HUMILDAD

v. Mansedumbre
Pro 15:33 el temor .. y a la honra precede la h
Pro 22:4 y vida son la remuneración de la h y del
Act 20:19 sirviendo al Señor con toda h, y con
Eph 4:2 con toda h .. soportándoos con paciencia
Phi 2:3 antes bien con h, estimando cada uno
Col 2:18 nadie .. afectando h y culto a los ángeles
Col 2:23 en h y en duro trato del cuerpo; pero no
Col 3:12 de h, de mansedumbre, de paciencia
1Pe 5:5 revestíos de h; porque; Dios resiste a los


latí­n humilitas. Es bajarse, rebajarse, de humillar, esto es, doblar, bajar, rebajar. Este término se le aplica en el A. T. al pobre, al desvalido, al oprimido, al que sufre, Dt 24, 14; 1 S 2, 8; Sal 12 (11), 6; 74 (73), 21; 82 (81), 3; Pr 16, 19; 22, 22; Si 29, 8. También es una virtud que resulta del sentimiento de nuestra bajeza ante Dios. Por esto se dice que †œYahvéh enriquece y despoja, abate y ensalza. Levanta del polvo al humilde alza del muladar al indigente para sentarlo junto a los nobles†, 1 S 2, 7-8. La h,, por tanto, significa sumisión y confianza, es decir, fe, en Yahvéh, para soportar las pruebas que le pone al hombre, como la que tocó a Abraham cuando le pidió sacrificar a su propio hijo Isaac; para no engreí­rse y ensoberbecerse en la prosperidad, como el mismo Yahvéh se lo recuerda a su pueblo, pues la elección, la promesa de la Tierra Prometida y la Alianza provienen del amor puro de él, de lo cual el hombre no puede olvidarse, Dt 8, 7-20.

En el N. T. el concepto de h. es el mismo, y Cristo se pone a sí­ mismo como ejemplo de h., pues siendo el Hijo de Dios, se sometió a la condición humana, se encarnó, y a los padecimiento de la cruz, por lo que dijo: †œaprended de mí­, que soy manso y humilde de corazón†, Mt 11, 29.

Diccionario Bí­blico Digital, Grupo C Service & Design Ltda., Colombia, 2003

Fuente: Diccionario Bíblico Digital

El término humildad y sus relacionados sustantivo y verbo, humilde, traducen varias palabras heb. del AT; y varios derivados del gr. tapeinoo del NT. El significado apunta a varias direcciones, pero el pensamiento central es ser libre de orgullo: humildad, mansedumbre, modestia, benignidad. Existe lo que puede llamarse falsa humildad (Col 2:18, Col 2:23), o humillación de sí­ mismo (BA). Dios humilla a las personas para guiarlas a la obediencia (Deu 8:2). El humillarnos delante de Dios es una de las condiciones para obtener su favor (2Ch 7:14), y es una de sus demandas supremas (Mic 6:8). Dios mora con el humilde (Isa 57:15). Se nos estimula a la humildad (Pro 15:33; Pro 18:12; Pro 22:4).

Para los griegos la humildad era algo débil y despreciable, pero Jesús la estableció como el fundamento del carácter (Mat 5:3, Mat 5:5; Mat 18:4; Mat 23:12; Luk 14:11; Luk 18:14). Por su humildad Jesús atrajo a la gente (Mat 11:28-30; Joh 13:1-20; Rev 3:20). Pablo hizo hincapié en la humildad de Jesús (2Co 8:9; Phi 2:1-11), exhortándonos a ser humildes uno para con el otro (Rom 12:10; 1Co 13:4-6; Phi 2:3-4), y habló de sí­ mismo como un ejemplo (Act 20:19). Pedro también exhortó a mostrar humildad ante los hermanos y ante Dios (1Pe 5:5-6). La humildad es resultado de la acción de Dios, las circunstancias, otra gente, nosotros mismos, o de cualquiera o todos éstos en nuestra vida.

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

(de “suelo”, “tierra”).

Sumisión, modestia. reconocer la verdad, aceptar la propia realidad delante de Dios y de los hombres, de que soy polvo y en polvo me voy a convertir.

(Gen 3:19).

– Jesús era humilde, Mat 11:29. y, por humillarse fué ensalzado, Fi12Cr 2:8-10.

– La humildad es muy necesaria al cristiano.

– Para seguir a Cristo, Mat 11:25-26, Mat 18:1-5, Mat 21:15-17, Mat 23:12, Luc 1:53, , Jn.939-41.

– Para entrar en el Reino, Mat 19:1315.

– Para la oración, Mat 15:21-28, Luc 7:1-10, Luc 18:9-14.

– Para servir,Mat 823:11, Mat 26:30-35.

– Para comprender y disculpar, Mat 7:1-5, Luc 7:41-45.

– Peligro de la soberbia, Mat 23:12, Luc 1:51, Luc 14:7-11, Luc 18:14, Luc 22:66-71.

– Recompensa de la humildad, Mat 23:12, Luc 1:48-49, 52,Luc 14:7-11, Luc 18:14.

– Falsa humildad, hipocresí­a, Col 2:1823, Mt.23, Mc.12, Lc.20.

– Humildad de la Virgen Marí­a, Lc.

38 y 48.

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

http://biblia.com/diccionario/

Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

La persona que se coloca a sí­ misma en una actitud de no exigir los merecimientos que le corresponden, o que renuncia a ellos por amor a otras personas, ejecuta el acto de humillarse. En ese sentido Dios, siendo grande y poderoso, †œse sienta en las alturas†, pero †œse humilla a mirar en el cielo y en la tierra† (Sal 113:5-6). †œJehová es excelso, y atiende al humilde† (Sal 138:6). Escribiendo a los filipenses, Pablo les puso el sublime ejemplo del Señor Jesús, †œel cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí­ mismo … se humill󅆝 (Flp 2:5-11). El Señor dijo: †œAprended de mí­, que soy manso y humilde de corazón† (Mat 11:29). Por lo tanto, en imitación al ejemplo de Dios, el humillarse constituye una virtud, contrapuesta siempre en la Escritura al pecado de la soberbia y el orgullo. †œDios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes† (Pro 3:34; Stg 4:10; 1Pe 5:5). †œLa soberbia del hombre le abate; pero al humilde de espí­ritu sustenta la honra† (Pro 29:23).

Ante la grandeza y santidad de Dios lo que corresponde al ser humano es adoptar una actitud de rechazo a toda pretensión u orgullo, inclinándose ante él en pleno acatamiento de su voluntad. A eso se le llama †œhumillarse† delante de Dios. Pero en ese caso el hombre no está abandonando o renunciando a nada, sino simplemente reconociendo la realidad. Esto debe hacerse en todo momento, pero sobre todo cuando Dios se manifiesta en juicio. La Biblia describe la vida de muchos reyes que pecaron contra Dios y no se humillaron. Pero aquellos que lo hicieron y buscaron el arrepentimiento recibieron perdón y prosperidad. Si el pueblo pecaba, pero luego se humillaba ante Dios y pedí­a su perdón él oirí­a desde los cielos (2Cr 7:14). Por ejemplo, cuando †¢Sisac invadió a Judá en tiempos de †¢Roboam, †œlos prí­ncipes de Israel y el rey se humillaron, y dijeron: Justo es Jehovᆝ. Por su humillación, Dios no permitió que fueran destruidos (2Cr 12:6-7). También el rey †¢Acab se humilló delante de Dios, y evitó así­ un juicio (1Re 21:27-29).
término †œhumilde† se utiliza también de forma genérica para referirse a los pobres, los desamparados y marginados. Dios oye †œel deseo de los humildes† (Sal 10:17). Una cosa es humillarse y otra es ser humillado. Se humilla a una persona cuando se le trata mal, o por debajo del respeto que merece, o cuando se le destruye, o cuando se le avergüenza injustamente. Dios prometió humillar a los enemigos de Israel si éste le obedecí­a (Deu 9:3; Deu 33:29). El abuso sexual a una mujer constituí­a una humillación y era castigado con la muerte (Deu 22:23-27). David confiesa: †œAntes que fuera yo humillado, descarriado andaba…. Bueno me es haber sido humillado, para que aprenda tus estatutos† (Sal 119:67, Sal 119:71).
cuanto a la evaluación que la persona haga de sí­ misma, la h. no consiste en una autodifamación o en hablar mal de uno mismo. El creyente no debe tener †œmás alto concepto de sí­ que el que debe tener†, sino que ha de pensar de †œsí­ con cordura, conforme a la medida de fe que Dios repartió a cada uno† (Rom 12:3). Pero en cuanto a la comparación con los demás, debe considerar †œa los demás como superiores a él mismo†, lo cual le conducirá a no hacer nada †œpor contienda o vanagloria† y actuará siempre †œcon h.† (Flp 2:3).

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

vet, Aquella actitud que reconoce el propio lugar bajo la condición de criatura de Dios, opuesta a la presunción, afectación u orgullo. La persona humilde reconoce su dependencia de Dios, no busca el dominio sobre sus semejantes, sino que aprende a darles valor por encima de sí­ mismo (Jb. 22:29; Sal. 10:17; Pr. 3:34; 29:23; Is. 57:15; Ro. 12:16). Dios mismo atiende a los humildes (2 Co. 7:6), y les da gracia (1 P. 5:5). A su tiempo, Dios exaltará a los humildes sobre los soberbios que los oprimen (Sal. 147:6; Lc. 1:52). El Señor Jesús es el paradigma de la humildad, pues siendo Dios de gloria, se humilló asumiendo naturaleza humana, y dio en todos sus pasos el verdadero ejemplo de humildad en todos sus tratos con los que le rodeaban (Mt. 11:29; cfr. Jn. 13:2-14; Mt. 23:8-12; Mr. 10:42-45). La verdadera humildad se distingue de la forma falsa de humildad que lleva a una hipocresí­a. Se trata, más que de un voluntario desprecio de uno mismo, de una honesta valoración de uno mismo como criatura y de la adquisición de la consciencia de que nada somos ni tenemos que no nos haya sido dado por Dios, y que todo ello es a fin de que podamos servir con la actitud de corazón regida por el Espí­ritu Santo, y descrita, bajo el nombre de “fruto del Espí­ritu”, en su multiformidad en Gá. 5:22, 23.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

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Virtud cristiana que tiene la persona sencilla y virtuosa que sitúa sus cualidades o méritos por debajo de lo que realmente los demás consideran justo. Lo contrario es la soberbia, que lleva a ensalzarse sin bases objetivas y reales.

La humildad es virtud evangélica recomendada por Cristo y por sus seguidores. En siete textos evangélicos la recuerda Jesús y en 31 ocasiones los otros escritos neotestamentarios recogen el término “tapeinos” (humilde) o “taipenoo” (humillarse)

Por eso la Iglesia proclamó pronto el mensaje de la humildad. “Aprended de mí­, que soy manso y humilde de corazón.” (Mt. 11.29). “El que se ensalza será humillado, el que se humilla será ensalzado.” (Lc. 14.11). Y siempre consideró a Marí­a Santí­sima como modelo de este valor: “El señor ha puesto sus ojos en la humildad de su esclava” (Lc. 1.48)

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

Reconocer los dones de Dios y la propia realidad

La virtud de la “humildad” indica el reconocimiento de la propia realidad como “humus”, tierra. Todos los seres, también el hombre, provienen de la nada por una acción divina que los ha creado. Reconocer prácticamente esta realidad, supone reconocer los dones recibidos y también la propia limitación humana. En este sentido “la humildad es la base de la oración” (CEC 2559).

En la revelación del Antiguo Testamento se llega a presentar a los “pobres” y humildes (“anawim”) como predilectos de Dios (cfr. Is 10,2; Sal 34,19). Son frecuentemente los marginados de la sociedad, pero también los que se someten a la ley de Dios o son fieles en cumplir su misión (al estilo de Moisés y los profetas). Para los tiempos mesiánicos, Dios quiere un “pueblo humilde y pobre” (Sof 3,12).

La actitud humilde de Jesús y de su Madre

Jesús, el Siervo de Yahvé (cfr. Is 53), redimió la humanidad por medio de su actitud de obediencia y “humillación” o anonadamiento (cfr. Fil 2,5-11). Su vida escondida de Nazaret y su sintoní­a con los pobres, se puede resumir en la actitud de un “corazón, manso y humilde” (Mt 11,29; cfr. Sof 3,12). Su filiación divina no le impedí­a reconocer que todo cuanto tení­a, especialmente su doctrina, era del Padre (Jn 7,16). Su humildad se traduce en “obediencia” al Padre y en compasión y servicio respecto a los hermanos.

Marí­a, la Madre de Dios, fue la primera en vivir este mensaje mesiánico, ya sea por la obediencia a la Palabra y voluntad de Dios (cfr. Lc 1,38), como por la actitud de servicio y de reconocimiento de la propia “nada” (cfr. Lc 1,39-48). Esa humildad es radical pobreza interior, en vistas a la fidelidad a los planes de Dios. Los santos, como San Francisco de Así­s, han optado por imitar la humildad de Jesús y Marí­a, porque en el Hijo de Dios, aparece que “Dios es humildad”.

Humildad ministerial y misionera

El camino del éxito en la evangelización pasa por la “humildad” y pobreza bí­blica, como actitud de abandono confiado y comprometido en las manos de Dios (cfr. 1Pe 5,6-7). La actitud apostólica es siempre de servicio (“ministerial”), a modo de “instrumento vivo de Cristo” (PO 12).

El apóstol no es un patrón, que pueda hacer y deshacer los contenidos y los signos eclesiales, sino un imitador de Cristo servidor de todos. Su servicio es de “entrega total, humilde y generosa, a la Iglesia” (PDV 21). Con esta “humildad” se construye la comunidad, basada en “la unidad que es fruto del Espí­ritu” (Ef 4,2).

Referencias Adoración, bienaventuranzas, cruz, Magní­ficat, ministerios, Nazaret, obediencia, oración, pobreza, Providencia, virtudes.

Lectura de documentos PO 15; CEC 525 (Jesús), 724 (Marí­a), 2096-2097, 2559, 2613, 2779.

Bibliografí­a A. GELIN, Los pobres de Jahvé (Barcelona, Nova Terra, 1965); L. GILEN, Amor propio y personalidad (Barcelona, Herder, 1980); D. MONGILLO, Humildad, en Nuevo Diccionario de Espiritualidad (Madrid, Paulinas, 1991) 913-924; A. MURRAY, Humildad (Tarrasa, Clie, 1980); E. PRZYWARA, Humildad, paciencia y amor. Las tres virtudes cristianas (Barcelona, Herder, 1964).

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

La primera significación es la de baja condición social. El pobre socialmente se identifica en el profeta Sofoní­as con el humilde, dándose así­ el tránsito de lo social a lo espiritual. La Virgen es pobre y humilde (Lc 1,48). El humilde es un predilecto de Dios, que ensalza a los humildes y humilla a los soberbios y a los orgullosos (Mt 23,12; Lc 1,52; 3,5; 14,11; 18,14). Jesucristo se proclama manso, es decir, dulce y humilde de corazón (Mt 11,29). Enseña la humildad como virtud esencial de los miembros del Reino (Mt 5,3; 9,30; 12,16; 17,9; 18,4; 19,30; 20,16. 26; 23,8.12; 7,36; 9,8.34; 10,31.42; Lc 9,21.46-47; 14,7-8 17,10; 18,1314; 22,24; Jn 13,12). El humilde no es el que hace actos de humildad, sino el que se siente pobre, desprovisto de todo, incapacitado para toda obra buena, pero con una gran confianza en Dios, en quien lo puede todo y de quien lo espera todo. >pobres.

. M.N.

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret

La humildad es una palabra que no nos cansamos de repetir, pero cuyas implicaciones no siempre es fácil comprender. En general, podrí­amos decir que la humildad es lo contrario de la soberbia que describe el magní­ficat: “Dispersa a los soberbios de corazón”. Los soberbios son los que creen ser alguien, los que tienen un concepto tan alto de sí­ mismos que llegan a hacer de él una razón de vida, creen que los demás tienen que ponerse a su servicio, y que ni siquiera hay que darles las gracias porque lo que hacen es su obligación. Es la actitud que Pablo estigmatiza otras veces en sus cartas. Por ejemplo, cuando escribe a los Romanos, dice así­: “No seáis altivos, antes bien poneos al nivel de los sencillos. Y no seáis autosuficientes”, La actitud humilde es la de aquel que no se hincha ni se engrí­e. Es importante reflexionar sobre la actitud del “no saber”; siempre es útil, pero en la relación con Dios es indispensable. De hecho, “nosotros no sabemos orar como es debido”. Muchas veces no conseguimos orar bien porque empezamos por la presunción de saber orar, en cambio, deberí­amos empezar siempre confesando: “Señor, no sé orar; sé que no soy capaz”. Esta es ya una oración porque deja sitio al Espí­ritu al que tenemos que invocar. La dimensión social de la humildad es ausencia de pretensiones y atención a los demás. “He procurado estar entre vosotros sin pretensiones, sin exigir nada especial para mí­, sino preocupándome por cada uno de vosotros”, dirí­a Pablo. La humildad es ser sociables sin pretensiones, ser afectuosos, solí­citos, llenos de atenciones por los demás. La humildad como virtud social significa también ser distinguidos, correctos, discretos, profundamente educados, tener una delicadeza que conquista el corazón porque se nota que no es ostentación. No hay nada que conmueva más a aquellas personas que saben que no cuentan mucho dentro de la sociedad, que verse tratadas con sumo respeto y sentirse reconocidas.

Carlo Marí­a Martini, Diccionario Espiritual, PPC, Madrid, 1997

Fuente: Diccionario Espiritual

“Aprended de mí­, que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11,191. Toda reflexión sobre la humildad tiene que , subrayar, por consiguiente, su especificidad cristiana, que hunde sus raí­ces en la persona de Jesús, misterio y recapitulación de la revelación de Dios. Podemos, sin embargo, encontrar huellas de la misma fuera de la revelación. Para los griegos la regla de la moral es la “medida” justa; el hombre encuentra su propia grandeza, dentro de la conciencia de su ser mortal, en la megalopsychí­a, la magnanimidad, que es también un justo medio entre la vanidad y la pusilanimidad (así­ Aristóteles en la Etica). También para los latinos la humildad es la virtud por la que uno es consciente de su propia realidad.

Además, los humiles son las personas de mezquina condición social, los insignificantes. Sólo en el latí­n eclesiástico toma este término un significado moral y religioso, resumiendo en sí­ mismo términos y conceptos bí­blicos. En el Antiguo Testamento, de la raí­z hebrea ‘anah (estar doblado, apretado) se derivan ‘ani y ‘anaw, ordinariamente en plural ‘anawim. Su significado original es el de hombre pobre, en la miseria, oprimido. Remite a la categorí­a de personas a las que protegen las leyes de la alianza (Ex 22,24; Lv 19,10; Dt 24,12- 151, y cuya opresión denuncian tanto los profetas (1s 3,14s; Am 8,41 como la literatura sapiencial (Job 24,4- 141. Con la primera predicación profética se añade al término una connotación religiosa: el valor del que se pone libremente en el estado de ‘ani frente a Dios (Am 2,7; Sof 2,31. La predilección de Yahveh por sus pobres (1s 10,2: Sal 86,ls) se conjuga con su predilección por los humildes (Sal 34,19. 2 Cr 12,71; a ellos les da su gracia (Prov 3,34; Sal 25,9. Eclo 3,201 y su sabidurí­a (Prov 1 1,21;) es su rey (Jdt 9,III. Las principales figuras que encaman la humildad son Moisés (Nm 12,31, el Siervo de Yahveh (1s 531 y el mismo Mesí­as (Zac 9,9s). Israel expresa y crece en la humildad a través del culto (Sal 103. 2 Sm 6,16.22; Sal 131, verdadero preludio al espí­ritu evangélico de la humildad). La traducción de los Setenta recoge el lema ‘anah de cuatro maneras: además de ptOchós (indigente) y de tenes (necesitado), tienen especial importancia tapeinós, de baja condición y con el sentido religioso de actitud ante Dios, y praús, manso, inclinado hacia el prójimo. Estos dos últimos términos guardan relación con la confesión de fe en Yahveh y aparecen juntos en Sof 3,12: “Haré que permanezca en medio de ti un pueblo humilde (praús) y pobre (tapeinós) n. A esta profecí­a se refiere el logio,.l de Mt 11,29. Probablemente Jesús dijo: “Yo soy ‘anwana (el arameo por ‘anaw) “. Al afirmar que es “pobre de Yahveh”, es decir “manso y humilde de corazón”. Jesús subraya la presencia escatológica del Reino en su misma persona. Tenemos aquí­ en sí­ntesis toda la enseñanza y el comportamiento existencial de Jesús: la humildad con el Padre (el ser humilde, tapeinos, en la obediencia a su voluntad: Jn 6,57. 8,29. 17,4); la humildad con los hombres (ser manso, praús, en la compasión y en el servicio: Mt 8.16s; 9,12s. 35s1. Ef fundamento de esta humildad “existencial” de Jesús es su verdadera y propia humildad “ontológica”. Pablo expresa este misterio en el himno de Flp 1 : a la kénosis de la encarnación (y 7) corresponde la tapeí­nosis ante el Padre, vivida en obediencia hasta la muerte en la cruz (y 8). Marí­a fue la primera en asimilar la novedad evangélica de la humildad (Lc 1,381 y, como verdadera “pobre de Yahveh” (Lc 1,481, se puso en seguimiento del Hijo hasta la cruz (Jn 19, 251. Ella es la primera de aquellos “pobres de espí­ritu” que Jesús proclama bienaventurados.

Si Lc 6,20 es probablemente el logion original, Mt 5,3 explicita el pensamiento de Jesús (cf. Mt 18,14. 23,12: Lc 14,11: 18,141, también con la bienaventuranza de los mansos (Mt 5,5; cf. Sal 37 11 según la traducción de los Setenta). Junto a la humildad para con Dios (Hch 20,19. 2 Cor 12,9; Gál 6,3: 1 Pe 5,5s; Santi,6- 101, la comunidad cristiana debe vivir una humildad fraternal y mutua (Rom 12,161, con una “mente humilde”, la tapeinorrosyne: Ef 4,2; Flp 2,2-4; Col 3,12: 1 Pe 3,8-5,5s.

En la reflexión patrí­stica la humildad suele referirse directamente a Cristo, como a su fundamento. Para Orí­genes Jesús es maestro de humildad (1,.1 Levit. 10, 21: la enseña en la encamación (1,.1 lib. Iud. 3,1): sólo podemos aprenderla de él (Contra Celsum 6, 15). Para Hilario, su humildad es nuestra nobleza, ya que somos renovados en la carne que él tomó (De Trinitate 2, 25). Para Ambrosio Cristo es “principium humilitatis” (De fide 3, 7 52; De virginitate 9, 51). Agustí­n es el primero en reivindicar la especificidad cristiana de la humildad. La verdadera humildad no se encuentra en los filósofos, va que es concedida por Dios, que quiso hacerse humilde por nosotros (cf. Enarrationes 2 in Psalmos 31, 18;Tractatus in Ioannis evang. 25, 16). A través de la encarnación y de la pasión Cristo se hizo “magister humilitatis verbo et exemplo” (Sermo 62, 1) y “doctor humilitatis” (Enarrationes 2 in Psalmos 31, 18).

Dentro de la experiencia monástica y religiosa, la humildad adquiere una particular importancia, vivida y descrita con acentos y matices distintos. Para los Padres del desierto la humildad es la disposición fundamental para el crecimiento espiritual; se la obtiene a través del cansancio corporal, de la consideración de los pecados personales y de la oración continua (cf. Apophthegmata Sisoe 13). Casiano relaciona la humildad con la pobreza interior radical (I,.lstitutio,.les 12, 31); la humildad del corazón nace de la humildad de la mente (Collationes 18, 1 1) y conduce a la perfección. En los ambientes monásticos nace la teorí­a sobre los diversos grados de humildad. Casiano tiene diez “indicia humilitatis” (Institutiones 4, 39, 2), que se convierten en doce en la Regula magistri.

De aquí­ saca san Benito los doce escalones de la humildad: en paralelo con la escala de Jacob, por ellos se puede “exaltatione descendere et humilitate ascenderen hacia la “caritas Dei” (Regula Benedicti 7). Bernardo tiene un tratado sobre los grados de la humildad: Cristo es siempre la “via humilitatisn (Sermo 42 super Cant. 1, 1); la humildad que se deriva del conocimiento es necesaria, pero frí­a, mientras que la humildad ardiente del amor reside en la voluntad (Ib. 6, 81: la voluntad del humilde es la que transforma las humillaciones en humildad (Sermo 34 super Cant. 3). Por el mismo camino cristológico del amor procede Francisco de Así­s: la humildad es hermana de la pobreza (Salut Virt. 2) y las dos juntas se convierten en regla de vida para sus hermanos (Reg. ,.10,.1 bull 9 1; Reg. bull. 6, 29. En la espiritualidad franciscana la humildad aparecerá como la raí­z de la perfección evangélica: sólo se la encuentra en la fe en Cristo, trascendiendo las capacidades naturales del hombre (Buenaventura, De pefectione evangelica, y solutio). Tomás hace una sí­ntesis equilibrada con la ética de Aristóteles. La humildad es una virtud moral, parte potencial de la templanza más general (5. Th. 11-11, q. 161, a. 1 -6): es principalmente una actitud ante Dios (q. 161, a. 1 ad 5; a. 2, ad 3:
a. 3). La humildad sigue teniendo la mayor importancia en los escritores espirituales. Para la Imitación de Cristo, la humildad es la base necesaria para acercarse al misterio trinitario (1 , 1 , 6): con ella es como se comprende la Escritura (1 , 5, 10). En la mí­stica renana y flamenca la humildad es una de las condiciones indispensables para la contemplación. Ignacio de Loyola habla de tres (o cuatro) grados de humildad: sumisión a la voluntad de Dios, rechazo de todo tipo de pecado, imitación de Cristo, pobre y humilde (Ejercicios espirituales 164- 168). Así­ pues, la humildad se inserta cada vez más en la reflexión mí­stica. Para Teresa de Jesús la humildad es el fundamento de la vida espiritual (Castillo interior 7 4, 8: cf. también Juan de la Cruz, Noche oscura, 1, 12s). En el siglo XVII nacerá la identificación de la humildad con el anonadamiento de sí­ mismo (cf. Berulle, Tratado de la abnegación interior).

Sólo Francisco de Sales conserva un equilibrio clásico. En el siglo pasado deben recordarse las figuras de Carlos de Foucauld (la humildad como elección radical del último lugar) y Teresa de Lisieux: el “camino de la infancia espiritual” llevará a Teresa a la más alta mí­stica en un profundo sentido de abandono y de esperanza en Dios (Novissima verba, 6 de agosto).

Una breve sí­ntesis tendrá que reconocer que fuera de la revelación cristiana la humildad no ha ido más allá de la recta valoración de las propias limitaciones. La referencia a un Dios personal, trascendente y creador, da a la humildad su primera caracterí­stica de reconocimiento del ser creatural, del lí­mite existencial, vivido también como condición pecadora. Buenaventura las llama “humilitas veritatis” y “humilitas severitatis” (De perfectione evang. 1). Tanto para los Padres como para los mí­sticos, la humildad es una actitud general del espí­ritu, que mueve a la obediencia a la voluntad del Padre y al servicio al prójimo. Para Agustí­n la humildad abre a la acogida de la salvación: “cape prius humilitatem Dei…, cape ergo humilitatem Christin, refiriéndose a Mt 11,29 (Sermo 117, 10, 17). De esta manera volvemos a las palabras de Jesús, revelación del Padre (Jn 1,18). Con Francisco de Así­s podemos decir entonces que Dios “es humildad” (Alabanzas del Dios altisimo, 4). La actitud humilde de Cristo manifiesta en la historia que la humildad está en el centro de la vida divina: es la percepción inmediata de su amor (1 Jn 4,8.16). ¿Acaso la kénosis del Hijo no remite a un misterio kenótico que se ha de situar en el centro de la Trinidad? La teologí­a clásica ve la subsistencia de las Personas divinas en sus relaciones: su ser es un esse ad; están en perfecto ek-stasis. De este modo, la acogida de la Persona de Jesús en el seguimiento evangélico introduce a los humildes en el misterio de la humildad de Dios.

Y. Mauro

Bibl.: P Adnes. Humilité, en DSp, VIII 1, l136-ll87. D. Mongillo, Humildad, en NDE, 665-674; Humildad en SM, III, 555-557; A. Gelin, Los pobres de Jahvé Nova Terra, Barcelona 1965; A, Murray, Humildad Clie, Tarrasa 1980; E. Przywara. Humildad paciencia, amor, Las tres virtudes cristianas, Herder Barcelona 1964.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO: I. Problemática – II. La revelación neotestamentaria: 1. El vocabulario; 2. El binomio manso-humilde; 3. En la humildad de Jesucristo – III. El hombre humilde: 1. La humildad fundamental; 2. La reconstrucción de la unidad.

I. Problemática
Humildad es uno de los términos más ambiguos -se presta a muchos equí­vocos- del lenguaje espiritual y religioso. Con el pretexto de salvaguardar sus exigencias se han legitimado falaces abdicaciones. Su crecimiento va unido a toda maduración de la personalidad moral y religiosa. Su desarrollo acompaña y estimula, la liberación de la libertad desde sus expresiones iniciales hasta las metas supremas. Su falsificación avala los actos arbitrarios de los poderosos y los servilismos de los miserables.

Considero la humildad como una prerrogativa que califica al hombre en si mismo y en las relaciones que construye, y que brota del amor y define el concepto de la realidad y de la vida. Es un estilo de vida que se expresa en el reconocimiento de la dignidad humana en uno mismo y en los demás, y que crece en comunión con Jesucristo, en el respeto del Padre y en la laboriosa construcción de las relaciones entre los seres humanos. Es una actitud articulada que se nutre de pobreza y dignidad. Es un camino de identidad, no una reivindicación de autonomí­as. Es un reconocimiento de derivación, no una proclamación de anonimato o de nulidad. Es una afirmación de talentos que hay que negociar y no enterrar. Es solidaridad que construir por el camino largo y paciente del convencimiento, alejando las tentaciones de coacción o de manipulación.

La humildad huye del formalismo farisaico y de las autosuficiencias orgullosas; del servilismo pordiosero, esnobista, simbiótico, pegajoso, y de todas las exaltaciones despóticas y ultrajantes. Rehuye la resignación desesperada, abdicante, que hace de la pereza parasitaria el árbitro del lí­mite de las posibilidades humanas, así­ como la presunción temeraria que induce a manipular la realidad y a intentar el absurdo.

La humildad crece en el riesgo de las realizaciones y de las opciones, no olvida el lí­mite y la precariedad, libera las aspiraciones: combate el fatalismo, que considera espontánea la transformación de las situaciones y la eliminación de los desórdenes, que retrasan y desví­an el crecimiento de la humanidad; reequilibra los deseos y modera las pretensiones ambiciosas e idolátricas, que hunden sus raí­ces en el terreno fecundo de las ávidas codicias (cf Col 3,5).

Antes que una serie de actitudes que adoptar, la humildad es un modo de ser y de relacionarse. Caracteriza al hombre en el modo de valorar y aceptarse a sí­ mismo y en la posición que adopta en el mundo y frente a Dios. Es dimensión antropológica, y se configura según la orientación de quien la vive y el contexto en el que está inscrito.

Las representaciones de la humildad varí­an de acuerdo con el juicio con que el hombre se valora a sí­ mismo, su propia posición en el mundo y ante Dios, las situaciones y los estilos de existencia. Como calificativo del hombre en sus relaciones sociales, es un estilo de participación y de obediencia, el cual varí­a según el modo de concebir a ambas. Pero relacionadas entre sí­, la humildad se considera bien como moderación de la autopresunción, del orgullo y de las complejas situaciones en que una y otro se expresan, como abnegación y renuncia que el hombre se impone o acepta, o bien como calificativo de la libertad que madura en el modo de vivir las tensiones y los conflictos. En relación con Dios es liberación del reconocimiento y de la alabanza, del temor filial; erradica las tendencias a la autosuficiencia idólatra, las cuales impiden reconocerlo en solidaridad con los demás y en servicio liberado y liberador en el mundo.

Estas posiciones se diferencian según una gama minuciosa y abarcan desde el énfasis que se pone en las actitudes frente a los condicionantes externos hasta la atención a las disposiciones de confiado abandono a Dios, de docilidad al Espí­ritu, de sentido equilibrado de sí­ mismo. Una reseña de las ópticas desde las que se ha leí­do la humildad corre el riesgo de ser reductiva. Me limito a algunas referencias a manera de ejemplo. La interpretación ético-moralista oscila entre la tendencia a la descripción minuciosa de los comportamientos que deberí­an caracterizarla y la que hace de ella una orientación genérica y abstracta carente de concreción. Más precisa es la lectura teológica, que la considera articulada en la caridad, estilo de libertad, expresión de filial temor de Dios, capacidad de permanecer insertos en los conflictos de la historia para promover sus soluciones. Todaví­a más ricos son los análisis que la sitúan en un contexto histórico salvifico y le reconocen una connotación prevalentemente cristológica. La referencia principal está en el pasaje de Mt 11,29: “Cargad con mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí­, que soy manso y humilde de corazón, yencontraréis descanso para vuestras almas”.

II. La revelación neotestamentarla
1. EL VOCABULARIO – No son muchos los contextos en los que aparecen palabras emparentadas con tapemos, que es el equivalente neotestamentario a humilde. No aparece en Marcos ni en el corpus joaneo, y la mayor parte de las veces se encuentra en un logion estructurado conforme a la oposición entre humildes y orgullosos, entre rebajar y levantar: quien se rebaja será levantado, y viceversa (Mt 23,12; Lc 1,52; 14,11; 18,4; 2 Cor 11,7; Sant 1,9: 4,10; 1 Pe 5,6).

De otros textos se deduce que es “humilde” el camino que Dios ha elegido y quiere, y en el cual introduce a los pobres y a los pequeños, a los que privilegia frente a los ricos y a los poderosos (Lc 1,52; cf Sof 2,3; Mt 5,3: Lc 6,20); a los que consuela (2 Cor 7,6), a los cuales, como ya se habí­a dicho en Prov 3,34, da la gracia de que priva a los soberbios (1 Pe 5,5; Sant 4,6); es la actitud con que se caracteriza a Jesús (Mt 11,29; cf 21,5) y el camino que recorrió hasta la meta suprema (Flp 2,8); la que distingue a la hija de Sión, al pueblo de Dios, a Marí­a (Lc 1,48); la que Pablo observó en el servicio al Señor (He 20,19); la que Jesús inculca (Mt 18,4) e intentan fomentar los apóstoles (Rom 12,16; Ef 4,2; Flp 2,3; Col 3,12; Sant 4,10; 1 Pe 5,5.6).

En Ef 4,2 y en Col 3,12 se encuentra la combinación manso-humilde, si bien en la forma abstracta de mansedumbre-humildad y en ambos casos la humildad va unida a la macrothymia, a la paciencia y al aguante. En Col 3,12 la humildad se une a la splanchma, compasión, que es la actitud de donde brota como de una fuente la acción de Jesús. A la luz de esta mediación se ve que el corazón humilde, que en el logion de Mt 11,29 alza y lleva las cargas pesadas, es rico en misericordia y en compasión hacia la miseria humana. En una ocasión el término expresa también la condición del cuerpo destinado a ser transfigurado por Cristo (Flp 3,21).

Tenemos, por último, el contexto muy discutido de Col 2,18 y 23, en el que tapeinofrosyne, combinada con otras actitudes, parece tener un significado peyorativo y expresa más bien aquella mentalidad falsa que aprisiona en lamezquindad, que vincula al cumplimiento de prácticas poco importantes y a comportamientos afectados y engañosos.

Especialmente encontramos en el vocabulario paulino el verbo kauchaomai, que, como sinónimo y como contrario, designa la dignidad valiente de la persona humilde y denota las falsificaciones a que conduce la pueril autosuficiencia, que quisiera hacerse valer incluso frente a Dios. Las versiones modernas recurren a las expresiones más diversas para traducir los derivados de este verbo, que designa las realidades más dispares. De hecho expresa la pretendida seguridad del hombre autosufiriente, que está satisfecho y se vanagloria de la justicia de sus obras (los judaizantes, cf Rom 2,17-23) o de la sutileza y perspicacia de sus intuiciones (los helenizantes, cf Rom 1,18ss), y que no ve u olvida que cuanto el hombre es o tiene sólo es don y gracia de Dios (cf Rom 3,27: 11,18; 1 Cor 1,29.31; 4,7; Gál 6,13). Pero el mismo verbo expresa también la digna, serena y en cierto sentido fuerte confianza en Dios (Rom 5,11; 15,17) que Jesucristo confiere como don suyo a quienes en la fe se abren a su acción (cf Rom 5,2.3.11; 2 Cor 10,17ss; 12,9-10; Sant 1,9-10). Esta confianza no tiene nada que ver con la pretenciosa arrogancia (Sant 4,16). mantiene viva la alegrí­a de la comunión y sostiene en el trabajo, en las tribulaciones (cf Rom 5,3) y en las responsabilidades del ministerio (Flp 1,26; 2,16; cf también 2 Cor 1,12.14; 5,12; 10,8ss; 12,1ss; 1 Tes 2,19).

En el corpus paulino se encuentran también algunos otros vocablos que caracterizan las deformaciones de la orgullosa exaltación que se manifiesta en actitudes de vanagloria, autoexaltación, arrogancia, ceguera obstinada, etc., que proliferan en abundancia en el hombre que falsifica su dignidad de criatura y de hijo de Dios.

El análisis no puede detenerse aquí­. Los calificativos a que he hecho referencia generalmente se mencionan en grupos terminológicos junto a otros a los que van estrechamente unidos o contrapuestos y de los cuales no se puede prescindir cuando se intenta precisar su significado’.

2. EL BINOMIO MANSO-HUMILDE – Pero en el mismo momento en que se subraya la necesidad de superar un análisis atomí­stico y lexicográfico tropezamos con la dificultad de las numerosas listas de vicios y virtudes existentes en el Nuevo Testamento, que difieren mucho unas de otras y no permiten llevar a cabo una reducción homogénea. Para limitarnos a la pareja manso-humilde de Mt 11.29, A. Resct. pensó en un verdadero y auténtico topos literario de tres términos, el primero de los cuales, epieiches, no aparecerí­a en el pasaje Mt 11,29. Se hace eco de este autor A. von Harnack, el cual el año 1920 avanzaba la hipótesis de que en el cristianismo habrí­a dos esquemas ternarios: fe, esperanza y caridad, para caracterizar la actitud religiosa, y modestia (epieicheia)-mansedumbre-humildad, para caracterizar y sintetizar la actitud ética. Esta hipótesis, aunque resulte sugestiva, no es corroborada por los textos. Estos, si bien convalidan la conexión manso y humilde, tanto en el Antiguo Testamento (Is 26,6 y Sof 3,12) como en el Nuevo (Ef 4,2 y Col 3,12. pero bajo la forma abstracta de humildad-mansedumbre), no presentan nunca el conjunto epieicheia-mansedumbre-humildad. Un acercamiento a la epieicheia se realiza gracias al concepto de mansedumbre, al que va unida en 2 Cor 1,11 y en Tit 2,3, mientras en Col 3,12 se une a paciencia y bondad, dando la impresión de que todas en su conjunto se derivan y especifican de los sentimientos (la Vulgata traduce “ví­scera”) de misericordia, de los que deben revestirse los elegidos de Dios, los santos y los predilectos. En Ef 4,2 se encuentra el esquema ternario humildad-mansedumbre-paciencia, que va unido a la exhortación a comportarse de una forma digna de la vocación recibida y a conservar la unidad del Espí­ritu en la radicalidad de sus dimensiones.

Aunque se siga la hipótesis más común, que sólo une términos manso y humilde, queda abierto el problema del significado de los términos considerados aisladamente y en su conjunto. Y puesto que el adjetivo manso se aplica a Jesucristo en dos de las tres ocasiones en que lo usa Mateo, diciendo que es manso y humilde de corazón (11,29) y que viene a Jerusalén como un rey manso (21,5), y sólo una vez se aplica a los mansos en las bienaventuranzas (5,5), es de observar que la interpretación primaria de estos calificativos debe buscarse en el contexto cristológico o en el parenético.

Muchos consideran que el término humilde de Mt 11,29 es sinónimo del pobre de espí­ritu de la bienaventuranza de Mt 5,3 y, reduciendo humildad a pobreza, asumen para la explicación de esta última toda la problemática de la interpretación, bien exclusivamente social o espiritual, bien espiritual y sociológica a la vez, de la pobreza en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. Los orí­genes de este acercamiento son muy lejanos.

Ya los padres de la Iglesia identificaron alas humildes con los pobres de espí­ritu. Esta interpretación ha sido recogida por muchos exegetas contemporáneos y revalorizada a consecuencia de los descubrimientos de Qumrán. “La humildad de la que hemos hablado para definir la actitud interior de los pobres de espí­ritu -concluye Dupont- tiene la ventaja de hacernos comprender tanto la interpretación corriente de los primeros siglos cristianos como una preocupación que se manifiesta en otros contextos del mismo Evangelio. A pesar de eso, el término es ‘un peu gros’ para traducir exactamente la ‘nuance’ de la expresión que nos interesa. Para decir `humilde de corazón’, Mt 11,29 usa ta peinos téi kardiai, y se puede pensar que la actitud de `los pobres de espí­ritu’ no corresponde perfectamente a la actitud de un sphephal róah. El `pobre de espí­ritu’ no es precisamente aquel que ‘se rebaja a sí­ mismo’ (Mt 18,4; 23,12)… La pobreza espiritual puede recibir el nombre de humildad; pero no la que lleva a hacerse pequeños, como aquellos que no valen nada…, el pobre de espí­ritu lo soporta todo con paciencia”.

Los exegetas que consideran que los pobres de espí­ritu de la primera bienaventuranza y los mansos de la tercera son idénticos y reflejan a las mismas personas”, al interpretar como humildes a los primeros toman en el mismo sentido a los segundos, y consideran casi semejantes a los mansos, a los humildes y a los pobres de espí­ritu. También en relación con los mansos, los exegetas se preguntan si se trata de una actitud que se limita a las relaciones interhumanas o abarca también las relaciones con Dios o bien ambas a la par, y si se trata de una disposición prevalentemente psicológica e interna de un modo de existir conectado ante todo con la situación sociológica de opresión y de alienación en que viven las personas. Muchos consideran sinónimos incluso a los calificativos con que se designa a Jesucristo en Mt 11,29. Dupont, después de haber advertido que “la tradición parenética de los primeros cristianos de lengua griega es sensible a la estrecha vinculación que une la dulzura y la humildad”, considera que esta vinculación no es originaria del pensamiento griego, sino que se deriva como herencia de la lengua y del pensamiento semí­tico, en el que la humildad y la dulzura constituyen dos aspectos de la misma actitud de espí­ritu. Piensa también que en la tradición griega, totalmente distinta en esto de la tradición hebrea, el término “manso” designa al hombre tranquilo, pací­fico, al que soporta las contradicciones, al que no es violento ni agresivo. La mansedumbre es una prerrogativa de quienes detentan el poder, pero no va unida a la humildad. Por el contrario, es la tradición hebrea quien piensa que no se da una auténtica dulzura si no está fundada en la humildad y considera a ambas como aspectos inseparables de la única anáwóh, que es la pobreza humilde, dulce y paciente del verdadero israelita. La mansedumbre subraya el carácter sereno, fuerte y paciente de la humildad, que se manifiesta sobre todo en las relaciones con los demás y que induce a elaborar las situaciones que contrastan con ella como reflejo del abandono a Dios, de la paz que sigue a la conciencia de estar en su amor.

El análisis literario nos lleva a reconocer una estrecha analogí­a entre humildad-mansedumbre-pobreza de espí­ritu y se orienta a explicarla en el ámbito de la amplia y compleja categorí­a bí­blica de la pobreza de espí­ritu. Para no quedar empantanados en las discusiones que contraponen a los que la interpretan en una perspectiva psico-individual con los que la consideran prevalentemente desde una óptica socio-polí­tica; a los que hacen de ella una prerrogativa de las relaciones interpersonales con los que defienden su carácter prevalentemente religioso y teologal, es oportuno considerarla como una dimensión totalizante de la actitud del convertido. Es el comportamiento digno que madura entre los miembros del pueblo que Dios ha querido por aliado. La reflexión puede plantearse también en la perspectiva que se deduce del contexto cristológico del logion de Mt 11,29.humilde de corazón, tiene una estructura discutible y compleja. Sus elementos fundamentales son: un logion relativo al acontecimiento del reino, de carácter apocalí­ptico; la acción de gracias al Padre, Señor del cielo y de la tierra, por la revelación rehusada a los sabios y a los inteligentes y concedida a los pequeños (nepiois) (Mt 11,25-26; Lc 10,21); un logion sobre el conocimiento del Padre por parte del Hijo y sobre las relaciones misteriosas que unen al Padre y al Hijo (Mt 11,27: Lc 10,22); por las afinidades profundas con el cuarto evangelio se le califica de joánico; un tercer logion, ausente en Lc y presente solamente en Mt (11,28-30), tiene carácter sapiencial y presenta a Jesús como sabidurí­a del Padre, que invita a los hombres a acercarse a él (cf Prov 9,5; Ecl 24,19; 6,9-18; 51,23-27), y está construido sobre el paralelismo, puesto de relieve por algunos estudiosos, entre los versí­culos 28 y 29:

Invitación: Venid a mí­ (28).

– Invitación: Cargad con mi yugo (poneos en mi seguimiento, en mi escuela, seguid la enseñanza que yo os doy) (29).

Calificativo de quien invita: Yo soy manso y humilde de corazón.

– Los llamados: Todos vosotros que estáis fatigados y oprimidos.

Los llamados: Son señalados únicamente por el término “vosotros” y son los mismos del versí­culo 28.

– Promesa: Yo os confortaré.

Promesa: Encontraréis descanso para vuestras almas.

Legitimación de la promesa: Mi yugo es suave y mi carga es ligera (30).

Entre la invitación y la promesa del versí­culo 28 está la indicación de los llamados, calificados con dos participios (kopiontes y pefortismenoi), que evidencian su penosa situación. En el versí­culo 29, el que invita es calificado con dos adjetivos que expresan su actitud y su disponibilidad a satisfacer las aspiraciones de los llamados, a constituir una situación que contraste con la de disgusto y fatiga que a ellos les oprime: Este “descanso” no deriva de la desresponsabilización de los llamados, sino de su adhesión a la llamada a ponerse en su seguimiento y a asumir el peso de su enseñanza “, a sustituir el yugo que obliga a hacer cosas y a llevar cargas con la comunión de seguimiento, escucha, diálogo, con la persona que toma sobre sí­ su peso y, en consecuencia, libera su vida.

Los estudiosos no están de acuerdo a la hora de concretar quiénes son los destinatarios indicados en el logion, el tipo de pesar que los oprime (probablemente el peso de las observancias farisaicas) y, consecuentemente, si presentan carácter antifarisaico o no. El texto actual de Mateo revela una estrecha vinculación entre los diversos elementos de esta perí­copa, en especial entre los oprimidos del versí­culo 28 y los pequeños del versí­culo 25.

Ir a Jesús y aceptar su invitación a ser seguidores suyos significa establecer con él una relación í­ntima y profunda, someterse al mismo yugo que él lleva y llevarlo con él, pues nos invita a que le ayudemos, no a que lo sustituyamos. Se lo acepta en su misma persona; en él, que voluntariamente realiza el beneplácito del Padre, que quiere una nueva alianza con el hombre. La comunión con él es participación de su existencia, de su pensamiento, de su forma de ver y actuar; es adhesión total de conocimiento y de complacencia en el Padre y de amor vivificante para el hombre; significa aceptar el vernos integrados en la fuente misma de sus orientaciones y comportamientos, en su “corazón” manso, humilde y pobre, en la raí­z de su ser para encontrar alivio y paz, para dar frutos para la vida del mundo. La comunión con él no ocurre en un terreno neutral; pide que actuemos unidos y nos introduce en intimidad, su misma donde germina la adoración del Padre y la misericordia para con la humanidad: nos estimula a dejar la condición de vida que fatiga y oprime, para compartir su paz en la obediencia al Padre, que lo ha enviado a anunciar el evangelio de salvación a los pobres (Le 4,18s) y a los descarriados (Mc 2,17), a reconciliar con su amor la soberbia que hací­a a los hombres extraños a Dios y enemigos entre sí­.

Jesús no es un legislador o un maestro más indulgente que los demás, ni un soberano con pretensiones menos despóticas o lisonjas fáciles y engañosas. Es el vencedor-vencido, que experimentó el abandono del Padre, que recorrió solo el camino de la cruz (cf Mt 27,46; Mc 15,34) y que bebió el cáliz hasta la última gota. La humildad es en él expresión de la exigencia radical del amor que une en el Espí­ritu al Padre y a la humanidad; en la humillación y en la gloria de la cruz reveló el significado y la meta última de la invitación a compartir el yugo, es decir, el estilo de amor del Padre, fuente de todo amor, foco y camino de alianza indisoluble y definitiva.

Dios, a quien el hombre acepta y ama en Jesucristo, es un Dios hecho hombre: un Dios amor, sacrificio, don y kénosis; un Dios que se limita para levantar al hombre de su miseria, para hacerlo hijo en el Hijo, ambiente, sujeto y término de su revelación. La condición de Dios en Jesucristo es la locura (cf 1 Cor 1,18ss.25), que pone a prueba la fe del hombre. Para creer en el “humilde y manso” es necesario ser transformado por la humildad de Dios. Dios es glorioso y poderoso, pero su gloria y su poder no son los que ambiciona el hombre que rehuye su humanidad; es del estilo del amor de Jesucristo, que manifestó su poder y su gloria supremos en la impotencia y el deshonor de la cruz; que se prohibe todo repliegue sobre si mismo y revela su majestad en la disponibilidad en favor de los demás, en la discreción y en la ternura con que los asocia a sí­ mismo para tomar sobre sí­ el sufrimiento que lo intercepta y lo paraliza en el camino, para colmarlo de paz.

El sufrimiento es la miseria más común, inequí­voca expresión de finitud y lí­mite. Jesús se compadeció, lo aceptó, lo padeció, lo eliminó y lo vació en su raí­z, indicando en el amor el camino y la condición de la humanidad renovada. La vulnerabilidad al sufrimiento de los demás es camino de paz y perfección cuando alimenta la solicitud del amor que lucha para superarlo. Jesucristo ha vencido su raí­z, al maligno, que es fuente de egoí­smo, autogarantí­a, afirmación de sí­, voluntad de poder que domina y hace esclavos, seduce y manipula; y ha librado al amor que respeta y es impaciente, que es vigilante y fuerte, que se da y exige, que comunica disponibilidad de sí­ y apertura al misterio. Quien no va eliminando el sufrimiento del hombre no camina por el sendero humilde ni lleva el yugo de Jesucristo.

III. El hombre humilde
1. LA HUMILDAD FUNDAMENTAL – El contexto de la humildad en el cristianismo es un contexto histórico-salví­fico. Por un lado, conecta con la compleja situación por la que el hombre se rebeló contra el proyecto de Dios en el origen mismo de su historia; por otro. enlaza con la liberación de la situación humana que se produce en Jesucristo. La revelación neotestamentaria subraya repetidas veces que el camino por el que el hombre debe caminar ahora es un sendero de humillación y que es consecuencia de una decisión de Dios. “Ya que el mundo por la propia sabidurí­a no reconoció a Dios en la sabidurí­a divina, quiso Dios ” salvar a los creyentes por la locura” de la predicación” (1 Cor 1,21). Este pensamiento vuelve a aflorar en Rom 1,28: “Como no procuraron tener conocimiento cabal de Dios, Dios los entregó a una mente depravada…”. La percepción del abismo que media entre la condición en que vive el hombre y la condición de las aspiraciones alimenta permanentemente la tentación de frustración, de rebelión y de rechazo. Reconocer la realidad tal como es, aceptar la explicación que se nos da de ella, seguir el remedio propuesto es un conjunto de actitudes que somete al hombre a una prueba radical.

En este contexto nace o muere la humildad. Su raí­z última, el criterio de valoración de sus exigencias, no es un sentido abstracto de moderación y de racionalidad. La humildad es el “camino”, la pedagogí­a elegida por Dios, y a ella debe conformarse el hombre en su recorrido. Los acontecimientos, los conflictos que lo ponen a prueba, se incluyen en un plano misterioso, en el que el hombre debe aceptarse, dejarse tomar, confiarse sin lí­mites y reservas, con libertad y amor. Es vida humilde rechazar la visión de la vida calificada como “necia sabidurí­a de este mundo” (1 Cor 1,20), abrirse a la visión revelada en Jesucristo y descrita con gran inmediatez en 1 Cor 1,17-31. No se trata del simple paso de un modo de ser a otro más racional, más humano o más riguroso; se trata de la conversión desde el reconocimiento de los “í­dolos” a la aceptación de la revelación del Padre en Jesucristo.

La humildad es condición radical, en la que madura el “sí­” a Dios, que exige “renunciar al maligno” para adherirse a Jesucristo en el camino de la encarnación (cf Ordo del bautismo). Es el antipecado, la antisoberbia, el vaciamiento de la situación, de hoy y de siempre, la cual induce al hombre a no reconocer a Dios-Hombre, a rebelarse y a suplantarlo, a contrastar su proyecto sobre el hombre. Es adhesión al camino construido por Jesús con la obediencia de su carne (cf Col 1,22: Ef 2,14-16). La humildad es relación personal, es elección de Dios en Jesucristo y rechazo del maligno y de sus obras.

Cuando de esta dimensión radical se pasa a la determinación de las actitudes, de los modos de pensar en que el humilde se expresa a nivel individual y social, se verifica un deslizamiento de planos en que las situaciones se vuelven falsas cuando se las absolutiza y se las hace uní­vocas. La humildad fundamental se concretiza y crece en las visualizaciones históricas, pero no se reduce a ninguna de sus manifestaciones; las exige, las vivifica y las trasciende. Cuando el hombre deja de extraer su inspiración de la comunión de vida con el Espí­ritu y empieza a inspirar su vida y su conducta en las prescripciones, en las normas, en los modos de actuar, se verifica una inversión de planos y el hombre se convierte en siervo de la institución en lugar de siervo del Espí­ritu. La humildad pasa del reconocimiento de alabanza del plan de Dios en Jesucristo a la observancia de las formas de cortesí­a social, de las reglas del buen vivir y del prudente y digno planteamiento de las relaciones. El humilde de corazón vive y crece en Jesucristo, se deja llevar por su Espí­ritu al valorar situaciones y personas con verdad y rectitud. El Espí­ritu de Dios en Jesucristo es fuente única y suprema, en la que se inspira el creyente y que le vivifica al asumir con plena libertad interior las instituciones y las normas; no las falsifica, no las idolatra, sino que las toma en lo que son y resiste a su pretensión de imponerse como absoluto, como fuente primaria de valoración e inspiración.

Este proceso de reconocimiento de las jerarquí­as, que lleva a dar y a conservar el primer puesto a lo que es primario, empieza con la conversión y perdura a lo largo de la existencia. Implica la conmoción y la reestructuración total de la vida. No se consigue a base de correcciones superficiales del punto de mira, realizadas con sagaz destreza psicopedagógica y maduradas bajo la influencia de razonamientos rigurosamente dialécticos. Al reconocimiento de Dios en Jesucristo se llega únicamente por el camino de la conversión yen ella echa raí­ces y adquiere vida la humildad fundamental, que es el primer componente de ese misterioso proceso al que Juan da el nombre de nueva generación o nacimiento de Dios.

En Jesucristo y de Jesucristo nace el hombre al corazón manso y humilde y aprende a ser manso y humilde de corazón. Jesucristo, que es lá fuente de la humildad, constituye también su paradoja y su escándalo. Es para el hombre soberbio una piedra rechazada (Mt 21,42 y paralelos), signo de contradicción (Le 2,34) y piedra de toque. Quien lo acepta encuentra con él la redención y la libertad, mientras que quien lo rechaza vive la angustia de la negativa (He 26,14). Jesucristo es la prueba suprema que el hombre debe superar para hacerse y mantenerse humilde. Aprender a vivir como hombre salvado significa escucharlo y seguir su doctrina.

Jesús, que revela al hombre el camino humano, se nos presenta de una forma desconcertante. Su camino y sus juicios no son los que el hombre querrí­a (cf Is 55,8; Rom 11,33). Su camino es un camino de pobreza, de rigor, de mansedumbre, que contrasta con la aspiración a la fuerza, al poder, al resultado seguro, etc. Inspirarse en un crucificado, en un vencedor que sale victorioso mediante la derrota, es necedad para quien no cree y es poder de Dios para quien cree (cf 1 Cor 1,18ss), pero es el poder del misterio, de la abnegación total y sin reservas (cf Mt 16,24; Mc 8,34; Le 9,23). Su camino se manifiesta y crece en la humillación, en la contrariedad permanente de tener que vivir el “escándalo y la necedad de la cruz” (cf 1 Cor 1,24), que deja de ser tal cuando el residuo de judí­o y gentil que continúa vigente en el converso queda vencido y superado.

La “necedad” suprema, la crisis más radical de este camino es la muerte, la irracionalidad del deber morir y de las condiciones en que se verifica. La muerte es el jaque mate, la insidia de todos los proyectos y de todas las iniciativas “racionales”. Nadie es capaz de ofrecer garantí­as a la persona que toma y realiza tales iniciativas. Por mucho que el hombre intente razonar sobre ello, esta extrema manifestación de lo no racional pone un lí­mite y un impedimento. Jesucristo se presenta como aquel que ha vencido a la muerte (2 Tim 1,10), pero después de haberse sometido a ella. El hombre que quiere vencerla debe escuchar antes aquello de “… si el grano de trigo no muere…” (Jn 12,24) y “el que ama su vida la pierde…” (Jn 12,25). Dios ha sometido al hombre a la humillación de la muerte en un mundo de liberación redentora no preservativa; será liberado del pecado, del odio, de la enemistad, de la injusticia, de la afrenta, del fracaso, del fallo, etc., pero después que los haya sufrido y cuando haya vivido el sufrimiento de la gran distancia que separa los deseos y las realizaciones, las aspiraciones y los resultados.

El plan de Dios, sus silencios, sus preferencias y sus caminos constituyen un escándalo permanente para el hombre que quisiera racionalizar, programar, ordenar todas las cosas. Encuentra la paz no en la eliminación de las contrariedades y de los conflictos, sino viviéndolos hasta el fondo, cesando de interrogarse y de hacerse interpelar por la vida, no pretendiendo eliminar las contradicciones, viviéndolas y empeñándose en resolverlas.

La humildad no es un modo de comportarse o de pensar, decidido sobre la base de una valoración pesimista de las propias prerrogativas y posibilidades confrontadas de forma falaz con las de los demás. Es verdad y reconocimiento de Dios; es un “sí­” al Padre en Jesucristo, que vive en su Iglesia. El soberbio no reconoce a Dios y no se reconoce hombre, falsifica las relaciones, no acepta la soberaní­a de Dios y su propia creaturalidad. La huida de Dios es huida del hombre y de las propias responsabilidades. De esta situación sale cuando comienza a aceptarse como hombre, a complacerse en lo que a Dios complace (cf Mt 3,17 par.); es decir, cuando no fracciona a Jesucristo, sino que se acepta, se quiere y se reconoce en él. La consolación de la humillación de vivir es vivir la humillación de convertirse y hacerse “pequeño” como un niño (Mt 18,4), lo que significa “nacer” a la única condición en que es posible el ingreso en el reino (ib), eligiendo caminar por la senda que el Padre ha preferido (Mt 11,25).

La humildad no se desarrolla ni madura en abstracto, sino que crece en la prueba de las humillaciones, que impiden los planes y las aspiraciones del hombre. Estas humillaciones son indefinidas y es inútil determinarlas. La experiencia de cada uno lleva a localizarlas y discernirlas. La reacción a estas situaciones, aunque variable, asume una fisonomí­a inequí­voca cuando se orienta constructivamente a la persona. Por eso la humildad no es una actitud abstracta o de contornos difuminados; es una vida en Jesucristo; en él madura el hombre los comportamientos caracterí­sticos de los hijos de Dios y ciudadanos del reino, la fortaleza que modera la ambición de resolver con la violencia el problema humano, la perseverancia en caminar por el sendero que él recorrió y la inventiva para no empobrecer con cálculos mezquinos la dignidad de la imagen de Dios.

Este acto de confianza se realiza sin garantí­as previas. Da la vida después, y no antes, de haber sido aceptado. Hace fecundos, pero únicamente a quienes aceptan su vida: razonables, pero en su verdad. El humilde no practica idolatrí­as, no hace cálculos, no jerarquiza ni privilegia, sino que se adhiere a Cristo-camino y le sigue allí­ donde va. No tiene trabas apriorí­sticas anticipadas y maniqueas de estilos de existencia. Su único deseo es estar en camino y, en consecuencia, marchar por el camino que es Cristo y en el que Cristo le introduce; lo que quiere es connaturalizarse con sus preferencias.

La humildad se robustece en el amor; es un estilo de manifestar amor. Se acepta y madura en un contexto de confianza; exime al hombre de la preocupación de garantizarse a sí­ mismo; lo atrae hacia quien lo ama, fundamenta la paz, que consigue la comunión con el amado; induce a sintonizar con aquél, a tomar sobre sí­ la preocupación y el sufrimiento de los demás, a asumir la iniciativa de hacer la vida diferente, de moderar la solicitud y la preocupación por sí­ mismo, estableciendo para todos condiciones de existencia nuevas.

Este amor no es espontáneo reconocimiento del otro, sino que se estructura en la pobreza y en la unicidad. El hombre quiere darse una garantí­a a sí­ mismo y no acepta verse envuelto por y con el otro; quiere ser amado, pero no en el riesgo de la novedad, respetando el misterio del otro, que exige el abandono de los modelos “garantizados” y de las normas “experimentadas”, para abrirse en su propia irrepetibilidad y ofrecer inesperadas posibilidades de andadura, compartiendo las responsabilidades y la vida. La humildad madura en el equilibrio y en armoní­a frágil y delicada entre amor a sí­ mismo y a los demás, vividos y vistos en la perspectiva del amorde Dios; va unida a la realidad de la persona y tiende a corregir la forma de representarse las relaciones y a considerarlas tales como son, no como se las quisiera.

La distancia entre representación y realidad es como el lí­mite matemático. El hombre es lo que es, no lo que considera que es, y el yo de cada uno vive y deviene en ósmosis con los demás. De esta forma el camino de la humildad oscila entre el ya y el todaví­a no, en un proceso sin fin. La meta es llegar a ser como estamos llamados a ser; vencer la falsificación que anida en la pretensión de conquistar el amor, de ser amados según la representación que el hombre se obstina en conseguir. La humildad se nutre y sirve de alimento a la paz del deseo, vive del equilibrio que surge de la articulación entre ser amado, querer ser amado y amar. Sus opciones se hacen auténticas cuando el hombre realiza la justicia, cuando está contento de Dios y en Dios y trabaja para hacer más humana la condición de todos los hombres en el mundo, para secundar a quien y a lo que permite avanzar en esta dirección según la valoración de cada situación en particular.

2. LA RECONSTRUCCIí“N DE LA UNIDAD – La humildad se piensa y se legitima sobre la base del modo de existir y de comportarse, de la propia posición en el mundo y de las opciones que el hombre adopta; antes de conceptualizarla hay que vivirla. Muchas veces existe una desviación entre lo que es el hombre y lo que piensa ser, y viceversa, entre la representación de sí­ mismo, encarnada en el modo de ser, y la representación que va unida a las proclamaciones verbales con las que el hombre se autocalifica. ¡Cuánta mentira se esconde en el fariseí­smo de muchos comportamientos y proclamaciones humildes!
El parámetro de la templanza y de la humildad es la persona, no su representación; es el ser, es el hombre que piensa en su cuerpo. El cuerpo, para no reducirse a mera envoltura del espí­ritu, debe sintonizar con la orientación del mismo. El hombre de cuerpo auténtico tiene un pensamiento humilde y supera la disociación entre vida y pensamiento. La humildad es un estilo humano, se expresa en el modo de existir. de situarse y de instalarse en la realidad.

La proclamación de esta posibilidad puede inducir a pensar que ya ha ocurrido, que se ha realizado, y a olvidar el hecho de que es una meta y que debe ser conquistada. Con demasiada frecuencia la orientación de la vida no la señala la mente, sino el cuerpo, que no tiene hambre en la medida y en el momento que serí­an de desear y que no secunda al hombre en la medida y en la forma en que podrí­a. El hombre que se educa construye un organismo homogéneo a su orientación, a su tendencia a la belleza, a la armoní­a, a la salud, y se desarrolla con criterios dictados por la higiene, por el deporte, por la estética, etc. Dirí­a que el hombre no está verdaderamente en paz con Dios mientras el cuerpo no está pacificado. El hombre se construye la casa. El corazón, los ojos, los movimientos humildes son reflejo y condición de un hombre humilde. El cuerpo disociado, dividido del espí­ritu, falsifica las aspiraciones que estructuran al hombre y aspira, por ejemplo, al existir infinito, total y para siempre; tiene nostalgia de totalidad, de plenitud; se convierte en sujeto de codicia violenta y de ansiedad incontrolada. El organismo disociado tiene nostalgia de quien le falta al hombre, lo quiere todo para sí­ y sustituye lo que le falta con una ansiedad homogénea con su origen, proporcionada a la realidad a la que se orienta el hombre. El organismo del hombre, estructurado para secundar la tendencia de infinito, no pierde su estructura cuando el hombre no busca lo infinito, sino que se desintegra del complejo en el que tení­a sentido y desarrolla una energí­a de infinito para realidades finitas. El reenganche y la unidad del hombre se produce no cuando el hombre se decide a llevarlo a cabo, sino cuando de hecho lo reconstruye.

La humildad no margina al organismo, no le priva de sus dinamismos, ni los extirpa; reconstruye la unidad y reequilibra en el todo las energí­as alienadas en el desprendimiento. La meta no es un cuerpo que deje de desear, sino orientar el deseo para que el hombre pueda realizar su misión humana con todo su ser. Sujeto de esta acción no es el cuerpo ni el alma, sino el hombre; el hombre es hombre y mujer. Hombre-mujer, espí­ritu-cuerpo, deben unirse, y la unidad es por Dios y para Dios. El hombre vive esta realidad en el estado de disociación; pero puede ser superada y esta superación se realiza cuando el hombre se construye en humildad por el camino de la verdadera vida.

D. Mongillo

BIBL.-Bélorgey, G, La humildad según san Benito, Perpetuo Socorro, Madrid 1962.-Galera, J. A, Humildad y personalidad, Mundo Cristiano, Madrid 1971.-Gelin, A. Los pobres de Jahvé, Nova Terra, Barcelona 1965.-Gilen, L. Amor propio y humildad: aproximación psicológica a la personalidad religiosa, Herder, Barcelona 1980.-González Ruiz, J. M, Pobreza evangélica y promoción humana, Nova Terra, Barcelona 1976.-Herraiz, M, Sólo Dios basta, Espiritualidad, Madrid 1981.-Ledesma, A, Conceptos espirituales y morales, Edit. Nacional, Madrid 1978.-Murray, A, Humildad, Clic, Tarrasa 1980.-Pecci, G. La práctica de la humildad, Rialp. Madrid 1978.-Przywara, E. Humildad, paciencia, amor. Las tres virtudes cristianas, Herder, Barcelona 1964.-Rizzi, A, Escándalo y bienaventuranza de la pobreza, Paulinas, Madrid 1978.

S. de Fiores – T. Goffi – Augusto Guerra, Nuevo Diccionario de Espiritualidad, Ediciones Paulinas, Madrid 1987

Fuente: Nuevo Diccionario de Espiritualidad

TEOLOGíA MORAL
SUMARIO
I. Introducción.
II. Aspecto histórico:
1. La humildad en el mundo grecorromano;
2. Sagrada Escritura:
a) Antiguo Testamento,
b) Nuevo Testamento;
3. Los padres de la Iglesia;
4. Santo Tomás;
5. La humildad en los modernos:
a) Teologí­a de la reforma,
b) Teologí­a católica.
III. Aspecto sistemático:
1. Sentido moral:
a) Concepciones erróneas de la humildad,
b) Conocimiento de sí­: regla directiva de la humildad,
c) Dignidad humana y cristiana: fundamento de la humildad,
d) Humildad, sus actos y sus propiedades,
e) Humildad como espí­ritu de servicio,
f) Humidad magnánima del compromiso;
2. Sentido teológico de la humildad:
a) Humildad y justificación
b) Humildad y virtudes teologales,
c) Humildad y espí­ritu de perdón,
d) Humildad obediente,
e) Humildad y moral social.
IV. Megalomania, rostro moderno de la soberbia.
V. Educación en la humildad.

1. Introducción
Ninguna virtud ha sido tan discutida en la historia del cristianismo como la humildad. Las mayores dificultades surgieron en el perí­odo de la reforma, en el siglo pasado y a principios del nuestro por parte de los maestros de la sospecha (K. Marx, F. Nietzsche, S. Freud). Hoy es muy difí­cil comprender (nivel teórico) y vivir (nivel práctico) está virtud en un mundo en el que el hombre tiene una estima exagerada de sí­, en una búsqueda continua de autoafirmación. El anhelo atávico de la autosuficiencia y de la autonomí­a personal, favorecidos hoy por la técnica, ha llevado a muchos a adoptar una actitud de independencia de todo y de todos, incluso de Dios, y a excluir del propio horizonte la virtud de la humildad. La negación de la humildad no se da sólo en el individualismo existencialista, sino también en el colectivo fascista de ayer y marxista de hoy, donde la persona no es considerada más que como parte de un todo. Una exposición sobre la humildad moral es ipso facto un discurso sobre el hombre (antropológico), sobre Dios (teológico) y sobre la relación entre Dios y el hombre (históricosalví­fico). El hombre de hoy se pregunta por qué debe someterse como sus antepasados, por qué debe ser humilde con el prójimo si no es inferior a él en dignidad, y qué significa, en definitiva, ser humilde.

II. Aspecto histórico
I. LA HUMILDAD EN EL MUNDO GRECORROMANO. La moral de los griegos, desde Sócrates en adelante, se basaba en el principio “conócete a ti mismo”, escrito en el templo de Delfos. En la interpretación délfica, esto significaba: “recuerda que eres mortal, y no un dios”, mientras que la interpretación socrática era de carácter moral: conciencia del propio ser nada ético, del propio deficere, de ser insuficiente (N. HARTMANN Etica, 2,227). Para Aristóteles, el hombre tiene una función en el mundo según sus dotes; si en virtud de ellas tiende a las cosas grandes, es magnánimo; si a las pequeñas es modesto (Eth. IV, 7,1123b,4). Platón, al exigir del hombre que se conformara a las leyes de la justicia (Leg., 4,716) o al orden preexistente de la razón (Teet., 191a), en cierto modo enseñaba la humildad. El mundo griego no tení­a el concepto de un Dios creador y trascendente; por eso no podí­a conocer la humildad respecto a Dios. Los mismos estoicos, que aconsejaban la modestia, la paciencia, el autodominio, no tomaban en consideración la humildad respecto a Dios, debido a su visión panteí­sta dei mundo (B. HíRING, La ley de Cristo III, 78). Los Padres orientales (Orí­genes y Juan Crisóstomo) descubren en los escritos de los filósofos referencias a la virtud de la humildad, mientras que los Padres occidentales (Agustí­n y Jerónimo), al insistir en la í­ndole especí­ficamente cristiana de esta virtud, no la advierten (P. ADNES, Humilté, 1152). Luego, en el medievo, san Alberto y santo Tomás la descubrirán en los escritos de Aristóteles y de Cicerón (S. Th., II-II, q. 161, a. 4).

2. SAGRADA ESCRITURA. a) Antiguo Testamento. En el AT no se habla de humildad de Dios, sino sólo de humildad del hombre, y se la ve en el comportamiento obediente y sumiso a Dios y a los jefes del pueblo. El hombre se siente movido a la actitud humilde para con Dios por la conciencia de que es creado por él y de él depende su vida (Gén 2:7; Gén 18:27). La pobreza socio-económica lleva al israelita a una actitud religioso-moral de confianza en Dios, y no en los hombres o en los bienes materiales. La misma etimologí­a lo comprueba: los dos adjetivos ani y anah (ser bajo, plegado, inclinado) describen bien la pobreza, ya como actitud interior, ya como situación material (W. GRUNDMANN, Tapeinos,Gén 13:836; P. ADN$S, Humilté, 1144). En los libros sapienciales el término anawah pierde las connotaciones socioeconómicas, pasando a expresar sólo una actitud interior (Pro 15:33; Pro 18:22; Sir 3:17-20). El temor de Dios engendrado por la conciencia del l pecado (Sal 50), la obediencia y la sumisión a su voluntad (Sof 2:3; 2Re 22:19), el reconocimiento de los dones recibidos (Isa 6:3), la apertura a la gracia divina (Pro 3:34) y la consiguiente glorificación (1Sa 2:7; Pro 15:33) son otros tantos elementos conexos con la actitud del humilde. Hombres ejemplares por la humildad son Moisés (Núm 12:3), Abrahán (Gén 18), Jeremí­as (Jer 1), Gedeón (Jue 6), el siervo de Yhwh (Isa 53:4-10) y el mesí­as (Zac 9:9). Pruebas dolorosas, como el destierro y la consiguiente pobreza revistieron un carácter pedagógico moral (Sof 2:3; Sof 3:1113), porque a través de ellas Israel aprendí­a la humildad por un lado con las miserias, y por otro con la intervención providente de Dios (M.F. LACAN, Umiltá, 1162).

b) Nuevo Testamento. En el NT la humildad posee ya las connotaciones de una virtud moral, si bien para una definición exhaustiva habrá que esperar al pensamiento de los Padres y de los teólogos medievales. La humildad de Jesús, modelo para sus discí­pulos, nos es conocida a través de sus palabras y de su vida. Se presenta a sí­ mismo como “manso y humilde de corazón” (Mat 11:29). $u sumisión obediente a la voluntad del Padre es fruto de su amor (Jua 3:34), que se manifiesta en la renuncia a la gloria, que sin embargo le corresponde; es la humildad del que ha venido a servir y no a ser servido (Mat 20:28; Flp 2:1-2), complaciendo al Padre hasta la muerte, amando a los discí­pulos hasta lavarles los pies (Jua 13:1ss; Flp 2:8). La humildad de Jesús es expresión sublime del espí­ritu de servicio. La humildad de Marí­a, como la de Jesús, no proviene de la conciencia del pecado o de la humana debilidad, sino de la toma de conciencia de la fuerza que proviene de Dios (Luc 1:48a.52b). La humildad de los discí­pulos de Jesús tiene dos referencias: Dios y los hermanos. El cristiano debe ser humilde como su maestro, debe seguirle (Flp 2:5), y, porque se somete a él (1Pe 5:5; Stg 4:6), encuentra gracia y benevolencia ante el Señor (Stg 4:10; 1Pe 5:6). A este propósito, san Pablo exhorta a los fieles a considerar a los demás mejores que uno mismo; y san Pedro escribe: “… Dios se enfrenta a los soberbios, pero da su gracia a los humildes” (1Pe 5:5).

3. LOS PADRES DE LA IGLESIA. Orí­genes, respondiendo a las crí­ticas de Celso, según el cual los cristianos habí­an hecho indigna del hombre la humildad enseñada por Platón, afirma que ella es la raí­z de la salvación (In Jn.,1Pe 28:19) y de las virtudes, igual que la soberbia lo es de los vicios (Hom. 9 in Ez., 2). Para Orí­genes, lo que en la Biblia aparece como tapeinosis (humildad) equivale a la atuphia (ausencia de soberbia) y a la metrotes (justa medida, modestia) de los filósofos (Hom. in Lc.,1Pe 8:4-5 : SC 87, 169). Juan Crisóstomo llama a la humildad madre, raí­z y fundamento de todas las virtudes (Hom. 30 in At., 3: PG 60,261; In At 30,2: PG 60,255). San Agustí­n resume toda la vida cristiana en la antí­tesis soberbia-humildad, acentuando su carácter especí­ficamente cristiano. Toda virtud es don de Dios (De civ. Deu 1:19, Deu 1:25 : CSL 48,696). Todas las virtudes cardinales son manifestaciones de la caridad (Mor. Eccl. I, 15: PL 32,1322). La humildad es el fundamento de todo el edificio espiritual (Serm. 69,1,2: PL 38,441) y se aprende de Cristo, doctor y maestro de humildad, que la enseñó verbo et exemplo (Serm. 62,1: PL 38,415). Para Agustí­n, la humildad es el principio, el camino y la cúspide de la conversión a Dios, y está unida al conocimiento de sí­ mismo también como pecador (Tract. 25, In Ev. Jn., 6,16: PL 35, 1604; Serm. 137,4,4: PL 38,756). San Benito de Nursia, en su Regla, presenta la humildad como el fundamento, madre y maestra de toda virtud y del mismo amor. San Bernardo, en su tratado De gradibus humilitatis et superbiae, escribe así­: “Humilitas est virtus, qua homo verissima su¡ cognitione sibi ipsi vilescit” (la humildad es la virtud gracias a la cual el hombre, por medio de un verdadero conocimiento de sí­, se reputa de baja condición) (1,2: PL 182,942). Fruto de la humildad es la verdad, que es su primer grado; sucesivamente, la humildad dispone a la caridad, que es el segundo, donde el hombre al rebajarse ama al prójimo desinteresadamente; finalmente, la humildad desemboca en la contemplación de la verdad de Dios, que es el tercer grado (3,6: PL 182,944). En el primer grado obrará el Hijo, en el segundo el Espí­ritu Santo, en el tercero Dios Padre (7,20: PL 182,952).

4. SANTO ToMís. En el esquema de las virtudes de la Summa Theologiae se coloca a la humildad entre las virtudes anexas a la templanza, concretamente a la modestia. El motivo de tal colocación se debe al principio de la sistematización tomaslana, que toma en consideración no la materia ni el sujeto, sino el modo de obrar de las virtudes (In 3 Sent., 3,2,1; S. 7h., II-11, q. 164, a. 4, ad 2). La consecución de los bienes, tanto morales como espirituales, exige dos virtudes: una para frenar y moderar las aspiraciones exageradas del hombre, y es la humildad; la otra para preservar al hombre del abatimiento y estimularlo a la conquista de las cosas grandes, y es la magnanimidad (S. Th., II-II, q. 161, a. 1).

La humildad implica el conocimiento de la persona, de las capacidades naturales y sobrenaturales, para saber cuál es el puesto asignado al hombre por Dios en su plan redentor (a. 2, ad 3; a. 5). El Aquináte, aunque asigna a la humildad un puesto modesto, le atribuye un papel importante en la vida moral; siguiendo a los padres, la considera como el fundamento removens prohibens de la vida moral, capaz de eliminar la soberbia, de hacer al hombre sumiso a Dios y de disponerlo a su gracia (a. 5, ad 2). En el pensamiento de santo Tomás la humildad tiene tres puntos de referencia: hacia sí­ mismo: ateniéndose a las reglas de la recta razón, la humildad le aclara al hombre la estima exacta de las dotes propias (a. 6); hacia los demás: la humildad, que regula las relaciones con Dios, influye también en las relativas al prójimo: “la humildad propiamente se refiere… a la reverencia con que el hombre se somete a Dios… Sin embargo uno puede pensar que en el prójimo hay un bien que él no tiene, o bien que en sí­ mismo hay un mal que no encuentra en los demás; y así­ puede ponerse por debajo del prójimo” (a. 3); hacia Dios: la actitud humilde ante Dios no tiene nada que ver con la humillación: “el hombre se eleva tanto más cuanto más se somete a Dios con humildad” (a. 2, ad 2).

¿Cómo conseguir la humildad? Santo Tomás indica dos caminos: el primero y principal es la gracia, ya que la humildad, como todas las virtudes, proviene de ella como principio operativo; el segundo es el esfuerzo personal. Como todas las virtudes auténticas, la humildad es una virtud infundida por Dios (a. 5, ad 2).

5. LA HUMILDAD EN LOS MODERNOS. a) Teologí­a de la reforma. Lutero rechaza la concepción de la humildad como causa de la gracia y del mérito para la vida eterna. Coherentemente con su teologí­a sobre la justificación por medio de la fe, considera a la humildad como efecto de la justificación por medio de la fe en Jesucristo (KARL-HEINZ ZUR MirHLEN, Demut-Reformation, 474s). Calvino ve en la humildad la sí­ntesis de la vida cristiana, coflsistente en el conocimiento de sí­ y en la renuncia propia como la esencia de la penitencia proveniente de la fe de los elegidos según la predestinación (ib, 477). En la ilustración alemana se comienza a revalorizar el contenido moral de la humildad. J.L. Mosheim, A.J. Baumgarten y el mismo 1. Kant la conciben como la autovaloración de la propia dignidad interior; estima de sí­ como ser moral. Para Kant, la humildad es conciencia y sentimiento de la nulidad del propio valor moral frente a la ley; sólo la ley es término de comparación, y no otro hombre (ib, 481). Para A. Ritschl, la humildad es expresión de la perfección cristiana; estamos lejos de la concepción pietista de la humildad como abnegación y rebajamiento de sí­ (ib). W. Hermann, en la lí­nea de A. Ritschl, concibe la humildad como la vida interior que Cristo ofrece al cristianismo; como prontitud para “renunciar voluntariamente a los fines prefijados para la propia vida” y a “darse al servicio de los demás” (ib, 482).

b) Teologí­a católica. M. Scheler, en su obra de revalorización de las virtudes, tiene en la mente las objeciones formuladas por F. Nietzsche contra la virtud en general, y contra la humildad en particular. Para F. Nietzsche, la humildad es expresión del resentimiento moral de los débiles, un ideal peligroso y calumnioso para ocultar el miedo mezquino de afrontar la vida con decisión y fuerza. Scheler, realizando un análisis fenomenológico de las virtudes, presenta la humildad como la más delicada, la más misteriosa y la más hermosa de las virtudes cristianas, e incluso como la virtud cristiana por excelencia (Zur Rehabilitierung, 17ss; Das Resentiment, 88ss). En la teologí­a católica, tanto espiritual como moral, la humildad ha tenido siempre un puesto. Es más, desde hace unos decenios asistimos a un intento de “promoción” de la humildad. En D. Lbttin, la humildad y la obediencia están unidas a la virtud de religión (Morale Fond, 22), y B. Háring la concibe como una auténtica virtud cardinal cristiana (La ley de Cristo III, 78). Nosotros estamos de acuerdo con T.S. Centi, que, respondiendo a los teólogos católicos que en sus teologí­as promueven la humildad, escribe: “En el fondo, tenemos el habitual error de perspectiva; se confunde la nobleza de la virtud con su formalidad. Pero es preciso insistir con santo Tomás en que se rectifiquen tales perspectivas, si queremos salvar el orden lógico de la moral cristiana, dándole un orden sistemático verdaderamente razonable” (La Somma Teologica, 21,17).

III. Aspecto sistemático
1. SENTIDO MORAL. a) Concepciones erróneas de la humildad. Varias e insidiosas han sido las objeciones formuladas contra la virtud de la humildad en el curso de los siglos. Se reaccionaba preferentemente contra la concepción pasiva y estática de la naturaleza humana -que tení­a su expresión religioso-moral en el quietismo de M. Molinos (P. POURRAT, Quiétisme, en DthC 15, 1454-1565) y en el jansenismo francés-, según el cual la humildad era pasividad, no sólo en la experiencia religiosa, sino también en la moral; sumisión a la injusticia y al poder; resignación a la propia condición de vida; servilismo indigno del hijo de Dios; renuncia a los propios derechos humanos y cristianos, y, finalmente, cierre individualista en sí­ mismo. Más tarde P. de Bérulle (j’ 1629), J. Eudes ( j’ 1680), N. Malebranche (j’ 1715) y otros concibieron la humildad como “aniquilamiento”, “abnegación” (P. ADNES, Humilité, 1177-78). Finalmente, en nuestros dí­as, J. Pieper, al afirmar que la humildad no es una actitud de autolesión, de rebajamiento del propio ser y de la propia actividad, vuelve a colocar en una justa perspectiva la problemática (Sulla temperat:za, 85-86).

b) Conocimiento de sí­: regla directiva de la humildad. En el curso de los siglos se ha estimado que la humildad estaba dirigida por el conocimiento, por la voluntad o por un sentimiento interior. La regla directiva de la humildad consiste en el conocixpienta de sí­, y se la encuentra en el axioma de Sócrates y de los estoicos “conócete a ti mismo”, y sucesivamente en el de san Agustí­n y de la mí­stica cristiana, para los cuales la humildad consiste en andar según la verdad (SANTA TERESA, Morada 6, C. lO; SANTA CATALINA DE SIENA, 11 Dialogo IV, 7); san Bernardo distinguió la “humllitas veritatis et affectionis” (Sermo 42 in Cn. 6: PL 183, 990), y san Buenaventura la “humilitas veritatis et severitatis” (De perfectione evangelica, 5,123): la primera nace de la conciencia de la condición de criatura, la segunda de la conciencia de pecado. El conocimiento de sí­ y del puesto propio en el mundo creado y salvado por Dios es la norma de la humildad consigo mismo, respecto al mundo, respecto a los demás y respecto a Dios (S. Th., II-II, q. 161, a. 5, ad 2).

c) Dignidad humana y cristiana: fundamento de la humildad. Comúnmente se ve el origen de la humildad en la bajeza. Ya Sócrates fundaba la modestia en la insuficiencia de sí­ (N. HARTMANN, Etica, 2,227), y los estoicos en el “sensum propnae vacuitatis” (SAN ALBERTO MAGNO, In Eth. IV, 2,2,296). En el AT y en el NT la conciencia de la dependencia del hombre como criatura y como pecador es el motivo fundamental de la actitud humilde. San Agustí­n, santo Tomás y la teologí­a cristiana se colocaron en esta lí­nea. La conciencia de la propia inconsistencia y debilidad fue luego influenciada por la teologí­a protestante. Un doble conocimiento está en el origen de la humildad: el de nuestra condición de criaturas y el de la culpa por los pecados. Pero esos elementos definen el aspecto negativo de esta virtud. Para una concepción positiva e integral hay que tener presente un aspecto esencial ulterior: el reconocimiento de la dignidad de la naturaleza humana y de la gracia. El hombre creado por Dios y salvado por Cristo por la gracia del Espí­ritu Santo no puede dejar de reconocer la gratuidad de todos los dones recibidos: los dones de la inteligencia y de la libertad, de la gracia y de todas las virtudes con ella conexas. Justamente la conciencia de ser una “nada” moral a pausa de la propia infidelidad, pero igualmente la conciencia de haber recibido la semejanza con Dios y con Cristo, forman el rostro de la auténtica virtud cristiana de la humildad.

d) Humildad, sus actos y sus propiedades. La humildad es la virtud moral que consiste en tener de sí­ mismos aquella estima y respeto que corresponden a la verdad de la propia configuración en el mundo creado y salvado por Dios, en la óptica de la elevación a hijos de Dios, pero siempre perfectibles. Es una virtud que no excluye el gozo y la satisfacción de los bienes que se poseen, con tal de que no se los atribuya a uno mismo, sino a Dios, dador de todo bien. En virtud de esto podemos enumerar cuatro actos principales de humildad: dar gracias al Señor y a los demás por el bien recibido y no fomentar rencor por la ingratitud humana; saber recibir con gratitud el bien de los demás, reconociendo la propia indigencia de bien, de verdad, etc.; saber dar el bien y saber darse a sí­ mismo a los demás; pedir perdón al Senot y al prójimo por el mal hecho y perdonar a nuestra vez.

La humildad posee dos aspectos: a través del negativo -que pone el acento en la conciencia del pecado y de la consiguiente sanción- el hombre soporta las humillaciones y las dificultades que no ahorra la vida; en cambio, a través del aspecto positivo -que subraya la dignidad humana y cristiana- el hombre es inducido a ser más generoso en dar y más agradecido en recibir.

e) Humildad como espí­ritu de servicio. El humilde se da siempre a sí­ mismo en los dones que otorga, lo cual es la actitud de Jesús: “El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos” (Mat 20:28). Semejante espí­ritu de servicio no es más que manifestación del amor don, de que habla el Vat. II: “El hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha ardo por si misma, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí­ mismo a los demás” (GS 24). En estas palabras se resumen la tendencia del hombre a la autorrealización personal (encontrarse plenamente) y el modo de obtenerla (a través del don desinteresado de sí­), o sea, el espí­ritu de servicio. La humildad como espí­ritu de servicio repercute en beneficio de la comunidad entera y no sólo de la autorrealización personal; por eso es indispensable que los miembros de la comunidad cristiana, viviendo el uno para el otro, tengan una actitud interior de servicio (W. GRUNDMANN, Tapeinos, 885-886).

f) Humildad magnánima del compromiso. No es cierta la afirmación de W. Schütz, según el cual santo Tomás resuelve el problema de la relación entre la magnanimidad y la humildad mediante la relación entre la naturaleza (magnanimidad aristotélica) y la supernaturaleza evangélica (humildad) (Demut, 58). Para santo Tomás estas dos virtudes no se contraponen, sino que se completan recí­procamente (S. Th., II-II q. 129, a. 3, ad 4; q. 161, a. 1). En efecto, la aspiración a la autorrealización mediante el don desinteresado de sí­, si no está sostenida por la aspiración a las cosas grandes, falla. Si un justo orgullo sin la humildad corre el riesgo de deslizarse hacia la presunción y la vanidad, la humildad sin un justo orgullo se convierte en abyección, falta de dignidad e hipocresí­a (N. HARTMANN, Etica, 2,289). La humildad permite reconocer con gratitud que esta fuerza es un don de Dios, y la magnanimidad induce a dedicarla a la construcción del mundo personal y social. No existe un término apto para designar la relación entre humildad y magnanimidad; por eso la formulamos con el binomio humildad magnánima y magnanimidad humilde.

2. SENTIDO TEOLí“GICO DE LA HUMILDAD. a) Humildad y justificación. En la historia del cristianismo han sido dos las posiciones respecto a la relación entre la humildad y la gracia de la justificación: la humildad es conditio sine qua non de la justificación (1Pe 5:5 : “Dios se enfrenta a los soberbios, pero da su gracia a los humildes”); la humildad es fruto de la justificación. La primera posición está representada generalmente por los Padres y por la teologí­a católica; la segunda, por la teologí­a protestante. La humildad, según la concepción católica, le permite al hombre abrirse a la acción de Dios; es el fundamento removens prohibens de la justificación (S.Th., II-II, q. 161, a. 5, ad 2). Para la teologí­a protestante, en cambio, la gracia está en la base de todas las virtudes, y por consecuencia la humildad es su efecto y expresión vital (KARL-HEINZ ZUR MÜHLEN, Demut, 476). La conciliación de estas dos tendencias se encuentra en san Pablo: “Pues es Dios el que obra en vosotros el querer y el obrar según su voluntad” (Flp 2:13). Por eso lo que santo Tomás dice de la humildad como predisposición del hombre a tener acceso a los bienes espirituales y divinos y como virtud infusa, se debe encuadrar en la perspectiva unitaria del orden de la salvación (a. 5, ad 4). Existe la humildad inicial como condición y predisposición (es la actitud del publicano) suscitada por la gracia divina, o al menos por la gracia actual; y existe la humildad perfecta como efecto y resultado de la gracia.

b) Humildad y virtudes teologales. La relación entre la humildad y las /virtudes teologales es similar a la que existe entre la humildad y la gracia de justificación. Tanto en los Padres como en los teólogos modernos, las mismas expresiones designan también la relación humildad-virtudes teologales; la primera es fruto de las segundas, y también condición y fundamento de todas las virtudes. Tal relación no impide, sin embargo, que exista una dialéctica, sobre todo entre humildad y virtudes teologales, por una parte, y elemento “divino” y elemento “humano” en las virtudes, por otra. Lo mismo para san Agustí­n que para san Buenaventura (y luego para la teologí­a protestante), la humildad se funda en la fe (De perfectione vitae II). Para B. Háring, la humildad es expresión de fe, esperanza y caridad por una parte, y condición suya por otra (La ley de Cristo III, 82-89). A1 principio, el humilde acepta la ley que Dios le ofrece por medio de la fe, la confianza en la ayuda divina por medio de la esperanza y la unión con Dios por medio de la caridad; pero luego la plenitud y la madurez de las virtudes teologales hacen brotar la perfecta humildad.

c) Humildad y espí­ritu de perdón. Uno de los actos de humildad, como se ha dicho anteriormente, es pedir perdón y perdonar. Ejemplos de ello son el hilo pródigo de la parábola evangélica, que, al volver a casa, se dirige al padre con estas palabras: “He pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo” (Luc 15:21), y el publicano que dice: “Oh Dios, ten compasión de mí­, pecador” (Luc 18:13). La oración del publicano se inspira en el Sal 51: “Ten compasión, oh Dios, cancela mi pecado”; y: “un corazón contrito y humillado, tú, oh Dios, no lo desprecias” (vv. 9 y 19). Así­ como el hombre cae en pecado a causa de su soberbia, así­ se eleva por medio de la humildad (G. CASIANO, Institutiones XII,Luc 8:1 : SC 109,460). La actitud humilde, el reconocimiento de ser pecador y la confianza en la ayuda de Dios son ya causados por la gracia, al menos actual; pero el mérito del hijo pródigo y del publicano consiste en haber secundado la obra de la gracia, dejándose guiar por ella hasta lograr el perdón de los pecados, la infusión de la gracia habitual y la plenitud de la verdadera virtud cristiana de la humildad.

d) Humildad obediente. La experiencia de la dependencia de los otros (padres, maestros, superiores de cualquier clase) jalona cada uno de los momentos de nuestra vida. Así­ llega el hombre a la conclusión de que “no es Dios ni es como Dios” (J. PIEPER, Sulla temperanza, 90). Pero en su vida hay sitio para la dependencia obediente, que -según santo Tomás- brota de la sumisión a Dios (S.Th., II-11, q. 161, a. 3, ad 1). Por eso la obediencia a los otros no ha de ser fruto solamente de los ví­nculos sociales, sino que debe originarse de la dependencia de Dios y del amor al Señor (I Pe 2,13).

e) Humildad y moral social. La persona humilde siente la responsabilidad hacia la comunidad y el bien común. “La profunda y rápida transformación de la vida exige con suma urgencia que no haya nadie que, por despreocupación frente a la realidad o por pura inercia, se conforme con una ética meramente individualista” (GS 30). El humilde no puede ser ni esclavo del mundo, envileciendo su dignidad y abdicando de su grandeza (JUAN PABLO II, Redemptor hominis, 16), ni tirano arrogante e insensible a las exigencias del equilibrio natural del mundo; debe esforzarse por ser humilde administrador en nombre de Dios, que es el único señor de todos y de todo lo creado (Gén 1:28). El hombre forma parte del mundo, y al mismo tiempo, lo trasciende; por tanto, la superioridad que le permite someter la naturaleza para satisfacer sus necesidades no le consiente despreciarla y explotarla indiscriminadamente. La humildad como espí­ritu de entrega y de servicio empuja al hombre a combatir los males de la condición humana de cualquier tipo: económicos, polí­ticos, culturales, nacionales e internacionales, y no le permite permanecer pasivo e inoperante. Así­ pues, aun siendo la humildad una realidad moral de la persona, están ligadas a ella responsabilidades sociales y comunitarias que no pueden quedar desatendidas (RADLER, DemutEtisch, 486).

IV. Megalomaní­a, rostro moderno de la soberbia
La soberbia es la pretensión del hombre de tener autonomí­a absoluta sobre el bien y sobre el mal. Tendencia ya presente en los orí­genes de la humanidad, no consiste en el deseo de ser “grandes”, sino en jactarse de conseguir esa grandeza con las propias fuerzas. Se presenta bajo varias formas, siendo las más graves los vicios contra las virtudes teologales: la negativa a creer, esperar y amar; las menos graves son el exagerado cuidado de sí­ mismo, la susceptibilidad, el desprecio de la vida ajena, atribuirse virtudes que no se poseen, ufanarse de las que se poseen, subestimar la bondad de los demás o exagerar sus defectos… La soberbia aleja de la verdad; santo Tomás observa que los soberbios pierden la relación afectiva con la verdad: “al complacerse en su excelencia, desprecian el valor de la verdad” (S. Th., II-II, q. 162, a. 3, ad 1). D. Bonhöffer añade: “Existe una verdad satánica. Su naturaleza consiste esencialmente en negar todo lo que es real, adoptando las apariencias de la verdad. Vive del odio contra la realidad, contra el mundo que Dios ha creado y amado… La verdad de Dios juzga lo creado por amor; en cambio, la verdad de Satanás lo hace por envidia y por odio” (Etica, 261). El hombre dominado por la soberbia raramente alaba, le gusta criticar, difí­cilmente pide y más difí­cilmente aún agradece y casi nunca reconoce su culpabilidad. La ética laica de hoy no conoce la humildad, y por lo tanto tampoco la soberbia; habla sólo de megalomaní­a, que coincide con la soberbia si es una actitud interior, y con la vanidad si es una actitud exterior.

V. Educación en la humildad
La conditio sine qua non de la educación en la humildad cristiana es la presentación í­ntegra de ella. El educador debe afinar la sensibilidad del educando a los dones divinos naturales y sobrenaturales y guiarlo al conocimiento de sus propios defectos y pecados. Debe enseñar a orar pidiendo perdón y dando gracias, porque en la oración personal y comunitaria es donde se infunden los actos propios de la auténtica humildad cristiana. El educador debe sacar a la luz el mal para combatirlo, pero más aún debe premiar y alabar el bien para evitar el predominio del aspecto negativo. Es preciso que la educación en la humildad cristiana se base en la evidencia de la total dependencia de Dios en todas las dimensiones de la vida presentada en la perspectiva de la historia de la salvación, que tiene su punto central en Cristo y su realización en la Iglesia por medio del Espí­ritu Santo.

[l Educación moral; l Fortaleza; l Prudencia; l Virtud; l Virtudes teologales].

BIBL.: AI)NES P., Humilité, en “DSp”7 (1968) 1136-1187; BONHtSFFEa D., Etica, Estela, Barcelona 1968 DOLHAGARAY B., Humilité, en “DThC” 7 (1927) 322-329; GRUNDMANN W., Tapeinos, en “GLNT” 13 (1981) 823-892; HXRING B., La ley de Cristo III, Herder, Barcelona 1973; HARTMATIN N., Etica, Guida, Nápoles 1970; KARL-HEIN,ZZUaMOHLEN Demut-ReformationNeuzeit, en Theologische Realenzyklopüdie, t. 8, Walter de Gruyter, Berlí­n 1981, 474-483; LACAN M.F., Umiltá, en Dizionario di teologí­a bí­blica, Marietti, Turí­n 1965, 1161-I 164; LorrIrr O., Mórale jondamentale, Desclée, Parí­s 1954; MorrctLLO D., Humildad, en Nuevo diccionario de espiritualidad, Paulinas, Madrid 1991′, 913-924; I’IEPEa J., Sulla temperanza, Morcelliana, Brescia 1965; PRZYWARA E., Humildad, paciencia y amor, Herder, Barcelona 1964 RADLER A., Demut-Ethisch, en Theologische Realenziklopüdie, t. 8, 483488; SCHELER M., Zur Rehabilitierung der Tugend. Die Demut, en Vom Umsturz der Werte, Francke Verlag, Berna 19554, 17-26; In, Das Ressentiment im Aufbau der Moralen, ib, 35-147; ScHürz W., Demut, en Historisches Wtirterbuch der Philosophie, t. 2, Swabe und C. Verlag, Basilea-Stutgart 1972, 57-59.

E. Kaczynski

Compagnoni, F. – Piana, G.- Privitera S., Nuevo diccionario de teologí­a moral, Paulinas, Madrid,1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Moral

Virtud contrapuesta al orgullo o la arrogancia. No es debilidad, sino una disposición mental que agrada a Jehová.
En las Escrituras Hebreas la palabra †œhumildad† se deriva de una raí­z (`a·náh) que significa †œafligido; humillado; oprimido†. Las palabras derivadas de esta raí­z se han traducido de varias maneras: †œhumildad†, †œmansedumbre†, †œaflicción†, etc. Otros dos verbos hebreos que tienen que ver con la †œhumildad† son ka·ná` (literalmente, †œsometer[se]†) y scha·fél (literalmente, †œser o hacerse bajo†). En las Escrituras Griegas Cristianas, la palabra ta·pei·no·fro·sý·ne, que procede de las palabras ta·pei·nó·o, †œhumillar†, y fren, †œmente†, se traduce †œhumildad† y †œhumildad mental†.
Para ser humildes tenemos que razonar sobre nuestra relación personal con Dios y con nuestro semejante según se indica en la Biblia, y luego poner en práctica los principios aprendidos. La palabra hebrea hith·rap·pés, que se traduce †œhumí­llate†, significa literalmente †œpisotéate†. Expresa muy bien la acción a la que hace referencia el sabio en Proverbios: †œHijo mí­o, si has salido fiador por tu semejante, […] si has sido cogido en un lazo por los dichos de tu boca, […] has caí­do en la palma de la mano de tu semejante: Ve y humí­llate [pisotéate], e inunda con importunaciones a tu semejante. […] Lí­brate†. (Pr 6:1-5.) En otras palabras: echa a un lado tu orgullo, reconoce tu error, endereza los asuntos y busca perdón. Jesús exhortó a que las personas se humillasen delante de Dios como si fueran un niño, y que en vez de tratar de ser prominentes, ministrasen o sirviesen a sus hermanos. (Mt 18:4; 23:12.)
También se aprende humildad cuando se pasa por una experiencia que hace humillar el espí­ritu. Jehová dijo a Israel que los habí­a humillado haciéndolos vagar cuarenta años por el desierto a fin de ponerlos a prueba para ver lo que habí­a en su corazón, y para hacerles saber que †œno solo de pan vive el hombre, sino que de toda expresión de la boca de Jehová vive el hombre†. (Dt 8:2, 3.) Sin duda muchos de los israelitas se beneficiaron de esta dura experiencia y se hicieron más humildes debido a ella. (Compárese con Le 26:41; 2Cr 7:14; 12:6, 7.) Si una persona o una nación rehúsa humillarse o aceptar disciplina humillante, a su debido tiempo sufrirá humillación. (Pr 15:32, 33; Isa 2:11; 5:15.)

Le agrada a Dios. La humildad tiene un gran valor a los ojos de Jehová. Aunque Dios no le debe nada a la humanidad, debido a su bondad inmerecida está dispuesto a mostrar misericordia y favor a los que se humillan delante de El. Esas personas muestran que no confí­an o se jactan en sí­ mismos, sino que buscan a Dios y desean hacer su voluntad. Como dijeron los escritores cristianos inspirados Santiago y Pedro, †œDios se opone a los altivos, pero da bondad inmerecida a los humildes†. (Snt 4:6; 1Pe 5:5.)
Jehová oye incluso a aquellos que en el pasado han practicado vilezas, si verdaderamente se humillan delante de El y le ruegan que les extienda su misericordia, El los oye. Al promover la adoración falsa en el paí­s, el rey Manasés de Judá sedujo a los habitantes de Judá y Jerusalén †œpara que hicieran peor que las naciones que Jehová habí­a aniquilado de delante de los hijos de Israel†. Sin embargo, después que Jehová permitió que Manasés fuese llevado cautivo al rey de Asiria, †œsiguió humillándose mucho a causa del Dios de sus antepasados. Y siguió orando a El, de modo que El se dejó rogar por él y oyó su petición de favor y lo restauró en Jerusalén a su gobernación real; y Manasés llegó a saber que Jehová es el Dios verdadero†. Así­ fue como Manasés aprendió la humildad. (2Cr 33:9, 12, 13; compárese con 1Re 21:27-29.)

Da la guí­a debida. El que se humilla delante de Dios puede esperar que El lo guí­e y ayude. Sobre Esdras recayó la difí­cil tarea de dirigir el viaje de regreso de Babilonia a Jerusalén de más de 1.500 hombres, sin contar a los sacerdotes, los netineos, las mujeres y los niños. Además, llevaban consigo una gran cantidad de oro y plata para hermosear el templo de Jerusalén. Necesitaban protección en el viaje, pero Esdras no quiso pedir al rey de Persia una escolta militar, lo que hubiera significado ampararse en el poder humano, máxime cuando anteriormente le habí­a dicho: †œLa mano de nuestro Dios está sobre todos los que lo buscan para bien†. Por lo tanto, proclamó un ayuno para que el pueblo se humillase delante de Jehová. Pidieron ayuda a Dios, y El los escuchó y protegió de las emboscadas, de modo que pudieron realizar el viaje sin incidentes. (Esd 8:1-14, 21-32.) Dios favoreció a Daniel, mientras este estaba en el exilio en Babilonia, enviándole un ángel con una visión debido a que se habí­a humillado ante El en su búsqueda de guí­a y entendimiento. (Da 10:12.)
La humildad guiará a la persona por la senda verdadera y le traerá gloria, puesto que Dios es el que ensalza y abate. (Sl 75:7.) †œAntes de un ruidoso estrellarse el corazón del hombre es altanero, y antes de la gloria hay humildad.† (Pr 18:12; 22:4.) Por lo tanto, el que por su altivez busca prestigio fracasará, como le sucedió al rey Uzí­as de Judá, que se ensoberbeció y usurpó los deberes sacerdotales: †œTan pronto como se hizo fuerte, su corazón se hizo altivo aun hasta el punto de causar ruina, de modo que actuó infielmente contra Jehová su Dios y entró en el templo de Jehová para quemar incienso sobre el altar del incienso†. Cuando se enfureció con los sacerdotes porque lo corrigieron, se le hirió con lepra. (2Cr 26:16-21.) La falta de humildad descarrió a Uzí­as para su propia perdición.

Es una ayuda en tiempo de adversidad. La humildad es de gran ayuda al enfrentarse al desafí­o de la adversidad. Si sobreviene calamidad, la humildad ayuda a aguantar y perseverar, así­ como a continuar sirviendo a Dios. El rey David pasó por muchas adversidades. Fue perseguido como un proscrito por el rey Saúl. Pero nunca se quejó de Dios ni se ensalzó a sí­ mismo por encima del ungido de Jehová. (1Sa 26:9, 11, 23.) Cuando pecó contra Jehová debido a sus relaciones con Bat-seba, y Natán, el profeta de Dios, le censuró con gran firmeza, David se humilló delante de Dios. (2Sa 12:9-23.) Más tarde, cuando cierto benjamita llamado Simeí­ empezó a invocar el mal sobre David públicamente, y su oficial Abisai quiso matarlo por haber sido tan irrespetuoso con el rey, David demostró humildad. Respondió a Abisai: †œMiren que mi propio hijo, que ha salido de mis mismas entrañas, anda buscando mi alma; ¡y cuánto más ahora un benjaminita! […] Quizás vea Jehová con su ojo, y Jehová realmente me restaure el bien en vez de su invocación de mal este dí­a†. (2Sa 16:5-13.) Después David censó al pueblo en contra de la voluntad de Jehová. El relato lee: †œY el corazón de David empezó a darle golpes después de haber contado así­ al pueblo. Por consiguiente, David dijo a Jehová: †˜He pecado muchí­simo en lo que he hecho […] he obrado muy tontamente†™†. (2Sa 24:1, 10.) Aunque fue castigado, siguió siendo rey; su humildad le permitió recobrar el favor de Jehová.

Una cualidad de Dios. Jehová Dios dice de sí­ mismo que es humilde. No se trata de que sea inferior en algo ni de que deba sumisión a nadie. Su humildad radica en que ejerce misericordia y gran compasión para con los humildes pecadores. El que hasta se interese en los pecadores y haya provisto a su Hijo como sacrificio por los pecados de la humanidad es una expresión de su humildad. Jehová Dios ha permitido la iniquidad durante unos seis mil años, así­ como que la humanidad viniese a la existencia a pesar de que su padre Adán habí­a pecado. Por su bondad inmerecida, mostró misericordia a la descendencia de Adán, dándoles la oportunidad de alcanzar la vida eterna. (Ro 8:20, 21.) Todo ello pone de manifiesto la humildad de Dios, junto con sus otras excelentes cualidades.
El rey David vio y apreció esta cualidad en la bondad inmerecida que Dios ejerció con él. Después que Jehová le habí­a librado de la mano de todos sus enemigos, cantó: †œTú me darás tu escudo de salvación, y tu humildad es lo que me hace grande†. (2Sa 22:36; Sl 18:35.) Aunque Jehová se sienta en su lugar ensalzado en los más altos cielos y con la máxima dignidad, sin embargo, puede decirse: †œ¿Quién es como Jehová nuestro Dios, aquel que está haciendo su morada en lo alto? Está condescendiendo en tender la vista sobre cielo y tierra, y levanta al de condición humilde desde el polvo mismo; ensalza al pobre del mismí­simo pozo de cenizas, para hacer que se siente con nobles, con los nobles de su pueblo†. (Sl 113:5-8.)

La humildad de Jesucristo. Cuando Jesucristo estuvo en la Tierra, puso el mejor ejemplo de humildad como siervo de Dios. La noche antes de su muerte se ciñó con una toalla, y lavó y secó los pies de cada uno de sus doce apóstoles, un servicio que acostumbraban a efectuar los criados y los esclavos. (Jn 13:2-5, 12-17.) El habí­a dicho a sus discí­pulos: †œEl que se ensalce será humillado, y el que se humille será ensalzado†. (Mt 23:12; Lu 14:11.) El apóstol Pedro, que estuvo presente esa noche, recordó el excelente ejemplo que puso Jesús de vivir de acuerdo con sus palabras. Más tarde aconsejó a sus compañeros creyentes: †œTodos ustedes cí­ñanse con humildad mental los unos para con los otros […]. Humí­llense, por lo tanto, bajo la poderosa mano de Dios, para que él los ensalce al tiempo debido†. (1Pe 5:5, 6.)
El apóstol Pablo estimula a los cristianos a tener la misma actitud mental que tuvo Jesucristo. Llama la atención a la elevada posición que tení­a el Hijo de Dios en su existencia prehumana con su Padre Jehová en los cielos, y a que estuvo dispuesto a despojarse a sí­ mismo tomando la forma de esclavo para llegar a ser semejante a los hombres. Pablo añade: †œMás que eso, al hallarse [Jesús] a manera de hombre, se humilló y se hizo obediente hasta la muerte, sí­, muerte en un madero de tormento†. Las palabras de Jesús en cuanto a la recompensa que recibe el que se humilla resultaron absolutamente veraces en su propio caso, puesto que el apóstol añade: †œPor esta misma razón, también, Dios lo ensalzó a un puesto superior y bondadosamente le dio el nombre que está por encima de todo otro nombre†. (Flp 2:5-11.)
Pero es aún más sobresaliente el hecho de que aunque Cristo goza de una posición tan ensalzada, cuando ejerza †˜toda autoridad en el cielo y sobre la tierra†™ para llevar a cabo la voluntad de Dios respecto a la Tierra (Mt 28:18; 6:10), al final de su reinado de mil años su humildad no habrá cambiado. Por eso las Escrituras dicen: †œPero cuando todas las cosas le hayan sido sujetadas, entonces el Hijo mismo también se sujetará a Aquel que le sujetó todas las cosas, para que Dios sea todas las cosas para con todos†. (1Co 15:28.)
Jesucristo dijo de sí­ mismo: †œSoy de genio apacible y humilde de corazón†. (Mt 11:29.) Cuando se presentó a la gente de Jerusalén como su rey, cumplió la profecí­a que decí­a de él: †œÂ¡Mira! Tu rey mismo viene a ti. Es justo, sí­, salvado; humilde, y cabalga sobre un asno, aun sobre un animal plenamente desarrollado, hijo de un asna†. (Zac 9:9; Jn 12:12-16.) Cuando desde su ensalzada posición celestial ataca a los enemigos de Dios, se le da proféticamente el mandato: †œEn tu esplendor sigue adelante al éxito; cabalga en la causa de la verdad y la humildad y la justicia†. (Sl 45:4.) Por lo tanto, los que son humildes pueden regocijarse aunque hayan sufrido quebranto y maltrato a manos de personas orgullosas y altaneras, ya que pueden derivar consuelo de las palabras: †œBusquen a Jehová, todos ustedes los mansos de la tierra, los que han practicado Su propia decisión judicial. Busquen justicia, busquen mansedumbre. Probablemente se les oculte en el dí­a de la cólera de Jehovᆝ. (Sof 2:3.)
Las palabras de Jehová a Israel antes de la destrucción de Jerusalén advirtieron y consolaron a los humildes, pues El dijo que actuarí­a en favor suyo a su debido tiempo: †œEntonces removeré de en medio de ti a los tuyos que altivamente se alborozan; y nunca más serás altiva en mi santa montaña. Y ciertamente dejaré permanecer en medio de ti un pueblo humilde y de condición abatida, y realmente se refugiarán en el nombre de Jehovᆝ. (Sof 3:11, 12.) La humildad verdaderamente resultará en la salvación de muchos, tal como está escrito: †œA la gente humilde la salvarás; pero tus ojos están contra los altivos, para rebajarlos†. (2Sa 22:28.) De modo que tenemos la seguridad de que el rey Jesucristo, que cabalga en la causa de la verdad, de la humildad y de la justicia, salvará a su pueblo, que se humilla ante él y ante su Padre, Jehová.

Los cristianos deben cultivar la humildad. Después que el apóstol Pablo aconseja a sus compañeros cristianos que se vistan de la nueva personalidad que †œva haciéndose nueva según la imagen de Aquel que la ha creado†, dice: †œDe consiguiente, como escogidos de Dios, santos y amados, ví­stanse de los tiernos cariños de la compasión, la bondad, la humildad mental, la apacibilidad y la gran paciencia†. (Col 3:10, 12.) Citando del excelente ejemplo de Cristo, les exhorta a considerar †œcon humildad mental que los demás [siervos de Dios] son superiores a [ellos]†. (Flp 2:3.) De nuevo hace el llamamiento: †œEstén dispuestos para con otros del mismo modo como lo están para consigo mismos; no tengan la mente puesta en cosas encumbradas, sino déjense llevar con las cosas humildes. No se hagan discretos a sus propios ojos†. (Ro 12:16.)
En esta misma lí­nea Pablo dice a los cristianos de la ciudad de Corinto: †œPorque, aunque soy libre respecto de toda persona, me he hecho el esclavo de todos, para ganar el mayor número de personas. Y por eso a los judí­os me hice como judí­o, para ganar a judí­os; a los que están bajo ley me hice como bajo ley, aunque yo mismo no estoy bajo ley, para ganar a los que están bajo ley. A los que están sin ley me hice como sin ley, aunque yo no estoy sin ley para con Dios, sino bajo ley para con Cristo, para ganar a los que están sin ley. A los débiles me hice débil, para ganar a los débiles. Me he hecho toda cosa a gente de toda clase, para que de todos modos salve a algunos†. (1Co 9:19-22.) Se necesita verdadera humildad para hacer esto.

Obra en favor de la paz. La humildad promueve la paz. La persona humilde no lucha contra sus hermanos cristianos para defender sus supuestos †œderechos† personales. El apóstol razonó que aunque tení­a libertad para hacer todas las cosas, harí­a solo lo que fuera edificante, y si algo en particular molestaba la conciencia de un hermano, dejarí­a de hacerlo. (Ro 14:19-21; 1Co 8:9-13; 10:23-33.)
También requiere humildad el mantener la paz poniendo en práctica el consejo de Jesús de perdonar a los demás los pecados que cometan contra nosotros. (Mt 6:12-15; 18:21, 22.) Cuando alguien ofende a otra persona, supone una prueba para su humildad obedecer el mandato de dirigirse al ofendido y admitir el error pidiendo perdón (Mt 5:23, 24), y en el caso de que sea el ofendido el que se dirige al ofensor, solo el amor y la humildad podrán mover al ofensor a reconocer su error y a actuar inmediatamente para enderezar los asuntos. (Mt 18:15; Lu 17:3; compárese con Le 6:1-7.) No obstante, la paz que tal humildad produce tanto al individuo como a la organización sobrepasa cualquier sentimiento de humillación; además, esa acción humilde desarrolla y fortalece en la persona la excelente cualidad de la humildad.

Esencial para la unidad de la congregación. La humildad ayudará al cristiano a estar contento con lo que tiene y a mantener el gozo y el equilibrio. La interdependencia de la congregación cristiana, según lo ilustró el apóstol en 1 Corintios, capí­tulo 12, se basa en la obediencia, la humildad y la sumisión al orden teocrático. Por lo tanto, aunque a los varones de la congregación se les dice: †œSi algún hombre está procurando alcanzar un puesto de superintendente, desea una obra excelente†, también se les recuerda que no busquen ambiciosamente un puesto de responsabilidad, como, por ejemplo, el de ser maestros de la congregación, puesto que estos †œ[recibirán] juicio más severo†. (1Ti 3:1; Snt 3:1.)
Todos, tanto hombres como mujeres, deberí­an ser sumisos a los que llevan la delantera y esperar que Jehová les dé cualquier nombramiento o asignación de servicio, puesto que de El procede el nombramiento. (Sl 75:6, 7.) Tal como dijeron algunos de los levitas, hijos de Coré: †œHe escogido estar de pie al umbral en la casa de mi Dios más bien que ir de acá para allá en las tiendas de la iniquidad†. (Sl 84:10.) Lleva tiempo desarrollar tal humildad verdadera. Cuando las Escrituras enumeran de aquellos a quienes se nombrarí­a para el puesto de superintendente, especifican que no deberí­a nombrarse a nadie recién convertido, †œpor temor de que se hinche de orgullo y caiga en el juicio pronunciado contra el Diablo†. (1Ti 3:6.)

Humildad falsa. A los cristianos se les advierte que su humildad no sea solo superficial, para que no lleguen a estar †œ[hinchados] sin debida razón por su disposición de ánimo carnal†. El que es verdaderamente humilde no pensará que el Reino de Dios o la entrada en él tiene que ver con lo que come o bebe, o con lo que evita comer o beber. La Biblia indica que uno puede comer y beber, o bien abstenerse de tomar ciertas cosas si cree que debe hacerlo debido a su salud o su conciencia. No obstante, si alguien piensa que se gana el favor de Dios siguiendo o abandonando determinadas prácticas como el comer, beber o tocar ciertas cosas, u observar ciertos dí­as religiosos, no se da cuenta de que dichas prácticas tienen †œuna apariencia de sabidurí­a en una forma autoimpuesta de adoración y humildad ficticia, un tratamiento severo del cuerpo; pero no son de valor alguno en combatir la satisfacción de la carne†. (Col 2:18, 23; Ro 14:17; Gál 3:10, 11.)
La falsa humildad en realidad puede resultar en que el individuo se haga altivo, puesto que puede llegar a pensar que es justo debido a sus propios méritos, o puede sentir que lleva a cabo sus fines, sin darse cuenta de que no puede engañar a Jehová. Si se hace altivo, con el tiempo será humillado de una manera que no le gustará. Será abatido, y cabe la posibilidad de que sea para su propia destrucción. (Pr 18:12; 29:23.)

Fuente: Diccionario de la Biblia

I. Escritura
1. Antiguo Testamento
Puesto que Yahveh como Dios creador ha dado al hombre su existencia y lo conserva en ella, puesto que Yahveh es también el Señor de la historia y del pueblo judí­o y de cada hombre, y puesto que él, como donador y don de la salvación escatológica, garantiza el sentido de la historia de su pueblo escogido, de cada individuo y de la humanidad entera; consecuentemente la actitud adecuada frente a Dios sólo puede ser la h. Por eso la h. es una de las propiedades fundamentales del devoto del AT: Gén 32, 11; Núm 12, 3 (“Moisés era hombre muy humilde, el más manso de cuantos moraban sobre la tierra”), y los profetas incitan constantemente a una actitud humilde ante Yahveh, para que su ira no caiga sobre Israel (Am 6, 8; Jer 13, 16; Is 49, 13; 61, is; Miq 6, 8). El salvador escatológico es visto como una figura humilde: “He aquí­ que a ti viene tu rey; es justo y victorioso; viene humilde y montado en una asna” (Zac 9, 9). En cuanto aquí­ (como ya en Moisés) la exigencia de la h. afecta también a aquellos miembros de la alianza que participan de la autoridad de Yahveh, se insinúa ya la visión neotestamentaria de la h. También los salmos expresan repetidamente la certeza de que el auxilio de Yahveh está con los humildes (Sal 25, 9; 131; 149, 4). Para la literatura sapiencial la humildad consiste sobre todo en someterse al orden divino del mundo (Job 22, 29; Prov 3, 34; 11, 2; 18, 12; 22, 4; Eclo 3, 17ss; 3, 20; 19, 26). Por eso la actitud de la humildad comprende también el recto conocimiento de sí­ mismo: “Hijo, conserva tu alma en la humildad, y júzgate como tú mereces” (Eclo 10, 31).

2. Nuevo Testamento
Ante la llegada del reino de Dios, el hombre ha de mostrarse humilde (Mc 10, 15 par), para que así­ alcance la justificación (Mc 12, 38 par; Luc 1, 48; 14, 11); ningún hombre supera a otro en méritos, a no ser en el mérito de una mayor h. (Lc 18, 9-14). Jesús mismo da un ejemplo de la recta postura de h. Del mismo modo que Jesús, como enviado del Padre, cumple su voluntad con h., así­ también los hombres han de comportarse con h. frente al reino de Dios, que llega en Jesucristo: “… µ&OeTe &n’ á[,oü, ST6 apa05 ed[,i xai ra7reLvós T(i xapSí­a ” (Mt 11, 29); “Porque ejemplo os he dado, para que, como yo he hecho con vosotros, también vosotros lo hagáis. De verdad os lo aseguro: el esclavo no es mayor que su señor, ni el enviado mayor que el que lo enví­a” (Jn 13, 15). Lo decisivamente nuevo es aquí­ (aunque eso de algún modo estuviera ya preparado, p. ej., en el pensamiento del acercamiento irrevocable de Dios, proclamado por Os y Ez) que Dios se ha mostrado humilde en Jesucristo. Esa es la razón de que los cristianos en sus relaciones mutuas deban cultivar una postura de h. (Flp 2, 5-11). La h., que está í­ntimamente unida con el amor (1 Cor 10, 24; 13, 4), debe ser la postura fundamental frente al hermano (Rom 12, 9s).

II. Teologí­a
La doctrina cristiana de la h. se desarrolló en continua contraposición al general menosprecio de la misma en la antigüedad (menosprecio que puede explicarse en parte por las circunstancias sociales). Agustí­n profundiza el antiguo pensamiento de la h. haciendo hincapié en el carácter pecador del hombre: Tu homo cognosce, quia homo es. Tota humilitas tua ut cognoscas te (Tract. in Io. 25, 16). Tomás de Aquino aspira nuevamente a una sí­ntesis con la doctrina aristotélica de la magnanimidad (ST ii-ii q. 129 a. 3 ad 4). Y, realmente, la h. cristiana recibe su sello, no del rebajamiento, sino del desprendimiento. Cristo es el prototipo sin par de la h. en el radicalismo singular de su magnanimidad (“nadie tiene mayor amor…”). En cuanto toda virtud concreta tanto puede ser una autoafirmación de la soberbia como un movimiento del amor, la h. pasa a ser la virtud cristiana. Esto no está en contradicción con la determinación de la caridad como forma omnium virtutum, pues, más bien quiere dejar en claro que la h. es la “faz” especí­ficamente cristiana de la caridad (cf. la contraposición: eros como aspiración; agape como amor que condesciende humildemente). La actitud de la antigüedad frente a la h. fue transmitida a la edad moderna (Nietzsche) sobre todo por el renacimiento. La posibilidad y la necesidad de automanipulación del hombre, que aparecen cada vez más claramente en la era técnica, crean un sentimiento de vida que difí­cilmente permite ver el valor de la h. Sin embargo, la experiencia, que crece en igual medida, del condicionamiento y riesgo del hombre podrí­a dar acceso a la h. cristiana en su sentido más amplio. No podemos decir todaví­a en qué medida esta h. en su función da testimonio se diferencia del mero afán de objetividad y sobria veracidad.

Alvaro Huerga

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

I. LA HUMILDAD Y SUS GRADOS. La humildad bí­blica es primeramente la modestia que se opone a la vanidad. El modesto, sin pretensiones irrazonables, no se fí­a de su propio juicio (Prov 3,7; Rom 12,3.16; cf. Sal 131,1). La humildad que se opone a la soberbia se halla a un nivel más Profundo: es la actitud de la criatura pecadora ante el omnipotente y el tres veces santo: el humilde reconoce que ha recibido de Dios todo lo que tiene (ICor 4,7); siervo inútil (Le 17,10), no es nada por sí­ mismo (Gál 6,3), sino pecador (Is 6,3ss; Le 5,8). A este humilde que se abre a la gracia (Sant 4,6 = Prov 3,34), Dios le glorificará (1Sa 2,7s: Prov 15,33).

Incomparablemente más profunda todaví­a es la humildad de Cristo, que por su rebajamiento nos salva y que invita a sus discí­pulos a servir a sus hermanos por amor (Lc 22,26s) a fin de que Dios sea glorificado en todos (IPe 4,10s).

II. LA HUMILDAD DEL PUEBLO DE Dios. Israel aprende primeramente la humildad haciendo la experiencia de la omnipotencia (*poder) del Dios que le salva y que es el único altí­simo. Conserva viva esta experiencia conmemorando las gestas de Dios en su *culto; este culto es una escuela de humildad; el israelita, al alabar y dar gracias imita la humildad de David que danza delante del arca (2Sa 6, 16.22) para glorificar a Dios, al que todo le debe (Sal 103).

Israel hizo también la experiencia de la pobreza en la prueba colectiva de la derrota y del *exilio o en la prueba individual de la *enfermedad y de la opresión de los débiles. Estas humillaciones le hicieron adquirir conciencia de la impotencia radical del hombre y de la miseria del pecador que se separa de Dios. Así­ se inclina el hombre a volverse a Dios con corazón contrito (Sal 51, 19), con esa humildad, hecha de dependencia total y de docilidad confiada, que inspira las súplicas de los salmos (Sal 25; 106; 130; 131). Los que alaban a Dios y le suplican que los salve se dan con frecuencia el nombre de “*pobres” (Sal 22,25.27; 34,7; 69,33s); esta palabra que designaba primeramente la clase social de los infortunados, adopta un sentido religioso a partir de Sofoní­as: *buscar a Dios es buscar la pobreza, que es la humildad (Sof 2,3). Después del dí­a de Yahveh, el “resto” del pueblo de Dios será “humilde y pobre” (Sof 3,12; gr. praus y tapeinos; cf. Mt 11,29; Ef 4,2).

En el AT los modelos de esta humildad son *Moisés, el más humilde de los hombres (Núm 12,3) y el misterioso *siervo que, por su humilde sumisión hasta la muerte, realiza el designio de Dios (Is 53,4-10). Al retorno del exilio, profetas y sabios predicarán la humildad. El Altí­simo habita con aquél que es humilde de espí­ritu y tiene corazón contrito (Is 57,15; 66,2). “El fruto de la humildad es el temor de Dios, riqueza, gloria y vida” (Prov 22,4). “Cuanto más grande seas, más debes abajarte para hallar gracia delante del Señor” (Eclo 3,18; cf. Dan 3,39: la oración del ofertorio “In spiritu humilitatis”). Finalmente, al decir del último profeta, el Mesí­as será un rey humilde; entrará en Sión montado en un pollino (Zac 9,9). Verdaderamente el Dios de Israel, rey de la creación, es el “Dios de los humildes” (Jdt 9,1ls).

III. LA HUMILDAD DEL HIJO DE DIOS. Jesús es el Mesí­as humilde anunciado por Zacarí­as (Mt 21,5). Es el Mesí­as de los humildes, a los que proclama bienaventurados (Mt 5,4= Sal 37,11; gr. praus = el humilde al que su sumisión a Dios hace *paciente y *manso). Jesús bendice a los *niños y los presenta como modelos (Mc 10,15s). Para ser como uno de esos pequeñuelos, a quienes Dios se revela y que son los únicos que entrarán en el *reino (Mt 11, 25; I8,3s), hay que aprender de Cristo, “maestro manso y humilde de corazón” (Mt 11,29) Ahora bien, este maestro no es solamente un hombre; es el Señor venido a salvar a los pecadores tomando una carne semejante a la suya (Rom 8, 3). Lejos de buscar su gloria (Jn 8,50), se humilla hasta lavar los pies a sus discí­pulos (Jn 13,14ss); él, igual a Dios, se anonada hasta morir en cruz por nuestra redención (Flp 2,6ss; Mc 10,45; cf. Is 53). En Jesús no sólo se revela el poder divino, sin el cual no existirí­amos, sino también la caridad divina, sin la cual estarí­amos perdidos (Lc 19,10).

Esta humildad (“signo de Cristo”, dice san Agustí­n) es la del Hijo de Dios, la de la caridad. Hay que seguir el camino de esta humildad “nueva” para practicar el mandamiento nuevo de la caridad (Ef 4, 2; IPe 3,8s; “donde está la humildad, allí­ está la caridad,>, dice san Agustí­n). Los que “se revisten de humildad en sus relaciones mutuas” (IPe 5,5; Col 3,12) buscan los intereses de los otros y se ponen en el último lugar (Flp 2,3s; ICor 13,4s). En la serie de los *frutos del Espí­ritu pone Pablo la humildad al lado de la fe (Gál 5,22s); estas dos actitudes (rasgos esenciales de Moisés, según Eclo 45,4) están, en efecto, conexas, siendo ambas actitudes de abertura a Dios, de sumisión confiada a su gracia y a su palabra.

IV. LA OBRA DE Dios EN LOS HUMILDES. Dios mira a los humildes y se inclina hacia ellos (Sal 138,6; 113, 6s); en efecto, no gloriándose sino en su flaqueza (2Cor 12,9), se abren al poder de la gracia, que no es en ellos estéril (ICor 15,10). No sólo el humilde obtiene el perdón de sus pecados (Lc 18,14), sino que la *sabidurí­a del todopoderoso gusta de manifestarse por medio de los humildes, a los que el mundo desprecia (ICor 1,25.28s). De una virgen humilde, que sólo quiere ser su sierva, hace Dios la madre de su Hijo. nuestro Señor (Le 1,38.43).

El que se humilla en la prueba bajo la omnipotencia del Dios de toda gracia y participa en las humillaciones de Cristo crucificado, será, como Jesús, exaltado por Dios a su hora y participará de la gloria del Hijo de Dios (Mt 23,12: Rom 8. 17; Flp 2,9ss; IPe 5,6-10). Con todos los humildes cantará eternamente la santidad y el amor del Señor, que ha hecho en ellos cosas grandes (Lc 1,46-53: Ap 4.8-II; 5,11-14).

En el AT la palabra de Dios lleva al hombre a la gloria por el camino de una humilde sumisión a Dios, su creador y su salvador. En el NT, la palabra de Dios se hace carne para conducir al hombre a la cima de la humildad que consiste en servir a Dios en los hombres, en humillarse por amor para glorificar a Dios salvando a los hombres.

-> Niño – Soberbia – Pobres.

LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teologí­a Bí­blica, Herder, Barcelona, 2001

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas

En los escritos clásicos, la humildad era despreciada como servil (J.B. Lightfoot, Commentary on Philippians, 2:3); pero se le da un lugar muy alto en la enseñanza y el ejemplo bíblicos, como en Abraham (Gn. 18:27), Moisés (Nm. 12:3), los profetas (Mi. 6:8), y Juan el Bautista (Jn. 3:26–30). El NT sacó tapeinofrosunē de la oscuridad (aparte de los cognados en la LXX Pr. 29:23; Sal. 130:2) a una posición de importancia. Ante Dios, el hombre es humillado como criatura (Gn. 18:27) y pecador (Lc. 18:9–14) y no tiene de qué jactarse (Ro. 7:18; Gá. 6:3). Correspondiendo a la humildad de Cristo en la redención (Fil. 2:8; 2 Co. 8:9), la humildad es la esencia de la fe salvadora (Ro. 3:27). El llamamiento cristiano por el Espíritu Santo (1 Co. 1:29–31) excluye todo orgullo de raza o religión (Fil. 3:4–7), estado social (Mt. 23:6–11; Mr. 10:43–45) o persona (1 Jn. 2:16). Positivamente la enseñanza de Cristo da como modelo de humildad natural la de un niño (Mt. 18:1–4; Mr. 9:33–37), y como ejemplo de ella el servicio sin egoísmo (Jn. 13:1–17; Lc. 22:24–27). La mayordomía cristiana involucra el tomar todas las oportunidades como que son proporcionadas por Dios (Lc. 16:1–12; 19:11–27), y en tal ministerio por Cristo la humildad es la clave (1 P. 5:3–6; 1 Co. 15:10; Lc. 17:10). La disposición humilde es característica del sufrimiento (Job 1:21; Fil. 4:12; 1 P. 3:14, 15; 5:5, 7) y de la verdadera comunión de la iglesia (Ro. 12:16; Ef. 4:2; Fil. 2:3; Col. 3:12). Solamente Col. 2:18, 23 alude a una falsa humildad, un ascetismo mal conducido, muy pagado de sí mismo que volvió a aparecer más adelante en la historia de la iglesia. Calvino (Institución II.ii.11; III.vii.4; xii.6, 7) es digno de notar por sus citas patrísticas y por una declaración reformada.

George J.C. Marchant

LXX Septuagint

Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (302). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología

La importancia de esta virtud surge del hecho de que es parte del carácter de Dios. En el Sal. 113.5–6 se representa a Dios como incomparablemente elevado y grande, y sin embargo se humilla a prestar atención a las cosas que han sido creadas; mientras que en el Sal. 18.35 (cf. 2 S. 22.36) se atribuye la grandeza del siervo de Dios a la humildad (benignidad) que Dios le ha demostrado.

En todos los pasajes del AT que mencionan esta cualidad recibe alabanza (p. ej. Pr. 15.33; 18.12), y a menudo las bendiciones de Dios recaen sobre los que la poseen. Moisés es vindicado en razón de ella (Nm. 12.3), mientras que Belsasar es reprendido por Daniel (5.22) porque no ha sacado provecho de la experiencia anterior de Nabucodonosor, que podría haber provocado en él una actitud de humildad. 2 Cr., en particular, la hace el criterio por el cual se ha de juzgar el desempeño de sucesivos reyes.

Este término está estrechamente relacionado, en derivación, con la aflicción, que a veces recae sobre los hombres por la acción de su prójimo, cosa que a menudo se atribuye directamente al propósito de Dios, pero que siempre está calculada para producir humildad de espíritu.

En forma similar, en el NT, en Mt. 23.12 y paralelos, se emplea la misma palabra para expresar el castigo que merece la arrogancia (la humillación) y el requisito previo de la promoción (la humildad). En el primer caso es un estado de bajeza que sobrevendrá por el juicio de Dios. En el segundo es un espíritu de humildad que permite que Dios envíe la bendición del adelanto o progreso. También Pablo la usa en Fil. 4.12 para describir su aflicción, pero se apresura a aclarar que la virtud reside en la aceptación de la experiencia, de modo que una condición impuesta desde afuera se convierte en la ocasión para la manifestación de la actitud correspondiente dentro de la persona. En la misma epístola (2.8) el escritor cita un ejemplo que debemos emular. la humildad de Cristo, que deliberadamente dejó de lado su prerrogativa divina y se humilló progresivamente, recibiendo a su debido tiempo la exaltación que inevitablemente ha ser el corolario.

Como ocurre con todas las virtudes, es posible simular la humildad; y el peligro está claramente expuesto en la carta que Pablo dirige a los colosenses. Cualquiera sea la traducción del difícil pasaje de Col. 2.18, es evidente que tanto allí como en 2.23 el apóstol se refiere a un impostor. A pesar de todas las apariencias de humildad, los falsos maestros en realidad están hinchados por el concepto que tienen de su propia importancia. Al colocar su propio sistema especulativo en contraposición con la revelación de Dios, niegan precisamente lo que su ascetismo parecería proclamar. Pablo advierte a sus lectores contra esta falsa humildad, y en 3.12 los exhorta a que su humildad sea genuina.

Bibliografía. W. Bauder, H.-H. Esser, L. Coenen, “Humildad”, °DTNT, t(t). II, pp. 314–321; O. Schaffner, “Humildad”, Conceptos fundamentales de teología, 1966, t(t). II, pp. 277–287; J. Jeremias, Las parábolas de Jesús, 1970.

W. Baudel, H.-H. Esser, NIDNTT 2, pp. 256–264; TDNT 5, pp. 939; 6, pp. 37–40, 865–882; 8, pp. 1–26.

F.S.F.

Douglas, J. (2000). Nuevo diccionario Biblico : Primera Edicion. Miami: Sociedades Bíblicas Unidas.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico

La palabra humildad significa abajamiento o sumisión y se deriva del latín humilitas o, como dice Santo Tomás de Aquino, de humus: la tierra que pisamos. Aplicada a personas y cosas designa aquello despreciable, innoble o de condición pobre; como decimos ordinariamente, algo de poco valor. Así decimos que un hombre es de origen humilde o que una casa es una vivienda humilde. Restringido a personas, se entiende humildad en el sentido de aflicciones o padecimientos que pueden ser causados por agentes externos, como cuando un hombre humilla a otro provocándole dolor o sufrimiento. Es en este sentido que los demás pueden infligirnos humillaciones y someternos a ellas. Humildad, en un sentido más elevado y ético es aquello por lo que un hombre tiene una modesta apreciación de su propio valor y se somete a otros. Conforme a este significado ningún hombre puede humillar a otro sino sólo a sí mismo, y esto sólo puede lograrlo adecuadamente mediante la ayuda de la gracia divina. Tratamos aquí a la humildad en este sentido, en el de la virtud de la humildad.

Puede definirse a la virtud de la humildad como: “Una cualidad por la que una persona considerando sus propios defectos tiene una pobre opinión de sí misma, y se somete voluntariamente a Dios y a los demás por amor a Dios.” San Bernardo la define como: “Una virtud por la que un hombre, conociéndose a sí mismo como realmente es, se rebaja”. Estas definiciones coinciden con la de Santo Tomás: “La virtud de la humildad”, dice, “consiste en mantenerse dentro de los propios límites, sin tratar de alcanzar cosas que están sobre uno, sino sometiéndose a la autoridad del superior” (Suma Contra Gentiles, lb. IV, cap. LV, tr. Rickaby).
Para evitar caer en una idea errónea de humildad, es necesario explicar cómo debemos valorar nuestros dones en relación con los de los demás en caso de tener que hacer una comparación. La humildad no exige que consideremos que los dones y gracias que nos ha concedido Dios en el orden sobrenatural son de menor valor que los dones y gracias similares que vemos en otros. Nadie debería estimar menos en sí mismo que en los demás estos dones de Dios que deben ser valorados sobre todas las cosas según las palabras de San Pablo “para conocer las gracias que Dios nos ha otorgado” (1 Cor. 2,12). Tampoco exige la humildad que en nuestra estimación demos un menor valor a los dones naturales que tenemos que a aquellos similares o inferiores de nuestros prójimos; caso contrario, como enseña Santo Tomás, esto haría que todos se consideraran más pecadores o ignorantes que su prójimo; pues el Apóstol sin perjuicio a la humildad fue capaz de decir: “Nosotros somos judíos de nacimiento y no gentiles pecadores” (Gál. 2,15). Sin embargo, un hombre puede valorar un bien en su prójimo que no posee en sí mismo, o reconocer un defecto o mal en sí mismo que no ve en su prójimo, de forma que cuando alguien se humilla a sí mismo ante un semejante o alguien inferior, lo hace porque considera que esa persona es, de algún modo, su superior. Por eso, podemos interpretar las expresiones de humildad de los santos como verdaderas y sinceras. Además, su gran amor a Dios hizo que vieran la malicia de sus faltas y pecados bajo una luz más clara que la que se da ordinariamente a personas que no son santos.

Las cuatro virtudes cardinales son prudencia, justicia, fortaleza y templanza, y todas las demás virtudes morales están adheridas a ellas como partes intrínsecas, potenciales o subjetivas. La humildad está anexa a la virtud de la templanza como parte potencial, porque la templanza incluye todas aquellas virtudes que refrenan o expresan los movimientos desordenados de nuestros deseos o apetitos. La humildad es una virtud moderadora o represiva que se opone al orgullo y la vanagloria o a ese espíritu dentro de nosotros que nos lleva a querer cosas que están más allá de nuestras fuerzas o capacidad, y por lo tanto está incluida en la templanza de la misma forma que la mansedumbre, que reprime la ira, es parte de la misma virtud. De lo dicho podemos concluir que la humildad no es la principal ni la mayor de las virtudes. Las virtudes teologales ocupan el primer lugar, seguidas de las intelectuales ya que éstas dirigen inmediatamente la razón del hombre al bien. En el orden de las virtudes la justicia va primero que la humildad, y así debería ubicarse también la obediencia por ser parte de la justicia. Sin embargo, se dice que la humildad es el cimiento del edificio espiritual, aunque en un sentido inferior a aquel por el que la fe es conocida como tal. La humildad es la virtud primera en cuanto elimina los obstáculos a la fe—per modum removens prohibens, como expresa Santo Tomás. Elimina el orgullo y sujeta al hombre a y lo hace un digno receptor de la gracia conforme a las palabras de Santiago: “Dios resiste al soberbio y da su gracia al humilde” (Stgo. 4,6). La fe es la principal y la virtud fundamental positiva de todas las virtudes infusas, porque es por ella que podemos dar el primer paso en la vida sobrenatural y en nuestro acercamiento a Dios: “Porque aquel que se acerca a Dios, debe creer que Él existe y que recompensa a los que lo buscan” (Heb. 11,6). La humildad, en la medida en que parece mantener la mente y el corazón sometidos a la razón y a Dios, cumple una función propia en relación con la fe y todas las demás virtudes, y puede ser por lo tanto considerada como una virtud universal.

Es, en consecuencia, una virtud necesaria para la salvación y como tal impuesta por Nuestro Divino Salvador, especialmente cuando dijo a sus discípulos: “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón: y encontraréis descanso para vuestras almas” (Mt. 11,29) También enseña sobre esta virtud mediante estas palabras: “Bienaventurados seréis cuando os insulten, persigan y calumnien por mi causa: Alegraos y regocijaos porque vuestra recompensa será muy grande en el cielo” (Mt. 5,11-12). Del ejemplo de Cristo y sus santos podemos aprender la práctica de la humildad que Santo Tomás explica (Contra Gentiles, lb. III, 135): “La aceptación voluntaria de humillaciones es una práctica de humildad no en cada uno y en todos los casos sino cuando se realiza con un fin necesario: ya que siendo la humildad una virtud, no hace nada en forma indiscreta. Por lo tanto no es humildad sino un absurdo aceptar todas y cada humillación: pero cuando la virtud exige realizar algo corresponde a la humildad no dejar de realizarlo, por ejemplo no rehusar prestar un servicio inferior cuando la caridad exige ayudar al prójimo… Incluso, a veces, aunque no sea deber aceptar humillaciones, es un acto de virtud hacerlo con el fin de alentar a otros a través del ejemplo para que puedan soportar más fácilmente lo que se les impone: un general a veces deberá ocupar el puesto de soldado raso para alentar al resto. A veces podemos hacer un uso virtuoso de la humildad como remedio. Si la mente de alguien se inclinara a la vanagloria indebida, puede beneficiosamente usar en forma moderada las humillaciones, ya sea impuestas por sí mismo o por otro, para medir la exaltación de su alma colocándose al mismo nivel que la clase más baja de la comunidad en la realización de las peores tareas”

El Doctor Angélico asimismo explica la humildad de Cristo con las siguientes palabras: “La humildad no es propia de Dios por no tener superior, al estar por encima de todo… Pero aunque la virtud de la humildad no pueda aplicarse a Cristo en Su naturaleza divina, sí puede aplicársele en su naturaleza humana y su divinidad hace que su humildad sea más digna de alabanza porque la dignidad de la persona se suma al mérito de la humildad. Y no puede haber una dignidad más grande para un hombre que ser Dios. Por lo tanto la mayor de las alabanzas le corresponde a la humildad del Dios Hombre, quien para rescatar los corazones de los hombres de la gloria del mundo al amor de la gloria divina, eligió aceptar no una muerte común sino la muerte más ignominiosa” (Suma Contra Gent. tr. Rickaby, lb. IV, cap. IV; cf. lb. III, cap. CXXXVI). San Benito establece en su regla doce grados de humildad. San Anselmo, citado por Santo Tomás menciona siete. Estos grados están aprobados y explicados por Santo Tomás en su “Suma Teológica” (II-II: 161:6). Los vicios que se oponen a la humildad son soberbia: como defecto, y una exagerada complacencia o desprecio de sí mismo lo que constituiría un exceso de humildad. Esto podría considerarse despectivo para una persona con un cargo o naturaleza sagrada; o podría servir sólo para fomentar el orgullo en otras personas mediante adulaciones indebidas que ocasionarían pecados de tiranía, arbitrariedad y arrogancia.

La virtud de la humildad no puede practicarse en una forma externa que ocasione dichos vicios o actos en los demás.

Fuente: Devine, Arthur. “Humility.” The Catholic Encyclopedia. Vol. 7. New York: Robert Appleton Company, 1910.
http://www.newadvent.org/cathen/07543b.htm

Traducido por Felicitas María Costa. L H M

Fuente: Enciclopedia Católica