DIASPORA

griego diaspora, dispersión. Término que se refiere a las comunidades judí­as que viven fuera de Israel. Con esta palabra, la versión griega de la Septuaginta tradujo el término hebreo galut, aplicado a los judí­os que habitaban en otras naciones paganas y que se consideraban a sí­ mismos exiliados; d., entonces, se toma en la versión griega como deportación, cautiverio, en ese sentido se encuentra en Jdt 8, 22; Est 2, 6; Am 1, 6-9. Aunque siempre han existido colonias judí­as en muchos sitios del mundo, la d. se dio con la destrucción de Jerusalén y del Templo, cuando los judí­os fueron llevados cautivos a Babilonia, deportados desde Palestina, en el año 586 a. C., por el rey caldeo Nabucodonosor II,2 R 24, 10-17; 25, 8-21; aunque ya antes habí­a judí­o exiliados en este territorio, tras la caí­da del reino de Israel en el 722/1 a.C., cuando lo asirios entraron en Samarí­a, en época del rey Teglatfalasar III. En el año 539 a. C., Ciro II el Grande, rey persa, conquistó Babilonia y un año después dictó un decreto dándoles la libertad a los judí­os de volver a su tierra y reconstruir la ciudad de Jerusalén y su Templo, Esd 1, 1-4; 2 Cro 36, 22-23; sin embargo, muchos judí­os permanecieron en Babilonia, constituyéndose en una colonia próspera y floreciente. A finales del siglo IV a. C., un nuevo pueblo fuerte surgió y dominó el mundo antiguo, Macedonia. Alejandro Magno, al frente de los macedonios, venció a los persas, en el año 331 a. C., y Judea pasó a ser dominio del nuevo imperio. Tras la fundación en Egipto de la ciudad de Alejandrí­a, llamada así­ en honor de Alejandro Magno, muchos judí­os se establecieron allí­, así­ como en las costas del mar Negro y del Mediterráneo y en las islas griegas. Las magnitud de esta migración de judí­os dio para que se le llamara dispersión, d. Esto produjo como resultado que los judí­os, lejos de su tierra, adoptaran la lengua griega como propia, olvidando el hebreo, por lo que fue necesario traducir, en el siglo III a. C., el Pentateuco del hebreo al griego, que es la versión conocida como Septuaginta o de los Setenta, y posteriormente se hizo lo mismo con otros libros de las Sagradas Escrituras. En el año 70, ya en tiempos de los apóstoles, los romanos destruyeron Jerusalén y llevaron cautivos a muchos judí­os a Roma, los que luego se dispersaron por todo Europa.

En tiempos de los apóstoles habí­a muchos judí­os dispersos en el mundo grecorromano de la época, en Siria, Asia Menor, en el norte de ífrica, los cuales tení­an como punto de unión las sinagogas, en las cuales se estudiaban las Escrituras. Pablo en sus diferentes viajes apostólicos siempre predicaba en la sinagoga de cada ciudad que visitaba, como se cuenta en los Hechos de los Apóstoles y en las epí­stolas. Gran parte de esos judí­os residentes fuera de su patria fueron convertidos al cristianismo y bautizados, a los cuales igualmente se les consideraba en la d., en la dispersión. El apóstol Pedro menciona algunos sitios en donde residí­an judí­os en la d., y se dirige en su primera carta †œa los elegidos que viven como extranjeros en la Dispersión: en el Ponto, Galacia, Capadocia, Asia y Bitinia†, 1 P 1, 1; Santiago, de igual manera, en su epí­stola, †œsaluda a las doce tribus de la Dispersión†, St 1, 1.

Diccionario Bí­blico Digital, Grupo C Service & Design Ltda., Colombia, 2003

Fuente: Diccionario Bíblico Digital

(lo que se siembra).

Se aplica a los judí­os que viví­an fuera de Palestina.

(Jua 7:35).

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

http://biblia.com/diccionario/

Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

†¢Dispersión.

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

Véase DISPERSIí“N.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

[012]

Dispersión, reparto, extensión. Conjunto numeroso de judí­os extendidos entre las naciones que siguen fieles a la Ley de Yaweh. Comienza la diáspora cuando el año 695 y luego el 686 a. C. los del Reino de Judá son llevados cautivos por los babilonios.

Para entonces los del Reino el Norte, al destruirse el 721 a C. Samarí­a por los asirios habí­an sido ya “dispersados entre las naciones”
Los del Norte nunca más volvieron. Parte de los judí­os regresaron, pero muchos de ellos ya quedaron en Mesopotamia. Las relaciones con Jerusalén siguieron frecuentes en limosnas para los sacrificios del Templo y en plegarias.

En las monarquí­as que suceden a Alejandro Magno, (+ 323 en Babilonia), los israelitas siguen extendiéndose por Egipto y Cirenaica, por Grecia y Asia, y llegan incluso a Roma, Galias e Iberia. La comunidad judí­a de Alejandrí­a, en el siglo III llegó a ser muy poderosa y bien organizada. También llegaron a construir un templo a Yaweh en la colonia judí­a de Elefantina, que llegó a constituir el riesgo de un cisma en el judaí­smo.

En tiempo de Cristo se calculan en unos cuatro millones los judí­os que habitan desde Babilonia hasta Iberia. En el territorio palestino de Herodes habrí­a como un millón de judí­os.

A pesar de la destrucción de Israel en la guerra del 66 al 70 y de la segunda destrucción en la rebelión de Bar-Kokeba, en el 132 con el Emperador Adriano, los judí­os siguen extendidos mayoritariamente por todo el Mediterráneo.

Mantienen su fidelidad yaveista, aunque se acomodan a la originalidad cultural de cada lugar y ambiente. Muchos judí­os prisioneros de esas guerras fueron llevados a Roma después y llegaron a la libertad y también al desarrollo admirable de sus sinagogas y de sus comunidades.

Desde Italia, los judí­os se extendieron por Europa en los siglos posteriores llegando a Inglaterra, Escandinavia y Europa oriental, llegando a ser conocidos como askenazis.

Cuando el Islam se apoderó de media Europa, los judí­os de ífrica del Norte se trasladaron hacia el Oeste, llegando a la pení­nsula Ibérica. Se desarrollaron en pací­fica convivencia con los mahometanos y los cristianos, no sin algunas persecuciones. Tal fue la del tiempo de los Reyes Católicos en el siglo XV, cuando miles de judí­os fueron obligados a exiliarse al Africa. Los supervivientes tomaron el nombre de Sefardí­es (Sefarad indica en su lengua España) y de allí­ se extendieron por diversos paí­ses, incluidas las colonias de América, sobre todo.

Las persecuciones nazis y otras del siglo XX acreditaron su fortaleza y su capacidad de supervivencia, hasta que en 1948, como reparación del exterminio nazi, la Sociedad internacional salida de la guerra mundial permitió el establecimiento en Palestina de una Estado de Israel.

(Ver Biblia 6.4.1 y ver Biblia y catequesis 1.2)

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

Con esta palabra se significa a todos los judí­os dispersos por el mundo. Comenzó con la deportación de los habitantes de Samaria que hizo Sargón II en el año 722 a. de C. Nabucodonosor II llevó a cabo varias deportaciones de judí­os del año 603 al 581 a. de C.; ésta fue la prueba más dura que sufrió el pueblo de Dios; si Israel no fue entonces barrido de la historia de los pueblos, fue debido a la tenacidad de su fe. Muchos judí­os se establecieron y se instalaron en el exilio, de forma que cuando éste terminó, por el decreto de Ciro (año 538), muchos no quisieron volver a Palestina. Hubo sucesivas deportaciones, pero las colonias judí­as en el exilio se hicieron cada vez más fuertes y numerosas. Se debí­an ya, no a las deportaciones, sino a situaciones de favor que habí­an conseguido tanto en el aspecto comercial como incluso en el religioso. En el siglo 1 a. de C. los judí­os están presentes prácticamente en todo el mundo conocido. Las comunidades judí­as, en medio de las naciones, lograron cierta independencia y autonomí­a, tanto en el orden económico como en el jurí­dico y religioso. En los evangelios encontramos sólo una referencia a los judí­os de la diáspora (Jn 7,35). En la primitiva Iglesia se bautiza a los cristianos como “las doce tribus de la dispersión” (Sant 1,1), con lo que se quiere dar a entender que aquí­ estamos de paso, en el exilio; que nuestra patria no es la tierra, sino el cielo. -> apocalí­ptica.

E. M. N.

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret

Esta palabra, derivada del verbo griego diaspetlrein, significa globalmente “dispersión”. En la Biblia griega indica la situación de Israel entre los pueblos paganos, fuera de Palestina, pero, sobre todo, cuando tiene como correspondiente hebreo la palabra góla (deportar, desterrar), la situación de destierro en Babilonia. Secundariamente, este término describe también la situación de una minorí­a religiosa, o religioso-nacional que vive en el ámbito de otra comunidad religiosa o incluso polí­tica. Con la destrucción de Jerusalén en el año 70 d.C. Y con la aniquilación definitiva del Judaí­smo palestino por obra de Adriano, llegó a faltarle de hecho una patria a la “diáspora”. En consecuencia, este término tuvo un tono de carácter más establemente negativo. Pero no siempre ha ocurrido así­. En los textos judí­os no es raro encontrar expresiones que muestran paradójicamente la diáspora como un hecho provechoso, al menos porque de esa manera los hebreos no podrí­an va ser exterminados de un solo golpe ae la faz de la tierra. Este mismo sentimiento de sano orgullo se vis1umbra en Hch 2,9-11, donde se describe la reunión de todos los pueblos del mundo en la fiesta de Pentecostés.

En una perspectiva eclesiológica, la “diáspora” es una de las formas de aparición y de existencia del pueblo de Dios. En el Nuevo Testamento el término aparece en Sant 1,1 y en 1 Pe 1,1. Las reservas de los cristianos frente a la ciudad terrena no se derivan de un desprecio por la misma, sino del hecho de que la salvación se espera únicamente de Dios.

M. Semeraro

Bibl.: J. Prado. Diáspora, en EB, 11, 91 1913: H, KUng, El judaí­smo, Trotta, Madrid 1993.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

En sentido tradicional se entiende por d. católica (o protestante, invirtiendo los términos) la situación sociológica de convivencia de una minorí­a de bautizados católicos con una mayorí­a de bautizados protestantes (d. en sentido estricto).

a) En sentido lato se puede entender por d. una minorí­a de bautizados católicos que vive en medio de una mayorí­a de no bautizados (d. de misiones), o también un núcleo de fieles católicos que viven en medio de una mayorí­a de católicos que, aunque bautizados, no tienen ya la menor conexión vital con la Iglesia y con su fe (d. en núcleo). Aparte de esto, hoy dí­a es cada vez más tí­pica la situación de la Iglesia que podrí­amos designar como d. pluralista. Nos referimos a la situación de una minorí­a de católicos creyentes que viven junto con católicos y protestantes bautizados que se han hecho indiferentes, y junto con verdaderos cris. tunos protestantes y con no bautizados y ateos en medio de una sociedad pluralista.

Aun enfocando la d. en sentido estricto, nos parecen demasiado restrictivas las definiciones de H.A. Krose (“comunidades católicas que se han formado en zonas en otro tiempo puramente protestantes”) y de A. Gabriel (“existe d. allí­ donde una minorí­a católica se ve enfrentada con una población por lo menos doble de personas de otra creencia”).

b) En la definición de la d, en sentido estricto preferimos atenernos a los tres criterios establecidos por W. Menges: 1) situación estadí­stica de minorí­a; 2) falta de presupuestos para que surja y actúe una comunidad eclesiástica donde queden integrados todos los hombres; 3 ) concurrencia del sistema de normas de la respectiva comunidad religiosa con el de la mayorí­a de otra creencia. E1 estudio de la d. debe procurar abordar esa realidad desde los más diferentes puntos de vista y disciplinas. Para ello deberá ante todo recurrir a la ayuda de la historia, de la geografí­a, de la estadí­stica, de la sociologí­a, de la psicologí­a social y muy especialmente de la teologí­a.

Sociológicamente hay que distinguir principalmente dos aspectos en el estudio de la d. En primer lugar habrí­a que tener presente las relaciones internas de los fieles de la d., tanto las de los fieles entre sí­, como las de éstos con sus sacerdotes y si tales católicos han nacido o no en el lugar, así­ como su í­ndice de edades y su repartición según el sexo y la profesión y condición social; luego se ha de estudiar su participación en la vida de la Iglesia, la frecuencia de matrimonios entre miembros de distintas confesiones, la educación no católica de los niños, la observancia de las normas establecidas por la Iglesia, las posibilidades de contacto de los fieles con el sacerdote, etc. Es evidente que cuanto menor sea el número de católicos y cuanto más dispersos vivan éstos, tanto más difí­cil resultará la integración en una comunidad eclesiástica.

En el segundo aspecto sociológico habrí­a que examinar la cuestión de las relaciones entre el grupo minoritario de creyentes y el grupo mayoritario de los que profesan otras creencias o ninguna. Aquí­ se dan naturalmente grandí­simas variaciones según que los católicos se vean enfrentados con una hermética Iglesia nacional, o con una religión animí­stica popular, o con una sociedad más o menos indiferente en materia religiosa. Todas estas relaciones con el grupo mayoriy tario están con frecuencia gravadas por reminiscencias históricas de opresión y discriminación, por una actual situación de inferioridad en la esfera económica, polí­tica y cultural, y por prejuicios de psicologí­a social. La Iglesia en la d. puede adoptar formas sociales diversamente matizadas que dependen de su respectiva situación social y religiosa, su pasado, y de la situación social en general, etc. Es posible que presente la faz de una secta y se aí­sle más o menos del resto de la sociedad. Pero también puede adoptar la forma de comunidad, principalmente si vive en una sociedad pluralista y toma esta situación suya como una tarea que se le impone. Esta forma social de comunidad sin duda prevalecerá cada vez más en el futuro. La comunidad se caracteriza entre otras cosas por su fundamental apertura y su predisposición al diálogo con el resto de la sociedad y con sus problemas relativos a la vida del espí­ritu. El cambio de estructura sociológica de la Iglesia católica en numerosos paí­ses, por el que abandona su condición de “secta” o de Iglesia nacional – en la que coinciden pueblo e Iglesia y a la que pertenecen por principio todos los miembros de una nación o de una sociedad determinada-, para pasar a ser una comunidad; tiene consecuencias de gran envergadura en lo referente a las sanciones positivas o negativas de la Iglesia, a los ritos colectivos, a las posturas que se deben adoptar, e incluso a la configuración de las reflexiones teológicas. Es evidente que, en una Iglesia de tipo “secta” o de tipo “comunidad”, el seglar asume un papel mucho más activo y responsable que en la Iglesia estatal, el comportamiento moral se rige más por persuasiones personales que por la amenaza de sanciones, se concede mayor atención a la participación personal de los fieles en los ritos, y los creyentes que poseen dones carismáticos gozan de un mayor aprecio, etc.

Desde el punto de vista de la tipologí­a, la Iglesia de la d. tiende a formar dos tipos de fieles, que en la realidad no aparecen tan marcados, pero pueden reconocerse claramente. Tenemos por un lado al creyente de ghetto, que K. Rahner caracteriza así­: “Crea un cí­rculo, un ambiente artificial donde da la impresión de que no existe esta situación interna y externa de d., crea un ghetto.” Es significativo que el concepto de ghetto procede de la d. judí­a. E1 creyente de ghetto no quiere reconocer la situación existente de hecho. Se aí­sla en cuanto le es posible de la vida religiosa, social, polí­tica y cultural, y se crea sus propias instituciones, que las más de las veces no tienen la menor relación dinámica con la vida que le rodea, sino que con frecuencia representan un caso tí­pico de “cultural lag”, o sea de retraso cultural. El creyente de ghetto tiende a organizar sus instituciones como en los tiempos en que la sociedad era todaví­a más o menos creyente. Pero es también posible que la Iglesia produzca un tipo muy diferente de creyente, al que llamaremos el creyente abierto. Este se sitúa en medio de la vida social. En cuanto se lo permiten sus fuerzas y sus aptitudes, vive y actúa en las instituciones en que se ve situado como profesional, como ciudadano, como padre de familia, etc. Su vida se desarrolla en gran parte entre personas de otra o de ninguna creencia; y él, como cristiano, trata de dar con su vida testimonio de Cristo, menos con palabrerí­a que con su actividad leal y adecuada a la realidad.

Se comprende sin dificultad que la –> pastoral de la Iglesia de d. variará según el tipo de fieles que predomine. Humanamente hablando, la Iglesia del futuro sólo tendrá probabilidad de éxito si en su pastoral opta clara y resueltamente por los creyentes abiertos y los toma como norma. Esto no significa que la prudencia pastoral no imponga cierto retraimiento en determinadas situaciones. Pero este retraimiento sólo tiene sentido dentro de una perspectiva general de entrada misionera en el ambiente a largo plazo. En esta concepción de un apostolado abierto, misionero, frente al apostolado conservador y con mentalidad de ghetto, el principal quehacer debe consistir en inducir a los cristianos a una fe propia, existencial y personalmente comprometida. Sólo si el bautizado llega a esta fe propia, asimilada personalmente y probada en las dificultades, vendrá a ser un cristiano capacitado para la d., es decir, podrá mantenerse incluso en un medio hostil a la fe. ” El cristianismo no será ya hereditario, sino libremente aceptado” (K. Rahner). De esta concepción apostólica de una Iglesia de d. deberá seguirse también una genuina adaptación de toda la vida de la Iglesia a la situación de d., no sólo en el mero plano de la “táctica social”, sino también en el ámbito de la formulación de la fe (Schelsky). Más concretamente, se tratará de adaptar a la situación de d. las formas de expresión litúrgica, incluida la lengua, la manera de la predicación y el modo mismo de expresarse, e incluso la forma de la piedad personal. En términos teológicos, se tratará de volver a encarnar en este mundo nuevo el mensaje de Cristo. De esta concepción seguramente se desprenderá una posición distinta frente a un problema pastoral muy difí­cil: el matrimonio mixto.

La situación de la Iglesia en la d. recuerda al cristiano muy de veras que, en término bí­blico, él se halla en condición de paroikos. El residente no es ni ciudadano en todo el rigor de la palabra, con todos los derechos y deberes, ni completamente un extraño, que está abandonado sin protección a su suerte. El cristiano vive en tensión entre la obligación de comprometerse con este mundo y la conciencia de que su situación es pasajera. “No tenemos aquí­ ciudad permanente, sino que vamos buscando la futura> (Heb 13, 14). El cristiano mira hacia la consumación. Ef 2, 19 ha de entenderse también como anticipación del futuro: “Por eso no sois ya extranjeros y meros residentes, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios.”
La Iglesia de la d. vive con especial intensidad la dialéctica fundamental entre el “ya ahora” y el “todaví­a no”, entre ” no ser del mundo” y, sin embargo, “haber sido enviado al mundo” (Jn 17, 16-18). La Iglesia de la d. sabe que es Iglesia del tiempo que media entre la ascensión y la consumación. Sabe que está especialmente expuesta a dos peligros. O bien se entrega de lleno al mundo conformándose a él en todos los puntos; y entonces adquiere plena ciudadaní­a en este mundo, pero traiciona su misión. O bien dirige su mirada únicamente a la consumación, atiende sólo a su fin; pero entonces olvida que ha sido enviada a los hombres, se hace extraña entre ellos y así­ traiciona también su misión. La Iglesia sólo responde a su misión si acepta su condición de residente, de pároikos, con derechos y deberes, pero también con conciencia de su estado de peregrinación y de que espera la consumación. Cuanto más viva la Iglesia (incluso de hecho) en la dispersión, entre gentes de otra creencia o sin creencias, tanto más reflexionará sobre su propia naturaleza, y tanto más se desentenderá de todas las actividades que a lo largo de la historia se le han impuesto o que ella misma se ha apropiado indebidamente. Y así­ aparecerá cada vez más claramente su auténtica esencia, mostrándose como continuación de la vida de Cristo en la historia y buscando, lo mismo que él, la salvación de todos los hombres.

La Iglesia de la d. se plantea con todo rigor la cuestión de la reunificación de todos en la fe, sobre todo cuando una pequeña minorí­a de católicos creyentes y abiertos vive juntamente con protestantes creyentes, o viceversa. La Iglesia de la d. evitará todo lo que pueda agudizar los contrastes, aumentar los prejuicios o profundizar los abismos de separación, aunque sin abandonar lo más mí­nimo de su propia fe. La Iglesia de la d. siente la división religiosa como un aguijón en su carne y reconoce su propia culpabilidad en esta división. Conoce la fundamental unidad en la fe, que la liga también con los que tienen otra creencia. La Iglesia de la d. en sentido estricto es consciente de construir el puente necesario entre ambas confesiones, y no permitirá nunca que se olvide en la Iglesia entera la cuestión de la unidad. Ve objetivamente las grandes dificultades que se oponen a la unificación de los cristianos, pero lleva en sí­ la virtud teologal de la esperanza (-> ecumenismo, c).

El cristianismo primitivo estaba familiarizado con la idea de la Iglesia en la d. (cf. Sant 1, 1; Pe 1, 1, o la carta a Diogneto 6, 8: “Los cristianos viven como huéspedes en lo perecedero, esperando lo imperecedero del cielo”). Al comenzar la era de -> Constantino pasó esta convicción a segundo término. Quizá esté reservado a nuestro tiempo el volver a despertar en la Iglesia esta conciencia de d. K. Rahner señala expresamente cómo la situación de d. en la Iglesia es un hecho “inevitable en la historia de la salvación”, un hecho que de suyo no deberí­a darse, pero que nosotros “hemos de reconocer como querido por Dios, en cuanto inevitable y no en principio, sacando de ahí­ las consecuencias oportunas”. En este sentido la Iglesia del futuro ya comenzado será una Iglesia de la d., y tendrá una importancia decisiva el que los cristianos reconozcan esto y obren en consecuencia.

Norbert Greinacher

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

(o Dispersión)
Diáspora fue el nombre dado a aquellos países fuera de Palestina en los que había judíos dispersos, y secundariamente a las comunidades judías de aquellos países. Diáspora, un término griego, corresponde a la palabra hebrea que significa “exilio” (cfr. Jr., xxiv, 5). Se presenta en la versión griega del Antiguo Testamento, p. ej. en Dt., xxviii, 25; xxx, 4, en donde la dispersión del pueblo judío entre las naciones es manifestada como el castigo a su apostasía. En Jn. vii, 35, la palabra se utiliza con un dejo de desdeño: “Se decían entre sí los judíos: «¿A dónde se irá éste que nosotros no le podamos encontrar? ¿Se irá a los que viven dispersos entre los griegos para enseñar a los griegos?»”. Dos de las epístolas católicas, la de Santiago y la primera de Pedro, están dirigidas a los neófitos de la diáspora. En Hechos de los Apóstoles, ii, se enumeran los principales países de los que provenían los judíos que escucharon, cada uno en su propia lengua, la predicación de los Apóstoles en Pentecostés. La diáspora fue el resultado de las varias deportaciones de judíos que invariablemente siguieron las invasiones o conquistas de Palestina. La primera deportación tomó lugar tras la captura de Samaria por Salmanasar y Sargón, cuando una porción de las diez tribus fue llevada a las regiones del Éufrates y a las ciudades de los medos, en el 721 a. de JC. (Libro segundo de los Reyes, xvii, 5-6; xviii, 9-11). En 587 a. de JC. El Reino de Judea fue transportado a Mesopotamia. Cuando, cerca de cincuenta años después, Ciro permitió el retorno de los judíos a su país, sólo los pobres y los más fervientes sacaron provecho del permiso, pues las familias más ricas permanecieron en Babilonia formando el origen de una comunidad numerosa e influyente. La conquista de Alejandro Magno causó la dispersión de los judíos por Asia y Siria. Seleucus Nicator convirtió a los judíos en ciudadanos de las ciudades que construyó en sus dominios, y les dio igualdad de derechos con los griegos y macedonios (Flavio Josefo, Antigüedades, XII, iii, 1). Un poco después de la transportación del reino de Judea a Babilonia un grupo de judíos que había sido dejado en Palestina emigró voluntariamente a Egipto (Jr., xlii-xliv). Ellos formaron el núcleo de una famosa colonia alejandrina, pero la gran transportación a egipto fue efectuada por Tolomeo Soter: “Y Tolomeo tomó muchos cautivos de las regiones montañosas de Judea, y de los lugares cercanos a Jerusalén y Samaria, y los condujo a Egipto, estableciéndolos ahí” (Flavio Josefo, Antigüedades, XII, i, 1). En Roma ya había una comunidad de judíos en los tiempos de César, que es mencionada en un decreto de César citado por Josefo (Ant. XLV, x, 8). Tras la destrucción de Jerusalén por Tito, miles de esclavos judíos fueron vendidos, y formaron el núcleo de asentamientos en África, Italia, España y las Galias. En tiempos de los Apóstoles, el número de judíos en la diáspora era enorme. El autor judío Sibilino Oráculo (siglo segundo antes de Jesucristo) pudo decir de sus compatriotas: “Cada tierra y cada mar están llenos de ellos” (Or. Sib., III, 271). Josefo, mencionando las riquezas del templo, decía: “que nadie se extrañe por que haya tanta riqueza en nuestro templo, pues todos los judíos de toda tierra habitable envían sus contribuciones” (Ant., XIV, vii, 2). Los judíos de la diáspora pagaban un impuesto del templo, similar a un Peter’s-Pence inglés (tributo que se cobraba antiguamente en Inglaterra, para el Papa); cada hombre adulto tributaba un didracma. Las sumas enviadas a Jerusalén eran tan importantes en aquel tiempo que en ocasiones causaban una inconveniente escasez de oro, que indujo en más de una ocasión al gobierno romano a detener la colecta o, incluso, a confiscarla.

Aunque los judíos de la diáspora eran, en general, fieles a su religión, había una prominente diferencia de opiniones teológicas entre los judíos babilonios y alejandrinos. En Mesopotamia los judíos leían y estudiaban la Biblia en hebreo, lo que era comparativamente sencillo por la similitud del caldeo, su idioma vernáculo, con el Hebreo. Los judíos en Egipto y por toda Europa, llamados comúnmente “helenistas”, olvidaron rápidamente el hebreo. Para ellos se tradujo una versión griega de la Biblia, la de los Setenta. La consecuencia fue que ellos fueron menos ardientes en la pundonorosa observancia de la Ley. Como los samaritanos, los helenistas mostraron una tendencia cismática al erigir un templo rival al de Jerusalén. Fue construido por el hijo del Sumo Sacerdote Onías en Leontopolis, en el Bajo Egipto durante el reino de Tolomeo Filometor, en el 160 a. de JC., y fue destruido el 70 a. de JC. (Ant. XIII, iii, 2-3). Es un dato curioso que mientras el judaísmo helenista se convirtió en la parcela en la que el cristianismo echó raíces y tomó fuerza, la colonia de Babilonia permaneció como un bastión del judaísmo ortodoxo y produjo el famoso Talmud. El antagonismo fuertemente enraizado entre los judíos y los griegos hizo que el amalgamiento de ambas razas fuese imposible. Aunque algunos de los Seléucidas y Tolomeos, como Seleuco Nicator y Antíoco Magno, fueron favorables para los judíos, hubo fricción constante entre los elementos de Siria y Egipto. El pillaje ocasional y las masacres fueron el resultado inevitable, por lo que en una ocasión los griegos en Seleuco y Siria masacraron a unos 50,000 judíos (Ant., XVIII, ix, 9). En otra ocasión los judíos asesinaron a los habitantes griegos de Salamis, en Chipre, y fueron en consecuencia expulsados de la isla (Dio Casio, LXVIII, 23). En Alejandría se juzgó necesario confinar a los judíos a un gueto. El Imperio Romano, por el contrario, estuvo en términos generales bien dispuesto hacia los judíos de la diáspora, quienes tuvieron en todos los territorios el derecho de residencia y no podían ser echados. Las dos excepciones fueron la expulsión de los judíos de Roma bajo Tiberio (Ant., XVIII, iii, 5) y bajo Claudio (Hechos de los Apóstoles, xviii, 2), pero ambas fueron de corta duración. Su culto fue declarado una religio licita. Todas las comunidades tenían su sinagoga, proseuchai o sabbateia, que funcionaban también como librerías y lugares de asamblea. La más famosa fue la de Antioquia (De bell. Jud., VII, iii 3). También tenían sus cementerios; en Roma, como los cristianos, sepultaban a sus muertos en catacumbas. Tenían el permiso para observar libremente sus ordenanzas religiosas, como el sabbath (descanso sabático), sus festivales y sus leyes dietéticas. Estaban exentos del culto al emperador y del servicio militar. Muchos judíos gozaron de la ciudadanía romana, como San Pablo (Hechos de los Apóstoles, xvi, 37-39). En muchos lugares la comunidad judía formaba una organización reconocida con sus propios poderes administrativos, judiciales y financieros. Ésta era gobernada por un consejo llamado gerousia, compuesto por ancianos, presbiteroi, a la cabeza de lo que era un Arconte propio. Otra muestra de la libertad que gozaron los judíos en todo el imperio fue su propagandismo activo (cfr. Mt., xxiii, 15). Los neófitos eran llamados phoboumenoi o sebomenoi, lo que significaba “temerosos de Dios” (Hechos de los Apóstoles, xiii, 16, 26, 43; Flavio Josefo, Antigüedades, XIV, vii, 2). Su número fue aparentemente muy grande. San Pablo se reunía con ellos en casi todas las ciudades a las que visitaba. Flavio Josefo, elogiando la excelencia de la Ley, dice: “la multitud de la humanidad misma ha tenido una gran inclinación a seguir nuestras observancias religiosas. No hay una sola ciudad de los griegos o los etíopes, en donde nuestras costumbres y nuestra prohibición sobre los alimentos no sea observada” (Contra Apion., II, xl). Muchos de los conversos eran personas distinguidas, como Aguila, el mayordomo de la reina de Candace (Hechos de los Apóstoles, viii, 26 ss.); Azizo, rey de Emesa, y Polemo, rey de Cilicia (Ant.,.xx, vii); la dama patricia Fulvia (Ant., XVIII, iii, 5), etc.

Jewish Encyc. s. v. Dispersion; SCHURER, Geschichte des judischen Volkes (Leipzig, 1890); GRATZ, Geschichte der Juden; RENAN, Les Apétres; MOMMSEN, The Provinces of the Roman Empire (tr. Londres, l886). Una lista de los países de la diáspora es dada por PHILO, Leg. ad Caium, 36.

C. VAN DEN BIESEN
Transcribió Joseph E. O’Connor
Traducido por Francisco Con G.

Fuente: Enciclopedia Católica