GUERRA

v. Batalla, Lucha
Gen 14:2 hicieron g contra Bera rey de Sodoma
Exo 15:3 Jehová es varón de g; Jehová es su nombre
Num 32:20 si os disponéis para ir delante .. a la g
Deu 20:1 cuando salgas a la g .. no tengas temor
Deu 24:5 alguno fuere recién casado, no saldrá a la g
Jos 11:23 sus tribus; y la tierra descansó de la g
Jdg 5:8 nuevos dioses, la g estaba a las puertas
1Sa 17:1 filisteos juntaron sus ejércitos para la g
1Sa 19:8 hubo de nuevo g; y salió David y peleó
2Sa 11:1; 1Ch 20:1 que salen los reyes a la g
1Ki 14:30; 15:6


Guerra (heb. miljâmâh; gr. pólemos). Es necesario distinguir entre las guerras ofensivas y las defensivas libradas por Israel durante la forma de gobierno teocrático, y las guerras libradas durante la monarquí­a. Cuando Israel estuvo gobernada por Dios, bajo lí­deres como Moisés o jueces como Gedeón o profetas como Samuel, las guerras eran un asunto religioso. Eran las “guerras de Jehová” (Exo 17:16; Num 21:14; 1Sa 18:17; 25:28), y los enemigos de Israel eran los enemigos de Dios (Jdg 5:23, 31). Las guerras se emprendí­an por orden explí­cita del Señor (6:14). Por esta razón, los guerreros se debí­an mantener ceremonialmente puros (1Sa 21:4-6; cf 2Sa 11:11), porque Jehová mismo dirigí­a sus ejércitos (Isa 13:3; Deu 20:4) y su presencia estaba en el campamento (Num 14:42; Deu 23:14; 1Sa 4:7). Jehová es llamado el estandarte de Israel (Exo 17:15), su espada y escudo (Deu 33:29), un guerrero (Exo 15:3) y quien consterna y aterroriza a sus enemigos (Exo 23:27; Jos 10:10). Se dieron reglamentos divinos aun con respecto a las exenciones del servicio militar. Los que habí­an construido una casa, pero no la habí­an inaugurado no debí­an ir a la guerra; como tampoco los que hubieran plantado una viña, pero aún no habí­an comido el fruto de ella; o quien estaba comprometido con una mujer, pero no se habí­a casado con ella; o los de corazón apocado; o el recién casado (Deu 20:5-9; 24:5). Si no se habí­a dado una orden explí­cita, los israelitas consultaban la voluntad de Dios antes de iniciar una guerra agresiva (Jdg 20:23, 27, 28). Cuando estaban amenazados por un enfrentamiento armado que no habí­an buscado, oraban a Dios pidiendo ayuda divina (1Sa 7:8, 9). Bajo la monarquí­a, las guerras fueron emprendidas por Saúl y David -como en el perí­odo teocrático- en obediencia a mandatos divinos (1Sa 15:2, 3; 2Sa 5:22-25). Pero tales ocasiones fueron la excepción; la mayorí­a de las registradas fue iniciada ya sea para extender el territorio nacional (8:1-14), para recuperar áreas o ciudades perdidas (1Ki 22:3, 4), para defender el paí­s (20:1-22), o para evitar que un rey extranjero pasara por él en una campaña militar contra otro (2Ch 35:20-22). Algunas veces a la guerra la precedí­a una declaración formal (2Ki 14:8-11); en otras se enviaba a la nación enemiga cierta noticia de un ataque inminente para atemorizarla o inducirla a proponer una solución pací­fica a las dificultades existentes entre las 2 naciones (Jdg 11:12-28; 1Sa 11:1-3; 1Ki 20:1-12). En la mayorí­a de los casos, sin embargo, las guerras comenzaban sorprendiendo al enemigo, sin darle ningún indicio del ataque (Gen 14:15; Jos 8:2-7; Jdg 7:16-22; 2Sa 5:23, 24). Las campañas militares generalmente comenzaban en la primavera (2Sa 11:1), después de terminar la estación lluviosa. Entonces resultaba posible acampar al aire libre, y el suelo estaba lo suficientemente duro como para el movimiento de grandes ejércitos y para las operaciones de una batalla. Con frecuencia se enviaba espí­as para obtener informaciones militares acerca de la debilidad del enemigo (Num 13:17; Jos 2:1; Jdg 7:9-11; 1Sa 26:4). En otras ocasiones se tomaban personas del campamento o ciudad enemigos mediante quienes se obtení­an valiosas informaciones (Jdg 8:14; 1Sa 30:11-15). Generalmente, las guerras se caracterizaban por su crueldad. Las ciudades capturadas eran casi siempre destruidas, y sus habitantes masacrados o llevados cautivos como esclavos (1Ki 15:16; 2Ch 25:11, 12). A veces se intentaba sobornar a una fuerza de ataque con el pago de un pesado tributo, aunque tales intentos rara vez tení­an éxito, porque despertaban el apetito del atacante y demostraban que la nación atacada se sentí­a demasiado débil como para una guerra defensiva exitosa (1Ki 20:2-9; 2Ki 18:13-16). La nación victoriosa celebraba el triunfo con cantos y danzas (2Ch 20:26-28); la nación conquistada era subyugada y debí­a soportar el estacionamiento de 508 guarniciones (2Sa 8:13, 14) o debí­a pagar un elevado tributo anual (2Ki 3:4). En el NT, “guerra” se usa a menudo en un sentido figurado: Santiago habla de las pasiones humanas que combaten en los miembros (4:1); Pablo hace notar que la guerra cristiana no se libra con armas materiales, sino espirituales (2Co 10:3-5; Eph 6:11-17); Pedro anima a sus lectores a separarse de todos los deseos y las prácticas carnales que “batallan contra el alma” (1Pe 2:11); Pablo exhortó a Timoteo a que actuara en “la buena milicia” del ministerio (1 Tit 1:18). Véanse Batalla; Ejército.

Fuente: Diccionario Bíblico Evangélico

lucha armada entre naciones, pueblos o partidos. Israel desde los orí­genes de su historia debió librar muchas luchas, muchas guerras. En la historia bélica de este pueblo tiene la mayor importancia la promesa de Yahvéh a Abraham de darle a su descendencia la tierra de Canaán, Gn 12, 7; Tierra Prometida habitada por otros pueblos y que era necesario conquistar: †œVoy a dar a tu descendencia esta tierra, desde el rí­o de Egipto hasta el Rí­o Grande, el rí­o Eufrates: los quenitas, quenizitas, cadmonitas, hititas, perizitas, refaí­tas, amorreos, cananeos, guirgasitas y jebuseos†, Gn 15, 18-21. La Tierra Prometida, por otra parte, estaba en un punto estratégico de paso entre las regiones bajo la influencia de Mesopotamia y Egipto, lo que implicaba frecuentes conflictos bélicos. El israelita era un pueblo pequeño, no contó con un ejército organizado hasta la época de la monarquí­a, lo que lo hací­a vulnerable a las embestidas de los ejércitos mejor armados y entrenados de los grandes imperios de su tiempo. Siendo Israel al pueblo escogido por Yahvéh, apartado de las demás naciones, con una Tierra Prometida que debe conquistar, es descrito, en la travesí­a del desierto tras salir de la esclavitud en Egipto, como un ejército en marcha; se hizo el censo en el desierto del Sinaí­ de todos los hombres de veinte años para arriba, aptos para la g., por cuerpos de ejército; acampaban cada uno bajo su bandera alrededor de la Tienda del Encuentro; se hicieron trompetas de plata para dar las señales de movilización, Nm 1; 2; 10; 26. La g. para los israelitas tení­a un carácter religioso, Yahvéh intervení­a directamente en favor de su pueblo, Dt 20; †œYahvéh tu Dios pasea por el campamento para protegerte y entregar en tu mano a tus enemigos. Por eso tu campamento debe ser una cosa sagrada†, Dt 23, 15; el combatiente en g., por tanto, estaba en presencia de Yahvéh, debí­a purificarse y la continencia era una ley de g.: Dt 23, 10-11; †œPurificaos, porque mañana Yahvéh va a obrar maravillas en medio de vosotros†, Jos 3, 5; 1 S 21, 6; 2 S 11, 11.

Cuando el faraón perseguí­a a los israelitas antes del paso del mar Rojo, Moisés les dice: †œYahvéh peleará por vosotros†, Ex 14, 14. Cuando los israelitas fueron atacados por los amalecitas, dijo Moisés: †œYahvéh está en guerra con Amalec, de generación en generación†, Ex 17, 16; †œQue se armen algunos de vosotros para la guerra de Yahvéh contra Madián†, Nm 31, 3, le dice Yahvéh a Moisés; y le da las leyes que deben seguirse para la purificación y el reparto del botí­n, parte del cual debe reservarse para Yahvéh, Nm 31, 21-47. En Nm 21, 14, se cita lo que debió ser una compilación de cantos épicos, perdida, el libro de las Guerras de Yahvéh, expresión que usa Saúl cuando le promete a David darle a su hija como esposa, con tal que sea valeroso en †œlas batallas de Yahvéh†, 1 S 18, 17. Además, encontramos en las Escrituras cantos épicos, de victoria, de acción de gracias por la intervención de Yahvéh en favor de su pueblo, como el de Moisés por la salvación milagrosa que obró Dios en favor de Israel cuando lo libró del ejército del faraón al salir del cautiverio en Egipto, así­ como las maravillas que hizo durante el éxodo, Ex 15; el Cántico de Débora, tras la victoria sobre los cananeos, en el que se celebra la g. que Yahvéh hace a los enemigos de su pueblo, que son también sus enemigos, Jc 5; el Salmo 18 (17), canto de victoria y acción de gracias de David a Yahvéh, por librarlo de sus enemigos; el Salmo 68 (67), sobre la epopeya del pueblo de Dios. Sin embargo, en muchas ocasiones, Yahvéh moví­a a g. a otras naciones contra Israel a causa de las infidelidades del pueblo, como castigo, Dt 28, 47-57; Is 29, 7; Jr 6, 4; 21, 5; 34, 22.

Diccionario Bí­blico Digital, Grupo C Service & Design Ltda., Colombia, 2003

Fuente: Diccionario Bíblico Digital

(heb., milhamah, de laham, pelear; gr., polemos). La guerra tení­a significado religioso para Israel. Era habitual que sacerdotes acompañaran a los ejércitos de Israel a la batalla (Deu 20:1-4). Se empezaban las campañas y se entraba a los combates con ritos involucrando sacrificios (1Sa 7:8-10; 1Sa 13:9) y después de consultar al Señor (Jdg 20:18 ss.; 1Sa 14:37; 1Sa 23:2; 1Sa 28:6; 1Sa 30:8). Algunas veces se pedí­a la dirección de profetas antes de una campaña (1Ki 22:5; 2Ki 3:11).

El sonido de una trompeta por toda la tierra anunciaba un llamado a las armas (Jdg 3:27; 1Sa 13:3; 2Sa 15:10), y los sacerdotes sonaban una alarma con trompetas (2Ch 13:12-16). Las armas incluí­an hondas, lanzas, jabalinas, arcos y flechas, espadas y arietes.

Movimientos estratégicos incluí­an la emboscada (Jos 8:3 ss.), la treta (Jdg 29:20 ss.), el movimiento de flanco (2Sa 5:22 ss.), el ataque por sorpresa (Jos 11:1-2), la invasión (1Ch 14:9), la incursión (2Sa 3:22) y el saqueo para asegurarse provisiones (2Sa 23:10). Los ejércitos victoriosos saqueaban el campamento del enemigo, robaban a los muertos (Jdg 8:24-26; 1Sa 31:9; 2Ch 20:26), y a menudo mataban o mutilaban a los prisioneros (Jos 8:23, Jos 8:29; Jos 10:22-27; Jdg 1:6). El botí­n se dividí­a en partes iguales entre los que habí­an participado en la batalla y los que habí­an sido dejados atrás en el campamento (Num 31:27; Jos 22:8; 1Sa 30:24-25), pero algo de los despojos se reservaba para los levitas y para el Señor (Num 31:28, Num 31:30).

Jesús se refirió a la guerra como una parte inevitable del presente orden mundial pecaminoso (Mat 24:6), pero advirtió que los que toman espada perecerán por ella (Mat 26:52). Se dice del creyente que es un soldado (2Ti 2:3; 1Pe 2:11). Apocalipsis usa la figura de batalla y guerra para describir el triunfo final de Cristo sobre Satanás (Rev 16:14-16; Rev 17:14; Rev 19:14).

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

La inclinación del hombre por la violencia se manifestó después de la †¢caí­da, como se ve en la historia de Caí­n y Abel, así­ como en el violento †¢Lamec, que decí­a en su canto: †œQue un varón mataré por mi herida, y un joven por mi golpe† (Gen 4:23). La Biblia dice que †œse corrompió la tierra delante de Dios, y estaba llena de violencia† (Gen 6:11). A pesar del juicio que Dios trajo al mundo con el †¢diluvio, los hombres insistieron en atacarse mutuamente, y se acentuó así­ la tradición de g. que conoce el mundo.

Los métodos de g. descritos en las Escrituras obedecen a principios de los cuales muchos todaví­a son válidos en el dí­a de hoy. Se utilizaba el ataque por sorpresa, como pasó en el caso de Gedeón contra los madianitas, al atacarlos de noche (Jue. 6 al 8). También la emboscada, método que utilizó Josué frente a la ciudad de Hai (Jos 8:1-29). El principio de la concentración de las fuerzas se aplicaba universalmente. †¢Afec era un lugar preferido por los filisteos para reunir sus tropas y atacar a Israel (1Sa 4:1; 1Sa 29:1). Se procuraba que las fuerzas tuvieran un máximo de movilidad. David y sus hombres †œhací­an incursiones contra los gesuritas, los gezritas y los amalecitas†, en una especie g. de guerrillas con las que asolaba rápidamente estas regiones y luego se refugiaba en †¢Siclag (1Sa 27:6-12).
ejércitos se dividí­an por lo general en tres cuerpos: infanterí­a, caballerí­a y carros (†œPorque no le habí­a quedado gente a Joacaz, sino cincuenta hombres de a caballo, diez carros, y diez mil hombres de a pie† [2Re 13:7]). Era importante el obtener una buena coordinación entre los distintos cuerpos en la acción de g. Los israelitas no usaron carros en grandes cantidades, por lo accidentado del terreno de su paí­s. La infanterí­a (†œhombres de a pie† [1Re 20:29]) estaba compuesta por arqueros (†œLos hijos de Efraí­n, arqueros armados…† [Sal 78:9]), honderos (†œDe toda aquella gente habí­a setecientos hombres escogidos, que eran zurdos, todos los cuales tiraban una piedra con la honda a un cabello, y no erraban† [Jue 20:16], lanceros (†œ… hombres de g. muy valientes para pelear, diestros con escudo y pavés† [1Cr 12:8]), más los auxiliares.
proteger las ciudades tanto como puestos fronterizos o considerados estratégicos se levantaban fortificaciones, a veces con muros muy gruesos. éstas tení­an generalmente forma cuadrada o de cuadrilátero. Las torres comenzaron a construirse también cuadradas, y luego las hicieron redondas. Para las fortificaciones se utilizaba piedra y ladrillo, o una combinación de estos materiales. Los ataques a ciudades amuralladas o a fortalezas se hací­an mediante una aproximación directa, como era el asalto a las fortificaciones para sobrepasarlas o abrir una brecha en ellas. Los asirios fueron famosos por el uso del ariete para estos fines. Un método indirecto era cavar debajo de las edificaciones para lograr la penetración. El sitio consistí­a en rodear la ciudad o fortaleza cortando sus ví­as de comunicación y abastecimiento, para hacerla rendir por hambre o sed. También se utilizaban tretas para lograr la entrada a los sitios fortificados mediante el engaño.
se escogí­an para los combates y batallas puntos estratégicos o clave, en los caminos principales. Se hací­a uso intensivo de las labores de inteligencia para conocer las fuerzas enemigas y, de ser posible, identificar su curso de acción. En la conquista de la ciudad de Bet-el, †œla casa de José puso espí­as† que procuraron detectar los puntos vulnerables (Jue 1:23-26). Como en todo esfuerzo bélico, se hací­an trabajos dirigidos a mantener un buen espí­ritu y la disciplina dentro de las propias tropas.
, por supuesto, importantí­sima la disponibilidad de armamento adecuado. ( †¢Armadura y armas). Durante mucho tiempo los israelitas estuvieron en desventaja frente a los cananeos en ese sentido. Rememorando la batalla contra Jabí­n y Sí­sara, Débora dijo: †œCuando escogí­an nuevos dioses, la g. estaba a las puertas; ¿se veí­a escudo o lanza entre cuarenta mil en Israel?† (Jue 5:8). Los filisteos manejaban bien la tecnologí­a del hierro y procuraban mantener el monopolio de ella en contra de los israelitas, usando eso como instrumento de dominación. Por eso, hubo un tiempo en que †œno se hallaba herrero† en Israel y habí­a que †œdescender a los filisteos para afilar cada uno la reja de su arado, su azadón, su hacha o su hoz† (1Sa 13:18-20). Los herreros eran artesanos muy apreciados, sobre todo porque producí­an las armas que usaban todos los ejércitos. Cuando Nabucodonosor destruyó Jerusalén se llevó los herreros a Babilonia (2Re 24:14-16).
Escrituras mencionan a Dios muchas veces con un lenguaje tomado del vocabulario de la g. Se usa el nombre de †œJehová de los ejércitos†, mayormente para aludir a él como Dios supremo en la corte celestial, rodeado de los ángeles (1Sa 1:3). Moisés le llama †œvarón de guerra† (Exo 15:3) y David, el †œDios de los escuadrones de Israel† (1Sa 17:45). La idea implí­cita es que Dios dirigí­a al pueblo en sus batallas.
historias de g. del AT pueden incluirse dentro del concepto expresado en 1Co 10:11 (†œEstas cosas les acontecieron como ejemplo, y están escritas para amonestarnos a nosotros, a quienes han alcanzado los fines de los siglos†). Pero a pesar de que las Escrituras hablan de la g. y describen muchas de ellas como parte de la historia de la humanidad, el ideal de Dios que presentan para el mundo es el de la paz, pues él es el †œque hace cesar las g. hasta los fines de la tierra† (Sal 46:9). Dios no se complace en las naciones guerreristas, sino que †œesparce a los pueblos que se complacen en la g.† (Sal 68:30). Promete, además, que vendrá un dí­a cuando †œjuzgará entre las naciones, y reprenderá a muchos pueblos; y volverán sus espadas en rejas de arado, y sus lanzas en hoces; no alzará espada nación contra nación, ni si adiestrarán más para la g.† (Isa 2:4. †œEn aquel tiempo … quitaré de la tierra arco y espada y g.† (Ose 2:18).
soldados fueron creyentes. †¢Juan el Bautista exigió a los militares que no abusaran de las armas (†œY les dijo: No hagáis extorsión a nadie, ni calumniéis; y contentaos con vuestro salario† [Luc 3:14]). El Señor Jesús alabó la fe de un centurión (Luc 7:9). El primer gentil convertido fue un militar, Cornelio (Hch. 10). En la historia de la iglesia, sin embargo, siempre existió cierta reticencia en cuanto a recomendar la carrera militar a los creyentes. No obstante esto, los que eran militares antes de convertirse no siempre eran alentados a abandonar su profesión.

La g. espiritual. El NT enseña que los creyentes están involucrados en una g. espiritual (†œPorque las armas de nuestra milicia no son carnales, sino poderosas en Dios para la destrucción de fortalezas† [2Co 10:4]). Los escritores del NT toman el vocabulario de la g. para expresar verdades del mundo del espí­ritu. Así­, se nos habla de que el creyente debe hacer uso de †œtoda la armadura de Dios…† (Efe 6:11-17). La presencia del mal en la tierra, fruto del pecado, y la actividad de los †¢demonios, que está en continua oposición a los propósitos de Dios, mantienen a los creyentes en permanente lucha. Pablo advirtió también que los hombres escucharí­an †œa espí­ritus engañadores y a doctrinas de demonios† (1Ti 4:1). Por eso utiliza el lenguaje del combate para referirse a la vida cristiana (†œcombatiendo … por la fe del evangelio† [Flp 1:27; Flp 4:3]). En Hebreos se nos dice: †œ… combatiendo contra el pecado† (Heb 12:4).

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

tip, TIPO EJER

vet, La guerra es la consecuencia natural de la presencia del pecado en el mundo, y de la codicia de los hombres y de las naciones por lo que pertenece a los otros (Stg. 4:1-3). También puede tener el carácter, como en las Escrituras, de un juicio de Dios sobre una tierra por su pecado. Este es el carácter de la conquista de la tierra de Canaán por parte de Israel, como huestes del Señor, y en su mantenimiento de su tierra, para lo cual tení­an instrucciones divinas. En tipologí­a, la guerra de ellos es figura del conflicto del cristiano contra principados, potestades, gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes (cp. Ef. 6:10-20). Hay también las guerras contra Israel, en las que Dios utilizó a otras naciones para castigar a su pueblo. Pero Dios siempre da sus propios derechos sobre su propio pueblo y sobre su propia tierra. Cuando Jehová destruyó el ejército de Faraón en el mar Rojo, fue llamado “varón de guerra”, y ésta y otras victorias fueron registradas en “el libro de las batallas de Jehová” (Ex. 15:3; Nm. 21:14). David dijo de Dios: “Quien adiestra mis manos para la batalla” (2 S. 22:35; Sal. 18:34). Cuando estaban prestos a la batalla, los israelitas consultaban a Jehová (Jue. 20:23, 27, 28; 1 S. 14:37; 23:2; 1 R. 22:6). Si el conflicto no podí­a ser evitado, invocaban la ayuda de Dios, ofreciendo en ocasiones un sacrificio (1 S. 7:8, 9; 13:12; 2 Cr. 20:6-12; 1 Mac. 3:47-54). Los paganos recurrí­an a la adivinación, cuidándose de no salir a la batalla más que en un dí­a que fuera declarado propicio (Ex. 21:26-28). Se enviaban exploradores para reconocer el territorio enemigo, a fin de valorar su capacidad de resistencia (Nm. 13:17; Jos. 2:1, 2; Jue. 7:9-11; 1 S. 26:4). Los prisioneros eran interrogados en busca de información (Jue. 8:14; 1 S. 30:11-15). Antes de la batalla, un sacerdote, o bien el general del ejército, recordaba a los soldados la presencia de Dios. Algunos eran devueltos a sus hogares (Dt. 20:2-9; 2 Cr. 20:14-20; 1 Mac. 3:56; 4:8-11). Se usaban diversas tácticas: la sorpresa, la emboscada, la huida simulada, el asedio (Gn. 14:15; Jos. 8:2-7; Jue. 7:16-22; 2 S. 5:23). En ocasiones, los campamentos enemigos presentaban a sus campeones (1 S. 17). Las tropas israelitas daban la señal de ataque y de invocación para que Dios les diera su ayuda (Nm. 10:9; Jos. 6:5; Jue. 7:20; 2 Cr. 13:12; 1 Mac. 4:13; 5:33). Como los otros pueblos de la antigüedad, los israelitas saqueaban el campamento enemigo (Jue. 8:24-26; 1 S. 31:9; 2 Cr. 20:25; 1 Mac. 4:17-23), y en ocasiones daban muerte o mutilaban a prisioneros (Jos. 8:23, 29; 10:22- 27; Jue. 1:6; 8:21; 2 S. 8:2). Por lo general, lo que se hací­a era reducirlos a esclavitud. Las fuerzas que asediaban una ciudad cortaban el suministro de agua, y fortificaban su propio campamento, por temor a una salida de los asediados (Guerras 5:2, 3). El enemigo levantaba terraplenes, y disponí­a sus arietes contra las puertas de la ciudad (2 S. 20:15; Ez. 4:2; véase ARIETE), hostigándose a sus defensores con honderos y arqueros. Con ayuda de escaleras puestas sobre los terraplenes elevados, que en ocasiones llegaban a la mitad de la altura de los muros, se escalaban éstos (Jue. 9:52). Arqueros apostados sobre las torres de asedio y desde el suelo acribillaban a los asediados, que se defendí­an con flechas, piedras, antorchas encendidas (Guerras 5:2, 2 y 4; 6:4; 11:4; 2 Cr. 32:2-5; 2 S. 11:21, 24; 2 Cr. 26:15; 1 Mac. 6:31). La caí­da de una ciudad entrañaba su destrucción y la matanza de sus habitantes, sin respeto a la edad ni al sexo (Jos. 6:21, 24; 8:24-29; 10:22-27; 2 R. 15:16). La victoria se celebraba con cánticos y danzas (Ex. 15:1-21; Jue. 5; 1 S. 18:6; 2 Cr. 20:26-28; 1 Mac. 4:24). Sigue habiendo guerras en la actualidad, perfeccionándose cada dí­a más los instrumentos de muerte. El corazón de una humanidad a espaldas de Dios no ha cambiado, lo que acarreará los duros juicios que desembocarán en la venida del Señor para imponer su reino. Israel, establecido en la tierra en incredulidad, está siendo perseguido por sus enemigos. Llegará el dí­a en que el mundo se unirá en Armagedón para presentar batalla en el gran dí­a del Dios todopoderoso (Ap. 16:14, 16). El Señor reinará hasta que haya puesto a todos sus enemigos por estrado de sus pies. Después seguirá el periodo en el que no se aprenderá más a hacer la guerra, cuando los instrumentos de guerra serán convertidos en aperos de labranza, y el Prí­ncipe de Paz reinará sobre toda la tierra (Mi. 4:3). Bibliografí­a: R. V. G. Tasker: “La ira de Dios” (Ediciones Evangélicas Europeas, Barcelona, 1971).

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

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Es un mal de la humanidad a nivel individual (rivalidades, envidias, rencores, discordias, venganzas) y sobre todo a nivel de colectividad (contiendas, choques, batallas, acciones violentas)

Es un tema moral de especial sensibilidad en los tiempos modernos, en los que parece que el hombre es más civilizado, pero cuando hay más tensiones entre las naciones y en puntos concretos del planeta tierra.

El Concilio Vaticano II, al mirar la realidad del mundo actual, decí­a: “El mensaje evangélico, que coincide con los más altos deseos y aspiraciones del género humano, brillará en estos tiempos con una nueva claridad, si es capaz de proclamar bienaventurados a los artí­fices de la paz porque serán llamados hijos de Dios. (Mt.5. 9)” (Gaudium et Spes.77).

1. Guerra en la Biblia
La “paz” es una aspiración general de la humanidad. El mensaje cristiano se hizo eco de ese anhelo y siempre miró la guerra como un atentado a esa necesidad humana. Pero la “paz” bí­blica no es sólo la ausencia de guerra, sino desarrollo vital de la existencia. Los hebreos se saludaban con la palabra Paz, “Shalom”, que indicaba tranquilidad para desarrollar todos los demás bienes.

1.1. En el A. Testamento
Los textos relacionados con la paz en el Antiguo Testamento, en donde surge el “shalom” son innumerables y siempre hacen referencia a la necesidad de superar los conflictos para vivir con armoní­a y tranquilidad.

El Mesí­as en el Antiguo Testamento se presenta como “Prí­ncipe de la paz” (Is. 9. 7). Y su misión es inaugurar la paz: “En vez de bronce traeré oro, en vez de hierro traeré plata… Te pondré como gobernante la Paz y por gobierno la Justicia. No se oirá más hablar de violencia en tu tierra ni de despojo o quebranto en tus fronteras” (Is. 60. 17-18). La venida del Mesí­as inicia una nueva etapa humana.

Y esa etapa se describe en la Biblia: “De Sión saldrá la Ley y de Jerusalén la palabra de Yahveh. Juzgará entre las gentes, será árbitro de pueblos numerosos. Forjarán de sus espadas azadones, y de sus lanzas podaderas. No levantarán espada nación contra nación ni se ejercitarán más en la guerra” (Is. 2,3 4).

Cierto desconcierto nos puede venir cuando vemos también en el Antiguo Testamento la existencia de sangrientos conflictos. Se descubre a veces un violento sentido de guerra que parece alentado por al mismo Dios: Moisés ora mientras los israelitas llevan a cabo la derrota de los amalecitas (Ex. 17.8 16) y Josué cumple la consigna de Yahveh de saquear y asesinar a los vencidos (anatema). (Jos. 7 8). Incluso la regulación de la guerra, como si fuera un condición aneja al pueblo elegido, tiene lugar destacado en los libros bí­blicos normativos, en el Deuteronomio (Dt. 20 1-30). Se habla de la destrucción de otros pueblos como lo más natural (Is. 34. 2; Dt. 7. 13; 20. 12-17)

Es actitud repugnante para nuestro tiempo y resulta difí­cil la exégesis de estos elementos bélicos, incluso teniendo en cuenta el contexto bélico de los pueblos primitivos en el Oriente y en el conjunto del universo.

No obstante, el mensaje mesiánico siempre va enlazado con la idea d la paz: en los Salmos se habla como “la justicia y la paz se besan” (S. 84. 11). Isaí­as proclama que “la paz es obra de la justicia y el fruto de la justicia el reposo y la seguridad para siempre” (Is. 32.17)… Y en los mismos libros proféticos se presenta al Mesí­as como unido a la paz. “Te daré por magistrado la paz y por soberano la justicia” (Is. 60. 17)

1.2. En el Nuevo Testamento
El interés pacifista se incrementa notablemente en los textos del Nuevo Testamento. Es interesante reseñar que en los 27 libros o documentos que lo componen, se cita 29 veces el término “guerra” (polemos o poleo), unas 50 el término soldado (strateia o strategos), unas 12 la idea de legión, cohorte o ejército (speira y legio). Sin embargo son 102 las explí­citas alusiones el terminó paz (eirene), de las cuales 22 veces se pone la expresión en los labios de Jesús.

El “pacifismo mesiánico” queda confirmado por sus connotaciones: es un don del Espí­ritu que Jesús anuncia, que Jesús promete, que Jesús concede, que Jesús desea. Es lo que ha venido a traer a la tierra aquel de quien cantaban los ángeles al nacer: “Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad” (Lc. 2. 14). Y es lo último que desea antes de marcharse del lado de los discí­pulos: “La paz sea con vosotros… Mi paz os dejo, mi paz os doy…” A lo largo de su vida predicadora lo repetí­a con frecuencia: “Vete en paz, tu fe te ha salvado”. En los labios de Jesús es algo más que un saludo ritual o una convención social.

Los intentos de los adversarios de comprometer a Jesús de Nazaret con la lucha de su tiempo contra los invasores extranjeros (objetivo del movimiento zelota) son hábilmente evitados: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Lc. 22. 35 38). Las otras referencias siguen el mismo camino de asegurar la paz y de proclamar: “Bienaventurados los pací­ficos” (Mt. 5.9: Mt. 11. 12; Mc. 11.15 y 19; Lc. 12. 51 y 53). Aunque, en otro orden de cosas afirme “que no ha venido a traer la paz, sino la guerra” (Mt. 10. 34;.

En sentido antibélico hay que entender los gestos y las palabras de Jesús: cuando se enfrenta a los que le invitan a pedir que “baje fuego del cielo” contra los samaritanos (Lc. 9. 54-55); la recomendación de “amar a vuestros enemigos, haced bien a los que os aborrecen, bendecid a los que os maldicen y orad por los que calumnian”. Llegando el Maestro a añadir: “Al que te hiere en una mejilla ofrécele la otra, y a quien tome el manto no le impidas tomar túnica; da a todo el que te pida y no reclames de quien toma lo tuyo” (Lc. 6. 28 30); la superación de la “ley del talión” (Mt. 5. 39). Conviene recordar el rechazó de modo expreso la violencia en el momento de ser injustamente detenido como un ladrón o malhechor: “Mete tu espada en la vaina, pues quien toma la espada, a espada morirá” (Mt. 26. 52).

2. Doctrina eclesial
En conformidad con los textos evangélicos, la actitud de la Iglesia no ha podido ser más clara en relación con la guerra. Es un mal y debe ser evitado. Sólo un mal mayor puede explicarla.

En ninguna forma y en ninguna ocasión puede ser querida por Dios. Es blasfemo hablar de “guerra santa”.

Los primeros cristianos así­ entendieron el “pacifismo” del N.T. Los textos de San Pablo fueron los más contundentes. El programa de “lucha” presentado por Pablo a los cristianos de Efeso cambia la guerra material por la guerra contra el pecado y el mal, el combate contra las pasiones y el mal: “Estad alerta, ceñidos vuestros lomos con la verdad, revestidos de la coraza de la justicia y calzados los pies para anunciar el evangelio de la paz. Embarazad en todo momento el escudo de la fe, con que podáis apagar los encendidos dardos del maligno. Tomad el yelmo de la salvación y la espada del espí­ritu, que es la palabra de Dios… para dar franqueza el misterio del Evangelio, del que soy el embajador encadenado para anunciarlo con toda libertad y hablar de él como conviene” (Ef. 6.14-20)

2.1 En los primeros tiempos
En un mundo militarizado como el que se viví­a en los primeros tiempos las metáforas bélicas se divulgan pero en sentido nuevo: el Apóstol “ha combatido el buen combate” para ganar “la corona de la justicia” (2 Tim. 4.7).

Las persecuciones de los primeros tiempos, tal como se reflejaron en el Apocalipsis, provocaban en las victima sentimientos de perdón para los verdugos y de aceptación de los sufrimientos: “Ellos le han vencido (al demonio) por la sangre del Cordero y por la palabra de su testiMonio y menospreciaron su vida hasta morir” (Ap. 10.11).

Los cristianos perseguidos entendieron el sufrimiento como una purificación, no como un desafí­a que reclamaba reacción defensiva. Por eso lo ofrecí­an a Dios: “Ellos se fueron contentos de la presencia del sanedrí­n, porque habí­an sido dignos de padecer ultrajes por el nombre de Jesús”. (Hech. 5. 41 y 4. 19-27).

San Justino, al hablar del martirio, sentaba un principio permanente para los mártires cristianos de todos los tiempos: “Nosotros no solamente no hacemos la guerra a nuestros enemigos, sino que morimos alegremente confesando a Jesucristo” (Exhort. al Martirio).

San Ireneo, camino del martirio escribí­a: “Los cristianos ya no saben luchar, sino que, abofeteados, ofrecen la otra mejilla” Y San Juan Crisóstomo afirmaba: “Mi costumbre es padecer persecución y no perseguir; ser oprimido y no oprimir”
Y desde los primeros tiempos en la conciencia cristiana han pesado las palabras de Tertuliano: “Cristo, al desarmar a Pedro, desarmó a todos los cristianos”. Y en el Apologeticum llega a escribir: “Si la fe cristiana sobreviene a los que están comprometidos con la milicia… una vez recibida la fe o abandonan la milicia, o deben esforzarse para no hacer nada malo contra Dios, lo cual es muy difí­cil en la vida militar”.

A la luz de esta doctrina primitiva se plantea problemas fuertes para entender la actuación eclesial en los tiempos bárbaros, para justificar los ejércitos cristianos en tiempos medievales de las cruzadas, para descubrir la conquista de tierras nuevas en la edad moderna, para descubrir que hasta tiempos recientes se bendecí­an tanques y aviones de combate o ejércitos enteros antes del asalto.

2.2. Los siglos cristianos
A partir de la conversión de Constantino, los ejércitos se surtieron de soldados cristianos. El Edicto de Tesalónica (380), proclamó el cristianismo como religión del Imperio.

Desde entonces el antimilitarismo evangélico comenzó a entrar en crisis, dudas, vacilaciones. La guerra comenzó a verse como habitual y muchos cristianos participaban en ella. La Iglesia siguió predicando la caridad y el amor, la justicia y la misericordia, el respeto a la vida. Pero también comenzó a mirar al ejército como un apoyo del orden y del poder establecido y pensó en los cristianos que tení­a la profesión de las armas: manejar, defender, atacar, usarlas.

Algunos Concilios primitivos comenzaron a plantear el problema y a dar normas. Y grandes escritores cristianos comenzaron a perfilar juicios morales que aclararan las situaciones. Se llegó a la idea de que la guerra defensiva era justa si la defensa implicaba defender los propios bienes: la vida, la familia, la libertad, el orden.

Y se plantearon interrogantes sobre las guerras de conquista: San Agustí­n formulaba esta doctrina: “La guerra y la conquista son una triste necesidad a los ojos de los hombres buenos y felicidad para los malos, sin embargo, aún serí­a peor si los malhechores dominasen a los hombres justos”.

Las condiciones posteriores fueron variando a lo largo de la Edad Media, sobre todo cuando surgí­a la necesidad de luchar contra los infieles mahometanos que invadí­a Europa por el Este y por el Sur. Las guerras defensivas contra el Islam desarrollaron la nueva teorí­a cristiana de la guerra: deber, mérito, valentí­a, voluntad de Dios. El interrogante fuerte venia cuando la guerra se daba entre prí­ncipes cristianos. Sobre todo surgí­a si uno de ellos era el Soberano de Roma y sus Estados, que lo era el Papa, el Sucesor de San Pedro.

Las soluciones de conveniencia, interesadas, contradictorias, fueron muchas, tantas cuantos grupos de teólogos fieles a los prí­ncipes les aconsejaban.

Las guerras de religión entre estados católicos y protestantes introdujeron un nuevo factor para la reflexión, sobre todo al ver cómo grandes reinos en otros tiempos cristianos se separaban de la Iglesia de Roma: Alemania, Reinos del Báltico, el Reino Unido.

2.3. Los tiempos nuevos
Los problemas morales se hicieron más intensos cuando, detrás de la revolución francesa (1879), Napoleón llevó la Guerra a toda Europa y trato de erigirse en Gobernante del mundo.

Y con esa guerra llevada desde Moscú a Cádiz, desde Egipto a Dinamarca, comenzaron las guerras de la independencia de América y más adelante las de Africa y de Asia.

El siglo XX fue el siglo de las guerras. Los problemas morales se renovaron cuando las tiraní­as más sorprendentes como la hitleriana reclamaron masivas luchas para defender la libertad de la opresión, del exterminio de grupos raciales, de la militarización total.

La cadena de problemas de conciencia que en las disputas medievales llenaba de interés a los polemistas (si es lí­cito matar en la batalla, si se puede matar a los no combatientes, si es justo el conquistar terrenos de otros reinos, si los prí­ncipes cristianos podí­an hacer guerra entre ellos, si obligan los juramentos de fidelidad al prí­ncipe que hace una guerra injusta) en los tiempos nuevos se reemplazan por otros más simples: si es lí­cito a un hombre de conciencia disparar un fusil o un artilugio atómico porque otro hombre lo ordena.

3. Los grandes principios
Sin pretender explicaciones sociológicas y respetando la diversidad de alternativas cristianas, quedan claros en la doctrina cristiana sobre la guerra determinados principios que, en una buena educación moral y espiritual de la personas dignas, es preciso recordar siempre.

– La guerra es mala por sí­ misma, al ser una acción dolorosa y desestructurada. Nunca puede ser querida por Dios. Ningún bien puede justificar la guerra ofensiva para conquistar terrenos, riquezas o poder sobre los demás.

Pero, sí­ se puede admitir la guerra defensiva, si valores superiores a los daños lo justifican. Tales valores pueden ser la libertad, la familia, la dignidad, la misma fe y el culto de la comunidad a la que se pertenece. Si los bienes son superiores a los males uno puede, o tal vez debe, defenderse.

El problema insoluble es determinar categóricamente si los bienes son superiores a los males. Y eso corresponde a la conciencia, unas veces individual (el soldado en el campo de batalla) y otras veces colectivas (obediencia debida).

– Aun en el caso de que se admita la guerra justa, ella tiene los limites que impone la caridad, la prudencia y la conciencia. Se debe asumir la defensa de la justicia, pero no la opresión del vencido. Incluso en la caso de la victoria, la ética exige evitar el abuso del vencido.

– Es inmoral radicalmente el uso abusivo o innecesario de las armas (bombardeos, destrucciones). Y en la acción bélica, ni la lujuria, ni el asesinato, ni el robo, no el desprecio, ni la impiedad ni la blasfemia dejan de ser ofensas graves a Dios en el fragor del combate.

– El servicio militar y la profesión de las armas es admisible en cuanto es un servicio social de orden y de protección, en cuanto garantiza la conservación de bienes comunes superiores, en cuanto puede resultar una estructura de protección, prevención, apoyo social o garantí­a del cumplimiento de la ley. Pero ejercer la profesión militar por el placer de ejercer la violencia o la represión es inmoral.

– Determinadas prácticas frecuentes por desgracia en las sociedades modernas no están de acuerdo con estos objetivos. Algunas pueden citarse: producir armas como negocio o rentabilidad económica y venderla por interés de lucro a personas, grupos o sociedades injustas; competir en capacidad de armamento sin motivo con otros grupos o naciones para ostentar poderí­o militar que resulte protector del poder económico; investigar o experimentar en armamento para producir mayor perjuicio y mortalidad cuando llegue el momento de usarlo; exigir el servicio militar obligatorio a personas que en conciencia consideran malvado el aprendizaje y el uso de armas mortí­feras.

En guerra o fuera de ellas es radicalmente inmoral prohibir por leyes coercitivas el declararse objetor de conciencia ante esas exigencias; abusar del vencido expoliando, oprimiendo o reprimiendo en virtud de la victoria obtenida; usar escudos humanos; enviar a niños, menores y civiles como soldados obligados, promover ataques de destrucción masiva e indiscriminada, tolerar desde el mando tantas aberraciones que por desgracia son freCuentes en los usos bélicos, en genocidios y exterminios aberrantes.

4. La guerra justa
Todo esto nos lleva a plantear la posIbilidad de que una guerra sea justa y por lo tanto pueda ser admitida por una conciencia cristiana. Ante la objeción de que el amor cristiano se opone siempre a las guerras, S. Agustí­n responde: “Si la doctrina cristiana inculpara todas las guerras, el consejo más saludable para los que viven según el Evangelio serí­a que abandonasen las armas y se dejaran del todo de milicias. Mas a ellos les fue dicho (Lc. 3. 14): “A nadie hiráis; os basta con vuestro estipendio”.

Desde la Edad media diversos autores de pensamiento sólido hablaron de la teorí­a de la guerra justa: (Graciano, San Anselmo, Pedro Lombardo) y formularon algunas condiciones para que la “guerra justa”: que sea irremediable por no haber otra forma de deslindar los derechos, que se respete la dignidad de las personas, que no se haga más daño que el irremediable, que no haya tribunales.

Santo Tomás de Aquino en el siglo XIII y Francisco de Vitoria en el XVI trataron también el tema haciendo de la guerra defensiva una mal menor y por lo tanto declarando su tolerancia como emergencia, pero no como sistema de resolver conflictos
Hasta el Concilio Vaticano II el problema quedó siempre como una espinosa cuestión, que no se evitó en ningún Manual de Moral en los últimos siglos. Y así­ pasan y se repiten en los Manuales de Teologí­a Moral hasta la época inmediata anterior al Concilio Vaticano II. El pensamiento se puede resumir con palabra del teólogo Prümmer: “La licitud de la guerra en ciertas condiciones es admitida por todos, excepto por los maniqueos y cuáqueros, dado que puede ser el único medio para que algún pueblo pueda reivindicar sus derechos justos”.

Y se llegan a determinar las tres condiciones clásicas de esa guerra.

– Que sea declarada por la autoridad legí­tima superior.

– Que responde a una justa causa, que se da solamente cuando concurren motivos graves y excepcionales – Que se tenga recta intención en orden a conseguir bienes positivos que superen los negativos que se siguen a toda contienda bélica

Habrá que reconocer el deber de conciencia de agotar todos los medios pací­ficos antes del uso de las armas. La enseñanza de B. Häring: “No se puede afirmar que, en principio y de antemano, toda guerra ofensiva sea siempre moralmente ilí­cita” (Ley de Cristo) es discutible por sí­ misma. Es preciso no confundir el concepto de guerra ofensiva y defensiva y no reducir la idea sólo a la cronologí­a. Atacar primero para defender un derecho grave es guerra defensiva.

En los tiempos actuales, y en los futuros, la existencia de armas especialmente mortí­feras, fí­sicas, quí­micas o biológicas, plantean problemas nuevos para hacer juicios sobre la guerra.

El Concilio Vaticano decí­a:”Todo esto nos obliga a examinar la guerra con un criterio absolutamente nuevo. Sepan los hombres de este tiempo que han de dar grave cuenta de sus actividades bélicas. Pues el curso de los siglos futuros depende mucho de sus decisiones actuales. Teniendo en cuenta todo esto, este Santo Concilio, haciendo suyas las condenaciones de la guerra total formuladas por los recientes Sumos Pontí­fices, declara: Toda acción bélica que lleva indistintamente a la destrucción de ciudades enteras o de grandes regiones con sus habitantes, es un crimen contra Dios y contra el hombre mismo, que ha de ser condenado con firmeza y sin vacilar.” (Gaudium et Spes 80).

5. Educación antibélica
Se habla con frecuencia de la educación para la paz y menos de educación contraria a la guerra
El mundo moderno atraviesa una etapa de cierto militarismo, en parte movido por la desesperación de grandes masas de la humanidad que viven y crecen sin esperanzas en el futuro y en parte por los intereses económicos de la producción de armamento y la necesidad consiguiente de contar con clientes que los consuman y los amorticen.

La educación cristiana precisa ayudar a los jóvenes y cristianos a discernir en este terreno de tanta importancia ética y evangélica. Para ello son convenientes las siguientes consignas: – Una educación de información recta y discernimiento ético es necesaria un tiempo en que es frecuente la información manipulada. Conviene no dejarse llevar por los medios de comunicación que magnifican unos conflictos y ocultan otros. Los criterios deben ser objetivos, no regulados por intereses larvados de las grandes cadenas informativas regidas por multinacionales sesgadas polí­tica o mercantilmente.

– La educación debe ser positiva y práctica (asumir compromisos concretos), no negativa y afectiva (lamentos o sentimientos estériles). Si cada guerra que conocemos implica una limosna, una plegaria, un sacrificio, una mejora de vida personal, etc. hay educación real. Si sólo hay palabras y datos estadí­sticos, la educación resulta pobre y estéril.

– Los fenómenos nuevos relacionados con la guerra: armamentos nuevos, terrorismo internacional, campos originales de conflictos como son los que dependen de las nuevas tecnologí­as, implica aplicaciones adecuadas a los aspectos morales. De lo contrario no se entienden las nuevas situaciones del mundo y el deber de los creyentes ante ellas.

– Es preciso superar en la educación cristiana un vano pacifismo romántico que promueven personas sin ideales y con frecuencia manipuladas por determinados movimientos o grupos polí­ticos.

Lo importante es formar bien los criterios y estos no se identifican del todo por lo general con protestas románticas y vací­as de contenido y de motivación.

Además de criterios, la buena educación antibelicista implica honestidad personal en la vida manifestada en hechos, en relaciones pací­ficas con los vecinos, en sentido de responsabilidad ante los propios deberes sociales. No puede ser antimilitaristas quien apoye determinadas formas de violencia como es la discriminación racial, la injusticia económica, el egoí­smo cultural.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

(v. paz)

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

En el A. T., cuando el pueblo de Dios se gobernaba por un régimen teocrático, era el mismo Dios el que declaraba la guerra, que siempre se hací­a por motivos religiosos; se trataba, pues, de una guerra santa. Cuando se estableció el régimen monárquico, las guerras las declaraban los reyes. En el N. T. no se habla de declarar una guerra santa, pero Jesús advierte que hay que estar bien preparados para cuando haya una guerra (Lc 14,31). Los evangelios, en realidad, sólo hablan de las guerras, que serán muchas y que surgirán al final de los tiempos; contra ellas hay que estar bien prevenidos (Mt 24,6; Mc 13,7; Lc 21,9). -> paz.

E. M. N.

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret

La guerra es una institución a la que las naciones confí­an la solución de las controversias entre los pueblos. La doctrina sobre la guerra registra una evolución en el curso de la historia: la guerra como posible medio de justicia; la guerra como prerrogativa del soberano; la guerra como crimen, Se trata de lí­neas de tendencia que, de alguna manera, coexisten en las diversas fases históricas, pero que al mismo tiempo marcan el paso de una época a otra, La distinción entre guerra justa y guerra injusta es de san Agustí­n, pero Tomás de Aquino fue el que formalizó la teorí­a de la guerra justa, estableciendo las condiciones requeridas para ella: debe declararla la autoridad legí­tima; tiene que haber una causa justa; el beligerante tiene que tener una intención recta; la necesidad, es decir, la imposibilidad de hacer justicia con otros medios. De la doctrina del bellum iustum se ha pasado, al menos como tendencia cultural, a la doctrina del ius contra bellum. En la base de este paso tan importante está ciertamente el cambio de naturaleza de la guerra contemporánea y la inconcebible fuerza destructiva de las armas, producida sobre todo por la tecnologí­a nuclear. La revolución tecnológica ha llevado a la degeneración más extrema el fenómeno de la guerra. Hay que hablar más propiamente del ius contra bellum que del bellum iustum. Otros, por el contrario, piensan que la doctrina tradicional puede aplicarse todaví­a en la época contemporánea, siendo incluso necesaria en la medida en que todaví­a hoy la abolición de la guerra tiene que considerarse como una utopí­a, es decir, como un objetivo irrealizable. Pero la doctrina principal contra la doctrina del bellum iustum se refiere al hecho de que postula la licitud de tomarse cada uno la justicia por su mano. La reflexión es ciertamente compleja y va unida a la problemática sobre la no-violencia. Hay que reconocer, sin embargo, que, en un sistema internacional que ha cambiado profundamente y en una situación de tecnologí­a destructiva como la actual, el peligro mayor para los Estados se deriva precisamente de ese área de dominio reservado que se escapa del control y del consentimiento de la comunidad internacional. La exigencia de asegurar la justicia no puede prescindir de la exigencia paralela de seguir procedimientos multilaterales: los procedimientos que encuentran una substancia jurí­dica, polí­tica y moral en la normativa de las Naciones Unidas.

Hoy se afirma progresivamente la conciencia de que la guerra tiene que considerarse como un crimen contra la humanidad, y todo recurso a la guerra se concibe como contrario a la moral y al derecho. El Magisterio de la Iglesia ha contribuido a este cambio de mentalidad que lleva a juzgar la guerra sencillamente como un hecho inhumano y bárbaro que intenta tomarse la justicia por su mano. Una expresión enérgica de este Magisterio es la del concilio Vaticano II con la constitución pastoral Gaudium et spes (1965). Sus lí­neas esenciales se pueden compendiar así­: se abandona la teorí­a de la guerra justa, que habí­a servido no ya para acabar con el azote de la guerra sino para justificar todas las guerras; se reconoce en teorí­a el principio de la legí­tima defensa pública, pero se observa que, en la práctica, este principio es inaplicable y que de todos modos no puede encontrar una aplicación razonable con las armas atómicas o con las armas convencionales. Más claramente, el principio de la legí­tima defensa, con las armas modernas tanto atómicas como convencionales, resulta siempre un exceso de defensa. Frente a la mentalidad bélica, que le cuesta trabajo morir está el deber de acabar absolutamente con la guerra y de comprometerse en la creación de una autoridad mundial, capaz de reconocer los derechos entre las naciones y de impedir que los estados se tomen la justicia por su propia mano.

Y sobre todo hay que comprometerse a nivel internacional para que se eliminen las causas que llevan a la guerra.

L. Lorenzetti

Bibl.: Conferencia episcopal española. Constructores de la paz, EDICE, Madrid 1986; AA. VV La maldición de la guerra, San Esteban, Salamanca 1984; J. Joblin, La Iglesia y la guerra, Herder, Barcelona 1989; M. Vidal, La “moral” de la guerra. De un paradigma posibilista a paradigma radical, en Sal Terrae 79 (1991) 551-564.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO: I. La guerra en el Oriente antiguo y en !a Biblia: 1. El fondo cultural común: a) Eldato mitológico; b) Reflejo en el mundo bí­blico; 2. El tema de la guerra en la Biblia. II. La guerra en la historia de! A.T. 1. Los acontecimientos bélicos: a) Los comienzos, b) Desde David hasta el destierro, c) Después del destierro; 2. Ejército, armas, técnicas militares; 3. Las consecuencias de la derrota. III. El aspecto religioso de la guerra en el A.T. 1. La “guerra santa”: a) La fundamentación teológica, b) La implicación de Dios; 2. La victoria; 3. El “anatema”. IV. La vida religiosa como “milicia”: 1. En el plano individual; 2. En el plano comunitario; 3. La dimensión escatológica. V. La guerra en el NT: 1. La guerra como acontecimiento humano; 2. La guerra definitiva en sentido religioso: a) Cristo vencido y vencedor, b) La vida cristiana como combate, c) El combate final.

I. LA GUERRA EN EL ORIENTE ANTIGUO Y EN LA BIBLIA. En la doctrina bí­blica el tema de la guerra no comprende solamente el choque violento entre hombres o grupos humanos y los problemas que de allí­ se derivan. Se utiliza además para interpretar el sentido profundo de la vida humana en la tierra; por eso, tanto la historia universal como la vida de los individuos se ven como un terreno en el que chocan el bien y el mal, poniendo en juego no sólo la suerte última de la humanidad y de cada individuo humano, sino también la suerte última del universo que, según la Biblia, sólo existe en función del hombre. Una visión semejante tiene raí­ces complejas, que se deben en parte a la cultura común del Oriente antiguo y a la forma especial con que los libros de la Biblia utilizan algunos de sus materiales, pero que principalmente afectan a la sustancia de la fe de Israel.

1. EL FONDO CULTURAL COMÚN. La cultura del antiguo Oriente coloca la lucha en la base de la existencia del universo y de la humanidad.

a) El dato mitológico. La interpretación mí­tica, politeí­sta y tendencialmente panteí­sta de los grandes fenómenos naturales y de las fuerzas que allí­ entran en acción encuentra su sí­ntesis en la interpetación de la cosmogoní­a como resultado de la guerra entre divinidades primordiales monstruosas, que personifican a los elementos constitutivos del cosmos: recordemos el poema Enuma elis (ANET, 6270). Las guerras históricas entre los pueblos se concebirán, por consiguiente, como una continuación del tiempo de la guerra cósmica, haciendo intervenir continuamente a las divinidades supremas de los diversos pueblos.

b) Reflejo en el mundo bí­blico. La Biblia, aunque conserva como material expresivo, especialmente en las partes poéticas, ciertas resonancias de los mitos (Leviatán, Rajab: cf Sal 74:14; Sal 89:11), rechazó drásticamente la base misma de la concepción de la guerra cósmica primordial, en virtud de su fundamento monoteí­sta y creacionista: los grandes elementos del universo son criaturas, instrumentos dóciles en las manos del Creador (cf Amó 9:4; Sal 104:26). La misma visión del desarrollo de la humanidad dentro de una perspectiva de lucha entre el bien y el mal es totalmente distinta de la concepción pagana, que ve en las guerras humanas el choque entre divinidades opuestas. Por eso mismo, la vinculación con la cultura común se queda, ante todo, en un nivel de imagen, sin afectar en nada a la sustancia de la doctrina religiosa.

2. EL TEMA DE LA GUERRA EN LA BIBLIA. En los libros bí­blicos el tema de la guerra se trata en un doble plano: el de los acontecimientos, que comprende los aspectos humanos del fenómeno guerra (lo trataremos tanto desde el ángulo histórico-polí­tico como desde el histórico-arqueológico), y el religioso. Este último descubre ante todo la intervención de Dios y de su providencia en la trama de los acontecimientos, especialmente de los que tocan a Israel; pero más allá de éstos, y dentro de la estructura de la obra divina de salvación, descubre una dialéctica de guerra (combate, asechanzas), en la que se enfrentan no ya los elementos cósmicos o las divinidades concretas, sino Dios mismo y el “adversario” (Satanás), que no sin motivo es presentado como “la serpiente” (Gén 3:1-15; Apo 12:9; Apo 20:10). En esta guerra el hombre no puede limitarse a ser objeto pasivo de la contienda. Necesariamente tiene que tomar posición. Si, sobre la base de la fe en Dios señor de la historia, también las guerras humanas de Israel se conciben como dominadas o dirigidas por Dios, esto se debe a la doble convicción de que todos los acontecimientos humanos (y también, por tanto, los acontecimientos militares) están bajo el dominio de Dios, y que los acontecimientos de Israel en particular entran en el desarrollo del plan especial de Dios para con él.

Obsérvese, finalmente, que el tema de las guerras a nivel histórico sólo se trata en el AT (historia “sagrada”, pero también historia de una nación entre las naciones), mientras que el punto de vista religioso, aunque presente de forma clara en el AT, es prácticamente el único que desarrolla el NT (que no se refiere ya a una “nación”, sino a toda la humanidad salvada: cf Apo 5:9).

II. LA GUERRA EN LA HISTORIA DEL AT. El asentamiento de Israel en Canaán y la colocación de esta región en el punto de paso obligado entre las áreas de influencia mesopotámica y egipcia explican la frecuencia de las guerras en la historia del AT. Pero el interés de los textos bí­blicos no es ni histórico ni militar, sino religioso; y las informaciones sobre la estructura de los hechos son secundarias respecto a la lectura de su significado religioso. Por esomismo muchas veces los informe& propiamente históricos que transmii ten los textos son fragmentarios muchas circunstancias permanecen en la oscuridad.

1. LOS ACONTECIMIENTOS BELIcos. En los comienzos de Israel, a nivel de vida tribal, todos los hora, bres válidos, en caso de necesidad tení­an que tomar las armas en defer= sa del grupo. Encontramos ya cir, cunstancias de este tipo en la historia de Abrahán (Gén 14) y de Jacolí­ (Gén 34).

a) Los comienzos. En el origen de la historia de Israel tiene una importancia capital la promesa de la posesión de la tierra de Canaán, región ocupada ya por otros pueblos, y que por eso mismo tení­a que ser conquistada. El pueblo emigrante en el desierto (Núm 1-2 y 10) es presentado como un ejército en marcha. Se trata, sin duda, de una idealización posterior. También es ideal el cuadro de la conquista de Trasjordania (Núm 32) y de Cisjordania (Jos 1-12) por parte de todo el pueblo unido. Este cuadro queda reestructurado por Jue 1; y la continuación de este libro hace pensar en tribus concretas o en agrupaciones de tribus que luchaban por su supervivencia. En realidad, la conquista debió llevarse a cabo de una forma compleja, a través de una penetración gradual, que supuso también ciertamente acciones de guerra. Un proceso similar se observa igualmente en la resistencia contra los filisteos y en la vida aventurera de David [t Josué II; / Jueces].
b) Desde David hasta el destierro. Sólo con la monarquí­a se consigue en Israel una organización militar estable. Más aún, según 1 Sam 8 es precisamente la necesidad de esta organización lo que tiene una función decisiva en la exigencia del pueblo de tener un rey.

De / David se recuerdan las guerras de expansión y de afianzamiento de las fronteras. En Israel hay entonces un cuadro militar fijo, que en caso de necesidad forma el entramado de un ejército más consistente, reclutado entre el pueblo. Así­ parece que es cómo funciona el aparato militar durante toda la monarquí­a.

Después de Salomón, los dos reinos que surgieron del cisma estarán frecuentemente en guerra, primero entre sí­ y luego contra enemigos exteriores o para reconquistar territorios perdidos. ‘Desde mediados del siglo Ix las principales guerras las sostendrán sobre todo grupos de pueblos aliados, entre ellos los dos reinos, en contra de los grandes imperios. Estos destruirán Samaria (721) y Jerusalén (587). Desde entonces no habrá ya un Estado con el que pueda identificarse la totalidad del pueblo de Israel.

c) Después del destierro. Con la destrucción de los dos reinos y con la deportación comienza la diáspora, primero por Mesopotamia y luego por el mundo helenista y romano. Sólo la fracción del pueblo que se quedó en Judea o regresó allá volverá a conocer, como protagonista, nuevos episodios bélicos: en tiempos de los asmoneos contra los seléucidas, y al principio de la era cristiana contra los romanos (67-70 y 132-135 d.C.).

En conclusión, en el conjunto de la historia del AT encontramos sobre todo guerras de conquista en tiempos de la entrada en Canaán y en tiempos de David. En la inmensa mayorí­a de los otros casos se trata, en diversos niveles, de guerras defensivas. Pero en ningún caso la guerra es considerada como legí­tima si hay en ella alguna indicación contraria por parte de Dios (cf Isa 7:1-17).

Junto con el dato militar y polí­tico vemos que figura siempre el aspecto religioso de los acontecimientos narrados, que es el único decisivo en su juicio.

2. EJERCITO, ARMAS, TECNICAS MILITARES. A la escasez y fragmentariedad de las noticias bí­blicas en cuestiones militares se añade en el área israelita la ausencia de material figurativo, que, por el contrario, abunda en otros lugares del Oriente antiguo.

El ejército. En el centro del marco estable de la organización militar a la que hemos aludido parece ser que, a partir de David, habí­a un cuerpo de mercenarios, reclutado entre israelitas y entre extranjeros (recuérdense los quereteos y los peleteos: 2Sa 8:18; 2Sa 15:18; 2Sa 20:7.23) al servicio directo del rey, y que constituí­an también su guardia personal. Se tiene noticia de mercenarios extranjeros hasta los tiempos de Ezequí­as (Anales de Senaquerib, en ANET, 287).

En los tiempos más antiguos, el nervio del ejército era la infanterí­a. Desde Salomón en adelante fue tomando mayor importancia el arma de los carros. Pero no parece que hubiera nunca un cuerpo de caballerí­a auténtica. En los momentos de emergencia se movilizaban los hombres válidos del pueblo. Pero no sabemos de qué manera se ejercitaban y cómo estaban distribuidos estos efectivos, más allá de la lógica subdivisión en grupos (de 1.000, 2Sa 100:50 y 10).

Las armas. También son escasas las informaciones que tenemos sobre las armas. Conocemos el nombre de algunas armas de ataque (hereb, espada; romah, lanza; hanit y .Ielah, jabalina; qelet, arco; bes, flecha; gela`, honda) y de protección (magen, escudo pequeño; sinnah, escudo grande; góba’ o kóba’, casco; .liryón o siryón, coraza, reservada especialmente a los combatientes montados en carros). No se tienen noticias sobre máquinas de guerra. Algunos han visto la catapulta en 2Cr 26:5; más probablemente se trata de un parapeto de madera adosado a las murallas para proteger a los combatientes de las flechas de los asaltantes.

Técnicas militares. Poco o nada sabemos de la estrategia y de la táctica que se usaba en Israel. Mayores noticias tenemos sobre las fortificaciones, debido ante todo a los numerosos descubrimientos arqueológicos, y sobre la guerra de asedio (cf 2Re 6-7 y 25), a la que la ley de Dt 20 reserva una larga exposición. La ciudad fortificada (ir) constituí­a también el refugio para las poblaciones campesinas en caso de invasión. Se habí­a prestado especial atención desde la época cananea (Meghiddo) al abastecimiento de agua.

El asedio se resolví­a o bien mediante la conquista (asalto, traición o atrayendo a los sitiados a campo abierto) o bien por la rendición (por hambre, a la que se uní­a muchas veces la peste). La más conocida entre todas en la historia de Israel es la caí­da de Jerusalén a manos de los caldeos (2Re 25 y Jer 39).

3. LAS CONSECUENCIAS DE LA DERROTA. La conclusión de la guerra conducí­a de todas formas (incluso con la rendición antes de que comenzasen las hostilidades) a la sumisión de la parte atacada, que, como mí­nimo, se veí­a obligada a pagar tributo y a la esclavitud (así­ los gabaonitas: Jos 9). Pero si la victoria se obtení­a combatiendo, las condiciones de los vencidos eran todaví­a más duras: saqueo, desmantelamiento de las fortificaciones, muerte de parte de la población, reducción a la esclavitud y, en los casos extremos, destrucción total de la ciudad y matanza de sus habitantes. Sin embargo, por parte de Israel, excepto en el caso de anatema o herem, no se practicó la matanza en masa de los vencidos (de los que se tomaban los esclavos) ni se les torturó al estilo de como solí­a ocurrir en la historia oriental antigua. Los imperios mesopotámicos practicaban comúnmente la deportación, en todo o en parte, de las poblaciones vencidas, sustituyéndolas muchas veces (como ocurrió con el reino del norte: 2Re 17:14-41) por otras poblaciones. De los deportados de Judá hay que decir que, aunque al comienzo del destierro pasaron por muchos apuros, nunca se vieron, sin embargo, tratados como esclavos.

III. EL ASPECTO RELIGIOSO DE LA GUERRA EN EL AT. En el mundo antiguo la guerra iba siempre unida a actos religiosos. Pero desde los orí­genes de Israel reviste un carácter particular de “guerra santa”, arraigado en la sustancia misma de la fe del pueblo, es decir, en su certeza de haber sido elegido por Dios con vistas a una misión única. Esto condicionará profundamente la historia del AT. Es verdad que con el paso de los siglos el carácter sacral de la guerra perderá algo de su fuerza original, sobre todo en el plano concreto. Pero seguirá estando muy vivo en el recuerdo de los hechos antiguos, como lo demuestra su influencia en la transmisión y sistematización de las tradiciones históricas y doctrinales. Luego será recordado repetidas veces en la enseñanza profética, revivirá en cierta medida en tiempos de los Macabeos y será recuperado de forma especial en la Regla de la guerra de Qumrán.

1. LA “GUERRA SANTA”. No hay ningún texto bí­blico especí­fico que nos presente un cuadro de conjunto de los elementos esenciales de la “guerra santa”. Pero podemos identificarlos en primer lugar a través de las narraciones relativas al perí­odo del desierto y de la conquista, la época de los jueces y comienzos de la monarquí­a y luego entre los presupuestos de numerosos pronunciamientos proféticos, sobre todo en cuestión de relaciones internacionales, así­ como en los indicios que se vislumbran en algunos textos poéticos, como los “cánticos” de Ex 15, Dt 34, Jue 5, la “epopeya” del Sal 68 o la del Sal 18 y otros textos o fragmentos singulares.

a) La fundamentación teológica. La doctrina de la “guerra santa” va í­ntimamente ligada a la experiencia frontal de Israel, es decir, a la llamada divina que lo constituye como “pueblo de Dios”. Se vincula, por consiguiente, a las grandes vocaciones fundamentales (Abrahán, Jacob, Moisés), encuentra sus primeras aplicaciones concretas en los hechos militares que acompañan la salida de Egipto y su base definitiva en los acontecimientos del Sinaí­, de los que la historia siguiente no será más que el desarrollo natural. Precisamente porque todo esto incluye un designio superior, del que Israel se sabe investido, las dificultades que impiden su supervivencia se verán, a la luz de este designio, como una resistencia que se opone a Dios mismo. Y las guerras dirigidas a derribar esa resistencia serán concebidas entonces, lógicamente, como “santas”: guerras “por” Dios y guerras “de” Dios; y esto no porque vayan dirigidas a propagar la fe (como la “guerra santa” del islam) o a defender inmediatamente la fidelidad religiosa (esto ocurrirá en parte solamente en tiempos de los Macabeos), sino porque se dirigen a garantizar la continuación de la vida del pueblo.
b) La implicación de Dios. Así­ pues, Israel combate en calidad de “pueblo de Dios” (Jue 3:13; Jue 20:2). Su ejército pertenece a Dios (Exo 14:41; lSam 7,26). Por consiguiente, no podrá entrar en batalla si no es “santificado”, es decir, si no está ritualmente “puro” (Jos 3:5; lSam 21,6; 2Sa 11:11), o sea, dispuesto a mantenerse en la presencia de Dios. En efecto, según la afirmación de Deu 23:13-15, Dios mismo “está en medio de tu campamento”. En virtud de esta presencia (efectiva y activa, como supone el nombre mismo de Yhwh) las guerras de Israel son guerras de Dios (lSam 18,17; 22,28) y su memoria se recogerá en un escrito -ahora perdido- que se titula “Libro de las guerras del Señor” (Núm 21:14). Por eso, antes de la campaña se le ofrecen sacrificios a Dios (1Sa 7:9; 1Sa 13:9.12); y puesto que él es el que decide el éxito, se le consulta (Jue 20:23.28; lSam 23,2.4).

El signo sensible de la presencia de Dios entre los suyos es el arca, que habí­a acompañado ya a la marcha por el desierto y en la entrada en Canaán. Núm 10:35-36 nos ha conservado el grito de guerra que acompañaba a la partida del arca al frente de su pueblo. En la batalla es Dios el que combate por los suyos (Jos 10:14.22), movilizando en su favor las fuerzas naturales (Jos 10:11; Jue 5:20) y sembrando entre los enemigos la confusión y el miedo.

2. LA VICTORIA. Una confirmación singular de esta forma de ver las cosas la tenemos en el vocabulario de “victoria”, que significativamente en hebreo coincide con el de “salvación”. No se ignora ciertamente el peso del valor (gebúrah), que a menudo se menciona junto con el “consejo”o la cordura (2Re 18:20; Isa 36:3; pero en Isa 11:2 el “consejo y el valor” figuran entre las caracterí­sticas del “espí­ritu del Señor’). En todo caso, sólo de la decisión de Dios depende que la guerra sea victoriosa, es decir, “tenga éxito” (raí­z slh: I Apo 22:12.15). La noción de “vencer” suele expresarse o con el pasivo de “ayudar” (`zr: I Apo 5:20) o más frecuentemente con el pasivo o el acusativo de ys’, “salvar”(Deu 20:4; 2Sa 8:6.14; Sal 20:7).

Este verbo y el nombre correspondiente Yesú `ah/tesú`ah indican en cada ocasión o la “salvación” en general (hasta la salvación mesiánica final) o aquel tipo especial de “salvación” que es la “victoria militar”: la aclamación (o mejor la invocación) dirigida a Dios por el rey es hósi`ahnna (“hosanna”), “¡salva!”, o sea “¡da(le) la victoria!”.

Lógicamente, si la victoria viene de Dios, a Dios pertenece también su resultado, la sumisión de los enemigos y el botí­n que se les ha arrebatado, que Dios puede reservar para sí­ o conceder a los combatientes. Aquí­ es donde se inserta el hecho de la destrucción sacral del enemigo, que, a pesar de chocar profundamente al alma cristiana, pertenece sin duda a la “guerra santa” según la concepción original de Israel.

3. EL “ANATEMA”. La raí­z hrm, de donde se deriva herem, “anatema”, indica la sustracción de una realidad del uso profano y su destino total e irreversible a la divinidad. La ley universal que afecta a este hecho sólo se formuló más tarde en Lev 27:28-29. Del conjunto de los casos históricos de herem se deduce que la aplicación del mismo fue más bien oscilante. De suyo implica el abandono a Dios de todos los frutos de la guerra, y supone, por tanto, la destrucción integral del enemigo y de todo lo que le pertenece en bienes y en personas. Pero los pasajes que tratan de ello son de diversa naturaleza y de distintas épocas. Se observa que los más radicales de ellos se refieren a hechos antiguos, pero pertenecen a textos de redacción más bien tardí­a (especialmente Dt y Jos). En concreto, el anatema se presenta normalmente como la ejecución de una orden divina (Deu 7:2; Deu 20:17; Jos 8:2; lSam 15,3), y sólo excepcionalmente como el cumplimiento de un voto (Núm 21:2). En teorí­a debe ser total (el caso de Jericó: Jos 6-7; la condena de Saúl por no haberlo ejecutado totalmente: ISam 15; el caso de la ciudad de Israel que reniegue del Señor: Deu 13:13-18). Pero de diversos textos se deduce que ya antiguamente su aplicación podí­a no ser integral (Núm 31:14-18; Deu 2:34-35; Deu 3:6-7; Jos 8:2.27; Jue 21:11).

Un juicio de conjunto equilibrado sobre los hechos más graves ha de tener presente, por un lado, la existencia del anatema entre otros pueblos del área cananea (estela de Mesa, lí­n. 17) y, por otro, la valoración profundamente negativa que los textos bí­blicos están de acuerdo en formular sobre esos pueblos y sobre su depravación (ya Gén 15:16, muchas veces los profetas, a menudo Dt). Así­ pues, por una parte, el anatema es una práctica bélica que Israel tení­a en común con el ambiente en que tení­a que vivir, y tení­a al parecer el valor de una defensa preventiva y total contra los enemigos que le acechaban, siempre dispuestos a ejercer una dura revancha; por otra parte, en su aplicación como acto definitivo de la “guerra santa”, era interpretado de forma unánime por la tradición israelita como un justo castigo reservado por Dios contra la impiedad y el libertinaje de las poblaciones de Canaán, que conocemos además por la documentación arqueológica y literaria descubierta en los últimos decenios.

IV. LA VIDA RELIGIOSA COMO “MILICIA”. La condena incondicionada de los enemigos de Israel como adversarios del plan de Dios forma parte de una visión global que, en el desarrollo religioso del pueblo, acaba abarcando todos los aspectos de la vida. De hecho el plan divino no afecta únicamente al conjunto del pueblo, sino también personalmente a cada uno de los israelitas en su conducta pública y privada, hasta lo más recóndito de su vida espiritual. Dios “escruta el corazón y las entrañas” (Sal 7:10; etc.). Por eso toda realidad que en cualquier nivel sea un obstáculo para la fidelidad religiosa es tratada como hostil, y toda persona o estructura humana que aceche contra ella es percibida como “enemiga” de Dios y del fiel.

1. EN EL PLANO. INDIVIDUAL. Así­ pues, es perfectamente coherente que toda la existencia humana, en su aspecto de esfuerzo dirigido a superar los obstáculos que se oponen a la fidelidad religiosa, se caracterice como “servicio militar” (cf Job 7:1; Job 14:14). Se trata de una variante notable del tema sapiencial general del sufrimiento del justo. La extensión de este tema en la literatura bí­blica tiene su ejemplo más conocido y evidente en el libro de los l Salmos (IV-V), que en todos sus textos, con poquí­simas excepciones, toca el problema del / mal a nivel fí­sico, social, psicológico y moral. Con muchí­sima frecuencia el mal es causado por personas, tratadas como “enemigos”. Pero a diferencia de lo que sucede en la lí­nea histórico-militar, donde los enemigos son normalmente extran’ jeros, en las tribulaciones de la vida ordinaria son los conciudadanos, e incluso los parientes y amigos. El caso se repite con frecuencia; pensemos en los pasajes autobiográficos y biográficos de / Jer (I, 1), en los amigos de / Job (III, 1-2) y, generalmente, en la denuncia profética de las injusticias entre los miembros del pueblo o en los salmos de lamentación o de súplica. Para dar voz a esta situación, muchos textos recurren al lenguaje militar (cf Sal 7:13-14), que tiene en ellos ciertamente un significado ante todo metafórico. Pero se trata de una metáfora que se desarrolla con coherencia consciente, tanto por lo que se refiere al fiel que combate y a los adversarios que le acosan como en lo que atañe a Dios, ayuda y defensa del fiel (baste la acumulación de términos militares en Sal 18:2-4). Pero todo esto entra en un cuadro mucho más amplio, que abarca toda la concepción bí­blica del hombre y de la historia. Y esto en dos direcciones. En proyección hacia el futuro véase la coherencia con que la intuición profética (junto a su desarrollo apocalí­ptico) y la reflexión sapiencial se atienen a este cuadro hasta su solución escatológica (intervención final de Dios en defensa de los fieles: Sab 5:13-23; cf el final de Dan). En proyección hacia el pasado recuérdese la manera con que esta misma intuición, al debatir el tema sapiencial tí­pico de la presencia del mal en el mundo, ve sus orí­genes en la intrusión de la “serpiente” y define su sentido mediante la ébah, la “enemistad” (raí­z ‘yb, que expresa la actitud del 73 yeb, “enemigo”, en sentido militar), que Dios establece para siempre entre la “serpiente” y el “linaje de la mujer” (Gén 3:1-15).

2. EN EL PLANO COMUNITARIO. La profundización de la conciencia religiosa y de los compromisos consiguientes se desarrolla bajo el impulso de la experiencia vital y de la doctrina profética, sobre todo en los perí­odos más crí­ticos de la historia del pueblo. Las derrotas y las invasiones enemigas mueven a valorar con más objetividad los males que las guerras llevan consigo y a estimar la paz más que la victoria, como se percibe en ciertos salmos de lamentación colectiva (Sal 44; 74; 79; 80) y más aún en la enseñanza mesiánica del primer Isaí­as (Isa 2:1-5; Isa 9:1-6; Isa 11:1-9).

El destierro, con todo lo que le precede y con todo lo que le acompaña, reviste sin duda una función decisiva en este itinerario de maduración espiritual. Efectivamente, se observa allí­ un innegable salto de cualidad, señalado especialmente por el Segundo y el Tercer Isaí­as. El pueblo ha perdido ya la unidad polí­tica que se habí­a confiado a una estructura humana, cuya existencia y continuidad tenga que ser defendida en el plano militar. La pérdida será definitiva. Pero esa pérdida libera de todos los estorbos materiales a la fidelidad religiosa, cambiando incluso la naturaleza de la lucha en su favor. Esta será siempre actual; pero cambia de nivel, estando dirigida ahora más a superar la tentación que proviene de la tribulación que a destruir fí­sicamente al enemigo del que procede esa tribulación. En este sentido es caracterí­stica la manera con que tratan los profetas la oposición entre ricos y pobres. Se enfrentarán contra ella no ya sublevando a los pobres contra los ricos, sino recurriendo al juicio superior de Dios, el único verdaderamente definitivo, y profundizando en la confianza en el Señor. Ello paradójicamente llevará a revalorar la misma tribulación, que de tentación pasa a ser arma vencedora; y la pobreza empezará a valorarse como demostración irrefragable de fidelidad religiosa, y por tanto como trámite privilegiado de salvación.

3. LA DIMENSIí“N ESCATOLí“GICA. En esta dialéctica religiosa purificada, los puntos de la historia en que resultan más peligrosos tanto el intento externo de absorción de la comunidad de Israel por parte de la cultura pagana ambiental como la tentación interna de dejarse absorber por ella se convierten en momentos fuertes de la acción educadora de Dios y en etapas de la gran maduración espiritual del pueblo. Esto se verifica varias veces en la historia, y, en particular, largamente en tiempos de la profecí­a clásica y de la lucha contra el sincretismo, reviviendo un perí­odo breve y luminoso en la edad helenista, que ve converger el intento seléucida de helenizar Judea con el influjo ejercido por la cultura helénica sobre la diáspora alejandrina. Se verifica entonces un doble movimiento: de llamada a la tradición del pasado (“leyes divinas” o “leyes patrias”: 2Ma 6:1; 2Ma 7:2.37; obra de Dios en la historia: Sab 10-19) y de fervorosa expectación del futuro. Por este camino se proyecta en el futuro último la lucha extrema de Dios en favor del pueblo, como ya se ha advertido (Sab 5:13-23; pero ya Ez 38-39, y en particular Dan 10-12, donde la guerra entre los seléucidas y los Lágidas se lee de forma cifrada como preanuncio de la guerra final; recuérdese también la literatura no canónica, de manera especial Qumrán y la Regla de la guerra).

La guerra escatológica, precisamente porque trasciende los lí­mites de la experiencia directa, se describirá a menudo de una forma fantástica, recurriendo a la escenografí­a de las antiguas teofaní­as. Pero más allá de los elementos figurativos, el mensaje transmitido por los textos está muy claro. Es la certeza de fe en la justicia del Dios salvador, al que corresponde la última palabra.

V. LA GUERRA EN EL NT. La palabra definitiva última y concreta de Salvación, en la lógica de la revelación bí­blica, no puede ser más que t Jesucristo y su l Iglesia, en los cuales y por los cuales se inaugura el “fin de los tiempos” (1Co 10:11; cf Heb 1:2). En torno a la persona y a la obra de Cristo se desarrolla y encuentra también su solución el tema de la guerra. La perspectiva dominante del NT es la religioso-espiritual, con una intensa acentuación escatológica, que no tiene por otra parte nada de unilateralidad. Pero tampoco está ausente el hecho militar, tratado en el plano simplemente humano.

1. LA GUERRA COMO ACONTECIMIENTO HUMANO. El NT, especialmente en los evangelios y en los Hechos, toca de diversas formas la presencia de la guerra, tratándola siempre como un hecho connatural a la condición humana concreta; y se sirve de ella con frecuencia como un término de comparación particularmente expresivo y comprensible. No discute nunca ni la necesidad de los ejércitos ni la conducta de los militares en el cumplimiento de sus funciones (cf Luc 3:14); incluso llega a registrar con absoluta indiferencia la presencia de los soldados de servicio junto a la cruz del Señor (Mat 22:27) y después de su muerte (Jua 19:33-34), o en función de carceleros de los discí­pulos (Heb 5:26; etc.). En la base de esta postura se encuentra con toda probabilidad un sentido bastante vivo de la necesidad de un orden estable en las relaciones humanas, garantizado por una autoridad capaz de imponerse eficazmente. Cabe pensar que es quizá este sentimiento el que inspira el pasaje tan discutido de Rom 13:1-7 sobre la función de las autoridades públicas y sobre la necesidad de estar sometidos a ellas.

Por otra parte, no faltan figuras singulares de soldados, especialmente oficiales, cuya rectitud y piedad se alaba públicamente: el centurión de Cafarnaún (Mat 8:5-10), el que confiesa por primera vez la divinidad de Jesús en el momento de su muerte (Mat 27:54), Cornelio y sus piadosos subalternos (He 10), Julio, “humano” con Pablo prisionero (He 27). Por eso serí­a inútil buscar en el NT el fundamento de una posición antimilitarista sin más. La solución de la antinomia entre el “evangelio de paz” (Efe 6:15; cf Luc 2:14; Heb 10:39; Efe 2:17) y la existencia histórica de la guerra se encuentra en un plano distinto. Efectivamente, está claro que para el NT las guerras entre los pueblos son un mal en sí­ mismas; por eso precisamente las cataloga al lado de otros desastres (terremotos, pestilencias, carestí­as: Luc 21:10-11), como signo del “comienzo de los dolores” (Mar 3:18) que preceden al “final” y que son ellos mismos sí­ntomas del mal verdadero que mina desde dentro a la humanidad.

2. LA GUERRA DEFINITIVA EN SENTIDO RELIGIOSO. En el choque frontal con este mal consiste precisamente la obra de Cristo, que continúa la Iglesia a través de los siglos. Connaturalmente, presentará las connotaciones de la guerra definitiva; destinada a destruir el reino del “prí­ncipe de este mundo” (Jua 12:31; Jua 14:30; Jua 16:11) y a establecer el “reino de Dios”, y por tanto la verdadera paz. El antiguo tema de la vida humana como “servicio militar” se vincula de este modo con el tema universal de la lucha final entre el bien y el mal, combatida por Dios a través de Cristo y desarrollada así­ dentro de la humanidad en favor de la humanidad y contra Satanás. Por consiguiente, en el NT tanto la vida terrena de Cristo como la vida de la Iglesia en el tiempo y la existencia de cada uno de los fieles se describen a la luz de la guerra definitiva o escatológica, aunque si bien no necesariamente, los textos acudan a los elementos descriptivos propios del género literario apocalí­ptico. El mismo libro del Apocalipsis, por otra parte, no hace más que proponer el tiempo de la Iglesia, es decir, la situación de la Iglesia en el tiempo, como la instauración del reino de Dios entre los hombres por obra del cordero inmolado, Cristo.

a) Cristo vencido y vencedor. La vida terrena de Jesús lleva a su cumplimiento la esencia misma de esta guerra, con la que él se enfrenta en todo su trágico significado, asumiendo enteramente su peso. No se trata de conquistar un reino humano (Jua 18:33-38), y Jesús no recurre a ningún método o medio humano de combate. La batalla se desarrolla a lo largo de una directriz inesperada, como un asalto unilateral de las fuerzas del mal (Heb 4:25-26; cf Sal 2:1-2) en contra del hombre Jesús, que, por su parte, no opone a ella ninguna resistencia y se deja avasallar humanamente por medio de una libre decisión (cf Jua 10:18; Heb 5:8). Pero por este camino él mismo es el primero en realizar una palabra suya: no preocuparse de los que pueden matar el cuerpo, pero luego no pueden hacer ya nada más (cf Luc 12:4-5). Y paradójicamente, al aceptar la muerte, agota e inutiliza toda la fuerza destructora de la muerte en su misma raí­z ontológica: el pecado como rebelión de la criatura humana contra la voluntad divina. En el Cristo muerto en la cruz se consuma la conformidad más perfecta de la voluntad del hombre con la voluntad de Dios, y de este modo en su resurrección vuelve a abrirse la fuente de la vida del hombre en Dios, que se habí­a cerrado voluntariamente en el Edén. Las fuerzas del mal quedan sometidas a Cristo y prisioneras de su triunfo (Col 2:15); el universo queda bajo sus pies, y él lo pone a los pies de Dios (cf ICor 15,23-28). Justamente en el Apocalipsis el Cristo cordero inmolado es proclamado soberano de la humanidad y de la historia, digno de compartir el reino con Dios Padre por toda la eternidad (Apo 5:9-10.12).

b) La vida cristiana como combate. La paz mesiánica, realmente inaugurada por la persona y por la obra de Cristo (Luc 2:14; Jua 14:27; Jua 16:33; cf Efe 2:14), no anula en la existencia temporal de la Iglesia y de cada uno de los fieles esa dialéctica de guerra que ya habí­a identificado el AT en la vida del hombre. Y lo demuestra incluso solamente el uso de la terminologí­a militar, atestiguado de varias maneras en los escritos del NT. La asociación de la Iglesia y del cristiano con Cristo prolonga en relación con ellos aquella misma violencia y odio que se opuso al mismo Cristo (Jua 15:1-21). En este sentido Pablo sobre todo recurre a menudo a un vocabulario propiamente militar (2Co 10:4; 1Ti 1:18; Flp 2:25), mencionando incluso las “armas” correspondientes (ITes 5,8). En particular, Efe 6:10-17 se extiende en el anuncio de una “lucha cuerpo a cuerpo” (palé) en contra del diablo y de sus secuaces, que hay que sostener con la fuerza de la “armadura de Dios”, de la que se mencionan los diversos elementos, en la vigilancia y en la oración incansables. Son las “armas de la justicia” (2Co 6:7), “no carnales” (2Co 10:4), las “armas de la luz” (Rom 13:12) que aseguran a la Iglesia y al cristiano la victoria a través de la paradoja que se realizó en Cristo; por eso, el triunfo pasajero del mal y del mundo (Apo 11:7-10) da finalmente paso a la resurrección y a la vida (Apo 11:11.12.15-18). Es la victoria que culmina en el “testimonio” o “martirio” ( Apo 12:10.12; Apo 14:1-5).

Junto a la perspectiva de combate y de guerra se sitúa, como para subrayar y profundizar este tema, la de la competición deportiva o agón, que aplicó Lucas a Cristo (agóní­a: Luc 22:44) y que Pablo utiliza con simpatí­a (1Co 9:24-27; lTim 6,12; 2Ti 4:7-8; cf Heb 12:1). En resumen, el combate no se dirige solamente hacia fuera, en contra de un asalto del ene., migo exterior, sino que se dirige también a la superación de los lí­mites y resistencias í­ntimas de cada persona humana, y busca una victoria que es también la superación de uno mismo en la tensión hacia la completa realización de la voluntad del Padre. Esto pone en acción una “virtus” que va bastante más allá del simple valor militar, y que no tiene su origen en la persona de los individuos, sino quees “fuerza de lo alto” (cf Luc 24:49), con la que el cristiano realmente “lo puede todo”, pero en aquel “que le conforta” (cf Flp 4:13).

c) El combate final. Mirando bien las cosas, el NT, aunque habla del “fin de los siglos” (1Co 10:11; l Pe 4,7; etc.), no lo separa nunca del tiempo de la Iglesia, que en realidad es ya la “última hora” (lJn 2,18), en la que la lucha final, inaugurada por Cristo y resuelta por lo que a él se refiere, sigue vigente. Es ésta la razón por la cual el NT, a pesar de que no ignora la perspectiva escatológica (discurso de Mt 24-25 y par; anuncio de la parusí­a: 1Ts 4:13-18; 2Ts 2:1-12; etc.), no presenta nada que pueda realmente compararse con la conflagración final, que era por el contrario tan familiar a la literatura I apocalí­ptica antigua. Lo que acecha a la humanidad no es una “guerra final” que vea alineados dos ejércitos contrarios para el choque decisivo. Por el contrario, la guerra está presente en estado endémico en todo nuestro tiempo, que es el tiempo final. Lo que nos acecha es más bien un “juicio”, del que las guerras históricas y sus rumores son un previo anunció (Mat 24:6); pero que tiene como protagonista solamente a Cristo, de cuya boca sale la “espada” de la decisión (Apo 1:16; Apo 2:12.16; Apo 19:15). El es el único guerrero que “juzga y lucha con justicia” (Apo 19:11), aun cuando en el campo contrario se hayan reunido muchos para el último asalto (Apo 20:7ss). Efectivamente, no existe comparación posible entre la compenetración de Cristo con todos los suyos (recuérdese el “permanecer en” en Jn) -por lo que en cada uno de ellos es él el que combate y vence- y las fuerzas que Satanás intenta reunir, pero que en realidad están divididas entre sí­ (cf la suerte de la “meretriz” en Ap 17), dominadas como están por el odio y por la desunión.

De este modo en el NT el “misterio del fin” (cf Mat 24:36), más que quedar revelado, sigue estando escondido, aunque se haya manifestado ya su éxito. Para la Iglesia en el tiempo y para cada uno de los cristianos que “milita” en la “buena milicia” (cf 1Ti 1:18) sosteniendo el “buen combate” de forma legí­tima, existe la seguridad de obtener la “corona” de la victoria, “que el último dí­a me dará el Señor, justo juez; y no sólo a mí­, sino también a todos los que esperan con amor su venida” (2Ti 4:6-8). No hay nada de “apocalí­ptico” en el sentido corriente de la palabra en todo el NT; el mismo libro del I Apocalipsis, con su anuncio de la llegada de la Jerusalén celestial entre los hombres y con el anuncio previo de la venida final de Cristo, sigue estando al final encerrado en una expectativa, y termina con la invocación del Espí­ritu y de la esposa para que se acelere la venida efectiva del esposo. Así­ se proyecta un rayo de paz sobre la suerte de la humanidad en Cristo, en el único en que se resuelve de verdad toda guerra.

BIBL.: BARROIS A.G., Manuel d’archéologie biblique 11, Picard, Parí­s 1953, 87-117; BAUERNFE1ND O., máchomai (combatiere), en GLNT VI, 1427-1432; pólemos (guerra), en GLNT X, 1235-1272; strateúomai (militare, guerreggiare), en GLNTXII, 1301-1344; CAZELLES H.-GRELOT P., Guerra, en LrON-DUFOUR X, Vocabulario de Teologí­a Bí­blica, Herder, Barcelona 198011, 369-373; CRAIGIE P.C., The Problem oJ War in the OT, Eerdmans, Grand Rapids 1972; FOERSTER W., echthrós (nemico), en GLNT III, 1305-1318; GANCHO G., Guerra, en Enciclopedia de la Biblia 111, Garriga, Barcelona 1964, 975-984; KRUSE H., Ethos victoriae in VT, en “VT” 30 (1952) 3-13.65-80. 143-153; MIcHL O., miséó (odiare), en GLNT VII, 321-352; MICHOUD H., VON ALLMEN J.J., Guerra, en Vocabulario Bí­blico, Marova, Madrid 1968, 131-135; OEPKE A., hóplon (arma), en GLNT VIII, 819-884; STAUFFER E., agün (combattimento), en GLNT I, 361-378; VAUX R. de, Instituciones del A. T., Herder, Barcelona 1964, 333-357; WOUDE A.S. Vander, Saba’ ejército, en DTMAT 11, 627-639.

N.M. Loss

P Rossano – G. Ravasi – A, Girlanda, Nuevo Diccionario de Teologí­a Bí­blica, San Pablo, Madrid 1990

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Bíblica

TEOLOGíA MORAL
SUMARIO
I. Distintas acepciones del término y anotaciones históricas.
II La guerra en el AT; en el NT y en los santos padres.
III. La teorí­a de la guerra justa y su progresiva aceptación en la cultura cristiana.
IV. Las posturas tomadas por el Vat. II y en las sucesivas intervenciones magisteriales.
V. Los problemas de la defensa en la conciencia civil y religiosa hoy.

I. Distintas acepciones del término y anotaciones históricas
Genéricamente, la guerra se define tomó conflicto armado entre sociedad y grupos organizados. Ahora bien, esta realidad violenta se ha llevado a cabo en la historia a través de las más diversas formas, a las que es necesario prestar atención a fin de evitar uní­vocos y asimilaciones incongruentes, sobre todo en la valoración moral.

Uno de los cambios más grandes en la concepción de la guerra ha tenido lugar con la formación de los Estados soberanos, “superiorem non agnoscentes” (que no reconocen autoridad superior a la suya propia). Mientras en la estructura imperial y en la communitas christiana la guerra era, por principio, injustificada -sólo estaba legitimada la guerra contra los enemigos externos de la comunidad-, el planteamiento comenzó a cambiar cuando, con la caí­da del imperio y el desmembramiento de la comunidad europea, cada Estado soberano ejerció la justicia por separado, erigiéndose en árbitro del ius ad bellum, es decir, del derecho prácticamente incensurable a declarar la guerra. En el ius in bello, en cambio, a medida que las costumbres fueron tomando cuerpo legal en el derecho internacional, se fueron aceptando determinados lí­mites para la declaración de hostilidades.

Otro salto cualitativo ha tenido lugar con la guerra total (puesta en acción en el segundo conflicto mundial) y, sobre todo, en el conflicto nuclear. La capacidad destructora absolutamente inédita de las armas atómicas (y, aunque en grado inferior, de las armas bacteriológicas, quí­micas y geofí­sicas) pone en peligro por primera vez en la historia la vida de toda la humanidad, suprime por completo la distinción entre beligerantes y no beligerantes (fundamental en el derecho internacional) y hace de la guerra algo absolutamente sin parangón con los conflictos precedentes; en común sólo existe el nombre, mientras que la realidad es cualitativamente diferente. De aquí­ la exigencia, sentida al uní­sono -por la conciencia laica y cristiana, de afrontar la cuestión de la guerra y de la paz con mentalidad absolutamente nueva (cf GS 81 y declaraciones de Einstein N. Bobbio y de la ONU).

El fenómeno de la guerra ha sido muy estudiado (también por los teólogos), y hoy las ciencias humanas lo afrontan desde distintas vertientes y contribuyen a obtener una mejor comprensión tanto de las constantes como de las profundas variables del fenómeno, de los orí­genes psicológicos, sociales, polí­ticos, económicos y religiosos de los conflictos, así­ como de las diferentes variantes de guerra: guerra entre Estados, guerra civil, guerra revolucionaria, guerrilla, guerras de liberación…, y de otros tipos de conflicto que sólo metafóricamente se pueden denominar guerra, por cuanto en ellos no se da violencia armada: guerra económica, psicológica, frí­a, ideológica y similares.

II. La guerra en el AT, en el NT y en los santos padres
En el AT se habla de guerra con gran frecuencia, y el propio lenguaje militar (incluso en los escritos del NT) se usa en sentido traslaticio para designar la lucha contra el mal y el maligno. Toda la historia de Israel está marcada por hechos de armas; menos frecuentes en la época de los patriarcas -tal vez, a juicio de algunos expertos, también como consecuencia de una “desmilitarización” de la narración-, adquieren notable importancia en la fase de la conquista de Canaán (cf Jos 1-12) y en el perí­odo monárquico. Inicialmente se trataba de guerras de expansión, mientras que, después de la división de los reinos del norte y del sur, asistimos a guerras de defensa hasta la destrucción de Samaria (721 a. C.) y de Jerusalén (587 a.C.). Conflictos posteriores tienen el carácter de guerras de defensa y de liberación. Toda guerra legí­tima tiene para Israel el carácter de guerra santa; es Dios, en efecto, quien combate en favor de su pueblo; o, en otra perspectiva, es Israel quien combate las batallas del Señor contra sus enemigos. Pero a menudo la guerra es vista como castigo que, por medio de pueblos extranjeros, inflige Dios a su pueblo para inducirle a un cambio de ruta. En todo caso, la guerra legí­tima no está en contraste con el ideal del shalom, de la paz rica y densa que domina el horizonte de la alianza [l Paz y pacifismo II].

Merece una alusión el cherem o anatema, explicado en un libro bastante tardí­o del AT (cf Lev 27:28-29). Aplicado en su integridad, el cherem comporta el dejar para Dios la totalidad del botí­n y, por consiguiente, el exterminio total de los enemigos y de sus pertenencias. Los pasajes que narran episodios del género (Jos 6-7 y 1 Sam 15) y la ley deuteronómica que conmina con el cherem a la ciudad de Israel que reniegue del Señor (Deu 13:13-18) son textos que, a juicio de los expertos, representan una relectura teológica de la historia antigua, por lo que existen serios motivos de duda respecto a la ejecución histórica de este exterminio sagrado. Puede consultarse la amplí­sima bibliografí­a que N. Lohfink aduce en favor de esta opinión y su exhaustivo análisis de los diversos estratos que componen el Pentateuco (El Dios de la Biblia y la violencia, 112-152).

Los escritos neotestamentarios no afrontan la cuestión, debatida en la Edad Media cristiana, utrum bellum sit semper peccatum? (¿es siempre pecado la guerra?): “El conflicto bélico entre pueblos y Estados no está aprobado expresamente y por principio en ningún texto como posibilidad de la que se pueda tomar la responsabilidad moral; por ejemplo, como medida extrema necesaria. Pero, y esto puede sorprender todaví­a más e incluso defraudar a muchos cristianos, tampoco es condenado expresamente y por principio como pecado y explicado como sugestión de Satanás” (A. VOGTLE, La paz, 31).

Se ha querido ver en Luc 22:36-38 una justificación de la autodefensa armada: “Pues ahora…, el que no tenga espada, que venda su manto y la compre… Ellos dijeron: -Señor, aquí­ hay dos espadas. Les contestó: -¡Basta ya!” Este “basta” representa una brusca interrupción del diálogo, que no se puede interpretar ni como invitación a hacer uso de la espada ni como prohibición de hacer uso de ella. Con todo, el carácter radical del sermón del monte en lo referente al “no matar” y el inédito mandamiento de amar a los enemigos (cf Mat 5:2122), unidos ala praxis de no violencia (activa) de Jesús con culminación en los dí­as de la pasión, cuando él rechaza todo uso de la fuerza e impone envainar la espada (cf Jn 18, l0s), expresan claramente la exigencia de un cambio profundo en las relaciones humanas marcadas por la triste dialéctica de violencia y contraviolencia. Con todo, la enseñanza y la praxis de Jesús sobrepasan la cuestión de la legitimidad o no de la defensa armada y, en opinión bastante generalizada entre biblistas y teólogos de la moral, no hay que entenderlas de manera legalista, como normas inmediatas de comportamiento.

Tampoco en las primeras generaciones cristianas encontramos una toma de postura directa acerca de la guerra y su prevención. Entre los factores explicativos de esta actitud suelen señalarse los siguientes: intensa espera de la parusí­a; imposibilidad de ejercer influencia polí­tica; los beneficios de la pax romana incluso en orden a la evangelización; no obligatoriedad del servicio militar tanto en tiempo de paz como en tiempo de guerra.

Con posterioridad, las situaciones cambian y, consiguientemente, encontramos intervenciones explí­citas y prácticas diferentes, cuando el servicio militar se hace obligatorio y los emperadores imponen actos de culto a su persona. No pocos cristianos rechazan tanto el militare (prestar servicio militar) como el bellare (combatir), afrontando incluso el martirio. Resulta emblemática al respecto la passio de san Maximiliano, considerado como el primer objetor de conciencia al servicio militar y la expresión más clara de una corriente pacifista muy rigurosa, que condenaba ese servicio en base al mensaje y a la naturaleza del cristianismo. En las provincias orientales del imperio más expuestas a las incursiones de los partos y de otros pueblos limí­trofes, no faltan, sin embargo, cristianos que forman parte del ejército y van también a la guerra. En Grecia, en cambio, en el Oriente helení­stico y en el ífrica cristiana maduran reflexiones orgánicas y prácticas más coherentes con el ideal evangélico de la paz y de la no violencia.

Junto al testimonio de los mártires y en conexión orgánica con él encontramos los escritos de Clemente Alejandrino, Orí­genes, Tertuliano, Cipriano, Arnobio y Lactancio prohibiendo al cristiano no sólo gestos idolátricos y comportamientos inmorales (como el asalto y el robo), sino también verter la sangre del hermano faltando a los imperativos del sermón de la montaña. En lo tocante al deber de defenderse del agresor injusto, piden por lo general a los cristianos que lo cumplan sirviéndose del arma extraordinariamente eficaz de la oración, que aleja las guerras y protege de todo tipo de enemigos. También en Roma y en el resto de Europa vinculado con Roma, aunque la proximidad relativa a la sede imperial induzca a una mayor moderación, la reflexión teológica de los padres y la práctica de los cristianos se muestran bastante concordes en rechazar la guerra y sus violencias y en poner lí­mites rí­gidos al servicio militar. Significativos al respecto son los testamomos de Ireneo y, todaví­a más, las normas de Hipólito Romano prohibiendo absolutamente al soldado cristiano ejercer la violencia y matar por la razón que sea, a la vez que excluyen drásticamente del catecumenado a quienes optan voluntariamente por el servicio militar.

III. La teorí­a de la guerra justa y su progresiva aceptación en la cultura cristiana
El que el emperador se hiciera cristiano y que, por consiguiente, la defensa del imperio coincidiera con la defensa de la fe y de la Iglesia explica, al menos en parte, las diferentes posturas existentes en la práctica y en la reflexión cristianas en el tema de la guerra [l Paz y pacifismo III].Las contingencias históricas no permiten ya limitarse a la oración para poder sostener las justas batallas del imperio: la renuncia al militare (prestar servicio militar) y también al Mellare (combatir) significarí­an renuncia a la defensa de la fe y, de la unidad eclesial. De esta intención -histórica y teológica a la vez- surge la famosa teorí­a de la guerra justa, cuyos propósitos eran la legitimación y la limitación de los conflictos armados. Su paternidad se hace remontar a san Ambrosio y, en particular, a san Agustí­n, aunque habrí­a que retrotraerse aún más hasta los estoicos y Platón.

En lo que respecta a Agustí­n, hay que señalar que éste no renuncia en absoluto al gran planteamiento evangélico sobre la paz, la cual sigue siendo la finalidad de la propia guerra. Con notable reticencia explica Agustí­n que, en determinadas circunstancias, la guerra, es decir, la defensa armada contra otros -pero nunca la autodefensa violenta- puede ser moralmente lí­cita: 0 deberá, en primer lugar, ser decidida por quien detente la autoridad: quedan, pues, excluidas las pequeñas guerras. entre personas privadas; D en segundo lugar, antes del recurso a las armas deberán haberse intentado todos los medios pací­ficos de solución del conflicto (la guerra es, pues, extrema ratio); O además, en la guerra justa deberán evitarse comportamientos inmorales, como robos, rapiñas, masacres, profanaciones y cosas similares; O por último, dado que la paz constituye la finalidad de la guerra, no deberá buscarse el aniquilamiento del enemigo ni la conquista de ventajas materiales y, menos aún, abusar de la victoria.

Respondiendo ala pregunta utrum bellum sit semper peccatum, santo Tomás afirma que se da la excepción cuando coexisten las siguientes condiciones: -autoridad del prí­ncipe que declara la guerra; -causa justa, que supone culpa moral grave en el agresor, por la que debe ser castigado; -intención recta, es decir, tendencia ética al restablecimiento de la justicia y de la paz (S. Th., II-II, q. 40).

Posteriormente, con el surgimiento de los Estados soberanos, como ya ha quedado indicado en el apartado I, la teorí­a de la guerra justa tiende a laicizarse. Ya con F. de Vitoria (1483-1546) la lógica de la cristiandad es sustituida por el interés supremo de la nación, y la guerra se convierte en un medio legí­timo para reparar una injusticia, incluso en la eventualidad de que el agresor no se sienta culpable y se considere con derecho a llevar a cabo su acción. A diferencia pues, de lo que pensaban Agustí­n y Tomás, la guerra es justa por ambas partes (cf Ch. MELLON, Los cristianos ante la guerra y la paz, 111).

De Vitoria plantea la cuestión de la guerra en el plano del derecho natural, el cual viene a constituir una plataforma universal de encuentro, común a cristianos y no cristianos, a musulmanes y a indios de los nuevos territorios conquistados. -A las cláusulas tradicionales de legitimación y limitación de la guerra, F. de Vitoria añade una de gran importancia: el bien común del mundo y de la cristiandad; si una guerra daña a este bien de manera relevante, esa guerra es inmoral. -Hay que afirmar lo mismo si los males provocados por la guerra superan a aquellos a los que se quiere poner reparo. Queda así­ enunciado el principio de proporcionalidad -hoy frecuentemente invocado para deslegitimar la guerra total y la guerra nuclear-, un criterio al que, unos años después, F. Suárez (15481617) añadirá el de probabilidad de victoria. Por último, De Vitoria recalca con mucho vigor: la prohibición de matar intencionadamente (o “directamente’ a los inocentes, es decir, a los no beligerantes, cláusula que será fundamental en el ius belli o derecho internacional de guerra.

Con el nacimiento de este derecho y el reforzamiento del Estado soberano, el bien común termina por identificarse con el fin de cada Estado individual, el cual no reconoce una instancia superior. Las causas “justas” de guerra se amplí­an hasta tal extremo de que, en la práctica, la guerra se puede hacer -según el derecho- por cualquier razón que quiera el prí­ncipe. Al súbdito le queda prohibida toda valoración o cuestionamiento de la decisión de aquél.

Los cristianos se adaptaron a este modo de entender la teorí­a (y la práctica) de la guerra justa; ajuicio de los historiadores, en efecto, no hay constancia de que la Iglesia, aun condenando en lí­neas generales los horrores de la guerra, haya condenado una en concreto como injusta ni de que haya impuesto a los cristianos la no participación. A pesar de haber desempeñado el papel histórico de limitar los conflictos y de mantenerlos dentro de un cierto ámbito, la teorí­a de la guerra justa revela, en opinión común hoy, muchos puntos débiles: -presupone el carácter inorgánico de la sociedad internacional y, por consiguiente, vale sólo en la hipótesis de falta de una autoridad superior a la del Estado, como han subrayado fuertemente el padre Taparelli de Azeglio (1793-1862) y, en tiempos más cercanos a nosotros, Y. de la Briére y L. Sturzo; -además, concede excesivo crédito al “prí­ncipe” y quita al “súbdito” la posibilidad de un juicio crí­tico-profético (cf V. GALATI, La guerra `prácticamente” imposible, 22-23).

Hay que señalar, sin embargo, que la teorí­a de la guerra justa no agota la práctica de la Iglesia en orden a la limitación de las consecuencias negativas de los conflictos: -baste recordar las normas de la paz y de la tregua de Dios existentes en la alta Edad Media, las cuales, a pesar de no haber sido siempre observadas, ponen de manifiesto la voluntad de contener los conflictos, excluyendo a determinadas personas y a determinados tiempos de sus efectos perversos. -Tampoco se debe olvidar que, aun sin negar validez a las teorí­as vigentes, surgen en la Iglesia movimientos, como el franciscanismo, que se oponen en la práctica a las cruzadas (reediciones de la guerra santa, en las que quedan superados los mismos lí­mites laboriosamente elaborados por la teorí­a de la guerra justa). -Debe tenerse en cuenta la actuación desarrollada en Haití­ por los padres dominicos -yen particular por Bartolomé de las Casas (14741566)- para desenmascarar la injusticia de las guerras de colonización, que muchos justificaban, bien por considerar que los indios no tení­an derecho a poseer, bien por motivos de fe: “ut melius Pides eis suadeatur” (para que se les pueda inculcar mejor la fe), como afirmaba el teólogo Sepúlveda (cf E. CHIAVACCI, El cristianismo y la guerra, en AANV., Guerra y paz…, 208).

Junto a estas páginas positivas existen otras que hoy muchos cristianos quisieran que jamás se hubieran escrito: cruzadas, guerras contra herejes y guerras de religión. Salvo pocas excepciones, las comunidades cristianas se hicieron, por desgracia, cada vez más prisioneras de la lógica de la soberaní­a nacional, y ni siquiera el hecho de que la religión haya desencadenado tanta violencia durante tres siglos de guerras contra el islam y durante casi otros tantos de guerras entre naciones cristianas parece haber suscitado serias perplejidades.

IV. Las posturas tomadas por el Vat. II y en las sucesivas intervenciones magisteriales
El giro conciliar tiene precedentes a partir de Benedicto XV hasta la Pacem in terris, de Juan XXIII. El 1 de agosto de 1917 el papa Benedicto, a quien un análisis histórico más atento está rescatando hoy del olvido, calificó a la primera guerra mundial de “masacre inútil”, y más adelante de “matanza que deshonra a Europa” y de absurdo genocidio de sus valores culturales. Su imparcialidad, la asistencia caritativa universal, unidas a la condena de la guerra y del reclutamiento obligatorio, instauran un movimiento de pensamiento y de acción, que, en simbiosis con otros factores histórico-culturales, desembocará en la actual experiencia de los cristianos.

Tampoco los papas siguientes a Benedicto se demostraron blandos con la guerra; las condiciones tiajicionales para su legitimación, recordadas por ellos, son tan serias `que resulta siempre más difí­cil pensar que puedan darse en las actuales circunstancias., Pí­o XII, el primer papa que tuvo que ver con la guerra total, los terrorí­ficos bombardeos de Coventry y los genocidios atómicos de Hiroshima y Nagasaki, proclama que, incluso en caso de legí­tima defensa, debe quedar absolutamente desterrado, como si de un crimen ante Dios se tratara, el uso de armamento cuya potencia destructiva supere la posibilidad de control humano, y elimina de raí­z la distinción entre beligerantes y no beligerantes (cf Alocución del 30 de septiembre de 1954, en “AAS” 46 [1954] 589; Mensaje de navidad del 24 de diciembre de 1954, en “AAS” 45 [1955] 15ss).

Sin embargo, el precedente más significativo de la doctrina conciliar hay que buscarlo en la Pacem in terris, de Juan XXIII (1963), que abre realmente en la Iglesia un perí­odo nuevo acerca del modo de afrontar los problemas de la guerra y, sobre todo, de la paz, de la misma manera que la Rerum novarum, de León XIII abrió un periodo nuevo en la cuestión social. Entre “los signos de los tiempos” a los que la encí­clica pide que se preste atención está la aspiración a la paz, de la que el documento traza las lí­neas maestras, y el hecho simultáneo de que la guerra en la era atómica es considerada por muchos como absolutamente inadmisible y nunca debe ser vista como instrumento de justicia; una perspectiva semejante de guerra está “fuera de la racionalidad”. “Quare aetate hac nostra quae vi atomica gloriatur, alienum est a ratione, bellum iam aptum esse ad violata iura sarcienda” (En una época como la nuestra, que se glorí­a de la energí­a atómica, está fuera de la racionalidad pensar que la guerra sea un instrumento apto para restaurar los derechos violados: Ench Val 2,43). El enorme eco que suscitó entonces este documento es señal clara de que la gente percibió su carga innovadora y profética y de la perfecta sintoní­a que aquellas páginas demostraban con las aspiraciones de todos los hombres de buena voluntad, a los que se dirigí­a por primera vez un texto magisterial.

La indicación del papa Juan XXIII halló acogida, aunque con dificultades, en la constitución Gaudium el spes. Este texto comienza significativamente con una teologí­a de la paz de inspiración bí­blica, positiva y dinámica. Aun sin ignorar los conflictos que desgarran a la humanidad marcada por el pecado (cf n. 79), la GS presenta el objetivo de una reconciliación a perseguir sin cesar, en una hora de grave, más aún, sumo peligro, en estrecha colaboración con la justicia y el amor universal (cf n. 80ss). Además, en el documento (n. 80) encontramos dos condenas claras e inapelables: la primera, referida a las armas nucleares, y la otra, a toda acción bélica que comporte masacre indiscriminada: “Las condenas son tajantes y no dejan mucho espacio interpretativo: bajo ninguna condición, por ello mismo ni siquiera bajo ataque nuclear, resultan moralmente justificables tales acciones” (E. CHIAVACCI, El cristianismo y la guerra 209).

A juicio de algunos intérpretes de la GS, en el documento conciliar no aparece ya la doctrina de la guerra justa, siendo sustituida por la llamada a alegí­tima defensa, la cual, conceptualmente, difiere profundamente de la antigua teorí­a, que contemplaba en su larga historia una gama cada vez más amplia de legitimaciones de la intervención armada. Al contrario, según doctrina comúnmente aceptada por los teólogos moralistas, para que pueda darse legí­tima defensa es necesaria una agresión actual injusta, ala que es lí­cito oponerse, pero no en todo caso y a cualquier precio, sino únicamente en el ámbito de una estricta proporcionalidad entre el bien o los bienes que se quieren defender y el mal que se ocasiona o que razonablemente se prevé ocasionara la comunidad mundial.

La GS, con todo, aun habiendo formulado una dura condena contra la estrategia “anti-ciudad” (n. 80) y contra la guerra total (mismo número), no llega a condenar la posesión de armas nucleares. “Los padres conciliares hacen la observación de que la acumulación de armas sirve, de forma ciertamente insólita, para disuadir a eventuales adversarios’ y constatan prudentemente que `esto es considerado por muchos como el medio más eficaz para asegurar hoy una cierta paz entre las naciones'(GS 81)” (Ch. MELLON, o.c., I51). Este punto constituye hoy motivo de discusión y de disenso incluso en la más reciente enseñanza magisterial.

No siendo posible, por razones de espacio, examinar de manera detallada la enseñanza de los pontí­fices Pablo VI y Juan Pablo II en este tema de la guerra y de la legí­tima defensa, ofrecemos la sí­ntesis propuesta por Ch. Mellon (o.c. 153-154).

“1. La capacidad destructiva de la guerra moderna, con la que la humanidad podrí­a poner fin a la propia historia, impone limitar a sólo el caso de guerra defensiva la legitimidad del recurso a las armas. Incluso entonces quedan incondicionalmente prohibidos el ataque deliberado contra los no-combatientes y el empleó de medios `desproporcionados
2. La disuasión mediante `el equilibrio del terror’ no fundamenta ni una paz verdadera ni una paz estable. Es, con todo, `moralmente aceptable’ en las actuales circunstancias, a condición de que constituya una etapa en la ví­a del desarme y de que no sirva de pretexto a una pugna por la supremací­a. La tregua que ofrece debe ser aprovechada para encontrar otros métodos de regulación de los conflictos.

3. La carrera de armamentos debe ser condenada como `un peligro, una injusticia, un robo, un error, una culpa o una locura’ (La Santa Sede y el desarme, 1976: EnchVat 5, 1990-2024).

4. El esfuerzo esencial debe tender a la construcción de la paz: justicia internacional, respeto de los derechos de la persona, construcción de una comunidad mundial dotada de una verdadera autoridad sobre los Estados”.

V. Los problemas de la defensa en la conciencia civil y religiosa hoy
Aun siendo totalmente contraria a la guerra, la gente, que incluso parece haber adquirido una cierta “conciencia nuclear”, no está dispuesta a renunciar a la defensa por miedo a un eventual agresor (exterior o también interior) que pueda poner en grave peligro los valores en los que se sustenta la convivencia pací­fica. Dado que las personas no están acostumbradas a otra hipótesis de defensa que no sea la militar armada, muestran propensión a aceptar ésta en los términos habituales y a valorarla dentro de los esquemas corrientes de eficacia y de seguridad. Por ello mismo encuentran a menudo crédito quienes atacan a los movimientos pacifistas por considerarlos una renuncia al “sagrado” deber de defender los valores que dan sentido al vivir y al convivir humanos. Y como medios adecuados se señalan la disuasión nuclear y la misma guerra nuclear, con tal c)ue ésta se desarrolle “en un teatro limitado”. Si ciertamente debe juzgarse del todo irracional la destrucción mutua asegurada porque se cierra con la derrota y la aniquilación de los contendientes, no se debe pensar lo mismo de una guerra “limitada” y necesaria para eliminar al “enemigo”.

La defensa representa un punto central y una fuente de opiniones divergentes incluso para la reflexión teológico-moral y, como ya se ha dicho, para la enseñanza magisterial. Hoy los moralistas católicos son bastante unánimes en la condena ética de la carrera de armamentos, que engulle enormes cantidades de recursos sustraí­dos a las necesidades primarias del tercer mundo y de las franjas de pobreza todaví­a existentes incluso en las áreas del bienestar. Son también unánimes en el rechazo del uso indiscriminado de la fuerza nuclear y de armas nucleares y convencionales que superen el principio de proporcionalidad y en la aceptación de los lazos existentes entre la superación de las lógicas de la guerra y la paz, la justicia, el desarrollo y la liberación. Se advierten, sin embargo, divergencias en lo concerniente a as formas de pacifismo que parecen desatender el principio de legí­tima defensa, a ciertas formas de objeción de conciencia [/Objeción y disenso] y, en particular, a la disuasión nuclear.

Una corriente teológica, que podrí­amos calificar de fundamentalista, sostiene que la aceptación, aunque sea condicionada, de la disuasión nuclear pone en peligro la credibilidad de la Iglesia, la sinceridad de su testimonio y de su plena confianza en Dios, con claudicaciones, de naturaleza idolátrica en el fondo, a la defensa nuclear. Los partidarios de esta posición cuestionan, en un plano moral, los fundamentos evangélicos de la autodefensa violenta, sea ésta individual o colectiva, y, en concreto, rechazan la defensa nuclear como intrí­nsecamente perversa, consideran la disuasión como ocasión próxima de pecado y niegan la posibilidad de distinguir, siempre bajo el perfil ético, la amenaza (seria) de un arma nuclear de su uso; para ser creí­ble, el que amenaza debe estar dispuesto a activar el instrumento de terror.

Otros teólogos parten del hecho de que el equilibrio nuclear ha evitado el choque nuclear entre las superpotencias y que, por tanto, la disuasión nuclear puede aceptarse como un mal menor, tolerable ad tempus o, en última instancia, considerarla como una forma de no violencia.

Se indica, por último, que mientras no se logre la certeza o, mejor, la verdad ética inexpugnable, no puede imponerse deontológicamente ninguna lí­nea de comportamiento; debe respetarse la libertad de conciencia tanto de los que optan por la no violencia activa y la defensa no militar alternativa como de los que consideran todaví­a necesarios el ejército y la defensa armada y rechazan, por lo tanto, la hipótesis de un desarme unilateral.

También en los numerosos documentos, algunos bastante voluminosos, emanados en los años ochenta de un gran número de conferencias episcopales se observa el mismo problema de conciencia en lo referente al punto central de la defensa. El El documento de los obispos americanos es de los más explí­citos en la condena de la guerra nuclear y afirma con toda claridad “la obligación moral de desarrollar lo antes posible estrategias de defensa no nuclear”. Esto no quita que, aun subrayando las cláusulas restrictivas, los obispos terminen aceptando la no inmoralidad de la disuasión nuclear, aunque con el compromiso ético de no hacer nunca uso de ella. 0 En general, los obispos demuestran gran simpatí­a por los métodos no violentos, pero en nombre de una consideración realista de las situaciones consideran todaví­a necesaria la defensa de tipo militar; esto, escriben los obispos alemanes, “es en último análisis una consecuencia derivada de la debilidad de la persona, que hace necesaria la defensa ante la injusticia. Aceptar la fuerza militar como componente de la polí­tica de seguridad no está en oposición con la exigencia de regular los conflictos sin el empleo de la fuerza. Sobre todo hoy, ella debe estar al servicio de esta finalidad” (Resultado de la justicia será la paz, 4.3.1). O Más decididos aún son los obispos franceses en el documento Ganarla paz. Sin desconocer la metodologí­a y el espí­ritu de la no violencia, reafirman, sin embargo, la exigencia de la defensa militar y la legitimidad de la disuasión nuclear, interpretando muy ampliamente las cláusulas restrictivas enunciadas por el papa Juan Pablo II en un mensaje a la ONU (14 de junio de 1982). En un mundo en el que el hombre sigue siendo lobo para el hombre, convertirse en cordero puede significar provocar al lobo. El documento afirma, además, que el ideal de la no violencia propuesto por el sermón de la montaña no puede transferirse sic et simpliciter del plano ético individual al socio-polí­tico. 0 Resulta significativo el hecho de que, como consecuencia de algunas reacciones muy fuertes a este documento, la comisión francesa Justitia et Pax y una comisión de la federación protestante de Francia elaboraran el documento conjunto titulado Construir la paz, en el que se afronta con mayor elasticidad el grave problema “defenderse, ¿hasta dónde?”: se afirma que amenaza y uso de la fuerza nuclear tienen la misma cifra ética negativa (cf”El Reino Doc.” 11 [19851365-368).

En temas de guerra y de superación tanto de la ideologí­a del enemigo como de la absoluta necesidad de la defensa armada están surgiendo, como signo de madurez de una conciencia ética diferente, movimientos de inspiración católica o interconfesional que propugnan i objeciones de conciencia, estrategias y tácticas no violentas como serias alternativas a la defensa militar y a la insurrección revolucionaria violenta. Aun sin negar en abstracto la legitimidad de una rebelión armada, cuando todos los medios pací­ficos se hayan demostrado negativos en sus resultados y siempre en el caso de una dictadura duramente opresora de los derechos fundamentales de la persona y de los grupos, en concreto -como así­ lo ha reconocido también el segundo documento sobre la teologí­a de la liberación (22 de marzo de 1986, n. 79: cf “El Reino Doc.” 9 [1971] 271)-una resistencia popular no violenta, bien organizada y preparada, que comprometa a toda la población, ofrece hoy mayores posibilidades de éxito que la violenta, expuesta como está al riesgo de reacciones igualmente violentas, de instrumentalización por parte de otras potencias y a la tendencia, difí­cilmente controlable e impuesta por la lógica de la eficacia, a incrementar el uso de las armas.

Por último, no son pocos quienes piensan que actualmente las organizaciones no gubernamentales, que buscan conocer las raí­ces económico-sociales de los conflictos y prevenirlos con intervenciones adecuadas, inspiran más confianza a la opinión pública que las propias grandes organizaciones internacionales, que se proponí­an la prevención de las guerras, pero que por múltiples razones, incluso estructurales, no han logrado impedir las muchas guerras y los muchos millones de muertos que han marcado los cuarenta años siguientes al segundo conflicto mundial.

[/Derechos del hombre; /Homicidio y legí­tima defensa; /Objeción y disenso; /Paz y pacifismo].

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G. Mattai

Compagnoni, F. – Piana, G.- Privitera S., Nuevo diccionario de teologí­a moral, Paulinas, Madrid,1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Moral

Situación hostil que va acompañada de acciones destinadas a subyugar o aniquilar a quien se considera enemigo. En hebreo existen varias palabras que se relacionan con la guerra. Una de ellas proviene del verbo raí­z qa·ráv, cuyo significado primario es †œacercarse†, es decir, acercarse para luchar. El nombre griego pó·le·mos significa †œguerra†, y el verbo stra·téu·o proviene de una raí­z que hace alusión a un ejército acampado.
La Biblia dice que Nemrod †œsalió [de su tierra] para Asiria† —lo que se entiende como una agresión contra el territorio de Asur, el hijo de Sem—, donde edificó ciudades. (Gé 10:11.) En los dí­as de Abrahán, Kedorlaomer, rey de Elam, subyugó varias ciudades (al parecer todas las que estaban alrededor del extremo meridional del mar Muerto) por un perí­odo de doce años. Cuando los habitantes de esas ciudades se rebelaron, Kedorlaomer y sus aliados guerrearon contra ellos, derrotaron a las fuerzas de Sodoma y Gomorra, tomaron sus posesiones y capturaron a Lot, el sobrino de Abrahán, junto con toda su casa. Ante eso, Abrahán reunió a 318 siervos adiestrados y junto con sus tres aliados persiguió a Kedorlaomer y consiguió recobrar a los cautivos y todo el botí­n, si bien no retuvo para sí­ nada del botí­n. Este es el primer registro de una guerra librada por un siervo de Dios. El que Abrahán guerreara para liberar a otro siervo de Jehová tuvo Su aprobación, pues a su regreso Melquisedec, sacerdote del Dios Altí­simo, lo bendijo. (Gé 14:1-24.)

Guerras decretadas por Dios. Jehová es †œpersona varonil de guerra†, †œel Dios de los ejércitos† y †œpoderoso en batalla†. (Ex 15:3; 2Sa 5:10; Sl 24:8, 10; Isa 42:13.) Como Creador y Soberano Supremo del universo, no solo tiene el derecho de ejecutar o autorizar la ejecución de los desaforados y de guerrear contra todos los obstinados que rehúsan obedecer sus justas leyes, sino que, además, la justicia le obliga. Por lo tanto, Jehová obró con justicia al destruir a los inicuos en el Diluvio, a Sodoma y Gomorra y a las fuerzas de Faraón. (Gé 6:5-7, 13, 17; 19:24; Ex 15:4, 5; compárese con 2Pe 2:5-10; Jud 7.)

Dios utiliza a Israel como brazo ejecutor. Jehová asignó a los israelitas el deber sagrado de ser su brazo ejecutor en la Tierra Prometida en la que les habí­a introducido. Antes de su liberación de Egipto ellos no habí­an conocido el arte de la guerra. (Ex. 13:17.) Al dirigir victoriosamente a Israel contra †œsiete naciones más populosas y más fuertes† que ellos, Dios engrandeció su nombre como †œJehová de los ejércitos, el Dios de las lí­neas de batalla de Israel†. Esto demostró que †œni con espada ni con lanza salva Jehová, porque a Jehová pertenece la batalla†. (Dt 7:1; 1Sa 17:45, 47; compárese con 2Cr 13:12.) También les dio a los israelitas la oportunidad de demostrar su obediencia a los mandatos de Dios hasta el extremo de arriesgar la vida en guerras decretadas por Dios. (Dt 20:1-4.)

Se prohí­be guerrear para ampliar las fronteras marcadas por Dios. Dios prohibió estrictamente a Israel que guerrease para conquistar más territorio del que se le habí­a concedido o atacase a una nación sin habérselo mandado. No tení­a que contender con las naciones de Edom, Moab o Ammón. (Dt 2:4, 5, 9, 19.) Sin embargo, como con el tiempo esas naciones atacaron a los israelitas, se vieron obligados a guerrear en defensa propia. En esos casos tuvieron la ayuda de Dios. (Jue 3:12-30; 11:32, 33; 1Sa 14:47.)
Cuando en el perí­odo de los jueces el rey de Ammón intentó justificar su agresión contra Israel acusándole falsamente de anexionarse territorio ammonita, Jefté rebatió su argumento aludiendo a hechos históricos. Por eso, Jefté luchó contra sus agresores, basándose en el principio de que †˜todo aquel a quien Jehová nuestro Dios desposee de delante de nosotros es al que nosotros desposeeremos†™. Jefté no entregarí­a a un intruso ni un centí­metro de la tierra que Jehová le habí­a dado. (Jue 11:12-27; véase JEFTE.)

Guerra santificada. Antiguamente se acostumbraba a santificar a las fuerzas combatientes antes de entrar en batalla. (Jos 3:5; Jer 6:4; 51:27, 28.) Durante la guerra, los combatientes de Israel, incluso los no judí­os (por ejemplo, Urí­as, el hitita, que probablemente era un prosélito circunciso), tení­an que permanecer limpios en sentido ceremonial. Durante las campañas militares no estaban permitidas las relaciones sexuales, ni siquiera con la esposa. Por esta razón las prostitutas no seguí­an al ejército de Israel. Además, el mismo campamento tení­a que mantenerse limpio de contaminación. (Le 15:16, 18; Dt 23:9-14; 2Sa 11:11, 13.)
Cuando era necesario castigar al Israel infiel, a los ejércitos extranjeros que llevaban la destrucción se les consideraba †˜santificados†™, en el sentido de que Jehová los habí­a †˜apartado†™ para la ejecución de sus justos juicios. (Jer 22:6-9; Hab 1:6.) De manera similar, Jehová llamó a las fuerzas militares (principalmente los medos y los persas) que destruyeron a Babilonia: †œMis santificados†. (Isa 13:1-3.)
Debido a la avidez de los falsos profetas de Israel, se dijo que †˜santificaban la guerra†™ contra cualquiera que no contribuyese para su sustento. Con una actitud santurrona, alegaban que Dios aprobaba sus actos de opresión, entre los que figuraban la persecución e incluso muerte de profetas verdaderos y siervos de Dios. (Miq 3:5; Jer 2:8; Lam 4:13.)

Reclutamiento. Jehová mandó que se reclutase para servicio militar a los varones fí­sicamente capacitados de Israel de veinte años de edad para arriba. Según Josefo, serví­an hasta los cincuenta años (Antigüedades Judí­as, libro III, cap. XII, sec. 4). Se rechazaba a los tí­midos y cobardes porque las guerras de Israel eran guerras de Jehová, y quienes manifestasen una fe débil y fuesen temerosos podí­an debilitar la moral del ejército. Por otra parte, estaban exentos del servicio militar los hombres que habí­an terminado de edificar una casa y no la habí­an estrenado o los que habí­an plantado una viña y no habí­an tomado de su fruto. Estas exenciones se basaban en el derecho que tení­a un hombre de disfrutar del fruto de su trabajo. El recién casado estaba exento por un año. De esta manera se le concedí­a tiempo para tener un heredero y conocerlo. Con estas provisiones, Jehová demostró su interés y consideración por la familia. (Nú 1:1-3, 44-46; Dt 20:5-8; 24:5.) Como los levitas serví­an en el santuario, se les eximí­a de prestar servicio militar, lo que mostraba que para Jehová el bienestar espiritual del pueblo era más importante que la defensa militar. (Nú 1:47-49; 2:32, 33.)

Leyes respecto al ataque y asedio de las ciudades. Jehová dio instrucciones a Israel en cuanto al procedimiento militar a seguir en la conquista de Canaán. Las siete naciones de Canaán mencionadas en Deuteronomio 7:1, 2 tení­an que ser exterminadas totalmente, incluyendo a las mujeres y los niños. Sus ciudades tení­an que ser dadas por entero a la destrucción. (Dt 20:15-17.) Según Deuteronomio 20:10-15, a otras ciudades primero se las advertí­a y se les estipulaban las condiciones para un acuerdo de paz. Si la ciudad se rendí­a, se perdonaba la vida a sus habitantes y se les obligaba a hacer trabajos forzados. El poder rendirse con la seguridad de que se les perdonarí­a la vida y no se violarí­a ni acosarí­a a sus mujeres, era un incentivo para que capitulasen ante el ejército de Israel y evitaran mucho derramamiento de sangre. Si la ciudad no se rendí­a, se mataba a todos los varones para evitar el riesgo de una posterior sublevación. A †œlas mujeres y los niñitos† se les dejaba con vida. Las †œmujeres† a las que se hace referencia en este relato eran sin duda ví­rgenes, pues en Deuteronomio 21:10-14 se dice que cuando un israelita escogí­a como esposa a una cautiva de guerra, ella tení­a que llorar a sus padres, no a su esposo. Además, tiempo antes, cuando Israel derrotó a Madián, se le dijo especí­ficamente que solo tení­a que perdonar la vida a las mujeres ví­rgenes. El mantener con vida solo a las ví­rgenes protegerí­a a Israel de la adoración falsa y posiblemente de contraer enfermedades venéreas. (Nú 31:7, 17, 18.) (En cuanto a lo justo del decreto de Dios contra las naciones cananeas, véase CANAíN, CANANEOS [Israel conquista Canaán].)
Los árboles frutales no debí­an cortarse para obras de asedio. (Dt 20:19, 20.) Los caballos del enemigo eran desjarretados durante el ardor de la batalla para incapacitarlos y luego se les daba muerte. (Jos 11:6.)

No todas las guerras de Israel fueron justas. Cuando Israel se hizo infiel, se vio envuelto en conflictos que no eran más que luchas por el poder. Este fue el caso de los enfrentamientos de Abimélec contra Siquem y Tebez en el tiempo de los jueces (Jue 9:1-57), y la guerra de Omrí­ contra Zimrí­ y Tibní­ que le permitió apoderarse del trono del reino de diez tribus. (1Re 16:16-22.) Además, en lugar de confiar en que Jehová los protegerí­a de sus enemigos, los israelitas empezaron a confiar en el poder militar, los caballos y los carros de guerra. Por eso, en el tiempo de Isaí­as, el paí­s de Judá estaba †œlleno de caballos† y †œno [habí­a] lí­mite para sus carros†. (Isa 2:1, 7.)

Estrategia y tácticas de guerra de la antigüedad. A veces se enviaban espí­as para explorar el lugar antes del ataque. Estos espí­as no tení­an el propósito de provocar disturbios, rebeliones o movimientos subversivos. (Nú 13:1, 2, 17-19; Jos 2:1; Jue 18:2; 1Sa 26:4.) Se utilizaban llamadas especiales de trompeta para reunir a las fuerzas militares, emitir una llamada de guerra y dar una señal de acción unida. (Nú 10:9; 2Cr 13:12; compárese con Jue 3:27; 6:34; 7:19, 20.) En ocasiones las fuerzas se dividí­an y se desplegaban a fin de atacar desde los flancos o para tender emboscadas o trampas. (Gé 14:15; Jos 8:2-8; Jue 7:16; 2Sa 5:23, 24; 2Cr 13:13.) Hubo por lo menos una ocasión en que, por orden de Jehová, se colocó en la vanguardia de las fuerzas armadas a cantores que ofrecí­an alabanza a Dios. Aquel dí­a Dios luchó por Israel, poniendo en confusión al campamento del enemigo y haciendo que se mataran unos a otros. (2Cr 20:20-23.)
El combate se libraba principalmente cuerpo a cuerpo, hombre contra hombre. Se utilizaban diversas armas: espadas, lanzas, jabalinas, flechas, piedras de honda, etc. Durante la conquista de la Tierra Prometida, Israel no cifró su confianza ni en los caballos ni en los carros, sino más bien en el poder salvador de Jehová. (Dt 17:16; Sl 20:7; 33:17; Pr 21:31.) Posteriormente, los ejércitos de Israel empezaron a utilizar caballos y carros, al igual que los egipcios y otros pueblos. (1Re 4:26; 20:23-25; Ex 14:6, 7; Dt 11:4.) Algunos ejércitos extranjeros contaban con carros de guerra armados con hoces de hierro que salí­an de sus ejes. (Jos 17:16; Jue 4:3, 13.)
Las tácticas bélicas cambiaron durante el transcurso de los siglos. Por lo general, Israel no se concentró en desarrollar armas ofensivas, aunque dio considerable atención a la fortificación. El rey Uzí­as de Judá se hizo famoso por haber hecho †œmáquinas de guerra, invención de ingenieros†, cuya misión principal era la defensa de Jerusalén. (2Cr 26:14, 15.) Los ejércitos asirios y babilonios se destacaron especialmente por sus muros de asedio y terraplenes, por los que se hací­an subir torres con arietes para atacar la parte más elevada y débil del muro de la ciudad. En lo alto de estas torres se colocaban arqueros y honderos. Además de las torres, se empleaban otras máquinas de asedio, como las gigantescas catapultas. (2Re 19:32; Jer 32:24; Eze 4:2; Lu 19:43.) Al mismo tiempo, los defensores de la ciudad intentaban resistir el ataque con la ayuda de arqueros y honderos y la de sus soldados, que arrojaban teas desde los muros y las torres y desde las catapultas que se hallaban en el interior de la ciudad. (2Sa 11:21, 24; 2Cr 26:15; 32:5.) Cuando se asaltaban fortificaciones amuralladas, una de las primeras cosas que intentaban hacer los invasores era cortar el suministro de agua de la ciudad, mientras que la ciudad amenazada de sitio solí­a cegar las fuentes de agua de los alrededores a fin de que no las usasen los atacantes. (2Cr 32:2-4, 30.)
Los vencedores también cegaban los pozos y los manantiales de la zona y esparcí­an piedras sobre el suelo, incluso en algunas ocasiones sembraban el suelo de sal. (Jue 9:45; 2Re 3:24, 25; véanse ARMAS, ARMADURA; FORTIFICACIONES.)

Jesús predijo la guerra. Jesús, hombre de paz, dijo que †œtodos los que toman la espada perecerán por la espada†. (Mt 26:52.) A Pilato le dijo que si su Reino hubiese sido de este mundo, sus servidores habrí­an luchado para evitar que fuese entregado a los judí­os. (Jn 18:36.) Sin embargo, predijo que debido a que Jerusalén lo habí­a rechazado como el Mesí­as, sufrirí­a asedio y desolación, durante la cual sus †œhijos† (habitantes) serí­an †˜arrojados al suelo†™. (Lu 19:41-44; 21:24.)
Poco antes de su muerte, Jesús pronunció profecí­as que aplicaban a aquella generación y también al tiempo en que comenzara su presencia en el poder del Reino: †œVan a oí­r de guerras e informes de guerras; vean que no se aterroricen. Porque estas cosas tienen que suceder, mas todaví­a no es el fin. Porque se levantará nación contra nación y reino contra reino†. (Mt 24:6, 7; Mr 13:7, 8; Lu 21:9, 10.)

Cristo guerrea como †œRey de reyes†. La Biblia revela que el resucitado Señor Jesucristo, a quien su Padre ha concedido †˜toda autoridad en el cielo y sobre la tierra†™, participará en una guerra para destruir a todos los enemigos de Dios e introducirá paz eterna, como indica su tí­tulo †œPrí­ncipe de Paz†. (Mt 28:18; 2Te 1:7-10; Isa 9:6.)
El apóstol Juan tuvo una visión de lo que ocurrirí­a después del entronizamiento de Cristo en el cielo. En el Salmo 2:7, 8 y 110:1, 2 se habí­a profetizado que el Hijo de Dios †˜le pedirí­a que le diese naciones por herencia suya†™, y que como respuesta Jehová le enviarí­a para †˜ir sojuzgando en medio de sus enemigos†™. (Heb 10:12, 13.) La visión de Juan describió una guerra en el cielo, en la que Miguel (Jesucristo [véase MIGUEL núm. 1]) conducirí­a a los ejércitos celestiales en una guerra contra el dragón, Satanás el Diablo, como resultado de la cual el Diablo y sus ángeles serí­an arrojados a la Tierra. Esta guerra se peleará inmediatamente después del †˜nacimiento de un hijo, un varón†™, que iba a pastorear a todas las naciones con vara de hierro. (Rev 12:7-9.) Luego se oyó una voz fuerte en el cielo que anunció: †œÂ¡Ahora han acontecido la salvación y el poder y el reino de nuestro Dios y la autoridad de su Cristo […]!†. Este anuncio trajo gran consuelo y gozo entre los ángeles, pero para la Tierra fue presagio de problemas y hasta guerras, pues la voz siguió diciendo: †œÂ¡Ay de la tierra y del mar!, porque el Diablo ha descendido a ustedes, teniendo gran cólera, sabiendo que tiene un corto espacio de tiempo†. (Rev 12:10, 12.)
Después que se arrojó a Satanás a la Tierra, los siervos terrestres de Dios, el resto de la †˜descendencia de la mujer†™, †œlos cuales observan los mandamientos de Dios y tienen la obra de dar testimonio de Jesús†, llegaron a ser el blanco principal del Diablo. Satanás inició una guerra contra ellos, que consistió tanto en un conflicto espiritual como en verdadera persecución, y hasta llegó a la propia muerte en el caso de algunos. (Rev 12:13, 17.) Los capí­tulos siguientes (13, 17–19) describen los agentes e instrumentos que Satanás utiliza contra ellos, así­ como la victoria de los santos de Dios bajo su Caudillo Jesucristo.

†œLa guerra del gran dí­a de Dios el Todopoderoso.† El capí­tulo 19 de Revelación nos da una visión de la mayor guerra de toda la historia humana, algo que sobrepasa cualquier otra cosa que el hombre haya presenciado. Al comienzo de la visión se la llama †œla guerra del gran dí­a de Dios el Todopoderoso†. En orden de batalla contra Jehová y el Señor Jesucristo como Comandante del ejército de Dios (las huestes celestiales), se hallan †˜la bestia salvaje y los reyes de la tierra y sus ejércitos†™ simbólicos, reunidos en el campo de batalla por †œexpresiones inspiradas por demonios†. (Rev 16:14; 19:19.) No se representa a ningún siervo terrestre de Dios tomando parte en el combate. Por el contrario, los reyes de la Tierra †œcombatirán contra el Cordero, pero, porque es Señor de señores y Rey de reyes, el Cordero los vencerᆝ. (Rev 17:14; 19:19-21; véase HAR-MAGEDí“N.) Después de la lucha, se atará a Satanás por mil años, †˜para que no extraví­e más a las naciones hasta que se terminen los mil años†™. (Rev 20:1-3.)
Cuando concluya esta guerra, la Tierra disfrutará de paz durante mil años. El salmo declara a este respecto, †œ[Jehová] hace cesar las guerras hasta la extremidad de la tierra. Quiebra el arco y verdaderamente corta en pedazos la lanza; quema los carruajes en el fuego†. Este salmo tuvo su primer cumplimiento cuando Dios trajo paz a la tierra de Israel al destruir los instrumentos de guerra del enemigo. Pero una vez que Jesucristo derrote a los instigadores de la guerra en Har-Magedón, se disfrutará de paz completa y satisfaciente hasta la extremidad de esta esfera terrestre. (Sl 46:8-10.) Finalmente, las personas favorecidas con vida eterna serán las que habrán batido †œsus espadas en rejas de arado y sus lanzas en podaderas† y que no habrán †˜aprendido más la guerra†™. †œPorque la boca misma de Jehová de los ejércitos lo ha hablado.† (Isa 2:4; Miq 4:3, 4.)

La amenaza de guerra habrá terminado para siempre. La visión de Revelación pasa a mostrar que al final de los mil años se soltará a Satanás el Diablo de su prisión en el abismo y de nuevo inducirá a muchos a luchar contra los que permanezcan leales a Dios. Pero no se les hará ningún daño, porque †˜descenderá fuego del cielo†™ y devorará a estos enemigos; así­ se hará desaparecer para siempre toda amenaza de guerra. (Rev 20:7-10.)

El guerrear cristiano. Aunque el cristiano no guerrea de una manera fí­sica contra sangre y carne (Ef 6:12), sí­ participa en una guerra, una lucha espiritual. El apóstol Pablo explica la guerra que se produce dentro del cristiano entre †œla ley del pecado† y †œla ley de Dios†, o †˜la ley de la mente†™ (la mente cristiana que está en armoní­a con Dios). (Ro 7:15-25.)
Debido a que esta guerra es muy intensa, el cristiano tiene que esforzarse muchí­simo para salir victorioso. Sin embargo, puede confiar en que logrará la victoria gracias a la bondad inmerecida de Dios mediante Cristo y a la ayuda del espí­ritu de Dios. (Ro 8:35-39.) Jesús dijo en cuanto a esta lucha: †œEsfuércense vigorosamente por entrar por la puerta angosta† (Lu 13:24), y el apóstol Pedro aconsejó: †œSigan absteniéndose de los deseos carnales, los cuales son los mismí­simos que llevan a cabo un conflicto [o: †œestán prestando servicio militar† (stra·téu·on·tai)] en contra del alma†. (1Pe 2:11, Int; compárese con Snt 4:1, 2.)

Contra espí­ritus inicuos. Además de guerrear contra la ley del pecado, el cristiano tiene una pelea contra los demonios, quienes se aprovechan de las tendencias de la carne a fin de tentar al cristiano para que peque. (Ef 6:12.) En esta lucha los demonios también inducen a los que están bajo su influencia para que tienten o se opongan y persigan a los cristianos en un esfuerzo por quebrantar su integridad a Dios. (1Co 7:5; 2Co 2:11; 12:7; compárese con Lu 4:1-13.)

Contra enseñanzas falsas. El apóstol Pablo también habló de una guerra que tanto él como sus compañeros estaban librando al desempeñar su comisión como personas nombradas para cuidar de la congregación cristiana. (2Co 10:3.) La congregación de Corinto habí­a sufrido la mala influencia de hombres altivos a quienes Pablo llamó †œapóstoles falsos†, que causaban divisiones y sectas en la congregación porque atribuí­an indebida importancia a personas. (2Co 11:13-15.) En realidad, se convirtieron en seguidores de hombres, tales como Apolos, Pablo y Cefas. (1Co 1:11, 12.) Los miembros de la congregación se volvieron carnales, perdiendo el punto de vista espiritual de que estos hombres tan solo representaban a Cristo y que unidamente serví­an para el mismo propósito. (1Co 3:1-9.) Veí­an a sus hermanos en la congregación †˜según lo que eran en la carne†™, es decir, de acuerdo con su apariencia, habilidades innatas, personalidades, etc., en vez de verlos como hombres espirituales. No percibí­an que el espí­ritu de Dios estaba actuando en la congregación y que lo que lograban hombres como Pablo, Pedro y Apolos era gracias al espí­ritu de Dios y para Su gloria.
Por lo tanto, Pablo se sintió impelido a escribirles: †œEn verdad ruego que, estando presente, no use del denuedo con aquella confianza con que estoy contando tomar medidas denodadas contra algunos que nos valoran como si anduviéramos según lo que somos en la carne. Porque aunque andamos en la carne, no guerreamos según lo que somos en la carne. Porque las armas de nuestro guerrear no son carnales, sino poderosas por Dios para derrumbar cosas fuertemente atrincheradas. Porque estamos derrumbando razonamientos y toda cosa encumbrada que se levanta contra el conocimiento de Dios; y ponemos bajo cautiverio todo pensamiento para hacerlo obediente al Cristo†. (2Co 10:2-5.)
Pablo escribió a Timoteo, a quien habí­a dejado en Efeso para cuidar de la congregación: †œEste mandato te encargo, hijo, Timoteo, de acuerdo con las predicciones que condujeron directamente a ti, que por estas sigas guerreando el guerrear excelente; manteniendo la fe y una buena conciencia†. (1Ti 1:18, 19.) Timoteo no solo tení­a que enfrentarse con la carne pecaminosa y la oposición de los enemigos de la verdad, sino que también tení­a que luchar contra la infiltración de falsas doctrinas y contra los que querí­an corromper la congregación. (1Ti 1:3-7; 4:6, 11-16.) Esta acción protegerí­a a la congregación de la apostasí­a que Pablo sabí­a que surgirí­a una vez que los apóstoles desaparecieran. (2Ti 4:3-5.) Por consiguiente, Timoteo se iba a enfrentar a una verdadera lucha.
Pablo pudo decirle a Timoteo: †œHe peleado la excelente pelea, he corrido la carrera hasta terminarla, he observado la fe†. (2Ti 4:7.) Pablo habí­a mantenido su fidelidad a Jehová y Jesucristo demostrando una conducta correcta y desempeñado bien su servicio frente a la oposición, el sufrimiento y la persecución. (2Co 11:23-28.) Además, habí­a cumplido con la responsabilidad que su puesto como apóstol del Señor Jesucristo conllevaba, luchando por mantener a la congregación cristiana limpia y sin mancha, como una virgen casta, y como †œcolumna y apoyo de la verdad†. (1Ti 3:15; 1Co 4:1, 2; 2Co 11:2, 29; compárese con 2Ti 2:3, 4.)

La ayuda material de Dios al cristiano. Con relación a la lucha del cristiano, Dios ve a su siervo como un soldado que le pertenece, por lo que le provee las cosas materiales necesarias. El apóstol razona sobre la autoridad de alguien que sirve como ministro de otros: †œ¿Quién es el que jamás sirve de soldado a sus propias expensas?†. (1Co 9:7.)

Los cristianos y las guerras de las naciones. Los cristianos siempre han mantenido estricta neutralidad en las guerras de las naciones y de los grupos o facciones de cualquier clase. (Jn 18:36; 1Co 5:1, 13; Ef 6:12.) Para ver ejemplos en cuanto a la actitud de los cristianos primitivos a este respecto, véase EJERCITO (Los llamados cristianos primitivos).

Otros usos. La canción que entonaron Barac y Débora tras la victoria sobre el ejército de Jabí­n, el rey de Canaán, contiene un detalle que pone de relieve un principio: †œEllos [Israel] procedieron a escoger dioses nuevos. Fue entonces cuando hubo guerra en las puertas†. (Jue 5:8.) Tan pronto como abandonaron a Jehová por la adoración falsa, empezaron a tener dificultades y sus enemigos llegaron a las mismas puertas de sus ciudades. Por ello, el salmista declaró: †œA menos que Jehová mismo guarde la ciudad, de nada vale que el guarda se haya quedado despierto†. (Sl 127:1.)
Salomón escribió en Eclesiastés 8:8: †œNo hay hombre que tenga poder sobre el espí­ritu para restringir el espí­ritu; […] ni hay licencia alguna en la guerra†. En el dí­a de su muerte una persona no puede retener el espí­ritu o fuerza de vida e impedir que regrese a Dios, su Dador y Fuerza, para así­ vivir más tiempo. La humanidad moribunda no puede evitar que la muerte le alcance. Tampoco puede librarse, mediante esfuerzos humanos, de la guerra que su enemigo la Muerte libra contra ella sin hacer excepciones. El hombre pecaminoso no puede hacer que otro hombre como él le sustituya en la muerte y de esta manera librarse de ella. (Sl 49:6-9.) La única liberación posible se debe a la bondad amorosa de Jehová por la mediación de su hijo Jesucristo. †œAsí­ como el pecado reinó con la muerte, así­ mismo también la bondad inmerecida reinara mediante la justicia con vida eterna en mira mediante Jesucristo nuestro Señor.† (Ro 5:21.)

Fuente: Diccionario de la Biblia

Supario: 1. La guerra en el Oriente antiguo y en la Biblia: 1. El fondo cultural común: a) El dato mitológico; b) Reflejo en el mundo bí­blico; 2. EltemadelaguerraenlaBiblia.il. Laguerra en la historia del ??-.?. Los acontecimientos bélicos: a) Los comienzos, b) Desde David hasta el destierro, c) Después del destierro; 2. Ejército, armas, técnicas militares; 3. Las consecuencias de la derrota. III. El aspecto religioso de la guerra en eIAT: 1. La †œguerra santa†: a) La fundamentación teológica, b) La implicación de Dios; 2. La victoria; 3. El †œanatema†. IV. La vida religiosa como †œmilicia†: 1. En el plano individual; 2. En el plano comunitario; 3. La dimensión escatológica. V. La guerra en el NT: 1. La guerra como acontecimiento humano; 2. La guerra definitiva en sentido religioso: a) Cristo vencido y vencedor, b) La vida cristiana como combate, c) El combate final.
1186
1. LA GUERRA EN EL ORIENTE ANTIGUO Y EN LA BIBLIA.
En la doctrina bí­blica el tema de la guerra no comprende solamente el choque violento entre hombres o grupos humanos y los problemas que de allí­ se derivan. Se utiliza además para interpretar el sentido profundo de la vida humana en la tierra; por eso, tanto la historia universal como la vida de los individuos se ven como un terreno en el que chocan el bien y el mal, poniendo enjuego no sólo la suerte última de la humanidad y de cada individuo humano, sino también la suerte última del universo que, según la Biblia, sólo existe en función del hombre. Una visión semejante tiene raí­ces complejas, que se deben en parte a la cultura común del Oriente antiguo y a la forma especial con que los libros de la Biblia utilizan algunos de sus materiales, pero que principalmente afectan a la sustancia de la fe de Israel.
1187
1. El fondo cultural comün.
La cultura del antiguo Oriente coloca la lucha en la base de la existencia del universo y de la humanidad.
1188
a) El dato mitológico.
La interpretación mí­tica, politeí­sta y tenden-cialmente panteí­sta de los grandes fenómenos naturales y de las fuerzas que allí­ entran en acción encuentra su sí­ntesis en la interpetación de la cosmogoní­a como resultado de la guerra entre divinidades primordiales monstruosas, que personifican a los elementos constitutivos del cosmos: recordemos el poema Enuma el ls (ANET, 62-70). Las guerras históricas entre los pueblos se concebirán, por consiguiente, como una continuación del tiempo de la guerra cósmica, haciendo intervenir continuamente a las divinidadesAsupremas de los diversos pueblos.
1189
b) Reflejo en el mundo bí­blico.
La Biblia, aunque conserva como material expresivo, especialmente en las partes poéticas, ciertas resonancias de los mitos (Leviatán, Rajab: Sal 74,14; Sal 89,11), rechazó drásticamente la base misma de la concepción de la guerra cósmica primordial, en virtud de su fundamento monoteí­sta y creacionista: los grandes elementos del universo son criaturas, instrumentos dóciles en las manos del Creador (Am 9,4; Sal 104,26). La misma visión del desarrollo de la humanidad dentro de una perspectiva de lucha entre el bien y el mal es totalmente distinta de la concepción pagana, que ve en las guerras humanas el choque entre divinidades opuestas. Por eso mismo, la vinculación con la cultura común se queda, ante todo, en un nivel de imagen, sin afectar en nada a la sustancia de la doctrina religiosa.

1190
2. EL TEMA DE LA GUERRA EN LA Biblia.
En los libros bí­blicos el tema de la guerra se trata en un doble plano: el de los acontecimientos, que comprende los aspectos humanos del fenómeno guerra (lo trataremos tanto desde el ángulo histórico- polí­tico como desde el histórico-arqueológi-co), y el religioso. Este último descubre ante todo la intervención de Dios y de su providencia en la trama de los acontecimientos, especialmente de los que tocan a Israel; pero más allá de éstos, y dentro de la estructura de la obra divina de salvación, descubre una dialéctica de guerra (combate, asechanzas), en la que se enfrentan no ya los elementos cósmicos o las divinidades concretas, sino Dios mismo y el †œadversario† (Satanás), que no sin motivo es presentado como †œla serpiente† (Gn 3,1-15; Ap 12,9; Ap 20,10). En esta guerra el hombre no puede limitarse a ser objeto pasivo de la contienda. Necesariamente tiene que tomar posición. Si, sobre la base de la fe en Dios señor de la historia, también las guerras humanas de Israel se conciben como dominadas o dirigidas por Dios, esto se debe a la doble convicción de que todos los acontecimientos humanos (y también, por tanto, los acontecimientos militares) están bajo el dominio de Dios, y que los acontecimientos de Israel en particular entran en el desarrollo del plan especial de Dios para con él.
Obsérvese, finalmente, que el tema de las guerras a nivel histórico sólo se trata en el AT (historia †œsagrada†, pero también historia de una nación entre las naciones), mientras que el punto de vista religioso, aunque presente de forma clara en el AT, es prácticamente el único que desarrolla el NT (que no se refiere ya a una †œnación†™, sino a toda la humanidad salvada: Ap 5,9).
1191
II. LA GUERRA EN LA HISTORIA DEL AT.
El asentamiento de Israel en Canaán y la colocación de esta región en el punto de paso obligado entre las áreas de influencia mesopotámica y egipcia explican la frecuencia de las guerras en la historia-del AT. Pero el interés de los textos bí­blicos no es ni histórico ni militar, sino religioso; y las informaciones sobre la estructura de los hechos son secundarias respecto a la lectura de su significado religioso. Por eso mismo muchas veces los informes propiamente históricos que transmiten los textos son fragmentarios y muchas circunstancias permanecen en la oscuridad.
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1. LOS ACONTECIMIENTOS BELicoS.
En los comienzos de Israel, a nivel de vida tribal, todos los hombres válidos, en caso de necesidad, tení­an que tomar las armas en defensa del grupo. Encontramos ya circunstancias de este tipo en la historia de Abrahán (Gn 14) y de Jacob (Gn 34).
1193
a) Los comienzos.
En el origen de la historia de Israel tiene una importancia capital la promesa de la posesión de la tierra de Canaán, región ocupada ya por otros pueblos, y que por eso mismo tení­a que ser conquistada. El pueblo emigrante en el desierto (Nm 1-2Nb 32) y de Cisjordania (Jos 1-12) por parte de todo el pueblo unido. Este cuadro queda reestructurado por Jg 1; y la continuación de este libro hace pensar en tribus concretas o en agrupaciones de tribus que luchaban por su supervivencia. En realidad, la conquista debió llevarse a cabo de una forma compleja, a través de una penetración gradual, que supuso también ciertamente acciones de guerra. Un proceso similar se observa igualmente en la resistencia contra los filisteos y en la vida aventurera de David [1 Josué II / Jueces].
1194
b) Desde David hasta el destierro.
Sólo con la monarquí­a se consigue en Israel una organización militar estable. Más aún, según 1S 8 es precisamente la necesidad de esta organización lo que tiene una función decisiva en la exigencia del pueblo de tener un rey.
De / David se recuerdan las guerras de expansión y de afianzamiento de las fronteras. En Israel hay entonces un cuadro militar fijo, que en caso de necesidad forma el entramado de un ejército más consistente, reclutado entre el pueblo. Así­ parece que escomo funciona el aparato militar durante toda la monarquí­a.
Después de Salomón, los dos reinos que surgieron del cisma estarán frecuentemente en guerra, primero entre sí­ y luego contra enemigos exteriores o para reconquistar territorios perdidos. Desde mediados del siglo IX las principales guerras las sostendrán sobre todo grupos de pueblos aliados, entre ellos los dos reinos, en contra de los grandes imperios. Estos destruirán Samarí­a (721) y Jerusalén (587). Desde entonces no habrá ya un Estado con el que pueda identificarse la totalidad del pueblo de Israel.
1195
c) Después del destierro.
Con la destrucción de los dos reinos y con la deportación comienza la diáspora, primero por Mesopotamia y luego por el mundo helenista y romano. Sólo la fracción del pueblo que se quedó en Judea o regresó allá volverá a conocer, como protagonista, nuevos episodios bélicos: en tiempos de los asmoneos contra los seléucidas, y al principio de la era cristiana contra los romanos (67-70 y 132-1 35 d.C).
En conclusión, en el conjunto de la historia del AT encontramos sobre todo guerras de conquista en tiempos de la entrada en Canaán y en tiempos de David. En la inmensa mayorí­a de los otros casos se trata, en diversos niveles, de guerras defensivas. Pero en ningún/caso la guerra es considerada como legí­tima si hay en ella alguna indicación contraria por parte de Dios (Is 7,1-17).
Junto con el dato militar y polí­tico vemos que figura siempre el aspecto religioso de los acontecimientos narrados, que es el único decisivo en su juicio.
1196
2. Ejército, armas, técnicas militares.
A la escasez y fragmentariedad de las noticias bí­blicas en cuestiones militares se añade en el área israelita la ausencia de material figurativo, que, por el contrario, abunda en otros lugares del Oriente antiguo.
El ejército. En el centro del marco estable de la organización militar a la que hemos aludido parece ser que, a partir de David, habí­a un cuerpo de mercenarios, reclutado entre israelitas y entre extranjeros (recuérdense los quereteosy los péleteos: 2S 8,18; 2S 15,18; 2S 20,7; 2S 20,23) al servicio directo del rey, y que constituí­an también su guardia personal. Se tiene noticia de mercenarios extranjeros hasta los tiempos de Ezequí­as (Anales de Se-naquerib, en ????, 287).
En los tiempos más antiguos, el nervio del ejército era la infanterí­a. Desde Salomón en adelante fue tomando mayor importancia el arma de los carros. Pero no parece que hubiera nunca un cuerpo de caballerí­a auténtica. En los momentos de emergencia se movilizaban los hombres válidos del pueblo. Pero no sabemos de qué manera se ejercitaban y cómo estaban distribuidos estos efectivos, más allá de la lógica subdivisión en grupos(de 1.000, 100, SOy 10).
Las armas. También son escasas las informaciones que tenemos sobre las armas. Conocemos el nombre de algunas armas de ataque (hereb, espada; romah, lanza; haní­t y sel ah, jabalina; qeset, arco; hes, flecha; qel a†™, honda) y de protección (ma-gen, escudo pequeño; sinnah, escudo grande; qóba†™o
kóba†™, casco; siryón o siryón, coraza, reservada especialmente a los combatientes montados en carros). No se tienen noticias sobre máquinas de guerra. Algunos han visto la catapulta en 2Ch 26,5; más probablemente se trata de un parapeto de madera adosado a las murallas para proteger a los combatientes de las flechas de los asaltantes.
Técnicas militares. Poco o nada sabemos de la estrategia y de la táctica que se usaba en Israel. Mayores noticias tenemos sobre las fortificaciones, debido ante todo a los numerosos descubrimientos arqueológicos, y sobre la guerra de asedio (2R 6-7 y 25), a la que la ley de Dt 20 reserva una larga exposición. La ciudad fortificada (†˜ir) constituí­a también el refugio para las poblaciones campesinas en caso de invasión. Se habí­a prestado especial atención desde la época cananea (Meghiddo) al abastecimiento de agua.
El asedio se resolví­a o bien mediante la conquista (asalto, traición o atrayendo a los sitiados a campo abierto) o bien por la rendición (por hambre, a la que se uní­a muchas veces la peste). La más conocida entre todas en la historia de Israel es la caí­da de Jerusalén a manos de los caldeos (2R 25 y Jr 39).
1197
3. Las consecuencias de la derrota.
La conclusión de la guerra conducí­a de todas formas (incluso con la rendición antes de que comenzasen las hostilidades) a la sumisión de la parte atacada, que, como mí­nimo, se veí­a obligada a pagar tributo y a la esclavitud (así­ los gabaonitas: Jos 9). Pero si la victoria se obtení­a combatiendo, las condiciones de los vencidos eran todaví­a más duras: saqueo, desmantelamiento de las fortificaciones, muerte de parte de la población, reducción a la esclavitud y, en los casos extremos, destrucción total de la ciudad y matanza de sus habitantes. Sin embargo, por parte de Israel, excepto en el caso de anatema o herem, no se practicó la matanza en masa de los vencidos (de los que se tomaban los esclavos) ni se les torturó al estilo de como solí­a ocurrir en la historia oriental antigua. Los imperios mesopotámicos practicaban comúnmente la deportación, en todo o en parte, de las poblaciones vencidas, sustituyéndDIAS muchas veces (como ocurrió con el reino del norte: 2R 17,14-41) por otras poblaciones. De los deportados de Judá hay que decir que, aunque al comienzo del destierro pasaron por muchos apuros, nunca se vieron, sin embargo, tratados como esclavos.
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III. EL ASPECTO RELIGIOSO DE LA GUERRA EN EL AT.
En el mundo antiguo la guerra iba siempre unida a actos religiosos. Pero desde los orí­genes de Israel reviste un carácter particular de †œguerra santa†™, arraigado en la sustancia misma de la fe del pueblo, es decir, en su certeza de haber sido elegido por Dios con vistas a una misión única. Esto condicionará profundamente la historia del AT. Es verdad que con el paso de los siglos el carácter sacral de la guerra perderá algo de su fuerza original, sobre todo en el plano concreto. Pero seguirá estando muy vivo en el recuerdo de los hechos antiguos, como lo demuestra su influencia en la transmisión y sistematización de las tradiciones históricas y doctrinales. Luego será recordado repetidas veces en la enseñanza profética, revivirá en cierta medida en tiempos de los Macabeos y será recuperado de forma especial en la Regla de la guerra de Qumrán.
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1. La †œguerra santa†™.
No hay ningún texto bí­blico especí­fico que nos presente un cuadro de conjunto de los elementos esenciales de la †œguerra santa†™. Pero podemos identificarlos en primer lugar a través de las narraciones relativas al perí­odo del desierto y de la conquista, la época de los jueces y comienzos de la monarquí­a y luego entre los presupuestos de numerosos pronunciamientos proféticos, sobre todo en cuestión de relaciones internacionales, así­ como en los indicios que se vislumbran en algunos textos poéticos, como los †œcánticos† de Ex 15, Dt 34, Jg 5, la †œepopeya† del Ps 68 o la del Ps 18 y otros textos o fragmentos singulares.
1200
a) La fundamentación teológica.
La doctrina de la †œguerra santa†™ va í­ntimamente ligada a la experiencia frontal de Israel, es decir, a la llamada divina que lo constituye como †œpueblo de Dios†™. Se vincula, por consiguiente, a las grandes vocaciones fundamentales (Abrahán, Jacob, Moisés), encuentra sus primeras aplicaciones concretas en los hechos militares que acompañan la salida de Egipto y su base definitiva en los acontecimientos del Sinaí­, de los que la historia siguiente no será más que el desarrollo natural. Precisamente porque todo esto incluye un designio superior, del que Israel se sabe investido, las dificultades que impiden su supervivencia se verán, a la luz de este designio, como una resistencia que se opone a Dios mismo. Y las guerras dirigidas a derribar esa resistencia serán concebidas entonces, lógicamente, como †œsantas†™:
guerras †œpor† Dios y guerras †œde† Dios; y esto no porque vayan dirigidas a propagar la fe (como la †œguerra santa†™ del islam) o a defender inmediatamente la fidelidad religiosa (esto ocurrirá en parte solamente en tiempos de los Macabeos), sino porque se dirigen a garantizar la continuación de la vida del pueblo.
1201
b) La implicación de Dios.

Así­ pues, Israel combate en calidad de †œpueblo de Dios† (Jc 3,13; Jc 20,2). Su ejército pertenece a Dios Ex 14,41; IS 7,26). Por consiguiente, no podrá entrar en batalla si no es †˜santificado†™, es decir, si no está ritual-mente †œpuro† (Jos 3,5; IS 21,6; 2S 11,11), o sea, dispuesto a mantenerse en la presencia de Dios. En efecto, según la afirmación de Dt 23,13-1 5, Dios mismo †œestá en medio de tu campamento†™. En virtud de esta presencia (efectiva y activa, como supone el nombre mismo de Yhwh) las guerras de Israel son guerras de Dios (IS 18,17; IS 22,28) y su memoria se recogerá en un escrito -ahora perdido- que se titula †œLibro de las guerras del Señor† (Nm 21,14). Por eso, antes de la campaña se le ofrecen sacrificios a Dios IS 7,9; IS 13,9; IS 13,12); y puesto que él es el que decide el éxito, se le consulta (Jc 20,23; Jc 20,28; IS 23,2; IS 23,4).

El signo sensible de la presencia de Dios entre los suyos es el arca, que habí­a acompañado ya a la marcha por el desierto y en la entrada en Canaán. Núm 10,35-36 nos ha conservado el grito de guerra que acompañaba a la partida del arca al frente de su pueblo. En la batalla es Dios el que combate por los suyos (Jos 10,14; Jos 10,22), movilizando en su favor las fuerzas naturales (Jos 10,11; Jc 5,20) y sembrando entre los enemigos la confusión y el miedo.
1202
2. La victoria.
Una confirmación singular de estaforma de ver las cosas la tenemos en el vocabulario de †œvictoria†, que significativamente en hebreo coincide con el de †œsalvación†. No se ignora ciertamente el peso del valor (gebúrah), que a menudo se menciona junto con el †œconsejo† o la cordura (2R 18,20; Is 36,3 pero en Is 11,2 el †œconsejo y el valor† figuran entre las caracterí­sticas del †œespí­ritu del Señor†). En todo caso, sólo de la decisión de Dios depende que la guerra sea victoriosa, es decir, †œtenga éxito† (raí­z ?I?: IR 22,12; IR 22,15). La noción de †œvencer† suele expresarse o con el pasivo de †œayudar† (†˜zr: IR 5,20) o más frecuentemente con el pasivo o el acusativo de ys†™, †œsalvar† (Dt 20,4; 2S 8,6; 2S 8,14; SaI 20,7).
Este verbo y el nombre correspondiente YeM†™ah/tesú†™ah indican en cada ocasión o la †œsalvación† en general (hasta la salvación mesiánica final) o aquel tipo especial de †œsalvación† que es la †œvictoria militar†:
la aclamación (o mejor la invocación) dirigida a Dios por el rey es hósi†™ah-nna (†œhosanna†), †œisalva!†, o sea †œida(le) la victoria!†.
Lógicamente, si la victoria viene de Dios, a Dios pertenece también su resultado, la sumisión de los enemigos y el botí­n que se les ha arrebatado, que Dios puede reservar para sí­ o conceder a los combatientes. Aquí­ es donde se inserta el hecho de la destrucción sacral del enemigo, que, a pesar de chocar profundamente al alma cristiana, pertenece sin duda a la †œguerra santa† según la concepción original de Israel.
1203
3. El †œanatema†.
La raí­z hrm, de donde se deriva herem, †œanatema†, indica la sustracción de una realidad del uso profano y su destino total e irreversible a la divinidad. La ley universal que afecta a este hecho sólo se formuló más tarde en Lev 27,28-29. DeI conjunto de los casos históricos de herem se deduce que la aplicación del mismo fue más bien oscilante. De suyo implica el abandono a Dios de todos los frutos de la guerra, y supone, por tanto, la destrucción integral del enemigo y de todo lo que le pertenece en bienes y en personas. Pero los pasajes que tratan de ello son de diversa naturaleza y de distintas épocas. Se observa que los más radicales de ellos.se refieren a hechos antiguos, pero pertenecen a textos de redacción más bien tardí­a (especialmente Dt y Jos). En concreto, el anatema se presenta normalmente como la ejecución de una orden divina (Dt 7,2; Dt 20,17; Jos 8,2; IS 15,3), y sólo excepcionalmente como el cumplimiento deunvoto(Jos6-7JosdelS l5lSdelSdeDtl3,13-18Nb31,14-18;Dt2,34-35;Dt3,6-7;Jos8,2; Jos 8,27; Jc 21,11).
Un juicio de conjunto equilibrado sobre los hechos más graves ha de tener presente, por un lado, la existencia del anatema entre otros pueblos del área cananea (estela de Mesa, lí­n. 17) y, por otro, la valoración profundamente negativa que los textos bí­blicos están de acuerdo en formular sobre esos pueblos y sobre su depravación (ya Gen 15,16, muchas veces los profetas, a menudo Dt). Así­ pues, por una parte, el anatema es una práctica bélica que Israel tení­a en común con el ambiente en que tení­a que vivir, y tení­a al parecer el valor de una defensa preventiva y total contra los enemigos que le acechaban, siempre dispuestos a ejercer una dura revancha; por otra parte, en su aplicación como acto definitivo de la †œguerra santa†, era interpretado de forma unánime por la tradición israelita como un justo castigo reservado por Dios contra la impiedad y el libertinaje de las poblaciones de Canaán, que conocemos además por la documentación arqueológica y literaria descubierta en los últimos decenios.
1204
IV. LA VIDA RELIGIOSA COMO †œMILICIA†.
La condena incondicionada de los enemigos de Israel como adversarios del plan de Dios forma parte de una visión global que, en el desarrollo religioso del pueblo, acaba abarcando todos los aspectos de la vida.

De hecho el plan divino no afecta únicamente al conjunto del pueblo, sino también personalmente a cada uno de los israelitas en su conducta pública y privada, hasta lo más recóndito de su vida espiritual. Dios †œescruta el corazón y las entrañas†™ (SaI 7,10 etc. ). Por eso toda realidad que en cualquier nivel sea un obstáculo para la fidelidad religiosa es tratada como hostil, y toda persona o estructura humana que aceche contra ella es percibida como †œenemiga† de Dios y del fiel.
1205
1. En el plano individual.
Así­ pues, es perfectamente coherente que toda la existencia humana, en su aspecto de esfuerzo dirigido a superar los obstáculos que se oponen a la fidelidad religiosa, se caracterice como †œservicio militar† Jb 7,1; Jb 14,14): Se trata de una vanante notable del tema sapiencial general del sufrimiento del justo. La extensión de este tema en la literatura bí­blica tiene su ejemplo más conocido y evidente en el libro délos! Salmos (1V-y), que en todos sus textos, con poquí­simas excepciones, toca el problema del ¡mal a nivel fí­sico, social, psicológico y moral. Con muchí­sima frecuencia el mal es causado por personas, tratadas como †œenemigos. Pero a diferencia de lo que sucede en la lí­nea histórico-militar, donde los enemigos son normalmente extranjeros, en las tribulaciones de la vida ordinaria son los conciudadanos, e incluso los parientes y amigos. El caso se repite con frecuencia; pensemos en los pasajes autobiográficos y biográficos dé! Jer (1, 1), en los amigos del Jb (III, 1-2) y, generalmente, en la denuncia proféticá de las injusticias entre los miembros del pueblo o en los salmos de lamentación o de súplica. Para dar voz a esta situación, muchos textos recurren al lenguaje militar (SaI 7,13-14), que tiene en ellos ciertamente un significado ante todo metafórico. Pero se trata de una metáfora que se desarrolla con coherencia consciente, tanto por lo que se refiere al fiel que combate y a los adversarios que le acosan como en lo que atañe a Dios, ayuda y defensa del fiel (baste la acumulación de términos militares en SaI 18,2-4 ).:Pero todo esto entra en un cuadró mucho más amplio, que abarca toda la concepción bí­blica del hombre y de la historia. Y esto en dos direcciones. En proyección hacia el futuro véase la coherencia con que la intuición proféticá (junto a su desarrollo apocalí­ptico) y la reflexión sapiencial se atienen a este cuadro hasta su solución escatológica (intervención final de: Dios en defensa de los fieles: Sg 5,13†™23; cf el final de Dan). En proyección hacia el pasado recuérdese la manera con que esta misma intuición, al debatir el tema sapiencial tí­pico de la presencia del maLen el mundo, ve sus orí­genes en la intrusión de la †œserpiente† y define su sentido mediante la †˜ébah, Aenemistad (raí­z †˜yb, que expresa la actitud del †˜óyeb-, †˜enemigo, en sentido militar), que Dios establece para siempre entre la †œserpiente† y el †œlinaje de la mujer†
(Gn 3,1-15).
1206
2. En el plano comunitario.
La profundización de la conciencia religiosa y de los compromisos consiguientes se desarrolla bajo el impulso de la experiencia vital y de la doctrina proféticá, sobre todo en los perí­odos más crí­ticos de la historia del pueblo. Las derrotas y las invasiones enemigas mueven a valorar con más objetividad los males que las guerras llevan consigo ya estimar la paz más que la victoria* como se percibe en ciertos salmos de lamentación colectiva (SaI 44; SaI 74; SaI 79; SaI 80) y más aún en la enseñanza mesiánica del primer Isaí­as (Is 2,1-5; Is 9,1-6; Is 11,1-9).
El destierro, con todo lo que le precede y con todo lo que le acompaña, reviste sin duda una función decisiva en este itinerario de maduración espiritual. Efectivamente, se observa allí­ un innegable salto de cualidad, señalado especialmente por el Segundo y el Tercer Isaí­as. El pueblo ha perdido ya la unidad polí­tica que se habí­a confiado a una estruc† tura humana, cuya existencia y continuidad tenga que ser defendida en el plano militar. La pérdida será definitiva. Pero esa pérdida libera de todos los estorbos materiales a la fidelidad religiosa, cambiando incluso la naturaleza de la lucha en su favor. Esta será siempre actual; pero cambia de nivel, estando dirigida ahora más a superar la tentación que proviene de la tribulación que a destruir fí­sicamente al enemigo del que procede esa tribulación. En este sentido es caracterí­stica la manera con que tratan los profetas la oposición entre ricos y pobres. Se enfrentarán contra ella no ya sublevando a los pobres contra los ricos, sino recurriendo al juicio superior de Dios, el único verdaderamente definijjvo, y profundizando en la confianza en el Señor. Ello paradójicamente llevará a revalorar la misma tribulación, que de tentación pasa a ser arma vencedora; y la pobreza empezará a valorarse como demostración irrefragable de fidelidad religiosa, y por tanto como trámite privilegiado de salvación.
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3. La dimensión escatológica.

En esta dialéctica religiosa purificada, los puntos de la historia en que resultan más peligrosos tanto el intento externo de absorción de la comunidad de Israel por parte de la cultura pagana ambiental como la tentación interna de dejarse absorber por ella se convierten en momentos fuertes de la acción educadora de Dios y en etapas de la gran maduración espiritual del pueblo. Esto se verifica varias veces en la historia, y, en particular, largamente en tiempos de la profecí­a clásica y de la lucha contra el sincretismo, reviviendo un perí­odo breve y luminoso en la edad helenista, que ve converger el intento seléucida de helenizar Judea con el influjo ejercido por la cultura helénica sobre la diáspora alejandrina. Se verifica entonces un doble movimiento: de llamada a la tradición del pasado (leyes divinas† o †œleyes patrias:
2M 6,1; 2M 7,2; 2M 7,37 obra Dios en la historia: Sb 10-19) y de fervorosa expectación del futuro. Por este camino se proyecta en el futuro último la lucha extrema de Dios en favor del pueblo, como ya se ha advertido (Sb 5,13-23 pero ya Ez 38-39, y en particular Dn 10-12, donde la guerra entre los seléucidas y los Lágidas se lee forma cifrada como preanuncio la guerra final; recuérdese también la literatura no canónica, manera especial Qumrán y la Regla la guerra).
La guerra escatológica, precisamente porque trasciende los lí­mites de la experiencia directa, se describirá a menudo de una forma fantástica, recurriendo a la escenografí­a de las antiguas teofaní­as. Pero más allá de los elementos figurativos, el mensaje transmitido por los textos está muy claro. Es la certeza de fe en la justicia del Dios salvador, al que corresponde la última palabra.
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V. LA GUERRA EN EL NT.
La palabra definitiva última y concreta de Salvación, en la lógica de la revelación bí­blica, no puede ser más que ¡ Jesucristo y su ¡Iglesia, en los cuales y por los cuales se inaugura el †œfin de los tiempos† ico 10,11; Hb 1,2). En torno a la persona y a la obra de Cristo se desarrolla y encuentra también su solución el tema de la guerra. La perspectiva dominante del NT es la religioso-espiritual, con una intensa acentuación escatológica, que no tiene por otra parte nada de unilateralidad. Pero tampoco está ausente el hecho militar, tratado en el plano simplemente humano.
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1. La guerra como acontecimiento HUMANO.
El NT, especialmente en los evangelios y en los Hechos, toca de diversas formas la presencia de la guerra, tratándola siempre como un hecho connatural a la condición humana concreta; y se sirve de ella con frecuencia como un término de comparación particularmente expresivo y comprensible. No discute nunca ni la necesidad de los ejércitos ni la conducta de los militares en el cumplimiento de sus funciones Lc 3,14); incluso llega a registrar con absoluta indiferencia la presencia de los soldados de servicio junto a la cruz del Señor (Mt 22,27) y después de su muerte (Jn 19,33-34), o en función de carceleros de los discí­pulos (Hch 5,26 etc. ). En la base de esta postura se encuentra con toda probabilidad un sentido bastante vivo de la necesidad de un orden estable en las relaciones humanas, garantizado por una autoridad capaz de imponerse eficazmente. Cabe pensar que es quizá este sentimiento el que inspira el pasaje tan discutido de Rom 13,1-7 sobre la función de las autoridades públicas y sobre la necesidad de estar sometidos a ellas.
Por otra parte, no faltan figuras singulares de soldados, especialmente oficiales, cuya rectitud y piedad se alaba públicamente: el centurión de Cafarnaún (Mt 8,5-10), el que confiesa por primera vez la divinidad de Jesús en el momento de su muerte (Mt 27,54), Cornelio y sus piadosos subalternos (Hch 10), Julio, †œhumano† con Pablo prisionero (Hch 27). Por eso serí­a inútil buscar en el NT el fundamento de una posición antimilitarista sin más. La solución de la antinomia entre el †œevangelio de paz† (Ef 6,15; Lc 2,14; Hch 10,39; Ef 2,17) y la existencia histórica de la guerra se encuentra en un plano distinto. Efectivamente, está claro que para el NT las guerras entre los pueblos son ún mal en sí­ mismas; por eso precisamente las cataloga al lado de otros desastres (terremotos, pestilencias, carestí­as: Lc 21,10-11), como signo del †œcomienzo de los dolores† (Mc 3,18) que preceden al †œfinal† y que son ellos mismos sí­ntomas del mal verdadero que mina desde dentro a la humanidad.
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2. La guerra definitiva en sentido religioso.
En el choque frontal con este mal consiste precisamente la obra de Cristo, que continúa la Iglesia a través de los siglos. Connaturalmente, presentará las connotaciones de la guerra definitiva,- destinada a destruir el reino del †œprí­ncipe de este mundo†™ (Jn 12,31; Jn 14,30; Jn 16,11) y a establecer el †œreino de Dios†™, y por tanto la verdadera paz. El antiguo tema de la vida humana como †œservicio militar† se vincula de este modo con el tema universal de la lucha final entre el bien y el mal, combatida por Dios a través de Cristo y desarrollada así­ dentro de la humanidad en favor de la humanidad y contra Satanás. Por consiguiente, en el NT tanto la vida terrena de Cristo como la vida de la Iglesia en el tiempo y la existencia de cada uno de los fieles se describen a la luz de la guerra definitiva o escatológica, aunque si bien no necesariamente, los textos acudan a los elementos descriptivos propios del género literario apocalí­ptico. El mismo libro del Apocalipsis, por otra parte, no hace más que proponer el tiempo de la Iglesia, es decir, la situación de la Iglesia en el tiempo, como la instauración del reino de Dios entre los hombres por obra del cordero inmolado, Cristo.
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a) Cristo vencido y vencedor.
La vida terrena de Jesús lleva a su cumplimiento la esencia misma de esta guerra, con la que él se enfrenta en todo su trágico significado, asumiendo enteramente su peso. No se trata de conquistar un reino humano (Jn 18,33-38), y Jesús no recurre a ningún método o medio humano de combate. La batalla se desarrolla a lo largo de una directriz inesperada, como un asalto unilateral de las fuerzas del mal Hch 4, 25-26; Sal 2,1-2) en contra del hombre Jesús, que, por su parte, no opone a ella ninguna resistencia y se deja avasallar humanamente por medio de una libre decisión (Jn 10,18; Hb 5,8). Pero por este camino él mismo es el primero en realizar una palabra suya: no preocuparse de los que pueden matar el cuerpo, pero luego no pueden hacer ya nada más (Lc 12,4-5). Y paradójicamente, al aceptar la muerte, agota e inutiliza toda la fuerza destructora de la muerte en su misma raí­z ontológica: el pecado como rebelión de la criatura humana contra la voluntad divina. En el Cristo muerto en la cruz se consuma la conformidad más perfecta de la voluntad del hombre con la voluntad de Dios, y de este modo en su resurrección vuelve a abrirse la fuente de la vida del hombre en Dios, que se habí­a cerrado voluntariamente en el Edén. Las fuerzas del mal quedan sometidas a Cristo y prisioneras de su triunfo Col 2,15); el universo queda bajo sus pies,- y él lo pone a los pies de Dios (1Co 15,23-28). Justamente en el Apocalipsis el Cristo cordero inmolado es proclamado soberano de la humanidad y de la historia,dig-no de compartir el reino con Dios Padre por toda la eternidad (?p 5,9-10.12).
b) La vida cristiana como combate.
La paz mesiánica, realmente inaugurada por la persona y por la obra de Cristo (Lc 2,14; Jn 14,27; Jn 16,33; Ef 2,14), no anula en la existencia temporal de la Iglesia y de cada uno de los fieles esa dialéctica de guerra que ya habí­a identificado el AT en la vida del hombre. Y lo demuestra incluso solamente el uso de la terminologí­a militar, atestiguado de varias maneras en los escritos del NT. La asociación de la Iglesia y del cristiano con Cristo prolonga en relación con ellos aquella misma violencia y odio que se opuso al mismo Cristo (Jn 15,1-21). En este sentido Pablo sobre todo recurre a menudo a un vocabulario propiamente militar (2Co 10,4; lTm 1,18; Flp 2,25), mencionando incluso las †œarmas† correspondientes(lTs 5,8). En particular, Ep 6,10-17 se extiende en el anuncio de una †œlucha cuerpo a cuerpo† (palé) en contra del diablo y de sus secuaces, que hay que sostener con la fuerza de la †œarmadurade Dios†, de la que se mencionan los diversos elementos, en la vigilancia y en la oración incansables. Son las †œarmas de la justicia† (2Co 6,7), †œno carnales† (2Co 10,4), las †œarmas de la luz† Rm 13,12) que aseguran a la Iglesia y al cristiano la victoria a través de la paradoja que se realizó en Cristo; por eso, el triunfo pasajero del mal y del mundo (Ap 11,7-10) da finalmente paso a la resurrección y a la vida (Ap 11,11;Ap 11,12; Ap 11,15-18). Es la victoria que culmina en el †œtestimonio† o †œmartirio† Ap 12,10; Ap 12,12; Ap 14,1-5).
Junto a la perspectiva de combate y de guerra se sitúa, como para subrayar y profundizar este tema, la de la competición deportiva o agón, que aplicó Lucas a Cristo (agoní­a: Lc 22,44) y que Pablo utiliza con simpatí­a (1Co 9,24-27; lTm 6,12; 2Tm 4,7-8; Hb 12,1). En resumen, el combate no se dirige solamente hacia fuera, en contra de un asalto del enemigo exterior, sino que se dirige también a la superación de los lí­mites y resistencias í­ntimas de cada persona humana, y busca una victoria que es también la superación de uno mismo en la tensión hacia la completa realización de la voluntad del Padre. Esto pone en acción una †œvirtus† que va bastante más allá del simple valor militar, y que no tiene su origen en la persona de los individuos, sino que es †œfuerza de lo alto† (Lc 24,49), con la que el cristiano realmente †œlo puede todo†, pero en aquel †œque le conforta† (Flp 4,13).
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c) El combate final.
Mirando bien las cosas, el NT, aunque habla del †œfin de los siglos† (1Co 10,11; IP 4,7 etc. ), no lo separa nunca del tiempo de la Iglesia, que en realidad es ya la †œúltima hora† (IJn 2,18), en la que la lucha final, inaugurada por Cristo y resuelta por lo que a él se refiere, sigue vigente. Es ésta la razón por la cual el NT, a pesar de que no ignora la perspectiva escatológica (discurso de Mt 24-25 y par; anuncio de la parusí­a:
lTs 4,13-18; 2Ts 2,1-12 etc. ), no presenta nada que pueda realmente compararse con la conflagración final, que era por el contrario tan familiar a la literatura / apocalí­ptica antigua. Lo que acecha a la humanidad no es una †œguerra final† que vea alineados dos ejércitos contrarios para el choque decisivo. Por el contrario, la guerra está presente en estado endémico en todo nuestro tiempo, que es el tiempo final. Lo que nos acecha es más bien un †œjuicio†, del que las guerras históricas y sus rumores son un previo anuncio (Mt 24,6); pero que tiene como protagonista solamente a Cristo, de cuya boca sale la †œespada† de la decisión (Api,1 6; 2,12.16; 19,15). El es el único guerrero que †œjuzga y lucha con justicia† (Ap 19,11), aun cuando en el campo contrario se hayan reunido muchos para el último asalto (Ap 20,7ss). Efectivamente, no existe comparación posible entre la compenetración de Cristo con todos los suyos (recuérdese el †œpermanecer en† en Jn) -por lo que en cada uno de ellos es él el que combate y vence- y las fuerzas que Satanás intenta reunir, pero que en realidad están divididas entre sí­ (cf la suerte de la †œmeretriz† en Ap 17 ), dominadas como están por el odio y por la desunión.
De este modo en el NT el †œmisterio del fin† (Mt 24,36), más que quedar revelado, sigue estando escondido, aunque se haya manifestado ya su éxito. Para la Iglesia en el tiempo y para cada uno de los cristianos que †œmilita† en la †œbuena milicia† (lTm 1,18) sosteniendo el †œbuen combate† de forma legí­tima, existe la seguridad de obtener la †œcorona† de la victoria, †œque el último dí­a me dará el Señor, justo juez; y no sólo a mí­, sino también a todos los que esperan con amor su venida† (2Tm 4,6-8). No hay nada de †œapocalí­ptico† en el sentido corriente de la palabra en todo el NT; el mismo libro del / Apocalipsis, con su anuncio de la llegada de la Jerusalén celestial entre los hombres y con el anuncio previo de la venida final de Cristo, sigue estando al final encerrado en una expectativa, y termina con la invocación del Espí­ritu y de la esposa para que se acelere la venida efectiva del esposo. Así­ se proyecta un rayo de paz sobre la suerte de la humanidad en Cristo, en el único en que se resuelve de verdad toda guerra.
1213
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N.M. Loss

Fuente: Diccionario Católico de Teología Bíblica

I. El fenómeno de la guerra
La esencia de la g. puede definirse como un conflicto armado y sangriento entre agrupaciones organizadas. Las armas pueden constituir una intimidación por su mera existencia, aun antes de su utilización efectiva. Este efecto se ha hecho predominante en el enfrentamiento militar entre los grandes Estados contemporáneos, debido a que el empleo de las armas nucleares podrí­a acarrear una catástrofe irreparable para todos los beligerantes (estrategia de la disuasión). Al lado de las armas que tienden a la destrucción de los cuerpos vivos y de los bienes materiales existen técnicas psí­quicas que afectan directamente al espí­ritu humano. Según que los grupos enfrentados sean o Estados o fracciones de la población de un solo Estado, la guerra es internacional, o bien civil o revolucionaria.

La g. internacional es un conflicto armado entre Estados, querido al menos por uno de los beligerantes y emprendido con un fin de interés nacional. Los últimos inventos de la técnica no hacen desaparecer necesariamente los más antiguos. El machete dista mucho de haber pasado de moda en la época de la bomba atómica. La posibilidad de guerras nucleares no suprime la de guerras tradicionales o clásicas. El riesgo de conflictos planetarios no impide que ciertas guerras puedan ser y mantenerse limitadas. La g. contemporánea, cualesquiera que sean sus variedades, reviste lógicamente carácter totalitario (g. total). El paí­s que la emprende debe contar con la movilización total de sus recursos: su potencial económico, su potencial demográfico y su potencial psí­quico. De aquí­ resulta que la lucha adopta formas sumamente violentas y que con frecuencia se violan las reglas más elementales de la moralidad. Las pérdidas de hombres y las destrucciones materiales alcanzan cifras enormes: más de 55 millones de muertos en el transcurso de la segunda guerra mundial. Serí­an todaví­a mucho más elevadas si se utilizaran las armas más recientes de destrucción masiva. Un duelo termonuclear podrí­a originar 300 millones de muertes en pocas horas. También las armas quí­micas y bacteriológicas producirí­an estragos considerables.

La guerra civil y la guerra revolucionaria tienen como rasgo común el carácter fratricida de la lucha y la importancia de los factores psí­quicos. Las guerras civiles, por su número, su crueldad y sus consecuencias, han sido uno de los factores determinantes del desarrollo de la historia. Las más terribles fueron las motivadas por antagonismos sociales o ideológicos.

La guerra revolucionaria, después de la etapa decisiva de la revolución francesa, ha sido puesta al dí­a por los grandes jefes comunistas. Para lograr su fin revolucionario, los promotores recurren a métodos igualmente revolucionarios, que son con preferencia las técnicas de la guerra subversiva. La organización de un sistema de mandos, la propaganda, la agitación, el terror, la ocupación militar, tienden al único fin de que los revolucionarios consigan sistemáticamente el poder sobre el pueblo.

II. El problema de la guerra justa (ius ad bellum)
Frente a este fenómeno, en principio son posibles dos actitudes: o bien la justificación de la g. como medio para los intereses polí­ticos o bien el pacifismo absoluto. La primera actitud es la de aquellos para quienes los medios se justifican necesariamente por su fin. Todos aquellos para los que el fin santifica los medios (derecho público europeo anterior a la liga de los pueblos, dictaduras y totalitarismos de derecha o de izquierda) admiten, en teorí­a, o por lo menos en la práctica, el aforismo de Clausewitz, según el cual la g. es sencillamente la continuación de la polí­tica con otros medios. El pacifismo absoluto, por el contrario, se opone formalmente a toda g., incluso en la hipótesis de la legí­tima defensa, porque estima que nunca hay derecho a derramar la sangre de otro y que sólo se puede resistir a la violencia con medios no violentos. Los pacifistas cristianos se apoyan en el decálogo y en el Evangelio (->paz).

La doctrina católica tradicional no admite ninguna de estas dos actitudes. Rechaza la tesis de la g. en cuanto medio de la polí­tica como una aberración criminal, condenada a la vez por el derecho natural y por el Evangelio. Por razón del carácter espiritual del ser humano y de la fraternidad humana universal, los conflictos entre hombres, de cualquier naturaleza que sean, deben resolverse por medios intrí­nsecamente racionales y pací­ficos; y esto ha de aplicarse también a la esfera internacional. Aunque según la doctrina eclesiástica la paz es un deber primordial para todos, sin embargo no coincide con la actitud del pacifismo radical que no tiene en cuenta la realidad humana, tal cual existe concretamente, marcada por el pecado. Existen hombres de Estado sin escrúpulos que arrastran a sus pueblos a empresas criminales. La experiencia muestra que con frecuencia no se puede contener la explosión de la violencia y de la injusticia sino oponiéndole la violencia. ¿No es evidente que la justicia y la caridad para con el prójimo permiten y hasta obligan a oponerse al crimen en la medida de las posibilidades? De esta forma la guerra, no obstante su irracionalidad intrí­nseca y su horror, puede venir a ser legí­tima si no existe ningún otro medio de impedir la injusticia. Cuatro condiciones (teorí­a de la causa justa) se requieren rigurosamente: existencia de una injusticia llevada adelante con obstinación (legí­tima defensa), fracaso de todos los medios pací­ficos, proporción entre la gravedad de la injusticia y las calamidades que hayan de resultar de la guerra (regla del mal menor), probabilidad fundada de éxito. La guerra no puede ser sino un medio adoptado en una situación extrema. Sólo es lí­cito recurrir a ese medio cuando se ha llegado al último lí­mite, a fin de impedir una mayor desgracia para la humanidad, cuando se han demostrado impotentes los medios esencialmente racionales y pací­ficos, porque sólo en estas condiciones puede la g. presentar aquella indispensable racionalidad accidental que la legitima. La g. injusta es un crimen monstruoso.

Estos principios siguen teniendo vigencia para resolver los problemas contemporáneos, a pesar del cambio esencial que se ha producido en el fenómeno de la g. La violencia no deja de ser una terrible realidad del presente: opresión de las conciencias, injusticias sociales, actitudes racistas, polí­ticas belicosas. Cuando esa violencia supera toda medida, ¿no se comprenderá la rebelión de los oprimidos? Y un Estado ¿no tiene el derecho de defender su existencia? Así­ la mayorí­a de los teólogos estiman que la g. podrí­a ser legí­tima todaví­a para resistir a una agresión contra los derechos personales fundamentales de gran número de seres humanos o contra la existencia misma de un Estado. Esta hipótesis supone con toda evidencia el respeto de la regla de la proporcionalidad. Ni siquiera por una causa justa se puede admitir la legitimidad de un conflicto nuclear generalizado, que causarí­a inevitablemente centenares de millones de muertes, transformarí­a el hemisferio occidental en un caos espantoso y comprometerí­a gravemente el futuro genético de la humanidad. A veces habrí­a que explotar más la eficacia de la resistencia espiritual, posibilidad largo tiempo olvidada, cuya asombrosa fecundidad está demostrada por la experiencia de un Gandhi y por el comportamiento de tantos cristianos en los Estados totalitarios. La mejor fuerza de disuasión es solidaridad internacional de hombres autónomos en su pensamiento y acostumbrados a conformar su actividad con los imperativos de su conciencia.

Lo desmesurado de la g. moderna deberí­a ya inducir a nuestros contemporáneos a buscar con todas sus fuerzas los medios de impedirla. Es esencial el desarrollo del espí­ritu de solidaridad y de fraternidad universales. ¿Se puede concebir hoy dí­a una g. entre Francia y Gran Bretaña, en otro tiempo enemigas seculares? ¿O entre Francia y Alemania? Pero hay que contar también con los Estados dirigidos por jefes criminales. Sin hablar de la solución de los otros problemas gigantescos que se plantean ya a la humanidad entera, el establecimiento de una organización supraestatal del mundo, dotada de medios eficaces de acción y capaz de imponer sus decisiones incluso a los Estados más poderosos, es indispensable para el mantenimiento de la paz. Cuando exista tal institución, perderá la g. toda racionalidad, incluso accidental, pues cada uno podrá lograr que se le haga justicia. Las medidas militares que la institución tomara por su parte para restablecer el orden perturbado, no serí­an otra cosa que una operación de policí­a a escala internacional.

III. El problema de un desarrollo justo de la guerra (ius in bello)
La g., salvaje por naturaleza, se habí­a humanizado bajo la influencia del cristianismo en los conflictos entre naciones europeas. La entrada en escena de las armas de destrucción masiva, exacerbación de los nacionalismos y la proliferación de las ideologí­as totalitarias le han restituido un carácter de rigurosa brutalidad, cuyos efectos ie ven considerablemente multiplicados por el progreso técnico. La lógica de la g. total es la violencia sin medida. Puesto que se trata de vencer, se dice, hay que emplear los medios que conduzcan con la mayor seguridad a la victoria: “la necesidad carece de ley”.

El hombre que quiera comportarse como hombre y a fortiori el cristiano, no pueden admitir esta ley de la violencia. Los valores absolutos en que se basa el derecho natural deben respetarse en la g. como en la paz. Hay que asentar firmemente los principios siguientes (valederos tanto para la g. civil o revolucionaria como para la g. internacional): el respeto de la vida humana (ninguna vida humana debe sacrificarse si no lo exige la legí­tima defensa); el respeto de la persona (prohibición de todos los tratos inhumanos, particularmente de la tortura); la inmunidad de la población civil, manteniendo por lo menos en principio la distinción entre combatientes y no combatientes, y limitando los ataques a los objetivos militares; la prohibición de los actos abiertamente malos (asesinato, violación, tortura, traición, calumnia, etc.). La legí­tima defensa autoriza únicamente a lo requerido para superar el caso de necesidad, lo cual está circunscrito por los principios procedentes. Diversas convenciones internacionales (convenciones de La Haya, de 18 de octubre de 1907; tratado de Washington, de 6 de febrero de 1922; protocolo de Ginebra, de 17 de junio de 1925; convenciones de Ginebra de 12 de agosto de 1949, etc.) han desarrollado y consagrado afortunadamente estas reglas esenciales. La mayor parte de estas estipulaciones están sancionadas por el derecho natural y son obligatorias incluso para los beligerantes que no las hayan firmado.

Las armas nucleares plantean problemas especiales, tanto por su fuerza destructora (aniquilaciones masivas por el efecto térmico, la presión y las enfermedades que se derivan de los rayos) como por el carácter incontrolable de sus efectos (lugar y tiempo de caí­da de los residuos flotantes en la atmósfera). Teóricamente se podrí­an concebir casos (bombardeo de una escuadra en plena mar o de rampas de lanzamiento de cohetes situadas bastante lejos de las ciudades, etc.) en los que el empleo de tales armas permitirí­a respetar suficientemente las reglas generales del derecho de guerra. Pero la posibilidad de una g. atómica limitada entre pueblos que disponen de todo un arsenal de armas nucleares es una ilusión peligrosa. Juan xxiii dijo a este respecto: “Resulta humanamente imposible pensar que la guerra sea, en nuestra era atómica, el medio adecuado para reparar una violación de derechos” (Pacem in terris, número 127). La proscripción de las armas nucleares mediante pactos es de apremiante necesidad.

IV. Condenación de la guerra
El Vaticano II ha abordado ampliamente el tema de la g. moderna en la constitución pastoral Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo actual. El concilio no sólo exige la atenuación de las crueldades de la g. (n° 79) y la condenación de la guerra total (n .o 80) y de la carrera de armamentos (n° 81), sino también la proscripción absoluta de la g., y pide una acción a escala mundial para impedirla (n° 82). Recomienda además la constitución de una comunidad internacional para asegurar la paz, la cual debe eliminar también las causas que conducen a la g. (n° 8390). Pablo vi ha subrayado esta exigencia con sus esfuerzos en torno a la paz y sobre todo con sus orientaciones en la encí­clica Populorum progressio.

René Coste

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

La guerra no es solamente un hecho humano que plantea problemas de moral. Gracias a su presencia en el mundo bí­blico puede la revelación expresar, a partir de una experiencia común, un aspecto esencial del drama de la humanidad, en el que está en juego su *salvación: el combate espiritual entre Dios y Satán. Es cierto que el designio de Dios tiene por objetivo la *paz; pero esta misma paz supone una *victoria alcanzada a costa de combate.

AT. I. GUERRAS HUMANAS Y COMBATES DE Dios. 1. En todos los tiempos es la guerra un elemento importante de la condición humana. En el antiguo Oriente era un hecho endémico: al comenzar cada año los reyes “se poní­an en campaña” (2Sa 11,1). En vano los imperios, en los perí­odos de gran civilización, firmaban tratados de “paz perpetua”: la evolución de los hechos no tardaba en romper aquellos frágiles contratos. La historia de Israel, encuadrada en este marco, implicará, pues, una experiencia, unas veces exaltadora y otras cruel, de los combates humanos. Pero esta experiencia, introducida en la perspectiva del *designio de Dios, adquiere un alcance especí­ficamente religioso: la guerra se revela aquí­ a la vez como una realidad permanente de este mundo y como un mal.

2. Sin embargo, el antiguo Oriente, trasponiendo al dominio religioso los resultados de su experiencia social, no descuidaba introducir también la guerra en su representación del mundo divino. Fácilmente imaginaba en el tiempo primordial una guerra de los dioses, de la que todas las guerras humanas eran como prolongaciones e imitaciones terrestres. Israel, aun descartando decididamente el politeí­smo supuesto por tales imágenes, conserva, no obstante, la de un Dios combatiente; pero la transforma para adaptarla al monoteí­smo y para asignarle un puesto en la realización terrenal del *designio de Dios.

II. ISRAEL AL SERVICIO DE LAS GUERRAS DE YAHVEH. 1. Las perspectivas abiertas por la alianza sinaí­tica no son en modo alguno de paz, sino de combate : Dios da una *pátria a su pueblo, pero éste debe conquistarla (Ex 23,27-33). Guerra ofensiva, que es sagrada y que se justifica en la perspectiva del AT: Canaán, con su civilización corrompida acompañada de un culto tributado a las fuerzas de la naturaleza, constituye una asechanza para Israel (Dt 7,3s); así­ Dios sanciona su exterminio (Dt 7,1s); las guerras nacionales de Israel serán, pues, las “guerras de Yahveh”. Más aún : al hacer Dios nacer a Israel a la historia, instaura su propio *reinado acá abajo, gracias a un pueblo que le rinde culto y que observa su ley. Israel, defendiendo su independencia contra los agresores de fuera, defiende por lo mismo la causa de Dios: todo combate defensivo es además una “guerra de Yahveh”.

2. Así­ a lo largo de los siglos hace Israel la experiencia de una vida de combate, en la que el dinamismo nacional se pone al servicio de una causa religiosa. Guerras ofensivas contra Sihón y Og (Núm 21,21-35; Dt 2,26-3,17), luego conquista de Canaán (Jos 6-12). Guerras defensivas contra Madián (Núm 31) y contra los opresores de la época de los jueces (Jue 3-12). Guerra de liberación nacional, con Saúl y David (lSa 11-17; 28-30; 2Sa 5; 8; 10). En este conjunto de acontecimientos aparece Israel como el heraldo de Dios acá en la tierra ; su rey es el lugarteniente de Yahveh en la historia. El ardor de la fe requiere proezas militares, que sostienen la certeza de la ayuda divina y la esperanza de una *victoria a la vez polí­tica y religiosa (cf. Sal 2; 45,4ss; 60,7-14; 110). Pero será grande la tentación de confundir la causa de Dios con la prosperidad terrestre de Israel.

III. Los COMBATES DE YAHVEH EN LA HISTORIA. 1. Yabveb combate por su pueblo. Las guerras de Yahveh emprendidas por Israel no son, sin embargo, más que un aspecto de los combates emprendidos por Dios en la historia humana. Desde los orí­genes está personalmente en lucha contra fuerzas malignas que se oponen a sus designios. El hecho se pone de relieve en la historia de su pueblo cuando diversos *enemigos tratan de contener su auge. Entonces Dios, afirmando su dominio de los acontecimientos, interviene con su acción soberana, e Israel pasa por la experiencia de liberaciones maravillosas: en el momento del Exodo combate Yahveh contra Egipto, hiriéndole con prodigios de todas clases (Ex 3,20), hiriéndole en sus primogénitos (Ex 11, 4…) y en su jefe (Ex 14,18…); en Canaán sostiene los ejércitos de Israel (Jue 5,4.20; Jos 5,13s; 10,10-14; 2Sa 5,24); a lo largo de los siglos asiste a los reyes (Sal 20; 21) y libera su ciudad santa (Sal 48,4-8; 2Re 19,32-36..,). Todos estos hechos muestran que las luchas humanas no llegan a su término sino por la fuerza de él: los hombres combaten, pero sólo Dios da la *victoria (Sal 118, 10-14; 121,2; 124).

2. Dios combate contra los pecadores. Ahora bien, los combates de Dios en la tierra no tienen por fin último el triunfo temporal de Israel. Su *gloria es de otra naturaleza ; su reino, de otro orden. Lo que él quiere es el establecimiento de un *reino de prosperidad y de justicia, tal como lo define su *ley. Israel tiene la misión de realizarlo, pero si falta a ella, deberá Dios combatir a su pueblo pecador con el mismo tí­tulo con que combate a las potencias paganas. Por esta razón Israel, a consecuencia de sus infidelidades, pasa también por la experiencia de los reveses militares : en la época del desierto (Núm 14,39-44), de Josué (Jos 7,2…), de los jueces (ISa 4), de Saúl (ISa 31). En la época de los reyes se repite el hecho periódicamente, y después de los estragos de múltiples invasiones, Israel y Judá acabarán por conocer incluso una ruina nacional completa. A los ojos de los profetas es esto el resultado de los *juicios divinos: Yahveh hiere a su pueblo pecador (Is 1,4-9); él mismo expide a los invasores encargados de *castigarlo (Jer 4,5-5,17; 6; Is 5,26-30). Los ejércitos de *Babilonia están a sus órdenes (Jer 25,14-38) y Nabucodonosor es su servidor (Jer 27,6ss).

A través de estos acontecimientos terribles comprende ahora Israel que la guerra es fundamentalmente un mal. Resultado del *odio fratricida entre los hombres (cf. Gén 4), está ligada al destino de una raza pecadora. Azote de Dios, no desaparecerá, por tanto, radicalmente de acá abajo, sino una vez que haya desaparecido también el *pecado (Sal 46,10; Ez 39,9s). Por eso todas las promesas escatológicas de los profetas acaban con una maravillosa visión de *pazuniversal (Is 2,4; 11,6-9, etc.). Tal es la *salvación auténtica a que debe aspirar Israel, más bien que a guerras santas de conquista y de destrucción.

IV. LOS COMBATES ESCATOLí“GICOS. 1. El asalto de las fuerzas enemigas. Sin embargo, esta salvación no llegará sin combate. Pero esta vez el carácter esencialmente religioso de la lucha se desprenderá de sus incidencias temporales mucho mejor que en el pasado. Cierto que su evocación anticipada tiene todaví­a el aire de un asalto militar de los paganos contra Jerusalén (Ez 38; Zac 14,1-3; Jdt 1-7). Pero en el apocalipsis de Daniel, escrito durante la persecución sangrienta que desencadenó el emperador Antí­oco, es claro que la potencia enemiga, representada con los rasgos de *bestias monstruosas, tiene como primer designio “hacer la guerra a los santos” y de habérselas incluso con Dios mismo (Dan 7,19-25; 11,40-45; cf. Jdt 3,8). Tras el combate polí­tico se puede así­ discernir el combate espiritual de *Satán y de sus aliados contra Dios.

2. La réplica de Dios. En presencia de este asalto que entrega a su fe a un imperio pagano totalitario, el judaí­smo puede, sí­, reaccionar todaví­a con una sublevación militar que enlaza con las tradiciones de la guerra santa (lMac 2-4; 2Mac 8-10). En realidad, se siente empeñado en una lucha más alta, para la que debe contar primero con la ayuda de Dios (cf. 2Mac 15,22ss; Jdt 9): Yahveh es quien, en el momento prefijado, decretará la muerte de la *bestia (Dan 7,11.26) y destruirá su poder (Dan 8, 25; 11,45). Esta perspectiva desborda el plano de las guerras temporales. Desemboca en el combate celestial, por el que Dios coronará a todos los que ha sostenido ya en la historia (cf. Is 59,15-20; 63,1-6), a todos los que sostiene actualmente para defender a los justos contra sus *enemigos (Sal 35,1ss). Ese combate tendrá por marco el *juicio final. Pondrá fin acá abajo a toda iniquidad (Sab 5,17-23) y preludiará así­ directamente el *reinado de Dios sobre la tierra. Por esta razón irá seguido de una *paz eterna, en la que tendrán parte todos los justos (Dan l2,lss; Sab 4,7ss; 5,15s).

NT. El NT cumple estas promesas. En él se libra la guerra escatológica en un terreno triple: el de la vida terrena de Jesús, el de la historia de su Iglesia, el de la consumación final.

I. Jesús. En Jesús se revela plenamente la naturaleza profunda del combate escatológico: no un combate temporal por un reino de este mundo (Le 22,50s; Jn 18,36), sino un combate espiritual contra *Satán, contra el *mundo, contra el mal. Jesús es el *fuerte que viene a derrocar al prí­ncipe de este mundo (Mt 4,1-1I p; 12,27ss p; Le 11,18ss). Y así­ éste reacciona intentando contra él un último asalto : la entrega de Jesús a la muerte es su última intentona (Le 22,3; Jn 13,2.27; 14, 30); él es el que suscita la acción de las potencias terrestres ligadas contra el ungido del Señor (Act 4, 25-28; cf. Sal 2). Pero haciendo esto precipita su derrota. En efecto, en forma paradójica, la *cruz de Jesús garantiza su *victoria (Jn 12,31): cuando resucita, los *poderes hostiles, malos, despojados de su señorí­o, figuran en su cortejo triunfal (Col 2, 15). Vencedor del mundo por su muerte misma (Jn 16,33), posee ya la regencia de la historia (Ap 5); pero el combate que ha librado personalmente se prolongará a través de los siglos en la vida de su Iglesia.

II. LA IGLESIA DE JESÚS. 1. La Iglesia militante. La *Iglesia no es una magnitud de orden temporal, como lo era todaví­a el antiguo *pueblo de Israel; las guerras humanas no son, pues, ya de su esfera. Pero en su propio plano está para siempre en estado militante. Lo que Jesús aporta por ella a los hombres es, sí­, en cierto respecto la *paz con Dios y la paz entre ellos (Le 2,14; Jn 14,27; 16,33). Pero tal paz no es de este mundo. Así­ los hombres que creen en él estarán siempre expuestos al *odio del mundo (Jn 15,18-21): en el plano temporal no les ha aportado Jesús la paz, sino la espada (Mt 10, 34 p), pues el reino de Dios es blanco de la violencia (Mt 11,12 p). Individualmente, cada cristiano deberá librar un combate, no contra adversarios de carne y de sangre, sino contra Satán y sus aliados (Ef 6,10ss; I Pe 5,8s). Colectivamente, la Iglesia será entregada a los asaltos de los poderes de este mundo, que se harán aliados de Satán: así­ la Roma imperial, la nueva *Babilonia (Ap 12,17-13,10; 17).

2. Los ejércitos cristianos. En este combate la Iglesia y sus miembros no se sirven ya de armas temporales, sino de las que ha legado Jesús. Las virtudes cristianas son las armas de luz de que se reviste el soldado de Cristo (ITes 5,8; Ef 6, 11.13-17); la *fe en Cristo es la que vence al maligno y al mundo (IJn 2,14; 4,4; 5,4s). En apariencia, el *mundo puede triunfar de los cristianos cuando los *persigue y les quita la vida (Ap 11,7-10); victoria precaria, que preludia una transformación radical de la situación, como la cruz de Cristo preparaba su resurrección en gloria (Ap 11,11.15-18). El *cordero fue vencedor del diablo por su muerte; asimismo sus compañeros triunfan de él por el *martirio (Ap 12,11; 14-1-5). El heroí­smo de tales combates rebasa con mucho al de las antiguas guerras de Yahveh y no exige menor valentí­a.

III. EL COMBATE FINAL. 1. Pródromos. Los “últimos tiempos” inaugurados por Jesús adoptan así­ el aspecto de una guerra a muerte entre dos campos: el de Cristo y el del *anticristo. Sin duda alguna la lucha ha de aumentar en sutileza, en brutalidad, en intensidad a medida que la historia se vaya acercando a su consumación. Pero el mundo maligno, el mundo de pecado sufre las consecuencias de una condenación divina, con la que está marcado ya su destino. Aquí­ es donde las guerras humanas revelan la plenitud de su sentido. En el centro de la experiencia temporal de los hombres inscriben los signos del *juicio venidero (Mt 24,6 p; Ap 6,1-4; 9,1-11). Revelan las oposiciones internas a que está condenada la humanidad pecadora en la medida en que no acepte la paz de Cristo.

2. Imágenes del último combate. En efecto, el tiempo se desliza indefectiblemente hacia su fin. Si por una parte Cristo reúne poco a poco en su Iglesia a todos los hijos de Dios dispersos (Jn 11,52), por otra parte Satán, que le remeda, se esfuerza también por unir en un solo ejército a los hombres a los que ha seducido. El Apocalipsis nos los presenta al fin de los siglos, reunidos bajo su guí­a para librar su último combate (Ap 19,19; 20,7ss). Pero esta vez Cristo vencedor hará que brille visiblemente su *señorí­o, apareciendo como Verbo de Dios en su gloria en función de exterminador (Ap 19, 11-16.21; cf. Mt 24,30 p). La fisonomí­a temporal de los hechos venideros se nos oculta a nosotros tras esta evocación sobrenatural, que desemboca más allá del tiempo en el castigo eterno de Satán y de sus satélites (Ap 19,20; 20,10). Después de esto, una vez superada toda contradicción tanto entre Dios y los hombres como entre los diversos grupos humanos, la *paz perfecta de la nueva Jerusalén reintroducirá en el *paraí­so a la humanidad salvada (Ap 21). Visión de *victoria final, que funda la constancia y la confianza de los santos (Ap 12,10), pues entonces la Iglesia militante se cambiará para siempre en Iglesia triunfante, reunida en torno a Cristo vencedor (Ap 3, 21s; 7).

–> Anticristo – Babel – Bestia – Ene-migo – Odio – Paz – Satán – Victoria.

LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teologí­a Bí­blica, Herder, Barcelona, 2001

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas

Aquí están envueltas varias palabras hebreas, como ṣāḇāʾ, «una masa de personas», luego campaña y así guerra; milḥāmāh, «lucha», o «una batalla»; qәrāḇ, «encuentro, batalla, guerra»; y otros. Las palabras griegas son stratia, y polemos, «guerra» y «luchar». El término «guerra» se aplica por lo general a un conflicto armado entre grupos como unidades orgánicas; tribus, razas, estados o unidades geográficas, o religiosas o políticas (véase EncSocSci).

Las primeras referencias a guerras en el AT eran conflictos tribales (Gn. 14). Fuese para saquear, atacar, repeler un ataque o vengarse, la tribu o grupo se reunía en torno a su adalid (Jue. 7). El botín obtenido en tal contienda era dividido. La guerra en parte dependía de la estación del año (2 S. 11:1), tomando lugar en la primavera o en verano. Los soldados eran ubicados en un orden de batalla acorde con el tamaño del ejército y el tamaño y número de las fuerzas enemigas. Los vigías nocturnos eran puestos a causa de los ataques nocturnos, emboscadas y ataques sorpresivos.

La guerra exhibía crueldad. El vencedor a menudo demostraba inmisericordia, matando a reyes y líderes, y esclavizando a los prisioneros (1 R. 20:30ss.). Generalmente se usaban espías (Jos. 2:1; 1 S. 26:4) y el símil del brazo fuerte era apropiado porque se trataba de un combate cuerpo a cuerpo. La victoria era celebrada con cánticos de guerra (Nm. 21:27–30; Ex. 15:21; Jue. 15:16), y los héroes eran a menudo militares. En Heb. 11 se menciona a cuatro de ellos sólo por su heroísmo en la guerra. Los guerreros que retornaban a casa eran bienvenidos con celebraciones de victoria (Jue. 11:34; 1 S. 18:6ss.), se instituían conmemoraciones, y oro, plata, y trofeos eran puestos en los santuarios.

Jehová era un Dios de guerra. Israel buscaba la voluntad de Dios antes de ponerse en guerra (Jue. 1:11; 20–23) y los sacerdotes acompañaban al ejército como lo hacía el arca. Elí murió al oír que el arca había sido capturada en la batalla (1 S. 6:12–18). Jehová usó la guerra para castigar a Israel y también para juzgar a los enemigos de Israel (1 S. 15:1–3). Los soldados se reunían en sacrificio antes de la batalla, se guardaban puros (2 S. 11:1) y buscaban activamente la bendición de Dios. Santificar la guerra era un símil común (Jer. 6:4; Mi. 5:3).

Los primeros cristianos usaban la jerga de la guerra en forma metafórica. «Más que vencedores», «buen soldado», «el sonar de la trompeta», eran frases comunes. Así como la trompeta impelía a ir a la carga, así también señalizará el retorno de Cristo. Esto y otros símiles dan al milenarismo un aire militar y marcial. Satanás será derrotado en la conquista final o guerra. Jehová como Dios de Guerra es pintado como un conquistador, como escudo y fortaleza, lanzando saetas a sus enemigos, como protector de los indefensos.

La vida cristiana era vista, también, como una guerra espiritual (2 Co. 10:3–4), para la cual el soldado debe poseer armas espirituales (Ef. 6:11–17). Santiago y Pedro hablan de «batalla en el alma» y «combate en vuestros miembros». En la guerra espiritual el cristiano tiene un Capitán confiable, una buena causa y armas seguras. Pelea la buena batalla de la fe. La ética cristiana de guerra plantea inmensos problemas. Una teodicea de la historia debe considerar las ramificaciones del propósito soberano de Dios en relación a las naciones de la tierra.

BIBLIOGRAFÍA

S.J. Case, «Religion and War»; AJT, XIX (1915); Calvin, II Corinthians; HDAC; HERE; EncSocSci; P.T. Forsyth, The Justification of God; John Gill, Body of Divinity; SHERK.

Robert Winston Ross

EncSocSci Encyclopaedia of the Social Sciences

HDAC Hastings’ Dictionary of the Apostolic Church

HERE Hastings’ Encyclopaedia of Religion and Ethics

SHERK The New Schaff-Herzog Encyclopaedia of Religious Knowledge

Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (285). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología

Heb. milḥāmâ, 313 veces en el AT, de lāḥam, ‘luchar’; cf. el ár. laḥama, ‘acomodar en forma compacta’, con referencia al ejército ubicado para la batalla (BDB). polemos en el gr. del NT se usa 18 veces.

I. Importancia estratégica de Palestina

La posición de Palestina con respecto a Mesopotamia y Egipto era verdaderamente axial, mientras que la existencia del gran desierto arábigo entre estos dos antiguos centros de civilización aseguraba, además, que el contacto fuese casi siempre por Palestina. Dicho contacto era frecuentemente de carácter hostil, de modo que Palestina no pudo evitar el constituirse en teatro de los conflictos—y también botín de guerra—durante períodos considerables de los dos últimos milenios antes de Cristo. Agregado a esto estaba el hecho de que el pueblo de Israel obtuvo un reino para sí solo, mediante el expediente de embarcarse en una guerra de conquista, y que, una vez que se establecieron, tuvieron que llevar a cabo guerras defensivas para mantener a distancia a los filisteos, que negaban la legitimidad de los útulos de propiedad de los israelitas en relación con Canaán. Las conquistas territoriales de David más allá de las fronteras de Israel también se hicieron mediante encuentros militares. La era imperial duró poco, no obstante, y los reinos divididos de Israel y Judá aparecen pronto defendiéndose de sus vecinos inmediatos, y finalmente del poderío inexorable de Asiria y Babilonia. No es de sorprender, por consiguiente, que la guerra ocupe un lugar destacado en las páginas del AT.

II. Guerra y religión

En el Cercano Oriente generalmente la guerra era una empresa sagrada, en la que estaba en juego en buena medida el honor del dios nacional. El concepto de los escritores del AT ofrece una semejanza superficial con esto en lo que hace a las guerras de Israel. La diferencia estribaba en que el Dios de Israel era trascendente, y no sufría los altibajos de la fortuna de su pueblo. Con todo, él es “el Dios de los escuadrones de Israel” (1 S. 17.45), y está mucho más comprometido con las luchas de su pueblo que lo que se consideraba que lo estaban Marduk o Asur (cf. 2 Cr. 20.22). A Dios se lo describe como “varón de guerra” (Ex. 15.3; Is. 42.13), y uno de sus títulos es Jehová de los ejércitos”. Esta última descripción podría referirse a ejércitos celestiales (1 R. 22.19) o a ejércitos israelitas (1 S. 17.45). Era Dios el que conducía los ejércitos de Israel a la batalla (Jue. 4.14), de manera que el relato más antiguo de los triunfos israelitas llevaba el nombre de “Libro de las *batallas de Jehová” (Nm. 21.14). Más aun, en todas las etapas de los preparativos para la guerra se reconocía la dependencia de Israel de su Dios. Primero, se averiguaba si el momento era propicio para atacar (2 S. 5.23–24) ; luego había que ofrecer sacrificio. Este último requisito preliminar se consideraba tan vital que Saúl en su desesperación se arrogó privilegios sacerdotales, para evitar que se entrara en la lucha antes de haber buscado el favor del Señor (1 S. 13.8–12).

El grito de guerra tenía significación religiosa (Jue. 7.18, 20) y, más todavía, proclamaba la presencia de Dios simbolizada en el arca del pacto (1 S. 4.5–6; cf. la forma en que se saludó la llegada del arca a Jerusalén, 2 S. 6.15). Debido a la presencia divina los israelitas podían ir a la lucha con confianza en la victoria (Jue. 3.28; 1 Cr. 5.22), aun cuando las fuerzas de la naturaleza tuviesen que ser invocadas para asegurar la victoria (Jos. 10.11–14).

Después de la batalla ocurría con frecuencia que los israelitas efectuaban una *“consagración” (ḥŷrem) a Dios, lo cual significaba que toda una ciudad o un país, con su población y sus posesiones, era apartado para Dios. A ningún israelita se le permitía, para satisfacer sus necesidades personales, apoderarse de nada ni de nadie que perteneciera al lugar sobre el que recaía la prohibición; el no dar cumplimiento a esta medida daba lugar a las más horrendas consecuencias (Jos. 7; 1 S. 15). A veces la prohibición podía no ser tan abarcadora como en el caso de Jericó (Jos. 6.18–24), pero siempre el derecho de Dios al fruto de la victoria ocupaba lugar prominente. El anatema era la forma en que Dios castigaba “la maldad del amorreo” (Gn. 15.16), y forma parte esencial del concepto veterotestamentario de la “guerra santa”. Más aun, si entre los israelitas mismos se descubrían tendencias paganas, la comunidad culpable de ellas también debía ser sometida al anatema (Dt. 13.12–18). Si toda la nación adoptaba un comportamiento que desagradaba a Dios, como ocurría con frecuencia, en ese caso los agentes del castigo correspondiente podían ser los mismos paganos a los cuales Dios había repudiado anteriormente (Is. 10.5–6; Hab. 1.5–11). La culminación se alcanza al final del período monárquico, cuando Dios anuncia su intención de luchar él mismo contra Judá, poniéndose del lado de Babilonia (Jer. 21.5–7). Durante un tiempo considerable, empero, la comunidad profética disfrutó de la seguridad de una esperanza mejor: nada menos que la erradicación de la guerra de la faz de la tierra, y la inauguración de una nueva era de paz por el “Príncipe de paz” davídico (Is. 9.6; cf. Is. 2.4; Mi. 4.3).

III. Tácticas guerreras

En la época en que Israel no tenía ejército permanente la milicia nacional era convocada para la acción mediante la trompeta (Jue. 3.27), o por medio de mensajeros (1 S. 11.7). Cuando estaban en la ofensiva los israelitas asignaban gran importancia a la estrategia militar (Jos. 2; 2 R. 6.8–12); dado que no existía en esa época la declaración de guerra, el agresor contaba con la mayor ventaja. Generalmente las expediciones se llevaban a cabo en la primavera, cuando los caminos estaban en mejores condiciones (2 S. 11.1). Las tácticas dependían naturalmente del terreno y del número de guerreros, pero en general los comandantes israelitas podían aprovechar el conocimiento superior que tenían de la geografía local, por lo menos cuando se trataba de acciones defensivas. Cuando se trataba de un enfrentamiento directo, como fue el caso entre Josías y el faraón Necao en Meguido, no parecería haberles ido tan bien a los israelitas. Además de la trompeta se podía hacer señales con fuego, práctica de la que da testimonio uno de los óstraca de *Laquis. Todos los métodos convencionales de guerrear están representados en el AT; las incursiones (1 S. 14), el sitio (1 R. 20.1), y la emboscada (Jos. 8) figuran a la par de la batalla formal (* Armadura; *Ejército).

IV. La guerra en el Nuevo Testamento

Es claro que no forma parte del ideal del NT la pretensión de extender el reino de Cristo por medios militares. “Mi reino no es de este mundo; si mi reino fuera de esta mundo, mis servidores pelearían” (Jn. 18.36) fue el principio que enunció nuestro Señor estando ante Pilato. Las palabras que le dirigió a Pedro, tal como aparecen en Mt. 26.52, arrojan sombras sobre el uso de la fuerza, cualesquiera sean las circunstancias. Pero el cristiano es ciudadano de dos mundos, y tiene obligaciones para con ambos; la tensión entre las exigencias conflictivas resulta inevitable, especialmente teniendo en cuenta que los poderes terrenales han sido ordenados por Dios y que “no en vano lleva[n] la espada” (Ro. 13.4). Pablo no sólo hizo valer su ciudadanía romana, sino que también se valió de la protección de soldados romanos, como cuando su vida corría peligro en Jerusalén (Hch. 21). Más aun, la piedad no se consideraba incompatible con la carrera militar, y los soldados que le preguntaron a Juan el Bautista acerca de sus obligaciones supremas no fueron incitados a desertar (véase Hch. 10.1–2; Lc. 3.14). Tenemos que suponer, por otra parte, que la causa que ligaba a Mateo, el cobrador de impuestos, y a Simon el Zelote como integrantes de los doce apóstoles originales exigía que ambos abandonasen sus ocupaciones anteriores. En la iglesia primitiva generalmente estaba mal visto que el creyente siguiese la carrera militar; el punto de vista de Tertuliano es representativo de la idea de que estos dos llamados eran incompatibles, aun cuando hacía excepciones en el caso de los que ya estaban comprometidos a cumplir servicios militares antes de convertirse.

La lucha del cristiano es eminentemente una lucha espiritual y, por consiguiente, ha sido equipado con toda la armadura necesaria para obtener la victoria (Ef. 6.10–20). Se sigue de esto que debe estar sometido a una disciplina militar, y es por ello que en el NT abundan las instrucciones enunciadas en términos militares (cf. 1 Ti. 1.18; 1 P. 5.9) y en metáforas militares (cf. 2 Ti. 2.3–4; 1 P. 2.11). La batalla crítica se ganó en el Calvario (Col. 2.15), de modo que en un pasaje como Ef. 6.10–20 el acento no recae tanto sobre la idea de conquistar más terreno, sino en la conservación de lo que ya se ha obtenido. La victoria última y completa vendrá cuando Cristo sea revelado desde el cielo al final de la era (2 Ts. 1.7–10). El choque final entre Cristo y los esbirros de las tinieblas se describe en los cap(s). 16, 19, y 20 de Apocalipsis. Según Ap. 16.16 se libra una batalla decisiva en un lugar denominado *Armagedón (o Harmagedón, °vm mg). La explicación mas probable de este. nombre es la que lo liga con el monte (heb. har) de Meguido(n). Meguido fue escenario de muchas grandes batallas en la historia (cf. 2 Cr. 35.22), y su aparición en contexto apocalíptico resulta enteramente apropiada. Para los enemigos de Cristo este encuentro significará destrucción (Ap. 19.17–21). Pero de esta manera el Sal. 110 y una cantidad de pasajes del AT encontrarán su cumplimiento cuando comience la era del gobierno mesiánico. Los heraldos de esa era bendita serán indudablemente las “guerras y rumores de guerras” (Mt. 24.6), pero cuando reine el Mesías “lo dilatado de su imperio y la paz no tendrán límite” (Is. 9.7).

Douglas, J. (2000). Nuevo diccionario Biblico : Primera Edicion. Miami: Sociedades Bíblicas Unidas.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico