de la carne pueda expresarse a sí­ mismo como Verbo o Palabra inmortal, ésa fue la contradicción que vivió, asumió y superó la omnipotencia del amor de Dios. Porque el abismo entre los contrarios quedó colmado por la desapropiación y el abandono absoluto de Cristo al Padre. Su pascua es el “puente” que franquea ese “hiatus”. En la cruz se cumple la unión de la potencia suprema con la suprema pobreza, en la desapropiación total que Jesús hace de sí­ mismo y que perpetúa en la eucaristí­a, a fin de llenar el espacio eclesial de su Palabra hecha carne. En la cruz el Verbo enmudecido expresa una transparencia absoluta al Padre, que confirmará su resurrección. Ese es el misterio de la kénosis sobre el que el autor se detiene con amoroso respeto, en referencia a Flp 2, 6-11.

Balthasar recoge aquí­ un pensamiento muy apreciado por S. Bulgatov, para quien el desinterés de las personas divinas, puras relaciones en la vida intratrinitaria, tiene que comprenderse como el fundamento de todo. Fundamenta una primera forma de kénosis, la de la creación, en la que el Creador abandona en favor de su criatura una parte de su propia libertad. Pero Dios puede atreyerse a ello más que en la previsión de una segunda kénosis, la de la cruz, en la que el Hijo transpone su ser-engendrado del Padre en la forma humana de la obediencia hasta la muerte. Por otra parte, toda la Trinidad está comprometida en este acto: el Padre en cuanto que enví­a al Hijo y lo entrega a la cruz, el Espí­ritu en cuanto que une a los dos en el tiempo de su distancia. De esta manera, la cruz de Cristo está inscrita desde el origen en la creación, como demuestra la teologí­a del cordero de Dios, inmolado y glorioso, “predestinado desde antes de la fundación del mundo” (1 Pe 1, 20).

c) J. Moltmann, teólogo reformado, ha sufrido la influencia de Balthasar y propone igualmente una lectura trinitaria del misterio de la cruz: “El concepto teológico de la contemplación del Crucificado es la doctrina sobre la Trinidad. El principio material de esa doctrina es la cruz de Cristo. El principio formal del conocimiento de la cruz es la doctrina de la Trinidad” (El Dios crucificado, p. 341). Subraya cómo la cruz resiste a sus interpretaciones e intenta superar la oposición clásica entre teí­smo y ateí­smo. Teológicamente sensible al drama de los sufrimientos de hoy, hace descansar toda su lectura de la cruz en el grito de abandono de Jesús. Procurando descartar toda noción de Dios presupuesta por la metafí­sica, Moltmann escribe:
“El Hijo sufre a causa de su amor el abandono del Padre en su muerte. El Padre sufre a causa de su amor el dolor de la muerte del Hijo. Lo que surge del acontecimiento entre el Padre y el Hijo, como el Espí­ritu que da amor a los abandonados, como el Espí­ritu que vivifica lo muerto… Aquí­ hemos interpretado trinitariamente el acontecimiento de la cruz como suceso de relación entre personas, en el cual éstas se constituyen en su relación mutua. Con lo cual queda dicho que en el acontecimiento de la cruz hemos visto sufrir no sólo a una persona de la Trinidad, como si la Trinidad estuviera antes en sí­ misma, existiendo en la naturaleza divina. Por tanto, interpretada la muerte de Jesús no como un acontecimiento humanodivino, sino como trinitario entre el Hijo y el Padre. En la relación para con su Padre se cuestiona no la divinidad y humanidad de Cristo y su mutua correspondencia, sino el aspecto total y personal de la filiación de Jesús. Este punto de partida es nuevo respecto de la tradición. Supera la dicotomí­a entre Trinidad inmanente y economí­a, así­ como entre la naturaleza de Dios y su í­ntima Trinidad. Hace necesario el pensamiento trinitario en orden a la salvaguarda de la cruz de Cristo” (El Dios crucificado, 347-348).

Este hermoso texto, que recapitula el pensamiento de Moltmann, franquea alegremente un umbral terrible, el de la analogí­a y la transcendencia absoluta de Dios. Al referirse al “axioma fundamental” por el que Rahner afirma la identidad entre la “Trinidad inmanente y la Trinidad económica”, Moltmann se olvida de tomar en cuenta el hecho de que la primera está presente en la segunda en la medida en que se comunica entonces “libre y graciosamente”. Intentando evitar toda separación, llega a negar toda distinción entre las dos y a proponer el acontecimiento de la cruz como el lugar de un proceso en el que la Trinidad se realiza como tal. Dios se hace Trinidad en la historia. Se comprende la crí­tica que dirige entonces W. Kasper a su colega Tubinga: “Sin la distinción fundamental entre Dios y el mundo, entre el cumplimiento interior al mundo y el cumplimiento escatológico, entre la Trinidad inmanente y la Trinidad económica y -last, not least- la “naturaleza” y la “gracia”…, no es posible y sobre todo no es crí­tica una teologí­a” (Diskussion über Jürgen Moltmanns Buch “Der Gekreuzigte Gott”, Kaiser, Munich 1979). Sin embargo, la preocupación de Moltmann de hablar no solamente de la muerte de Dios, sino de la muerte asumida en Dios, sigue siendo justa. Igualmente es verdad que “la manifestación de Dios pertenece también a su ser” (cf. J. Moingt: RechScRel 65 [1977] 219-326).

d) E. Jüngel, teólogo luterano, ha desarrollado también el tema de la relación entre la cruz y la Trinidad en su libro Dios, como misterio del mundo. Jesucristo crucificado es el “vestigium Trinitatis”. “La doctrina cristiana del Dios trino es la quinta esencia de la historia de Jesucristo, porque con la distinción de un Dios en las tres personas del Padre, del Hijo y del Espí­ritu Santo, llega a su verdad la realidad de la historia de Dios con el hombre” (Ibid., 439). Jüngel se pregunta “en qué medida es la historia de la vida y pasión de Jesús el indicio que nos lleva a la fundamentación de la fe en el Diostrino (ibid., 448). La respuesta se encuentra en la relación única de Jesús con Dios, reveladora y realizadora de una nueva comunión del hombre con Dios. “Por tanto tendremos que haber percibido en el ser del hombre Jesús la nueva autoevidencia de la reconciliación y la contraposición concomitante de=con las autoevidencias dominantes” (ibid., 454). Jesús revela el misterio trinitario de Dios hasta el abandono mismo que experimenta. “Por cuanto que se abandonó total y absolutamente a Dios, terminó su vida en el acontecimiento de total abandono por parte de Dios” (ibid., 460). “Pues el Dios que se identifica con Jesús muerto se presenta en la muerte de Jesús de tal manera que comparte el abandono por parte de Dios de Jesús. Pero esto sólo tiene sentido, si podemos distinguir en consecuencia realmente entre Dios y Dios” (ibid., 468), es decir, entre el Padre y el Hijo; “es Dios el Espí­ritu el que permite que el Padre y el Hijo sean uno en la muerte de Jesús en distintibilidad real, es decir, uno frente al otro… De este modo precisamente Dios, en su unidad, se distingue trinitariamente” (ibid.), sin que por ello quede rota su unidad. Para concluir, “creer con Jesús en Dios (el Padre) quiere decir por eso creer con necesidad (pascual) en Jesús o como Dios (el Hijo). Sin embargo esa fe no viene del hombre; sólo es posible en virtud del Espí­ritu que viene al hombre. Por eso, creer con Jesús en Dios, y en Jesús como Dios, significa creer en (=dentro del) el Espí­ritu Santo” (ibid.). El Dios-Trinidad es misterio del mundo en la medida en que viene hacia el mundo.

IX. La cruz de Jesucristo, luz sobre el sufrimiento humano
El obscuro problema del sufrimiento de los hombres sigue enfrentándose cada vez más con la pregunta insatisfecha: “¿por qué?” Para muchos constituye un obstáculo infranqueable para la fe, ya que ofrece la ocasión de poder acusar a Dios mismo. Nuestra finalidad en este lugar es solamente señalar cómo la cruz arroja una luz sobre el escándalo, profundamente evocado, del sufrimiento.

La respuesta cristiana a la densidad trágica del sufrimiento en la historia de los hombres no pertenece en primer lugar al orden del discurso. Se inscribe en un acto de “compasión”. Dios en su Hijo viene a compartir este sufrimiento, tanto fí­sico como moral y espiritual; viene a traer en su carne el dolor de la agoní­a y de una muerte especialemnte cruel. Y lo hace, no por amor al sufrimiento, sino por amor a los hombres que sufren. Sin ninguna voluntad de establecer un record, asume el sufrimiento por el mismo tí­tulo con que asume una naturaleza y una condición humanas. En esta solidaridad querida con todos nuestros sufrimientos hay una verdad y un amor que hablan por sí­ mismos y que son ya un consuelo. Porque todo ser humano, sea cual fuere el abismo de su sufrimiento, puede dirigir su mirada hacia la cruz.

Pero Jesús no sacraliza el sufrimiento en cuanto tal, no le da al sufrimiento en cuanto sufrimiento un valor salví­fico. En sí­ mismo, el sufrimiento es y sigue siendo un mal; por sí­ mismo, más fácilmente puede engendrar la rebeldí­a, la degradación del ser, el repliegue sobre sí­ mismo o el masoquismo, que la superación. Del mismo modo, el sufrimiento de Jesús no puede ser un precio que haya que pagar a Dios por los pecados de la humanidad. Hacer que intervenga un esquema semejante de compensación vindicativa entre Dios y su Hijo es una grave injuria contra la idea cristiana de Dios. Una injuria que, por desgracia, no siempre se ha evitado en la historia de la teologí­a.

Así­ pues, rigurosamente hablando, no es la cantidad del sufrimiento de Cristo lo que nos salva, ni siquiera su muerte, sino su manera de morir, el acto de libertad amorosa y el don de sí­ mismo con el que Jesús vivió hasta el fondo el sufrimiento de su muerte. De aquello que era fruto del odio y del pecado, él hizo algo así­ como el “combustible” de la caridad. En este sentido hemos de decir que Jesús “convirtió” el sufrimiento en el combate que llevó a cabo contra él. Si lo tomó sobre sí­, fue para pasar al mundo de la resurrección y, por consiguiente, para suprimirlo. En el movimiento contagioso de su amor les dio a todos los hombres la posibilidad de sufrir con él, es decir, de vivir también ellos la conversión del sufrimiento. De esta manera, todo sufrimiento es una cuestión planteada a nuestra libertad, a la que le corresponde en definitiva darle sentido o, por el contrario, dejarlo a su sin-sentido perverso. Esta enseñanza es toda una lección de vida, un ejemplo vivo y atractivo que da a todos los que la aceptan la fuerza necesaria para vivir y morir con Cristo y como Cristo.

La cruz de Cristo es la única respuesta definitiva al sufrimiento de los hombres. La cruz no es ni un discurso ni una teorí­a, ni mucho menos una justificación o una apologí­a. Es un acontecimiento: el encuentro de Dios mismo con el sufrimiento. Es un acto de libertad divina que mantiene juntos los dos rostros del sufrimiento, su horror y su belleza. Su horror, porque se trata del sufrimiento del justo y del inocente, el más escandaloso que puede existir. Pero también su belleza, porque la manera de sufrir de Jesús es ya una transfiguración y una victoria. Jesús ama sufriendo y sufre amando. “Pues habiendo sido probado en el sufrimiento, puede ayudar a los que se ven probados” (He 2, 18). Por eso precisamente, después de la cruz, el término mismo de sufrimiento ha cambiado de sentido en el lenguaje cristiano. Por una metonimia de la que tenemos que ser conscientes, designa en adelante el amor que sufre, tanto el amor manifestado por Cristo doliente como el amor que desea estar con el Cristo doliente. Por tanto, si al cristiano se le invita a sufrir con Cristo, a tomar su cruz y a seguirle, se trata ante todo de una invitación a amar con Cristo.

[–.> Adoración; Amor; Apocalí­ptica; Ateí­smo; Bautismo; Biblia; Comunidad; Concilios; Confesión de Fe; Creación; Doxologí­a; Escatologí­a; Espí­ritu Santo; Eucaristí­a; Experiencia; Fe; Hijo; Historia; Iglesia; Ireneo de Lyón; Jesucristo; Judaí­smo; Liturgia; Logos; Marí­a; Misión, misiones; Misterio; Muerte de Dios; Naturaleza; Oración; Padre; Padres (griegos y latinos); Pascua; Personas divinas; Procesiones; Religión, religiones; Revelación; Salvación; Teí­smo; Teologí­a y economí­a; Trinidad; Vida cristiana.]
Bernard Sesboüé

PIKAZA, Xabier – SILANES, Nereo, Diccionario Teológico. El Dios Cristiano, Ed. Secretariado Trinitario, Salamanca 1992

Fuente: Diccionario Teológico El Dios Cristiano

Los evangelistas orientan toda 1 a narración de la vida histórica de Jesús hacia la pasión. La pasión constituve entonces no una simple conclusión, sino la meta, la fase decisiva y culminante de esa historia. Y la cruz es por consiguiente como el punto de gravedad hacia el que tiende la vida de Jesús. Y la razón de esta orientación se encuentra en él, es decir, en la fidelidad absoluta al Padre en la que tradujo todo su amor filial.

Oueriendo señalar los “sentimientos” (cf. Flp 2,5) que marcaron su ilisión, hay que hacer referencia a la obediencia incondicionada, a la entrega total, a la confianza ilimitada: tales son las caracterí­sticas esenciales y al mismo tiempo las formas de actuación de un amor que le costó a Jesús toda una vida puesta a disposición de la voluntad del Padre y ofrecida por la salvación del mundo. Expropiándose radicalmente de sí­, al afrontar la “prueba” crucial de la pasión, hizo de su propia muerte, aceptada con plena libertad por amor, el acontecimiento con el que llevó a término la obra de Revelador de Dios y de Salvador del mundo (cf. Jn 19,30).

Sólo cuando fue “elevado de la tierra”, el Hijo de Dios estuvo en disposición de “atraer” a todos hacia sí­ (cf. Jn 12,32), y ~ a que sólo cuando fue clavado en la cruz se convirtió de forma definitiva en Palabra e Imagen de Dios, que es Amor. Haciéndose carne y carne “crucificada” por amor, se hizo amor crucificado. La cruz, por tanto, es la Última palabra, la más elocuente, con la que él, la Palabra en persona, reveló y sigue revelando el rostro paternal ~ misericordioso de Dios. Por otra parte, es en su humanidad glorificada donde indeleblemente representa también al Padre, haciéndolo visible: “El que me ve a mí­, ve al Padre” (Jn 14,9). Pues bien, el Señor Resucitado no tiene otro punto de referencia para darse a conocer y acoger en la fe más que su condición humana, cuyo valor simbólico-expresivo queda asegurado por los signos que dejó en su cuerpo la pasión (cf. Lc 24,36-43; Jn 20,27).

La reflexión sobre la cruz de Jesús representa en Última instancia el camino real de acceso al Dios trinitario. El Crucificado muestra su propia identidad de Hijo “predilecto” del Padre a través de la actitud oblativa y de la obediencia expresada en el don de la vida. El Padre participa en la cruz del Hijo “com-padeciendo” con él en el silencio y llevando a término, con la “entregan -el abandono- del Hijo a la muerte, el acto de amor realizado por el mundo, cuva concreción histórica está representada en la encarnación, con su dimensión de enví­o. El Espí­ritu, al ser en Dios la Persona-Amor que se encuentra en los dos polos de la intimidad más unitiva y de la donación más extrema, y al estar permanentemente presente en la historia y en el “corazón” de Jesús, cooperó en su muerte de cruz infundiéndole el impulso de amor incondicionado que lo transformó en sacrificio agradable al Padre (cf. Heb 9,14). y, desde el momento en que es derramado por el Padre en el Corazón de los creventes por la mediación del Crucificado resucitado (cf. Jn 19,31-34) y por tanto como don hecho por él al mundo con su propia oblatividad, representa para la comunidad cristiana el Único exegeta fiable de Jesús, de la Palabra de Dios hecha carne crucificada por amor.

El seguimiento y la imitación de Jesucristo, en los que se condensa la peculiaridad de la experiencia espiritual cristiana, están estrechamente subordinados a la docilidad al Espí­ritu; y el crecimiento en la conformidad, dirigida a hacer de todo discí­pulo una “imagen” viva del Maestro, sigue el ritmo del camino que se hace llevando, con él y como él, la cruz de la fidelidad incondicionada al Padre (cf. Mt 10,38; i6,24; Mc 8,34. Lc 9,23; 14,27). Este ritmo va marcado bien por la sumisión a la acción iluminadora y transformadora del Espí­ritu, bien por la intensidad del compromiso de conversión, dirigido a renunciarse a sí­ mismo para dar lugar al Otro, poniéndose enteramente a disposición de Cristo Crucificado para acogerlo en el propio corazón y en la propia vida, dejando que él realice la intimidad amorosa más profunda (cf. Gál 2,20).

Sólo de esta manera se hace capaz el discí­pulo de recibir, percibir y compartir el amor oblativo y solidario del Crucificado. “En esto hemos conocido lo que es el amor: en que él ha dado su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos” (1 Jn 3,16).

Y Battaglia

Bibl.: J Moltmann, El Dios crucificado, Sí­gueme, Salamanca 19i5; AA. VV , Teologí­a de la cruz, Sí­gueme, Salamanca 19i9; O, Casel, Misterio de la cruz, Madrid 1964: B, Sesboué, Cruz, en DTDC, 31 i-333.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO: I. La cruz en la vida de Jesús: 1. Apologí­a en defensa de la muerte de Jesús; 2. Desarrollo de la teologí­a de la cruz; 3. La teologí­a de la Carta a los Hebreos – II. La enseñanza del NT acerca del lugar que ocupa la cruz en la vida del cristiano: 1. El “logion” evangélico sobre llevarla cruz; 2. La enseñanza de san Pablo: 3. Ulteriores desarrollos neotestamentarios – III. La cruz en los primeros cinco siglos: 1. Los tres primeros siglos; 2. Los ss. IV y V – IV. La cruz en la Edad Media: 1. Continuidad y desarrollo; 2. Un punto culminante de este desarrollo – V. La cruz en la Iglesia postridentina: 1. Contribución de la escuela española; 2. Coherencia doctrinal y práxica en los últimos siglos – VI. La cruz en el s. XX: 1. Razones teológicas del cambio; 2. Razones socio-psicológicas; 3. Prognosis para el futuro: a) Progresos en teologí­a, b) El servicio del Cuerpo de Cristo; 4. Presencia perenne de Cristo crucificado.

En la historia del cristianismo, la cruz, en la cual Cristo murió y a través de la cual llegó a la resurrección, se ha convertido en el arquetipo eminente de la acción salví­fica de Dios y en el modelo de la respuesta del hombre. El niño que hace la señal de la cruz y el santo que ha interiorizado personalmente el misterio de la pasión de Cristo, dan testimonio de su significado perenne en la vida y en la praxis cristiana. Crux stat dum orbis volvitur.

1. La cruz en la vida de Jesús
La muerte de Jesús en la cruz sólo puede comprenderse debidamente a la luz del ministerio precedente. Jesús dedicó su vida y actividad a cumplir la misión que el Padre le habí­a confiado, es decir, a inducir a los hombres a aceptar la plena soberaní­a de Dios. Sin embargo, el ministerio de su predicación suscitó oposiciones y contrastes. Sin intimidarse por ello, permaneció fiel a su tarea, incluso en medio de las crecientes dificultades. El cuarto evangelio, cuando habla de la obediencia de Jesús al Padre, subraya la plena conciencia que tení­a de que Dios obraba en él para realizar la salvación del hombre (Jn 3,17; 5,19ss; 6,37ss; 9,4). Confiando plenamente en que las pruebas que le imponí­an los hombres no podí­an obstaculizar la voluntad salví­fica divina (Jn 2,19ss; 10,18), siguió dedicándose sin desmayo al cumplimiento de su misión, aun previendo que habrí­a de terminar en un fracaso desde la perspectiva humana.

Hacia la mitad de su ministerio comenzó a hablar proféticamente de su trágico fin (Mc 8,31; Mt 16,22s; Lc 9,22). En aquellas predicciones indicó claramente el tipo de muerte que padecerí­a a manos de los hombres. Sin embargo, con su insistencia en la necesidad de esta muerte como cumplimiento de la voluntad salví­fica divina (el verbo griego dei -es necesario- expresa un imperativo divino) y con la promesa confiada de su posterior resurrección, dejó ver claramente que su muerte serí­a un elemento esencial en la realización del plan redentor divino. Los apóstoles no lo comprendieron; por eso, cuando llegó el momento de la crucifixión, ésta se convirtió para ellos en amarga desilusión, que truncó todas sus esperanzas.

Sólo cuando la resurrección de Jesús fue plenamente iluminada y aclarada por el Espí­ritu Santo en pentecostés, consiguieron los apóstoles comprender que la cruz no habí­a obstaculizado el cumplimiento de su misión. En el NT podemos distinguir varios niveles en la creciente comprensión por parte de la Iglesia del significado de la muerte de Jesús en la obra salví­fica divina.

1. APOLOGíA EN DEFENSA DE LA MUERTE DE JESÚS. – El nivel más primitivo del kerygma cristiano muestra que los apóstoles tuvieron que responder a objeciones hostiles a la aceptación de Jesús resucitado como Mesí­as. Los adversarios basaban sus ataques en que habí­a muerto en una cruz ignominiosa y en que habí­a sido condenado y rechazado por el judaí­smo oficial. Para rebatir esta crí­tica, los apóstoles idearon una apologí­a de la muerte de Jesús y explicaron que habí­a sido provocada por la maldad de los hombres, que habí­a sido preestablecida por el mismo Dios y que habí­a sido anunciada en las profecí­as veterotestamentarias (He 2,23; 3,13ss. 18; 13,27ss). A este fin, recurrieron principalmente a la profecí­a de Isaí­as sobre el siervo paciente de Yahvé (He 3,13.26; 4,27.30; cf Is 52,13 – 53,12) y a los textos de los salmos, que interpretaron proféticamente (He 4,11, cf Sal 118,22; He 4,25s; cf Sal 2,1s).

2. DESARROLLO DE LA TEOLOGíA DE LA CRUZ – Las cartas de san Pablo atestiguan que los primeros cristianos llegaron pronto a descubrir grandes y positivas riquezas en el misterio de la muerte de Jesús. La consideraban dotada del carácter de un sacrificio perfecto, capaz de perdonar efectivamente el pecado y de establecer una nueva relación de alianza con Dios (Rom 3,24; 4,25 – 5,2; 1 Cor 5,7; 2 Cor 5,19; Ef 5,1). Dado que Jesús habí­a muerto en obediencia a la voluntad del Padre (Rom 5,19; Flp 2,8; Heb 10,4ss), su cruz fue acogida como una manifestación eminente del amor de Dios (Rom 5,6ss; 8,32ss) y como instrumento efectivo de la sabidurí­a y del poder divinos en la obra de la reconciliación del hombre con Dios (1 Cor 1,18ss; Col 1,19s).

Estas profundas intuiciones de fe se reflejan en el vocabulario del NT, que emplea palabras como “cruz”, “madero”, “muerte”, “sangre” en un sentido arquetí­pico. Aunque estos términos se refieren a elementos materiales y a experiencias reales de la vida de Jesús, están iluminados por la luz de la acción salví­fica y perfecta de Dios, la cual se puso plenamente de manifiesto en la gloria mesiánica de la resurrección.

3. LA TEOLOGíA DE LA CARTA A LOS HEBREOS – El autor anónimo de esta carta hizo avanzar mucho la comprensión de la Iglesia acerca de cuanto la cruz implicaba para la humanidad de Jesús y de cuanto suponí­a en pro del establecimiento de una nueva alianza (Heb 8,6-9.15). Muestra que el sufrimiento plenamente humano soportado por Jesús hizo de él un sumo sacerdote lleno de compasión y que su muerte en la cruz fue un sacrificio plenamente sacerdotal que dura por siempre a fin de purificar a los hombres del pecado, y de unirlos a Dios (Heb 2,10; 4,14ss; 5,7ss; 10,1-18).

II. La enseñanza del NT
acerca del lugar que ocupa la cruz
en la vida del cristiano
Así­ como la muerte de Jesús en la cruz debe su significado propio y su poder salví­fico al amor con que Jesús cumplió fielmente la misión que el Padre le habí­a confiado, así­ el NT subraya también la devoción y la fidelidad a Dios que deben producir en el cristiano la eficacia y el ejemplo de su muerte. Los escritos inspirados, lejos de enseñar una doctrina y un interés masoquistas por el sufrimiento, afirman claramente que toda forma de-“seguimiento” sacramental o comportamental de los sufrimientos de Jesús incluye necesariamente el “poder de su resurrección”, que da vida, luz y fuerza en orden a una í­ntima unión con Dios y a una cooperación activa en su obra salví­fica en el mundo (Flp 3,10s; 2 Cor 1,5s).

1. EL “LOGION” EVANGELICO SOBRE LLEVAR LA CRUZ (Mc 8,34; Mt 10,38; 16,24; Le 9,23; 14,27) – Es dudoso que estas palabras de Jesús a propósito de la cruz del discí­pulo se refieran figuradamente a la cruz de madera de la pena capital romana, dado que ésta no se habí­a empleado nunca como sí­mbolo literario del sufrimiento humano. A la luz del contexto de Mc 8,34 y teniendo en cuenta que las predicciones de Marcos sobre la pasión no mencionan la crucifixión, parece probable que esta figura retórica se refiere más bien al “yugo” de Cristo exaltado en Mt 11,29 o al conjunto de sacrificios exigidos a cuantos quieren seguir a Jesús. También es más verosí­mil que esta figura retórica se base en la práctica hebrea de señalar a una persona o de ungir con una cruz (+ o X, la forma antigua de la letra hebrea tau) como signo de arrepentimiento y distintivo espiritual que consagra al hombre a Dios (Ez 9,4; Salmos de Salomón 15,6ss). Por eso el logion puede haber tenido originariamente este significado: “Todo el que no se signa con esta + (o sea, no se arrepiente y no se dedica completamente a Dios), no puede ser mi discí­pulo”. El logion, unido a la sucesiva comprensión eclesí­al del misterio de la cruz de Jesús, se convirtió en sí­mbolo del discipulado cristiano y dio origen al rito de signarse la frente con la cruz en las ceremonias penitenciales y bautismales.

2. LA ENSEí‘ANZA DE SAN PABLO – A este apóstol se le puede llamar el teólogo de la presencia de la cruz de Cristo en la vida cristiana. No se limita a enseñar el poder que tiene la cruz para librar a los hombres del pecado y del egoí­smo, de la muerte y de los lazos terrenos veterotestamentarios, sino que enseña también por qué “la sangre de la cruz” ha establecido una nueva alianza, en la cual los hombres viven unidos a Dios y en caridad unos con otros (Ef 2,13-22). Por eso, según san Pablo, todo cristiano debe vivir como quien en el bautismo ha sido “crucificado con Cristo” (Gál 2,19ss; 5,24; Rom 6,1-11; Col 2,Ilss). Esto significa que el cristiano, por participar del amor y la obediencia de Cristo en la cruz, debe dar muerte constantemente al pecado y al egoí­smo, que impiden amar a Dios y amar a los hombres, así­ como la alegrí­a y la paz que irradian de la vida resucitada del Señor (Col 3,2ss).

3. ULTERIORES DESARROLLOS NEOTESTAMENTARIOS – La Carta a los Hebreos y la 1 de Pedro, escritas en un perí­odo de dificultades, de tentaciones y persecuciones, introducen el nuevo tema de que el cristianismo necesita contemplar los sufrimientos de Jesús a fin de imitar su espí­ritu de fidelidad, de caridad y de adquirir fuerza para seguir su ejemplo (Heb 12,2; 1 Pe 2,2lss). Estos escritos son básicos por el acento que ponen en la ejemplaridad de la cruz, tema que será dominante en la espiritualidad medieval e incluso más tarde.

El autor de la Carta a los Hebreos profundiza notablemente la teologí­a de la cruz en la vida cristiana. Relaciona í­ntimamente la “perfección” y la madurez cristiana (expresada mediante el término griego teleios) con el hecho de haberse convertido Jesús en “perfecto” (teleioun), es decir, de haber sido ordenado sumo sacerdote’ a través de los sufrimientos humanos de su pasión, y de la exaltación gloriosa de su resurrección (Heb 2,10; 5,9; 10,14; 12,23). Con esta correlación verbal enseña que la “perfección” del pueblo sacerdotal depende de la medida en que se apropia el espí­ritu de amor y de obediencia con que el Jesús humano fue “perfeccionado” en su pasión y en la cruz.

III. La cruz en los primeros cinco siglos
La rica semilla presente en la enseñanza neotestamentaria sobre la muerte de Cristo no dio fruto en seguida en los siglos inmediatamente sucesivos. Dados los errores cristológicos que amenazaban la fe en la divinidad de Cristo, fue preciso subrayar la gloria de Cristo resucitado y su majestad de Hijo de Dios y de pantokrator. Los primeros Padres, al hablar de la muerte de Cristo, subrayan la poderosa acción salví­fica de Dios, el cual emplea la cruz como instrumento de su actividad. Sólo los dos últimos siglos de este perí­odo dan testimonio de un florecimiento de la doctrina neotestamentaria sobre la función ejemplar de la humanidad de Jesús en la obra de la salvación y en la conducta de la vida cristiana.

1. LOS TRES PRIMEROS SIGLOS – Los escritos de este perí­odo desarrollan el significado de la cruz como instrumento de la obra salví­fica divina, para lo cual recurren principalmente a una interpretación tipológica alegórica del AT, a imitación del mismo NT (Jn 3,14ss; 1 Pe 3,20ss; Heb 9,11ss). Así­, comparan la cruz con el árbol de vida del paraí­so terrenal, con el arca de Noé, con la leña del sacrificio que Isaac llevó al monte Morí­a, con la escala de Jacob, con la vara de Moisés y con la serpiente de bronce. Estos motivos fueron ampliamente desarrollados en la catequesis de la época y entraron a formar parte de la liturgia del bautismo y de la eucaristí­a.

Sin embargo, también en este perí­odo primitivo unos pocos escritores, como san Ignacio de Antioquí­a (+ 117) y san Policarpo (+ 165), recuerdan los sufrimientos de Cristo para reforzar su invitación a ser fieles a Dios a imitación del Maestro, el cual a su vez fue sometido a persecución. Las Acta Martyrii Polycarpi XVII, 3 (PG 5, 1042) indican el principio que presidirá una gran parte de la espiritualidad futura; hablando de los mártires, juntan sus tres roles de testigos (martyres), de discí­pulos (rnathetai) y de imitadores (mimetai) de Cristo. Ignacio, además, en su Carta a los Romanos relaciona estrechamente sus comienzos de discí­pulo (V) con su deseo de ser “un imitador de la pasión de mi Dios” (VI) (PG 5, 691.693).

En su polémica con los gnósticos y con los docetas, san Ireneo (+ 197) y Tertuliano (+ 220) escribieron más por extenso sobre los sufrimientos de Cristo. Pero el testimonio más abundante y fecundo sobre el papel de la humanidad de Cristo en los misterios que santifican la vida humana, lo encontramos en losescritos de Orí­genes (+ 250), el cual en sus comentarios bí­blicos combina la interpretación alegórica con una atenta observación de la influencia que han de tener en la vida cristiana las palabras y los actos de Jesús.

2. Los SIGLOS IV Y V – La conversión del emperador Constantino (312) y el hallazgo de la cruz de Cristo dieron un impulso notable a las manifestaciones públicas de veneración de la cruz. Con la adopción del cristianismo como religión del imperio, la cruz surgió como sí­mbolo oficial. Se convirtió en estí­mulo para prodigarse y sacrificarse en este mundo, y en una garantí­a del triunfo en la vida futura. La devoción a la cruz pasó a ocupar un puesto importante en la espiritualidad cristiana del s. iv, según se desprende del desarrollo de una liturgia en su honor y de la popularidad de las peregrinaciones al Gólgota y al Santo Sepulcro. Partes de la cruz, trasladadas a los paí­ses occidentales, originaron manifestaciones populares de fe en su poder de librar a los cristianos de cualquier forma de mal.

Entretanto, las homilí­as de san Ambrosio (+ 397), de san Juan Crisóstomo (+ 407) y de san Agustí­n (+ 430), que pretendí­an hacer de la enseñanza neotestamentaria una realidad de la vida de los cristianos, suscitaron un vivo interés por los misterios de la vida y de la muerte de Cristo. El acento que Juan Crisóstomo poní­a en la sangre de Cristo y en su poder de purificar y de fortificar evoca todas las enseñanzas de san Pablo sobre el papel de la muerte de Jesús en el misterio de la redención. San Ambrosio, y particularmente san Agustí­n, anticipan el énfasis que pondrí­a la espiritualidad sucesiva en la permanente presencia de la pasión de Cristo en la miseria, los sufrimientos y la opresión del pueblo de Dios. Socorrer las necesidades espirituales y corporales de los hombres significa asistir al Cristo total en su pasión, puesto que la Cabeza y los miembros forman un solo cuerpo. [Cf Ambrosio, Expositio evangelii sec. Lucam VI, 33 (PL 15, 1763); Agustí­n, Enarratio in Ps. 58,2; 61,4 (PL 36,693 y 750s)].

IV. La cruz en la Edad Media (500-1500)
Este perí­odo no sólo continuó la veneración popular por la cruz en un tiempo caracterizado por un espí­ritu groseramente materialista y además supersticioso, sino que también registró notables progresos en la teologí­a espiritual de la presencia de la cruz en la vida cristiana.

1. CONTINUIDAD Y DESARROLLO – En los orí­genes de las grandes tradiciones monásticas, el énfasis puesto en la cruz -anticipado ya por Pacomio (+ 346)-desempeñó un gran papel en la interpretación de la vida religiosa. La profesión monástica se veí­a como un segundo bautismo; por ello las hornillas y la liturgia que acompañaban su rito subrayaban la necesidad para el monje de vivir crucificado con Cristo frente al mundo, al pecado y a los placeres de la carne. En recompensa, se le prometí­a una participación plena en la alegrí­a y en la paz del Señor resucitado. Hasta los detalles del hábito monástico eran interpretados como elementos que le recordaban al monje su deber de llevar continuamente la cruz de Cristo.

Mientras los religiosos de las primeras órdenes monásticas iban profundizando en el misterio de la cruz, la devoción popular se manifestaba en la erección de reproducciones de la cruz y en su difusa exhibición sirviéndose de todo tipo de arte y de pintura europea. Como san Agustí­n, que, al arribar a Inglaterra en 596, llevaba delante una cruz de plata en lugar de una bandera, también los reyes de la época sustituyeron en las guerras los estandartes reales por la cruz. En la piedad popular sajona y en otros lugares se erigieron cruces de piedra un poco por todas partes, mientras que se empleaba siempre una reproducción de la cruz para garantizar la bendición de Dios en todo tipo de necesidades humanas; por ejemplo, para curar a los enfermos, para obtener la fertilidad de la tierra o para encontrar el ganado perdido. La gente no siempre viví­a según el espí­ritu de Cristo crucificado, pero mostraba una fe sumamente supersticiosa en el poder de la cruz. Esta devoción popular tuvo reconocimiento oficial y experimentó un nuevo impulso cuando, en 701, el papa Sergio 1 instituyó la fiesta de la exaltación de la cruz.

2. UN PUNTO CULMINANTE DE ESTE DESARROLLO – El último perí­odo de la Edad Media (del s. xu al s. xv) puede llamarse el perí­odo de oro de la fecundidad de la doctrina de la cruz. Lo que se habí­a anticipado en los escritos de san Gregorio Magno (+ 604) y de san Beda (+ 736), alcanzó su plena madurez en las obras teológicas y en la intensa piedad litúrgica y personal de este perí­odo. Las Meditationes y el Cur Deus Horno? de san Anselmo (+ 1109), junto con la teologí­a espiritual de Guillermo de Saint-Thierry (+ 1148) y de san Bernardo (+ 1153), ejercieron una notable influencia en el tratado de la pasión de Cristo de los escolásticos (cf santo Tomás, S.Th. III, qq. 46-49). Pero más significativo aún de esta influencia ejercida en los escolásticos es el hecho de que el acento puesto por ciertos escritores, como san Bernardo, en el elemento humano de los misterios de Cristo, centró la contemplación y la devoción popular en los sufrimientos y en la crucifixión del Salvador.

Este desarrollo no aparece sólo en las obras de san Bernardo, de san Buenaventura (+ 1274) y de santa Gertrudis (+ 1302), sino que influyó también de manera radical en la vida espiritual de grandes comunidades religiosas, como las de los benedictinos, los cartujos y los cistercienses, los franciscanos y los dominicos. También el laicado experimentó esta nueva oleada devocional. Los hermanos terciarios franciscanos, siguiendo el ejemplo de san Francisco de Así­s (+ 1226), igual que los demás predicadores de este perí­odo, intentaron intensificar la piedad popular predicando de manera realista la pasión de Cristo, erigiendo crucifijos, componiendo oraciones y letaní­as, organizando funciones piadosas e instituyendo el ví­a crucis [ r Ejercicios de piedad 111, 2j. Esta tendencia encontró una expresión concomitante en la pintura y la escultura contemporáneas. Así­, el arte de Fray Angélico (+ 1455) adornó el convento de san Marcos de Florencia con imágenes inmortales de Cristo paciente. Esta intensificación de la piedad realista conoció también excesos y supersticiones; pero, en general, permaneció fiel a las concepciones auténticas de los guí­as espirituales que la habí­an introducido y promovido. Los temas de la compasión por Cristo paciente, de la imitación de sus virtudes, de la confianza en sus méritos, de la intercesión para obtener su ayuda misericordiosa se basaban en la fe firme en la humanidad real y en la divinidad consustancial del Hijo de Dios encarnado. La espiritualidad de la cruz, que hizo soportable la vida humana en un perí­odo difí­cil y produjouna multitud de auténticos santos cristianos, como santa Angela de Foligno (+ 1309) y santa Catalina de Siena (+ 1380), la lleva lúcidamente adelante la escuela renana en sus escritos y en sus obras literarias, por ejemplo, las de Juan Taulero (+ 1361), las del beato Enrique Susón (+ 1366), y en la Imitación de Cristo (1424/27).

V. La cruz en la Iglesia postridentina
La espiritualidad del bajo medioevo, con su acentuada devoción a la pasión de Cristo, continuó ejerciendo un gran influjo en la piedad eclesial después del concilio de Trento. Las órdenes religiosas que superaron el vendaval de la reforma protestante, siguieron las tradiciones que habí­an recibido del pasado. Análogamente, también las nuevas comunidades religiosas veneraban el espí­ritu y los escritos de la iglesia pretridentina. Y, obviamente, la espiritualidad de las casas religiosas influyó en la piedad de los laicos.

1. CONTRIBUCIí“N DE LA ESCUELA ESPAí‘OLA – Los nombres de mayor esplendor en el perí­odo que siguió inmediatamente a la reforma fueron los de san Ignacio de Loyola (+ 1556), de santa Teresa (+ 1582) y de san Juan de la Cruz (+ 1591). Mientras san Ignacio centró la atención en la meditación de la pasión de Cristo y formuló reglas de ayuda para ser fiel en la imitación ascética del Salvador [>Ejercicios espirituales II, 4], los doctores del Carmelo bebieron en el mundo de sus experiencias personales y describieron todos los aspectos de la rica vida monástica, que lleva consigo a menudo un amor generoso y sincero a Cristo paciente. En cierto sentido, estos tres autores trazaron el curso que habrí­a de seguir la espiritualidad en los siglos siguientes. Los tres consideraron la meditación de la pasión de Cristo como elemento necesario de la lucha por alcanzar la santidad cristiana. Aunque pertenecí­an a la escuela de la espiritualidad española, expresaron en su vida y en sus escritos una devoción a la cruz que se practicaba universalmente. La Croix de Jésus de Louis Chardon, OP (+ 1651), los Acta de los mártires de la reforma inglesa, el arte y la literatura espiritual de Italia y de Alemania muestran claramente que el amor a la pasión de Cristo, tan destacado en la iglesia postridentina, ocupará siempre un puesto de primer plano en la corriente maestra de la espiritualidad cristiana.

2. COHERENCIA DOCTRINAL Y PRíXICA EN LOS ÚLTIMOS SIGLOS – La devoción a la cruz en sus múltiples formas, lejos de disminuir, fue intensificándose con el correr de los siglos. Una serie continua de eminentes predicadores, como san Luis de Montfort (+ 1716), san Leonardo de Puertomauricio (+ 1751) y san Pablo de la Cruz (+ 1775), hicieron de la pasión de Cristo tema dominante de sus sermones, igual que todos los grandes misioneros de los jesuitas, los hermanos menores, los capuchinos y los lazaristas. El fervor y el sentido práctico con que tales predicadores promovieron la devoción a la pasión, están bien representados en los escritos de san Alfonso de Ligorio (+ 1787). Por eso este amor a Cristo crucificado se convirtió en parte integral del espí­ritu de las nuevas comunidades religiosas que vieron la luz en el siglo xix.

La devoción a la cruz en el perí­odo postridentino incluyó todos los aspectos del misterio redentor, como se habí­a hecho a finales del Medioevo: el Sagrado Corazón de Cristo, sus llagas, su preciosa sangre, su santa faz y la eucaristí­a. Realmente, podemos decir que, tras los escritos de san Francisco de Sales (+ 1622), de san Juan Eudes (+ 1680) y de las revelaciones hechas a santa Margarita Marí­a (+ 1690), el Sdo. Corazón de Cristo paciente fue venerado universalmente en una medida que no tiene parangón en la historia precedente.

El ejemplo dado por san Vicente de Paúl (+ 1660) resultó fecundí­simo en el s. xix. que acentuó la necesidad de expresar la compasión por Cristo doliente con el interés real y efectivo por los miembros dolientes de su cuerpo mí­stico. Fundadores de nuevas congregaciones religiosas y de grupos de laicos, como Federico Ozanam, que dio vida a las Conferencias de san Vicente de Paúl, subrayaron la necesidad de hacer concreta y vital la devoción a la pasión dedicándose al servicio de los pobres, de los que sufren, de los ignorantes y de cuantos deben soportar los efectos negativos de la revolución industrial.

VI. La cruz en el siglo XX
Hasta mediados, aproximadamente, de nuestro siglo, religiosos y seglares siguieron los modelos de devoción a la cruz heredados del pasado. El ví­a crucis, los misterios dolorosos del rosario [>Ejercicios de piedad III, 1], las funciones en honor del Sdo. Corazón de Cristo, la predicación popular mantuvieron vivo un férvido amor a la pasión del Salvador. Elemento tí­pico de este espí­ritu fue el vivo interés manifestado por los conocidos estigmatizados de nuestro siglo: santa Gema Galgani, Teresa Neumann y el padre Pí­o. Sin embargo, a mediados de siglo se notó un cambio, especialmente en amplios sectores de Europa y de América del Norte. Es difí­cil establecer las razones precisas de este imprevisto enfriamiento del interés por las formas precedentes de espiritualidad de la cruz. Parece que las causas son más profundas que el simple hecho de que el Vat. II haya conseguido desplazar la atención de las prácticas devocionales a las riquezas de la eucaristí­a y de la liturgia. Algunas de estas razones profundas merecen ser tomadas en consideración, no sólo por haber sido los factores principales del cambio, sino también porque contienen la promesa de nuevos desarrollos.

1. RAZONES TEOLí“GICAS DEL CAMBIO – Hacia mediados de siglo se comenzó de nuevo a subrayar la resurrección de Cristo y su significado en la vida cristiana, y ello tanto por los estudios bí­blicos como por los teológicos. Como lo ha puesto bien de manifiesto E. S. Durrwell en La resurrección de Jesús, misterio de salvación (Herder, Barcelona 19784), esta nueva perspectiva teológica era simplemente un redescubrimiento de cuanto enseñan el NT, los Padres y santo Tomás de Aquino. Por desgracia, sin embargo, este nuevo énfasis tuvo como resultado oscurecer la idéntica importancia de la pasión de Cristo como fuente de la redención y modelo de vida cristiana. En consecuencia, muchos pasaron por alto el hecho de que, por más que la vida un dí­a haya de estar iluminada en el cielo por la sabidurí­a de la resurrección, hay que vivirla aquí­ en la tierra con la sabidurí­a de la cruz.

2. RAZONES SOCIO-PSICOLí“GICAS – El intenso desarrollo de una nueva conciencia social a mediados de siglo ha dado a conocer a los hombres las inquietudes, las condiciones inhumanas y la discriminación que caracterizan la vida de muchas personas, mientras que otros gozan de prestigio y de toda clasede bienestar. Las consecuencias de las dos guerras mundiales, la aparición del tercer mundo, la publicación de los sufrimientos de los oprimidos y de las minorí­as raciales, así­ como la clara enseñanza de los romanos pontí­fices y del Vat. II, han abierto los ojos a los cristianos y les han permitido ver la gran pobreza y los sufrimientos de toda clase que existen en medio de ellos. El empeño por remediar estas necesidades se ha convertido para muchos en un cometido social que los ha absorbido completamente y les ha apartado de las formas pretéritas de espiritualidad, consideradas al presente como demasiado centradas en sí­ mismas e indiferentes a las necesidades del mundo. Una especie de miopí­a ha inducido a considerar la pasión de Cristo y la espiritualidad de la cruz como factores irrelevantes frente a las acuciantes necesidades humanas que piden urgente remedio.

3. PROGNOSIS PARA EL FUTURO – Es demasiado pronto para predecir el curso exacto de esta espiritualidad cristiana durante los próximos años que nos aguardan; sin embargo, existen señales indicadoras de que las experiencias de los últimos veinte años podrán servir para enriquecer y profundizar la influencia de la pasión de Cristo en la vida de los hombres. La nube que temporalmente ha oscurecido la cruz de Cristo comienza ya desde ahora a dejar filtrar algún rayo de luz.

a) Progresos en teologí­a. Un grupo notable de teólogos alemanes, profundamente preocupado por el oscurecimiento de la pasión de Cristo en la espiritualidad cristiana contemporánea, está intentando restablecer el valor de la concepción plurisecular sobre el papel de la pasión de Cristo como “poder y sabidurí­a de Dios” en el acto de la redención y en la vida de los cristianos. En la linea de esta corriente de pensamiento, algunos artí­culos recientes de K. Rahner han mostrado que la cruz es la manifestación eminente de la vida inmanente de Dios y revela el modo de hacerse operante la resurrección en la vida terrena del cristiano. Estos escritos permiten ver que los misterios de la muerte y de la resurrección están í­ntimamente unidos entre sí­ tanto en la vida de Jesús como en la experiencia del cristiano, de forma que la acentuación de la resurrección proyecta nueva luz sobre el significado y sobre la necesidad de la cruz (>Misterio pascual].

Junto a este desarrollo teológico, la experiencia práctica está haciendo que muchos se den cuenta de nuevo de la necesidad que tenemos de mirar a la pasión de Cristo. También los que se han beneficiado del bienestar y del progreso tecnológico se han dado cuenta de que el mundo presente, deteriorado por el pecado global y personal, no será jamás la ciudad de la utopí­a. Mientras haya hombres en esta tierra, Cristo resucitado tendrá que hacerlos capaces de afrontar las luchas y batallas de la vida con la sabidurí­a de la cruz, que dirigió también su vida terrena.

b) El servicio al Cuerpo de Cristo. El compromiso social cristiano destaca una vez más el énfasis que san Agustí­n habí­a puesto en los sufrimientos de Cristo en su cuerpo mí­stico. Como lo indican la encí­clica Mystici Corporis (1943) de Pí­o XII y las grandes encí­clicas sociales de Juan XXIII y de Pablo VI, el modo auténtico de ser verdaderamente devotos de Cristo en la cruz es dedicarse a servir con compasión y con eficacia a los miembros de su cuerpo que comparten ahora sus sufrimientos. Bastará que esta luz de la fe ilumine el vivo interés social del pueblo cristiano; entonces Cristo en la cruz y los que están afligidos y oprimidos serán vistos en una misma óptica. Ello hará que florezca en la Iglesia una vida completamente nueva de justicia y de caridad, y a la vez una devoción realista a la pasión de Cristo, que realizará perfectamente sus palabras: “Cuando lo hicisteis con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis” (Mt 25,40).

4. PRESENCIA PERENNE DE CRISTO CRUCIFICADO – La espiritualidad de la cruz ha conocido perí­odos de grandeza y de decadencia, pero su presencia continua en el mundo está garantizada. Cristo mismo ha prometido con su palabra infalible: “Y yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí­” (Jn 12,32).

El ha mantenido esta promesa a través de los siglos, porque ha atraí­do a sí­ a hombres de todas las generaciones y los ha transformado a imagen suya con el poder y la ejemplaridad de la cruz. Esta experiencia será para siempre un elemento esencial en el campo de la santidad. Cualquiera que sea la forma que asuma la espiritualidad de la cruz, todo cristiano debe seguir mirando a Cristo crucificado para llegar a compartir la fidelidad y la caridad del Hijo encarnado de Dios, el cual “nos amó y se entregó por nosotros a Dios en oblación y sacrificio de agradable olor” (Ef 5,2).

B. M. Aherns
BIBL.-AA. VV., La sapienza delta croce oggi, 3 vols., LDC, Turí­n 1976.–AA. VV., La sabidurí­a de la Cruz, “Rey. de Espiritualidad”, 139 (1976).-AA. VV., El misterio pascual, Sí­gueme. Salamanca 1966.-AA. VV., Sabidurí­a de la cruz, Narcea, Madrid 1980.-AA. VV., Crucificado por nuestra causa, en “Communio”, 1 (1980).-Basilio de San Pablo, Clave sacrificio/ de la redención, Studium, Madrid 1975.-Casel, O, Misterio de la cruz, Guadarrama, Madrid 1964.-Cousin, H. Los textos evangélicos de la pasión, Verbo Divino, Estella 1981.-Forestell, J. T, The Word of the Cross, Biblical Institute Press, Roma 1974.-Gherardini, 13, Theologia crucis. L’ereditá di Latero nell’evoluzione teologica della R(forma, FA. Paoline, Roma 1978.-Hoffmann, K, Das Kreuz und die Revolution Gottes, Neukirchen 1971.-Mateos, C. Los relatos evangélicos de la Pasión de Jesús, Estad. Agustiniano, Valladolid 1978.-Moltmann, J, El Dios crucificado, Sí­gueme. Salamanca 1975.-Morris, L, ¿Por Qué muno Jesús?, Certeza. B. Aires 1976.-Quiroga, A, La cruz en América, Ed. Castañeda, San Antonio de Padua (Argentina) 1977.-Sabourin, la Redención sacrificial, Desclée, Bilbao 1969.

S. de Fiores – T. Goffi – Augusto Guerra, Nuevo Diccionario de Espiritualidad, Ediciones Paulinas, Madrid 1987

Fuente: Nuevo Diccionario de Espiritualidad

Véase MADERO DE TORMENTO.

Fuente: Diccionario de la Biblia

CRUZ

Fuente: Diccionario Vine Nuevo testamento

Jesús murió crucificado. La cruz, que fue el instrumento de la redención, ha venido a ser, juntamente con la *muerte, el *sufrimiento, la *sangre, uno de los términos esenciales que sirven para evocar nuestra salvación. No es una ignominia, sino un tí­tulo de gloria, primero para Cristo, luego para los cristianos.

I. LA CRUZ DE JESUCRISTO. 1. El escándalo de la cruz. “Nosotros predicamos a Cristo crucificado, *escándalo para los judí­os y *locura para los paganos” (ICor 1,23). Con estas palabras expresa Pablo la reacción espontánea de todo hombre puesto en presencia de la cruz redentora. ¿Cómo podrí­a venir la salvación al mundo grecorromano por la crucifixión, aquel suplicio reserva-do a los esclavos (cf. Flp 2,8), que no sólo era una muerte cruel, sino además una ignominia (cf. Heb 12, 2; 13,13)? ¿Cómo podrí­a procurarse la redención a los judí­os por un cadáver, aquella impureza de la que habí­a que deshacerse lo antes posible (Jos 10,26s; 2Sa 21,9ss; Jn 19, 31), por un condenado colgado del patí­bulo y marcado con el estigma de la *maldición divina (Dt 21,22s; Gál 3,13)? En el calvario era fácil a los presentes chancearse con él invitándole a bajar de la cruz (Mt 27, 39-44 p). En cuanto a los discí­pulos, podemos imaginarnos su reacción horrorizada. Pedro, que, sin embargo, acababa de reconocer en Jesús al Mesí­as, no podí­a tolerar el anuncio de su sufrimiento y ‘de su muerte (Mt 16,21ss p; 17,22s p): ¿cómo hubiera admitido su crucifixión? Así­, la ví­spera de la pasión anunció Jesús que todos se escandalizarí­an a causa de él (Mt 26,31 p).

2. El misterio de la cruz. Si Jesús, y los discí­pulos después de él, no dulcificaron el escándalo de la cruz, es que un misterio oculto le conferí­a sentido. Antes de pascua era Jesús el único que afirmaba su necesidad, para *obedecer a la *voluntad del Padre (Mt 16,21 p). Después de pentecostés los discí­pulos, ilusionados por la gloria del resucitado, proclaman a su vez esta necesidad, situando el escándalo de la cruz en su verdadero puesto en el *designio de Dios. Si el *Mesí­as fue crucificado (Act 2,23; 4,10), “colgado del leño” (5,30; 10,39) en una forma escandalosa (cf. Dt 21,23), fue sin duda a causa del *odio de sus hermanos. Pero este hecho, una vez esclarecido por la profecí­a, adquiere una nueva dimensión: *realiza “10 que se habí­a escrito acerca de Cristo” (Act 13,29). Por esto los re-latos evangélicos de la muerte de Jesús encierran tantas alusiones a los salmos (Mt 27,33-60 p; Jn 19, 24.28.36s): “era necesario que el Mesí­as sufriera”, conforme con las *Escrituras, como lo explicará el resucitado a los peregrinos de Emaús (Lc 24,25s).

3. La teologí­a de la cruz. Pablo habí­a recibido de la tradición primitiva que “Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras)) (lCor 15,3). Este dato tradicional su-ministra un punto de partida a su reflexión teológica; reconociendo en la cruz la verdadera *sabidurí­a, no quiere conocer sino a Jesús crucificado (2,2). En ello, en efecto, resplandece la sabidurí­a del designio de Dios, anunciada ya en el AT (1,19s); a través de la debilidad del hombre se manifiesta la *fuerza de Dios (1,25). Desarrollando esta intuición fundamental descubre Pablo un sentido incluso en las modalidades de la crucifixión. Si Jesús fue “colgado del *árbol” como un maldito, era para rescatarnos de la maldición de la ley Gál 3,13). Su cadáver expuesto sobre la cruz, “*carne semejante a la del *pecado”, permitió a Dios “condenar el pecado en la carne” (Rom 8,3); la sentencia de la *ley ha sido ejecutada, pero al mismo tiempo Dios “la ha suprimido clavándola en la cruz, y ha despojado a los poderes” (Col 2,14s). Así­, “por la sangre de su cruz” se ha *reconciliado Dios a todos los seres (1,20); suprimiendo las antiguas divisiones causadas por el pe-cado, ha restablecido la *paz y la *unidad entre judí­os y paganos para que no formen ya sino un solo *cuerpo (Ef 2,14-18). La cruz se yergue, pues, en la frontera entre ‘las dos economí­as del AT y del NT.

4. La cruz, elevación a la gloria. En el pensamiento de Juan no es la cruz sencillamente un *sufrimiento, una humillación, que halla con todo cierto sentido por razón del designio de Dios y por sus efectos saludables; es ya la *gloria de Dios anticipada. Por lo demás, la tradición anterior no la mencionaba nunca sin invocar luego la glorificación de Jesús. Pero, según Juan, en ella triunfa ya Jesús. Utilizando para ‘designarla el término que hasta entonces indicaba la exaltación de Jesús al cielo (Act 2,33; 5,31), muestra el momento en que el *Hijo del hombre es “elevado” (Jn 8,28; 12,32s), como una nueva serpiente de bronce, signo de salvación (3,14; cf. Núm 21, 4-9). Se dirí­a que en su relato de la pasión avanza Jesús hacia ella con majestad. Sube a ella triunfalmente, ya que allí­ funda su Iglesia “dando el *Espí­ritu” (19,30) y haciendo que mane de su costado la *sangre y el *agua (19,34). En adelante habrá que “mirar al que han atravesado” (19,37), pues la *fe se dirige al crucificado, cuya cruz es el signo vivo de la salvación. Parece que en el mismo espí­ritu vio el Apocalipsis a través de este “leño” salvador el “leño de la vida”, a través del “árbol de la cruz” “el árbol de vida” (Ap 22,2.14.19).

II. LA CRUZ, MARCA DEL CRISTIANO. 1. La cruz de Cristo. El Apocalipsis, revelando que los dos testigos habí­an sido martirizados “allí­ donde Cristo fue crucificado” (Ap 11,8), identifica la suerte de los *discí­pulos con la del Maestro. Es lo que exigí­a ya Jesús: ((Si alguien quiere venir en pos de mí­, niéguese a sí­ mismo, cargue con su cruz y me *siga” (Mt 16,24 p). El discí­pulo no sólo debe *morir a sí­ mismo, sino que la cruz que lleva es signo de que muere al *mundo, que ha roto todos sus lazos naturales (Mt 10,33-39 p), que acepta la condición de *perseguido, al que quizá se quite la vida (Mt 23, 34). Pero al mismo tiempo es también signo de su gloria anticipada (cf. Jn 12,26).

2. La vida crucificada. La cruz de Cristo que, según Pablo, separaba las dos economí­as de la *ley y de la *fe, viene a ser en el corazón del cristiano la frontera entre los dos mundos de la *carne y del *espí­ritu. Es la única *justificación y la única *sabidurí­a. Si se ha convertido, es porque ante sus ojos se han dibujado los rasgos de Jesucristo en cruz (Gál 3,1). Si es justificado, no lo es en absoluto por las *obras de la ley, sino por su fe en , el crucificado; porque él mismo ha sido crucifica-do con Cristo en el *bautismo, tanto que ha muerto a la ley para vivir para Dios (Gál 2,19), y que ya no tiene nada que ver con el *mundo (6,14). Así­ pone su *confianza en la sola *fuerza de Cristo, pues de lo contrario se mostrarí­a “enemigo de la cruz” (Flp 3,18).

3. La cruz, tí­tulo de gloria del cristiano. En la vida cotidiana del cristiano, “el *hombre viejo es crucificado” (Rom 6,6), hasta tal punto que es plenamente liberado del pecado. Su juicio es transformado por la sabidurí­a de la cruz (ICor 2). Por esta sabidurí­a se convertirá, a *ejemplo de Jesús, en humilde y “*obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Flp 2,1-8). Mas en general, debe contemplar el “modelo” de Cristo que “llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero para que, muertos al pecado, viviéramos para la justicia” (1Pe 2,21-24). Final-mente, si bien es cierto que debe temer siempre la apostasí­a, que le inducirí­a a “crucificar de nuevo por su cuenta al Hijo de Dios” (Heb 6,6), puede, sin embargo, exclamar con orgullo con san Pablo: “Cuanto a mí­, no quiera Dios que me glorí­e sino en la cruz de Nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí­ y yo para el mundo” (Gál 6,14).

-> írbol – Locura – Muerte – Persecución – Redención – Sabidurí­a – Sangre – Sufrimiento.

LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teologí­a Bí­blica, Herder, Barcelona, 2001

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas