HOMBRE

v. Adán, Varón
Gen 1:26 dijo .. Hagamos al h a nuestra imagen
Gen 2:5 ni había h para que labrase la tierra
Jos 10:14 atendido Jehová a la voz de un h
1Sa 4:9 esforzaos, oh filisteos, y sed h, para que
2Sa 12:7 dijo Natán a David: Tú eres aquel h
Job 4:17 ¿será el h más justo que Dios? ¿Será el
Job 7:1 ¿no es acaso brega la vida del h sobre la
Job 7:17; Psa 8:4; 144:3


hebreo †˜adam, griego anthropos, latí­n homo. En las Escrituras no existe una definición de h. Los escritores sagrados centraron el tema del hombre en su relación con Dios creador y salvador. En los principios del Génesis, se dice que Dios creó el cielo y la tierra, y como culmen de esa creación, †˜adam, el género humano, el h., la criatura por excelencia, punto de llegada de la acción creadora divina. La peculiaridad del h., está en fue creado a imagen y semejanza de Dios, lo que le da capacidad para relacionarse í­ntimamente con su creador, sin ser su igual, por eso dice †œa semejanza†; y con el mundo, distinto y por encima de los animales, como dominador sobre todas las cosas: †œHagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra, y manden en los peces del mar y en las aves del cielo, y en las bestias y en todas la alimañas terrestres…†, Gn 1, 26. Por otra parte, en el versí­culo siguiente, el 27, dice: †œmacho y hembra los creó†, es decir, no hay humanidad sin los dos sexos, iguales en cuanto a sus relaciones con Dios, entre sí­ y con el mundo. Aquí­, también, encontramos la naturaleza comunitaria y social del ser humano. De la creación a imagen y semejanza con Dios, se sigue como consecuencia el deber moral y ético del hombre, el respeto por el semejante, el respeto a la vida, sin esguinces: †œQuien vertiere sangre de h., por otro hombre serásu sangre vertida, porque a imagen de Dios hizo El al hombre†, Gn 9, 6.

En el A. T. según la concepción semita, el hombre se considera uno, el ser vivo, a pesar de que se hable de su alma, nefes, de su espí­ritu, ruâh, de su carne, basar. Nefes y rûah son dos términos hebreos que impropiamente se traducen como alma, pues en realidad significan vida.

De ahí­ que el texto del Génesis diga: †œEntonces Yahvéh Dios formó al h. con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el h. un ser viviente†, Gn 2, 7. Los asomos de dualismo se dan en algunas partes, como en el libro de la Sabidurí­a y en N. T., por influjo de la cultura griega, el alma, psyché, opuesta a cuerpo, soma. Es notoria la separación entre alma y materia, †œel cuerpo mortal oprime el alma y la tienda terrenal abruma la mente reflexiva†, Sb 9, 15. En Pablo, encontramos la figura de la tienda terrena que se desmorona, en contraposición a la morada eterna; y la esperanza de la felicidad para el alma cuando salga del cuerpo, 2 Co 5, 1-10.

En el libro de la Sabidurí­a se lee: †œPorque Dios creó al hombre para la inmortalidad y lo hizo a imagen de su mismo ser; pero la muerte entró en el mundo por envidia del diablo y la experimentan sus secuaces†, Sb 2, 23-24.

Este es el llamado del creador a la salvación que depende de la fidelidad del hombre a sus preceptos; Dios creó al hombre finito y a la vez inmortal, y del mismo hombre depende su muerte, pero no la biológica sino la espiritual. Es decir, el hombre, a pesar de ser creado a imagen y semejanza de Dios, es criatura deleznable, y es, por tanto, ridí­culo en su afán de autoafirmarse por sí­ mismo, por el contrario alcanza la verdad cuando reconoce su contingencia y su dependencia del creador.

Diccionario Bí­blico Digital, Grupo C Service & Design Ltda., Colombia, 2003

Fuente: Diccionario Bíblico Digital

(heb., †™adham, †™ish; gr., anthropos). La especie humana y el miembro varonil. De modo que la doctrina del hombre es la enseñanza sobre los seres humanos en su relación con Dios y con su creación. Dios hizo la especie humana, primeramente al varón y después a la mujer (Génesis 1—2), como una sola especie (Act 17:26) distinta del mundo animal. Dios hizo al hombre en la imagen y apariencia de sí­ mismo (Gen 1:26-27; Psa 8:5). El hombre es distinto a los animales debido a su conciencia moral, su conocimiento propio y la capacidad de comunión espiritual con su Creador. Esta capacidad ha sido seriamente limitada, mal encaminada y abusada por culpa del pecado. Adán y Eva, la primera pareja de seres humanos, eligieron por voluntad propia desobedecer el mandamiento divino, lo cual resultó en la pérdida de la comunión con Dios. Esta desobediencia también afectó sus vidas y relaciones, como también a sus hijos y a los hijos de sus hijos (Génesis 3; Rom 6:12 ss.). Los seres humanos dan evidencia de ser tan-to la creación especial de Dios como también seres pecaminosos (Gen 7:14-25). El eterno Hijo de Dios fue hecho hombre para poder proveer salvación del pecado y una nueva y permanente relación con Dios (Gen 5:12 ss.). Propiamente dicho, a Jesucristo se le llama el postrer Adán (1Co 15:45). Así­, en Cristo, los seres humanos son restaurados a su relación correcta que les pertenecí­a por derecho propio tanto con su Creador como con su creación (Col 1:15-20). Tanto de cre-yentes como de no creyentes, Dios espera que todo ser humano actúe como un ser responsable y, por eso, cada persona será juzgada en el juicio final (Rom 2:16).

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

En la Biblia, “el hombre y la mujer” es la obra más importante de la naturaleza salida de las manos de Dios, Gen 1:26-28, Gen 2:24, Gen 3:15-20, Mt. 19, Jua 3:16, Gal 2:20, Sal 149:4 : (3).

– Tiene cuerpo, alma y espí­ritu, 1Te 5:23, Mat 6:25, Gen 2:7, Gen 41:8.

– Depende de Dios: Mat 6:26-30.

– Fe, que si es verdadera, va a dar muchas “obras”, que serán el motivo de ir al Cielo o al Infierno: Mat 25:31-46, Rom 2:5-11, Efe 2:10, 1Co 13:1-3, Mat 7:21-27, Rev 20:11-15.

– E1 “hombre nuevo” denota el regenerado por la fe, Efe 2:15, Efe 4:24.

– El “hombre natural” denota el no regenerado, 1Co 2:4.

– El “hombre interior” denota el alma, Rom 7:22, Efe 3:16.

– El “hombre exterior” denota el cuerpo, 2Co 4:16.

– Cristo conoce el interior del hombre Jua 1:48-49, Jua 2:25, Jua 4:29.

– El diablo, enemigo del hombre, Jua 8:44.

– Jesús, el hombre perfecto, Jua 1:14, Jua 19:5.

(lleno de gracia).

– Marí­a, la mujer perfecta, también “llena de gracia”, y la más bendita de todas las mujeres, Luc 1:28, Luc 1:42.

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

http://biblia.com/diccionario/

Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

El ser humano es la cumbre de la creación de Dios. Como tal, se le encargó gobernar la tierra (†œ… llenad la tierra y sojuzgadla, y señoread…† [Gen 1:28]). Este mandamiento incluye las ideas de poblar el planeta, dominar los recursos naturales para ponerlos a su servicio en perfecto equilibrio y ejercer señorí­o sobre todos los animales.

Tricotomí­a o dicotomí­a? Los pensadores del cristianismo oriental opinaban que el h. es una persona compuesta por tres partes: el †¢espí­ritu, el †¢alma y el †¢cuerpo. Se basaban para ello en lo que dice Pablo a los Tesalonicenses (†œ… y todo vuestro ser, espí­ritu, alma y cuerpo, sea guardado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo† [1Te 5:23]). Explicaban los eruditos que el cuerpo, que es la parte †œinferior† de la persona, se comunicaba con el espí­ritu, que es la parte superior, por medio de alma, que es la parte intermediaria entre los dos. Esta manera de pensar estaba influenciada por el platonismo. Pero entre los pensadores de Occidente se aceptaba más bien la idea de la dicotomí­a, que ve al h. dividido en dos, cuerpo y alma. Los teólogos de la Reforma parecieron preferir la tricotomí­a. Pero actualmente se prefiere hablar de una dicotomí­a moderada, llegándose a decir que el ser humano no es como un edificio de tres niveles (cuerpo, alma y espí­ritu). Pero que en el nivel segundo (el alma) existen dos ventanas por las cuales el h. se asoma a dos direcciones: hacia arriba y hacia abajo. Llamamos †œalma† a lo que mira hacia abajo y †œespí­ritu† a lo que mira hacia arriba.

Unidad. El ser humano, sin embargo, es una unidad. Así­ lo enseñan tanto el AT como el NT. De tal modo están imbricados cuerpo y alma que la visión bí­blica no describe como h. a un alma sin cuerpo, ni a un cuerpo sin alma. Así­, los pecados del alma son pecados del h. y los pecados del cuerpo también. Cuando las Escrituras presentan a un alma como separada del cuerpo por haber muerto éste, siempre se está hablando de un estado intermedio, de espera, hasta la futura resurrección, cuando esa alma será dotada de un cuerpo espiritual para que pueda ser el h. nuevo.

El h. y el cosmos. Como fue tomado †œdel polvo de la tierra† (Gen 2:7), el ser humano está í­ntimamente ligado a la naturaleza material. El no fue creado †œexnihilo†, de la nada, sino de la tierra. Parte de lo que constituye su ser proviene de los mismos elementos que se encuentran en la naturaleza que le rodea. Esa parte material de él es lo más inmediato, lo que le apela con más urgencia (†œ… lo espiritual no es primero, sino lo animal; luego lo espiritual† [1Co 15:46]). Las fuerzas de la naturaleza influyen en él y viceversa. La í­ntima vinculación entre h. y naturaleza comienza a apreciarse en el lenguaje del Génesis, cuando se dice al h.: †œMaldita será la tierra por tu causa† (Gen 3:17). El pecado afecta el interior del ser humano y éste, entonces, se torna incapaz de mantener equilibradamente su señorí­o sobre la tierra. Surge la llamada ley de entropí­a, según la cual con cada obra organizativa que el h. hace en el mundo crea un desorden en alguna otra parte del mismo. El trabajo del h., que antes de la †¢caí­da era agradable y gozoso, se torna dificultoso, y la tierra, además, sufre el daño ecológico (†œ… espinas y cardos te producirᆝ [Gen 3:18]). Por eso Pablo dice que †œla creación fue sujetada a vanidad† y a †œesclavitud de corrupución† (Rom 8:20-21). También se ve esa í­ntima relación en el hecho de que la obra de redención que hace nuestro Señor Jesucristo abarca, no solamente al h., sino a la creación misma. Por eso †œtoda la creación gime a una†, esperando el momento en que sea libertada, en el dí­a de †œla libertad gloriosa de los hijos de Dios† (Rom 8:21).

La imago Dei. En el relato de la †¢creación, se habla de la imagen de Dios en el h. (†œHagamos al h. a nuestra imagen…† [Gen 1:26]). El h. fue el único ser a quien Dios hizo a su imagen y semejanza (Gen 1:26). Es, al mismo tiempo, el objeto de la redención. La eminente dignidad de la persona humana se deriva de esos hechos. El tema de la imagen de Dios en el h. (imago Dei) ha sido objeto de muchos debates a través de los siglos. Cuando los teólogos reformadores lo expresan se están refiriendo al estado inocente del h., antes de la †¢caí­da. Las Escrituras no ofrecen una descripción detallada que nos permita decir de manera categórica en cuál sentido el h. fue creado a la imagen de Dios. En términos generales, puede decirse que el h. fue hecho con facultades racionales, morales y espirituales que le permití­an relacionarse con Dios mismo. El h., como Dios, es una persona dotada no solamente de atributos divinos que le permiten razonar y hablar, sino también de cualidades divinas como la santidad y el amor. Todo eso gracias a que Dios insufló en el ser humano su divino soplo (Gen 2:7). Todos estos rasgos que le hacen ser imagen de Dios fueron dañados por el pecado, pero no destruidos por completo. El pecado hace que la imagen de Dios en el h. se desfigure. El h. conserva todaví­a su capacidad de pensar y expresarse, pero muy disminuida en comparación con el desarrollo que hubiera tenido de no haber pecado. De igual manera los h. conservan nociones de justicia y santidad que están escritas en sus conciencias, pero mezcladas con la presencia del pecado.
soplo divino no hizo inmortal al h. pero sí­ le dio la posibilidad de llegar a serlo, si obedecí­a a Dios. De ahí­ que Dios sacó del Huerto del Edén el †¢árbol de la vida, diciendo: †œAhora, pues, que no alargue su mano, y tome también del árbol de la vida, y coma, y viva para siempre† (Gen 3:22). En su estado de inocencia, el h. incluso estaba preparado para vivir sin morir, pareciéndose en eso a Dios. Es decir, estaba preparado para la inmortalidad. Pero el pecado trajo la muerte.
esto, Dios decidió hacer una nueva creación, con un nuevo h.: Jesucristo, que es la verdadera imagen del Dios invisible (Col 1:15), quien podí­a decir: †œEl que me ha visto a mí­ ha visto al Padre† (Jua 14:9). El NT señala al Señor Jesús como el modelo de h. que Dios ama. El carácter de Cristo es el carácter de Dios. Enseña, además, que todos los creyentes están pasando por un proceso de transformación que les conduce a parecerse cada dí­a más a Jesús, esto es, que se forma en ellos un nuevo h. (†œ… hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo† [Efe 4:13]).

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

tip, DOCT

ver, ADíN, CREACIí“N, CASTIGO ETERNO, CIELO, CABEZA, MUJER, ALMA, CUERPO, ESPíRITU, CARNE, VIDA

vet, Son varios los términos hebreos que se traducen frecuentemente como “hombre”. (a) “Adam”, “hombre”, término genérico para hombre, humanidad (Gn. 1:26, 27). (b) “Ish”, “hombre”, implicando “fortaleza y vigor” de mente y cuerpo (1 S. 4:2; 26:15); también significa “marido” en contraste con “mujer” (Gn. 2:23; 3:6). (c) “Enosh”, “sujeto a corrupción, mortal”; no se usa del hombre hasta después de la caí­da (Gn. 6:4; 12:20; Sal. 103:15). (d) “Ben”, “hijo”, con palabras adjuntas, como “hijo de valor” u hombre, o varón valiente; “hijo de fortaleza” u hombre o varón fuerte (2 R. 2:16, etc.). (e) “Baal”, “amo, señor” (Gn. 20:3). (f) “Geber”, “poderoso, belicoso” (Ex. 10:11; 12:37). Hay pasajes en que estos diferentes términos hebreos se usan en contraste. Un ejemplo es Gn. 6:4: “Se llegaron los hijos de Dios a las hijas de los hombres (a), y les engendraron hijos. Estos fueron los valientes (“gibbor”) que desde la antigüedad fueron varones (c) de renombre”. En el Sal. 8:4: “¿Qué es el hombre (c), para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre (a), para que lo visites?” “Dios no es hombre (b), para que mienta” (Nm. 23:19). El hombre fue la cumbre de la obra creadora de Dios (véase ADíN), y le dio el dominio sobre la esfera en la que fue situado. Es imposible que el hombre surgiera por evolución de cualquiera de las formas inferiores de vida (véase CREACIí“N). Dios sopló en la nariz de Adán el aliento de vida, y el hombre es así­ responsable ante El como creador suyo. Por esta razón, será llamado a dar cuenta de sí­, personalmente, ante El, lo que no sucede con ninguno de los animales. “Está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y después de esto el juicio” (He. 9:27). Todos descienden de Adán y Eva. Dios, “de una sangre ha hecho todo el linaje de los hombres, para que habiten sobre toda la faz de la tierra; y les ha prefijado el orden de los tiempos, y los limites de su habitación; para que busquen a Dios” (Hch. 17:26, 27). Siendo que el alma del hombre es inmortal, sigue existiendo después de la muerte. En las Escrituras se revela que su cuerpo será resucitado, y que o bien pasará la eternidad apartado de Dios en castigo por sus pecados, o bien, por la gracia de Dios, estará en la eternidad con el Señor Jesús, en gozo eterno, mediante la obra expiatoria de la Cruz. (Véanse CASTIGO ETERNO, CIELO.) En el NT se usan los siguientes términos principales: (a) “Anthrõpos”, hombre en el sentido de “humanidad”, sin tener en cuenta el sexo: “No sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt. 4:4). En unos pocos pasajes se usa en sentido más restringido en contraste con la mujer, como en Mt. 19:3 “¿Es lí­cito al hombre repudiar a su mujer por cualquier causa?”. (b) “Aner” hombre en distinción de una mujer: “El varón es la cabeza de la mujer” (1 Co. 11:3). Por ello, es el término comúnmente usado para “marido”: el hombre de una mujer es su marido. “José, marido de Marí­a” (Mt. 1:16, 19) (A) El nuevo hombre. Se trata de una expresión descriptiva de una condición moral u orden del hombre que ha llegado a hacerse realidad en Jesucristo (Ef. 4:21) y cuyo carácter es descrito en lo que es creación de Dios en justicia, santidad y verdad. En su muerte Cristo destruyó la pared intermedia de separación entre judí­os y gentiles, para crear en Sí­ mismo de los dos “un solo y nuevo hombre”, reconciliando a ambos con Dios en su cuerpo mediante la Cruz (cfr. Ef. 2:14-16), con lo que de esta manera el que es objeto de la reconciliación no está ante Dios como judí­o o gentil, sino como un hombre perteneciente a un orden enteramente nuevo. “El nuevo hombre” contrasta con el “viejo hombre”, que representa el corrompido estado en que se hallan los hijos del primer hombre, Adán. Siendo que el creyente se ha despojado del “viejo hombre”, también se ha revestido del “nuevo”, del estado propio del creyente, la nueva creación en Cristo. El nuevo hombre creado de esta manera es enteramente nuevo (“kainos”, Ef. 2:15). En Col. 3:10, los cristianos son considerados como habiéndose despojado del viejo hombre con sus hechos, el cual es reemplazado por el hombre nuevo (“neos”), que es renovado (“anakainoumenon”) hasta el conocimiento pleno. De ahí­ que Cristo vive en los santos, y sus caracterí­sticas morales se desarrollan vitalmente en un cuerpo. Cristo es todo (porque queda excluido el viejo hombre de todo tipo), y está en cada creyente. (Véanse CABEZA, MUJER, ALMA, CUERPO, ESPíRITU, CARNE, VIDA. Véase también ADíN.)

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

[270] La maravilla suprema de la Creación divina es el hombre, en el cual se unifica el mundo de la materia y el mundo del espí­ritu. Toda tarea catequí­stica parte de una buena presentación de lo que significa el hombre en el mundo en doble dimensión.

Se parte de la ciencia cosmológica, biológica y antropológica para analizar lo que es el hombre en clave de naturaleza. Y se llega a la Revelación divina sobre la realidad del ser humano.

1. Cómo es el hombre
Así­ descubrimos, en una simbiosis admirable de datos naturales y sobrenaturales, que el ser humano es cuerpo y alma en í­ntima unidad de materia y espí­ritu.

1.1. El cuerpo

El cuerpo humano ofrece caracteres comunes con los animales más evolucionados de la tierra: los mamí­feros superiores. Pero hay algo en él que le hace superior a cualquier organismo animal del universo, por perfecto y desarrollado que se presente.

La vida maravillosa que late en la corporalidad humana es semejante a la animal, pero no idéntica. Se explica por leyes biológicas, pero no en todas sus dimensiones.

Su más perfecta organización le permite ser soporte del desarrollo original de la inteligencia, de la voluntad, de la afectividad, de la sociabilidad y de los demás rasgos originales.

1.2. El alma
El alma goza de las caracterí­sticas de los espí­ritus, pero se halla tan í­ntimamente vinculada al cuerpo que no puede actuar por separado en la vida presente. Sólo misteriosamente, al “salir” del cuerpo por la muerte, podrá realizar los actos de conocimiento y de amor que le permitirán gozar de Dios, si para entonces ha merecido la salvación.

Su naturaleza espiritual, libre e inmortal constituye un misterio de fe para el creyente, que le permite descubrir con admiración su dignidad superior.

1.3. Es cuerpo y alma
El hombre ha sido creado por Dios con un cuerpo y una alma que constituyen realidad unitaria. El hombre no es una dualidad material-espiritual, sino una unidad personal. Es una realidad personal dotada de cuerpo, que al morir se destruye, y de alma, que sobrevive después de la muerte corporal.

No se puede considerar al cuerpo como ser malo que nos lleva al pecado y al alma como espí­ritu limpio que nos eleva al bien. Tenemos y somos cuerpo y alma, pero nos somos dos realidades.

Nuestra naturaleza sintetiza lo material y lo espiritual. El cuerpo procede de nuestros padres, que lo configuran según las leyes hermosas de la naturaleza. El alma es creada por Dios de manera singular y amorosa.

De la unión de ambos brota el hombre concreto, que crece, se desarrolla y se hace consciente de sus dones naturales, fí­sicos, psicológicos y sociales, y de sus dones espirituales como el pensamiento y amor, y sobrenaturales, como la fe y la gracia.

El Concilio Vaticano II aludí­a a esta dignidad natural maravillosa: “Uno es el hombre en cuerpo y alma; por su misma condición corporal reúne en sí­ los elementos del mundo material y espiritual. De tal modo es así­ que, por medio del cuerpo, estos elementos alcanzan su cima y elevan su voz para la libre alabanza del Creador. Por consiguiente, no es lí­cito al hombre despreciar la vida corporal, sino que tiene que considerar su cuerpo bueno y digno de honra, ya que ha sido creado por Dios y ha de resucitar en el último dí­a”.

(Gaudium et Spes 14)

El alma es espiritual, libre e inmortal. Sobrevive a la muerte y, como criatura de Dios, está destinada para la vida eterna. Ella, en cierto modo, reclamará al cuerpo propio cuando llegue el momento de la resurrección final de todos los hombres.

Si en esta vida el alma no puede actuar sin la intervención del cuerpo, se hace activa y misteriosamente consciente cuando se separa de él por la muerte. Seguirá entonces conociendo y amando en la vida que le espera.

1.4. Teorí­as sobre el hombre

El humanismo en general ha resaltado siempre la figura del hombre hasta convertirlo en el centro de todo el universo. El hombre para los griegos (para los sofistas, como Protágoras) es la medida de todas las cosas. El hombre para los humanistas del Renacimiento también es la referencia de todaslas cosas. Y para los humanistas actuales es la razón de ser de todas las cosas.

El evolucionismo biologista enseña que el hombre no es más que un animal desarrollado, un mamí­fero superior con mayor capacidad de respuesta ante los estí­mulos de la naturaleza.

El espiritualismo de cualquier signo tiende a considerar al hombre como alma prisionera de una materia orgánica, limitada en sus tendencias trascendentes por la realidad orgánica que lo configura.

El existencialismo mira al hombre sólo como fruto de una circunstancia variable, relativa y superficial. No se interesa por su identidad, sino sólo por su existencia inmediata.

El naturalismo tiende a mirar al hombre como un ser original y diferente, capaz de obrar bien, pero nada más.

El pesimismo, por el contrario, lleva hacia una visión negativa del hombre. El hombre es ser malo, fruto de un desorden de la naturaleza, nacido para sufrir él y para hacer el mal a los demás.

El positivismo y el pragmatismo le consideran como un ser capaz de producir cosas útiles y ventajosas para sí­ mismo y para los demás.

Otros sistemas o estilos de pensamiento: el maniqueí­smo, el misticismo, el nihilismo, y muchos más “ismos” más, tratan de ofrecer teorí­as sobre el hombre.

1.5. Situación en el mundo
El hombre no se puede definir, si no se sitúa en el mundo concreto en el que vive: necesita espacio para estar, precisa comunicación con otros seres inteligentes, siente una vocación a trascender por encima de lo visible.

Podemos decir que el hombre es un ser completo cuando se mueve en las tres direcciones que definen su esencia.

1.5.1. Dirección cósmica
Es la dirección más fí­sica y material. El hombre es parte del universo, pero es inteligente y está destinado por Dios para ser dueño de sí­ y de las cosas. Cuenta con libertad y con conciencia en medio del mundo fí­sico. Puede obrar bien y mal en él; puede dominar la materia en la que vive y puede dejarse dominar por ella.

Tiene el deber de construir un mundo mejor que el que ha encontrado a su llegada. Dios le ha dado un “territorio” en el que pueda trabajar. Debe investigar, descubrir, luchar, dominar, ser señor de la tierra.

1.5.2. Dirección social
El hombre vive entre sus semejantes, que son seres inteligentes y conscientes. El mundo es también el conjunto de personas que se mueven en el cosmos.

Puede hacer el bien o el mal a los demás y puede recibir de ellos ambas respuestas: las buenas y las malas.

Debe vivir con otros habitantes de la misma casa. Su misión es proyectarse en los demás sin egoí­smo, sin predominio o sin arrogancias.

1.5.3. Dirección espiritual
Pero el hombre también sabe que puede moverse en una dirección espiritual, cultivando ante sí­ y ante los demás actitudes trascendentes: éticas, estéticas y religiosas.

Esas grandezas le sirven para entrar en el mundo sutil y misterioso de la sobrenaturalidad, que le sitúa por encima de la naturaleza. Ha sido hecho capaz de pensar, de amar y de sentir por encima de la materia. Pero ha sido hecho apto para unirse con Dios por una gracia misteriosa y superior.

El hombre tiene que ser protagonista de su propio camino y de su destino, ya que no lo es de su origen. Es el único ser libre que existe en el universo. Es el único señor que puede ponerse por encima de las leyes y elegir entre cumplirlas o no. Es verdaderamente un dominador de las demás cosas creadas.

2. La dignidad del hombre.

La dignidad del hombre es lo que más se debe inculcar en quien se está abriendo a la vida y construyendo su conciencia y su personalidad.

2.1. Es dignidad singular
El humanista florentino Juan Pico de la Mirándola (1463-1494) escribí­a en su libro “Sobre la dignidad del hombre”: “Dios escogió al hombre como obra de naturaleza interminable… Una vez que lo hubo colocado en el centro del mundo, le habló así­: “No te he dado, oh Adán, ni un lugar determinado ni un aspecto propio ni una prerrogativa exclusiva tuya. Todo lugar, toda prerrogativa, todo aspecto que tú desees tendrás que conseguirlo según tu deseo y según tus opiniones. La naturaleza de los demás seres está limitada por mí­ y se mantendrá encerrada en las leyes escritas por mi sabidurí­a… Tú actuarás con libertad, sin ninguna barrera, pues todo lo entrego a tu potestad.

Te he puesto en medio del mundo para que desde ahí­ te des cuenta de todo lo que existe en él. No te he hecho ni celestial ni terrenal, ni mortal ni inmortal, con el fin de que, por tu propio esfuerzo, como artí­fice soberano y libre, te formes y te exculpas en la forma en que elijas. Te podrás degradar, si quieres, haciéndote inferior; y podrás, si lo deseas, elevarte a las cosas superiores, que son divinas. Todo depende de ti.”

Pero la grandeza del hombre está en haber sido creado para unirse con Dios por toda la eternidad en la otra vida.

2.2. Tiene libertad.

En este mundo también ha sido llamado para vivir en una vida sobrenatural a la que tiende su naturaleza espiritual. Esa vida es como el regalo de un Dios lleno de misericordia. Pero también es capaz de rechazar el don de Dios o de aceptarlo con plenitud. Su libertad es la base de su dignidad.

En la vida presente ejerce sus operaciones mentales y elige entre el error o la verdad. Adquiere responsabilidad en cuanto hace cosas buenas o malas, consiguiendo el mérito de ellas o mereciendo el castigo divino, si no se arrepiente.

La religión cristiana insiste en la responsabilidad que el hombre tiene de sus propias acciones. En ella, fruto de su libertad e inteligencia, está su grandeza.

En la catequesis, sobre todo con adolescentes y jóvenes, importa resaltar la libertad y la responsabilidad del hombre como dones divinos desafiantes.

– Los cristianos creen que son libres para elegir el bien o el mal y sienten la experiencia de su libertad.

– Creen que Dios es justo para premiar o castigar los actos humanos, precisamente por que se hacen libremente.

– Saben, por revelación más que por razonamiento, que el cielo implica un encuentro misterioso con Dios en un acto interminable y ya definitivo de amor.

– Y temen el castigo eterno, que será la privación de ese estado de amor por libre elección de los que sean rechazados por la justicia divina.

En consecuencia de todo ello, el cristianismo piensa que el hombre tiene en sus manos su destino eterno. Esto le convierte en un ser que se enfrenta con un destino eterno dependiente de su vida presente.

La responsabilidad de sus elecciones no se transfiere a nadie. Puede el hombre no ser lo suficientemente digno de la confianza que Dios ha depositado en él.

3. Interrogantes humanos
Tres preguntas se hace el hombre con frecuencia sobre sí­ mismo. En la catequesis, sobre todo con adolescentes y jóvenes, surgen con frecuencia:

– de dónde viene, cuál es su origen;

– qué es, de qué está hecho;

– cuál es su destino, a dónde va.

3.1. De dónde viene.

Quién lo ha hecho. Cuándo surgió. Es fácil decir que el hombre viene de Dios y ha sido creado por El. Pero detrás de este interrogante se hallan todas las interpretaciones que se han dado a lo largo de los siglos y que nunca han convencido del todo a los mismos que las han formulado.

3.1.1. Doctrina creacionista.

Interpreta literalmente la metáfora de la Biblia (Génesis 3) y nos habla de que Dios configura del barro la figura del hombre, le da vida y le sitúa en el paraí­so en forma de varón y mujer, para que se reproduzca y llene el mundo.

3.1.2. Evolucionismo moderado.

Una visión más racional, que podemos llamar “evolucionismo providencialista”, contempla el relato de la Biblia más conceptual que literalmente. Habla de que Dios crea el mundo vivo y cambiante y deja que la naturaleza se vaya disponiendo para originar las condiciones que facilitan que el hombre aparezca y se desarrolle sobre la tierra.

Respeta las leyes de la naturaleza fí­sica y biológica que el mismo ha creado y se halla detrás de todos los procesos del universo, entre los que se sitúan la evolución de las especies hasta llegar al hombre.

3.1.3. Darwinismo.

Existe el evolucionismo materialista. A veces se refugia en la ambigüedad y piensa que Dios es demasiado “supremo” para preocuparse por el hombre (Deí­smo) por lo que las cosas del universo se mueven por el azar o por sus propios impulsos.

En ocasiones niega radicalmente la existencia y actuación de un Dios real (Ateí­smo), y convierte a la evolución de la materia en postulado axiomático (materialismo). Será por tanto la evolución autónoma de la materia, mecánica y ocasional, la que hará surgir al hombre
3.2. Cómo es el hombre.

El hecho de que el hombre se presente dotado de un cuerpo similar al de los animales más desarrollados multiplica las teorí­as. Cuenta con conciencia de sí­ mismo, con inteligencia, con libertad, con sociabilidad, pero tiene cuerpo animal que debe ser explicado desde la óptica humana, no sólo biológica.

3.2.1. El biologismo.

Lo resuelve con simpleza y mira al hombre como una sola realidad material y orgánica, en la que se ha desarrollado un sistema nervioso complejo que establece asociaciones entre sensaciones. Ve al hombre como mero animal superior.

3.2.2. El dualismo.

Ha sido el muy frecuente en la Historia, piensa que el hombre posee dos realidades: una corporal y material de naturaleza animal; otra espiritual y trascendente, superior a la materia. Ambas se intercomunican armónicamente.

El platonismo pensaba que esas dos realidades estaban superficialmente unidas, “como el jinete con su caballo”. Mira el cuerpo material como cárcel para el alma.

El maniqueí­smo hace a las dos realidades opuestas: una buena, el alma espiritual que tiende al bien; otra mala, el cuerpo material que tiende al mal. La lucha radical en el ser humano es inevitable.

3.2.3. Realismo aristotélico.

Admite en cierta manera dos principios unidos: uno material o cuerpo y otro formal o alma; pero los unifica en una sola realidad humana, personal, real. Lo entiende como un ser vivo (zoon), pero de naturaleza social (politikon)

El hombre es un ser dotado de cuerpo y alma, en el cual no es posible hacer una separación radical.

3.2.4. Otras actitudes
También existen actitudes muy vinculadas con la cultura, las creencias y las religiones más orientales. Hablan de tres realidades en el hombre: – el soma o cuerpo, – la psique o espí­ritu, – el pneuma o alma.

El cuerpo es orgánico y limitado; la psique es la conciencia, la inteligencia, la libertad; el pneuma es el espí­ritu de origen divino que reside en nosotros y transmigra de cuerpo en cuerpo. Algunos han querido ver esta idea en el mismo San Pablo. (1 Tes. 5. 23)

3.3. Sobre su destino.

Es lo que más le preocupa desde la perspectiva espiritual. El hombre se siente hambriento de supervivencia y de eternidad. Mientras explora su origen por curiosidad y su naturaleza más bien por interés de comprenderse mejor, su destino le desafí­a con inquietud.

Su futuro le llena a veces de angustia, pues teme perder la vida que tiene y no sabe nada de la que le aguarda. Vacila a la hora de asumir alguna explicación de las muchas que halla.

– El biologismo y el materialismo le indican que no hay otra vida posterior; en consecuencia, hay que resignarse a sacar el mejor partido de la presente.

– El espiritualismo panteí­sta le habla de un regreso a la divinidad con la que terminará identificándose y desapareciendo.

– El naturalismo habla de otra vida futura, en la cual el hombre tendrá que recoger las consecuencias del bien o del mal que haya hecho en la actualidad.

Ante tantas teorí­as sobre el origen, identidad y destino del hombre, el cristiano siente cierto descanso al saber que posee respuestas claras y seguras sobre ellas:

– viene de Dios por ví­a de creación;

– vive en este mundo como ser libre y responsable que debe esforzarse por hacer el bien;

– está destinado para una vida posterior a la muerte en donde vivirá feliz con Dios.

Precisamente esta actitud clara y serena es la que debe ser alma de toda catequesis sobre el hombre. El creyente tiene la certeza de que las incógnitas le han sido aclaradas por la Revelación, que es un regalo divino que ofrece luz.

Por eso el catequista debe ponerse en actitud de dar respuestas a los interrogantes y no sólo plantear incógnitas que siembren la zozobra en el catequizando.

Debe promover el pensamiento cristiano y no sólo la reflexión filosófica, aunque con suficiente dosis de antropologí­a sobretodo cuando se trata de ilustrar la mente de catequizandos mayores.

4. El hombre creyente
El catequista debe resaltar la originalidad del hombre llamado a una salvación sobrenatural. Redimido por el mismo Hijo de Dios, todo hombre se hace consciente por la fe de la situación de elección, de santificación y crecimiento espiritual, de destino eterno que posee.

El cristiano se halla enriquecido con todos los dones que la misericordia divina ha puesto a su alcance. Su naturaleza humana, ya de por sí­ llena de grandeza y capaz de producir admiración en quien la comprende a la luz de una sana reflexión, se siente resaltada por los regalos divinos, que son las gracias de Dios, y en los que es preciso también adquirir suficiente ilustración.

4.1. Es un Bautizado.

Por una singular y gratuita llamada a la fe, el hombre se sabe injertado misteriosamente en el Cuerpo de Cristo. Se siente, además de perdonado del pecado original, abierto a la vida de amistad divina, la cual él debe actualizar continuamente.

El Bautismo es, en el orden de la gracia, lo que el nacimiento corporal es en el orden de la naturaleza. Es la puerta a la vida nueva.

Es la mayor dignidad que recibe el hombre como regalo. Ninguna razón es capaz de explicarnos a cada uno de los bautizados por qué hemos sido elegidos para esta vida grandiosa, cuando hay tantos que nunca llegan a conocer su existencia.

El cristiano se siente orgulloso de decir con San Pablo: “Por el Bautismo hemos sido sepultados con Cristo. Y, si Cristo ha vencido a la muerte resucitando glorioso por el poder del Padre, nosotros emprendemos ahora con él una vida nueva”. (Rom. 6. 3-4)

El Bautismo abre la pertenencia a la Iglesia, o Comunidad de Jesús, que es para los hombres creyentes una fuente de dignidad y un motivo de alegrí­a. Saberse de la Comunidad de los seguidores de Jesús es mayor regalo que cualquier otra consideración humana.

En ella se vive la fe y la fraternidad, se aprovechan los dones y los sacramentos, se encuentran medios de salvación y de perdón.

4.2. Enriquecido por la fe

El crecimiento en la fe y en la vida cristiana se deriva de la gracia bautismal, raí­z de la vida sobrenatural. Se origina por regalo, pero se desarrolla por las obras buenas que hacemos y por las gracias divinas que recibimos.

El buen cristiano sabe que, puesto que es libre en sus acciones, de él depende el vencer las inclinaciones malas que quedaron como consecuencia del pecado original, y el desarrollo de las virtudes y de los valores buenos, sobre todo en cuanto sirven para contribuir a que otros amen más a Dios.

Lucha sin cansarse por crecer en la fe y en la gracia; y se mantiene en la oración y en la presencia divina, a fin de recibir la ayuda del que todo lo puede y está deseando acompañarnos en nuestro camino hacia la santidad.
4.3. Miembro de Cristo
El cristiano es miembro del Cuerpo de Jesús. Se sabe y se siente llamado a la unión con Cristo cada vez mayor. Está orgulloso de esa pertenencia, la cual actualiza con frecuencia en el sacramento o signo de la Eucaristí­a, establecido por el mismo Jesús.

Esa pertenencia no estática, sino creciente. Se puede ser miembro pasivo e inconsciente y se puede ser miembro activo, fecundo y proyectivo. Precisamente la catequesis debe encauzar y acompañar ese salto cualitativo que conduce hacia la madurez espiritual.

Por eso el cristiano siente como un debe el trabajar de manera infatigable por los demás. Y su amor fraterno no se queda sólo en los hermanos en la fe o en los hombres más cercanos. Su corazón, a imitación del Corazón de Cristo, se abre sin cesar a todos los hombres para los que desea la salvación y por los que trabaja con amor.

5. Educar la fe en el hombre
El catequista no se quedará en meras argumentaciones racionales sobre el hombre: origen, naturaleza y destino. Plantea cuestiones más comprometedoras desde la Palabra de Dios, desde la Tradición, desde las enseñanzas del Magisterio y de la Comunidad eclesial.

– Sabe quién le ha creado y qué significa tener inteligencia, libertad y voluntad responsable. Y enseña a dar gracias por la vida natural y por la sobrenatural.

– Sabe cuáles son los deberes de quien se siente criatura, pero también hijo de Dios: amar, adorar, agradecer, servir, ayudar a los demás.

– Sabe cómo será el final del camino, que es una vida de amor eterno a Dios y de felicidad celeste. Suscita el deseo de alcanzar tan grandioso beneficio con una vida concorde con los designios divinos.

Para una buena catequesis hay que fundamentar las respuestas “cristianas” en las fuentes de la fe, no en el simple razonamiento.

El catequizando precisa apoyos definitivos y estos hay que buscarlos en la Palabra de Dios, en la Tradición y en el Magisterio de la Iglesia

5.1. Desde la Biblia

La Biblia, depositaria de la Revelación, es la primera fuente. El hombre puede preguntarse por lo que el mismo Dios ha revelado e inspirado sobre su origen, naturaleza y destino. En la Palabra de Dios, Antiguo y Nuevo Testamento, se resalta el protagonismo divino.

5.2. En la Tradición
Es importante acudir con serenidad a lo que siempre se ha dicho en la Iglesia sobre el hombre. Los creyentes han ido desarrollando sentimientos y actitudes, juicios y relaciones, opiniones y contrastes en los que se refleja el mensaje sobre el hombre.

Siempre se ha establecido la clara referencia a Dios como origen y destino del hombre. Siempre se ha resaltado la dignidad humana, como común denominador de la Historia de los cristianos.

5.3. Con el Magisterio.

La autoridad de la Iglesia ha dicho con frecuencia, como intérprete fiel del mensaje recibido del mismo Hijo de Dios, lo que se debe decir sobre la dignidad natural y sobrenatural del hombre.

El Magisterio ha proclamado en todo momento la compatibilidad de la Biblia y de la Tradición con las actitudes cientí­ficas respetuosas con su dignidad sobrenatural.

Ha cuidado de deslindar bien lo que son teorí­as cientí­ficas y lo que es mensaje revelado sobre la creación y el hombre.

5.4. También por la Comunidad.

El Catequista se interesa por la manera de pensar de la Comunidad cristiana, en la que late el Espí­ritu de Dios. Sabe que las opiniones particulares deben ser matizadas por el sentido común, el cual debe estar por encima del deseo de originalidad o singularidad de las opiniones.

Del mismo modo está atento a lo que siente la propia conciencia, la cual tiene derecho a la libertad de opinión.

Pero sabe que esa libertad tiene unos lí­mites en la verdad objetiva por una parte y en la humildad cristiana por otra. En la sumisión en lo esencial a las fuentes primeras de la fe: Palabra de Dios, Tradición y Magisterio, pone un interés que le garantiza la “ortodoxia” de sus opciones y opiniones.

Con estas fuentes de referencia, desiguales pero influyentes, los hombres nos forjamos nuestra propia opinión sobre lo que somos, de dónde venimos y cuál es nuestro destino. Y tratamos también de hacer objetivas, verdaderas y firmes nuestras “teorí­as”, con la ayuda de los demás hombres, nuestros hermanos. Y aquí­ está la importancia decisiva de los buenos catequistas en el proceso de clarificación de ideas y de actitudes.

El Catecismo de la Iglesia Católica dice lo que piensan los cristianos sobre el hombre: “El hombre ocupa un lugar único en la creación, pues ha sido hecho a imagen de Dios. Sólo él está llamado a participar por el conocimiento y el amor, en la vida de Dios. Para este fin ha sido creado y esta es la razón fundamental de su dignidad…

San Juan Crisóstomo escribí­a: ¿Qué otro ser ha venido a la existencia rodeado de tal consideración? El hombre, grande y admirable, figura viviente, más precioso a los ojos de Dios que toda la creación es el Señor del mundo. Para él existe el cielo, la tierra, el mar y todo el universo. Dios ha dado tal importancia a su salvación, que no ha dudado en enviar para ella a su mismo Hijo único. No ha dudado en hacer todo lo posible para que el hombre subiera hasta El y se sentara a su misma derecha”. (Serm. 2. 1) (Cat .356-358)

El pensamiento cristiano tiene siempre una coincidencia radical, que es el cauce de toda catequesis: la dignidad sobrenatural del hombre y el amor de Dios.

6. Limitaciones del hombre

El origen del hombre está en la voluntad creadora de Dios. Sólo por amor fue creado y puesto en la tierra para que la trabajara y fuera señor de ella.

Dios lo creó en forma de varón y mujer y quiso que, de la unión entre ambos, se derivara el género humano. Hizo del atractivo entre los sexos la fuerza arrolladora que llenara el universo de nuevos hombres, capaces de amarle y servirle.

El hombre fue creado en estado de amistad divina y estaba destinado para la salvación por un acto gratuito divino.

6.1. Hombre pecador
Pero el hombre se hizo pecador. Rompió el plan de Dios y se rebeló contra su voluntad. Libre como era y dotado de voluntad y de inteligencia, se alejó del amor divino.

Siempre ha sido un misterio desafiante el hecho del pecado original, por el cual los hombres se apartaron del plan de Dios.

Lo afirma con claridad la Palabra divina y la enseñanza permanente de la Iglesia. Fue una ofensa a Dios la que comprometió a todos los hombres que descendieron de los primeros padres pecadores. Desde entonces todos nacemos en estado de pecado, sin poder llegar ya por nuestras solas fuerzas naturales a la amistad eterna para la que habí­amos sido creados.

En la historia de la humanidad existe la conciencia colectiva de que los hombres se han alejado de Dios y se han hecho acreedores de un castigo.

Para conseguir la liberación de ese castigo Dios quiso enviar al mundo un Salvador y lo anunció desde el principio de la humanidad, aunque esa promesa fue haciéndose cada vez más explí­cita y clara. Llamamos pecado original a ese misterio del mal que alejó desde el principio a los hombres de Dios. Y llamamos salvación al perdón generoso que Dios quiso conceder a los hombres pecadores. Aunque perdonados, no conseguimos la total liberación de los efectos del pecado.

Por eso el hombre sufre con la concupiscencia o inclinación enfermiza que nos queda hacia el mal. Ella obliga a todos los hombres a multiplicar los cuidados y los medios para no dejarse dominar por las malas inclinaciones y por las ocasiones de convertir en pecado personal esa imborrable secuela del pecado colectivo.

6.2. Redimido por Cristo.

Dios no dejó abandonado al hombre pecador. Quiso, por su infinita misericordia, regenerar y rescatar la obra de sus manos. Por ello determinó enviar a la tierra a su Hijo divino.

La Segunda Persona de la Santí­sima Trinidad, el Verbo, se hizo carne, se hizo hombre, y vino para salvar a los hombres que se habí­an alejado de su plan inicial.

A la dignidad de creado por amor, de obra divina dotada de inteligencia y libertad, el hombre añadirá siempre, en consecuencia, la categorí­a de redimido, de rescatado, por el Hijo de Dios.

No contento Dios con esa obra maravillosa y divina de redención, facilitó a los hombres todos los dones para llegar a la perfección de su amistad generosa.

Para ello envió al Espí­ritu Santo, Tercera Persona de la Santa Trinidad, el cual regaló al hombre sus dones y su gracia inmensa, le iluminó con sus inspiraciones y le fortaleció con sus riquezas divinas.

Llamamos gracia santificante a ese estado de amistad divina a que Dios invita a cada hombre en particular o a la familia total de la humanidad.

Y llamamos pecado al alejamiento de Dios por cualquier acto o actitud que aleja de esa amistad de Dios. Como Dios ha querido hacer al hombre libre y responsable de sus decisiones, el estado de gracia o de pecado en que el hombre se halle depende de su libre opción y de sus continuas elecciones.

Los sistemas morales que desconocen la dignidad humana y su libertad, como son el naturalismo, el pesimismo, el determinismo, el fatalismo, el materialismo, no ayudan al hombre a descubrir su identidad creacional y deben ser rechazados como formas cristianas que explican la realidad y la vida humanas.

7. El prójimo
Lo más significativo del mensaje de Jesús es su proclamación universal de la salvación. Todos los hombres han sido llamados por El a la salvación y eso hace que el hombre no pueda, en lenguaje cristiano, refugiarse en sus intereses individuales. De mirar a los demás, sobretodo a los más próximos.

7.1. El hermano prójimo.

El hombre creyente debe, como hermano de otros hombres asociados a El, trabajar por la salvación de todos.

El ejemplo, el modelo de hombre entregado a los demás, es Jesús. Hombre nacido en lo más recóndito de un pueblo elegido, se declaró Hijo de Dios, Redentor y camino de vida.

Es el modelo de hombre que ama al prójimo y da testimonio de ese amor. Su mensaje de fraternidad, abierto por designio divino a la universalidad del mundo, es el eje de su moral de vida: Un sólo mandamiento da, el amar al hermano como El ha amado a todos. Es un mensaje que recuerda a los hombres su categorí­a sobrenatural.

7.2. La fraternidad

Por eso en la catequesis hay que superar las tentaciones individualistas y hacer ver que la dignidad del hombre no se puede entender en plenitud si no es en relación a los demás miembros de la humanidad. Todos están llamados al amor fraterno y todos son iguales ante El y están destinados por igual a la salvación.

Al igual que al Apóstol Pedro, cuando fue llamado a anunciar la salvación por primera vez a los gentiles, todos los cristianos hemos de estar abiertos a reconocer lo que decí­a al entrar en la casa del pagano Cornelio: “Ahora comprendo que para Dios no hay diferencias. Toda persona, sea de la nación que sea, si es fiel a Dios y se porta rectamente, goza de su estima” (Hech. 10. 34-35)

Y ese mismo sentimiento domina en todos los creyentes a medida de que van progresando en el sentido cautivador de la fe en Jesús. Se dan cuenta de que todos somos iguales ante Dios y que hemos de hacer lo posible para que los demás conozcan el mensaje de salvación que les llevará a la verdad y a la felicidad eterna.

También el apóstol Pablo expresaba sus sentimientos con estas hermosas palabras: “Toda diferencia entre judí­o y no judí­o ha quedado superada, pues uno mismo es el Señor de todos y su generosidad se desborda sobre todos los que le invocan. Por eso la salvación está al alcance de todo aquel que eleva su corazón al nombre del Señor. Pero, ¿cómo le podrán invocar si no creen? ¿?Y cómo van a creer si no han oí­do su mensaje?¿Y cómo va a proclamarse el mensaje si no existen mensajeros? Cierta es la Escritura cuando dice: ¡Dichosos los que llegan anunciando las buenas nuevas!” (Rom 10. 12-14)

Por eso el respeto al prójimo está innato en el corazón cristiano y se comete un desorden contra la humanidad cuando se olvida uno de los demás.

Y se aleja el corazón del mensaje cristiano cuando uno se esconde en la propia mezquindad y no se aprecia al prójimo en todo lo que significa en el mensaje cristiano.

7.3. El hombre caminante

La igualdad humana se nos manifiesta en nuestra cualidad de estar en el mundo de paso. Nuestra patria definitiva no se encuentra en la vida presente, limitación y llena de obstáculos, sino que estamos destinados para una vida superior cada vez más consciente.

La vida cristiana es precisamente la manera de entender la vida humana con criterios y perspectivas de Evangelio. El hombre cristiano puede vivir su fe de diferentes maneras y con diversidad de estilo, intensidad y reclamos.

Cuestión interesante es el nivel de nuestra pertenencia al grupo de los seguidores de Jesús. Tenemos que ser conscientes de la calidad y autenticidad de nuestra vida cristiana.

7.4. Variedad de actitudes

Pueden ser muchas las situaciones y los modos de hacerse presente en la sociedad como “hombres cristianos”.

7.4.1. Cristianos de número

Hay cristianos sociológicos, que casi sólo lo son de número. Lo son porque les bautizaron de pequeños, siguiendo costumbres frecuentes en nuestro ambiente. No han renunciado a serlo, pero viven sin apenas darse cuenta de lo que significa.

7.4.2. Cristianos de cumplimiento

Hay cristianos meramente practicantes y cumplidores. Son los que realizan rutinariamente con ciertos actos de culto y se sienten superficialmente comprometidos con las exigencias de la doctrina cristiana.

7.4.3. Cristianos eventuales.

Los hay oscilantes y ocasionales cuyas actitudes y compromisos varí­an según las circunstancias y las influencias en que se desenvuelve su vida.

7.4.4. Cristianos de compromiso

Hay cristianos comprometidos en función de ámbitos o secciones que les corresponde vivir: familiar, laboral, convivencial.

7.4.5. Y hay cristianos fecundos

Son los que se ponen dinámicamente al servicio del Reino de Dios. No se contenta con ser ellos seguidores de Cristo, sino que experimentan el anhelo de la fecundidad y quieren que todos los demás lleguen a poseer su grandeza y sus beneficios. Hacen lo posible, con su palabra, con su trabajo o con el testimonio de su vida, para que todos conozcan la doctrina de Jesús.

8. Perfección humana.

Por naturaleza, el hombre siente el deseo, la necesidad, de la mejora continua del enriquecimiento progresivo.

Es un deber humano irrenunciable el trabajar por el progreso personal y colectivo. Es lo que solemos llamar la perfección y a la fecundidad tanto individual como colectiva.

Esta tendencia afecta por igual a los aspectos naturales y propios de su realidad terrena: cultura, seguridad, salud, etc. Pero abarca a todas sus dimensiones sobrenaturales: gracia, bondad, caridad. Precisamente la catequesis debe saber armonizar ambas dimensiones según la capacidad de asimilación del catequizando.

8.1. La perfección natural

Cuestiones como la salud, bienestar, seguridad, orden, trabajo, convivencia, leyes, cultura, ciencia y técnica, se deben insertar en ese natural deseo de mejora que debe ser mirado como expresión natural de la naturaleza progresiva del hombre y la catequesis ha de lograr iluminar desde la óptica de la fe.

El cómo lograrlo va a depender en gran medida de la habilidad del catequista, del nivel madurativo del catequizando y de la óptica moral y espiritual desde la que se hará la tarea catequí­stica.

En clave cristiana, para iluminar las realidades de la vida, no basta ni el tecnicismo ni el humanismo: no es suficiente ni el socialismo ni el individualismo; no clarifica la vida ni el hedonismo ni mero progresismo. Nuestra dignidad humana, a la luz de la fe cristiana, reclama la referencia a nuestra pertenencia a la Iglesia de Jesús.

8.2. La perfección espiritual

Elevado a la categorí­a de “señor del universo”, el hombre no es una criatura más en el conjunto de las criaturas maravillosas que pueblan los mundos hechos para ser su hogar.

Se siente llamado también a progresar espiritualmente, pues conoce y cada vez descubre mejor que llamada interior a la perfección también sobrenatural.

A su singularidad natural hay que añadir el misterio de su amistad divina única, es decir sobrenatural. Dios le ha hecho capaz de su gracia, de llevar vida regulada por dones divinos, y de tener un destino eterno en unión con El.

Pero esa elevación, o vocación sobrenatural, supone para el hombre una responsabilidad grande. En le existe la llamada a la santidad, es decir a la perfección cada mayor en todo lo que se relaciona con su referencia a Dios.

El hacer comprender esa segunda dimensión del hombre es precisamente otro de los objetivos elevados de la buena catequesis.

8.3. La igualdad humana

Una cuestión básica en el cristianismo es el reconocimiento de que todos los hombres somos iguales ante Dios y ante los demás. Cualquier discriminación resulta ofensiva para las personas, en el orden del Derecho si afecta a la igualdad natural; y en el orden de la Revelación si compromete la igualdad ante Dios.

La unidad, la igualdad, la solidaridad, la fraternidad, es todo ello sinónimo de la caridad y del amor. Mientras los hombres nos separemos por razas, clases, grupos, partidos y niveles, la rivalidad será el patrimonio de la sociedad y del desorden.

Mientras nos sintamos hermanos, hijos del mismo Padre, estaremos en disposición de unión y de comunidad. Si nos absorben las diferencias y toleramos las discriminaciones, nos alejamos de los planes de Dios.

8.3.1. Rechazo de discriminaciones.

El mundo que nos toca vivir está lleno de clasismos:
– Hay multitud de clases sociales: ricos y pobres, fuertes y débiles, cultos y analfabetos, campesinos y urbanos. ¿Cómo mirará Dios a cada uno de los pertenecientes a esos grupos?
– Resulta natural la división en razas, pero no es aceptable discriminar por ellas. El color de la piel o la configuración del rostro no afectan para nada a la dignidad del alma y a la universal llamada divina a la salvación. Con frecuencia nos sentimos encastillados en un grupo racial. No es cristiano, ni humano, tolerar ni justificar ninguna distancia racial ante Dios.
– También es desagradable ver las diferencias sociales de los sexos y la discriminación que, en nuestra cultura, se hace a veces de la mujer. Dios hizo al hombre masculino y femenino y la igualdad ante Dios es una ley radical en el orden de la convivencia natural y en el plano de la dignidad sobrenatural.
– Otros muchos criterios y factores dividen a los hombres: sus ideas polí­ticas, sus creencias religiosas, sus estudios y niveles culturales, su profesión, trabajo y oficio, su situación social o su forma de vida, su misma capacidad mental.

8.3.2. Igualdad sobrenatural

La igualdad de todos los hombres ante Dios condiciona la vida espiritual de todos los humanos. Pero lo cristianos deben descubrir más a fondo las raí­ces de esa igualdad espiritual.

– Todos hemos recibido el mismo Bautismo y lo hemos desarrollado con una vida cristiana cada vez más consciente y más comprometida. Incluso hemos llegado a la plenitud bautismal con el Sacramento de la Confirmación.

– Todos vivimos con frecuencia los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristí­a, con lo cual aumentamos nuestra riqueza espiritual y nuestra gracia divina.

– Todos sentimos por igual la cercaní­a de Dios y de Jesucristo con la Oración y nos atrevemos a llamar Padre a Dios, recitando la oración que Jesús enseñó.

– Nos alimentamos todos con la misma Palabra de Dios, y ella nos llena de energí­a divina al contemplar los hechos del mismo Cristo y al reflexionar sobre sus enseñanzas.

– Nos sentimos iguales en la Iglesia y no nos contentamos con hacer número, sino que pretendemos a veces protagonizar servicios a los otros hermanos en la fe, bien rezando por y con ellos, bien haciendo trabajos o esfuerzos por los más necesitados. Los ministerios que realizamos en la comunidad cristiana nos iguala a todos los sexos, a todas las razas a todas las clases o grupos

8.4. Evangelio e igualdad

El mensaje de Jesús fue siempre bien claro en torno a la unidad. Para Jesús todos los hombres son iguales ante El. Todos los hijos son idénticos ante el Padre del cielo.

San Pedro escribí­a: “Vosotros llamáis Padre a quien trata a todos sin favoritismos y según su comportamiento. No debéis ir jugando con vuestro destino eterno… Mirad que habéis nacido, no de un padre mortal, sino de un inmortal, que tiene palabras vivas y permanentes” (1 Pedr. 1. 17 y 24)

Santiago añadí­a: “No es dejéis llevar de discriminaciones, porque entonces cometéis pecado y la ley os acusará de transgresores. (Sant. 2. 9)

Y Juan daba la razón de la unidad de los cristianos: †œÂ¡Qué amor tan inmenso ha tenido el Padre, que nos proclama y nos hace hijos suyos a todos. Que todos somos hijos de Dios, aunque el mundo no sepa quiénes somos!” (1 Jn. 3.1)

La actitud correcta en la catequesis del hombre la da el grito de S. Agustí­n al comenzar sus libros de las “Confesiones”: “Nos hiciste Señor para Ti y nuestra corazón se halla siempre inquieto hasta que descansa en Ti! (Conf. 1.1)
Aunque también es cierto que el hombre puede volverse malo, si no es fiel a las inspiraciones de Dios. Lo decí­a un pensador de la Iglesia:

“¡Oh hombre! Eres mezcla de cielo y tierra. Eres majestad empequeñecida hasta la bajeza. Eres flor fragante rápidamente convertida en semilla ponzoñosa. Eres indignidad disfrazada de una valentí­a aparente. Eres fragilidad que se doblega ante la fuerza. Tú nunca te hallas más cerca del crimen y del deshonor que cuando has coronado una empresa que te ha llenado de fama.” (Cardenal H. Newman. Drama de la ancianidad. 24)

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

Misterio de contingencia en busca de trascendencia

El hombre en sí­ mismo es un “misterio” de luces y sombras. Los conceptos de “persona”, “conciencia”, “libertad”, “cuerpo” y “alma”, etc, con toda su riqueza y profundidad, no pueden expresar todo este misterio de contingencia y trascendencia. La aspiración más profunda del hombre cualifica su existencia, puesto que tiende hacia la verdad y el bien absoluto. Si no se aclarara el por qué de esta tendencia, el hombre se encontrarí­a con una sujetividad absurda. Busca siempre el significado de su ser (ontologí­a), de su relación con los demás (sociologí­a), de su relación con el mundo (cosmologí­a), de su relación con Dios.

A pesar de las limitaciones del error y del pecado, “siempre permanece en lo más profundo de su corazón la nostalgia de la verdad absoluta y la sed de alcanzar la plenitud de su conocimiento” (VS 1). En el corazón humano anida siempre la búsqueda del sentido de la vida. La autoconciencia de su ser espiritual le hace preguntar por la trascendencia, como buscando aclarar un misterio (el de Dios) que resuelva su propio “misterio”.

Cuando el hombre se pregunta sobre sí­ mismo, está buscando la trascendencia que le sostiene y le ha dado origen, y, consiguientemente, la realidad de Dios. La propia interioridad estará siempre “inquieta” hasta aclarar este misterio. La propia autonomí­a serí­a una pura ilusión sin el punto de apoyo de quien es origen y fin de su existencia. El ser del hombre está abierto a la trascendencia, precisamente por la pregunta permanente sobre su propia razón de ser.

El hombre, al preguntarse sobre sí­ mismo, intuye un más allá de su propio ser “¿Quién es este ser que soy yo?” (San Agustí­n, Confesiones, 4,1,1). Ninguna respuesta le puede satisfacer si no existe “Alguien” que trascienda su contingencia “Nos has hecho, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta encontrarte a ti”. (Ibí­dem, 1,1,8; cfr. 10,27,30).

La dignidad humana, hombre y mujer

La dignidad del ser humano se manifiesta en conocer, amar, obrar y, especialmente, en preguntarse sobre su razón de ser, su origen y su fin, el sentido de la vida y de la historia, así­ como su metahistoria y su futuro de vida perdurable. Su dignidad es personal e inalienable, por ser imagen visible de Dios invisible. Es “sujeto natural de derechos que nadie puede violar ni el individuo, ni el grupo, ni la clase social, ni la nación, ni el Estado” (VS 99; CA 44). La dignidad humana aparece sobre todo por la vocación a participar en la comunión de Dios Amor, uno y trino.

Se ha llamado al hombre “microcosmos”, pero en realidad es “superior al universo entero” (GS 14). Es en lo más hondo del corazón donde “Dios le aguarda, escrutador de los corazones, y donde él personalmente, bajo la mirada de Dios, decide su propio destino” (ibí­dem). “Tú estabas más í­ntimo que mi mayor intimidad” (San Agustí­n, Confesiones, 3,6,11).

La realidad del hombre es corpórea y espiritual, formando una unidad de cuerpo y alma, mientras, al mismo tiempo se realiza en la diferenciación y complementación entre hombre y mujer, siempre a imagen de Dios que es amor y comunión (cfr. Gen 1,26-27). El hombre es un ser relacional con Dios, con los hermanos, con el cosmos. La dimensión del hombre es personal y social.

La realidad compleja de cuerpo y alma indica una unidad que se está construyendo para ser un dí­a definitiva. Los diversos “aspectos” de ver al hombre (corporeidad, espí­ritu) tienden a ser plenitud en Cristo, el Verbo encarnado, muerto y resucitado, con quien formamos “un solo cuerpo” (1Cor 12,12). El alma espiritual configura el cuerpo haciéndolo humano y formando una unidad de hombre racional. El alma y el cuerpo llegarán a la felicidad en el más allá de la muerte y en la resurrección final.

La relación hombre (varón)-mujer está en la lí­nea de donación fecunda, donde cada uno pone al servicio del otro todo su ser para expresarse en comunión de compartir esponsalmente un mismo existir (cfr. CEC 369-373). Esta relación se “sublima” en la imitación evangélica del amor virginal de Cristo a su Iglesia (cfr. Ef 5,25). La igualdad fundamental entre hombre (varón) y mujer se expresa en la diferencia de dones recibidos para compartir y servir sin privilegios, en el campo humano, familiar, social, eclesial, espiritual, apostólico…

El “humanismo” es una corriente de pensamiento que quiere valorar al hombre en toda su realidad integral. Históricamente se ha aplicado el término al movimiento cultural que dio lugar al “renacimiento”, inspirándose en los clásicos de la antigüedad. El concepto que se tenga sobre el hombre influirá en todos los campos cultural, polí­tico, social, familiar… Las ciencias “humanas” (especialmente la investigación biogenética y las aplicaciones psicoterapéuticas), así­ como los programas económicos sobre el progreso de los pueblos, dependerán del propio concepto sobre el hombre.

A la luz del Verbo encarnado

Dios ha desvelado el misterio del hombre por medio de su Hijo Jesucristo “Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Pues Adán, el primer hombre, era figura del que habí­a de venir, es decir, de Cristo, el Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación” (GS 22). Esta es la novedad entusiasmante del anuncio cristiano. El hombre, creado a imagen de Dios, se descubre y se realiza “en la entrega de sí­ mismo a los demás” (GS 24).

Referencias Conciencia, corazón, derechos humanos, Dios, encarnación, libertad, matrimonio, muerte, mujer, persona-personalidad, redención, vida.

Lectura de documentos GS 3-4, 11-22; RH (todo el documento); VS 1-2; CA 53-62; CEC 33, 355-384, 1700-1715, 1929-1948, 2331-2336.

Bibliografí­a G. BARBAGLIO, Hombre, en Nuevo Diccionario de Teologí­a Bí­blica (Madrid, Paulinas, 1990) 762-783; G. COLZANI, Antropologia teologica, l’uomo paradosso e mistero (Bologna, EDB, 1989); J. ESQUERDA BIFET, El hombre en el misterio de Cristo (Bilbao, Desclée, 1969); J. GEVAERT, El problema del hombre. Introducción a la antropologí­a filosófica (Salamanca, Sí­gueme, 1976); J. GIRAU, Homo quodammodo omnia según Santo Tomás de Aquino (Toledo, Est. Teol. San Ildefonso, 1995); J. GOMEZ CAFFARENA, La entraña humanista del cristianismo (Estella, Verbo Divino, 1987); J. de S. LUCAS, Las dimensiones del hombre, Antropologí­a filosófica (Salamanca, Sí­gueme, 1996); W. PANNENBERG, Antropologí­a en perspectiva teológica (Salamanca, Sí­gueme, 1993); J.L. RUIZ DE LA PEí‘A, Imagen de Dios (Santander, Sal Terrae, 1988).

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

Los evangelistas ven siempre al hombre, no en sí­ mismo, sino bajo el aspecto religioso, en sus relaciones con Dios. El cuerpo designa al hombre, a la persona humana, en su totalidad, como una unidad, en la que los miembros están perfecta y armoniosamente conjuntados (Mt 5,30; 6,25). De la misma manera, el alma designa al hombre entero en cuanto ser vivo, consciente y dotado de voluntad (Mt 10,28; 16,26; Lc 9,56; 12,19.20; Jn 12,27); esta vida está dirigida y determinada por Dios (Mt 6,26-30). El hombre está también dotado de inteligencia, la cual está frecuentemente expresada por el corazón; así­ tenemos que el hombre, ser inteligente, es capaz de querer, de amar, de elegir, de rechazar, como responsable de sus actos (Mt 6,21; 15,8; Lc 2,19; 8,15; Jn 12,40). El hombre es una criatura y, como tal, está en plena dependencia de Dios (Mt 6,26-30; 10,28); pero el hombre es débil (Mc 14,38) y puede romper la dependencia de Dios, desobedecerle y pecar (Jn 8,34). Le cabe la solución del arrepentimiento con la seguridad de ser perdonado por Dios (Mc 1,4; Lc 17,3; 24,47). >hijo del h.; alma; cuerpo.

E.M.N.

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret

Polvo y aliento de Dios (-> mujer, Eva, varón y mujer, antropologí­a). La Biblia supone que el hombre no es divino en sí­ mismo, sino que ha sido creado por Dios. “Entonces Yahvé Dios formó al hombre (adam) del polvo de la tierra (adamah), sopló en su nariz aliento de vida y el hombre fue un alma viviente” (Gn 2,7). El texto no habla de barro, que es ya tierra mojada, bañada de agua, tampoco de humus, que es tierra húmeda de la que proviene, en latí­n, la palabra humano, sino de polvo de la estepa dura, sin agua. Es evidente que para modelar ese polvo Dios ha tenido que “humedecerlo”, con un tipo de lluvia siempre excepcional sobre el desierto de la estepa. Sopló en su nariz aliento o respiración de vida (nesh- mat hayyim). El verso anterior (Gn 2,6) aseguraba que de la tierra subí­a un vapor (ed). Pero el hombre no ha nacido de ese vapor o respiración cósmica, sino de un aliento superior, propio de Dios. No nace por generación espontánea, sino por el soplo de Dios, que le da su propia vida, elevándole del suelo, para que habite en una dimensión de libertad, de conducta responsable, de palabra. La Vida en sí­ misma pertenece a Yahvé, que es el Dios Viviente (Elohim Hayyim). Pero el hombre es un alma viviente (nephesh hayya). Esta palabra (nephesh, alma) no se emplea aquí­ en sentido filosófico (para distinguirla del cuerpo), sino como expresión de todo el ser humano. También los animales son alma, pero no son vivientes, no son imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1,26). En sentido profundo, entre los seres de la creación, sólo el hombre “vive”, porque sólo él ha recibido el aliento de Dios, apareciendo así­ como una especie de mezcla viviente: dura tierra y gracia (aliento) de Dios. Contra todo racionalismo, este pasaje eleva la certeza de que el hombre vive en el aliento de Dios. En un primer momento sólo habí­a Dios y mundo, poder creador y tierra seca. Pero Dios ha sacado al hombre de la tierra y le ha infundido su aliento, para que sea representante del mundo ante Dios (adam de adamah) y delegado de Dios ante el mundo (alma que vive). Esta es la paradoja. El hombre es polvo de estepa, arcilloso de la arcilla, al que Dios ha modelado como barro (enviando por tanto la lluvia) y ha soplado, dándole su aliento. Por eso, siendo tierra, está inmerso en la vida o respiración de Dios, en el “espí­ritu” divino. Cientí­ficos y filósofos pueden hablar de una emergencia o autotrascendimiento del mundo y de la vida animal que se elevan, suscitando al hombre. En este contexto ha descubierto y presentado la Biblia el aliento de Dios.

Cf. M. NAVARRO, Barro y aliento, Paulinas, Madrid 1993; X. Pikaza, Antropologí­a bí­blica, Sí­gueme, Salamanca 2006; H. W. WOLFF, Antropologí­a del Antiguo Testamento, Sí­gueme, Salamanca 1997.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

“Oh Dios, Creador y Padre nuestro, te alabamos y te bendecimos porque eres grande y porque nos comunicas la vida. Te damos gracias porque nos has hecho como un prodigio, porque nos has tejido en lo profundo. Eres tú el que has creado nuestras entrañas y nos has tejido en el seno materno. Tus obras son maravillosas y tú nos conoces hasta el fondo.” La actitud más espontánea del hombre, ante su vida, es la de sorprenderse y maravillarse. Y nuestro canto de alabanza, cuyas motivaciones profun das están tan bien expresadas en el salmo 138, es un canto a la misteriosa acción de Dios que “teje” y “amasa” a la criatura humana en el seno de la madre. Dios conoce al hombre desde sus orí­genes más recónditos; conoce al feto que ningún ojo puede distinguir porque él es desde el principio el Señor de las entrañas del hombre, es decir, de todo lo más oculto que hay en él. El hombre, por tanto, pertenece a Dios desde el seno materno, y en esto reside el fundamento último de su grandeza y de la grandeza de su vida. La mirada del Señor no se limita a percibir un ser invisible a toda mirada humana; también entrevé, en aquello que aún es informe, al adulto del mañana, cuyos dí­as ya están escritos en su libro. En esta perspectiva, el hombre es el prodigio, el milagro más grande de Dios, es una de las acciones gloriosas y reveladoras del mismo Dios. El embrión humano es ya un signo del amor creativo de Dios, una manifestación de su imaginación creadora, de su esplendor; es la prefiguración de un proyecto, la introducción a una de las páginas del “libro de la vida”, el comienzo de una vocación. El misterio del hombre creado por Dios es verdaderamente grande.

Carlo Marí­a Martini, Diccionario Espiritual, PPC, Madrid, 1997

Fuente: Diccionario Espiritual

A lo largo de la historia el hombre ha buscado siempre dar una respuesta de sentido sobre sí­ mismo. La revelación cristiana afirma que en su realidad compuesta corpóreo-espiritual , en su dualidad masculino-femenina, es imagen de Dios (Gn 1,26), llamado a la comunión con él.

La Biblia no nos presenta un trata do sistemático sobre el hombre; nos revela el misterio de su origen. de su existencia y de su destino. El Antiguo Testamento, en Gn 1,26 presenta al hombre creado a imagen de Dios en su capacidad de dominio sobre la naturaleza, en su realidad diferenciada de macho y hembra, en su fecundidad generadora. Gn 2,7 distingue en la unidad del ser humano una diversidad de principios constitutivos: su cuerpo sacado de la materia que lo hace partí­cipe del cosmos visible y el soplo del espí­ritu que tiene en Dios su origen inmediato. El Antiguo Testamento se sirve de diversas palabras para indicar a todo el hombre: basar (carne) en cuanto ser frágil y caduco; nefesh (psique) en su vida concreta con sus sentimientos, deseos y percepciones; ruah (soplo, espí­ritu), en sus relaciones con Dios, dócil a su acción. También es . importante el término corazón (leb, lebab); es el núcleo de la existencia humana, referido a la dimensión interior, religiosa y moral. Del corazón nacen el pecado, el amor como respuesta a la iniciativa de Dios. El Antiguo Testamento considera también al hombre en su dimensión social, como perteneciente al pueblo elegido. Sin embargo, la cuestión decisiva para el conocimiento del hombre como pueblo y como individuo es su relación con Dios. La fidelidad del Dios viviente asegura a los justos no sólo los bienes temporales, sino sobre todo la salvación definitiva de la caducidad y de la muerte.

En el Nuevo Testamento encontramos la misma concepción semí­tica del hombre. En los trozos de los sinópticos en donde Jesús parece oponer alma y cuerpo (Mt 10,28; Mc 14,38), se trata más bien de establecer una jerarquí­a de valores. También Pablo subraya la unidad del hombre. Los términos sárx o soma, psiché, pneúma, que utiliza el apóstol no indican una división tripartita en sentido helenista, sino diversos modos de considerar al hombre.

Pablo utiliza además la contraposición sárx-pneúma para distinguir al hombre viejo del hombre nuevo, al hombre terreno del hombre abierto a la acción del Espí­ritu. El paso decisivo desde el punto de vista antropológico, dado por el Nuevo Testamento, es la encarnación del Hijo. En Cristo, Dios revela la plenitud a la cual está llamado el hombre. Pablo ve al hombre asociado en la totalidad de su existencia al misterio pascual de Cristo y formando con él un solo cuerpo (1 Cor 12.12-27).

En la elaboración doctrinal de los datos revelados merece especial atención la antropologí­a de Agustí­n y de Tomás de Aquino. Agustí­n captó la profundidad abismal del hombre (Confesiones 10, 8, 15). Ayudado del concepto bí­blico de creación, se aleja del dualismo platónico que considera al cuerpo cárcel del alma y a la materia mala y fuente de todo mal. El estado perfecto no es la separación del cuerpo, aun cuando en la condición de pecado el cuerpo obstaculice la realización del bien. El alma espiritual e inmortal necesitada del cuerpo para ser plenamente dichosa (De Genesi ad litteram 7, 28, 38); sin embargo, su relación con el cuerpo, en esta vida, permanece en un nivel funcional. A la luz de su experiencia de convertido y en polémica con los maniqueos y los pelagianos, Agustí­n profundizó en los temas de la libertad, del pecado y . de la gracia, pero el carácter de sus exposiciones ha suscitado muchas veces en la historia interpretaciones contrarias.

Santo Tomás fundamenta especulativamente la unidad del hombre propia del mundo bí­blico mediante una sí­ntesis personal de las categorí­as platónico-aristotélicas con el pensamiento cristiano. Afirma que el alma espiritual es la única forma del cuerpo, es decir como el único principio en virtud dei cual el hombre es racional, animal, viviente y cuerpo. La perfección del alma no le impide unirse a la materia y comunicarle su acto de ser, configurándola como cuerpo humano (S. Th. 1, q. 76, a. 1). Tomás trató a menudo el tema del hombre como imagen de Dios.

Como en Agustí­n, la imagen reside en el alma; el cuerpo es solamente vestigio. La imagen es capaz de una gradualidad en cuanto a la naturaleza. la gracia y la gloria (S. Th. 1, q. 93, a. 4).

El magisterio de la Iglesia ha defendido la realidad compleja del hombre a través de varias definiciones. El concilio de Toledo (400) afirma que el alma no proviene de la substancia divina ni es parte de Dios, sino que ha sido creada por Dios (DS 190). Anastasio 11 (498) afirma la creación inmediata del alma (DS 360). El sí­nodo de Constantinopla (543) condena la tesis origenista de la preexistencia de las almas (DS 403). El concilio VIII de Constantinopla (869-871) afirma la unicidad del alma (DS 657) y el concilio de Vienne (1313) define e1 alma intelectiva como forma del cuerpo humano per se et essentialiter (DS 902). El concilio Lateranense Y condena que el alma racional sea mortal o única en todos los hombres (DS 1440). El concilio Lateranense 1V (1215) (DS 800) y el Vaticano I (1870) (DS 3002) afirman la constitución de la criatura humana de cuerpo y espí­ritu. El concilio Vaticano II sostiene la dignidad y trascendencia del hombre y su altí­sima vocación a la comunión con Dios. En una perspectiva trinitaria afirma la í­ndole comunitaria del hombre que no puede encontrarse a sí­ mismo más que a través del don sincero a los demás (GS 24). La teologí­a contemporánea se detiene en la dimensión relacional del hombre a la luz de la relación hombre-mujer, privilegiando una perspectiva funcional del hombre imagen de Dios. La comunicación, la comunión, la alteridad, la corporeidad son algunos de los temas más actuales.

E C Rava

Bibl.: p, A. Sequeri – L, Serentha, Hombre (antropologia desde el punto de vista filosófico y teológico), en DTI, III. 87-122; J L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios, Sal Terrae. Santander 1988; J Gevaert, El problema del hombre, Introducción a la antropologia filosófica, Sí­gueme, Salamanca 1976; J 1. González Faus, Proyecto de hermano, Visión creyente del hombre, Sal Terrae, Santander 1987.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO: I. Estructuras antropológicas: 1. Ser vivo; 2. Ser terrestre, frágil, corruptible y mortal; 3. Ser vivificado por una chispa divina; 4. Ser relacionado con el mundo, con los otros y con Dios. II. Criatura de Dios en un mundo creado: 1. Imagen de Dios; 2. Origen edénico; 3. Finitud creatural y dependencia del Creador; 4. El Creador cuida de su criatura. III. La condición humana según los sabios de Israel. IV. Bajo el signo del pecado y de la gracia: antropologí­a soteriológica: 1. La perspectiva histórico-salví­fica del yahvista; 2. Corazón de piedra y corazón de carne: el mensaje de Jeremí­as y de Ezequiel; 3. El testimonio del Salterio; 4. La palabra de Jesús de Nazaret; 5. La antropologí­a soteriológica de Pablo: a) Pesimismo de la naturaleza, b) Optimismo de la gracia; 6. La reflexión de Juan.

El interés de la Biblia por el hombre se da por descontado. Pero es diverso preguntarse en qué sentido puede hablarse de una antropologí­a bí­blica. En otras palabras, ¿los libros de las Sagradas Escrituras hebreas y cristianas tienen una concepción precisa y explí­cita del hombre: origen, naturaleza, condición existencial, historia, destino último? Más en concreto, ¿es ante todo posible descubrir ahí­ una antropologí­a esencialista o estructural, encaminada a determinar la naturaleza constitutiva del hombre, ser entre los demás seres? He dicho antropologí­a; pero, dada la diversidad cultural que se da en la biblioteca de los libros escriturí­sticos, que registra libros lingüí­stica e históricamente poliformes, serí­a mejor hablar de antropologí­as. Y aquí­ se impone la exigencia de una confrontación con otros mundos culturales, en particular con el de matriz griega.

La segunda polaridad de nuestra pregunta se sitúa justamente a nivel teológico: ¿Existe en la Biblia una antropologí­a revelada; y de ser así­, cuáles son sus lí­neas básicas? Dicho de otra manera, ¿la palabra de Dios, testimoniada en las Sagradas Escrituras del pueblo israelita y de los orí­genes cristianos, al descubrir el rostro de Yhwh y del Padre de Jesucristo, descubre también el hombre a él mismo y cómo? ¿Implica la fe de los hombres bí­blicos -adhesión plena al proyecto de Dios manifestado en la historia de Israel, en la existencia de Cristo y en las experiencias de las primeras comunidades cristianas- una determinada comprensión del hombre, de su existencia y de su historia?
Si la respuesta a estos dos interrogantes es afirmativa, el verdadero problema consistirá en determinar los contenidos relativos, pero que tienen una valoración diversa en el campo teológico. Pues nos parece necesario insistir en la neta distinción de los dos niveles de nuestro examen, encaminado a descubrir la antropologí­a bí­blica. En el primer caso entraremos en posesión de datos genéricamente filosóficos de una o varias antropologí­as de carácter semí­tico y acaso helení­stico, que se pueden clasificar en la vitrina tipológica de las varias concepciones de la estructura ontológica del hombre; en cambio, en el segundo nos encontraremos ante una imagen definida del partner del Dios bí­blico, creador y liberador, la cual se impone a la aceptación de los creyentes.

Para no caer en la tentación de presentar un discurso general y hasta genérico, parece útil atenerse por regla general a los pasajes bí­blicos que se refieren al tema del hombre y que nos ofrecen una visión universal. Resumiendo, en principio no entrará en nuestro campo de examen cuanto afirma la Biblia del pueblo de Dios y de sus miembros. De hecho, nos servirán de ayuda el término hebreo ‘adam (hombre) o ben ádam (hijo del hombre) y el sustantivo griego correspondiente, ánthropos (y a veces también anér).

[Elementos de antropologí­a bí­blica se encuentran diseminados un poco por todas partes en este Diccionario. Nos limitamos aquí­ a las referencias más consistentes, a las que será útil dirigirse durante y después de la lectura del presente artí­culo. Ver sobre todo las voces Génesis II, 1; Jeremí­as III; Macabeos III, 2; Sabidurí­a VII; IX; Job III; Salmos IV, 5; V; Proverbios III; Qohélet III; Sabidurí­a (Libro de la) II, 1-2; Sirácida IV; Evangelio; Mateo; Marcos; Lucas; Juan II; Pablo III; Romanos III, 1; 1Cor III, 3c; / Corporeidad].

I. ESTRUCTURAS ANTROPOLí“GICAS. Los escritores bí­blicos no se preocuparon ciertamente de afrontar explicitis verbis la cuestión “quid est homo”. Su preocupación se limitó a valorar su ubicación existencial e histórica ante Dios, creador y salvador, que lo ha elegido como partner de un diálogo comprometido. Mas ¿cómo hablar del hombre sin tener de él de hecho una percepción previa e irrefleja? No estamos, pues, en el ámbito de la fe testimoniada por los escritos bí­blicos, sino en el de su cultura de signo antropológico.

Apresurémonos a decir que en los testimonios bí­blicos prevalece, aunque no de forma única y exclusiva, una concepción rí­gidamente compacta del hombre, comprendido como unidad y totalidad psicofí­sica, en la cual no se pueden distinguir, y mucho menos separar, partes componentes o principios ontológicos diversos, agregados de forma que integren un todo. Dicho de una forma sintética, según la antropologí­a semí­tica propia de casi todo el A y el NT, el hombre no se puede considerar un compuesto, constituido por un alma, principio espiritual, y por un cuerpo, principio material, como ocurre, en cambio, en la antropologí­a griega.

Añadamos, sin embargo, que los autores bí­blicos ven en el hombre una realidad compleja, variopinta, pluridimensional. Por eso hablan de su “alma” (nefe /psyché), de su “carne” (basar/sarx), de su “espí­ritu” (ruáh/ neúma), de su “cuerpo” (sóma). Nótese bien: mientras que nosotros decimos espontáneamente que el hombre tiene alma, carne, espí­ritu, cuerpo, eso no vale para los escritores bí­blicos de cultura semí­tica, pues a sus ojos es cierto que el hombre es alma, carne, espí­ritu, cuerpo, es decir, respectivamente, ser vivo, sujeto mundano, caduco y mortal, persona dotada de una chispa divina vital, yo constitutivamente relacionado con Dios, con los demás y con el mundo.

No faltan, sin embargo, en la Biblia testimonios de una antropologí­a dicotómica de inspiración griega, exactamente allí­ donde el alma humana (psyché), contrapuesta al cuerpo (sóma), sobrevive a la muerte y se entiende como una sustancia autosuficiente. El hombre termina así­ sien-do un yo espiritual capaz de trascender el tiempo y el espacio terrestre. Ver a este respecto la antropologí­a subyacente al libro de la Sabidurí­a, algunos dichos de Jesús que nos ha transmitido la tradición sinóptica y puede que también algunos textos paulinos.

Estamos, pues, frente a dos antropologí­as bí­blicas estructurales y esencialistas, caracterizadas respectiva-mente por la cultura semí­tica y por la griega. Por otra parte, la antropologí­a revelada o teológica, objeto del testimonio de fe de los hombres de la Biblia, se presenta como comprensión profunda de la existencia y de la historia humana, expresada bien en una antropologí­a esencialista unitaria, bien en un cuadro antropológico estructural dicotómico.

1. SER vivo. Como se ha dicho antes, ésta es la dimensión humana expresada por los vocablos nefes/ psyché, que sólo impropiamente en los textos de matriz semí­tica podemos traducir por alma, ya que su sentido básico es el de vida. Particularmente significativo es aquí­ el testimonio de Gén 2:7 : “El Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra, le insufló en sus narices un hálito de vida [nismat hajjí­m] y así­ el hombre llegó a ser un ser viviente [nefes” hajjah]”. En cuanto dotado de vida, el hombre entra en el número más vasto de los seres vivientes, del cual forman parte, por ejemplo, también los peces, como afirma Gén 1:20 : “Dijo Dios: `Pulule en las aguas un hormigueo de seres vivientes [nefes h ajjah]'”
En el hombre, naturalmente, la dimensión de ser viviente se especificará también en el sentido de la vida psí­quica, y no sólo de la animal. Así­ encontramos la afirmación de que el alma del impí­o dirige su deseo hacia el mal (Pro 21:10). El alma de Jesús en Getsemaní­ estaba angustiada por la tristeza (Mat 26:38), mientras que el alma del cantor del Sal 86:4 se alegra con el gozo que le da Dios. Angustia (Rom 2:9), tormento (2Pe 2:8), santo temor (Heb 2:43), turbación (Heb 15:24), sufrimiento (Luc 2:35) son manifestaciones emotivas de la nefes/psyché humana. Otro tanto hay que decir del amor de amistad, que hace de las almas de David y Jonatán una sola alma (1Sa 18:1-3). En esta lí­nea se ha de interpretar también el mandamiento del amor total y exclusivo de Dios de Deu 6:5 : “Amarás al Señor, tu Dios, con todo el corazón, con toda el alma, es decir, con toda la tensión interior y con todas las fuerzas”.

Según esta concepción antropológica semí­tica, con la muerte el hombre cesa de ser una realidad viviente. Privado de la vida, baja al se ól y subsiste como larva umbrátil y espectral en el lugar subterráneo caracterizado por la ausencia de Dios, señor de la vida.

En cambio, en el libro de la Sabidurí­a aparecen claros influjos helení­sticos; parece que a su autor hay que atribuirle una nueva concepción del alma (psyché), que “adquiere un relieve que no tiene la nefes: se ha vuelto invasora y ha sustituido prácticamente a los otros factores psí­quicos orgánicos (la rúah, el corazón, e incluso a los otros órganos corporales) que desempeñan una función casi igualmente importante en la antropologí­a hebrea. Aparece mucho más separada de la materia, mucho menos inmersa en el cuerpo que la nefes. Se hace más -o de otra manera- el sujeto directamente responsable de la vida moral” (C. Larcher, Etudes sur le livre de la Sagesse, Gabalda, Parí­s 1969, 278). No faltan tampoco pasajes de timbre decididamente dualista: “Era yo un niño bien dotado; me tocó en suerte un alma buena, o, mejor, siendo bueno, vine a un cuerpo incontaminado” (Sab 8:19-20); “… Porque el cuerpo corruptible es un peso para el alma, y la morada terrestre oprime el espí­ritu pensativo” (Sab 9:15). Por consiguiente, la eperanza para el futuro aparece expresada en términos de inmortalidad dichosa del alma: “Las almas de los justos están en las manos de Dios y ningún tormento los alcanzará. A los ojos de los necios parecí­a que habí­an muerto…, pero ellos están en paz… Su esperanza está rebosante de inmortalidad” (Sab 3:1-4; cf 4,7.14; 2,22).

También en el NT hay textos que evocan concepciones antropológicas nuevas respecto a la antropologí­a semita. Basta citar Mat 10:28 : “No tengáis miedo de los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed más bien al que puede perder el alma y el cuerpo en el fuego”. En el pasaje paulino de 2Co 5:1-10 la deuda para con la cultura griega parece evidente. Pablo habla de disolución del cuerpo, “nuestra habitación en la tierra”, en oposición a la “morada celeste” (v. 1); más aún, contrapone el habitar en el cuerpo al estar desterrado del cuerpo (vv. 6-9).

No está fuera de propósito observar que la antropologí­a griega facilitaba el intento de superar la tradicional visión negativa del se ol y de acercarse a una solución positiva respecto a ultratumba. Sin embargo, hay que admitir a este respecto que la esperanza en el futuro ultramundano ha encontrado una expresión clásica también en la antropologí­a hebrea por medio de la espera de la 1 resurrección de los muertos.

2. SER TERRESTRE, FRíGIL, CORRUPTIBLE Y MORTAL. Es la faceta expresada por el vocablo basar/sárx. En el salmo 78, el cantor medita sobre los hombres, que “son carne, un soplo que se va y no retorna” (v. 39). El Déutero-Isaí­as afirma que, en cuanto ser carnal, el hombre es como hierba y que toda su gloria es como flor del campo, heno que se seca y hierba que se aja (40,6-7). En el libro de Job leemos: “Si él (Dios) retirara hacia sí­ su soplo, si retrajera a sí­ su aliento, al instante perecerí­a toda carne y el hombre al polvo volverí­a” (34,14-15). Por eso es sensato confiar en Dios, y no en el hombre, que es impotente para salvarse a sí­ mismo y a los otros (Sal 56:5). Existe, en efecto, neta contraposición entre el poder propio de Dios y la debilidad constitutiva del hombre, poder y debilidad indicadas por los vocablos espí­ritu y carne, como lo muestra Isa 31:3 : “El egipcio es un hombre, no un dios; y sus caballos son carne, no espí­ritu”.

En el NT el texto más famoso al respecto es sin duda Jua 1:14 : el evangelista confiesa ahí­ que el Verbo se hizo “carne” (sárx), es decir, ser mundano, frágil y mortal. También en el cuarto evangelio leemos la lapidaria sentencia: “El espí­ritu es el que da vida. La carne no sirve para nada. Las palabras que os he dicho son espí­ritu y vida” (Jua 6:63). Igualmente Pablo con el vocablo sárx subraya la condición creada y finita estructural del hombre. En 2Co 4:11 afirma que la vida de Cristo se manifiesta “en su carne mortal”. Su existencia actual “en la carne”, precisa en Gál 2:20, la vive como creyente en el Hijo de Dios. Encarcelado, afirma que está interiormente dividido entre el deseo de unirse definitivamente con Cristo más allá de la muerte y el deseo de permanecer “en la carne”, es decir, seguir en la vida terrena (F1p 1,22-24).

Pero hay que notar que el apóstol, de modo original e innovador, con el vocablo carne, sobre todo en las cartas a los Gálatas y a los Romanos, expresa también la situación existencial del hombre dominado por la potencia maligna del pecado y destinado a la perdición eterna (la muerte). Basta citar Rom 7:5.14: “Pues cuando estábamos a merced de la carne, las pasiones, que inducen al pecado, avivadas por la ley obraban en nuestros miembros produciendo frutos dignos de muerte… Sabemos que la ley es espiritual, pero yo soy carnal, vendido como esclavo al poder del pecado”; y Rom 8:12-13 : “Así­ pues, hermanos, no somos deudores de la carne, para tener que vivir según la carne; porque si viví­s según la carne, moriréis”.

3. SER VIVIFICADO POR UNA CHISPA DIVINA. Así­ nos parece que se puede traducir el vocablo rúah/pneúma en su valencia antropológica. El hombre es ser viviente (= nefes/psyché), como se ha dicho antes, porque -precisamente ahora- ha recibido de Dios, fuente de la vida, el soplo vital, llamado también nesamah hajjim en Gén 2:7, citado arriba. En realidad, ambos vocablos aquí­ y allá se usan en paralelismo sinoní­mico, como, por ejemplo, en Job 34:14-15 : el hombre morirí­a si Dios “retirara hacia sí­ su soplo [rúah] y su aliento [nesamah]”; y en Job 33:4 : “Me ha hecho el espí­ritu de Dios, el soplo del Todopoderoso me da vida”. En cambio, es tí­pico y caracterí­stico del “espí­ritu” el significado de principio de vida moral y religiosa: el hombre vivificado por el espí­ritu divino es persona que se refiere a Dios. A este respecto es ejemplar la repetida promesa divina, proclamada por Ezequiel: Yhwh dará a los miembros de su pueblo, renovado después del destierro, un espí­ritu nuevo, haciéndoles así­ capaces de obedecer a sus mandamientos (Job 11:19-20; Job 36:26-28). Véase también Zac 12:10 : “Infundiré sobre la casa de David y sobre los habitantes de Jerusalén un espí­ritu de buena voluntad y de súplica. Volverán sus ojos al que traspasaron con la espada y harán luto por él como por un hijo único”.

En el NT Pablo concibe claramente el espí­ritu del hombre rescatado como dinamismo sobrenatural dado por Dios a los creyentes, que son así­ transformados en sujetos capaces de vivir la vida propia de los tiempos escatológicos, de nuevas criaturas. Al hombre carnal, bajo la tiraní­a del pecado, contrapone el hombre espiritual, animado por el Espí­ritu de Dios. Es aquí­ paradigmático el pasaje de Gál 5:16-24 : “Yo os digo: Dejaos conducir por el espí­ritu, y no os dejéis arrastrar por las apetencias de la carne. Porque la carne lucha contra el espí­ritu, y el espí­ritu contra la carne; pues estas cosas están una frente a la otra para que no hagáis lo que queréis. Pues si os dejáis conducir por el Espí­ritu, no estáis bajo la ley. Ahora bien, las obras de la carne son claras: lujuria, impureza, desenfreno… Los que se entregan a estas cosas no heredarán el reino de Dios. Por el contrario, los frutos del espí­ritu son amor, alegrí­a, paz, generosidad, benignidad, bondad… Los que son de Cristo Jesús han crucificado la carne con sus pasiones y concupiscencias” (cf Rom 8:3ss).

No habrá pasado por alto que, sobre todo por la iniciativa de Pablo, la concepción antropológica bí­blica, que considera al hombre como ser carnal y espiritual, ha experimentado una neta evolución: de conceptos esencialistas, carne y espí­ritu se han convertido también en realidades soteriológicas; la antropologí­a estructural, al menos en parte, ha dejado paso a la antropologí­a teológica. Hayque tenerlo debidamente en cuenta al valorar el discurso antropológico bí­blico y al interpretar las estructuras antropológicas: el hombre como carne, es decir, ser débil y mortal, y como espí­ritu, o sea, ser vivo por la vida recibida de Dios en don y referido a su Creador, son datos que pertenecen a la antropologí­a esencialista y estructural; en cambio, la definición paulina del hombre como ser carnal, o sea, vendido al pecado, y como ser espiritual, es decir, animado por el dinamismo divino de la vida sobrenatural, pertenece a la doctrina soteriológica.

4. SER RELACIONADO CON EL MUNDO, CON LOS OTROS Y CON DIOS. La categorí­a antropológica de “cuerpo” (sóma), que expresa una determinada estructura del hombre, es propia de Pablo, el cual se sirvió de ella para comprender la historia de gracia y de pecado de la humanidad. En efecto, es tí­pica de su soteriologí­a la afirmación, teológicamente elaborada, de que la salvación consiste no en liberarse del cuerpo, como proclama el espiritualismo griego, sino en la liberación del cuerpo. Porque el hombre, según Pablo, no tiene un cuerpo, sino que es cuerpo (cf R. Bultmann, Teologí­a del NT, Salamanca 1981, 248), es decir, unidad psicofí­sica indisoluble, persona encarnada y abierta a la comunicación con el mundo, con los demás y con Dios. Así­ pues, la corporeidad define al hombre, que no puede reducirse al yo interior, consciente y espiritual, ni tampoco al individuo cerrado en sí­ mismo, como mónada sin puertas y sin ventanas. En cuanto cuerpo, el hombre es estructuralmente un ser mundano, solidario con los otros, abierto a la trascendencia divina. Por consiguiente, su salvación o perdición depende de cómo se viven de hecho estas relaciones estructurales, de manera positiva o negativa.

Que el cuerpo indica en Pablo no una parte del hombre, sino todo el hombre, se ve con evidencia allí­ donde el apóstol usa este sustantivo en paralelismo sinoní­mico con el pronombre personal. Por ejemplo, si en Rom 12:1 exhorta a los creyentes de Roma a ofrecer (parastánein) sus cuerpos a Dios, en Rom 6:16 insta a ofrecer (parastánein) a sí­ mismo a Dios. Pero ¿qué faceta del hombre expresa la categorí­a antropológica de cuerpo en Pablo? Ante todo, su mundanidad, su estar en el mundo. Así­, en lCor 5,3 el apóstol, al afirmar que está “ausente con el cuerpo” pero “presente con el espí­ritu”, pretende hablar de la ausencia de su persona como entidad empí­rica, situada temporal y espacialmente. Luego ser cuerpo quiere decir para el hombre comunicarse con los otros, por ejemplo en la unión sexual entre hombre y mujer, la cual implica a la persona humana y no es reducible a algo indiferente. Por eso Pablo reprocha la licencia de los corintios, que hací­an gala de una libertad sexual salvaje, convencidos de que su yo espiritual no se veí­a afectado. La unión con las prostitutas, porque priva de una verdadera comunicación interpersonal, es experiencia que aliena al hombre en su corporeidad y dialogicidad, precisa el apóstol. Se comprende entonces que pueda decir a los corintios que cuantos se entregan a la impudicia pecan contra su cuerpo (lCor 6,18; pero ver todo el pasaje 6,12ss).

En tercer lugar, el hombre como cuerpo es un ser relacionado con el mundo trascendente, en particular con Cristo y con Dios. De manera original afirma Pablo que el cuerpo es para el Señor y que el Señor es para el cuerpo (lCor 6,13). La pertenencia a Cristo aparece también en lCor 6,15: “¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?” También la relación con Dios compromete al hombre en su corporeidad estructural. En Rom 12:1 exhorta el apóstol a los cristianos de Roma a ofrecer a Dios sus cuerpos; y en 1Co 6:20 insta a los corintios a glorificar a Dios en sus cuerpos. Según el espiritualismo de todos los tiempos y de todas las etiquetas, es el alma, o sea el hombre entendido como yo interior y espiritual, el que entra en relación con Dios. En cambio, para Pablo la relación religiosa compromete al hombre en su totalidad y unidad psicofí­sica, en su encarnación mundana constitutiva.

II. CRIATURA DE DIOS EN UN MUNDO CREADO. Es sabido de sobra que inicialmente Israel concentró y limitó su atención religiosa en Yhwh, liberador de las tribus israelitas de la opresión egipcia y creador de su pueblo en el Sinaí­ (cf Deu 6:21ss). Pero luego su mirada se extendió a la humanidad y al mundo. A la pregunta: ¿Cuál es la relación del Dios nacional con los otros pueblos y con el universo?, respondió: Todos y todo dependen de él, de su acción creadora. En realidad, con este y en virtud de este artí­culo de fe tuvo origen la concepción del hombre como criatura de Dios, dato éste antropológico estrictamente integrado en el credo israelita y teológicamente elaborado por diversos filones de la reflexión de Israel, de Jesús de Nazaret y de los escritores del NT.

1. IMAGEN DE Dios. La creadora de esta sugestiva definición del hombre ha sido la tradición sacerdotal (P), a la que debemos la primera página de la Biblia (Gén 1), que nos presenta un relato rí­tmico y estilizado de la creación. Podemos distinguir en él el principio en forma de tesis general: “En el principio creó Dios el cielo y la tierra” (v. 1), la lista estereotipada de las obras del creador (vv. 2-25), la creación particular de ‘adam, es decir, del género humano(vv. 26-31) y una observación final (2,1-4a). Ya la estructura literaria del texto pone de manifiesto el interés por el hombre, criatura excelente, vértice de lo creado, punto de llegada de la acción creadora divina. Nótese luego que el origen de la humanidad es objeto de una decisión explí­cita de Dios, que delibera consigo mismo: “Hagamos [plural deliberativo] al hombre…” (v. 26a). Pero sobre todo es significativo que se subraye la peculiaridad del hombre, hecho “a imagen y semejanza” del Creador (vv. 26-27). La fórmula, muy discutida en el plano exegético, probablemente indica en el hombre la copia fiel de Dios (“a semejanza” especifica la expresión “a imagen”), representativa del original en la tierra, donde ejerce, como por poder, dirí­amos nosotros, el dominio universal sobre lo creado. Por algo el texto relaciona los dos elementos: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza, para que pueda dominar sobre los peces del mar, las aves del cielo, los ganados, las fieras campestres y los reptiles de la tierra” (v. 26). Es cierto que se mencionan sólo los animales, pero el códice sacerdotal no intenta excluir a las otras realidades terrestres. Sólo que los verbos usados: dominar y someter, propiamente valen respecto de los vivientes. La extensión ilimitada que leemos nosotros en el texto resulta legí­tima si reflexionamos que en lo más se contiene lo menos: el dominio humano sobre el mundo animal, que en las culturas primitivas aparecí­a como el gran rival del hombre, vale aquí­ con mucha más razón del mundo inanimado.

Así­ pues, el tema bí­blico del hombre imagen de Dios no sólo lo relaciona con el creador, sino que funda y motiva teológicamente la relación con el mundo, una relación de dominio.

Además, no debe escapar a nuestra atención que el hombre, creado a imagen y semejanza divina y hecho dominador del universo, es varón y mujer: “Dios creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios los creó, macho y hembra los creó” (v. 27). La afirmación es notable: en cuanto a las relaciones esenciales con Dios y con el mundo, no hay diferencia entre varón y mujer. Por otra parte, el texto quiere subrayar que no se puede hablar de humanidad fuera de la bipolaridad sexual masculina y femenina. Observa muy bien el exegeta C. Westermann: “El hombre es visto aquí­ como un ser comunitario” (Genesis, Biblischer Kommentar I, Neukirchen 1974, 221).

Que se trata de una connotación inherente a la naturaleza humana, y por tanto inalienable, se ve con claridad por Gén 5:3, otro pasaje sacerdotal: “Adán, a la edad de ciento treinta años, engendró un hijo a su imagen, según su semejanza, y le llamó Set”. La semejanza con Dios se transmite.

También, según la tradición sacerdotal, se sigue en el plano ético el deber moral de excluir todo atentado contra la vida del hombre, como leemos en Gén 9:6 : “Quien derrame sangre de hombre verá la suya derramada por el hombre, porque Dios ha hecho al hombre a su imagen”. Tenemos aquí­, en la primera parte del pasaje, una prohibición que se distingue por su carácter arcaico y remite a los primerí­simos tiempos del pueblo israelita. El códice sacerdotal ha añadido la motivación teológica: el carácter intangible de Dios repercute en su copia, que es el hombre. En resumen, el homicidio descubre una profundidad de gesto sacrí­lego e impí­o. En la misma dirección se colocará también la carta de Santiago en el NT: “Con ella (la lengua) bendecimos al Señor, nuestro padre; y con ella maldecimos a los hombres, hechos a imagen de Dios” (Gén 3:9).

El tema reaparece en la literatura sapiencial, en Sir 17:1-4 y en Sab 2:23-24. El primer pasaje conjuga estrechamente la caducidad humana vista en la lí­nea de Gén 2, de timbre yahvista, y la grandeza del hombre creado a imagen divina y dominadora del mundo, de acuerdo con el códice P: “El Señor creó al hombre de la tierra, y de nuevo le hará volver a ella. Le señaló un número preciso de dí­as y tiempo fijo, y le dio poder sobre los seres que en ella existen. Lo revistió de fuerza, como él mismo, y lo hizo a su imagen. Infundió el temor a él en toda carne, para que dominase sobre las bestias y las aves”. En cambio, el pasaje del libro de la Sabidurí­a muestra una doble originalidad. Ante todo interpreta la fórmula antropológica de P en clave de inmortalidad. Además, el ser imagen de Dios tiende a convertirse de cualidad natural del hombre en una realidad histórica ligada a las opciones de fidelidad de la persona, que de otra manera, al sucumbir al influjo diabólico, va al encuentro de la muerte, entendida aquí­ no en sentido meramente biológico, sino también espiritual. Al perder la inmortalidad, no podrá ya llamarse imagen de Dios: “Dios creó al hombre para la inmortalidad y lo hizo a imagen de su eternidad (lección textual preferible a naturaleza); mas por envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la experimentan los que le pertenecen”.

De todas formas, el paso verdadero y auténtico a una concepción soteriológica del motivo temático del hombre imagen de Dios aparecerá en Pablo, el cual, partiendo del dato cristológico de la Iglesia primitiva y testimoniado en Col 1,15 -“El (Jesucristo) es la imagen de Dios invisible, primogénito de toda la creación”-, elabora la teologí­a del hombre llamado a convertirse en imagen de Dios a través de la comunión con Cristo. Pero entonces el ser imagen de Dios no es ya un hecho de naturaleza, sino un fruto de la gracia.

Volviendo a la perspectiva creacionista de la fórmula aquí­ analizada, nos parece que se debe citar también el salmo 8. Es verdad que aquí­ no aparece nuestra expresión; sin embargo, se lo puede catalogar como pasaje paralelo de Gén 1:26-27. El salmista entona un himno de alabanza a Dios creador, cuya grandeza y magnificencia se descubre sobre todo en la creación del hombre: “Cuando veo los cielos, obra de tus manos, la luna y las estrellas que creaste, ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano para que de él te preocupes? Apenas inferior a un dios lo hiciste, lo coronaste de gloria y dignidad; le diste el señorí­o de la obra de tus manos, bajo sus pies todo lo pusiste” (vv. 4-7). La grandeza majestuosa y el dominio real sobre lo creado son, como se ha visto, los dos contenidos de la idea de imagen de Dios en P; aquí­ corresponden en el plano terminológico la gloria y el honor.

2. ORIGEN EDENICO. El documento yahvista, al cual debemos Gén 2-3, concentra su atención en la creación del hombre. El interés cosmológico aparece secundario y desechable. Pues J habla del origen del mundo habitado, concebido como paso de un árido desierto a un oasis alegrado por el verde y el agua (Edén), sólo en el marco externo y ambiental de la ubicación del hombre. Además, el yahvista está preocupado sobre todo por hacer ver lo profundamente diversa que era la situación originaria de la humanidad, salida pura de las manos de Dios, de la mí­sera condición históricamente observable.

En todo caso, la fe creacionista de J aparece con ní­tidos colores. El hombre es un ser formado por Yhwh como el barro del alfarero (2,7). Pero ha sido hecho con el polvo de la tierra(Gén 2:7), y esta raí­z suya terrena (ver la correlación de adam-‘ádamah: hombre-tierra) hace de él un ser mortal: “… hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella fuiste sacado; porque polvo eres y en polvo te convertirás” (Gén 3:19). Cultivador y guardián del Edén (Gén 2:15), terminará arrancando a la tierra con fatiga su propio sustento (Gén 3:17-19a). Finalmente, la bipolaridad masculino y femenino especifica al hombre no sólo como dato biológico y psicológico, sino también como vocación divina a la comunión matrimonial (Gén 2:16ss). Todo ello expresado en una cultura cosmológica. y antropológica de una época y de colores plásticos semejantes a los de los antiguos relatos mí­ticos de los orí­genes humanos, sobre todo de proveniencia mesopotámica.

3. FINITUD CREATURAL Y DEPENDENCIA DEL CREADOR. Lo que Bultmann dice con razón del mundo entendido por Pablo (Teologí­a del NT, 284) se puede afirmar plenamente del hombre según la teologí­a creacionista bí­blica: es ktí­sis ante el ktí­sas (criatura ante el creador).

En efecto, la confesión de fe “el hombre ha sido creado por Dios” no se reduce a discernir la causa eficiente, sino que se sitúa sobre todo en el plano del sentido que de ahí­ se deriva para la existencia humana. El hombre es criatura, y todas sus pretensiones de autoafirmación orgullosas y titánicas le condenan a la inautenticidad y a la alienación más radical; en cambio vive en la verdad cuando acepta y reconoce su finitud creada y la dependencia del creador.

A este respecto es iluminadora una página de Ezequiel, el cual, describiendo al rey de Tiro, poderoso, rico y dominador del mundo, recurre a motivos tí­picos de la creación del `adam originario: “Tu corazón se ha enorgullecido y has dicho: Un dios soy yo, en la morada de un dios habito, en medio del mar. Tú, que eres un hombre y no un dios, has equiparado tu corazón al corazón de Dios. ¡Oh, sí­!, más sabio eres que Daniel; ningún sabio te iguala. Con tu sabidurí­a y tu inteligencia te has procurado riquezas, has acumulado oro y plata en tus tesoros… Tú eras el dechado de la perfección, lleno de sabidurí­a y de espléndida belleza. En Edén, jardí­n de Dios, viví­as; innumerables piedras preciosas adornan tu manto… Como un querubí­n protector yo te habí­a puesto en el monte santo de Dios y caminabas entre brasas ardientes. Eras perfecto en tus caminos desde el dí­a en que fuiste creado, hasta que apareció en ti la iniquidad. Con el progreso de tu tráfico te llenaste de violencia y pecados, y yo te he arrojado del monte de Dios y te he exterminado, oh querubí­n protector, de entre las brasas ardientes. Tu belleza te llenó de orgullo. Tu esplendor te hizo perder tu sabidurí­a. Yo te derribé por tierra” (Eze 28:2-4.12b-17a). El rey de Tiro tiene aquí­ valor representativo; personifica al hombre creado por Dios como ser extraordinariamente dotado que, desconociendo su condición de criatura, se autodeifica, y por eso se prepara para la ruina y la humillación final.

También Isaí­as ha acentuado esta perspectiva existencialista. Ser criatura para el hombre quiere decir en concreto aceptarse como tal y no pretender representar en la historia el papel de un dios. En particular, el profeta subraya que en el dí­a del Señor, que manifestará el rostro de Dios y el rostro del hombre, éste será humillado y Yhwh exaltado. En otras palabras, los sueños infantiles de omnipotencia aparecerán como falaces ilusiones; al hombre que se ha autodeificado se le quitará la máscara (cf Isa 2:9-18).

Por otra parte, el mundo creado está totalmente al servicio del hombre, constituido por Dios rey del universo. El reconocimiento del Creador es el antí­doto seguro contra la adoración del cosmos; si el hombre dobla las rodillas ante Dios, evitará arrodillarse ante las cosas y los poderosos de la tierra. Pues la genuina fe creacionista anula todo intento del mundo de disfrazarse de Dios. Comprendemos así­ por qué Sab 13-14 y Rom l,l8ss, los dos textos bí­blicos que teológicamente más intentan captar el sentido profundo de la idolatrí­a, vinculan estrechamente la negación o el desconocimiento del creador y la adoración idolátrica. del mundo: “Torpes por naturaleza son todos los hombres que han ignorado a Dios y por los bienes visibles no lograron conocer al que existe, ni considerando sus obras reconocieron al artí­fice de ellas, sino que tuvieron por dioses rectores del mundo al fuego, al viento, al aire ligero, a la bóveda estrellada, al agua impetuosa o a los luceros del cielo. Pues si, embelesados con su hermosura, los tuvieron por dioses, entiendan cuánto más hermoso es el Señor de todas estas cosas, pues el autor mismo de la belleza las creó” (Sab 13:1-3). “La ira de Dios se manifiesta desde el cielo contra toda la impiedad e injusticia de los hombres que detienen la verdad con la injusticia, ya que lo que se puede conocer de Dios, ellos lo tienen a la vista, pues Dios mismo se lo ha manifestado. Desde la creación del mundo, lo invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad se pueden descubrir a través de las cosas creadas. Hasta el punto que no tienen excusa, porque, conociendo a Dios, no lo glorificaron ni le dieron gracias; por el contrario, su mente se dedicó a razonamientos vanos y su insensato corazón se llenó de oscuridad. Alardeando de sabios, se hicieron necios; y cambiaron la gloria del Dios inmortal por la imagen del hombre mortal, de aves, de cuadrúpedos y de reptiles” (Rom 1:18-23).

En este vasto cuadro parece que se puede leer también el dicho de Jesús transmitido por Mar 2:27 : “El sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado”.

Finalmente, en el plano ético la relación con el Creador se traduce en el mandamiento divino que postula la decisión humana responsable. La dependencia ontológica del hombre se combina lógicamente con su dependencia moral de la voluntad exigente del Creador. Lo subraya plásticamente el códice yahvista, que en Gén 2:16-17 menciona la prohibición de comer los frutos del árbol puesto en el centro del Edén. En resumen, la existencia del hombre-criatura se coloca bajo el signo de la obediencia al creador.

4. EL CREADOR CUIDA DE SU CRIATURA. Ya hemos analizado el himno del salmo 8, en el cual el anónimo cantor se asombra, admirado, de que Yhwh se acuerde del hombre y se preocupe de él. En el salmo 104 se celebra la iniciativa de Dios, que hace fructificar la tierra en beneficio del hombre: “Haces brotar la hierba para los ganados, y las plantas que cultiva el hombre para sacar de la tierra el pan, el pan que le da fuerzas y el vino que alegra el corazón y hace brillar su rostro más que el mismo aceite”(vv. 14-15). En la página etiológica de Caí­n y Abel, Yhwh se descubre no sólo como defensor y vengador del débil frente a la prepotencia del violento, sino también como protector del homicida contra la ley de la jungla (Gén 4:1 ss). Por su parte, Ezequiel proclama que Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (Gén 18:32; pero cf todo el capí­tulo). El libro de la Sabidurí­a atribuye de manera original a la sabidurí­a divina una actitud constante de filantropí­a: “La sabidurí­a es un espí­ritu que ama a los hombres” (Gén 1:6); “En ella (sabidurí­a) hay un espí­ritu inteligente…, incoercible, benéfico, amante de los hombres” (Gén 7:22-23). Muy relevante es también el pasaje 11,24-26: “Tú amas todo lo que existe y no aborreces nada de lo que hiciste, pues si algo aborrecieras no lo hubieses creado. Y ¿cómo subsistirí­a nada si tú no lo quisieras? ¿O cómo podrí­a conservarse si no hubiese sido llamado por ti? Pero tú perdonas a todos, porque todo es tuyo, Señor, que amas cuanto existe”.

En el NT se impone la cita de dos textos evangélicos, que nos atestiguan la fe viva de Jesús de Nazaret en el Padre, “que hace salir el sol sobre buenos y malos y hace llover sobre justos e injustos” (Mat 5:45) y que cuida de las criaturas más humildes y, con mayor razón, del hombre: “Mirad las aves del cielo; no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros, y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellas?… Mirad cómo crecen los lirios del campo; no se fatigan ni hilan; pero yo os digo que ni Salomón en todo su esplendor se vistió como uno de ellos. Pues si Dios viste así­ a la hierba del campo que hoy es y mañana se la echa al fuego, ¿no hará más por vosotros, hombres de poca fe?” (Mat 6:26-30; cf Luc 12:24-28).

En resumen, el hombre creado por Dios vive siempre bajo la mirada amorosa y providente del Creador, que está cerca de él.

III. LA CONDICIí“N HUMANA SEGÚN LOS SABIOS DE ISRAEL. No hay duda; la vasta literatura sapiencial israelita manifiesta un interés humanista extraordinario y singular. En el centro está el hombre; más propiamente el particular, el individuo, la persona enfrentada con el problema de la existencia: si es posible, y cómo, construir una vida realizada, o incluso alcanzar la felicidad terrena. Intentando dar una respuesta válida, los sabios de Israel confiaron en los recursos de la razón humana, y sobre todo en la atenta observación de la realidad.

A grandes rasgos, podemos distinguir una corriente optimista y una visión más crí­tica, con vetas o incluso impregnada de pesimismo existencial. La sabidurí­a israelita tradicional, expresada ejemplarmente en la colección de los Proverbios, estima que existen y se pueden conocer y recorrer los senderos que llevan al hombre a su plena realización. Basta descubrirlos y recorrerlos con esfuerzo, siguiendo a los reconocidos maestros de la vida, es decir, los sabios, y no se fallará la meta. En concreto, es necesario adquirir o desarrollar las cualidades intelectuales y morales, pero también las religiosas, que hacen del hombre un sabio: previsión, perspicacia, prudencia, constancia, diligencia, laboriosidad, generosidad, magnanimidad, bondad, temor de Dios sobre todo, etc.

Optimismo, pues, pero también dogmatismo rí­gido: según la sabidurí­a tradicional israelita, el sabio, o sea el que conoce y practica el arte de vivir, no podrá menos de tener éxito, realizar sus sueños, ser mimado por la fortuna, guiar su existencia al puerto de la felicidad terrena. En particular, los sabios de Israel, basándose en la convicción de que Dios retribuye aquí­ y enseguida y con opuesta moneda al que hace el bien y a los que se han entregado al mal, elaboraron el dogma de la perfecta correspondencia entre hombre bueno, piadoso, irreprensible y hombre afortunado y feliz.

No tiene nada de extraño.que otras escuelas sapienciales de Israel reaccionaran contra esa ideologí­a, que no atendí­a a los resultados de la observación desapasionada de la realidad, demasiado compleja y contradictoria para poder encerrarla en esquemas tan rí­gidos y unilaterales. La crí­tica más acerada del dogmatismo de la sabidurí­a tradicional la realizó el autor del poema de Job. El protagonista en primera persona protesta contra su situación: no se le puede considerar ciertamente un malvado (cf cc. 29-31); sin embargo, su existencia se presenta literalmente crucificada: comprobación amarguí­sima, que hace vacilar la imagen de un Dios remunerador. El problema humano de Job se convierte así­ en problema religioso: ¿le es posible al hombre agobiado y puesto a dura prueba ver en Dios a un amigo?
La trágica condición humana de los hombres crucificados, representados en Job, encuentra en este escrito contracorriente tonos de rara eficacia retórica: “Perezca el dí­a en que nací­ y la noche en que se dijo: `Ha sido concebido un hombre’… ¿Por qué no me quedé muerto desde el seno materno? ¿Por qué no expiré al salir del vientre?” (3,3.11); “¿Por qué el Todopoderoso no se reserva tiempos y los que le conocen no contemplan sus dí­as? Los criminales remueven los linderos, se llevan el rebaño robado. Arrebatan el asno de los huérfanos, toman en prenda el buey de la viuda. Expulsan a los indigentes del camino, todos los pobres del paí­s han de esconderse… Arrancan al huérfano del pecho, toman en prenda al lactante del pobre,.. Desde la ciudad gimen los móribundos, el alma de los heridos grita, mas Dios no hace caso de sus quejas” (24,1-4.9.12).

La interpelación a Dios se convierte casi en blasfemia: “Las flechas del Todopoderoso están en mí­ clavadas; mi espí­ritu bebe su veneno, y los terrores de Dios me turban” (6,4); “¿Por qué me has hecho blanco tuyo? ¿Por qué te causo inquietud?” (7,20b); “¿Por qué ocultas tu rostro y me tienes por enemigo tuyo? ¿Quieres asustar a una hoja estremecida o perseguir a una paja seca?” (13,24-25); “Dios me ha entregado a los perversos, en manos de criminales me ha arrojado. Viví­a yo tranquilo y él me sacudió, me agarró por la nuca para despedazarme, me ha hecho blanco suyo. Sus flechas me acorralan, traspasa mis entrañas sin piedad y derrama por tierra mi hiel. Abre en mí­ brecha sobre brecha, me asalta lo mismo que un guerrero”‘ (16,11,14).

No parece, sin embargo, que el poema, eficaz en la denuncia de la tesis tradicional, ofrezca una solución alternativa satisfactoria. Al intervenir finalmente, Dios exalta su sabidurí­a y poder de creador, a los que sirve de contraste la pequeñez del hombre (cc. 38-39). A Job no le queda más que confesar su impotencia para penetrar el misterio de Dios y el escándalo del mundo: “He hablado sin cordura de maravillas que no alcanzo ni comprendo” (42,3b).

Más radical aparece el libro del Qohélet, al que no es exagerado colocar al borde de la ortodoxia israelita. El autor contempla inmanentistamente al hombre y su condición: así­ es “bajo el sol”. Todo le parece como vací­o, vací­o inmenso (hebel), estribillo que abre el libro (1,2) y lo cierra (12,8). Porque la existencia humana está fatalmente abocada a la muerte, ni más ni menos que las bestias: “Porque la suerte de los hombres y la suerte de las bestias es la misma; la muerte del uno es como la muerte del otro; ambos tienen un mismo aliento, y la superioridad del hombre sobre la bestia es nula, porque todo es vanidad. Ambos van al mismo lugar; ambos vienen del polvo y ambos vuelven al polvo” (3,19-20).

No es que sea un nihilista, pues no oculta que existen valores, realidades positivas; pero todo es relativizado, porque se ve sub specie mortis: el sabio y el necio, el piadoso y el impí­o, todos igualmente terminan en el se’ol (9,2). No hay esperanza para el futuro, porque el mañana será la repetición del ayer: “Lo que fue, eso mismo será; y lo que se hizo, eso mismo se hará; no hay nada nuevo bajo el sol” (1,9). La resignación será, pues, la actitud en consonancia con la situación existencial humana. El hombre ha de contentarse con lo poco que puede ofrecerle esta vida: “No hay para ellos otra felicidad que gozar y procurarse el bienestar durante la vida” (3,12); “Anda, come tu pan con alegrí­a y bebe con alegre corazón tu vino, porque ya se complace Dios en tu obra. Lleva en todo tiempo vestidos blancos, y que el perfume no falte sobre tu cabeza. Goza de la vida con la mujer que amas todos los dí­as de tu vida de vanidad que Dios te da bajo el sol, porque ésa es tu parte en la vida y en el trabajo con que te afanas bajo el sol” (9,7-9). Una solución en la lí­nea del carpe diem de los latinos.

En el libro de la Sabidurí­a la solución del problema de la existencia humana, caracterizada bajo el sol por contradicciones y tinieblas escandalosas, se busca y se encuentra en clave ultraterrena. Los justos que aquí­ abajo caminan por el ví­a crucis, oprimidos y aplastados por los poderosos, verán la luz, y “la suya es una esperanza llena de inmortalidad” (3,4b). Es una solución espiritualista, pues está reservada al alma humana: “Las almas de los justos están en las manos de Dios y ningún tormento los alcanzará. A los ojos de los necios parecí­a que habí­an muerto y su partida fue considerada como una desgracia; su salida de entre nosotros, un desastre; pero ellos están en paz” (3,1-3); “Pero el justo, si muere prematuramente, descansará en paz… Como su alma era agradable al Señor, se apresuró a sacarlo de un medio corrompido” (4,7.14). Por el contrario, los impí­os caerán en manos de la muerte eterna y confesarán su necedad de mofadores de los justos y de infieles a la ley divina (1,16-3,12).

IV. BAJO EL SIGNO DEL PECADO Y DE LA GRACIA: ANTROPOLOGíA SOTERIOLí“GICA. Nos parece preferible concentrar la atención en las voces más significativas de la Biblia en lugar de buscar una completez material de los datos bí­blicos. Por eso no nos preocuparemos de referir y analizar pasajes diseminados. En concreto, presentaremos a grandes rasgos la perspectiva histórico-salví­fica del yahvista, el mensaje original de Jeremí­as y de Ezequiel, el testimonio del Salterio, la palabra de Jesús de Nazaret, la soteriologí­a de Pablo y la reflexión de Juan.

1. LA PERSPECTIVA HISTí“RICO-SALVíFICA DEL YAHVISTA. Ya se ha aludido a la teologí­a de J, que contrapone los orí­genes puros de la humanidad, vistos en el alba de la creación, a la historia humana marcada por una creciente rebelión contra Dios. En realidad, el pecado ha hecho irrupción en el mundo en forma de desobediencia al mandamiento divino y de autoafirmación orgullosa y titánica del hombre, y como un alud derriba toda resistencia. Adán y Eva (Gén 3), Caí­n y Lamec (Gén 4), la unión de los hijos de Dios con las hijas de los hombres (Gén 6:1-4), la generación del diluvio -de la cual el texto advierte expresamente: “Al ver el Señor que la maldad de los hombres sobre la tierra era muy grande y que siempre estaban pensando en hacer el mal” (Gén 6:5)-, después la catástrofe de Cam y Canaán (Gén 9:18ss) y, finalmente, los orgullosos y titánicos constructores de la torre de Babel (Gén 11:1 ss) son otras tantas piedras miliarias del camino de la humanidad por las sendas del pecado, que manifiesta sus múltiples facetas: autodeificación, fratricidio, horno homini lupus, corrupción general, impiedad con los padres, intento social y polí­ticamente coordinado de escalar el cielo. J ha sabido realmente aprovechar tradiciones etiológicas primitivas y muy plásticas para ilustrar su teologí­a histórico-salví­fica de una historia humana que se precipita en el abismo de la perdición por estar construida bajo el signo de la reivindicación de una radical autonomí­a del Creador.

Pero todo esto constituye sólo el fondo oscuro y tenebroso sobre el cual destaca la iniciativa salvadora de Yhwh, el cual en Abrahán y en su estirpe bendecirá a todos los pueblos de la tierra (Gén 12:1-3). La elección de Israel no es un fin en sí­ misma, sino que se presenta como funcional al proyecto divino de salvar a la humanidad adamita; la historia particular del pueblo elegido entre todos los pueblos está subordinada a la historia humana universal. En realidad, las dimensiones de la acción del Dios salvador no son menos amplias que las de la acción creadora de Yhwh. Por eso el yahvista ha antepuesto a la narración de la formación del pueblo israelita el relato de los orí­genes de la humanidad y de su destino, marcado dialécticamente por el pecado y por la gracia.

En todo caso, la promesa jurada a Abrahán en Gén 12:1-3 no es la única palabra salví­fica que caracteriza el relato de J de Gén 2-11, porque ya al principio de la historia del pecado de la humanidad adamita se contempla una feliz esperanza para el futuro de la estirpe humana, que se tomará un sonado desquite sobre la serpiente tentadora: “Yo pongo enemistad entre ti (la serpiente) y la mujer, entre tu linaje y el suyo; él te aplastará la cabeza y tú sólo tocarás su calcañal” (Gén 3:15).

2. CORAZí“N DE PIEDRA Y CORAZí“N DE CARNE: EL MENSAJE DE JEREMíAS Y DE EZEQUIEL. Sin pretender ignorar la indudable individualidad que los distingue, no se puede menos de advertir en la palabra de ambos profetas una significativa convergencia de carácter antropológico: uno y otro estiman irremediablemente comprometida la capacidad del hombre para aceptar la llamada a la conversión, porque el pecado de idolatrí­a ha ocupado totalmente su corazón, es decir, el centro de su decisión. Jeremí­as habla explicitis verbis de un descarrí­o tal que el hombre no es capaz de gobernar su vida: “Bien sé, Señor, que el camino del hombre no está en sus manos, y que no depende del hombre que camina enderezar sus pasos” (Gén 10:23). Por su parte, Ezequiel subraya que el corazón de los israelitas -y, con mayor razón, el de los demás hombres, podemos precisar nosotros- se ha endurecido y hecho impermeable a toda solicitud externa para que sean eliminadas las opciones idolátricas (Gén 36:26). Dicho de otra manera, el corazón humano es incircunciso (cf Jer 4:4; Jer 9:25), está obstinadamente dado al mal (cf Jer 18:12), es terco (cf Jer 7:24 y Eze 3:7). Incircunciso es también el oí­do del hombre, incapaz de escuchar la palabra de Dios (cf Jer 6:10). Se trata de una auténtica impotencia: “¿Puede un negro cambiar su piel o un leopardo sus manchas? ¿Y vosotros, habituados al mal, podréis hacer el bien? (Jer 12:23).

Pero Jeremí­as y Ezequiel no se detienen en esta denuncia sin compasión y dramática; su última palabra sobre el hombre es un mensaje de esperanza, proclamación de una futura iniciativa de Yhwh, el cual intervendrá para cambiar el corazón de piedra en corazón de carne, es decir, sensible y abierto a las exigencias divinas y capaz de decisiones de obediencia. Corazón nuevo y espí­ritu nuevo, dice Ezequiel (Jer 36:26-28); ley divina escrita no en piedra, sino en el corazón, según el lenguaje de Jeremí­as (Jer 31:31-34).

Como se ve, todo se confí­a a la prodigiosa acción creadora de Dios. En términos paulinos, allí­ donde abundó el pecado sobreabundará la gracia.

3. EL TESTIMONIO DEL SALTERIO. Aquí­ y allá la voz personalizada de los salmistas muestra tonalidades muy similares a las de Jeremí­as y Ezequiel, pero con una diferencia: en sus cantos de lamentación y de súplica aparece en primer plano la autoconciencia de personas que han experimentado la devastación del mal y del pecado. Véase la confesión del anónimo cantor del Miserere: “Reconozco mi iniquidad, tengo delante de mí­ mi pecado. Contra ti, contra ti solo pequé y he hecho lo que tú no puedes ver… Ya nací­ en la culpa, yen el pecado me concibió mi madre” (Sal 51:5-7). Pero su caso se presenta como tí­pico de una situación universal: “El Señor observa desde el cielo a los hombres para ver si hay alguno cuerdo que busque a Dios. Todos están descarriados, en masa pervertidos; no hay nadie que obre bien, ni uno solo” (Sal 14:2-3; cf 53,3-4); “… En mi pertubación llegué a decir: `Todos los hombres son unos mentirosos'”(116,11); “No entables juicio contra mí­, pues ante ti ningún viviente es justo” (143,2).

A la confesión sincera sigue la súplica para que Yhwh intervenga personalmente para purificar, por ser insuficientes los ritos de purificación cultual, y más aún para que él cree (bara) en el pecador un corazón puro: “Ten compasión de mí­, oh Dios, por tu misericordia, por tu inmensa ternura borra mi iniquidad. Lávame más y más de mi delito y purifí­came mi pecado… Purifí­came con el hisopo, y quedaré puro; lávame, y quedaré más blanco que la nieve… Oh Dios, crea en mí­ un corazón puro, implanta en mis entrañas un espí­ritu nuevo” (51,3-4.9.12). El orante del salmo 143 pide que sea Dios mismo el que le haga de maestro en el camino de la fidelidad: “Enséñame el camino que tengo que seguir, pues me dirijo a ti” (v. 8b); y de la justicia de Yhwh espera su salvación (v. 11). El cantor del salmo 119 suplica que Dios incline su corazón al querer divino (v. 36); análoga es la súplica de Sal 141:4 : “No inclines mi corazón a la maldad, a cometer delitos con los criminales”.

4. LA PALABRA DE JESÚS DE NAZARET. Como es sabido, el centro de su predicación fue el anuncio de la cercaní­a y proximidad del reino de Dios o de los cielos (cf Mar 1:15 y Mat 4:17). Pero a la buena nueva (euanguélion) hizo seguir la llamada urgente a convertirse (cf ibid). Con ello, sin embargo, supone que el hombre tiene de qué arrepentirse, o mejor, que tiene un pasado del cual salir para abrirse a la novedad de que Dios va a constituirse rey en la historia para defender a los indefensos, haciendo justicia a los que no tienen justicia, acogiendo a los rechazados y los despreciados. No se piense que el imperativo convertí­os se agota en una invitación moralista; en realidad, Jesús llama a los hombres a sintonizar con la longitud de onda del acontecimiento que está a punto de llamar a la puerta de la existencia y de la historia, a movilizarse espiritualmente: “Buscad más bien su reino, y todo eso se os dará por añadidura” (Luc 12:31).

Evidentemente, no hay ninguna especulación antropológica; sin embargo, no se le puede negar al profeta de Galilea una imagen precisa del hombre cuando mira a instarlo para que se decida por el reino de Dios. Pues a sus ojos es precisamente en las opciones fundamentales donde la persona se salva o se pierde [/ Psicologí­a]. Véase la declaración contracorriente acerca de lo puro y de lo impuro: de un solo golpe borra la concepción sacerdotal según la cual la existencia humana está dramáticamente amenazada desde el exterior. Comer alimentos impuros, ponerse en contacto con cadáveres, padecer el flujo menstrual, etc., significaba entrar en el circuito de las fuerzas de la muerte, de las cuales sólo podí­a librar el rito purificador. En cambio, para Jesús la vida y la muerte dependen de la interioridad de la persona, y más exactamente de sus decisiones positivas y negativas: “Nada que entra de fuera puede manchar al hombre: lo que sale de dentro es lo que puede manchar al hombre… Porque del corazón del hombre proceden los malos pensamientos, las fornicaciones, robos…” (Mar 7:15.21). En una palabra, es el hombre el que decide su destino.

La atención de Jesús al corazón del hombre se manifiesta con toda claridad en la discusión con sus crí­ticas acerca de las cláusulas que legitiman la práctica del divorcio (Mat 19:3-9; cf Mar 10:1-12). Dejando aun lado la negativa a dejarse implicar en la casuí­stica que oponí­a la escuela laxista de Hillel a la rigorista de Sammai y del recurso a la acción y la voluntad originaria del Creador, a nosotros nos interesa aquí­ sobre todo su explicación de la ley mosaica del divorcio: el divorcio o el repudio es la consecuencia del endurecimiento del corazón humano [t Matrimonio V, 3]: “Moisés os permitió separaros de vuestras mujeres por la dureza de vuestro corazón [sklerokardí­a], pero al principio no era así­” (Mat 19:8). Y la solución de Jesús es que vuelva a los orí­genes. Supone, pues, que el corazón humano puede reconquistar la libertad positiva de elección y de acción: los tiempos nuevos por él inaugurados se caracterizan por el cambio de corazón, supuesto para que la voluntad del Creador acerca de la indisolubilidad de la unión matrimonial pueda cumplirse.

También las decisiones más arduas son posibles, porque Dios sabe abrir el camino del hombre también cuando éste se ha metido en callejones sin salida. He aquí­ cómo concluye Jesús un intercambio de opiniones con sus discí­pulos, impresionados por su juicio sobre la dificultad de que los ricos entren en el reino de los cielos: “Para los hombres es imposible, pero no para Dios”. Pues a Dios todo le es posible” (Mar 10:27; cf Mat 19:26). Nada de resignación, y menos de derrotismo; porque el hombre no está solo.

5. LA ANTROPOLOGíA SOTERIOLí“GICA DE PABLO. Es indudable que la teologí­a paulina se apoya en dos quicios: Cristo, único camino salví­fico para el hombre, e imparcialidad de Dios, que persigue la salvación de todos. Pablo deduce entonces que la otra cara de la medalla lleva inscrita la sujeción universal del hombre a la tiraní­a del pecado. No parece inútil insistir: en su elaboración teológica no parte de la revelación de que todos los hombres son pecadores, para concluir luego la iniciativa del Padre de querer salvar a todos. El proceso es exactamente al revés. Su afirmación de la humanidad como massa damnata, para usar una expresión agustiniana -pero ver al respecto Rom 1:18 : “La ira de Dios se manifiesta desde el cielo contra toda la impiedad e injusticia de los hombres que detienen la verdad con la injusticia”-, se sitúa a nivel de un juicio teológico, de una valoración interna a la fe. En otros términos, es la revelación de Dios como sujeto seria y eficazmente comprometido en la liberación de la humanidad lo que le descubre al hombre a sí­ mismo como pecador, perdido y necesitado de la gracia divina: “… No hay distinción alguna. Todos pecaron y están privados de la gloria de Dios” (Rom 3:23). Ver también Rom 11:32 : “Pues Dios encerró a todos en la desobediencia para tener misericordia de todos”.

a) Pesimismo de la naturaleza. Nadie en el NT ha penetrado más profundamente que Pablo en el abismo de perdición del hombre extraño a la acción de Cristo, porque nadie más que él ha sabido evidenciar lo radical del rescate llevado a cabo por la iniciativa gratuita de Dios. El ve, de rechazo, la historia humana como un campo en el cual el pecado se ha impuesto como tirano soberano. Léase Rom 6:12.14.16.20, donde se habla de reino del pecado (basileúein), de su dominio o señorí­o (kyrieúein), de la esclavitud de los hombres respecto al pecado (doúloi). Su atención va más allá de la observación de los pecados y de las transgresiones (paraptómata, parabáseis), para descubrir en el hombre la presencia de un mecanismo perverso, causa de cada uno de los actos pecaminosos. Nosotros podrí­amos hablar en términos modernos de un superyó, que sustituye al yo de la persona, forzándolo inevitablemente a opciones negativas. Por tanto, el hombre es un ser alienado, veleidoso y disociado, porque es incapaz de llevar a la práctica el deseo de bien y el anhelo de vida que, sin embargo, existen en él (cf Rom 7). La misma ley divina del Sinaí­ -pero esto vale también para la ley divina inscrita en el corazón de los hombres- es insuficiente; más aún, termina siendo un instrumento en manos del pecado, el cual de ese modo empuja al hombre a actos de rebeldí­a o de observancia egocéntrica; así­ se concretiza el egocentrismo arraigado en lo profundo de él. A este respecto, Pablo habla de hombre carnal o también de hombre viejo. Es una espiral diabólica, que conduce por sí­ misma a la muerte, es decir, a la perdición eterna.

Para evitar equí­vocos demasiado fáciles, como si Pablo negase cualquier expresión de bondad ética y religiosa en la vida de los hombres no rescatados, se impone precisar que en su teologí­a el bien y el mal o el pecado tienden a definirse en estrecha relación con Cristo, respectivamente como adhesión a él y rechazo de su persona. Así­ al menos lo dice con claridad en el capí­tulo 3 de la carta a los Filipenses. También la existencia éticamente más elevada, pero extraña a la fe en Cristo, aparece a sus ojos como equivocada, como un caminar fuera del camino, incapaz de conducir a la meta de la vida, la cual depende únicamente del “conocimiento de Cristo”; él mismo, en su pasado de fariseo celoso e irreprensible constituye una prueba viva de ello.

Para evidenciar teológicamente este pesimismo suyo radical en la capacidad del hombre de construirse un destino de vida, en un primer momento afirma Pablo que todos los hombres, paganos y judí­os, han pecado, los primeros de idolatrí­a y los segundos de incoherencia práctica (,20). Se trata de una visión sucinta de la religiosidad pagana y de la práctica del judaí­smo, pero válida como ilustración plástica y visual de su intuición de fe de que el hombre extraño a la gracia de Cristo está perdido. En Rom 5:12-21 vuelve sobre el tema, oponiendo a la figura de Cristo, fuente de justicia y de vida para toda la humanidad, la contrafigura de Adán, principio igualmente universal de pecado y de muerte (cf también 1Co 15:21-22.45-49). Finalmente, en Rom 7:7ss presenta cronológicamente la historia de la humanidad adamita: el yo del hombre ha pasado a través de las etapas de la inocencia original, de la época anterior a la ley mosaica y del perí­odo sucesivo hasta la venida de Cristo, ambos marcados por el dominio del pecado. He aquí­ en sí­ntesis la situación de la humanidad adamita: “¡Desdichado de mí­! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?” (7,24).

b) Optimismo de la gracia. Como en el párrafo anterior, tomamos como guí­a la carta a los Romanos, introducida programáticamente por 1,16-17: “Yo no me avergüenzo del evangelio, que es potencia de Dios [dynamis Theoú] para la salvación [eis soterí­an] de todo el que cree, del judí­o primero y también del griego.

Porque la justicia de Dios [dikaiosyne Theoú] se revela [apokalypteai] en él de la fe a la fe, según está escrito: El justo que es tal, por la fe, vivirá” (trad. del autor).

En el principio de la antropologí­a soteriológica está la iniciativa salví­fica de Dios; en términos paulinos, su potencia y su justicia, que se manifiestan en el evangelio proclamado por Pablo y por toda la Iglesia apostólica. Nótese bien; no se trata de una pura y simple notificación, sino de una apocalipsis: la potencia divina está actuando, la sentencia eficaz de justificación del pecador es pronunciada efectivamente por Dios justo en el mensaje evangélico. Y todos los hombres aparecen interesados, sin excepción alguna: judí­os y paganos. En realidad, el privilegio de los unos y el impedimento de los otros son anulados. “¿O es que Dios es solamente Dios de los judí­os? ¿No lo es también de los paganos? Sí­, también de los paganos; porque sólo hay un Dios, que justificará por la fe tanto a los circuncidados como a los no circuncidados” (Rom 3:29-30). “No hay distinción entre el judí­o y el griego, porque Jesús es el mismo Señor de todos, rico para todos los que lo invocan” (Rom 10:12). No parece superfluo insistir: el proyecto y la acción de salvación del Dios de Jesucristo no sólo abrazan materialmente a todos los hombres, sino que los comprenden en pie de igualdad. Podemos, pues, hablar de universalidad soteriológica cualificada, de absoluta incondicionalidad del obrar del Padre, frente al cual los hombres terminan encontrándose en el punto de partida perfectamente iguales: buenos y malos, circuncidados o incircuncisos, monoteí­stas y politeí­stas, adoradores del verdadero Dios e idólatras, todos igualmente necesitados de la gloria de Dios (Rom 3:23), es decir, de la manifestación y del despliegue de su acción poderosa y eficaz.

A esta imparcialidad de Dios corresponde la gratuidad de su obrar salví­fico: ningún mérito por parte del hombre, ninguna predisposición suya espiritual, religiosa o moral capaz de hipotecar o sólo de enderezar sus lí­neas operativas. El Padre se dirige ahora a la humanidad adamí­tica con eficaz intención de rescate (apolytrosis) sólo porque es fiel a sí­ mismo (dí­kaios), a la promesa que juró a Abrahán de bendecir a todos los pueblos de la tierra. “… no hay distinción alguna, porque todos pecaron y están privados de la gloria de Dios, y son justificados gratuitamente (doreán) por su gracia (té autoú járiti) mediante la redención (apolytrosis) de Cristo Jesús” (Rom 3:23-24). Dicho de otra manera, en el evangelio está en acción “el que da la vida a los muertos y llama a la existencia a las cosas que no son” (Rom 4:17). Su iniciativa salví­fica se lleva a cabo en términos de creación.

Para ser completos, véase al respecto también el testimonio de la carta a los Efesios: “… Para hacer resplandecer la gracia maravillosa que nos ha concedido por medio de su querido Hijo. El nos ha obtenido con su sangre la redención, el perdón de los pecados, según la riqueza de su gracia” (Rom 1:6-7); “Pero Dios, rico en misericordia, por el inmenso amor con que nos amó nos dio vida juntamente con Cristo, pues habéis sido salvados por pura gracia (doreán) cuando estábamos muertos por el pecado, nos resucitó y nos hizo sentarnos con él en los cielos con Cristo Jesús, a fin de manifestar en los siglos venideros la excelsa riqueza de su gracia mediante su bondad para con nosotros en Cristo Jesús. Habéis sido salvados por la gracia (járiti) mediante la fe; y esto no viene de vosotros, sino que es don de Dios; no de las obras, para que nadie se glorí­e” ( Rom 2:4-9).

Pero el hombre no permanece pasivo; Dios salvador lo implica como sujeto activo, llamándolo a acoger el don gratuito que se le ofrece; en una palabra, a creer. Si objetivamente la pí­stis paulina se caracteriza como aceptación del mensaje evangélico y, más aún, del acontecimiento salví­fico en él manifestado, su dinámica interna dice renuncia a la pretensión de autosalvación y, al mismo tiempo, confianza total en el gesto de gracia de Dios. Pues éste es el verdadero planteamiento de la teologí­a paulina de la justificación sola fide, con rigurosa exclusión de las obras de la ley, es decir, de las observancias erigidas en principio autojustificador. “¿Dónde queda el orgullo (kaújesis)? Ha sido eliminado. ¿Por qué ley? ¿La de las obras? No, sino por la ley de la fe. Decimos, pues, con razón que el hombre es justificado por la fe sin las obras de la ley” (Rom 3:27-28); “¿Qué diremos entonces de Abrahán? Si Abrahán hubiera sido justificado por el cumplimiento de la ley, podrí­a estar orgulloso, aunque nunca ante Dios. Pero ¿qué dice la Escritura? Abrahán creyó en Dios y le fue contado como justicia. Ahora bien, al que trabaja no se le abona el jornal a tí­tulo gratuito (katá járin), sino a tí­tulo de cosa debida (katbpheí­lema); en cambio, al que no trabaja, pero cree en el que justifica al culpable, su fe se le cuenta como justicia” (Rom 4:1-5). No el código de lo debido, sino el de lo gratuito caracteriza la relación entre Dios y el hombre. Todo es gracia, diremos con la célebre frase de Bernanos; pero es el mismo Pablo el que con el vocablo járis designa no sólo el gesto subjetivo del Padre, sino también la nueva situación de justicia que de ahí­ resulta para el creyente.

En el proceso salví­fico entero, Cristo imprime su huella de mediador (cf 1Ti 2:5). En realidad, la iniciativa de Dios se lleva a cabo en la acción de Jesús crucificado y resucitado. El es el nuevo Adán, principio universal de justicia y de vida para la humanidad; en comparación con él, el primer Adán, primero en orden cronológico, asume la función de pura y simple figura ilustrativa (typos), que evidencia didácticamente su superioridad: “Pero el delito de Adán no puede compararse con el don de gracia (járisma). Si por la caí­da de uno solo murieron muchos, mucho más (pollói mállon) sobreabundó la gracia de Dios y el don gratuito (doreá en járiti) de un solo hombre, Cristo Jesús, para todos. El delito de uno solo no puede compararse con el don de Dios; pues por un solo delito vino la condenación, y por el don de Dios, a pesar de muchos delitos, vino la absolución. Si, pues, por la transgresión de uno solo reinó la muerte a causa de uno solo, cuánto más (pollói mállon) los que reciben (hoi lambánontes) la abundancia de la gracia y el don de la justicia reinarán en.la vida a causa sólo de Jesucristo” (Rom 5:15-17). En el pasaje paralelo de ICor 15,20-22 se llama a Cristo resucitado primicia (aparjé) del mundo de los resucitados y principio activo de la resurrección de los creyentes: “Si por un hombre vino la muerte, por un hombre también la resurrección de los muertos; y como todos mueren en Adán, así­ también todos serán vivificados en Cristo”. Finalmente, en lCor 15,45-49 se contrapone el Adán escatológico al primero, porque éste es prototipo de los que tienen vida psí­quica, mientras que aquél es fuente de vida pneumática (psyjé zósa – pneúma zoopoioún).

Mas ¿cómo puede Pablo afirmar que el destino de todos depende de la acción de un solo hombre? En virtud de la solidaridad que liga estrechamente los dos polos de la unidad y de la universalidad (heis-polloí­): solidaridad no de tipo naturalista, sino personalista. Todos son constituidos de hecho pecadores por haber pecado personalmente a imitación de Adán (Rom 5:12); igualmente todos son justificados y tendrán la vida eterna acogiendo la gracia de Cristo (hoi lambánontes: Rom 5:17). Con mayor claridad aparece esto en Rom 6: los creyentes son liberados de la sujeción del pecado y del destino a la muerte a través del rito bautismal, que los inserta como personas en la dinámica de la muerte y resurrección de Cristo: “¿No sabéis que, al quedar unidos a Cristo mediante el bautismo, hemos quedado unidos a su muerte? Por el bautismo fuimos sepultados con Cristo y morimos, para que así­ como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así­ también nosotros caminemos en nueva vida. Pues si hemos llegado a ser una misma cosa con él por una muerte semejante a la suya, también lo seremos por una resurrección parecida. Sabemos que nuestro hombre viejo ha sido crucificado con él para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que ya no seamos esclavos del pecado; pues el que muere queda libre del pecado. Y si morimos con Cristo, creemos que también viviremos con él; sabemos que Cristo, resucitado de entre los muertos, ya no vuelve a morir, la muerte ya no tiene dominio sobre él. Al morir, murió al pecado una vez para siempre; pero al vivir, vive para Dios. Así­ también vosotros consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en unión con Cristo Jesús”(vv. 3-11). Nada de magia: por la adhesión a Cristo en la fe que se socializa en el bautismo, el hombre muere al pecado y se encamina por los senderos de la vida auténtica.

A la iniciativa de Dios y a la mediación de Cristo hay que añadir la animación del Espí­ritu (Rom 8). Al creyente se le concede un nuevo dinamismo, contrario al de la carne o al egocentrismo, y que contrasta eficazmente las decisiones carnales. “Porque la ley del espí­ritu, que da la vida en Cristo Jesús, me ha librado de la ley del pecado y de la muerte…; pero vosotros no viví­s según la carne, sino según el espí­ritu, si es que el Espí­ritu de Dios habita en vosotros” (vv. 2.9). El hombre es así­ capacitado para establecer relaciones justas con Dios, con los demás y con el mundo por la obediencia y el amor. Una vida de hijo de Dios se abre ante él, y la meta de su caminar es la resurrección (cf vv. 14-17). Véase también Gál 5:16-24, antes citado.

Si en la carta a los Romanos, pero también en Gál, prevalece el vocablo teológico de la salvación -reservada por Pablo para el tiempo escatológico (cf Rom 5:1-11), a diferencia de Col y de Ef-, de la liberación y de la justificación, las cartas de la cautividad que acabamos de mencionar prefieren recurrir a las categorí­as de la novedad (kainótes, kainós) y de la renovación (anakainoústhai) del hombre interior (ho éso ánthropos), es decir, del yo profundo de la persona. Al hombre viejo (ho palaiós ánthropos) sucede el hombre nuevo (ho kainós ánthropos), creado a imagen del prototipo, que es Cristo. Cf Col 3:9-10; Efe 2:15; Efe 4:20-24. Pero ver también 2Co 5:17 y Gál 6:15, que hablan del hombre en Cristo como de una nueva criatura (kaine ktí­sis).

6. LA REFLEXIí“N DE JUAN. Sentado que la antropologí­a juanista emerge sobre todo del tema tí­pico del mundo, vocablo equivalente a humanidad en no pocos pasajes de los escritos juanistas, el punto de partida de nuestro análisis es el hecho reconocido de que Juan centró su atención en la encarnación del Hijo eterno de Dios, confesada programáticamente en el prólogo del cuarto evangelio: “Y el Verbo se hizo (egéneto) carne” (Gál 1:14). Se trata de un acontecimiento (egéneto) que caracteriza toda la existencia histórica de Jesús de Nazaret, comprendida la cruz. Pues bien, el evangelista pone de manifiesto su alcance apocalí­ptico o revelador, al mismo tiempo que salví­fico, sin separar el uno del otro. A este fin elabora el sí­mbolo de la luz. Jesús es por definición “la luz del mundo” (Gál 8:12). Como tal hizo su entrada en el mundo (en sentido cosmológico:Gál 1:9 y 3,18), para iluminar a todo hombre y darle la vida (1,4). La humanidad se encuentra así­ cara a cara con el acontecimiento que le quita la máscara del rostro: es tinieblas, es decir, se encuentra en situación de muerte, pero es llamada eficazmente a abrirse a la acción iluminadora y salvadora del Verbo encarnado. La decisión se impone: en pro o en contra, fe o rechazo, apertura a la luz o cierre hermético en las propias tinieblas. Es inevitable enrolarse, tomar partido. “Para una discriminación (krí­ma) he venido al mundo”, declaró Jesús (9,39).

En verdad, la única y exclusiva finalidad del acontecimiento de la encarnación es salví­fica. Jesús mismo lo precisa debidamente: “No he venido para intentar un juicio de condena (krí­nein = a katakrí­nein) contra el mundo, sino para salvar (sózein) al mundo” (12,47). La iniciativa de su venida se debe a un gesto de amor del Padre: “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que quien crea en él no perezca(apóllymi), sino que tenga vida eterna. Pues Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar (krí­nein) al mundo, sino para que el mundo se salve (sózein) por él” (3,16-17). El mundo se encuentra ante su salvador (sotér), como confiesa la samaritana (4,42), ante el pan bajado del cielo para darle la vida (6,14.51), ante el cordero de Dios capaz de librarlo del pecado (1,29), ante la ví­ctima de propiación (hilasmós) ofrecida por sus pecados (lJn 2,2).

Mas para que esta finalidad intrí­nseca del acontecimiento encarnacionista se traduzca en realidad vivida y experimentada, es necesario que los hombres crean. De lo contrario, el mundo permanece fijado para siempre en sus tinieblas y se autocondena: “En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres; y la luz brilla en las tinieblas, pero las tinieblas no la comprendieron”(1,4-5); “El que cree en él no será condenado (krí­nein); pero el que no cree ya está condenado (krí­nein), porque no ha creí­do en el Hijo único de Dios. Pues bien, el juicio (krí­sis) es éste: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz porque sus obras eran malas” (3,18-19).

No hay duda; según Juan, el hombre se juega su destino aquí­ y ahora por medio de la elección de la fe o de la incredulidad. Decisión y actualismo son las dos caracterí­sticas originales de la antropologí­a del cuarto evangelista. El hombre es visto, pues,como un ser histórico que se construye o se destruye en sus decisiones históricas.

BIBL.: AA.VV., L’uomo nella Bibbia e nelle culture ad essa contemporanee, Paideia, Brescia 1975; BoF G., Una antropologia cristiana nelle lettere di S. Paolo, Morcelliana, Bescia 1976; COMBLIN J., Antropologí­a cristiana, Paulinas, Madrid 1985; DE GENNARO G. (a cargo de), L’antropologia biblica, Ed. Dehoniane, Nápoles 1981; KASSEMAN E., Antropologia paolina, en Prospettive paoline, Paideia, Brescia 1972, 11-53; LORETZ O., Le linee maestre dell antropologia veterotestamentaria, en J. SCHREINER y colaboradores, Introduzione all’Antico Testamento, Ed. Paoline, 19822, 226-538; MAASS F., ‘adam, en GLNT 1, 161-186; MEHL-KUHNLEIN H., L’homme selon 1 ápótre Paul, Delachaux-Niestlé, Neuchátel-Parí­s 1951; MOLTMANN J., El hombre, Sí­gueme, Salamanca 1973; MORK W., Linee di antropologia biblica, Ed. Esperienze, Fossano 1971; PIDOUx G., L’homme dans 1 Anclen Testament, Delachaux-Niestlé, Neuchátel-Parí­s 1953; ROBINSON J.A.T., El cuerpo. Estudio de teologí­a paulina, Ariel, Barcelona 1973; SPICQ C., Dio e 1 Lomo secondo il Nuovo Testamento, Ed. Paoline 1969, 169ss; SAHAGÚN LUCAS J. de, El hombre, ¿qué es? Antropologí­a cristiana, Soc. de Educ. Atenas, Madrid 1988; WOLFF H.W., Antropologí­a del Antiguo Testamento, Sí­gueme, Salamanca 1974; WESTERMANN C., ‘adam, en DTATI, Cristiandad, Madrid 1985, 90-110. Nos hemos limitado a indicar los estudios especí­ficos y, entre ellos, los más accesibles, que además contienen indicaciones bibliográficas. De todos modos, el lector puede consultar también últimamente las “teologí­as bí­blicas”, de las cuales no podemos menos de mencionar: G. VON RAO, Teologí­a del A T, Sí­gueme, Salamanca 19784, y R. BULTMANN, Teologí­a del NT, Sí­gueme, 1981, así­ como los comentarios clásicos, sin hablar de los numerosos diccionarios bí­blicos.

G. Barbaglio

P Rossano – G. Ravasi – A, Girlanda, Nuevo Diccionario de Teologí­a Bí­blica, San Pablo, Madrid 1990

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Bíblica

La forma de vida terrestre más elevada y una obra del Creador, Jehová Dios. Jehová formó al hombre del polvo del suelo, sopló en sus narices el aliento de vida †œy el hombre vino a ser alma viviente†. (Gé 2:7; 1Co 15:45.) Después que Adán fue creado y puso nombre a los animales, Jehová hizo que cayese en un profundo sueño, y, mientras dormí­a, tomó una de sus costillas y la usó para hacer a la mujer. Por esa razón, cuando se la presentó, Adán pudo decir: †œEsto por fin es hueso de mis huesos y carne de mi carne†. La llamó Mujer (´isch·scháh) †œporque del hombre fue tomada esta†. (Gé 2:21-23.) Después Adán le puso por nombre Eva (que significa †œUna Viviente†). (Gé 3:20.)
Existen varios términos hebreos y griegos que se refieren al hombre. ´A·dhám significa †œhombre; humano; hombre terrestre; humanidad† (genérico); ´isch, †œhombre; individuo; esposo†; ´enóhsch, †œhombre mortal†; gué·ver, †œhombre fí­sicamente capacitado; hombre robusto†; za·kjár, †œmacho; varón†; algunas otras palabras hebreas también se traducen a veces †œhombre†. La voz griega án·thro·pos significa †œhombre; humanidad† (genérico); a·ner, †œhombre; varón; esposo†.
Cuando Pablo dio testimonio acerca de la creación del ser humano por Dios, dijo a los atenienses: †œHizo de un solo hombre toda nación de hombres, para que moren sobre la entera superficie de la tierra†. (Hch 17:26). Por lo tanto, todas las naciones y razas tienen un origen común.
A Adán y Eva se les creó hacia el final del sexto †œdí­a† creativo. (Gé 1:24-31.) No existen registros del hombre antiguo, su escritura, agricultura y otras ocupaciones, anteriores a 4026 a. E.C., la fecha de la creación de Adán. Puesto que las Escrituras trazan la historia del hombre desde la misma creación de la primera pareja humana, no puede existir lo que se ha dado en llamar †œhombre prehistórico†. Los registros de los fósiles hallados en la Tierra no han suministrado ningún eslabón entre el hombre y los animales. Además, en los registros más antiguos del hombre —tanto documentos escritos como dibujos en cuevas, esculturas o similares— no se hace ninguna referencia en absoluto a la existencia de seres infrahumanos. Las Escrituras establecen claramente lo contrario: el hombre fue originalmente un hijo de Dios y degeneró. (1Re 8:46; Ec 7:20; 1Jn 1:8-10.) El arqueólogo O. D. Miller hizo la siguiente observación: †œLa tradición de la †˜edad de oro†™ no fue un mito. La antigua doctrina de que hubo una decadencia posterior, una dolorosa degeneración de la raza humana desde un estado original de felicidad y pureza, sin duda englobaba una gran verdad, aunque lamentable. Nuestras filosofí­as modernas de que la historia comienza con el hombre primitivo en estado salvaje necesitan una nueva introducción. […] No, el hombre primitivo no fue un salvaje†. (Har-Moad, 1892, pág. 417.)
La Biblia dice que el hogar original del hombre era †œun jardí­n en Edén†. (Gé 2:8; véase EDEN núm. 1.) La ubicación indicada está relativamente cerca del lugar de la primitiva civilización postdiluviana. P. J. Wiseman expresa el punto de vista general de los doctos: †œToda la prueba que tenemos disponible, procedente del Génesis, de la arqueologí­a y de las tradiciones populares, señala a la llanura mesopotámica como el hogar más antiguo del hombre. La civilización del Lejano Oriente, ya sea en China o la India, no puede competir con esta tierra en lo que respecta a la antigüedad de sus pueblos, por lo que fácilmente se la puede considerar la cuna de la civilización†. (New Discoveries in Babylonia About Genesis, 1949, pág. 28.)

¿En qué sentido está hecho el hombre †œa la imagen de Dios†?
Cuando Dios reveló a su †œobrero maestro† el propósito divino de crear a la humanidad, le dijo: †œHagamos al hombre [´a·dhám] a nuestra imagen, según nuestra semejanza†. (Gé 1:26, 27; Pr 8:30, 31; compárese con Jn 1:1-3; Col 1:15-17.) Nótese que las Escrituras no dicen que Dios creó al hombre a la imagen de una bestia salvaje o de un animal doméstico o de un pez. Se hizo al hombre †˜a la imagen de Dios†™; era un †œhijo de Dios†. (Lu 3:38.) En cuanto a la forma o aspecto del cuerpo de Dios, †œnadie ha contemplado a Dios nunca†. (1Jn 4:12.) Nadie en la Tierra conoce la apariencia del cuerpo de Dios, que es glorioso, celestial y espiritual; por lo tanto, no podemos comparar el cuerpo del hombre con el de Dios. †œDios es un Espí­ritu.† (Jn 4:24.)
Sin embargo, el hombre fue hecho a †˜la imagen de Dios†™ en el sentido de que fue creado con cualidades morales como las de El, a saber, amor y justicia. (Compárese con Col 3:10.) También tiene facultades y sabidurí­a superiores a las de los animales, de manera que puede apreciar aquello que Dios aprecia y valora, como la belleza y las artes, el habla y el raciocinio, así­ como otros procesos similares de la mente y el corazón. Además, el hombre tiene capacidad espiritual y puede llegar a conocer a Dios y comunicarse con El. (1Co 2:11-16; Heb 12:9.) Por tales razones el hombre estaba capacitado para ser el representante de Dios y tener en sujeción a las criaturas voladoras, terrestres y marinas.
Por ser una creación de Dios, el hombre originalmente era perfecto. (Dt 32:4.) Por consiguiente, Adán pudo haber legado a su posteridad la perfección humana y la oportunidad de vivir para siempre en la Tierra. (Isa 45:18.) A él y a Eva se les ordenó: †œSean fructí­feros y háganse muchos y llenen la tierra y sojúzguenla†. A medida que su familia hubiese ido aumentando, habrí­an cultivado y embellecido la Tierra de acuerdo con el proyecto de su Creador. (Gé 1:28.)
Cuando el apóstol Pablo escribió sobre las posiciones relativas que Dios dispuso para el hombre y la mujer, dijo: †œQuiero que sepan que la cabeza de todo varón es el Cristo; a su vez, la cabeza de la mujer es el varón; a su vez, la cabeza del Cristo es Dios†. Luego indicó que una mujer que ora o profetiza en la congregación con la cabeza descubierta avergüenza al que es su cabeza. Para reforzar su argumento, añadió: †œPorque el varón no debe tener cubierta la cabeza, puesto que es la imagen y gloria de Dios; pero la mujer es la gloria del varón†. Al hombre se le creó primero, y durante algún tiempo estuvo solo, siendo la única criatura en la Tierra hecha a la imagen de Dios. La mujer fue hecha del hombre y habrí­a de estar sujeta a él, mientras que Dios no debe sujetarse a nadie. La jefatura del hombre, sin embargo, está por debajo de la de Dios y la de Cristo. (1Co 11:3-7.)

Libre albedrí­o. Debido a que habí­a sido hecho a la imagen de Dios y según su semejanza, el hombre tení­a libre albedrí­o. También disponí­a de libertad para escoger entre hacer lo bueno o lo malo. Esta libertad le permití­a dar mucha más honra y gloria a Dios que la creación animal, pues podí­a obedecer voluntaria y amorosamente a su Creador. Podí­a alabarlo de manera inteligente por sus maravillosas cualidades y apoyar su soberaní­a. Ahora bien, su libertad era relativa, no absoluta. Podí­a continuar viviendo feliz solo si reconocí­a la soberaní­a de Jehová. Esto lo indicaba el árbol del conocimiento de lo bueno y lo malo, del que tení­a prohibido comer. Hacerlo serí­a un acto de desobediencia, una rebelión contra la soberaní­a de Dios. (Gé 2:9, 16, 17.)
Como Adán era †œhijo de Dios† (Lu 3:38), su relación con Dios era como la de un hijo con su padre; por consiguiente, deberí­a haberle obedecido. Además, Dios creó en el hombre un deseo innato de adorarle. Si este deseo se desvirtuaba, dirigirí­a al hombre mal y destruirí­a su libertad, convirtiéndolo en esclavo de lo creado en vez del Creador, lo que, a su vez, resultarí­a en la degradación del hombre.
Un hijo celestial de Dios que se rebeló hizo que Eva pecase, y ella puso la tentación ante Adán, quien participó deliberadamente en la rebelión contra Jehová. (Gé 3:1-6; 1Ti 2:13, 14.) Adán y Eva llegaron a ser como aquellos de quienes Pablo habló más tarde en Romanos 1:20-23. Debido a su transgresión, Adán perdió su condición de hijo y su perfección, e introdujo el pecado con la imperfección y la muerte en su descendencia, la entera raza humana. Sus descendientes llevaron desde el nacimiento la imagen de su padre Adán: fueron imperfectos, con la muerte obrando en sus cuerpos. (Gé 3:17-19; Ro 5:12; véase ADíN núm. 1.)

†œEl hombre que somos interiormente.† Cuando la Biblia habla del conflicto que el cristiano tiene con la carne caí­da y pecaminosa, usa las expresiones el †œhombre que soy por dentro†, †œel hombre que somos interiormente† y frases similares. (Ro 7:22; 2Co 4:16; Ef 3:16.) Esas expresiones son apropiadas debido a que los cristianos han sido †œhechos nuevos en la fuerza que impulsa su mente†. (Ef 4:23.) La fuerza o inclinación que dirige su mente es espiritual. Se esfuerzan por †˜desnudarse de la vieja personalidad [literalmente, †œel viejo hombre†] y vestirse de la nueva personalidad [literalmente, †œel (hombre) nuevo†]†™. (Col 3:9, 10; Ro 12:2.) Cuando los cristianos ungidos son bautizados en Cristo, son †œbautizados en su muerte†; la vieja personalidad es fijada en un madero, †œpara que [el] cuerpo pecaminoso [sea] hecho inactivo†. Pero hasta el momento de su muerte en la carne y su resurrección, el cuerpo carnal todaví­a está allí­ para luchar en contra del †œhombre espiritual†. Es una lucha difí­cil, por lo que Pablo dice: †œEn esta casa de habitación verdaderamente gemimos†. Pero a menos que esos cristianos se rindan y sigan deliberadamente los deseos de la carne, el sacrificio de rescate de Jesucristo cubre los pecados de la vieja personalidad, con los deseos carnales que obran en sus miembros. (Ro 6:3-7; 7:21-25; 8:23; 2Co 5:1-3.)

El hombre espiritual. El apóstol contrasta al hombre espiritual con el hombre fí­sico: †œPero el hombre fí­sico [literalmente, †œanimal (de í­ndole de alma)†] no recibe las cosas del espí­ritu de Dios, porque para él son necedad†. (1Co 2:14.) Este †œhombre fí­sico† no alude meramente a alguien que vive en la Tierra, alguien con un cuerpo carnal, puesto que, obviamente, los cristianos en la Tierra tienen cuerpos carnales. El hombre fí­sico del que se habla aquí­ se refiere a alguien que carece de inclinación espiritual en su vida. Es †œanimal (de í­ndole de alma)† porque sigue los deseos del alma humana y excluye las cosas espirituales.
Pablo continúa diciendo que el †œhombre fí­sico† no puede llegar a conocer las cosas del espí­ritu de Dios †œporque se examinan espiritualmente†. Luego agrega: †œSin embargo, el hombre espiritual examina de hecho todas las cosas, pero él mismo no es examinado por ningún hombre†. El hombre espiritual tiene entendimiento de lo que Dios revela; también ve la posición y el derrotero incorrectos del hombre fí­sico. No obstante, el hombre fí­sico no es capaz de entender la posición, las acciones y el derrotero de vida del hombre espiritual; tampoco puede ningún hombre juzgar al hombre espiritual, puesto que solo Dios es su Juez. (Ro 14:4, 10, 11; 1Co 4:3-5.) Como ilustración y argumento, el apóstol añade: †œPorque †˜¿quién ha llegado a conocer la mente de Jehová, para que le instruya?†™†. Nadie, por supuesto. †œPero —dice Pablo de los cristianos— nosotros sí­ tenemos la mente de Cristo.† Los cristianos llegan a ser hombres espirituales al conseguir la mente de Cristo, que les permite conocer a Jehová y sus propósitos. (1Co 2:14-16.)
Véanse ANCIANO; HIJO DEL HOMBRE

Fuente: Diccionario de la Biblia

Sumario: 1. Estructuras antropológicas: 1. Ser-vivo; 2. Ser terrestre, frágil, corruptible y mortal; 3. Ser vivificado por una chispa divina; 4. Ser relacionado con el mundo, con los otros y con Dios. II. Criatura de Dios en un mundo creado: 1. Imagen de Dios; 2. Origen edénico; 3. Finitud creatural y dependencia del Creador; 4. El Creador cuida de su criatura. III. La condición humana según los sabios de Israel.. IV. Bajo el signo del pecado y de ia gracia:†™antropologí­a soteriológica: 1. La perspectiva histórico-salví­-fica del yahvista; 2. Corazón de piedra y corazón de carne: el mensaje de Jeremí­as y de Ezequiel; 3. El testimonio del Salterio; 4. La palabra de Jesús de Nazaret; 5. La antropologí­a soteriológica de Pablo: a) Pesimismo de la naturaleza, b) Optimismo de la gracia; 6. La reflexión de Juan.
El interés de la Biblia por el hombre se da por descontado. Pero es diverso preguntarse en qué sentido puede hablarse de una antropologí­a bí­blica. En otras palabras, ¿los libros de las Sagradas Escrituras hebreas y cristianas tienen una concepción precisa y explí­cita del hombre: origen, naturaleza, condición existencial, historia, destino último? Más en concreto, ¿es ante todo posible descubrir ahí­ una antropologí­a esencialista o estructural, encaminada a determinar la naturaleza constitutiva del hombre, ser entre los demás seres? Ac dicho antropologí­a; pero, dada la diversidad cultural que se da en la biblioteca de los libros escriturí­sticos, que registra libros lingüí­stica e históricamente poliformes, serí­a mejor hablar de antropologí­as. Y aquí­ se impone la exigencia de una confrontación con otros mundos culturales, en particular con el de matriz griega.
La segunda polaridad de nuestra pregunta se sitúa justamente a nivel teológico: ¿Existe en la Biblia una antropologí­a revelada; y de ser así­, cuáles son sus lí­neas básicas? Dicho de otra manera, ¿la palabra de Dios, testimoniada en las Sagradas Escrituras del pueblo israelita y de los orí­genes cristianos, al descubrir el rostro de Yhwh y del Padre de Jesucristo, descubre también el hombre a él mismo y cómo? ¿Implica la fe de los hombres bí­blicos -adhesión plena al proyecto de Dios manifestado en la historia de Israel, en la existencia de Cristo y en las experiencias de las primeras comunidades cristianas- una determinada comprensión del hombre, de su existencia y de su historia?
Si la respuesta a estos dos interrogantes es afirmativa, el verdadero problema consistirá en determinar los contenidos relativos, pero que tienen una valoración diversa en el campo teológico. Pues nos parece necesario insistir en la neta distinción de los dos niveles de nuestro examen, encaminado a descubrir la antropologí­a bí­blica. En el primer caso entraremos en posesión de datos genéricamente filosóficos de una o varias antropologí­as de carácter semí­tico y acaso helení­stico, que se pueden clasificar en la vitrina tipológica de las varias concepciones de la estructura onto-lógica del hombre; en cambio, en el segundo nos encontraremos ante una imagen definida del partner del Dios bí­blico, creador y liberador, la cual se impone a la aceptación de los creyentes.
Para no caer en la tentación de presentar un discurso general y hasta genérico, parece útil atenerse por regla general a los pasajes bí­blicos que se refieren al tema del hombre y que nos ofrecen una visión universal. Resumiendo, en principio no entrará en nuestro campo de examen cuanto afirma la Biblia del pueblo de Dios y de sus miembros. De hecho, nos servirán de ayuda el término hebreo †˜adam (hombre) o ben †˜adam (hijo del hombre) y el sustantivo griego correspondiente, ánthropos (y a veces también anér).
[Elementos de antropologí­a bí­blica se encuentran diseminados un poco por todas partes en este Diccionario. Nos limitamos aquí­ alas referencias más consistentes, a las que será lí­til dirigirse durante y después de la- lectura del presente artí­culo. Ver sobre todo las voces Génesis II, 1; Jeremí­as III; Macabeos III, 2; Sabidurí­a VII; IX; Jb III; Salmos IV, 5; V; Proverbios III; Qohélet III; Sabidurí­a (Libro de la) II, l-2;.Sirácida IV; Evangelio; Mateo; Marcos; Lucas; Juan II; Pablo III; Romanos III, U i Cor III, 3c; / Corporeidad].
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1. ESTRUCTURAS ANTROPOLOGICAS.
Los escritores bí­blicos no se preocuparon ciertamente de afrontar explicitis verbis la cuestión †œquid est horno†. Su preocupación se limitó a valorar su ubicación existencial e histórica ante Dios, creador y salvador, que lo ha elegido como partnerde un diálogo comprometido. Mas ¿cómo hablar del hornbre sin tener de él de hecho una percepción previa e irrefleja? No estamos, pues, en el ámbito de la fe testimoniada por los escritos bí­blicos, sino en el de su cultura de signo antropológico.
Apresurémonos a decir que en los testimonios bí­blicos prevalece, aunque no de forma única y exclusiva, una concepción rí­gidamente compacta del hornbre, comprendido como unidad y totalidad psico-fí­sica, en la cual no se pueden distinguir, y mucho menos separar, partes componentes o principios ontológicos diversos, agregados de forma que integren un todo. Dicho de una forrn? sintética, según la antropologí­a semí­tica propia de casi todo el A y el NT, el hornbre no se puede considerar un compuesto, constituido por un alma, principio espiritual, y por un cuerpo, principio material, como ocurre, en cambio, en la antropologí­a griega.
Añadamos, sin embargo, que los autores bí­blicos ven en el hornbre una realidad compleja, variopinta, pluridimensional. Por eso hablan de su †œalma† (nefes/psyché), de su †œcarne† (basarlsarx), de su †œespí­ritu† (ruahj neüma), de su †œcuerpo† (soma). Nótese bien: mientras que nosotros decimos espontáneamente que el hornbre tiene alma, carne, espí­ritu, cuerpo, eso no vale para los escritores bí­blicos de cultura semí­tica, pues a sus ojos es cierto que el hornbre es alma, carne, espí­ritu, cuerpo, es decir, respectivamente, ser vivo, sujeto mundano, caduco y mortal, persona dotada de una chispa divina vital, yo constitutivamente relacionado con Dios, con los dernás y con el mundo.
No faltan, sin embargo, en la Biblia testimonios de una antropologí­a dicótómica de inspiración griega, exactamente allí­ donde el alma hurnana (psyché), contrapuesta al cuerpo (soma), sobrevive a la muerte y se entiende como una sustancia autosu-fieiente. El hornbre termina así­ siendo un yo espiritual capaz de trascender el tiempo y el espacio terrestre. Ver a este respecto la antropologí­a subyacente al libro de la Sabidurí­a, algunos dichos de Jesús que nos ha transmitido la tradición sinóptica y puede.que también algunos textos paulinos.
Estamos, pues, frente a dos antropologí­as bí­blicas estructurales y esen-ciaüstas, caracterizadas respectivamente por la cultura semí­tica y por la griega. Por otra parte, la antropologí­a revelada o teológica, objeto del testimonio de fe de los hornbres de la Biblia, se presenta como comprensión profunda de la existencia y de la historia hurnana, expresada bien en una antropologí­a esencialista unitaria, bien en un cuadro antropológico estructural dicotómico.
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1. Ser vivo.
Como se ha dicho antes, ésta es la dimensión hurnana expresada por los vocablos nefes/psyché, que sólo impropiamente en los textos de matriz semí­tica podemos traducir por alma, ya que su sentido básico es el de vida. Particularmente significativo es aquí­ el testimonio de Gen 2,7: †œEl Señor Dios formó al hornbre del polvo de la tierra, le insufló en sus narices un hálito de vida (nismat hajjí­ni]y así­ el hornbre llegó a ser un ser viviente (nefes hajjaK†. En cuanto dotado de vida, él nornbre entra en el núrnero más vasto de los seres vivientes, del cual forman parte, por ejemplo, también los peces, como afirma Gen 1,20: †œDijo Dios: Pulule en las aguas un hormigueo de seres vivientes (nefes hajjahJ†.
En el hombre, naturalmente, la dimensión de ser viviente se especificará también en el sentido de la vida psí­quica, y no sólo de la animal. Así­ encontramos la afirmación de que el alma del impí­o dirige su deseo hacia el mal (Pr 21,10). El alma de Jesús en Getsemaní­ estaba angustiada por la tristeza (Mt 26,38), mientras que el alma del cantor del Ps 86,4 se alegra con el gozo que le da Dios. Angustia (Rm 2,9), tormento (2P 2,8), santo temor (Hch 2,43), turbación (Hch 15,24), sufrimiento (Lc 2,35) son manifestaciones emotivas de la nefes/psyché humana. Otro tanto hay que decir del amor de amistad, que hace de las almas de David y Jonatán una sola alma (IS 18,1-3). En esta lí­nea se ha de interpretar también el mandamiento del amor total y exclusivo de Dios de Dt 6,5: †œAmarás al Señor, tu Dios, con todo el corazón, con toda el alma, es decir, con toda la tensión interior y con todas las fuerzas†™.
Según esta concepción antropológica semí­tica, con la muerte el hombre cesa de ser una realidad viviente. Privado de la vida, baja al se†™oI y subsiste como larva umbrátil y espectral en el lugar subterráneo caracterizado por la ausencia de Dios, señor de la vida.
En cambio, en el libro de la Sabidurí­a aparecen claros influjos helení­sticos; parece que a su autor hay que atribuirle una nueva concepción del alma (psyché), que †œadquiere un relieve que no tiene la nefes: se ha vuelto invasora y ha sustituido prácticamente a los otros factores psí­quicos orgánicos (la rúah, el corazón, e incluso a los otros órganos corporales) que desempeñan una función casi igualmente importante en la antropologí­a hebrea. Aparece mucho más separada de la materia, mucho menos inmersa en el cuerpo que la nefes. Se hace más -o de otra manera- el sujeto directamente responsable de la vida moral† (C. Larcher, Etudes sur le livre de la Sagesse, Gabalda, Parí­s 1969, 278). No faltan tampoco pasajes de timbre decididamente dualista: †œEra yo un niño bien dotado.; me tocó en suerte un alma buena, o, mejor, siendo bueno, vine a un cuerpo incontaminado† (Sb 8,19-20); †œ… Porque el cuerpo corruptible es un peso para el alma, y la morada terrestre oprime el espí­ritu pensativo† (Sb 9,15). Por consiguiente, la eperanza para el futuro aparece expresada en términos de inmortalidad dichosa del alma: †œLas almas de los justos están en las manos de Dios y ningún tormento ldS alcanzará. A los ojos de los necios parecí­a que habí­an muerto…, pero ellos están en paz… Su esperanza está rebosante de inmortalidad† (Sb 3,1-4 cf Sb 4,7; Sb 4,14; Sb 2,22).
También en el NT hay textos que evocan concepciones antropológicas nuevas respecto a la antropologí­a semita. Basta citar Mt 10,28: †œNo tengáis miedo de los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed más bien al que puede perder el alma y el cuerpo en el fuego†™. En el pasaje paulino de 2Co 5,1-10 la deuda para con la cultura griega parece evidente. Pablo habla de disolución del cuerpo, †œnuestra habitación en la tierra†, en oposición a la †œmorada celeste† (y. 1); más aún, contrapone el habitar en el cuerpo al estar desterrado del cuerpo (Vv. 6-9).
No está fuera de propósito observar que la antropologí­a griega facilitaba el intento de superar la tradicional visión negativa del se ?? y de acercarse a una solución positiva respecto a ultratumba. Sin embargo, hay que admitir a este respecto que la esperanza en el futuro ultramundano ha encontrado una expresión clásica también en la antropologí­a hebrea por medio de la espera de la / resurrección de los muertos.
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2. Ser terrestre, frágil, corruptible y mortal.
Es la faceta expresada por el vocablo basarisarx. En el salmo 78, el cantor medita sobre los hombres, que †œson carne, un soplo que se va y no retorna† (y. 39). El Déutero-lsaí­as afirma que, en cuanto ser carnal, el hombre es corrió hierba y que toda su gloria es como flor del campo, heno que se seca y hierba que se aja (40,6-7). En el libro de Jb leemos: †œSi él (Dios) retirara hacia sí­ su soplo, si retrajera a sí­ su aliento, al instante perecerí­a toda carne y el hombre al polvo volverí­a† (34,14-1 5). Por eso es sensato confiar en Dios, y no en el hombre, que es impotente para salvarse a sí­ mismo y a los otros (SaI 56,5). Existe, en efecto, neta contraposición entre el poder propio de Dios y la debilidad constitutiva del hombre, poder y debilidad indicadas por los vocablos espí­ritu y carne, como lo muestra Is 31,3: †˜El egipcio es un hombre, no un dios; y sus caballos son carne, no espí­ritu†.
En el NT el texto más famoso al respecto es sin duda Jn 1,14: el evangelista confiesa ahí­ que el Verbo se hizo †œcarne† (sarx), es decir, ser mundano, frágil y mortal. También en el cuarto evangelio leemos la lapidaria sentencia: †œEl espí­ritu es el que da vida. La carne no sirve para nada. Las palabras que os he dicho son espí­ritu y vida† (6,63). Igualmente Pablo con el vocablo sarx subraya la condición creada y finita estructural del hombre. En 2Co 4,11 afirma que la vida de Cristo se manifiesta †œen su carne mortal†™. Su existencia actual †œen la carne†™, precisa en Gal 2,20, la vive como creyente en el Hijo de Dios.

Encarcelado, afirma que está interiormente dividido entre el deseo de unirse definitivamente con Cristo más allá de la muerte y el deseo de permanecer †œen la carne, es decir, seguir en la vida terrena (Flp 1,22-24).
Pero hay que notar que el apóstol, de modo original e innovador, con el vocablo carne, sobre todo en las cartas a los Gálatas y a los Romanos, expresa también la situación existen-cial del hombre dominado por la potencia maligna del pecado y destinado a la perdición eterna (la muerte). Basta citar Rom 7,5.14:
†œPues cuando estábamos a merced de la carne, las pasiones, que inducen al pecado, avivadas por la ley obraban en nuestros miembros produciendo frutos dignos de muerte… Sabemos que la ley es espiritual, pero yo soy carnal, vendido como esclavo al poder del pecado†; y Rom 8,12-13: †œAsí­ pues, hermanos, no somos deudores de la carne, para tener que vivir según la carne; porque si viví­s según la carne, moriréis†.
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3. SER VIVIFICADO POR UNA CHISPA DIVINA.
Así­ nos parece que se puede traducir el vocablo rüah/pneüma en su valencia antropológica. El hombre es ser viviente (= nefes/psy-ché), como se ha dicho antes, porque -precisamente ahora- ha recibido de Dios, fuente de la vida, el soplo vital, llamado también nesamah hajjí­m en Gen 2,7, citado arriba. En realidad, ambos vocablos aquí­ y allá se usan en paralelismo sinoní­mico, como, por ejemplo, en Jb 34,14-15: el hombre morirí­a si Dios †œretirara hacia sí­ su soplo (rúah] y su aliento (nesamahJ†; y en Jb 33,4: †œMe ha hecho el espí­ritu de Dios, el soplo del Todopoderoso me da vida†. En cambio, es tí­pico y caracterí­stico del †œespí­ritu† el significado de principio de vida moral y religiosa: el hombre vivificado por el espí­ritu divino es persona que se refiere a Dios. A este respecto es ejemplar la repetida promesa divina, proclamada por Eze-quiel: Yhwh dará a los miembros de su pueblo, renovado después del destierro, un espí­ritu nuevo, haciéndoles así­ capaces de obedecer a sus mandamientos (11,19-20; 36,26-28). Véase también Za 12,10:
†œInfundiré sobré la casa de David y sobr&los habitantes de Jerusalén un espí­ritu de buena voluntad y de súplica. Volverán sus ojos al que traspasaron con la espada y harán luto por él como por un hijo único†.
En el NT Pablo concibe claramente el espí­ritu del hombre rescatado como dinamismo sobrenatural dado por Dios a los creyentes, que son así­ transformados en sujetos capaces de vivir la vida propia de los tiempos escatológicos, de nuevas criaturas; Al hombre carnal, bajo la tiraní­a del pecado, contrapone el hombre espiritual, animado por el Espí­ritu de Dios. Es aquí­ paradigmático el pasaje de Gal 5,16-24: †œYo os digo: Dejaos conducir por el espí­ritu, y no os dejéis arrastrar por las apetencias de la carne. Porque la carne lucha contra el espí­ritu, y el espí­ritu contra la carne; pues estas cosas están una frente a la otra para que no hagáis lo que queréis. Pues si os dejáis conducir por el Espí­ritu, no estáis bajo la ley. Ahora bien, las obras de la carne son claras: lujuria, impureza, desenfreno… Los que se entregan a estas cosas no heredarán el reino de Dios. Por el contrario, los frutos del espí­ritu son amor, alegrí­a, paz, generosidad, benignidad, bondad… Los que son de Cristo Jesús han crucificado la carne con sus pasiones y concupiscencias† (cf Rom 8,3ss).
No habrá pasado por alto que, sobre todo por la iniciativa de Pablo, la concepción antropológica bí­blica, que considera al hombre como ser carnal y espiritual, ha experimentado una neta evolución: de conceptos esencialistas, carne y espí­ritu se han convertido también en realidades so-teriológicas; la antropologí­a estructural, al menos en parte, ha dejado pasoala antropologí­a teológica. Hay que tenerlo debidamente en cuenta al valorar el discurso antropológico bí­blico y al interpretar las estructuras antropológicas: el hombre como carne, es decir, ser débil y mortal, y cómo espí­ritu, o sea, ser vivo por la vida recibida de Dios en don y referido a su Creador, son datos que pertenecen ala antropologí­a esencialista y estructural; en cambio, la definición paulina del hombre como ser carnal, o seaV vendido al pecado, y como ser espiritual, es decir, animado por el dinamismo divino de la vida sobrenatural, pertenece a la doctrina sote-riológica.
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4. Ser relacionado con el mundo, con los otros y con dios.
La categorí­a antropológica de †œcuerpo† (soma), que expresa una determinada estructura del hombre, es propia de Pablo, el cuaLse sirvió de ella para comprender la historia de gracia y de pecado de la humanidad. En efecto, es tí­pica de su soteriologí­a la afirmación, teológicamente elaborada, de que la salvación consiste no en liberarse del cuerpo, como proclama el espiritualismo griego, sino en la liberación del cuerpo. Porque el hombre, según Pablo, no tiene un cuerpo, sino que es cuerpo (cf R. Bultmann, Teologí­a del NT, Salamanca 1981, 248), es decir, unidad psicofí­sica indisoluble, persona encarnada y abierta a la comunicación con el mundo, con los demás y con Dios. Así­ pues, la corporeidad define al hombre, que no puede reducirse al yo interior, consciente y espiritual, ni tampoco al individuo cerrado en sí­ mismo, como mónada sin puertas y sin ventanas. En cuanto cuerpo, el hombre es estructuralmente un
ser mundano, solidario con los otros, abierto a la trascendencia divina. Por consiguiente, su salvación o
perdición depende de cómo se viven de hecho estas relaciones estructurales, de manera positiva o
negativa.
Que el cuerpo indica en Pablo no una parte del hombre, sino todo el hombre, se ve con evidencia allí­ donde el apóstol usa este sustantivo en paralelismo sinoní­mico con el pronombre personal. Por ejemplo, si en Rom 12,1 exhorta a los creyentes de Roma a ofrecer (parastanein) sus cuerpos a Dios, en Rom 6,16 insta a ofrecer (parastánein) a sí­ mismo a Dios. Pero ¿qué faceta del hombre expresa la categorí­a antropológica de cuerpo en Pablo? Ante todo, su mundanidad, su estar en el mundo. Así­, en 1 Co 5,3 el apóstol, al afirmar que está †œausente con el cuerpo†™ pero †œpresente con el espí­ritu†, pretende hablar de la ausencia de su persona como entidad empí­rica, situada temporal y espacialmente. Luego ser cuerpo quiere decir para el hombre comunicarse con los otros/por ejemplo en la unión sexual entre hombre y mujer, la cual implica a la persona humana y no es reducible a algo indiferente. Por eso Pablo reprocha la licencia de los corintios, que hací­an gala de una libertad sexual salvaje, convencidos de que su yo espiritual no se veí­a afectado. La unión con las prostitutas, porque priva de una verdadera comunicación interpersonal, es experiencia que aliena al hombre en su corporeidad y dialogicidad, precisa el apóstol. Se comprende entonces que pueda decir a los corintios que cuantos se entregan a la impudicia pecan contra su cuerpo (1Co 6,18 pero ver todo el pasaje 6,l2ss).
En tercer lugar, el hombre como cuerpo es un ser relacionado con el mundo trascendente, en particular con Cristo y con Dios. De manera original afirma Pablo que el cuerpo es para el Señor y que el Señor es para el cuerpo (1Co 6,13). La pertenencia a Cristo aparece también en ico 6,15: †œcNO sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?† También la relación con Dios compromete al hombre en su corporeidad estructural. En Rom 12,1 exhorta el apóstol a los cristianos de Roma a ofrecer a Dios sus cuerpos; y en 1 Co 6,20 insta a los corintios a glorificar a Dios en sus cuerpos. Según el espiritualismo de todos los tiempos y de todas las etiquetas, es el alma, o sea el hombre entendido como yo interior y espiritual, el que entra en relación con Dios. En cambio, para Pablo la relación religiosa compromete al hombre en su totalidad y unidad psicofí­sica, en su encarnación mundana constitutiva.
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II. CRIATURA DE DIOS EN UN MUNDO CREADO.
Es sabido de sobra que inicialmente Israel concentró y limitó su atención religiosa en Yhwh, liberador de las tribus israelitas de la opresión egipcia y creador de su pueblo en el Sinaí­ (cf Dt 6,2lss). Pero luego su mirada se extendió ala humanidad y al mundo. A la pregunta: ¿Cuál es la relación del Dios nacional con los otros pueblos y con el universo?, respondió: Todos y todo dependen de él, de su acción creadora. En realidad, con este y en virtud de este artí­culo de fe tuvo origen la concepción del hombre como criatura de Dios, dato éste antropológico estrictamente integrado en el credo israelita y teológicamente elaborado por diversos filones de la reflexión de Israel, de Jesús de Nazaret y de los escritores del NT.
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1. Imagen de Dios.
La creadora de esta sugestiva definición del hombre ha sido la tradición sacerdotal (P), a la que debemos la primera página de la Biblia (Gn 1), que nos presenta un relato rí­tmico y estilizado de la creación. Podemos distinguir en él el principio en forma de tesis general: †œEn el principio creó Dios el cielo y la tierra† (y. 1), la lista estereotipada de las obras del creador (Vv. 2-25), la creación particular de †˜adam, es decir, del género humano (vv. 26-31) y una observación final (2, l-4a). Ya la estructura literaria del texto pone de manifiesto el interés por el nombre, criatura excelente, vértice de lo creado, punto de llegada de la acción creadora divina. Nótese luego que el origen de la humanidad es objeto de una decisión explí­cita de Dios, que delibera consigo mismo: †œHagamos [plural deliberativo] al hombre.. †œ(y. 26a). Pero sobre todo es significativo que se subraye la peculiaridad del hombre, hecho †œa imagen y semejanza† del Creador (vv. 26-27). La fórmula, muy discutida en el plano exegético, probablemente indica en el hombre la copia fiel de Dios (†œa semejanza† especifica la expresión †œa imagen†), representativa del original en la tierra, donde ejerce, como por poder, dirí­amos nosotros, el dominio universal sobre lo creado. Por algo el texto relaciona los dos elementos: †œHagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza, para que pueda dominar sobre los peces del mar, las aves del cielo, los ganados, las fieras campestres y los reptiles de la tierra† (y. 26). Es cierto que se mencionan sólo los animales, pero el códice sacerdotal no intenta excluir a las otras realidades terrestres. Sólo que los verbos usados: domina, y someter, propiamente valen respecto de los vivientes. La extensión ilimitada que leemos nosotros en el texto resulta legí­tima si reflexionamos que en lo más se contiene lo menos: el†dominio humano sobre el mundo animal, que en las culturas primitivas aparecí­a como el gran rival del hombre, vale aquí­ con mucha más razón del mundo inanimado.
Así­ pues, el tema bí­blico del hombre imagen de Dios no sólo lo relaciona con el creador, sino que funda y motiva teológicamente la relación con el mundo, una relación de dominio.
Además, no debe escapar a nuestra atención que el hombre, creado a imagen y semejanza divina y hecho dominador del universo, es varón y mujer: †œDios creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios los creó, macho y hembra los creó†(v. 27). La afirmación es notable: en cuanto a las relaciones esenciales con Dios y con el mundo, no hay diferencia entre varón y mujer. Por otra parte, el texto quiere subrayar que no se puede hablar de humanidad fuera de la bipo-laridad sexual masculina y femenina. Observa muy bien el exegeta C. Wes-termann: †œEl hombre es visto aquí­ como un ser comunitario† (Génesis, Biblischer Kommentar 1, Neukirchen 1974, 221).
Que se trata de una connotación inherente a la naturaleza humana, y por tanto inalienable, se ve con claridad por Gen 5,3, otro pasaje sacerdotal: †œAdán, a la edad de ciento treinta años, engendró un hijo a su imagen, según su semejanza, y le llamó Set†. La semejanza con Dios se transmite.
También, según la tradición sacerdotal, se sigue en el plano ético el deber moral de excluir todo atentado contra la vida del hombre, como leemos en Gen 9,6: †œQuien derrame sangre de hombre verá la suya derramada por el hombre, porque Dios ha hecho al hombre a su imagen†. Tenemos aquí­, en la primera parte del pasaje, una prohibición que se distingue por su carácter arcaico y remite a los primerí­simos tiempos del pueblo israelita. El códice sacerdotal ha añadido la motivación teológica: el carácter intangible de Dios repercute en su copia, que es el hombre. En resumen, el homicidio descubre una profundidad de gesto sacrilego e impí­o. En la misma dirección se colocará también la carta de Santiago en el NT: †œCon ella (la lengua) bendecimos al Señor, nuestro padre; y con ella maldecimos a los hombres, hechos a imagen de Dios† (3,9).
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El tema reaparece en la literatura sapiencial, en Si 17,1-4 y enSab2,23-24. El primer pasaje conjuga estrechamente la caducidad humana vista en la lí­nea de Gen 2, de timbre yah-vista, y la grandeza del hombre creado a imagen divina y dominadora del mundo, de acuerdo con el códice P: †œEl Señor creó al hombre de la tierra, y de nuevo le hará volver a ella. Le señaló un número preciso de dí­as y tiempo fijo, y le dio poder sobre los seres que en ella existen. Lo revistió de fuerza, como él mismo, y lo hizo a su imagen. Infundió el temor a él en toda,carne, para que dominase sobre las bestias y las aves†. En cambio, el pasaje del libro de la Sabidurí­a muestra una doble originalidad. Ante todo interpreta la fórmula antropológica de ? en clave de inmortalidad.. Además, el ser imagen de Dios tiende a convertirse de cualidad natural del hombre en una realidad histórica ligada a las opciones de fidelidad de la persona, que de otra manera, al sucumbir al influjo diabólico, va al encuentro de la muerte, entendida aquí­ no en sentido meramente biológico, sino también espiritual. Al perder la inmortalidad, no podrá ya llamarse imagen de Dios: †œDios creó al hombre para la inmortalidad y lo hizo a imagen de su eternidad (lección textual preferible a naturaleza); mas por envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la experimentan los que le pertenecen†.
De todas formas, el paso verdadero y auténtico a una concepción so-teriológica del motivo temático del hombre imagen de Dios aparecerá en Pablo, el cual, partiendo del dato cristológico de la Iglesia primitiva y testimoniado en Col 1,15 -†œEl (Jesucristo) es la imagen de Dios invisible, primogénito de toda la creación†-, elabora la teologí­a del hombre llamado a convertirse en imagen de Dios a través de la comunión con Cristo. Pero entonces el ser imagen de Dios no es ya ün hecho de naturaleza, sino un fruto de la gracia.
Volviendo a la perspectiva crea-cionistade la fórmula aquí­ analizada, nos parece que se debe citar también élsalmo 8. Es verdad que aquí­ no aparece nuestra expresión; sin embargo, se lo puede catalogar como pasaje paralelo de Gen 1,26-27. El salmista entona un himno de alabanza a Dios creador, cuya grandeza y magnificencia se descubre sobre todo en la creación del hombre: †œCuándo veo los cielos, obra de tus manos, la luna y las estrellas que creaste, ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano para que de él te preocupes? Apenas inferior a un dios lo hiciste, lo coronaste de gloria y dignidad; le diste el señorí­o de la obra de tus manos, bajo sus pies todo lo pusiste† (vv. 4-7). La grandeza majestuosa y el dominio real sobre lo creado son, como se ha visto, los dos contenidos de la idea de imagen de Dios en P; aquí­ corresponden en el plano terminológico la gloria y el honor.
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2. Origen edénico.
El documento yah vista, al cual debemos Gen 2-3, concentra su atención en la creación del hombre. El interés cosmológico aparece secundario y desecha-ble. Pues J habla del origen del mundo habitado, concebido como paso de un árido desierto a un oasis alegrado por el verde y el agua (Edén), sólo en el marco externo y ambiental de la ubicación del hombre. Además, el yahvista está preocupado sobre todo por hacer ver lo profundamente diversa que era la situación originaria de la humanidad, salida pura de las manos de Dios, de la mí­sera condición históricamente observable.
En todo caso, la fe creacionista de J aparece con ní­tidos colores. El hombre es un ser formado por Yhwh comoel barro del alfarero (2,7). Pero ha sido hecho con el polvo de la tierra (Gn 2,7), y esta raí­z suya terrena (ver la correlación de †˜adam-†™áda-mah: hombre-tierra) hace de él un ser mortal: †œ… hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella fuiste sacado; porque polvo eres y en polvo te convertirás†™ (3,19). Cultivador y guardián del Edén (2,15), terminará arrancando a la tierra con fatiga su propio sustento (3,17- 19a). Finalmente, la bipolari-dad masculino y femenino especifica al hombre no sólo como dato biológico y psicológico, sino también como vocación divina a la comunión matrimonial (2,l6ss). Todo ello expresado en una cultura cosmológica y antropológica de una época y de colores plásticos semejantes a los de los antiguos relatos mí­ticos de los orí­genes humanos, sobre todo de proveniencia mesopotámica.
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3. FINITUD CREATURAL Y DEPENDENCIA DEL Creador.
Lo que Bultmann dice con razón del mundo entendido por Pablo (Teologí­a del NT, 284) se puede afirmar plenamente del hombre según la teologí­a creacionista bí­blica: es ktí­sis ante el ktí­sas (criatura ante el creador).
En efecto, la confesión de fe †œel hombre ha sido creado por Dios† no se reduce a discernir la causa eficiente, sino que se sitúa sobre todo en el plano del sentido que de ahí­ se deriva para la existencia humana. El hombre es criatura, y todas sus pretensiones de autoafirmación orgullosas y titánicas le condenan a la inautenti-cidad y a la alienación más radical; en cambio vive en la verdad cuando acepta y reconoce su finitud creada y la dependencia del creador.
A este respecto es iluminadora una página de Ezequiel, el cual, describiendo al rey de Tiro, poderoso, rico y dominador del mundo, recurre a motivos tí­picos de la creación del †˜adam originario: †œTu corazón se ha enorgullecido y has dicho: Un dios soy yo, en la morada de un dios habito, en medio del mar. Tú, que eres un hombre y no un dios, has equiparado tu corazón al corazón de Dios. ¡Oh, sí­!, más sabio eres que Daniel; ningún sabio te iguala. Con tu sabidurí­a y tu inteligencia te has procurado riquezas, has acumulado oro y plata en tus tesoros… Tú eras el dechado de la perfección, lleno de sabidurí­a y de espléndida belleza. En Edén, jardí­n de Dios, viví­as; innumerables piedras preciosas adornan tu manto… Como un querubí­n protector yo te habí­a puesto en el monte santo de Dios y caminabas entre brasas ardientes. Eras perfecto en tus caminos desde el dí­a en que fuiste creado, hasta que apareció en ti la iniquidad. Con el progreso de tu tráfico te llenaste de violencia y pecados, y yo te.he arrojado del monte de Dios y te he exterminado, oh querubí­n protector, de entre las brasas ardientes. Tu belleza te llenó de orgullo. Tu esplendor te hizo perder tu sabidurí­a. Yo te derribé por tierra† (Ez 28,2-4; Ez 28,12-17). El rey de Tiro tiene aquí­ valor representativo; personifica al hombre creado por Dios como ser extraordinariamente dotado que, desconociendo su condición de criatura, se autodeifica, y por eso se prepara para la ruina y la humillación final.
También Isaí­as ha acentuado esta perspectiva existencialista. Ser criatura para el hombre quiere decir en concreto aceptarse como tal y no pretender representaren la historia el papel de un dios. En particular, el profeta subraya que en el dí­a del Señor, que manifestará el rostro de Dios y el rostro del hombre, éste será humillado y Yhwh exaltado. En otras palabras, los sueños infantiles de omnipotencia aparecerán como falaces ilusiones; al hombre que se ha auto-deificado se le quitará la máscara (Is 2,9-18)..
Por otra parte, el mundo creado está totalmente al servicio del hombre, constituido por Dios rey del universo. El reconocimiento del Creador es el antí­doto seguro contra la adoración del cosmos; si el hombre dobla las rodillas ante Dios, evitará arrodillarse ante las cosas y los poderosos de la tierra. Pues la genuina fe crea-cionista anula todo intento del mundo de disfrazarse de Dios. Comprendemos así­ por qué Sg l3-l4.y Rom 1,l8ss, los dos textos bí­blicos que teológicamente más intentan captar el sentido profundo de la idolatrí­a, vinculan estrechamente la negación o el desconocimiento del creador y la adoración idolátrica del mundo: †œTorpes por naturaleza son todos los hombres que han ignorado a Dios y por los bienes visibles no lograron conocer al que existe, ni considerando sus obras reconocieron al artí­fice de ellas, sino que tuvieron por dioses rectores del mundo al fuego, al viento, al aire ligero, a la bóveda estrellada, al agua impetuosa o a los luceros del cielo. Pues si, embelesados con su hermosura, los tuvieron por dioses, entiendan cuánto más hermoso es el Señor de todas estas cosas, pues el autor mismo de la belleza las creó† (Sb 13,1-3). †œLa ira de Dios se manifiesta desde el cielo contra toda la impiedad e injusticia de los hombres que detienen la verdad con la injusticia, ya que lo que se puede conocer de Dios, ellos lo tienen a la vista, pues Dios mismo se lo ha manifestado. Desde la creación del mundo, lo invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad se pueden descubrir a través de las cosas creadas. Hasta el punto que no tienen excusa, porque, conociendo a Dios, no lo glorificaron ni le dieron gracias; por el contrario, su mente se dedicó a razonamientos vanos y su insensato corazón se llenó de oscuridad. Alardeando de sabios, se hicieron necios; y cambiaron la gloria del Dios inmortal por la imagen del hombre mortal, de aves, de cuadrúpedos y de reptiles†™ (Rm 1,18-23).
En este vasto cuadro parece que se puede leer también el dicho de Jesús transmitido por Mc 2,27: †œEl sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado†.
Finalmente, en el plano ético la relación con el Creador se traduce en el mandamiento divino que postula la decisión humana responsable. La dependencia ontológica del hombre se combina lógicamente con su dependencia moral de la voluntad exigente del Creador. Lo subraya plásticamente el códice yahvista, que en Gen 2,16-17 menciona la prohibición de comer los frutos del árbol puesto en el centro del Edén. En resumen, la existencia del hombre-criatura se coloca bajo el signo de la obediencia al creador.
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4. El Creador cuida de su criatura.
Ya hemos analizado el himno del salmo 8, en el cual el anónimo cantor se asombra, admirado, de que Yhwh se acuerde del hombre y se preocupe de él. En el salmo 104 se celebra la iniciativa de Dios, que hace fructificar la tierra en beneficio del hombre: †œHaces brotar la hierba para los ganados, y las plantas que cultiva el hombre para sacar de la tierra el pan, el pan que le da fuerzas y el vino que alegra el corazón y hace brillar su rostro más que el mismo aceite(vv. 14-15). En la página etio-lógica de Caí­n y Abel, Yhwh se descubre no sólo como defensor y vengador del débil frente a la prepotencia del violento, sino también como protector del homicida contra la ley de la jungla (Gn 4,1 Ss). Por su parte, Ezequiel proclama que Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (18,32; pero cf todo el capí­tulo). El libro de la Sabidurí­a atribuye de manera original a la sabidurí­a divina una actitud constante de filantropí­a: †œLa sabidurí­a es un espí­ritu que ama a los hombres†™ (1,6); †œEn ella (sabidurí­a) hay un espí­ritu inteligente…, incoercible, benéfico, amante de los hombres†™ (7,22-23). Muy relevante es también el pasaje 11,24-26: †œTú amas todo lo que existe y no aborreces nada de lo que hiciste, pues si algo aborrecieras no lo hubieses creado. Y ¿cómo subsistirí­a nada si tú no lo quisieras? ¿O cómo podrí­a conservarse si no hubiese sido llamado por ti? Pero tú perdonas a todos, porque todo es tuyo, Señor, que amas cuanto existe†™.
En el NT se impone la cita de dos textos evangélicos, que nos atestiguan la fe viva de Jesús de Nazaret en el Padre, †œque hace salir el sol sobre buenos y malos y hace llover sobre justos e injustos† (Mt 5,45) y que cuida de las criaturas más humildes y, con mayor razón, del hombre: †œMirad las aves del cielo; no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros, y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellas?… Mirad cómo crecen los lirios del campo; no se fatigan ni hilan; pero yo os digo que ni Salomón en todo su esplendor se vistió como uno de ellos. Pues si Dios viste así­ a la hierba del campo que hoy es y mañana se la echa al fuego, ¿no hará más por vosotros, hombres de poca fe?†™ (Mt 6,26-30;
Lc 12,24-28).
En resumen, el hombre creado por Dios vive siempre bajo la mirada amorosa y providente del Creador, que está cerca de él.
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III. LA CONDICION HUMANA SEGUN LOS SABIOS DE ISRAEL.
No hay duda; la vasta literatura sapiencial israelita manifiesta un interés humanista extraordinario y singular. En el centro está el hombre; más propiamente el particular, el individuo, la persona enfrentada con el problema de la existencia: si es posible, y cómo, construir una vida realizada, o incluso alcanzar la felicidad terrena. Intentando dar una respuesta válida, los sabios de Israel confiaron en los recursos de la razón humana, y sobre todo en la atenta observación de la realidad.
A grandes rasgos, podemos distinguir una corriente optimista y una visión más crí­tica, con vetas o incluso impregnada de pesimismo existen-cial. La sabidurí­a israelita tradicional, expresada ejemplarmente en la colección de los Proverbios, estima que existen y se pueden conocer y recorrer los senderos que llevan al hombre a su plena realización. Basta descubrirlos y recorrerlos con esfuerzo, siguiendo a los reconocidos maestros de la vida, es decir, los sabios, y no se fallará la meta. En concreto, es necesario adquirir o desarrollar las cualidades intelectuales y morales, pero también las religiosas, que hacen del hombre un sabio: previsión, perspicacia, prudencia, constancia, diligencia, laboriosidad, generosidad, magnanimidad, bondad, temor de Dios sobre todo, etc.

Optimismo, pues, pero también dogmatismo rí­gido: según la sabidurí­a tradicional israelita, el sabio, o sea el que conoce y practica el arte de vivir, no podrá menos de tener éxito, realizar sus sueños, ser mimado por la fortuna, guiar su existencia al puerto de la felicidad terrena. En particular, los sabios de Israel, basándose en la convicción de que Dios retribuye aquí­ y enseguida y con opuesta moneda al que hace el bien y a los que se han entregado al mal, elaboraron el dogma de la perfecta correspondencia entre hombre bueno, piadoso, irreprensible y hombre afortunado y feliz.
No tiene nada de extraño que otras escuelas sapienciales de Israel reaccionaran contra esa ideologí­a, que no atendí­a a los resultados de la observación desapasionada de la realidad, demasiado compleja y contradictoria para poder encerrarla en esquemas tan rí­gidos y unilaterales. La crí­tica más acerada del dogmatismo de la sabidurí­a tradicional la realizó el autor del poema de Jb. El protagonista en primera persona protesta contra su situación: no se le puede considerar ciertamente un malvado (cf ce. 29-31); sin embargo, su existencia se presenta literalmente crucificada: comprobación amarguí­sima, que hace vacilar la imagen de un Dios remunerador. El problema humano de Jb se convierte así­ en problema religioso: ¿le es posible al hombre agobiado y puesto a dura prueba ver en Dios a un amigo?
La trágica condición humana de los hombres crucificados, representados en Jb, encuentra en este escrito contracorriente tonos de rara eficacia retórica: †œPerezca el dí­a en que nací­ y la noche en que se dijo: †˜Ha sido concebido un hombre†™… ¿Por qué no me quedé muerto desde el seno materno? ¿Por qué no expiré al salir del vientre?† (3,3.11); †œ,Por qué el Todopoderoso no se reserva tiempos y los que le conocen no contemplan sus dí­as? Los criminales remueven los linderos, se llevan el rebaño robado. Arrebatan el asno de los huérfanos, toman en prenda el buey de la viuda. Expulsan a los indigentes del camino, todos los pobres del paí­s han de esconderse… Arrancan al huérfano del pecho, toman en prenda al lactante del pobre.,.. Desde la ciudad gimen los moribundos, el alma de los heridos grita, mas Dios no hace caso de sus quejas† (24,1-4.9.12).
La interpelación a Dios se convierte casi en blasfemia: †œLas flechas del Todopoderoso están en mí­ clavadas; mi espí­ritu bebe su veneno, y los terrores de Dios me turban† (6,4); †œcPor qué me has hecho blanco tuyo? ¿Por qué te causo inquietud?† (7,20b); †œ,Por qué ocultas tu rostro y me tienes por enemigo tuyo? ¿Quieres asustar a una hoja estremecida o perseguir a una paja seca?†(l 3,24-25);
†œDios me ha entregado a los perversos, en manos de criminales me ha arrojado. Viví­a yo tranquilo y él me sacudió, me agarró por la nuca para despedazarme, me ha hecho blanco suyo. Sus flechas me acorralan, traspasa mis entrañas sin piedad y derrama por tierra mi hiél. Abre en mí­ brecha sobre brecha, me asalta lo mismo que un guerrero† (16,11,14).
No parece, sin embargo, que el poema, eficaz en la denuncia de la tesis tradicional, ofrezca una solución alternativa satisfactoria. Al intervenir finalmente, Dios exalta su sabidurí­a y poder de creador, a los que sirve de contraste la pequenez del hombre (cc. 38-39). A Jb no le queda más que confesar su impotencia para penetrar el misterio de Dios y el escándalo del mundo: †œAc hablado sin cordura de maravillas que no alcanzo ni comprendo† (42,3b).
Más radical aparece el libro del Qohélet, al que no es exagerado colocar al borde de la ortodoxia israelita. El autor contempla inmanentis-tamente al hombre y su condición: así­ es †œbajo el sol†. Todo le parece como vací­o, vací­o inmenso (hebel), estribillo que abre el libro (1,2) y lo cierra (12,8). Porque la existencia humana está fatalmente abocada a la muerte, ni más ni menos que las bestias: †œPorque la suerte de los hombres y la suerte de las bestias es la misma; la muerte del uno es como la muerte del otro; ambos tienen un mismo aliento, y la superioridad del hombre sobre la bestia es nula, porque todo es vanidad. Ambos van al mismo lugar; ambos vienen del polvo y ambos vuelven al polvo† (3,19-20).
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No es que sea un nihilista, pues no oculta que existen valores, realidades positivas; pero todo es relativizado, porque se ve sub spede monis: el sabio y el necio, el piadoso y el impí­o, todos igualmente terminan en el se ?? (9,2). No hay esperanza para el futuro, porque el mañana será la repetición del ayer:
†œLo que fue, eso mismo será; y lo que se hizo, eso mismo se hará; ?? hay nada nuevo bajo el sol† (1,9). La resignación será, pues, la actitud en consonancia con la situación exis-tencial humana. El hombre ha de contentarse con lo poco que puede ofrecerle esta vida: †œNo hay para ellos otra felicidad que gozar y procurarse el bienestar durante la vida† (3,12); †œAnda, come tu pan con alegrí­a y bebe con alegre corazón tu vino, porque ya se complace Dios en tu obra. Lleva en todo tiempo vestidos blancos, y que el perfume no falte sobre tu cabeza. Goza de la vida con la mujer que amas todos los dí­as de tu vida de vanidad que Dios te da bajo el sol, porque ésa es tu parte en la vida y en el trabajo con que te afanas bajo el sol† (9,7- 9). Una solución en la lí­nea del carpe diem de los latinos.
En el libro de la Sabidurí­a la solución del problema de la existencia humana, caracterizada bajo elsolpor contradicciones y tinieblas escandalosas, se busca y se encuentra en clave ultraterrena. Los justos que aquí­ abajo caminan por el ví­a crucis, oprimidos y aplastados por los poderosos, verán la luz, y †œla suya es una esperanza llena de inmortalidad† (3,4b). Es una solución espiritualista, pues está reservada al alma humana: †œLas almas de los justos están en las manos de Dios y ningún tormento los alcanzará. A los ojos de los necios parecí­a que habí­an muerto y su partida fue considerada como una desgracia; su salida de entre nosotros, un desastre; pero ellos están en paz† (3,1 -3); †œPero el justo, si muere prematuramente, descansará en paz… Como su alma era agradable al Señor, se apresuró a sacarlo de un medio corrompido (4,7.14). Por el contrario, los impí­os caerán en manos de la muerte eterna y confesarán su necedad de mofadores de los justosyde infieles ala ley divina (1,16-3,42).
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IV. BAJO EL SIGNO DEL PECADO Y DE LA GRACIA: ANTROPOLOGIA SOTERIOLOGICA
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Nos parece preferible concentrar la atención en las voces más significativas de la Biblia en lugar de buscar una completez material de los datos bí­blicos. Por eso no nos preocuparemos de referir y analizar pasajes diseminados. En concreto, presentaremos a grandes rasgos la perspectiva histórico-salví­fica del yahvista, el mensaje original de Jeremí­as y de Ezequiel, el testimonio del Salterio, la palabra de Jesús de Nazaret, la soteriologí­a de Pablo y la reflexión de Juan.
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1. La perspectiva histórico-SALVIFICA DEL YAHVISTA.
Ya se ha aludido a la teologí­a de J, que contrapone los orí­genes puros de la humanidad, vistos en el alba de la creación, a la historia humana marcada por una creciente rebelión contra Dios. En realidad, el pecado ha hecho irrupción en el mundo en forma de desobediencia al mandamiento divino y de autoafirmación orgullosa y titánica del hombre, y como un alud derriba toda resistencia. Adán y Eva (Gn 3 ), Caí­n y Lamec (Gn 4), la unión de los hijos de Dios con las hijas de los hombres (Gn 6,1-4), la generación del diluvio -de la cual el texto advierte expresamente: †œAl ver el Señor que la maldad de los hombres sobre la tierra era muy grande y que siempre estaban pensando en hacer el mal† (Gn 6,5)-, después la catástrofe de Cam y Canaán (Gen 9,l8ss) y, finalmente, los orgullosos y titánicos constructores de la torre de Babel (Gn 11, lss) son otras tantas piedras miliarias del camino de la humanidad por las sendas del pecado, que manifiesta sus múltiples facetas: autodeificación, fratricidio, horno hornini lupus, corrupción general, impiedad con los padres, intento social y polí­ticamente coordinado de escalar el cielo. J ha sabido realmente aprovechar tradiciones etiológicas primitivas y muy plásticas para ilustrar su teologí­a histórico-salví­fica de una historia humana que se precipita en el abismo de la perdición por estar construida bajo el signo de la reivindicación de una radical autonomí­a del Creador.
Pero todo esto constituye sólo el fondo oscuro y tenebroso sobre el cual destaca la iniciativa salvadora de Yhwh, el cuál en Abrahán y en su estirpe bendecirá a todos los pueblos de la tierra (Gn 12,1-3). La elección de Israel no es un fin en sí­ misma, sino que se presenta como funcional al proyecto divino de salvar a la humanidad adamita; la historia particular del pueblo elegido entre todos los pueblos está subordinada a la historia humana universal. En realidad, las dimensiones de la acción del Dios salvador no son menos amplias que las de la acción creadora de Yhwh. Por eso el yahvista ha antepuesto a la narración de la formación del pueblo israelita el relato de los orí­genes de la humanidad y de su destino, marcado dialécticamente por el pecado y por la gracia.
En todo caso, la promesa jurada a Abrahán en Gen 12,1 -3 no es la única palabra salví­fica que caracteriza el relato de J de Gen 2-1 1, porque ya al principio de la historia del pecado de la humanidad adamita se contempla una feliz esperanza para el futuro de la estirpe humana, que se tomará un sonado desquite sobre la serpiente tentadora: †œYo pongo enemistad entre ti (la serpiente) y la mujer, entre tu linaje y el suyo; él te aplastará la cabeza y tú sólo tocarás su calcañal† (Gn 3,15).
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2. Corazón de piedra y corazón DE CARNE: EL MENSAJE DE Jeremí­as y de EzequieL
Sin pretender ignorar la indudable individualidad que los distingue, no se puede menos de advertir en la
palabra de ambos profetas una significativa convergencia de carácter antropológico: uno y otro estiman irremediablemente comprometida la capacidad del hombre para aceptar la llamada a la conversión, porque el pecado de idolatrí­a ha ocupado totalmente su corazón, es decir, el centro de su decisión. Jeremí­as habla explicitis verbis de un descarrí­o tal que el hombre no es capaz de gobernar su vida: †œBien sé, Señor, que el camino del hombre no está en sus manos, y que no depende del hombre que camina enderezar sus pasos† (10,23). Por su parte, Ezequiel subraya que el corazón de los israelitas -y, con mayor razón, el de los demás hombres, podemos precisar nosotros- se ha endurecido y hecho impermeable a toda solicitud externa para que sean eliminadas las opciones idolátricas (36,26). Dicho de otra manera, el corazón humano es incircunciso (Jr 4,4; Jr 9,25), está obstinadamente dado al mal Jr18,12), esterco(Jr7,24 yEz3,7). Incircuncisoestambién el oí­dodel hombre, incapazdeescucharla palabra de Dios (Jr6,1O). Se trata de una auténtica impotencia: †˜cPuede un negro cambiar su piel o un leopardo sus manchas? ¿Y vosotros, habituados al mal, podréis hacer el bien? (Jr 12,23).
Pero Jeremí­as y Ezequiel no se detienen en esta denuncia sin compasión y dramática; su última palabra sobre el hombre es un mensaje de esperanza, proclamación de una futura iniciativa de Yhwh, el cual intervendrá para cambiar el corazón de piedra en corazón de carne, es decir, sensible y abierto a las exigencias divinas y capaz de decisiones de obediencia. Corazón nuevo y espí­ritu nuevo, dice Ezequiel (36,26-28); ley divina escrita no en piedra, sino en el corazón, según el lenguaje de Jeremí­as (31,31-34).
Como se ve, todo se confí­a a la prodigiosa acción creadora de Dios. En términos paulinos, allí­ donde abundó el pecado sobreabundará la gracia.
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3. El testimonio del Salterio.
Aquí­ y allá la voz personalizada de los salmistas muestra tonalidades muy similares a las de Jeremí­as y Ezequiel, pero con una diferencia: en sus cantos de lamentación y de súplica aparece en primer plano la auto-conciencia de personas que han experimentado la devastación del mal y del pecado. Véase la confesión del anónimo cantor del Miserere: †œReconozco mi iniquidad, tengo delante de mí­ mi pecado. Contra ti, contra ti solo pequé y he hecho lo que tú no puedes ver… Ya nací­ en la culpa, y en el pecado me concibió mi madre† (SaI 51,5-7). Pero su caso se presenta como tí­pico de una situación universal: †œEl Señor observa desde el cielo a los hombres para ver si hay alguno cuerdo que busque a Dios. Todos están descarriados, en masa pervertidos; no hay nadie que obre bien, ni uno solo† (SaI 14,2-3 cf SaI 53,3-4); †œ… En mi pertubación llegué a decir: Todos los hombres son unos mentirosos†™† (116,11); †œNo entables juicio contra mí­, pues ante ti ningún viviente es justo† (143,2).
A la confesión sincera sigue la súplica para que Yhwh intervenga personalmente para purificar, por ser insuficientes los ritos de purificación cultual, y más aún para que él cree (bara†™J en el pecador un corazón puro: †œTen compasión de mí­, oh Dios, por tu misericordia, por tu inmensa ternura borra mi iniquidad. Lávame más y más de mi delito y purifí­came mi pecado… Purifí­came con el hisopo, y quedaré puro; lávame, y quedaré más blanco que la nieve… Oh Dios, crea en mí­ un corazón puro, implanta en mis entrañas un espí­ritu nuevo†™ (51,3-4.9.12). El orante del salmo 143 pide que sea Dios mismo el que le haga de maestro en el camino de la fidelidad: †œEnséñame el camino que tengo que seguir, pues me dirijo a ti† (y. 8b); y de la justicia de Yhwh espera su salvación (y. 11). El cantor del salmo 119 suplica que Dios incline su corazón al querer divino (y. 36); análoga es la súplica de Ps 141,4: †œNo inclines mi corazón a la maldad, a cometer delitos con los criminales†.
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4. La palabra de Jesús de Nazaret:
Como es sabido, el centro de su predicación fue el anuncio de la cercaní­a y proximidad del reino de Dios o de los cielos (Mc 1,15 y Mt 4,17). Pero a la buena nueva (euan-guélion) hizo seguirla llamada urgente a convertirse (cf ibid). Con ello, sin embargo, supone que el hombre tiene de qué arrepentirse, o mejor, que tiene un pasado del cual salir para abrirse a la novedad de que Dios va a constituirse rey en la historia para defender a los indefensos, haciendo justicia a los que no tienen justicia, acogiendo a los rechazados y los despreciados. No se piense que el imperativo conveflios se agota en una invitación moralista; en realidad, Jesús llama a los hombres a sintonizar con la longitud de onda del acontecimiento que está a punto de llamar a la puerta de la existencia y de la historia, a movilizarse espiritualmen-te: †œBuscad más bien su reino, y todo eso se os dará por añadidura† (Lc 12,31).
Evidentemente, no hay ninguna especulación antropológica; sin embargo, no se le puede negar al profeta de Galilea una imagen precisa del hombre cuando mira a instarlo para que se decida por el reino de Dios. Pues a sus ojos es precisamente en las opciones fundamentales donde la persona se salva o se pierde [1 Psicologí­a]. Véase la declaración contracorriente acerca de lo puro y de lo impuro: de un solo golpe borra la concepción sacerdotal según la cual la existencia humana está dramáticamente amenazada desde el exterior. Comer alimentos impuros, ponerse en contacto con cadáveres, padecer el flujo menstrual, etc., significaba entrar en el circuito de las fuerzas de la muerte, de las cuales sólo podí­a librar el rito purificador. En cambio, para Jesús la vida y la muerte dependen de la interioridad de la persona, y más exactamente de sus decisiones positivas y negativas: †œNada que entra de fuera puede manchar al hombre:
lo que sale de dentro es lo que puede manchar al hombre… Porque del corazón del hombre proceden los malos pensamientos, las fornicaciones, robos…† (Mc 7,15; Mc 7,21). En una palabra, es el nombre el que decide su destino.
La atención de Jesús al corazón del hombre se manifiesta con toda claridad en la discusión con sus crí­ticas acerca de las cláusulas que legitiman la práctica del divorcio (Mt 19,3-9; Mc 10,1-12). Dejando aun lado la negativa a dejarse implicar en la casuí­stica que oponí­a la escuela laxista de Húlel a la rigorista de Sam-mai y del recurso a la acción y la voluntad originaria del Creador, a nosotros nos interesa aquí­ sobre todo su explicación de la ley mosaica del divorcio: el divorcio o el repudio es la consecuencia del endurecimiento del corazón humano [1 Matrimonio V, 3]: †œMoisés os permitió separaros de vuestras mujeres por la dureza de vuestro corazón (sklerokardí­a], pero al principio no era así­† (Mt 19,8). Y la solución de Jesús es que vuelva a los orí­genes. Supone, pues, que el corazón humano puede reconquistar la libertad positiva de elección y de acción: los tiempos nuevos por él inaugurados se caracterizan por el cambio de corazón, supuesto para que la voluntad del Creador acerca de la indisolubilidad de la unión matrimonial pueda cumplirse.
También las decisiones más arduas son posibles, porque Dios sabe abrir el camino del hombre también cuando éste se ha metido en callejones sin salida. Ac aquí­ cómo concluye Jesús un intercambio de opiniones con sus discí­pulos, impresionados por su juicio sobre la dificultad de que Jos ricos entren en el reino de los cielos: †œPara los hombres es imposible, pero no para Dios. Pues a Dios todo le es posible† Mc 10,27; Mt 19,26). Nada de resignación, y menos de derrotismo; porque el hombre no está solo.
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5. La antropologí­a soterioló-gica de Pablo.
Es indudable que la teologí­a paulina se apoya en dos quicios: Cristo, único camino salví­fico para el hombre, e imparcialidad de Dios, que persigue la salvación de todos. Pablo deduce entonces que la otra cara de la medalla lleva inscrita la sujeción universal del hombre a la tiraní­a del pecado. No parece inútil insistir: en su elaboración teológica no parte de la revelación de que todos los hombres son pecadores, para concluir luego la iniciativa del Padre de querer salvar a todos. El proceso es exactamente al revés. Su afirmación de la humanidad como massa dam-nata, para usar una expresión agus-tiniana -pero ver al respecto Rom 1,18: †œLa ira de Dios se manifiesta desde el cielo contra toda la impiedad e injusticia de los hombres que detienen la verdad con la injusticia-, se sitúa a nivel de un juicio teológico, de una valoración interna a la fe. En otros términos, es la revelación de Dios como sujeto seria y eficazmente comprometido en la liberación de la humanidad lo que le descubre al hombre a sí­ mismo como pecador, perdido y necesitado de la gracia divina: †œ…No hay distinción alguna. Todos pecaron y están privados de la gloria de Dios† (Rm 3,23). Ver también Rom 11,32: †œPues Dios encerró a todos en la desobediencia para tener misericordia de todos†™.
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a) Pesimismo de la naturaleza.
Nadie en el NT ha penetrado más profundamente que Pablo en el abismo de perdición del hombre extraño a la acción de Cristo, porque nadie más que él ha sabido evidenciar lo radical del rescate llevado a cabo por la iniciativa gratuita de Dios. El ve, de rechazo, la historia humana como un campo en el cual el pecado se ha impuesto como tirano soberano. Léase Rom 6,12.14.16.20, donde se habla de reino del pecado (basi-Ieúein), de su dominio o señorí­o (kyrieúein), de la esclavitud de los hombres respecto al pecado (doüloi). Su atención va más allá de la observación de los pecados y de las transgresiones (para ptomata, parabáseis), para descubrir en el hombre la presencia de un mecanismo perverso, causa de cada uno de los actos pecaminosos. Nosotros podrí­amos hablar en términos modernos de un superyó, que sustituye al yo de la persona, forzándolo inevitablemente a opciones negativas. Por tanto, el hombre es un ser alienado, veleidoso y disociado, porque es incapaz de llevar a la práctica el deseo de bien y el anhelo de vida que, sin embargo, existen en él (Rm 7). La misma ley divina del Sinaí­ -pero esto vale también para la ley divina inscrita en el corazón de los hombres- es insuficiente; más aún, termina siendo un instrumento en manos del pecado, el cual de ese modo, empuja al hombre a actos de rebeldí­a o de observancia egocéntrica; así­ se concretiza el egocentrismo arraigado en lo profundo de él. A este respecto, Pablo habla de hombre carnalo también de hombre viejo. Es una espiral diabólica, que conduce por sí­ misma a la muerte, es decir, a la perdición eterna.

Para evitar equí­vocos demasiado fáciles, como si Pablo negase cualquier expresión de bondad ética y religiosa en la vida de los hombres no rescatados, se impone precisar que en su teologí­a el bien y el mal o el pecado tienden a definirse en estrecha relación con Cristo, respectivamente cómo adhesión a él y rechazo de su persona. Así­ al menos lo dice con claridad en él capí­tulo 3 de la carta a los Filipenses. También la existencia éticamente más elevada, pero extraña a la fe en Cristo, aparece a sus ojos como equivocada, como un caminar fuera del camino, incapaz de conducir a la meta de la vida, la cual depende únicamente del †œconocimiento de Cristo†; él mismo, en su pasado de fariseo celoso e irreprensible constituye una prueba viva de ello.
Para evidenciar teológicamente este pesimismo suyo radical en la capacidad del hombre de construirse un destino de vida, en un primer momento afirma Pablo que todos los hombres, paganos y judí­os, han pecado, los primeros de idolatrí­a y los segundos de incoherencia práctica (Rom 1,18-3,20). Se trata de una visión sucinta de la religiosidad pagana y de la práctica del judaismo, pero válida como ilustración plástica y visual de su intuición de fe de que el hombre extraño a la gracia de Cristo está perdido. En Rom 5,12-21 vuelve sobre el tema, oponiendo a la figura dé Cristo, fuente de justicia y de vida para toda la humanidad, la contrafi-güra de Adán, principio igualmente universal de pecado y de muerte (cf también ico 15,21-22; ico 15,45-49). Finalmente, en Rom 7,7ss presenta cronológicamente la historia de la humanidad adamita: el yo del hombre ha pasado a través de las etapas de la inocencia original, de la época anterior a la ley mosaica y del perí­odo sucesivo hasta la venida de Cristo, ambos marcados por el dominio del pecado. Ac aquí­ en sí­ntesis la situación de la humanidad adamita: †œiDesdichado de mí­! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?†™ (7,24).
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b) Optimismo de la gracia.
Como en el párrafo anterior, tomamos como guí­a la carta a† los Romanos, introducida programáticamente por 1,16-17: †œYo no me avergüenzo del evangelio, que es potencia de Dios (dynamis TheoúJ para la salvación (eis solerí­an]de todo el que cree, del judí­o primero y también del griego.
Porque la justicia de Dios (dikaio-syne TheoúJ se revela apokaypteai] en él de la fe a la fe, segúnestá escrito: El justo que es tal, por la fe, vivirᆝ (trad. del autor).
En el principio de la antropologí­a soteriológica está la iniciativa salví­fica de Dios; en términos paulinos, su potencia y su justicia, que se manifiestan en el evangelio proclamado por Pablo y por toda la Iglesia apostólica. Nótese bien; no se trata de una pura y simple notificación, sino de una apocalipsis: la potencia divina está actuando, la sentencia eficaz de justificación del pecador es pronunciada efectivamente por Dios justo en el mensaje evangélico. Y todos los hombres aparecen interesados, sin excepción alguna:
judí­os y paganos. En realidad, el privilegio de los unos y el impedimento de los otros son anulados: †˜,O es que Dios es solamente Dios de los judí­os? ¿No lo es también de los paganos? Sí­, también de los paganos; porque sólo hay un Dios, que justificará por la fe tanto a los circuncidados como a los no circuncidados† (Rm 3,29-30). †œNo hay distinción entre el judí­o y el griego, porque Jesús es el mismo Señor de todos, rico para todos los que lo invocan† (Rm 10,12). No parece superfluo insistir: el proyecto y la acción de salvación del Dios de Jesucristo no sólo abrazan materialmente a todos los hombres, sino que los comprenden†™ en pie de igualdad. Podemos, pues, hablar de universalidad sote-riológica cualificada, de absoluta in-condicionalidad del obrar del Padre, frente al cual los hombres terminan encontrándose en el punto de partida perfectamente iguales: buenos y malos, circuncidados o incircuncisos, monoteí­stas y politeí­stas, adoradores del verdadero Dios e idólatras, todos igualmente necesitados de la gloria de Dios Rm 3,23), es decir, de la manifestación y del despliegue de su acción poderosa y eficaz.
A esta imparcialidad de Dios corresponde la gratuidad de su obrar salví­fico: ningún mérito por parte del hombre, ninguna predisposición suya espiritual, religiosa o moral capaz de hipotecar o sólo de enderezar sus lí­neas operativas. El Padre se dirige ahora a la humanidad adamí­ti-ca con eficaz intención de rescate (apolytrosis) sólo porque es fiel a sí­ mismo (dí­kaios), a la promesa que juró a Abrahán de bendecir a todos los pueblos de la tierra. †œ… no hay distinción alguna, porque todos pecaron y están privados de la gloria de Dios, y son justificados gratuitamente (doreán) por su gracia (té autoüjáriti) mediante la redención (apolytrosis) de Cristo Jesús† (Rm 3,23-24). Dicho de otra manera, en el evangelio está en acción †œel que da la vida a los muertos y llama a la existencia a las cosas que no son† (Rm 4,17). Su iniciativa salví­fica se lleva a cabo en términos de creación.
Para ser completos, véase al respecto también el testimonio de la carta a los Efesios: †œ… Para hacer resplandecer la gracia maravillosa que nos ha concedido por medio de su querido Hijo. El nos ha obtenido con su sangre la redención, el perdón de los pecados, según la riqueza de su gracia† (1,6-7); †œPero Dios, rico en misericordia, por el inmenso amor con que nos amó nos dio vida juntamente con Cristo, pues habéis sido salvados por pura gracia (doreari) cuando estábamos muertos por el pecado, nos resucitó y nos hizo sentarnos con él en los cielos con Cristo Jesús, a fin de manifestar en los siglos venideros la excelsa riqueza de su gracia mediante su bondad para con nosotros en Cristo Jesús. Habéis sido salvados por la gracia (járiti) mediante la fe; y esto no viene de vosotros, sino que es don de Dios; no de las obras, para que nadie se glorí­e† (2, 4-9).
Pero el hombre no permanece pasivo; Dios salvador lo implica como sujeto activo, llamándolo a acoger el don gratuito que se le ofrece; en una palabra, a creer. Si objetivamente la pí­stis paulina se caracteriza como aceptación del mensaje evangélico y, más aún, del acontecimiento salví­fico en él manifestado, su dinámica interna dice renuncia a la pretensión de autosalvación y, al mismo tiempo, confianza total en el gesto de gracia de Dios. Pues éste es el verdadero planteamiento de la teologí­a paulina de la justificación sola fide, con rigurosa exclusión de las obras de la ley, es decnv de las observancias erigidas en principio autojustificador. †˜cDónde queda el orgullo (kaújesisfl Ha sido eliminado. ¿Por qué ley? ¿La de las obras? No, sino por la ley de la fe. Decimos, pues, con razón que el hombre es justificado por la fe sin las Obras de la ley†™ (Rm 3,27-28); †˜,Qué diremos entonces de Abrahán? Si Abrahán hubiera sido justificado por el cumplimiento de la ley, podrí­a estar orgulloso, aunque nunca ante Dios. Pero ¿qué dice la Escritura? Abrahán creyó en Dios y le fue contado como justicia. Ahora bien, al que trabaja no se le abona el jornal a tí­tulo gratuito (kata járin), sino a tí­tulo de cosa debida (kat†™ophelle-ma); en cambio, al que no trabaja, pero cree en el que justifica al culpable, su fe se le cuenta como justicia (Rm 4,1-5). No el código de lo debido, sino el de lo gratuito caracteriza la relación entre Dios y el hombre. Todo es gracia, diremos con la célebre frase de Bernanos; pero es el mismo Pablo el que con el vocablo járis designa no sólo el gesto subjetivo del Padre, sino también la nueva situación de justicia que de ahí­ resulta para el creyente.
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En el proceso salví­fico entero, Cristo imprime su huella de mediador (lTm 2,5). En realidad, la iniciativa de Dios se lleva a cabo en la acción de Jesús crucificado y resucitado. El es el nuevo Adán, principio universal de justicia y de vida para la humanidad; en comparación con él, el primer Adán, primero en orden cronológico, asume la función de pura y simple figura ilustrativa (ty-pos), que evidencia didácticamente su superioridad: †œPero el delito de Adán no puede compararse con el don de gracia (cárisma). Si por la caí­da de uno solo murieron muchos, mucho más (pollói mállon) sobreabundó la gracia de Dios y el don gratuito (dorea enjáriti) de un solo hombre, Cristo Jesús, para todos. El delito de uno solo no puede compararse con el don de Dios; pues por un solo delito vino la condenación, y por el don de Dios, a pesar de muchos delitos, vino la absolución. Si, pues, por la transgresión de uno solo reinó la muerte a causa de uno solo, cuánto más (pollói mállon) los que reciben (hoi lambanoní­es) la abundancia de la gracia y el don de la justicia reinarán en.la vida a causa sólo de Jesucristo† (Rm 5, 15-17). En el pasaje paralelo de ico 15,20-22 se llama a Cristo resucitado primicia (aparjé) del mundo de los resucitados y principio activo de la resurrección de los creyentes: †œSi por un hombre vino la muerte, por un hombre también la resurrección de los muertos; y como todos mueren en Adán, así­ también todos serán vivificados en Cristo†. Finalmente, en 1 Co 15,45-49 se contrapone el Adán escatológico al primero, porque éste es prototipo de los que tienen vida psí­quica, mientras que aquél es fuente de vida pneumática (psyjé zósa – pneüma zoo-poioün).
Mas ¿cómo puede Pablo afirmar que el destino de todos depende de la acción de un solo hombre? En virtud de la solidaridad que liga estrechamente los dos polos de la unidad y de la universalidad (heis-polloí­) solidaridad no de tipo naturalista, sino personalista. Todos son constituidos de hecho pecadores por haber pecado personalmente a imitación de Adán (Rm 5,12); igualmente todos son justificados y tendrán la vida eterna acogiendo la gracia de Cristo (hoilam-bánontes: Rm 5,17). Con mayor claridad aparece esto en Rom 6: los creyentes son liberados de la sujeción del pecado y del destino a la muerte a través del rito bautismal, que los inserta como personas en la dinámica de la muerte y resurrección de Cristo: †˜,No sabéis que, al quedar unidos a Cristo mediante el bautismo, hemos quedado unidos a su muerte? Por.el bautismo fuimos sepultados con Cristo y morimos, para que así­ como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así­ también nosotros caminemos en nueva vida. Pues si hemos llegado a ser una misma cosa con él por una muerte semejante a la suya, también lo seremos por una resurrección parecida. Sabemos que nuestro hombre viejo ha sido crucificado con él para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que ya no seamos esclavos del pecado; pues el que muere queda libre del pecado. Y si morimos con Cristo, creemos que también viviremos con él; sabemos que Cristo, resucitado de-entre los muertos, ya no vuelve a morir, la muerte ya no tiene dominio sobre él. Al morir, murió al pecado una vez para siempre; pero al vivir, vive para Dios. Así­ también vosotros consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en unión con Cristo Jesús†(w. 3-1 1). Nada de magia: por la adhesión a Cristo en la fe que se socializa en el bautismo, el hombre muere al pecado y se encamina por los senderos de la vida auténtica.
A la iniciativa de Dios y a la mediación de Cristo hay que añadir la animación del Espí­ritu (Rm 8). Al creyente se le concede un nuevo dinamismo, contrario al de la carne o al egocentrismo, y que contrasta eficazmente las decisiones carnales. †œPorque la ley del espí­ritu, que da la vida en Cristo Jesús, me ha librado de la ley del pecado y de-la muerte…; pero vosotros no viví­s según la carne, sino según el espí­ritu, si es que el Espí­ritu de Dios habita en vosotros† (vv. 2.9). El hombre es así­ capacitado para establecer relaciones justas con Dios, con los demás y con el mundo por la obediencia y el amor. Una vida de hijo de Dios se abre ante él, y la meta de su caminar es la resurrección (cf VV. 14-17). Véase también Gal 5,16- 24, antes citado.
Si en la carta a los Romanos, pero también en Gal, prevalece el vocablo teológico de la salvación
-reservada por Pablo para el tiempo escatológi-co (Rm 5,11), a diferencia de Col y de Ep-, de la liberación y de la justificación, las cartas de la cautividad que acabamos de mencionar prefieren recurrir a las categorí­as de la novedad (kainótes, kainós) y de la renovación (anakainoüsthai) del hombre interior (ho éso ánthropos), es decir, del yo profundo de la persona. Al nombre viejo (ho palaids ánthropos) sucede el hombre nuevo (ho kainós ánthropos), creado a imagen del prototipo, que es Cristo. Cf Col 3,9-10; Ep 2,15; 4,20-24. Pero ver también 2Co 5,17 y Gal 6,15, que hablan del hombre en Cristo como de una nueva criatura (kaine ktí­sis).
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6. La reflexión de Juan.
Sentado que la antropologí­a juanista emerge sobre todo del tema tí­pico del mundo, vocablo equivalente a humanidaden no pocos pasajes de los escritos juanistas, el punto de partida de nuestro análisis es el hecho reconocido de que Juan centró su atención en la encarnación del Hijo eterno de Dios, confesada programáticamente en el prólogo del cuarto evangelio: †œY el Verbo se hizo (egéneto) carne† (1,14). Se trata de un acontecimiento (egéneto) que caracteriza toda la existencia histórica de Jesús de Nazaret, comprendida la cruz. Pues bien, el evangelista pone de manifiesto su alcance apocalí­ptico o revelador, al mismo tiempo que salví­fico, sin separar el uno del otro. A este fin elabora el sí­mbolo de la luz. Jesús es por definición †œla luz del mundo†™ (8,12). Como tal hizo su entrada en el mundo (en sentido cosmológico:
1,9 y 3,18), para iluminar a todo hombre y darle la vida (1,4). La humanidad se encuentra así­ cara a cara con el acontecimiento que le quita la máscara del rostro: es tinieblas, es decir, se encuentra en situación de muerte, pero es llamada eficazmente a abrirse a la acción iluminadora y salvadora del Verbo encarnado. La decisión se impone: en pro o en contra, fe o rechazo, apertura a la luz o cierre hermético en las propias tinieblas. Es inevitable enrolarse, tomar partido. †œPara una discriminación (krí­ma) he venido al mundo†™, declaró Jesús (9,39).
En verdad, la única y exclusiva finalidad del acontecimiento de la encarnación es salví­fica. Jesús mismo lo precisa debidamente: †œNo he venido para intentar un juicio de condena (krí­nein = a katakrí­nein) contra el mundo, sino para salvar (sózein) al mundo†™ (12,47). La iniciativa de su venida se debe a un gesto de amor del Padre: †œPorque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que quien crea en él no perezca (apóllymi), sino que tenga vida eterna. Pues Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar (krí­nein) al mundo, sino para que el mundo se salve (sózein) por él† (3,16-1 7). El mundo se encuentra ante su salvador (sotér), como confiesa la samaritana (4,42), ante el pan bajado del cielo para darle la vida (6,14.51), ante el cordero de Dios capaz de librarlo del pecado (1,29), ante la ví­ctima de pro-piación (hilasmós) ofrecida por sus pecados (1Jn 2,2).
Mas para que esta finalidad intrí­nseca del acontecimiento encarnacio-nista se traduzca en realidad vivida y experimentada, es necesario que los hombres crean. De lo contrario, el mundo permanece fijado para siempre en sus tinieblas y se autocondena: †œEn él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres; y la luz brilla en las tinieblas, pero las tinieblas no la comprendieron† (1,4-5); †œEl que cree en él no será condenado (krí­nein); pero el que no cree ya está condenado (krí­nein), porque no ha creí­do en el Hijo único de Dios. Pues bien, el juicio (krí­sis) es éste: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz porque sus obras eran malas(3,18-19).
No hay duda; según Juan, el hombre se juega su destino aquí­ y ahora por medio de la elección de la fe o de la incredulidad. Decisión y actualis-mo son las dos caracterí­sticas originales de la antropologí­a del cuarto evangelista. El hombre es visto, pues, como un ser histórico que se construye o se destruye en sus decisiones históricas.
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BIBL.: AA.W., L†™uotno nella Bibbia e nelle culture adessa contemporanee, Paideia, Brescia 1975; Bof G., Una antropologí­a cristiana nelle letiere di S. Paolo, Morcelliana, Bescia 1976; Comblin J., Antropologí­a cristiana, Paulinas, Madrid 1985; DHGENNAR0G.(acargode), L †˜an-tropologia bí­blica, Ed. Dehoniane,
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G. Barba glio
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Fuente: Diccionario Católico de Teología Bíblica

I. Concepto filosófico de hombre
1. Definición como problema
La definición más conocida de h. es la de animal rationale, que se remonta a la antigüedad y probablemente al peripato. Según Jámblico (De vira Pythagorica 31; cf. ARISTí“TELES V 15lla), se hallarí­a también en Aristóteles. Esta definición fue aceptada por la escolástica (BoEcIo, Isagog. Porphyrii Comm. ed. prima 120: PL 64, 35 C; ANSELMO DE CANTERBURY, Monologion, cap. 10; De grammatico, cap. 8; ToMís DE AQUINO, ST II-II q. 34 a. 5; S. c. G. II 95, III 39; De pot. VIII 4 ob. 5). Repercute hasta la edad moderna y todaví­a Kant discute esta definición (Die Religion innerhalb der Grenzen der blossen Vernun f t, 1793, AkademieAusgabe 6, 26ss). En los libros de texto de la neoscolástica esta definición pasa por tan clásica como evidente.

La filosofí­a de los siglos xix y xx ha desarrollado nuevos puntos de vista y nuevos aspectos antropológicos, que no contradicen enteramente a la definición mencionada, pero tampoco pueden deducirse de ésta, y hacen ver así­ lo unilateral de la definición del hombre como animal racional. En dependencia de Hegel y a la vez en polémica contra él, Karl Marx desarrolló nuevos aspectos de una imagen filosófica del hombre en los conceptos de trabajo y enajenación, viendo al h. como ser social e histórico. Para Dilthey la historia es también factor determinante de la vida humana; las categorí­as de la filosofí­a hasta entonces vigentes le parecí­an unilateralmente cosmológicas. Kierkegaard entiende al h. como existencia y como individuo. En cuanto existencia el h. es una relación, que remite al que ha establecido esta relación, a Dios. Nietzsche definió al h. como voluntad de poder, lo cual no debe entenderse en forma de un psicologismo unilateral, sino como aspiración al superhombre. Heidegger designa la unidad del ser de hombre como existencia (Dasein), pero distingue este término de la antigua existencia, que para él significa únicamente un estar presente. Jaspers ve al h. en la tensión entre existencia y razón, y funda la pregunta kantiana sobre cómo y por qué la razón haya de ser práctica por el concepto kierkegaardiano de existencia. La filosofí­a moderna, en contraste con el dualismo de Descartes, ve al h. como unidad y resalta particularmente la historicidad y la capacidad de lenguaje. Se trata aquí­ de una evolución que fue preparada por Vico y Rousseau, se abrió paso en Herder y determinó luego en la polémica con el idealismo alemán la filosofí­a de los siglos xIx y xx.

Los reparos contra la definición del h. como animal racional pueden reducirse a las siguientes objeciones. En ella no se expresa suficientemente la estructura verbal e histórica del hombre. Además, esta definición puede entenderse fácilmente, aunque no necesariamente, en sentido dualista. Finalmente, a los hombres de hoy nos resulta en absoluto problemático que pueda expresarse en una definición adecuada lo que “es” el hombre.

2. Mirada histórica
La cuestión sobre la naturaleza del h. va unida con el problema de la unidad y diferencia del ser humano. La cuestión, que se plantea ya desde la antigüedad, ha pasado hasta hoy por los más distintos ensayos de solución. Para Platón el alma es el verdadero hombre. No hay una verdadera y esencial unión de cuerpo y alma. Platón (Rep. 441 E; Tim. 77 B) distingue tres partes del alma: la racional (aoyia rcxóv ), la irascible (Ouµoee8ás) y la concupiscible (órrs€uI,-n-nx6v). Después de la muerte el alma espiritual sobrevive liberada del cuerpo. Es de notar que en Platón no está clara la relación entre el “alma universal” y el “alma humana”. Desde Platón, la concepción del alma como substancia espiritual penetró en la filosofí­a occidental. Aristóteles definió el alma como primera entelequia de un cuerpo orgánico y fí­sico (De an. D 1, 412 b 4). El alma es principio formal orgánico. En el hombre existe además el voús, que hace posible el conocimiento superior. Ya los comentadores de Aristóteles opinaban de modo vario sobre si el voúS es individual o supraindividual.

Como el -> “alma” en sentido bí­blico muchas veces fue interpretada platónicamente por los padres de la Iglesia, tanto en la patrí­stica como en la primera escolástica se dio una estimación unilateral de lo aní­mico con menosprecio de lo corporal. Así­, p. ej., para Agustí­n el hombre constituye una unidad, pero esta unidad queda sin una explicación ontológica (De moribus Ecclesiae i 4, 6: PL 32, 1313; 1 27, 52: PL 32, 1332; In Ioannis ev. xix 1, 15: PL 35, 1553; Conf. x 20, 29). Todaví­a Hugo de san Ví­ctor interpreta la personalidad del h. partiendo únicamente del alma (De sacramentis Ecclesiae i 2; 1 6). Tomás de Aquino encuentra una nueva solución, traslada la definición del alma como entelequia también al alma espiritual del h. y ve en ésta la única forma del ser humano. De esa manera el h. ya no consta de cuerpo y alma, sino de materia, que es interpretada como una realidad potencial, y de alma espiritual. La corporalidad del h. está ya informada en cada caso por el alma (ST i q. 76 a. 1). Otras tendencias de la escolástica rechazaron esta doctrina, pues parecí­a poner en peligro la inmortalidad del alma. En contraste con Tomás de Aquino, Duns Escoto defiende una pluralidad de formas, para explicar así­ la diferenciación del ser humano (Op. Ox. iv d. 11 q. 3 n. 46). La visión moderna del h. creador está ya preparada por la doctrina sobre la mens en Nicolás de Cusa. Descartes ve al h. como cogito y llega a un dualismo radical entre res cogitans y res extensa. La unidad del hombre sólo puede entenderse apoyándose a un Dios concebido filosóficamente, idea que prosigue en el ocasionalismo de Malebranche y es adoptada de nuevo en la armoní­a preestablecida de Leibniz. Pascal, por lo contrario, lleva a cabo un análisis del ser humano en que resalta intensamente las antí­tesis y tensiones internas. La importancia de Pascal no pudo ponderarse hasta que, con Rousseau, Herder, Dilthey y Kierkegaard, se inicio un nuevo pensamiento que interpretó al h. como unidad histórica.

Kant distinguió con precisión entre el conocimiento pragmático del h. y el conocimiento fisiológico. Este último tiene por objeto lo que la naturaleza hace del hombre; y el primero se refiere a lo que el h., como ser que obra libremente, hace – o puede y debe hacer- de sí­ mismo (Anthropologie in pragmatischer Hinsicht, 1798, prólogo, Akademie-Ausg. 7, 119). Con ello se le señaló a la antropologí­a filosófica del siglo xix el camino para interpretar al hombre como ser que entiende el sentido y se configura a sí­ mismo. Mientras Kant influyó de este modo por la Crí­tica de la razón práctica en la época siguiente, Herder determinó particularmente la imagen filosófica del h. hasta la actualidad por sus Ideen zur Geschichte der Philosophie der Menschheit y por su obra Uber den Ursprung der Sprache. El animal vive con su instinto en un medio reducido, el h. en cambio es libre, la disposición de su naturaleza es la circunspección. El idealismo alemán discutió la cuestión sobre el h. dentro de un más desarrollado planteamiento transcendental del problema (Fichte) o de una dialéctica del espí­ritu absoluto (Hegel). Con la crí­tica de Feuerbach, Marx, Kierkegaard y Nietzsche, se inicia un pensamiento filosófico que sitúa al hombre en el centro. Feuerbach separa sin duda al h. del animal, pero explica la libertad y la cultura por la sensibilidad del hombre. Para Feuerbach la filosofí­a es antropologí­a. Marx, por lo contrario, que empezó siguiendo a Feuerbach, se apartó luego de él en su dialéctica históricosocial y con el postulado de que la filosofí­a debe ser práctica. M. Scheler (1874-1928) pasa por fundador de la antropologí­a moderna. Scheler llega desde la fenomenologí­a a una imagen cristiana y agustiniana del h., que, sin embargo, abandona luego para desarrollar una interpretación antropológica intramundana. Caracterí­stica de esta interpretación es su obra aparecida en 1927: El puesto del hombre en el cosmos. El h. no está simplemente entregado a impulsos e instintos, sino que puede también decir “no”. Scheler reconoce el espí­ritu como principio de esta capacidad de negación. Cierto que el espí­ritu recibe todo su poder del impulso vital, pero no puede reducirse a impulsos e instintos. El hombre como persona es un centro de acción y así­ está a salvo de la vinculación al medio ambiente. Volviendo a aspectos biológicos y psicológicos, pero dependiendo también de la visión espiritual, cultural y cientí­fica del siglo xix, H. Plessner ha trazado una imagen del h. en que indaga la unidad de la vida humana partiendo de la conducta. También para A. Gehlen, el hombre es una totalidad y le conviene un puesto aparte en la naturaleza. En condiciones naturales, el h. es un ser deficiente. Pero esa deficiencia está compensada por su capacidad de acción. Esta capacidad de acción, lo mismo que la libertad de decisión, es fundamentada en Gehlen a partir de lo vital, por lo que él se distingue fuertemente de Scheler. Partiendo de la etnologí­a, C. Lévy-Strauss ha esbozado una antropologí­a estructural propia sobre una base positivista. Remitimos finalmente a las respuestas que a la cuestión sobre el h. han dado el marxismo, la filosofí­a existencial, Sartre, Camus y Teilhard de Chardin.

3. Peculiaridad del ser humano
La diferencia en las tendencias de la antropologí­a filosófica actual no debe valorarse sólo negativamente, aunque algunos enfoques y puntos de partida sean muy unilaterales. Esto puede decirse particularmente cuando la cuestión sobre el h. es abordada únicamente partiendo de ciencias determinadas y de sus métodos (p. ej., biologí­a, sociologí­a, psicologí­a empí­rica, logí­stica). Frente a todas las sí­ntesis esquemáticas y a los puntos unilaterales de partida, parece decisivo mostrar ciertos aspectos del ser humano y poner de relieve su importancia.

Toda interpretación del ser humano se lleva a cabo por el ->lenguaje. El h. acomete esta empresa no como una conciencia desprendida del mundo, sino como un estar en el mundo. Así­ se ve la totalidad de la corporeidad; el h. representa un punto culminante de una larga evolución que ahora pasa por él y arranca de él. De donde se sigue que una consideración histórica, lo mismo que el problema existencial hermenéutico, están necesariamente implicados en la cuestión sobre lo que es el h. El h. remite más allá de sí­ mismo y de la eventual situación y, como ser en el mundo, es sin embargo ser para la muerte. El ser humano se realiza como mismidad y hacia la mismidad. Partiendo de ahí­ puede demostrarse que una consideración puramente biológica es insuficiente. El análisis de la psicologí­a profunda, las exposiciones de la psicologí­a empí­rica y la consideración ética están orientadas a un centro de acción, que podemos designar como -> persona. Sin embargo, precisamente el concepto de persona es discutido en su significación por la actual antropologí­a filosófica y debe enlazarse con la totalidad del ser humano. Esta totalidad, como realización de la existencia, constituye una unidad cerrada, que en cuanto tal no es comunicable, y está a la vez caracterizada por una primigenia espontaneidad vital, que separa al h. del resto de los vivientes. Libertad y vinculación no son solamente, ni un postulado, ni atributos externos del h. sino que representan determinaciones internas del ser humano, el cual realiza por la historia y el lenguaje. La referencia al tú y a la sociedad va aneja al ser del h. El h. se experimenta originariamente a sí­ mismo en su apertura al mundo y en su comunicación con el prójimo, pero, a la vez también en su diferencia frente al otro. En la apertura al prójimo y al mundo radica a la vez la apertura para algo superior. La cuestión sobre la manera en que el hombre realiza esta referencia como religión, es un problema que pertenece a la antropologí­a filosófica y apunta simultáneamente más allá de la misma.

BIBLIOGRAFíA: Cf./ antropologí­a,/ evolución, / existencia, / espí­ritu, / cuerpo, / persona. – M. Scheler, Vom Ewigen im Menschen (B 1921); H. Plessner, Die Stufen des Organischen und der Mensch (1928, B 21965); N. Hartmann, Das Problem des geistigen Seins (B 1933); A. Carrel, La incógnita del hombre (Iberia Ba 1936); E. Rothacker, Die Schichten der Persönlichkeit (1938, Bo 71966); W. Sombart, Vom Menschen. Versuch einer geisteswissenschaftlichen Anthropologie (1938, B 21956); Ph. Lersch, La estructura de la personalidad (Scientia Ba 1965); A. Gehlen, Der Mensch (1940, B 71962); H. Plessner, La risa y el llanto (R de Occ Ma 1960); A. Portmann, Biologische Fragmente zu einer Lehre vom Menschen (1944, Bas 21951); M. Buber, ¿Qué es el hombre? (F de CE Méx); G. Marcel, Homo viator, Métaphysique de l’espérance (P 1904); A Portmann, Vom Ursprung des Menschen. Ein Querschnitt durch die Forschungsergebnisse (1949, Bas 51965); E. Rothacker, Mensch und Geschichte. Studien zur Anthropologie und Wissenschaftsgeschichte (Bo 21950); J. Ortega y Gasset, Pasado y porvenir para el hombre actual (R de Occ Ma); H. Lipps, Die Wirklichkeit des Menschen (F 1954); G. Marcel, El hombre problemático (1959); E. Przywara, Mensch. Typologische Anthropologie (Nil 1958); A. Gehlen, Ur-Mensch und Spätkultur. Philosophische Ergebnisse und Aussagen (1956, F 21964); P. Teilhard de Chardin, El fenómeno humano (Taures Ma 1963); M. Landmann (dir.), De homine (Fr – Mn 1962); J. Ortega Gasset, El hombre y la gente, 2 vols. (R de Occ Ma3); R. Guardini, Sorge um den Menchen (Wü 1962); J. Ortega y Gasset, La rebelión de las masas (R de Occ Ma37 frec.); H. Binder, Die menschliche Person. Eine Einführung in die medizinische Antropologic (Berna St 1964); E. Rothacker, Philosophische Anthropologie (Bo 1964); A. Vetter, Personale Anthropologie. Aufriss der humanen Struktur (Fr-Mn 1966); C. Lévy-Strauss, Anthropologie structurale (P 1958); J. Möller, Zum Thema Menschsein (Mz 1967); H. Mynarek, Der Mensch. Sinnziel der Weltentwicklung (Pa 1967); B. R. Raffo, El estoicismo y su teorí­a del hombre: Sap. 11 (1956) 292 ss; L. Martí­nez Gómez, El hombre “mensura rerum” en Nicolás de Cusa: Pens 21 (1965) 41-64; J. Riezu, El hombre como realidad social: Est Fil 14 (1965) 549-563; A. Muñoz Alonso, El hombre y lo humano en el siglo XX: Crisis 15 (1968) 5-36.

Joseph Möller

II. Imagen del hombre en la Escritura
1. Según la tradición (preferentemente la sacerdotal) del Antiguo Testamento, el h. fue creado por Dios: Gén 1, 27; 5, is; 6, 7; Dt 4, 32. Por esta afirmación, que atraviesa todas las Escrituras veterotestamentarias, se resalta la dependencia del h. respecto de Dios; porque el h. es parte de la creación, fue tomado de la tierra (Gén 2, 7) y está sometido, como todo lo creado, a la caducidad. El AT conoce diversos conceptos para definir al h. por su autonomí­a y su dependencia, por su vitalidad y su condición mortal. El h. es sobre todo “carne”. Esta caracterización, que se aplica tanto a los animales (104 veces) como al h. (169 veces), es la expresión preferida para denominar a las criaturas por su propiedad tí­pica. “Carne” puede designar la piel (Sal 102, 6), la substancia material (Gén 41, 2ss) y el cuerpo del h. (Lev 13, 2ss; Sal 63, 2); y puede sobre todo designar al hombre entero (cf. la expresión frecuente “toda carne”). Estos enunciados contienen siempre el momento del carácter creado: Gén 6, 3; Jer 17, 5; Sal 41, 6; 56, 5; 78, 39; Job 10, 4; Dan 2, 11. Ahora bien, lo creado implica dependencia del creador o caducidad y mortalidad: Is 31, 3. Es decir, el h. definido como “carne” necesita de la “virtud de Dios” para no ser sólo “carne”. Sin el espí­ritu de Dios (Gén 2, 7), que como fuerza vital (rúab:. Gén 6, 17) vivifica al h. y lo mantiene vivo, el h. es sólo polvo: es impotente y está muerto, carece de vida y de vitalidad. Al comunicar Yahveh a la figura de barro (Gén 3, 19bc) su fuerza conservadora de la vida, el h. se hace ser viviente (nefei). Básrir y nefef, “carne” y “fuerza vital” son nociones que frecuentemente significan lo mismo y son intercambiables (Sal 63, 2; 78, 50; 88, 4s; Job 13, 14), pues expresan distintos aspectos de la misma realidad. El h. es “carne” preferentemente según su lado caduco y mortal, y es nefef sobre todo bajo su aspecto vivo y activo. Lo decisivo está en que la mentalidad hebrea no conoce una postura pesimista frente al hombre. Aun en la época del destierro y en el tiempo posterior, en que el contacto y encuentro con otras culturas no dejó de influir sobre la idea judí­a del h., Israel mantuvo su con= cepción optimista de la naturaleza humana. Cierto que en todas las Escrituras nos sale al paso la afirmación de que el h. como “carne” es impotente y mortal; pero esto se dice del h. entero, aun cuando se habla de la “fuerza vital” y del “espí­ritu” del hombre. Una mentalidad pesimista y éticamente negativa era imposible para el israelita, porque si es cierto que sabí­a de la dependencia de la criatura respecto del creador, no reconocí­a en cambio un dualismo antropológico o metafí­sico, como lo defendí­a particularmente la filosofí­a griega y el helenismo tardí­o.

El h. del AT no está ante Dios como un ser autónomo e independiente, sino como criatura. Las Escrituras del AT conocen la tentación del hombre a desentenderse de Dios y configurar su existencia independientemente de él (cf. los llamamientos proféticos a la conversión). Pero la causa de la “apostasí­a” de Yahveh no es la “carne” mala, el cuerpo pecador y sensible, o sea, un elemento en el hombre que como principio malo arrastra a la perdición, sino el “corazón” humano, es decir, según la mentalidad judí­a, el núcleo más interno, el centro esencial del h., del que salen las malas inclinaciones y deseos, que se dirigen contra el orden de Dios: Gén 6, 5; 8, 21; Ex 4, 21; 7, 13; Is 29, 13; Jer 4, 4; 9, 25 (cf. la distinción rabí­nica entre “la buena y la mala inclinación”). Lo que determina la imagen veterotestamentaria del h. no es el dualismo antropológico de cuerpo y alma (como en la filosofí­a griega), ni el dualismo metafí­sico de espí­ritu y materia (como en. los diversos sistemas gnósticos), sino laa relación del h. creado con el creador. El pecado es, por ende, una falta contra la disposición divina, por la que se dirige la historia del pueblo en este mundo: Os 2, 10ss; 4, 1; 9, 17; Is 5, 18ss; 6, 9s. Pues, en realidad, este mundo es el lugar en que se realiza el destino del h. según la visión veterotestamentaria. La conciencia de que el h. debe vivir su vida en este mundo con éxito, con virtud y prosperidad, y sobre todo con el don preeminente de una larga edad, domina la idea que el israelita se forma de la existencia. La necesidad de morir es destino irremediable (Gén 2, 17; Eclo 8, 2), y el h. del AT no conoce una pervivencia después de la muerte (sólo en el judaí­smo de la época apocalí­ptica se encuentran huellas de la esperanza de una salvación y vida futura: Ez 37, 1-14; Dan 12, 2; cf. ->resurrección de la carne i), de modo que la muerte temprana es castigo de una conducta desordenada y culpable: Gén 47, 9; Dt 24, 16; Sal 102, 24s; Jer 17, 11. Y, viceversa, las palabras: “No temas, no morirás” (Jue 6, 23; 2 Sam 12, 13), contienen una de las más importantes promesas de salvación: cf. Ez 18, 23.32; 33, 11; porque esta vida (terrena) es el supremo bien apetecible (Prov 3, 16) y “todo lo que el h. posee le ha sido dado para su vida”: Job 2, 4. A pesar de la advertencia del profeta de no disipar insensatamente la vida (Is 22, 13), el fin principal sigue siendo alcanzar una larga edad, hartarse de dí­as y bienes terrenos (Eclo 8, 19), y salir en paz de este mundo para juntarse con sus padres después de un largo y feliz atardecer de la vida. Así­ se dice de Abraham, a quien Yahveh habí­a prometido una larga vida (Gén 15, 15), que murió “en buena vejez y lleno de dí­as” (Gén 25, 8); también Jacob se juntó con sus padres “viejo y consumido por la vida”: Gén 35, 29. En tono muy diferente del ansia de morir de Job, marcado por la desesperación de la vida, resuena para Israel en su totalidad el tí­pico optimismo del amigo Elifaz: “Bajarás al sepulcro en madurez, como a su tiempo se recogen las haces”: Job 5, 26; pero también Job murió “anciano y colmado de dí­as”: Job 42, 17; cf. además Sal 91, 16. La larga vida como recompensa es tema que aparece también como un estribillo deuteronómico: Dt 5, 16; 16, 20; 30, 19, e igualmente los profetas prometen larga vida al que busca a Yahveh y aspira al bien y no al mal: Am 5, 4.6.14; cf. 18, 23.31s; 33, 11; Hab 2, 4.

En conclusión, la concepción del AT sobre el h. tiene un sentido terreno, en cuanto él pertenece enteramente y sin división a este mundo, donde debe buscar y encontrar la plenitud de su existencia, pero de una existencia que es conservada por la fuerza de Dios y está ordenada por la disposición divina.

2. El Nuevo Testamento. Las palabras y los discursos de Jesús sobre la naturaleza del h. son raros en los Evangelios sinópticos. Jesús habla en los conceptos, representaciones e imágenes del judaí­smo apocalí­ptico de su tiempo. El llamamiento a la conversión Mc 1, 15; Mt 4, 17; 11, 20) se dirige a todos los hombres, y muestra que todo h. tiene necesidad de conversión y penitencia; porque los hombres son malos (Mt 7, 11 = Lc 11, 13), son una generación mala y adúltera (Mc 8, 38; 9, 19, etc.). Particularmente Mateo introdujo y resaltó en su Evangelio este juicio de Jesús; por eso, de acuerdo con la petición del padrenuestro, inserta de modos varios en su Evangelio la súplica de que Dios perdone a los hombres sus deudas y se compadezca de ellos. Sobre este fondo se comprende que el contenido más importante de la predicación de Jesús y de los discí­pulos es el tema de la misericordia de Dios para todos aquellos que necesitan misericordia. Esta misericordia que mostró Jesús respecto de los expulsados del culto y de la religión (así­ particularmente Mt) y respecto de los socialmente humildes y esclavizados (así­ particularmente Lc), es exigida también a los discí­pulos. Pues la misericordia está por encima del culto y de la obediencia a la torá (Mt 9, 13; 12, 7), ya que “toda la ley y los profetas” penden de los dos mandamientos: el amor a Dios y al prójimo (Mt 22, 40). La polémica de Jesús contra los guí­as responsables del pueblo y la polémica de la primera comunidad cristiana contra los escribas y fariseos (cf. los discursos y diálogos polémicos en los Sinópticos) subrayan la necesidad de revisar la inteligencia de la torá, que determina la relación de Dios con los hombres. El h., que teóricamente está obligado a cumplir la ley, después de la predicación de Jesús se siente preferentemente obligado a la misericordia y al amor. Pero en el mensaje mesiánico es decisivo que el h. debe desprenderse de este mundo (Mc 8, 36); porque la existencia terrena del h. no es ya, como en el AT, lo decisivo y definitivo, sino que es sólo transitoria, constituye el tránsito a una nueva vida: Mc 8, 36; 9, 43.45; 10, 17. 30. Así­ se explica que la exigencia de la metanoia, de la penitencia, del desprendimiento de las cosas de este mundo ocupe el lugar más importante en la primera predicación cristiana: Mc 9, 43.45.47; 10, 30; Lc 12, 13-21.

Aun cuando terminológica y psicológicamente (cf. Mc 7, 20-23) se mantiene la idea veterotestamentaria del h., la cual no es sometida a nueva reflexión, sin embargo, en la promesa escatológica de la salvación aparece el factor propiamente “cristiano” de la primitiva predicación, que la distingue radical y definitivamente del AT y del judaí­smo. Por más que las imágenes se tomen en gran parte de la -> apocalí­ptica judí­a, lo propiamente nuevo de los -> sinópticos es el desprendimiento del mundo por amor al ->reino de Dios, que en la predicación de Jesús se anuncia a los hombres como el único bien decisivo (Mt 6, 33).

Pablo sigue un camino independiente de estos enunciados. Terminológica y teóricamente, también él sigue la idea de h. del AT y del judaí­smo; pero, objetivamente, Pablo ha buscado una nueva inteligencia del h. (cf. Rom 7). Decisiva para su juicio acerca del h. es su predicación sobre la muerte y resurrección de Jesús, que apareció en el mundo en la forma de carne pecadora para vencer al pecado (Rom 8, 3). Por la comunicación del Espí­ritu (Rom 8, 4) se quebranta en el h, el poder del pecado, de suerte que ya no camine “según la carne” (Rom 8, 9s; 1 Cor 3, 1ss; Gál 3, 3 et passim), sino “en el Espí­ritu”. Por la fe en Cristo y por la virtud del Espí­ritu son destruidas las potencias del mal: el pecado, la ley y la muerte. Pero era sobre todo la -> ley la que esclavizaba al h., lo sometí­a al poder del pecado y lo entregaba a la tiraní­a de la muerte. Toda tentativa del h. de hallar redención en virtud de sus propias obras y por la más estricta observancia de la ley, poní­a de manifiesto al pecado según su más í­ntima naturaleza: el pecado es un poder que esclaviza a todo h. sin excepción. Para Pablo, que está lleno de entusiasmo por la posesión del Espí­ritu y por la segura expectación de Cristo y, consecuentemente, por el fin inmediato de este eón, queda liquidado el mundo presente, este eón, la sabidurí­a de este mundo, el gloriarse según la carne; sólo lo venidero es importante. Cierto que también el h. redimido y lleno del Espí­ritu vive todaví­a en la “carne” (Gál 2, 20; 2 Cor 10, 3), pero esta vida no es la verdadera vida, porque sólo el existir en el pneuma tiene importancia para la salvación eterna. Pero el pneuma – así­ exhorta Pablo – debe producir ya ahora frutos en el hombre: caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre y continencia: Gál 5, 22s (cf. también teologí­a de -> Pablo).

Las cartas pastorales enjuician al h. bajo un aspecto totalmente nuevo y distinto de la perspectiva paulina. Estas lo miran en su pertenencia a una Iglesia que no está ya henchida de la conciencia de la expectación próxima, sino que se ha hecho “sobria” por la tardanza en la parusí­a del Señor y se ha establecido en el mundo. La imagen del h. está más fuertemente caracterizada por motivos “pastorales”, es decir, por motivos comunitarios, como la conducta, la disciplina eclesiástica y la jerarquí­a de los ministerios. El h. debe distinguirse por su conducta ejemplar, necesita de una sana doctrina, debe practicar buenas obras, para que en la comunidad pueda mantenerse un orden duradero.

El Evangelio de Juan, que debe situarse cronológicamente en una fecha tardí­a resalta enérgicamente la conexión entre el h. y el mundo (x66µoS). El cosmos de Juan es radicalmente malo en cuanto está dominado por las tinieblas (8, 12; 12, 35.46; cf. 1 Jn 1, 5s; 2, 8s.11), porque el prí­ncipe de este mundo (12, 31; 14, 30; 16, 11) ha sometido el cosmos a su poder. Ahora bien, cuando el h. no sólo vive en este cosmos (13, 1; 17, 11; cf. 1 Jn 4, 17), sino que se hace él mismo parte del cosmos (3, 31; 8, 23; 15, 19; 17, 14ss; 18, 36; cf. 1 Jn 2, 16; 4, 5s), está en enemistad con Dios, porque no ha recibido al revelador enviado por el Padre y en consecuencia no procede “de la verdad” (18, 37; cf. 1 Jn 2, 13; 3, 29) o “de Dios”: 7, 17; 8, 47; 1 Jn 3, 10. Si el h. no conoce la hora del juicio como hora de la decisión, se hace enemigo de Dios, como “los judí­os”, que, a base de una generalización tipológica, en el cuarto Evangelio son simplemente los enemigos de Jesús. Así­, el juicio universal que se espera, en parte pierde en Juan su carácter futuro, porque se hace ya actual como hora de la decisión por la fe (o contra la fe) en el momento presente de cada individuo.

Los enunciados neotestamentarios sobre el h., por razón de su enlace con los escritos del AT y del judaí­smo, constituyen una unidad relativa, en cuanto se los enjuicia “antropológica” o “psicológicamente”. Pero este enjuiciamiento carece de importancia frente al aspecto teológico y sobre todo cristológico bajo el que se mira la imagen del h. Pero aquí­ aparecen diferencias considerables en los distintos escritores neotestamentarios, condicionadas por el hecho de que entraron en acción no sólo distintos “teólogos”, sino también comunidades de diversa orientación teológica en el empeño de responder a la única pregunta importante de la salvación o perdición. Sobre todo este tema cf. también -> antropologí­a ii (antropologí­a bí­blica).

BIBLIOGRAFíA: Cf. bibl. Jt antropologí­a IL – W. Gutbrod, Die paulinische Anthropologie (St 1934); A. de Bondt, Wat leert het Oude Testament aangaande het leven na dit leven? (Kampen 1938); W. Eichrodt, Das Menschverständnis des AT (Z 1947); W. G. Kümmel, Man in the New Testament (Z 1948, Lo 21963); J. A. T. Robinson, The Body. A Study in Pauline Theology (Lo 41957); J. Scharbert, Fleisch, Geist und Seele im Pentateuch (St 1966); H. Conzelmann, Theologie des NT (Mn 1967); D. Lys, La Chair dans 1’Ancien Testament/Bäsär (P 1967); A. Sand, Der Begriff “Fleisch” in den paulinischen Hauptbriefen (Rb 1967).

Alexander Sand

III. Concepción teológica del hombre
1. Declaraciones del magisterio
a) El h. es criatura de Dios. 1º. Esta proposición se enuncia de ordinario (explí­cita o implí­citamente) en relación con la tesis de la creación del mundo en general (cf. también panteí­smo), y a veces en ella se pone de relieve que el hombre es en cierto sentido el centro de la creación material y espiritual (aquí­ se piensa en los -> ángeles) y que aun en su corporeidad pertenece a la creación buena (Dz 236s 242 421s 425 428 706 1783 1801 1802 1805 2123). Con ello el h. comparte también la tarea y el fin de la creación en general (Dz 1783 2270) y está sometido a la providencia y a la ley de Dios, y no a un hado impersonal (Dz 1784 239s 607).

2° Esta condición de criatura ha de afirmarse del alma y del cuerpo del h. (y ello respecto del primer h.), sin que por eso se excluya un evolucionismo (->evolución ii) con relación al cuerpo del primer h. (Dz 2327; por el contrario, apenas se habla explí­citamente sobre la creación del cuerpo de los hombres posteriores). En cambio, se resalta la creación de cada alma particular (Dz 170 527 2327), que no es “engendrada” por los padres (Dz 170 533 1910ss). El -” monogenismo está desde luego enseñado en la Humani generis (Dz 2327), pero pudiera tenerse hoy dí­a por cuestión abierta.

b) El h. es un ser plural y, sin embargo, verdadera y esencialmente uno, en cuanto consta de “alma” y “cuerpo” (Dz 255 295 428 481 1783. 1914), pero constituye no obstante una unidad substancial, en que el alma es esencialmente y por sí­ misma forma corporis (Dz 255 480s 738 1655 1911s 1914). Se da por supuesto que la unidad de alma espiritual y cuerpo existe ya antes del nacimiento del h. (Dz 1185); pero no se señala el momento exacto en que la ontologí­a está dirigida por un principio espiritual.

c) El alma del h. es definida como racional e intelectual (Dz 148 216 255 290 338 344 393 422 480 738), sin que se intente directamente describir con más precisión esta racionalidad (que a la postre queda plenamente afirmada, aunque de forma indirecta, por la doctrina sobre la posibilidad racional de conocer a Dios: Dz 1806). En cambio, se resalta y define que el principio espiritual en el hombre mismo es individual (Dz 738). Igualmente se define y enseña una y otra vez la libertad del h. espiritual (aun en su relación con Dios: Dz 129s 133ss 140 174 181 186 316s 322 348 776 793 797 1027s 1039 1065ss 1093ss 1291 1360s 1912 1914). El “alma” del h. es “inmortal” (Dz 738; -> inmortalidad, ->resurrección de la carne).

d) Se pone de relieve el carácter social del h. (Dz 1856 2270), que es un presupuesto del pecado original y de la redención de todos por Cristo (-> reino de Dios).

e) Una mirada general a la antropologí­a eclesiástica de hoy (incluso en lo relativo a la esfera de lo “natural”) la ofrece el concilio Vaticano ii en Gaudium et spes cap. i n .o 12-22, donde, con alguna diferencia respecto de anteriores declaraciones doctrinales, el h. es caracterizado más claramente como “persona”, como “imagen del Dios” en la unidad de ser natural y destino por la gracia y en la radical problematicí­dad de su existencia, que sólo halla su respuesta última en el misterio pascual de Cristo. El carácter social del h. se explica ampliamente en el capí­tulo ii de la misma constitución (n° 23-32). Su situación existencial hoy dí­a está esbozada en la introducción (n° 4-10).

f) Este h., desde el estado primitivo (Dz 788), ha sido llamado libremente por Dios a la -> revelación y a la -> gracia para entrar en comunicación sobrenatural con él (comunicación de -> Dios mismo; Dz 10011007 1021 1671 1786), llamamiento que no ha sido anulado ni siquiera por la situación del -> pecado original (y sus consecuencias: Dz 174 788s 793 1643ss), sino que permanece por razón de -4 Jesucristo (-> redención), y en él se ha hecho escatológicamente definitivo. Este llamamiento es la entelequia más í­ntima de la historia de la salvación eterna y se consuma en la visión de Dios.

2. Exposición sistemática
a) Reflexiones previas
Para hacer afirmaciones realmente teológicas sobre qué y quién es el h., además de los principios generales de la teologí­a y de la hermenéutica de enunciados teológicos habrá que tener en cuenta lo siguiente como punto de partida:
1º. No serí­a metodológicamente recomendable dar simplemente por supuesta la (de suyo legí­tima) distinción entre -> naturaleza y gracia, entre orden natural y orden sobrenatural, y hablar consiguientemente, en una antropologí­a “regionalmente” dividida, primero del cuerpo y del origen corporal del h., del espí­ritu (“alma” inmortal) del h., de su “creación”, de la unidad de ambas realidades (entendidas como su “naturaleza”), y sólo después tratar de su llamamiento sobrenatural a participar por la gracia en la vida de Dios. En ese caso resulta inevitable tratar también del estado primitivo en una -> protologí­a (paraí­so), para superar así­ una consideración “esencial” del h. con miras a una antropologí­a existencial y a la historia del h. Mejor es partir de la unidad concreta.del h. (individual y colectivamente: el h. en sí­ uno ante el Dios que se revela a sí­ mismo a la única humanidad y a su única historia), en un enunciado que abarque la distinción entre naturaleza y destino sobrenatural, la fundamente desde sí­ misma y sólo así­ la haga comprensible.

2º. Como habrá de decirse todaví­a más exactamente, el h. es el ente que se tiene a sí­ mismo en sus propias manos por el conocimiento (conciencia de sí­) y la -> libertad (y esto individual y colectivamente), y sólo así­ se hace propiamente lo que es, porque esta realización de sí­ mismo, que no se añade simplemente como algo externo a una substancia esencial estáticamente acabada, como en el cambio “accidental” de “cosas”, no se da siempre de la misma manera, sino que acontece como historia temporal individual y colectivamente, y todaví­a no ha llegado a su término. Comoquiera, por tanto, que el hombre es (aunque en gradación distinta) su propia concepción de sí­ mismo y su obra, sí­guese que la -4 antropologí­a (III) teológica sólo está completa cuando incluye en sí­ la historia de salvación (juntamente con la protologí­a) y la escatologí­a. Esto debe tenerse siempre presente como reserva cuando se propone una abstracta antropologí­a teológica esencialista, que o bien es un residuo formal de la antropologí­a general, o bien sólo propone lo que puede ya conocerse por las más modestas experiencias del hombre partiendo de sí­ solo. Si, pues, en la historia que todaví­a está aconteciendo entre temor y esperanza, el h. “crea” su naturaleza concreta, ello no quiere naturalmente decir que no se haya puesto a esta historia de la libertad un comienzo y un término que están dados previamente como disposición de Dios. Naturalmente, también se puede llamar con buenas razones “naturaleza invariable” del h. a este horizonte previamente dado de la historia hecha por él. Mas ha de verse con claridad el gran peligro que existe en pensar sobre el h. con un esquema de representación que es adecuado a las “cosas”, pero no al hombre mismo, pues aquéllas nunca quedan afectadas verdadera y definitivamente en su “esencia” por su propio “obrar”.

3º. El conocimiento del h. acerca de sí­ mismo, el cual, dada la unidad del h., tiende a la unidad cognoscitiva, está siempre condicionado por una pluralidad de experiencias, que no pueden sintetizarse adecuadamente por obra del h. mismo (-> filosofí­a y teologí­a), sobre todo porque esta experiencia plural no está todaví­a concluida. Por eso toda antropologí­a teológica también está siempre bajo la reserva de que sus tesis, por verdaderas que puedan ser (y son efectivamente en su última substancia “definida”), deben siempre volverse a pensar a fondo y entenderse mejor partiendo de lo que la ulterior experiencia histórica (incluso de las ciencias antropológicas profanas como factor de la historia humana) enseña acerca del h. Así­ no es tampoco de maravillar que de hecho la antropologí­a eclesiástica en su historia haya estado (sin perjuicio de su “substancia” última) en gran dependencia de la antropologí­a profana, y que no raras veces ella ofrezca una justificación, aparentemente teológica, de la autoconcepción profana del hombre.

4º. La teologí­a (en sentido estricto) y la antropologí­a se condicionan recí­procamente. Sólo se ha logrado una antropologí­a teológica cuando se dice que el h. es el ente que tiene que ver con Dios; y lo que se entiende por “Dios” sólo puede decirse remitiendo a una experiencia (de la -> transcendencia, o como quiera llamarse), dentro de la cual aparece como su “hacia donde” lo que llamamos Dios. Consecuentemente, toda proposición antropológica sólo es teológica cuando contiene explí­cita o implí­citamente una referencia a Dios y no se entiende únicamente como enunciado regional objetivo sobre algo que hay en el hombre. Todo enunciado teológico sobre el h. está siempre en aquel punto indefinible en que, por una parte, el h. desaparece ante sí­ mismo dentro del misterio de Dios y, por otra parte, deben decirse del h. muchas cosas exactas para que él no fije y petrifique las determinaciones concretas experimentadas (de las restantes antropologí­as), de tal manera que no se sustraiga del misterio de Dios en esas determinaciones.

b) El punto fundamental de partida
1º. El hombre es el ente que está referido a Dios, y debe ser entendido partiendo de Dios y con referencia a Dios. Esta proposición no puede ser entendida como proposición “regional”, que predica sobre el h. algo junto a lo cual hay muchos otras cosas. Si el h. no logra esta referencia o la rechaza libremente, claudica en la totalidad de su naturaleza, en aquello que lo distingue de una cosa inmanente. Según lo dicho antes (en 1 a 1°), esto puede también formularse diciendo que el h. es el ser referido al -> misterio absoluto. Lo cual significa que en el propio conocimiento y en la libertad él se experimenta a sí­ mismo necesariamente (porque ello es la condición de la posibilidad de toda acción efectiva que se le impone de conocimiento y de libertad) como situado siempre en lo que no se puede expresar y planificar, más allá de lo concretamente cognoscible (es decir, de lo claramente determinable por concretos datos elementales de experiencia), de lo manipulable y realizable. El h. experimenta que, partiendo de esta referencia, aprehende y hace lo determinable, y así­ se delimita como sujeto frente a la otra esfera experimentada. Esta referencia al misterio no es una ampliación accesoria de un espacio existencial intuido y manipulable (y creciente), sino el presupuesto y la condición de ese espacio, aunque no como tema explí­cito. En efecto, sólo así­ puede entenderse la distancia subjetivamente realizada en el obrar y reconocer entre objeto y sujeto. La aceptación de la referencia al misterio es la aceptación (realizada ya explí­cita ya implí­citamente) de la existencia de Dios, como razón permanente de la apertura de la existencia humana, pues ni un determinado ente particular finito (como transcendido ya siempre), ni la “nada” (si no se mistifica la palabra, sino que se toma cabalmente en el sentido de nada) pueden fundar esta apertura (->Dios, A y C).

2° Esa referencia al misterio, que es el h., determina todas sus dimensiones históricas como sujeto. Efectivamente, en virtud de ella la constante relación del h. al pasado es la procedencia de un principio que no se pone a sí­ mismo, sino que está ordenado por el misterio mismo y se halla sustraí­da a toda disposición humana. Tal referencia hace del presente el momento de la libre -a decisión responsable sobre lo que debe hacerse en particular aquí­ y ahora (y con ello sobre el h. mismo); y finalmente confiere al futuro (proyectado y objeto de fe) un carácter siempre provisional y relativo (mero “estadio”) con relación al misterio, como pregunta que el h. mismo no puede responder sobre la manera como ese misterio, en el que Dios se hace presente y se esconde, querrá comportarse libre y definitivamente con el h.

3° La fe cristiana confiesa que Dios no solamente llama y mueve la existencia del h. como el que está siempre meramente lejano, como el punto de refugio al que sólo se tiende siempre asintóticamente, sino que quiere ser él mismo “contenido” y futuro del h. al comunicársele personalmente. Así­ la fe cristiana convierte en tema explí­cito aquella concreción y aquel radicalismo último de la referencia humana al misterio que son experimentados por todo h. y en toda la historia de la humanidad (revelación como hechos universal y coexistente con toda la historia de la humanidad: historia de la -> salvación ii). En cuanto el h., por una parte, experimenta esta comunicación de Dios como un hecho libre con relación a él, como milagro del amor personal de Dios y, por otra parte, puede cerrarse culpablemente (como ser libre frente a su propia existencia) a dicha comunicación divina, tiene conocimiento de ésta como “gracia sobrenatural” y también de su propia realidad humana que permanece en cuanto “naturaleza” incluso en el “no” a la donación divina, o sea, distingue entre naturaleza y gracia.

4° El h. realiza en el mundo y en la historia esta naturaleza suya llamada por la comunicación de Dios. Sí­ la referencia al misterio es la condición de la posibilidad de una relación inmanente e histórica del sujeto así­ mismo como tal, a la inversa, esta referencia, en cuanto ha de realizarse libremente, se produce por mediación del mundo y de la historia. Este cí­rculo es irrompible, el h. no sale nunca de él, pues sólo posee sus momentos particulares en la realización (siempre nueva) del “cí­rculo” entero de su existencia. Existencia en el mundo y en la historia implica tiempo y espacio, corporeidad, historicidad, sociabilidad, sin que por eso todos estos “existenciales”, en su forma concreta, hayan de deducirse del concepto abstracto de mundo e historia como mediación permanente de la relación con Dios. Precisamente en su facticidad concreta e indeductible son la mediación con Dios.

c) Las determinaciones particulares de la “naturaleza” humana
1º. El h. es -> “espí­ritu” (->alma). Esto significa que su realidad no puede describirse adecuadamente por conceptos y métodos de las ciencias naturales. El es un sujeto, o sea, un “sistema”, que como un todo está confrontado consigo mismo, y no puede, por tanto, ser pensado únicamente según el esquema de un computador compuesto de diversas partes, el cual, (a pesar de todos los “reguladores del sistema”) no tiene la posibilidad de manipularse a sí­ mismo como un todo. El h. es conciencia de sí­ mismo, -> conocimiento, cuyo horizonte es teóricamente ilimitado, y -> libertad. Con esta definición del h. como espí­ritu no debe juntarse de antemano la idea de una “parte”, que por de pronto serí­a lo incierto y problemático frente a una realidad “material” (cientí­ficamente determinable), aquello que, caso de darse, desenvolverí­a su esencia “en” el h. como materialidad concreta. La declaración del concilio de Vienne de que el alma es forma corporis, debe ser tomada en serio; el h. es en verdad “substancialmente” uno, y no una composición posterior de dos entes, de los cuales cada uno existiera y debiera pensarse inicialmente por sí­ mismo. Todas las determinaciones del h., sin perjuicio de su diversidad real, deben pensarse siempre y de antemano como determinaciones del h. uno. Cada una de ellas sólo puede comprenderse adecuadamente en este todo, o sea, cuando está envuelta en un enunciado que abarca al h. entero. Consecuentemente, en el devenir del h. filogenética y ontogenéticamente como espí­ritu ha de verse un acto creador de Dios (-a evolución ir y ->hominización ii) en el sentido de que, la autotranscendencia de la realidad material (biológica) hacia una corporalidad espiritual y una espiritualidad corporal, está sostenida por el acto creador de Dios desde el fondo más í­ntimo de la realidad finita.

2º. El h., como sujeto espiritual, es “inmortal”. Lo cual significa que el término de su historia en el tiempo y el espacio es un definitivo estado real de esa historia (-> muerte). También en esta tesis es peligroso referirla de antemano al “alma”, pensada como ente per se, en lugar de concebirla como principio esencial metaempí­rico del hombre uno. La muerte es el término de la historia del hombre entero, pues así­ acaba efectivamente la historia de su libertad. Y la consumación real de esta historia del hombre uno se refiere (de manera peculiar en cada caso) lo mismo a lo que llamamos -4 “inmortalidad del alma” en sentido tradicional, que a lo llamado -> “resurrección” de la carne en el lenguaje bí­blico y eclesiástico. Ambos conceptos miran, desde dos lados, al mismo estado definitivo del sujeto corpóreo de la libertad que debe consumarse históricamente. Pero ha de quedar aquí­ abierta la cuestión de si puede (o debe) pensarse (y de cómo y por qué puede o debe pensarse) una diferencia cronológica en el devenir de esta consumación única (o sea, una diferencia entre la consumación personal como tal y la consumación corpórea, en cuanto manifestación y dilatación del estado personal definitivo en la dimensión “mundana” de la existencia humana). Indudablemente será lí­cito decir, con cautela, sin caer en conflicto con el Lateranense v, que puede quedar abierta la cuestión (y esto no significa una solución negativa) sobre la inmortalidad de aquellas almas que no llegaron (y en cuanto no llegaron) nunca a una radical decisión personal. Porque, por una parte, no se podrá decir con certeza que haya tales “almas” que de ningún modo imaginable han llegado nunca a disponer personalmente de sí­ mismas (a ser mayores de edad). Y, por otra parte, todos los argumentos “racionales” en pro de la “inmortalidad del alma” parten siempre y necesariamente de un sujeto espiritual que asume una responsabilidad delante de Dios; y, consecuentemente, esos argumentos sólo con suma cautela pueden hacerse valer para meras substancias aní­micas. Finalmente, hay que recordar también cómo por lo menos bajo el presupuesto (inseguro) de que el desarrollo del alma espiritual se produce ya en el momento de la concepción de una nueva vida (la concepción corriente es que el hombre se realiza a una edad avanzada), la inmensa mayorí­a de la humanidad alcanzarí­a una “eternidad” que no serí­a lo definitivo de la historia de la libertad. Pero esto es a su vez una hipótesis no menos difí­cil de verificar, tanto más, porque no puede decirse que una vida eterna alcanzada libremente sea menos gracia que otra que (ex supposito) alcanzara la consumación sin pasar por una historia de la libertad (-> limbo).

3 ° El h. es un ser libre: -> libertad, -> historia e historicidad, -> decisión.

4º. El h. es sujeto personal e individual, con una historia de la libertad singular e insustituible, y es un ser social que sólo puede desarrollar su historia en la unidad de una humanidad. No es nunca un “caso” numérico de una colectividad, y nunca es de tal manera “individuo”, que pudiera realizar su naturaleza sin comunicación mutua con otros semejantes, sin “mundo circundante”. Ambos aspectos se condicionan mutuamente. “Intercomunicación” y “realización” y posesión de sí­ mismo crecen teóricamente en la misma proporción, no en proporción inversa. La sociabilidad en su totalidad no es “subsidiaria” respecto del sujeto individual de la libertad en su condición singular, sino igualmente originaria y esencial para él. La sociabilidad del h. es a su vez pluridimensí­onal: intercomunicación personal (-> comunidad) en el ->amor (->matrimonio, -> familia, etc.), comunicación en la misma verdad y en los valores y bienes comunes de la cultura, sociedad institucionalizada, interdependencia biológica y económica, etc. Sin embargo, una de esas dimensiones particulares (p. ej., la sociedad institucional) puede considerarse como “subsidiaria” respecto de la totalidad de la persona humana. Entre cada una de las dimensiones y estratos del hombre como “individuo” y cada una de las dimensiones del h. como ser social (en la humanidad, el pueblo, la -> sociedad, el -> Estado, el grupo) se dan antagonismos y casos de conflicto y su mutua relación concreta acontece en medio de un cambio histórico permanente.

5º. En armoní­a con esto, el h. es un ser sexual. Su -> sexualidad (-> matrimonio) no puede entenderse ya en el primer punto de partida o exclusivamente como una capacidad de generación que afectara a una sola región del ser humano, sino que es una determinación que afecta a todas las realidades regionales del h., a cada una en su propia manera; por tanto es múltiple en sí­ misma y participa de la historicidad del h. y de su naturaleza “indefinible” (como ser espiritual cuya interpretación histórica de sí­ mismo, que pertenece a su esencia concreta, se pierde una y otra vez en el misterio de Dios). Cf. también -> persona, -> personalismo.

d) La configuración “sobrenatural” del hombre
1º. El h. existe partiendo de la comunicación de Dios y para la comunicación de Dios: cf. voluntad salví­fica de Dios (en a salvación), historia de la -> salvación, -> gracia, -> virtudes. En cuanto esta libre comunicación (que lógicamente ha de dirigirse a la naturaleza del h. histórico) tiene su propia historia y puede, por ende, alcanzar una fase de su irreversibilidad victoriosa y la ha alcanzado de hecho en Jesucristo, y consiguientemente, se dirige desde el principio a este punto como a su causa final, ella es siempre (por tanto, también “antes de la caí­da”) “cristológica”. De donde se sigue que el h. es siempre querido como miembro de una humanidad y de una historia de la humanidad, que alcanzan su más auténtica estructura y su esperanza real del futuro en la -> encarnación del Logos divino como el punto culminante escatológico de la comunicación divina.

2º. La comunicación divina como historia libre de Dios mismo es también razón última y último contenido de la historia de la libertad del h., ora la acepte o la rechace. Pero esto de tal manera que, a pesar de la incertidumbre en lo relativo al desenlace de la historia de la salvación individual, está asegurado el desenlace positivo de la historia colectiva de la salvación de la humanidad en Jesucristo (cf. Vaticano ii, Lumen gentium, n .o 48). El h. en general, la humanidad en su historia, se mueve dentro de la absoluta voluntad salví­fica de Dios, que se ha hecho ya históricamente real y manifiesta. Desde Jesucristo está teóricamente superada la más auténtica “enajenación” del h. (que sólo está en sí­ mismo cuando lo alcanza victoriosamente la comunicación de Dios, la cual opera el “sí­” de su libertad). El h. individual tiene su más firme esperanza cuando mira a su porvenir desde la esperanza segura de la humanidad, que se da en Cristo como definitivamente victoriosa (-> reino de Dios).

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Karl Rahner

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

A. Nombres al). A veces el término indica que alguna persona en particular es un “verdadero hombre”. Como tal, es fuerte, influyente y diestro en batalla: “Esforzaos, oh filisteos, y sed hombres, para que no sirváis a los hebreos como ellos os han servido a vosotros. ¡Sed hombres y combatid!” (1Sa 4:9 rva). En unos pocos casos <éí†sh se usa como sinónimo de "padre": "Todos nosotros somos hijos de un mismo hombre" (Gen 42:11 rva). En otros pasajes, el término quiere decir "hijo" (cf. Gen 2:24). En plural el vocablo puede referirse a grupos de hombres que sirven u obedecen a un superior. Los hombres del faraón escoltaron a Abram: "Y el faraón ordenó a su gente que escoltara a Abram y a su mujer, con todo lo que tení­a" (Gen 12:20 rv-95). En un sentido similar, pero más general, el vocablo puede referirse a personas que pertenecen a otro o a algo: "Porque todas estas abominaciones hicieron los hombres de aquella tierra, que fueron antes de vosotros, y la tierra fue contaminada" (Lev 18:27). En muy pocos casos (y en la literatura histórica tardí­a), este vocablo se usa como un nombre colectivo que se refiere a todo un grupo: "Y respondió su sirviente: ¿Cómo pondré esto delante de cien hombres?" (2Ki 4:43). Muchos pasajes usan <éí†sh en el sentido genérico más general de "hombre" (Fuente: Diccionario Vine Antiguo Testamento

A. NOMBRES 1. anthropos (a[nqrwpo”, 444) se usa: (a) generalmente, de un ser humano, varón o hembra, sin referencia al sexo ni a la nacionalidad (p.ej., Mat 4:4; 12.35; Joh 2:25); (b) en distinción a Dios (p.ej., Mat 19:6; Joh 10:33; Gl 1.11; Col 3:25); (c) en contraste a los animales, etc. (p.ej., Luk 5:10); (d) en ocasiones, en forma plural, de hombres y mujeres, personas (p.ej., Mat 5:13,16); en Mc 11.2 y 1Ti 6:16, lit., “no uno de hombres”; (e) en algunos casos con una sugerencia de fragilidad e imperfección humana (p.ej., 1Co 2:5; Act 14:15b); (f) en la frase traducida “como hombres”: “según hombre”, “en términos humanos”, lit., “correspondiente a (kata) hombre”, utilizada solamente por el apóstol Pablo, de “(1) las prácticas de la humanidad caí­da (1Co 3:3); (2) cualquier cosa de origen humano (Gl 1.11); (3) las leyes que gobiernan la administración de la justicia entre los hombres (Rom 3:5); (4) la norma generalmente aceptada entre los hombres (Gl 3.15); (5) una ilustración no tomada de las Escrituras (1Co 9:8); (6) probablemente = “para utilizar una expresión figurada”, según unos expositores, o “por motivos meramente humanos”, según otros; en el primer caso, se referirí­a al hecho de hablar mal de los hombres, con los que habí­a contendido en Efeso como contra “bestias”, cf. 1Co 4:6 (1Co 15:32); Lightfoot prefiere la segunda opción, pero parece que la que tiene más sentido es la Nº (4). Véase también Rom 6:19, donde, sin embargo, el griego es ligeramente diferente, anthropinos, “perteneciente a la humanidad”” (de Notes on Galatians, por Hogg y Vine, p. 139); el significado es como en los Nº (5) y (6). (g) en la frase “el hombre interior”, la naturaleza espiritual personificada de los regenerados, el ser interior del creyente (Rom 7:22), deleitándose en la Ley de Dios; en Eph 3:16, como la esfera del poder renovador del Espí­ritu Santo; en 2Co 4:16 (donde anthropos no se repite), en contraste con “el hombre exterior”, la estructura fí­sica, el hombre conocible por los sentidos; el hombre “interior” es idéntico al “interior del corazón” (RVR; VM: “el hombre interior del corazón”, 1Pe 3:4). (h) en las expresiones “el hombre viejo”, “el hombre nuevo”, que se hallan solo en las Epí­stolas de Pablo, significando la primera la naturaleza irregenerada personificada como el yo anterior de un creyente, que, habiendo sido crucificado con Cristo (Rom 6:6), tiene que ser considerado en la práctica como tal, y del que tenemos que “despojarnos” (Eph 4:22; Col 3:9), siendo la fuente y el asiento del pecado; la segunda, en cambio, “el nuevo hombre”, significa la nueva naturaleza personificada como el yo regenerado del creyente, naturaleza esta “creada según Dios en la justicia y santidad de la verdad” (Eph 4:24), y habiendo sido “puesta” en la regeneración (Col 3:10); siendo “conforme a la imagen del que lo creó”, teniendo entonces el creyente que “vestirse” de ello en una realización práctica de estos hechos. (i) a menudo unido con otro nombre (p.ej., Mat 11:19, lit., “un hombre, un glotón”; 13.52, lit., “un hombre, un dueño de casa”; 18.23: “un rey”, lit., “un hombre, un rey”). (j) como equivalente simplemente a “una persona”, o “uno” o “una” (p.ej., Act 19:16; Rom 3:28; Gl 2.16; Jam 1:19; 2.24; 3.8, como el pronombre tis, alguno). (k) definidamente, con el artí­culo, de alguna persona en concreto (Mat 12:13; Mc 3.3,5); o con el pronombre demostrativo y el artí­culo (p.ej., Mat 12:45; Luk 14:30). Para la frase “el Hijo del Hombre”, véase Hijo del Hombre en HIJO, A, Nº 1. Para el “hombre de pecado” (2Th 2:3), véase anomia, en INICUO, INIQUIDAD. (l) en la frase “el hombre de Dios” (2Ti 3:17), no utilizada como una designación oficial, ni denotando una clase especial de creyentes; especifica lo que debiera ser cada uno de ellos, esto es, una persona cuya vida y conducta representen la mente de Dios y cumpla su voluntad; lo mismo en 1Ti 6:11 “Mas tú, oh hombre de Dios”. Los hay que lo consideran en el sentido en que se halla en el AT, refiriéndose a un profeta actuando con un carácter distintivo, ostentando la autoridad divina; pero el contexto es de un carácter tan general que confirma que aquí­ la designación es más inclusiva. Notas: (1) En cuanto a filanthropia (Tit 3:4 “su amor para con los hombres”), véase AMAR, AMOR, B, Nº 2. (2) En Rev 9:20, la RV y RVR traducen el genitivo plural de anthropos con el artí­culo: “los otros hombres”; la VHA traduce “el resto de los hombres”, y la VM: “el residuo de los hombres”. 2. aner (ajnhvr, 435) no se usa nunca del sexo femenino. Se usa: (a) en distinción de una mujer (Act 8:12; 1Ti 2:12); como marido (Mat 1:16; Joh 4:16; Rom 7:2; Tit 1:6); (b) en contraste a muchacho o a niño (1Co 13:11); metafóricamente (Eph 4:13); (c) junto a un adjetivo o nombre (p.ej., Luk 5:8, lit., “un varón, un pecador”; 24.19, lit., “un varón, un profeta”); a menudo como término para dirigir la palabra (p.ej., Act 1:16; 13.15; 13.15,26; 15.7,13, lit., “varones, hermanos”); con nombres gentilicios o locales, virtualmente un tí­tulo de honor (p.ej., Act 2:14; 22.3, lit., “varones judí­os”, “un hombre judí­o”; 3.12; 5.35, lit., “varones israelitas”; 17.22, “varones atenienses”; 19.35, lit., “varones efesios”); en Act 14:15 se usa para dirigirse a una compañí­a de hombres, sin ningún termino descriptivo. Sin embargo, en este versí­culo la distinción entre aner y anthropos (2a parte) es de notar; la utilización del último término es el expresado bajo el Nº 1 (e); (d) en general, un hombre, una persona del sexo masculino (p.ej., Luk 8:41); en plural (Act 6:11). Notas: (1) Arren, o arsen, es traducido “hombres” en Rom 1:27, tres veces; véase . (2) Deina (Mat 26:18), denota a un cierto alguien, a quien no se puede, o no se quiere, nombrar; se traduce “un cierto hombre”.¶ B. Adjetivos 1. anthropinos (ajnqrwvpino”, 4442) se traduce “de hombres” en Act 17:25 (en los mss. más comúnmente aceptados; TR tiene la forma genitiva de A, Nº 1); véase HUMANIDAD, HUMANO, B, Nº 1. 2. anthropareskos (ajnqrwpavresko”, 441), adjetivo que significa estudioso de agradar a los hombres anthropos, hombre, aresko, complacer, agradar), designa, “no simplemente a uno que es agradable a los hombres, sino a uno que se esfuerza en agradar a los hombres y no a Dios” (Cremer). Se usa en Eph 6:6 y Col 3:22 “los que quieren agradar a los hombres”.¶ En la LXX, Psa 53:5:¶ 3. protos (prw`to”, 4413) denota el primero, tanto en tiempo como en lugar. Se utiliza de rango o dignidad. Se traduce “hombre principal” en Act 28:7: Véanse PRIMERO, PRINCIPAL, etc. 4. toitoutos (toitou`to”, 5108), adjetivo que significa “tal”, se usa frecuentemente como nombre (p.ej., Rom 16:18), traducido “tales personas”, o “tal hombre” (2Co 12:5). Nota: El adjetivo oligopistos, lit., “de poca fe”, se traduce invariablemente “hombre/s de poca fe” (Mat 6:30; 8.26; 14.31; 16.8; Luk 12:28); véase FE, B.¶

Fuente: Diccionario Vine Nuevo testamento

Los elementos de una antropologí­a bí­blica están expuestos en los diferentes artí­culos: *alma, *carne, *corazón, *cuerpo, *espí­ritu. Según esta concepción sintética, tan diferente de la mentalidad común de nuestros dí­as, que ve en el cuerpo y el alma los dos componentes del hombre, el hombre se expresa enteramente en sus diversos aspectos. Es alma en cuanto animado por el espí­ritu de vida; la carne muestra en él una criatura perecedera ; el espí­ritu significa su abertura a Dios; el cuerpo, finalmente lo expresa al exterior. A esta primera diferencia entre las dos mentalidades se añade otra, todaví­a más profunda. En la perspectiva de la filosofí­a griega se trata de analizar al hombre, este microcosmo que reúne dos mundos, el espiritual y el material; la Biblia, más bien teológica, sólo mira al hombre frente a Dios, cuya *imagen es. En lugar de confinarse en un mundo natural y cerrado, abre la escena a las dimensiones de la historia, de una historia cuyo actor principal es Dios: Dios que creó al hombre y que se hizo él mismo hombre para rescatarlo. La antropologí­a, ya ligada a una teologí­a, resulta inseparable de una cristologí­a. Se da a conocer en ciertos momentos privilegiados de la revelación, que sintetizan los comportamientos variados de los hombres en el transcurso de la historia. En el tiempo profético, Adán y el siervo de Yahveh ; en el tiempo del cumplimiento, Jesucristo; en el tiempo de la historia que se desliza, el pecador y el hombre nuevo. El tipo auténtico del hombre vivo no es, por tanto, Adán, sino Jesucristo; no es el que salió de la tierra, sino el que bajó del cielo; o, más bien, es Jesucristo prefigurado en Adán, el Adán celestial esbozado por el terrenal.

I. A IMAGEN DE Dios. 1. El Adán terrenal. El cap. 2 del Génesis no atañe solamente a la historia de un hombre, sino a la de la humanidad entera, como lo insinúa el término *Adán, que significa hombre; según la mentalidad semí­tica, el antepasado de una raza lleva en sí­ la colectividad “salida de sus lomos”; en él se expresan realmente todos los descendientes: están incorporados a él; esto es lo que se ha llamado una “personalidad corporativa”. Según Gén 2, el hombre aparece en Adán con sus tres dimensiones mayores: en relación con Dios, con la tierra y con sus hermanos.

a) El hombre y su Creador. Adán no es ni un dios venido a menos ni una parcela de espí­ritu caí­da del cielo a un cuerpo; aparece como criatura libre, en relación constante y esencial con Dios. Esto indica su origen. Salido de la tierra, no se limita a la tierra; su existencia está suspendida del *espí­ritu de vida que Dios le insufla. Entonces viene a ser *alma viviente, es decir, a la vez un ser personal y un ser dependiente de Dios. La (religión” no viene a completar en él una naturaleza humana ya consistente, sino que desde su origen entra en su misma estructura. Hablar del hombre sin ponerlo en relación con Dios serí­a, pues, un contrasentido.

Al soplo por el que el hombre es constituido en su ser añade Dios su palabra, y esta primera palabra adopta la forma de una prohibición : “Del árbol del conocimiento del bien y del mal no comerás, pues el dí­a que comieres de él, ciertamente morirás” (Gén 2,16s). En el transcurso de su existencia continúa el hombre ligado con su Creador por la *obediencia a su *voluntad. Este mandamiento le aparece como un entredicho, un lí­mite. En realidad es necesario para su perfeccionamiento: permite al hombre comprender que no es dios, que depende de Dios, del que recibe la vida, como el hálito que lo anima sin que él se dé cuenta.

La relación que une al hombre con el creador es, por tanto, una dependencia vital, que se expresa en forma de obediencia. Tal es la ley inscrita en el corazón del hombre (Rom 2,14s), presencia del Dios vivo que dialoga con su criatura.

b) El hombre ante el universo. Dios sitúa al hombre en una creación bella y buena (Gén 2,9) para que la cultive y la guarde. Presentándole los *animales quiere Dios que Adán exprese su soberaní­a sobre ellos dándoles *nombre (2,19s; cf. 1,28s), significando así­ que la naturaleza no debe ser divinizada, sino dominada, sometida. El deber de *trabajar la tierra no sustituye aldeber de obedecer a Dios, al que sin cesar se refiere. El primer relato de la creación lo manifiesta a su manera: el séptimo dí­a, dí­a de *reposo, marca la medida del trabajo humano, pues la *obra de las manos. del hombre debe expresar la obra del creador.

c) El hombre en sociedad. Finalmente, el hombre es un ser social por su misma naturaleza (cf. *carne), no en virtud de un mandamiento, que serí­a algo extrí­nseco a él. La diferencia fundamental de los sexos es a la vez el tipo y la fuente de la vida en sociedad, fundada no en la fuerza, sino en el amor. Dios concibe esta relación como una ayuda mutua ; si el hombre, reconociendo en la *mujer que Dios le ha proporcionado, la expresión de sí­ mismo, se dispone al peligroso éxodo fuera de sí­ que constituye el *amor. Todo contacto con el prójimo halla su ideal en esta relación primera, hasta tal punto que Dios mismo expresará la alianza contraí­da con su pueblo con la imagen de los *desposorios.

Hombre y ,mujer, sin *vestidos, se hallan “desnudos sin vergüenza el uno delante del otro”. Rasgo significativo: la relación social está todaví­a exenta de sombras porque la *comunión con Dios es entera y radiante de gloria. Así­ el hombre no tiene miedo de Dios, está en *paz con él, que se pasea familiarmente en su huerto.

d) A imagen de Dios. El relato sacerdotal (Gén 1) resume las afirmaciones del yahvista mostral,do que la creación del hombre viene a coronar la del universo, y notando el fin de Dios: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, como semejanza nuestra… Sed fecundos… someted la tierra y dominad sobre todos los animales” (Gén 1,26ss). El hombre, creado a *imagen de Dios, puede entraren diálogo con él; no es Dios, vive en dependencia de Dios, en una relación análoga a la que tiene un hijo con su padre (cf. Gén 5,3); aunque con esta diferencia, que la imagen no puede subsistir independientemente de aquel al que debe expresar, como lo dice el término soplo en el relato de la creación. El hombre desempeña su papel de imagen en dos actividades mayores: como imagen de la *paternidad divina debe multiplicarse para llenar la tierra; como imagen del *señorí­o divino debe someter la tierra a su dominio. El hombre es señor de la tierra, es presencia de Dios en la tierra.

2. El Adán celestial. Tal es el proyecto de Dios. Pero este proyecto no se realiza perfectamente sino en Jesucristo, Hijo de Dios. Cristo posee los atributos de la *sabidurí­a, “reflejo de la luz eterna, espejo sin mancha de la actividad de Dios, imagen de su excelencia” (Sab 7,26). Si Adán habí­a sido creado a imagen de Dios, sólo Cristo es “la imagen de Dios” (2Cor 4,4; cf. Heb 1,3). Pablo comenta: “es la imagen del Dios invisible, primogénito de toda criatura, porque en él fueron creadas todas las cosas, en los cielos yen la tierra… todo fue creado por él y para él. Es ante todas las cosas y todo subsiste en él; es también la cabeza del cuerpo, a saber, de la Iglesia” (Col 1,15-18). La triple dimensión de Adán aparece todaví­a, neta, pero sublimada.

a) El Hijo delante del Padre. El que es la imagen de Dios es el Hijo, del que Pablo acaba de hablar (Col 1, 13). No es meramente la imagen visible del Dios invisible, sino el *Hijo siempre unido a su Padre. Como él lo dice de sí­ mismo: “El Hijo no puede hacer por sí­ mismo nada que no vea hacer al Padre… No busco mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado” (Jn 5,19s.30; cf. 4, 34). Lo que debí­a ser Adán: criatura en constante relación de dependencia filial para con Dios, Jesús lo realiza perfectamente. Quien le ve, ve al Padre (14,9).

b) Cristo y el universo. El hombre realiza la obra de sus manos; Jesús realiza la del Padre : “Mi Padre obra sin cesar, y yo también obro” (Jn 5,17). Ahora bien, esta *obra es la *creación misma: “todo fue creado por él”; bajo su mirada, la creación se anima y se convierte en parábola del reino de los cielos. Y como en el relato de la creación, ordenada toda entera al hombre, así­ “todo fue creado para él”; de hecho, su señorí­o se extiende no sólo a los animales, sino a toda criatura.

c) Cristo e la humanidad. Finalmente, es el “jefe, la cabeza del cuerpo”. Esto quiere decir en primer lugar que él es quien da la vida, el “último Adán” (ICor 1.45), ese Adán celestial, de cuya imagen hay que revestirse (15,49). Es el cabeza de la familia que es la *Iglesia, sociedad humana perfecta. Mejor todaví­a: es el principio de unificación de la sociedad que constituyen los hombres (Ef 1,10).

.Así­ pues, Adán no halla el sentido de su ser y de su existencia sino en Jesucristo, el Hijo de Dios que se hizo hombre para que nosotros fuéramos hijos de Dios (Gál 4,4s).

II. A TRAVES DE LA IMAGEN DESFIGURADA. El ideal que fijó la creación, al que hay que referirse sin cesar, no puede ya alcanzarse, ni siquiera se puede aspirar a él directamente. Ahora ya debe el hombre pasar de la imagen mutilada que ofrece el pecador, a la imagen ideal del siervo de Dios. Tales son las nuevas condiciones en que se desenvuelve la vida del hombre concreto.

1. Adán pecador. El autor de Gén 3 no quiso pintar el cuadro de una derrota, sino anunciar la *victoria después de la lucha. Dios, antes de
pronunciar el cambio que va a afectar al hombre en su triple dimensión, siembra la esperanza en su corazón : el linaje de la mujer será, sí­, alcanzado en el talón por su adversario, pero aplastará la cabeza del engendro de la serpiente (Gén 3,15). Este protoevangelio colorea los sombrí­os anuncios que siguen y aseguran al hombre del triunfo final de Dios.

a) Divisiones de la familia humana. Lo que en primer lugar descubre Adán pecador es su desnudez (Gén 3,7.11). Lo que simbolizaba la separación de los seres, se convierte en realidad : Adán, interrogado por Dios, acusa a su mujer mostrando así­ que se desolidariza de ella (Gén 3,12). Entonces les anuncia Dios a los dos que sus relaciones van a ejercerse bajo el signo de la fuerza instintiva: concupiscencia y dominio que abocarán a los dolores del parto (3,16). La sucesión de los capí­tulos del Génesis muestra cómo esta división primera tiene su repercusión, entre Caí­n y Abel, *hermanos enemigos (Gén 4), entre los hombres que, en Babel, no se comprenden ya (Gén 11,1-9). La historia sagrada es un tejido de *divisiones, una sucesión de *guerras, entre el pueblo y las *naciones, entre los miembros del pueblo mismo, entre el rico y el pobre… Pero la promesa de la victoria subsiste, como aurora en la noche, y los profetas no cesarán de anunciar al prí­ncipe pací­fico que reconciliará a los hombres entre sí­ (Is 9,5s…).

b) El universo hostil al hombre. Por la culpa de Adán, la tierra es ahora maldita, el hombre habrá de comer su pan, no como fruto espontáneo de la tierra, sino a fuerza de fatigas, con el sudor de su frente (3, 17s). La creación está, pues, a su pesar, sujeta a la corrupción (Rom 8,20): en lugar de dejarse someter de ‘buena gana, se revela contra el hombre; cierto que, de todos modos,la tierra habrí­a temblado, habrí­a producido abrojos; pero estas espinas y estas *calamidades no significan ya solamente que el mundo es caduco, sino también que el hombre es pecador. Y sin embargo, los profetas anuncian un estado *paradisí­aco (Is 11,6-9), revelando hasta qué punto se mantiene viva en el hombre la naturaleza, tal como habí­a salido de las manos del creador: la esperanza no está muerta (Rom 8,20).

c) El hombre entregado a la muerte. “Tú eres polvo y en polvo te has de convertir” (Gén 3,19). Adán, en lugar de recibir como un don la vida divina, quiso disponer de su vida y convertirse en un dios comiendo del fruto del *árbol. Por esta desobediencia rompió el hombre con la fuente de la vida; ya no es sino un mortal. Mientras que la muerte no habrí­a sido sino un sencillo tránsito a Dios, ahora ya no es sólo un fenómeno natural: hecho fatal, significa el *castigo, la muerte eterna. Esto simboliza también el *exilio del paraí­so. El hombre, habiendo desechado la ley interior (teonomí­a), queda entregado a sí­ mismo, a su engañosa autonomí­a, y la historia, que se engrana en esta situación, narra los repetidos fracasos del que pensaba igualar a Dios y se ha quedado en mero mortal. Sin embargo, no se desvanece el sueño de una vida plena : Dios da al hombre un medio para volver a hallar el camino de la vida, su *ley, fuente de *sabidurí­a para el que la pone en práctica. Pero habiendo desertado de su corazón, le parece exterior (heteronomí­a).

d) División de la conciencia. Ahora bien, esta ley, capaz de mostrar dónde está la salvación, pero incapaz de darla, ahonda en el hombre una división a la vez mortal y salvadora. Al Adán unificado por la comunión con el creador sucede un Adán que tiene miedo y se escondeen presencia de Dios (Gén 3,10). Este miedo, que no tiene nada de auténtico *temor de Dios, es contagioso; significa la división de la conciencia.

Sólo un ser unificado interiormente podí­a percibir y dominar este divorcio í­ntimo : Pablo lo expresa, iluminado por el Espí­ritu. En la epí­stola a los Romanos describe el yo entregado al imperio del pecado y existiendo sin el Espí­ritu, que, no obstante, le es indispensable. Como un decapitado que siguiera viviendo, tiene conciencia de su trastorno: “Soy un ser de carne vendido al poder del pecado. Lo que hago, no lo comprendo; pues no hago lo que quiero y hago lo que aborrezco.” El hombre, sin cesar en su fuero interno de simpatizar con la ley de Dios, habiendo dejado que el pecado se instale en él, ve que la *carne hace a su entendimiento “carnal” (Col 2,18), *endurece su *corazón (Ef 4,18), tiraniza a su *cuerpo hasta el punto de hacerle producir *obras malas (Rom 8,13). Así­ le parece que va irremediablemente a la muerte. Sin embargo, no es verdad, pues un acto de fe puede arrancar al pecador al dominio de la carne. Pero hasta este acto de fe permanece el pecador en estado de alienación. Le falta su principio de unidad y de personalización: el *Espí­ritu. Por boca de Pablo le llama el salvador, con ese grito que habí­a resonado por todo lo largo del AT: “¡Desgraciado de mí­!, ¿quién me librará de este cuerpo que me entrega a la muerte?” (Rom 7,24).

Con este llamamiento acaba el pecador su itinerario: habiéndose negado a recibir la vida como un don, habiendo comprobado su fracaso al querer apoderarse de ella por sus propias fuerzas, se vuelve finalmente hacia aquel de quien viene la *gracia. Ya se halla de nuevo en la actitud fundamental de la criatura;pero el diálogo que comienza será en adelante el de un pecador con su salvador.

2. El siervo de Dios. Pablo, como ya la comunidad primitiva, reconoció a este salvador bajo los rasgos del *siervo de Dios anunciado por Isaí­as. En efecto, en el momento del triunfo pascual no se volvieron los cristianos hacia alguna descripción grandiosa del *Mesí­as-rey o del *Hijo del hombre glorioso. No tení­an necesidad de un superhombre, sino del hombre que carga con el pecado del mundo y lo hace desaparecer.

a) Fiel a Dios hasta la muerte. Dios se complace en su siervo y en él “ha puesto su espí­ritu para que aporte con *fidelidad el derecho a las naciones” (Is 42,Iss). Mientras parece gastar sus fuerzas y fatigarse en vano, sabe que Dios le glorifica sin cesar (49,4s); es obediente, como el discí­pulo al que abre Dios el oí­do cada mañana; no resiste, ni siquiera en medio de los ultrajes, porque su *confianza en Dios no ha vacilado (50,4-7). Y cuando viene la hora del sacrificio, “horrorosamente tratado, se humilla, no abre su boca, como cordero llevado al matadero” (53,7). Acoge perfectamente la voluntad del Señor, que hace recaer sobre él los crí­menes de los hombres y él mismo se entrega a la muerte (53,12). Tal es el Siervo fiel, último *resto de la humanidad, que por su obediencia restablece el ví­nculo roto por Adán y aceptando la muerte manifesta el carácter absoluto de este ví­nculo.

b) El hombre de dolores. Adán pecador se habí­a visto afligir con penas y sufrimientos, mientras que el siervo carga con nuestros *sufrimientos y nuestros dolores (Is 53,3); todaví­a más: el que debí­a dominar a los animales ha venido a ser semejante a ellos, “no tiene ya apariencia humana” (Is 52,14), es “un gusano, no un hombre” (Sal 22,7).

c) Frente a la sociedad. El siervo, “objeto de desprecio y desecho de la humanidad)) (Is 53,3), es finalmente rechazado por todos; sus contemporáneos sólo ven en él un fracaso (52, 14); pero Dios suscita en el corazón del profeta el reconocimiento que *confiesa el pueblo entero: “Fue traspasado por nuestros pecados y molido por nuestras iniquidades… El castigo que nos devuelve la paz pesa sobre él y por sus llagas hemos sido curados)) (53,5). El profeta entreveí­a a un hombre que intercederí­a así­ por los pecadores y *justificarí­a a la multitud (53,11). Todo sucede como si el hombre debiera confesarse vencido por el pecado, renunciar a su misma *justicia y dejar la acción a sólo Dios; en la última pasión humana, el desdén por parte de los hombres, resulta eficaz la acción divina; entonces la vida no es ya resultado de una captura, sino fruto siempre nuevo de un don gratuito.

d) El siervo Jesucristo. La profecí­a del siervo está latente en numerosos himnos cristianos primitivos. Estos resumen la existencia de Jesús en un dí­ptico que pinta la miseria y la grandeza del hombre: rebajamiento y exaltación (Flp 2,6-11; Heb 1,3; Rom 1,3s; etc). El que durante su vida entera se habí­a alimentado de la voluntad del Padre, lejos de retener celosamente el rango que le hací­a igual a Dios, adoptó la condición de esclavo; haciéndose semejante a los hombres, se humilló todaví­a más, obedeciendo hasta la muerte, y muerte de cruz. Jesús, perfectamente obediente, se comportó como verdadero Adán, entrando en la *soledad perfecta para venir a ser el padre de la nueva raza, fuente de vida para siempre. A él, vestido como rey de burla, es al que Pilato muestra al pueblo : ” ¡ He aquí­ al hombre!” (Jn 19,5), indicando cuál es el camino de la *gloria. El hombre, a través de esta imagen desfigurada por su pecado, debe reconocer al Hijo de Dios que “fue hecho pecado para que en él fuéramos nosotros justicia de Dios)) (2Cor 5,21).

III. A IMAGEN DE CRISTO. Adán pecador no puede volver a ser plenamente lo que es por derecho, “a imagen de Dios”, a no ser que de nuevo sea modelado “a imagen de Cristo”, no ya simplemente a imagen del Verbo, sino a la del crucificado, vencedor de la muerte. Los valores reconocidos en el cap. 2 del Génesis van a reaparecer, traspuestos en la persona de Cristo.

1. Obediencia de la fe a Jesucristo. No es ya a Dios a quien debe ir directamente la obediencia y el homenaje del hombre, ni tampoco a la ley dada misericordiosamente al hombre pecador, sino a aquel que vino a tomar figura humana (cf. Rom 10, 5-13); la única obra que hay que cumplir es la de creer en el que Dios ha enviado (Jn 6,29). En efecto, “único es el *mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús” (ITim 2,5). Único es el Padre al que son conducidos los creyentes para que tengan por el Hijo la vida en abundancia y para siempre.

2. Primado de Cristo. Si Jesús da la vida del Padre, es que él es “el principio, primogénito de entre los muertos… Dios tuvo a bien hacer habitar en él toda la *plenitud, y por él *reconciliar a todos los seres para él, haciendo la paz por la sangre de su cruz” (Col 1,18ss). Las divisiones que afectan a la humanidad pecadora no son ignoradas, pero ahora ya quedan superadas y situadas en relación con un s, *nuevo, según una dimensión nueva, el ser en Cristo: “Ya no hay judí­o ni griego, ya no hay esclavo ni hombre libre, ya no hay hombre ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gál 3,28). La diferencia entre los sexos se habí­a convertido en oposición, a la que se habí­an añadido las divisiones de sociedad y de raza. Por la reivindicación de la dimensión cristiana domina el hombre las situaciones humanas: *libertad o *esclavitud, *matrimonio o *virginidad (lCor 7), cada una de ellas tiene su valor en Cristo Jesús.

La confusión de las *lenguas que simbolizaba la división y la *dispersión de los hombres, es superada por el lenguaje del *Espí­ritu que Cristo no cesa de comunicar; y esta caridad se expresa a través de la variedad de los *carismas, a gloria del Padre.

3. El hombre nuevo es ante todo Cristo en persona (Ef 2,15), pero también todo creyente en el Señor Jesús. Su existencia no es ya una derrota ante la *carne que la dominaba, sino la victoria continua del *espí­ritu sobre la carne (Gál 5,16-25; Rom 8,5-13). El *cuerpo del cristiano, unido a aquel que tomó un “cuerpo de carne” (Col 1,22), ha muerto al pecado (Rom 8,10) por la asimilación a la muerte de Cristo en el *bautismo (Rom 6,5s); también su cuerpo de miseria se convertirá en un cuerpo de gloria (Flp 3,21), un “cuerpo espiritual” (lCor 15,44). Su entendimiento es renovado, metamorfoseado (Rom 12,2; Ef 4,23); sabe juzgar (Rom 14,5) a la luz del Espí­ritu, cuyas experiencias expresa en forma racional: ¿no tiene el entendimiento mismo de Cristo (lCor 2,16)? Si el hombre no es ya un simple mortal porque la fe ha depositado en su corazón un germen de inmortalidad, debe, sin embargo, morir constantemente al “hombre viejo”, en unión con Jesucristo, que murió una vez por todos; su vida es *nueva. Así­ “nosotros que, con la cara descubierta, reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados en esta misma imagen, cada vez más gloriosa, como conviene a la acción del Señor, que es el Espí­ritu” (2Cor 3,18). El hombre nuevo debe incesantemente progresar dejándose invadir por la imagen única que es Cristo : a través de la imagen desfigurada del hombre viejo se manifiesta cada vez mejor la imagen gloriosa del hombre nuevo, Jesucristo nuestro Señor; y con esto el hombre “se renueva a imagen de su Creador” (Col 3,10).

4. Finalmente, la *creación, que fue sometida a su pesar a la vanidad y que hasta este dí­a gime con nosotros en trance de parto, conserva también la *esperanza de verse liberada de la servidumbre de la corrupción para entrar en la gloriosa *libertad de los hijos de Dios. Si la condición del trabajo conserva todaví­a su carácter penoso debido al pecado que hizo irrupción en el mundo, es revalorizada por la esperanza de ser transfigurada en la gloria final (Rom 8,18-30). Y cuando el último enemigo, la muerte, haya sido destruido, el Hijo entregará la realeza a Dios Padre, y así­ será Dios todo en todos (ICor 15,24-28).

-> Adán – Hijo del Hombre – Imagen – Jesús.

LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teologí­a Bí­blica, Herder, Barcelona, 2001

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas

¿Qué es el hombre? Esta asombrosa criatura, cuya impresionante conquista del espacio y tiempo ha producido amplios diccionarios en cuanto a toda la realidad, cae en la frustración cuando—bastante irónicamente—trata de definirse a sí misma.

¿Es el hombre nada más que un animal complejo, como han sostenido los naturalistas antiguos y modernos? ¿Es un verdadero fragmento de la divinidad—una parte de Dios—tal como los idealistas y panteístas han dicho? La ciencia moderna entrega una respuesta ambigua que refleja las divergentes filosofías que gobiernan su investigación. De hecho, la ciencia contemporánea parece cada vez menos segura de cómo definir las especies, inclúyase las humanas (cf. Jan Lever, Creation and Evolution, pp. 101–140). Además, algunos antropólogos generalmente tienden a empañar la unidad de la raza. En agudo contraste con los siglos pasados, en los que se discutía si la naturaleza del hombre es tricótoma (dividida en cuerpo, alma y espíritu) o dicótoma (considerando el cuerpo y el alma como meras distinciones funcionales dentro de un aspecto físico de la personalidad del hombre), la psicología más reciente—inclinada al evolucionismo naturalista—tiende a considerar lo psíquico como una mera diferenciación de lo físico, o como emergiendo de ello. Las teorías idealistas que toman la mente del hombre como el espejo ininterrumpido de la Razón Infinita han caído en el descrédito por haber hecho caso omiso al pecado y la finitud del hombre, y su confianza en la especulación humana ha oscurecido también la importancia contemporánea de la revelación bíblica en cuanto a la naturaleza y destino del hombre. Por el momento, las explicaciones naturalistas de la razón reflectiva, explicada como una simple evolución tardía, domina el mundo académico de hoy.

  1. La imagen de Dios. La Biblia responde a la respuesta de la naturaleza del hombre apuntando a la imago Dei. Una doctrina bíblica fundamental consiste en que el hombre, producto de la creación, lleva en sí mismo la imagen divina—y también que esta imagen está empañada por el pecado y que es restaurada por la salvación divina. La naturaleza y destino del hombre están entretejidos con este hecho fundamental, y las filosofías especulativas inevitablemente atacan esta doctrina cuando degradan al hombre a un mero animal o cuando distorsionan su personalidad (véase).

Los antecedentes bíblicos sobre la imago Dei se encuentran en el AT y el NT. Su marco es la religión revelada, no la filosofía especulativa. La escuela de religión comparativa ha afirmado que el punto de vista de Pablo depende de las religiones helénicas de misterio. Reitzenstein (Die hellenistischen Mysterienreligionen, pp. 7ss.) ha dicho que la enseñanza de Pablo sobre la imagen está endeudada a los cultos de misterio privados de Egipto, Frigia y Persia, particularmente aquellos de Isis, Attis y Cibele y Mitra, con su meta de salvación asegurada a través de la unión personal con el dios o la diosa. Pero H.A.A. Kennedy ha demostrado convincentemente en su St. Paul and the Mystery Religions que las ideas básicas del NT están fraguadas en base al trasfondo de la teología hebrea, y no en base a los cultos helenistas, y que aun en cuanto a la imagen el parecido entre los conceptos paulinos y los misterios son superficiales. David Cairns también acentúa que «los escritores del Nuevo Testamento casi no usan»—con propiedad debería haber omitido la palabra «casi»—las ideas que con tanta frecuencia se encuentran en los cultos de misterio tales como la divinización del creyente y la absorción del humano dentro de la deidad (The Image of God in Man, p. 56).

La teología hebreo-cristiana construye la doctrina del imago dentro del marco de la creación (véase) divina y la redención (véase). En cuanto a la imagen, Cairns nos recuerda que «la sustancia de la doctrina de la creación es con toda seguridad ésta: el ser del hombre, aunque relacionado con lo divino, no es esencialmente divino en sí, sino creado, y de esta forma dependiente de Dios, y de un orden distinto al de él, aunque parecido» (op. cit., p. 63). La doctrina bíblica, entonces, no sólo afirma en forma religiosa lo que las filosofías especulativas expresan más generalmente en su énfasis en la dignidad y valor inherentes del hombre, o en el valor y carácter sagrado de la personalidad humana. Porque la Escritura condiciona el valor y la dignidad del hombre sobre la doctrina de la creación, y no sobre una doctrina de divinidad intrínseca, y de seguro no oscurece el hecho de la caída del hombre y de su desesperada necesidad por redención. Aquellos que, como Kingsley Martin, profesan encontrar en el estoicismo (véase) una base superior y más sana para la dignidad humana que la entregada por la teología bíblica, pareciera que poco se dan cuenta que en semejante transición al panteísmo (véase) realmente se abandonan las dimensiones hebreo-cristianas del imago.

Las discusiones bíblicas se centran en las palabras hebreas ṣelem y dәmûṯ y en sus equivalentes griegos eikōn y homoiōsis. La Escritura emplea estos términos para afirmar que el hombre fue formado a la imagen de Dios, y que Jesucristo, el Hijo divino, es la imagen esencial del Dios invisible. Los pasajes que afirman expresamente que el hombre es la imagen de Dios son Gn. 1:26, 27; 5:1, 3; y 9:6; 1 Co. 11:7; Col. 3:10; y Stg. 3:9. La doctrina también se implica en otros pasajes en los que no aparece la frase «imagen de Dios», especialmente en Sal. 8, que J. Laidlaw ha llamado «una réplica poética de la narración de la creación de Génesis 1 hasta donde se refiere al hombre» («Image», en HDB, II, p. 452a), y las referencias que Pablo hace acerca del hombre y su Creador. Los términos «imagen y semejanza» de Gn. 1:26, y 5:3 no hacen distinciones entre diferentes partes de la imago, sino que afirman intensivamente el hecho de que el hombre representa en forma única a Dios. En lugar de sugerir distinciones dentro de la imagen, la yuxtaposición declara vigorosamente que por la creación el hombre lleva una imagen que realmente corresponde al original divino. En Gn. 1:27 la palabra «imagen» sola expresa la idea completa de correspondencia, mientras que en 5:1 el término «semejanza» sirve al mismo propósito.

Aunque el hombre refleja a Dios por creación—cosa que la prohibición divina de no hacer imágenes refuerza categóricamente, ya que oscurece la espiritualidad de Dios—la caída del hombre impide todo intento por leer de corrido la imagen de Dios en el hombre. Por tanto, hacer a Dios a la imagen del hombre es una horrible forma de idolatría que confunde al Creador con la criatura (Ro. 1:23). Esta confusión llega a su nadir en la adoración de la bestia y su imagen o estatua (Ap. 14:9ss.).

  1. Estudios teológicos recientes. Dando por sentado que los términos «imagen» y «semejanza» denotan una semejanza exacta, ahora viene la pregunta, ¿en qué forma refleja el hombre a Dios? ¿cuáles son los efectos corruptores de su caída en el pecado? El concepto que el NT tiene de la imago ¿está en conflicto con el del AT? ¿Está en conflicto consigo mismo? Éstas son las preguntas que se discuten con la mayor energía en la teología contemporánea.

La importancia de un entendimiento correcto de la imago Dei podrá sólo con dificultad acentuarse demasiado. La respuesta que se da a la pregunta sobre la imago pronto llegará a ser determinante para toda la gama de afirmaciones doctrinales. Las ramificaciones no son sólo teológicas, sino que afectan cada parte del problema de la revelación y la razón, incluyendo las leyes natural e internacional, y la totalidad de la empresa cultural. Cualquier punto de vista incorrecto tendrá consecuencias sumamente drásticas por sus implicaciones sobre el hombre regenerado e irregenerado, desde el origen prístino hasta su destino final.

La nueva teología propone una interpretación «cristológica» o «escatológica» de la imagen divina del hombre. Esta orientación es formalmente loable, ya que el Dios-hombre con toda seguridad exhibe cuál es la intención divina para el hombre, y la gloria de la humanidad redimida consistirá en la completa conformidad a la imagen de Cristo. En el pasado, surgió desafortunadamente un tipo de racionalismo cristiano que buscó delinear la verdadera naturaleza y destino del hombre en bases puramente antropológicas, independientemente de la cristología. Tales exposiciones, que en forma arbitraria identifican la imago del hombre caído con la de Cristo, fácilmente se entorpecen por especulaciones de una naturaleza personalista e idealista.

Pero también necesitamos ser cautelosos con la nueva teología, ya que a menudo incorpora en su énfasis cristológico un giro evasivo. Distrae la atención de la importante pregunta sobre el origen del hombre—esto es, sobre la creación, la caída del primer Adán (véase)—ya que rehúsa desafiar la filosofía moderna evolucionaria desde el punto de vista de la narración que el Génesis da de la creación.

Por imago los reformadores entendieron principalmente el estado original del hombre, un estado de pureza, en conformidad con Génesis 1 y 2, donde se representa a Adán como formado para tener una comunión racional, moral y espiritual con su Hacedor. La filosofía existencialista de hoy, por encontrar esta representación demasiado contradictoria con los puntos de vista científicos de hoy, le da al primer Adán sólo un lugar mítico, y lo considera—en cuanto al desviarse lejos de la perfección—sólo como un tipo de todo hombre. De esta forma, la imago ya no se concibe como un estado, sino como una relación—ya que se descarta algún estado original de pureza adámica. De esta forma, la teología neortodoxa no sólo rechaza, al igual que lo hace en general el Protestantismo, la exposición católica romana de la imagen en términos tomísticos (de analogía entis, una gradación del «ser»), pero también rechaza la confianza protestante tradicional en las narrativas del Génesis sobre la creación como un relato científico pertinente sobre los orígenes.

El hecho de que el punto de vista «cristológico» o «escatológico» apunte al fin en vez que al principio, de por sí no hace plena justicia a la representación bíblica. Subordina la exhibición de la imagen divina como un regalo de Dios en la creación, y también es vulnerable a exposiciones universalistas de la redención. Porque mientras la imagen de la Deidad (Gn. 1:26) tiene una referencia anticipatoria acerca del Dios-Hombre por estar basada en la creación, no es como tal la imagen de Jesucristo el Redentor. Aunque la imagen redimida verdaderamente presupone la imagen creada y aunque la imagen creada prepara el camino para la imagen redimida; de todas formas, cuando Karl Barth afirma que toda revelación divina es redentiva, pasa por alto consideraciones significativas. Si de hecho la imagen original es un reflejo de la gracia, si el hombre es la imagen de Dios sólo en promesa (mientras que Jesucristo es verdaderamente la imagen de Dios), ¿puede realmente evitarse el universalismo? Debemos notar: (1) La imagen de la creación fue enteramente y una vez para siempre dada en Adán; la imagen de la redención se va formando gradualmente. (2) La imagen de la creación es, de algún modo, dada a todos los hombres; la imagen de la redención, sólo a los redimidos; (3) La imagen de la creación distingue a todos los hombres de los animales, la imagen de la redención distingue a la familia regenerada de la fe de la humanidad irregenerada. (4) La imagen de la creación era probatoria; la imagen de la redención no lo es.

Las afirmaciones de la teología moderna sobre la imago, aunque hablan de ella como de aquellas cosas en las que el hombre trasciende a los animales, a menudo dan a los pasajes bíblicos un tono grotesco de novedad. Barth ha propuesto al menos dos interpretaciones de la imagen, y Emil Brunner, tres, y sus textos revisados más recientes no están libres de dificultades. Por todos esos ajustes y reajustes podemos concluir que los teólogos de hoy tratan de meter la imagen dentro de un marco insatisfactoriamente estrecho. Mientras que, tiempo atrás, el liberalismo panteisante ponía a un lado el pecado y la necesidad de redención, y equivocadamente consideraba al hombre natural como destinado para Cristo sobre la sola base de la creación, los escritores neortodoxos exageran la transcendencia de Dios, lo cual diluye la imagen en el hombre como creada y caída. Las reconstrucciones dialécticas recientes de la imago casi invariablemente profesan honor a los reformadores protestantes, a los que se les da el crédito por haber sido los primeros en haber controlado la idea de la imago en términos del «verdadero principio dialéctico o cristológico». Pero se dice que el énfasis de Calvino sobre la continuidad y la discontinuidad de la imago del hombre con su Hacedor carecía del equilibrio que ahora entrega el punto de vista dialéctico. La nueva especulación concibe su unidad «escatológicamente»; esto es, ni la justicia original ni la caída tienen un lugar dentro de la sucesión temporal del pasado empírico. Es así como las exposiciones cristológicas y escatológicas de la imago están empachadas con elementos dialécticos y existenciales.

Hay posiciones extremas que afirman hoy en día que la imago no sobrevivió la caída. Barth defendió esta posición al principio, argumentando que la humanidad y la personalidad no son significativas para la imagen. T.F. Torrance ha profesado encontrar esto en Calvino. Brunner ha reconocido prontamente que, formalmente, la imagen sobrevive la caída; pero duda en cuanto a la pregunta de su contenido material. No obstante, las diferencias entre los teólogos neortodoxos no son tan significativas como sus acuerdos, en especial cuando incluyen en la imago las formas de la lógica y el conocimiento conceptual de Dios. El resultado es un desprecio del elemento racional en la revelación, tanto general como especial. Esta revisión moderna del aspecto noético de la imago es rebajada a la limitación de la razón humana en conformidad a la filosofía dialéctica; admitir un conocimiento conceptual de Dios minaría la posibilidad y la necesidad de la dialéctica.

Los expositores evangélicos de la revelación bíblica creen que la imagen de Dios está presente formalmente en la personalidad del hombre (responsabilidad moral e inteligencia) y, materialmente, en su conocimiento de Dios y de su voluntad para el hombre. De manera que la imagen no puede reducirse simplemente a una relación del hombre para con Dios, sino que más bien es la precondición de esta relación. La caída del hombre no destruyó la imagen formal (la personalidad del hombre) aunque sí envuelve distorsión (aunque no demolición) del contenido material de esta imagen. El punto de vista bíblico es que el hombre está hecho para conocer a Dios y para obedecerle. Aun en su rebeldía, el hombre está condenado por su conocimiento, y se le ofrece la revelación redentiva de Dios en forma escritural (esto es, proposicional). Las objeciones de que si se acepta semejante contenido racional de la imago, entonces llegamos al panteísmo, o a una capacidad para salvarse a sí mismo mediante la reflexión a través de la supuesta afirmación de un pedazo no dañado de la naturaleza humana, pierden su fuerza cuando la base para tales objeciones prueba estar basada en exageraciones de la transcendencia divina, de donde nacen los puntos de vista dialécticos, en vez de descansar en consideraciones bíblicas.

Aunque parecería que el AT y el NT estuviesen en conflicto—ya que el primero reitera que la imagen sobrevive después de la caída, mientras que el segundo hace hincapié en la restauración redentiva de esta imagen—, realmente no existe tal conflicto. El concepto del AT también se presupone en el Nuevo, lo que es un desarrollo legítimo. Porque el NT también habla de la imagen divina en el hombre natural (1 Co. 11:7; Stg. 3:9). Pero su mensaje central es la renovación del hombre redimido a la imagen de Cristo.

III. Implicaciones más amplias. La Biblia representa al hombre primariamente desde la perspectiva de su relación con Dios ya que su naturaleza y destino solo pueden ser entendidos desde ese punto de vista. Su interpretación del hombre es, por tanto, primeramente religiosa. Los relatos de la creación no fueron escritos para responder expresamente a las preguntas que levanta la ciencia del siglo veinte, aunque los intentos por desacreditarlos como no científicos tarde o temprano se meten en aprietos por las inevitables reversiones de la opinión científica. Las discusiones evangélicas recientes en cuanto a la armonía de la Escritura y la ciencia en asuntos como origen, unidad y antigüedad del hombre podrán ser halladas en Contemporary Evangelical Thought (C.F.H. Henry, editor; capítulo acerca de «Science and Religion») y Theology and Evolution (Russell Mixter, editor, patrocinado por American Scientific Affiliation). La Biblia no diferencia al hombre de los animales en términos de consideraciones morfológicas, sino que en términos de la imago Dei. El hombre fue hecho para tener una comunión personal y eterna, lo que envuelve un entendimiento racional (Gn. 1:28ss.), obediencia moral (2:16ss) y comunión religiosa (3:3, 16). Se le da dominio sobre los animales y se le ordena sojuzgar la tierra, esto es, consagrarla al servicio espiritual de Dios y el hombre.

La Escritura tampoco particulariza una ciencia de la psicología (véase) en el sentido moderno, aunque presenta un punto de vista consistente de la naturaleza del hombre. Su énfasis recae sobre el hombre como una personalidad unitaria de alma y cuerpo. Su separación se debe al pecado (2:17); parte del destino del hombre es ser reconstituido como un ser corpóreo en la resurrección. El alma sobrevive en el estado intermedio entre la muerte y la resurrección, este no es el ideal último (2 Co. 5:1–4), lo cual está en agudo contraste con la filosofía griega. La disputa sobre dicotomía (véase) o tricotomía (véase) a menudo pierde de vista la naturaleza unitaria de la personalidad humana. No es posible afirmar distinciones separadas dentro de la naturaleza del hombre sobre la mera base de los términos escriturales como alma, espíritu, mente, y otros por el estilo. Heb. 4:12 citado con frecuencia a favor de la tricotomía («que penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos») no establece de ningún modo que el alma y el espíritu son entidades diferentes, sino que las ve como dos diferentes funciones de la única vida psíquica del hombre, lo que es evidente por la frase paralela de «coyunturas y los tuétanos» en relación al cuerpo.

Al cuadro que el AT da del hombre, el NT añade la exposición gráfica de la filiación divina a través de la adopción de gracia (Jn. 1:12) y de su nuevo papel en la familia de la redención, que viene después de haber sido rescatado de la raza irregenerada. Como miembro de la iglesia, el cuerpo de Cristo, cuya cabeza ya pasó por la muerte y la resurrección, el hombre redimido ya tiene una existencia en el orden eterno (Ef. 1:3), de manera que el repentino fin del orden de este mundo exhibirá al Redentor divino como el verdadero centro de su vida y actividad. Al mismo tiempo, el Cristo coronado media a los miembros del cuerpo poderes y virtudes que pertenecen a la era venidera como una prenda de su herencia futura (Ef. 1:14; 2 Co. 1:22; Gá. 5:22). El destino del hombre no es por tanto una mera existencia sin fin, sino que es moral—sea una vida redimida y preparada para la eternidad, o una vida bajo el perpetuo juicio de Dios.

BIBLIOGRAFÍA

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Carl F.H. Henry

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Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (295). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología

El relato de la creación según el libro de Génesis acuerda al hombre un lugar supremo en el cosmos. No sólo es la creación del hombre la obra final de Dios, sino que en ella las obras de los otros cinco días encuentra su plenitud y su sentido. El hombre ha de poseer la tierra, hacer que ella le sirva, y gobernar a las demás criaturas (Gn. 1.27–2.3). Este mismo testimonio a la centralidad y el dominio del hombre en la creación se pone de manifiesto en otras partes (Am. 4.13; Is. 42.5s; Sal. 8.5s; 104.14s), y se destaca en forma suprema en la encarnación (cf. He. 2).

a. El hombre en la naturaleza

Se insiste en toda la Biblia en que el hombre forma parte de la naturaleza. Dado que es polvo, y que fue hecho del polvo (Gn. 2.7), su semejanza biológica y fícica con la creación animal resulta obvia en muchos aspectos de su vida (Gn. 18.27; Job 10.8–9; Sal. 103.14; Ec. 3.19–20; 12.5–7). Dado que es “carne” depende ineludiblemente, juntamente con el conjunto de la creación, de la misericordia de Dios (Is. 2.22; 40.6; Sal. 103.15; 104.27–30). Aun cuando hace que la naturaleza le sirva, también él tiene que servir a la naturaleza, cuidarla, y hacer que fructifique (Gn. 2.15). Está sujeto a las mismas leyes que el mundo natural, puede llegar a sentirse abrumado en medio de a grandeza del mundo en que vive (Job 38–42).

La naturaleza no constituye simplemente un marco o fondo neutral para la vida del hombre. Entre la naturaleza y el hombre existen vínculos profundos y misteriosos. El mundo natural cae bajo la maldición de la corrupción debido a la caída del hombre (Gn. 3.17–18), y actualmente sufre dolor y muerte, mientras espera la redención final de la humanidad antes de que pueda producirse la suya propia (Ro. 8.19–23). Según la Biblia la naturaleza se regocija por los acontecimientos que llevan a la redención del hombre (Sal. 96.10–13; Is. 35; 55.12–13) cuando ella, también, será liberada (Is. 11.6–9; 65.25). El hombre, por su lado, siente una simpatía instintiva para con la naturaleza (Gn. 2.19), y debe respetar sus ordenanzas (Lv. 19.19; Dt. 22.9–10; Job 31.38–40), comprender su dependencia de ella, y trabajar a fin de obtener del mundo natural que lo rodea lo necesario para su vida y para el enriquecimiento de su cultura (Gn. 3.17; 9.1–7).

b. El destino del hombre

Sin embargo, el hombre no puede encontrar el significado verdadero de su propia vida dentro de este contexto. Los animales no constituyen la “ayuda idónea” que necesita (Gn. 2.18). El hombre tiene una historia y un destino que cumplir, únicos entre el resto de la creación. Ha sido hecho “a imagen de Dios” (Gn. 1.27). Si bien algunos han sugerido que dicha imagen se expresa en el dominio que el hombre ejerce sobre la tierra, o en su poder de razonamiento, o incluso en sus características físicas, parecería mejor no buscarla ni en las relaciones del hombre con el mundo, ni en algún sello estático en su ser, sino en su responsabilidad para con su Creador. En el relato de la creación en Génesis, Dios, cuando crea al hombre, aparece adoptando una actitud que evidencia un interés personal más profundo en él (Gn. 1.26; cf. 1.3, 6, etc.), y un modo de acercamiento que lo envuelve en una relación más íntima con el hombre, su criatura (Gn. 2.7), que con el resto de la creación. Dios se acerca al hombre y se dirige a él con el pronombre personal “tú” (Gn. 3.9), y el hombre aparece respondiendo a la palabra de gracia de su Dios con una expresión personal de amor y confianza. Sólo con esta respuesta puede el hombre ser lo que realmente es. La palabra de Dios mediante la cual vive (cf. Mt. 4.4) le ofrece una relación que lo levanta por encima de la creación que lo rodea, y le confiere su dignidad de hijo de Dios, hecho a su imagen, y destinado a reflejar su gloria. Esta dignidad, además, no es algo que posee como individuo aislado delante de Dios, sino sólo en la medida en que se coloca en una relación responsable y amorosa para con los demás hombres. Es como hombre en el seno de su familia y de las relaciones sociales que el ser humano puede reflejar adecuadamente la imagen de Dios (Gn. 1.27–28; 2.18).

c. La estructura del hombre

Diversas palabras se usan para describir al hombre en su relación con Dios y con su contorno, y en la estructura de su propio ser. Estas son: espíritu (heb. rûaḥ, gr. pneuma), alma (heb. nefeš, gr. psyjē), cuerpo (sólo en el gr. del NT, sōma), carne (heb. bāśār, gr. sarx). Estas palabras se usan según los diferentes aspectos de la actividad o el ser del hombre que se desea destacar, pero no se debe considerar que describen partes separadas o separables que se unen para constituir al hombre en lo que es. El uso de la palabra “alma” puede destacar su individualidad y vitalidad, con el acento en su vida interior, sus sentimientos, y su conciencia de sí mismo. El uso de la palabra “cuerpo” sirve para destacar las asociaciones históricas y externas que afectan su vida. Pero el alma es, y debe ser, el alma de su cuerpo, y viceversa. El hombre está, también, en una relación tal con el Espíritu de Dios que tiene espíritu, y sin embargo no de modo tal que pueda ser descrito como espíritu, o que el espíritu pueda ser considerado como un tercer aspecto de su identidad. El hombre como “carne” es el hombre en su conexión con el reino de la naturaleza y con la humanidad en su conjunto, no sólo en su debilidad sino también en su pecaminosidad y su oposición a Dios.

Otras palabras se usan para definir el asiento de ciertos aspectos o funciones particulares del hombre. En el AT los impulsos y sensaciones emocionales se atribuyen, en forma real y metafórica, a órganos del cuerpo tales como el *corazón (lēb), el *Higado (kāḇēḏ), los *riñones (kelāyôṯ), y las *entrañas (mē˓ı̂m). La *sangre también se considera como íntimamente identificada con la vida o nefeš. Es el corazón (lēb), especialmente, el que es el asiento de una amplia variedad de actividades volitivas e intelectuales, como también emocionales, y tiende a denotar el alma, o el hombre visto de su lado interior y oculto. En el NT se hace el mismo uso de la palabra gr. kardia (=lēb, corazón). Dos palabras más, nous, ‘mente’, y syneidēsis, ‘conciencia’, entran en juego, y se hace una distinción más clara entre el hombre “interior” y el “exterior”, pero estos dos aspectos del mismo hombre no pueden separarse, y el futuro depara no la mera “inmortalidad del alma” sino la “resurrección del cuerpo”, lo cual significa la salvación y la renovación del hombre en su totalidad, en la plenitud de su ser.

d. El pecado del hombre

La caída del hombre (Gn. 3) comprende su negativa a responder a la palabra de Dios, y a entrar en la relación en la que puede cumplir el propósito para el que fue creado. El hombre procura encontrar en sí mismo la justificación de su existencia (Ro. 10.3). En lugar de procurar entrar en una verdadera relación con Dios y sus congéneres en la que pueda reflejar la imagen y la gloria de Dios, procura buscar el sentido de su destino simplemente en su relación ron el mundo creado, en el contexto de su entorno inmediato (Ro. 1.25). El resultado es que su vida ha terminado por caracterizarse por la servidumbre (He. 2.14–15), por los conflictos con los poderes del mal (Ef. 6.12), la debilidad y la frustración (Is. 40.6; Job 14.1), y él mismo se encuentra tan pervertido de mente y corazón (Gn. 8.21; Job 14.4; Sal. 51.5; Mt. 12.39; 15.19–20) que torna la verdad de Dios en mentira (Ro. 1.25).

e. El hombre a imagen de Dios

Con todo, a pesar de la caída, el hombre, bajo la promesa de Cristo, debe ser considerado como hecho a imagen de Dios (Gn. 5.1ss; 9.1ss; Sal. 8; 1 Co. 11.7; Stg. 3.9), no por lo que es en sí mismo, sino por lo que Cristo es para él, y por lo que él es en Cristo. En Cristo se ha de ver ahora el verdadero significado del pacto que Dios procuró hacer con el hombre en la Palabra, y el destino que el hombre debía cumplir (cf. Gn. 1.27–30; 9.8–17; Sal. 8; Ef. 1.22; He. 2.6ss), por cuanto la infidelidad del hombre no invalida la fidelidad de Dios (Ro. 3.3). Por lo tanto, a la vista de Dios, el hombre, visto tanto en el aspecto individual (Mt. 18.12) como corporativo (Mt. 9.36; 23.37) de su vida, tiene mayor valor que todo el reino de la naturaleza (Mt. 10.31; 12.12; Mr. 8.36–37), y la recuperación del hombre perdido justifica la más penosa búsqueda y el sacrificio total de parte de Dios (Lc. 15).

Jesucristo es la verdadera imagen de Dios (Col. 1.15; 2 Co. 4.4), y, por ello, el verdadero hombre (Jn. 19.5). Él es tanto el individuo único como el representante pleno de toda la raza, y sus logros victoria significan libertad y vida para toda la humanidad (Ro. 5.12–21). Él cumple el pacto en el que Dios otorga al hombre su verdadero destino. En Cristo, por la fe, el hombre encuentra que es transformado a la semejanza de Dios (2 Co. 3.18), y que puede esperar confiadamente la plena conformación a su imagen (Ro. 8.29), cuando se cumpla la manifestación final de su gloria (1 Jn. 3.2). Al “vestir” dicha imagen por fe tiene luego que “despojarse del viejo hombre” (Ef. 4.24; Col. 3.10), lo cual parece indicar la necesidad de renunciar a la idea de que la imagen de Dios puede considerarse como algo inherente al hombre natural, aun cuando el mismo hombre natural tiene que ser considerado como creado a la imagen de Dios (cf. 2 Co. 5.16–17).

En la elaboración de la doctrina del hombre, la iglesia sucumbió a la influencia del pensamiento gr., con su contraste dualista entre materia y espíritu. Se puso el acento en el alma con su “chispa divina”, y surgió la tendencia a considerar al hombre como una entidad individual e independiente, cuya verdadera naturaleza podía entenderse examinando los diversos elementos que constituían su ser. Algunos de los Padres destacaron la racionalidad, la libertad, y la inmortalidad dei alma como el elemento principal de la semejanza del hombre con Dios, aunque otros encontraban también la imagen de Dios en su ser físico. Ireneo consideraba la imagen de Dios como el destino para el cual fue creado el hombre, y al que debía acceder. Agustín se ocupó de la semejanza entre la Trinidad y la estructura tripartita en la memoria, el intelecto, y la voluntad del hombre. También se sugirió una distinción exagerada entre los significados de las palabras “imagen” y “semejanza” (ṣelem y demûṯ) de Dios, a las cuales fue creado el hombre (Gn. 1.26), y esto dio lugar a la doctrina escolástica de que la “semejanza” (lat. similitudo) de Dios era un don sobrenatural dado por Dios cuando el hombre fue creado, e. d. una justicia original (justicia originalis) y perfecta autodeterminación ante Dios, que podía ser perdida en la caída, que fue justamente lo que ocurrió. La “imagen” (imago), por otra parte, consistía en lo que le pertenecía al hombre por naturaleza, e. d. su libre albedrío, su naturaleza racional, y su dominio sobre el mundo animal, que no podía perder ni siquiera con la caída. Esto significa que la caída destruyó lo que tenía originalmente de sobrenatural el hombre, pero dejo lesionadas su naturaleza y la imagen de Dios, y libre su voluntad.

Con la Reforma, Lutero rechazó esta distinción entre imago y similitudo. La caída afectó radicalmente la imago, destruyó el libre albedrío del hombre (en el sentido de arbitrium, aunque no de voluntas), y corrompió el ser del hombre en sus aspectos mas importantes, quedándole sólo una pequeña reliquia de su imagen y relación originales con Dios. Calvino, empero, también destacó el hecho de que el verdadero significado de la creación del hombre se ha de encontrar en lo que le es dado en Cristo, y que el hombre adquiere la imagen de Dios en la medida en que refleja hacia él su gloria, por gratitud y en fe. En la dogmática reformada posterior los conceptos de imago y similitudo fueron nuevamente diferenciados cuando los teólogos comenzaron a hablar de la imagen esencial de Dios, que no podía perderse, y las cualidades accidentales pero naturales (incluyendo la justicia original), que podían perderse sin la pérdida de la humanidad misma. En épocas mas recientes Brunner ha intentado usar el concepto de la imago “formal”, que consiste en la estructura actual del ser del hombre, basado en la ley. Se trata de algo que no se ha perdido con la caída, y que constituye un punto de contacto para el evangelio. Es un aspecto de la naturaleza teológica unificada del hombre, que aun en su perversión revela rasgos de la imagen de Dios. “Materialmente”, sin embargo, para Brunner, la imago se ha perdido completamente. R. Niebuhr ha vuelto a la distinción escolástica entre, por una parte, la naturaleza esencial del hombre que no puede ser destruida, y, por otra, una justicia original, la virtud y perfección de la cual representaría la expresión normal de dicha naturaleza.

Karl Barth, al formular su doctrina del hombre, ha elegido una senda distinta de la que siguió la tradición eclesiástica. No podemos conocer al hombre real mientras no lo conozcamos en y mediante Cristo, por consiguiente tenemos que descubrir lo que el hombre sea sólo a través de lo que descubrimos que es Jesucristo en el evangelio. No debemos tomar con más seriedad el pecado que la gracia, y, en consecuencia, debemos negarnos a considerar al hombre como si ya no fuese el ser que Dios creó. El pecado crea las condiciones bajo las que Dios actúa, pero no cambia la estructura del ser del hombre en forma tal que, cuando miramos a Cristo Jesús en relación con los hombres y la humanidad, no podamos ver en la vida humana relaciones analógicas que evidencien una forma básica de humanidad que se corresponda con la divina determinación en cuanto al hombre y sea similar a ella. Aun cuando el hombre no sea por naturaleza el “socio del pacto” divino, sin embargo, fundándonos en la esperanza que tenemos en Cristo, la existencia humana es una existencia que corresponde a Dios mismo, y en este sentido es imagen de Dios. Barth encuentra una significación especial en el hecho de que el hombre y la mujer han sido creados conjuntamente a la imagen de Dios, y recalca la comunicación y la cooperación mutua entre hombre y hombre como algo que forma parte de la esencia de la naturaleza humana. Pero sólo en el Hijo encarnado, Cristo Jesús, y mediante su elección en Cristo, puede el hombre conocer a Dios y relacionarse con él en esa imagen divina.

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R.S.W.

Douglas, J. (2000). Nuevo diccionario Biblico : Primera Edicion. Miami: Sociedades Bíblicas Unidas.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico

Anglosajón, man = una persona, ser humano; supuesta raíz man = pensar; alemán, Mann, Mensch).

Contenido

  • 1 La naturaleza del hombre
  • 2 El origen del hombre
  • 3 El fin del hombre
  • 4 Bibliografía

La naturaleza del hombre

De acuerdo a la definición común de la Escuela, el hombre es un animal racional. Esto significa no más que eso, en el sistema de clasificación y definición mostrado en el Arbor Porphyriana, el hombre es una substancia, corpórea, viviente, sensible y racional. Es una definición lógica, que hace referencia a una entidad metafísica. Se ha dicho que la animalidad del hombre es distinta en naturaleza de su racionalidad, a pesar de que durante la vida están inseparablemente unidas en una personalidad común. “Animalidad” es una abstracción como lo es “racionalidad”. Como tal, ninguna tiene existencia substancial propia. Para ser exactos, tendríamos que escribir: “la animalidad del hombre es racional”; pues su “racionalidad” no es ciertamente algo sobreañadido a su “animalidad”. El hombre es uno en esencia. En la síntesis escolástica, es un ilogismo manifiesto hacer hipóstasis de las concepciones abstractas que son necesarias para la captación inteligente de los fenómenos completos. Una confusión similar de expresión puede notarse en la declaración de que el hombre es un “compuesto de cuerpo y alma”. Esto es engañoso. El hombre no es un cuerpo más un alma —lo que lo haría dos individuos; sino un cuerpo que es lo que es (es decir, un cuerpo humano) debido a su unión con el alma. Como una aplicación especial de la doctrina general de la materia y la forma, la cual es también una teoría de ciencia como de causalidad intrínseca, el “alma” se concibe como la forma sustancial de la materia que, así informado, es un “cuerpo” humano. La unión entre los dos es una “substancial”. No se puede mantener, en el sistema tomista, que la “unión sustancial es una relación por la que dos sustancias son dispuestos de manera que forman una”. En la teoría general, ni la “materia” ni “forma”, sino sólo el compuesto, es una substancia. En el caso del hombre, aunque se pruebe que el “alma” es una realidad capaz de existencia separada, en ningún sentido el “cuerpo” puede ser llamado una substancia en su propio derecho. Existe sólo como determinado por una forma; y si esa forma no es un alma humana, entonces el “cuerpo” no es un cuerpo humano. Es en este sentido que se entiende la expresión escolástica “substancia incompleta”, aplicada por igual al cuerpo y al alma. Aunque en sentido estricto auto-contradictorio, la frase expresa en una forma conveniente la reciprocidad de relación permanente entre estos dos “principios de ser substancial”.

El hombre es un individuo, una sola substancia resultante de la determinación de la materia por una forma humana. Al ser capaz de razonar, verifica la definición filosófica de una persona: “la substancia individual de una naturaleza racional”. Esta doctrina de Santo Tomás de Aquino (cf. I, Q. LXXV, a. 4) y de Aristóteles no es la única que se ha propuesto. En la filosofía griega y en la moderna, así como durante los períodos patrístico y escolástico, otra famosa teoría reclamó la preeminencia. Para Platón el alma es un espíritu que utiliza el cuerpo. Es un estado de unión no natural, y anhela ser liberada de su prisión corporal (cf. República, X, 611). Platón recurre a una teoría de un alma triple para explicar la unión —una teoría que parecería hacer la personalidad del todo imposible (vea materia). San Agustín, después de él (excepto en cuanto a la teoría de la triple alma) hace del “cuerpo” y el “alma” dos substancias; y el hombre “un alma racional usando un cuerpo mortal y terrenal” (De moribus, I, XXVII). Pero él tiene cuidado de señalar que por la unión con el cuerpo constituye el ser humano. La doctrina psicológica de San Agustín estaba en boga en la Edad Media hasta el momento y durante el perfeccionamiento de la síntesis tomista. Se expresa en el “Liber de Spiritu et Anima” de Alcher de Claraval (?) (siglo XII). En esta obra “el alma gobierna al cuerpo; su unión con el cuerpo es una unión amistosa, aunque este último impide el pleno y libre ejercicio de su actividad; se dedica a su prisión” (cf. de Wulf, “History of Philosophy”, tr. Coffey). Como casos adicionales de influencia agustiniana se puede citar a Alano ab Insulis (pero el alma está unida al cuerpo por un spiritus physicus); Alejandro de Hales (union ad modum unión formae cum materia); San Buenaventura (el cuerpo unido a un alma que consiste de “forma” y “materia espiritual” —forma completiva). Parece que muchos de los doctores franciscanos, por inferencia si no explícitamente, se inclinan a la opinión platónica de Agustín; Escoto, quien, sin embargo, por la sutileza de su “distinción formal a parte rei”, salva la unidad del individuo mientras que admite la forma corporeitatis; el “modo de unión” de alma y cuerpo de su rival Juan Pedro Olivi fue condenado en el Concilio de Vienne (1311-12).

Las teorías de la naturaleza del hombre hasta ahora señaladas son puramente filosóficas. Ninguna de ellos ha sido condenada explícitamente por la Iglesia. Las definiciones eclesiásticas hacen referencia simplemente a la “unión” de “cuerpo” y “alma”. Con la excepción de las palabras del Concilio de Toledo, 688 (Ex Libro responionis Juliani Archiep. Tolet.), las cuales se refieren a “alma” y “cuerpo” como dos “substancias” (explicables a la luz de las definiciones posteriores sólo en la hipótesis de la abstracción, y como substancias “incompletas”), otros pronunciamientos de la Iglesia simplemente reiteran la doctrina mantenida en la Escuela. Así el de Letrán en 649 (contra los monotelitas), canon II, “la Palabra de Dios con la carne asumida por Él y animada con un principio intelectual vendrá…”; Vienne, 1311-12, “el que en adelante se atreva a afirmar, defender o mantener pertinazmente que el alma racional o intelectual no es de por sí y esencialmente la forma del cuerpo humano, debe ser considerado como un hereje”; el Decreto de León X, en el Quinto de Letrán, Bula “Apostolici Regiminis” de 1513 ,”… con la aprobación de este sagrado concilio condenamos a todos los que afirman que el alma intelectiva es mortal o es igual en todos los hombres… pues el alma no sólo es real y esencialmente la forma del cuerpo humano, sino que también es inmortal, y el número de almas ha sido y será multiplicado según se multiplica el número de cuerpos”; “Breve “Eximiam tuam”de Pío IX al cardenal de Geissel, 15 de junio de 1857, condenando el error de Günther, dice: “el alma racional es per se la forma verdadera e inmediata del cuerpo”.

En el siglo XVI Descartes presentó una doctrina que de nuevo separaba el alma y el cuerpo y comprometía la unidad de la conciencia y la personalidad. Para explicar la interacción de las dos substancias —la una “pensamiento”, la otra, “extensión— se imaginaron el “ocasionalismo” (Malebranche, Geulincx), “la armonía pre-establecida” (Leibniz), y “el influjo recíproco” (Locke). La reacción inevitable de la división cartesiana se encuentra en el monismo de Espinosa. Aquino evita las dificultades y contradicciones de la teoría de las “dos substancias” y, ahorrándose la personalidad, explica los hechos observados de la unidad de la conciencia. Su doctrina:

  • (I) refuta la posibilidad de metempsicosis;
  • (2) establece un argumento inferencial, aunque no apodíctico, para la resurrección del cuerpo;
  • (3) evita todas las dificultades en cuanto a la “sede del alma”, al afirmar la actuación formal;
  • (4) prueba la inmortalidad del alma a partir de la actividad espiritual e incompleja observada en el hombre individual; no es mi alma la que piensa, ni mi cuerpo el que come, sino “yo” que hago las dos cosas.

La creación especial del alma es un corolario de lo anterior. Esta doctrina —la contradicción de traducianismo y transmigración— se desprende de la consideración de que el principio formal no puede ser producido por vía de generación, ya sea directamente (ya que se prueba que es simple en substancia), o por accidente (ya que es una forma subsistente). Por lo tanto sólo queda la creación como el modo de su producción. El argumento completo puede encontrarse en la “Contra Gentiles” de Santo Tomás, II, LXXXVII. Véase también Suma Teológica, I, P CXVIII, aa. 1 y 2 (contra el traducianismo) y a. 3 (en refutación de la opinión de Pitágoras, Platón y Orígenes— con quienes se puede agrupar a Leibniz con los que profesan una forma modificada de la misma opinión— la creación de las almas al principio de los tiempos).

El origen del hombre

Este problema se tratará desde los puntos de vista de la Sagrada Escritura, la teología y la filosofía.

A. Sagradas Escrituras

Las Sagradas Escrituras se ocupan completamente de las relaciones del hombre con Dios, y de los tratos de Dios con el hombre, antes y después de la caída. En el Antiguo Testamento se dan dos relatos de su origen. En el sexto y último día de la creación “Dios creó al hombre a imagen suya: a imagen de Dios lo creó” (Gén. 1,27); y “el Señor Dios formó al hombre del barro de la tierra: y sopló en su rostro el aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente” (Gén. 2,7; así Eclo. 17,1: “Dios creó al hombre de la tierra, y lo hizo a su imagen”). En estos textos se establece la creación especial del hombre, su alta dignidad y su naturaleza espiritual”. En cuanto a su parte material, la Escritura declara que fue formada por Dios desde del “barro de la tierra”. Esta se convierte en un alma “viviente” y modelada a “imagen de Dios” por la inspiración del “aliento de vida “, que hace hombre al hombre y que lo diferencia de la bestia.

B. Teología

Esta doctrina, obviamente, debe ser buscada en toda la teología católica. El origen del hombre por la creación (a diferencia del panteísmo emanativo y evolucionista) se afirma en los dogmas y definiciones de la Iglesia. El mismo relato aparece en los primeros símbolos (véase el alejandrino: di hou ta panta egeneto, ta en ouranois kai epi ges, horata te kai aorata, y el de Nicea), en los concilios (véase especialmente el Cuarto Concilio de Letrán, 1215, “Creador de todo lo visible y lo invisible, espiritual y corporal, quien por este poder omnipotente… sacó de la nada la creación espiritual y corporal, que es el mundo de los ángeles y el universo, y después el hombre, formando por así decirlo un compuesto de espíritu y cuerpo”), en los escritos de los Padres y de los teólogos. Las primeras controversias y apologética de Clemente de Alejandría y Orígenes defienden la teoría de la creación contra los estoicos y neoplatónicos. San Agustín combate vigorosamente las escuelas paganas sobre este punto así como en el de la naturaleza e inmortalidad del alma del hombre. Una magistral exposición sintética de la doctrina teológica y filosófica en cuanto al hombre aparece en la “Summa Theologica” de Santo Tomás de Aquino, (I.75-I.111). Así, de nuevo el “Contra Gentiles”, II (sobre las criaturas), especialmente a partir de XLVI, trata el tema desde un punto de vista filosófico —la distinción entre el tratamiento teológico y filosófico se había elaborado cuidadosamente en el cap. IV. Tenga en cuenta especialmente el cap. LXXXVII, que establece el creacionismo.

C. Filosofía

La filosofía escolástica llega a una conclusión sobre el origen del hombre similar a la enseñanza de la revelación y la teología. El hombre es una criatura de Dios en un universo creado. Todas las cosas que son, excepto Él mismo, existen en virtud de un acto creativo único. En cuanto al modo de creación, parecería que hay dos posibles alternativas. O bien el compuesto individual fue creado “ex nihilo”, o un alma creada se convirtió en el principio formativo de la materia ya preexistente en otra determinación. Cualquier modo sería filosóficamente defendible, pero el principio tomista de la evolución de la sucesiva y clasificada evolución de formas en la materia está a favor de esta última opinión. Si, como es el caso con el embrión (Santo Tomás, I, Q CXVIII P. a. 2, ad 2um), una sucesión de formas preparatorias precedió información por el alma racional, no obstante, se deduce necesariamente de los principios del escolasticismo establecidos que esto, no sólo en el caso del primer hombre, sino de todos los hombres, deben ser producidos en el ser por un acto creador especial. La materia que está destinada a convertirse en lo que llamamos el “cuerpo” del hombre es naturalmente, preparado, por sucesivas transformaciones, para la recepción de la recién creada alma como principio determinante. La opinión generalmente aceptada es que esta determinación se lleva a cabo cuando la organización del cerebro del feto está lo suficientemente completa para permitir la vida imaginativa, es decir, la posibilidad de la presencia de imágenes mentales ilusorias. Pero tenga en cuenta también la opinión de que la creación de, y la información por, el alma se lleva a cabo en el momento de la concepción.

El fin del hombre

Al igual que toda la naturaleza creada (substancia o esencia, considerada como el principio de actividad o pasividad), la del hombre tiende hacia su fin natural. La prueba de ello yace en el principio de finalidad inductivamente comprobado. El fin natural del hombre se puede considerar desde dos puntos de vista. En primer lugar, es el procurar de la gloria de Dios, que es el fin de toda la creación. La perfección intrínseca de Dios no se incrementa por la creación, sino que extrínsecamente Él se vuelve conocido y alabado, o glorificado por las criaturas que dota de inteligencia. Un objetivo secundario natural del hombre es el logro de su propia bienaventuranza, la perfección completa y jerárquica de su naturaleza por el ejercicio de sus facultades en el orden que la razón le prescribe a la voluntad, y esto por la observancia de la ley moral. Puesto que la plena bienaventuranza no se logrará en esta vida (considerada en su aspecto meramente natural, ya que ni aún elevada por la gracia, ni viciada por el pecado), la ética postula para su logro la existencia futura, como lo demuestra la psicología. Así, la vida presente debe ser considerada como un medio para un fin mayor. Sobre la relación de la naturaleza racional del hombre a su último fin —Dios— se fundó la ciencia de la filosofía moral, la cual presupone como su fundamento la metafísica, la cosmología y la psicología. La distinción del bien y del mal se basa en la concordancia o discrepancia de los actos humanos con la naturaleza del hombre así considerada, y la obligación moral tiene su raíz en la necesidad absoluta y la inmutabilidad de la misma relación.

Respecto al fin último del hombre (como “hombre” y no como “alma”), los escolásticos no admiten universalmente que la resurrección de la carne se prueba de forma apodíctica en la filosofía. De hecho, algunos (por ejemplo, Escoto, Ockham) incluso han negado que la inmortalidad del alma es capaz de tal demostración. La resurrección es un artículo de fe. Sin embargo, algunos autores (vea “Psicología”, II, 370, del cardenal Mercier), presentan el argumento de que la formación de un nuevo cuerpo es naturalmente necesaria debido a la perfecta felicidad definitiva del alma, para lo cual es una condición sine qua non. Una forma más convincente de la prueba parece estar en la consideración de que el alma separada no es completa en ratione naturae. No es el ser humano; y parece que la naturaleza del hombre postula una reunión definitiva y permanente de sus dos principios intrínsecos.

Pero hay de facto otro fin del hombre. La fe católica enseña que el hombre ha sido elevado a un estado sobrenatural y que su destino, como hijo de Dios y miembro del Cuerpo Místico del que Cristo es la cabeza, es el disfrute eterno de la visión beatífica. En virtud de la promesa infalible de Dios, en la presente dispensa la criatura entra en la alianza por el bautismo; se convierte en un sujeto elevado por la gracia a un nuevo orden, incorporado a una sociedad en razón de la cual es llevado a una perfección que no se debe a su naturaleza (vea la Iglesia). Los medios para este fin son la justificación por los méritos de Cristo comunicados al hombre, la cooperación con la gracia, los sacramentos, la oración, las buenas obras, etc. La ley divina que el cristiano obedece se apoya en esta relación sobrenatural y se hace cumplir con una sanción similar. El conjunto le atañe a una providencia sobrenatural que no pertenece a la especulación filosófica, sino a la revelación y al dogma teológico. A la luz de la doctrina finalista en cuanto al hombre, es evidente que el “propósito de la vida” puede tener un significado sólo en referencia a un estado último de perfección del individuo. La naturaleza tendiente a su fin sólo puede interpretarse en términos de ese fin; y las actividades en la que manifiesta su tendencia como un ser vivo no tienen una explicación adecuada, aparte de él.

Las teorías que a veces se proponen sobre el lugar del hombre en el universo, como destinado a participar en un desarrollo al que no se pueden asignar límites, descansa en la teoría spenceriana de que el hombre no es más que “una parte muy diferenciada de la corteza terrestre y su envoltura gaseosa”, e ignoran o niegan la limitación impuesta por la materialidad y la espiritualidad esencial de la naturaleza humana. Si las facultades intelectuales eran de hecho no más de los poderes animales desarrollados, no parece haber ninguna posibilidad de limitar su progreso en el futuro. Pero como el alma del hombre es el resultado, no de la evolución, sino de la creación, es imposible esperar algún avance, como supondría un cambio en la naturaleza específica del hombre, o ninguna diferencia esencial en su relación a su ambiente material, en las condiciones bajo las cuales existe al presente, o en su “relación” a su Divino Creador. El “Herrenmoralitat” de Nietzsche —la “transvaloración de los valores”, que es revolucionar la presente ley moral, la nueva moralidad que la relación cambiante del hombre con el Absoluto puede algún día traer a la existencia— debe, por lo tanto, ser considerada como no menos incompatible con la naturaleza del hombre que lo que carece en probabilidad histórica.

Bibliografía

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Fuente: Aveling, Francis. “Man.” The Catholic Encyclopedia. Vol. 9. New York: Robert Appleton Company, 1910.
http://www.newadvent.org/cathen/09580c.htm

Traducido por Luz María Hernández Medina. rc

Fuente: Enciclopedia Católica