EDUCACION

(escuela).

Al principio, la sinagoga era el lugar de conocer a Dios: (Luc 4:20). El Hogar fue, y es, la primera escuela de educación del nino: (Efe 6:4). Los maestros de religión son muy importantes en la Iglesia: (Rom 12:7, Stg 3:1). Ver “Ensenanza”.

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

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Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

En los tiempos de los patriarcas la familia era la unidad básica en términos socio-económicos. Dentro de ella se producí­a el fenómeno de la e., mediante el cual los más jóvenes eran entrenados en las costumbres heredadas de sus antepasados. Según se fue desarrollando la historia, algunas personas (y luego familias y clanes) se especializaron en una determinada actividad productiva, pasando de padre a hijo los conocimientos.

Cuando las tribus de Israel vivieron en Egipto, estuvieron sin duda influenciadas por la cultura de ese paí­s. Moisés fue †œenseñado … en toda la sabidurí­a de los egipcios† (Hch 7:22). Al salir de aquel paí­s y recibir el pacto en el Sinaí­, los israelitas tení­an la obligación de enseñar a las sucesivas generaciones la vida de los patriarcas, las leyes del pacto y las grandes acciones de Dios en su historia, especialmente el †¢éxodo. Los propósitos de la e. israelita pueden resumirse en las palabras de Exo 19:6. Dios querí­a hacer †œun reino de sacerdotes, y gente santa†. Por eso uno de los postulados básicos de la e. era que †œel principio de la sabidurí­a es el temor de Jehovᆝ (Sal 111:10; Pro 1:7).
sacerdotes tení­an la responsabilidad de enseñar al pueblo la ley. No debí­an cobrar nada por ello, porque Miqueas critica a los sacerdotes que †œenseñan por precio† (Miq 3:11). También habí­a un entrenamiento para los hijos de los sacerdotes. No se tienen noticias precisas de cómo se hací­a esto, pero es evidente que se desarrollaba un proceso educativo dirigido al conocimiento de la ley sagrada, que incluí­a también ciertos datos sobre enfermedades y problemas civiles. Un sacerdote comenzaba a ejercer la función a la edad de treinta años y los levitas a la de veinticinco. Eso indica que el perí­odo de aprendizaje era bastante largo en ambos casos. Al final del proceso de entrenamiento de un levita se incluí­a la práctica, pues se les traí­a a servir en el †¢templo (†œY echaron suertes para servir por turnos, entrando el pequeño con el grande, lo mismo el maestro que el discí­pulo† [1Cr 25:8]).
método preferido de los educadores, fueren padres o sacerdotes, era la repetición (†œEstas palabras que yo te mando hoy, estarán sobre tu corazón; y las repetirás a tus hijos† [Deu 6:6-7]). Se dieron instrucciones precisas de reunir al pueblo por lo menos †œcada siete años† a fin de leerle la ley (†œ… para que aprendan, y teman a Jehová vuestro Dios† [Deu 31:9-12]). Es posible que las palabras en Isa 28:9-13 estén basadas en la experiencia de un maestro que enseña a sus discí­pulos (†œ¿A quién se enseñará ciencia, a quién se hará entender doctrina?… Porque mandamiento tras mandamiento, mandato sobre mandato, renglón tras renglón, lí­nea sobre lí­nea† etcétera).
método que se utilizaba era el de contar historias, por medio de las cuales los niños aprendí­an los hechos de sus antepasados, siempre con énfasis en un Dios que actúa en los eventos. Los versos de fácil memorización y los proverbios eran otros de los medios de que se valí­an los israelitas para enseñar, como puede verse en el Sal 78:1-4 (†œEscucha, pueblo mí­o, mi ley; inclinad vuestro oí­do a las palabras de mi boca. Abriré mi boca en proverbios; hablaré cosas escondidas desde tiempos antiguos, las cuales hemos oí­do y entendido; que nuestros padres nos las contaron. No las encubriremos a sus hijos, contando a la generación venidera las alabanzas de Jehová…†).
niños aprendí­an el oficio de pastor o agricultor observando a sus padres. Las niñas eran entrenadas para manejar los asuntos domésticos. En ambos casos, la práctica de lo aprendido se hací­a a una edad muy temprana. En la familia real se establecieron ciertas costumbres con el fin de garantizar que los prí­ncipes tuvieran una buena e. Uno de los funcionarios de David tení­a la responsabilidad de la e. de los hijos del rey (†œ… y Jehiel hijo de Hacmoni estaba con los hijos del rey† [1Cr 27:32]). De un estudio de los libros de los profetas se deduce que los prí­ncipes y funcionarios reales eran entrenados en las artes de la guerra, el gobierno, la diplomacia y la religión de Israel. En el libro de Deuteronomio se supone que el rey serí­a alguien que pudiera leer el libro de la ley (†œ… escribirá para sí­ en un libro una copia de esta ley … y lo tendrá consigo, y leerá en él todos los dí­as de su vida† [Deu 17:18-19]).
utilización del alfabeto tuvo un impacto extraordinario en los procesos educativos. Antes de eso, la escritura estaba limitada a un estrechí­simo cí­rculo de escribas profesionales y sacerdotes, que eran los únicos que podí­an manejar las complicadas técnicas de la escritura cuneiforme o jeroglí­fica. Con el alfabeto ese cí­rculo se amplió. Cualquier ciudadano podí­a aprender esos signos elementales y componer sus palabras combinándolos. Un escriba israelita sólo tení­a que aprenderse unos veintidós signos, en comparación con los cientos que utilizaban sus contemporáneos en otras naciones. La aritmética la enseñaban los padres a los niños a edad muy temprana (†œY los árboles que queden en su bosque serán en número que un niño los pueda contar† [Isa 10:19]), pero solamente lo necesario para resolver los problemas cotidianos ( †¢Números en la Biblia).
colecciones de proverbios y dichos sapienciales eran una especie de libros de ética que se utilizaban en el entrenamiento de los más jóvenes, especialmente aquellos que tendrí­an alguna función en la corte. Se querí­a trasmitir así­ a las nuevas generaciones la sabidurí­a y las virtudes de sus antepasados. Estos proverbios y trozos de la literatura sapiencial se aprendí­an de memoria, procurándose luego que sirvieran de guí­a en la vida diaria. Es de notar que para facilitar el aprendizaje, los proverbios usan varios métodos. Algunos de ellos no son fáciles de percibir en otros idiomas, puesto que relacionaban sonidos parecidos de varias palabras hebreas, abundando las aliteraciones. Más fácil de detectar es el método que usa un orden numérico como ayuda para la memoria: †œTres cosas me son ocultas; aun tampoco sé la cuarta: el rastro del águila en el aire, el rastro de la culebra sobre la peña; el rastro de la nave en medio del mar; y el rastro del hombre en la doncella† (Pro 30:18-19). También los acrósticos eran muy comunes. El elogio de la mujer virtuosa está escrito en esa forma (Pro 31:10-31).
profetas acostumbraban formar grupos. Los soldados que Saúl envió a matar a David en casa de Samuel se encontraron con †œuna compañí­a de profetas que profetizaban, y a Samuel que estaba allí­ y los presidí­a† (1Sa 19:20). Algunos hombres de Dios tení­an discí­pulos con los cuales compartí­an conocimientos y experiencias. Pero estaba claro que el oficio de profeta no se aprendí­a, sino que era un llamamiento de Dios (2Re 2:9-10).
és del exilio, con la aparición de las sinagogas, se consiguió un nuevo instrumento para el fomento de la e., pues éstas se convirtieron, en la práctica, en centros de enseñanza, en adición a sus funciones culturales. Cuando se lee en Mat 9:35 que el Señor Jesús recorrí­a †œtodas las ciudades y aldeas, enseñando en las sinagogas de ellos†, no debe pensarse que esta actividad sólo se hací­a en los sábados. En el resto de la semana, la sinagoga era utilizada también. Las escuelas, como tales, no se mencionan en el AT. Surgieron en Israel en el siglo inmediatamente anterior al nacimiento del Señor Jesús. Un famoso erudito y lí­der del †¢Sanedrí­n, llamado Simeón Ben Shetah, fue el primero que creó escuelas elementales en Jerusalén y ciudades aledañas, haciendo obligatoria la enseñanza, que antes era responsabilidad sólo de los padres. No se tienen noticias de si habí­a una escuela en Nazaret, en tiempos de la juventud del Señor Jesús. La expresión: †œ¿Cómo sabe éste letras, sin haber estudiado?† (Jua 7:15), debe ser interpretada como refiriéndose a que el Señor no habí­a recibido entrenamiento especializado como intérprete de la ley.
única mención especí­fica de una escuela en la Biblia aparece en Hch 19:9 (†œ… se apartó Pablo de ellos y separó a los discí­pulos, discutiendo cada dí­a en la escuela de uno llamado †¢Tiranno†). Se desconoce a cuál nivel educativo se dedicaba esa institución. Pero de manera indirecta podemos saber de la existencia de escuelas. Además del uso de las palabras †œmaestro† y †œdiscí­pulo†, se menciona el término †¢cátedra, el cual supone una escuela. En Mat 23:2, se lee: †œEn la cátedra de Moisés se sientan los escribas y los fariseos†. Los maestros enseñaban desde una silla, mientras que los discí­pulos se sentaban en el piso. Por eso Pablo, hablando de su e. dice que fue †œinstruido a los pies de †¢Gamaliel† (Hch 22:3).

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

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Es el valor resultante de un proceso perfectivo en el que la persona humana adquiere cultura (aspecto intelectual) virtud (aspecto moral) y capacidad convivencia (aspectos sociales) para desenvolverse en la vida. En cuanto cualidad de toda la persona, es una riqueza estable e interior. En cuanto se suma a la educación de las demás personas es una conquista social y compartida que mejora a toda la comunidad a la que pertenece el hombre educado.

Es difí­cil determinar el origen etimológico del concepto educación, pero ya aparece en Quintiliano (De institutione oratoria. Proem.) y en Séneca (De Ira 2.22) en sentido de crianza o de cuidado material. El sentido más moral que intelectual del concepto de formación humana que se atribuye al término parece relegarse al latí­n tardí­o del siglo II y III después de Cristo.

Se discute si proviene de “educere” (conducir de dentro a fuera) o de “docere” (ofrecer, enseñar, mostrar de fuera hacia dentro), aunque probablemente recoge un significado sintético de ambos aspectos. Desde el III se difunde en todos los autores y alude a la compleja operación de cuidar, formar, adiestrar y hacer pensar por la experiencia y la enseñanza explí­cita.

Educa e instruye a los niños el magister o docente y vigila y adiestra para la vida el esclavo pedagogo que transmite su cultura en el mundo latino.

Sea cual sea la etimologí­a real, la identidad de la educación se presenta prematuramente en la Historia de la cultura como algo que debe ser definido desde el hombre, que es su depositario por una parte y su protagonista por otra.
1. Conceptos y definiciones
Se han realizado multitud de intentos para definir su esencia desde las diversas alternativas filosóficas y antropológicas que han ido apareciendo entre los escritores y pensadores. Es rechazable cualquier afán que reduzca la educación a mero amaestramiento animal o a la sola preparación social. Hay que ahondar más y llegar a la idea de mejora, de perfeccionamiento, de riqueza en todas las facultades humanas.

Los intentos de definir de manera clara esa realidad han sido diversos. Todos han coincidido en el deseo de formular una correcta expresión. Y no es fácil conseguirlo pues hay que acumular las notas de la instrucción que tienen que ver con la cultura y la ciencia y a las propias de la formación que llegan más a las estructuras y habilidades.

Ambas se han de condensar en esa esfera superior que representan los reclamos de la sabidurí­a y las demandas de la perfección radical del hombre en cuanto ser destinatario de la estricta educación.

1. Definición global
Entre las mil definiciones de educación que tratan de recoger la esencia que la constituye, hay algunas clásicas como la de Platón (De la Leyes L.7. 1.1): “Dar al cuerpo y al alma toda la belleza de que es suceptible”; y hay otras más “piadosas” como la de Pí­o XI (en la Divini Illius Magistri): “Colaborar con la gracia divina para hacer al hombre lo más perfecto que posible sea”.

Unas son definiciones dinámicas, por ejemplo la de Kant en su “Pedagogí­a”, donde la describe como: “Desenvolver conforme a un fin todas las disposiciones naturales de un hombre y conducir así­ la especie humana a su destino” (Kant). Y otras hablan más de aspectos estáticos relacionados con la naturaleza humana: “Educación es lo que hace al hombre ser hombre” (Max Scheler).

Las hay que miran más la integración del individuo en la sociedad: “Es el proceso de socialización mediante el cual la sociedad introduce al hombre en su vida” (Luzuriaga). Y otras, como la de Ví­ctor Garcí­a Hoz, miran más a la mejora integral del individuo en sí­ mismo: “Perfeccionamiento intencional de las facultades especí­ficamente humanas” (en Pedagogí­a Fundamental 1).

Incluso hay excelentes definiciones con proyección trascendente como la de Andrés Manjón: “El cultivo y desarrollo de cuantos gérmenes fí­sicos y espirituales Dios ha puesto en el hombre con el intento de hacer hombres perfectos.”
(Prospecto “Del Colegio Avemarí­a”. Pg. 4)

1.2. Educación de la fe
Cuando adaptamos cualquiera de esas definiciones, y de los conceptos que laten detrás de ellas, a la educación de la fe, observamos la dificultad añadida de la adjetivación “religiosa”, cristiana” “de la fe”. Cada definición general se pliega y repliega al terreno especí­fico que encierra la precisión del adjetivo.

En general hay que admitir el concepto de educación como algo muy flexible capaz de armonizarse con adjetivos variados como “fí­sica”, “infantil”, “militar”, “primitiva”, “naturalista”, “germánica”, “antigua” o “actual”. La educación de la fe implica una peculiaridad por cuanto es educación y además alude a la fe, que es don misterioso de Dios.

Podemos ciertamente hacer referencia a la tarea educadora, pero sólo en forma indirecta: en cuanto preparamos al hombre para que reciba, desarrollo, clarifique y asuma la fe con consciencia y profundidad. El hombre que tiene inteligencia y voluntad libre, el que acepta e integra en su personalidad idea, sentimientos y actitudes nobles, el que desarrolla la cultura y la libertad, las virtudes y las actitudes nobles, la ciencia y la conciencia, es el que se prepara para asumir la fe de manera muy diferente a como lo hace el supersticioso inculto o el ingenuo sensorial que vive de antropomorfismos y de mecánicas repeticiones de enseñanzas ajenas.

Por eso para aclarar lo que es “educación de la fe”, “educación religiosa” “educación cristiana”, hay que comenzar por revalidar y clarificar el concepto de educación en general y así­ entender que sólo preparando el receptáculo adecuado se puede asegurar la entrada, la conservación y el incremento del néctar divino de la fe como don
1.3. Cauces de esta educación.

Como la idea de educación afecta a todos los aspectos, edades y situaciones del ser humano, podemos hablar de tantas formas como modos y alcances miremos para clasificar la acción beneficiosa de educar al hombre.

– Educación religiosa es la que trata de formar una conciencia clara de trascendencia y la que enseña a ordenar la conducta según las creencias trascendentes.

– Educación cristiana es la que se inspira en la figura de Cristo y en sus enseñanzas, teniendo por lo tanto el Evangelio como primera norma de vida.

– Educación católica es la precisión de la cristiana, con referencia a la vida propia de la Iglesia de católica, apostólica y romana, en cuanto se considera la verdadera y única forma de identificarse con los seguidores de Jesús. Implica pues, además del Evangelio, la fidelidad a la Jerarquí­a y la aceptación del Magisterio, la unión con la Tradición y con la Comunidad creyente.

2. Variables de la educación

Siendo la educación una tarea dinámica, por lo tanto fruto de un proceso, y una riqueza estática, por lo tanto expresión de una perfección humana global y permanente, la encontramos realizada en diversidad de perspectivas.

Sin intentar ahora una sí­ntesis de un tratado general de educación, si es conveniente recordar que la educación se mantiene estable en esas variables.

2.1. Una es la edad y madurez

– Educación infantil, adolescente, juvenil, de adultos, incluso de la tercera edad, es la misma educación en cuanto perfección, pero reviste diferentes procesos, estí­mulos, objetivos y modos operativos en cada estadio de la vida humana. Esto lo podemos aplicar a la educación religiosa, como lo aplicamos a la intelectual o la social.

La disposición del niño para que asuma la fe implica unas estructuras morales y mentales muy diferentes de las que podemos reclamar al adulto. Quien no sea sensible a esta variable difí­cilmente podrá hacer una tarea eficaz y con perspectivas de permanencia.

2. 2. Variable del entorno.

Es evidente que el entorno familiar es muy diferente del escolar, del parroquial o del que ofrece cualquier otro ámbito que contribuye a la formación del hombre. Ni la escuela cuando ofrece formación religiosa puede igualarse con la parroquia, ni la parroquia puede hacerlo con la familia.

El tacto pedagógico del educador de la fe debe sentirse diferente en sus procedimientos cuando actúa como padre creyente que quiere educar la fe de su hijo o cuando actúa como profesor de religión que quiere ayudar a su alumno a acercarse a Dios.

Algo parecido debemos decir en sentido más general del ambiente cultural sea rural o urbana, de culturas cristianas bien conservadas o de sociedades religiosamente plurales en donde coexisten diversas creencias y manifestaciones culturales. Sin adaptación al medio, los frutos no se conservan lozanos, unas veces porque se contaminan por indiferentismo y en ocasiones porque se descarrí­an por exagerado mimetismo que puede llegar al fanatismo.

2. 3. Variable del estilo
Uno de los rasgos de la cultura moderna que afecta a los aspectos religiosos de la formación humana es la aparición del cambio como estilo de vida, de la diversidad como exigencia pedagógica y la horizontalidad como sustitución de la importancia de la jerarquí­a propia de tiempos pasados.

El educador de la fe debe ser consciente de que la libertad y el respeto, el pluralismo y la importancia de las libres opciones, el secularismo como forma preferente de vida son rasgos peculiares de la vida actual y deben ser tenido en cuenta por la educación moderna. Desconocerlo es condenarse al desajuste.

3. Educación y catequesis.

Estas referencias pedagógicas deben hacer pensar al educador de la fe que la vida moderna impone determinados modos de comportamiento que pueden romper los esquemas clásicos de una educación de signo proselitista o de metodologí­as más adoctrinadoras que evangelizadoras, más de amaestramiento que de preparación para la vida.

En lo que se refiere a lo religioso, la formación de la conciencia y la preparación de la inteligencia para aceptar la fe requieren una sensibilidad moderna que incluso haga compatible los misterios más sublimes con las realidades más sensibles. No podemos ignorar que los fenómenos modernos de la comunicación audiovisual, de las tecnologí­as de vanguardia, y de la democratización de la cultura han supuesto para al mundo moderno una transformación sin precedentes.

Por lo tanto los educadores de nuevos hombres están comprometidos a ser creadores de nuevas formas. Y por lo tanto, los educadores de la fe no pueden ser excepción ante esa corriente arrolladora general.

3.1. Cauces nuevos y desafí­os
Hoy resulta urgente delimitar lo que es la educación en sí­ misma y armonizar la dimensión ética de la misma (formación en las virtudes perennes) con los aspectos noéticos (el alcance nuevo de la cultura y el valor de los lenguajes)

Se deben evitar viejos planteamientos conceptuales de tinte dialéctico, especulativo y nominalista y es más provechos caminar por sendas rápidas de convivencia, de ecumenismo y de serenas actitudes crí­ticas ante las ofertas de todo tipo que llegan hasta los rincones más apartados del mundo.

Hay aspectos permanentes en la tarea educadora que no cambiarán nunca por ser radicalmente humanos. Son todos aquellos que aluden a los valores permanentes de la humanidad, como es la virtud, la bondad, la honradez y el orden, o como pueden ser los modos de relacionarse de forma generosa y pací­fica y no competitiva y egoí­sta con los demás.

Pero otros rasgos están sufriendo una acelerada transformación, sin que supongan una pérdida radical. Son los rasgos coyunturales de la sociedad cambiante.

Entre estos rasgos se pueden citar:

– Los nuevos lenguajes exigen mentes ágiles, abiertas, permeables y creativas para hablar y entender, esto es para conectar con quienes los manejan. Por no hacerlo hay muchos educadores que se sienten bloqueados.

– Los valores culturales que son cambiantes no merecen un desgaste importante de energí­a. Lo importante es que ello no desaparezcan de golpe para no suscitar vací­os éticos demoledores. Todo educador observador sabe que la cordialidad sustituye hoy a la disciplina, la eficacia desplaza el orden preconcebido, la solidaridad pesa más que la obediencia. Es preciso diferenciar lo que es tolerable y lo que es insoportable.

– La precocidad en las reacciones y la intuición van cobrando cierta espectacularidad en las jóvenes generaciones. La confianza con los jóvenes debe ser restablecida sin acritud, en profundidad y concediendo que el aprecio por lo útil y práctico es más fuerte que la utopí­a, el mito o los ideales encerrados en fórmulas vací­as. 3.2. Adaptación en lo religioso
De todo esto hay que aprender para la educación religiosa que, como toda educación, hoy se halla en tránsito. Tenemos que distinguir cuando hablamos de la educación de la fe lo que en ella hay de oferta y de tradición, lo que se entiende como preparación humana para que la gracia divina actúe en el hombre y lo que es simple conexión con la tradición.

No es fácil hacerlo sin tensiones, pero las polémicas doctrinales no facilitan el tránsito. La clarificación de terminologí­as, tan reclamada en otros tiempos, hoy ceden la primací­a a la comprensión, a la fraternidad universal y a la mayor sensibilidad por los sufrimientos ajenos.

Educar al hombre creyente es primero educar al hombre. Por eso hay que valorar aspectos parciales como la educación moral, la educación de los valores, la educación para la justicia, la educación sexual, etc. para llegar a la educación para la oración, la educación litúrgica, la educación sacramental.

Bueno es recordar que la tarea catequí­stica es una acción educativa en el pleno sentido de la palabra. Pero reclama una visión peculiar del hombre caminante y por lo tanto cambiante.

Exige como postulado el mirarle como creyente que desarrolla su creencia y como elegido de Dios para recibir el don de la fe sobrenatural. Reclama actuar con él en cuanto es ser creyente que debe poner la inteligencia al servicio de su actitud de acogida de la Revelación. Y supone también tratarlo como hombre libre que debe poner su juego su conciencia en actitud de acogida del mensaje divino.

Todo esto es fácil formularlo. Lo que no es seguro acertar en el camino. Pero una buena pedagogí­a del cambio y de la confianza es la puerta de entrada.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

DicEc
Desde el principio la Iglesia se ha interesado por la educación (>Magisterio, >Teólogos). Durante los primeros siglos los cristianos se serví­an de las escuelas seculares para la educación básica: ludus litterarius para aprender a leer, escribir y contar; grammaticus, que estudiaba los antiguos clásicos; la retórica se estudiaba a partir aproximadamente de los dieciocho años.

Pronto surgieron escuelas de catequesis, con maestros tan ilustres como >Justino, >Orí­genes y >Efrén. Con frecuencia en estas escuelas se enseñaban materias cientí­ficas y también filosofí­a. Desde el siglo IV en los monasterios se ofreció educación a los niños, pero es difí­cil saber cómo estaba organizada y qué amplitud tení­an este tipo de escuelas antes del siglo VI. A partir de la Edad media se fundaron escuelas asociadas a las catedrales. Desde entonces los religiosos empezaron a dedicarse a la educación en algunos lugares. Después de la Reforma encontramos establecimientos de institutos religiosos cuyo apostolado principal consistí­a en la enseñanza, tendencia bastante marcada en el siglo XIX.

A partir de este siglo, por otro lado, asistimos al desarrollo de las escuelas seculares, en las que podí­a no haber lugar para la educación religiosa. La Iglesia puso siempre un empeño especial en asegurar la educación cristiana de los niños, y trató, por ejemplo por medio de >concordatos, de asegurar la libertad para la educación católica.

El Vaticano II aprobó una Declaración sobre la educación cristiana, Gravissimum educationis (GE). Las declaraciones del concilio no iban dirigidas sólo a la Iglesia, sino también al mundo, tratando de explicar la posición de la Iglesia. No es el mejor de los documentos conciliares. El tercer perí­odo de sesiones (1964), durante el cual se debatió, estuvo dominado por otros intereses: la >libertad religiosa, la >colegialidad, el >ecumenismo. Está aquejado de otro inconveniente, que sufrirán también todos los documentos posteriores del Vaticano sobre educación: las diferencias de cultura, de condiciones socioeconómicas y de tradiciones hacen que haya una gran diversidad respecto de la educación, por lo que el concilio y otros documentos tienen que quedarse al nivel de los principios, sin poder descender a los detalles. Por la misma razón, las bibliografí­as sobre educación han de elaborarse según el paí­s o la región, y les da unidad el hecho de tratar de un determinado nivel o aspecto de la educación.

Temas relacionados con la educación aparecen en diversos documentos del concilio: el derecho a la educación; el deber que incumbe a diferentes personas de procurar la educación adecuada; formas de la educación cristiana; la naturaleza de la educación social y polí­tica (GS 48-52. 69. 87. 89; AG 12; CD 15. 35; AA 30; DH 3. 8; PC 10; OT 11). La declaración sola, por tanto, no da una imagen completa de la enseñanza del concilio sobre la educación. El prólogo de la GE sitúa la educación dentro del mandato de anunciar a todos el misterio de la salvación y de renovar todas las cosas en Cristo. Luego afirma que la educación es un derecho universal (GE 1), antes de dar una definición de la educación cristiana: “(Esta) no persigue solamente la madurez de la persona humana (…), sino que busca, sobre todo, que los bautizados se hagan más conscientes cada dí­a del don recibido de la fe, mientras se inician gradualmente en el conocimiento del misterio de la salvación; aprendan a adorar a Dios Padre en espí­ritu y en verdad (cf Jn 4,23), ante todo en la acción litúrgica, formándose para vivir según el hombre nuevo en justicia y santidad de verdad (Ef 4,22-24), y así­ lleguen al hombre perfecto, en la edad de la plenitud de Cristo (cf Ef 4,13), y contribuyan al crecimiento del cuerpo mí­stico” (GE 2).

La declaración centra particularmente su atención en las personas y en la visión cristiana de su finalidad en la Iglesia, en el mundo y para la eternidad. Se hace continuamente referencia al derecho y al deber de la educación. El centro del documento no es la escuela en cuanto tal, sino la educación en un sentido más amplio. Concede un papel clave a la familia (GE 4); hasta los cc. 5-7 no se trata de la escuela, y hasta los cc. 8-12, de la escuela católica. El objetivo de la escuela se especifica del siguiente modo: “A la vez que cultiva con asiduo cuidado las facultades intelectuales, desarrolla la capacidad del recto juicio, introduce en el patrimonio de la cultura conquistado por las generaciones pasadas, promueve el sentido de los valores, prepara para la vida profesional” (GE 5). El papel de la educación en el ámbito de la fe es aún mayor en la escuela católica (GE 8-12). La declaración trata luego de la educación superior y de las universidades, especialmente de las católicas (GE 10-1 1), antes de concluir con el tema de la cooperación entre las distintas instituciones educativas (GE 12).

En los años que siguieron al concilio la educación se resintió fuertemente a causa de las recesiones económicas en la década de 1970. La situación varió de un paí­s a otro. En diferentes paí­ses el mantenimiento de las escuelas católicas parroquiales o no se hizo cada vez más oneroso y se entró en una fase de replanteamiento de su identidad. En algunos la alfabetización sigue siendo todaví­a un problema capital. El crecimiento de la población causa en algunos lugares serios problemas. En Latinoamérica, en Puebla, se estudió la educación dentro del contexto de las necesidades de los pobres, la urgencia de formar cristianos entusiastas comprometidos en el mejoramiento de la sociedad así­ como con las necesidades de la Iglesia.

En el perí­odo posconciliar salieron a la luz tres documentos importantes de la Santa Sede. En 1977 la Sagrada congregación para la educación cristiana dio normas sobre las escuelas católicas. Cinco años más tarde planteó la cuestión de los laicos católicos en las escuelas. Por entonces las escuelas católicas eran atendidas por un número cada vez menor de sacerdotes, religiosos y religiosas; por otro lado, eran muchos los laicos católicos que enseñaban en escuelas seculares. El documento explora las oportunidades que este nuevo desafí­o ofrece y establece directrices. Como las situaciones seguí­an cambiando, la congregación publicó en 1988 otro documento sobre la escuela católica, esta vez centrando su interés en la dimensión religiosa. En 1990 Juan Pablo II publicó una constitución apostólica sobre las universidades católicas. El documento se refiere a instituciones que varí­an mucho de un paí­s a otro, y es interesante para todos los católicos que se dedican a la educación superior, aunque su institución no esté dentro de la categorí­a de “universidad/facultad católica”.

El Código de derecho canónico (CIC 793-821) trata de la educación católica comenzando simbólicamente su primer canon con la palabra “padres”, para seguir luego indicando sus derechos y obligaciones. El tono es reflejo del Vaticano II y los documentos posconciliares en sus referencias al carácter integral de la educación: espiritual, intelectual, social, moral y fí­sica. Siguen luego normas especí­ficas sobre el papel del obispo. La sección acaba con algunos cánones sobre las universidades católicas y otras instituciones de enseñanza superior (CIC 807-814)9 y con un capí­tulo sobre las universidades y facultades eclesiásticas (CIC 815-821). El nuevo código para las Iglesias orientales tiene su propia disciplina sobre educación (CCEO 627-650), que puede encontrarse bajo el epí­grafe Magisterio eclesiástico.
Es menester considerar la cuestión de la >catequesis para tener una visión más completa del interés de la Iglesia por la educación. La posición de esta respecto de la educación está en continuo cambio, aunque siguiendo siempre unos mismos principios básicos.

Christopher O´Donell – Salvador Pié-Ninot, Diccionario de Eclesiologí­a, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Diccionario de Eclesiología

Nociones básicas

“Educar” es una acción o conjunto de acciones que tiende a comunicar y a hacer surgir. “Educar” puede significar “alimentar” (“edere”) y también “sacar hacia fuera” (“educere”). Los dos aspectos se complementan, puesto que se instruye y ayuda, en vistas a que la persona crezca ella misma por un proceso de madurez y de desarrollo de todas sus posibilidades. Toda educación tiende a la formación integral de la persona humana, en su dimensión de miembro de la sociedad y de trascendencia. La educación es un derecho y un deber inalienable de todo ser humano, en toda cultura y en todo pueblo.

La educación se dirige a los diversos aspectos de la vida humana. Puede ser educación moral, social, familiar, intelectual, religiosa, artí­stica, literaria, fí­sica, psí­quica, sexual… En realidad es el desarrollo de la personalidad humana en toda su integridad, en vistas a ser, hacer y convivir cooperando con los demás seres humanos y con toda la creación.

Educadores y acción educativa

En las acciones educativas se acentúa la comunicación por parte de los educadores, pero haciendo que los educandos descubran libremente todos los valores de la conciencia, de la inteligencia, de la existencia humana y de todo el cosmos, sin olvidar la trascendencia. La acción comunicativa es una ayuda para que el educando encuentre él mismo los criterios, valores y actitudes. Es fundamental que el educador presente, en su propia vida, el testimonio de aquello que comunica, especialmente cuando se trata de la educación religiosa y moral.

Los educadores y los educandos se encuentran en un proceso de búsqueda de la verdad. La búsqueda supone ya un cierto encuentro, que reclama profundización y ampliación. De ahí­ la necesidad de una evolución armónica entre los valores auténticos del pasado y los valores por descubrir y profundizar. Es siempre una búsqueda y un encuentro de la verdad, del bien y de la belleza, en armoní­a con toda la humanidad y con todas las culturas, en su historia del pasado y del presente, abierta siempre a un futuro trascendente.

Educación de la fe

Para todo cristiano, es fundamental la educación de la fe, no sólo en cuanto al conocimiento, sino especialmente en cuanto a su celebración y su vivencia. Se educa para llegar a la madurez de la perfección cristiana y para “recapitular todas las cosas en Cristo” (Ef 1,10). Los primeros educadores de la fe son los padres, desde el ambiente familiar, con los que colaboran otras personas responsables en la sociedad civil y eclesiástica. La Iglesia tiene una responsabilidad educativa ineludible. Todos los miembros de la Iglesia, cada uno según su vocación y servicio, están llamados a colaborar en el anuncio y en la educación de la fe. Un sector privilegiado de la educación es la infancia y juventud

Referencias Catequesis, ciencia y fe, escuela, formación, formación humana-espiritual-intelectual-permanente, infancia misionera, juventud, moral, personalidad, sexualidad.

Lectura de documentos GS 61-62; Declaración conciliar “Gravissimum educationis”; CEC 2030, 2226; CIC 793-821.

Bibliografí­a AA.VV., Educar (Salamanca, Sí­gueme, 1966); C. CEMBRANOS, M. BARTOLOME, Estudios y experiencias sobre educación en valores (Madrid, Narcea, 1981); N.J. BULL, La educación moral (Estella, Verbo Divino, 1976). Ver Diccionario de ciencias de la educación (Madrid, Paulinas, 1990).

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

Es el conjunto de acciones y de comportamientos dirigido a promover el desarrollo de la persona humana, que atiende a las múltiples dimensiones de la vida del hombre (fí­sica, moral, social, intelectual, religiosa), y que tiene como meta la realización cada vez más plena de la conciencia y del dominio de sí­ mismo, junto con la capacidad de comunicar y cooperar con las demás personas.

El término educación remite a los verbos edere (= alimentarse) y educere (= sacar fuera); esto significa que encierra siempre dos aspectos que no se pueden soslayar: por una parte, la misión de “alimentar, hacer crecer, guardar, cuidar, instruir”; por otra, la necesidad de favorecer la conquista de la madurez y el ejercicio de las múltiples potencialidades de las que están dotados todos los seres humanos. La meta de la educación es la madurez de la persona.

En todas las acciones educativas resulta fundamental el aspecto de la comunicación. Aunque se dan relaciones de proximidad entre la educación y otras actividades como la aculturáción, la inculturación y la socialización, existe entre ellas una diferencia substancial: la educación tiende a favorecer la orientación autónoma hacia unos valores, conocidos gracias al ejercicio de la inteligencia formada correctamente, en contra de toda adhesión conformista a unas presuntas verdades o pseudovalores impuestos desde fuera.

La actividad educativa, entendida correctamente, pone a los sujetos en una condición de continuidad respecto al pasado y de apertura al futuro; en ninguna actividad dirigida a favorecer la educación se puede prescindir de las verdades, de los valores y del patrimonio que se ha ido acumulando a lo largo del tiempo: en este sentido, la fidelidad es una virtud imprescindible en los sujetos de la educación (educandos y educadores). Al mismo tiempo, la educación debe alimentar siempre el impulso hacia el futuro, la capacidad de ir más allá de lo ya conquistado; en este sentido, el coraje es la otra virtud que, presente en el maestro, tiene que contagiarse también en el discí­pulo.

Sobre las relaciones entre el maestro y el discí­pulo, es evidente la provisionalidad del primero respecto al segundo; los maestros existen… para desaparecer, es decir, para suscitar en los discí­pulos la conciencia de la propia identidad y dignidad y la capacidad de orientarse- de forma – autónoma en la experiencia y en la búsqueda continua de la verdad, en el ejercicio de la responsabilidad y de las relaciones con el ambiente.

En una perspectiva estrictamente teológica, es posible concebir la acción de Dios en la historia como un largo y amoroso esfuerzo de educación; algunos teólogos han interpretado la gracia precisamente como una ” acción educativa” de Dios con el hombre (G.Greshake).

En el ámbito de la educación en la fe es decisivo el papel del testimonio personal de los creyentes, que, asociado a la recta profesión de la fe, consiente una inserción fecunda en la vida de la comunidad eclesial y en la historia humana.

G. M. Salvati

Bibl.: Pontificio Ateneo Salesiano, Educar 3 vols., Sigueme, Salamanca 1966-1966; A’ Blanch, Autocrí­tica de la educación cristiana, en Razón y Fe 151 (1979) 485-496: C Cembranos – M, Bartolomé, Estudios ~, experiencias sobre educación en valores, Narcea, Madrid 1981.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

Desarrollo de las facultades intelectuales y morales, así­ como de los sentidos y fuerzas fí­sicas. La educación se logra mediante 1) explicación y repetición; 2) disciplina y corrección administradas con amor (Pr 1:7; Heb 12:5, 6); 3) observación personal (Sl 19:1-3; Ec 1:12-14), y 4) censura y reprensión. (Sl 141:5; Pr 9:8; 17:10.)
Jehová Dios es el gran Educador e Instructor, y nadie se le puede igualar. (Job 36:22; Sl 71:17; Isa 30:20.) A su hijo terrestre, Adán, se le creó con la capacidad de hablar un idioma (Gé 2:19, 20, 23), y se le dio instrucción sobre la creación (Gé 1 y 2) y los requisitos de Dios para él. (Gé 1:28-30; 2:15-17.)

En la sociedad patriarcal. En todo el registro bí­blico se responsabiliza a la familia de la educación de los hijos. En la sociedad primitiva el padre era el cabeza de la familia y también de la casa, que podí­a ser una comunidad de considerable tamaño, como en el caso de Abrahán. El cabeza de familia era responsable de la educación de su casa. (Gé 18:19.) La buena educación de José muestra que Isaac y Jacob siguieron el ejemplo de Abrahán y también enseñaron a sus hijos. (Gé 39:4, 6, 22; 41:40, 41.) Job, un pariente lejano de Abrahán que vivió en la tierra de Uz, mostró que estaba familiarizado con el conocimiento cientí­fico y desarrollo industrial de la época. Además, Jehová le dio una lección de historia natural. (Job 9:1, 9; caps. 28, 38–41.)
En aquel entonces en Egipto se cultivaban la astronomí­a, las matemáticas, la geometrí­a, la arquitectura, las técnicas de la construcción, así­ como otras artes y ciencias. A Moisés lo educó su madre en la adoración de Jehová (Ex 2:7-10), pero además †œfue instruido en toda la sabidurí­a de los egipcios. De hecho, era poderoso en sus palabras y hechos†. (Hch 7:22.) Aunque los israelitas habí­an sido esclavos en Egipto, sabí­an leer y escribir, y estaban en posición de enseñar a sus hijos. Antes de entrar en la Tierra Prometida, se les dijo que escribieran los mandamientos de Dios, en sentido figurado, en las jambas de las puertas de sus casas y sobre las puertas, y también que enseñaran a sus hijos la ley de Dios, tarea que realizaban, por supuesto, en la lengua hebrea. (Dt 6:6-9; compárese con Dt 27:3; Jos 8:32.)

Educación bajo la Ley antes del exilio. Los padres aún eran los principales educadores, los responsables de la educación de sus hijos. (Ex 12:26, 27; Dt 4:9; 6:7, 20, 21; 11:19-21.) Los judí­os consideraron desde el mismo principio de su historia que la educación espiritual, moral y mental de los hijos era uno de los principales deberes de los padres. El padre de Sansón, Manóah, pidió la guí­a de Dios para educar a su hijo. (Jue 13:8.) Aunque el padre era el instructor principal, la madre también enseñaba, sobre todo animando al hijo a seguir la instrucción y disciplina que el padre le daba. (Pr 1:8; 4:1; 31:26, 27.) Los padres sabí­an que si los hijos recibí­an una buena educación en la juventud, no se apartarí­an de ella en años posteriores. (Pr 22:6.)
Los hijos tení­an que tratar a sus padres con el máximo respeto. La vara de la autoridad paterna se empleaba con firmeza. (Pr 22:15.) La autoridad tení­a que ejercerse con amor, aunque al hijo desobediente se le disciplinaba con severidad, en ocasiones haciendo uso de la vara literal. (Pr 13:24; 23:13, 14.) Podí­a darse muerte a un hijo que maldecí­a o golpeaba a sus padres. (Le 20:9; Ex 21:15.) Un hijo mayor que se hací­a rebelde irremediable tení­a que ser lapidado. (Dt 21:18-21.) Por ello, el quinto de los Diez Mandamientos era el primero con promesa: †œHonra a tu padre y a tu madre […] para que resulten largos tus dí­as y te vaya bien sobre el suelo que Jehová tu Dios te da†. (Dt 5:16; Ef 6:2, 3.)
La educación que daban los padres tení­a que ser regular y constante: en el hogar, en el trabajo y cuando viajaban, y no debí­a consistir solo en hablar o disciplinar, sino en poner el ejemplo, pues la ley de Dios tení­a que dirigir todas las actividades de la vida de los padres. Los viajes a Jerusalén tres veces al año proporcionaban educación geográfica y al mismo tiempo familiarizaban al hijo con la gente de otros lugares de la tierra de Israel. (Dt 16:16.)
Además de recibir educación religiosa, a los jóvenes también se les enseñaba el oficio de sus padres o cualquier otro. Bezalel y Oholiab, artesanos expertos, recibieron la ayuda del espí­ritu de Dios para enseñar a otros durante la construcción del tabernáculo en el desierto. (Ex 35:34.) Las jóvenes aprendí­an las tareas de la casa y se las enseñaba a tener profundo respeto a sus futuros esposos, según el ejemplo que Sara habí­a puesto. (Gé 18:12; 1Pe 3:5, 6.) Eran muchos los talentos, habilidades y responsabilidades de una buena esposa, como se muestra en el capí­tulo 31 de Proverbios.
Al parecer, tanto el hombre como la mujer recibí­an educación musical. Algunas mujeres tocaban instrumentos y cantaban. (Jue 11:34.) Hubo levitas varones que fueron compositores, poetas, músicos y cantantes. (Sl 87, encab.; 88, encab.; 1Cr 25.)
Dios separó a toda la tribu de Leví­ para que diese educación religiosa al pueblo. En el año 1512 a. E.C. dio comienzo el sacerdocio, una de cuyas principales funciones era la educación del pueblo en la ley de Dios. En su calidad de mediador, el levita Moisés también fue un instructor del pueblo en la ley de Dios (Ex 18:16, 20; 24:12), y los sacerdotes, junto con los levitas que no eran sacerdotes, tení­an que asegurarse de que el pueblo entendiera todas las disposiciones que Jehová habí­a hablado por medio de Moisés. (Le 10:11; 14:57; Dt 17:10, 11; 2Cr 15:3; 35:3.) Los levitas debí­an leer la Ley al pueblo. Esta lectura se hací­a en público durante la fiesta de las cabañas en el año sabático, y no habí­a ninguna discriminación en función de la edad ni del sexo, sino que todo el pueblo, jóvenes y mayores, así­ como el residente forastero, se reuní­a para oí­r la lectura. (Dt 31:9-13.) En el tercer año de su reinado, el rey Jehosafat inició una campaña de enseñanza en Judá, de modo que envió prí­ncipes, sacerdotes y levitas que siguieron un circuito por todo Judá para instruir al pueblo en la ley de Dios. (2Cr 17:9.)
Una parte considerable de las Escrituras Hebreas son composiciones poéticas, lo que, desde un punto de vista educativo, cumple una función mnemotécnica. La poesí­a hebrea no se distinguí­a por la rima, sino por el paralelismo o ritmo de las ideas. También se utilizaban metáforas intensas basadas en la creación natural, en cosas que todo el mundo conocí­a, incluso los niños. Se empleaban asimismo poemas acrósticos, en los que la primera letra de cada verso seguí­a el orden alfabético. (Sl 25, 34, 37, 111, 112, 119; Pr 31:10-31; Lam 1–4.) A veces varios versí­culos empezaban con la misma letra; por ejemplo, en el Salmo 119, ocho versos empiezan con la letra hebrea ´á·lef, ocho con la behth y así­ sucesivamente, hasta alcanzar un total de 176 versos para las 22 letras del alfabeto hebreo.

Después de la restauración. Después del regreso de Babilonia y la reconstrucción del templo, la necesidad primordial era educar al pueblo en la adoración verdadera. El escriba Esdras era un hombre educado y un hábil copista de las Escrituras. (Esd 7:1, 6.) Compiló muchos registros, hizo copias de los manuscritos y participó en la recopilación del canon de las Escrituras Hebreas. También puso en marcha un programa de educación general del pueblo en la ley de Dios, y de este modo cumplió con su deber de sacerdote levita. (Esd 7:11, 12, 25.) Organizó a los sacerdotes y levitas que habí­an regresado de Babilonia, con el fin de restaurar la adoración verdadera entre los israelitas repatriados y sus hijos. (Ne 8:4-9.) Los copistas hebreos, o escribas (soferim), eran hombres educados en la Ley, y aunque no todos eran levitas, desempeñaron un papel importante en la instrucción del pueblo. No obstante, con el transcurso del tiempo introdujeron muchas tradiciones y corrompieron la verdadera enseñanza de la Palabra de Dios. (Véase ESCRIBA, ESCRIBANO.)

Educación en el siglo I E.C. Los padres continuaron siendo los responsables de la educación de los hijos, sobre todo en sus edades más tempranas. (2Ti 1:5; 3:14, 15.) Leemos que Jesús fue criado en Nazaret por su padre adoptivo y por su madre, y que siguió creciendo, desarrollándose y llenándose de sabidurí­a. A la edad de doce años dejó asombrados a los maestros del templo por su entendimiento y sus respuestas. (Lu 2:41, 46-52.) Los escribas siguieron siendo los principales educadores, tanto en público como en las escuelas que se habí­an abierto en las sinagogas. (Véase SINAGOGA.) Además de la Ley y las enseñanzas rabí­nicas que se le habí­an añadido, se enseñaban también ciencias fí­sicas. Se requerí­a asimismo que los padres enseñaran un oficio a sus hijos.
Jesús fue el maestro por excelencia. Incluso sus contemporáneos lo reconocieron como un maestro de excepcional influencia y popularidad. Sus discí­pulos solí­an llamarle †œRabí­†, que significa †œMaestro† o †œInstructor†. (Mr 9:5; véase RABí.) Hasta sus opositores reconocí­an a veces la superioridad de su enseñanza. En una ocasión, cuando se preguntó a unos oficiales que los fariseos habí­an enviado para detenerle por qué habí­an vuelto con las manos vací­as, respondieron: †œJamás ha hablado otro hombre así­†. (Jn 7:46; Lu 20:39, 40; Mr 12:32, 34.)
Ante todo, Jesús dijo que no hablaba de su propia iniciativa, sino que vení­a en el nombre de su Padre y hablaba las cosas que habí­a aprendido de El. (Jn 5:19, 30, 43; 6:38; 10:25.) Tení­a una relación í­ntima con Jehová Dios, pues era su Hijo unigénito celestial, por lo que nadie estaba en mejor posición que él para hablar de las cualidades, obras y propósitos de su Padre. (Mt 11:27.) También se dio en él otro requisito de un buen maestro, requisito que sigue en importancia al anterior: amar a quienes se enseña. (Mr 10:21; Jn 13:1, 34; 15:9, 12.) Pocos maestros han amado tanto a sus discí­pulos que hayan estado dispuestos a dar su vida por ellos como hizo Jesús. (Jn 15:13.) Comprendí­a lo que habí­a en la mente de sus oyentes y tení­a un profundo discernimiento. (Jn 2:25; Lu 6:8.) No enseñaba movido por algún interés egoí­sta, pues era un hombre sin pecado ni engaño. (Heb 7:26.) Tampoco enseñaba con las palabras filosóficas de los escribas, sino que hací­a uso de ilustraciones basadas en asuntos cotidianos, por eso sus enseñanzas siguen siendo comprensibles en la actualidad. Las ilustraciones desempeñaron un papel fundamental en su instrucción. (Véase ILUSTRACIONES.)
La enseñanza de Jesús incluyó censura y disciplina. (Mr 8:33.) Enseñó mediante el ejemplo y la palabra, por lo que llevó a cabo personalmente una enérgica campaña de predicación y enseñanza. Su habla tení­a una autoridad de la que carecí­an los escribas; además, el espí­ritu santo de Dios manifestó con claridad que su enseñanza tení­a el respaldo celestial, pues podí­a ordenar a los demonios con autoridad y poder que salieran de aquellos a quienes poseí­an. (Mr 1:27; Lu 4:36.) Denunció con denuedo y sin temor a los falsos maestros que impedí­an que otros oyeran lo que enseñaba. (Mt 23.)

La educación y la congregación cristiana. Los discí­pulos de Jesús siguieron sus pisadas en la obra educativa cristiana y lograron un éxito parecido al suyo. No solo predicaron las buenas nuevas del reino de Dios por todas partes, sino que también enseñaron a los que escuchaban. (Hch 2:42.) Tal como Jesús, hablaron con denuedo y autoridad. (Hch 4:13, 19, 20; 5:29.) El espí­ritu de Dios les dio poder e hizo manifiesta la aprobación divina de su enseñanza. Enseñaron en el templo, en las sinagogas y de casa en casa. (Hch 5:16, 21; 13:14-16; 20:20.) Se reunieron con sus compañeros cristianos para enseñar e incitarse unos a otros al amor y a las obras excelentes. (Hch 20:7, 8; Heb 10:24, 25.)
El apóstol Pablo habló de las distintas funciones y actividades que los hombres maduros desempeñaban en la congregación, una de ellas la de ser maestros. Mostró que el propósito de todas estas actividades era la educación, con miras al reajuste de los santos, para obra ministerial, para la edificación del cuerpo de Cristo. (Ef 4:11-16.) La congregación llevaba a cabo un programa regular de educación basado en la Palabra de Dios, como se muestra en el capí­tulo 14 de 1 Corintios. Todos los miembros de la congregación cristiana, incluso las mujeres, deberí­an ser maestros, pues tení­an que hacer discí­pulos de la gente del mundo. (Hch 18:26; Heb 5:12; Ro 12:7.) Sin embargo, dentro de la congregación se nombraba a hombres maduros para encargarse de la superintendencia, como fue el caso de Tito y Timoteo. (1Ti 2:12.) Estos tení­an que estar preparados para enseñar a la congregación y corregir lo que pudiera torcerse. Debí­an ejercer sumo cuidado para que su enseñanza fuera exacta y saludable. (1Ti 4:16; 2Ti 4:2, 3; Tit 2:1.)
La Biblia no dice mucho sobre la educación fí­sica, si bien el apóstol Pablo da un consejo importante: †œPorque el entrenamiento corporal es provechoso para poco; pero la devoción piadosa es provechosa para todas las cosas, puesto que encierra promesa de la vida de ahora y de la que ha de venir†. (1Ti 4:8.) Sin embargo, anima a participar activamente en la obra de predicar y enseñar, y eso requiere actividad fí­sica. Jesús anduvo mucho, y lo mismo hicieron sus discí­pulos; Pablo, por ejemplo, realizó largos viajes en su ministerio, lo que en aquellos tiempos supuso tener que recorrer grandes distancias a pie.
Tampoco habla mucho la Biblia de la educación de naturaleza seglar. Dice que los cristianos no deben envolverse en filosofí­as humanas ni dedicar tiempo a cuestiones necias o de poco provecho. Desaconseja con firmeza el devaneo intelectual con aquellos que no creen en Dios ni en su Palabra. (1Ti 6:20, 21; 1Co 2:13; 3:18-20; Col 2:8; Tit 3:9; 1:14; 2Ti 2:16; Ro 16:17.) Los cristianos eran conscientes de que tení­an la obligación divina de mantener a sus familias. Por lo general se requerí­a un cierto nivel de educación y preparación para desempeñar una ocupación seglar. (1Ti 5:8.) Sin embargo, la historia del cristianismo primitivo muestra que su interés principal era la predicación de las †œbuenas nuevas† y la educación bí­blica, tanto personal como de los nuevos creyentes. (1Co 9:16.) El profesor E. J. Goodspeed dice al respecto en Christianity Goes to Press (1940, pág. 111):
†œDesde el momento en que descubrieron las posibilidades de la publicación para divulgar el evangelio por todo el mundo, los cristianos se aprovecharon de estas a cabalidad, no solo publicando nuevos libros, sino rescatando otros antiguos. Este afán de publicar nunca los ha abandonado. Es un error creer que empezó con la invención de la imprenta; esta fue una caracterí­stica del espí­ritu cristiano desde el año 70 E.C., que cobró í­mpetu a medida que se concienciaron de la gran eficacia de este método. No pudieron ahogarlo ni las invasiones bárbaras ni la edad del oscurantismo. Y todo ello es prueba de la tremenda dinámica que impulsaba toda la vida cristiana primitiva, que incentivó la divulgación plena y sin reservas del evangelio a toda la humanidad, no solo por medio de la conducta y la palabra, sino mediante las técnicas de publicación más avanzadas†. (Véanse ESCUELA; TUTOR.)

Fuente: Diccionario de la Biblia

A) Sentido de la educación. B) Autoeducación.

A) SENTIDO DE LA EDUCACIí“N
¿Qué significamos cuando decimos que se ha de educara los niños, que esto o lo otro es fruto de la educación, o cuando hablamos de niños educados, mal educados o incluso malcriados? ¿Significamos con ello que la naturaleza, o una acción adecuada a ella, ha hecho o dejado de hacer su obra (Rousseau)? Entonces queda aquí­ abierta por lo menos la siguiente cuestión: ¿qué ha de entenderse por naturaleza? ¿O significamos con ello que la vida misma educa para la vida (E. Key)? Pero, en ese caso, resulta comprensible que, debido a la indeterminación del concepto “vida”, se puedan poner fácilmente en su lugar otros conceptos como Restado” (E. Krieck), “sociedad” (J. Dewey), “clase” (Ogorodnikow – Schimbirjew), “cultura” (Litt y Spranger, con limitaciones), etcétera. ¿O indicamos con tales expresiones el devenir o la realización lograda de un individuo, que se desarrolla bajo la influencia de una -> comunidad de ->personas? En este caso la e. queda enfocada bajo el aspecto de una acción singular que se realiza entre varios sujetos humanos. La cuestión de la e. se convierte entonces en la pregunta por la relación educativa.

¿Cómo ha de caracterizarse más exactamente esta relación? ¿Se halla en el mismo plano que el eros? Pero el eros fluye de la pasión, es efecto de elección y tendencia, de simpatí­a y homogeneidad espirituales. Sólo comprende una región parcial del otro, no penetra hasta el último núcleo de la persona. Además, en el eros el otro es escogido entre los muchos sujetos posibles; y el educador no elige, a él no le es licito escoger. No puede proponerse educar a uno y abandonar al otro. Encuentra a su educando y le acepta, bien sea éste un descastado 0 bien un hombre de buena í­ndole. Educar significa en primera lí­nea aceptación y no exclusión, pues el ser desconoce toda excepción. La e. significa que el educador con su ser actúa en el ser del otro, no como quien hace una obra en un mundo exterior – lo cual seria un acto de poder, una de gradación de la e. en afán de dominio -, sino con el fin de buscar y despertar con el propio yo la singularidad del otro como persona.

1. Con ello se diseña tina primera relación fundamental de la e., la cual queda expresada en la afirmación: Es bueno que este hombre exista, y que él sea este hombre. Ahí­ está indicado el hecho de que la e. tiende a la totalidad, al todo del hombre y, por cierto, no como un objeto, sino como una persona, no bajo esta o la otra propiedad, sino bajo todas las dimensiones de su ser. Lo cual incluye también lo relativo a la nutrición y al cuidado del hombre. Además, eso significa que la e. afirma al hombre en su carácter concreto, en su limitación y caducidad. Pero en dicha afirmación late también un tercer elemento, a saber: por más que la e. vea y tome al hombre tal como es, sin embargo no quiere dejarlo tal como es, ora se halle en el estadio de mero ser vivo, ora su vida esté en ví­as de pleno desarrollo, ora él haya caí­do ya en el desorden. La e. no se conforma con que el otro exista simplemente. Ella quiere que este ser llegue a su plenitud. Lo cual significa que el educador de tal modo repercute con su ser en el del otro, que por su acción se abre lo más í­ntimo del educando. Bajo este aspecto la e. se convierte en un encuentro peculiar. Podemos llamarlo encuentro dialogí­stico, cuya nota distintiva es, según observa M. Buber, el elemento de la universalidad, que por su parte se basa en la “experiencia del otro yo” (M. BUBER, Reden über Erziehung, 35). Con ello se significa la penetración radical en la constitución aní­mica del otro, que nace de la vivencia de la pertenencia mutua. El que tiene esa vivencia queda tocado por el misterio personal del otro.

2. De lo dicho se desprende una segunda relación fundamental de la e. que puede expresarse así­: Es bueno que el otro desarrolle lo que en virtud de su esencia debe ser. Este deseo de que el otro se desarrolle, de que realice su orden personal en su totalidad, presupone una triple actitud. En primer lugar la confianza en las fuerzas evolutivas que duermen en el niño, es decir, en la capacidad y posibilidad que hay en él de una autorrealización personal. Más exactamente, la confianza en la voluntad de formación y desarrollo de este ser humano, y la fe en las fuerzas de la libertad y responsabilidad adecuadas a este ser. En segundo lugar, esta relación fundamental de la e. presupone en el educador el deseo de que el otro llegue a ser “mayor”, “mejor”, “más noble”, “más puro” que él mismo, o, dicho de otro modo: El debe crecer y yo debo disminuir. Finalmente, el tercer presupuesto en dicha relación es una postura de suma modestia por parte del educador, pues el proceso de la autorrealización del educando soporta ciertamente el apoyo y el auxilio del educador, pero de ningún modo que su mano modele, acuñe o doblegue a la fuerza. Ciertamente la e. por su esencia está encaminada a conseguir cosas mayores, a desenvolver lo replegado, a imponer un orden sano en lo destruido y desfigurado, a dar al educando la ayuda necesaria para su vida, a fin de que él gane su sitio en el todo del mundo; pero, no obstante, ella debe renunciar a cualquier injerencia que convierta la relación yo-tú en una relación yo-lo, en la cual más que de ayudar se trate de dominar, y más que conducir se intente seducir.

Hay que guardarse con cautela de este extraví­o, pues aquí­ se presenta el peligro de una falsificación, “en comparación con la cual todo curanderismo pierde su importancia” (M. BUBER, Reden 34). Aquí­, incluso con la más limpia intención, con el más puro propósito, se ve al educando como un ser “manejable”, del cual se puede hacer algo según el propio capricho. Pero siempre que convertimos a un hombre en un objeto, “su persona se nos escapa de las manos, y nos queda solamente la cáscara” (M. SCHELER, Wesen und Formen der Sympathie, Bo 1926, p. 193). Sin embargo, el hombre es un ser predeterminado y acuñado previamente desde muchos puntos de vista, de manera que el concepto de “formación” y “configuración” por eso mismo tiene sus lí­mites. Pero no nos referimos a esto cuando hablamos de una postura de modestia en el educador o, con Buber, “del carácter objetivamente ascético del arte de educar” (Reden, 35). Pues mantenemos esta afirmación incluso ante el hecho de que el hombre es un ser muy susceptible de influencias, de dirección, de acomodación y, en una palabra, de e., lo cual se debe a la estructura del hombre que podrí­amos calificar de deficiencia (A. Gehlen): su no estar fijado, su inseguridad, excentricidad y apertura al mundo, pero también su ->libertad que ahí­ se funda. Y precisamente esto es lo que obliga al educador a una renuncia que a veces resulta dolorosa, pues el respeto al tú le prohí­be intervenir para recortar su libertad. Pero si el educador con frecuencia ha de mantenerse pasivo y ver cómo el educando se pierde en extraví­os, cómo su mejor intención y actuación permanecen aparentemente sin fruto, no obstante, él soportará todo eso y estará presente en el otro dándole su mejor don: el amor.

3. Con ello llegamos a una tercera relación fundamental de la e. la cual queda expresada en la frase: es bueno que “nosotros” seamos. En esta confesión de que “somos junto con” el educando – lo cual no significa un mero estar al lado o un casual estar juntos, sino que expresa una originaria constitución metafí­sica del hombre, pues la naturaleza humana incluye esencialmente el encuentro, el existir con (como forma fundamental de humanismo: BARTH, KD III/2)-, el educador se pone plenamente de parte del educando, es decir, lo ama. Lo que se experimenta en este momento es el hecho de que el otro “existe como un valor con sentido propio en medio de la realidad experimentable dentro del horizonte de nuestra existencia” (Ph. LERSCH, Aufbau der Person, Mn 71956, p. 225). Lo que aquí­ se expresa no es el gesto de la comprensión o de la simpatí­a, sino el gesto de la elevación del otro “para que la plenitud de su sentido esté sobre el mundo como una luz” (¡bid.). En ese clima de estrecha unión la e. renuncia a todo “modelar”, “formar”, “acuñar”, e incluso a toda intención unilateral de educar según una determinada imagen del hombre. Y puede renunciar a ello porque la e. en su acto fundamental no es intención, sino oferta, no es exigencia, sino donación, no quiere recibir, sino dar. Pero lo que ella ofrece no es un “algo”, no son valores o bienes, no es un saber o una cultura, no son propiedades ni dotes o virtudes, ni siquiera una imagen (ideal) del hombre, sino lo más auténtico de la persona, el yo. Pues donde la persona misma es donadora y don, donde el contacto personal pone en marcha el acto fundamental de la e. y la relación dialogí­stica de educador y educando, no puede interponerse nada que tenga carácter de “objeto”. Cuando eso se dé, ciertamente el educador tomará del mundo y se apropiará las fuerzas que el educando necesita para el despliegue de su esencia (BUBER, Reden, 44) -aquí­ se anuncia por lo demás aquel fragmento de “autoeducación” que se requiere siempre en el educador-, sin duda, transmitirá saber y valores, cultura y virtud, dotes y propiedades, así­ como una imagen del mundo y del hombre que, coronada con la idea de Dios, sirva como fuerza edificadora de la joven alma; pero aquí­ no se trata primariamente de esta relación objetiva (“transmisión de cultura”, según Spranger), aspecto legí­timo en la función mediadora de la enseñanza, sino de la relación personal, en la cual el niño aprende primero a decir “tú” y no a decir “yo”.

En ese dar y recibir, en el que el uno comunica al otro su realidad más auténtica, el “ser con” es experimentado como “gracia”. Psta constituye el resplandor singular y la irradiación prodigiosa que es capaz de iluminar las faltas del otro. No como si se pudieran pasar por alto y encubrir las faltas, las debilidades, la corrupción y la maldad que se esconden ya en el niño, y que con suma frecuencia llevan al fracaso la acción educadora. Más bien, la autenticidad del amor se manifiesta en que, aun conociendo muy bien las faltas del otro, sin embargo, “lo amamos con todas sus deficiencias” (SCHELER, ¡bid., 183). Donde se halla presente este amor educador, al que puede ir inherente un cierto carácter unilateral (E. SPRANGER, Der geborene Erzieher, He¡ 1964, p. 95), en cuanto el niño no está – o no está adecuadamente- en condiciones de responder a él; el educando no podrá menos de percibir una llamada que le haga experimentar su mismidad, el mundo, su existencia junto con otros y, a la postre, su referencia a Dios como una realidad que debe afirmarse e incluso amarse.

De todos modos no podemos silenciar el hecho de que, en medio de esa entrega amorosa, por la que el educador da al educando su realidad más propia, por la que él se entrega a sí­ mismo, plantea una nueva exigencia a la e., a saber: el educador sólo puede comunicar lo que es “puro y claro en su propia existencí­a” (L. BoRos, Der anwesende Gott Fr 1964, p. 24). Ahora bien, todo educador, si no es ciego con relación a él mismo, conoce su propia pobreza óntica, su caducidad, su egoí­smo y su evidente corrupción. Por tanto, si no quiere correr el peligro de obtener precisamente lo contrario de lo deseado, si quiere que el otro “alcance el valor ideal de su propia esencia” (SCHELER, ¡bid., 187), que nazca como amor lo sembrado con amor (SPRANGER, ¡bid., 100), que sea posible la formación “en el sentido de una autorrealización personal” (STIPPEL, Aspekte, 11), que el otro pueda ocupar y asumir el lugar de su “esencia” en el todo del -> mundo (—> formación), que el ser amado sea puro, luminoso, ilimitado e imagen de Dios (BUBER, Reden, 47), necesariamente tiene que surgir en él la preocupación de que, al hacer donación de sí­ mismo, no comunique también la maldad de su corazón. “Sólo debe pasar al otro lo puro, lo digno, lo que sirve para la edificación del ser” (L. BOROS, ¡bid., 24). Así­ el amor educador tiene necesidad de una purificación constante.

Otra vez se abre aquí­ el lí­mite doloroso de la acción educadora. Esta vez no del lado del educando, sino del lado del educador. El debe experimentar que precisamente allí­ donde empieza la acción educativa es donde más palpables se hacen los lí­mites, que le señala su propia pobreza. Mas todo eso está muy lejos de una e. del mero “dejar crecer”, lo cual en el fondo constituirí­a un repudiar al otro. Si el tú es abandonado a sí­ mismo, se le deja caer en un mundo “sin esencia” y en el desamparo, pues queda roto el ví­nculo yo-tú. Un mero dejar crecer equivale a permitir que el otro se atrofie, que se aleje del ser. Vista así­, la e. en el sentido antes expuesto, a pesar de su pobreza óntica, constituye, no obstante, una riqueza de ser, pues ella, en virtud del estar óntico del educador con el educando, hace que éste reciba aquello por lo que se edifica su ser. Cf. también –>pedagogí­a, –> enseñanza.

Reinhold Mühlbauer

B) AUTOEDUCACIí“N

I. Esencia, fundamento y finalidad de la autoeducación
Mientras que en la < educación de otros" la persona que educa ( = el educador) y la persona que es educada por él ( = el educando) son distintas, en la a. ambas coinciden realmente. El hombre es a la vez educador de sí­ mismo y educando, en cuanto él (como educador de sí­ mismo) se < eleva" (como educando) a su más alta y verdadera mismidad. Con esto aparece como fundamento para la posibilidad de la a. una cierta no identidad en la estructura óntica de la esencia humana, en virtud de la cual el hombre es una existencia en tensión dentro de la dimensión del tiempo y de la historicidad. Ciertamente el hombre es siempre él mismo, pero no en tal medida que no pueda serlo más intensamente; nunca es tan transparente para él mismo y está tan "en sí­ mismo", que no pueda buscar y hallar más todaví­a en sus posibilidades; y jamás se posee de tal modo que no pueda comprenderse en forma siempre nueva y más profundamente. De esta manera se le va abriendo el "imperativo de la a.", que él experimenta en la conciencia: "sé el que eres". Con este imperativo de la conciencia, la a. se manifiesta no sólo como ontológicamente posible, sino también como moralmente necesaria. En efecto, el hombre no crece en su propia mismidad sin su acción libre, pues de otro modo la llamada de la conciencia no tendrí­a ni sentido ni punto de apoyo. Si ya el propio ser es una actividad o el acto fundamental que el ente (en nuestro caso el hombre) ha de realizar por sí­ mismo, sin que nadie pueda representarle (es significativo que la palabra < ser" no pueda ponerse en pasiva), con mayor razón lo es su actuación posterior. Por tanto, la exigencia de la conciencia se dirige al propio yo, en cuanto éste descansa en las propias posibilidades que aún se hallan sin desplegar (punto de partida de la a.); finalmente esta misma exigencia llama al propio yo a salir de allí­ y le señala como meta el logro pleno del propio ser mediante una despierta y libre autorrealización: ( = fin de la a.). II. Medio y cambio de la autoeducación Con lo dicho hemos anticipado ya un esbozo sobre el medio y el camino de la a. Esta se produce por un diálogo del hombre con -->Dios en la conciencia, el cual condiciona el correspondiente diálogo del hombre consigo mismo, al que sirve de ocasión concreta el diálogo con las cosas y con los demás hombres. En la –> conciencia el hombre experimenta que pesa sobre él una exigencia absoluta -aunque de manera todaví­a velada- y experimenta igualmente que un ser le exige en forma absoluta. En una reflexión ulterior éste se descubre como el ser absoluto (pues, de otro modo, la exigencia absoluta no provendrí­a de un proporcionado fundamento óntico), y se descubre como tal en un sentido personal, puesto que su exigencia liga al hombre como persona. Así­ la exigencia experimentada en la conciencia se muestra como un requerimiento personal (y personificante), que procede de una persona absoluta y llama al hombre hacia su propia realización; él se ve puesto bajo una medida absoluta, a cuya luz destacan el carácter relativo y el todaví­a no, o la insuficiencia de su ser. En cuanto el hombre procura medirse con dicha medida y corresponder mediante la acción moral a la exigencia que se le plantea, él se asume a sí­ mismo con aquella responsabilidad por la que toma en sus manos su propio, gobierno y rinde cuentas de él mismo. En la medida en que el hombre logra esto, él se experimenta a sí­ mismo como una palabra del Absoluto, que se revela aquí­ como el prototipo que vivifica y mide al hombre, como imagen ejemplar en la que éste radica y que él imita mediante su autorrealización libre en el acto de la respuesta.

La mismidad más alta y verdadera que eleva y configura al hombre, opera así­ y se desarrolla desde el prototipo. Pero esto acontece en medio de un diálogo del hombre consigo mismo, por el cual él, a través de un “autoconocimiento creador”, intenta primero comprenderse, presentarse ante sus propios ojos y expresarse a sí­ mismo en su identidad más alta, para luego introducirse en ella cada vez más profundamente. Le incitan a ello el encuentro y el diálogo con las cosas y con los otros hombres, que son experimentados y amados como modelos positivos (o rechazados como “negativos”) en medio de un superior parentesco óntico por el que ellos se elevan y forman hacia un nivel más alto. A partir de aquí­ la a. se realiza ulteriormente en un diálogo consigo mismo que alaba o reprocha, reconociendo lo positivo y dando ánimo y fuerza para ello, o condenando lo negativo y debilitándolo. Así­ el diálogo autoeducador del hombre consigo mismo se realiza bajo la fuerza y la medida judicial de un diálogo oculto con el Absoluto, en el cual queda incluido todo el mundo circundante.

III. Formas de autoeducación
Sin duda el hombre no está en condiciones de una a. buscada consciente, metódica y sistemáticamente hasta que despierta el conocimiento del yo y del ideal en la pubertad. Por lo general esta forma explí­cita de a. sólo se presenta en manera esporádica y está enmarcada en el contexto del instinto o de las tendencias (en un contexto “funcional”): “En su sombrí­o impulso un hombre bueno muy bien sabe del camino recto” (GOETHE, Fausto i, prólogo). Es decir, la a. tiene un carácter más bien accesorio, o sea, la intención directa y consciente va encaminada a la adquisición de bienes moralmente neutros (prestigio, bienestar), y la a. en el sentido de valores personales (laboriosidad, espí­ritu ordenado, paciencia…) se adquiere como un producto accesorio.

Heinrich Beck

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

El designio de Dios se realiza en el *tiempo; con lenta maduración alcanzará el pueblo elegido su estatura perfecta, como un niño viene a ser adulto. San Pablo comparó esta “economí­a” de la salvación con una educación. Israel vivió bajo la tutela de la *ley, como un niño amaestrado por un pedagogo, hasta que vino la *plenitud de los tiempos; entonces envió Dios a su propio Hijo para conferirnos la adopción filial: así­ lo demuestra el don del Espí­ritu (Gál 4,1-7; 3,24s). Por lo demás, la educación de Israel no terminó con la venida de Cristo: nosotros debemos “constituir a este *hombre perfecto, en el vigor de la edad, que realiza la plenitud de Cristo” (Ef 4,13). Desde los orí­genes hasta el fin de los tiempos, la obra divina consiste en educar al pueblo elegido.

El cristiano, dominando con su fe el desarrollo de la pedagogí­a divina, puede marcar sus etapas y caracterizar su naturaleza. Se podrí­an relacionar con este tema las indicaciones esparcidas en las noticias conexas. El *amor, diálogo entre dos personas, es el fundamento de toda educación; el educador *enseña, *revela, *exhorta, *promete, *castiga, *retribuye, da *ejemplo; para esto debe mostrarse *fiel a su designio y *paciente en atención al resultado apetecido. Sin embargo, nos parece preferible adherirnos y restringirnos al vocabulario, muy limitado, de la educación. La palabra musar significa a la vez instrucción (don de la sabidurí­a) y corrección (reprensión, castigo); se encuentra en los sapienciales a propósito de la educación familiar, y en los profetas (y en el Deuteronomio) para caracterizar un comportamiento de Dios. Traduciendo esta pa-labra por paideia (cf. lat. disciplina), los Setenta no pretendieron asimilar la educación bí­blica a la educación de tipo helénico. Según ésta, un hombre trata de despertar la personalidad de un individuo según un horizonte terrenal muy limitado. En la Biblia es Dios el educador por excelencia, que trata de obtener de su pueblo (y secundariamente de los individuos) una *obediencia maleable a la ley o en la *fe, no sólo mediante enseñanzas, sino también por medio de *pruebas; si parece profana la educación que dan los sabios o la familia, en realidad el contexto de los libros sapienciales muestra que quiere ser solamente expresión de la educación divina (Prov 1,7; Eclo 1,1). Dios es el modelo de los educadores, y su obra de educación se realiza en tres etapas que marcan una interiorización cada vez más profunda del educador en el que se está educando.

1. DIOS PADRE EDUCA A SU PUEBLO. 1. Como un padre educa a su hijo: la reflexión deuteronómica caracterizó así­ el comportamiento de Dios que liberaba y constituí­a a su pueblo. “Comprende, pues, que Yahveh tu Dios te corregí­a como un padre corrige a su hijo” (Dt 8,5). El predicador se muestra heredero de los profetas. Oseas anunciaba ya: “Cuan-do Israel era niño yo le amé… Yo enseñé a andar a Efraí­m, le llevé en brazos… los llevaba con suaves ataduras, con ataduras de amor…, me abajaba hasta él y le daba de comer” (Os 11,1-4). Tal amor se ve en la educación de la niña hallada a la vera del camino según la alegorí­a de Ezequiel (Ez 16). No es sino una deducción lógica y en imágenes de la revelación fundamental: “Así­ habla Vahveh: Mi hijo primogénito es Israel” (Ex 4,22).

Para comprender lo que implican estos nombres conviene conocer el contexto cultural de la educación de los niños en Israel. Dos aspectos la caracterizan: la meta es la *sabidurí­a, el medio privilegiado es la corrección. El maestro debe enseñar a su *discí­pulo, sabidurí­a, inteligencia y “disciplina” (Prov 23,23), designando este último término propia-mente el fruto de la educación: es cierta habilidad (1,2), una manera de comportarse bien en la vida, que hay que comprender y mantener (4,13; cf. 5,23; 10,17); para llegar a la vida hay que aplicar el corazón a la “disciplina” (23,12s; cf. Eclo 21,21). Padres y maestros tienen frente a los niños una *autoridad sancionada por la ley (Ex 20,12): hay que *escuchar al padre y a la madre (Prov 23,22), bajo pena de graves sanciones (30,17; Dt 21,18-21). La educación es un arte difí­cil, pues “la locura está enraizada en el corazón del niño” (Prov 22,15), la sociedad está depravada y arrastrada al mal (1,10ss; 5,7-14; 6,20-35), tanto que los padres están abrumados de *cuidados (Eclo 22,3-6; 42,9ss). Las reprensiones son, pues, necesarias, y más aún el látigo, pues no requiere como las primeras, circunstancias favorables: “los azotes y la corrección son sabidurí­a en todo tiempo” (Eclo 22,6; 30,1-13; Prov 23,13s). Tal es la experiencia de base que permite comprender la manera de la educación de Yahveh.

2. En efecto, la educación de Israel por Yahveh refleja los dos aspectos de la pedagogí­a familiar, instrucción de la sabidurí­a y corrección, transponiéndolos en función del pecado.

Las “lecciones de Yahveh” a su pueblo son los signos realizados en medio de Egipto, las maravillas del desierto, toda la gran obra de la *liberación (Dt 11,2-7); Israel debe, por tanto, reflexionar sobre las *pruebas sufridas durante la marcha a través del *desierto: experimentó el *hambre para comprender que “el hombre no vive sólo de pan, sino de todo lo que sale de la boca de Yahveh” ; con esta experiencia de de-pendencia cotidiana debí­a aprender Israel a reconocer la solicitud de Yahveh, su padre: su *vestido no se gastó, su pie no se hinchó a lo largo de estos cuarenta años (Dt 8,2-6); estas pruebas estaban destinadas a revelar el fondo del corazón de Israel, a establecer un diálogo con Yahveh. Al lado de estas pruebas, también la *ley se presenta como una voluntad de educación: “del cielo te hizo oir su voz para instruirte” (Dt 4,36); no sólo para expresar en forma de mandamientos objetivos la *voluntad divina, sino para reconocer que Dios te ha ama-do (4,37s) y que quiere darte “felicidad y vida larga en una *tierra dada para siempre” (4,40). Como buen educador, anuncia Yahveh con una *promesa la *retribución que sanciona la observancia de la ley. Finalmente, la ley, como la prueba, debe significar la presencia de la palabra misma del educador: la *palabra no está en los cielos lejanos, ni más allá de los mares, sino “muy cerca de ti, en tu boca y en tu corazón” (30,11-14).

La corrección, que puede ir de la amenaza al castigo, pasando por la reprensión, debe asegurar la eficacia de las “lecciones de Yahveh”, pues el pecado ha convertido a Israel en un pueblo de dura cerviz, lo mismo que la locura está enraizada en el corazón del niño. Yahveh toma, pues, por la mano a un profeta que se desviará del camino seguido por el pueblo (Is 8,11) y que se convertirá en su propia boca, sin cesar de recordar mañana y tarde con una *paciencia infatigable la voluntad y el amor de Dios. Oseas muestra el carácter educativo de los castigos enviados por Yahveh (Os 7,12; 10, 10), haciendo alusión a las tentativas infructuosas del esposo que trata así­ de atraer a la infiel (2,4-15; cf. Am 4,6-11). Jeremí­as vuelve a lo mismo sin cesar: “Déjate amonestar, Jerusalén” (Jer 6,8). En vano, desgraciada-mente: no reciben la lección, se niegan a dejarse instruir (2,30; 7,28; Sof 3,2.7), “se han hecho una frente más dura que la roca” (Jer 5,3). Entonces la corrección se convierte en castigo, que cae recio (Lev 26,18.23s. 28); pero aun entonces esta corrección se da con justa medida y no bajo el arrebato de la *ira que mata (Jer 10,24; 30,11; 46,28; cf. Sal 6,2; 38,2), y puede seguirse la *conversión. Israel debe reconocer: “Tú me has corregido y he recibido la corrección como un toro indómito” y su contrición acaba en oración: “Haz que vuelva, y volveré, pues tú eres mi Dios” (Jer 31,18). El salmista a su vez reconoce el valor de la corrección divina: “mis *riñones me instruyen de noche” (Sal 16,7), “dichoso el hombre al que Dios corrige; sé dócil a la lección de Saddai” (Job 5,17), que tal es la manera de Dios en el gobierno de los pueblos (Sal 94,10; cf. Is 28,23-26).

No obstante, la educación no quedará redondeada sino el dí­a en que se ponga la ley en el fondo del *corazón : “ya no habrá que instruirse mutuamente… todos me conocerán, desde los más pequeños hasta los mayores” (Jer 31,33s). Para obtener este resultado será preciso que la corrección caiga sobre el *siervo: “el castigo que nos da la paz está sobre él y gracias a sus llagas hemos sido curados” (Is 53,5). Entonces se comprenderá hasta qué punto “estaban conmovidas las entrañas de Yahveh” cuando debí­a proferir athenazas contra “su hijo querido” (Jer 31,20; cf. Os 11,8s).

II. JESUCRISTO, EDUCADOR DE ISRAEL. El siervo se presenta a su pueblo bajo los rasgos de un rabbi, que educa a *discí­pulos como hijos, y a través de él Dios en persona revela el cumplimiento de su designio. Además, el siervo toma sobre sí­ las correcciones que merecí­amos nosotros: es el redentor de Israel. Para afirmar este doble aspecto no hay cierta-mente vocabulario especí­fico, pero podemos guiarnos por los anuncios *figurativos del AT.

1. El revelador. Para establecer un balance de la “pedagogí­a” de Jesús basta con mirar a la retrospección que ofrecen los evangelistas, Mateo en particular. Jesús, educador de la fe de sus discí­pulos, induce progresivamente a hacerse reconocer por el Mesí­as: su enseñanza se distribuye en dos grandes partes según Mateo. “A partir del dí­a” en que Pedro lo “confesó” por Cristo, modificó su comportamiento (Mt 16,21). Anteriormente trataba de inducir a sus contemporáneos a identificar con su persona el reino anunciado (cf. 4,17). Suscita, pues, una cuestión acerca de él a causa de la enseñanza que da con *autoridad (Mt 7,28s; Mc 1,27) y a causa de sus milagros (Mt 8,27; Lc 4,36), aunque con esto ocasione una duda en Juan Bautista (Mt 11,3); imparte su enseñanza según la acogida de sus oyentes, por ejemplo, en sus *parábolas, destinadas no sólo a instruir, sino a suscitar una petición de explicación (Mt 13,10-13.36), hasta que se haya “comprendido” (13,51); hace que los discí­pulos “realicen”, toquen con la mano su impotencia y el poder de él para dar panes en el desierto (14, 15-21), y saca de los panes la lección que ellos hubieran debido “comprender” (16,8-12); los asocia a su *misión después de haberles dado consignas precisas (10,5-16), y le ha-ce dar cuenta del trabajo efectuado (Mc 6,30; Lc 10,17). Cuando ha sido reconocido como Cristo, puede revelar un misterio más difí­cil de aceptar: la *cruz; entonces su educación viene a ser cada vez más exigente : corrige a Pedro que querí­a amonestarle (Mt 16,22s), se lamenta de la falta de fe de sus discí­pulos (17,17), pero dando el motivo de su fracaso (17,19s); saca una lección de la envidia que se manifiesta en el pequeño grupo (20,24-28). Todo su comportamiento es una educación que tiende a grabar para siempre las lecciones; así­ la triple interrogación hecha a Pedro: “¿Me amas?”, con la que quiere sanar en su corazón la herida de la triple negación (Jn 21,1Sss).

2. El redentor. Jesús no se contentó con decir lo que habí­a que hacer; como perfecto educador, dio ejemplo. Así­ acerca de la *pobreza, pues no tení­a dónde reposar la cabeza (Mt 8,20); sobre la *fidelidad a la misión, que le lleva a enfrentarse con los judí­os y sus jefes, por ejemplo, al arrojar a los vendedores del templo, un *celo que lo llevará a la muerte (Jn 2,17); sobre la *caridad fraterna, lavando personalmente los pies a sus discí­pulos, él que es el maestro (Jn 13,14s).

Pero este ejemplo se lleva todaví­a más lejos. Jesús se identifica con los que debe educar tomando sobre sí­ la “corrección”, el castigó que pesa sobre ellos (Is 53,5); cargando con sus flaquezas (Mt 8,17) quita el pecado del mundo (Jn 1,29). Así­ quiso conocer nuestras debilidades, “él, que fue probado en todo, a semejanza nuestra, fuera del pecado” (Heb 4,15), él que “aunque era Hijo, aprendió por sus padecimientos la obediencia… y fue consumado” (5, 8s). Con su sacrificio dio Jesús remate a la educación de Israel; aparente-mente fracasó: habí­a, sí­, anunciado lo que habí­a de suceder (Jn 16,1-4), pero no pudo por sí­ mismo hacerse comprender bien por sus discí­pulos (Jn 16,12s); conviene que se vaya y que ceda el puesto al Espí­ritu (17,7s).

III. LA IGLESIA EDUCADA Y EDUCADORA. 1. El Espí­ritu Santo, educador. En efecto, el *Paradito es quien lleva completamente a término la obra educadora de Dios. Ya no es la ley nuestro pedagogo (Gál 3,19; 4,2), sino el Espí­ritu que, perfectamente interior a nosotros mismos, nos hace decir: “Abba!, ¡Padre!” (Gál 4,6): ya no somos siervos, sino *amigos (Jn 15,15), *hijos (Gál 4,7). Tal es la obra que realiza el Paráclito trayendo a la memoria de los creyentes las enseñanzas de Jesús (Jn 14,26; 16,13ss), defendiendo la causa de Jesús contra el *mundo perseguidor (16,8-11). Entonces todos son “dóciles” a la llamada del Padre (6,45), pues tanta eficacia tiene la *función en el corazón del cristiano (lJn 2,20.27). El verdadero educador, en definitiva, es Dios, perfectamente invisible e interior al hombre.

2. La corrección fraterna. Sin embargo, hasta el fin de los tiempos conserva la educación su aspecto de corrección que manifestaba el AT. La epí­stola a los Hebreos recuerda a los cristianos: “Como con hijos se porta Dios con vosotros. ¿Pues qué hijo hay a quien su padre no corrija? Si estáis exentos de esta corrección, es que sois bastardos” (Heb 12,7s); así­ pues, si somos tibios, tenemos que contar con que la corrección nos *visite (Ap 3,19); estos *juicios divinos, que no matan (2Cor 6,9), libran de la condenación (lCor 11,32) y después de hacer sufrir proporcionan *gozo (Heb 12,11). También la *escritura es fuente de instrucción y de corrección (lCor 10,11; Tit 2,12; 2Tim 3,16). Finalmente, los creyentes deben practicar la corrección fraterna según el precepto de Jesús (Mt 18,15; cf. lTes 5,14; 2Tes 3,15; Col 3,16; 2Tim 2,25); es lo que hace Pablo con vigor, sin temer manejar el palo (lCor 4,21) y de apenar si es necesario (2Cor 7,8-11) reprendiendo y amonestando sin cesar a sus hijos (1Cor 4,14; Act 20,31). Los padres en la educación de sus hijos, no son sino mandatarios del único educador, que es Dios: no deben exasperar a los niños, sino practicar reprimendas y correcciones a la manera del mismo Dios (Ef 6,4).

-> Castigos – Crecimiento – Niño – Enseñar – Prueba – Ejemplo – Madre – Paciencia – Padre – Retribución – Sabidurí­a.

LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teologí­a Bí­blica, Herder, Barcelona, 2001

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas

El niño siempre ha ocupado un lugar de gran importancia en el judaísmo, como lo evidencian claramente varios pasajes de la Misná y el Talmud. Por cierto que Jesús enseñó el valor de los niños, al tratarlos con bondad, como también mediante sus enseñanzas sobre ellos. Como consecuencia de esto, existe una cantidad de fuentes para el estudio de la educación en el período bíblico veterotestamentario, los apócrifos, y la Misná; a saber, Proverbios, Eclesiástico, Sabiduría de Salomón, y Pirqe Aboth, aparte de útiles alusiones en otros libros. Por otra parte, los detalles precisos sobre el régimen escolar no abundan; la palabra “escuela” aparece una sola vez en °vrv2, y se refiere simplemente a un salón de conferencias cedido a Pablo (Hch. 19.9), y no a una escuela judía o cristiana.

I. Primeros vínculos con la religión

Tres hechos se destacan en la historia de la educación judaica. Se centran en tres personas, Esdras, Simón ben-Setah y Josué ben-Gamala. Fue Esdras quien impuso la Escritura (la que existía en esa época) como base de la enseñanza; y sus sucesores luego convirtieron la sinagoga en lugar de instrucción además de lugar de culto. Simón ben-Setah determinó, alrededor del 75 a.C., que la educación elemental debía ser obligatoria. Josué ben-Gamala mejoró la organización existente, designando maestros en todas las provincias y ciudades, un siglo después. Aparte de esto no es fácil fechar los adelantos. Hasta el origen de la sinagoga resulta incierto, aun cuando el exilio es época probable de su aparición. Schürer duda de la historicidad del decreto de Simón ben-Setah, si bien la mayoría de los expertos lo acepta. En todo caso, Simón no inició la escuela elemental, sino que simplemente amplió su vigencia. Simón y Josué de ningún modo modificaran las tendencias y métodos existentes, y la verdad es que Esdras no hizo sino hacer más concreto el vínculo existente entre la religión y la vida diaria. De modo que resulta mejor dividir el tema por asunto antes que por fecha, ya que ninguno de estos tres hombres hizo cambios notables.

II. El progreso de las escuelas

En los primeros períodos el lugar de aprendizaje fue exclusivamente el hogar, y los padres eran los tutores; la enseñanza en el hogar continuó representando un papel importante durante todo el período bíblico. Cuando surgió la sinagoga, esta se convirtió en el lugar de instrucción. En efecto, el NT y Filón apoyan el punto de vista de Schürer de que el propósito de la sinagoga era principalmente educativo, y sólo en segundo lugar devocional; el ministerio de Jesús en la sinagoga consistía en “enseñar” (cf. Mt. 4.23). A los niños y a los jóvenes se los instruía ya sea en la sinagoga misma o en un edificio adjunto. En una etapa posterior el maestro a veces enseñaba en su propia casa, como surge de la frase aramea para “escuela”, bêṯ sāferâet lit. ‘casa del maestro’. Los pórticos del templo, igualmente, resultaban muy útiles para los rabinos, y Jesús llevó a cabo buena parte de su enseñanza allí (cf. Mt. 26.55). Ya para la época de la Misná, eminentes rabinos tuvieron sus propias escuelas para la enseñanza superior. Esto probablemente comenzó en los tiempos de Hillel y Shammai, los famosos rabinos del ss. I a.C. A la escuela elemental se la llamaba bêṯ has-sēfer, ‘casa del libro’, mientras que el colegio de educación superior se conocía como bêṯ miḏrāš, ‘casa de estudio’.

III. La enseñanza como profesión

Los primeros tutores fueron los propios padres, como hemos visto, excepto en el caso de los hijos de la realeza (cf. 2 R. 10.1). La importancia de dicha función se recalca aquí y allí en el Pentateuco, p. ej. Dt. 4.9. Incluso en la época tardía del Talmud, siguió siendo responsabilidad de los padres inculcar la ley, enseñar un oficio, y arreglar el casamiento del hijo. Después del período de Esdras surgió una profesión nueva, la del escriba (sōfēr), el maestro de la sinagoga. Sin embargo, los escribas habían de cambiar la naturaleza de sus funciones en la época del NT. Los “sabios” o “entendidos” parecen haber constituido un gremio distinto del de los escribas, pero el carácter y las funciones de los mismos son oscuros. El “entendido” (ḥāḵām) se menciona, desde luego, frecuentemente en Proverbios y en la literatura sapiencial posterior. Para la época del NT había ya tres niveles de maestros, el ḥāḵām, el sōfēr, y el ḥazzān (‘oficial’), en orden descendente. Nicodemo pertenecía, presumiblemente, al nivel más alto, mientras que los “doctores (“maestros”, °ba) de la ley” (Lc. 5.17, donde el término gr. es nomodidaskalos) eran de menor nivel. El término genérico “maestro” (heb. melammēḏ; arm. sāfe) se aplicaba generalmente al grado o nivel más bajo. Pero los títulos honoríficos que se les daba a los maestros (rabí, etc.) indican el respeto que se les tenía. Idealmente, no se les debía pagar por la enseñanza, pero frecuentemente una amable ficción les otorgaba una remuneración por el tiempo dedicado, y no por los servicios prestados. Ecl. 38.24s considera que las labores manuales son indignas del maestro; además, el disponer de tiempo libre es un aspecto necesario para su tarea. Pero posteriormente hubo muchos rabinos que aprendieron oficios. Lo que pensaba Pablo puede verse en 1 Co. 9.3ss. El Talmud da normas estrictas acerca de los requisitos para los maestros; resulta interesante notar que ninguno de los requisitos es de carácter académico sino moral, excepto aquellos que indican que deben ser varones y casados.

IV. El campo de la educación

Este no era amplio en las primeras épocas. El niño aprendía las lecciones morales corrientes de la madre, y un oficio, generalmente agrícola, además de algún conocimiento ritual y religioso, de su padre. La interacción entre religión y vida agrícola resultaba claramente evidente en todas las fiestas (cf. Lv. 23, pass.). Las fiestas también enseñaban historia religiosa (cf. Ex. 13.8). De modo que aun en la época más primitiva la vida diaria, y la creencia y la practica religiosas eran inseparables. Tanto más en la sinagoga, donde la Escritura constituía la única autoridad, tanto para las creencias como para la conducta diaria. La vida, en efecto, se consideraba en sí misma una “disciplina” (heb. mûsār, palabra frecuente en Proverbios). La educación, entonces, era religiosa y ética, y continuó siéndolo, con Pr. 1.7 como lema. La lectura era esencial para poder estudiar las Escrituras; aprender a escribir quizá fuera menos importante, aun cuando ya se conocía la escritura en la época correspondiente a Jue. 8.14. Se enseñaba una aritmética básica. Las lenguas no se enseñaban como tales, pero nótese que, cuando el arameo ocupó el lugar de lengua vernácula, el estudio de las Escrituras hebreas se convirtió en un ejercicio lingüístico.

La educación de las niñas estaba enteramente a cargo de sus madres. Aprendían las artes domésticas, recibían instrución moral y ética sencilla, y se les enseñaba a leer con el fin de que se familiarizaran con la ley. Su educación se consideraba importante, sin embargo, y hasta se las alentaba para que estudiasen una lengua extranjera. La madre del rey Lemuel parecería haber resultado ser una buena maestra para su hijo (Pr. 31.1); este capítulo muestra también el carácter de la mujer ideal.

V. Métodos y objetivos

Los métodos de instrucción consistían principalmente en la repetición; el verbo heb. šānâ, ‘repetir’, adquirió el significado tanto de “aprender” como de “enseñar”. Por lo tanto se empleaban las técnicas mnemotécnicas tales como los acrósticos. La Escritura constituía el libro de texto, pero resulta evidente que otros libros no les eran desconocidos, como se desprende de Ec. 12.12. Se conocía el valor de la reprensión (Pr. 17.10), pero en Proverbios y Eclesiástico puede notarse un énfasis en el castigo corporal. En los tiempos de la Misná, empero, la disciplina se volvió mucho más suave.

Hasta épocas relativamente tardías era costumbre que el alumno se sentase en el piso a los pies de su maestro, como lo hizo Pablo como discípulo de Gamaliel (Hch. 22.3). El banco (safsāl) es un invento posterior.

Toda la función de la educación judaica tenía como fin hacer que el judío fuese santo, que viviese apartado de sus vecinos, y que transformase lo religioso en práctico. Así era la educación judaica corriente; pero indudablemente hubo escuelas según el modelo griego, especialmente en los siglos finales a.C., y, más aun, Eclesiástico puede haber sido escrito con el fin de combatir las deficiencias de esa instrucción no judaica. Había escuelas helenístistas hasta en Palestina, pero desde luego con más frecuencia entre las comunidades judías en otras partes, particularmente en Alejandrina.

En la naciente iglesia tanto al hijo como al padre se les enseñaba como debían tratarse unos a otros (Ef. 6.1, 4). Los dirigentes de las iglesias tenían que saber gobernar a sus propios hijos. No había escuelas cristianas en los primeros tiempos; por un lado, la iglesia era demasiado pobre para financiarlas. Pero los hijos estaban incluidos en la comunión de la iglesia, e indudablemente recibían su preparación allí tanto como en el hogar.

Bibliografía. J. A. G. Larraya, “Educación”, °EBDM, t(t). II, cols. 1071–1081; R. de Vaux, Instituciones del Antiguo Testamento, 1985; L. Coenen, “Enseñanza”, °DTNT, t(t). II, pp. 78–95; H. W. Wolff, Antropología del AntiguoTestamento, 1974, pp. 281–291.

W. Barclay, Educational Ideals in the Ancient World, 1959, cap(s). I, VI; F. H. Swift, Education in Ancient Israel, 1919; E. B. Castle, Ancient Education and Today, 1961, cap(s). V; TDNT 5, pp. 596–625; artículos s.v. “Educación” en IDB y EJ. (* Sabiduría; * Sapiencial; * Literatura )

D.F.P.

Douglas, J. (2000). Nuevo diccionario Biblico : Primera Edicion. Miami: Sociedades Bíblicas Unidas.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico

El divino Maestro

Contenido

  • 1 En General
  • 2 La Educación Oriental
  • 3 Los Griegos
  • 4 Los Romanos
  • 5 Los Judíos
  • 6 Educación Cristiana

En General

En su sentido más amplio, la educación incluye todas aquellas experiencias por las cuales se desarrolla la inteligencia, se adquiere el conocimiento y se forma el carácter. En un sentido más fino, es el trabajo hecho por ciertas agencias e instituciones, el hogar y la escuela, con el expreso propósito de entrenar mentes inmaduras. El niño nace con capacidades latentes las cuales deben ser desarrolladas de manera de prepararlo para las actividades y responsabilidades de la vida. Por lo tanto, cómo el educador entiende el significado de la vida, sus propósitos y valores, determinan primeramente la naturaleza de su trabajo. La Educación busca lograr un ideal y éste, a su vez, depende de la visión que se tenga del hombre y su destino, de sus relaciones con Dios, con sus congéneres y con el mundo físico. El contenido de la educación es suministrado por las adquisiciones previas de la humanidad en literatura, artes y ciencias, principios morales, sociales y religiosos. La herencia, sin embargo, contiene elementos que tienen grandes diferencias en valor, ambos como posesiones mentales y como medios de cultura; por lo tanto, es necesaria una selección y ésta debe estar mayormente por el ideal educacional. Será también influenciado por la consideración del proceso educativo. La enseñanza debe adaptarse a las necesidades de una mente en desarrollo, y el esfuerzo para lograr la adaptación, realizado más a través de resultados en teorías y métodos que están, o deberían estar basados en los hallazgos en biología, fisiología y psicología. El trabajo educativo normalmente comienza en el hogar; pero, por razones obvias, es continuado en instituciones donde los profesores reemplazan a los padres. Para asegurar la eficiencia, es necesario que cada escuela esté apropiadamente organizada, que los profesores estén debidamente calificados y que los temas de instrucción sean sabiamente escogidos. Más aún, siendo la escuela mayormente la responsable por la formación intelectual y moral de aquellos que luego serán miembros de la sociedad, útiles o nocivos, evidentemente es necesaria alguna dirección superior además de que aquella del profesor individual, de manera que el propósito de la educación pueda ser logrado. Por lo tanto ambos, tanto la Iglesia como el Estado tienen intereses por qué velar; la educación está para esforzarse hacia el ideal verdadero a través de lo obvio de que la educación en cualquier momento exprese, mientras esté en su control práctico, las relaciones existentes entre el poder temporal y el espiritual, asumiendo una forma concreta. Más aún, como éstas ideas y relaciones han variado considerablemente en el curso del tiempo, es bastante inteligible que una solución a los problemas centrales de la educación, deben ser vistos en su perspectiva histórica; y es incuestionable que el estudio histórico, tanto en éste como en otras áreas, tiene una utilidad múltiple. Sin embargo, una mera cita de hechos es de poco provecho a no ser que se le dé su debida importancia a ciertos hechos de la revelación Cristiana. Es necesario, entonces, distinguir los elementos constantes en educación de aquellos que son variables; los primeros incluyendo la naturaleza humana, su destino, sus relaciones con Dios y los últimos, todos aquellos cambios en la teoría y la conducción del trabajo educativo. El presente artículo está principalmente preocupado del primer aspecto del tema; y, desde éste punto de vista la educación puede definirse como aquella forma de la actividad social a través de la cuál y, bajo la dirección de mentes maduras y por el uso de medios adecuados, los poderes físicos, intelectuales y morales de los seres humanos inmaduros se desarrollan para prepararlos al cumplimiento de su trabajo aquí en la vida y para asistencia de su destino eterno. Ni ésta ni ninguna otra definición ha sido formulada desde los comienzos. En tiempos primitivos, el desamparo y las necesidades del niño, eran tan obvias que sus mayores, por impulso natural les dieron un entrenamiento en las rudas artes que les permitiesen dotarse de las cosas necesarias para la vida, al tiempo que les enseñaron a aprovechar los poderes escondidos en cada objeto de la naturaleza, y a asumir las costumbres y tradiciones tribales. Pero, de educación propiamente hablando, los salvajes no sabían nada y mucho menos se ocupaban de la teoría o la planificación. Incluso personas civilizadas llevan a cabo el trabajo educativo por largo tiempo antes que comiencen una reflexión sobre su significado, y tal reflexión es guiada por la especulación filosófica y por instituciones establecidas sociales, religiosas y políticas. También, a menudo, su teorización es trabajo de mentes excepcionales, y presentan un ideal superior que puede ser inferido de su práctica educacional. Sin embargo, una contabilidad de lo que ha sido hecho por las principales personas de la antigüedad, probará su inutilidad al aparecer la profunda modificación que labró la Cristiandad.

La Educación Oriental

La invención de la escritura fue de gran importancia para el desarrollo del lenguaje y el mantenimiento de registros. Los textos más primitivos, principalmente de naturaleza religiosa, se transformaron en la fuente del conocimiento y los medios para la educación. Tales eran en China los escritos de Confucio, los de Vedas, en Egipto, el libro de la Muerte, en Persia el Avesta. El principal propósito del estudio de estos textos por la juventud era asegurar la uniformidad del pensamiento y las costumbres y una invariable conformidad con el pasado. En este sentido, la educación china es típica. Los escritos sagrados contenían recetas al minuto para la conducción en cada circunstancia y estación de vida. El alumno estaba obligado a aprendérselo de memoria de una forma puramente mecánica; si él entendía o no, las palabras mientras las repetía, era indiferente. Simplemente guardaba en su memoria múltiples formas establecidas y frases las cuales consecuentemente, empleaba en la preparación de ensayos y para aprobar exámenes gubernamentales. El que pudiera pensar por sí mismo, era por su puesto, un tema fuera de toda consideración. Con tal forma de entrenamiento, era imposible el desarrollo de la personalidad libre. En China, la familia con sus tradiciones sagradas y el trabajo de sus ancestros, era controlado por el Estado; en Egipto por el clero; en la India, por las diferentes castas. Sin dudas, en la mentalidad oriental, había una conciencia de la personalidad; pero no se hizo ningún esfuerzo por fortalecerla o para darle valor. Por el contrario, la filosofía Hindú, que veía el conocimiento como el medio de redención de las miserias de la vida, ubicó tal redención en sí misma en el nirvana, la extinción del individuo a través de su absorción al ser del mundo. La posición de la mujer fue, en general, degradante. Aunque la formación temprana del niño descansaba en su madre, su responsabilidad era llevada a cabo sin dignidad. Muy pocas provisiones fueron hechas para la educación de las niñas; su única vocación era el matrimonio, cuidar niños y rendir servicios al jefe de familia.

Viendo estos factores, no se puede decir que la educación tal como el mundo occidental la concibe, no le debe nada al Este. Es cierto que algunas ciencias, matemáticas, astronomía y cronología y algunas artes tales como la escultura y la arquitectura, fueron llevadas a cabo con cierto grado de perfección; pero el verdadero éxito de la habilidad y capacidad oriental en estas líneas sólo enfatiza por contraste, las deficiencias de la educación oriental. Incluso en la esfera de la moralidad el mismo antagonismo aparece entre el precepto y la práctica. No se puede y no es necesario negar que muchos de los dichos, como los de Confucio, revelan un alto ideal de la virtud, mientras que algunos de los proverbios hindúes, tales como los de “Pantscha-tantra” están llenos de sabiduría práctica. Sin embargo, estos factores solo hacen más difícil responder a la pregunta: ¿Porqué la vida efectiva de estas personas fue tan apartada de los estándares formalmente aceptados de virtud?. Sin embargo, la educación oriental tiene una significancia peculiar; muestra bastante simplemente, las consecuencias del sacrificio del individuo por los intereses de las instituciones humanas y el reducir la educación a un proceso al estilo de máquinas, el ánimo por el cual se moldean las mentes sobre un patrón invariable; y más aún, muestra cuan poco puede cumplirse para la real educación, por una autoridad despótica la cual demanda y se satisface con una observancia externa de las costumbres y leyes (Ver Davidson. Una Historia de la Educación, New York, 1901)

Los Griegos

Si la educación de los orientales fue fija, la griega muestra un progresivo desarrollo que va de un extremo al otro a través de una variedad de movimientos y reacciones, de ideales y prácticas. Lo que se mantiene constante es la idea que el propósito de la educación es entrenar a la juventud para que sean ciudadanos. Esta idea, sin embargo, fue concebida e intentada su realización de diferentes formas por varias Ciudades-estado. En Esparta, el niño, de acuerdo al Código de Lycurgio, era propiedad del Estado. Desde su séptimo año hacia adelante recibió formación pública cuyo único objetivo era hacerlo un soldado, desarrollando fortaleza física, coraje, auto control y obediencia a la ley. Era un entrenamiento duro en ejercicios gimnásticos con poca atención al aspecto intelectual y menos al estético; incluso la música y la danza tomaron caracteres militares. Las niñas eran también sujetas a la misma disciplina severa, no al punto de enfatizar igualdad de sexos sino para hacer fuertes madres de una raza guerrera.

El ideal de la educación ateniense era el hombre completamente desarrollado. Belleza de mente y cuerpo, el cultivo de facultades y energías innatas, armonía entre el pensamiento y la vida, el decoro, la temperancia y la regularidad – tales eran los ánimos en el hogar y en la escuela, en los intercambios sociales y en las relaciones cívicas. “Somos amantes de lo bello”, decía Pericles, “aunque simples en nuestros gustos, cultivamos la mente sin perder nuestra virilidad” (Thucydides, II, 40). Los medios de la cultura eran la música y las gimnasias, la primera incluía historia, poesía, drama, oratoria y ciencia, junto con la música en un sentido más fino; mientras que las últimas comprendían juegos, ejercicios atléticos y el entrenamiento para los deberes militares. Que la música no era un mero “logro” y que las gimnasias tenían un objetivo superior a la fortaleza del cuerpo o su habilidad, era evidente a partir de lo que nos relata Platón en su obra Protágoras. Los griegos, sin duda restaron fuerza al coraje, la temperancia y la obediencia a la ley; y si sus disertaciones teóricas podían darse como justas cuentas de sus efectivas prácticas, podría ser difícil encontrar, entre los productos del pensamiento humano, un ideal más exaltado. La debilidad esencial de su educación moral fue el fracaso en dar una sanción adecuada a los principios formulados por ellos y por los consejos dados a sus jóvenes. La práctica religiosa, ya sea a través de servicios públicos o en adoraciones en sus hogares ejercieron poca influencia en la formación del carácter. Las deidades griegas, después de todo, no eran modelos a imitar; algunos de ellos apenas habían sido objetos de reverencia, dado que estaban investidos con las debilidades y pasiones de los hombres. La Religión en sí misma era mecánica y externa; no tocaba la conciencia ni despertaba el sentido del pecado. En cuanto a la vida futura, los Griegos creyeron en la inmortalidad del alma; pero esta creencia tenía poca o ninguna significación práctica. Sin embargo, encontraron el motivo para la acción virtuosa, no en relación con una ley divina ni como esperanza de premio eterno, sino simplemente por el deseo de mezclar en la debida proporción, los elementos de la naturaleza humana. La Virtud no es auto-represión en pro del deber, sino, como dice Platón, “una especie de salud, una belleza y un buen hábito del alma”; mientras que el vicio es “una dolencia y deformidad y enfermedad de ella”. El hombre justo regulará de tal modo su carácter como para estar en buenos términos consigo mismo y para establecer aquellos tres principios (razones, pasiones y deseo) en armonía, como si fueran verdaderamente tres cuerdas de una armonía, una alta, una baja y una mediana y lo que sea que exista entre estas; y una vez que él ha limitado todas estas juntas y reducido los muchos elementos de su naturaleza a una unidad real como un hombre temperado y adecuadamente armonizado, entonces él procederá a hacer lo que sea que el deba hacer. (República IV, 443)

Esta concepción de la virtud como auto-equilibrio fue atada muy de cerca con la idea del valor personal el cual ya ha sido mencionado como el elemento central en la vida y educación griegas. Pero la personalidad en referencia no fue aquella del hombre por el bien de su humanidad, ni siquiera aquella de los griegos por el bien de su nacionalidad; era la personalidad de un ciudadano libre, y una ciudadanía donde los artesanos y esclavos estaban excluidos. Las artes mecánicas tenían mala reputación; y Aristóteles declara que “ellas no se ajustan al cuerpo y alma o el intelecto de personas libres para el ejercicio y practica de la virtud” (Política, V, 1337) Una limitación aun más seria que afecta no sólo su concepto de la dignidad humana, sino también su consideración de la vida humana, consistió en la exposición de los niños. Esto era practicado en Esparta por la autoridad pública que destruía al niño que no era apto para el servicio al Estado; mientras en Atenas, el destino de estos críos era encargado a su padre quien podía decidir de acuerdo solamente a sus intereses. La posición de la madre no era mucho mejor de que ha sido en el Oriente. Las mujeres eran generalmente vistas como seres inferiores “impotentes para el bien pero astutas urdidoras de todo mal” (Eurípides, Medea, 406). En el mejor de los casos, era medio para un fin, el cuidado de los niños y del hogar; consecuentemente, su educación era de escaso tipo. Las únicas excepciones eran las hetaerae, es decir, la mujer que estaba fuera del círculo del hogar y quien tenía mayor libertad de vida combinada con una mayor cultura de lo que la mujer legítima podía esperar. Bajo tales circunstancias, el matrimonio implicaba para la mujer una disminución en su valía personal que estaba en marcado contraste con los ideales establecidos para la educación de los hombres.

Nuevamente, estos ideales sufrieron un decidido cambio durante el siglo quinto A.C. En cierto sentido, fue un cambio para mejor, extendiendo los derechos de ciudadanía. La constitución de Solón fue dejada de lado y se adoptó la de Clístenes (509 A.C.) El carácter democrático de la última con un aumento en la prosperidad en el hogar y la amplitud de las relaciones extranjeras, dieron paso a nuevas oportunidades a la habilidad individual y el esfuerzo. Esta realzada actividad, sin embargo, no fue establecida en beneficio del bien común, sino para el avance de los intereses personales. Al mismo tiempo, la moralidad fue excluida de incluso el apoyo externo que tenía anteriormente salida de la religión; la filosofía dio lugar al escepticismo; y la educación, mientras de tornaba cada vez más intelectual, puso énfasis en la forma por sobre el contenido. Los profesores más influyentes eran los Sofistas, quienes suplían la demanda creciente de instrucción en el arte de la discusión pública y ofrecían información sobre todo tipo de materias. Desarrollándose en direcciones prácticas, el principio que “el hombre es la medida de todas las cosas” trajo individualismo al extremo del subjetivismo semejante en la esfera del pensamiento especulativo y aquel de la conducta moral. Los propósitos de la educación fueron correspondientemente modificados y aparecieron nuevos problemas. Ahora que los viejos estándares y la base de la moralidad habían sido rechazados, la cuestión principal era su reemplazo por otros en los cuales se le diera lugar por un lado a la individualidad y por otro a las necesidades sociales. La respuesta de Sócrates fue “Conócete a tí mismo” y “El conocimiento es virtud”, es decir, el conocimiento que sale de la experiencia personal, aunque posee validez universal; y los medios dictados por él para la obtención de tal conocimiento era su malléutica, es decir, el arte de parir ideas a través del método de preguntas y respuestas a través del cuál, él desarrolló el poder del pensamiento. Como disciplina intelectual, este esquema tenía un valor indudable; pero dejaba sin resolver el problema principal; ¿cómo el conocimiento, incluso el más elevado, puede ser llevado a acción? Platón ofreció una solución dual. En la República, establecida a partir de su teoría general que la idea sola es real y que lo bueno de cada cosa consiste en su armonía con la idea original, él llega a la conclusión que el conocimiento consiste en la percepción de ésta armonía. Por lo tanto, el ánimo de la educación es desarrollar el conocimiento de lo bueno. Al parecer, este esquema promete un poco más de resultados prácticos que aquella de Sócrates. Pero Platón agrega que la sociedad debe ser gobernada por aquellos que poseen este conocimiento, es decir, por los filósofos.; las otras dos clases, los soldados y artesanos, son subordinados, aunque cada ser individual es asignado a la clase para la cual sus habilidades se ajustan alcanzando el auto desarrollo más elevado y contribuyendo así al bienestar social. En las Leyes, Platón intenta revisar y combinar ciertos elementos del sistema Espartano y Ateniense pero este esquema reaccionario no logra éxito.

Finalmente, este problema fue asumido por Aristóteles en la Etica y la Política. Tanto en su filosofía como en su teoría de la educación, comienza con las enseñanzas de Platón. El objetivo del individuo como para la sociedad es la felicidad: “Aquello que nos anima es la felicidad de cada ciudadano, y la felicidad consiste en una actividad completa y práctica de la virtud” (Política, IV). Más precisamente, la felicidad es “la actividad conciente de la parte mas elevada del hombre de acuerdo a la ley de su propia excelencia, no sin compañía de condiciones adecuadas y externas.” El mero conocimiento del bien no constituye virtud; este conocimiento debe ser materia en la práctica del bien del intelecto (conocimiento de la verdad universal) que debe ser combinado con el bien de la acción. Las tres cosas que hacen a los hombres buenos y virtuosos son – naturaleza, hábito y razón.-

Debe estar en armonía con otros (porque no siempre están de acuerdo); los hombres hacen muchas cosas en contra del hábito y la naturaleza, si la razón los persuade que deben. Ya hemos determinado que la naturaleza es más fácilmente moldeable por las manos del legislador. Todo lo demás, es trabajo para la educación; aprendemos algunas cosas por hábito y otras por instrucción. (Política, Libro VII).

Sin embargo, la educación siempre debe adaptarse al carácter particular del Estado. “El ciudadano debe ser formado para ajustarse a la forma de gobierno bajo la cual vive” (ibid, VIII). Y nuevamente, “Es correcto que los ciudadanos deben poseer una capacidad para los negocios y para la guerra, pero aún más para el gozo de la paz o el placer; derecho que deben ser capaces de tales acciones en tanto son indispensables y saludables, pero aún más que tales son la moral per se. Es en relación a la visión de estos objetos, entonces, que deben ser educados mientras aún son niños y en todas las otras edades, hasta que vayan más allá de necesitar educación” (ibid, IV). “Tampoco debemos suponer que ningún ciudadano se pertenece a sí mismo, puesto que todo ellos pertenecen al Estado y cada uno de ellos son parte del Estado, y el cuidado de cada parte es inseparable del cuidado del todo” (Ibid, VII).

En las teorías de Platón y Aristóteles se encuentran los mayores logros del pensamiento helénico con relación al propósito y naturaleza de la educación. Cada uno de estos grandes pensadores estableció escuelas de filosofía y cada uno afectó profundamente el pensamiento de todo el tiempo que les siguió, aunque ninguno tuvo éxito en entregar una educación lo suficientemente sólida y permanente para impedir la caída moral y política de la nación. La difusión del pensamiento y la cultura griega en todo el mundo por conquista y colonización no fue remedio para los males que se desprenden de un individualismo exagerado. Una vez que la idea fue aceptada que cada hombre es el estándar de su propia conducta, ni lo brillante de la producción literaria, tampoco la fineza de la especulación filosófica los previno del decaimiento del patriotismo, y una virtud que nunca fue vista más superior que el Estado. El mismo Aristóteles, en la conclusión de su Etica, apunta hacia esta dificultad radical:

Ahora bien, si los argumentos y teorías son capaces por sí mismas de hacer a las personas buenas, podrían, en palabras de Theognis, tener derecho a recibir altos y grandes premios y es de teorías que nosotros debemos proveernos. Pero la verdad aparentemente es que, aunque son lo suficientemente fuertes como para motivar y estimular a los jóvenes hombres de mentes liberales, aunque son capaces de inspirar con bondad un carácter que es naturalmente noble y que sinceramente ama la belleza, son incapaces de convertir a la masa humana en bondad y belleza de carácter.

Tal “conversión” fue animada por los Sofistas. Apelando a las tendencias naturales del individuo, desarrollaron un espíritu de egoísmo que, de paso terminó en discordia, y así abrieron el camino de la conquista de Grecia por las armas romanas.

Los Romanos

En notable contraste con el carácter griego, el de los romanos era práctico, utilitarista, grave y austero. Su religión era augusta, permeaba toda sus vidas, y santificada todas sus relaciones. Especialmente, la familia era mucho más sagrada que en Esparta o en Atenas y la posición de la mujer como esposa y madre era más exaltada e influyente. Aún así, tal como con los griegos, el poder del padre sobre la vida de su hijo – patria potestad – era absoluto y, al menos en el primer período, la exposición de los niños era una práctica común. De hecho, las leyes de las Doce Tablas consideraba la destrucción inmediata de críos deformes y daba al padre, durante toda la vida de sus niños, el derecho a ponerlos en prisión, a venderlos o esclavizarlos. Consecuentemente, sin embargo, se puso coto a tales prácticas. El ideal al cual tendían los Romanos no era la armonía ni la felicidad sino el rendimiento en el cumplimiento del deber y el mantenimiento de sus derechos. Sin embargo, este ideal debía realizarse a través del servicio al Estado. Con lo profundos que eran los sentimientos familiares, éstos siempre estaban subordinados a la devoción por el bienestar público. “Los padres son queridos” decía Cicerón “y los niños y consanguíneos, pero todos estos amores son inseparables en el amor por nuestro país común” (De Oficiis, I, 17)

La educación, por lo tanto era esencialmente una preparación al deber cívico. “Los niños de los Romanos entienden que algún día podrían estar capacitados para estar al servicio de su patria natal, y se los debe instruir correspondientemente en los asuntos del Estado y en las instituciones de sus ancestros. La tierra natal ha producido y nos ha inculcado que debemos ser devotos y usar nuestras más finas capacidades mentales, talento y comprensión. Por lo tanto, debemos aprender aquellas artes a través de las cuales podremos ser de gran servicio al Estado; por ello, poseo sabiduría superior y virtud.” Estas palabras expresan, como ninguna otra, el espíritu de los primeros tiempos de la Educación Romana. El hogar era la primera escuela y los padres, los únicos profesores. Había muy poca o ninguna instrucción científica o estética. El esfuerzo máximo de los jóvenes y niños era aprender las leyes de las Doce Tablas, familiarizarse con las vidas de los hombres que hicieron a Roma grande e imitar las virtudes que habían visto en su padre. De este modo, los elementos morales predominaron, y fueron inculcadas las virtudes tipo prácticas: la primera de ellas, pietas, obediencia a los padres y a los dioses: luego prudencia, manejo justo, coraje, reverencia, firmeza y formalidad o razonamiento filosófico, pero a través de la imitación de los modelos que valían la pena y, en la medida de lo posible, de ejemplos reales y concretos. Vitae discimus, “aprendemos para siempre” dice Séneca; y esta frase resume todo el propósito de la educación Romana. Con el transcurso del tiempo, se abrieron las escuelas elementales (ludi) conducidas por maestros privados y eran un suplemento a la instrucción en el hogar. Alrededor de la mitad de la tercera centuria A.C. se comenzaron a sentir las influencias extranjeras. Los trabajos de los griegos fueron traducidos al latín, los profesores griegos fueron introducidos en las escuelas establecidas donde reaparecieron las características educacionales de los griegos. Bajo la dirección de la literatus y grammaticus, la educación tomó un carácter literario, mientras en la escuela del rethor se cultivó cuidadosamente el arte de la oratoria. La importancia que los romanos se dieron a la elocuencia está claramente señalada por Cicerón en su “De Oratore” y por Quintilo en sus “Institutos”; la producción del orador eventualmente se transformó en el objetivo final de la educación. Más aún, el trabajo de Quintilo es la principal contribución a la teoría educacional producida en Roma. El proceso helenizador fue gradual. El vigoroso carácter romano lentamente fue dando paso al intelectualismo griego, y cuando los últimos, finalmente triunfaron, difíciles cambios llegaron al gobierno y la vida de la sociedad romana. Cualquiera fueran las causas de la declinación – política, económica o moral – no pudieron mantenerse firmes ante el importado refinamiento del pensamiento y prácticas griegas. Sin embargo, la educación pagana como un todo, con sus ideales, éxitos y fracasos tuvo un profundo significado. Era lo práctico que el mundo había conocido. Buscaron en cambio, los ideales que despertaban mas intensamente a la mente humana. Comprometían el pensamiento de los mas grandes filósofos y las acciones de los legisladores más sabios. El arte, la ciencia y la literatura fueron puestos a su servicio y la poderosa influencia del Estado fué ejercida en su beneficio. En sí misma por lo tanto, y en sus resultados, muestra cómo y cuan poco el razonamiento humano puede lograr cuando su búsqueda no tiene más guía que sí misma y se esfuerza sin más propósitos que aquellos que encuentra o puede encontrar para su realización en la presente fase de la existencia.

Los Judíos

Entre la población pre-cristiana, los judíos ocuparon una posición única. Como recipientes y custodios de la revelación Divina, su concepto de la vida y la moralidad iban más allá de aquel de los gentiles. Dios se había manifestado a Sí Mismo a ellos directamente como Persona, un Espíritu y un Ser Ético que los guiaba por Su providencia, dándoles a conocer Su Voluntad y prescribiéndoles los más mínimos detalles de la vida y la práctica religiosa. A través del Antiguo Testamento, Dios aparece como un maestro de Su pueblo elegido. El estableció ante ellos los estándares de lo correcto que no eran otros que El mismo: “Tu serás sagrado, porque Yo soy sagrado” (Levíticos, XI, 46). A través de Moisés y los Profetas El les entregó Sus Mandamientos y las promesas de un Mesías por venir. Pero El también colocó sobre ellos el deber de instruir a sus niños.

Escucha, Oh Israel, el Señor nuestro Dios es el Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo su corazón, y con toda tu alma y con toda tu fuerza. Y éstas palabras que yo te ordeno hoy en este día, deberán estar en tu corazón: y tu las dirás a tu hijos y ellos meditarán sobre ellas sentados en tu casa, y durante la jornada, al dormir y al levantarse. (Deut. VI, 4-7)

De acuerdo a este mandamiento, la educación, al menos en los primeros tiempos, fué dada principalmente en el hogar. La vida familiar judía, sin duda, superaba por bastante aquella de los Gentiles en la pureza de sus relaciones, en la posición que tenía la mujer, y en el cuidado que se confería a los niños quienes eran vistos como una bendición concedida por Dios y destinados a Su servicio por fidelidad a la ley Divina. Una función importante de la sinagoga era también la instrucción de los jóvenes, la cual era encargada a los escribas y doctores. Las escuelas, como tales, aparecieron sólo en el último período e incluso entonces la enseñanza fué penetrada por la religión. Aunque el Antiguo Testamento no contenía teoría educativa en el estricto sentido, abundaba en máximas y principios los cuales eran todos más exigentes porque estaban inspirados por la sabiduría Divina y porque tenían un sentido práctico de la vida. El Mismo Dios mostró la dignidad del trabajo del profesor cuando declaró: “Aquellos que aprenden brillarán como lo mas brillante del firmamento: y aquellos que instruyen muchos en lo justo, como estrellas por toda la eternidad” (Dan, XII, 3). Sin embargo, bajo la luz de una revelación más perfecta queda claro que las relaciones de Dios con Israel tenían un propósito ultimo el cual se cumpliría “ en la plenitud del tiempo”. No sólo por las expresiones de los Profetas, sino por muchos eventos significativos en la historia de los Judíos y muchas de sus rituales observancias, habían signos del Mesías; como San Pablo dice “Todas estas cosas ocurrieron a ellos como ejemplo (I Cor., X, 11) y “la ley fué nuestra pegagogía en Cristo” (Gal., iii,24). Como el Supremo Maestro de la humanidad, Dios, mientras les revelaba la verdad que al presente necesitaban, también preparó el camino para la mayor de la Verdades de la Biblia.

Educación Cristiana

Como en muchos otros aspectos del trabajo de la educación, el advenimiento del Cristianismo es el período mas importante en la historia de la humanidad. No solo la concepción cristiana de la vida difiere radicalmente del punto de vista pagano, no sólo la enseñanza cristiana imparte un nuevo tipo de conocimiento y arroja un nuevo principio de acción, sino que más aún, la Cristiandad otorga medios efectivos para hacer sus ideales concretos y en poder llevar a cabo sus preceptos a la práctica. A pesar de todas las vicisitudes de conflictos y ajustes, de civilizaciones cambiantes y variadas opiniones, a pesar incluso del descuido de sus propios adherentes, la Cristiandad ha mantenido constantemente en pie ante los hombres, la vida y las lecciones de su Divino Fundador.

A. Jesucristo como Maestro
“Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas en estos prostreros días nos ha hablado por el Hijo” (Heb, I, 1-2) Esta comunicación a través de Dios-Hombre era para revelar la verdadera forma de vida: “Porque la gracia de Dios nuestro Salvador se ha manifestado para salvación de todos los hombres, enseñándonos que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos en este siglo sobria, justa y piadosamente, aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro Gran Dios y Salvador Jesucristo (Tito, II 11,12). Sobre Sí mismo y su misión, Cristo declaró: “Yo, la luz he venido al mundo, para que todo el que crea en mi no permanezca en tinieblas” (Juan XII, 46); y nuevamente, “ Yo por esto he nacido, y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad” (Juan XVIII, 37). El conocimiento el cuál El vino a impartir, no era una mera posesión intelectual o una teoría: “Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia” (Juan X,10). Por lo tanto, El enseñó como uno “con autoridad”; El insistió que Sus herederos deben creer las verdades que El enseñó, aunque éstas parezcan ser “duras palabras”. Sus doctrinas, sin duda, no apelan al orgullo intelectual, al egoísmo o a la pasión. En la mayoría de las partes, como en el Sermón de la Montaña, eran dramáticamente opuestas a las máximas que habían obtenido del mundo pagano. Eran, en un sentido superior, sobrenaturales, no sólo por la propuesta de vida eterna como el objetivo último de la existencia y acción del hombre, sino por el regocijo de la negación de sí mismo como el requisito principal para el logro de tal destino. Era insistido el servicio al prójimo y éste debía darse en el espíritu de amor, el nuevo mandamiento que Cristo mismo dejó (Juan, 13,34) También era requerida la honradez para con los deberes cívicos, aunque la sanción que dió fuerza a tal obligación fué la elevación del hombre a una superior ciudadanía en el Reino de Dios. Esforzarse en ello y poder cumplirlo en la vida terrena lo mejor posible, era el ideal bajo el cual todo bien estaba subordinado; “Busquen primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os darán por añadidura” (Mateo, VI, 33).

Verdades de éste tipo, al parecer alejadas de las tendencias naturales del pensamiento y deseo humano, podían ser impartidas solo por que poseía en sí mismo todas estas cualidades de un profesor perfecto. Los filósofos, no cabe duda que si lo hicieron, formularon bellas teorías en relación al conocimiento y la virtud; Pero sólo Cristo pudo decir a Sus discípulos: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Juan, XVI, 6). Y cualquier otro mérito adjudicado en teoría a la personalidad, estaba muy alejado del ideal dado en la Propia Persona de Cristo. De este modo, El podía legítimamente atraer aquella tendencia imitativa cuyas profundas raíces se encuentran en la naturaleza del hombre y de las cuales se espera mucho en la educación moderna. Además, el axioma que aprendemos sobre la acción y donde el conocimiento adquiere su valor total cuando se refiere a la acción, encuentra su mejor ejemplo en el trato de Cristo con Sus discípulos. El “…comenzó a hacer y enseñar…” (Hechos, I, 1) Con Sus milagros, dió evidencia de Su poder sobre toda la natrualeza y por lo tanto Su sutoridad para pedir fé en Sus palabras: “…las mismas obras que yo hago, dan testimonio de mi, que el Padre me ha enviado.” (Juan V, 36). Cuando Sus discípulos dudaban o tardaban en darse cuenta que el Padre moraba en El, El les respondía: “…de otra manera, creedme por las mismas obras.” (Juan XIV, 11). Lo que El demandaba en respuesta no era mera profesión externa de fé o lealtad: “ No todo el que me dice Señor, Señor, entrará en el reino de los Cielos; sino el que hace la voluntad de mi Padre…” (Mateo, VII, 21).

La necesidad de manifestar la fé a través de la acción es enfatizada constantemente en las enseñaza literales de Cristo y en sus parábolas. Estas, nuevamente ilustran Su sabiduría práctica como maestro. Eran traidos a colación objetos y circunstancias con las cuales Sus oyentes estaban familiarizados. En cada instancia eran adaptadas a la manera de pensar sugerida por los alrededores locales y las costumbres del pueblo; a menudo eran incitadas por un incidente que parecía sin importancia o por una pregunta formulada por Sus seguidores y nuevamente por Sus incansables enemigos. Así, las cosas más simples de la naturaleza – el vino, el lirio, la higuera, los pájaros del cielo y el pasto del campo – deban paso a lecciones del más profundo significado moral. Su ánimo no era adornar Su propio discurso, sino llevar su contenido a las mentes de sus oyentes más vívidamente y asegurar su mayor permanencia por asociación en sus pensamiento de algunas verdades sobrenaturales con hechos del día a día. La percepción sensorial, la memoria y la imaginación eran pues, desarrolladas, para formar una actitud mental para las grandes verdades del Reino. Encontramos el mismo principio en la institución de los sacramentos donde a través de elementos naturales externos, se expresan signos internos de gracia. Como San Juan Crisóstomo dice con propiedad,

Si tu fueras incorpóreo, el podría haberos conferido gracias incorpóreas en su sencilla realidad; pero porque el alma está atada al cuerpo, nos da cosas inteligibles bajo formas sensibles. (Homilia, 1x, as populum, Antioquía).

De hecho, toda la enseñanza de Cristo es la prueba más clara del principio que la educación debe adaptarse en su método y práctica a las necesidades de aquellos que sean enseñados. De acuerdo a este principio, El preparó de antemano las mentes de Sus seguidores para la institución de la Santa Eucaristía de Su propia muerte y para la venida del Espíritu Santo (Juan, VI, 12,13); incluso El se reservó algunas verdades para ser conocidas por el Paracleto: “Aún tengo muchas cosas que deciros, pero ahora no las podéis sobrellevar. Pero cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad” (Juan XVI, 12, 13). De este modo, se completa Su tarea como maestro y no es dejada para la conjetura o especulación humana, ni a las teoría filosóficas de las escuelas, sino para el Espíritu de Dios Mismo. Por su puesto ésto ha sido cumplido mejor por aquellos que estuvieron más cerca de El; empero incluso aquellos Judíos que no se encontraban dentro de sus Apóstoles, pero estaban, como Nicodemo, dispuestos a juzgarlo con justicia, confesaron Su superioridad. “…sabemos que haz venido de Dios como maestro; porque nadie puede hacer estas señales que tu haces, sino está Dios con él.” (Juan III, 2).

B. El Ánimo de la Educación Cristiana

¿Si la misión de Cristo terminó cuando dejó la tierra, El aún podría ser de palabra y trabajo, el maestro ideal y haber influenciado todo el tiempo y hasta ahora la educación de la humanidad en los que a objetivo último y principios básicos se refiere?. Pero, de hecho, El dejó suficientes disposiciones para la perpetuación de Su trabajo a través de las enseñanzas a un selecto cuerpo de hombres quienes, por tres años, estuvieron constantemente bajo Su dirección y estuvieron concienzudamente sumergidos de Su espíritu. Más aún, El dio a estos Apóstoles, el siguiente mandato: “Por lo tanto id y haced discípulos a todas las naciones…y he aquí yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.” (Mateo XXVIII, 19,20). Estas palabras fueron la carta de fundación de la Iglesia Cristiana como institución de enseñanza. Al tiempo que ellas se referían directamente a la doctrina de salvación, y por lo tanto, a comunicar la verdad religiosa, ellas a pesar de eso o en virtud de la naturaleza misma de esa verdad y sus consecuencias para la vida, traían consigo la obligación de insistir sobre ciertos principios manteniendo ciertas características que tienen una relación decisiva sobre todos los problemas educacionales.

La verdad del Cristianismo está para ser conocida por todos los hombres. No está confinada a una raza, nación o clase, tampoco está para ser posesión exclusiva de mentes altamente talentosas. Esta característica de universalidad está en franco contraste con las concepciones superiores del mundo pagano. Los cultivados griegos sólo despreciaban a los bárbaros, y los romanos solo veían a las naciones externas como sujetos para ser gobernados en lugar de pueblos a quienes enseñar. Aunque en Atenas y también en Roma había una distinción entre ciudadanos libres y esclavos, en consecuencia los últimos eran excluidos de los beneficios de la educación. Como contra éstas estrechas limitaciones, Cristo encargó a Sus apóstoles a “enseñar a todos los hombres”; y San Pablo, bajo el mismo espíritu se profesa a sí mismo como deudor de todos los hombres, griegos y bárbaros, así como de sabios y no sabios. De hecho, todos debían ser tratados como niños de un mismo Padre Celestial. Respecto a estas prerrogativas sobrenaturales, las distinciones que hasta ahora habían prevalecido fueron puestas al margen: El Cristianismo aparecía como una vasta escuela con la humanidad sin limitaciones a sus discípulos.

La comisión dada a los apóstoles, no expiraría con ellos; era para mantenerse “todos los días, hasta el fin del mundo”. La perpetuidad, por lo tanto, es un rasgo esencial en el trabajo educativo del Cristianismo. Sin lugar a dudas, la institución pagana había florecido y avanzado de fase en fase de desarrollo, pero no contenía elementos de permanente vitalidad. En las superiores secciones de la enseñanza, como en la filosofía, la escuela ha llevado a la escuela desde el vigor a la decadencia. Y, en la educación misma, un ideal después de otro ha surgido sólo como una forma de desplazar al otro. Por el contrario, el Cristianismo siendo que nunca podrá ser un sistema rígido, sostuvo para la humanidad ciertas verdades incambiables que deben servir de criterio para determinar el valor de cada teoría fundamental sobre la vida y la educación. A través de la especial insistencia de que el destino del hombre está por alcanzarse, no en la forma de un servicio temporal o éxito, sino por la unión con Dios, propone un ideal que debe ser válido en todo tiempo y entremedio de todas las variaciones del pensamiento y empeño humanos. Tales cambios, inevitablemente ocurrirán y Cristo, sin duda, los previno. Considerando estos cambios, un maestro meramente humano, podría haber dado estabilidad a su trabajo, si es exitoso, por medios con los cuales pudiese garantizar su previsión ya sea con sagacidad o por conocimiento de la naturaleza humana. Pero la garantía de Cristo a los Apóstoles es al mismo tiempo simple y segura: “He aquí que estaré con Ustedes todos los días…” La tarea de instruir al mundo en la verdad Cristiana habría sido imposible si no fuese por el permanente cumplimiento de Cristo con Sus maestros elegidos. Por otro lado, una vez que la fuerza de Su promesa se cumpla, el significado del Cristianismo como institución perpetua se torna evidente: significa que Cristo, El Mismo a través de una agencia visible continúa su trabajo para siempre. El comenzó durante Su vida terrenal, como Maestro de la raza humana.

Ya se ha puntualizado que algunos pueblos paganos, y notablemente los griegos, sostenían una muy alta concepción de la personalidad, y también se ha señalado que esta concepción no era en ningún caso, perfecta. Respecto a esto, la enseñanza del Cristianismo es al parecer bastante más superior a ninguna otra tal que, si un sólo elemento pudiese ser considerado fundamental en la educación Cristiana será el énfasis que radica en el valor del individuo. En primer lugar, el Cristianismo tuvo su origen, no en una especulación abstracta como al bien o la virtud, sino en la vida concreta y presente de una Persona que era absolutamente perfecta. No estaba, entonces, obligada a moldear un hombre ideal o de presentar una teoría de cómo ese ideal era posible que fuese: sobrepasó a las más exaltadas ideas de la sabiduría humana. Con Cristo primero apareció la total dignidad de la naturaleza humana a través de su elevación como unión personal con la Palabra de Dios; y en El, como nunca antes o desde entonces, fueron manifiestos aquellos rasgos que proporcionaron los modelos mas nobles a imitar. Más aún, la Cristiandad elevó la personalidad humana por el valor establecido sobre cada alma como creación de Dios y destinada a la vida eterna. El Estado ya no es el supremo árbitro ni tampoco el servicio al bienestar público el estándar por excelencia. Estos, en verdad dentro de su legítima esfera, son sólo demandas sobre el individuo. El Cristianismo, por ningún motivo, enseña que tales demandas pueden ser desatendidas o que los deberes correspondientes sean descuidados, sino que la ejecución de toda obligación social y cívica, será mas completa cuando se subordinan a y son inspiradas por la fidelidad en los deberes que el hombre le debe a Dios. Al tiempo que el valor de la personalidad, es de este modo, realzada, el sentido de responsabilidad aumenta correspondientemente; de manera que el libre desarrollo de la persona no permite la culminación en egoísmo ni en el extremo individualismo el cual es una amenaza para la organización social.

De estos principios del Cristianismo se derivan consecuencias que son totalmente discrepantes con el pensamiento y prácticas paganas. La posición de la mujer fue levantada a un plano más elevado; ella dejó de ser un bien, o un mero instrumento de pasión, y se transforma en la igual al hombre, con el mismo valor personal y el mismo destino eterno. El matrimonio ya no es una unión a la cual se ingresa por capricho o convención, sino una unión indisoluble que involucra derechos y obligaciones mutuas. Más aún, fue elevado a la dignidad de sacramento, que no sólo santifica la relación marital y sus propósitos, sino confiere las gracias necesarias para el debido cumplimiento de sus obligaciones. Todo el significado de la familia, es, de este modo, transformado. La autoridad paternal sin dudas, se mantiene pero como un ejercicio de la patria potestad como destrucción o exposición de los niños no se pudo tolerar una vez tomada conciencia que la personalidad del niño también es sagrada y que los padres no sólo son responsables no sólo ante el Estado, sino también ante Dios, por la apropiada educación de los críos. Además, la Cristiandad, deja al niño la responsabilidad de respetar y obedecer a los padres, no con servil temor o una dura necesidad, sino bajo el espíritu de reverencia al amor filial. Las ataduras a la vida del hogar, por este medio fortalecidas, y todo el trabajo de la educación, asumió un nuevo carácter porque fué consagrado desde su misma fuente por la religión.

Con respecto a su contenido, la Cristiandad abrió a la mente humana amplios dominios de verdad los cuales una razón sin ayuda no podría haber sido lograda y los cuales, no obstante, tienen un sentido más profundo para la vida que la mayoría de las especulaciones aprendidas del pensamiento pagano. También ha arrojado nueva luz sobre aquellas verdades, que los filósofos tenían, aunque vagamente percibidas, o sobre las cuales se han mantenido en la duda. Para el Cristiano, no puede haber mayor cuestionamiento en lo que se refiere a la existencia de un Dios personal, la realidad de Su Providencia, la inmortalidad del alma, la libertad de la voluntad y la resultante responsabilidad del hombre con la Justicia Divina. Sobre todo, la naturaleza del orden moral que fue establecido en términos inconfundibles. El Cristianismo insiste que la moralidad no es una mera conformidad externa a las costumbres o la ley, sino una rectitud interna de la voluntad, que ese refinamiento estético era de mucho menor consecuencia que la pureza de corazón, y que el amor al prójimo como indudablemente probado, no como ganancia personal o ventaja, es la verdadera norma de las relaciones humanas. Que tal concepción de la vida, con su énfasis en reales inspiraciones espirituales, debe llevarnos a la formación de los ideales educacionales obviamente desconocidos para el mundo pagano. Aunque, por otro lado, sería errado inferir que el Cristianismo, en su “otra mundanidad” reduce o descuida los valores de la vida presente. Lo que sí mantiene consistentemente es que la vida aquí logra su mayor valor por el servicio, como una preparación a la vida por venir. El punto no es si uno debe vivir hoy sin tomar en cuenta el futuro o esperar el futuro sin considerar el presente; sino, contrariamente, cómo uno debe ganar con las oportunidades de esta vida con tal sabiduría de manera de asegurar al otro. Los problemas, entonces, es aquel de establecer las proporciones, por ejemplo, la determinación de los valores de acuerdo a los estándares del destino eterno del hombre. Cuando la educación es definida como “la preparación para una vida completa” (Herbet Spencer), el cristiano no objeta las palabras tal como están; pero él insistirá que ninguna vida puede estar completa si deja fuera de consideración el ulterior propósito de la vida y, por lo tanto, ninguna educación realmente “prepara” si frustra ese propósito o lo deja de lado. Es justamente esta complementación – en enseñar a todos los hombres a armonizar todas las verdades, a elevar todas las relaciones y en conducir a cada alma individual de regreso a su Creador – la que constituye la característica esencial del Cristianismo como influencia educativa.

C. El Trabajo Educativo de la Iglesia

Sigue en importancia a la enseñanza personal de Cristo, el establecimiento de un cuerpo educacional cuya misión fue idéntica con la Suya: “Así como el Padre me ha enviado, así también lo envío yo” (Juan XX, 21); y “El que a vosotros oye, a mi me oye;” (Lucas X, 16). El no se contentaba con la proclamación de una ves por todas de las verdades del Evangelio, ni tampoco dejó su amplia diseminación al entusiasmo o iniciativa individual; Él fundó la Iglesia para continuar su trabajo. La difusión de Su doctrina fue confiada, no a libros ni a escuelas de filosofía, ni a gobiernos del mundo, sino a una organización que habló en Su nombre y con Su autoridad. Ningún cuerpo de profesores alguna vez asumió tan vasto trabajo, ni nunca otro alguna vez logró tanto en lo educacional en su más alto sentido. Aparte de los sermones de los Apóstoles, la forma más primitiva de la instrucción cristiana fue dada por los catecúmenos (q.v.) como preparación al bautismo. Su objetivo tenía dos caras: impartir el conocimiento de la verdad cristiana y entrenar al candidato en la práctica de la religión. Era conducido por el obispo y, a medida que el número de catecúmenos crecía, por sacerdotes, diáconos y otros clérigos. Hasta la tercera centuria este modo de instrucción era una parte importante del apostolado; pero en el quinto y sexto siglo fue gradualmente reemplazado por instrucción privada de conversos que eran los menos numerosos y también por el entrenamiento dado en otras escuelas a aquellos que habían sido bautizados en su infancia. Las escuelas catecúmenas, sin embargo, dieron expresión al espíritu que animaría toda la consecuente educación cristiana: estaban abiertas a todo el mundo que aceptaba la fe y unieron la instrucción religiosa con la disciplina moral. Las escuelas “catequistas”, también bajo la supervisión del obispo, preparaban a los jóvenes clérigos para el sacerdocio. Los cursos de estudios incluían filosofía y teología, y naturalmente asumieron un carácter apologista en defensa de la verdad Cristiana contra los ataques de las enseñanzas paganas. Una de las más antiguas de estas escuelas, fue en el Latero en Roma; la más famosa fue aquella de Alejandría (Ver. Doctrina Cristiana). Además de esta instrucción formal, la Iglesia desde el principio, mantuvo en su adoración y trabajo educativo, encarnando los principios psicológicos más profundos y sólidos. Al principio, el ritual era de simple necesidad; pero a medida que la Iglesia se fue dando más libertad y su adoración pasó de las catacumbas a la basílica, se introdujeron formas más augustas; aunque su propósito esencial seguía el mismo. La Misa la cual ha sido siempre la función litúrgica central, llega a la mente a través de los sentidos. Combina luz y color y sonidos}, la acción del sacerdote y el movimiento dramático que llena el santuario, especialmente en los servicios más solemnes. Bajo estas formas externas, yace el significado interno. El altar mismo, está lleno de simbolismo que trae vívidamente a la mente, la vida y personalidad de Cristo, su trabajo de redención, y el doloroso sacrificio de la Cruz. En su debida proporción, cada ítem de la liturgia conlleva una lección a través del ojo y el oído y a las facultades más altas del alma. Sentido, memoria, imaginación y el sentimiento entonces aparecen no solo como una actividad estética, sino como apoyo al intelecto y la voluntad sobre los cuales resulta la adoración y la acción de gracias por “el misterio de la fe”. Por otro lado, la liturgia siempre incluyó en su propósito la participación del creyente y, por lo tanto, prescribe respuestas del pueblo a las oraciones en el altar, el canto de ciertas porciones del servicio, posturas corporales y movimientos a mantener en las variadas fases del rito sagrado. Los fieles no son meros observadores o circunstantes; no están para mantener una actitud pasiva, o tener una actitud receptiva sino en cambio tener una activa expresión del pensamiento y sentimiento religioso que emerge en ellos. Esto es especialmente evidente en el sistema sacramental. Mientras que cada uno de los sacramentos es un signo para ser percibido, es también una fuente de gracia por recibir; y la redención involucra en cada caso una serie de acciones que manifiestan la fe y disposición de quien las recibe. Más aún, cada sacramento está adaptado a algunas necesidades particulares y todo el sistema de los sacramentos, desde el bautismo a la extrema unción, constituye la vida espiritual a través de procesos de limpieza, fortaleza, nutrición y sanidad que son paralelos a los estadios y requerimientos del crecimiento orgánico. En un sentido más amplio, también, el año litúrgico, en tanto conmemora los principales eventos en la vida de Cristo, trae a la adoración Cristiana una variedad que afecta hasta cierto punto, a ambos, los detalles de la liturgia misma y los sentimientos religiosos que ellos inspiran – desde el regocijo de la Navidad, hasta el Triunfo en la Pascua de Resurrección y Pentecostés. Para la debida observancia de los más grandes festivales, la Iglesia provee, como el Adviento y la Cuaresma, tiempo de preparación. La Antigua Ley con sus tipos anunciaba la Nueva; El Bautismo anuncia al Mesías; Cristo mismo preparó a sus discípulos de antemano para el misterio de la Eucaristía, para Su muerte y para la venida del Espíritu Santo. La Iglesia, siguiendo esta misma práctica, despierta en la mente de los fieles aquellos pensamientos y sentimientos que conforman una preparación imperceptible a los misterios centrales de la fe y su apropiada observancia en los momentos designados. Junto con estas grandes solemnidades vienen año tras año, las conmemoraciones de los héroes Cristianos, los hombres y mujeres que han seguido las huellas de Cristo, que trabajaron por la proclamación de Su reino, o incluso aquellos quienes han derramado su sangre por Él. Estos son mantenidos como modelos a imitar, como cumplimientos mas o menos perfectos del ideal sublime que es Cristo Mismo. Y, entre los santos el primer lugar es dado a María, la Madre de Cristo, el ideal de mujer Cristiana, en cuyo hogar en Nazaret el Hijo de Dios fue parte. Cada festival en su honor es al mismo tiempo una exhortación a imitar sus virtudes y una evidencia al alto pedestal al que la mujer fue levantada por el Cristianismo. La liturgia, entonces, es una aplicación a gran escala de aquellos principios que yacen en toda enseñanza real – apelación a los sentidos, asociación, conciencia, expresión e imitación. La Iglesia no comenzó teorizándolos, ni tampoco esperó un análisis psicológico para determinar sus valores. Instruida por su fundador, ella simplemente incorporó en su liturgia aquellos elementos que mejor se adherían para enseñar a los hombres la verdad y conducirlo a actuar de acuerdo al Evangelio. No es menos significativo que la educación moderna haya adoptado para sus propios propósitos, por ejemplo, la enseñanza de temas seculares, los principios psicológicos que la Iglesia desde sus inicios ha puesto en práctica.

Mientras la Iglesia en su vida interior y en la ejecución de su misión, ha dado pruebas de su vitalidad y su habilidad para enseñar a la humanidad, ella necesariamente ha tomado contacto con influencias y prácticas que son legado del paganismo. En materia de creencia religiosa, hubo, por su puesto, una clara brecha entre el politeísmo de Atenas y Roma y las doctrinas del Cristianismo. Sin embargo, la filosofía y la literatura fueron factores que deben sumarse como también el sistema educacional, el cual por mucho tiempo estuvo bajo control pagano. Las escuelas fueron abiertas por conversos quienes estaban empapados con las ideas de la filosofía griega – por Justino en Roma, y Arístides en Atenas; mientras en Alejandría, Clemente y Orígenes disfrutaban de gran reputación. Estos hombres veían la filosofía como un medio para guiar a la razón hacia la fe y para defender esa fe contra los ataques del paganismo. Otros, nuevamente, como Tertulio, condenaron la filosofía sin reserva como algo con lo cual el Cristiano no tenía nada que hacer. Con relación a los clásicos paganos, el conflicto de opinión era aún más agudo. Uno de los grandes teólogos y Padres, como San Basilio, San Gregorio Naziano y San Gregorio de Nisa, habían estudiado a los clásicos bajo peritos paganos y estaban por lo tanto a favor de enviar a los jóvenes Cristianos a escuelas no cristianas bajo el argumento que los estudios literarios podrían permitirles mejor defender su religión. Al mismo tiempo, estos Padres no permitían a un Cristiano enseñar en tales escuelas por miedo a que pudieran ser obligados a participar en prácticas idólatras. Tertulio (De Idolatría, c.x) insiste en la misma distinción, el profesor, dice, en razón de su autoridad, se torna en cierto sentido en un “catequista de demonios”; el pupilo empapado en la fe Cristiana, gana por la letra de la instrucción clásica, pero rechaza su falsa doctrina y se mantiene apartado de las prácticas supersticiosas que el maestro difícilmente puede evitar. Tal distinción era naturalmente la fuente de las dificultades y levantó mucha discusión. La situación no fue remediada por el edicto de Julián Apóstol que prohibía a los Cristianos enseñar; en cambio, éste provocó ciertas protestas y sugirió la creación de una literatura Cristiana basada en los modelos clásicos de estilo, pero no resultó nada decisivo. Por otro lado, el temor por la influencia corrupta de la literatura pagana tenía más y más alienados a los Cristianos de tales estudios; y no es sorprendente encontrar entre los oponentes a los clásicos hombres tales como San Juan Crisóstomo, San Ambrosio, San Jerónimo y San Agustín. Aunque recibieron una completa educación clásica y aunque apreciaban completamente el valor de los autores paganos, si actitud final fue adversa al estudio de la literatura pagana. Aparte de muchos puntos controversiales sobre esta materia, fué claro que los Padres, en los tiempos cuando el medio de la Iglesia era aún pagano, estaban mucho más ansiosos por la pureza de la fe y la moral que por cultivar la literatura. En años posteriores, en tanto el peligro de contaminación crecía menos, los estudios clásicos fueron reavivados y alentados por la Iglesia; aunque su valor fue en más de una oportunidad cuestionado (ver Lalanne, Influencia de los Padres de la Iglesia sobre la Educación pública, Paris, 1850). Mientras tanto, el trabajo educativo no fue abandonado. Si el Imperio había dado paso a la invasión bárbara, la Iglesia encontró un nuevo campo de actividad dentro de las razas vigorosas del Norte. A estos, ella llevó no solo la Cristiandad y civilización, sino los mejores elementos de la cultura clásica. A través de sus misioneros, ella se convirtió en la maestra de Alemania y Francia, de Inglaterra e Irlanda. La tarea era difícil y su logro fue marcado por muchas vicisitudes de fracasos temporales y éxitos luego de arduo trabajo. Sin duda, en ciertos momentos, parecía que el deseo por aprender había desaparecido incluso entre aquellos para los cuales la adquisición de conocimiento era una obligación sagrada. A pesar de estas marchas atrás, éstas sólo sirvieron para estimular el calo de los gobernantes eclesiales y civiles en favor de una educación más completa y sistemática. Por lo tanto, el notorio rasgo de la Edad Media es la cooperación de la Iglesia y el Estado en el desarrollo de la escuelas. Teodorico en Italia, Alfredo en Inglaterra y Carlomagno en el Reino Franco son ejemplos ilustres de príncipes que unieron su autoridad con aquella de los obispos y consejeros para asegurar una adecuada instrucción del clero y el pueblo. Entre los hombres de Iglesia, es importante mencionar Crodegand de Metz, Alcuin, San Debe, Boecio y Casiodoto (ver algunos artículos). Como resultado de sus esfuerzos, la educación del clero fue dada en las escuelas catedráticas bajo la directa supervisión del obispo y para el laicado, las escuelas parroquiales a quienes todos tenían acceso. En el currículum, la religión tenía el primer lugar; otras materias eran solo algunas otras y elementales componiéndose a lo mas en el trivium y el quadrivium (Ver LAS SIETE ARTES LIBERALES). Aunque la significación de esta educación no estribaba tanto en su contenido como en el hecho que era el medio para levantar el amor por aprender entre el pueblo que había recientemente emergido de la barbarie y donde yacen los fundamentos de la cultura y ciencias Occidentales. Estos registros históricos de la educación no muestran mayor preocupación; puesto que la tarea no era mejorar o perfeccionarse sino de crear una civilización moderna que sin la acción vigorosa de la Iglesia, ésta habría tomado siglos. (Ver ESCUELAS; EDAD MEDIA) Uno de los factores más importantes en este progreso fue el monastismo. Los monasterios benedictinos eran especialmente hogares de estudio y depositarios del aprendizaje antiguo. No sólo escritores simpatizantes como Montalambert, sino aquellos que eran mas críticos, asumiendo el servicio que los monjes rindieron a la educación.

En aquellos inquietantes años de cultura ruda y constantes guerras, de perpetua falta de leyes y el reino del tal vez, el monastismo ofreció una oportunidad de vida en reposo, de contemplación y aquella de goce y descanso de la vulgaridad ordinaria aunque los deberes necesarios de la vida esencial a los estudiantes…Por consiguiente, ocurrió que los monasterios eran las únicas escuelas para enseñar; eran las únicas que ofrecían formación profesional; Eran las únicas universidades de investigación, ellas solas sirvieron de casa de publicación con el fin de multiplicar los libros; eran las nucas bibliotecas para la preservación del aprendizaje, fueron los únicos que produjeron maestros; eran las únicas instituciones educacionales de este período (Paul Monroe, Un libro de Texto en la Historia de la Educación, Nueva York, 1907, p. 255)

Además de sus estudios obligados, los monjes estaban constantemente ocupados en copiar textos clásicos.

Los clásicos griegos deben su preservación a la Biblioteca de Constantinopla y a los monasterios del Este, y es principalmente a los monasterios occidentales a quienes debemos la supervivencia de los clásicos Latinos (Sandys, Una Historia de la Beca Clásica, 2da educación, Cambridge, 1906, p.617).

El trabajo específico de educar era llevado a cabo en escuelas monacales y tenían principalmente la intención de formar novicios. Sin embargo, en algunos casos, una schola exterior, o escuela foránea se sumaba para alumnos laicos y para aspirantes al sacerdocio secular. Los estudios incluían, aparte de las 7 artes liberales, la lectura de autores en latín y música eclesial. Finalmente, a través de sus anales y crónicas, los monjes tenían una rica colección de información relativa a la vida medieval que es de un valor incalculable para los historiadores de esa época. Sin embargo, la Mayor de las escuelas monásticas se encuentra en el hecho que éstas estaban dirigidas por un cuerpo de profesores que habían renunciado al mundo y dedicaban su vida bajo la guía de la religión con fines literarios y trabajo en educación. La misma Cristiandad que había santificado la familia ahora ponía la profesión de educador como algo sagrado y le dio una dignidad que hizo de la pedagogía una vocación noble.

Otros dos movimientos formaron el clímax de la actividad de la Iglesia durante la Edad Media. El desarrollo de la Escolástica, que significó una resurrección de la filosofía Griega y, en particular de Aristóteles; y también significó que la filosofía estaría ahora al servicio por la causa de la verdad Cristiana. Hombres de fe y aprendizaje como Alberto Magno y Tomás de Aquino, lejos de temerle o despreciar los productos de pensamiento griego, buscaron hacer en ellos las bases racionales de la creencia. Por lo tanto, se hizo efectiva una síntesis entre las superiores especulaciones del mundo pagano y las enseñanzas teológicas. Más aún, la Escolástica fue un avance distinguido en la trabajo educativo. Era un entrenamiento intelectual sobre el método, un pensamiento sistemático, un razonamiento lógico severo y una precisión en los juicios. Aunque, tomado como un todo suministró una gran lección objetiva, la sustancia de lo que era, para el más fino intelecto, los hallazgos de la razón y las verdades de la Revelación podían armonizar.

Habiendo usado la sutileza del pensamiento griego para afilar la mente del estudiante, la Iglesia por consiguiente le presentó sus dogmas sin el menor temor a la contradicción. Ella, por lo tanto unificó de un modo consistente en un todo aquello mejor de la ciencia y cultura pagana con la doctrina confiada a ella por Cristo. Si la educación es correctamente definida como “la transmisión de nuestra herencia intelectual y espiritual” (Butler), ésta definición queda ampliamente ejemplificada en el trabajo de la Iglesia durante la Edad Media.

El mismo espíritu sintético fue asumido en las universidades (q.v.). Cimentada en ellas, los Papas y los gobernantes seculares cooperaron; en las universidades, enseñando todas las entonces conocidas ramas de la ciencia; el cuerpo estudiantil incluía todas las clases, laicos y clérigos, seculares y religiosos; y el diplomado conferido confería autorización para enseñar en cualquier parte. La Universidad, estaba, por lo tanto, dentro de la esfera educacional, la expresión más completa que ha caracterizado por siempre la enseñanza de la Iglesia; y el espíritu crítico que animaba la universidad medieval se mantuvo, a pesar de otras modificaciones, como el elemento esencial de la universidad de los tiempos modernos. Los cambios que desde entonces se han llevado a cabo, en la mayor parte son resultado de la separación de aquellos elementos que la Iglesia ha construido dentro de una unidad armónica. Como el Protestantismo al rechazar el principio de autoridad, trajo consigo innumerables divisiones en la fe, dejando así el camino preparado para la ruptura entre la Iglesia y el Estado en el trabajo educativo. El Renacimiento en sus formas más extremas fue, más que nada, cultura pagana; y la Reforma en su principio fundamental fue más allá del individualismo que llevó a la declinación de la educación Griega. Una vez que las escuelas fueron secularizadas, rápidamente cayeron bajo influencias que transformaban las ideas, los sistemas y métodos. La filosofía, separada de la Teología formulaba nuevas teorías de vida y sus valores, que fueron, al principio, lentamente y luego más rápidamente alejándose de las enseñanzas positivas del Cristianismo. La ciencia, por su lado, quitó su lealtad a la filosofía y finalmente se auto proclamó la única especie de conocimiento valioso de ser buscado. El resultado práctico más serio fue la separación de la moral y la religión de la simplemente educación intelectual – un resultado que, en parte, se debió a diferencias religiosas y cambios políticos, pero también en gran medida a visiones erradas con relación a la naturaleza y necesidad de una formación moral. Tales visiones son, otra vez, en general derivadas de la negación, explícita o implícita, del orden sobrenatural y su significado para la vida humana y sus relaciones con Dios; de manera que aquello, durante tres décadas el principal esfuerzo fuera de la Iglesia Católica ha sido establecer la educación sobre una base puramente naturalista, ya sea que esta sea de cultura estética o conocimiento científico, la perfección individual o el servicio social. En sus etapas más tempranas, el Protestantismo, que daba una gran importancia a la fe, no pudo consistentemente sancionar una educación donde los ideales religiosos fueran eliminados. Pero, de acuerdo a sus principios que emanaron de sus legítimas consecuencias, se tornó menos y menos capaz de oponerse al movimiento naturalista. Por lo tanto, la Iglesia Católica se vio obligada a continuar, con poca o sin ayuda de otros cuerpos religiosos, la lucha en pro de aquellas verdades sobre las cuales se fundó el Cristianismo; y su trabajo educacional durante el período moderno puede ser descrito en términos generales como el determinado mantenimiento de la unión entre lo natural y lo sobrenatural. Desde un punto de vista humano, la iglesia tenia muchas desventajas. La pérdida de las universidades, la confiscación de monasterios y otras propiedades eclesiales, y la oposición de varios gobiernos parecían hacer sus tareas sin destino. Sin embargo, estas dificultades sólo sirvieron para llamar por nuevas manifestaciones de su vitalidad. El Concilio de Trento dio el impulso al decretarse que una educación más completa del clérigo debía asegurarse en los seminarios (q.v.) e instando a los obispos y sacerdotes el deber de construir las escuelas parroquiales. Similares medidas fueron adoptadas por símbolos provinciales y diocesanos a través de Europa. Aparecieron las ordenes religiosas para el expreso propósito de educar a la juventud Católica. (Ver especialmente EL INSTITUTO DE LOS HERMANOS DE LAS ESCUELAS CRISTIANAS; SOCIEDAD DE JESUS; ORATORIOS). Y a éstos, finalmente podemos añadir las numerosas congregaciones de mujeres que dedicaron su vida a la formación de niñas cristianas. Sin embargo, éstas instituciones distintas en su organización y método, tenían como propósito común la difusión de verdades religiosas junto a conocimiento secular en todas las clases. De este modo, surgieron por la fuerza de las circunstancias, un sistema de educación Católica distintivo, incluyendo escuelas parroquiales, academias y colegios y cierto número de universidades que permanecieron bajo el control de la Iglesia donde se encuentra un nuevo modo por la Santa Sede. Especialmente la escuela parroquial, en tiempos recientes, ha sido un factor esencial en el trabajo de la religión. En algunos países como Canadá, han recibido apoyo del Gobierno, en otros, como en los EEUU, se mantienen por contribución voluntaria. Como los Católicos tienen que pagar parte de sus impuestos al sistema escolar público, se encuentran bajo un doble peso; pero este gravamen ha servido sólo para destacar su lealtad práctica a los principios sobre los cuales se basa la educación católica. De hecho, todo el movimiento de escuela parroquial durante el siglo 19 configuró uno de los capítulos más notables de la historia de la educación. Prueba, por un lado, que ni la pérdida de cooperación estatal ni la falta de recursos materiales pueden debilitar la determinación de la Iglesia para llevar a cabo su trabajo educacional; y, por otro lado, muestra lo que la fe y la devoción de los padres, clérigos y profesores puede lograr cuando se trata de los intereses de la religión. (Ver ESCUELAS). Como esta actitud y acción de los Católicos los pone en una posición que no siempre es bien comprendida, es útil presentar aquí algunas declaraciones sobre los principios bajo los cuales la Iglesia ha basado su acción en el pasado y hacia los cuales se adhiere en el presente cuando los problemas de educación son el tema de tantas discusiones y la causa de agitación en varias direcciones. La posición Católica puede ser presentada como sigue:

La educación intelectual no debe estar separada de la educación moral y religiosa. Impartir conocimiento o desarrollar la eficiencia mental sin la construcción del carácter moral, no solo es contrario a la ley psicológica, la cual requiere que todas las facultades deben ser formadas, sino que es fatal tanto para el individuo como para la sociedad. Ninguna cantidad de asistencia intelectual o cultura puede sustituir a la virtud; por el contrario, mientras más completa sea la educación intelectual, mayor es la necesidad de su correspondiente formación moral.

La Religión debe ser una parte esencial de la educación; no debe ser meramente un apéndice a la instrucción de otras materias, sino el centro sobre el cual ésta se agrupa y el espíritu por el cual se permean. El estudio de la naturaleza sin ninguna referencia a Dios, o del ideal humano sin mencionar a Jesucristo, o la legislación humana, sin la ley Divina es a lo más, una educación parcial, de un solo aspecto. El hecho que las verdades religiosas no encuentran lugar en el currículo es, por sí mismo, y lejos de cualquier abierta negación que esa verdad, suficiente para envolver la mente del pupilo de tal forma y en tal extensión que sentirá poca preocupación en sus días escolares o después de éstos, por la religión en ninguna de sus formas;

Una instrucción propiamente moral es imposible aparte de una educación religiosa. Al niño se lo puede conducir hacia ciertos hábitos deseables, tales como la pulcritud, la cortesía y puntualidad; se lo puede empapar con espíritu de honor, trabajo y veracidad – y ninguno de estos debe ser dejado de lado; pero, si estos deberes hacia sí mismo y al prójimo son sagrados, el deber hacia Dios es inconmensurablemente más sagrado. Cuando es desempeñado con fe, incluye y se alza hacia un plano más alto de cumplimiento más que ninguna otra obligación. Más aún, la formación religiosa proporciona los mejores motivos de conducción y los ideales más nobles de imitación, al tiempo que establece ante la mente una adecuada confirmación sobre la justicia y santidad de Dios. Debe hacerse notar que, la educación religiosa es más que instrucción sobre dogmas de fe o los preceptos de la ley Divina; esencialmente se trata de la formación en el ejercicio de la religión, tal como la oración, asistencia a la adoración Divina y recepción de los sacramentos. A través de estos medios, la conciencia se purifica, la voluntad para hacer el bien se fortalece y la mente se fortalece para resistir aquellas tentaciones que, especialmente durante la adolescencia, amenazan con graves peligros la vida moral.

Una educación que une los elementos intelectual, moral y religioso, es la mejor salvaguarda al hogar puesto que coloca sobre bases seguras las varias relaciones que implican a la familia. También asegura el desempeño de los deberes sociales al inculcar el espíritu de auto sacrificio, de obediencia a la ley y amor cristiano por los demás. La preparación más efectiva para la ciudadanía es la escuela en la virtud, la cual habitúa a un hombre a tomar decisiones, a actuar y a ponerse a una fuerza o ir más allá de ella, no con una visión de ganancia personal ni simple deferencia hacia la opinión pública sino de acuerdo con los estándares de lo que es correcto que están fijos por la ley de Dios. El bienestar del Estado, por lo tanto, demanda que el niño sea enseñado en la práctica de la virtud y la religión no menos que en el logro de conocimientos.

Lejos de aminorar la necesidad de una formación moral y religiosa, el avance en los métodos educacionales en cambio enfatizan esa necesidad. Muchas de las así llamadas, mejoras en la enseñanza, tienen importancia momentánea y algunas, son variantes de las leyes de la mente. Sobre su valor relativo, la Iglesia no se pronuncia, ni tampoco de compromete a sí misma con ningún método particular mientras asegure los rasgos esenciales de la educación cristiana, la Iglesia da su bienvenida a cualquier ciencia que contribuya a realizar el trabajo en las escuelas, en forma más eficiente.

Los padres católicos se obligan de conciencia a entregar la educación correcta a su hijos, ya sea en el hogar o en las escuelas. Así como la vida corporal del niño debe ser cuidada, así también y, con mayores razones, deben ser desarrolladas sus facultades mentales y morales. Por lo tanto, los padres, no pueden tomar una actitud de indiferencia hacia este deber esencial ni transferírselo a otros. Son ellos los responsables por aquellas primeras impresiones que el niño recibe pasivamente antes que ejercite ninguna selección conciencia de imitación; y en la medida que los poderes intelectuales se desarrollan, el ejemplo de los padres es una lección que se hunde más profundamente en la mente del niño. También están obligados a instruir al niño de acuerdo a sus capacidades, en las verdades de la religión y en la práctica de sus debes religiosos, por lo tanto cooperando con el trabajo de la Iglesia y la escuela. Las virtudes, especialmente de la obediencia, el auto control, y la pureza no pueden ser mejor inculcadas como en el hogar; y sin tal formación moral por los padres, la tarea de formar hombres y mujeres rectos y ciudadanos valiosos es difícil, si no imposible.

Que la necesidad de una educación moral y religiosa ha impresionado las mentes de no católicos también es evidente por el movimiento inaugurado en 1903 por la Asociación de Educación Religiosa en los EEUU, la cual de reúne anualmente y publica sus actividades en Chicago. Una investigación internacional sobre el problema de la formación moral comenzó en Londres en 1906 y su reporte fue editado por el Profesor Sadler bajo el título “Instrucción Moral y Entrenamiento en las Escuelas” (Londres, 1908).

Sobre los derechos respectivos y deberes de la Iglesia y la autoridad civil, ver ESCUELAS; ESTADOS. GENERAL: MONROE, Bibl. of Education (New York, 1897); HALL AND MANSFIELD, Bibl. of Educaion (Boston, 1893); CUBERLEY, Syllabus of Lectures on the Hist. of Ed. (New York, 1902). CATHOLIC WRITERS: STÖCKL, Gesch, d. Padagogik (Mainz, 1876); DRIEG, Lehrb, d. Pagagogik (Paderborn, 1900); DRANE, Christian Schools and Scholars, 2d ed, (London, 1881); KUNZ, ed., Bibliothek d. katholischem Pagagogik, a series of monographs, biographical and expository (Frieburg, 1888-); NEWMAN, The Idea of a University (London, 1873); BROTHER AZARIAS, Essays Educational (New York, 1896); WILLMAN, Didaktik als Bildungstehre, 2d ed. (Brunswick, 1894); SPALDING, Education and the Higher Life (Chicago, 1890); IDEM, Means and End of Education (Chicago, 1895); IDEM, Religion, Agnosticism and Edcuation (Chicago, 1902); DUPANLOUP, De l’éducation (Paris, 1850); IDEM, De la haute education intellectuelle (Paris, 1855-57); GAUME, Du Catholicisme dans l’éducation (Paris, 1835); IDEM, Lettres sur le paganisme dans l’éducation (Paris, 1852); KLEUTGEN, Ueber, die alten und neuen Schulen (Munster, 1869).
NON-CATHOLIC WRITERS; K.A. SCHMID, Gesch. d. Erziehung (Stuggart, 1884-96); K. SCHMIDT, Gesch. d. Padagogik (Kothen, 1891); MONROE, Source Book of the Hist. of Ed. (New York, 1891); LAURIE, Historical Survey of Pre-Christian Ed. (New York, 1900); HARRIS, ed. International Educational Series (New York, 1857-); ROSENKRANZ, tr. BRACKETT, The Philosophy of Education (New York, 1905); BUTLER, The Meaning of Education (New York, 1905); SPENCER, Education (New York, 1895); BAIN, Education as a Science (New York, 1883); HORNE, The Philosophy of Education (New York, 1904).

E.A. PACE
Transcrito por Beth Ste-Marie
Traducción de Carolina Eyzaguirre A.

Fuente: Enciclopedia Católica