MEDITACION

Psa 19:14 y la m de mi corazón delante de ti, oh
39:3


(pensar).

Oración, pensando en Dios, en sus misterios, poniéndose en su presencia. Es la oración que hací­a Marí­a, la hermana de Marta en Luc 10:41-42. Cristo la alabó, diciéndole que “habí­a cogido la mejor parte y que nadie se la arrebatarí­a”: ( Luc 10:41-42.

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

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Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

[402]
En general, acto, actitud o hábito de reflexionar sobre verdades o cuestiones importantes. En Ascética se alude con el término desde muy antiguo a la forma de oración reflexiva en la cual se centra la atención y los sentimientos en un misterio fundamental del mensaje cristiano.

La meditación es acto que se repite con cierta frecuencia. Pero es también estado habitual de reflexión. En la ascética se diferencia la meditación de la oración y de la contemplación. La meditación es acto de la inteligencia y de la voluntad. La oración mental es un encuentro voluntario con Dios por medio de la meditación. Y la contemplación es una forma de meditación en la que el centro de la misma es un objeto espiritual básico, como es la figura del Señor o cualquiera de sus enseñanzas o hechos, el cual termina en oración. (Ver Oración)

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

(v. Contemplación, experiencia de Dios, Lectio divina, oración)

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

La meditación pertenece a la fenomenologí­a de la religión. Efectivamente, en las grandes religiones clásicas se da el momento meditativo que requiere la actividad del espí­ritu para entrar en comunión con lo divino y su preparación adecuada. Ya en el hinduismo se encuentran métodos de meditación y momentos meditativos, principalmente en el Yoga, y de manera especial en el Raja Yoga o Astanga Yoga, donde las tres últimas etapas, de las ocho que se cuentan, se dirigen a la meditación bajo el nombre de dharana o concentración, dhyana o profunda reflexión, para llegar al samhadi o contemplación.

En el ámbito de la revelación bí­blica el verbo hebreo hgh, usado en el Antiguo Testamento para indicar la actitud tí­pica de meditación del piadoso israelita, alude en su raí­z a una actitud de susurrar, de pensar murmurando, de leer en voz baja. En el grupo de textos del Antiguo Testamento que usan el término hgh se pone en evidencia el sentido objetivo del meditar, bien como reflexión profunda sobre el libro de la ley, bien como recuerdo de las maravillas realizadas por Dios, bien como esperanza tensa hacia el cumplimiento de sus promesas. A Josué, por ejemplo, se le ordena “meditar dí­a y noche en la ley del Señor” (Jos 1,8). El salmista recuerda a menudo esta actitud orante (Sal 1,1; Sal 118). En otros lugares se proponen las obras de Dios como objeto de reflexión; la memoria de las hazañas del Señor permanece viva para confirmar la confianza en Dios en el momento de la prueba: “En mi lecho me acuerdo de ti, en ti medito en mis vigilias” (Sal 63,7); “Me acuerdo del pasado, medito todas tus acciones, y repaso las proezas que has realizado” (Sal 143,5). Hay otros textos que indican la atención a la meditación del misterio del Señor que ha de realizarse (Eclo 39,7; Dn 9,2). En el Nuevo Testamento aparece en toda su fuerza objetiva la meditación que une a la tradición del Antiguo Testamento con el misterio de Cristo y que tiene como prototipo a la Virgen Maria; de ella nos recuerda dos veces el evangelio de Lucas su actitud meditativa, en el sentido de que conservaba con esmero, profundamente y con intensidad (Lc 2,19.51) todo lo que se referí­a al misterio de su Hijo. La meditación es la actitud del discí­pulo sabio, atento a la revelación, tenso a la plenitud de la manifestación del misterio.

La historia de la espiritualidad conoce la meditación como ejercicio caracterí­stico de la perfección cristiana.

Hugo de San Ví­ctor la define así­: “El pensamiento asiduo y reflejo que busca con prudencia conocer la causa, la manera de ser y la utilidad de una cosa” (De methodo orandi: PL 176, 878).

En los tratados clásicos la meditación aparece como uno de los escalones inferiores de la oración. Se propone como objeto de este tipo de oración meditativa la consideración de los misterios de la fe cristiana, la de los episodios de la vida de Cristo o la de las últimas realidades, como se recomienda en los libros clásicos del siglo XVI sobre la oración y la meditación, En algunos métodos se sugiere una búsqueda compleja en la que intervienen el entendimiento para captar, la memoria para recordar, la voluntad para adherirse con su afecto; pero también se intenta hacer que participe a veces la imaginación mediante la aplicación de los sentidos.

La meditación tiene como finalidad la profundización de la Palabra de Dios para conocer su voluntad y adherirse a ella, para imitar la vida de Cristo y de los santos, objeto de la reflexión en í­ntimo diálogo con Dios, ya que la meditación lleva a la oración. Por consiguiente, tiene un valor intelectivo y afectivo al mismo tiempo e intenta desembocar en la vida. Es como el aceite que debe mantener viva la llama de la lámpara de la plegaria. Actualmente, con la caí­da de los métodos clásicos de oración y de meditación, existe en la Iglesia católica un auténtico “movimiento de meditación”; en las diversas modalidades de este movimiento se busca especialmente el retorno a una praxis que no sea compleja, que ayude a recuperar la interioridad, que no se base en una variedad de actos y de afectos, que afecte más directamente incluso al cuerpo en la meditación profunda. Aun manteniendo como objeto propio de la meditación cristiana la Palabra de Dios, la revelación del misterio de Cristo, los dones de su gracia y los bienes que esperamos, la meditáción busca además relacionarse más con la vida y se expresa en formas más interiorizadas.

En orden a la validez y a la fiabilidad de las técnicas orientales de meditación y a la posibilidad de una integración, conviene tener presente la carta de la Congregación para la doctrina de la fe Orationis formas (15 de octubre de 1989). Señala como principio fundamental la necesidad de que las formas de la meditación cristiana respondan al objeto y a la estructura de la fe cristiana, de manera que la meditación se oriente hacia lo que Dios ha revelado, excluyendo aquellas formas de oración que no respetan la alteridad entre Dios y el hombre y que favorecen más bien la ilusión de una absorción de tipo panteí­sta en Dios por parte de la persona humana. La mediación es el encuentro de dos la libertad infinita de Dios y nuestra libertad finita.

J Castellano

Bibl. J. Lotz, Cómo meditar, Guadalupe, Buenos Aires 1969; AA. VV La meditación como experiencia religiosa. Herder, Barcelona 1976; W. Stimniseen, Meditación cristiana profuda, Sal Terrae, Santander 1982.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO: I. Meditación y vida cristiana – II. Las formas de meditación: 1. La práctica medieval: 2. La oración metódica; 5. Las formas ignacianas de la meditación: 4. El paso a la contemplación – III. Conclusión.

El ejercicio de la meditación es una de las formas de la oración contemplativa [>Contemplación II, 2, a]. En la espiritualidad cristiana la meditación indica ordinariamente la forma de contemplación en la que se suceden actos distintos de la inteligencia y de la voluntad, mientras que en la contemplación propiamente dicha la actividad espiritual es mucho más simple. Pero el término no siempre tiene esta acepción concreta y, en la espiritualidad en general, a menudo se lo entiende en el significado amplio de contemplación. Sin embargo, suele estar siempre acompañado de cierto matiz: la meditación presupone una aplicación más enérgica y más metódica del espí­ritu.

Por lo demás, éste era el significado original del término latino meditari. Según P. Philippe, “en latí­n como en griego, meditatio (meléte) expresa la idea de un ejercicio. Al principio serví­a para indicar cualquier clase de ejercicio fí­sico o intelectual, cualquier práctica destinada a preparar y a entrenar al ejercitante; después. el lenguaje reservó exercere para los ejercicios fí­sicos y meditari para los del espí­ritu. La meditación en su significado etimológico indica una reflexión del espí­ritu que corresponde a los ejercicios preparatorios y a las repeticiones de los soldados y de los músicos. Se trata de un trabajo de asimilación de lo que el ojo ha leí­do, de lo que el oí­do ha escuchado, de lo que la memoria ha retenido; de `masticar’ y de rumiar las ideas a fin de empaparse de ellas por completo’. Esta actividad meditativa suele unirse a la . ascesis, de la que constituye una parte esencial.

Cuando aplicamos esta tarea de asimilación al contenido de la fe cristiana, podemos hablar de meditación cristiana.

I. Meditación y vida cristiana
La meditación es una forma de oración contemplativa y no persigue, por consiguiente, un fin distinto del de ésta; el que medita, aplicando el espí­ritu y el corazón al misterio de la fe, procura dar a su propia fe un carácter cada vez más personal; asimila el sentido y el contenido del misterio de fe meditando uno de sus aspectos particulares; aunque tome como objeto de meditación su propia vida o las decisiones que se dispone a tomar, se mueve siempre dentro de la vida de fe y es la fe lo que se esfuerza en acrecentar.

El cristiano, para garantizar este crecimiento, procede lo mismo que harí­a en tina disciplina profana. Aplica su inteligencia a los datos del misterio de fe profundiza en su sentido; a su vez, este sentido, mejor asimilado por la inteligencia, le lleva a adoptar unas actitudes prácticas y afectivas más conformes con el mensaje de la revelación.

Ya Hugo de san Ví­ctor habí­a relacionado la meditación religiosa con la de un texto ordinario, hecha para asimilar su contenido inteligible: “La meditación -escribe– es el pensamiento asiduo y reflejo que intenta con prudencia conocer la causa, el origen, la manera de ser y la utilidad de una cosa. La meditación tiene su principio en la lectura, pero no está sometida a ninguna regla ni precepto en la manera de leer; le gusta correr libremente a través del espacio”. La primera observación importante que podemos hacer a propósito de este texto se refiere al carácter “natural” de la actividad meditativa.

Es verdad que nuestro autor le reconoce a la meditación la máxima libertad. Pero pronto se habrí­a de insistir en la idea de que la meditación supone una investigación rigurosa y lo más exhaustiva posible de un misterio de fe. La prolongación práctica de esta intuición será la aparición de los métodos de meditar. Se entenderá por método un esquema estereotipado, aplicable a cualquier objeto de meditación. El fin perseguido será el de guiar el espí­ritu a la investigación completa de los diversos aspectos del misterio y a la aplicación de la voluntad, del corazón y de la conducta práctica a la enseñanza que se ha meditado.

Así­ pues, la idea de meditación no tiene de suyo nada de artificial, sino que se basa en la estructura psicológica del hombre racional y da la precedencia al discurso ordenado y hasta metódico. Pero es éste precisamente el punto contra el que se dirigen las objeciones de ciertas escuelas de espiritualidad; al someter la actividad espiritual a un marco racional, ¿no se corre el peligro de frenar la libertad del Espí­ritu Santo, que actúa a su modo en el alma del fiel?¿Cómo es posible todaví­a dejar espacio a la inspiración y a la espontaneidad del espí­ritu, si se lo conduce por caminos rigurosamente trazados? Como se ve, se trata de un problema perfectamente análogo al que vimos cuando se trató de la actividad ascética [>Ascesis I, 2; II].

Sin embargo, en el caso de la meditación el problema es más delicado. En efecto, era relativamente fácil de comprender que el ejercicio de la penitencia corporal no podí­a menos de disponer para la acogida de las gracias espirituales. Pero cuando se trata de un esfuerzo del entendimiento, tenemos la impresión de estar muy cerca de la actividad del mismo Espí­ritu Santo. Por lo demás, la experiencia demuestra que a la meditación se le atribuye fácilmente una eficacia inmediata.

Pues bien, la solución es idéntica a la propuesta en el caso de la actividad ascética. Lo mismo que ésta dispone para la acogida de la gracia, así­ la meditación dispone al espí­ritu a asimilar el misterio de fe. Se trata sólo de una disposición; serí­a, por tanto, un grave error atribuir a la actividad meditativa una eficacia en cierto modo mecánica o pensar que la intensidad de la aplicación del espí­ritu dispone a acoger la gracia en proporción directa. Dios concede sus propios dones con gran libertad. Mas, por otra parte, no se ve por qué el Espí­ritu Santo no podrí­a actuar dentro mismo de la actividad meditativa y por qué habrí­a establecido en cierto modo obrar sólo en la espontaneidad del espí­ritu y del corazón. Sin disminuir en lo más mí­nimo la libertad total del Espí­ritu, reconozcamos que lo único que podemos enseñar en el campo de la oración es el ejercicio de la meditación; ya se cuidará luego el Espí­ritu Santo de conducir hasta la contemplación, consistiendo el papel del guí­a espiritual ante todo en animar al contemplativo y en ayudarle a evitar los escollos que pueden presentarse en su vida de oración.

II. Las formas de meditación
Toda meditación se caracteriza por una actividad más o menos metódica del espí­ritu, que se aplica a escudriñar un misterio. Por eso mismo podrí­amos, de suyo, concebir numerosos métodos de meditación; de ellos, algunos insistirí­an más en la inteligencia, mientras que otros subrayarí­an el papel de la imaginación o la función de los impulsos afectivos. De hecho, en la historia de la espiritualidad observamos que muchos autores han propuesto formas de meditación que consideraban especialmente adecuadas a la cultura y a la formación de los cristianos de su tiempo. Aquí­ nos limitaremos a proponer algunas observaciones dispuestas según un esquema histórico.

1. LA PRíCTICA MEDIEVAL – Los monjes no sólo se dedicaban a la oración litúrgica, sino que intentaban además asimilar el misterio de la fe con la ayuda de la oración mental personal. Para ellos la oración mental se basaba constantemente en la lectio divina. El aspecto más interesante para nuestro propósito es que para ellos la meditación se presentaba como un momento de una actividad contemplativa compleja. Citemos en este sentido a un autor antiguo: “La lectura es la aplicación del espí­ritu a las Sagradas Escrituras; la meditación es la investigación esmerada de una verdad escondida con la ayuda de la razón; la oración es la tensión devota del corazón hacia Dios para alejar el mal y obtener el bien; la contemplación es la elevación del alma a Dios, de un alma que está atraí­da por el gusto de los gozos eternos. La lectura busca la dulzura inefable de la vida bienaventurada, la meditación la encuentra, la oración la pide, la contemplación la saborea. Se trata de las palabras mismas del Señor: ‘Buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá’ (Mt 7,7). Buscad leyendo, encontraréis meditando; llamad orando, entraréis contemplando. La lectura lleva el alimento a la boca, la meditación lo mastica y lo tritura, la oración lo saborea y la contemplación es ese sabor mismo que llena de gozo y sacia al alma” (Guigo II, el cartujano). Así­ pues. la meditación se sitúa entre la lectura y la oración. Respecto a la primera es como una elaboración que debe permitir al espí­ritu profundizar en el sentido del texto y nutrirse de él. La oración posterior es una petición dirigida a Dios, y sitúa precisamente a la meditación como una disposición para recibir el verdadero alimento espiritual, que no puede ser otro más que un don de Dios.

2. LA ORACIí“N METí“DICA – En la vida orante de los monjes la oración mental comprendí­a varios grados: lectura, meditación, oración, contemplación; pero estos grados se concebí­an como momentos sucesivos de una única aplicación del espí­ritu y del corazón al misterio de la fe.

No resulta difí­cil imaginarse que también para los monjes la lectura y la meditación podí­an estar separadas por un intervalo de tiempo. Tal fue el caso habitual de los laicos, cuando al final de la Edad Media empezaron también ellos a dedicarse a la oración mental. La diversidad de sus ocupaciones les obliga a reservar un momento a la oración mental, y no todos tení­an a su disposición los textos de la Sagrada Escritura. Se pensó entonces en proporcionarles una ayuda proponiéndoles varios métodos de meditación.

Para que sea utilizable, un método de meditación debe ser sencillo. Por eso los autores intentaron copiarlo de procedimientos retóricos y psicológicos que todos pudieran comprender. Sus propuestas son de muchos tipos.

Cuando se toman en consideración los primeros métodos de meditación que aparecieron al final de la Edad Media, resulta sorprendente su relativa complejidad. Por ejemplo, el primero, que proponí­a un esquema aplicable a todos los temas de meditación, lo subdividí­a en veintitrés grados diferentes. Esta complejidad no debe interpretarse en sentido demasiado peyorativo, como si se tratara de imponer unafforma rí­gida de aplicación del espí­ritu al misterio. Al contrario, la multiplicidad se presentaba como un medio para facilitar la reflexión. No cabe duda de que los autores consideraban que sus métodos se podí­an utilizar con cierta libertad.

En el caso que hemos mencionado, se trata sobre todo de regular el uso de la reflexión. Luego, aparecerán otros métodos que concederán especial importancia a la sucesión de las diversas actitudes espirituales caracterí­sticas de la oración. Así­, san Francisco de Sales insiste en el ejercicio introductorio de la presencia de Dios; la razón de su insistencia debe buscarse, sin duda, en el hecho de que se dirigí­a a personas laicas que, por llegar de sus ocupaciones cotidianas, tení­an que realizar un esfuerzo particular para sumergirse en la oración. La conclusión de la oración pretende ser práctica y contiene, por consiguiente, una serie de actos de acción de gracias, de ofrecimiento y de petición.

La oración sulpiciana pone el acento en la relación con las personas divinas.

En ella ocupa un puesto privilegiado la adoración. Además, es necesario buscar varias maneras de considerar la persona y los misterios de Cristo: de la consideración histórica se pasará a su forma interiorizada para acabar con una consideración más práctica. Como se ve, se trata siempre de esquemas sencillos. San Juan Bautista de la Salle parece un poco más complicado, pero siempre con el fin de asegurar una mejor aplicación del espí­ritu y del corazón al misterio de la fe; por ello no vacila en multiplicar los diversos actos espirituales que traducen la relación personal con Dios. También él insiste mucho en el recogimiento como preparación para la oración, y recomienda considerar a Dios presente en el lugar donde nos encontramos, en nosotros mismos y, finalmente, en el sagrario de la Iglesia. Este sentimiento de la presencia divina se vivirá con actos de fe, de adoración, de acción de gracias, de humildad, de contrición, etc.’.

3. LAS FORMAS IGNACIANAS DE LA MEDITACIí“N – Podemos detenernos algo más en las formas ignacianas de la meditación, y ello, evidentemente, no porque sean superiores a las demás, sino porque son las más conocidas y las más aplicadas, especialmente en los retiros habituales; la breve panorámica que de ellas vamos a presentar nos mostrará también su variedad.

El más conocido de estos métodos es el de las tres potencias: memoria, inteligencia y voluntad, aplicadas sucesivamente a los diversos aspectos del misterio que se medita. De suyo esta sucesión de los diversos actos es perfectamente natural y respeta el proceso habitual de nuestra reflexión.

Esta presentación de la meditación, aunque perfectamente fundamentada, es, sin embargo, demasiado sumaria y se le puede reprochar que convierte a la oración en una actividad meramente reflexiva. Por eso hay que completarla con ayuda de las indicaciones que nos ofrece el mismo san Ignacio.

Antes de enfrentarnos con el tema de la meditación, hay que respetar los preámbulos necesarios: ponerse en presencia de Dios, purificar la propia intención, fijar la imaginación y señalar el fruto que se intenta sacar de la meditación.

Habitualmente no se mide de manera suficiente la importancia de la consideración imaginativa. No se trata sólo de tener ocupada la imaginación para queno se distraiga la actividad de las otras potencias, sino de hacer que la escena contemplada sea más concreta, suscitando de este modo un interés personal más profundo por la persona de Cristo. San Ignacio, durante su peregrinación a Tierra Santa, quiso ver todos los lugares por donde habí­a pasado Cristo. Todo peregrino sabe muy bien que no hay nada que sustituya a la impresión que deja el contacto con las cosas y con los lugares que llevan aún, por así­ decirlo, las huellas de la presencia amada. Representarse los lugares de la acción significa ante todo evocar una presencia y reavivar el amor.

Esta preocupación ignaciana de evocar la presencia de Cristo aparece en la recomendación repetida tantas veces en el libro de los Ejercicios sobre la atención a la imaginación, así­ como en su indicación de que se termine toda oración con un coloquio con las personas divinas y con los santos. Este momento de conversación con las personas es esencial en la oración; suscita la adhesión personal y la entrega concreta al servicio del Señor, y completa la consideración intelectual que, sin él, correrí­a el peligro de quedarse en una especulación abstracta.

Pero no conviene que reduzcamos las enseñanzas de san Ignacio sobre la meditación sólo al modelo de la meditación de las tres potencias. En los Ejercicios espirituales recomienda la contemplación de una escena evangélica en la que miramos a las personas, escuchamos sus palabras y consideramos sus acciones. Esta forma de oración se distingue de la anterior en el hecho de que fija la mirada espiritual sobre todo en las personas y no en las verdades, cuya formulación es abstracta. Requiere un recogimiento habitual más profundo, se adapta mejor a las personalidades más afectivas y va acompañada de una familiaridad habitual con la Sagrada Escritura.

Es muy fácil combinar estos dos modos, tal como hacemos precisamente en la liturgia de la palabra. Pensemos en la liturgia de la palabra que se realiza en cada misa; cuando el texto está suficientemente unificado, contiene la meditación de un texto doctrinal en la epí­stola; el salmo expresa más bien la invocación y la petición; el relato evangélico se presta muy bien a la contemplación, que deberí­a desarrollarse en la homilí­a. Esto nos muestra que la forma meditativa de la oración se sigue proponiendo en nuestros dí­as como algo perfectamente natural.

Además de estas formas principales, san Ignacio indica otras que también pueden utilizarse con provecho. Podemos, por ejemplo, rezar meditando un texto bien conocido, esforzándonos en saborear interiormente todas sus palabras. En ese caso hay que conservar una gran libertad en el ritmo de la oración. Según aconseja san Ignacio, hay que procurar ante todo llegar al gusto interior, sin preocuparse de que sea más o menos largo el texto que alimenta la oración. “No el mucho saber harta y satisface el ánima, sino el sentir y gustar las cosas interiormente” (Ejercicios, n. 2).

Otra forma de oración ignaciana nos puede introducir en una mejor comprensión del sentido de una práctica de la meditación, que hoy se recomienda mucho y que procede de las tradiciones orientales. San Ignacio observa que podemos acompasar la oración con la respiración (Ejercicios espirituales, nn. 258-260). En esto consiste precisamente lo esencial de los métodos que hablan del control consciente de los ritmos respiratorios. Las razones de la elección del ritmo respiratorio son complejas: permanece bajo una dependencia satisfactoria de la voluntad; en el aspecto fisiológico, actúa sobre los órganos internos y sobre el sistema neuro-vegetativo; en el aspecto simbólico, expresa el paso continuo de la pesadez corporal a la elevación del espí­ritu.

¿Por qué tienen hoy tanto éxito estas técnicas procedentes del mundo oriental? La razón parece muy sencilla: intentan sobre todo proponer a los occidentales, en continuo estado de tensión y de dispersión, un medio eficaz para llegar a la concentración, sin la cual no existe una meditación intensa y prolongada. Esta disciplina ofrece a cierto número de almas, deseosas de eludir la dispersión, un medio de encontrar el yo profundo y de descubrir de este modo el sentido de la oración, que no puede ir acompañada de la dispersión.

[Para otras formas de meditación: >Cuerpo II, 2].

4. EL PASO A LA CONTEMPLACIí“N – Todos los autores admiten que, en la vida de la oración, tras la meditación viene la contemplación. Esta secuencia no es automática o necesaria, pero se verifica muy de ordinario. Uno de los problemas clásicos es también el de saber reconocer las señales que caracterizan este paso de la meditación habitual a la contemplación. Sobre este punto nos limitamos a proponer algunas observaciones que resumen la doctrina comúnmente admitida de san Juan de la Cruz.

En la Subida del monte Carmelo (II, 13) y en la Noche oscura, el santo trata del cambio de régimen en la vida de oración yen la vida espiritual. No resulta fácil discernir la entrada en la vida contemplativa, ya que, ateniéndonos a lo que dice el autor, “la aridez purificadora se sirve a veces de la melancolí­a o de algún otro estado de ánimo” para conducir al alma a la contemplación. Esta mezcla de elementos naturales y sobrenaturales es en realidad muy frecuente.

Hay dos signos negativos y uno positivo que caracterizan el cambio. Los dos primeros son: la falta de gusto por las cosas de Dios y por las cosas creadas; la imposibilidad de meditar y de discurrir con el sentimiento y la imaginación, es decir, de producir actos distintos de conocimiento y de voluntad. El signo positivo consiste en el hecho de que el alma se complace en estar sola con Dios, amorosamente atenta a él, sin consideraciones especiales, en medio de una paz interior.

El signo positivo es indispensable para valorar un estado que exteriormente es afí­n a un perí­odo depresivo y que difí­cilmente consigue describir el sujeto. San Juan de la Cruz indica que la atención amorosa dirigida a Dios es casi imperceptible al comienzo del perí­odo contemplativo. Sin embargo, comprendemos que se trata de un periodo transitorio cuando comprobamos que la imposibilidad de dedicarnos a la meditación coexiste con un gran deseo de unión con Dios y con una generosidad habitual en la vida espiritual.

En realidad, no hay que exagerar la oposición entre la meditación y la contemplación. Puede suceder muy bien que una persona se ejercite durante largo tiempo en la contemplación y que vuelva luego a otras formas de oración que están más cerca de la meditación que habí­a abandonado.

III. Conclusión
El problema de la meditación y de sus métodos no puede separarse del de la oración contemplativa, de la que constituye un caso particular [>Contemplación]. La vida de oración intenta esencialmente conferir a la fe un carácter cada vez más profundo de adhesión personal al misterio de Dios conocido en Jesucristo. Mientras que la contemplación ejercita la fe de una manera más sencilla, la meditación se esfuerza en hacer que entren en acción todos los recursos imaginativos, intelectuales y afectivos del que medita.

No tenemos que olvidarnos nunca de que la actividad del hombre en oración es una cooperación a la gracia de Dios, que se concede en abundancia. Es la gracia de Dios la que atrae a la oración y es siempre esa gracia la que sostiene la actividad del que ora. Por muchos que sean los esfuerzos realizados durante la oración, no poseen una eficacia mecánica para aumentar en nosotros la vida sobrenatural. Nos disponen únicamente a recibir ese crecimiento de Dios, que está siempre dispuesto a concedérnoslo. lí­e esta manera el esfuerzo de aplicación del espí­ritu y del corazón al misterio de la fe que realizamos en la meditación, constituye la preparación más habitual para la recepción de la gracia divina.

En todo caso, ¿cómo prepararnos a una vida más profunda de fe sino por medio de este esfuerzo de oración personal? Si los santos y los autores espirituales han insistido tanto en la importancia de la oración y se han ingeniado en proponer sus mejores métodos para hacerla fructuosa, es señal de que estaban convencidos de que éste es el camino real para crecer en la unión con Dios. Es verdad que la oración que enseñamos constituye solamente el primer peldaño de una ascensión espiritual larga y difí­cil. Pero es también lo único que nosotros podemos enseñar. Cuando Dios hace entrar en la contemplación, él mismo se cuida de instruir al alma en el sentido de los misterios y en el modo conveniente de orar. El concede a menudo la gracia de la contemplación a aquel que se dispone generosamente a ello con la meditación.

Ch. A. Bernard
BIBL.-Completamos el sentido clásico de meditación con el sentido moderno. AA. VV., La meditación como experiencia religiosa, Herder. Barcelona 1978.-AA. VV., Munen Muso, ungegenstándliche Meditation, Grünewald. Mainz 1978 (rico homenaje al P. Enomiya-Lasalle).–Benavides, L. G, Para una meditación más vivificante, Edit. Progreso. México 1972.-Caballero, N, El camino de la libertad, vols. 111-IV, Meditación y oración: sus bases humanas y sus técnicas, Edicep, Valencia 1976-1977.-Durckheim, K. von, Meditieren, moza und wie, Herder, Freiburg 1976.-Johnston. W, La música callada, Paulinas, Madrid 1980.-Lercaro. G, Los métodos de oración mental, Studium. Madrid 1981.-Lotz, J. B. La meditación en la vida diaria, Guadalupe. B. Aires 1966.-Lotz. J. B. Cómo meditar, Guadalupe, B. Aires 1969.-Reiter, U..lutorrealización, Mensajero, Bilbao 1977.-Sülle, D, Viaje de ida. Experiencia religiosa e identidad humana, Sal Terrae, Santander 1977.-Stinissen. W, Meditación cristiana profunda, Sal Terrae, Santander 1982.-Tilmann, K, Temas y ejercicios de meditación profunda, Sal Terrae. Santander 1982.-Véase bibl. de Oración.

S. de Fiores – T. Goffi – Augusto Guerra, Nuevo Diccionario de Espiritualidad, Ediciones Paulinas, Madrid 1987

Fuente: Nuevo Diccionario de Espiritualidad

Acción de aplicar con intensidad el pensamiento y la reflexión al conocimiento y consideración de una cosa, bien experiencias del pasado, asuntos del presente o posibles acontecimientos futuros.
A fin de meditar debidamente, es necesario estar libre de distracciones, estar a solas con los pensamientos. Por ejemplo, al caer la tarde, Isaac salió a pasear solo con el fin de meditar, posiblemente sobre su inminente matrimonio con Rebeca. (Gé 24:63.) Durante la soledad de las vigilias nocturnas, el salmista meditó sobre la grandeza de su magní­fico Creador. (Sl 63:6.) La meditación del corazón debe dirigirse hacia cosas beneficiosas, como el esplendor y las obras de Jehová y las cosas que le agradan a El (Sl 19:14; 49:3; 77:12; 143:5; Flp 4:8), no hacia los ardides de los inicuos. (Pr 24:1, 2.)
La meditación provechosa evita las respuestas necias. Supone pensar seriamente en los asuntos de importancia para dar respuestas desde el corazón que no haya que lamentar más tarde. (Pr 15:28.)
Cuando a Josué se le puso al frente de la nación de Israel, se le mandó que hiciese una copia de la ley de Jehová, y se le dijo (como leen muchas traducciones de la Biblia) que meditara en ella dí­a y noche. (Jos 1:8; BJ, CI, DK, Val.) El término hebreo para †œmeditar† en este texto es ha·gháh. Significa básicamente †œemitir sonidos inarticulados†, y se traduce †˜aullar†™, †˜gruñir†™, †˜chirriar†™ y †˜hablar entre dientes†™. (Isa 16:7; 31:4; 38:14; 59:3.) Ha·gháh también significa †˜proferir en voz baja†™ y †˜meditar†™. (Sl 35:28; Pr 15:28.) Por ello la Traducción del Nuevo Mundo traduce el término hebreo ha·gháh de Josué 1:8 †˜leer en voz baja†™. (Véase también Sl 1:2.) La lectura en voz baja grabarí­a en la mente de manera más indeleble el objeto de la meditación. La obra Gesenius†™s Hebrew and Chaldee Lexicon (traducción al inglés de S. Tregelles, 1901, pág. 215) dice sobre ha·gháh: †œEstrictamente, hablar con uno mismo, susurrando en voz baja, como suelen hacer los que meditan†. (Compárese con Sl 35:28; 37:30; 71:24; Isa 8:19; 33:18.)
El apóstol Pablo le dijo a Timoteo que deberí­a reflexionar o meditar en su conducta, ministerio y enseñanza. Como superintendente, deberí­a asegurarse de que enseñaba la doctrina sana y de que su modo de vivir era ejemplar. (1Ti 4:15.)

Meditación incorrecta. Después que el capitán del templo detuvo a los apóstoles Pedro y Juan, y los gobernantes judí­os los amenazaron y les ordenaron que no hablasen más sobre la base del nombre de Jesús, los apóstoles regresaron a donde se hallaban los otros discí­pulos. Allí­ oraron a Dios, aludiendo a las palabras proféticas de David: †œ†˜¿Por qué se pusieron tumultuosas las naciones, y los pueblos meditaron cosas vací­as?†™ […] De veras, pues, tanto Herodes como Poncio Pilato con hombres de naciones y con pueblos de Israel realmente fueron reunidos en esta ciudad contra tu santo siervo Jesús, a quien tú ungiste, a fin de hacer cuantas cosas tu mano y consejo habí­an predeterminado que sucedieran†. (Hch 4:1-3, 18, 21, 23-28.)
El contexto muestra que las †œcosas vací­as† de las que se habla en este pasaje no son las que buscan las personas habitualmente en la vida, sino aquellas desprovistas de toda bondad, como pensamientos, habla y acciones en contra de Jehová y de sus siervos, empeños completamente vanos. (Hch 4:25.)
El rey David dijo de los que le odiaban e intentaban matarle: †œSiguen hablando engaños entre dientes [una forma de ha·gháh] todo el dí­a†. (Sl 38:12.) Estas meditaciones no eran simples pensamientos pasajeros. Estaban profundamente arraigadas en el corazón y orientadas hacia iniciativas inicuas. El escritor de Proverbios dice en cuanto a tales hombres: †œDespojo violento es lo que su corazón sigue meditando, y gravoso afán es lo que sus propios labios siguen hablando†. (Pr 24:2.)
Jesús dijo a aquellos que le odiaban: †œ¿Por qué razonan estas cosas en sus corazones?†. (Mr 2:8.) De todos los que †œsuprimen la verdad de un modo injusto†, el apóstol Pablo dice: †œSe hicieron casquivanos en sus razonamientos, y se les oscureció su fatuo corazón†. (Ro 1:18, 21.)

Fuente: Diccionario de la Biblia

1. Frente a las denominaciones tradicionales “consideración” y “contemplación”, hoy dí­a aparece de manera creciente en primer término el concepto de m., aun en el ámbito de la vida y espiritualidad cristiana. Lo significado con el término m. va desde una técnica psicosomática posibilitada por ejercicios de yoga y prácticas de sugestión, pasando por la simple reflexión personal y espiritual, hasta las formas superiores religiosas y la unión mí­stica que supera la -> oración en sentido estricto y hace que se manifieste la -> trascendencia. El estudio cada vez más intenso de la actitud espiritual en las altas religiones orientales, marcadamente meditativa, así­ como el aprovechamiento de los conocimientos transmitidos por la psicologí­a profunda y de las experiencias en la práctica de la -> psicoterapia, pueden acreditar crí­ticamente las grandes experiencias tradicionales del thesaurus sapientiae acerca de la m. y a la vez librarlo de cierto olvido parcial e inyectarle nueva eficacia frente a algunas direcciones falsas de la espiritualidad cristiana.

Un integral diálogo eclesiástico con las experiencias psicoterapéuticas en torno a la m. fue dificultada por la orientación pansexualista (no legitimada cientí­ficamente) del psicoanálisis; y, por otra parte, el diálogo con las religiones orientales, particularmente con ciertas formas del budismo, quedó impedida durante largo tiempo por unilaterales y estrechas perspectivas dogmáticas. Después de importantes estudios, parece que el tiempo está ya maduro para una critica integradora, tanto más por el hecho de que la creciente exigencia del hombre llama en todos los órdenes a una amplia forma de vida meditativa, que no siempre se centra exclusivamente en métodos elevados de m.,sino que abre además caminos muy asequibles, en los que también se tiene en cuenta, p. ej., lo psicosomático y, en general, lo transitorio de la existencia humana en su significación legí­tima como etapa necesaria de mediación de su sentido. El tiempo apremia a desarrollar teórica y prácticamente nuevas ví­as y formas amplias de m., y también a institucionalizarlas eclesiásticamente.

2. El cristianismo, por su radiación histórico-salví­fica en el pueblo de Israel, con su meditativa religiosidad cultual, por las experiencias pneumáticas en los primeros dí­as de la Iglesia, y por la representación de los misterios salví­ficos en la celebración litúrgica, ostenta desde sus orí­genes un profundo espí­ritu de m. (expectación memorial y escatológica del fin de los tiempos). Conforme el cristianismo se va desarrollando espiritual e históricamente, esta dimensión suya se articula de acuerdo con las situaciones nuevas por obra ante todo de los padres de la Iglesia, y alcanza después del giro constantiniano una forma pública y jurí­dica, sobre todo en la liturgia y en las reglas del monacato occidental, cuya vida monástica en oriente y occidente, entendida como opus Dei, se convierte en portadora y transmisora del espí­ritu de m. Las múltiples maneras de concebir la realización de la vida cristiana en las grandes órdenes contemplativas, el diverso influjo de los modelos cristianos, las órdenes mendicantes que surgen en la edad media, con su espiritualidad propia, y finalmente las crecientes fundaciones de monasterios y escuelas, diferenciaron la praxis de la vida meditativa. La variedad de prácticas en la técnica ascética y de actitudes espirituales meditativas que así­ surgen, es a la vez respuesta a las exigencias históricas que se plantean sobre todo en la cristianización de los pueblos latinos y germánicos. Como impulsos históricamente importantes dados al espí­ritu de m. destaquemos aquí­ sólo la -> mí­stica alemana, la devotio moderna, la -> mí­stica española, los -> ejercicios ignacianos, el -> pietismo, la -> escuela francesa y, en nuestros dí­as, el “caminito” de Teresa de Lisieux.

Ostentan una semejanza sorprendente con enunciados de la mí­stica cristiana sobre todo ciertos testimonios del budismo, el cual no es precisamente una comunidad religiosa de ideas y representaciones teóricas uniformes y jurí­dicamente institucionalizada, sino que intenta más bien mostrar ví­as de redención por la meditación.

El budismo Theraväda se propone alcanzar el “nirvana” como fin de la “redención”, ejercitándose para ello mediante una técnica racional en la destrucción de la representación del “yo” como la verdadera fuente del dolor. A este propósito se atiende cuidadosamente al propio cuerpo, a todos los sentimientos y estados de conciencia, con inclusión de sus objetos, forjando una decisión por la abstracción absoluta, tomada en serio hasta la muerte; abstracción que finalmente intenta abstraer de sí­ misma, para diluirse así­ absolutamente en la ” -> nada”. En cambio el budismo Zen sólo quiere seguir el camino de la redención liberadora hacia la iluminación beatificante por la abstracción absoluta en cuanto ese momento es una espiritualización universal y así­ posibilita una comunicación también universal. Pasando por la purificación y perfección moral, así­ como por una vigilante y profunda tranquilidad de espí­ritu, el camino conduce a un recogimiento universal, que, conseguido por el famoso zazen (sentarse en cuclillas) y el koan (un ejercicio particular de recogimiento), abre una vida de quietud y silencio, y se perfecciona en amoroso desprendimiento y desinterés generoso como ascensión del espí­ritu a la unidad y a la comunicación universal de la iluminación beatificante.

El budismo Amida conoce además la invocación confiada del salvador misericordioso, anhelado en ardiente devoción, con quien se une el yo para entrar así­ en la luz y vida universal de la naturaleza-Buda, nombre este que, como en el budismo Mahiiyána en general, designa el abismo que constituye el fundamento de toda realidad.

El budismo como praxis y sabidurí­a de la vida está penetrado de la intuición de que no es posible ningún verdadero predicado acerca del fundamento universal, porque él lo funda todo y él mismo no tiene otro fundamento. Por esto durante mucho tiempo el cristianismo, que da valor decisivo a la mediación personal e histórica de la vida divina, dio por refutado al budismo como -> monismo o -> panteí­smo cósmico. El descubrimiento histórico de las grandes religiones orientales, no menos que la radical reflexión de la teologí­a cristiana sobre su propio modo de entender la revelación (con la consiguiente reelaboración de los testimonios de la mí­stica cristiana), muestra lo difí­cil que es toda la problemática relativa a la transmisión de la salvación, de la redención y de aquella realidad misteriosa que está presente y a la vez oculta en todo, realidad que en el budismo es la naturaleza-Buda y en el cristianismo Cristo-Dios. Pues, aunque en el cristianismo la transmisión de la salvación sea decisivamente histórica y personal (encarnacionista), sin embargo, también aquí­ -> Dios debe tomarse en serio como aquella realidad universal que en sí­ misma ya no admite una mediación o comunicación, como aquella realidad que no se agota con ninguna representación o fórmula. Quizá es esto lo que piensa el budista cuando, con enunciados extremadamente dialécticos, recalca la imposibilidad de mediación en el absoluto, que sin duda es interpretado en un sentido panteí­sta. Por otro lado, también el budismo conoce el problema de una mediación histórica y personal.

Sea el que fuere el resultado a que llegue una discusión crí­tica, teórica y refleja entre las dos religiones, sólo una mediación de la salvación en el amor, que en todo caso conoce un desprendimiento absoluto en la muerte, desprendimiento que se acepta no por razón de sí­ mismo, sino por razón de la vida que en él alborea, sólo esa mediación, decimos, hace amanecer aquella “nada” beatificante, que no es simplemente muerte, sino vida universal y creadora.

3. Aunque precisamente la inteligencia cristiana de la revelación ve como decisiva su mediación histórica y personal en Jesús de Nazaret como Kyrios de la historia y del cosmos, sin embargo en la teorí­a de la m. que es usual en el ámbito eclesiástico ese aspecto está poco acentuado, pues dicha teorí­a radica en el terreno aristotélico-escolástico, donde el hombre es entendido como un ente (de naturaleza especial) que en cuanto tal se funda en el ser como verdadero y bueno.

Frente a una “filosofí­a del ser”, que tiende a una falsa inmediatez respecto de Dios, una teorí­a de la m. que se entienda como suficientemente cristiana debe tomar por punto de partida la absoluta mediación espiritual de la existencia humana, y demostrar sistemática y hermenéuticamente que el hombre vive esencialmente (y no sólo de una manera teórica y secundaria) como cuestión originaria, que, sin embargo, se desarrolla como tal en un diálogo personal y social; y esa cuestión no puede menos de aspirar a una presencia meditativa de lo pensado. Esta presencia como condensación de la conciencia y la libertad humanas, en que se hace visible la cuestión originaria como hilo conductor meditativo, acontece de manera que la conciencia de pasado (aun el inconsciente), lo mismo que la temporalidad de la existencia en general se hace a su vez presente y posiblemente es transformada como estructura de una relación dialogí­stica, histórica y personal. Sólo en tal presencia con sus copiosas referencias se realiza la relación con Dios como medio de toda comunicación histórico-personal, como logos de todo diálogo, que en cuanto persona “medial” concreta representa in concreto la mismidad concreta de todos los “yo”, a saber, la conciencia y libertad por antonomasia. La persona “medial” como dialogos de ningún modo es un abstracto universal. Más bien es la verdad concreta de todas las personas, tal como ésta en cada caso se hace presente en la presencia personal; con lo cual es medio y origen de toda realidad y, por ende, centro de una meditación integral. Teológicamente, el diálogo puede entenderse como el Cristo del cosmos, el cual, “mediado” por su encarnación histórica y corporal en Jesús de Nazaret, es el Kyrios corpóreo-pneumático de la historia escatológica. Sólo la persona mediadora, entendida como Cristo, hace visible a Dios mismo como su fundamento, que, más allá de toda relación y, por tanto, de toda realidad mediata, es “nada y todo” (Eckhart). Semejante “hacer presente”, que no se ha de precipitar a verse fundado en la luz del ser, sino que debe hacer igualmente presente la necesaria multiplicidad de relaciones en cuanto tal para poder hallar su identidad y, solamente en ella, a la vez la presencia de Dios se realiza en diversos modos de m. con sus respectivos intereses salví­ficos del momento. Dentro de esos modos cabe distinguir fundamentalmente entre m. natural y m. religiosa o cristiana (Ph. Dessauer).

La m. natural adopta a su vez diversas modalidades según la realidad que quiere hacer presente para configurarla o sanarla, p.ej.: la m. del “yoga”, como representación del propio cuerpo en sus funciones; o la representación de la conciencia del pasado (o del inconsciente), desarrollada cientí­ficamente en la m. psicoterapéutica; o finalmente la m. de la filosofí­a, que se abre a la evidencia filosófica. Estos diversos modos de m. natural, que desenvuelven su propio modo de entenderse y su propia praxis según los propios intereses y los medios que se les ofrecen, son una posibilidad fundamental de todo hombre en orden a representarse y desentrañar las realidades que le salen al paso dentro de la historia (cf. PH. DESSAUER, Die naturale M.).

La m. religiosa y cristiana, que a veces adopta modalidades naturales de m., representa la acción misma de hacer presente en los medios ofrecidos por la historia de la salvación, así­ en la liturgia de la Iglesia. Esa m. debe desarrollar su peculiar manera práctica y refleja de entenderse a sí­ misma. Su dinámica interna lleva a aquellos problemas especí­ficos que son abordados en la tradición clásica de la -> espiritualidad y la -> mí­stica cristianas.

4. La práctica de la m. tiende por su esencia a la presencia en sí­ mismo, en contraste con una modalidad enajenadora de la misma, que se propone estar inmediatamente en algo distinto; y en contraste sobre todo con una tergiversación (con matiz nihilista) de la -> indiferencia ignaciana, entendida como indiferencia absoluta; o con una falsa theologia crucis, que inconscientemente extingue la vida personal. La presencia meditativa se distingue de una conciencia “vací­a”, “difusa” y “disipada”, tanto como de la estricta concentración (que no trata de estar en sí­ misma), la cual puede describirse como conciencia recogida, en la que y por la que se comunican otros contenidos. La conciencia recogida, como la conciencia mediadora, tiene su interno hilo conductor en la primigenia pregunta que experimenta todo hombre, y cuyo descubrimiento mismo es ya tarea eminente de la meditación. La viveza de esta cuestión, que se plantea desde el mismo fondo “medial” de la vida, se extingue, sin embargo, si la mediación que en ella se inicia de todas las dimensiones de la realidad que afectan al yo queda reprimida por determinados intereses. Animo para la conversión personal y apertura a la verdad son presupuesto y resultado del espí­ritu de m. ( -> metanoia, -> conversión I).

Sin apertura histórica, concreta y dialogí­stica a la verdad (cosa muy distinta de una apertura puramente teórica y mediata) y sin la trascendencia que en cada caso se muestra en ella, la dinámica de la m. se paraliza y puede a la postre resultar infecunda hasta la volatilización de la existencia. De ahí­ la necesidad de un intercambio heurí­stico y clarividente entre el compromiso moral concreto y práctico y el recogimiento retirado, intercambio de que recibe una y otra vez fuerzas la conciencia existencial crí­tica. Pero la congénita conciencia de verdad que se muestra en la cuestión primigenia y el hilo conductor regulativo que en ella aparece (y por nada es sustituible) necesitan normalmente, para ser descubiertos y desarrollados con seguridad, de la concreta dirección exterior interhumana, si el meditante no ha de abalanzarse precipitadamente al fin último de la m. con una entrega irresponsable y peligrosa de sí­ mismo, o pararse en un terreno particular.

Por razón de la situación social, el inconsciente de muchos hombres ostenta falsas formas y complejos conflictivos de restricción de la conciencia y la libertad, que dificultan el acceso al recogimiento meditativo (aun cuando conscientemente se hace todo lo necesario para ello). De ahí­ la necesidad de desarrollar una hermenéutica de la existencia, especí­ficamente orientada a este fin, que no abandone a las ciencias especiales los datos o estados concretos de la existencia como expresión inmediatí­sima de la cuestión primigenia, sino que los elabore en sus significaciones reguladoras y constitutivas de la existencia. Con ello pudiera abrirse también a la pastoral individual un camino en el fomento y la dirección de la vida meditativa. Pero, a la verdad, aquí­ se requiere valor para descubrir falsos tabúes de las fuerzas que operan en la m., así­ como la confianza en la espontaneidad que de ahí­ brota, no obstante la imposibilidad de reglamentarla. Una praxis integral de la m., que incluyera también los medios técnicos hoy accesibles, eclesiástica y teológicamente sigue siendo un desideratum, a pesar de los intentos existentes; lo cual es un sí­ntoma de la actual crisis de la vida meditativa en la Iglesia.

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Eberhard Simons

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica