DIOSES Y DIOSAS

Las deidades que las naciones han adorado y siguen adorando son creaciones humanas, producto de hombres †œcasquivanos†, imperfectos, que †œtornaron la gloria del Dios incorruptible en algo semejante a la imagen del hombre corruptible, y de aves y cuadrúpedos y cosas que se arrastran†. (Ro 1:21-23.) Por lo tanto, no deberí­a sorprendernos que esas deidades reflejasen las mismas caracterí­sticas y debilidades que sus adoradores imperfectos. Una expresión hebrea con la que se alude a los í­dolos o dioses falsos es †œdioses que nada valen†. (Le 19:4; Isa 2:20.)
La Biblia llama a Satanás el Diablo el †œdios de este sistema de cosas†. (2Co 4:4.) Las siguientes palabras de este versí­culo indican fuera de toda duda que esta designación le aplica a él. Allí­ dice que este dios †œha cegado las mentes de los incrédulos†. En Revelación 12:9 se comenta que él †œestá extraviando a toda la tierra habitada†; su control sobre el sistema de cosas actual y sus formas de gobierno quedó probado cuando ofreció a Jesús †œtodos los reinos del mundo† a cambio de †œun acto de adoración†. (Mt 4:8, 9.)
El culto que se rinde a las imágenes de los dioses se rinde de hecho †œa demonios […], y no a Dios†. (1Co 10:20; Sl 106:36, 37.) Jehová Dios exige devoción exclusiva (Isa 42:8); la persona que rinde culto a los í­dolos niega al Dios verdadero y favorece los intereses de Su principal adversario, Satanás, y de sus demonios.
Aunque la Biblia menciona muchas de las deidades de la gente de aquellos tiempos, no siempre es fácil identificarlas con toda exactitud.

El origen de las deidades. La notable similitud que en seguida se observa cuando se comparan entre sí­ los dioses y diosas de pueblos antiguos difí­cilmente puede atribuirse a la casualidad. Concerniente a este hecho, J. Garnier escribe: †œNo solo los egipcios, caldeos, fenicios, griegos y romanos, sino también los hindúes, los budistas de China y del Tí­bet, los godos, anglosajones, druidas, mexicanos y peruanos, los aborí­genes de Australia y hasta los salvajes de las islas de Oceaní­a, todos deben haber derivado sus ideas religiosas de una fuente común y de un centro común. En todas partes hallamos las coincidencias más asombrosas en ritos, ceremonias, costumbres, tradiciones y en los nombres y relaciones de sus respectivas deidades†. (The Worship of the Dead, Londres, 1904, pág. 3.)
Las Escrituras señalan a la tierra de Sinar como el lugar donde se originaron los conceptos religiosos falsos después del Diluvio. Sin duda bajo la dirección de Nemrod, †œun poderoso cazador en oposición a Jehovᆝ, empezó la construcción de la ciudad de Babel y su torre, probablemente un zigurat que se utilizarí­a en la adoración falsa. Este proyecto de edificación no se emprendió para la honra de Jehová Dios, sino para la autoglorificación de los edificadores, que deseaban hacerse para sí­ mismos un †œnombre célebre†. Además, aquella obra era completamente contraria al propósito de Dios de que la humanidad se esparciese por la Tierra. El Todopoderoso frustró los planes de estos edificadores confundiendo su lenguaje. Al no poder entenderse unos a otros, poco a poco dejaron de edificar la ciudad y se dispersaron. (Gé 10:8-10; 11:2-9.) Sin embargo, parece ser que Nemrod se quedó en Babel y extendió su dominio, y así­ fundó el primer Imperio babilonio. (Gé 10:11, 12.)
Las personas a las que se dispersó llevaron consigo su religión falsa adondequiera que fueron, y la practicaron con nuevos nombres, en su nuevo lenguaje y en nuevas ubicaciones. Esta dispersión se produjo en los dí­as de Péleg, quien nació alrededor de un siglo después del Diluvio y murió a la edad de doscientos treinta y nueve años. Como Noé y su hijo Sem aún continuaban vivos, la dispersión lógicamente ocurrió en un tiempo en el que se conocí­an los hechos sobre acontecimientos anteriores, como el Diluvio. (Gé 9:28; 10:25; 11:10-19.) Este conocimiento sin duda subsistió de alguna manera en la memoria de las personas dispersadas. Prueba de ello son las reminiscencias de diversas partes del registro bí­blico que se hallan en los antiguos relatos mitológicos, aunque distorsionadas y salpicadas de politeí­smo. Por ejemplo, en dichos relatos hay dioses que dan muerte a serpientes; además, en las religiones de muchos pueblos antiguos aparece también el culto a un dios benefactor a quien se le restauró a la vida después de sufrir una muerte violenta en la Tierra. Este hecho parece indicar que tal dios era en realidad un humano deificado al que erróneamente se le consideraba como la †˜descendencia prometida†™. (Compárese con Gé 3:15.) Los mitos hablan de amorí­os entre dioses y mujeres terrestres, y de las gestas de su prole hí­brida. (Compárese con Gé 6:1, 2, 4; Jud 6.) No hay apenas una nación sobre la Tierra que no tenga una leyenda concerniente a un diluvio universal, y en las leyendas de la humanidad hay también indicios de un relato sobre la construcción de una torre.

Deidades babilonias. Era normal que después de la muerte de Nemrod los babilonios lo tuviesen en alta estima como fundador, edificador y primer rey de su ciudad, y organizador del Imperio babilonio original. Según la tradición, Nemrod sufrió una muerte violenta. El que al dios Marduk (Merodac) se le considerara fundador de Babilonia ha hecho pensar a algunos que se trata de una deificación de Nemrod. Sin embargo, la opinión de los eruditos respecto a la identificación de deidades con determinados humanos es bastante dispar.
Con el transcurso del tiempo, la cantidad de dioses del primer Imperio babilonio empezó a multiplicarse. El panteón llegó a tener varias trí­adas de dioses o deidades. Una de ellas estaba compuesta por Anu (el dios del cielo), Enlil (el dios de la Tierra, el aire y la tormenta) y Ea (el dios que presidí­a sobre las aguas). Otra trí­ada era la del dios-luna Sin, el dios-sol Shamash y la diosa de la fertilidad Istar, la amante o consorte de Tamuz. (GRABADO, vol. 2, pág. 529.) Los babilonios tení­an incluso trí­adas de diablos, tal como la trí­ada de Labartu, Labasu y Akhazu. Además, llegó a adquirir importancia la adoración de cuerpos celestes (Isa 47:13), y se asociaban diversos planetas con ciertas deidades. El planeta Júpiter se identificaba con el principal dios de Babilonia: Marduk; Venus, con Istar, diosa del amor y la fertilidad; Saturno, con Ninurta, dios de la guerra y la caza y el patrón de la agricultura; Mercurio, con Nebo, dios de la sabidurí­a y la agricultura, y Marte, con Nergal, dios de la guerra y la pestilencia y el señor del mundo de los muertos.
Las ciudades de la antigua Babilonia llegaron a tener su propia deidad protectora, como si fuese un †œsanto patrón†. La de Ur era Sin; la de Eridú, Ea; la de Nippur, Enlil; la de Cuta, Nergal; la de Borsippa, Nebo, y la de Babilonia, Marduk (Merodac). Cuando Hammurabi convirtió a Babilonia en capital del imperio, Marduk, la deidad protectora de la ciudad, adquirió una mayor importancia. Finalmente, a Marduk se le confirieron los atributos de dioses anteriores y terminó desbancándolos de la mitologí­a babilonia. En tiempos posteriores, se reemplazó el nombre Marduk por el tí­tulo †œBelu† (†œDueño†), que fue apocopado a Bel. A su esposa se le llamó Belit (†œSeñora† por excelencia). (Véanse BEL; NEBO núm. 4.)
La imagen que los antiguos textos babilonios ofrecen de sus deidades no es más que un reflejo del comportamiento pecaminoso de los mortales. Estas fuentes hablan del nacimiento de las deidades —como Tamuz—, sus amores, sus familias, sus luchas y hasta de su muerte. Dicen además que, aterrorizados por el Diluvio, se †˜acurrucaron como perros†™. Se les presenta como avariciosos, dados a la glotonerí­a y a la borrachera, irascibles, vengativos y recelosos, dioses que se tení­an un odio implacable. Por ejemplo, Tiamat, resuelta a destruir a los demás dioses, fue vencida por Marduk, quien la cortó en dos mitades; con una formó el firmamento y la otra la usó para fundar la Tierra. Ereshkigal, la soberana de los infiernos, ordenó a su mensajero, Namtaru, que encarcelara a su hermana Istar y la afligiese con sesenta enfermedades. (Véase NERGAL.)
La información precedente da una idea del ambiente que el fiel Abrahán dejó atrás cuando salió de la ciudad caldea de Ur, por entonces inmersa en idolatrí­a babilónica. (Gé 11:31; 12:1; Jos 24:2, 14, 15.) Siglos más tarde, fue precisamente a Babilonia, †œtierra de imágenes esculpidas† e †œí­dolos estercolizos†, adonde se condujo a miles de judí­os al cautiverio. (Jer 50:1, 2, 38; 2Re 25.)

Deidades asirias. Hablando en términos generales, los dioses y diosas asirios son idénticos a las deidades babilonias. Sin embargo, una de las deidades, Asur, el dios principal, parece haber sido peculiar del panteón asirio. Ya que Asiria toma su nombre de Asur, se ha apuntado que este dios es realmente el hijo de Sem llamado Asur, deificado por los adoradores falsos. (Gé 10:21, 22.)
A diferencia del dios babilonio Marduk, que también fue adorado en Asiria pero cuya sede siempre permaneció en la ciudad de Babilonia, la sede del culto a Asur cambiaba de lugar según los reyes asirios mudaban su residencia oficial a otras ciudades. Además, se erigieron altares en honor a Asur en diversos lugares de Asiria. El principal sí­mbolo de este dios era un estandarte militar, que se introducí­a hasta lo más reñido del combate; era un emblema circular alado del que sobresalí­a la figura de un hombre con barba. En algunos emblemas, la figura sostení­a un arco o se la representaba con el arco tensado. Otra imagen de Asur lo representaba en forma de trí­ada. Además de la figura que se halla en el centro del emblema circular, habí­a sobre las alas dos cabezas humanas, una a cada lado de la figura central. (Véanse GRABADO, vol. 2, pág. 529; ASIRIA; NISROC.)
En ese ambiente tuvieron que vivir los deportados del reino septentrional de diez tribus después de la caí­da de Samaria en 740 a. E.C. (2Re 17:1-6.) Más tarde, el profeta Nahúm predijo la caí­da de Ní­nive (capital de Asiria) y sus dioses, caí­da que se produjo en 632 a. E.C. (Na 1:1, 14.)

Deidades egipcias. Los dioses y las diosas adorados por los egipcios dan prueba de una herencia babilonia subyacente. Habí­a trí­adas de deidades e incluso trí­adas triples o †œenéadas†. Una de las trí­adas populares la componí­an Osiris, su consorte Isis y su hijo Horus. (GRABADO, vol. 2, pág. 529.)
Osiris era el más popular de los dioses egipcios, y se le consideraba el hijo del dios-tierra Geb y la diosa-cielo Nut. Se decí­a que Osiris habí­a llegado a ser el esposo de Isis y habí­a reinado sobre Egipto. Los relatos mitológicos cuentan que a Osiris lo asesinó su hermano Set, pero que luego fue resucitado y llegó a ser el juez y rey de los muertos. La relación entre Osiris e Isis y sus respectivas caracterí­sticas tienen un enorme parecido con la relación y las caracterí­sticas de los dioses babilonios Tamuz e Istar, por lo que para numerosos eruditos eran idénticos.
La adoración de una madre con su hijo también era muy popular en Egipto. A menudo se representa a Isis con el infante Horus sobre sus rodillas. Esta representación es tan semejante a la de la virgen y el niño, que, por ignorancia, algunas personas de la cristiandad a veces la han venerado. (GRABADO, vol. 2, pág. 529.) Respecto al dios Horus, hay indicios de que se distorsionó la promesa edénica concerniente a la descendencia que magullarí­a a la serpiente en la cabeza (Gé 3:15), pues a veces se le representa pisando cocodrilos y agarrando serpientes y escorpiones. Según un relato, cuando Horus quiso vengar la muerte de su padre Osiris, Set, su asesino, se transformó en serpiente.
En las escrituras y pinturas egipcias aparece con mucha frecuencia un sí­mbolo sagrado, la cruz egipcia (cruz ansada). Este signo, parecido a la letra †œT† con un asa ovalada en la parte superior, era sí­mbolo de la vida y probablemente representaba los órganos de reproducción masculino y femenino unidos. A las deidades egipcias a menudo se las representa sosteniendo la cruz egipcia (cruz ansada). (GRABADO, vol. 2, pág. 530.)
Los egipcios sacralizaron y veneraron una gran diversidad de criaturas: el buitre, el carnero, el cocodrilo, el chacal, el escarabajo, el escorpión, el gato, el halcón, el hipopótamo, el ibis, el león, el lobo, la rana, la serpiente, el toro y la vaca. Sin embargo, a algunas se las consideraba sagradas en una parte de Egipto, pero no en otra, lo que en ocasiones resultaba en guerras civiles. No solo habí­a animales consagrados a ciertos dioses, de algunos hasta se decí­a que eran la encarnación de un dios o una diosa. Por ejemplo, se creí­a que el toro Apis era la encarnación misma de Osiris y, también, una emanación del dios Ptah.
Según Heródoto (II, 65-67), quien matara a un animal sagrado intencionadamente tení­a que ser muerto; si la muerte del animal era accidental, los sacerdotes estipulaban una multa. Sin embargo, al que matase un ibis o un halcón, fuese por accidente o no, se le daba muerte, aunque por lo general la muchedumbre enfurecida se adelantaba a hacerlo. Cuando un gato doméstico morí­a, todas las personas de la casa se depilaban las cejas, y si el que morí­a era el perro, se afeitaban todo el cuerpo. A los animales sagrados se les momificaba y eran objeto de elaboradas exequias. Se han encontrado toros, gatos, cocodrilos y halcones momificados, solo por mencionar algunos.
Los relatos mitológicos atribuyen a las deidades egipcias debilidades e imperfecciones humanas, como angustia o miedo, y con cierta frecuencia se las representa en situaciones de peligro. Por ejemplo, el dios Osiris fue asesinado, y de Horus se dijo que en su infancia sufrió de dolores internos, cefaleas y disenterí­a, que murió de la picadura de un escorpión y que luego se le devolvió a la vida. Se creí­a que Isis tení­a un absceso mamario. Respecto a Ra, el dios-sol, se explicaba que con el transcurso de los años su fuerza se habí­a ido desvaneciendo y babeaba. Estuvo en peligro de perder la vida a causa de la mordedura de una serpiente sobrenatural que Isis habí­a formado, aunque se recuperó gracias al conjuro pronunciado por Isis. A la diosa Sekhmet, que representaba el poder destructor del Sol, se le atribuí­a una sed insaciable de sangre. Tanto se deleitaba en dar muerte a los hombres, que Ra temió por el futuro de la raza humana. Para salvar a la humanidad del exterminio, Ra hizo derramar sobre el campo de batalla siete mil jarras de una mezcla de cerveza y zumo de granadas. Sekhmet, creyendo que se trataba de sangre humana, la bebió con ansiedad hasta quedar tan ebria que no pudo proseguir la matanza. De Neftis se contaba que emborrachó a su hermano Osiris, el marido de su hermana Isis, y tuvo relaciones sexuales con él. Y, por último, se decí­a que los dioses solares Tem y Horus acostumbraban a masturbarse.
Cabe señalar aquí­ que cuando Faraón nombró a José el segundo en el reino de Egipto, se le elevó por encima de todos los adoradores de los dioses falsos egipcios. (Gé 41:37-44.)

Las diez plagas. Por medio de las plagas con las que Jehová azotó a los egipcios, humilló a sus dioses y ejecutó juicio sobre ellos. (Ex 12:12; Nú 33:4; GRABADOS, vol. 2, pág. 530.) La primera plaga, la transformación del Nilo y de todas las aguas de Egipto en sangre, trajo deshonra sobre el dios-Nilo Hapi. La muerte de los peces en el Nilo también fue un golpe a la religión de Egipto, pues ciertas clases de peces se veneraban y hasta se momificaban. (Ex 7:19-21.) La rana, sí­mbolo de fertilidad y resurrección para los egipcios, estaba consagrada a la diosa-rana Heqet. Por lo tanto, la plaga de las ranas humilló a esta diosa. (Ex 8:5-14.) La tercera plaga llevó a los sacerdotes practicantes de magia a reconocer su derrota cuando resultaron incapaces de convertir el polvo en jejenes por medio de sus artes ocultas. (Ex 8:16-19.) Al dios Thot se le atribuí­a la invención de la magia o las artes ocultas, pero ni siquiera este dios pudo ayudar a los sacerdotes practicantes de magia para que imitaran la tercera plaga.
La lí­nea de demarcación entre los egipcios y los adoradores del Dios verdadero quedó trazada claramente a partir de la cuarta plaga. Aunque los enjambres de tábanos invadieron las casas de los egipcios, en la tierra de Gosén los israelitas no fueron afectados. (Ex 8:23, 24.) La siguiente plaga, la peste sobre el ganado, humilló a deidades como la diosa-vaca Hator, Apis y la diosa-cielo Nut, a la que se imaginaban como una vaca con las estrellas fijadas en su vientre. (Ex 9:1-6.) La plaga de diviesos supuso la deshonra de las deidades que, según se creí­a, poseí­an facultades curativas, como Thot, Isis y Ptah. (Ex 9:8-11.) La severa tormenta de granizo humilló a aquellos dioses que se pensaba que controlaban los elementos de la naturaleza, como por ejemplo: Reshpu, quien según se creí­a controlaba los relámpagos, y Thot, de quien se decí­a que tení­a poder sobre la lluvia y el trueno. (Ex 9:22-26.) La plaga de langostas fue una derrota para los dioses que, según los egipcios, aseguraban una cosecha abundante, uno de los cuales era el dios de la fertilidad, Min, al que consideraban un protector de las cosechas. (Ex 10:12-15.) Entre las deidades que la plaga de oscuridad vejó estuvieron los dioses solares, como Ra y Horus, y también Thot, el dios de la Luna, que, según opinaban, era quien controlaba el Sol, la Luna y las estrellas. (Ex 10:21-23.)
La muerte del primogénito resultó en la máxima humillación para los dioses y las diosas egipcios. (Ex 12:12.) Los gobernantes de Egipto en realidad se llamaban a sí­ mismos dioses, los hijos de Ra o Amón-Ra. Se alegaba que Ra o Amón-Ra tení­a coito con la reina. Por lo tanto, a su hijo se le consideraba un dios encarnado y era dedicado a Ra o Amón-Ra en su templo. De modo que la muerte del primogénito del faraón suponí­a en realidad la muerte de un dios. (Ex 12:29.) Este hecho en sí­ debió ser un golpe severo para la religión de Egipto, sin mencionar la completa impotencia de todas las deidades para salvar de la muerte a los primogénitos de los egipcios. (Véase AMí“N núm. 4.)

Deidades cananeas. Según fuentes extrabí­blicas, el dios El era considerado el creador y soberano. Si bien parece que El estaba algo alejado de los avatares propios de la Tierra, se muestra con frecuencia a otras deidades acudiendo a él para consultarle. Se le describe como un hijo rebelde que destronó y castró a su propio padre, y como un sangriento tirano, asesino y adúltero. En los textos de Ras Shamra se le llama el †œpadre Toro El† y se le representa con barba y pelo cano. De Aserá, su consorte, se dice que es la progenitora de los dioses, y de El, su progenitor.
El dios cananeo más importante era el dios de la fertilidad: Baal, deidad del cielo, la lluvia y la tormenta. (Jue 2:12, 13.) En los textos de Ras Shamra a menudo se llama a Baal hijo de Dagón, aunque también se le llama hijo del dios El. A la hermana de Baal, Anat, se la muestra refiriéndose al dios El como su padre, y dicho dios, a su vez, la llama su hija. De ahí­ que a Baal probablemente se le considerase hijo del dios El, aunque puede que también se le haya tenido por su nieto. En los relatos mitológicos Baal aparece atacando y venciendo a Yam, el dios de las aguas y que al parecer era el hijo favorito o amado de El. Sin embargo, en su conflicto con otro hijo de El, Mot, el dios de la muerte y de la aridez, Baal es asesinado. Así­, Canaán, al igual que Babilonia, tení­a su dios que sufrió una muerte violenta y después fue restaurado a la vida. (Véase BAAL núm. 4.)
Anat, Aserá y Astoret son las diosas principales que se mencionan en los textos de Ras Shamra. Sin embargo, parece que sus papeles se traslapaban bastante. En Siria, donde se hallaron los textos de Ras Shamra, quizás se haya tenido a Anat por la esposa de Baal, pues, aunque repetidas veces se la llama †œdoncella†, se dice que tiene coito con Baal. Pero el registro de las Escrituras solo menciona en relación con Baal a Astoret y al poste sagrado o aserá. De ahí­ que tanto a Aserá como a Astoret también se las haya considerado a veces esposas de Baal. (Jue 2:13; 3:7; 10:6; 1Sa 7:4; 12:10; 1Re 18:19; véanse ASTORET; COLUMNA SAGRADA; POSTE SAGRADO.)
Las referencias a Anat que figuran en los textos de Ras Shamra dan algún indicio del concepto degradado que tanto los cananeos como los sirios tení­an de sus deidades. Se describe a esta diosa como la más hermosa de las hermanas de Baal, pero con un genio muy violento. Se dice que amenazó a su padre, El, con aplastarle la cabeza y hacer que su pelo y barba canosos quedasen empapados en sangre si no accedí­a a sus deseos. En otra ocasión se la muestra participando en un festí­n de asesinatos; se ataba las cabezas de sus ví­ctimas a la espalda y las manos a la cintura, y se metí­a en sangre hasta las rodillas, y hasta las caderas en el crúor de hombres valientes. El placer que sentí­a por esos asesinatos orgiásticos queda reflejado en las siguientes palabras: †œSu hí­gado se hincha de risa, su corazón se llena de alegrí­a†. (Ancient Near Eastern Texts, edición de J. B. Pritchard, 1974, págs. 136, 137, 142, 152.)
La adoración extremadamente baja y degradada de los cananeos demuestra que la ejecución de la sentencia de destrucción dictada por Dios contra los habitantes de aquella tierra estaba justificada de sobra. (Le 18; Dt 9:3, 4.) Sin embargo, debido a que los israelitas no la llevaron a cabo con todo rigor, con el paso del tiempo las prácticas degeneradas relacionadas con la adoración de las deidades cananeas entramparon a los israelitas. (Sl 106:34-43; véase también CANAíN, CANANEO núm. 2.)

Deidades de Medo-Persia. Hay indicios de que los reyes del Imperio medopersa eran seguidores de Zoroastro. Aunque no se puede probar ni refutar que Ciro el Grande se adhiriese a las enseñanzas de Zoroastro, desde el tiempo de Darí­o I las inscripciones de los monarcas mencionan repetidas veces a Ahura Mazda, la deidad principal del zoroastrismo. Darí­o I se referí­a a Ahura Mazda como el creador del cielo, la Tierra y el hombre, y reconocí­a a este dios como el que le habí­a otorgado sabidurí­a, poder, destreza y, además, el reino.
Un rasgo caracterí­stico del zoroastrismo es el dualismo, o sea, la creencia en dos seres divinos independientes, uno bueno y otro malo. A Ahura Mazda se le consideraba el creador de todas las cosas buenas, y a Angra Mainyu, el creador de todo lo que es malo. Se creí­a que este último podí­a ocasionar terremotos, tormentas, enfermedades y la muerte, así­ como provocar disturbios y guerras. También se pensaba que habí­a espí­ritus inferiores que ayudaban a estos dos dioses a desempeñar sus funciones.
El sí­mbolo de Ahura Mazda era muy parecido al del dios asirio Asur: un disco alado del que en algunos casos sobresalí­a la figura de un hombre con barba y con una cola vertical de ave.
Tal vez Ahura Mazda haya formado parte de una trí­ada, idea que parece advertirse en la invocación de Artajerjes Mnemón, pidiendo la protección de Ahura Mazda, Anahita (diosa del agua y la fertilidad) y Mitra (dios de la luz), deidades a cuya gracia atribuye la reconstrucción de la Sala de las Columnas del palacio real de Susa.
Un buen número de eruditos han relacionado a Anahita con la Istar de Babilonia. A este respecto, E. O. James hizo el siguiente comentario en su libro The Cult of the Mother-Goddess (1959, pág. 94): †œFue adorada como †˜la gran diosa, cuyo nombre es Señora†™, †˜todopoderosa e inmaculada†™, la que purifica †˜la simiente del hombre y la matriz y la leche materna de la mujer†™. […] Era, de hecho, la equivalente persa (irania) de la Anat siria, la Inanna-Istar babilonia, la diosa hitita de Comana y la Afrodita griega†.
Según el historiador griego Heródoto (I, 131), los persas también adoraban los elementos naturales y los cuerpos celestes. Escribe: †œHe averiguado que los persas observan las siguientes costumbres: no tienen por norma erigir estatuas, templos ni altares; al contrario, tachan de locos a quienes lo hacen; y ello, porque, en mi opinión, no han llegado a pensar, como los griegos, que los dioses sean de naturaleza humana. En cambio, suelen subir a las cimas de las montañas para ofrecer sacrificios a Zeus, cuyo nombre aplican a toda la bóveda celeste. También ofrecen sacrificios al sol, a la luna, a la tierra, al fuego, al agua y a los vientos. Primitivamente sólo ofrecí­an sacrificios a esas divinidades, pero después han aprendido de los asirios y los árabes a ofrecer también sacrificios a Urania, si bien los asirios, a Afrodita, la llaman Milita, los árabes, Alilat y los persas, Mitra†.
El libro sagrado del zoroastrismo es el Avesta, una colección en la que hay oraciones dirigidas al fuego —llamado el hijo de Ahura Mazda—, al agua y a los planetas, así­ como a la luz del Sol, la Luna y las estrellas.
Aunque es posible que el rey Ciro fuese practicante del zoroastrismo, en la profecí­a bí­blica se le designa como el nombrado por Jehová para someter al Imperio babilonio y libertar a los judí­os cautivos. (Isa 44:26–45:7; compárese con Pr 21:1.) Después de la destrucción de Babilonia en 539 a. E.C., los israelitas estuvieron bajo el dominio de los medopersas, que eran zoroástricos.

Deidades griegas. Un examen de los dioses y las diosas de la antigua Grecia revela los vestigios de la influencia babilonia. El profesor George Rawlinson, de la universidad de Oxford, hizo la siguiente observación: †œLa notable semejanza entre el sistema caldeo y el de la mitologí­a clásica parece digna de atención especial, pues es demasiado amplia y demasiado afí­n en algunos respectos como para suponer que es fruto de la mera casualidad o de la coincidencia. En los panteones de Grecia y Roma, y en el de Caldea, puede reconocerse la misma agrupación general; no es raro descubrir la misma sucesión genealógica; y en algunos casos hasta los nombres y los tí­tulos conocidos de las divinidades clásicas admiten la ilustración y explicación más curiosa procedente de fuentes de información caldeas. Casi no podemos dudar de que, de una manera u otra, hubo una comunicación de creencias, un paso de nociones e ideas mitológicas en tiempos muy primitivos, desde las costas del golfo Pérsico a las tierras bañadas por el Mediterráneo†. (The Seven Great Monarchies of the Ancient Eastern World, 1885, vol. 1, págs. 71, 72.)
En los relatos mitológicos que muestran al dios Apolo matando a la serpiente Pitón, y al infante Heracles (o Hércules, el hijo de Zeus y Alcmena, una mujer) estrangulando a dos serpientes, se puede observar una distorsión de la declaración de Dios concerniente a la descendencia prometida. Nos enfrentamos de nuevo al tema común de un dios que muere y luego es resucitado. Todos los años se conmemoraba la muerte violenta de Adonis y su regreso a la vida, ocasión en la que, en especial las mujeres, lloraban su muerte y llevaban imágenes de su cuerpo como si se tratase de una procesión funeral, y después las lanzaban al mar o a los manantiales. Otra deidad cuya muerte violenta y regreso a la vida celebraban los griegos era Dioniso o Baco, quien, al igual que Adonis, ha sido identificado con el dios babilonio Tamuz.
La mitologí­a presenta a las deidades griegas casi como si fuesen hombres y mujeres comunes. Su figura corresponde a la humana, aunque se les concebí­a con un tamaño, una belleza y una fortaleza mucho mayores que las del hombre. Como por sus venas fluí­a †œicor† y no sangre, se afirmaba que sus cuerpos eran incorruptibles. No obstante, se creí­a que los hombres podí­an infligirles heridas dolorosas con sus armas, aunque siempre se sanaban. También se decí­a que los dioses permanecí­an jóvenes.
La mayorí­a de las deidades griegas eran sumamente inmorales y manifestaban debilidades humanas. Luchaban entre sí­ y conspiraban unos contra otros: Zeus, el dios supremo del panteón griego, destronó a Crono, su propio padre, quien con anterioridad habí­a depuesto y castrado a su padre Urano. Ambos, Urano y Crono, fueron padres muy crueles. Urano habí­a restringido a la Tierra a los hijos que su esposa Gea le habí­a dado y no les permití­a siquiera ver la luz. Crono, por su parte, devoró a los hijos que Rea le dio. Algunas de las prácticas que se les atribuyen a ciertas deidades son el adulterio, la fornicación, el incesto, la violación, la mentira, el robo, la borrachera y el asesinato. A los que incurrí­an en la desaprobación de los dioses se les imponí­a castigos crueles. Por ejemplo, cuando el sátiro Marsias desafió a Apolos a un concurso musical, este lo ató a un árbol y lo desolló vivo. Y se dice que la diosa írtemis transformó a Acteón en un ciervo e hizo que los propios perros de la ví­ctima se lo comieran, solo porque la habí­a visto desnuda.
Claro que hay quienes afirman que estos relatos mitológicos solo eran fruto de la imaginación de los poetas. Pero ya en el siglo IV Agustí­n hizo el siguiente comentario a este respecto: †œPor lo que aducen en su defensa, que no es verdad aquello que dicen contra sus dioses, sino falso y fingido, por esto mismo es mayor mal si se pone la mira en la piedad religiosa. Y si consideras la malicia de los demonios, ¿qué cosa hay más astuta y habilidosa para engañar? Cuando un ultraje se echa en cara a un prí­ncipe bueno y útil para la patria, ¿acaso no es tanto más indigno, cuanto más remoto está de la verdad y más ajeno a su vida?†. (La Ciudad de Dios, II, 10[9].) Sin embargo, la popularidad de que gozaron las representaciones escénicas griegas de esas narraciones poéticas demuestra que para una mayorí­a su contenido no era vejatorio y hasta estaban de acuerdo con él. La inmoralidad de las deidades justificaba la de los propios humanos, y esto tení­a el parabién de la gente. (Véase GRECIA, GRIEGOS [La religión griega].)
El apóstol Pablo se vio implicado durante su ministerio en un incidente con adoradores de los dioses griegos Zeus y Hermes. (Hch 14:12, 13.) Era costumbre entre los atenienses expresar su temor a las deidades erigiendo gran cantidad de templos y altares en su honra. (Hch 17:22-29.) La inmoralidad sexual que impregnaba el culto religioso griego tuvo influencia en los miembros de la congregación cristiana de Corinto, por lo que Pablo se vio obligado a reprenderlos con firmeza. (1Co 5.)

Deidades romanas. La religión de los romanos recibió gran influencia de los etruscos, un pueblo que según se cree procedí­a de Asia Menor. La práctica de adivinación enlaza claramente la religión de los etruscos con la de los babilonios. Por ejemplo, los modelos de hí­gados de barro usados para la adivinación que se han hallado en Mesopotamia se asemejan al modelo de un hí­gado hecho de bronce que se halló en Piacenza, en la provincia italiana de Emilia-Romagna. De modo que, cuando los romanos adoptaron las deidades etruscas, estaban en realidad recibiendo una herencia babilonia. (Véase ASTRí“LOGOS.) La trí­ada romana formada por Júpiter (el dios supremo, dios del cielo y de la luz), Juno (la consorte de Júpiter, considerada como la que velaba por los intereses de las mujeres) y Minerva (una diosa que velaba por todos los oficios) corresponde con la trí­ada etrusca formada por Tinia, Uni y Menerva.
Con el transcurso del tiempo, los prominentes dioses griegos se infiltraron en el panteón romano, aunque con nombres diferentes. Los romanos incluso adoptaron deidades de otras tierras, como, por ejemplo, el Mitra persa (cuyo cumpleaños se celebraba el 25 de diciembre), la diosa frigia de la fertilidad, llamada Cibeles, y la egipcia Isis, ambas identificadas con la babilonia Istar. Además, también se deificaba hasta a los mismos emperadores romanos.
A Saturno se le adoraba por haber llevado a Roma una edad de oro. Las saturnales eran originalmente una fiesta de un dí­a en su honor, pero más tarde llegaron a ser una celebración de siete dí­as en la segunda quincena de diciembre. Este acontecimiento se caracterizaba por sus diversiones estrepitosas. Se intercambiaban regalos, como frutas y velas, y se solí­a dar a los niños muñecos de barro. Durante la fiesta no se imponí­a ningún castigo. Las escuelas y los tribunales cerraban, e incluso se detení­an las operaciones bélicas. Los esclavos cambiaban de puesto con sus amos y se les permití­a, sin necesidad de temer el castigo, dar rienda suelta a la lengua.
Debido a que los cristianos primitivos se negaron a participar en actos de adoración romanos, en particular en el culto al emperador, se convirtieron en el blanco de una implacable persecución. No obstante, no transigieron y permanecieron inamovibles en su determinación de †œobedecer a Dios como gobernante más bien que a los hombres†, rehusando dar a los gobernantes romanos el culto que solo le pertenece a Dios. (Hch 5:29; Mr 12:17; véase ROMA [Religión].)

Los dioses de las naciones en contraste con Jehová. Hoy en dí­a muchos de los dioses mencionados en la Biblia son solo nombres. Aunque a veces sus adoradores incluso les sacrificaron a sus propios hijos, por ser dioses falsos eran incapaces de rescatar a los que recurrí­an a ellos en busca de ayuda en momentos de necesidad. (2Re 17:31.) Por lo tanto, ante sus éxitos militares, el rey de Asiria se jactó por medio de su vocero Rabsaqué: †œ¿Acaso los dioses de las naciones han librado de manera alguna cada cual a su propio paí­s de la mano del rey de Asiria? ¿Dónde están los dioses de Hamat y de Arpad? ¿Dónde están los dioses de Sefarvaim, de Hená y de Ivá? ¿Han librado ellos a Samaria de mi mano? ¿Quiénes hay entre todos los dioses de los paí­ses que hayan librado su paí­s de mi mano, para que Jehová libre a Jerusalén de mi mano?†. (2Re 18:28, 31-35.) Sin embargo, Jehová no le falló a su pueblo como lo habí­an hecho aquellos dioses falsos. En una sola noche el ángel de Jehová mató a 185.000 soldados en el campamento de los asirios. Humillado, el orgulloso monarca asirio Senaquerib volvió a Ní­nive para ser más tarde asesinado por dos de sus hijos en el templo de su dios Nisroc. (2Re 19:17-19, 35-37.) En realidad, †œtodos los dioses de los pueblos son dioses que nada valen; pero en cuanto a Jehová, él ha hecho los mismí­simos cielos†. (Sl 96:5.)
Si bien los dioses falsos tienen las caracterí­sticas de sus hacedores, las personas que los adoran también llegan a asemejárseles mucho. Para ilustrarlo: el rey Manasés de Judá adoraba a dioses falsos, incluso hasta el punto de hacer pasar a su hijo por el fuego, pero su entrega a la adoración falsa no le convirtió en un rey mejor. Por el contrario, demostró ser como las deidades sedientas de sangre que adoraba, y derramó mucha sangre inocente. (2Re 21:1-6, 16.) En marcado contraste, los adoradores del Dios verdadero se esfuerzan por imitar a su perfecto Hacedor, desplegando el fruto de su espí­ritu: amor, gozo, paz, gran paciencia, benignidad, bondad, fe, apacibilidad y autodominio. (Ef 5:1; Gál 5:22, 23.)

Fuente: Diccionario de la Biblia