EXPERIENCIA

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Es el resultado de la intervención de los sentidos exteriores o interiores, en cuanto deja un contenido complejo en la persona, no sólo de í­ndole rememorativa (memoria) o afectiva (agrado o desagrado), sino también moral, social o espiritual. Las experiencias pueden ser personales y también colectivas o compartidas, cuando quedan en comunidad o grupo.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

SUMARIO: I. Experiencia y conocimiento de Dios.-II. La complejidad de la experiencia: 1. ¿Qué se entiende por experiencia?; 2. Niveles de experiencia.-III. La experiencia de Dios: el riesgo de la modernidad.-IV. Búsqueda de Dios y experiencia humana.-V. La experiencia cristiana: sentido trinitario.-VI. Experiencia y acción: el compromiso cristiano.

I. Experiencia y conocimiento de Dios
En estos últimos años la experiencia ha sido objeto de atención por parte de la teologí­a. Y aunque el concepto deexperiencia no ha sido delimitado con entera satisfacción, pues alude a algo complejo, su consideración interesa sobremanera a la teologí­a, dado que en él está en juego el problema de cómo puede entrar Dios en la vida del hombre. La percepción de los sentidos es la puerta imprescindible de todo conocimiento, incluido el conocimiento de Dios: “Nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu”, reza un conocido axioma escolástico. Nuestro conocimiento de Dios está sometido a las mismas condiciones que cualquier otro conocimiento. Pero el hombre conoce por medio de la experiencia sensible. De ahí­ que Sto. Tomás notase que “en las divinas Escrituras lo divino es descrito metafóricamente con realidades sensibles”. Ya en Jn 16,25 se insinúa que en esta vida sólo podemos conocer a Dios por medio de parábolas.

Ahora bien, si nuestro conocimiento de Dios se da en la experiencia y desde la experiencia, eso no significa que Dios se limite a la experiencia: Dios siempre es mayor y desborda todo lo que de él podemos decir o imaginar (cf. 1 Cor 2,9). Cuando se trata de Dios toda experiencia y todo lenguaje es, por definición, insuficiente, inadecuado y, por tanto, orientativo, tendencial, referencial, intencional: “si vosotros, malos como sois, sabéis dar cosas buenas a vuestros niños, ¡cuánto más vuestro Padre del cielo!” (Mt 7,11; Lc 11,13; cf también Lc 18,6-7). Con Dios se realiza siempre el “cuánto más”, porque él es incluso “mejor que nuestro corazón” (1 Jn 3,20). De ahí­ que Sto. Tomás afirma que ni siquiera en la vida eterna es posible comprender a Dios: comprehender significa conocer perfectamente, y nada finito puede abarcar al infinito.

La experiencia, pues, es medio y camino. Camino necesario, pero sólo camino.

II. La complejidad de la experiencia
La palabra latina experientia deriva de experior, que a su vez proviene del antiguo periri, nacido de peiraó (= intentar). Los primitivos perio y perior provienen de comperio (=descubrir) y de peritus (=docto, práctico). Experimentar es, pues, probar y descubrir las cosas, con lo que se consigue un conocimiento de ellas y la pericia sobre ellas. Experiencia es conciencia de realidad, impresión de realidad, acceso a la realidad, debido a una relación personal con algo o alguien, puesto que se ha pasado por algo/alguien, se ha vivido, sentido, hecho…

En la experiencia aparecen, pues, dos aspectos: las cosas y el sujeto que las prueba. En la experiencia el sujeto queda afectado por la realidad. Aparece así­ insinuado el indispensable papel que juega el sujeto en la experiencia. Y aparece también el primer problema: las condiciones del sujeto pueden perturbar el proceso de objetivación. Lo real se nos presenta de distinta forma según sea nuestra relación con ello. Lo que significa, aplicado a una posible experiencia de Dios, que todo posible encuentro con Dios está siempre condicionado por la atención y la sensibilidad del hombre. Por esta razón, la Escritura dice que sólo los limpios de corazón pueden ver a Dios (Mt 5,8). Ytambién: “me daré a conocer al que nit ama” (Jn 14,21). Más aún: “el que obra la verdad, viene a la luz” (je) 3,21). La posición que se toma ante laa cosas, sobre todo ante aquellas qüe comportan un valor, afecta al conocimiento de las mismas.

La experiencia está condicionada por la posición que se toma ante las cosas, y por consiguiente por la concep ción que se tiene de la realidad. Sid duda, son reales los objetos exteriores al hombre, pero también los fenómenos de la propia actividad interior del hombre. Y real es también el dinamismo de la realidad: en un objeto es posible estimar virtualidades que los sentidos externos habrí­an dejado escapar. Y ante él es posible plantearse preguntas y establecer conexiones que van “más allá” de la inmediatez del objeto. La realidad es compleja, y por eso el acceso a ella puede alcanzar diferentes niveles y hacerse desde perspectivas diversas.

Podemos distinguir cuatro niveles de acceso a lo real o niveles de experiencia: el positivo (o empí­rico), el antropológico, el metafí­sico y el teologal. El ideal del positivismo es fundarse sobre los hechos, limitarse a los objetos “realmente alcanzables…, excluyendo los misterios impenetrables”. Pero en este limitarse a los objetos radica su peligro: considerar que la superficie inmediata del objeto es lo último y definitivo.

Ahora bien, ya hemos dicho que en la experiencia la realidad adviene a un sujeto. El positivismo se desembaraza de la cuestión del sujeto, limitándose a ser pura metodologí­a. Pero en toda experiencia hay una conciencia que la dirige, lo que nos introduce en la dimensión antropológica de la experiencia. Los sentidos perciben confusamente si no plantean una pregunta, o sea, sin la iluminación intelectual de la experiencia sensible. También en este nivel se encuentra un peligro: el experimento se apoya en que somos nosotros los que fijamos un cuadro a la naturaleza, o los que pedimos a la persona que se manifieste desde un determinado punto de vista, anulando su libertad.

Aún más, en toda experiencia de las cosas y de las personas se puede experimentar un exceso: ellas son más de lo que yo experimento. Esta es la cuestión metafí­sica, la del ser que se desvela en los entes: la realidad es autotranscendencia.

Habrí­a que añadir a estos niveles el teologal, la experiencia de Dios, la experiencia del siempre mayor que nuestras experiencias; tal experiencia es posible cuando Dios toma la iniciativa y se da a conocer al hombre en la propia experiencia del hombre. Así­ planteamos la posibilidad de una experiencia que deja espacio a la libertad del que se quiere dar a conocer, una experiencia que se resista a todas nuestras invenciones y planificaciones; una experiencia que no sea evidente, sino que sea un “escándalo” para el pensamiento, el cual se limita a ser testigo de tal revelación. Esto supone reconocer la limitación de nuestro pensamiento, de que la realidad nunca se puede aclarar ni acaparar por completo, de forma que “la realidad y la verdad ‘se dan’ al conocimiento humano precisamente en la medida en que el hombre experimenta y tiene en cuenta la insuficiencia de su propio pensamiento y lenguaje”.

III. La experiencia de Dios: el riesgo de la modernidad
Cuando se absolutiza uno de los niveles de experiencia, considerando que en él se agota toda realidad, uno se cierra el acceso a la realidad y limita su experiencia. Y cuando se da la primací­a a cualquiera de ellos, minusvalorando los otros niveles, aparece la ideologí­a, que no es otra cosa que una visión del todo a partir de una de sus partes.

La aparición de la racionalidad cientí­fico-técnica, el prestigio de los métodos positivos y la audiencia de las filosofí­as de la sospecha, ha privilegiado uno de estos niveles de experiencia: el empí­rico o positivo. Nietzsche, uno de los pensadores más influyentes en la modernidad, descalificaba el cristianismo en nombre de la experiencia de lo real: “Ni la moral ni la religión corresponden en el cristianismo a punto alguno de la realidad”. El cristianismo se fundamenta en un mundo imaginario y ficticio que “tiene su raí­z en el odio a lo natural (ia la realidad!), es la expresión de una profunda aversión a lo real”. Por eso, el cristianismo “se viene abajo en cuanto la realidad se impone siquiera en un solo punto”.

La filosofí­a positivista pretende que más allá de lo verificable con métodos positivos no hay nada o, en todo caso, no es posible saber lo que hay y, por tanto, carece de sentido toda afirmación que vaya más allá de lo así­ verificado. No es posible hablar con sentido de lo trascendente. Ahora bien, identificar lo verificable con lo real no deja de ser una interpretación, y como tal, en ningún case) puede absolutizarse. El campo de la experiencia no se limita al de la experiencia sensible. Hay también una experiencia inteligible, que nos permite captar no otra realidad distinta de la sensible, sino captar la realidad de otra manera. La verificación nos ofrece un aspecto de la realidad, pero que no puede exclusivizarse.

La ciencia, la técnica y los pensadores que a partir de Kant se consideran “modernos” no son sino impulso y expresión de una mentalidad que hoy impregna los ambientes más populares. El hombre moderno es un hombre que “cree” en la experiencia y se “fí­a” de los hechos, porque los hechos “dan la razón” a la experiencia: las medicinas curan a los enfermos que, en épocas anteriores, no se habí­an podido curar con oraciones; los productos quí­micos dan fertilidad al campo y el rociarlos con agua bendita parece que ha fracasado; las medidas socio-económicas alivian las situaciones humanas de indigencia; y, en definitiva, los problemas del hombre se solucionan con medidas técnicas y con voluntad polí­tica. Entonces, ¿para qué Dios? Y lo que es más: en medio de toda esta experiencia, ¿hay algún lugar en donde pueda encontrarse a Dios, en donde él se revele?

IV. Búsqueda de Dios y experiencia humana
Paradójicamente los propios creyentes ofrecen, aun sin quererlo, una de las más curiosas pruebas de la influencia de la mentalidad empirista en la conciencia del hombre moderno; por ejemplo, cuando se apela a los milagros como pruebas palpables de la intervención divina o al orden del mundo como noexplicable sin un Creador. Así­, de forma acrí­tica, se oponen a los hechos “mundanos” otros hechos “religiosos”-La intuición que subyace en esta oposir ción es buena, aunque a veces no sea’ correcta la forma de presentarla. Y la intuición buena es que Dios tiene que ver con la experiencia humana, pero no porque Dios se deduzca directamente de la experiencia, sino porque Dios se expresa en nuestra experiencia y se le entiende en relación con nuestra experiencia.

Apelar a las pruebas de la existencia de Dios ha sido un recurso permanente de la teodicea. Para nuestro tema basta notar lo siguiente: desde perspectivas diversas parecerí­a como si a partir de una determinada experiencia se pudiera concluir que Dios existe. Descartes, tras la exposición de su prueba, concluye que “la existencia de Dios queda muy evidentemente demostrada”, puesto que se ha basado en una experiencia irrefutable. No la experiencia que pueden ofrecer los sentidos, pues éstos engañan, sino la propia experiencia del “yo”: yo percibo clara y distintamente que dudo y que deseo, o sea, que algo me falta y que no soy totalmente perfecto, y esto no serí­a posible si no tuviera la idea de un ser más perfecto que yo, con el cual me comparo y de cuya comparación resultan los defectos de mi naturaleza. Esta idea no puede ser producida por la nada, pues la nada no puede producir cosa alguna. Y tampoco puede provenir de mí­ mismo, porque lo que contiene en sí­ más realidad no puede provenir de lo menos perfecto. Luego hay que concluir que la idea de Dios (que es un efecto en mí­) debe tener una causa proporcionada al efecto producido, o sea Dios mismo.

Zubiri, desde un planteamiento más realista, resaltando el misterio de la realidad, pretende que la prueba de la existencia de Dios, es decir, su intelección demostrativa, tiene un alcance y un valor que depende “sólo y exclusivamente de la inteligencia humana”. Y añade que la prueba que él propone es “rigurosamente concluyente”. Más: Zubiri precisa que en su búsqueda se encuentra “no sólo algo real que llamo Dios, sino que eso real es precisamente Dios en tanto que Dios’.

Hablando de las famosas cinco ví­as de Tomás de Aquino, que cabrí­a considerar como paradigma de todas las pruebas de la existencia de Dios, escribe acertadamente Schillebeeckx: “De su argumentación racional, Tomás no sigue ‘ergo Deus existit’, sino ‘et hoc omnes dicunt Deum’; es decir, como creyente que es, identifica el punto final de su análisis filosófico -que le habí­a llevado desde los fenómenos de la experiencia empí­rica hasta un punto de referencia omnisustentador- con el Dios vivo. Esta identificación no es un paso filosófico, sino un paso en la fe: Tomás exhibe el punto en el que el habla cristiana sobre Dios resulta comprensible dentro del contexto de la experiencia humana”.

Las llamadas pruebas de la existencia de Dios (tanto si apelan a la experiencia de la propia subjetividad, como si parten de una lectura de la realidad, como el planteamiento más moderno de preguntarse por la causa de la actividad moralmente buena o del ansia de justicia que hay en el hombre), no pueden ser consideradas como argumentosprobativos, sino como análisis de la existencia humana que hacen posible e incluso necesaria la cuestión de Dios. Las pruebas ofrecen la necesaria precomprensión humana en dónde el habla sobre Dios tiene sentido. Hemos llegado así­ a lo esencial: Dios (y su revelación) no ‘se deduce de la experiencia, pero sólo puede entenderse dentro de un contexto de experiencia humana y como interpretación de la experiencia humana.

Dentro de un contexto de experiencia: La revelación cristiana presupone a la persona humana como condición de su propia posibilidad. El creyente es un hombre que realiza en su experiencia otra experiencia, la experiencia de una llamada a la plenitud. La experiencia humana es condición de comprensión de la revelación, que es en sí­ misma otra experiencia, una experiencia nueva. La revelación de Dios es una experiencia con la experiencia; una experiencia que se realiza y comprende con y desde la experiencia. Si la revelación y su transmisión prescinde de la experiencia está condenada al fracaso, no sólo por inaudible e ininteligible, sino sobre todo por falta de apoyo, de elemento en el que entrar y realizarse. Hay una pregunta que nos debe hacer pensar: para aquel que nunca ha empleado la palabra “Dios”, ¿cómo incluí­rsela con pleno sentido en su lenguaje?
Como interpretación de la experiencia humana: lo que distingue a creyentes y no creyentes no son los hechos, sino la interpretación de los hechos. Más que nuevos fenómenos, la experiencia religiosa ofrece una interpretación nueva de los fenómenos que hay. De ahí­ que el creyente sea el primer interesado en una correcta delimitación de los hechos, para que su lectura de las huellas de lo divino en lo creado no termine siendo una proyección de sus complejos e insuficiencias.

En suma: la contraposición entre fe y experiencia hace de Dios una realidad tan trascendente, tan “totalmente distinta”, que un hombre de carne y hueso concluirá que él no tiene nada que ver con un Dios tan ajeno a su propia vida. Un Dios así­ termina conduciendo al ateí­smo. Pero si es posible presentar a Dios en la propia historia del hombre, los cristianos que lo hayan experimentado en Jesús podrán ayudar a los demás a conseguir una nueva posibilidad de experiencia, siempre que, partiendo de su propia comprensión cristiana, se esfuercen por expresar esta experiencia salví­fica de Dios dentro de un marco de experiencias que resulte audible, inteligible, significativa y operativa para los hombres de hoy.

V. La experiencia cristiana: sentido trinitario
La experiencia propiamente cristiana se sitúa en el marco de la experiencia humana y como profundización y desbordamiento de la misma. Dios no es como una losa que viene de fuera y se impone por la fuerza. Se manifiesta en nuestra realidad y se impone con suavidad.

En Cristo, el creyente ha visto, por el don del Espí­ritu, el rostro del Padre. A aquellos que buscan a Dios con un corazón sincero, la Iglesia les ofrece la posibilidad de encontrarlo y experimentarlo en la plenitud de su verdad. Ahora bien, lo que la Iglesia ofrece etl una llamada, una invitación a realizar una experiencia personal e intransferible, si bien tal experiencia tiene una,’ esencial dimensión comunitaria.

La experiencia cristiana, puesto que tiene que ver con una relación personal (el encuentro del hombre con el Dios vivo) no resulta visible a cualquiera,, sino sólo al que la experimenta o está en camino hacia ella. La experiencia cristiana es la experiencia de un encuentro; más todaví­a: la experiencia dé sentirse habitado por otro. Por eso, en cuanto tal, es intransferible: “cada uno ve la fe en sí­ mismo; en los demás cree que existe, pero no la ve… La fe radica: en el alma del creyente y sólo es visible al que la posee”, escribí­a San Agustí­n”.

Hay cosas que, si bien objetivamente consideradas pueden tener un alto interés para todos, no todos pueden entenderlas, sino sólo los “iniciados”, como el amor, que sólo pueden entenderlo a fondo los que alguna vez se han enamorado. Esto se aplica especialmente cuando se trata de describir la acción del Espí­ritu que introduce al creyente en la intimidad de Dios. Los pneumatiká (1 Cor 12,1), únicamente pueden ser explicados a los pneumatikói, es decir, a aquellos que poseen el Espí­ritu (1 Cor 2,13), pues el Espí­ritu sondea las profundidades (1 Cor 2,10). El hombre abandonado exclusivamente a los recursos de su naturaleza “no capta las cosas del Espí­ritu de Dios; son necedad para él. Y no las puede conocer pues sólo espiritualmente pueden ser juzgadas” (1 Cor 2,14).

Esta experiencia cristiana sí­ puede tener unos apoyos que la tranquilizan yle ofrecen una garantí­a cuasi objetiva de su autenticidad: ante todo, la experiencia de Jesús de los primeros cristianos; también, la experiencia de todos los que nos han precedido en el signo de la fe a lo largo de los siglos; la propia experiencia actual de los creyentes que constituyen la Iglesia, de todos aquellos que, con talantes y perspectivas distintas a las mí­as, encuentran en mi experiencia y yo en la suya, una identificación que nos une en comunión; y finalmente, la propia acción del Espí­ritu en el corazón del hombre: “vosotros estáis ungidos por el Santo y todos vosotros lo sabéis… La unción que de El habéis recibido permanece en vosotros y no necesitáis que nadie os enseñe” (1 Jn 2,20.27).

Precisamente porque se trata de la experiencia del Transcendente presente en nuestra intimidad, esta experiencia sólo es experimentable por momentos y suele tomar la forma de una experiencia de contraste con mi propia debilidad: “advertí­ que me hallaba lejos de ti en la región de la desemejanza”, exclama San Agustí­n al explicar “cuando por vez primera te conocí­”; y también: “en modo alguno dudaba ya de que existí­a un ser a quien yo debí­a adherirme, pero a quien no estaba yo en condiciones de adherirme”. Puesto que Dios es el transcendente sólo puede expresarse por medio de signos, y todo signo pide una interpretación.

VI. Experiencia y accion: el compromiso cristiano
La experiencia cristiana se alimenta de su propia experimentación: “si alguno quiere cumplir la voluntad de Dios, verá (o sea, comprobará por experiencia) si mi doctrina es de Dios”, dice Jesús en Jn 7,17. Y también: “en esto sabemos que le conocemos: en que guardamos sus mandamientos” (1 Jn 2,3). El verdadero conocimiento de Dios se identifica con el amor que practica el que ha nacido de Dios (1 Jn 4,7-8). “Quien no ama (=sin complemento, ¡de forma absoluta!) no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor” (1 Jn 4,8). La “definición” de Dios tiene ante todo una orientación existencial.

El cristianismo no es una doctrina. Es la experiencia de un nacer de nuevo por obra del Espí­ritu de Dios en el seguimiento de Cristo. Sólo el que vive como Jesús (1 Jn 2,6) termina convencido de haberse encontrado con el Dios vivo, con un convencimiento tan profundo que no puede desmentir ni desmontar ninguna sabidurí­a de este mundo.

[-> Amor; Antropologí­a; Ateí­smo; Espí­ritu Santo; Fe; Iglesia; Jesucristo; Lenguaje; Misterio; Padre; Religión; Teologí­a; Tomás de Aquino; Ví­as (Demostración de la existencia de Dios); Zubiri.]
BIBLIOGRAFIA: GELABERT, M., Experiencia humana y comunicación de la fe, Paulinas, Madrid, 1983; GELABERT, M., Valoración cristiana de la experiencia, Sí­gueme, Salamanca, 1990; Jos-Si n, J.P., Experiencia cristiana y comunicación de la fe, en Concilium, 1973, 239-251; KASPER, W., Posibilidades de la experiencia de Dios hoy: Sal Terrae, 1970, 203-214; MoUROUx, J., L éxpérience chrétienne. Introduction d une théologie, Du Cerf, Paris, 1952; MIETH, D., Hacia una definición de la experiencia: Concilium, 1978, 354-371; PIKAzs, X., Experiencia religiosa y cristianismo, Sí­gueme, Salamanca, 1981; RATZINGER, J., Fey experiencia, en Teorí­a de los principios teológicos, Herder, Barcelona, 1985, 412-427; SCHERER, R., Realidad, Experiencia, Lenguaje, en Fe cristiana y sociedad moderna, 1, Ediciones S.M., Madrid, 1984, 15-72; SCHILLEBEECKX, E., Cristo y los cristianos. Gracia y liberación, Cristiandad, Madrid, 1982.

Martí­n Gelabert

PIKAZA, Xabier – SILANES, Nereo, Diccionario Teológico. El Dios Cristiano, Ed. Secretariado Trinitario, Salamanca 1992

Fuente: Diccionario Teológico El Dios Cristiano

Este término, que tiene como raí­z semántica el griego peiro (pasar a través de), indica de manera inmediata la situación, la prueba, el acto gracias al cual se llega a captar alguna cosa; o bien indica el resultado, el conocimiento o el conjunto de los datos adquiridos gracias a esa prueba. En otras palabras, la experiencia indica por una parte el obrar, el vivir en su realización concreta; por otra. las adquisiciones hechas por el hombre gracias al ejercicio de sus facultades. En este sentido, experiencia ” significa un conocer (erkennen) que no se deriva principalmente del pensamiento discursivo, sino ante todo del hecho de sentir inmediatamente una impresión o una vivencia” (B. Ouelquejeu).

Aquello de lo que se tiene experiencia puede llegar al sujeto bien desde fuera o bien desde dentro de su conciencia. Bajo el aspecto cognoscitivo, la experiencia se presenta como “apertura, por parte del sujeto percipiente, frente a un dato” (G. Giannini), que puede ser bien intramundano o bien trascendente. En este último caso, se habla de experiencia religiosa; ésta, como cualquier otra experiencia, da 1ugar a un cierto conocimiento de la realidad con la que se entra personalmente en contacto; estimula y no mortifica ni debilita a la inteligencia. De manera particular, el contenido de la experiencia religiosa es aquella realidad que, a pesar de su trascendencia e inefabilidad, el hombre siente como el fundamento, el centro y el fin de su propia existencia; es el valor o bien supremo que da sentido y orientación a las decisiones de la persona. Es verdad que lo divino, como realidad que se ofrece a la experiencia del hombre, se esconde en el mismo momento en que se revela; siempre se escapa de la “captura” del hombre. Este, en el temor y en el J asombro, se ve atraí­do y siente admiración y gozo al percibir – algunos rayos de la luz infinita que tiene delante dé sí­ y en sí­ mismo. La experiencia de lo divino, como cualquier otra forma de experiencia y más que ella, es siempre más rica 4ue cualquier intento de expresarla; se la puede evocar, narrar, expresar por medio de sí­mbolos, pero nunca se la puede reproducir por completo.

En sentido teológico, el término experiencia se puede referir también a aquel contacto personal con el Dios que se autocomunica (revelación), que constituye el fundamento de la fe personal. En la Biblia, la experiencia se expresa con los términos gustar, saborear. En este sentido, la experiencia cristiana tiene que comprenderse, por lo que atañe a su origen, como contacto vivo y sabroso por parte de algunos hombres con la realidad singular de Jesús de Nazaret, que permite abrirse a Dios, conocerlo y participar de la salvación. Esta experiencia fue comprendida, profundizada, atestiguada y transmitida mediante la vida y la confesión de fe de la comunidad primitiva, con vistas a una perenne reactualización de la presencia liberadora de Cristo y de la adhesión a El y a su Dios por parte de cada uno de los hombres.

En tiempos recientes, el Magisterio de la Iglesia rechazó la concepción modemista de la experiencia interior como fundamento de la certeza de fe.

G. M. Salvati

Bibl.: AA. VV , Revelación y experiencia, en Concilium 133 (1979); C. Vagaggini, Experiencia, en DE, 11, 84-90; K. Lehmann, Experiencia, en SM, III, 72-78; M. Gelabert, Experiencia, en DCDT 525- 532; íd., Valoración cristiana de la experiencia, Sí­gueme, Salamanca 1990; J L. Aranguren, La experiencia de la vida, Alianza, Madrid 1969; J B. Lotz, La experiencia trascendental, BAC, Madrid 1982.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

I. Concepto previo
La experiencia es uno de los conceptos más enigmáticos de la filosofí­a. Generalmente la e. se presenta como fuente o forma especial de nuestro conocimiento, la cual, a diferencia del pensamiento discursivo, a diferencia de lo meramente pensado, de lo aceptado por autoridad (->dogma) y de lo transmitido históricamente (-> tradición), brota de la recepción inmediata de lo dado o de una impresión. La presencia que lo experimentado se da a sí­ mismo constituye una forma peculiar de suprema certeza e irresistible evidencia. Puesto que el espí­ritu finito del hombre en su origen es potencial y así­ necesita del conocimiento visual y receptivo, el conocer y el experimentar humanos son en gran medida idénticos. Podemos hablar de las siguientes clases de e. Experiencia transcendental: el hombre recibe su realidad, anteriormente a todas las maneras concretas de comportarse, del horizonte espiritual ilimitado, el cual es entendido, p. ej., indeterminadamente como apertura ilimitada, intuitiva o abstractivamente como “ser” (G. Siewerth), o bien como sentido del mundo y de la verdad que acontece históricamente. La e. especial a posteriori está ligada esencialmente a la percepción sensitiva o bien a la autopresencia psicológica del alma. E. externa: relativa a los objetos corpóreos (inmediatamente por los órganos naturales de los sentidos; mediatamente a través de medios auxiliares técnicos); e. interna (representaciones, fantasí­as, etc., en forma irreflexiva; la conciencia de sí­ mismo en forma refleja). E. extrasensorial que es el objeto hipotético de la parapsicologí­a. Se distinguen especí­ficamente entre sí­ los siguientes tipos de e.: la e. estética, la hermenéutica, la histórica, la mí­stica, la personal, la religiosa, la (pre)cientí­fica, etc. E. significa también el conocimiento adquirido por el trato inmediato y el sentido de la realidad, a diferencia de un externo “saber de libros”. Esa e. puede lograrse por un esfuerzo intencionado; un poder orientado a disponer en el futuro por un dominio hábil de diversos sectores de la vida; otras veces se trata de una intuición recibida más casualmente (la vivencia de algo que nos sucede). Precisamente aquí­, a pesar de toda posibilidad de disponer, aparece clara la apertura de toda e. a lo imprevisto y nuevo, aunque no totalmente inesperado. La e. obtenida históricamente, en lo relativo al contenido inmediato que ella atestigua por sí­ misma, no puede transmitirse o representarse externamente.

II. Desarrollo histórico y sistemático
Para Aristóteles la e. ciertamente está ligada a la presencia inmediata de lo particular, pero sólo una multiplicidad de recuerdos repetidos engendra el conocimiento de una única e., que es semejante a la “ciencia” (¿Trc.aTeµn) y al “arte” (séXvn). Toda e. es la diferenciación de un indeterminado saber previamente poseí­do, que en la inducción debe confirmarse como algo verdaderamente universal (la inducción no es, pues, una generalización accesoria de hechos coleccionados). Ya el hecho singular está bajo la luz de un conocimiento universal. Ciertamente Aristóteles no conoce, a diferencia de la edad moderna, una e. contrapuesta al pensamiento, sino que para él el pensamiento es la e. perfecta de los objetos determinados por él mismo bajo todos los aspectos; pero en cuanto a la e. le pasa inadvertida su propia unidad y ella permanece entregada y ligada totalmente al “arte”, al obrar y al saber, es sólo un momento material (“fuente”) encaminado a la consecución de una ciencia fija y más amplia. El método transcendental de Kant llevó a descubrir los constitutivos de la e., los cuales son más amplios que todo lo dado en ella. En el conocimiento empí­rico penetran elementos que proceden de nosotros mismos. La experiencia sólo es posible en virtud de ciertos principios sintéticos a priori. Las categorí­as ayudan sólo a formular los fenómenos y a leer la experiencia. En cuanto el “método experimental” de Kant parte de que “la razón sólo conoce lo que ella misma produce, según su propio esbozo”, en virtud de esta revolución copernicana del pensamiento también se esclarece mejor un rasgo fundamental del moderno experimento cientí­fico, pues sólo en el experimento logrado se confirma si la “naturaleza” se somete al pensamiento. El experimento se produce metódicamente por la fijación del horizonte dentro del cual se inicia la observación y el ente es inducido a manifestarse, no con todos sus aspectos, sino bajo una determinada perspectiva y bajo el único aspecto que interesa; a esa operación sigue la identificación de este “objeto” con la ley o el hecho universal a que pertenece como caso particular. El procedimiento consciente según un método fijado significa sin duda una desnaturalización y descomposición de la cosa originaria y del mundo vital que le pertenece. Por esto mismo la investigación empí­rica no es simplemente una mera reproducción de la “realidad”. En primer lugar hay que descubrir metódicamente los hechos, ya que éstos llevan consigo una interpretación también en el estadio precientí­fico. El resultado de la investigación, intersubjetivamente controlable, y despojado en lo posible de los factores subjetivos, conduce a una inevitable alienación de la “cosa”. Aunque el empirismo moderno incluye un afán muy marcado de disciplina intelectual (limitación, carácter transitorio del saber) y de “inducción” (apertura, desprendimiento de sí­ mismo, sentido de la realidad), sin embargo, aun reconociendo la necesidad de la “civilización cientí­fica”, no puede ignorarse la prioridad del mundo vital.

La experiencia recibe una nueva dimensión en la primera época del -> idealismo alemán. La conciencia, que antes viví­a en la oposición de sujeto y objeto, se desprende de todo lo objetivo para realizar la exigencia práctica, radicada en el yo infinito, de la inmediatez de la autocontemplación. Esta se produce por la libertad, y con ello es – puesto que lo incondicionado nunca puede hacerse “objeto” – la experiencia más inmediata (“visión intelectual”). Como el único acto de la conciencia de sí­ mismo, hallándose necesariamente en una lucha infinita por las actividades opuestas, no puede realizarse en un momento, sino únicamente a través del desarrollo de las acciones particulares; de ahí­ se desprende como consecuencia “una historia transcendental del yo”, “una historia pragmática del espí­ritu humano”. La e. sólo llega a sí­ misma a través de la historia. Hegel abre esta experiencia, excesivamente orientada hacia la reflexión subjetiva, a la confrontación concreta con la realidad histórica. La vida del espí­ritu no consiste en encerrarse en sí­ mismo, sino precisamente en conocerse en lo “otro”, en hallar lo propio dentro de lo extraño, en disolver la dureza de lo positivo y reconciliarlo consigo. Tal trabajo histórico del espí­ritu se alimenta de la experiencia de que no hay absolutamente nada fuera de lo producido por el espí­ritu. Así­, este carácter empí­rico de la especulación ciertamente no es una vana reflexión dialéctico-formal de la propia alienación; mas no responde suficientemente al reproche de una reconciliación forzada lógicamente, pero no llevada a cabo en la realidad. La crí­tica postidealista objeta que la experiencia no se deja traducir sólo a problemas de conciencia o que no termina en conceptos o en juicios (cf. la “praxis” marxista).

La -> fenomenologí­a de Husserl y de Heidegger en su primera época, frente a todas las construcciones libres, a los hallazgos casuales y a la aceptación de conceptos sólo aparentemente legitimados, busca un retorno desde la verdad secundaria del juicio a la evidencia de la intuición en la experiencia inmediata. El “conocimiento intuitivo es el entendimiento, que se propone precisamente elevar la razón al estadio del entendimiento” (Husserl). La e. no es mera descripción de los hechos inmediatos, sino que, en la exclusión de falsas opiniones previas, en la eliminación de prejuicios que permanecen ocultos y en el retorno crí­tico a la concepción del mundo sedimentada en el lenguaje usual, se hace evento el verdadero testimonio de ser sobre sí­ mismo en su inmediatez real, que evidentemente incluye siempre nuestra relación a los fenómenos. Así­ la fenomenologí­a, rechazando el objetivismo, intenta traer explí­citamente a la conciencia el “mundo vital” (“natural”), para alcanzar el terreno originario de la e. La crí­tica hecha a Husserl apunta ante todo a que él pone la e. transcendental como obra de la subjetividad, ve el momento constitutivo puramente en la posición activa del ser (a pesar de toda su insistencia en los momentos de pasividad), y con ello desconoce la originalidad constitutiva de una experiencia transcendental, la cual está antes de toda división en objeto y sujeto. Como apertura siempre histórica del sentido de mundo y de verdad, previamente a toda actividad del conocimiento y a todo empirismo, dicha e. transcendental es a la vez suma potencialidad (receptividad, “pasividad”) y suma actividad del hombre, pues éste debe resistir la inmensa amplitud y profundidad del ámbito desde el cual pueden salirle al encuentro los entes y puede llamarlo y transformarlo una exigencia de sentido. Para Heidegger la e. es “una búsqueda sin anticipaciones, una búsqueda a la que corresponde un puro hallar”. Esa e., que no es construida por su sujeto y tampoco es abstraí­da a partir de los entes, abre el camino hacia una realidad que como tal sólo se revela en esta e. misma. La subjetividad no puede entenderse simplemente como contraposición a la objetividad, pues semejante concepto de subjetividad serí­a a su vez objetivista.

A la esencia de la e. pertenece también su apertura interna a ulteriores experiencias. Una e. progresiva logra un mejor conocimiento de su saber anterior; la nulidad de intentos vanos que descubre la e. y la negatividad de experiencias dolorosas implican una fecundidad peculiar; la perfección de la e. consiste en la apertura adogmática para nuevas experiencias y no en la certeza, asegurada por todos los lados, del saber absoluto, donde la conciencia y el objeto coinciden absolutamente. La fuerza del pensamiento de Hegel radica en que él piensa la -> dialéctica especulativa desde la esencia de la e., y el lí­mite de esta filosofí­a de la reflexión está en la asunción de una posición que, ya en su punto mismo de partida, ha sobrepasado la e. en su historicidad interna: como poder irresistible de una razón imperecedera y de sus principios. Mientras la e. sea entendida solamente como un momento hacia la formación de un sistema cerrado de conceptos o hacia una pura teorí­a, quedará suprimida su propia movilidad y apagada su propia productividad y fuerza de transformación. Puesto que la e., por su misma esencia, desenmascara siempre conceptos vací­os y desbarata anteriores esperanzas, abre un espacio cada vez mayor de lo realmente experimentable y, enseñando con ello al hombre, lo lleva al reconocimiento de un ámbito de la existencia que jamás puede cerrarse. Por primera vez, en este escuchar seguro aprende propiamente el hombre; él procura, p. ej., expresar su e. en palabras nuevas y no desvirtuadas.

Sigue siendo un problema fundamental la relación de la e. así­ entendida con la verdadera ->reflexión. Esta es necesaria, pues penetra con su mirada la génesis y estructura de la e. y con ello mina la seguridad siempre problemática de la praxis de la vida. Y, además, sólo ella puede rechazar las falsas pretensiones de la e., evitando que ésta sea confundida con un sentimiento arbitrario o con una opinión oscura. Ciertamente la reflexión está siempre condenada a ser accesoria, pero con la mirada distanciada que ella dirige hacia atrás desarrolla una extraordinaria fuerza crí­tica, a la que toda e. debe someterse hasta cierto grado. La preeminencia de la e. se ha puesto de manifiesto. Pero serí­a deplorable que se estableciera una oposición irreconciliable entre la reflexión y la e., entre la e. normal y la cientí­fica. La relación entre ambos polos requiere urgentemente un esclarecimiento.

III. El concepto de experiencia en la teologí­a
La legitimidad y la dignidad teológicas del concepto de e. en la forma esbozada no dejan lugar a dudas (cf. -> acto religioso, –> experiencia religiosa). Resaltemos aquí­ algunos aspectos claves: 1) la importancia salví­fica de una verdad teológica sólo se puede mostrar suficientemente preguntando por la receptividad del hombre para ella. La verdad de Dios es también la verdad del sentido de nuestra existencia, de modo que en medio del scandalum crucis del mensaje cristiano puede y debe esclarecerse la relación interna entre el misterio de la -> revelación y el de nuestra -> existencia humana. 2) La esencia plena de lo religioso y de la fe teológicamente no puede fundarse sólo en la e. y en su certeza, pues la realidad de la fe, ofrecida y dada gratuitamente, como acción de Dios en el hombre es más profunda y amplia que la esfera refleja de la e. concreta. La e. por su esencia es limitada. 3) La radicación de todo enunciado inmediato o cientí­fico de fe en la e. religiosa y en el ámbito de lo -> santo, de cara a un mundo que se ha hecho “profano”, debe mostrarse siempre con una hermenéutica propia, para conservar la peculiaridad inconfundible de la fe como tal y para oponerse al abuso de la ideologí­a y al de las tendencias crí­ticas frente a ésta. El uso teológico del concepto de e. requiere todaví­a importantes investigaciones. Cf. también -> empirismo.

BIBLIOGRAFíA: R. Lenoble, Essai sur la notion d’expérience (P 1943); W. Stegmüller, Metaphysik, Wissenschaft, Skepsis (W 1954); G. Picht, Die E. der Geschichte (F 1958); G. Siewerth, Das Sein und die Abstraktion (Sa 1958); M. Müller, Expérience et Histoire (Lv 1959); A. Gehlen, Vom Wesen der E.: Antropologische Forschung (Reinbek 1961); H. U. v. Balthasar, Herrlichkeit I (Ei 1961) 211-290 296 ss; W. Strolz (dir.), Experiment und E. (Fr – Mn 1963); Th. W. Adorno, Drei Studien zu Hegel (F 1963); M. Heidegger, Hegels Begriff der E.: Holzwege (F 41963. 105-192; K. v. Fritz, Die ánaywyi bel Aristoteles (Mn 1964); O. Muck, A priori, Evidenz und E.: Rahner GW I 85-96; St. Strasser, Phanomenologie und E.wissenschaft vom Menschen (B 1964); Rahner III 103-108 (Sobre la experiencia de la gracia); H. U. Hoche, Nichtempirische Erkenntnis (Meisenheim 1964); J. Wahl, L’expérience métaphysique (P 1965); H. G. Gadamer, Wahrheit und Methode (T 21965); H. Bouillard, Logique de la foi (P 1964), J. Habermas, Zur Logik der Sozialwissenschaften: PhR (1967) fasc. 5; M. Müller, Traszendentale Erfahrung (en preparación); J. Echarri, Dualismo de experiencia y teorí­a de la fí­sica, Pensam. 9 (1953) 29-45; Id., ¿Se da experiencia metafí­sica? Pensam. 10 (1954) 83-88; F. de Urbina, Conocer por experiencia, “Ciudad de Dios” 165 (1953) 253-282; E. Gilson, La unidad de la experiencia filosófica (1960); J. Marí­as, Experiencia de la vida (1960); A. de Waelhens, La philosophic et les expériences (La Haya 1961).

Karl Lehmann

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

En un sentido amplio, este término incluye todos nuestros procesos conscientes. Así definida, encierra el sentido, de la percepción, sentimientos, memoria, recuerdos, conocimiento, prejuicio, ilusiones, esperanzas, temores, creencias, etc. El denominador común para éstos es el sentimiento de conciencia personal, una conciencia que reside en la vida subjetiva de una persona.

Un desarrollo sistemático del énfasis sobre la experiencia es la metodología del empiricismo, que sostiene que todo el conocimiento proviene de la experiencia. Los empíricos generalmente han limitado la experiencia a la experiencia sensual y afirman que el único conocimiento válido es (a) el que se adquiere a través de los cinco sentidos, o (b) que recurre a los cinco sentidos para verificación.

El empiricismo ha tenido por décadas la última palabra en muchos asuntos. Por lo tanto debía esperarse que sus posibilidades exploraran el área de la religión. Los religiosos empiricistas sostienen que todas las ideas religiosas brotan de la experiencia. Ellos mantienen que la creencia en Dios resulta de una «teología de testimonio» que es distinta de una teología especulativa.

Algunos pensadores han estado dispuestos a ampliar la definición de experiencia como para incluir tales experiencias como los planteamientos místicos por sí mismos; otros han derivado a la experiencia moral como la fuente de todas las ideas. Los religiosos romanticistas pretendieron explicar el origen de la religión en términos de los tipos especiales de sentimientos experimentados por el hombre: p. ej., el sentimiento de dependencia (Schleiermacher) o el sentimiento de temor ante la presencia de la cualidad «numinosa» del universo (Otto).

El cristianismo histórico ha entendido que el término «experiencia cristiana» significa la recepción consciente del ministerio de la gracia divina en la vida del alma. El estudio de la experiencia cristiana se ha visto con mucha frecuencia envuelto en la investigación de los fenómenos de la conversión.

BIBLIOGRAFÍA

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Harold B. Kuhn

HERE Hastings’ Encyclopaedia of Religion and Ethics

Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (248). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología