GRACIA

v. Amor, Bondad, Compasión, Favor, Gracias, Misericordia
Gen 39:21 Jehová estaba con José .. y le dio g en
Exo 3:21 daré a este pueblo g en los ojos de los
Num 11:11 ¿y por qué no he hallado g en tus ojos
Deu 33:16 la g del que habitó en la zarza venga
Rth 2:10 ¿por qué he hallado g en tus ojos para
1Sa 16:22 David .. pues ha hallado g en mis ojos
Est 5:2 cuando vio a la reina .. ella obtuvo g ante
Psa 45:2 la g se derramó en tus labios; por tanto
Psa 84:11 sol y escudo .. g y gloria dará Jehová
Pro 1:9 adorno de g serán a tu cabeza, y collares
Pro 3:4 hallarás g y buena opinión ante los ojos
Pro 3:22 y serán vida a tu alma, y g a tu cuello
Pro 13:15 el buen entendimiento da g; mas el
Pro 31:30 engañosa es la g, y vana la hermosura
Ecc 10:12 las palabras .. del sabio son llenas de g
Dan 1:9 puso Dios a Daniel en g .. con el jefe de
Hos 14:4 los amaré de pura g; porque mi ira se
Zec 4:7 sacará .. con aclamaciones de: G, g a ella
Zec 11:7 dos cayados: al uno puse por nombre G
Zec 12:10 derramaré .. espíritu de g y de oración
Mat 10:8 sanad .. de g recibisteis, dad de g
Luk 1:30 porque has hallado g delante de Dios
Luk 2:40 el niño crecía .. la g de Dios era sobre él
Luk 2:52 Jesús crecía .. en g para con Dios y los
Luk 4:22 las palabras de g que salían de sus labios
Joh 1:14 vimos su gloria .. lleno de g y de verdad
Joh 1:16 de su .. tomamos todos, y g sobre g
Joh 1:17 la g y la verdad vinieron por .. Jesucristo
Act 4:33 abundante g era sobre todos ellos
Act 7:10 y le dio g y sabiduría delante de Faraón
Act 7:46 halló g delante de Dios, y pidió proveer
Act 13:43 a que perseverasen en la g de Dios
Act 15:11 por la g del Señor Jesús seremos salvos
Rom 1:5 por quien recibimos la g y el apostolado
Rom 3:24 siendo justificados gratuitamente por su g
Rom 4:4 no se le cuenta el salario como g, sino
Rom 4:16 es por fe, para que sea por g, a fin de que
Rom 5:2 tenemos entrada por la fe a esta g en la
Rom 5:15 abundaron .. g .. por la g de un hombre
Rom 5:17 reinarán en vida .. los que reciben la .. g
Rom 5:20 el pecado abundó, sobreabundó la g
Rom 5:21 así también la g reine por la justicia para
Rom 6:1 ¿perseveraremos .. para que la g abunde?
Rom 6:14 pues no estáis bajo la ley, sino bajo la g
Rom 11:6 y si por g, ya no es por obras; de otra
Rom 12:6 diferentes dones según la g que nos es
Rom 16:24; 2Co 13:14 la g de nuestro Señor
1Co 15:10 pero por la g de Dios soy lo que soy
2Co 1:15 ir a .. para que tuvieseis una segunda g
2Co 4:15 que abundando la g por medio de muchos
2Co 6:1 a que no recibáis en vano la g de Dios
2Co 8:1 os hacemos saber la g de Dios que se ha
2Co 8:9 conocéis la g de nuestro Señor Jesucristo
2Co 9:8 hacer que abunde entre vosotros toda g
2Co 12:9 ha dicho: Bástate mi g; porque mi poder
Gal 2:21 no desecho la g de Dios; pues si por la
Gal 5:4 los que por la ley .. de la g habéis caído
Eph 1:7 perdón de .. según las riquezas de su g
Eph 2:7 abundantes riquezas de su g en su bondad
Eph 2:8 por g sois salvos por medio de la fe, y
Eph 3:8 me fue dada esta g de anunciar entre los
Eph 4:7 a cada uno .. fue dada la g conforme a
Eph 4:29 sea buena .. a fin de dar g a los oyentes
Eph 6:24 g sea con todos los que aman a nuestro
Phi 1:7 todos .. sois participantes conmigo de la g
1Ti 1:14 g de nuestro Señor fue más abundante
2Ti 2:1 esfuérzate en la g que es en Cristo Jesús
Tit 2:11 la g de .. manifestado para salvación
Tit 3:7 que justificados por su g, viniesemos a ser
Heb 4:16 y hallar g para el oportuno socorro
Heb 12:15 alguno deje de alcanzar la g de Dios
Heb 13:9 buena cosa es afirmar el corazón con la g
Jam 4:6 Dios resiste a los .. y da g a los humildes
1Pe 1:13 esperad por completo en la g que se os
1Pe 3:7 como a coherederas de la g de la vida
1Pe 4:10 como buenos administradores de la .. g
1Pe 5:12 que esta es la verdadera g de Dios, en la
2Pe 3:18 creced en la g y el .. de nuestro Señor
Jud 1:4 convierten en libertinaje la g de nuestro


Gracia (heb. jên, jesed; gr. járis). Los términos originales significan “favor” o “bondad”, especialmente si no ha sido ganada ni merecida. El término hebreo se encuentra con frecuencia en el AT en frases como: “Halle yo ahora gracia en tus ojos” (Gen 30:27; Exo 33:13 ). Tales expresiones se usan repetidamente como una fórmula de cortesí­a al dirigirse a Dios o a una persona. En la mayorí­a de los casos en el AT, la palabra significa sencillamente “favor”, sin ninguna implicación filosófica o teológica. Sin embargo, el concepto de gracia del NT como amor salvador de Dios hacia los pecadores, no está ausente en el AT, pero esta idea se expresaba más aproximadamente por el heb. jesed, traducido con frecuencia como “misericordia” (Psa 17:7; 40:11; Isa 63:7; Jer 16:5; etc.) e ilustrada en la experiencia de los santos veterotestamentarios. Adán y Eva recibieron una promesa de salvación a pesar de su desobediencia (Gen 3:15), y se les proveyó una protección fí­sica (v 21); Noé fue salvado de la destrucción general producida por el diluvio (6:8; 7:1); Abrahán fue elegido, a pesar de sus imperfecciones, para mantener vivo el conocimiento de Dios (12:1); Moisés fue preparado para el liderazgo por instrucción y conducción divinas especí­ficas (Exo 3:10; Israel fue escogido por Dios y pacientemente enseñado durante siglos de indocilidad, por ser pueblo (Psa 135:4; etc.). Los profetas continuamente describieron el amor fiel de Dios en su trato con su nación rebelde (Psa 92:2; Isa 54:10; Jer 9:24; Hos 2:19; Jon 4:2; etc.). El AT no sólo revela el desagrado de Dios por el pecado, sino también su paciencia y su amor por los pecadores, y la gracia provista para su salvación. Le toca, sin embargo, al NT desarrollar y proclamar la plenitud de la gracia divina, “pues la ley por medio de Moisés fue dada, pero la gracia y la verdad 501 vinieron por medio de Jesucristo” (Joh 1:17). El principal exponente de la doctrina de la salvación por gracia es Pablo. Su tesis es que la salvación es el resultado, no de la ley o libros o la nacionalidad, sino del favor divino otorgado libremente y por la fe humana. “Por gracia sois salvos por medio de la fe” (Eph 2:8). Pablo describe una de las bendiciones del evangelio como la “entrada por la fe a esta gracia en la cual estamos firmes” (Rom 5:2). La gracia es la mano de Dios que baja a la tierra. La fe es la mano del hombre que se extiende hacia arriba para asir la de Dios. La dinámica de la salvación es la gracia divina. El ha establecido que su gracia esté disponible para todos los hombres de todas las nacionalidades y condiciones de vida de todos los tiempos. Pero la fe es la que se apropia de ella (Eph 4:7; Tit. 2:11). Pablo sabí­a que la gracia de Dios era la fuerza dinámica de su propia vida: “Pero por la gracia de Dios soy lo que soy; y su gracia no ha sido en vano para conmigo, antes he trabajado más que todos ellos; pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo” (1Co 15:10). Su aprecio por ella se revela en que la incluye en el saludo y la conclusión de todas sus epí­stolas (Rom 1:7; 16:20; 1Co 1:3; 16:23; 2Co 1:2; 13:14; Gá. 1:3; 6:18; Eph 1:2; 6:24; Phi 1:2; 4:23; Col 1:2; 4:18; 1Th 1:1; 5:28; 2Th 1:2; 3:18; 1 Tit 1:2; 6:21; 2 Tit 1:2; 4:22; Tit. 1:4; 3:15; FLam_3, 25). Pedro y Juan siguen un esquema similar (1Pe 1:2; 2Pe 1:2; 3:18; 2 Joh_3; Rev 1:4; 22:21). Por medio de la gracia Dios llama a los hombres a su servicio (Gá. 1:15, 16), y es su operación la que influye sobre los hombres para que respondan al llamado de Dios (Act 20:32). Ella conduce a los hombres al arrepentimiento (2 Tit 2:25) e imparte fe (Rom 12:3; Heb 12:2). Fue traí­da a los hombres por medio de Jesucristo (Rom 5:15) e imparte consolación y esperanza (2Th 2:16). El trono de Dios no sólo es un sí­mbolo de juicio y de poder, sino también de gracia (Heb 4:16). Gracia y Ataduras. Nombres simbólicos dados a 2 cayados (Zec 11:7, 14): el 1º representa el misericordioso pacto de Dios con su pueblo; y el 2º, la hermandad entre Judá e Israel. Al quebrar los cayados (vs 10, 14) se representaba la cancelación del pacto y la disolución de la unión entre los 2 pueblos.

Fuente: Diccionario Bíblico Evangélico

(heb., hen; gr., charis). Término utilizado por los escritores bí­blicos con una considerable variedad de significados:
( 1 ) Propiamente dicho, aquello que da gozo, placer, deleite, encanto, dulzura, hermosura;
( 2 ) buena voluntad, bondad, misericordia, etc.;
( 3 ) la bondad de un amo hacia un esclavo. Por lo tanto, por analogí­a, gracia ha llegado a significar la bondad de Dios para con el hombre (Luk 1:30). Los escritores del NT, al final de sus diversas epí­stolas, suelen invocar el favor y la gracia de Dios sobre sus lectores (Rom 16:20; Phi 4:23; Col 1:19; 1Th 5:28). Además, frecuentemente se usa la palabra gracia para expresar el concepto de la bondad dada a alguien que no la merece, por ende favor inmerecido, especialmente aquel tipo o grado de favor otorgado a los pecadores por Jesucristo (Eph 2:4-5). Por lo tanto, la gracia es aquel favor inmerecido de Dios para con el hombre caí­do por el cual, por amor de Cristo —el unigénito del Padre, lleno de gracia y verdad (Joh 1:14)— ha provisto la redención del hombre. Desde la eternidad ha determinado ofrecer su favor a todos los que tienen fe en Cristo como Señor y Salvador.

La relación entre la ley y la gracia es uno de los temas principales de los escritos de Pablo (Rom 5:2, Rom 5:15-17; Rom 8:1-2; Gal 5:4-5; Eph 2:8-9). La gracia es el medio o instrumento por el cual Dios ha efectuado la salvación de todos los creyentes (Tit 2:11). La gracia también es la influencia sustentadora que permite que el creyente persevere en la vida cristiana (Act 11:23; Act 20:32; 2Co 9:14). También se usa como señal o prueba de la salvación (Act 1:5). Los humildes reciben un don especial de gracia (Jam 4:6; 1Pe 5:5). Gracia también puede referirse a la capacidad de recibir la vida divina (1Pe 1:10). También puede significar un don de conocimiento (1Co 1:4) y acción de gracias o gratitud expresada por un favor (1Co 10:30; 1Ti 1:1-2).

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

Gratis, hermosura: (gracioso), regalo, don inmerecido, gratis. todos estos significados tiene la palabra “gracia” en la Biblia, que se menciona más de 1,000 veces, Rom 3:24, Sal 45:3 : (2), Efe 2:8, Jua 4:10, Luc 1:30.

I- LA GRACIA DE DIOS.

– Dios es el Dios de toda la gracia, y el trono de Dios es “el trono de la gracia”, 1Pe 5:10, Heb 4:16.

Dios es amor, y amar es dar, y Dios nos ha dado gratis todo lo que tenemos, material y espiritua: El cuerpo, el alma, los padres, amigos, aire, sol, rosas. nos da otras muchas cosas a través de otros hombres, o animales, o los peces a través del mar, o los frutos a través de los árboles. y no sólo nos da el ser, todo lo que somos y tenemos, sino que nos regala también la “salvación” a través de su Hijo, con el poder del Espí­ritu Santo, Jua 3:16, Rom 3:23-24, 1Pe 1:2.

– Jesucristo está “lleno de gracia y de verdad” en Jua 1:14, y nos sigue diciendo San Juan en esa maravillosa introducción de su Evangelio, que “de su plenitud, recibimos todos gracia sobre gracia, y que la gracia y la verdad vino por Jesucristo”: (Jua 1:16-17).

En Jesús, como hombre, “la gracia de Dios estaba en E1”, “y crecí­a en gracia delante de Dios y de los hombres”: (Luc 2:40, Luc 2:52).

El término “plenitud”, o “lleno” es relativo en la Biblia, lo mismo que un vaso y un cántaro pueden estar “llenos” de agua, pero el cántaro tiene más, así­ Jesús está “lleno del Espí­ritu Santo” en Luc 4:1, con distinta capacidad que Esteban en Hec 7:55, o Bernabé en Hec 11:24, o la Virgen Marí­a en Luc 1:28, Luc 1:30.

– La palabra “kejaritomene”: (lleno de gracia”, “colmado de gracia”, o “muy favorecido”), aparece tres veces en la Biblia: En Efe 1:6, refiriéndose a Dios, en Jua 1:14, y en Luc 1:28, refiriéndose a la Virgen Marí­a. El “lleno de gracia” de Jua 1:14 y de Hec 6:8, son de la misma raí­z, pero no es “kejaritomene”. Y, la verdad, es que la traducción “muy favorecida” de Luc 1:28, es muy pobre, comparada con la de “llena de gracia”, o “colmada de gracia”.

2- LA GRACIA SANTIFICANTE
Es la gracia de Dios que nos santifica, y es meollo de todo el Evangelio de Cristo, que es el Evangelio de la gracia de Dios: (Heb 4:16, Jua 3:16).

La “gracia santificante” es “el don de Dios” de Jua 4:10, “la perla preciosa” o “el tesoro escondido” de Mat 13:44, es lo más grandioso que puede recibir y poseer una persona humana: Es el don sobrenatural que Dios nos da gratis, por su misericordia, para nuestra salvación. ¡Es Dios mismo que se nos da!, y viene a nosotros, convirtiéndonos en morada del Padre y del Hijo y templos del Espí­ritu Santo: (Jua 14:23, Jua 14:17, 1Co 3:16), y nos hace santos, hijos de Dios, participantes de su naturaleza y herederos del Cielo, co-herederos con Cristo: (Rom 3:24, Jua 1:12, 2Pe 1:4, Rom 8:15-17).

La vida cristiana en su totalidad está resumida en la gracia de Dios; aparte de ella, simplemente no existe.

– Por la gracia somos elegidos, llamados, hechos justos, santificados y salvados: (Rom 11:5, Gal 1:15, Rom 3:23-24, Tit 3:7, Efe 2:5, Efe 2:8).

– Es totalmente gratis, lo mismo que el corazón o las manos, con la diferencia que la tenemos que “aceptar”, “recibir”, Rev 22:17, Jua 1:12. y la recibimos en el Bautismo, por la fe en Jesucristo, Rom 6:14, Gal 3:16, Col 2:12.

– Es todo lo que necesitamos, la gracia, que en la flaqueza llega al colmo el poder, 2 Cor.l2:9.

– Somos libres para aceptarla o rechazarla, 2Co 6:1-2.

– Se pierde por el pecado, Stg 1:15, Rom 5:15.

– Se recupera por el arrepentimiento y la confesión, Jua 20:23, 1Jn 1:9.

– Se puede aumentar: (2Pe 3:18), y se aumenta con los Sacramentos, especialmente con la Confesión y la Eucaristí­a: (1Jn 1:9, Jua 6:48-58, 1Co 11:29-30.

Vino por Cristo y es dada por Cristo: Jua 1:17, Rom 5:15, I Cor.1:4.

Es maravillosa: Grande, soberana, rica, eminente, variada, suficiente para todo, abundante para todo, gloriosa: (Hec 4:33, Rom 5:21, Efe 1:7, Efe 2:7, 2Co 9:14 1Pe 4:10, Efe 1:6). Los ministros son distribuidores de la gracia: Rom 12:3, 0, 1Co 3:10, 1Co 4:1, Gal 2:9, Efe 3:7.

La Gracia y la Ley.

– El cristiano no está ya bajo la Ley, sino bajo la gracia, por tanto el pecado no tiene poder contra él, Ro.6.

14.

– Aquél que quiere ser hecho justo por la Ley, pierde la Gracia, Gal 5:4, Gal 2:21.

– La Ley dice, “págalo todo”; mientras la Gracia dice “todo esta pago”.

– La Ley significa un trabajo que debe hacerse; la Gracia es una labor hecha por Cristo para nosotros.

– La ley restringe las acciones; la Gracia cambia la naturaleza, nos hace partí­cipes de la de Dios.

– La Ley condena; la Gracia justifica.

– Bajo la Ley, una persona es como un esclavo que trabaja por salario, para ganarse el Cielo; bajo la Gracia es un hijo de Dios, dueno de la casa, que disfruta la herencia.

(Ro. caps.3 a 8; Ga. Caps.2 a 5, Ef.2.).

La Gracia y el Espí­ritu Santo: El Espí­ritu Santo es ese “don de Dios” que nos manda el Padre por los méritos de la cruz de Cristo: (1Pe 1:2, Jua 4:10, Jua 4:14, Jua 7:37, Hec 2:38).

Por obra del Espí­ritu de Dios: (Ro.8.

14), o de Cristo: (Hec 8:9), el que cree en Cristo: (Gal 3:2, Efe 1:13) es lavado, justificado, y santificado: (1Co 6:11, 2Te 2:13), nace de nuevo: (Tit 3:5), convirtiéndose en una nueva criatura: (Gal 6:15, 2Co 5:17, Heb 8:10-12, Eze 36:2529), y es hijo y heredero de Dios: (Rom 8:14-17, Gal 4:4-7).

El Espí­ritu Santo es ese don de Dios de Jua 4:10, Hec 2:38, Rom 5:5, que se nos da por Dios totalmente gratis: (Gal 3:2, Efe 1:13), cuando creemos en Cristo y nos bautizamos: (1Co 6:11, Tit 3:5-7, Rom 6:4, Hec 2:38), y obra en el cristiano la vida eterna: (Hec 5:22, Hec 6:8).

San Pablo exhorta a los creyentes a que posean el Espí­ritu, a que caminen en El, y a que no lo contristen: (Gal 5:16, Gal 5:25, Efe 4:30).

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

http://biblia.com/diccionario/

Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

Palabra que encierra varios significados relacionados con las ideas de favor, benevolencia, agradecimiento y beneficio. El término griego es caris, de donde †œcarismático† quiere decir un don otorgado por pura benevolencia. Las palabras hebreas que más se acercan al concepto de caris en el AT son hen (o chen), hesed (o chesed) y ratsón.

Hen da la connotación de ser acepto sin tener merecimiento y por pura benevolencia del que acepta. Así­, en medio de una generación pervertida, †œNoé halló g. ante los ojos de Jehovᆝ (Gen 6:8). La expresión se ve en las palabras de Moisés: †œAhora, pues, si he hallado g. en tus ojos, te ruego que me muestres ahora tu camino, para que te conozca, y halle g. en tus ojos† (Exo 33:13). La idea que este término transmite es de una superación de la distancia entre aquel que es poderoso y aquel que es débil, y de que la iniciativa parte del primero.

Hesed generalmente se traduce como misericordia, en porciones como Gen 39:21 (†œPero Jehová estaba con José, y le extendió su misericordia…†). En otras porciones, aunque no se utilizan estos términos hebreos, la idea está presente. Como cuando Dios dice en Oseas: †œYo sanaré su rebelión, los amaré de pura g.† NBE lo traduce así­: †œ… los querré sin que lo merezcan†.

Ratsón se utiliza para señalar aceptación o buena voluntad, como en Isa 60:10 (†œ… porque en mi ira te castigué, mas en mi buena voluntad tendré de ti misericordia†). Es la misma idea que se presenta en Luc 2:14, cuando los ángeles cantan: †œÂ¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!†
señalar que la palabra caris expresa varias ideas distintas en la cultura griega. Según el contexto: a) habla de la actitud de un hombre o de un dios para inclinarse a actuar benevolentemente; b) señala también al favor mismo que esa actitud concede; c) apunta hacia la belleza que se produce en el donante como consecuencia de ambas cosas. (Hay que recordar que la palabra griega está relacionada en sus orí­genes con los personajes mitológicos llamados las Gracias, que eran las que se suponí­a otorgaban las gracias o el garbo.) d) Se usa también para indicar la gratitud por el don recibido. e) En términos ético-jurí­dicos, los griegos usaban la palabra, además, para significar condonación de una deuda, o que se le perdona la vida a alguien.

Caris aparece unas ciento treinta y seis veces en el NT, de las cuales unas ciento cinco están en las epí­stolas de Pablo. El apóstol usa el término para expresar el concepto de la acción decisiva que Dios realizó al buscar la salvación del hombre por medio de la encarnación y muerte de su Hijo. Este concepto lo contrapone al del intento humano de buscar la salvación por medio de las obras de la ley. Al hacer esto va poniendo un frente a los otros dos grupos antitéticos de ideas. Por un lado, la g. de Dios, el don, la justicia de Dios, la fe, la sobreabundancia, el evangelio, la elección, etcétera. Y por el otro, la ley, la idea de recompensa, el pecado, las obras, la justificación propia, la jactancia, la sabidurí­a carnal, y cosas similares. El resultado final siempre apunta a enfatizar que la salvación es obra de Dios y que la iniciativa no puede surgir del hombre muerto en sus delitos y pecados (Rom 3:24; Rom 4:4-16; Rom 5:1-21; Rom 6:1-17; Rom 11:5-6; 2Co 4:15; 2Co 6:1; 2Co 8:1; Gal 1:6; Gal 2:21; Gal 5:4; Efe 1:6-7; Efe 2:5-9; Col 1:6; 2Te 2:16; 1Ti 1:14; Tit 2:11).
contraposición de la ley y la g. no es solamente del apóstol Pablo, sino de todo el NT. Juan la introduce al principio de su Evangelio (†œPues la ley por medio de Moisés fue dada, pero la g. y la verdad vinieron por medio de Jesucristo† [Jua 1:17]). Así­ se discutió en el †¢Concilio de Jerusalén, donde Pedro dijo: †œ¿Por qué tentáis a Dios, poniendo sobre la cerviz de los discí­pulos un yugo que ni nuestros padres ni nosotros hemos podido llevar? Antes creemos que por la g. del Señor Jesús seremos salvos, de igual modo que ellos† (Hch 15:10-11). El uso principal del término g. está relacionado, entonces, con la soteriologí­a, con la doctrina de la salvación. Y Pablo lo enseña indicando que sale de la voluntad soberana de Dios como un regalo, un don inmerecido para el hombre, que lo recibe por fe. Es con ese sentido como utiliza las frases †œg. de Dios†, †œg. en Cristo† o †œg. de nuestro Señor Jesucristo†. En el NT el Señor Jesús mismo es la g. de Dios personificada †œY aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de g. y de verdad† [Jua 1:14]), pues por medio de él Dios logra para el hombre la posibilidad de salvación. Este aspecto es esencial en el mensaje del NT.
én usa el NT la palabra g. para indicar un don de Dios mediante el cual habilita a una persona para actuar por encima de sus condiciones y circunstancias naturales. Así­, aunque la condición sea de flaqueza, Dios capacita al creyente para sobreponerse a ella y aun hacer cosas que no se supone que pueden salir de un origen débil. El apóstol Pablo confesaba que tení­a †œun aguijón† en su carne y que habí­a pedido a Dios que se lo quitara, pero recibió la respuesta: †œBástate mi g; porque mi poder se perfecciona en la debilidad† (2Co 12:9).

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

tip, DOCT

ver, LEY

vet, Uno de los términos más usados en la Biblia. En el NT (gr. “charis”) aparece más de 170 veces. Tiene diversos sentidos. En plural expresa gratitud. (A) Atracción, encanto: “La gracia se derramó en tus labios” (Sal. 45:2); “graciosa gacela” (Pr. 5:19); “engañosa es la gracia, vana es la hermosura” (Pr. 31:30). “Crecí­a en sabidurí­a y en estatura, y en gracia” (Lc. 2:52). (B) Bienquerencia, favor: cp. la expresión heb. tan frecuente, “hallar gracia a los ojos de alguien” (Gn. 18:3; 33:10; 47:29; Hch. 2:47; 7:10). Las iglesias de Macedonia pidieron insistentemente el privilegio (la gracia) de poder participar en la colecta (2 Co. 8:4). “Sea vuestra palabra siempre con gracia” (Col. 4:6). (C) Beneficio, bendición: “… toda la verdad (gracia) que has usado para con tu siervo” (Gn. 32:10). “De su plenitud tomamos todos, y gracia sobre gracia” (Jn. 1:16). “Las misericordias (gracias) fieles a David” (Hch. 13:34). “A mí­… me fue dada esta gracia” (Ef. 3:8). “Toda buena dádiva (gracia) y todo don perfecto desciende de lo alto” (Stg. 1:17). (D) Agradecimiento, expresión de gratitud: de donde vienen las expresiones “acción de gracias” (Lv. 3:1; Sal. 26:7; 2 Co. 4:15; Col. 2:7; 1 Ti. 2:1, etc.) y “dar gracias” (Lc. 18:11; Jn. 11:41; Ro. 1:8; 2 Co. 1:11, etc.). El término “eucaristí­a” que se aplica a la cena hace precisamente alusión a las acciones de gracias por las que comenzó Jesús (Lc. 22:17, 19; 1 Co. 11:24). El hábito de “dar gracias al comenzar una comida” se basa en las instrucciones y en los ejemplos precisos de las Escrituras (Mr. 8:6; Lc. 24:30; Hch. 27:35; Ro. 14:6; 1 Co. 10:30-31; 1 Ti. 4:4). (E) La expresión “Marí­a llena de gracia” proviene de un error de traducción de la Vulgata en Lc. 1:28. En este pasaje aparece el participio pasado pasivo de “charitoõ”, que significa recibir con gracia, revestir de gracia. Reina-Valera traduce “muy favorecida”. Las versiones católico-romanas, naturalmente; siguen la lectura de la Vulgata. Cp. en cambio el mismo verbo en Ef. 1:6: “su gracia, con la cual nos hizo aceptos en el Amado”. Además, el ángel le sigue diciendo a Marí­a: “Has hallado gracia delante de Dios” (Lc. 1:30), y ella misma, en el cántico llamado Magn¡ficat, dice: “Mi espí­ritu se regocija en Dios mi Salvador” (Lc. 1:47). Así­, ella tení­a necesidad de gracia y de salvación, y lo reconocí­a con gozo y humildad (lo cual Jesús nunca habrí­a hecho, cp. Jn. 8:46). Ella es “bendita entre las mujeres”, pero es contrario a las Escrituras pretender que sea inmaculada, sin pecado y fuente de todas las gracias.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

[415]

Don divino que nos hace hijos de Dios y herederos del cielo. Es el estado de amistad con Dios, lo que significa unión.

En la teologí­a cristiana y en la catequesis es un concepto clave y básico, centro de intensa reflexión pastoral y eje de toda acción educativa. (Ver Justificación 6. Ver Sacramentos 4.1)

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

Don de Dios

Llamamos “gracia” a la acción salví­fica de Dios en el ser humano y en toda la historia. Pero, de modo especial, son “gracia” los dones gratuitos de Dios, que nos hacen hijos suyos, partí­cipes de su misma naturaleza y herederos de la vida eterna (cfr. Rom 8,14-17; 1Pe 1,3-4). La gracia es son “sobrenatural”, en cuanto que es iniciativa gratuita de Dios y sobrepasa la capacidad y exigencias de toda criatura. Se llama gracia “santificante”, en cuanto que es un don que nos hace partí­cipes de la santidad de Dios. Es siempre más allá de nuestra “experiencia”, pero se puede conocer “por sus frutos” de caridad (Mt 7,20).

Cuando San Pablo usa la palabra “gracia” (xaris), se refiere a este don de Dios “La gracia de nuestro Señor Jesucristo”, por la que se nos manifiesta “la caridad de Dios”, que es “comunicación del Espí­ritu Santo” (2Cor 13,13). De este modo, “el amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones, en virtud del Espí­ritu Santo que nos ha sido dado” (Rom 5,5). Por la gracia, estamos llamados a la plena comunión con Dios, uno y trino, en el cumplimiento escatológico del más allá. Es un proceso permanente de “divinización” (por participación de la vida divina) que introduce en la inhabitación trinitaria.

La gracia “justifica” y “diviniza” al ser humano

Este amor es de donación “gratuita”, es gracia que justifica al hombre y le “diviniza”, como decí­an los Santos Padres; es fuente de “vida eterna” o vida divina (cfr. Jn 3,16). Desde que el hombre salió de las manos amorosas de Dios, todo su ser quedó impregnado de vida divina, orientado hacia Dios Amor. El pecado del primer hombre estropeó estos planes maravillosos de Dios. Por la muerte y resurrección de Cristo, Dios nos hace recuperar “con creces” aquellos dones (Rom 5,20). La gracia comunicada por Cristo es la reintegración (“apocatástatis”) del hombre caí­do, obrada por Cristo y realizada por El Espí­ritu Santo.

Cuando decimos “justificación” nos referimos a la gracia en cuanto que nos santifica, es decir, nos purifica de los pecados y nos comunica “la justicia de Dios por la fe en Jesucristo” (Rom 3,22). Ello tiene lugar principalmente por el bautismo. Esta justificación ha sido merecida por el misterio pascual de Cristo, y requiere la cooperación libre del hombre. “Los méritos de nuestras buenas obras son dones de la bondad divina” (CEC 2009).

La gracia es siempre participación en la vida divina, por Cristo, en el Espí­ritu Santo (cfr. Ef 2,18). Pero debido a sus frutos y efectos, se habla de “gracia habitual” o estado de gracia (CEC 1999-2000), que es la vida de caridad como participación de la misma vida divina. Algunos teólogos la describen como “hábito” o cualidad permanente, salvo que se pierda por el pecado grave. Hay gracias especiales que se reciben por los sacramentos (gracias sacramentales) (CEC 2003). También hay dones especiales que se llaman “carismas” del Espí­ritu Santo (cfr. 1Cor 12) para servir en la comunidad. Dios nos comunica sus luces y mociones (gracias actuales) (CEC 2000). Las gracias que se reciben para cumplir las responsabilidades y ministerios en la Iglesia, se llaman “gracias de estado” (CEC 2004)

A la luz de esta donación divina sobrenatural, descubrimos que todas las cosas son “gracia” o expresión de esta donación y amor. Todo es don y “gracia”, pero de manera diversa. Dios se manifiesta por medio de la creación y de la historia. Pero ha querido comunicar al hombre, desde el principio, su misma vida divina. La “naturaleza” del hombre no podí­a vislumbrar ni menos merecer tal privilegio. A partir de este amor y elección de Dios, todo lo humano se diviniza para participar en la misma vida de Dios. “Nos hizo merced de preciosos y sumos bienes prometidos, para que por ellos os hagáis partí­cipes de la divina naturaleza” (2Pe 1,4).

Gracia y naturaleza

Se puede hablar de “humanismo sobrenatural” (cristiano), en cuanto que todo el ser del hombre queda “bautizado” o “injertado” en Cristo (cfr. Rom 6,1-6). La gracia supone la naturaleza y la perfecciona sin destruirla (cfr. Santo Tomás, I,1-2). La gracia respeta y hace posible la libertad, salva la identidad, sana el desorden y las limitaciones, eleva al hombre a nivel de hijo de Dios por participación en la vida divina (cfr. 1Jn 5,1ss). Hay que apreciar la gracia (sin caer en el “maniqueí­smo” de despreciar la naturaleza); y hay que apreciar también la gracia por encima de toda la naturaleza (sin caer en el “pelagianismo” que confunde la gracia con la naturaleza).

La “gracia” no es una cosa, sino el mismo Dios que se nos comunica, transformándonos en él. La gracia es la misma acción y vida divina que dispone nuestro ser para participar en Dios. Se hace relación honda, desde lo más profundo del ser humano, transformado por la acción divina. Dios se nos da capacitándonos para hacernos donación. A esta “vida nueva” (Rom 6,4) los cristianos la llamamos vida de “gracia”, porque es “don” de Dios. A partir de esta donación y “gracia” de Dios, nuestra vida ya puede hacerse donación, como imitación y participación en el amor de Dios (cfr. Jn 13,34; 1Jn 4,7-13).

Por Cristo y en el Espí­ritu, Dios Padre nos hace partí­cipes de su misma vida. La presencia de Dios se hace donación amorosa. El Padre se nos da como Padre del Hijo, haciéndonos “hijos en el Hijo” por obra del Espí­ritu Santo. Propiamente, el mismo don de Dios es el que hace que el hombre responda libremente, de modo creativo y responsable, desde el comienzo de su existir hasta el final. Pero al hombre le queda también la posibilidad de cerrarse en sí­ mismo y decir que “no” a la gracia y al amor de Dios.

Salvación universal

La gracia de Cristo ha inaugurado una nueva creación y, por tanto, una nueva relación del hombre con Dios. “He venido para que tegan vida y la en plenitud” (Jn 10,10). “Nosotros sabemos que Jesús vino a traer la salvación integral, que abarca al hombre entero y a todos los hombres, abriéndoles los admirables horizontes de la filiación divina” (RMi 11).

En Cristo, descubrimos “el don de Dios” (Jn 4,10), la “gracia”, como “misterio oculto desde los siglos en Dios”, que debe comunicarse “por medio de la Iglesia” a todos los hombres (cfr. Ef 3,6-10). Por esto la “gracia” es la esencia del cristianismo y la razón de ser de la Iglesia, como comunidad convocada para anunciar a todos los pueblos los planes salví­ficos de Dios. La gracia es el “corazón” del mensaje cristiano para toda la humanidad. Marí­a, la “llena de gracia” (Lc 1,28), es el modelo y la ayuda materna para que podamos para vivir y comunicar la gracia divina.

Referencias Antropologí­a, bautismo, caridad, carismas, comunión de los santos, Cuerpo Mí­stico, Espí­ritu Santo, espiritualidad, Inhabitación, filiación divina participada, sacramentos, santidad, virtudes.

Lectura de documentos LG 50; SC 61; DV 5; GS 17; AG 13; RMi 11; CEC 1987-2029.

Bibliografí­a M.M. ARAMI, Vive tu vida (Barcelona, Herder, 1978); J. AUER, El evangelio de la gracia (Barcelona, Herder, 1975); CH. BAUMGARTNER, La gracia de Cristo (Barcelona, Herder, 1969); R. BERZOSA, Como era en el principio. Temas clave de antropologí­a teológica (Madrid, San Pablo, 1996); V.Mª CAPDEVILA I MONTANER, Liberación y divinización del hombre, (Salamanca, Sec. Trinitario, 1984); J. ESQUERDA BIFET, Dame de beber. Dios en el corazón del hombre (Barcelona, Balmes, 1991); M. FLICK, Z. ALSZEGHY, El evangelio de la gracia, Antropologí­a teológica (Salamanca, Sí­gueme, 1971); P. GALTIER, La gracia santificante (Barcelona, Herder, 1964); L.F. LADARIA, Teologí­a del pecado original y de la gracia ( BAC, Madrid, 1993); J.H. NICOLAS, Les profondeurs de la grâce (Paris, Beauchesne, 1969); G. PHILIPS, Inhabitación trinitaria y gracia (Salamanca, Sec. Trinitario, 1967); K. RAHNER, , La gracia como libertad (Barcelona, Herder, 1972); H. RONDET, La gracia de Cristo (Barcelona, Estela, 1966); A. ROYO MARIN, Somos hijos de Dios, Misterio divino de la gracia ( BAC, Madrid, 1977); M.J. SCHEEBEN, Las maravillas de la gracia (Bilbao, Desclée, 1963); E. SCHILLEBEECKX, Cristo y los cristianos, gracia y liberación (Madrid, Cristiandad, 1982); M. SCHMAUS, Teologí­a dogmática. La gracia divina (Madrid, Rialp, 1959) V.

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

DJN
 
Gracia es fundamentalmente el amor de Dios, que se da por pura benevolencia, sin mérito alguno por parte del que lo recibe; significa también el testimonio de este amor, la gracia o favor hecho a alguien (Lc 2,52; 4,22), el cual por eso “halla gracia” (Lc 1,30); significa, por fin, el atractivo o la belleza obrada por el mismo favor en el agraciado, que es prenda de nueva gracia. Las tres significaciones se dan en el saludo del Angel a Marí­a (Lc 1,28). Toda la obra salvadora de Dios es una gracia de su amor, y expresamente sus dones más señalados. En el A. T., la promesa, la Alianza, la Ley, todo es gracia. La obra de gracia se consuma en Jesús, que es el don sustancial de Dios, su mismo Hijo dado a los hombres. Por eso la gracia es El mismo, que, a su vez, está lleno de gracia y nos da gracia (Jn 1,14.16). Su obra entera es una pura gracia: el Evangelio, por el que actúa la fuerza salvadora de Dios; el mismo ministerio apostólico que lo proclama, y, sobre todo, el Espí­ritu Santo y su actuación, que es el don primordial de Jesucristo (Jn 14,16-17; 15,26; 16,13-15).

Al hombre se le exige la fe en Jesucristo, es decir, la aceptación de su fe gratuita (Jn 3,36; 5,24; 6,47; 11,26); sin fe no hay salvación posible (Jn 3,36; 8,24). La salvación nos viene por la fe y no por las obras de la Ley, aunque las obras no se excluyen, pues se habla de una fe viva, informada por la caridad. Pero el principio de la salvación es la gracia, un don gratuito, como gratuito es también el don de la fe. A la gracia de Dios debe corresponder en el hombre una continua acción de gracias, como nos enseña Jesús (Mt 15,36; 26,27; Mc 8,6; 14,23; Lc 6,35; 18,11; 22,17.19; Jn 6,11.23; 11,14). Esta acción de gracias se resume y se cumple en plenitud en la Eucaristí­a, que es “acción de gracias”. Se comprende que la gracia y la paz sean un deseo, que tanto se repite en el N. T., sobre todo en las cartas de San Pablo (Rom 1,7; 1 Cor 1,3 2 Cor 1,2; Gál 1,3; Ef 1,2).

E. M. N.

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret

(-> amor, fe, perdón). Todas las religiones contienen una experiencia de gracia: el descubrimiento de que la vida es don, un regalo que los hombres y mujeres no merecen. La Biblia israelita ha destacado de un modo especial la experiencia de la gracia, que aparece vinculada al perdón y a la elección*, a la liberación del éxodo y de un modo especial al despliegue del amor*, como han destacado los profetas. En esa lí­nea destaca el Deuteronomio, que es una meditación sobre la gracia de Dios tal como ha venido a expresarse en la historia israelita. De todas formas, un tipo de judaismo ha podido poner más de relieve la exigencia de la Ley, que los hombres han de cumplir como una obligación, destacando la importancia de las obras de los mismos hombres (sus méritos), más que la gracia de Dios. Así­ lo ha sentido san Pablo cuando afirma que los griegos buscan sabidurí­a y los judí­os se fijan en las obras (1 Cor 1,22), corriendo así­ el riesgo de entender la religión como algo que ellos hacen y merecen con sus fuerzas. En ese contexto, la renovación del cristianismo se entiende como experiencia y despliegue de gracia.

(1) Jesús, profeta de la gracia. Jesús no ha formulado el tema de un modo teórico, pero todo su evangelio, que es buena nueva de la salvación mesiánica, se entiende como un despliegue de gracia. En esa lí­nea deben situarse los aspectos básicos de su mensaje (amor* al enemigo, perdón, superación del juicio) y de su vida (curaciones*). Los primeros cristianos han interpretado la muer te de Jesús y su resurrección como experiencia de gracia. Pero algunos, en lí­nea judeocristiana, han vuelto a situar esa experiencia en el contexto de la una ley judí­a más centrada en las obras y méritos del hombre que en la gracia. Contra ellos se ha elevado Pablo.

(2) Pablo, teólogo de la gracia. Estrictamente hablando, Pablo no ha inventado nada, sino que se ha limitado a sacar las consecuencias de lo que se hallaba contenido en el mensaje de la vida y de la pascua de Jesús. Pero lo ha hecho con tal radicalidad que podemos entenderle como el verdadero fundador de la gracia, en sentido teológico. Esta es su mayor aportación, no sólo al conjunto de la Biblia y del cristianismo, sino incluso a la cultura humana: nadie como él habí­a presentado la experiencia de Dios y el sentido de la vida como gracia. Sólo por eso se le puede presentar como uno de los mayores creadores de la historia de la humanidad. Dios no se sitúa en el nivel de la necesidad (no es obligación, imposición, ni destino). La relación del hombre con Dios (es decir, con lo más profundo de su vida) no es tampoco obligación, ni experiencia legal: no es un doy para que me des, no es un equilibrio entre lo que se hace y lo que se merece. El Dios de Jesús es gracia: no impone obligaciones, no somete a los hombres a un tipo de rituales religiosos que ellos deben cumplir, como si fueran súbditos suyos. El Dios de Jesús sitúa la vida de aquellos que escuchan y acogen su mensaje en un nivel de pura gratuidad: no somos justos por nuestra justicia, sino porque Dios nos ha justificado (Rom 3,24). La gracia es algo previo, anterior a lo que hagamos; no depende de nuestra respuesta, sino del don de Dios, que nos ama sin que tengamos para ello mérito alguno (cf. Rom 11,6).

(3) Gracia y paz. Esta experiencia de la gratuidad de la vida define según Pablo el cristianismo. No es fácil mantenerse en la gracia, fundando en ella la vida de la Iglesia. Por eso, muchas veces los cristianos han interpretado el mensaje de Pablo de un modo espiritualista, volviendo a crear un sistema de leyes morales y rituales, que siguen teniendo a los hombres sometidos. En contra de eso se han elevado una y otra vez los grandes intérpretes de Pablo, entre los que podemos citar a Lutero y a san Juan de la Cruz, volviendo a situar el mensaje de Jesús y la vida de la Iglesia en su contexto de gracia. En este sentido siguen siendo básicos los encabezamientos de las cartas paulinas que vinculan la gracia de Dios con la paz rnesiánica: “Gracia y paz a vosotros de parte de Dios nuestro Padre y del Kyrios Jesucristo” (cf. 1 Cor 1,3; Rom 1,7; 2 Cor 1,2; Gal 1,3; 1 Tes 1,1; Flp 1,2). Ciertamente, en algunos momentos, la gracia de Dios y de la vida de los cristianos ha podido quedar amenazada por un tipo de legalismo que les pone en manos del talión y la venganza. Pero tanto el mensaje de Jesús como la experiencia pascual de los primeros cristianos entienden la presencia de Dios y la vida de los hombres como despliegue de una gracia original que les conduce a la paz definitiva.

Cf. X. PIKAZA, Antropologí­a bí­blica, Sí­gueme, Salamanca 2006.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

SUMARIO: I. Fundamentos: 1. Noción y problemática; 2. En el Antiguo Testamento; 3. En el Nuevo Testamento.-II. El caminar de la historia: 1. Santos Padres; 2. El Occidente; 3. Escolástica; 4. Las Rupturas; 5. Recuperación.-III. Reflexión sistemática: 1. Dios y el hombre; 2. Categorí­as fundamentales del cristianismo; 3. Gracia creada e increada; 4. Deificación y santidad cristiana.

I. Fundamentos
1. NOCIí“N Y PROBLEMíTICA. El concepto de gracia es amplio y complicado, ya que bajo la palabra gracia subyace la riqueza de la experiencia religiosa y de la fe cristiana como encuentro y relación entre el hombre y Dios.

Ya en griego y latin gracia reune en sí­ varias realidades, a veces dispares. Gracia puede ser benevolencia, amor, placer, belleza,… El mismo problema aparece en las lenguas modernas. Reina aquí­ una polisemia amplia.

Cuando gracia se aplica a la relación entre Dios y el hombre la comprensión de la misma dependerá de la comprensión de Dios y del mismo hombre. De ahí­ que la riqueza de matices sea imnumerable y en el estudio de la tradición cristiana los acentos pueden ser dispares aún diciendo materialmente las mismas palabras. Caso tí­pico será la interpretación de san Agustí­n en los tiempos de la Reforma y del Jansenismo.

Para este tema, y en este caso, al acercarnos a la comprensión cristiana de la gracia hemos de partir del concepto de Dios que está detrás de las preocupaciones doctrinales o experiencias religiosas de la historia de la Iglesia.

Partimos de la experiencia fundante: Cristo y los discí­pulos e inmediatos sucesores. Veremos algunos asuntos fundamentales en la historia de la doctrina acerca de la gracia para buscar una orientación general hoy. De ell encontramos tres puntos crí­ticos que son los quicios de la teologí­a cristiana.

Del olvido de la unidad de creación y salvación aparece la oposición en gracia y libertad, entre Dios y el hombre. Se inicia en la disputa pelagiana, permanece hasta hoy en los pensadores y cristianos de Occidente. Podemos llamarle la dimensión teológica de la gracia.
Del olvido de la experiencia sacramental de la primera Iglesia se rompe unidad en el individuo para vivir gozosamente la gracia. Aparece en la historia con las cuestiones acerca de la predestinación, la relación de las obra buenas y la caridad, la experiencia de gracia en el individuo. Podemos llamarle la dimensión cristológica de la gracia: el ser en Cristo. Con ello tenemos todo el problema de asumir lo histórico en la gracia como historia de salvación cuyo autor es Dios en Cristo.

Del olvido de la comunidad, el grupo de los creyentes, surge el excesivo individualismo y cosismo en el tratamiento de la gracia y en su vivencia; en teologí­a es todo el problema de la inhabitación trinitaria, del Espí­ritu, de l Iglesia. Podemos llamarle la dimensió pneumatológica de la gracia en el cristianismo.

Especial importancia tiene el s. XIX. Por un lado la escuela de Tubinga y por otro la escuela romana realizan una recuperación de la primitiva unidad de la comprensión de la fe: Dios y el hombre no son competidores sino personas llamadas al encuentro y a la comunión. Esto se ve en el renovado interés de esa época por la Iglesia, la gracia increada, la inhabitación trinitaria, el deseo del sobrenatural… Fructificará esta renovación en Blondel, de Lubac, etc. ya en pleno siglo XX.

2. EN EL ANTIGUO TESTAMENTO. Cuando buscamos el concepto de gracia en el AT nos topamos con múltiples aspectos y gran riqueza de vocabulario, ya que no tenemos un equivalente exacto de la palabra gracia.

Se nos habla de Dios que se inclina al hombre con misericordia (Núm 6, 24), que es fiel y se acerca con ternura (Is 14, 1; 49, 15). Dios activo bendice al hombre, se complace en él, le perdona, le conduce a un futuro feliz….

El tema de la gracia en el AT se halla unido al tema de Dios autor de la creación y la regeneración de los hombres.

Lo que nosotros llamamos gracia de Dios en el Yahvista podemos encontrarlo y subsumirlo como bendición y elección (Gén 12, 1-3). El Deuteronomio acentuará la benevolencia y la alianza (Dt 27-28). En el profeta Oseas destaca al amor y la alianza renovada (Os 2, 16-25). Isaí­as subraya la promesa y la restauración de la amistad y fidelidad de mano del mesí­as (Is 9, 1-6; 11, 1-5; 42, 6). Jeremí­as insiste en la amistad í­ntima de Dios hacia el hombre y la renovación de la alianza Qer 31, 33). Ezequiel acentuará la complacencia de Dios en el hombre (hesed, hen en hebreo, cf. Ez 36, 24-28). Muchos otros temas y textos podrí­amos aducir.

Desde esta primera luz en Israel vemos que la gracia se une a la salvación. Mirando al pasado se recuerda la elección y el éxodo. Mirando al futuro aparece la fidelidad y amistad de Dios hacia la consumación de Israel: llegar a ser en plenitud pueblo de la alianza. Las actuaciones de Dios, elección, alianza y promesa, se concretan como bendición.

Podemos destacar dos aspectos generales. El primero es la benevolencia de Dios que por gracia elige a Israel y le ofrece salvación en su amistad. Podemos decir: Dios pone su corazón en el hombre.

Un segundo aspecto del comportamiento de Dios es su dinamismo. El hebreo no piensa tanto en sustantivos cuanto en verbos: la persona que actúa, en este caso Dios. Los comportamientos de Dios que podemos llamar gracia son ante todo acciones y acontecimientos en Dios y en los hombres.

3. EN EL NUEVO TESTAMENTO. En el anuncio y actuación de Jesús se nos presenta un Dios de gracia, que ofrece salvación: el reinado de Dios se ha acercado a vosotros (Mc 1, 15). Esta proclamación en acción (curaciones cfr Mc. 6, 56; exorcismos cfr. Mc 3, 22; reunión de seguidores cf. Mc 1, 17) implica el amor, la benevolencia y la gratuidad de Dios hacia el hombre.

Los acentos de los diversos evangelistas presentan matices. Mateo hablará de la dicha y la bendición (Cf. Mt 5, 2 ss. y 25, 31 ss). Este don de Dios se traduce en perfección, que retoma la exigencia de santidad del Leví­tico (Cf. Mt 5, 48).

Lucas, por su parte, insistirá en la misericordia como calificativo de la actuación de Dios (Cf. Lc 15) que conlleva la misma respuesta en el hombre (Lc 6, 36). El comportamiento de Jesús para con el hombre es hoy de salvación y gracia que realiza lo antiguo.

Un primer aspecto que hemos de destacar es la unidad de creación y salvación que aparece en el evangelio como misterio de la gracia de Dios. Con esto la teologí­a cristiana ha caracterizado la acción de Dios como gracia y bajo este concepto ha subsumido los demás.

Al acercarnos a Pablo nos encontramos con parejas de conceptos: gracia y fe (Rom 4, 16), gracia y paz (Rom 1, 7), gracia y justificación (Rom 5, 20). Todo ello acontece en Cristo, para vivir en Cristo (cf. 2 Cor 5, 17). Qumrán habí­a unido misericordia y ley. Pablo rompe esta unidad para unir Cristo y gracia. Romanos y Gálatas marcan esto al afrontar la justificación del hombre con independencia de la ley (Gál 2, 16). Esto es el acontecimiento de la gracia.

El actuar de Dios para Pablo se caracteriza como gracia. Recoge el pensar judí­o cuando resalta su carácter dinámico. La gracia no es, por tanto, en Pablo, una cualidad de Dios sino que es acontecimiento de Dios para el hombre (Cf. Rom 3, 24; 5, 15 ss.). A la luz del capí­tulo 8 de Romanos descubrimos esa actuación de gracia en su carácter escatológico, de consumación y plenitud”. En este sentido se relaciona la gracia con el amor y la paz de Dios y de Cristo (cf Rom 1, 7; 1 Cor 1, 3; 2 Cor 13, 13).

En Pablo, desde la experiencia evangélica, el ser cristiano aparece unido a la filiación respecto al Padre (Cf. 1 Tes 1, 3; 3, 13). También es vivir en Cristo (Cf. Rom 6, 3; Gál 3, 28; Flp 1, 23). En la historia del hombre se traduce como vida según el Espí­ritu (Cf. Rom 8) que distribuye dones y carismas (1 Cor 12) a los hijos.

La mentalidad bí­blica pone al hombre en relación con Dios, quien lleva la iniciativa del encuentro de gracia, que abarca desde la creación hasta la consumación. la menesterosidad y pecado de los hombres se ponen a la luz de la actuación salvadora (Cf. Rom 1-3)
Esta experiencia -acontecimiento en la historia del hombre- aparece como trinitaria: “La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espí­ritu Santo…” (2 Cor 13, 13). Esto mismo nos muestra el texto final del enví­o en Mt 28, 18-20: bautismo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espí­ritu Santo. La vida humana como historia queda í­ntimamente trabada con Dios; la historia humana es, por la fe y la acción de Dios, acontecer de gracia (Cf. Mt 11, 25-27; Lc 10, 21-22). Es salvación de Cristo y en Cristo.

Estos acento aparecen en el cuarto evangelio: se nos conduce a la relación con el Padre y el Hijo. A través de Jesús viene la gracia, salvación y vida eterna. Por la fe en el Hijo acontece el nuevo nacimiento (Jn 3) y la vida en comunión con el Padre y el Hijo (Jn 14-16). Este acontecer de la gracia es revelación de la gloria que conduce a la fe y al paso del mundo a Dios, a la vida eterna. Todo ello arraigado en la misma filiación del Hijo que da a conocer al Padre (Cf. prólogo de Juan).

En Juan aparece claramente una insistencia en Cristo que marca todo elacontecer de salvación como gracia: la fe en él, en él está la vida, él manifiesta la gloria, él es el camino, la verdad, la vida….

Desde la experiencia neotestamentaria viene la posesión eclesial de la certeza de la gracia de Dios en Cristo, y el don del Espí­ritu unido a la fe. Este acontecer de la gracia se realiza en el bautismo y en la vida cristiana por la fe, la esperanza y el amor, tal como Pablo señala. Así­ la escolástica pudo estudiar y tematizar la relación entre gracia, virtudes y dones.

Las cartas deuteropaulinas y apostólicas presentan al hombre transformado en Dios: “para que os hiciérais partí­cipes de la naturaleza divina” (2 Pe 1, 4).

El acontecimiento de Cristo señala el acontecimiento de la gracia de Dios en la historia. De modo especial queda señalado y celebrado en la última cena y la celebración eucarí­stica de la Iglesia: vida de Jesús entregada como acontecer del reino y donación de Dios’. Esta concentración cristológica aparece especialmente en Cirilo de Alejandrí­a.

II. El caminar de la historia
1. SANTOS PADRES. Los primeros escritores y Padres de la Iglesia viven las certezas que nacen de la experiencia del NT. El misterio de la gracia es anunciado en la predicación y presencializado en el bautismo y la eucaristí­a.

Esto es la actuación de la gracia que introduce a los hombres en relación con Dios, en Cristo por el don del Espí­ritu y en la comunidad eclesial que vive la urgencia misionera (Cf. Didajé VII).

En la crisis del gnosticismo Ireneo insitirá en el misterio de comunión y unidad que acontece en la gracia como transformación del hombre. Este dinamismo aparece reflejado en múltiples textos: “Por esto el bautismo, nuestro nuevo nacimiento, tiene lugar por estos tres artí­culos, y nos concede renacer a Dios Padre por medio de su Hijo en el Espí­ritu Santo. Porque los portadores del Espí­ritu de Dios son conducidos al Verbo, esto es, al Hijo, que es quien los acoge y los presenta al Padre, y el Padre les regala la incorruptibilidad. Sin el Espí­ritu Santo es pues imposible ver al Verbo de Dios y sin el Hijo nadie puede acercarse al Padre, porque el Hijo es el conocimiento del Padre y el conocimiento del Hijo se obtiene por medio del Espí­ritu Santo”.

Los testimonios de la primera Iglesia apuntan a ese misterio dinámico y de unidad que parte de Dios hacia el hombre para hacerle partí­cipe de su vida.

Todo ello no acontece sin lucha, sin tensión, donde queda de manifiesto la distancia y la diferencia: el hombre no es Dios, pero la llamada y la gracia realizan este cambio por Cristo y el Espí­ritu. Así­ vivieron los primeros cristianos su piedad, su transformación, su lucha y en el fondo: el misterio de la gracia como expansión y cambio del hombre por la fe.

Ya desde Ireneo, siguiendo por Tertuliano y Orí­genes, se comienza a usar el argumento que Atanasio, Hilario y Capadocios usarán: si el Hijo y el Espí­ritu no son Dios no tenemos salvación. Esto muestra la í­ntima trabazón entre la teologí­a y la economí­a, entre la gracia y el misterio de Dios. La filiación de Cristo y nuestra filiación como acontecer en el Espí­ritu se hallan trabados. Esta unidad queda manifestada en la teologí­a de los Padres especialmente clara en los griegos.

En Oriente el tema de la gracia queda unido -hasta hoy- a la Trinidad y la economí­a salvadora.

Cirilo de Jerusalén subrayará el misterio de la imagen y semejanza del hombre con Dios y la inhabitación del Espí­ritu Santo. Los Padres Capadocios resaltan la unión sustancial con el Padre por el Hijo en el Espí­ritu Santo. Gregorio de Nisa acentúa la unión con Cristo, Basilio la santificación que actúa el Espí­ritu.

El transfondo fundamental de los Padres y primeros siglos de la Iglesia es el convencimiento que el destino del hombre es Dios: en el Padre, Hijo y Espí­ritu Santo encuentra el ser humano su realización y transcendencia. Precisamente éste es el misterio de la gracia tanto en su carácter de don como de regalo gratuito.

Para solucionar una explicitación de la relación Dios y hombre, o cómo traducir en concreto la presencia del Dios trinitario, el Oriente ha desarrollado el tema de las energí­as increadas. Son como el reflejo en el ser humano de la misma gloria y luz divina. Estas energí­as nos transmiten la presencia de Dios. Sin confundir Dios con el hombre se da una presencia í­ntima y personal de la misma Trinidad, no de tipo causal. De algún modo es la explicitación de lo que Occidente ha llamado gracia increada.

Otro aspecto que no debemos pasar por alto dentro del profundo sentido de unidad de creación y salvación, y de í­ntima relación Dios-hombre es la dimensión sacramental y eclesial del misterio de la gracia. Ya hicimos referencia a Cirilo de Alejandrí­a. Pero es tema en casi todos ellos.

2. EL OCCIDENTE. El ambiente de Occidente será distinto al de Oriente. En un principio subyacen en los autores y en la piedad latina las mismas formas que entre los griegos. Hacia el final del siglo IV comienza un cambio de clima y entramos en la crisis pelagiana. Agustí­n marcará el pensamiento a parttir de entonces, aunque muy unilateralemnte tomado desde la controversia que vivió.

Agustí­n parte de las certezas cristianas fundamentales: la relación con el Dios trinitario (véase su De Trinitate), de la transformación del hombre desde Dios, de la relación con Cristo y la eclesialidad.

Durante largos años se ocupará de la gracia. Dos problemas concretos le acucian. Por un lado el destino de los niños bautizados, muertos antes de haber hecho ningún acto consciente de caridad. Por otro, el problema del pelagianismo: si el hombre pone algo propio de su parte para responder a la salvación. Es el dilema que atravesará la teologí­a de occidente hasta casi nuestros dí­as: libertad o gracia, Dios o el hombre.

Dos aspectos centrales podemos destacar en Agustí­n. Son para tener en cuenta en las variadas respuestas y matices que ofrecerá a lo largo de su vida. Primeramente no se ha de olvidar la experiencia de conversión del santo ,y su lucha por buscar y hacer el bien. El vivió la experiencia de la gracia que sale al encuentro y cambia al hombre. Este punto de partida personal junto con las antiguas certezas de la Iglesia constituyen el trasfondo de sus doctrinas. En un segundo lugar nos encontramos en repetidos textos como Agustí­n tematiza el deseo del hombre que busca y anhela salvación y plenitud. El corazón inquieto necesita de la gracia -presencia y auxilio- de Dios para encontrarse en unidad y plenitud porque sólo desde Dios se puede entender al hombre.

Desde estos dos puntos de partida ve al hombre llamado a participar de la misma vida de Dios, ser hijo en el Hijo, imagen y semejanza del Dios trinitario. “Dios quiere hacerte Dios por donación””. Aquí­ se inscribe la gracia que pone en el corazón del hombre el deseo, delectatio en Dios.

Así­ aparece clara la defensa de la gracia que hace Agustí­n en contra del pelagianismo. Este se hallaba preso en el dilema entre gracia y libertad. Agustí­n hace valer la primací­a de la gracia que suscita la respuesta en el hombre. En un contexto de polémica acentuará la pecaminosidad del hombre y su imposibilidad para el bien sin el auxilio de Dios. Por eso deja traslucir en múltiples textos el sentido del agradecimiento hacia Dios.

También es preciso reconocer en el pelagianismo una confesión en la bondad de la creación y libertad del hombre como intento de respuesta cristiana a ciertas tendencias de la antigüedad.

Ante la crisis provocada por el pelagianismo el 1 de mayo del 418 se reúnen los obispos de Africa en Cartago para trazar fronteras entre la Iglesia y los pelagianos. En el canon 4 se apuntaa la gracia que nos da el don del amor, en el fondo, el deseo del hombre para ponerse en dirección hacia Dios. En el canon 5 la gracia viene a presentarse como la que cambia o transforma la libertad del hombre para el bien. Con esto los obispos quieren subrayar la primací­a de la gracia que suscita la respuesta y la búsqueda del hombre. Hay en el trasfondo de este Concilio una ruptura con la primera mentalidad de la Iglesia. Tanto Arrio como Pelagio son exponentes de un deseo nuevo de precisar la relación entre el hombre y Dios. Es como un intento del hombre como criatura.

Agustí­n percibe aquí­ un olvido de la primací­a de Dios que ofrece una salvación y plenitud total al ser humano. Parece que en el ambiente cultural de la época se ha roto la unidad de creación y redención. La Iglesia respondió como pudo para salvar esta unidad y ello desde la primací­a de la gracia.

El sí­nodo de Orange del 529 vuelve a insistir en las mismas certezas de la Iglesia. Corresponde a Cesáreo de Arlés el papel central en dicha doctrina. El sentir general de los cánones de Orange defienden la presencia de la gracia que debe ayudar y transformar la libertad y la voluntad. Esa gracia viene unida al Espí­ritu Santo. Con ello se quiere hacer valer la gracia y la cooperación del hombre que responde, pero negar la autonomí­a humana para iniciar el camino del bien. Detrás de lo que presenta el texto aparece la certeza de que es imposible para el hombre llegar a ser Dios, y si lo alcanza es por la gracia, en Cristo, actuada por el Espí­ritu Santo. Se quiere así­ rechazar el semipelagianismo y llegar a un acuerdo con Vicente de Lerins. El problema planteado era que, si todo era gracia, dónde quedaba la responsabilidad del hombre. Parece que se podí­a dejar todo esfuerzo ascético por la vida virtuosa. Los cánones de Orange II, mejor o peor, quieren salir al paso.

En los primeros siglos de la Edad Media se recogen estas certezas y se vive de ellas. El interés fundamental sigue siendo espiritual y pastoral. La gracia está presente en el hombre en el inicio y prosecución del camino de la fe. Se afirma la presencia de Dios y la unión con Cristo por la fe.

3. LA ESCOLíSTICA. Poco a poco se comienza a vislumbrar un panorama nuevo en Occidente. Los tratadistas comienzan a plantearse cuestiones y tratan de responderlas apoyados en los textos de los Padres de la Iglesia o de la Escritura.

Dentro de un afán pastoral se suscitan cuestiones sobre la relación de la fe y las obras, la inhabitación de Dios por la gracia, la cognoscibilidad del propio estado de gracia, la gracia santificante…

En un primer momento las respuestas son servidas por los textos de los antiguos, pero en un segundo momento y con el progresivo estudio de la filosofí­a, se quiere precisar el sentido de la gracia como algo que tiene el hombre. Es el momento de explicitar el ser cristiano con la ayuda de la filosofí­a.

Un ejemplo de la clásica cuestión presentada por Pedro Lombardo cuando identifica la caridad con el Espí­ritu Santo. Abelardo distinguí­a entre el don de la gracia y el don del Espí­ritu. En esta lí­nea distinguirán caridad y Espí­ritu Santo Anselmo de Laón y Gilberto de la Porré. Las ulteriores precisiones hacen la distinción entre una y otro apoyados en la filosofí­a aristotélica (así­ Simón de Torunai y Felipe el Canciller).

Esto es sí­ntoma de la dificultad teórica para explicitar la gracia creada y la gracia increada. Quizá detrás vemos el problema pneumatológico. En la primera escolástica estaba clara la orientación del hombre hacia Dios (Padre) y la unión con Cristo junto con la realidad sacramental de la Iglesia (dimensión cristológica), pero se estaba perdiendo la dimensión pneumatológica: la comunidad, la persona y las relaciones interpersonales. En contra va creciendo un concepto cosí­stico (servido por el aristotelismo) y también individual. Así­ aparece resaltado en la investigación de G. Philips
La primera escolástica logrará presentar la gracia como el influjo de Dios en los hombres de modo que su ser y actuar son fecundados de modo nuevo, y al mismo tiempo capacitados para actuar en el orden de la salvación. Pero también un exceso de un modo de explicar según los modelos de la causalidad lleva al olvido de la presencia personal de Dios en el hombre, de modo que paulatinamente se oscurece el tema de la inhabitación. Pero por otro lado han logrado presentar el hábito que produce la gracia y es como algo permanente en el hombre justificado.

La gran escolástica puede así­ trabajar en su sí­ntesis. Todos los grandes autores conservan el primer sentir de la Iglesia: el hombre está ordenado a Dios y desde éste se puede comprender; la acción de Dios viene al encuentro delhombre para transformarle y darle la vida eterna y la beatitud’. Esta transformación hace al hombre deiforme, que vuelve sobre su origen y hace reaparecer la imagen y semejanza de Dios borrada por el pecado
La gracia, en cuanto relación especial con Dios, supone presencia, encuentro y vida sobrenatural, tanto respecto al conocimiento como respecto al amor y al cumplimiento de la ley de Dios. Ella tiene la primací­a. Pero ese hábito está en la esencia del alma”. Es “consortium divinae naturae per quandam similitudinis participationem”
Esta similitud Dios-hombre queda manifestada y actuada en las virtudes teologales, como ya señalaba la tradición anterior. Tomás de Aquino responde muy inteligentemente a la cuestión de la identificación de la caridad con el Espí­ritu Santo. Actúa en las virtudes, pero respecto a la fe y la esperanza mueve a través del hábito creado en el alma; por el contrario en la caridad mueve por sí­ mismo46. Para tratar de precisar en la forma de pensar de su tiempor dirá que mana del Espí­ritu Santo “exemplariter”. Las otras actuaciones son “efficienter a tota Trinitate”47. Con esto quiere escapar del pelagianismo (la gracia viene al hombre) y del externismo (se apropia a la misma esencia del alma). Pero este hábito del alma es algo dinámico porque dice relación a Dios y al Espí­ritu Santo
El conjunto de temas sobre la gracia en la gran escolástica es amplio y mantiene un equilibrio bastante grande. Pero algo se comienza a romper cuando sintomáticamente se quiebra la unidad entre la gracia creada e increada y eso lo muestra Ricardo de Mediavilla 01308)cuando se pregunta si además del don creado (hábito) es preciso admitir un don increado.

En la escolástica tardí­a vence el estatismo y el cosismo en la concepción de la gracia y, aunque se mantienen las sentencias clásicas, el ambiente ha cambiado. Se prepara poco a poco el terreno para las crisis posteriores. Si primero se habí­a perdido la dimensión pneumatológica, en el XIV y XV se oscurece la dimensión teológica y cristológica.

4. LAS RUPTURAS. El ambiente cultural del final de la Edad Media hace que en el tema de la gracia se desarrolle una visión más estática y de alguna manera sin Dios. De ahí­ la insistencia en la gracia creada, el voluntarismo y la aceptación de Dios. Es el camino que desde Scoto y Gabriel Biel conduce hacia el XVI.

No podemos aquí­ estudiar todos los problemas que plantea el asunto de la gracia. En un primer momento se hubo de defender la gracia creada como hábito y las virtudes correspondientes. Sintomáticamente la realidad de la Iglesia y los sacramentos se ven oscurecidos y la Iglesia toma sus distancias respecto a Wiclif y Hus. No sólo la pneumatologí­a, la misma cristologí­a aparece problematizada.

Este ambiente provoca la crisis protestante. Lutero querí­a salvar la gracia y la presencia y comunión con Dios. Seguramente está presente el dilema al que hicimos referencia: o Dios o el hombre. Lutero quiere optar decididamente por Dios porque, en su pensamiento, lá teologí­a heredada ya no respondí­a a las exigencias del Dios cristiano. Contra el cosismo y estatismo Lutero tiene una concepción actualista de la gracia de Dios. A partir de esto se entiende su postura respecto a la relación de la fe con las obras y el mérito. En la escolástica primera y clásica era todaví­a una relación dinámica entre Dios y el hombre. En tiempos de Lutero se habí­a cosifrcado.

El tridentino salió al paso de la reforma trabajosamente. Evitó cuidadosa mente optar por alguna escuela y hace una defensa fuerte de la necesidad de la gracia: nosotros somos transformados. Esto contiene un momento dinámico, pero también más estático. De alguna manera se une la gracia actual con la habitual. La misma defensa de los sacramentos puede inscribirse en el sentir de la Iglesia que confiesa la salvación hecha realidad en el hombre y en la comunidad.

Sin embargo no se logra la paz. Agudamente la lucha entre la libertad del hombre y la gracia de Dios se puede ver en la disputa de Auxiliis. Báñez y su partido pretendí­an salvar la primací­a de la gracia. Pero Molina y sus seguidores optaban por rescatar la libertad humana y darle la responsabilidad que le corresponde. Las disputas en Roma se celebraron de 1589 a 1607. La teologí­a de la gracia se encuentra de lleno en un momento cultural de especial dificultad para comprender la unión y la colaboración del hombre con Dios. Siendo una disputa sobre la gracia actual es, sin embargo, una disputa sobre la concepción de la relación estrecha que puede existir entre Dios y el hombre.

Aquí­ encontramos el problema central de Occidente: cómo entender y explicitar la salvación concreta del hombre, en cuanto ser y acontecer. Lo mismo viene a suceder con Bayo, Jansenio y las disputas que se suceden. El hombre en estado de naturaleza pura -no dañada- parece no necesitar la gracia (Bayo). Aquí­ entramos de nuevo en una concepción pelagiana en el fondo, que luego pasa a un extremismo de corte agustiniano. Y como contrapartida aparece un profundo sentido pesimista del hombre ante un Dios que ya no es el Dios de gracia y salvación, que mantiene en unidad su designio por la creación y la recreación. Aunque es de justicia conceder que tanto Bayo como Jansenio quieren reorientar el deseo del hombre hacia Dios, pero no lograron ni precisión ni siquiera hacerse entender por los teólogos de su tiempo. En el fondo ambos no se encontraron a gusto ni con la gracia arrolladora de Báñez ni con la libertad bajo cautela de Molina.

En esta época vence una concepción actualista -por otro lado siempre presente en el dinamismo de la gracia de los antiguos -que oscurece el aspecto relacional y los profundos matices que podrí­an esconderse en la explicitación de la gracia increada.

Por este tiempo aparecen algunos tratadistas que desde la teologí­a bí­blica y positiva tratarán de iluminar este lado más abandonado. L. Lessio S.I. destaca que vivimos sobrenaturalemnte de la vida intratrinitaria, “per extensionem”, por el don de la gracia santificante, somo así­ propia y formalmente hijos de Dios. D. Petavio S.I. retorna los Padres griegos para explicitar que vivimos la vida de Dios en nosotros y el Espí­ritu Santo se nos da sustancialmente. Somos santos por la sustanciadel Espí­ritu Santo. En esta lí­nea de teologí­a positiva el oratoriano Thomassin destaca, dentro del tratado de la Encarnación del Verbo, que la misma sustancia del Espí­ritu Santo es quien nos santifica. Con ello están realizando estos autores una recuperación de la gracia total y sobre todo tratando de recuperar la gracia como realación ontológica entre Dios y el hombre.

Además de estos nombres hay otros muchos. Podrí­amos aquí­ hacer referencia a la mí­stica que desde el final del medievo con Ruysbroeck viene hasta san Juan de la Cruz y Francisco de Sales. En todos ellos prevalece el sentimiento vivo de la presencia de Dios en la gracia que transforma las potencias del hombre y lo hace capaz de vivir la í­ntima comunión de vida con Dios. Muy lejos están algunos manuales de teologí­a de esta fuerza.

Con la ilustración se percibe un decaimiento en la teologí­a que conduce más y más a un extrinsecismo en la concepción de la gracia.

5. RECUPERACIí“N. Queremos marcar un momento grande de recuperación que posibilitará poco a poco una comprensión mejor de la gracia en su conjunto.

J. A. Moehler, siguiendo los pasos de los primeros maestros de Tubinga, da dos pasos importantes. Por un lado intenta resituar el misterio de la Iglesia y del hombre a la luz del Espí­ritu Santo. Así­ lo muestra su libro “La Unidad”. La gracia de Dios no es un asunto entre el individuo y Dios sino que acontece en la Iglesia. Ve así­ el cristianismo desde el Espí­ritu Santo y la vida divina. Por otro lado recupera el sentido de la encarnación como momento de la explicitación de la vida divina y con ello alcanza lo que significa la historia concreta de salvación y la Iglesia. Esto aparece en su “Simbólica”. Con ello alcanza a comprender al hombre desde Dios, intentando superar el dualismo de naturaleza y gracia. Otro problema no del todo resuelto en su teologí­a es la relación entre encarnación y Espí­ritu Santo. Pero aún hoy se está trabajando en categorí­as nuevas para precisar mejor esto.

Desde aquí­ se entienden nuevos afanes por parte de otros autores. J.E.v. Kuhn, también de Tubinga, escribe sobre la gracia para vencer el extrinsecismo. Por su parte la escuela romana acomete la tarea de hacer valer el sobrenatural como algo vivo y actuante en el hombre. De alguna manera el estudio de los Padres que habí­an hecho Petavio y Thomassin fructificaban: La gracia de Dios comienza a verse por un lado dinámicamente y por otro en lo que tiene de presencia divina se quiere precisar como relación interpersonal. Magistralmente M.J. Scheeben, una vez y otra, en sus escritos vuelve al problema para precisar cómo se realiza esta unión con Dios y cómo esa unión va acompañada de la transformación y fecundación del hombre en la gracia.

Desde otros puntos de vista la situación en la Iglesia viene reflejada por el intento de M. Blondel que intenta presentar esa presencia personal y dinámica entre Dios y el hombre. La visión cristiana primitiva quiere así­ abrirse paso de nuevo: el hombre está orientado, abierto y en camino hacia Dios. De alguna manera el correr del tiempo habí­a separado y roto la unidad Dios-hombre a la que hemos hecho referencia. Desde esta unidad se quiere recuperar la libertad y la apertura. Apunta bien Blondel al señalar como puntos crí­ticos contemporáneos el extrinsecismo y el historicismo. Dios está más allá de estas alternativas: está en la raí­z como gracia.

Estos problemas los ha puesto de manifiesto y apuntado caminos de solución H. de Lubac. Por un lado intenta rescatar a Agustí­n y Tomás de unas comprensiones cerradas, tanto estáticas, como dualistas, bien entre la mentalidad jansenista o las ideas de las escuelas teológicas. Decididamente recupera el sentido de la gracia: Dios que sale al encuentro y en ese dinamismo se encuadra lo que llamamos tanto gracia actual como habitual, creada como increada.

En los últimos tiempos y después de largas discusiones acerca del tema se ha hecho un silencio sobre la gracia. Pero al mismo tiempo se ha realizado una recuperación más profunda desde una mejor explicitación del misterio trinitario y una precisión del tema de la encarnación y la pneumatologí­a. Aun sin embargo queda trabajo por realizar. No podemos recorrer más hitos en el camino de la historia. Únicamente señalaremos la recuperación dentro del protestantismo para una mejor comprensión de la gracia. K. Barth es el más representativo. Pero al mismo tiempo hemos de señalar que su rechazo de la filosofí­a para tematizar la fe lleva quizá a una falta de precisión y cierto sentido cerrado de la elección divina.

III. Reflexión sistemática
1. DIOS Y EL HOMBRE. Algunas cuestiones centrales de la gracia se han tratado en los manuales clásicos para responder al interrogante fundamental en este tema: la necesidad de la gracia, la predestinación o elección divina, la esencia de la gracia creada e increada, la gracia en lo que tiene de eficaz o/y suficiente.

No podemos entrar en una explicación detallada de estos asuntos. Nos teresa en relación a Dios. Al hablar de la gracia estamos recogiendo en una palabra la experiencia de la cercaní­a, o mejor, del acontecimiento de Dios que se da al hombre, se nos regala. Esto es más allá de las categorí­as del mérito entendido vulgarmente, de la elección o de la necesidad. Es, de alguna manera, un acto de fe que confiesa y reconoce a Dios como el más grande. Magistralmente ha puesto esto de manifiesto K. Barth entre los protestantes de nuestro siglo.

Desde la experiencia fundante de la Escritura del AT y de Jesús confesamos que Dios es Dios de gracia, que se inclina al hombre. Se trata, por tanto, de partir de la fe confesante y gozosa: Dios nos quiere y se nos comunica en Jesús. En este sentido no podemos hablar de oposición o jugar a enfrentar a Dios con el hombre. Hemos de partir de que el hombre no es Dios, pero Dios quiere hacerse amigo, compañero… en definitiva, Padre de los hombres en Jesucristo: llegar a ser hijos en el Hijo. Esta experiencia supone la distancia, pero también la cercaní­a. Ambos polos son para sostener.

En lo que tiene de relación interpersonal no podemos verlo en sentido comercial o de intercambio debido, sino que es acontecer de gracia: autodonación entre personas.

Por tanto no se trata de escoger entre Dios y el hombre, como sucedió con el pelagianismo o un agustinismo exagerado o ciertas tendencias del protestantismo, sino de afirmar a Dios y al hombre.

En este punto se mantiene una continuidad fundamental entre la creación y la recreación. Así­ lo han dejado en claro los Padres antiguos al reflexionar sobre el Antiguo y el Nuevo Testamento.

2. CATEGORíAS FUNDAMENTALES DEL CRISTIANISMO. La gracia, siendo fieles al fundamento en Cristo, podemos concebirla como acontecer, no como un estado, como un don en el plano de las cosas, como una ganancia, o algo debido. Desde esta concepción fundamental el acontecer de la gracia tiene tres principios: el Padre, el Hijo y el Espí­ritu Santo. De estos principios se extraen tres categorí­as de explicitación.

La categorí­a teologal: Dios es origen y meta del hombre. En cuanto le llamamos Padre, apoyados en la experiencia y en el ser de Cristo, vemos el hombre a la luz de Dios y, por tanto, confesar la gracia es acto de fe, que se dirige a Dios, que quiere ofrecer el futuro al hombre, que lo ha llamado a ser. Por tanto en la entraña de su mismo ser está orientado a Dios y a esto le llamamos gracia, elección, predestinación, vocación. Este acontecer está más allá de la pura gracia y lo que es debido. Simplemente es, acontece, porque es Dios mismo en acción.

La categorí­a cristológica o de encarnación. La gracia no es algo interior solamente. Se ha hecho histotia en el Hijo Jesucristo. Por tanto la carne, lahistoria humana, la vida de los hombres es donde acontece la salvación y es el hombre -carne y espí­ritu- a quien se le llama porque la gracia acontece al hombre concreto e histórico, tal como Cristo ha anunciado y presencializado en su vida histórica. Por eso los sacrementos son acontecimientos de gracia. Es Cristo quien bautiza y perdona y consagra…Es por tanto don para el hombre que mira a la resurrección de la carne y en dinamismo, ya que a la vida y a la historia pertenecen el movimiento. En este movimiento se ha implicado Dios mismo en Cristo y ahora sigue implicado en ello.

La categorí­a pneumatológica. El Espí­ritu dice relación a la intimidad de Dios y a la intimidad del hombre. Pero desde la explicitación cristiana de Dios es comunión y comunidad. El hombre está en manos de los otros y humanamente nace en medio de los otros y por los otros (padres biológicos y psicológicos). Pues bien, en la gracia, acontece la presencia del Espí­ritu Santo que se hace intimidad del hombre y profundidad del hombre, pero no como algo externamente añadido. Por el Cristo esa presencia de gracia de Dios (Espí­ritu Santo) se une í­ntimamente al ser profundo del hombre y a las actuaciones del hombre (tema de las virtudes, dones y frutos en la teologí­a medieval). Con palabras más sencillas podemos decir que la gracia es presencia dinámica de Dios cambiando, transformando, activando la búsqueda del hombre.

Así­ tenemos que la gracia supone la radical alteridad y transcendencia: el hombre no es Dios. Pero también la máxima intimidad y comunión: el hombre actúa divinamente transformado por la presencia personal de Dios como Padre, presencia del Hijo y la presencia del Espí­ritu.

Las categorí­as a utilizar pueden ser cambiables pero el fondo de la cuestión permanece. Quizá hoy podamos utilitar la palabra comunión interpersonal al igual que la utilizamos para expresar las relaciones intratrinitarias.

3. GRACIA CREADA E INCREADA. Desde este punto de vista del acontecer y la comunión interpersonal no plantea muchos problemas hablar de la gracia como algo creado: es algo del hombre, es don en el hombre, transformación del hombre, tanto en su interior como en su exterior (resurrección de la carne como acontecimiento de gracia que esperamos).

Pero también es algo interior y exterior como increado: es decir nos encontramos con el mismo Dios. Si las demás personas, siendo el otro, pueden estar presentes en nosotros con su palabra, sus gestos de cariño, su cuerpo, Dios, con más razón, es presente o se hace presente e interior al hombre con una intensidad mayor que cualquier criatura. Esta relación con Dios no puede ser en abstracto con la divinidad (esencia divina), es concretamente relación personal: hijos del Padre, que se hace presente precisamente como Padre; hermanos del Hijo, que se hace presente como hermano de los hombres; miembros del Espí­ritu Santo, persona en muchas personas'”. Aquí­ las categorí­as son cambiables por la especial dificultad en explicitar el misterio del Espí­ritu Santo. Padres y mí­sticos han hablado del desposorio con el Espí­ritu Santo, se ha relacionado con el Amor interpersonal como efusión amorosa… De todos modos esto nos indica que puede usarse un vocabulario variado.

Por tanto parece algo incongruente oponer gracia creada e increada. O de alguna manera cerrarse a un tipo de categorí­as que no permitan explicitar esta relación con Dios en su ser personal o en sus relaciones intratrinitarias. Otro problema será cuál vocabulario sea el mejor.

4. DEIFICACIí“N Y SANTIDAD CRISTIANA. El acontecimiento de la gracia, como encuentro y comunión del Dios trinitario con el hombre ha sido llamado deificación. En este sentido tiene un aspecto de proceso, de camino de encuentro e intercambio entre Dios y el hombre. También está relacionado con la escatologí­a en cuanto este proceso mira a alcanzar la plenitud del hombre en Dios en la visión beatí­fica y bienaventuranza y en la resurrección de los muertos. Todo ello se ha llamado también santidad en cuanto vida, aunque a veces presentado muy estáticamente: ser santo.

Desde nuestro punto de vista este proceso al que hemos hecho referencia se concreta en el camino de alcanzar el hombre por la gracia a ser perfecta imagen y semejanza de Dios, como decí­a Buenaventura, a ser hijos en el Hijo, alcanzar el desposorio con el Espí­ritu Santo (Scheeben). Esto alcanza, como decí­amos, la totalidad del hombre, cuerpo y espí­ritu, en una transparencia para el ser divino trinitario.

La santidad de Dios como intimidad de la vida divina, se expande en el hombre a través del Espí­ritu Santo, corona de la vida intratrinitaria, en cuanto plenifica la relación entre el Padre y el Hijo.

Si hemos de destacar la plenitud de la gracia, hemos de explicitarla en las virtudes teologales en cuanto tienen a Dios como fundamento: es fe como entrega y confianza en Dios, es esperanza como mirada hacia la meta y anhelo del encuentro, es amor como deseo y gusto por Dios. En este sentido, hablar de santidad cristiana no puede ser tomar como punto de partida el compromiso, la entrega, la acción intramundana. Aunque todo ello forma parte de la misma. El punto de partida en la gracia es la iniciativa de Dios que pone en el hombre el entender y el querer para mirarle a El o dejarse mirar por El. De aquí­ que la primera actitud de la vida de la gracia es precisamente la acción de gracias. Esto se traduce en alabanza y alegrí­a como dones fundamentales y principales del Espí­ritu. Ya los medievales consideran como primer don del Espí­ritu la sabidurí­a como gusto por las cosas divinas: es decir el descanso y anhelo puestos en Dios que traducen el sentido de alabanza en la liturgia de la Iglesia indivisa a través de la historia: con los ángeles y santos proclamamos la santidad de Dios. En pleno centro de la vida humana aparece la gracia de Dios en Jesucristo; por eso la vida se convierte en alabanza y eucaristí­a.

En vocabularios diversos y modos de pensar y sentir diversos el centro de la cuestión vuelve una y otra vez a aparecer. Recorriendo la mí­stica y los santos, y el sentir unánime de los Padres nos encontramos con esa unidad dinámica y procesual entre Dios y el hombre que culminan en el encuentro pleno y transformante, en la comuniónque se expresará como alabanza y liturgia celeste.

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Ricardo Sanlés Olivares

PIKAZA, Xabier – SILANES, Nereo, Diccionario Teológico. El Dios Cristiano, Ed. Secretariado Trinitario, Salamanca 1992

Fuente: Diccionario Teológico El Dios Cristiano

El término “gracia” (en griego cháris) se refiere al dinamismo de Dios, tanto en el ámbito de la creación como en la historia de la salvación del hombre caí­do, dirigido a producir en la criatura humana la apertura a la entrada elevadora y salvadora de Dios en histórica del hombre, para dar posteriormente lugar, escatológicamente, al acceso del hombre a la plena comunión con el Dios uno y trino (LG 2).

La gracia es, por consiguiente, el modo con que Dios escoge hacer partí­cipe de su esencia í­ntima al hombre.

Para ello la gracia divina modela la naturaleza humana en plena conformidad con los deseos de Dios. El Antiguo Testamento se presenta como la forma preparatoria de la intervención de Dios (Gn 1-3; 12,lss) a través de las etapas de la historia de Israel. A partir de la historia de los patriarcas, Dios establece ví­nculos de alianza cada vez más profundos con el hombre, que culminan en el nacimiento de Israel como pueblo liberado de la esclavitud, dotado de dignidad, identidad y porvenir (Ex 3; 33,19; etc.) y en el pacto de mutua fidelidad que Dios establece con él (Ex 34,6), en donde él se manifiesta al conocimiento del hombre dándole la ley de la existencia. La dialéctica entre la infidelidad de Israel a la alianza y la persistencia de la predilección divina (Dios nunca falla a su juramento), muestra la adecuación de Dios a la situación humana. Este interés histórico-salví­fico de Dios por el hombre se proyecta luego hacia atrás, en las etiologí­as de Gn1-3, y esto produce un conocimiento nuevo y fundamental de Dios y de su gracia: él ha llevado a cabo la salvación del hombre porque es su dador de vida original y su Creador.

En el Nuevo Testamento está muy difundido el tema de la gracia, en cuanto que finalmente se ha cumplido la promesa del Antiguo Testamento: ha llegado el liberador escatológico.

No uno de tantos enviados, sino Dios mismo ha hecho su entrada en la condición humana para cambiar substancialmente su naturaleza y su dirección. El término gracia está presente en Lucas y en Pablo, pero su contenido es un tema que recorre todo el Nuevo Testamento. La cima de esta tematización de la gracia es la narración de la pasión y muerte sacrificial de Cristo. Pablo indica en el misterio pascual de Cristo el contenido de la gracia (Rm 8,32) y señala en la persona del propio Cristo la forma esencial y definitiva de la misma (2 Cor 13,13). El objetivo que Dios quiere alcanzar con la Pascua de Cristo es la modificación radical de la condición humana: de la injusticia a la conformidad plena con sus deseos. Así­ pues, la gracia es un don gratuito de Dios al hombre, precisamente mientras que es pecador y no merecí­a entonces más que el juicio de condenación por parte de Dios; como tal, la gracia no depende de la observancia de los mandamientos.

Las consecuencias de esta bajada histórica de la gracia divina hasta el sacrificio de Cristo son, para el hombre: la adopción filial que Dios hace en el hijo de los que creen en Cristo (Rom 8,16ss), el comienzo para ellos de la vida escatológica (Rom 5,21; 6,23); para Dios: la culminación perfecta de su gloria, extendida por todo el mundo (Rom 5,2) por la obra de Cristo y del Espí­ritu en la Iglesia.

En la edad patrí­stica la teologí­a de la gracia seguirá substancialmente dos direcciones: la occidental, tí­picamente agustiniana, de la gracia como iniciativa absolutamente primaria de Dios, que actúa de manera autónoma, mientras que la participación del hombre es sólo posterior (rigidez de posición, debida a la herejí­a pelagiana). Esta teologí­a de la gracia fue reelaborada en la época medieval por Tomás de Aquino y la gracia se expresó como una realidad que se hace presente como cualidad añadida al alma humana (habitus), cuyo dinamismo se va diferenciando lógicamente de manera admirable en sucesivas distinciones respecto a Dios y respecto al hombre.

La escolástica posterior exagerando esta orientación, tenderá a una configuración abstracta de la gracia, francamente desorientadora y criticada por la teologí­a actual. Con la teologí­a luterana y en el debate teológico entre la escuela tomista y la molinista surgieron duras polémicas sobre la gracia.

La orientación teológica, oriental, por el contrario, se muestra más propensa a ver la gracia como una obra personal de los tres Sujetos de la Trinidad en el hombre: una divinización progresiva del mismo realizada en la historia por obra del Padre, del Hijo y del Espí­ritu. La finalidad de este dinamismo operativo (la gracia) es la entrada o inhabitación de las tres Personas divinas en el hombre. El Magisterio teológico católico ratificará en varias ocasiones, en contra de las herejí­as sobre la gracia, que ésta es absolutamente necesaria a los creyentes, tanto para cumplir los mandamientos como para resistir y evitar el pecado, dado que la voluntad humana está gravemente debilitada por el pecado de origen (DS 225-227,’ 396). La persistencia de la libertad humana bajo la gracia significa que ésta no la aplasta sino que la hace verdaderamente libre.

En la economí­a divina la gracia hace que los deseos más elevados del hombre coincidan perfectamente con lo que Dios quiere, y esto representa para el hombre el mejor modo posible de ser (DS 238-248). Los decretos del concilio de Trento condenarán la concepción de la gracia de los reformadores como extrí­nseca y superpuesta al hombre, habiendo quedado la voluntad humana, totalmente destruida por el pecado original, estática y pasiva (DS 1554ss). Al contrario, la gracia tiene en Cristo su lugar personal e histórico, pero que se actúa en la obra de santificación que el Espí­ritu Santo lleva a cabo en la Iglesia, para extender y desarrollar históricamente, a nivel personal y comunitario, la presencia de Dios Uno y Trino en el hombre, para dirigir luego toda la economí­a de la gracia a su cumplimiento escatológico: la función í­ntima del misterio trinitario de Dios.

T . Stancati

Bibl.: K. Rahner, La gracia como libertad, Herder, Barcelona 1972; H. Rondet, La gracia de Cristo, Estela, Barcebna 1966; G, Philips, Inhabitación trinitaria y gracia, Secretariado Trinitario, Salamanca 1982; M. Flick – Z. Alszeghy, El evangelio de la gracia, Sí­gueme, Salamanca 1965; j Auer El evangelio de la gracia, Herder, Barcelona 1975; A. Ganoczy, De su plenitud todos hemos recibido, Herder, Barcelona 1991.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO: I. Dios nos salva en Cristo por el don de su Espí­ritu: 1. El Dios de la revelación (Antiguo Testamento); 2. La salvación de Jesucristo: la buena nueva del Reino (Nuevo Testamento); 3. Transformados por el Espí­ritu. II. La llamada del hombre a la comunión con Dios: 1. Predestinado en Cristo; 2. Creado a imagen de Dios; 3. Destino sobrenatural. III. El nuevo ser en Cristo y la transformación por su Espí­ritu: 1. Donde abundó el pecado sobreabundó la gracia; 2. Necesidad de la redención de Cristo (la justificación); 3. La cooperación humana en la obra de la salvación; 4. La nueva criatura en Cristo Jesús. IV. Acceso al Padre por el Hijo en el Espí­ritu Santo: 1. Hijos en el Hijo; 2. El don del Espí­ritu Santo; 3. Plenificación del ser personal; 4. Dimensión comunitaria. V. Claves catequéticas: 1. Caracterí­sticas de una catequesis sobre la gracia; 2. Catequesis según las edades.

La gracia es Dios mismo en cuanto se autocomunica a nosotros por Jesucristo en el Espí­ritu Santo y nos renueva interiormente. No se puede hablar, por tanto, de la gracia como una realidad a se stante, sino en relación con el misterio de Dios, que se revela y comunica al hombre. Este es uno de los datos fundamentales de la revelación, que polariza la reflexión teológica actual sobre la gracia.

Bí­blica y teológicamente, la gracia dice relación a los misterios esenciales de la fe cristiana, que son: el misterio de Dios, el misterio del hombre, el misterio de Cristo, el don del Espí­ritu, el misterio de la Iglesia. La gracia es esencialmente teocéntrica, cristológica, pneumatológica y eclesial. Se expresa en la vida nueva en el Espí­ritu, que es principio de la nueva creación, y tiende a la consumación escatológica. Este es el marco de la reflexión teológica sobre la gracia. Aparece, por tanto, como derivación y como sí­ntesis, al mismo tiempo, de los temas soteriológicos, trinitarios, cristológicos, pneumatológicos, eclesiológicos, antropológicos y escatológicos. Más aún, la gracia es el núcleo central de todos ellos, su dimensión más profunda, la que les confiere una perspectiva especí­ficamente cristiana.

Presentar la gracia en relación con estos temas, como la expresión de los misterios divinos en la vida cristiana, es centrar la catequesis en las fuentes mismas de la revelación y en el misterio de la fe cristiana. Es también uno de los criterios básicos de su articulación.

Este planteamiento permite estudiar no sólo lo que es la gracia en sí­ misma, sino también lo que esta representa en el conjunto de la fe cristiana y de la historia de salvación, como la realidad central de la revelación. Esta se va desvelando progresivamente en el Antiguo y Nuevo Testamento, como acción salvadora de Dios, que interpela la realidad humana llamándola a la comunión divina (I-II). Y todo ello, por la participación en el nuevo ser de Cristo (justificación) y por la comunión en su misterio, que nos hace partí­cipes de su filiación, por el don del Espí­ritu, Señor y dador de vida (11-I11).

Si bien la gracia es la relación única y personal del individuo con Dios, hay que evitar desde el principio el peligro de concebirla y vivirla en sentido individualista. La acción salví­fica de Dios en Jesucristo se dirige a la comunidad, que a su vez, es para el mundo sacramento de salvación. De ahí­ su dimensión esencialmente comunitaria y eclesial.

I. Dios nos salva en Cristo por el don de su Espí­ritu
1. EL Dios DE LA REVELACIí“N (ANTIGUO TESTAMENTO). La doctrina de la gracia en el Antiguo Testamento se halla en relación inmediata con la revelación de Dios y, más concretamente, con su actividad salvadora, que en el Nuevo Testamento se manifiesta en Cristo Jesús y se actúa en el creyente por el Espí­ritu Santo. En este contexto, la gracia de Dios es ante todo el acontecimiento salví­fico; más especialmente, el acontecimiento Cristo; y, a la luz del Espí­ritu Santo, el acontecimiento pneumatológico. Así­ aparece, de hecho, en la Sagrada Escritura. Este es también el marco teológico y catequético de su verdadera interpretación.

La gracia no es primordialmente una realidad del hombre, sino una realidad de Dios: su realidad personal, su modo de ser y de actuar (Dios gracioso), su actitud de benevolencia para con el hombre, su fidelidad inquebrantable a las promesas de salvación.

Los términos con que se expresa esta actitud personal de Dios para con el hombre, en el marco de la alianza, son: hanan (apiadarse), hen (favor, benevolencia; favorable, gracioso: “hallar gracia a los ojos de Dios”), hesed (bondad, amistad, amor de Dios en virtud de la alianza), emet (fidelidad divina a las promesas de salvación).

Los textos bí­blicos son innumerables. He aquí­ uno que describe la actitud fundamental de Yavé con los términos indicados: “Dios de ternura (rahanim) y de gracia (hen), lento a la ira, rico en bondad (hesed) y en virtud (emet), que mantiene su bondad (hesed) por mil generaciones” (Ex 34,6-7).

El término más próximo a la palabra gracia es hen. Se halla en los libros históricos y designa el favor y la benevolencia divina para con el hombre. Etimológicamente significa inclinarse, en sentido fí­sico, sobre alguien; en sentido moral, encierra la idea de inclinarse con favor, afecto, benevolencia, protección, como cuando la madre se inclina sobre la cuna de su pequeño. Es el amor y la protección que el pequeño, pobre y desvalido, encuentra en su protector; o el favor que el inferior halla o espera hallar a los ojos de su superior, Yavé. En este sentido se dice que Abrahán halló gracia ante Dios (Gén 18,3); e igualmente Moisés (Ex 33,12). Es decir, Dios les concedió su favor; se mostró bueno y benevolente con ellos. Esta actitud personal de favor y benevolencia divina es constante en la historia de Israel. Puede decirse que los libros del Antiguo Testamento son la historia de la hen de Dios: de la gracia, el favor, la benevolencia de Yavé hacia su pueblo. Tiene un matiz particular de gratuidad. Es un amor soberano y libre, que radica en el modo de ser de Dios, no en la bondad o méritos humanos (Dt 7,7).

Sin embargo, el término principal, que mejor expresa el contenido de la gracia en el Antiguo Testamento es hesed. Se halla principalmente en los libros proféticos y en los salmos. Designa la bondad, el amor, la misericordia de Yavé para con su pueblo elegido en virtud del pacto de la alianza. Tiene un carácter particular de firmeza y fidelidad inquebrantables. Yavé es “el Dios fiel que guarda la alianza y el amor por mil generaciones con quienes le aman y observan sus mandamientos” (Dt 7,9; Sal 89,29; Is 55,3). “Yavé es Yavé, Dios clemente y misericordioso, paciente y muy bondadoso y leal, que observa la piedad hasta la milésima generación” (Ex 34,6). Aparte su carácter irrevocable, el hesed divino expresa una idea más profunda de unión entre el pueblo elegido y Yavé. Es el comportamiento de comunión de Dios con los suyos. En el hesed despliega Dios su poder en favor de los suyos y les ofrece ayuda y salvación. Finalmente, el hesed, el amor fiel e inmutable de Dios, es la causa de que perdone al pecador, a pesar de su infidelidad, dándole un corazón nuevo y haciéndolo justo, introduciéndolo otra vez dentro del amor divino.

Según esto, la realidad de la gracia en el Antiguo Testamento aparece primariamente como una acción dinámicamente salvadora. La primera oferta salví­fica de Dios al hombre como gracia es la acción creadora. Pero el verdadero leitmotiv de la actividad histórico-salví­fica se encuentra en la vocación de Abrahán, con la que comienza una historia especial de revelación y comunicación, que se traduce en el pacto de la alianza. Este culmina en las promesas de renovación interior para los tiempos mesiánicos o la promesa de una nueva alianza. Todo este proceso de salvación constituye el trasfondo de la realidad de la gracia en el Antiguo Testamento; incluso se le puede denominar como gracia de Dios, según la concepción veterotestamentaria del hen y del hesed divinos.

En los LXX el término hen ha sido traducido por charis, y el término hesed lo ha sido por éleos. Este último es el más cercano al concepto neotestamentario de la gracia.

2. LA SALVACIí“N DE JESUCRISTO: LA BUENA NUEVA DEL REINO (NUEVO TESTAMENTO). Jesús de Nazaret es el punto focal de la revelación del Dios de la gracia; es la benevolencia divina personificada, la gracia de Dios por excelencia. En él “se ha manifestado la gracia salvadora de Dios para todos los hombres” (Tit 2,11). El Dios de la gracia es el Dios con nosotros y para nosotros, que se ha revelado tal en Cristo Jesús, en quien “Dios ha cumplido las promesas hechas a Abrahán y a su descendencia” (CCE 422).

Jesús viene para “salvar del pecado a su pueblo” (Mt 1,21). No solamente anuncia, sino que realiza este acontecimiento de gracia. Cura las enfermedades y dolencias; va en busca de los pecadores, les acoge y come con ellos (Mc 2,13-17); proclama el amor misericordioso de Dios para con los publicanos y pecadores, a través de las parábolas de la dracma perdida, de la oveja descarriada, del hijo pródigo, de los trabajadores de la viña, del buen samaritano, etc. (Lc 7,36-50; 15,1ss). Es la buena nueva del Reino: una nueva de gracia, de perdón de los pecados, de salvación.

Pero el núcleo central de la buena nueva del Reino es la revelación de Dios como Padre, el reconocimiento del hombre como hijo y la proclamación de los hombres como hermanos, en cuanto hijos de un mismo Padre. El Reino predicado e implantado por Jesús es, en definitiva, la revelación de la paternidad de Dios, de nuestra filiación divina y de la fraternidad humana, que implica, además, una profunda renovación de los corazones (Mt 23,9; Mc 11,25; Lc 12,32).

En este contexto aparece la gracia como llamada a la filiación, por la participación de la naturaleza divina: “La gracia es el favor, el auxilio gratuito que Dios nos da para responder a su llamada: llegar a ser hijos de Dios (cf Jn 1,12-18), hijos adoptivos (cf Rom 8,14-17), partí­cipes de la naturaleza divina (cf 2Pe 1,3-4), de la vida eterna (cf Jn 17,3)” (CCE 1996).

Las parábolas del reino destacan dos caracterí­sticas fundamentales. Por una parte, la absoluta gratuidad del Reino: el labrador paciente (Mc 4,26-29), el grano de mostaza y la levadura (Mt 13,31-53); por otra, la urgencia de una decisión ineludible: la higuera estéril (Lc 13,6-9), las diez ví­rgenes (Mt 25,1-12), el mayordomo sagaz (Lc 16,1-8).

La gracia de Cristo nos llega a través de su humanidad, haciéndonos partí­cipes de su vida, de su muerte y de su resurrección, de su propia glorificación y del don de su Espí­ritu, por el que clamamos “Abba, Padre”. La gracia de Cristo se convierte así­ en vida en el Espí­ritu, que es la vida propia de los hijos de Dios, llamada a desarrollarse en este mundo como principio de la nueva creación.

Aquí­ radica la dignidad del cristiano (san León Magno) y el fundamento de la moral cristiana o de la vida nueva en Cristo. Se caracteriza como vida filial y de gracia, bajo la moción del Espí­ritu Santo, según las bienaventuranzas evangélicas, y se manifiesta como vida de fe, de esperanza y de caridad (cf CCE 1697). Esta es la catequesis de la vida nueva en Cristo, como la denomina el Catecismo.

3. TRANSFORMADOS POR EL ESPíRITU. a) Justificados por su gracia (san Pablo). Siguiendo la revelación neotestamentaria, la palabra charis en san Pablo designa fundamentalmente la actitud personal de Dios para con el hombre, una actitud de amor y de benevolencia, que se manifiesta en una nueva economí­a de salvación realizada en Cristo (Rom 4,16; Ef 1,7; 2Tim 1,9), de la que el hombre participa por el don de la justicia interior (Rom 5,15-17.21; 3,24) y que experimenta en su vida como fuerza de Dios (lCor 15,10; 2Cor 12,9).

A la luz de estos textos, y en relación progresiva con los datos de la revelación expuestos hasta aquí­, en el Nuevo Testamento la gracia es, en primer lugar, una realidad personal: el amor inmenso de Dios que busca la comunión con el hombre (Rom 4,16; 5,2; Gál 5,4); en segundo lugar, un acontecimiento salví­fico: la salvación del hombre en el misterio redentor de Cristo Jesús (Rom 3,21-26; 5,17-21); en tercer lugar, una realidad objetiva: el don sobrenatural, interior, por el que el hombre se hace justo y se transforma en una nueva criatura, capaz de realizar las obras del amor y alcanzar la vida eterna (2Cor 5,17; Gál 6,15). Es, en fin, absolutamente gratuita: se debe a la libre iniciativa divina, no es merecimiento de las obras del hombre, sino que la da Dios graciosamente (Rom 3,21-24; Ef 2,1-10; Tit 3,4-7).

El conjunto de estas realidades es lo que caracteriza el nuevo régimen o la nueva economí­a instaurada por Jesucristo, y que san Pablo define precisamente como régimen de gracia, en contraposición al antiguo régimen de ley: “No estáis bajo la ley, sino bajo la gracia” (Rom 6,14). Esta gracia es la participación de la filiación de Jesús por el don de su Espí­ritu. Los que tienen el Espí­ritu de Jesús, “no están en la carne, sino en el espí­ritu”, pues el Espí­ritu de Dios habita en ellos (Rom 8,9). Y “los que son guiados por el Espí­ritu de Dios son hijos de Dios” (Rom 8,14).

El Apóstol experimenta la gracia como el encuentro con Cristo, que transforma su vida y hace de él un hombre nuevo (2Cor 5,17). Gracias al amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, descubre el verdadero sentido de su vida: nada ni nadie podrá separarle de ese amor (Rom 8,35-39). Esta experiencia la describe admirablemente con estas palabras: “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí­” (Gál 2,20). Este descubrimiento invierte su jerarquí­a de valores: “Todo eso que para mí­ era ganancia, lo considero pérdida comparado con Cristo” (Flp 3,7ss). La salvación por gracia consiste en ser vivificado y resucitado con Cristo (Ef 2,4-6).

Cristo, que transformó a Pablo y a los apóstoles, continúa hoy transformando y renovando a los que creen en él y se hacen partí­cipes de su misterio pascual, por el poder del Espí­ritu: “Por el poder del Espí­ritu Santo participamos en la pasión de Cristo, muriendo al pecado, y en su resurrección, naciendo a una vida nueva” (CCE 1988). Esta transformación tiene lugar en el bautismo (Rom 6,3-4): “Y si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él… Su muerte fue un morir al pecado, de una vez para siempre; mas su vida, es un vivir para Dios. Así­ también vosotros, consideraos como muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús” (Rom 6,8-11).

b) El nuevo nacimiento en el Espí­ritu (san Juan). La revelación de la gracia, en san Juan, está en í­ntima relación con el tema de la vida (Jn 1,1-14; 3,16; 6,30-33.57; lJn 4,9-10) (cf V. M. Capdevila). Esta vida (la vida eterna) procede de la iniciativa amorosa del Padre, se comunica por la misión del Hijo en la encarnación redentora y se accede a ella por la fe: es la vida creyente en el Espí­ritu.

Mientras san Pablo, para elaborar su teologí­a de la gracia, partí­a de la muerte-resurrección de Jesucristo, san Juan se remonta al hecho mismo de la encarnación. El Logos encarnado está lleno de “gracia y de verdad” (Jn 1,14) para que los hombres recibamos de su plenitud (Jn 1,16), de modo que por él tengamos también nosotros “la gracia y la verdad” (Jn 1,17), esto es, la vida eterna (Jn 3,3-7.15.16.36; 5,24; 6,40-47).

La vida es fruto de un nuevo nacimiento, obra del Espí­ritu (Jn 3,1-8). A partir de este nuevo nacimiento, el renacido es capaz de realizar las obras del amor. Pues, si “Dios es amor” (Un 4,8), la recepción de la vida y del ser de Dios ha de manifestarse en la praxis de la caridad: “Si alguno dice: “amo a Dios” y aborrece a su hermano, es un mentiroso…; quien ama a Dios, ame también a su hermano” (1Jn 4,20s). La caridad fraterna es, esencialmente, la autodonación del cristiano, que prolonga la entrega de Jesús: “El dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos” (lJn 3,16).

Tanto san Pablo como san Juan contemplan la gracia como categorí­a clave de la historia de salvación (2Cor 3,3-6; Jn 1,17). Esta se caracteriza por el paso de una economí­a basada en la ley de Moisés, a una economí­a basada en la gracia de Cristo. Es el paso de la ley antigua a la ley nueva, centro de la economí­a cristiana (cf CCE 1965ss).

Esta ley nueva o ley evangélica, que lleva a plenitud los mandamientos de la ley antigua (cf CCE 1968), “es llamada ley del amor, porque hace obrar por el amor que infunde el Espí­ritu Santo más que por el temor; y ley de gracia, porque confiere la fuerza de la gracia para obrar mediante la fe y los sacramentos” (CCE 1972).

II. La llamada del hombre a la comunión con Dios
La perspectiva teocéntrica, cristológica y pneumatológica de la gracia, hasta aquí­ expuesta, tiene que completarse con la perspectiva antropológica, con el fin de determinar la relación que guarda el hombre con el plan salví­fico revelado por Dios. El ser humano no es ajeno a él; al contrario, está abierto a la realidad personal divina, y en ella encuentra el esclarecimiento de su misterio: “Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación” (GS 22).

El Catecismo de la Iglesia católica inicia su exposición afirmando que “el deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí­, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar” (CCE 27).

En parecidos términos se expresa el catecismo Con vosotros está, de la Conferencia episcopal española: “Sólo Dios puede esclarecer plenamente el misterio del hombre: su situación presente, sus aspiraciones profundas, su libertad, su pecado, su dolor, su muerte, su esperanza de vida futura” (CVE II, 20).

Tratamos de exponer el fundamento de estas afirmaciones clave de la catequesis cristiana, a partir de la llamada del hombre a la gracia.

1. PREDESTINADO EN CRISTO. La primera y fundamental llamada del hombre a la comunión con Dios es la elección divina, que nos predestinó a ser “conformes a la imagen de su Hijo” (Rom 8,29). Antes de ponernos en camino hacia él, e incluso antes de que existiéramos, Dios ya nos habí­a elegido por puro amor y nos habí­a predestinado en Cristo a la unión con él: “El nos eligió en Cristo -antes de crear el mundo- para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor. El nos ha destinado por medio de Jesucristo, según su voluntad y designio, a ser sus hijos” (Ef 1,4-6).

Este es el fin de la revelación y del plan salví­fico divino: “Quiso Dios, con su bondad y sabidurí­a, revelarse a sí­ mismo y manifestar el misterio de su voluntad (a los hombres)…, para invitarlos y recibirlos en su compañí­a” (DV 2). “Al revelarse a sí­ mismo, Dios quiere hacer a los hombres capaces de responderle, de conocerle y de amarle más allá de lo que ellos serí­an capaces por sus propias fuerzas” (CCE 52).

Esta revelación culmina en Cristo, modelo y prototipo del ser humano, cuyo misterio “sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado” (GS 22). Todo lo que el hombre es -no sólo desde el punto de vista religioso, sino también simplemente natural-deriva de su ser imagen de Dios en Cristo, en quien adquiere una forma nueva y original de ser hombre.

En Cristo no sólo se da la vocación individual a la gracia, sino también la vocación universal a la salvación. No se nos ha dado otro mediador “entre Dios y los hombres” (1Tim 2,5). El Vaticano II dice que “el mismo Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido en cierto modo a todo hombre”, y que la asociación al misterio pascual “vale no solamente para los cristianos, sino también para todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo invisible” (GS 22).

2. CREADO A IMAGEN DE DIOS. La creación del hombre a imagen y semejanza de Dios (Gén 1,26-27) es la primera manifestación de la gracia. Efectivamente, el hombre es creado como amigo de Dios, llamado a la comunicación con él. Es semejante a Dios y, por eso, Dios puede hablar con él y él con Dios. De ahí­ que toda la vida del hombre, lo sepa o no, es una pregunta y búsqueda de Dios: desde el principio, “Dios invitó (a los hombres) a una comunión í­ntima con él, revistiéndolos de una gracia y de una justicia resplandecientes” (CCE 54). El hombre, de hecho, fue creado en gracia y justicia originales. Frustrada esta condición por el pecado, es restablecida primorosamente por Cristo.

Imagen de Dios por excelencia, Cristo es el que restablece y consuma al mismo tiempo la imagen oscurecida por el pecado (Col 1,15ss.; 2Cor 4,4; Heb 1,3). El cristiano, por la gracia divina, participa de la perfección de la única imagen verdadera, insertándose en Cristo (Rom 8,29; 2Cor 3,18). De esta forma recobra el hombre su dignidad originaria, perdida u oscurecida por el pecado (Rom 1,23; 3,23), y se convierte verdaderamente en imagen de Dios. Esto ocurre en una segunda creación, en la que se consuma y supera la primera (2Cor 4,4-6; Col 3,9s; Ef 4,23s). La semejanza que de aquí­ resulta es superior a la de Gén 1,26, en la misma medida en que Cristo es superior a Adán (cf CCE 1701).

“Por haber sido hecho a imagen de Dios, el ser humano tiene la dignidad de persona: no es solamente algo, sino alguien. Es capaz de conocerse, de poseerse y de darse libremente y entrar en comunión con otras personas; y es llamado, por la gracia, a una alianza con su Creador, a ofrecerle una respuesta de fe y de amor que ningún otro ser puede darle en su lugar” (CCE 357).

3. DESTINO SOBRENATURAL. La elección en Cristo y la creación a imagen de Dios son el fundamento del destino del hombre al orden sobrenatural, como a su único fin, que le trasciende y le realiza plenamente. “La vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina” (GS 22). Por eso, sienta o no nostalgia, tenga o no apetencia más o menos oscura de ello, lo cierto es que sólo en el destino o vocación sobrenatural alcanzará la plenitud de su existencia.

Esta vocación, sin embargo, le trasciende absolutamente. Es don divino, que supera su naturaleza (cf CCE 1998). Pero precisamente por su carácter de don conduce al hombre a una perfección tal, que supera todas sus expectativas. Según el principio teológico, la gracia presupone la naturaleza y la perfecciona. Esto quiere decir que la naturaleza humana, tal como ha sido creada por Dios, tiende dinámicamente más allá de sí­ misma y que sólo en Dios encuentra su plenitud: “Dios puso en el hombre una aspiración a la verdad y al bien que sólo él puede colmar” (CCE 2002).

La fe cristiana explica este misterio como “participación de la naturaleza divina” (2Pe 1,4). La teologí­a patrí­stica habla de la divinización como el rasgo definitorió del cristianismo frente a las otras religiones: “Dios se hizo hombre, para que el hombre sea hecho Dios”. En este sentido, el Catecismo hace esta descripción de la gracia: “La gracia es una participación en la vida de Dios. Nos introduce en la intimidad de la vida trinitaria” (CCE 1997).

Este misterio central de la fe cristiana está muy lejos de ser una alienación; representa, por el contrario, su máxima realización. La máxima divinización es también la máxima humanización. Y es que el hombre sólo se siente hombre plenamente cuando se trasciende a sí­ mismo en lo absolutamente otro, esto es, en Dios. “Cuanto más nos diviniza la gracia, tanto más nos humaniza” (san Francisco de Sales).

Por eso, en el corazón del hombre late permanentemente la esperanza y la nostalgia de lo infinito. Es un ser inquieto que siempre está en camino, que nunca puede detenerse, que en nada del mundo puede encontrar definitiva satisfacción, que permanece siempre abierto a nuevos horizontes, hasta que descanse en Dios: “Pues nos hiciste, Señor, para ti, e inquieto estará nuestro corazón hasta que descanse en ti” (san Agustí­n).

III. El nuevo ser en Cristo y la transformación por su Espí­ritu
1. DONDE ABUNDí“ EL PECADO SOBREABUNDí“ LA GRACIA. El destino sobrenatural no se realiza sino en medio de grandes tensiones y dificultades, a causa de la realidad del pecado, cuya primera y fundamental consecuencia es la frustración del proyecto de Dios. San Pablo resume tal estado en esta frase lapidaria: “Por un hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte” (Rom 5,12). Adán, al desobedecer el mandato de Dios, “perdió inmediatamente la santidad y la justicia en la que habí­a sido establecido” (DS 1511).

Pero donde abundó el pecado sobreabundó la gracia (Rom 5,20): “Por el delito de un solo hombre comenzó el reinado de la muerte; mucho más, por un solo hombre, Jesucristo, vivirán y reinarán todos los que han recibido un derroche de gracia y el don de la justificación…” (Rom 5,17). La afirmación del pecado no tiene, por tanto, un significado autónomo. Pone al descubierto la universalidad y la superabundancia de la salvación que trajo Jesucristo.

2. NECESIDAD DE LA REDENCIí“N DE CRISTO (LA JUSTIFICACIí“N). El tema es expuesto por el Catecismo de la Iglesia católica (1987ss.) y más ampliamente por el Catecismo católico para adultos, de la Conferencia episcopal alemana (Madrid 1990, 258ss.), que destaca por su claridad expositiva y su alcance ecuménico. Estas son las principales afirmaciones de la fe católica: imposibilidad absoluta de que el hombre se redima a sí­ mismo, y necesidad absoluta de la redención por Jesucristo. Sólo Jesucristo es la salvación del hombre (DS 1520). Según el evangelio de Juan, Jesús dice: “El que no nazca de agua y de Espí­ritu no puede entrar en el reino de Dios” (Jn 3,5). Porque “sin mí­ no podéis hacer nada” (Jn 5,5). San Agustí­n observa que no se dice: “sin mí­ podéis hacer poco”, sino: “no podéis hacer nada”.

En conformidad con esto, el concilio de Trento enseña que “nadie puede ser justificado ante Dios por sus obras, ya sean realizadas con las fuerzas de la naturaleza humana o con las enseñanzas de la ley, sin la gracia divina que viene por Jesucristo” (DS 1151). Para cualquier acción salvadora del hombre, es absolutamente necesaria la gracia sobrenatural de Dios. Esta precede siempre el querer y el obrar del hombre y los acompaña, pues “Dios es quien activa en vosotros el querer y la actividad para realizar su designio de amor” (Flp 2,13). Por eso la existencia cristiana es existencia totalmente regalada, existencia en acción de gracias.

3. LA COOPERACIí“N HUMANA EN LA OBRA DE LA SALVACIí“N. “El que te creó sin ti, no te salvará sin ti. Te creó, pues, sin tú saberlo; pero sólo te salva con el consentimiento de tu voluntad” (san Agustí­n). El concilio de Trento, en el Decreto de la justificación (1547), habla varias veces de la colaboración del hombre a su propia justificación, como expresión de su libertad (DS 1554; CCE 1993 y 2002). Pero no se trata de una libertad autónoma frente a Dios, sino de una libertad otorgada, que se realiza en su dependencia de Dios. De este modo, Dios deja a salvo la dignidad de la criatura, dignidad que tampoco pierde el pecador, haciendo verdad las palabras de san Ireneo: “La gloria de Dios es el hombre viviente”. Por eso, dice el catecismo alemán, “dar gloria a Dios y tomar en serio la dignidad del hombre son dos aspectos que no pueden separarse” (260).

El Catecismo de la Iglesia católica precisa cómo la libre colaboración humana no puede darse sin la gracia: “Esta es necesaria para suscitar y sostener nuestra colaboración a la justificación mediante la fe y a la santificación mediante la caridad” (CCE 2001).

4. LA NUEVA CRIATURA EN CRISTO JESÚS. Esta expresión paulina encierra en sí­ la esencia de la justificación, descrita en el Nuevo Testamento como regeneración (Jn 1,13; 3,3-7; Un 3,9) o nueva creación (Gál 6,15; 2Cor 5,17) o renovación y santificación (Rom 6,1-23); también aparece descrita como muerte al hombre viejo y revestimiento del hombre nuevo (Col 2,11-12; 3,1-15), como paso de la muerte a la vida (Un 3,14), de las tinieblas a la luz (Col 1,13; Ef 5,8).

El concilio de Trento define esta renovación bajo el término justificación, como “el paso de aquel estado en el que el hombre nace hijo del primer Adán, al estado de gracia y de adopción de hijos de Dios por el segundo Adán, Jesucristo, nuestro salvador” (DS 1524). Se trata de una transformación real del hombre. No sólo le declara justo, sino que hace que sea realmente justo; lo transforma y crea de nuevo. Esto incluye dos cosas: el perdón de los pecados y también la “santificación y renovación del hombre interior” (DS 1528).

Esta es la definición esencial de la gracia: “La gracia de Cristo es el don gratuito que Dios nos hace de su vida infundida por el Espí­ritu Santo en nuestra alma para sanarla del pecado y santificarla: es la gracia santificante o divinizadora, recibida en el bautismo” (CCE 1999).

Esta nueva condición del cristiano se produce, por la participación en el misterio pascual de Jesucristo, mediante el bautismo (Rom 6,1-11). Pero esta nueva situación, fruto de una realidad sacramental, ha de hacerse una realidad existencial por la progresiva configuración con Cristo. El cristiano, a lo largo de su vida, trata de configurarse con Cristo por su amor y pureza de vida. Configurarse con Cristo es revestirse del hombre nuevo, lo cual implica despojarse del hombre viejo, según la exhortación del Apóstol (Col 3,5-10).

IV. Acceso al Padre por el Hijo en el Espí­ritu Santo
La gracia, en su expresión más genuinamente bí­blica, es la relación personal con Dios Padre por la incorporación a Jesucristo y el don del Espí­ritu Santo. Teológicamente, se explica por la filiación adoptiva, la inhabitación trinitaria y la divinización. Representa el núcleo de la doctrina de la gracia y de la vida cristiana. A partir de este núcleo, se explica también la plena realización del ser humano y su dimensión comunitaria.

1. Hijos EN EL HIJO. La gracia alcanza su última y más pura esencialidad en la categorí­a de la filiación, que se da por la participación en la filiación de Jesús. En los sinópticos aparece í­ntimamente ligada a la revelación de Dios Padre y al mensaje del Reino (Mt 5-7; Lc 15,11-32). San Pablo la fundamenta teológicamente en el concepto de adopción, poniendo de relieve el hecho de la elección divina, esto es, el carácter gratuito de la filiación y la dimensión trinitaria de la misma, al destacar la función que cada una de las personas divinas desempeña en ella (Rom 8,14-17.23; Gál 4,4-7; Ef 1,4-5). San Juan acentúa más fuertemente su realismo: la filiación es obra de un nuevo nacimiento (Jn 1,12-13; 3,3-8), no del nacimiento según la carne (Jn 1,13), sino de la regeneración mediante el Espí­ritu (Jn 3,6).

Tanto la adopción (paulina) como el nacimiento (joánico) desembocan en un mismo efecto: hacemos semejantes al Hijo. Dios nos ha predestinado a ser “conformes a la imagen de su Hijo” (Rom 8,29). Por eso, toda la existencia cristiana se entiende como un proceso de conformación con Cristo (“estar en/con Cristo”, “ser de Cristo”, “revestirse de Cristo”: Gál 2,19s.; 4,19; Rom 6,8.17; lCor 15,22, etc.) o como la permanencia en Cristo, en su amor, en su palabra (Jn 15,4-7.9s.; lJn 2,24.27s; 3,6; 4,12.16).

La filiación cristiana es participación de la condición filial de aquel que es el Hijo por excelencia, cuya vida es obediencia al Padre y entrega por la salvación de los hombres.

En esta vida entregada de Cristo, manifestación de su pro-existencia, esto es, de una vida en favor de los demás, está el fundamento de la forma nueva y original de ser hombre, frente a otras concepciones.

2. EL DON DEL ESPíRITU SANTO. Hijos en el Hijo lo somos en virtud del Espí­ritu Santo, que, derramado en nuestros corazones, nos incorpora a Cristo y obra en nosotros la filiación. Existe una estrecha relación entre el Espí­ritu que se hace presente en la vida de Jesús para llevar a cabo su misión y el que actúa en nosotros la filiación. Por eso san Pablo llama al Espí­ritu Santo: Espí­ritu de Cristo, Espí­ritu del Señor, Espí­ritu del Hijo (Rom 8,9-15). El mismo Espí­ritu Santo, que actúa en la humanidad de Jesús en su camino hacia el Padre, hace que vivamos la filiación respecto a Dios y la fraternidad respecto a los hombres. El aspecto fundamental de la presencia dinámica del Espí­ritu Santo en el interior del creyente es la infusión del amor de Dios: “El amor de Dios (con el que Dios Padre nos ama) ha sido derramado en nuestros corazones mediante el Espí­ritu Santo que nos ha sido dado” (Rom 5,5).

El don del Espí­ritu Santo cambia radicalmente el corazón del hombre en su actitud para con Dios y para con los hermanos (Rom 8,14-17; Gál 4,4-7). Crea en él una actitud filial de amor y de confianza hacia el Padre y es fuente de libertad cristiana: la libertad propia de los hijos de Dios. Obra en nosotros la conversión (cf CCE 1989). En este sentido, el Catecismo nos ofrece esta definición de la gracia: “La gracia es, ante todo y principalmente, el don del Espí­ritu que nos justifica y nos santifica” (CCE 2003).

Pero el don del Espí­ritu Santo comprende también la presencia personal de las divinas personas, descrita como presencia de inhabitación. San Pablo la expone como fundamento del comportamiento moral: “¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espí­ritu de Dios habita en vosotros? Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él; porque santo es el templo de Dios, que sois vosotros” (lCor 3,16-17). El don del Espí­ritu no es sólo el don de una persona divina, sino el don del misterio de la Santí­sima Trinidad: “Si alguno me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos en él nuestra morada” (Jn 14,23).

3. PLENIFICACIí“N DEL SER PERSONAL.

La filiación divina es la plenitud del ser personal en la medida en que es participación en la subsistencia personal de Jesús, el Hijo de Dios encarnado, el Verbo, cuya realidad está constituida por su apertura esencial al Padre y por la obediencia a él, en la entrega a los hombres. Es lo que se llama la proexistencia de Jesús. El cristiano está llamado también a participar de esta proexistencia en relación al Padre y en relación a los hombres, en cuanto participa de su filiación y trata de vivirla en su donación plena a Dios y a los demás, liberándose de sí­ mismo, alcanzando así­ la libertad de los hijos de Dios (Rom 8,15).

La expresión fundamental de esta libertad es el amor: amor filial al Padre, amor que es también cercaní­a al hombre, especialmente al hombre que sufre. Se trata, pues, de una libertad que no puede existir más que bajo la forma de amor. Esta libertad, que es la expresión de la madurez humana, es la plenitud de nuestra filiación y de nuestro ser de personas, en la medida en que representa la opción libre por Dios y por los hombres, manifestada en la vida filial respecto de Dios y en la fraternidad respecto de los hombres.

4. DIMENSIí“N COMUNITARIA. Nuestra filiación en Cristo se traduce no sólo en una relación filial respecto del Padre, sino también en una relación de fraternidad respecto de los hombres, que pone de relieve la dimensión social y comunitaria de nuestra incorporación a Cristo. No podemos invocar a Dios como Padre si no queremos conducirnos como hermanos con todos los hombres. “El que no ama no ha nacido de Dios” (Un 4,8).

La gracia es un misterio de comunión fraterna: en un mismo Espí­ritu tienen acceso al Padre tanto los que antes estaban cerca como los que estaban lejos (Ef 2,17-18). Estas palabras del Apóstol, referidas a judí­os y gentiles, se aplican a las situaciones más variadas y diferenciadas de los hombres. Por otra parte, el Espí­ritu no es sólo un don a cada creyente, sino también y primordialmente un don a la Iglesia, que se hace visible el dí­a de pentecostés (He 2,1-22). El Espí­ritu Santo es el ví­nculo de amor entre el Padre y el Hijo. Igualmente, el Espí­ritu Santo es el ví­nculo de unión con Cristo y entre nosotros mismos (2Cor 13,13).

La unidad del género humano se funda definitivamente en Jesucristo, el nuevo Adán, por quien todos tenemos acceso al Padre común, y en quien podemos reconocer como hermanos a todos los hombres. Sólo quien entiende la vida y la propia salvación como don -y esto es lo que en la medida máxima acontece en quien se sabe agraciado por Dios- puede a su vez entregarse enteramente al otro en el amor.

V. Claves catequéticas
La catequesis tiene una tarea con respecto a toda la realidad que, como hemos visto, se encierra en el término gracia. Se sabe, en efecto, envuelta en un clima de gracia como mediadora o instrumento de un don que la supera; su contenido es la manifestación de la gracia de Dios; su finalidad es invitar al encuentro gratuito, salvador, con Dios, en Jesucristo, plena realización de nuestra vocación personal; sus procesos catequéticos son como hitos del plan divino de la salvación en su encarnación en cada persona.

1. CARACTERíSTICAS DE UNA CATEQUESIS SOBRE LA GRACIA. a) La catequesis, ámbito de gracia. En la precatequesis, la catequesis prepara el terreno ayudando a valorar lo gratuito en un contexto en que apreciamos las cosas por lo que cuestan, y expresa esta gratuidad con una aceptación incondicional de las personas, apreciándolas por lo que son, más que por lo que hacen o tienen; la “actitud de aceptación incondicional del catequista respecto de cada catecúmeno constituirá un signo importante de esta gratuidad del amor de Dios” (CC 111). Además, la catequesis enseña a ejercitar la facultad del asombro, la capacidad de escucha, el aspecto celebrativo, la fantasí­a, el agradecimiento…

Antes de la catequesis ya está actuando la gracia. La catequesis tiene como punto de partida el don del amor divino, que sale a nuestro encuentro y se adelanta a nuestra respuesta de hombres. El Espí­ritu Santo es el principio inspirador de toda la obra catequética y de los que la realizan; es el que impulsa al catequista a anunciar el evangelio y el que hace aceptar y comprender la Palabra de salvación a los catequizandos. El mismo bautismo sostiene con su gracia el trabajo de estos en la catequesis (cf EN 75; CT 72; DGC 80, 90, 177).

La catequesis es, además, mediación de ese encuentro con Dios; iniciación sapiencial en la autocomunicación personal de Dios al hombre, para hacerle partí­cipe de sus designios de amor y de paz. La catequesis se sabe mediadora de ese encuentro, hecho “bajo el influjo de la gracia” (DGC 92). “Toda la acción catequética está al servicio de la acción de Dios en cada catecúmeno y en el grupo catecumenal como tal”; es “mediadora entre Dios y el catequizando” (CC 207; cf CF 60). Dicho con otras palabras, podemos ver la catequesis como actualización de la revelación. Al igual que la palabra de Dios, antes que cuerpo de doctrina es acción gratuita de Dios que se autocomunica a sí­ mismo a los hombres, así­ también la catequesis es cauce, acontecimiento de gracia (DGC 150), a través del cual Dios mismo actúa en el corazón del catecúmeno, ofreciendo llamada, promesa, perdón, corrección, sentido de la existencia, apoyo, presencia, justificación, donación. “Desempeña la función de disponer a los hombres a acoger la acción del Espí­ritu Santo” (DGC 22; cf CAd 108).

La catequesis educa en la acogida y en el agradecimiento del don personal recibido, y colabora a que la gracia santificadora/divinizadora recibida en el bautismo vaya haciéndose realidad existencial por la progresiva configuración con Cristo y vaya expresándose en una dimensión social y comunitaria. Ayuda al catequizando a admirar la gracia de Dios en el corazón de todo hombre de buena voluntad y a otear la voluntad salví­fica universal de Dios que envuelve y penetra toda existencia humana, ordenando al hombre a la comunión con Dios.

b) La gracia como contenido de la catequesis. “Aquel que, movido por la gracia, decide seguir a Jesucristo, es introducido en la vida de la fe, de la liturgia y de la caridad del pueblo de Dios” (DGC 51; cf AG 63). La catequesis, en concreto, inicia en dimensiones complementarias: en el conocimiento sapiencial del misterio de la gracia de Dios que ilumina el hoy de la historia de la salvación; en la oración que contempla, invoca, agradece…; en la celebración de ese misterio, presencia salví­fica en los sacramentos, hoy histórico-salví­fico; inicia en las actitudes evangélicas que marcan, como don y llamada, el camino del hombre viejo al hombre nuevo y en la acción apostólica y misionera que, motivada por la experiencia gozosa de la gracia, es la tarea.

No se trata únicamente de referencias a la gracia en la educación de esas dimensiones de la fe. El planteamiento es más profundo: tiene un enfoque global de don (al igual que tiene el de compromiso). “El conocimiento de la fe, la vida litúrgica, el seguimiento de Cristo, son, cada uno de ellos, un don del Espí­ritu que se acoge en la oración y, al mismo tiempo, un compromiso de estudio, espiritual, moral, testimonial. Ambas facetas deben ser cultivadas” (DGC 87).

Todo ello conlleva, al mismo tiempo, hablar también explí­citamente de la gracia en la catequesis; hablar no sólo en un lugar determinado sino en campos muy variados: historia de la salvación, Cristo, salvación, Iglesia, antropologí­a teológica… Señalamos algunos criterios más’concretos sobre la gracia como contenido de la catequesis:
– La catequesis anuncia el amor personal de Dios al hombre, su favor y benevolencia, su misericordia y su perdón, el don que hace de sí­ mismo (gracia increada) y el efecto de ese don en el hombre (gracia creada). La catequesis, al extraer su contenido de la fuente viva de la palabra de Dios, es toda ella expresión de la gracia. Es testigo del encuentro entre Dios y el hombre, de que Dios se ha abajado, ha condescendido con el hombre, y de que este se ha trascendido hacia Dios, habiéndose roto la frontera entre lo divino y lo humano. Testimonia, al mismo tiempo, que todo esto se realiza gratuitamente; ni Dios tiene obligación, ni el hombre derecho. Es alegre narración de un plan salví­fico divino que nos envuelve también hoy. En efecto, la catequesis “no sólo recuerda las maravillas de Dios hechas en el pasado, sino que, a la luz de la misma revelación, interpreta los signos de los tiempos y la vida de los hombres y mujeres, ya que en ellos se realiza el designio de Dios para la salvación del mundo” (DGC 39).

– La catequesis subraya el aspecto histórico-salví­fico de la gracia. Por eso nunca cesa de narrar los sucesivos encuentros salvadores de Dios en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. En definitiva, la catequesis ayuda a realizar una lectura significativa de la Biblia, desde las claves ofrecidas en la primera parte de este artí­culo. “Presentar la historia de la salvación por medio de una catequesis bí­blica que dé a conocer las obras y palabras con las que Dios se ha revelado a la humanidad… es también parte fundamental del contenido de la catequesis” (DGC 108).

– Al mismo tiempo, acentúa su dimensión trinitaria. El núcleo central de la catequesis, en sintoní­a con el núcleo de la buena noticia, es la revelación de la paternidad de Dios, de nuestra filiación divina y de la fraternidad humana; una vida filial y de gracia, bajo la moción del Espí­ritu Santo, una vida en Cristo.

– La catequesis concentra el concepto de gracia en Cristo (él es la gracia, el punto culminante de la historia, la salvación del hombre) y en su Espí­ritu que nos justifica y santifica. Así­ la catequesis, llevando a vivir en comunión con Cristo, posibilita la experiencia de la vida nueva de la gracia (cf DGC 116; 102).

– La gracia es, a su vez, un motivo para educar la dimensión ecuménica en la catequesis. La vida de gracia es un bien común entre la Iglesia católica y otras confesiones y, por ello, un motivo profundo para suscitar y alimentar el verdadero deseo de unidad (cf DGC 86; UR 3b).

– En cuanto al lenguaje sobre la gracia, la catequesis busca entre las distintas expresiones que en la Biblia y en la tradición designan la gracia, cuáles pueden encontrar una acogida mejor en cada etapa del proceso catequético, prestando atención a los diversos destinatarios y buscando un criterio de presentación intensivo desde el comienzo, y suficientemente extensivo al final del proceso. Es rica, como hemos visto, la fuente expresiva alusiva a la gracia; en general, puede decirse que las expresiones más antiguas, tal como se encuentran, por ejemplo en la Biblia, llenas de imágenes y sí­mbolos, encuentran en la primera iniciación cristiana de un catequizando más fácil acogida que otras expresiones de la gracia, fruto de la especulación teológica, que hallarán en la catequesis su puesto enriquecedor en un segundo momento. Esta misma búsqueda de lenguaje, es según el Directorio general para la catequesis, un don de Dios: “Por la gracia de Dios” tenemos la certeza de que es posible encontrar un lenguaje capaz de comunicar la palabra de Dios y de que el “mismo Espí­ritu otorga el gozo de llevarlo a cabo” (DGC 146).

– Por lógica de todo lo anterior, es una catequesis que evita falsos enfoques en relación con la gracia, como por ejemplo los siguientes: los planteamientos catequéticos que reducen la palabra de Dios a cuerpo de doctrina y olvidan que es acción gratuita amorosa; los que reducen la gracia a cosa, más que a acontecimiento; los que marcan la catequesis con un voluntarismo moral, como si el amor de Dios tuviese que ser el resultado de nuestro esfuerzo; los que parten del moralismo, que lleva a cumplir la norma por la norma; los que se fundan en una pura ascesis que podrí­a fomentar la conciencia de rechazo constante por parte de Dios, traduciéndose en una sorda hostilidad contra sí­ mismo y contra los demás; e igualmente los modelos catequéticos en que todos los catequizandos se ajusten, de un modo forzado, al molde del catequista (cf CC 107-111; CF 59; CAd 186).

c) La gracia configura la pedagogí­a de la catequesis. La realidad de la gracia marca una pedagogí­a en catequesis. “Es una pedagogí­a que se inserta y sirve al diálogo de la salvación entre Dios y la persona…; en lo que concierne a Dios, subraya la iniciativa divina, la motivación amorosa, la gratuidad, el respeto de la libertad; en lo que se refiere al hombre, pone en evidencia la dignidad del don recibido y la exigencia de crecer constantemente en él” (DGC 143; cf 156).

La pedagogí­a catequética, desde este enfoque, encuentra su paradigma obligado en la pedagogí­a del don, que aparece a lo largo de toda la historia sagrada. Ello le exige cultivar una actitud de gratuidad y comprensión de cara a los catequizandos, desarrollar su oí­do en la escucha de la llamada amorosa de Dios, favorecer un clima receptivo de silencio interior, impulsar el reconocimiento de los dones recibidos, fomentar la acción de gracias y tratar de ser don y gratuidad para los demás (cf CAd 256-257).

Una pedagogí­a que tiene una referencia constante a la acción del Espí­ritu, Maestro interior que actúa “en la intimidad de la conciencia y del corazón” (CT 72; cf EN 75; DGC 50, 288-289). Una pedagogí­a que es consciente de la actuación personal, no uniforme, de la gracia en cada catequizando, y que ayuda a su descubrimiento. Una pedagogí­a, pues, de servicio y no de dominio, porque posibilita el crecimiento de una semilla -el don de la fe- depositada por el Espí­ritu en el corazón del hombre, estando el catequista al servicio de ese crecimiento (cf EN 79; CC 109; CF 59).

En la misma lí­nea, será una pedagogí­a que potencia en los catequizandos la capacidad de “comportarse de modo activo y responsable ante el don de Dios” (DGC 152; cf 157). Y una pedagogí­a del respeto hacia el catequizando: respeto a la situación religiosa y espiritual de la persona que se evangeliza; respeto a su ritmo, que no se puede forzar demasiado; respeto a su conciencia y a sus convicciones, que no hay que atropellar; respeto también a la comunidad catequética, cuyo ritmo de crecimiento y maduración se mueve por un factor que desborda el empeño del propio catequista.

Sintonizando la pedagogí­a del don con la de la encarnación, la catequesis ayuda al catequizando a leer lo que está viviendo, porque el ámbito donde Dios se acerca al hombre con su gracia y lo salva es la misma experiencia asumida por la fe (cf DGC 152).

En la presentación de esta vida í­ntima de Dios, la catequesis sigue la misma pedagogí­a de Jesús: mostrar esa vida a partir de sus obras salví­ficas en favor de la humanidad (cf DGC 100).

Una pedagogí­a, en definitiva, en que la gracia divina y la acción catequizadora de la Iglesia ni se confunden ni se contraponen o separan, sino que forman una unidad en el proceso de maduración de la fe (cf DGC 88, 138, 144, 244).

De todo este reto pedagógico se deducen distintos criterios para la formación de catequistas; señalamos tres: 1) El estudio, a la medida de la colaboración de cada agente, de cuanto sobre la gracia nos enseña la Sagrada Escritura y la tradición, el magisterio de la Iglesia, los catecismos y la teologí­a (cf EN 75). 2) Junto con el estudio, la contemplación de la actuación de la gracia, de la acción del Espí­ritu Santo, sea en el corazón de los catequizandos, sea en los mismos catequistas (cf CF 57, 61). 3) Por último, de forma complementaria, la invocación a la fuente de la gracia; invocar con fe y fervor al Espí­ritu Santo y dejarse guiar por él como inspirador decisivo de los programas e iniciativas de la actividad evangelizadora, fruto de la conciencia de que se actúa como su instrumento vivo y dócil (cf EN 75; CT 72; DGC 290).

d) Un hombre nuevo nace de la catequesis por la gracia. Una catequesis como la que vamos describiendo, está llamada a dar como fruto creyentes comprometidos con la causa y el estilo de Jesús y, como consecuencia, adoradores del Padre, colaboradores del Espí­ritu, hombres de Iglesia, en actitud de servicio al mundo. Está llamada, en consecuencia, a dar como fruto una novedad de vida, unos catequizandos conscientes de la acción de la gracia en sus corazones, capaces de dejarse guiar por esa voz, portadores de espiritualidad evangélica, deseosos de vivir la santidad, atentos a los signos de los tiempos y a sus interpelaciones, con fuerza para ser testigos, solidarios con los hombres, sobre todo con los que más sufren, comprometidos en la transformación de la sociedad (cf CAd 165-171).

La catequesis es testigo de la necesidad del don y también de la vida nueva que aporta. Por ello, presenta el tema de la gracia como algo profundamente vital y enriquecedor para el hombre; inserta el tema de la gracia en el más amplio de la salvación integral del hombre, que ofrece plenitud de vida, renovación interior que diviniza, humaniza, plenifica y hace dar fruto (cf CCE 1697).

Una salvación que conlleva, como uno de sus elementos, la liberación, purificación de lo que “está bajo el signo del pecado (pasiones, estructuras del mal…) o de la fragilidad humana, suscitando en los catequizandos actitudes de conversión radical a Dios, de diálogo con los demás y de paciente maduración interior” (DGC 204; cf 37, 102). En consecuencia, la catequesis muestra que la gracia es más fuerte que el pecado, Dios más grande que nuestra conciencia y la vivencia del perdón gratuito e incondicional de Dios superior al sentimiento de culpa (CC 211).

2. CATEQUESIS SEGÚN LAS EDADES. Cuanto llevamos dicho sobre la relación de la catequesis con la gracia, encuentra acentuaciones tanto en la catequesis por edades como en las que tienen lugar en otras situaciones especiales o en diversos contextos socio-religiosos. Aquí­ simplemente nos limitamos a realizar algunos apuntes.

a) Infancia y niñez. En esta etapa tiene lugar, de ordinario, la iniciación cristiana comenzada en el bautismo, con tareas directamente relacionadas con la temática de la gracia, como son la primera formación orgánica de la fe del niño, la incorporación a la vida de la Iglesia y la recepción de los sacramentos. Acentos de este momento pueden ser:
– Atender al desarrollo de las capacidades y aptitudes humanas que serán la base antropológica de la vida de la gracia, como el sentido de la confianza, la gratuidad, el don de sí­, la invocación…

– Presentar la paternidad de Dios con las grandes lí­neas de su maravilloso plan de salvación, en el que Jesucristo es el centro y en el que el mismo catequizando encuentra su puesto. Un Dios buena noticia para el niño. El rico lenguaje alusivo a la gracia que nos ofrece la Biblia, es amplio manantial para esta etapa del proceso catequético. Podemos encontrar textos positivamente significativos en los catecismos españoles Padre nuestro y Jesús es el Señor.

– Educar en la oración como encuentro alegre con el Dios que nos quiere; dar sentido a las celebraciones de los cristianos, recibiendo a la vez de los sacramentos vividos esa dimensión vital y festiva que impide a la catequesis quedarse en meramente doctrinal; iniciar la educación de una vida como tarea en respuesta al Dios que sale a nuestro encuentro (cf DGC 178; CT 37).

b) Preadolescencia, adolescencia, juventud. Una primera constatación es la influencia de la crisis espiritual en las generaciones jóvenes, así­ como la necesidad de tomar en consideración la realidad de estas etapas, sus dificultades, necesidades, capacidades humanas y espirituales; todo ello invita a la Iglesia a la creatividad y a la búsqueda de atenciones pastorales especí­ficas. Acentos de este momento en la relación catequesis-gracia pueden ser:
– Dar importancia también, dentro de los procesos globales, a la acción precatecumenal, que prepara el terreno para la dimensión más favorable al don; la misma realidad pide que la acción apostólica con los jóvenes sea de í­ndole humanizadora y misionera, como primer paso para que maduren unas disposiciones favorables a la acción estrictamente catequética.

– Descubrir la presencia de Dios en la experiencia,’ en la realidad, y descubrir al grupo como una magní­fica experiencia de la presencia de Jesucristo en su Iglesia.

– Proponer explí­citamente a Cristo y a la vida cristiana como su seguimiento, siguiendo así­ el estilo del evangelio, en el que los jóvenes aparecen como interlocutores directos de Jesucristo: a ellos les brinda su amistad, les revela su singular riqueza y les compromete en un proyecto de crecimiento personal y comunitario de valor decisivo para la sociedad y la Iglesia.

– Realizar un esfuerzo de adaptación a los jóvenes, por ejemplo en el tema del lenguaje (mentalidad, sensibilidad, gustos, estilo, vocabulario…), sabiendo traducirles el mensaje de Jesucristo. El catecismo español Con vosotros está supuso una buena obra de adaptación; en él se expone la fe contando con las experiencias de los adolescentes. También se puede citar, como intento, la “Narración de la historia de la salvación”, con la que comienza el catecismo Esta es nuestra fe. Esta es la fe de la Iglesia.

– Considerar a los jóvenes como sujetos activos en catequesis, protagonistas y artí­fices de la renovación social; han de trabajar los talentos recibidos, dar pasos hacia el hombre nuevo, ir creciendo a la medida de Cristo (cf CC 248; DGC 181, 183, 185, 186).

c) Adultos. “Puede decirse que, a través de la catequesis de la Iglesia, el Espí­ritu Santo, Señor y dador de vida, está desarrollando en los adultos bautizados la vida nueva de los hijos de Dios, hasta hacerla adulta” (CAd 110). Acentos de este momento pueden ser:
– Inician redescubrir o profundizar en la fe, encontrando en el catecumenado bautismal una referencia importante, con un estimulante apoyo de la comunidad y un desarrollo armónico de las dimensiones de la fe: cognoscitiva, afectiva y comportamental.
– Iluminar los aspectos de don y tarea en campos, tan fundamentales en este momento, como el amor y la familia, el trabajo y el compromiso en el mundo. Igualmente, atender a puntos como el sentido de la vida, la lectura cristiana de la vida, y la atención a las transiciones, crisis, necesidades, momentos favorables… propios de cada etapa dentro de la edad adulta (cf CT 23; CAd 59b, 79-80, 177, 183-184, 190, 192).

d) Tercera edad. Las personas de esta edad, lejos de ser consideradas como sujetos pasivos, son un don de Dios para la Iglesia y la sociedad. Acentos de este momento pueden ser:
– Anunciar la fe en un clima de acogida y de amor, que confirman, mejor que ninguna otra cosa, el valor de la Palabra; la catequesis asocia al contenido de la fe la presencia cordial del catequista, de la comunidad creyente y la activa participación de los catequizandos.

– Aportar una gran riqueza significativa para cada situación de fe. Puede suponer: ayuda para seguir recorriendo el camino en actitud de acción de gracias y de espera confiada; luz para una experiencia religiosa más rica; invocación, perdón, paz interior…; y siempre un mensaje de esperanza que proviene de la certeza del encuentro definitivo con Dios.

– Valorar la colaboración catequética de la persona de tercera edad. El anciano, tantas veces testigo de la tradición de la fe, maestro de vida y ejemplo de caridad, encuentra una catequesis que valora esta gracia, ayudándole a descubrir las ricas posibilidades que tiene dentro de sí­; ayudándole, por ejemplo, a asumir funciones catequéticas en relación con el mundo de los pequeños, para quienes a menudo son abuelos queridos y estimados, y en relación con los jóvenes y los adultos (cf CC 251; DGC 186-188).

BIBL.: V. M. CAPDEVILA, Liberación y divinización del hombre. La teologí­a de la gracia (2vols.), Secretariado Trinitario, Salamanca 1984; GARCIA C., La teologí­a posconciliar sobre la gracia, Burgense 34 (1993) 167-187; 37 (1996) 93-124; 38 (1997) 543-580; GROPPO G., Gracia, en GEVAERT J. (ed.), Diccionario de catequética, CCS, Madrid 1985, 399-402; LADARIA L. E, Teologí­a del pecado original y de la gracia, BAC, Madrid 1993; MONTE-RO J., Psicologí­a y educación en la fe, Ave Marí­a, Granada 1976; Ruiz DE LA PEí‘A J. L., El don de Dios. Antropologí­a teológica especial, Sal Terrae, Santander 1991; Creación, gracia, salvación, Sal Terrae, Santander 1993.

Ciro Garcí­a Fernández
y Fernando Jarne Jarne

M. Pedrosa, M. Navarro, R. Lázaro y J. Sastre, Nuevo Diccionario de Catequética, San Pablo, Madrid, 1999

Fuente: Nuevo Diccionario de Catequética

TEOLOGíA MORAL
SUMARIO
I. Gracia: concepto teológico.
II. La doctrina bí­blica:
1. El Antiguo Testamento;
2. El Nuevo Testamento.
III. El acontecimiento de la gracia.
IV. Ley, responsabilidad, alegrí­a cristiana.
V. Historia de las interpretaciones de la gracia:
1. La patrí­stica oriental;
2. La patrí­stica occidental y Agustí­n;
3. La Edad Media y Tomás;
4. Lutero y el concilio de Trento;
5. La época postridentina.
VI. Carácter escatológico de la gracia.
VII. La fundamentación de la ética.

I. Gracia: concepto teológico
“El Señor bajó en la nube y se quedó con él allí­, y Moisés pronunció el nombre del Señor. El Señor pasó ante él proclamando: el Señor, el Señor, el Dios compasivo y clemente, paciente, misericordioso y fiel, que conserva la misericordia hasta la milésima generación, que perdona culpas, delitos y pecados, aunque no deja impune y castiga la culpa de los padres en los hijos, nietos y bisnietos” ($x 34,5-7).

Este texto nos introduce en el centro de nuestro tema: la gracia. En la perspectiva bí­blico-cristiana, en efecto, gracia es prioritaria y fundamentalmente la actitud de Dios hacia el hombre y hacia el mundo, expresada allí­ donde se habla explí­citamente de gracia o de manera más general de don, de benevolencia, de misericordia, de perdón, etc., y, sobre todo, donde se informa del amor de Dios hacia su criatura o, más bien, donde Dios mismo es denominado simplemente amor.

Gracia es categorí­a radicalmente teológica; quiere decir, originariamente, Dios mismo, Dios en su ser y en su esencia, tal como son cognoscibles y definibles en el marco de la revelación, donde Dios se manifiesta en relación con el hombre. Gracia significa que, en la absoluta libertad de su amor, Dios ha entrado y se ha revelado en relación con otro, con la criatura. La revelación divina nos presenta a Dios en esta relación; a partir de este dato o, más bien, don originario, podemos tratar de comprender entre dificultades -Pides quaerens intellectum- cómo se enraí­zan en el ser mismo de Dios las diferentes determinaciones que la revelación nos muestra de él; lo que no podemos pretender en absoluto es seguir su desarrollo a partir de una noción de Dios autónomamente fabricada por nosotros.

Como segundo momento del contenido teológico del concepto, correlativo del primero, la gracia adquiere un alcance y una dimensión antropológicos, no en tensión con su genuino carácter teológico, sino completándolo. Si gracia quiere decir relación originaria de Dios para con el hombre y el mundo, ello significa que es una dimensión interna de la relación concreta que designamos también con la categorí­a de creación; o, mejor, la gracia es originariamente gracia de la creación.

Si insistimos en el carácter concreto de estas categorí­as -gracia y creación- hasta identificarlas es porque no es nuestra intención negar significado ni siquiera quitar valor a la tradición teológica que distingue lo natural de lo sobrenatural, la creación de la elevación al estado de gracia. Se trata de distinciones que pueden y deben valorarse sobre todo por las exigencias que expresan, aunque somos de la opinión que su aceptación debe estar basada en un cuidadoso discernimiento crí­tico.

En la lí­nea de estas exigencias proponemos, pues, la identificación de los referentes concretos denotados por las fórmulas bí­blicas de gracia y de creación, donde se integra también la dimensión activa de crear y dar gracia por parte de Dios y la pasiva de ser creado y agraciado por parte del hombre. Todas las determinaciones bí­blicas del ser de Dios, interpretadas en perspectiva de historia de salvación, denotan en realidad la gracia.

II. La doctrina bí­blica
1. EL ANTIGUO TESTAMENTO. El amor es originariamente creador (¡creación en Cristo!). La creación que se lee en la Biblia hay que entenderla ante todo desde la Biblia.

En el marco de la propuesta bí­blica de la gracia de Dios, el hombre se presenta originariamente como término de una creación que es a la vez llamada, provocación; el hombre es colocado ante Dios, con el compromiso de dar una respuesta y ser responsable de sí­ y del mundo. En esta relación radical adquieren forma los rasgos caracterí­sticos del hombre: apertura originaria a Dios (de aquí­ surge el problema de Dios, de la religiosidad constitutiva del hombre, etcétera); carácter originario de la relación con los otros humanos (constitución del yo mediante la educación, fundamento y condiciones de posibilidad de realización del yo con autonomí­a, problemática sugerida por la iniagen hegeliana del amo y del esclavo, conflictividad, etc.); problema de la relación con el mundo, en la doble vertiente de naturalización del hombre y de humanización de la naturaleza. Las grandes virtudes. teologales de la fe, la esperanza y la caridad tienen en esa relación originaria su raí­z trascendental, al igual que también la tienen en ella la misma experiencia y el horizonte. del mal.

La definición de las relaciones originarias se hace sin embargo, teniendo, presente que el Génesis es una sí­ntesis y una reconstrucción como “principio” de la situación de historia de salvación desplegada en la historia y en la experiencia de Israel.

La doctrina del hombre creado a imagen y semejanza de Dios está concebida en la dirección de estas relaciones con Dios, con el hombre y con el mundo. La fidelidad de Dios garantiza la perduración de las mismas, incluso en la indiferencia o el rechazo del hombre al proyecto de su creador, y se reafirma para con el hombre pecador, modulándose como misericordia.

Toda la Biblia, por lo demás, adquiere forma como testimonio divinamente suscitado y garantizado del amor, de la gracia y de la misericordia de Dios para con el hombre y el mundo; es narración del actuar de Dios como realización de la promesa -dirigida a los antepasados, a Abrahán y a su descendencia, por siempre (Lev 1:55)- en la alianza y que tiene en la creación misma su primer fundamento, en el acontecer del AT su documentación histórica y en Jesús su cumplimiento en la dimensión de la realización y de la transparencia.

La orientación decisiva del AT parte de una experiencia efectiva de salvación y de gracia: el comienzo de toda definición de la situación humana es el horizonte histórico del pueblo hebreo y la conciencia por la que este pueblo interpreta toda experiencia concreta como intervención de Dios, don absolutamente gratuito, expresión de benevolencia y de misericordia; muna palabra, de gracia. La concepción de la creación es el término final de un movimiento interpretativo que con anterioridad habí­a elaborado ya la idea de elección, la cual constituye la gran categorí­a en cuyo marco se comprenden sin dificultad las relaciones entre Dios e Israel y, más en general, las relaciones de Dios con la humanidad entera y con el mundo. De un no-pueblo, Dios ha hecho su pueblo; los últimos, los que no cuentan, los que en absoluto pueden aducir tí­tulo alguno ni jactarse ante Dios, han sido elegidos con una elección que pone de manifiesto la soberana libertad de Dios, que hace uso de toda su omnipotencia en una decisión y en una relación de absoluta benevolencia y misericordia.

De la elección surge -yes la segunda gran categorí­a del AT- la alianza. Categorí­a compleja, en la que un tipo y un orden de relaciones entre seres humanos, incluso jurí­dicamente definido, es asumido como modelo de las relaciones de Dios con el pueblo de Israel modelo obviamente analógico, sobre el que pesan dificultades especí­ficas que pueden llegara poner en un aprieto a la interpretación e impulsarla a unilateralidades y malentendidos que suscitarán la indignada protesta profética.

Queda delimitado así­ el horizonte entero dentro del cual se desarrolla la historia del AT y el conjunto de los acontecimientos que en ella se entrelazan: infidelidad del pueblo de dura cerviz, que olvida los beneficios recibidos, infringe las cláusulas del pacto y se rebela contra la voluntad de su Señor; por la otra parte, la fidelidad de Dios, quien a veces usa la vara, castiga y destruye, pero reafirma la persistencia de su propósito de gracia y garantiza la permanencia y el cumplimiento de su promesa más allá de toda prestación del pueblo mismo, más allá incluso de la reticencia y de toda infracción de sus mandatos.

Las afirmaciones del AT quedan, sin embargo, faltas de elementos esenciales si no se integra explí­citamente en ellas la dimensión universal del propósito de Dios, expresado de manera emblemática en la multiplicidad de las alianzas testimoniadas, además de la sinaí­tica, y si no se hace una referencia precisa a la dimensión personal de la relación con Dios, por más que en ésta esté siempre prioritariamente definida en términos de relación entre Dios y pueblo. Pueblo elegido es aquel que Dios, en la lí­nea del amor para con el hombre criatura y pecador, ha querido que fuera suyo en base exclusiva a la benevolencia y a la misericordia; habilitado por Dios para reconocer y para responder a esta gracia en la asunción de una responsabilidad que guarda también relación con los pueblos paganos, extraños al pacto mosaico, pero nunca extraños al propósito divino de salvación; más aún: implicados ya directamente ellos mismos en las múltiples formas de pacto estrecho de Dios con la humanidad entera, por ejemplo, el pacto con Noé; a ellos irá dirigida un dí­a la llamada clara e inequí­voca a la conversión y a la salvación mediante el evangelio de Cristo, que alcanzará, explicitará y dará cumplimiento a la universalidad del plan de salvación.

Dos son en realidad los momentos que anticipan y bosquejan el horizonte universal propio de la gracia y de 1a salvación: la creación y el pecado. Si la primera es la condición de posibilidad, el fundamento y la forma básica de la relación concreta de Dios con el hombre -relación absolutamente positiva y llena ya de la riqueza que tendrá su plena manifestación en la resurrección-, el pecado es la condición totalmente negativa, en la que el hombre se ha colocado responsablemente frente a la gracia de Dios; el acto y el estado del rechazo, del abandono y de la rebelión, cuya invasión, irredimibilidad y universalidad inspirarán las connotaciones preliminares de la gracia vuelta a otorgar al pecador.

La fuerza del pecado, que actúa como ruptura del hombre con Dios, tiene expresión en la laceración interior del hombre mismo e incluso en la forma del mundo, cuya construcción ha sido confiada al hombre. El pecado, en efecto se posesiona y reina en el mundo, haciendo de él el lugar de los conflictos, de la violencia y del dominio opuestos al amor, a la paz y a la libertad que deberí­an tener su puesto en él. Todo aparece en él marcado por una especie de fatalidad, entendida a menudo como -la dependencia absoluta de una fuerza que domina el devenir de las cosas y los acontecimientos de los hombres, imponiéndoles su ley inexorable e inescrutable. La superación de la figura mí­tica del destino no disminuye la fuerza de determinación, no obstante que esa figura pueda quedar enmarcada dentro de las leyes naturales subyacentes al mundo humano o de la complejidad de la realidad social, en cuyo interior se recompone y se dispersa a la vez la actuación del individuo, integrado o explotado para sus propios fines por una astucia de la razón, o de la sinrazón, o de lo totalmente irracional; la eficacia de esa actuación queda condicionada a la integración en los dinamismos de desarrollo de lo real, dinamismos que escapan y resultan inaccesibles a todo proyecto, libre determinación e incluso comprensión del hombre. ¿Podemos no ser homicidas? Este desgarrador interrogante de Musil se le plantea hoy a la conciencia lúcida de todo hombre que piense. La Biblia, ya en el AT, señala el fundamento de la atormentadora situación en la que ese interrogante surge. Pero es aún más verdad que ella promete su superación.

2. EL NUEVO TESTAMENTO. La actitud de Jesús y de Pablo empalman de alguna manera con la crí­tica profética a la teologí­a del pacto, dirigidas como están ambas a poner de manifiesto con absoluta claridad la gratuidad, la gracia de la relación de Dios con el hombre que las categorí­as en cuestión denotan.

El NT presenta una pluralidad de niveles, en los que se articulan también sus múltiples `teologí­as’; entre ellas debemos buscar las interpretaciones de la gracia.

El desarrollo de los motivos del AT en el NT y en la conciencia cristiana no puede quedar reducido al modelo de simple continuidad. Tema importante dei prólogo de la carta a los Efesios, y que aparece con frecuencia en el NT, es la reafirmación de la absoluta prioridad de la elección divina, que precede a la creación y que se concreta en la forma de una predestinación que, ahondando sus raí­ces en la eternidad de Dios, se manifiesta claramente en la obra divina de la creación y en la historia de la salvación que sella la.aventura del mundo. Sin embargo, el hecho nuevo que define la lí­nea interpretativa y que se presenta como acontecimiento decisivo para toda la realidad del mundo y de la historia es Jesús el mesí­as.

El testimonio que, sobre todo los sinópticos nos ofrecen de la predicación de Jesús pone de manifiesto el interés central de la misma por la proclamación del reino; es éste el contexto en el que se configura primariamente y en el que debemos buscar las afirmaciones sobre la gracia. Reino es la realidad nueva a la que Dios da origen, situándose respecto al hombre en una relación cuya concreción queda delimitada por Jesús mismo. Reino de Dios es, sobre todo, reinado de Dios. Se confirma así­ su carácter prioritariamente teológico y no antropológico; el hombre es introducido en él con un gesto divino que vuelve a definir el sentido de su existencia y de su historia.

La larga serie de los discursos de Jesús -las parábolas del reino o el sermón de la montaña en términos explí­citos, otros en forma menos explí­cita- nos ilumina acerca de las caracterí­sticas de esta realidad divina como don y promesa, mandamiento y tarea; todas las formulaciones se presentan como indicativo e imperativo; todas las realidades, como un ya y un todaví­a no, como un camino y un estar ya en la meta, como anticipación y cumplimiento, como ser ya lo que todaví­a no aparece, como una semilla henchida de vida y la espera del fruto. Fórmulas y analogí­as ilimitadamente multiplicables, todas aptas por igual para aludir al referente en cuestión e incapaces de aferrarlo y encerrarlo; el dinamismo de una realidad que tiene origen en Dios y trazos tí­picamente divinos; se apodera del hombre y lo impulsa en su propio movimiento; lo habilita, de forma que ese camino sea camino genuinamente humano hacia una meta que será el advenimiento de Dios, su don y su manifestación plena.

Advenimiento, hemos dicho: el camino que se origina en el pasado, tiene su cumplimiento en el presente y se proyecta continuamente hacia el futuro, obra ciertamente del hombre; futuro como faciturus, pero nunca hasta el punto de reducir a sí­ la trascendencia de Dios, su eternidad, que respecto al futuro que el hombre va abriendo, aunque vivificado por la presencia de Dios, se sigue presentando como un salir al encuentro por parte de Dios en persona, es decir, como advenimiento. La categorí­a que mejor expresa este dinamismo el la de escatologí­a, en su tí­pica definición teológico-cristiana, que tiende a enriquecerla con las connotaciones desplegadas sobre todo por el lenguaje de las parábolas del reino.

Reino que se asemeja al campo, a la semilla, al fermento, al banquete; tiene sus raí­ces en la gracia de Dios, su comienzo en la llamada divina; se amplí­a como extensión del amor misericordioso de Dios; tiene su carta magna en el sermón de la montaña y en las bienaventuranzas, donde la presencia eficaz y salvadora de Dios -la bienaventuranza- asume la forma histórica y mundana del ser pobres, del llorar, del ser perseguidos por defender la justicia, hasta la paradójica y humanamente inaceptable medida -¡locura y escándalo!- de la cruz de Cristo.

En él, como ya ha quedado dicho, la gracia asume su decisiva determinación; él no sólo proclama el reino, sino que le da inicio; sus palabras, sus acciones, sus prodigios -¡hasta el supremo e imposible del perdón de los pecados!-, los acontecimientos de su vida: he aquí­ las primicias del reino presente en el mundo. Jesús lo representa; lo hace presente y lo contiene en sí­, convirtiéndose en su señal y testimonio supremo; Jesús, el reino de Dios en persona; autobasileí­a, en espléndida fórmula de Orí­genes.

La doctrina sobre la gracia hay que buscarla ante todo en este evangelio del reino está precisada a través de muchas afirmaciones de Jesús mismo, polémicas a veces respecto a las concepciones de los fariseos, los saduceos y los jefes religiosos de su pueblo; no es infrecuente que la polémica vaya dirigida a subrayar precisamente el carácter de don absoluto, de amor, de misericordia y de gracia que tiene la intervención divina, en contra de la rigidez y la cerrazón a que se la quiere forzar. Por eso Jesús proclama la salvación dada a los pobres, a los excluidos, a los marginados, desde los pastores que se agolpan en torno a su cuna hasta el ladrón crucificado con él: el perdón y la gracia anunciados y dados a los pecadores. Sólo gracia; su limitación no proviene de Dios, sino de la pretensión humana de presentarse ante él con tí­tulos de mérito o de derecho. Gracia como gratuidad absoluta: aquel a quien se le otorga gratuitamente la hace realmente suya acogiéndola y conservándola en su irreductible gratuidad y entrando en la dinámica de esta gratuidad.

Declaración de la gracia es también el mandamiento del amor, que supone la gracia como principio y medida del amor y de la gratuidad que caracterizan a la existencia cristiana: hacerse prójimo, al igual que Dios se ha hecho prójimo del hombre pecador y perdido. Reducir la ley al amor representa ciertamente una relativización de todas las prestaciones, de todas las leyes y de todas las normas al amor, referidas al amor, en función del cual son medidas y valoradas. No se trata, por supuesto, de exigir menos, de ali= gerar el yugo o de dispensar del compromiso; se trata más bien de lo contrario: someter la existencia humana a una exigencia que ella jamás podrá satisfacer y que se replantea con renovada urgencia frente a toda forma positiva de respuesta y frente a toda inobservancia y rechazo. Incluso los intentos del hombre ético y del hombre religioso quedan apresados en esta radical negatividad. Apresados por la distorsión radical, el hombre ético y el religioso se convierten ellos mismos en generadores de iniquidad y de impiedad. Es éste uno de los grandes temas paulinos.

En Pablo el evangelio de la gracia proclamado por Jesús se plantea a un nivel que pone de manifiesto una genial forma de penetración teológica: las dimensiones esenciales de la gracia en su determinación fontal trinitaria, en su concreción histórica en Jesús, el mesí­as Señor, en la multiplicidad de formas y en la sobreabundante e inagotable riqueza de dones que el Espí­ritu derrama en el interior y en la existencia de cada creyente, en la vida de la Iglesia y sobre el mundo entero, todas ellas componen un cuadro en el que la abundancia de elementos rivaliza con el poderí­o de la construcción doctrinal. Jamás la Iglesia en su historia milenaria o un genio religioso se han acercado a esta doctrina sin experimentar con irresistible fascinación la sorpresa y la alegrí­a de un nuevo descubrimiento.

Menos fulgurante, pero no menos profunda, se presenta la doctrina de la gracia en las categorí­as joánicas de la fe, de la obediencia a “aquel que manda”; del nacimiento a partir de Dios, de la vida eterna, y en las espléndidas metáforas del agua viva, de la vid y los sarmientos, del vino, de la luz.

Un buen diccionario bí­blico ofrece la documentación necesaria que este artí­culo no puede aportar. Hay, sin embargo, un tema, que tiene una fundamentación precisa y directa en el NT, al que es necesario dedicar todaví­a nuestra atención. Dios se manifiesta e ilumina su rostro sobre nosotros en Jesús, de forma que decir Dios debe ser para nosotros lo mismo que decir Jesús de Nazaret, en quien habita la plenitud de la divinidad (Col 2:9). La teologí­a cristiana es absolutamente exigente, también en lo referente al tema de Dios; resultarí­a vací­o todo lo que no fuese en definitiva interpretación del acontecimiento de Jesús; habrí­a que rechazar todo lo que pretendiera erigirse o quedar fuera de esa interpretación. La misma reflexión sobre Dios en sí­ no puede tener validez más que como momento abstracto del hablar genuino sobre él, que no es otro que el que tiene por tema a Jesús el mesí­as, en quien Dios se ha reafirmado -habita- en su decisión de amor al hombre, tan soberanamente libre como definitiva para la realidad del hombre y de su historia, y por su indagar y comprender que no puede ir más allá de esa interpretación o retroceder respecto a ella hacia no importa qué fundamento. “Jesucristo es, en efecto, Dios en su condescendencia respecto al hombre; más exactamente, es el Dios que se dirige hacia el pueblo de los hombres representado por el individuo único de Jesús de Nazaret, Dios en su alianza con este pueblo, en su ser y en su actuar al lado de él. Jesucristo es la decisión de Dios en favor de este actuar” (K. Barth). La conclusión se impone por necesidad: “Hablando, pues, de Dios debemos pensar igualmente de forma inmediata en Jesucristo y en el pueblo que él representa. Es aquí­, en efecto, donde podemos ver qué comportamiento ha decidido adoptar Dios una vez por todas para llegar a su encuentro y para que nosotros, a su vez, pudiéramos llegar a su encuentro; en la persona de sú Hijo eterno se ha unido él mismo al hombre Jesús de Nazaret, y en él y por medio de él, al pueblo que él representa. Es el Padre de Jesucristo y no sólo el Padre eterno de su Hijo eterno; por consiguiente, es el Padre eterno de este hombre circunscrito en el tiempo y, por este camino, el Padre eterno, el poseedor y el salvador del pueblo que existe en este hombre, destinado a ser el rey y la cabeza de la humanidad que él representa” (K. Barth).

III. El acontecimiento de la gracia
La gracia es la respuesta cristiana al pecado y a la necesidad que éste ha introducido en el mundo; promesa y don de liberación y de salvación.

Promesa y don de Dios, entendiendo este genitivo en sentido subjetivo y objetivo: Dios que se da a sí­ mismo al hombre haciéndose hombre e historia; de nuevo historia de Dios, en el sentido subjetivo y objetivo del genitivo.

La gracia es el don de Dios al hombre pecador; se realiza en concreto como dialéctica de gracia y de pecado.

En Cristo se presenta de hecho el modelo O del poderí­o negativo y destructor del pecado; 0 del hombre por Dios; D de Dios por el hombre.

No resulta fácil dar con una categorí­a suficientemente alusiva para expresar y no traicionar esta realidad; resulta imposible encontrar una adecuada. Para evitar el peligro de cosificación, en el que caen con demasiada facilidad las categorí­as sustanciales, recurrimos a la categorí­a de acontecimiento.

Acontecimiento es un acaecer que tiene su principio fuera y más allá de nosotros, pero que nos alcanza, nos envuelve y nos provoca, convirtiéndose en experiencia nuestra, iluminada por nuestra comprensión, a la vez que se propaga más allá de nosotros, de nuestra inteligencia y de nuestra existencia. Urge en él algo que está esencialmente más allá y como tal se perfila: trascendente; y, sin embargo, se conjuga con nuestra necesidad y nuestra aspiración a la salvación, presentándose como promesa, mandato, amenaza y esperanza; bien arduo, problemático, sólo pensado en su radicalidad en la medida en que no se quiera ver en el hombre su principio; ofrecido al hombre como don, y, sin embargo, no comprensible de otra manera que en la lí­nea de una autorrealización del hombre.

De ahí­ que se den en el acontecimiento los factores dinámicos que estimulan al hombre más allá de sí­, más allá del horizonte de su vida mundana y del mundo entero, considerado en su dimensión visible y experimentable.

El acontecimiento es el punto de convergencia de los temas bí­blicos y cristianos del adviento como espera del que tiene que venir; de la escatologí­a como presencia de lo todaví­a no manifestado; de la paz como plenitud de los bienes mesiánicos.

El tiempo mesiánico es el término de la esperanza. Epoca y lugar del Espí­ritu y de sus dones, que partiendo del mesí­as rebosarán sobre todos los hombres y sobre el mundo entero. Será una transformación radical: de una situación donde reinan la contraposición, el conflicto, la violencia, la opresión, la injusticia, a un tiempo de justicia, de abundancia, de paz. De una condición de pecado, donde resuena el mensaje profético y brilla la esperanza abierta a la espera mesiánica. La promesa es preanuncio del mesí­as, quien, sin embargo, resplandecerá en la forma de una novedad absoluta, que dará al traste con toda expectativa y toda prefiguración.

En la conciencia cristiana el cumplimiento es Jesús; él es la epifaní­a de Dios, de la gracia otorgada al mundo. En su concreción histórica, él recapitula el A y el NT; más aún: la historia entera del mundo, a la vez que se extiende y se dilata a toda la historia. El movimiento hasta Cristo presenta la figura de la concentración; a partir de Cristo, la de la explosión y extensión universales. La novedad que él aporta se agudizará al máximo en la locura y el escándalo de un mesí­as, mejor, de un Dios humillado, en la realidad de la cruz como momento y cumplimiento de la promesa y de la salvación. El reino de Dios traí­do por Jesús manifiesta en el misterio de la cruz todo su radical carácter paradójico. A1 reino, en efecto, iba dirigido el designio del Padre y el asentimiento del Hijo, que desde la eternidad declara: “Aquí­ estoy yo para realizar tu designio” (cf Heb 10:5-10).

Esto quiere decir también que el designio de Dios adquiere su fisonomí­a concreta, definida y definitiva en el acontecimiento concreto de salvación, en Cristo, revelador del designio del Padre en el acto de su plena realización. Humanización de Dios: “me has dado un cuero”; humanidad, caducidad, relatividad de la historia asumidas como lugar y modo de la presencia de Dios; hasta la relativización y superación de lo “sagrado” (cf Heb).

El AT, sobre todo, ve la manifestación de la presencia de Dios y la realización de su promesa en la concreción de la historia, en los grandes acontecimientos de la historia del pueblo, en los acontecimientos fundacionales, obra de la omnipotencia divina.

El que la omnipotencia divina no pueda quedar encerrada en la dimensión controlable del acontecimiento es lo que define la naturaleza propia del acontecimiento salvador, escatológico, el cual es señal, guardián, garantí­a de la presencia de Dios, pero nunca su explicación adecuada. Por esta razón el acontecimiento salvador aparece inmediatamente como acontecimiento que desde su determinación temporal en el presente o en el pasado apunta hacia un futuro siempre innovador y se expresa en las categorí­as de la inminencia y de la urgencia de aquello que está ya presente. La palabra, el evangelio, resuena en el tiempo y en el espacio, en la historia, no fuera de ella; asume la historia, no reniega de ella ni la anula.

El evangelio es el resonar histórico de la buena noticia. Al hombre pecador se le anuncia el don de la gracia y de la misericordia de Dios, que llama a la conversión y a la fe. Es interpretación y proyección nuevas del hombre y del mundo, en base a la intervención eficaz y salvadora de Dios. En cuanto tal, esta intervención va dirigida sobre todo a despertar en el hombre la esperanza como confianza y compromiso de todas las energí­as, a fin de realizar, incluso en contra de las dificultades que se presentan como insuperables, aquello que conscientemente esperamos y acogemos como don exclusivo de Dios. Realización que tiene al hombre como sujeto, porque Dios se ha hecho realmente hombre.

La conjugación de la esperanza con la escatologí­a significa su entrelazamiento efectivo con la historia y con la metahistoria.

La victoria de Dios sobre el pecado y el triunfo de su gracia se manifiestan y se realizan en la justificación y en la salvación; las categorí­as neotestamentarias de la nueva creación, de la vida eterna y de la vida en el Espí­ritu hacen de la gracia principio y germen de nueva vida.

IV. Ley, responsabilidad, alegrí­a cristiana
La acogida de la gracia se realiza radicalmente en la fe, la esperanza y la caridad. Ahora bien, vida en Cristo y en el Espí­ritu significa asunción de Cristo y del Espí­ritu como principio de la ética y de la vida ética. El evangelio está vinculado a la ley.

Con todo, la ley no es un modelo abstracto de comportamiento que el hombre deba actualizar después con sus propias fuerzas. Contra una pretensión de este género se alza ya Juan Bautista con el aviso a la “raza de ví­boras” para que dé el fruto que corresponde al arrepentimiento. Con mayor determinación y radicalismo se expresarán Jesús primero y Pablo después desarrollando su lí­nea; van a cuestionar radicalmente la interpretación jurí­dica y rabí­nica de la ley.

Para el NT, la ley no es simplemente Dios, y, sin embargo, se identifica con el Espí­ritu. La ley queda integrada en el mandamiento del amor, el cual deberá traducirse en cada situación concreta; el cristiano hace concreto el amor en opciones y modos determinados, eficaces en la transformación de la realidad humana y mundana, donde comprueban, aunque no agotan, su validez. Hasta culminar en la proposición de Jesús como ley: camino, verdad y vida.

Esto es una llamada al hombre a la responsabilidad. El hombre debe responder; no a una norma, no a un principio, ni siquiera simplemente a sí­ mismo o a otros hombres, sino a Dios en persona. La fundamentación de la responsabilidad es Jesús; él es radicalmente responsable ante el Padre. Así­ lo expresan las categorí­as de misión, obediencia, etc. Responsable de la humanidad entera; Jesús, hombre para los demás. La responsabilidad le aferra y le compromete por completo, para hacer de él don total. La responsabilidad cristiana queda así­ sustraí­da a cualquier hipoteca individualista; debo responder ante mí­ mismo, ante los demás y ante Dios de mi disponibilidad hacia los demás, del don de mi mismo, a imitación y a medida de Cristo y de Dios. La responsabilidad resultante es, por ello, la de la construcción de un mundo humano, que es también respeto; más aún: valoración humanizadora de la naturaleza.

En esta perspectiva la tónica fundamental del hombre es la alegrí­a. La alegrí­a cristiana es un sentimiento teológico, porque está fundada y determinada por la promesa o, mejor, por la presencia de Dios, por la transformación eficaz de la realidad y del destino del hombre y del mundo que esta presencia garantiza. La alegrí­a cristiana es la alegrí­a de la comunidad que sufre dolores de parto; es la alegrí­a que tiene su fundamento y su centro en la cruz y en la resurrección de Cristo. Su espiritualización no debe atenuar el alcance que ella tiene como participación cordial en los bienes del mundo, como pleno compartir, que el NT reafirma, después de haberlo ejemplificado ampliamente el AT; hay que proponer de nuevo a la conciencia cristiana los libros sapienciales y el Eclesiastés en su intransferible valor.

V. Historia de las interpretaciones de la gracia
1. LA PATRíSTICA ORIENTAL. La tradición cristiana ha acudido constantemente a las fuentes bí­blicas, que han alimentado su comprensión profunda de la gracia. En la Biblia -ya lo hemos visto- el sentido de la gracia se define en relación con una interpretación peculiar de Dios, del hombre y del mundo.

Se trata de las categorí­as sobre las que se estructuran las diversas culturas y que condicionan la posibilidad y el éxito de trasposiciones transculturales. ¿Cómo habrí­a podido ser comprendida la gracia anunciada en el lenguaje bí­blico en un ambiente greco-helenista, regido por un enfoque totalmente diferente del pensamiento, articulado en categorí­as sobre Dios, el hombre y el mundo que marcan una distancia máxima entre las dos culturas? Y, sin embargo, la trasposición se realizó; con graves problemas, en medio de dolorosas dificultades, con monumentales resultados. Todo el acontecer de la Iglesia ha quedado marcado para bien y para mal.

Del evangelio de la gracia ha recibido luz la piedad cristiana con anterioridad a cualquier reflexión teológico-cientí­fica, en contacto relativamente directo con el texto bí­blico, y por consiguiente no excesivamente condicionado por las categorí­as de la reflexión, que atestiguan con más facilidad las diferencias culturales. Es verdad que la falta de un pensamiento crí­tico favorece la rigidez, el dogmatismo y la cerrazón; pero no lo es menos que el ámbito de la experiencia más cotidiana y más simple prepara el terreno a caminos de práctica más fácil y de consenso más amplio.

Tal vez por esto haya que buscar la sintoní­a más profunda con la buena noticia bí­blica de la gracia a lo largo de toda la historia ¢e la Iglesia en las expresiones de la piedad cristiana menos teóricamente estructuradas: en la oración, en la predicación, en las pláticas de edificación espiritual. A estas formas se limitó por lo general la producción literaria de los padres apostólicos y de la primerí­sima época patrí­stica, aunque es posible sorprender el perfilarse de nuevas lí­neas interpretativas y de nuevas concepciones de la gracia.

Los primeros avances teóricos significativos tuvieron lugar cuando dentro del mundo griego se quiso llegar a la comprensión de la gracia en el marco de una cosmologí­a armónica, jerárquicamente ordenada y comprometida en el proceso de una salvación universal, en el que el hombre, imagen de Dios debe recorrer, guiado por Dios, todos los grados y etapas de un camino pedagógico que le llevará a la plenitud que resplandece en Jesús, Logos encarnado. Es éste el gran tema, desarrollado por la patrí­stica griega, de la divinización del hombre -la thetosis, que comporta la nueva vida en el Espí­ritu-, divinización que se entenderá correctamente si no queda enmarcada en figuras mí­ticas o panteí­stas y si guarda relación con el proceso y el término de una perfecta humanización del hombre.

2. LA PATRISTICA OCCIDENTAL Y AGUSTí­N. Al igual que en el ambiente griego y oriental la comprensión de la gracia pasaba a través de las grandes perspectivas ontológicas y mí­sticas, el interés orientado a la conducta práctica de la vida, a la ética, y la sensibilidad polí­tico jurí­dica del mundo latino impulsaron en otra dirección la reflexión sobre la gracia; dirección tan diferente que ambas tradiciones se desarrollaron sin contactos relevantes, y, cuando de alguna manera confluyeron, surgió un grave conflicto, en el que tuvo no poco peso la incomprensión recí­proca.

Pelagio monje de probable origen irlandés, llegado a Roma en torno al año 400, predicador y maestro de una vida cristiana severa y ascética en oposición al laxismo imperante, testigo de la concepción tradicional de la gracia -aunque no idéntica, en bastante armoní­a con la tradición griega-, chocó con la reflexión y la enorme influencia de Agustí­n.

A decir verdad, tampoco a Agustí­n se le puede aducir sin más como testigo de la tradición occidental; las innovaciones de su teologí­a de la gracia -donde su genio ha alcanzado cotas altí­simas- han generado la sensación, no fácil de disipar, de que la Iglesia oriental carecí­a de una elaboración doctrinal sobre la gracia y, antes de él, también la Iglesia occidental. Si a esta valoración errónea se añade que se ha considerado como expresión plena de la doctrina agustiniana la desarrollada en la polémica contra Pelagio y los pelagianos, es fácil imaginar la unilateralidad que ha gravado sobre el desarrollo posterior de la teologí­a dominada por el Doctor gratiae.

Una impresionante secuencia de reflexiones lleva a Agustí­n a situar el nudo de la teologí­a de la gracia en la relación que entre Dios y el hombre se establece en la más í­ntima interioridad del hombre mismo. Atenúa progresivamente la insistencia en la libertad humana afirmando la dependencia de todo acto significativo para la salvación de la eficacia de la gracia divina, de la que procede también la voluntad buena. En contra de la afirmación pelagiana de que la naturaleza humana ha quedado intacta a pesar del pecado y con capacidad para no pecar y para realizar el bien, Agustí­n sostiene que la naturaleza humana.está de tal manera corrompida por el pecado de Adán que sólo la gracia de Cristo, interior y eficaz, puede conducir al libre arbitrio a la ibertad y producir en él y por él actos de salvación.

En contra de los monjes de Adrumeto -los denominados “masilianos” o, a partir del siglo xvll, “semipelagianos”-, Agustí­n resuelve el problema del initium fidei afirmando la necesidad de la gracia ya en el inicio mismo de la fe y en la perseverancia final; como marco necesario para cada una de estas doctrinas se propone la doctrina de la predestinación como la única capaz de salvaguardar la gratuidad de la gracia.

La profunda inspiración paulina de Agustí­n no apoya del todo su doctrina en este punto; es hoy ampliamente reconocido que Agustí­n malinterpretó en parte el pensamiento de Pablo, para quien la predestinación divina concierne a la adopción de todos los creyentes y a su llamada a la Iglesia cuerpo de Cristo, mientras que para Agustí­n el término directo de la predestinación es la felicidad eterna, reservada a aquellos creyentes que hayan perseverado hasta el final. A su vez, la perspectiva abierta por Pablo en torno al significado global de la Iglesia queda sustituida por la problemática de la salvación individual.

Fue decisiva para Agustí­n su peripecia personal o, mejor, la que en sentido correcto podrí­amos llamar su experiencia del pecado y de la gracia; influyó directamente en su comprensión de la gracia; pero no ejerció menor peso mediante el estí­mulo que ha representado en la elaboración de las categorí­as antropológicas y teológicas que han conferido a Agustí­n su grandeza en la historia de nuestro pensamiento. Baste recordar el descubrimiento de la interioridad.

Agustí­n ha estructurado su doctrina de la gracia sobre la base de esas categorí­as, iluminando profundidades inalcanzables de otro modo. Sin embargo, ni a ellas ni a la doctrina estructurada sobre ellas puede reducirse el mensaje de la gracia cristiana, el cual nos está pidiendo hoy poner a prueba aquellas geniales intuiciones a fin de detectar su capacidad para explicar de forma adecuada a las exigencias y a las posibilidades de nuestro tiempo, tanto el horizonte antropológico y mundano de la gracia y su eclesialidad como, en fin -lo que constituye, obviamente, el momento teológico decisivo-, la realidad y la función de Cristo.

No nos es posible insistir en estos temas; recordemos solamente la victoria de la posición agustiniana en el segundo sí­nodo de Orange (529), que recibió una aprobación del papa Bonifacio II en términos no del todo claros; y el hecho de que las actas del sí­nodo, que se habí­an perdido, no fueran encontradas hasta el siglo xvl. Resulta imposible precisar el influjo que han ejercido estas complejas peripecias no sólo en la doctrina, sino en la existencia de los creyentes y en toda la historia de la Iglesia.

3. LA EDAD MEDIA Y TOMíS. Agustí­n habí­a dejado en herencia a la teologí­a y a la Iglesia el problema de la distinción y de la relación entre gracia increada y gracia creada. Precisamente el carácter teologal de la gracia justifica la fórmula “gracia increada”, con la que se indica el amor divino que nos ha sido dado en Cristo, Dios dándose a sí­ mismo al hombre, el Espí­ritu Santo. La fecundidad creadora del amor divino penetra en el hombre, lo reconcilia, de pecador lo hace juso, lo santifica, se convierte en él y por él en principio de vida nueva, de obras buenas, de libertad inaudita e inalcanzable de otro modo, de la nueva plegaria cristiana: Abba. Es, pues, principio de una nueva realidad humana y mundana, capaz incluso de ser experimentada de alguna manera: la gracia creada.

La sí­ntesis de la perspectiva agustiniana, que exalta la interioridad de la gracia, con las categorí­as de la metafí­sica aristotélica ha conducido a la interpretación de la gracia creada como accidente real, cualidad y vestidura del hombre. Se ha pasado, en cambio, por alto la fecundidad de la perspectiva cristológica y cristocéntrica, que ve en Jesús a aquel en quien habita corporalmente la plenitud de la divinidad; en quien, por consiguiente, aparece el modelo de unión entre gracia increada y gracia creada y se define el modo según el cual Dios se hace presente en la historia y en el mundo.

Naturaleza y gracia, gracia santificante y gracia cooperante, gracia habitual y actual son parejas de términos que evocan solamente algunos grandes problemas planteados en la Edad Media acerca de la gracia y las complejas sistematizaciones doctrinales elaboradas. Se puede afirmar en términos generales que si la primera escolástica interpretó la doctrina de la gracia con categorí­as de orientación dinámica sobre todo, la clara preponderancia de la metafí­sica en la escolástica madura abrió el acceso y permitió el dominio de tendencias y de categorí­as más bien de carácter esencial y estático; y allí­ donde se apagó el espí­ritu vigilante de los escolásticos de altura, como fue Tomás, se fue haciendo cada vez más apremiante el peligro de una cosificación de la gracia, conjugándose con una marcada acentuación de corte pelagiano.

4. LUTERO Y EL CONCILIO DE TRENTO. La controversia que desgarró a la Iglesia explotó con la reforma protestante, cuando, por una parte, bien las doctrinas reflejas, frecuentemente perdidas en sus sofisticadas pedanterí­as y carentes de genuino hálito cristiano, bien la comprensión vivida de la gracia parecieron haber perdido todo contacto profundo con el mensaje evangélico; por otra parte, una modificación más profunda que consciente del tejido cultural vació ampliamente de sentido o impulsó hacia malentendidos a las grandes sí­ntesis escolásticas.

Se buscó redefinir la situación del hombre pecador ante Dios en lo concerniente a la mayor o menor corrupción de la naturaleza, a la permanencia y la función de la libertad, a una cierta forma de actuación del hombre bajo el influjo de la gracia de Dios o a su inerte pasividad, a la posibilidad y al valor de las obras humanas. Remitimos a exposiciones más amplias, en las que se llega a confortantes clarificaciones de una problemática no sólo teórica, sino práctica y eclesial, que una historia de controversias habí­a convertido en algo tenso y truculento.

Quiero, sin embargo, citar un texto del De servo arbitrio de Lutero, que, aun sin dar cumplida cuenta de su posición y prestarse más bien a malentendidos, ilustra bien un punto contra el que se pronuncia el concilio de Trento: “La voluntad humana, situada entre Dios y Satanás, se asemeja a una yegua. Cuando Dios es quien cabalga, ella va adonde Dios quiere que vaya… Cuando, en cambio, es Satanás, va adonde Satanás quiere que vaya. No depende de su arbitrio el correr o el buscar a uno u otro de estos jinetes, pero ellos combaten entre sí­ para adueñarse de ella y poseerla”. El De libertate christiana documenta, por el contrario, la fuerza liberadora que Lutero atribuye a la palabra de Dios y a la fe.

El concilio de Trento, en la sesión VI, tratará de responder a las cuestiones planteadas por la reforma, interpretando la prioridad absoluta de la gracia de Dios de forma que se garantice, no en contra, sino en base a la gracia misma, la genuina responsabilidad del hombre, a quien Dios ha querido y convertido en su propio interlocutor en un camino que, partiendo de la creación y a través del momento de la justificación, le conducirá a la salvación y a la santidad. En este sentido y en consonancia con las exigencias de esta intención, el concilio de Trento afirma la no total corrupción de la naturaleza humana, la permanencia de su libertad, la efectiva cooperación del hombre bajo el influjo de la gracia, la función interiormente renovadora de la gracia otorgada, el valor meritorio para la vida eterna de las obras vivificadas por la gracia.

5. LA EPOCA POSTRIDENTINA. La época postridentina marcó no sólo el endurecimiento de los frentes opuestos entre catolicismo y reforma, sino que incluso experimentó el carácter crucial del problema de la gracia en las controversias que estallaron en el seno de uno y de otra. Si en estas controversias hubiera existido una mí­nima posibilidad de diálogo, no hubiera sido difí­cil identificar rupturas transversales respecto a la linea de los frentes principales e inesperadas convergencias interconfesionales.

Pero el diálogo no existió y el enfrentamiento polémico con el enemigo externo e interno condujo más bien a un endurecimiento de las posiciones y al empobrecimiento de la doctrina sobre la gracia, cuya formulación se redujo con bastante frecuencia a las tesis contrarias a lo que se consideraban los errores del adversario.

Dentro de la teologí­a católica hay que hacer mención de los sucesos que tuvieron como protagonistas principales a Miguel Bayo y a Cornelio Jansenio, censurados por el papa en 1567 y 1633, respectivamente.

En lí­neas generales, parece que puede reconocerse en el desarrollo de la moderna teologí­a católica una singular tensión. No le es ajeno el hablar de la gracia como si de una realidad “fí­sica” se tratara; ha desarrollado un sofisticado sistema de interpretación de los dinamismos por los que la gracia se hace presente y actúa en el hombre: no resulta carente de plausibilidad la hipótesis de que esos dinamismos puedan formar parte de una codificación apta para responder a las más exigentes instancias de control empí­rico. Se habla explí­citamente de experiencia de la gracia, con explí­citas referencias ala Biblia y con pruebas sacadas de ella.

Lo sorprendente es que todo quede luego confinado a una esfera que es poco llamar “metafí­sica” y “metaempí­rica”, y que, en cualquier caso, aparece inalcanzable a toda afirmación que no sea o la de una autoridad (Biblia, magisterio, etc.) o fruto de deducciones lógicas apriorí­sticas. El resultado es que el momento de poder experimentar la gracia no aparece por ningún lado, hasta el punto de que la tensión entre las diversas dimensiones de la realidad denotada y de sus formulaciones amenaza peligrosamente con degenerar en contradicción.

En la época y en el ámbito de la teologí­a de controversia antiprotestante adquiere finalmente forma, en torno a 1680, el moderno tratado De gratia. La controversia no sólo impone el tema y el puesto central del mismo, sino también su tratamiento; se trata de atestiguar y certificar la fe de la Iglesia recurriendo al tipo de argumentación y de pruebas cuya validez es aceptada también en lí­nea de principio, por los adversarios a quienes se quiere convencer o refutar. Surge así­ un nuevo género teológico, cuya dote principal es, tal vez, la establecida por su valor ad hominem, pero cuyo principal peligro son la parcialidad y la unilateralidad expresamente buscadas; se trata de vencer al adversario, no de construir la propia tesis de forma orgánica, equilibrada y calibrada dentro de una visión global de la doctrina teológica y de la fe. Entre mediaciones y, a menudo, tratamientos unilaterales o malentendidos, el nuevo tratado recupera también como contenido propio la teologí­a medieval y patrí­stica.

A fines del siglo xvii el tratado adopta de manera decidida la ví­a de planteamiento teológico que Y.M. Congar califica de “dogmático”. La controversia se agota sobre todo por el carácter tanto sofisticado y pedante como ineficaz y estéril de las discusiones. La nueva tendencia aspira a una presentación y demostración positivas de la doctrina católica, buscada ésta allí­ donde se considera que puede estar mejor garantizada; no en un problemático contacto directo con la Biblia -¿no quedaba suficientemente demostrado su carácter problemático, más aún, su peligrosidad, por los sucesos de la reforma?-,sino en una insistente atención a los documentos del magisterio eclesiástico: se tratará de ilustrarlos, aclararlos y justificarlos mostrando su fundamentación en la Sagrada Escritura y en la tradición; se tratará, en fin, de desarrollarlos extrayendo conclusiones teológicas y de organizar el conjunto de la manera orgánica más plausible. Se denomina “dogmático” a este planteamiento porque en él se atribuye innegablemente prioridad al dogma y a las demás expresiones doctrinales del magisterio eclesiástico; la que es designada como norma próxima de la fe prevalece sobre la fuente originaria, respecto a la cual se va produciendo un progresivo extrañamiento. El éxito del planteamiento dogmático consistirá en lo que K. Rahner ha denominado sarcásticamente “Denzinger-Theologie”.

A finales del siglo XIX y dentro del marco de la predominante teologí­a neoescolástica, la configuración del tratado De gratia da un último paso, entablando una relación más estrecha con el tratado De Deo creante et elevante. A1 tratado De gratia se lo coloca ahora después de las exposiciones sobre Dios, la creación y la elevación al estado sobrenatural -De Deo creante et elevante- y deespués de la cristologí­a.

El final del predominio de la teologí­a neoescolástica en nuestro ámbito ha venido propiciado por nuevos estudios y por el surgimiento de tendencias innovadoras, que se han impuesto enseguida. Hoy se habla de la gracia en el marco de la antropologí­a teológica; es diferente el contexto inmediato y mejor la respuesta a exigencias que han ido emergiendo progresivamente, pero no ha quedado aún conjurado el peligro de que un tema, que es fundamental en la revelación cristiana y que debe tener valor de fundamento para toda la teologí­a, quede confinado a un ámbito particular o a una región de la teologí­a misma, adosado a otros temas y sin articulación correcta con ellos. El resultado de la clarificación de las nuevas posibilidades y exigencias se presenta, sin embargo, paradójico de alguna manera; este resultado ha sido el de una especie de moratoria concedida no sólo al tratado, sino en cierta medida al tema mismo de la gracia.

VI. Carácter escatológico de la gracia
En la comprensión cristiana, la gracia comporta dos dimensiones: una terrenal-presente, otra celestial-futura. La primera dimensión o el primer estadio de la gracia, relacionado sobre todo con el momento de la justificación, plantea el problema de la relación entre gracia y ética [/apartado siguiente, VII].

El segundo estadio plantea el problema de la relación entre las realizaciones humanas y terrenas y los bienes ultraterrenos, celestiales y futuros. ¿Son definibles estos bienes celestiales sin una referencia a los terrenos? La respuesta debe ser que éstos son al menos compendio y sí­mbolo de aquéllos; es el mí­nimo requerido por la Biblia.

Dando un paso más, se plantea el problema de si los bienes terrenos no presentarán una cierta analogí­a con los bienes celestiales y si no constituirán ya una anticipación o prolepsis. La historia de la conciencia crí­tica documenta de forma incontestable que la falta de conjugación de ambos momentos es el origen de la alternativa entre terreno y ultraterreno y causa de los mayores desgarrones en las orientaciones de nuestra cultura. De aquí­ arranca el rechazo radical de toda interpretación ontológica de la gracia, la cual, sin embargo, aparece como positiva por cuanto que pone de manifiesto la efectiva verdad de la gracia como participación en el ser trinitario, creador y redentor, de Dios por medio de Cristo, en el Espí­ritu: Dios amor.

La elaboración y la propuesta de una “ontologí­a escatológica” parece poder impedir que se entienda la gracia dentro del marco de una ontologí­a estática y cosificante, para la que se pide y a la que se adjunta extrí­nsecamente el “deber ser”; es también, a la vez, superación del eticismo, que atribuye la prioridad al deber ser sobre el ser.

“¡No me buscarí­as si antes no me hubieras encontrado!” (Agustí­n). Se impone reconocer todo el alcance de este principio, que no se agota a nivel teórico-gnoseológico: resta aún, sin embargo, mucha tarea por delante.

VII. La fundamentación de la ética
La gracia es y hay que vivirla en la gratuidad activa y pasiva de la existencia. Resulta, pues, inevitable plantearse el problema de la ética en relación o, mejor, acerca de la fundamentación de la gracia Fundamentar la ética en la gracia significa recurrir a la gracia efectivamente otorgada; no se trata de configurar de cualquier manera un deber, sino de plantearse el problema de la gracia como ethos, en su sentido originario de “morada”. Es la referencia a la sobreabundancia dé la vida: ut abundantius habeant.

La ética es realidad interior, dinamismo interior de la vida vivificada y alimentada por la gracia, donde, sin embargo, interioridad no se opone a exterioridad si no es como sentida opuesto de una misma dirección: del centro a la periferia, de la periferia al centro. La interioridad de la ética significa, pues, la firme ocupación del punto en el que se concentra la realidad concreta histórico-mundana del hombre y donde toda ella irradia en la exterioridad del mundo.

Más en profundidad aún, la llamada a la interioridad connota el carácter personal de la gracia y de la ética: el ser humano es provocado por ellas o, mejor, queda constituido en su libertad y responsabilidad; es la función y el sentido formal del mandamiento, originariamente relacionado con la gracia: mediante la gracia-mandamiento Dios hace del hombre-persona su socio, manifestando su trascendencia en la lí­nea de la realidad personal. Se afianzan así­ el carácter originario y. la prioridad absoluta de la gracia increada, y la necesidad de superar toda concepción que, como con bastante frecuencia ha sucedido en la interpretación de las relaciones entre Dios y el hombre -¡J.-P. Sartre, en el Existencialismo es un humanismo, no hace más que radicafizar y explicitar-una tendencia que ha dominado durante siglos de cultura cristiana!- juegue sobre la base de la contraposición y de la alternativa entre Dios y hombre, a menudo pensada menos desde modelos de relaciones interpersonales e históricas que desde modelos de relación entre sujeto y objeto y explí­citamente cosificantes. El misterio que en ese caso emerge no es el de la intimidad de una libertad absoluta que se abre y se da gratuitamente, sino el del objeto que escapa a la captación racional debido a su no dominable complejidad. En la perspectiva cristiana marcada por la gracia, la ética es el dinamismo y el servicio prestados a la vida, cuya autenticidad y amplitud habrá que medir tomando como referencia la resurrección.

La gracia está, pues, en contra de una ética reducida a normas, en contra de una ética sin hálito de vida. El carácter de acontecimiento qué hemos reconocido a la gracia la lleva a quebrantar toda cerrazón, a la vez que garantiza la apertura de horizontes siempre nuevos. El ámbito en el que actúa la gracia y que queda confiado a la ética cristiana es el de la existencia personal; en la que insiste la ética existencial; ahora bien, en este ámbito tienen su raí­z las relaciones comunitarias y eclesiales; más aún: en su marco se constituye el ámbito personal mismo, excluyendo la posibilidad de que éste quede reducido a lo sacro en oposición a lo profano o de que quede delimitado por el horizonte del.precepto o de lo’ litúrgico-ritual. Tampoco se justifica -al contrario, se excluye- una Iglesia que base su identidad y prepare su defensa levantando bastiones en contra del mundo.

La ética fundamentada en la gracia compromete, en cambio, a todo el mundo humano; más aún: a toda la realidad, porque toda ella está abierta al proyecto global de la nueva creación, en el que el hombre es paradójicamente responsable de las lejanas galaxias. El proceso de secularización, negativo en muchos aspectos y siempre problemático, constituye con todo una piedra millar en el itinerario de un volver a apropiarse de sí­ por parte del hombre: en la dirección del bien y del mal, de las propias posibilidades y de los propios limites, que tienen su manifestación en forma de conflictos, eliminaciones, angustias, alienaciones, donde en una o en otra dirección se va configurando un camino del hombre, el cual no se siente ya sin más a merced de fuerzas extrañas y externas, angélicas o diabólicas.

La relación con Dios que la gracia presenta y define no se sitúa en otro espacio que en el de estos problemas y compromisos del hombre; su verdad y autenticidad divinas no lo encierran en una interioridad humana que escapa y a la que se le escapa lo exterior; antes bien, asume lo humano tan radical y totalmente -¡Cristo es el modelo exigente!- que hasta la imagen, de tanto uso y abuso, de las lí­neas horizontales y verticales, con la que se quiere expresar la irreductibilidad de Dios al horizontal humano, resulta poco correcta; como si la relación directa con Dios pudiera agotarse en un punto o se le pudiera escapar algo de la lí­nea horizontal, o como si el Dios de la encarnación cristiana hubiera querido conceder al mundo sólo un punto propio, reservando a otro la longitud infinita de la lí­nea.

Superando toda barrera, la gracia se apodera de la totalidad de lo humano; asume sus reglas y ritmos, posibilidades y lí­mites; hace de él el lugar de su presencia, signo e instrumento de su darse: sacramento. Toda doctrina de lo no manifiesto, de lo arcano, queda superada en el momento de la reconciliación de Dios con el hombre en Cristo en la evidencia pública de la cruz, que expresa la inconmensurable dimensión visible, experimentable, mundana de la gracia de Dios. Esta es la razón por la que son signos mesiánicos y gracia y mandamiento el pan dado al que tiene hambre, el agua ofrecida al sediento, la curación del enfermo, la liberación del prisionero, el evangelio de la gracia y de la esperanza anunciado a los pobres, la paz a los hombres, que gozan del favor divino.

Determinar más en concreto la relación del mandamiento cristiano con la moral no es algo que debamos hacer en este artí­culo. Baste afirmar que ética cristiana, precepto o, mejor, mandamiento cristiano son aquéllos en los que brilla la escatologí­a cristiana y no pueden formar parte de una especie de deducción lógica o jurí­dico-formal (la autoridad). Donde esta luz escatológica esté ausente, se podrán elaborar éticas sublimes, pero no serán ética cristiana.

Es ésta la razón por la que la ética cristiana es la ética de la auténtica libertad: libertad escatológica, no a postergar en el más allá, sino a expresarse en el acá como dedicación plena y reserva escatológica insuperable. Gracia como amor de la libertad y libertad de amor.

Queda así­ definida también su relación exacta de oposición al mal en todas sus formas, que la conciencia cristiana deberá reconocer, perseguir y superar sin concesiones a la presuntuosa y veleidosa impaciencia o a la desesperación escéptica y cómplice.

La confianza en la gracia iluminará y sostendrá este compromiso, cuya condición inagotable representa el reconocimiento y acogida genuinos de toda situación concreta como epifaní­a de la gracia y de la benevolencia de Dios Padre, por medio de su Hijo Jesucristo, en el Espí­ritu Santo; en el ejercicio de la gracia se manifiesta que se está de acuerdo con la confesión cristiana de que todo contribuye al bien del hombre, llamado y elegido por Dios, y de que todo es gracia.

[/Ley nueva; /Religión y moral; /Sacramentos; /Santificación y perfección /Seguimiento/Imitación; /Virtudes teologales].

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G. Bof

Compagnoni, F. – Piana, G.- Privitera S., Nuevo diccionario de teologí­a moral, Paulinas, Madrid,1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Moral

A) Disposición a la gracia.

B) Naturaleza de la gracia.

C) Gracia y libertad.

D) Tratado teológico sobre la gracia,

A) DISPOSICIí“N A LA GRACIA, -> disposición II.

B) NATURALEZA DE LA GRACIA

I. Escritura
1. Antiguo Testamento
La prehistoria del concepto teológico de gracia ha de buscarse en lo designado con los términos veterotestamentarios hén y hesed, que los LXX traducen por Xaris. Estos dos conceptos no designan valores, propiedades o bienes, sino (como el concepto veterotestamentario de -> justicia) una conducta adecuada a la comunidad, y propiamente más que la intención designa lo realizado de hecho. Por tanto, tienen un sentido muy parecido los términos yäsär, täm, sedágá, y también shalom. De ahí­ que, a diferencia de nuestro concepto de g., en la relación entre Dios y hombre hesed pueda atribuirse a ambos términos. En efecto, hesed es la obligación (que no puede urgirse en juicio) de fidelidad mutua entre parientes y amigos, así­ como entre reyes y súbditos, y especialmente entre socios de una alianza, pues el contenido del pacto es la obligación a la hesed (1 Sam 20, 8). A este respecto, hesed se usa frecuentemente junto con un segundo concepto, p. ej., junto con fidelidad (verdad), amor, justicia, derecho, misericordia. El comportamiento con Dios adecuado a la alianza es descrito en Ex 20, 6; Dt 7, 12; Os 6, 4 mediante la palabra hesed. Por eso, sobre todo en textos posteriores, los piadosos se llaman häsidim.

La auténtica preparación del concepto cristiano de g. aparece donde se habla del comportamiento de Dios con Israel en la -> alianza (1 Re 8, 23; Is 55, 3; Sal 89, 29.50; 106, 45). En estos textos el contenido de la alianza concedida por Dios es idéntico con las bondades (hasdé) que él ha prometido. El hombre puede pedir a Dios que se acuerde de su benevolencia o que actúe de acuerdo con ella, es decir, puede apelar a la fidelidad de Yahveh a la alianza (Sal 6, 5; 25, 6s). Esto tiene validez sobre todo cuando el hombre ha roto la alianza y pide a Yahveh que, a pesar de todo, se mantenga fiel a su promesa. Por eso, de un lado se subraya cómo la hesed de Yahveh depende del cumplimiento de la Ley (1 Re 8, 23), y, de otro lado, cuanto más se acentúa la claudicación del pueblo, hesed va aproximándose por su contenido a la idea de misericordia (Is 63, 7; Jer 16, 5; Os 2, 21), no sólo en la predicación profética, sino también en el tiempo posterior, pues los LXX generalmente traducen hesed por eleos. Cuando se espera la hesed de Yahveh en el futuro, se la funda teológicamente en el pasado, bien en las promesas hechas a David (Is 55, 3; 54, 8), bien en las hechas a los patriarcas (Miq 7, 20). Otras veces el hombre pide (en los Salmos) una acción “de acuerdo con las hasdé”, es decir, con las acciones salví­ficas del pasado.

Generalmente, en el concepto de hén no se da esa referencia histórica (a excepción de 2 Re 13, 23). Esta palabra tampoco tiene su puesto en el comportamiento social, sino que significa simplemente “agrado”. En el pentateuco ese concepto es empleado solamente por el yahvista (excepción: Dt 24, 1), casi siempre en el giro “ser agradable a los ojos de alguien”, y así­ se usa con especial frecuencia en relación con los patriarcas. Como esta locución se emplea en relatos antiguos (1 y 2 Sam) donde se habla del agrado que el hombre halla en los ojos del rey o la mujer en los del marido, sin duda se trata de la trasposición de un giro profano a la relación con Yahveh; y la expresión significa simplemente que la persona en cuestión, agrada a Dios (Pablo la interpreta por primera vez en sentido lógico, hablando de Abraham: Rom 4, 1). En un sentido teológico, es decir, significando el beneplácito que Dios otorga, hén es usado en muy pocos pasajes del AT, así­ en Sal 84, 12: como don protector de Dios junto a su gloria; y en Prov 3, 34, donde se habla de la complacencia que Dios otorga a los humildes.

Con más frecuencia se emplea en sentido teológico el verbo hänäm (“ser bondadoso, ser benévolo, compadecerse”) en parte en conexión con la “presencia de Dios” que el hombre contempla, o que brilla sobre él cuando halla complacencia a los ojos de Dios (Gén 33, 10s; Núm 6, 25). En hén se acentúa más que en hesed la soberaní­a del Dios donador (Ex 33, 19 y las plegarias de los Salmos en primera persona del singular), y así­ este concepto se aproxima más a la misericordia y benevolencia para con los débiles, que al pensamiento de la fidelidad a la alianza; de acuerdo con esto la petición de hén se formula con más frecuencia en singular y se refiere menos a todo Israel (cf., sin embargo, 2 Re 13, 23; Am 5, 1; Mal 1, 9). En los LXX hesed sólo es traducido por Xaris en Est 2, 9.17; Eclo 7, 33; 40, 17, mientras que hén casi siempre es traducido así­. Por tanto en el lenguaje teológico de los LXX Xaris significa, con muy pocas excepciones, solamente la complacencia que encuentra el hombre a los ojos de Dios. En cambio, la acción salví­fica de Dios en fidelidad a su conducta y a sus promesas al comienzo de la historia (hesed) se traduce solamente por faeoq (repercusión en Lc 1, 72). No obstante, los autores del NT llenaron muchas veces Xaris con el contenido de hesed. Es expresión de la autointeligencia histórico-salví­fica de la comunidad de Qumrán el hecho de que ésta, en 1Qs t 8, se llame a sí­ misma la “alianza de la gracia” (paralelamente a “congregación de Dios”); de acuerdo con esto el pecador, según 1Qs xi, 12-15, obtiene la salvación y su derecho por las “pruebas de gracia” que Dios le da (tiene un sentido paralelo: misericordias). En esta referencia del concepto veterotestamentario de hesed a la secta, sin duda se da una analogí­a con la nueva modalidad del mismo concepto en el NT.

2. Nuevo Testamento
El hecho de que Xaris (y xarisedsai, xarisma) se encuentre casi exclusivamente en Lc y en la literatura epistolar paulina o próxima a Pablo, muestra cómo este concepto, sólo en determinados cí­rculos del cristianismo primitivo, llegó a ser una de las nociones fundamentales para definir la salvación aparecida con Jesús. Como, en comparación con el contorno judí­o y griego, el uso neotestamentario de este concepto es muy frecuente, sin duda hemos de ver en él un término de escuela de una determinada dirección misionera. El término fue desarrollado especialmente por Pablo. Cómo X&ptq se convirtió en un lema usual, lo muestra la fórmula epistolar “gracia y paz a vosotros”, que es una “transformación del saludo judí­o de bendición por parte de la comunidad cristiana” (H. Schlier; cf., sin embargo, la introducción a la carta en ApBar(sir) 78, 2: “Misericordia y paz con vosotros”). Una de las caracterí­sticas del concepto neotestamentario de X&pis es que el vocablo designe global e indiferenciadamente la -> salvación que Dios ha otorgado en Cristo por pura bondad. No se halla en primer plano el contenido de Xaris, que teológicamente debe circunscribirse más de cerca y ha de localizarse en la historia de la salvación, sino la idea de que Dios sana la relación con el hombre por un amor libremente otorgado. Ya en el griego profano el concepto de Xaris indica tanto la condescendencia del uno como la gratitud del otro, e igualmente la gracia, la hermosura, y también la mutua apertura libre y espontánea, otorgada con alegrí­a; y por esto, en la relación con Dios, indica simultáneamente la salvación dada por Dios y la gratitud del hombre. La gratuidad de la Xaris en contraposición a la retribución es resaltada ya por Aristóteles (Rbet. B VII, 1385a).

En la tradición sinóptica Xaris y Xapisedsai aparecen en Lc, Mc y Mt, pero estos vocablos no ofrecen ningún punto de apoyo terminológico para el desarrollo de una doctrina de la gracia. Mientras que en Lc 6, 32ss aparece el lenguaje prelucano de Q (Mt emplea aquí­ su palabra especí­fica misthós) -Xaris es la recompensa celestial, o sea una salvación todaví­a futura- y en Lc 1, 30; 2, 52 (cf. Prov 3, 4) se refleja aún el lenguaje veterotestamentario, en el mismo Lc Xaris es la salvación que desde Jesús, Dios ha producido especialmente por la palabra del Evangelio. Desempeña una función especial el ofrecimiento de esta salvación por la palabra de la predicación (Lc 4, 22; Act 14, 3.26; 20, 24.32), y por esta razón Xaris, lo mismo que en Pablo, se refiere primordialmente al acto de hacerse creyente (Act 4, 33; 11, 23; 13, 43). A este respecto la Xaris actúa como una fuerza dada por Dios, como lo muestra su unión con “poder”, y “signo” (Act 6, 8; cf. Lc 4, 22; Act 4, 33; 7, 10). Esa fuerza se da especialmente en los misioneros (Act 14, 26; 16, 40). En algunos pasajes muy tí­picos de Lc Xaris aparece como una fuerza que actúa autónomamente, como obra salví­fica de Dios mismo que se extiende a un trecho del espacio y del tiempo (Act 4, 33; 11, 23; 13, 43; y especialmente 20, 32: la palabra de la g. edifica y concede la herencia). Una vinculación de de g. de la salvación a la persona de Jesús sólo la hallamos en Act 15, 11. Pero también allí­, solamente de manera muy general se trata de la g. del Señor, que según Lc 2, 40 reside “en él”. En conjunto parece que la terminologí­a de Lc no se remonta a Pablo; más bien, seguramente en ella se refleja una más amplia tradición prepaulina, que es común a ambos.

En Pablo, por primera vez en Rom encontramos una amplia reflexión sobre Xaris, y allí­ se resalta especialmente el momento de la gratuidad. Pero ya en Gál el lenguaje ha quedado limado, de manera que Xaris en general, es la salvación dada por Jesucristo, a la que ha sido llamada la comunidad (1, 6). Pero Xaris es particularmente la fuerza salví­fica por la que el apóstol ha sido puesto a su servicio (1, 15), y el mismo apostolado legí­timo (2, 9; cf. Rom 1, 5; 12, 3). Así­, en Flp 1, 7, los destinatarios pueden ser llamados compañeros de g. del apóstol. Por consiguiente, la acción de Dios en la X&p.S no significa la santificación homogénea de todos los bautizados, sino la economí­a salví­fica de Dios con sus estructuras. La Xaris tiene fundamentalmente el carácter de salvación frente al pasado bajo el pecado y, especialmente, frente a la vana tentativa de conseguir la justicia por medio de las obras hechas bajo la ley (Gál 2, 21; 5, 4). En su esfera la justicia se alcanza por el Pneuma y por la fe (Gál 5, 4s). Pero esta gracia se da, no a todos, sino únicamente a los llamados y elegidos para ella (Gál 1, 6.15; Rom 11, 5); y tampoco se da a todos en la misma medida, sino que se desarrolla en -> carismas de diversas clases.

Particularmente el ministerio apostólico constituye una actuación especial de la gracia divina, que, por lo demás, en general es la acción divina de la misericordia concedida a los hombres. Ya en Gál, Xaris, e igualmente la -> ley, aparece como una dimensión antropológica (Gál 5, 4; cf. la misma idea también en el caso de la –>justicia), y así­ se opone a todo lo antidivino, por tanto, a todo lo que pertenece al ámbito de la sarx, de la muerte y del pecado (2 Cor 1, 12). Esta dimensión se nos transmite en Jesucristo (1 Cor 1, 4). Una claudicación frente a este don salví­fico consiste en volver a la ley como camino de salvación (Gál 2, 21; 5, 4) o al pecado en general (2 Cor 6, 1). Pero con esto no queda fijado en modo alguno el concepto de X&pes en Pablo; más bien Xaris significa también: gratitud frente a Dios y el don de amor de la comunidad. Estas acepciones no deben aislarse de la mencionada en primer lugar (cf. 2 Cor 8, 7.9; 9, 8.14.15), ya que, por la X&ptq de Cristo, también la comunidad puede y debe realizar una Xaris, y por la Xaris que dio Dios, también a ella le corresponde Xaris (Rom 9, 14s). No se trata aquí­ de juegos de palabras, sino que Xaris es la conducta dirigida-en cada caso al otro en una relación de amorosa misericordia. Esta relación está constituida por la misericordia de Dios en la acción salví­fica en Jesucristo. Ahí­ está la razón y el modelo de la misericordia mutua entre los hombres y a la vez la razón de la gratitud. Por consiguiente, el uso de Xaris muestra que la gratitud es exactamente la acción que corresponde a la g. en esta relación. En 1 Cor desempeña una función especial el desarrollo de la g. en carismas. A base de esta diferenciación e individualización, Pablo trata de resolver los problemas del orden de la comunidad y de la moralidad. La multitud de carismas se contrapone a la unidad del Pneuma (1 Cor 12, 4). En Rom Pablo subraya especialmente que la g. fue dada por medio del bautismo a manera de don (3, 24). Precisamente por esto se contrapone a las obras de la ley como camino de salvación, pues aquí­ se calcula según la retribución (Rom 4, 4), mientras que en el orden de la Xaris el cumplimiento de la ley se da en el carisma del amor. Según el importante texto de Rom 5, 12 hasta 21, la caí­da de Adán y la acción de la gracia (Xarisma) en Jesucristo no se oponen simplemente, pues ésta supera a aquélla en fuerza eficaz y plenitud, ya que la g. es victoriosamente superior al -> pecado y no puede ser interrumpida por aquél. La multiplicación del pecado en el tiempo de la ley sirvió solamente para poder mostrar tanto mejor la riqueza de la g. (Rom 5, 20); sin embargo, esta idea no es razón alguna para mantenerse ahora en el pecado, a fin de que la g. se muestre con mayor abundancia (Rom 6, 1). Más bien el pecado y la g. son dos sistemas de dominio que se suplantan (->eón); el tránsito del uno al otro se produce por el hecho de que se muere con Cristo al antiguo poder (Rom 6, 2); y esto acontece en el bautismo (Rom 6, 3ss). Pero el cambio de salvación por la gracia, que suplanta la ley, no significa nueva libertad para pecar, sino que es un ser aprehendido por un nuevo poder (Rom 6, 14ss). La labor de Pablo consiste, más que en llenar con un contenido material el concepto teológico de g., en la inseparable vinculación funcional de la X&pes en su concepción de la historia de la salvación con la muerte y resurrección de Jesucristo, en localizarla para el creyente en el acto de la ->justificación y del -> bautismo, y en interpretar esta X&pis como una vocación a un especial servicio moral o apostólico.

En la literatura posterior a Pablo estas interpretaciones influyen especialmente en Ef, donde se resaltan la riqueza y la g. (cf. Rom 5), el don especial de la g. al apóstol y el carácter individual del don de la Xaris (4, 7), y se desarrolla nuevamente el concepto de una economí­a divina de la g. (3, 2). Lo mismo que en 2 Tim 1, 9, en Ef 2, 8 la gracia se contrapone a las obras; pero éstas ya no son las de la ley, pues las obras designan aquí­ la acción humana separada del plan salví­fico de Dios (2 Tim 1, 9). Con frecuencia X&pis aparece junto a aúvaµss, y la irrupción del tiempo salví­fico es descrita como su epifaní­a (Tit 2, 11). En Heb Xaris es el don salví­fico en el nuevo orden cultual orientado hacia el cielo, que ahora no se puede abandonar (Heb 12, 15).

También en Juan (1, 17), de manera semejante a la de Pablo, la Xaris es contrapuesta a la ley, y en 1, 16 hallamos el lema de la plenitud de la g., que en los v. 14 y 17 es interpretada por el bien salví­fico de la verdad (más tí­pico de Juan). Ahí­ se refleja a la vez la combinación del AT hesed v^’emet. 1 Pe muestra un uso muy variado de este concepto (especialmente importante 2, 19s: sufrimientos de los cristianos como g.). Ahí­ aparece qué acepciones tan variadas tuvo el concepto de Xaris en el ámbito misional helení­stico antes de, en tiempos de y después de Pablo. En el caso de que en 1 Pe 4, 10 se reflejara una tradición prepaulina, ya no se podrí­a considerar la división de la única Xaris en muchos carismas como una aportación original de la teologí­a de -> Pablo. También aquí­ X&p.5 puede designar simplemente al conjunto de la salvación cristiana (1 Pe 1, 10.13).

Klaus Berger
II. Historia de la doctrina de la gracia
En la doctrina de la g. se manifiesta lo más í­ntimo de la fe cristiana como problema teológico, pues en ella está implicada la concepción humana de Dios, del mundo y del hombre. Aquí­ está comprendida la vida humana como misión histórica en el mundo, con todas sus tensiones polares. La doctrina de la elección divina, de la -> predestinación y de la vocación alberga la responsabilidad humana en el orden del mundo, soportado por la omnipotente bondad y santidad de Dios. La doctrina sobre la obra salví­fica de Jesús, Dios y hombre, y del Espí­ritu divino en la Iglesia asegura la -> justificación como acción del Dios trino, en la que se realiza el Jesús, Dios y hombre, y del Espí­ritu divino perdón de la culpa, la curación del enfermo a causa del pecado y la santificación del hombre natural por la benevolencia y el don del amor de Dios (Rom 5, 15; Ap 22, 12), y tanto la naturaleza como la libertad de decisión personal del hombre quedan introducidas nuevamente en el espacio de Dios, de su creador, Señor y Padre.

1. Lo que en la revelación, sobre todo del Nuevo Testamento, se habí­a dicho sobre este problema mediante las categorí­as judí­as de una historia universal de la salvación (sí­nópticos, Act), o de una mí­stica escatológica (Jn), o de una teologí­a de la redención o de la salvación (Pablo), hubo de mantenerse y desarrollarse ulteriormente en la Iglesia primitiva frente a una excesiva acentuación de lo ético (procedente de un espí­ritu farisaico o estoico), así­ como frente a una espiritualización platónica (cf. Did, Bern, 1 Clem, cartas de Ignacio, Herm).

2. Fue especialmente seria la lucha en torno a los misterios cristianos de la fe durante los siglos lI y III, contra el -> gnosticismo (judí­o, pagano e intraeclesiástico) de la antigüedad posterior (defendido, entre otros, por Valentí­n, Basí­lides y Marción). Frente a su doctrina de una autorredención del hombre por medio de un especial saber salví­fico y su falsa interpretación de Cristo como demiurgo, los primeros grandes teólogos de la Iglesia (Ireneo de Lyón, Tertuliano, Orí­genes) anunciaron a Cristo, el crucificado, como el único redentor (anakephalaiosis: Ef 1, 10); y frente a su desvirtuación dualista del mundo, resaltaron la bondad de la creación y la donación de la libertad humana por la gracia. Clemente de Alejandrí­a dio una interpretación cristiana (2 Pe 1, 4) a la doctrina platónica de la divinización del hombre (Teeteto 176 AB), especialmente mediante la verdad de la inhabitací­ón del Espí­ritu Santo (Rom 8, 11; 2 Tim 1, 14).

3. La doctrina de la interna filiación divina (1 Jn 3, ls) quedó profundizada teológicamente por el desarrollo del dogma eclesiástico de Cristo, Dios y hombre, y del Dios trino de los siglos iv y v (en el concilio de Nicea 325, en el primero de Constantinopla 380, en el de Efeso 431, en el de Calcedonia 450). A este respecto adujeron como fundamento: Atanasio y Gregorio Nacianceno sobre todo la obra de Cristo (“Dios se hizo hombre, para que el hombre se hiciera Dios”); Dí­dimo el ciego y Basilio la inhabitación del Espí­ritu de Dios; y Cirilo de Alejandrí­a la inhabitación del Dios trino (Jn 14, 23.26) en el hombre. Bajo la influencia de la filosofí­a neoplatónica (Plotino, Proclo), surgió una mí­stica cristiana, fundada por Orí­genes y difundida sobre todo por los escritos del Pseudoareopagita (hacia 520) y de su comentador Máximo el Confesor, que enseñaba la posibilidad de una consumación terrestre de la vida de g. a base de una sobrenatural y extática contemplación de Dios y del concomitante amor a él en el marco de la piedad eclesial. Esta teologí­a de la g. ha seguido siendo normativa hasta hoy en la Iglesia oriental griega.

4. En la Iglesia romana occidental Agustí­n elaboró la doctrina de la gracia en un peculiar tratado teológico, polemizando contra la doctrina exteriorizada del pecado y de la gracia en el -a pelagianismo. Fundándose en Pablo, Agustí­n resaltaba la causalidad total de Dios en la justificación, santificación y predestinación del hombre, asimismo la realidad de la gracia en el hombre. Sin embargo, él sustituyó la visión histórico-salví­fica de Pablo, anclada en el judaí­smo, por un enfoque antropológico, acomodado al pensamiento romano (Agustí­n mismo) y germánico (Pelagio). Su doctrina elaborada entre el año 412 y el 430 en numerosos y amplios escritos polémicos contra Pelagio y Julián de Eclano (La perfección de la justicia en el hombre. Naturaleza y gracia, Gracia y libre albedrí­o, Gracia y pecado original, Predestinación de los santos, etc.), obtuvo la aprobación de la Iglesia de Roma (cf. Indiculus Coelestini, Dz 129142).

5. Teólogos del siglo v (presbí­tero Lúcido, Arnobio) que ya no entendí­an la g. a la manera de Agustí­n, como expresión del amor, sino, más bien, como expresión de la omnipotencia de Dios, enseñaban erróneamente una falta de libertad del hombre ante la predestinación y reprobación divina (posteriormente a esa tendencia se le dio el nombre de “predestinacionismo”). Y, bajo presupuestos parecidos, algunos cí­rculos monacales del norte de ífrica (Adrumeto) y del sur de Francia (Lerí­ns) defendieron la doctrina (posteriormente llamada “semipelagianismo”) de que al menos el inicio de la fe y la perseverancia final son obra exclusiva del hombre, y no de la gracia. Ambos errores fueron condenados en numerosos concilios, particularmente en el segundo de Orange, del año 529 (Dz 178-200), y la doctrina de Agustí­n recibió aquí­ (con limitación en lo relativo a la predestinación) su definitiva aprobación eclesiástica.

6. La doctrina agustiniana de la predestinación fue tratada de manera nueva en la teologí­a carolingia, cuando la equivocada interpretación de la “doble predeterminación” (gemina determinatio) de Isidoro de Sevilla condujo por medio del monje Godescalco de Orbais a una disputa general (tratada en los sí­nodos de Quierzy 849, Valence 855, Toucy 860 y otros), en la que la obscuridad de la doctrina paulina fue esclarecida racionalmente (Rom 9, 18), y se acentuó de nuevo la libertad humana. Anselmo de Canterbury, en su monografí­a Sobre la armoní­a de la presciencia, la predeterminación y la gracia de Dios con la voluntad libre (1107-8), transmitió esta nueva doctrina a la edad media. Los primeros compendios teológicos medievales, entre 1100 y 1250, situaron la doctrina de la g., o bien en el tratado sobre la fe y la caridad (Anselmo de Laón) o bien en el de los sacramentos (Abelardo: bautismo), o bien en la parte cristológica (mí­stica de los victorinos).

7. La doctrina católica de la g. adquirió su nota abiertamente antropológica cuando en la alta edad media la metafí­sica, la ética y la psicologí­a de Aristóteles pasaron a ser la base para el desarrollo de los problemas teológicos, primeramente entre los dominicos (Tomás de Aquino y su escuela), pero, desde el 1280 aproximadamente, en especial desde Juan Duns Escoto, también entre los franciscanos, que a partir de entonces expusieron su teologí­a de tendencia agustiniana con categorí­as y principios aristotélicos. Sobre todo en la discusión con la doctrina de Pedro Lombardo y de otros autores, según los cuales la g. no es otra cosa que el Espí­ritu de Dios que habita en nosotros (Sent. I dí­st. 17), Tomás habí­a desarrollado su definición de la g. como un “estado (habitus) sobrenatural del alma humana” (Sent. Com. u 24-28; ST i q., 110-114), mientras que los franciscanos (Guillermo de Mate, Duns Escoto y seguidores) identificaron la g. con la virtud sobrenatural de la caridad. Tomás y su escuela vieron en la g. la razón suficiente de un posible “mérito de condigno” del hombre ante Dios; en cambio la escuela de los franciscanos defendió que el hombre sólo puede lograr ante Dios un “mérito de congruo”, de modo que la acción del creyente termina, no en un premio debido, sino en la libre aceptación por Dios, que, según la doctrina de algunos nominalistas (Pedro de Palude, Juan Bassolis, etc.), puede negar el premio incluso al hombre que está en gracia.

8. Los reformadores reaccionaron contra esta doctrina de la g. en la edad media posterior, sobre todo por ver en ella una huida del temor de Dios para refugiarse en la santidad de las obras. Lutero enseñó que la justicia de Dios (Rom 1, 17) imputa al creyente (Rom 3, 22), sin su colaboración (pues él es pecador [ Gál 3, 131), la obra redentora de Cristo. Calvino, junto a esta justificación por la fe, vuelve a resaltar la transformación del hombre por la penitencia y el renacimiento, así­ como la vida cristiana que brota de la fe (Inst. chr. rel. III 3, 11-18). El concilio de Trento (Dz 792a-843) en 1547 tomó posición contra estas doctrinas a base de una mentalidad escolástica, que se desarrolló ulteriormente sobre todo en España (Andrés de Vega, Francisco de Vitoria, Domingo Soto, G. Seripando).

9. Del mismo espí­ritu procedió la gran disputa entre la escuela de los dominicos (tomismo) y la de los jesuitas (molinismo) en torno a la acción de la g. y de la libertad humana en las obras meritorias, la cual terminó en 1607, sin dilucidarse, por intervención de la autoridad eclesiástica. Esa disputa ha vuelto a encenderse en el siglo xx (G. Schneemann, A.M. Dummermuth y otros). Si el tomismo pretendí­a sobre todo dejar a salvo la causalidad total del Dios creador como causa prima (praemotio physica) en la acción de las criaturas, el propósito de los molinistas era defender tanto la libertad del hombre como la de Dios (concursus simultaneus). La doctrina protestante de la total corrupción del hombre por el pasado, que nuevamente adquirió fuera en el -* bayanismo (Dz 1001-1080), en el –>jansenismo (Dz 1092-1096, 1295-1303) y en B. Quesnel (Dz 1351-1390), fue rechazada por los teólogos jesuitas de la época, desarrollando para ello nuevos conceptos auxiliares (deseo sobrenatural, potencia obediencial, naturaleza pura). En el siglo xix la cuestión de la g. adquirió importancia en el problema de la fe (controversia de J. v. Kuhn y C. v. Schäzler). M. Scheeben expuso la doctrina tomista de la gracia apoyándose en conceptos románticos.

10. Desde 1920 se resaltan cada vez más el aspecto histórico-salví­fico (teologí­a de los -> misterios) y la visión personalista de la g. (R. Guardini, K. Rahner: gracia = comunicación de –>Dios mismo). La Dogmática eclesiástica de K. BARTH, Z 1932ss (cf. H. KÜNG, Rechtf ertigung [Ei 19571) y el Sobrenatural de H. DE LUBAC, P 1946, (cf. G. DE BROGLIE, L. MALEVEZ) han dado nueva vida a la cuestión de lo -> sobrenatural. El espí­ritu ecuménico del Vaticano II y la importancia central de la cuestión de la g. para la vida cristiana, exigen en esta hora histórica de la Iglesia que no nos detengamos en la oposición entre visiones unilaterales, sino que, a base de una colaboración llena de comprensión, tomemos de la revelación misma sus abundantes enunciados y los elaboremos en una amplia soteriologí­a donde estén recapitulados los rectos puntos de partida, las posibilidades, los elementos y las direcciones que aparecen en la doctrina sobre la gracia.

Johann Auer

III. Exposición teológica
1. El punto de partida
Hay que comenzar por la cuestión del punto de partida adecuado a la revelación. Y esto sobre todo porque la división, usual en la época postridentina, del tratado en una sección sobre la g. actual y otra sobre la g. habitual es insuficiente, pues se basa en presupuestos que son problemáticos. El punto de partida ha de ser un enunciado teológico sobre el hombre entero y uno; partiendo de ese enunciado hay que establecer la distinción entre naturaleza y g. y las posibles distinciones dentro de la noción de g. como principios de división de dicho tratado. En este sentido partimos (cf. -> antropologí­a teológica) del siguiente enunciado teológico: el hombre que cree en Cristo, a pesar y dentro de su condición de criatura, y aunque de sí­ y por sí­ se reconozca originariamente pecador (–>pecado original), debe entenderse a sí­ mismo como llamado históricamente por Dios y por la palabra eficaz de su libre y absoluta comunicación a participar de la más propia e í­ntima vida de Dios. Lo decisivo de este enunciado está en que Dios, no sólo concede al hombre algún amor y proximidad saludable, no sólo le regala alguna presencia salví­fica (como la que ónticamente va aneja al concepto abstracto de una relación entre el creador y la criatura todaví­a inocente, no sólo le da bienes creados como prueba de su amor; sino que, además, se le comunica a sí­ mismo en una causalidad que no es meramente eficiente, lo hace partí­cipe de la naturaleza misma de Dios y coheredero con el Hijo, lo llama a la vida de Dios en la visión inmediata cara a cara y, le concede una participación en la vida propia de Dios. Aquí­ tocamos realmente el núcleo de la inteligencia cristiana de la realidad. La verdadera y plena relación entre lo absoluto y lo que experimentamos como nosotros mismos y nuestro mundo, conociéndolo como finito y contingente, no es la relación de la identidad o de un nexo necesario en que lo absoluto se despliega y llega a su propia plenitud, según se enseña en las distintas formas del -> panteí­smo. Y tampoco es la mera relación de una causa eficiente absoluta con su efecto, que permanece exterior a su causa. Es más bien la relación libre del absoluto que se comunica a sí­ mismo, y que, para poderse comunicar a otro en un diálogo libre con él y poder hacer del mundo creado su propia historia en la -> encarnación y la g., crea a ese otro con una causalidad eficiente. La doctrina del cristianismo sobre la g. (junto con su realidad suprema: el Logos divino hecho criatura) es la superación real del dilema entre panteí­smo y deí­smo (que quizá se supera “filosóficamente”, pero no realmente, al hacer que Dios sólo se preocupe de la máquina del mundo en el momento de darle el ser y ponerla en marcha). Pero esta superación de sistemas que quieren ser metafí­sicos y esenciales sobre la relación entre lo absoluto y lo contingente es el libre amor, que se muestra así­ como la verdadera esencia de la realidad absoluta, cuyas estructuras “necesarias” no determinan la libertad como lo secundario, sino que son las estructuras formales del mismo absoluto amor, que se inclina a lo no-necesario, aunque no necesita hacerlo, o no tiene que hacerlo con otra “necesidad” que la del amor libre.

2. Gracia sobrenatural y naturaleza
Partiendo de aquí­ se aclara primeramente la distinción entre naturaleza y g. sobrenatural, y cuál sea la esencia de ésta.

a) La doctrina del magisterio eclesiástico
La doctrina de la sobrenaturalidad de la gracia (como comunicación de – > Dios mismo) es afirmada por vez primera y expresamente en el concilio de Vienne, en cuanto la visión de Dios es atribuida al gratuito lumen gloriae (Dz 475); luego se expone explí­citamente con el término supernaturalis contra el -> bayanismo, el -> jansenismo y el semirracionalismo (Dz 1017 1021 1023s 1026 1385 1516 1669 1671). El Vaticano i (Dz 1786 1789) la enseña como razón de la absoluta necesidad de la revelación y como propiedad de la fe, y Pí­o xix (Dz 2318) la robora contra su debilitación (por el hecho de ponerse en duda la posibilidad abstracta de una “naturaleza pura”). Sólo con la sobrenaturalidad de la g. se indica el motivo más í­ntimo por el que la Iglesia afirma que la g. es indebida, y que el hombre no puede merecerse por sus propias fuerzas, de suerte que, por sí­ solo, él no es capaz de prepararse positivamente para recibirla, ni de pedirla por la oración (Dz 134s 141 176s 797 813 etc.). Y el motivo adecuado de esa incapacidad no puede ser solamente la (fáctica) condición pecadora del hombre.

b) Explicación sistemática
1º. La autocomunicación de Dios en su vida interna, lo mismo como dada (en sí­) como que aceptada por el hombre, es una benevolencia esencialmente libre, personal e indebida de Dios. Es en sí­ misma regalo libre al hombre. Y constituye un don libre, no sólo con relación al hombre pecador, que se cierra culpablemente a la oferta que Dios hace de sí­ mismo y a su voluntad expresada en toda la realidad humana; sino ya previamente a todo eso. En efecto, la capacidad de la criatura para vivir con Dios en amor personal, en que él se comunica a sí­ misma, es favor indebido de parte suya (pues toda personal abertura de sí­ mismo es esencialmente favor libérrimo), y, por otro lado, la criatura espiritual (aun suponiéndola ya constituida) no puede recibir este favor como un elemento inherente de algún modo a su propia esencia (inocente), sino que lo experimenta como don alcanzado en el curso de un diálogo (de una auténtica historia). Es decir, ese don presupone al destinatario y, por tanto, no puede considerarse como un elemento que pertenece necesariamente al ser de la naturaleza creada. Para que esta comunicación de Dios mismo no quede desvirtuada al aceptarla el hombre finito (conforme a la esencia y al patrón de la criatura finita), convirtiéndose en un acontecimiento que permanezca en el ámbito de lo puramente finito (con lo cual se suprimirí­a la comunicación de Dios mismo como tal), también la aceptación (en cuanto tal) ha de estar soportada por Dios, de igual manera que el don. La comunicación en cuanto tal produce también la aceptación; la potencia actual y próxima de esta aceptación es igualmente g. libérrima. Esto se ve muy claramente en la fe. Para que la revelación, como oí­da, permanezca realmente palabra de Dios y no se convierta en palabra sobre Dios producida por él (y como tal sabida) una y otra cosa no son lo mismo, puesto que en el segundo caso entra en juego el horizonte apriorí­stico de intelección de la criatura finita -, en la gracia de la fe (luz de la fe) Dios mismo tiene que hacerse principio constitutivo del acto de oí­r la revelación. Pero la g. como comunicación de Dios mismo es principio constitutivo, no sólo de la “potencia” para su aceptación (en lo que la teologí­a llama los –hábitos sobrenaturales de la ->fe, de la –> esperanza y del –> amor), sino también del “acto” libre de la aceptación mediante aquello que la teologí­a entiende por indebida g. “eficaz” para la acción realizada de hecho. Pues esta comunicación de Dios como causa de su propia aceptación es libre incluso en lo relativo a la realización de la concreta aceptación libre, que, precisamente como libre y concretamente indeductible, es el único medio por el que puede recibirse esa comunicación como divina y personal. Cabe, naturalmente, decir que la libre causación divina de la aceptación, la g. eficaz como tal, se debe a circunstancias (explicadas a la manera de Bañez o de Molina) que pueden distinguirse de la comunicación sobrenatural en cuanto tal. Pero entonces no hemos de ignorar que la comunicación de Dios, por su carácter personal, libre y singular bajo ambos aspectos exige en virtud de su esencia estas circunstancias indebidas, libremente puestas, como su propia concreción; es decir, la gratuidad de la g. eficaz como tal es exigida por la esencia de la comunicación divina, y sólo ella hace de ésta un acontecimiento singular del amor libre.

2 ° En cuanto la libre comunicación de Dios en Cristo y su Espí­ritu debe ser aceptada por la criatura espiritual mediante una respuesta dada en un diálogo libre también por su parte, se presupone una permanente constitución del hombre (puesta libremente por el Dios creador), la cual presenta las siguientes caracterí­sticas: 1ª, antecede a la comunicación de Dios (o sea, es presupuesta por ésta como condición de su posibilidad), de tal modo que el hombre (como socio histórico ya creado) ha de recibir esa comunicación como libre favor que se le concede contingentemente, sin posibilidad de calcularlo desde su propia naturaleza, o sea, como un don que no va transcendentalmente inherente a la autorrealización del hombre, aunque él está esencial y obligatoriamente abierto a tal comunicación de Dios mismo (por la –>potencia obediencial y el -> existencial sobrenatural) y, si la rechaza, cae en la perdición con todo su ser; 2ª, permanece (si bien en forma de absurdo y de condenación) incluso cuando el hombre se cierra a la comunicación de Dios. El “destinatario” de la comunicación divina, que ésta se antepone como condición de su venida, gratuita y hecha posible sólo por ella misma, en la teologí­a católica recibe el nombre de -> naturaleza humana. De ahí­ que el concepto propiamente teológico de “naturaleza” no signifique un estrato de la realidad inteligible en sí­ mismo, experimentado solamente por nuestros propios medios (independientemente de una g. no experimentable), al cual se superponga una realidad superior, conocida por la revelación. “Naturaleza” es más bien aquella realidad que la comunicación divina por la que la creacion se antepone a si misma como su posible destinatario, de forma que, frente a éste, permanece lo que ella es: libre don del amor. Así­, pues, la naturaleza, a diferencia de lo sobrenatural, es entendida como un factor necesario en un todo superior, que es experimentado en la g. e interpretado en la revelación. La diferencia entre -> naturaleza y g. debe entenderse partiendo de la primigenia unidad de la libre comunicación de Dios mismo como amor. Esa noción teológica de “naturaleza” tampoco implica (lo cual a la postre, es una tergiversación nominalista) que ésta coincide con el reino de lo experimentable. Más bien, mejor puede experimentarse lo que no es “naturaleza” (cf. p. ej., Gál 3, 1-5); y no es a priori evidente que el hombre haya de experimentar de hecho todo lo que forma parte de la naturaleza.

3ª. En este sentido, la g. de la comunicación de Dios es “sobrenatural”, o sea, indebida al hombre (y a toda criatura), con anterioridad a su indignidad como pecador, de modo que no está ya dada con su esencia inadmisible (con su “naturaleza”), y, por tanto, Dios puede dejar de concederla al hombre (aunque, una vez ofrecida, éste se hace culpable si la rechaza). Es indebida como participación de una realidad que de suyo sólo pertenece a Dios y, además, lo es por la razón de que sólo puede recibirse si Dios concede gratuitamente la posibilidad para ello.

Además del concepto explicado de la “sobrenatural en sí­ mismo” o absolutamente sobrenatural, que supera la naturaleza, las “fuerzas” y las “exigencias” de toda criatura por la esencia del don mismo y no meramente por la manera de comunicarlo, la teologí­a conoce la noción de lo “preternatural”, es decir, de una realidad que sólo supera las exigencias de una naturaleza determinada (p. ej., del hombre a diferencia de los ángeles); o bien, de una realidad que, aun hallándose de algún modo en la dimensión (en el alcance, en las aspiraciones) de una misma o a la manera de conseguirla no puede ser exigida como patrimonio de la esencia (p. ej., exención de la concupiscencia, liberación milagrosa de una enfermedad, etc.).

3. Gracia sanante
Con lo dicho no se relega a segundo término o se desconoce la g. “misericordiosa” (que perdona). El hombre concreto se halla siempre – por sus meras fuerzas – en una doble situación inseparable: la de criatura y la de pecador. Para la experiencia concreta ambos componentes se condicionan y esclarecen mutuamente. La condición defectible de la criatura finita no es ya simplemente pecado, pero en éste sale aquélla inexorablemente a la luz; y la pecabilidad obliga al hombre irremediablemente a concebirse a sí­ mismo como criatura absolutamente finita, para la cual la misericordia divinizante de Dios es siempre y en todo caso g. suya. Esto significa que, en cuanto la g. divinizante es concebida al pecador y, como comunicación ofrecida por el Dios santo, implica en él el deseo de perdonar, y, como aceptada por la g., incluye el perdón de la culpa; esta g. es indebida por un nuevo concepto, por la razón de que se ofrece a quien es positivamente indigno de ella. Por eso no ha de maravillarnos que toda la doctrina tridentina sobre la g. justificante, aun cuando se refiera a la g. sobrenatural, no está concebida bajo el esquema de la “elevación” de una naturaleza, sino bajo el del perdón concedido al impí­o (Dz 790s 793-802). Lo cual significa que la necesidad propiamente dicha de redención tiene un alcance tan amplio y radical como la posibilidad de elevación del hombre a la vida de Dios.

Esta g. sanante, y con ello también la g. elevante en cuanto se da al hombre sometido al pecado original, es pura g. de Cristo (Dz 55 790 793s 811s etc.; ->redención). Además, puede defenderse plenamente que también la g. elevante del estado original (estados del ->hombre) fue g. de Cristo. Pues, en su cristocentrismo de la realidad entera, puede de todo punto admitirse que la creación y realización del mundo, en virtud de la gratuita comunicación de Dios mismo, de antemano fue querida por él como un factor de su donación a lo divino, la cual alcanza su cima, su esencia plena y su irreversibilidad histórica en el Dios-hombre; es más, la encarnación y la divinización del mundo por la g. pueden considerarse como factores, que necesariamente se condicionan entre sí­, de este singular comunicación radical. Ambos factores son libres, pues toda esta comunicación es libre, sin que haya de mirarse uno separadamente del otro. Por proceder de Cristo, la g., incluso como divinizante, tiene un carácter eminentemente histórico y dialogí­stico, o sea, constituye una merced de Dios que (sin perjuicio de su esencia misma, que siempre se extiende ineludiblemente a todos los tiempos y lugares [cf. Dz 160b 1295 1356 1414 1518 etc.1) depende del “acontecimiento” de Jesucristo. Por eso reviste un carácter incarnatorio, sacramental y eclesiológico (-> Iglesia como cuerpo mí­stico de Cristo, –>sacramento), e incorpora al hombre agraciado a la vida y muerte de Cristo.

4. Gracia increada y creada
Por el punto de partida adoptado es fácil comprender que la g. propiamente dicha (de la justificación), como estrictamente sobrenatural, es ante todo Dios mismo, que se comunica con su propia esencia: g. increada (cf. también –> trinidad, -> Espí­ritu Santo, -> misterio, -> justificación). Con ello queda excluida a limine una concepción cosificada de la g., que la pusiera a la disposición autónoma del hombre. La doctrina del concilio de Trento sobre la g. “inherente” (Dz 800 821), no es una proposición que trate de impugnar esto, o que, fuera formulada con la vista puesta en el problema de la distinción entre g. creada e increada (ésta también es mencionada: Dz 13 799 898 1013 1015); se propone solamente enunciar la verdad de que la justificación por verdadera regeneración consiste en la constitución de una nueva criatura, de un templo habitado realmente por el Espí­ritu de Dios mismo, de un hombre que está unido y sellado por el Espí­ritu y ha nacido de Dios; pretende afirmar que el justificado no sólo ha de considerarse justo en un “como-si” forense, sino que lo es verdaderamente (Dz 799s 821). Nociones como “inherente”, “accidental”, etc., pueden entenderse en este contexto independientemente de la cuestión de la distinción entre g. creada e increada. Pero, evidentemente, esas nociones hacen referencia a algo implicado en el concepto mismo de g., a saber, el hecho de que el hombre en sí­ se hace una criatura nueva por esta comunicación de Dios, o sea, la existencia de una g. “creada” y “accidental”, que no se da automáticamente con la naturaleza del hombre, pero queda injertada en ésta.

Cómo haya que definir más exactamente la relación entre g. creada e increada, es un punto sobre el que no hay acuerdo en la teologí­a católica. La g. creada puede entenderse: como presupuesto y consecuencia de la g. increada, que Dios comunica en una causalidad cuasiformal (como disposición material para la “forma”, la cual, al comunicarse, produce previamente esta disposición, de modo que ambas realidades se condicionan en una causalidad mutua); o como un momento implicado en la g. increada (actuación creada por el acto increado: De la Taille). Pero también cabe entender la g. increada (lo cual se hizo usual desde el Tridentino, a pesar de su insuficiencia y de ir contra las últimas tendencias de Tomás [Dockx, etc.]) como mera consecuencia de la g. creada (considerando que la inhabitación del Espí­ritu Santo se da con la g. creada en cuanto tal). Sobre todos estos puntos no reina unanimidad en la teologí­a católica. En todo caso, teniendo en cuenta Dz 2290 se puede sostener perfectamente que la g. increada es la primera g. y la que sostiene esencialmente todo el agraciamiento del hombre. Y esa g. increada es la única que hace inteligible la verdadera y estricta sobrenaturalidad de la gracia.

5. Gracia actual y habitual
a) Doctrina del magisterio
1º. Sobre la g. “habitual” de la justificación, cf. -> justificación, -> virtudes, -> Espí­ritu Santo, -> visión de Dios.

2º. Sobre la g. “actual”. En el sentido que delimitaremos más exactamente en b) está definida la existencia de la g. actual, en cuanto es verdad definida, contra el -* pelagianismo y el semipelagianismo, la absoluta necesidad de la g. para toda obra salví­fica (Dz 103ss 176ss 811ss). Como quiera que a estos actos saludables pertenece también, contra la doctrina del semipelagianismo, toda preparación (positiva) a la fe y justificación, sí­guese que la g. previene al hombre, sin merecimiento alguno, en su obrar salví­fico (Dz 797; g. “preveniente”; sobre la cooperación con esta g. cf. después en 8). Ante el hecho de la universal voluntad salvadora de Dios, por un lado, y de la pecabilidad del hombre, por otro, puede concluirse la existencia de una g. ofrecida que no llega a hacerse eficaz, o sea, de una g. meramente “suficiente”, cuya existencia está definida contra el -> jansenismo (Dz 797 814 1093 1295 1521 1791). De donde se sigue que la esencia de la g. no puede deberse exclusivamente a la omnipotencia irresistible de Dios (Dz 1359-1375). La distinción entre g. actual meramente suficiente y g. eficaz está fundada según la doctrina casi general (tanto del tomismo como del molinismo: -> gracia y libertad), en la elección de Dios, a pesar de la libertad humana para la aceptación o la resistencia (de lo contrario la perseverancia efectiva no serí­a g. particular de Dios: Dz 806 826). La g. actual es iluminación e inspiración (Dz 135ss 180 797 1521 1791). No es considerada solamente como gratuita (indebida) (Dz 135s 797s 801 1518), sino también como sobrenatural en el mismo sentido que la g. de la justificación (cf. Dz 1789ss), lo cual es obvio dada su absoluta necesidad (no sólo relativa o moral) para el acto saludable. Consiguientemente, no sólo consiste en circunstancias externas, dispuestas u ordenadas por la providencia de Dios, que favorecen el obrar religioso del hombre, sino que es también (concretamente en su totalidad) g. “interior” en el mismo sentido que la g. santificante.

b) Visión sistemática
Partiendo de la doctrina antipelagiana de la teologí­a occidental sobre la necesidad de la g. para los actos saludables del hombre (bajo la modalidad procedente de Agustí­n: g. como inspiración del amor justificante), la g. es en primer lugar ayuda (concedida de modo permanente u ofrecida siempre por la voluntad salvadora de Dios) para el acto y, en este sentido, g. “actual” (aquí­ no se reflexiona sobre el “estado de g.” de los niños pequeños libres del reato del pecado original después del bautismo). No podemos exponer aquí­ la evolución de la doctrina en la baja y la alta edad media. Notemos de paso que el conocimiento del carácter sobrenatural de la g. se desarrolla como conocimiento de la g. “habitual” de la justificación. Y así­ inicialmente el acto salví­fico se identificaba con el que está soportando por la justificación. Pero, en todo caso, este hecho y el de que hasta hoy no se haya logrado acuerdo sobre la cuestión de si para todo acto salví­fico del justificado, además de la g. habitual, se requiere una gracia actual, sobrenatural y elevante, o por el contrario, para ello basta la g. habitual, muestran que el concepto de auxilio sobrenatural elevante no puede de antemano identificarse con el concepto de g. actual en la acepción casi universal de nuestros dí­as. Este concepto es deducido de los actos sobrenaturales de preparación a la justificación. Sin prueba real se supone que tales actos no pueden ser puestos por la g. de la justificación previamente ofrecida (es decir, por una g. “habitual” que se va actualizando dinámicamente). Si aceptamos, además, la doctrina de los tomistas contra Molina, discutida pero totalmente razonable (e incluso mejor), según la cual la g. dada para el acto eleva también la “potencia” del hombre (a fin de que éste no sólo reciba, sino que además ponga el acto salví­fico), podremos decir lo siguiente: La doctrina obligatoria de la Iglesia distingue entre la g. actual sobrenatural elevante y la g. habitual solamente en cuanto es una verdad segura que hay actos saludables del hombre no justificado, por los cuales él se prepara a la –>justificación con una g. preveniente, que es absolutamente necesaria. Si esta g. tan necesaria es lo mismo, o no, que la comunicación de Dios, mismo, la cual, al producirse, posibilita y sostiene también su aceptación; si, consiguientemente, esta g. habitual en el adulto se identifica o no con la comunicación misma de Dios como libremente aceptada, son puntos sobre los que no hay ninguna declaración del magisterio de la Iglesia, ni un consentimiento doctrinal. La distinción, en cuanto es obligatoria, tiene este sentido: la g. es “habitual” en cuanto la comunicación de Dios se ofrece permanentemente al hombre (desde el bautismo) y en cuanto (en el adulto) es aceptada libremente, y, por cierto, en diversa medida. Esta misma g. se llama “actual” en cuanto sostiene el acto de su aceptación (acto existencial y esencialmente graduado, realizable siempre de nuevo) y en él se actualiza a sí­ misma. Esa concepción corresponde también a la idea tomista del crecimiento de la gracia.

De ahí­ resulta que la división de todo el tratado de la g., usual después del concilio de Trento, en una sección sobre la g. actual y otra sobre la g. habitual, es muy extrí­nseca y no responde adecuadamente a la unidad y naturaleza de la única g., que diviniza la naturaleza, las potencias y la autorrealización del hombre. Todas las gracias actuales son el desarrollo dinámico de la única g. divinizante en los actos del hombre, bien como ofrecida (g. actual para la justificación), o bien como ya aceptada (g. actual para el mérito del hombre ya justificado). Sólo se distinguen entre sí­ por los distintos grados de aceptación existencial de esta g. única (g. para la mera fe, para la fe que espera, para el amor que integra en sí­ la fe).

6. La gracia como liberadora del hombre libre
A pesar del pecado original y de la concupiscencia, el hombre es libre (Dz 792s 798 814ss); asiente, pues, libremente a la g. preveniente o la rechaza libremente (Dz 134 140 160a 196 793s 1093 1095 1521 1791 2305). En este sentido hay que hablar de una recí­proca cooperación (Dz 182 200 797 814). Pero esto no significa un “sinergismo” que divida en partes el efecto salví­fico. Pues no sólo es g. de Dios la capacidad para obrar salví­ficamente (el hábito infuso o la preveniente g. suficiente), sino también el mismo asentimiento libre (que tomistas y molinistas presupusieron como evidente per se en la controversia sobre la g., de suerte que la Iglesia no tuvo que decidirse por ninguno de los partidos; cf. Dz 176s 182, etc.). Así­, pues, la g. misma libera nuestra –> libertad (formal) en su capacidad y acción para el obrar saludable, ella misma la cura, de suerte que la situación de esta libertad para dar a Dios el sí­ o el no, no es la de elección autónoma y emancipada (Dz 200 321s 325); más bien, cuando el hombre dice no, hace su propia obra; cuando dice libremente sí­, debe atribuir a Dios este sí­ como don suyo.

7. Gracia sanante y gracia sobrenatural elevante
La doctrina sobre la distinción entre la naturaleza y la g. sobrenatural elevante, que agracia con la donación de Dios mismo, por un lado, y la doctrina sobre la concupiscencia (como incitación al ->pecado incluso contra la ley de la naturaleza), lo cual sólo puede ser vencida por una g. particular de Dios, sin que por eso el hombre no justificado peque de nuevo en cada acción, por otro lado, llevaron poco a poco a una distinción entre la necesidad de la g. para el deiforme acto salví­fico y la necesidad del auxilio de Dios para la observación de la ley natural, entre la g. elevante y la sanante. Aunque esta distinción todaví­a no aparezca clara en el concilio de Orange (529) y no se resalte expresamente en el Tridentino, sin embargo está allí­ la doctrina sobre la función medicinal del auxilio divino (Dz 103 132 135 186s 190 806 832, etc.); puesto que este aspecto del auxilio divino se opone directamente al -> pelagianismo.

Lo mismo hemos de decir sobre la doctrina de que, a la larga, sin esta ayuda no puede observarse (ni se observa) la “substancia” de la ley natural. Por otra parte, como se debe mantener, contra los reformadores, Bayo y el jansenismo (cf. también –> agustinismo, B), que los no justificados pueden hacer actos saludables con ayuda de la g., y que por la ausencia (supuesta) de ésta no todo acto se convierte en un nuevo pecado (Dz 817s 1025 1035 1037 1040 1297s 1301 1395 1409 1523 etc.); se desprende como consecuencia que la absoluta necesidad de la g. salví­fica para el acto saludable y el auxilio sólo relativo para el obrar moral dentro de la ley natural (“acto honesto”) no pueden ser simplemente dos aspectos de una sola y misma acción divina en el hombre, sino que el auxilio sanante y la g. sobrenatural han de distinguirse entre sí­. Esto implica que el auxilio medicinal puede entenderse como externo, e igualmente la posibilidad de que en la teologí­a católica todaví­a esté abierta la cuestión de si la g. sanante en cuanto tal (incluso como meramente suficiente) es o no indebida en todo caso, y de si ha de considerarse siempre como g. de Cristo. Sin embargo, la relación entre estos dos auxilios de la g. no queda completamente explicada con esta necesaria distinción.

Aunque es indiscutible la posibilidad de actos aislados puramente humanos en el terreno del conocimiento religioso (Dz 1785s 2320 2317) y la de un obrar conforme con la ley natural, no obstante, todaví­a puede disputarse libremente si de hecho se dan actos morales meramente “honestos”, es decir, sin ninguna importancia positiva para la salvación, o si, por el contrario, todos esos actos, en el caso de que se den realmente, son también salví­ficos en virtud de una g. elevante. La segunda sentencia (en el sentido de Ripalda o de Vázquez) no ha sido condenada por la Iglesia. La respuesta a esta cuestión depende ampliamente de la pregunta abierta sobre cuál es la –>fe (sin la cual no hay actos saludables ni justificación: Dz 1173 801 789 798) que se requiere como presupuesto y momento interno del acto salví­fico. Si basta una fe “virtual” (en el sentido, p. ej. de Straub), son posibles la justificación en un -> bautismo de deseo y, por tanto, los actos saludables en todo hombre de buena voluntad (aun sin contacto con la revelación pública). Si se le reconoce también a la g. elevante una eficacia psicológica, es decir, si ella en todo caso lleva consigo, según la doctrina tomista, un nuevo horizonte de conocimiento (un objeto formal propio, aunque no aprehendido reflejamente), y si este nuevo horizonte sobrenatural de conocimiento, dentro del cual se aprehenden objetos morales y religiosos que de suyo son de orden “natural”, puede considerarse como una especie de auténtica revelación divina (“transcendental”) y en este sentido como fe (sin que medie una afirmación refleja); en tal caso el problema admite una solución más fácil: en virtud de la g. elevante que se ofrece como consecuencia de la universal voluntad salví­fica de Dios, todo acto radicalmente moral se realiza bajo un horizonte sobrenatural de inteligibilidad, y así­ siempre es también fe (en una manera “transcendental”) y, por una y otra razón, acto salví­fico, de forma que todo acto moral (honesto) es de hecho también una acción salví­fica. Pero si esto es así­ (lo cual concuerda con el optimismo salví­fico del Vaticano ii [cf. Lumen gentium, n .o 16; Dei Verbum, número 221, puesto que él enseña la posibilidad de salvación y de fe incluso para aquellos que no han recibido el mensaje del Evangelio), sí­guese que la g. sanante puede considerarse en todos los casos como dinámica de la g. elevante y como un conjunto de circunstancias externas que acompañan a ésta, y por tanto es un factor en un acontecer de la g., que, en medio del cristocentrismo universal de la historia humana, por el amoroso propósito divino de comunicación a la creación, tiende a la realización de lo humano y cristiano en el hombre.

Karl Rahner
C) GRACIA Y LIBERTAD

I. El problema
1. El problema de la relación entre -> gracia y –>libertad es una cuestión interna de la teologí­a católica. La cuestión surge de la dificultad de salvar simultáneamente dos datos reales: a) el hombre es realmente libre al poner un acto salví­fico, pudiendo por tanto rehusar la g. ofrecida para tal acto; b) y, sin embargo, para ese acto salví­fico necesita absolutamente la interna g. divina. Pero esta g. no logra solamente su efecto por el consentimiento del hombre, sino que de antemano tiene en sí­ la virtud de producir de hecho tal consentimiento. Dios podrí­a denegar esa g. eficaz, sin que por ello el hombre quedara excusado cuando peca, puesto que también entonces es capaz de poner el acto saludable (mediante la g. “suficiente”).

2. La libertad humana y el soberano poder de Dios y de su gracia están atestiguados en la Sagrada Escritura. Pero el problema tiene además su importancia existencial: en lo relativo a la salvación el hombre no puede declinar su responsabilidad; y, sin embargo, cuando obra salví­ficamente debe atribuir el mérito a Dios y reconocer que él le ha otorgado en su gracia no sólo la capacidad de obrar, sino también el obrar mismo.

3. El problema se amplí­a luego especulativamente en la teologí­a, quedando formulado en esta cuestión: ¿cómo se comporta la acción de Dios (en su cooperación) con el acto libre del hombre (también con el acto naturalmente bueno y con el moralmente malo)?
II. El recto punto de partida para la solución del problema
1. Dado que Dios es el -> misterio, la relación entre Dios y el mundo es necesariamente misteriosa. En consecuencia sólo se puede hablar de él oscilando entre un doble enunciado dialéctico, propio del lenguaje análogo (-> analogí­a del ser).

2. La diversidad entre Dios y la criatura – a diferencia de cualquier otra dependencia causal intramundana – se caracteriza precisamente por el hecho de que la autonomí­a (el ser propio) de la criatura y su dependencia de Dios no están en proporción inversa, sino directa. La causalidad de Dios es la que produce la verdadera diferencia entre él y la criatura, la que crea la realidad autónoma con su propio ser. Esta relación de í­ndole transcendental, y no categorial (que serí­a totalmente diversa), alcanza su punto culminante en la relación entre Dios y el ser libre junto con sus actos libres. El origen transcendental del acto libre en Dios implica precisamente su posición como tal acto libre, su entrega a la criatura para que lo reciba bajo su propia responsabilidad. Este radicalismo de la más auténtica creación, en la que toda creación alcanza su sentido, es el misterio de la “coexistencia” entre Dios y criatura libre, misterio que no puede desentrañarse ulteriormente.

III. Intentos clásicos de solución
Todos tienen de común el querer esclarecer el misterio de esta relación recurriendo a un tercer elemento (ideal o real), distinto de Dios y de la acción libre, a base del cual se proponen mediar entre la soberaní­a de la g. y la autonomí­a de la libertad.

1. El tomismo de Báñez (it 1604)
El apela a Tomás. Pero se disputa sobre la legitimidad de esta apelación, pues algunos creen descubrir rasgos escotistas en su doctrina. El núcleo de la misma está en la concepción metafí­sica acerca de la necesidad y naturaleza de la “premoción fí­sica” en todo acto de la criatura (no sólo en el positivo acto salví­fico). Según esta doctrina, para que la criatura pueda pasar de la potencia al acto, tiene absoluta necesidad de una “premoción”, que consiste en una entidad creada pasajera, producida por Dios solo. Esta moción previa es diferente de Dios (y de su influjo causal en el acto de la criatura), y es también diferente de la potencia y del acto de la criatura. Sin embargo, determina infaliblemente este acto, en su esencia y en su realidad objetiva. Cuando se trata de un acto libre (bueno o malo), la premoción fí­sica mueve infaliblemente hacia este acto, anteriormente a la libertad del mismo.

En su predeterminación Dios elige una premoción concreta y así­, en virtud de su propia elección absolutamente soberana, da a la criatura, o bien solamente el acto bueno, o bien solamente el acto malo, como acción libre de aquélla. Cuando esta promoción mueve por su propia naturaleza intrí­nseca el acto saludable positivo, se llama g. actual eficaz, en contraposición a la g. suficiente, que da la plena potencia, pero no el acto mismo.

Crí­tica: La tesis según la cual la causalidad transcendental de Dios por sí­ misma causa también el acto libre en cuanto tal, con todos sus aspectos positivos, y, por ser divina, precede “lógicamente” a la creada como su fundamento, es sin duda exacta y no puede impugnarse. Pero en cuanto la premoción fí­sica lleva aneja una entidad finita, distinta de Dios y de su acto transcendental (aunque causada por él), la cual distinguiéndose del acto libre de la criatura, lo determina infaliblemente y, sin embargo, lo causa como acto libre, se cae indudablemente en una contradicción: pues una realidad de naturaleza de ese acto, destruye la libertad de elección.

2. Molinismo
Según el molinismo, Dios conserva su libertad soberana frente a la libertad humana. El puede dirigir esa libertad sin lesionarla según su beneplácito, porque en su ciencia media conoce el “futurible libre” en su realidad objetiva ideal. Dios sabe lo que cada libertad harí­a o hará libremente en cada situación que él hiciera o hará surgir. Por consiguiente, si Dios quiere obtener un determinado acto libre de la criatura, le basta con realizar la situación en la que por su ciencia media sabe que la criatura en cuestión pondrá libremente dicho acto determinado. Así­, pues, con prioridad lógica al efectivo acto libre, Dios conoce y dirige mediante su ciencia media la libertad fáctica de la criatura, y esto sin violentarla, porque esta dirección se basa a su vez en el conocimiento de la libre decisión condicionadamente futura del hombre, cuya peculiaridad en cuanto tal no es determinada por Dios. Si Dios, en razón de su ciencia media elige y realiza una situación en la que el hombre obrará saludablemente, entonces esta situación es una “gracia eficaz” en sentido molinista, aunque intrí­nsecamente no se distinga de otra gracia meramente “suficiente” bajo la cual el hombre, hubiera podido obrar saludablemente, pero de hecho no obra así­, cosa que Dios conoce ya antes de la decisión efectiva, por la ciencia de lo condicionadamente futuro.

Crí­tica: Esta solución del problema, excesivamente sutil, no responde a la cuestión acerca del origen de la realidad (aunque sólo sea ideal) del “futurible”, que primariamente debe proceder de Dios. En el molinismo la ciencia divina depende de algo no divino, pues el futurible de la criatura libre no queda suficientemente fundamentado en Dios.

Si la posibilidad de la libertad real frente a Dios está fundada precisamente – sin verse por ello restringida ni amenazada – en su origen inmediato en Dios, consecuentemente no es lí­cito intercalar una mediación ideal o fí­sica entre la acción libre y Dios.

3. Otros intentos de solución
Algunos tratan de explicar la eficacia de la g. divina diciendo que ésta es indefectible, no como “premoción fí­sica”, o sea, en su cualidad ontológica, sino como un impulso psicológico que, sin suprimir la libertad, es suficientemente intenso para dominar la concupiscencia. Así­ el -> agustinismo (B) de los siglos xvii-xviii. Otros intentos son un sincretismo de tomismo y molinismo, explicando en sentido molinista los actos saludables ¡niciales más fáciles (p. ej., el comienzo de la oración), y en sentido tomista los más difí­ciles. El agustinismo ofrece una concreta descripción existencial de la historia del corazón humano. Pero si concibe la g. eficaz de tal modo que en su propia í­ndole psicológica Dios pueda conocer infaliblemente cómo ha de reaccionar ante ella la libertad, entonces el sistema presupone una g. que no deja ya al hombre libre. Los sistemas sincretistas (Tournely, Alfonso de Ligorio) se ven envueltos en la problemática de los otros sistemas sin tener sus ventajas.

IV. Problemas especiales
El problema de la relación entre la g. absolutamente eficaz por parte de Dios, en virtud de la cual él domina sobre la libertad permanente de la criatura, por un lado, y esa libertad misma, por otro, en los “sistemas de la gracia” está vinculado con la cuestión de la -+ predestinación. La g. eficaz elegida por Dios en virtud de la ciencia media puede ser elegida, o porque él quiere absolutamente la salvación de este hombre determinado (predestinación anterior a la previsión de los méritos en el congruismo molinista de Suárez), o independientemente de esta voluntad absoluta (simple molinismo, con una predestinación absoluta a la bienaventuranza tan sólo por la previsión de los méritos). El tomismo bañeziano entiende su sistema siempre bajo el presupuesto de una predestinación a la gloria con anterioridad (lógica) a la previsión de los méritos, ya que éstos quedan constituidos por primera vez en virtud de la elección divina de la gratuita promoción fí­sica.

Crí­tica: La cuestión de la predestinación a la bienaventuranza antes o después de la previsión de los méritos está sin duda mal planteada. Esto se manifiesta ya en el conflicto que surge en la predestinación a la condenación. Esa predestinación, entendida como repulsa positiva con anterioridad al pecado, es rechazada por la Iglesia como –+ calvinismo herético (Dz 816 827). El Dios absolutamente transcendente, en su originario acto absoluto, radicalmente uno, quiere el mundo con toda su multitud de momentos que se condicionan mutuamente. Dios quiere también el orden objetivo de ese mundo. Es inútil fingir una pluralidad de decretos en relación con los diversos ámbitos particulares. De dicho acto originario procede el mundo entero con sus estructuras necesarias y las libres.

V. Conclusión
1. Los esfuerzos de los sistemas de la g. por esclarecer la relación entre la omnicausalidad divina y la libertad creada, distinguiendo ambas dimensiones como dos realidades entre las cuales hay que hallar una “concordancia”, no conducen a resultados satisfactorios, como lo muestra el hecho del estancamiento de esta controversia teológica a partir del siglo xviii.

2. Hemos de decir que aquí­ se intenta ir más allá de un punto en el que es necesario detenerse, no por pereza mental o por escepticismo teológico, sino porque en principio hemos de considerarlo como punto lí­mite. La relación entre Dios y criatura es un originario dato ontológico que no puede descomponerse ulteriormente. En la originaria experiencia transcendental de la referencia del hombre a Dios como misterio incomprensible, están dados los dos momentos: la autonomí­a y la procedencia de Dios. Puesto que esta experiencia apriorí­stica, como condición de la posibilidad de una existencia personal en el conocimiento espiritual y la libertad, es el dato más originario del espí­ritu (aunque la reflexión explí­cita sobre eso se produzca tardí­a e imperfectamente), y puesto que ella culmina en la experiencia de la autonomí­a de la libertad y de su origen en otro, la relación Dios-libertad ha de tomarse como un primer dato originario, el cual ya no se funda en algo anterior desde donde pudiera esclarecerse, del mismo modo que una vez conocido Dios a partir del mundo, no cabe decir que conocemos nuevamente el mundo desde Dios.

No cabe poner en duda dos hechos seguros porque no podamos, o bien explicar el uno del otro, o bien deducirlos de un tercero, o bien mostrar un tercer cómo y por qué de su coexistencia. Tales hechos son la procedencia total de Dios y la libertad autónoma.

3. Algo parecido hemos de decir sobre la acción moralmente mala (-> pecado y culpa). Esta es ineludiblemente nuestra acción y, sin embargo, todo lo que en ella requiere un origen procede de Dios. Pero el acto bueno y el malo, el bien y el mal, ni en el plano moral ni en el ontológico son dos posibilidades completamente iguales de la libertad. El -> mal, tanto en el origen de su libertad como en su objetivación, es menos ser y menos libertad. En este sentido puede y debe decirse que el mal, en su deficiencia como tal, no requiere ninguna procedencia de Dios. Esta observación no resuelve el problema de la relación entre Dios y el mal uso de la libertad, pero muestra la posibilidad de reservar a la criatura sola algo que, ni puede derivarse de Dios (como la acción buena), ni ha de devolverse a él con gratitud como g. suya.

4. Para entender realmente el problema “gracia y libertad”, para dejarlo de lado y aceptarlo, es preciso volver a la actitud del orante. El recibe lo que es y lo devuelve a Dios, tomando la aceptación como momento del don mismo. Por adoptar esta posición del orante (con lo cual se acepta la “solución” del problema) no se cae en ninguna petitio principii ni se emprende la fuga. Con ello se acepta simplemente lo que es ineludible: la unidad de lo real y lo originario, es decir, la criatura, que crea con libertad, y en el acto de crear es creada como gracia.

Karl Rahner

D) TRATADO TEOLí“GICO SOBRE LA GRACIA

I. Esencia y división
1. El tratado sobre la g. es la parte de una antropologí­a de la g. que se ocupa del hombre redimido y justificado. Así­ pues, este tratado, debidamente entendido, no debe hablar en abstracto de la g., sino del hombre agraciado. Pues si la realidad del hombre no es mirada en todas sus dimensiones, la noción de g. se queda en la abstracción formal de una “experiencia” de la esencia del hombre, o de una ayuda moral para su vida ética, presentada también muy en abstracto. Pero, de este modo, no se sirve suficientemente a la predicación, ni se está a la altura de la teologí­a bí­blica, que suele hablar de la g. mucho más en concreto. Esta parte de una antropologí­a, de la antropologí­a relativa al hombre redimido y justificado, tiene naturalmente su lugar después de la -> cristologí­a y la -> eclesiologí­a, pues en estos tratados se describen la causa, la condición previa y la situación del hombre santificado. Si el “estado de redención” del hombre (como “existencia” análogo a la situación de pecado original y anterior a la -> justificación) ha de exponerse ya en la soteriologí­a o sólo en el tratado de gratia, es cuestión secundaria. Este tratado ha de ser sobre todo una doctrina sobre la gracia que diviniza y perdona al hombre (con su ser y obrar) en todas las dimensiones (u órdenes) de su vida. Incluye, pues, la doctrina sobre las virtudes teologales como un componente necesario; y, en su conjunto, constituye aquella base dogmática que es esencial para una originaria teologí­a moral dogmática (cf. la caracterización de una teologí­a moral actual en el Vaticano ii, Optatam totius, n .o 16).

Puesto que, en último término, la g. es la comunicación del Dios absoluto a la criatura, y esta comunicación tiene también una historia, que alcanza su culminante punto escatológico e irreversible en Jesucristo, al que de antemano tiende siempre, y por quien es determinada y sostenida en su totalidad desde el principio, sí­guese que, en la teologí­a del hombre redimido y justificado (santificado) por la g., entra también la doctrina del hombre también justificado así­ que se halla antes de Cristo (aunque es justificado por él) o que “en parte sólo aparentemente) se halla fuera del ámbito adonde ha llegado el mensaje histórico del cristianismo sobre la salvación eterna (cf. estados del -> hombre, voluntad salví­fica de Dios [en -> salvación], historia de la -> salvación).

2. Los temas esenciales del tratado sobre la g. son los siguientes:
a) La comunicación trinitaria de Dios mismo al hombre en su estructura esencial, la cual, como acto fundamental de Dios sobre lo no divino, abarca y a la vez distingue la ->naturaleza (–>creación), como su propio presupuesto creado por ella misma, y la gracia, el orden supralapsario (g. de Dios en el estado original, que ya era también cristocéntrico) y el infralapsario (después del pecado [->pecado original], que la g. sólo permitió con miras a su victoria incondicional).

b) Partiendo de este concepto fundamental ha de explicarse la noción de g. sobrenatural de la justificación (g. increada y, en dependencia de ella, g. creada). Pero eso no ha de hacerse mediante una mera abstracción formal y una reducción a la intimidad subjetiva de cada individuo (perdón de los pecados, inhabitación de Dios, filiación, santidad). Más bien, ha de ponerse de relieve el carácter cristológico de esta g. (como dinamismo para participar en los misterios y en la muerte de Cristo) y su naturaleza infralapsaria (g. constantemente amenazada, que ha de vencer siempre de nuevo y cada vez más superando la -> concupiscencia). Hay que ver además esta g. de la justificación como divinización y redención (liberación) de todas las dimensiones de la existencia humana, es decir, hay que elaborar el carácter individual y el colectivo (eclesiológico), el antropológico y el cósmico (g. como transfiguración del mundo) de la g. Hay que pensar la g., de acuerdo con las dimensiones transcendentales del hombre, como verdad, amor y belleza.

c) Con esto ha de enlazarse la doctrina sobre la actualización de la g. sobrenatural en la relación dialogí­stica entre Dios y el hombre, libre por ambas partes (y, por tanto, nuevamente libre por parte de Dios: g. “eficaz”). Esta sección debe comprender por su naturaleza: LO, la doctrina sobre la g. “actual” en su esencia formal y en su relación con la g. de la justificación; 2.°, la vida justificada en Cristo bajo sus aspectos formales (gratuidad de la g. incluso en el desarrollo dinámico de la justificación; carácter oculto de la g. y experiencia de la misma; libertad bajo la g., y liberación de la libertad por la g.; la g. como liberación de la ley) y en sus dimensiones materiales (la doctrina sobre las –virtudes teologales y motales, y sobre sus actos); 3 .0, el comienzo (proceso de la justificación), el crecimiento (–>mérito) y la vulnerabilidad permanente de la vida divina (condición pecadora del justificado; pérdida de la g.); 4°, el lado eclesiológico y la misión en el mundo de la vida de g. (-> carismas); 5.% la perfección de la vida de g. (–> mí­stica, conformación en la g, -> santidad, –> martirio).

II. Historia de la teologí­a de la gracia
1. Los padres apostólicos y los teólogos de los dos primeros siglos repiten la doctrina de la Escritura, ora recalcando sobriamente, las exigencias morales, ora aplicando inicialmente la terminologí­a helení­stica de la “divinización”. Se inicia también (Pastor de Hermas, Tertuliano) una primera reflexión teológica sobre la posibilidad de una pérdida y recuperación de la gracia bautismal.

2. La primera gran “controversia sobre la g.” tiene que desarrollarse en los siglos ii y iii contra el -> gnosticismo, es decir, contra su teorí­a de la divinización, que es particularista, ajena a la historia y “fí­sica”, y así­ elimina la libre aceptación de la libre g. divina por el hombre, introduciendo una historia cosmológica de Dios mismo (Ireneo).

3. La alta patrí­stica griega (desde Orí­genes) desarrolla una doctrina de la g. partiendo de su concepción trinitaria: puesto que el Espí­ritu es verdaderamente Dios, el hombre queda realmente divinizado; y puesto que el hombre (sin pasar a ser Dios) queda verdaderamente divinizado, el Espí­ritu tiene que ser verdaderamente Dios. Como, por la encarnación del Logos divino, Dios se insertó definitivamente en el mundo, la doctrina griega sobre la g. se caracteriza por un optimismo salví­fico. Los padres griegos tienen también que defenderse contra una especie de “actualismo” en la doctrina de la g. que la identifica con una entusiástica experiencia mí­stica (mesalianismo), pero conocen una mí­stica del Logos, que introduce gradualmente al hombre en el misterio incomprensible de Dios.

4. La doctrina occidental sobre la g., de un lado, se interesa menos por una divinización intelectual y sus aspectos cósmicos, y tiene una orientación más bien moral; y de otro lado, en la lucha contra el -> pelagianismo asume un matiz histórico-salví­fico e individual. La g. es la fuerza inmerecida para amar a Dios, que, por libre predestinación, arranca a algunos hombres, pecadores desde la caí­da original, de la massa damnata de la humanidad y de su egoí­smo, libera su libre albedrí­o esclavizado por el pecado y los hace así­ aptos para la fe que obra por la caridad (Agustí­n). En sus escritos teóricos de polémica, Agustí­n no conoce ya una universal voluntad salví­fica infralapsaria por parte de Dios. En cambio, él es el gran doctor de la Iglesia sobre el pecado original y la gratuidad de la g. y de la predestinación para la gloria, así­ como sobre una psicologí­a de la gracia.

5. La baja patrí­stica (manteniendo substancialmente la doctrina de la g. de Agustí­n y del concilio de Orange: Dz 178-200a) y la primera edad media, en lucha contra un predestinacionismo, superan la doctrina de una voluntad salví­fica de Dios meramente particular, la cual, con anterioridad a toda culpa, excluirí­a positivamente a muchos de la salvación eterna (Dz 160a 300 316-325). La alta escolástica, echando mano de una nueva terminologí­a filosófica (aristotélica: hábito, disposición, accidente), precisa la esencia de la g. justificante, del proceso de la justificación y de las virtudes teologales, y elabora lentamente el concepto de la estricta sobrenaturalidad de la g. salví­fica, frente a la gratuidad meramente relativa de la g. para el pecador.

6. Contra la teologí­a de la reforma (-> protestantismo, B), del -> bayanismo y del -> jansenismo, hubo que defender (sobre todo en el concilio de Trento) la libertad del hombre bajo la g., la real renovación interna del hombre por la g. “habitual”, su estricta sobrenaturalidad (por primera vez después de Trento, contra Bayo) y la universal voluntad salví­fica de Dios (contra Calvino y Jansenio). La “controversia de la g.” sobre las teorí­as concretas acerca de la conciliación de la libertad del hombre con el poder de la g. eficaz en sí­ misma (Molina, Báí­í­ez), quedó sin decidir en 1607 (Dz 1090 1097) y así­ prosigue hasta hoy. Ha quedado igualmente abierta hasta hoy la cuestión, nuevamente tratada bajo el influjo de la patrí­stica griega desde Petavius (j 1652), de si a la g. santificante va aneja una relación peculiar, no solamente “apropiada”, con cada una de las personas divinas. La actual teologí­a se esfuerza por aplicar conceptos personalistas a la doctrina de la g. (-> personalismo), por lograr la unidad de naturaleza y g., sin oscurecer su distinción, y por una mejor inteligencia de la doctrina bí­blica de la g. y de la teologí­a de la reforma.

Karl Rahner

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

(Véase también GRATUITO) 1. caris (cavri”, 5485) tiene varios usos: (a) objetivo, aquello que otorga u ocasiona placer, delicia o causa una actitud favorable; se aplica, p.ej., a la belleza o a la gracia de la personalidad (Luk 2:40); sus actos (2Co 8:6), o manera de hablar (Luk 4:22 “palabras de gracia”; Col 4:6); (b) subjetivo: (1) por parte del otorgador, la disposición amistosa de la que procede el acto bondadoso, gracia, bondad, buena voluntad en general (p.ej., Act 7:10); especialmente con referencia al favor o a la gracia divina (p.ej., Act 14:26). Con respecto a ello se destaca su libre disposición y universalidad, su carácter espontáneo, como en el caso de la gracia redentora de Dios, y el placer o gozo que El se propone para el que la recibe; así­, se pone en contraste con deuda (Rom 4:4,16), con obras (11.6), y con la ley (Joh 1:17); véase también, p.ej., Rom 6:14,15; Gl 5.4; (2) por parte del receptor, una conciencia del favor recibido, un sentimiento de gratitud (p.ej., Rom 6:17 “gracias”); con respecto a esto en ocasiones significa ser agradecido (p.ej., Luk 17:9 “¿Acaso da gracias al siervo?”, lit.: “tiene él gracias al”; 1Ti 1:12); (c) en otro sentido objetivo, el efecto de la gracia, el estado espiritual de aquellos que han experimentado su ejercicio, bien sea: (1) un estado de gracia (p.ej., Rom 5:2; 1Pe 5:12; 2Pe 3:18), o (2) una prueba de ello en los efectos prácticos, actos de gracia (p.ej., 1Co 16:3 “donativo”, RV: “beneficio”; 2Co 8:6,19; en 2Co 9:8 significa el agregado de las bendiciones terrenales); el poder y provisión para el ministerio (p.ej., Rom 1:5; 12.6; 15.15; 1Co 3:10; Gl 2.9; Eph 3:2,7). Tener favor con es hallar gracia ante (p.ej., Act 2:47); así­, se halla en este sentido al inicio y al final de varias epí­stolas, donde el redactor desea gracia de parte de Dios para los lectores (p.ej., Rom 1:7; 1Co 1:3). A este respecto se relaciona con el modo imperativo del verbo cairo, gozarse, una forma de saludo entre los griegos (p.ej., Act 15:23; Jam 1:1 “salud”; 2 Joh_10, 11: “bienvenido”). El hecho de que la gracia se reciba tanto de Dios el Padre (2Co 1:12), como de Cristo (Gl 1.6; Rom 5:15, donde ambos son mencionados), constituye un testimonio de la deidad de Cristo. Véase también 2Th 1:12, donde la frase “por la gracia de nuestro Dios y del Señor Jesucristo” tiene que ser tomada con cada una de las cláusulas precedentes: “en vosotros”, y “vosotros en El”. En Jam 4:6 “Pero El da mayor gracia” (griego: “una mayor gracia”), la afirmación tiene que tomarse en relación con el versí­culo anterior, que contiene dos preguntas que conllevan reprensión: “¿O pensáis que la Escritura habla en vano?” y “¿Acaso el Espí­ritu que El ha hecho morar en nosotros anhela para envidia?” (Contrastar el tratamiento que se le da a este pasaje en las diversas versiones; véanse ENVIDIAR, ENVIDIA, B, Nº 1.) La respuesta implí­cita a cada una de estas preguntas es que “no, no puede ser así­”. Por ello, si aquellos que están actuando de una manera tan flagrante, por así­ decirlo, dan oí­do a las Escrituras, en lugar de dejar que hablen en vano, y obran de manera que el Espí­ritu Santo pueda tener ví­a libre dentro de ellos para hacer su voluntad, Dios dará incluso “una mayor gracia”, esto es, todo lo que sigue a la humildad y a separarse del mundo. Véanse AGRADECIMIENTO, DONATIVO, FAVOR, GRACIAS, GRATITUD, MERITO. 2. dorean (dwreavn, 1432), derivado de dorea, un presente. Se usa como adverbio con el sentido de “libremente” (Mat 10:8 “de gracia”); véase BALDE (DE), CAUSA (SIN), GRATUITAMENTE.

Fuente: Diccionario Vine Nuevo testamento

I. SENTIDO DE LA PALABRA. La palabra que designa la gracia (gr. kharis) no es pura creación del cristianismo; figura ya en el AT. Pero el NT fijó su sentido y le dio toda su extensión. La utilizó precisamente para caracterizar el nuevo régimen instaurado por Jesucristo y oponerlo a la economí­a antigua: ésta estaba regida por la *ley, aquélla lo está por la gracia (Rom 6,14s; Jn 1,17).

La gracia es el *don de Dios que contiene todos los demás, el don de su *Hijo (Rom 8,32), pero no es sencillamente el objeto de este don. Es el don que irradia de la generosidad del dador y envuelve en esta generosidad a la criatura que lo recibe. Dios da por gracia, y el que recibe su don halla cerca de él gracia y complacencia.

Por una coincidencia significativa, la palabra hebrea y la palabra griega, traducidas en latí­n por gratia y en español por gracia, se prestan a designar a la vez la fuente del don en el que da y el efecto del don en el que recibe. Es que el don supremo de Dios no es totalmente ajeno a las relaciones con que los hombres se unen entre sí­, además de que existen entre él y nosotros nexos que revelan en nosotros su *imagen. Mientras que el hebreo hen designa en primer lugar el favor, la benevolencia gratuita de un personaje de alta posición, y luego la manifestación concreta de este favor, demostrado por el que da y hace gracia, recogido por el que recibe y halla gracia, y, por fin, el encanto que atrae las miradas y se granjea el favor, el griego kharis, con un proceso casi inverso, designa en primer lugar la seducción que irradia la belleza, luego la irradiación más interior de la bondad, finalmente los dones que manifiestan esta generosidad.

II. LA GRACIA EN LA ANTIGUA ALIANZA. La gracia, revelada y dada por Dios en Jesucristo, está presente en el AT, como una *promesa y como una *esperanza. En diversas formas, con nombres variados, pero uniendo siempre al Dios que da con el hombre que recibe, por todas partes aparece la gracia en el AT. La lectura cristiana del AT tal como la propone san Pablo a los Gálatas, consiste en reconocer en la antigua economí­a los gestos y los rasgos del Dios de la gracia.

1. La gracia en Dios. Dar y perdonar, derramar por todas partes su generosidad, inclinarse con atención y emoción hacia los más *pobres y los más desgraciados, es el retrato mismo de Dios, por lo cual él mismo se define así­: “Yahveh, Dios de ternura y de gracia, tardo a la ira y rico en misericordia y fidelidad” (Ex 34,6). En Dios la gracia es a la vez *misericordia que se interesa por la miseria (hen), *fidelidad generosa a los suyos (hesed), solidez inquebrantable en sus compromisos (emes), adhesión de corazón y de todo el ser a los que *ama (rahamim), *justicia inagotable (sedeq), capaz de garantizar a todas sus criaturas la plenitud de sus derechos y de colmar todas sus aspiraciones. Que Dios pueda ser la *paz y el *gozo de los suyos, es efecto de su gracia: “¡Cuán preciosa es tu gracia (hesed), oh Dios! Los hombres se refugian a la sombra de tus alas, se sacian de la sobreabundancia de tu casa y los abrevas en el torrente de tus delicias” (Sal 36, 8ss), “porque tu gracia (hesed) es mejor que la vida” (63,4). La *vida, el más precioso de todos los bienes, palidece ante la experiencia de la generosidad divina, fuente inagotable. La gracia de Dios puede ser, pues, una vida, más rica y más plena que todas nuestras experiencias.

2. Las manifestaciones de la gracia divina. La generosidad de Dios se derrama sobre toda carne (Eclo 1, 10), su gracia no es un tesoro guardado codiciosamente. Pero el signo esplendente de esta generosidad es la elección de Israel. Es una iniciativa totalmente gratuita, no justificada en el pueblo elegido por ningún mérito, por ningún valor antecedente, ni por el número (Dt 7,7), la buena conducta (9,4), el “vigor de (su) mano” (8,17), sino únicamente por “el amor a vosotros y la fidelidad al juramento hecho a vuestros padres” (7,8; cf. 4,37). Como punto de partida de Israel sólo hay una explicación, la gracia del Dios fiel que guarda su *alianza y su *amor (7,9). El sí­mbolo de esta gracia es la *tierra que da Dios a su pueblo, “paí­s de torrentes y de manantiales” (8,7), “de montañas y de valles regados por la lluvia del cielo” (11,11), “ciudades que tú no has construido… casas que tú no has llenado, pozos que tú no has excavado” (6,10s).

Esta gratuidad no carece de fin, no vuelca ciegamente las *riquezas con las que no sabe qué hacer. La elección tiene por fin la alianza; la gracia que escoge y que da es un gesto de *conocimiento, se adhiere a aquel que escoge y aguarda de él una respuesta, el reconocimiento y el amor: tal es la predicación del Deuteronomio (Dt 6,5.12s: 10,12s; 11,1). La gracia de Dios quiere tener asociados, pide un intercambio, una *comunión.

3. La gracia de Dios sobre sus elegidos. La palabra que sin duda traduce mejor el efecto producido en el hombre por la generosidad de Dios, es el de *bendición. La bendición es mucho más que una protección exterior, en el que la recibe mantiene la *vida, el *gozo, la *plenitud de la *fuerza, establece entre Dios y su criatura un contacto personal, hace que se posen sobre el hombre la mirada y la sonrisa de Dios, la irradiación de su *rostro y de su gracia (hen, Núm 6,25), y esta relación tiene algo de vital, afecta a la potencia creadora. Al *padre corresponde bendecir, y si la historia de Israel es la de una bendición destinada a todas las naciones (Gén 12,3), es porque Dios es padre y plasma el destino de sus hijos (Is 45,10ss). La gracia de Dios es un amor de padre y crea *hijos. Como esta bendición es la del Dios *santo, el ví­nculo que establece con sus elegidos es el de una consagración. La elección es llamamiento a la santidad y promesa de vida consagrada (Ex 19,6; Is 6,7; Lev 19,2).

A esta respuesta filial, a esta consagración de la vida y del corazón se niega Israel (cf. Os 4,1s; Is 1.4; Jer 9,4s). “Como mana el agua en un pozo, así­ mana en (Jerusalén) la maldad” (Jer 6,7: cf. Ez 16; 20). Entonces Dios piensa hacer en el hombre algo de lo que el hombre es radicalmente incapaz, y hacer que el hombre mismo sea su autor. De una Jerusalén corrompida hará una ciudad justa (Is 1,21-26), de *corazones incurablemente rebeldes (Jer 5,Iss) hará corazones *nuevos, capaces de *conocerle (Os 2,21; Jer 31,31). Esto será obra de su *Espí­ritu (Ez 36, 27); será el advenimiento de su propia *justicia en el mundo (Is 45,8. 24: 51.6).

III. LA GRACIA DE Dios SE REVELí“ EN JESUCRISTO. La venida de Jesucristo muestra hasta dónde puede llegar la generosidad divina: hasta darnos a su propio *Hijo (Rom 8,32). La fuente de este gesto inaudito es una mezcla de ternura, de fidelidad y de misericordia, por la que se definí­a Yahveh, y a la que el NT dará el nombre especí­fico de gracia, kharis. El deseo de la gracia de Dios (casi siempre acompañada de su *paz, asociándose así­ el gran saludo semí­tico con el ideal tí­picamente griego de la kharis) encabeza casi todas las cartas apostólicas y muestra que para los cristianos la gracia es el *don por excelencia, el que resume toda la acción de Dios y todo lo que podemos desear a nuestros hermanos.

En la persona de Cristo “nos han venido la gracia y la verdad” (Jn 1, 17). las hemos *visto (1.14) y. porel mismo caso, hemos conocido a Dios en su Hijo único (1,18). Así­ como hemos conocido que “Dios es *amor” (Un 4,8s), así­, al ver a Jesucristo, conocemos que su acción es gracia (Tit 2,11; cf. 3,4).

Si bien la tradición evangélica común a los sinópticos no conoce la palabra, sin embargo, es plenamente consciente de la realidad. También para ella es Jesús el don supremo del Padre (Mt 21.37 p), entregado por nosotros (26,28). La sensibilidad de Jesús a la miseria humana, su emoción ante el sufrimiento, traducen por otra parte la misericordia y la ternura por las que se definí­a el Dios del AT. Y san Pablo, para animar a los corintios a la generosidad, les recuerda “la liberalidad (kharis) de Jesucristo…, cómo de rico que era se hizo pobre por vosotros” (2Cor 8,9).

IV. GRACIA Y ELECCIí“N. Si la gracia de Dios es el secreto de la *redención, es también el secreto de la forma concreta cómo la recibe y la vive cada cristiano (Rom 12,6; Ef 6,7) y cada Iglesia. Las iglesias de Macedonia han recibido la gracia de la generosidad (2Cor 8,1s), los filipenses han recibido su parte de la gracia del apostolado (Flp 1,7; cf. 2Tim 2,9), que explica toda la actividad de Pablo (Rom 1,5; cf. ICor 3,10: Gál 1,15; Ef 3,2).

A través de la variedad de los *carismas se revela la *elección, elección venida de Dios antes de todas las opciones humanas (Rom 1,5; Gál 1,15), que introduce en la salvación (Gál 1,6; 2Tim 1,9), que consagra a una *misión propia (ICor 3,10; Gál 2,8s).

Esta gracia no es sólo la elección inicial, es en los apóstoles la fuente inagotable de su actividad (Act 14,26; 15,40); hace de Pablo todo lo que es y hace en él todo lo que él hace (Icor 15,10). tanto que lo más personal en él, “lo que yo soy”, es precisamente la obra de esta gracia. Como es en él principio de transformación y de acción, requiere su colaboración, y Pablo, “investido de este ministerio, no flaquea” (2Cor 4, 1), atento siempre a “obedecer a la gracia” (2Cor 1,12) y a “responderle” (Rom 15,15; cf. Flp 2,12s). Jamás falta esta gracia: siempre “basta”, aun en las mayores estrecheces, pues entonces es cuando brilla su *poder (2Cor 12,9).

V. GRATUIDAD DE LA GRACIA. El rasgo especí­ficamente paulino de la gracia, el que le induce a repetir constantemente la palabra como un estribillo, es su gratuidad. La salvación es don de Dios, no salario merecido por un trabajo (Rom 4,4; 11,6), ni siquiera por la fidelidad integral a la *ley (Gál 2,21; Rom 4, 16). Es, por el contrario, la revelación de la generosidad soberana del Padre que, habiendo dado a su Hijo unigénito (Rom 8,32), hace don a los hombres de la justicia (Rom 415; 5, 17.21 ; 3,24), y triunfa de su egoí­smo haciendo que “sobreabunde la gracia donde se habí­a multiplicado el pecado” (Rom 5,15ss). Esta generosidad divina sólo se percibe por la *fe, única capaz de reconocerla y acogerla; pero la misma fe es todaví­a fruto de la gracia (Ef 2,8).

VI. GRACIA Y JUSTIFICACIí“N. La generosidad de Dios consiste en poner frente a él un ser que constituya su *gozo. A esto llama Pablo la *justificación, estado del hombre capaz de parecer delante de Dios. Ahora bien, ésta es puro efecto de la gracia (Rom 3,24). En un vocabulario diferente, en que está ausente la palabra justicia, pero en el que se puso de intento la palabra gracia, sugiere Lucas este gozo divino frente a Jesús (Le 2,40.52) y frente a *Marí­a (1,28.30). Se dirí­a que esta gracia es a la vez la benevolencia divina que los designa y los envuelve, y el atractivo que por este mismo hecho ejercen, si podemos permitirnos la expresión, en Dios y también en los hombres (2,52; cf. 4,22). Sin duda, a la gracia de que está colmada Marí­a (1,28) hay que dar esta plenitud de sentido: a la vez privilegiada de la generosidad de Dios y llena ante sus ojos de un valor único.

-> Acción de gracias – Bendición – Carismas – Edificar – Elección – Justicia – Misericordia – Vida – Vocación.

LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teologí­a Bí­blica, Herder, Barcelona, 2001

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas

En el AT hay varias palabras que tocan uno o más de los aspectos de la doctrina de la gracia. Las dos que en una forma más completa expresan la palabra charis del NT son ḥēn y ḥeseḏ. La primera tiene el sentido predominante de favor, con el sentido de que el favor no se basa en méritos. Así, Moisés dice a Jehová: «Si he hallado gracia en tus ojos, te ruego que me muestres ahora tu camino, para que te conozca, y halle gracia en tus ojos» (Ex. 33:13). La palabra ḥeseḏ que más frecuentemente se traduce «misericordia», tiene también, aunque no invariablemente, la asociación del pacto que Dios hace con su pueblo: «Jehová se me manifestó a mí hace ya mucho tiempo, diciendo: ‘Con amor eterno te he amado; por tanto, te prolongué mi misericordia’» (Jer. 31:3); «Jehová tu Dios guardará contigo el pacto y la misericordia que juró a tus padres» (Dt. 7:12). (Para las demás palabras que forman el nexo del concepto de gracia en el AT, véase C. Ryder Smith, The Bible Doctrine of Grace, Epworth Press, Londres, 1956, cap. 2).

La palabra más común es charis. Su significación básica se encuentra en la alegría, sea con respecto a la apreciación de las cosas o del pueblo. Pero, según su uso en el NT, combina los usos de ḥēn y ḥeseḏ: p. ej., para el primero: «Pero si es por gracia, ya no es por obras; de otro modo la gracia ya no es gracia» (Ro. 11:6), o: «las abundantes riquezas de su gracia en su bondad para con nosotros» (Ef. 2:7); para la segunda: «Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Ro. 5:20).

La esencia de la doctrina de la gracia es que Dios es por nosotros. Más aun, él está por nosotros aun cuando nosotros mismos estamos en su contra. Además, él no está por nosotros solamente en actitud general, sino que ha actuado efectivamente hacia nosotros. La gracia está toda comprendida en Cristo Jesús.

Es completamente claro que el NT en forma abrumadora asocia la palabra gracia con Cristo, ya sea directamente («la gracia de nuestro Señor Jesucristo»), o también por implicación como el ejecutor de la gracia de Dios. No hace esto en ningún espíritu de cristomonismo, sino porque es en su Hijo encarnado que Dios hace efectivo su estar por nosotros, nos muestra que él está por nosotros y nos reconcilia consigo mismo, llevándonos a su lado para estar por él. Puesto que todo esto ocurre solamente por la actividad de Cristo encarnado, podemos decir que la gracia es Jesucristo y que Jesucristo es la gracia. Él es la gracia de Dios para con nosotros.

Jesucristo es Dios por nosotros. Podríamos considerar esto en función del Pacto (ḥeseḏ). En su Hijo, Dios se une libremente a nosotros para ser nuestro Dios, y nos une a nosotros con él para ser suyos. Haciéndose nuestro Dios, llega a ser para nosotros lo que él es en sí mismo amante, santo, misericordioso y paciente, en una palabra, el Dios de gracia. Como Dios es en sí mismo, así será para nosotros Dios, para nuestro beneficio. Él asumirá la responsabilidad por nuestro pasado, presente y futuro. Él ya no es un enemigo; está con nosotros contra nuestros verdaderos enemigos, y eso en forma efectiva: «Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros?» (Ro. 8:31).

Pero todo esto es así porque Cristo ha venido, muerto y resucitado: «la gracia … vino por Jesucristo» (Jn. 1:17). La encarnación del Hijo de Dios, sus sufrimientos obedientes, su muerte en sacrificio y su resurrección triunfante no solamente nos muestran que Dios es misericordioso, sino que es en sí mismo un acto de la gracia de Dios, en el cual se vuelve a nosotros y efectúa esta relación. En lo que Cristo hace y sufre, la gracia de Dios vence el pecado y la enemistad y establece la comunidad del pacto. Sin embargo, no debemos suponer que Dios sólo comenzó a ser misericordioso para con nosotros cuando ya se hubo tratado con el pecado, y que previamente había estado en contra de nosotros. Dios muestra su gracia para con nosotros porque en primer lugar él es Dios de gracia. De lo profundo de su gracia nos muestra su gracia en su Hijo.

Además, es de la esencia de la gracia el hecho de que es libre. Si la gracia fuera una obligación de parte de Dios, ya no sería gracia. Pero es en su divina libertad que Dios nos muestra su gracia. No está obligado a mostrar su gracia; lo hace libremente. Nosotros los pecadores merecemos solamente que Dios esté en contra de nosotros. La animosidad de Dios contra el pecado se revela en la cruz claramente. Pero nosotros somos pecadores, irrevocable e inexcusablemente. Por lo tanto, Dios debiera estar contra nosotros. Sin embargo, ¡maravilla de maravillas! Él no envía un destructor, ni un juez, sino él mismo viene a salvar y permite él mismo ser destruido y juzgado. No podría haber una declaración más clara de que Dios está por nosotros, esto es, una declaración de la gracia de Dios. Al mismo tiempo, el camino de sufrimiento y muerte que Cristo siguió nos impide que consideremos la gracia solamente como divina indulgencia. La gracia no quiere decir un débil y descuidado perdón de los pecados, porque el perdón fue efectuado solamente por el juicio y condenación del inocente y su sacrificio voluntario. La gracia significa que Dios se vuelve al hombre para tomar la responsabilidad de éste por la enemistad en contra de él mismo. La gracia habría sido una imposibilidad si Cristo no hubiese satisfecho la santidad de Dios en su obediente ofrecimiento de sí mismo.

Puesto que la gracia es una decisión libre de Dios en cuanto a nosotros en Cristo, que surge de su carácter misericordioso, se desprende que no tenemos la capacidad de ganar su gracia o favor. Por esto es que la gracia se opone a las obras de la ley tácitamente a través de todo el NT y expresamente en pasajes tales como Ro. 3:19ss.; Jn. 1:17; Gá. 2:11–21; Ef. 2:8–9. Por el contrario, la gracia debe ser reconocida por lo que es con humilde y gozosa gratitud. Esta decisión humana, que involucra reconocimiento y aceptación, es la fe que corresponde a la gracia de Dios. «Por gracia sois salvos por medio de la fe» (Ef. 2:8).

BIBLIOGRAFÍA

  1. Heppe, Reformed Dogmatics, cap. XII, «The Covenant of Grace»; D. Bonhoeffer, The Cost of Discipleship, cap. I, «Costly Grace»; C.G. Berkouwer, The Triumph of Grace in the Theology of Karl Barth; K. Barth, Church Dogmatics, II/1, pp. 351–368; IV/1.

T.H.L Parker

Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (282). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología

Nos lleva a cuatro artículos sobre este tema:

  • 1. Gracia Actual: Explica el concepto de gracia actual el cual define el artículo como “una ayuda sobrenatural de Dios para actos saludables concedidos en consideración a los méritos de Cristo”.
  • 2. Gracia Santificante: Describe la naturaleza y características de la gracia santificante; también trata sobre la “justificación”, la cual es la preparación para la gracia santificante.
  • 3. Controversias sobre la Gracia: Discute las varias controversias relativas a la gracia en la historia, enfocado a las herejías de los reformadores y jansenitas. Describe las varias soluciones católicas—incluyendo el tomismo, agustinianismo, molinismo, congruismo y sincretismo.
  • 4. Adopción Sobrenatural: Presenta uno de los más sublimes misterios—la graciosa divinización del hombre, que lo capacita para tomar parte en la vida interior de la Santísima Trinidad.

Fuente: “Grace.” The Catholic Encyclopedia. Vol. 6. New York: Robert Appleton Company, 1909.

Traducido por Luz María Hernández Medina. rc
Selección de imagen José Gálvez Krüger

Fuente: Enciclopedia Católica