MESIAS

v. Cristo, Ungido
Dan 9:26 después de las .. se quitará la vida al M
Joh 1:41 dijo: Hemos hallado al M (que traducido
4:25


Mesí­as (heb. Mâshîaj [del verbo mâshaj, “ungir”], “ungido”; gr. Messí­as, transliteración de la forma heb. o del aram. meshîjâ). Tí­tulo del esperado rey y libertador de Israel (Dan 9:25, 26; Joh 1:41; 4:25; 9:22). No todos los eruditos aceptan que Daniel se refiere al Mesí­as esperado. Sin embargo, muchos cristianos conservadores consideran que estos pasajes son una predicción del tiempo en que vendrí­a el Mesí­as para hacer la obra que le correspondí­a, al final de un perí­odo especificado. El término heb. mâshîaj aparece 39 veces en el AT y se aplica a los reyes de Israel como los ungidos de Jehová (1Sa 24:6; 2Sa 19:21; 2Ch 6:42; etc.); a Ciro, rey de Persia (ls. 45:1); al sumo sacerdote (Lev 4:3, 5; etc.); y al esperado rey y libertador de Israel (Dan 9:25, 26). La LXX Generalmente traduce este término por Jristós (del verbo. jrí­í‡), “ungir”; de donde sale “ungido”). Este término aparece centenares de veces en el NT y se lo translitera como “Cristo” (Joh 1:41). Así­, aunque la palabra Messí­as, “Mesí­as”, es sumamente rara en el NT, la forma traducida Jristós, “Cristo”,* es muy frecuente.

Fuente: Diccionario Bíblico Evangélico

Una palabra que representa el heb. mashiah, el arameo meshiha†™ y el gr. Messias. Mesias (Joh 1:41, Joh 4:25) es una transcripción de la palabra gr. El significado básico de la palabra es †œel ungido†. Cristo es la forma castellana de la palabra gr. Christos, que significa ungido. La LXX utiliza Christos 40 veces para traducir el heb. mashiah. En el antiguo Israel tanto las personas como las cosas consagradas para propósitos sagrados eran ungidas rociándolas con aceite. En el AT el significado principal de la expresión †œel ungido de Jehovah† se refiere al rey terrenal que reina sobre el pueblo de Jehovah. Los israelitas no acostumbraban coronar a un rey, sino que lo ungí­an cuando era entronizado. El hecho de que habí­a sido ungido era la caracterí­stica esencial de un soberano.

Isaí­as utiliza el término solamente para Ciro (Isa 45:1). Más tarde la expresión Hijo de David fue un sinónimo de Mesí­as (Mat 21:9; Mar 10:47-48). A excepción de Dan 9:25-26, el tí­tulo Mesí­as, para referirse al rey escatológico de Israel, no ocurre en el AT. Aparece con este sentido más tarde en el NT como también en la literatura del judaí­smo. En el NT el Mesí­as es el Cristo el cual es el equivalente al heb. mashiah.

Muy relacionado con el carácter escatológico del Mesí­as es su importancia polí­tica. El destruirá las potencias del mundo en un acto de juicio, rescatará a Israel de sus enemigos y la restaurará como nación. El Mesí­as es el rey de este reino futuro y las otras naciones claudicarán ante su dominio polí­tico y religioso.

Su misión es la redención de Israel y su dominio es universal. Esta es la clara imagen del Mesí­as en prácticamente todos los pasajes del AT que se refieren a él. El Mesí­as acabará con las guerras, porque él es el Prí­ncipe de Paz, y reinará con justicia sobre su pueblo. El mismo es justo y se le llama el Mesí­as justo o el Mesí­as de justicia (Jer 23:6). Por medio del Mesí­as será establecido el reino de los últimos dí­as, el reino de Dios sobre la tierra, la restauración de Israel. Así­ como el Mesí­as estuvo presente desde el principio en la creación, de la misma manera está presente como personaje principal de los eventos finales.

Ha sido declarado primogénito de toda la creación y también el fin y la meta de la creación (Joh 1:1; Col 1:15-17; Rev 3:14).

Las caracterí­sticas primordiales de la imagen del Mesí­as en el AT están presentes en la persona de Jesús. El Siervo de Jehovah que en el AT sufre, muere y es glorificado es el mismo Hijo del Hombre del NT que regresará en las nubes del cielo. El Mesí­as, como Hijo del Hombre, sufrirá, morirá y será levantado al tercer dí­a, conforme a las Escrituras. Pero aunque Jesús fue victorioso sobre la muerte en su resurrección y ascensión, él no ha reinado todaví­a en el completo dominio de su reino de justicia. Se ha revelado que su victoria final será en el futuro y, por consiguiente, él debe regresar en poder para establecer su trono y reino mesiánico.

El Mesí­as como el Hijo del Hombre es un ser celestial preexistente. Jesús dijo que el Hijo del Hombre era muchí­simo antes que Abraham existiera (Joh 8:58; compararJoh 17:5; Col 1:17). El origen de la creación está vinculado con el Mesí­as Jesús en varias Escrituras (1Co 8:6; 2Co 8:9; Col 1:15-17). Es también como preexistente que a Jesús se le llama escogido (1Pe 2:6). El Mesí­as es el Hijo del Hombre en un sentido único (Joh 1:1; Rom 1:4). Cuando se le pidió a Jesús que declarara si realmente era el Mesí­as, el Hijo de Dios (Mat 26:63-64; Mar 14:61; Luk 22:67-70), él respondió afirmativamente.

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

(ungido).

Mesí­as es la palabra hebrea, que en griego es “Cristo”, Ver “Cristo”.

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

http://biblia.com/diccionario/

Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

La palabra †œCristo†, vino al griego como una traducción del hebreo ha-mashiah o mesiha, que significa †œungido†. Se llamaba †œungido† al sumo sacerdote (†œel sacerdote ungido† [Lev 4:5]). También al rey. David no permitió que se matara a Saúl, diciendo: †œPorque es el ungido de Jehovᆝ (1Sa 24:6, 1Sa 24:10; Sal 2:2). La idea de la unción de una persona lo que significaba era que la misma habí­a sido elegida para una misión o un trabajo especial. Por eso encontramos que se usa el lenguaje de la unción con respecto a †¢Ciro (†œAsí­ dice Jehová a su ungido, a Ciro, al cual tomé por su mano derecha…† [Isa 45:1]).

Se ha discutido bastante sobre cuándo comenzó entre los israelitas la esperanza de la llegada de un M. Las Escrituras, desde el mismo Génesis, están llenas de pasajes que presentan la figura de un gran profeta o un gran rey que vendrí­a. Algunos sugieren que muchos de los salmos dan una descripción del Rey que muy difí­cilmente puede adaptarse a los reyes conocidos en la historia israelita. Los creyentes, sin embargo, no tienen problema en ver la intención del Espí­ritu Santo al utilizar la monarquí­a ideal para sugerir la figura del M. Después del exilio, esta esperanza de Israel se perfiló más ní­tidamente alrededor del pensamiento de un gran lí­der que vendrí­a a regir los destinos del pueblo de Dios. Sin embargo, habí­a mucha confusión en cuanto a las funciones de ese lí­der. Algunos, como la comunidad de Qumrán, pensaban en dos M., uno sacerdotal y otro polí­tico-militar. No se explicaban adecuadamente las referencias que se hací­an en las Escrituras sobre la muerte del M. En Daniel, por ejemplo, se lee: †œDesde la salida de la orden para restaurar y edificar a Jerusalén hasta el M. Prí­ncipe, habrá siete semanas, y sesenta y dos semanas…. Y después de las sesenta y dos semanas se quitará la vida al M., mas no por sí­† (Dan 9:25-26). Los intérpretes de estas palabras se confundí­an. Pues ¿cómo explicar la figura de un lí­der victorioso que al mismo tiempo morirí­a?
esperanza de un M. estaba ligada a la creencia de que el pueblo de Israel habí­a sido llamado a desempeñar un rol especial en la historia de la humanidad. David llegó a decir: †œ¿Y quién como tu pueblo, como Israel, nación singular en la tierra? Porque fue Dios para rescatarlo por pueblo suyo, y para ponerle nombre, y para hacer grandezas a su favor…†; †œMe guardaste para que fuese cabeza de naciones…. Dios … sujeta pueblos debajo de mí­…† (2Sa 7:23; 2Sa 22:44-51). Hubo, entonces, en los dí­as de David, una esperanza de grandeza para Israel. La división del Reino y su decadencia posterior lo que hicieron fue alimentar esa espectativa, esperándose que llegarí­a el dí­a en que Israel volverí­a a ser cabeza de naciones bajo el mando de un descendiente de David. Los profetas contribuyeron a ese pensamiento con palabras como las de Amo 9:11 (†œEn aquel dí­a yo levantaré el tabernáculo caí­do de David … y lo edificaré como en el tiempo pasado†).
el perí­odo intertestamentario, especialmente durante la dominación romana, la esperanza del advenimiento de un M. polí­tico-guerrero estaba en casi todas las mentes. La mayorí­a de los judí­os pensaban que se tratarí­a de un descendiente de la dinastí­a daví­dica que vendrí­a con poder a librar a Israel del yugo extranjero para colocarlo como cabeza de las naciones. En la comunidad de †¢Qumrán, por ejemplo, se basaba esta esperanza en textos como Deu 18:18 (†œProfeta les levantaré de en medio de sus hermanos†) y Num 24:17 (†œSaldrá ESTRELLA de Jacob, y se levantará cetro de Israel†). Este tipo de expectación provocó no pocos disturbios, al presentarse personajes que se atribuí­an el papel del M.
manera que el lenguaje utilizado por los ángeles cuando anunciaron a los pastores que habí­a nacido †œun Salvador, que es Cristo el Señor† (Luc 2:11) no era del todo desconocido. Eso era lo que esperaban los israelitas. Por eso a Juan el Bautista se le preguntaba si era el Cristo que habrí­a de venir (Luc 3:15). Las multitudes que fueron testigos de los milagros que realizaba el Señor Jesús no tardaron en preguntarse: †œEl Cristo, cuando venga, ¿hará más señales que las que éste hace?† (Jua 7:31). †œLa gente estaba atónita, y decí­a: ¿Será éste aquel Hijo de David?† (Mat 12:23). Los judí­os, impacientes, le decí­an: †œ¿Hasta cuándo nos turbarás el alma? Si tú eres el Cristo, dí­noslo abiertamente† (Jua 10:24). Se ve que el tema de la condición de M. del Señor Jesús era algo muy candente en la opinión pública de aquel tiempo. Las opiniones estaban divididas. †œAlgunos de la multitud … decí­an: Verdaderamente éste es el profeta. Otros decí­an: éste es el Cristo. Pero algunos decí­an: ¿De Galilea ha de venir el Cristo? ¿No dice la Escritura que del linaje de David, y de la aldea de Belén, de donde era David, ha de venir el Cristo?† (Jua 7:40-42).
evidente que el Señor Jesús no andaba proclamando su mesianidad a voz en cuello (†œNo gritará, ni alzará su voz, ni la hará oí­r en las calles† [Isa 42:2]). No se preocupó por exhibirse como descendiente que era de David. Ni siquiera aclaró que habí­a nacido, precisamente, en Belén. él preferí­a que sus obras hablaran por él en cuanto su calidad de M., como el ungido, enviado por el Padre (†œ… las mismas obras que yo hago, dan testimonio de mí­, que el Padre me ha enviado† [Jua 5:36]). Sin embargo, no tení­a reparos en declararse el M. en privado, a los suyos. ¡Con cuánta sencillez y dulzura lo hizo en el caso de la mujer samaritana! Cuando ella dijo: †œSé que ha de venir el M., llamado el Cristo; cuando él venga nos declarará todas las cosas. Jesús le dijo: Yo soy, el que habla contigo† (Jua 4:25-26). Y cuando Pedro le confesó, diciendo: †œTú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente†, el Señor reconoció que esa declaración provení­a de una revelación hecha por Dios (Mat 16:16-17). A sus discí­pulos, pues, se presentó siempre como el M., pero dio instrucciones estrictas de †œque a nadie dijesen que él era Jesús el Cristo† (Mat 16:20). Esto se debí­a, entre otras razones, a que el Señor sabí­a que la expectación del pueblo, aun de sus más í­ntimos discí­pulos, no reflejaba la realidad de la verdadera misión del M. Poco a poco fue enseñando a su discí­pulos que †œera necesario que el Cristo [el M.] padeciera† (Luc 24:26), fuera muerto y resucitara. La muerte redentora del Cristo en una cruz no estaba dentro de la concepción que se tení­a en el pueblo. Por eso, cuando le crucificaron, los sacerdotes le gritaban: †œEl Cristo, Rey de Israel, descienda ahora de la cruz, para que veamos y creamos† (Mar 15:32).
con su gloriosa resurrección y el perí­odo de enseñanza que tuvo con sus discí­pulos después de ella, las Escrituras fueron abiertas para la mente de éstos, que comprendieron, entonces, en toda su magnitud, la verdadera función del M. Por eso Juan, en su Evangelio dice: †œéstas [cosas] se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre† (Jua 20:31). Ese fue el centro del mensaje de los apóstoles: †œ… que a este Jesús a quien vosotros crucificasteis, Dios le ha hecho Señor y Cristo† (Hch 2:36).
hubo error y desconocimiento de la función del M., cuando se pensaba de él solamente como un lí­der polí­tico-guerrero que traerí­a la victoria a Israel, sin considerar los aspectos de sus sufrimientos y muerte vicaria, eso no quiere decir que la función de liderazgo polí­tico-guerrero no sea parte de la función mesiánica. El NT reafirma las promesas de Dios del AT en el sentido de que el M., el Cristo, vendrá como rey de Israel y de todo el universo, con gran gloria y majestad. Los mismos profetas del AT †œinquirieron y diligentemente indagaron … escudriñando qué persona y qué tiempo indicaba el Espí­ritu de Cristo que estaba en ellos, el cual anunciaba de antemano los sufrimientos de Cristo, y las glorias que vendrí­an tras ellos† (1Pe 1:10-11). Es decir, que para los profetas, el aspecto de los sufrimientos del M. era algo evidente. Pero los que les interpretaron siempre rechazaban mentalmente la idea de un M. sufriente, por parecerles contradictorias las ideas de gloria y victorias, con las de sufrimiento. Preferí­an, en algunos casos, hasta pensar en que serí­an dos M., con misiones diferentes. Pero el evangelio aclaró las cosas. El mismo Jesús que sufrió es el que vendrá a reinar. Cercano está el dí­a en que se exclamará: †œLos reinos del mundo han venido a ser de nuestro Señor y de su Cristo; y él reinará por los siglos de los siglos† (Apo 11:15).

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

tip, TITU

ver, CRISTO, JESUCRISTO

vet, (forma gr. del aram. “m’shîhã”, del heb. “m’shîhã”, “el ungido”, en gr.: “Christos”, Cristo). En heb., este término “mesí­as” designaba a aquel que estaba ungido de aceite sagrado, p. ej., el sumo sacerdote (Lv. 4:3; 10:7; 21:12), y el rey (2 S. 1:14, 16). Este tí­tulo es aplicado a los patriarcas Abraham e Isaac, y a Ciro, el rey de Persia, a quienes les fueron confiados los intereses del reino de Dios (Sal. 105:15; Is. 45:1). Cuando Dios prometió a David que el trono y el cetro se quedarí­an siempre dentro de su familia (2 S. 7:13), el término “ungido” adquirió el sentido particular de “representante de la lí­nea real de David” (Sal. 2:2; 18:51; 84:10; 89:39, 52; 132:10, 17; Lm. 4:20; Hab. 3:13). Los profetas hablan de un rey de esta lí­nea que será el gran liberador del pueblo (Jer. 23:5, 6); su origen se remonta a los dí­as de la eternidad (Mi. 5:1-5); establecerá para siempre el trono y el reino de David (Is. 9:5-7). El tí­tulo de Mesí­as, por excelencia, se une a la persona de este prí­ncipe anunciado por las profecí­as (Dn. 9:25, 26; Nm. 24:17-19; Targum Onkelos). Se le llama “Mesí­as” de la misma manera que “Hijo de David” (Jn. 1:41; 4:25; el texto de Mt. 1:1 no tiene el término Mesí­as, sino su traducción gr. “Christos”; cfr. las numerosas referencias a Cristo en este Evangelio). Para los creyentes judí­os y cristianos, el Mesí­as es el Ungido, es decir, aquel que recibe, por el Espí­ritu de Dios reposando sobre El, el poder de liberar a su pueblo y para establecer su reino. La expresión “profecí­a mesiánica” designa toda profecí­a que trate de la persona, obra y reino de Cristo. Por extensión, reciben también el nombre de “profecí­a mesiánica” los pasajes que anuncian la salvación venidera, la gloria y la venida del Reino de Dios, incluso si no hay mención directa del Mesí­as. Así­, la expresión “tiempos mesiánicos” no se refiere exclusivamente al periodo en que Cristo estuvo sobre la tierra; engloba toda la era en la que ejerce su autoridad soberana y mediadora, e incluye el tiempo del Reino milenial. (Véanse CRISTO, JESUCRISTO.) Bibliografí­a: Véase bajo JESUCRISTO.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

[244]
Es el término helenizado del concepto arameo de “mesiha” o del hebreo “masiah” en hebreo, que significa consagrado o ungido. Sólo dos veces aparece en el Nuevo Testamento esta expresión (Jn. 1.41 y 4.25), contra las 540 que se usa la forma griega equivalente de Cristo (Jristos) o las 655 que se emplea “Jesús”, equivalente a “el que salva”.

La idea de Mesí­as teológicamente no es otra que la de Salvador de los hombres, para cuya función es preciso estar ungido o consagrado por el Espí­ritu de Yaweh.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

-> Cristo; Jesucristo

En el A. T. son mesí­as todos los ungidos: el rey (Sal 89,21; 1 Sam 10,1; 16,13; 2 Sam 2,4.7; 5,3.17), el sumo sacerdote (Lev 4,3.5.16; 6,15), los sacerdotes en general (2 Mac 1,10), los patriarcas (Sal 105,15).

Jesús de Nazaret es el Mesí­as anunciado por los profetas y esperado en Israel. El Mesí­as tení­a que ser rey (1 Crón 17,11.14), y Jesús lo es (Jn 1,49; 18,37); tení­a que ser profeta (Dt 18,15), y Jesús lo es (Jn 4,19.44; 6,14); tení­a que ser Hijo de Dios (Sal 2,7), y Jesús lo es (Jn 1,49; 11,27); tení­a que ser Dominador universal (Mlq 4,1-2; 5,1-4), y Jesús lo es, pues funda un reino en el que tienen cabida todos los hombres y no sólo los judí­os (Jn 4,22-24; 8,39-40; 12,32); tení­a que ser el enviado de Dios (Is 7,14), y Jesús lo es (Jn 5,37; 6,44; 7,28); tení­a que ser el Salvador del mundo, y Jesús lo es (Jn 4,42); tení­a que ser, y Jesús lo fue, “Hijo de David” (Mt 12,23; 15,22; 20,30). Por eso el tí­tulo de Mesí­as (gr. ós) fue añadido al nombre de Jesús: Jesucristo (Mt 27,17.22; Mc 1,1).

E. M. N.

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret

1.Principio y modelos

(-> monarquí­a, David, profetismo, Jesús). La palabra Mesí­as (en griego Khristou) viene de másí­ah (ungido): rey o personaje salvador que Dios ha de enviar sobre la tierra para liberar a los oprimidos, iluminar a los creyentes e instaurar para los justos un reinado de concordia duradera. Sin embargo, esa palabra ha perdido a veces su primer significado (de unción personal) y pue de aplicarse a todo tipo de salvación o esperanza. En ese sentido, el mesianismo es anterior a una figura de Mesí­as personal. Nace en el principio de la historia de Israel, cuando los israelitas tienen la certeza de que Dios les abre un camino de futuro (promesa) y se explí­cita en el mensaje de los profetas que, superando el anuncio de condena, con la llegada del dí­a de Yahvé (Amos), proclaman la llegada futura de la libertad o salvación, en claves de nueva alianza (Oseas, Jeremí­as) o de nuevo éxodo y/o retorno desde el cautiverio (Segundo Isaí­as). En ese contexto sobresale la figura del Mesí­as como portador de esperanza para el pueblo.

(1) Mesianismo daví­dico. Un principio. El mesianismo más persistente ha sido siempre de tipo polí­tico o, quizá mejor, social y se expresa de un modo ejemplar a través de David, un rey que ha quedado en la memoria de Israel como portador de paz y descanso para el pueblo, al menos para los judí­os. Un relato ya muy cargado de teologí­a afirma que, una vez bien asentado en su trono, David quiso ofrecer “casa y descanso” a Dios, en gesto inútil, porque Dios no necesita del descanso que le puedan dar los hombres. Pues bien, invirtiendo ese deseo, Dios mismo le ofreció a David un descanso: una promesa de paz, un futuro de esperanza: “Y cuando tus dí­as sean cumplidos, y duermas con tus padres, yo levantaré después de ti a uno de tu linaje, el cual procederá de tus entrañas, y afirmaré su reino… y yo afirmaré para siempre el trono de su reino. Yo le seré a él padre, y él me será a mí­ hijo” (2 Sm 7,1315). David ha querido darle casa a Dios, pero no ha podido hacerlo, pues Dios no necesita que los hombres le aseguren una casa… Dios en cambio puede: puede y quiere ofrecer una casa (espacio de vida y nacimiento) a los hijos de David, abriendo así­, por medio de ellos, un lugar y tiempo de experiencia rnesiánica… Pues bien, al lado de la figura daví­dica han surgido otras figuras mesiánicas, de tipo sacerdotal y/o profético (cf. Dt 18,15). Ellas servirán para recordar que la humanidad no se encuentra encerrada en la forma actual de vida de este mundo, sino que busca su verdad en el futuro. Por eso está esperando la llegada de un Mesí­as que será el verdadero rey o profeta, el hombre de la justicia y de la verdad. (2) Mesianismo, una esperanza multiforme. Más que un personaje del que se conocen ya los rasgos, el Mesí­as es el signo de un camino abierto: sobre el orden establecido del sistema social y religioso, que actúa en el nivel de las instituciones que dominan en el mundo actual, se instaura la esperanza mesiánica que abre una utopí­a de reconciliación y plenitud para los hombres. La esperanza mesiánica supone que la humanidad no se halla clausurada en un momento dado, sino que tiende hacia una plenitud futura, superando así­ la visión del eterno retomo cósmico de las religiones de la naturaleza. Esa esperanza suele personalizarse en un Mesí­as que va tomando rasgos distintos a lo largo de la historia y teologí­a israelita. El Mesí­as no es una figura oficial instituida (como el rey o el sacerdote), pero su imagen simbólica (esperada y/o proyectada hacia el futuro) representa una fuente de vida (una utopí­a) frente a los problemas o carencias del momento actual. Así­ dice la samaritana, representando una fe que es común a las varias tendencias israelitas, entre las que se cuenta la de los samaritanos: “Sé que llega el Mesí­as, llamado Cristo; cuando él venga nos anunciará todas las cosas” (Jn 4,25). Más que institución o figura con rasgos bien fijados en los libros antiguos, el Mesí­as puede presentarse como principio de superación de las injusticias actuales y en ese sentido constituye un elemento central de la imaginación creadora, que supera las barreras del tiempo que todo lo destmye y del realismo que todo lo aplana. Frente al poder de los monarcas, superando la injusticia de un templo que sanciona las instituciones actuales, muchos israelitas han proyectado la esperanza modélica de un Mesí­as más o menos personalizado como signo de libertad y plenitud para los hombres.

(3) Mesianismo, una serie de figuras. La figura mesiánica más importante del mesianismo israelita (o al menos del jerosolimitano y judí­o) ha sido David, cuyo recuerdo sigue influyendo en los oráculos de varios profetas (Is 7,1016; 9,1-6; 11,1-9; Miq 5,1-4; Jr 23,5-6) y en diversos salmos reales (cf. Sal 2; 20; 72; 89). Sin embargo, David no ha sido la única figura de Mesí­as, de manera que encontramos a su lado otras distintas, que se hallaban vivas en tiem pos de Jesús, (a) Profeta elegido. La esperanza en un profeta nuevo, que ratifique la experiencia de Moisés o que sea en sí­ mismo Mesí­as, sólo ha podido surgir en un momento en que los israelitas han reconocido la aportación de los profetas antiguos, entendidos en un sentido extenso. Así­ se puede hablar de un profeta como Moisés, que enseñará al pueblo lo que ha de hacer (desde Dt 18,15-18), pero también de un profeta como Elias, que preparará los caminos del Señor (como sabe o insinúa Mal 3,ls y Eclo 48,10). Esa esperanza de un profeta parece haber sido muy fuerte en tiempos de Jesús, como atestiguan los evangelios, cuando le comparan con Elias, con Jeremí­as o con alguno de los profetas (cf. Mc 6,15; Mt 11,14; Mt 16,14). (b) Elegido apocalí­ptico, de tipo sobrehumano. Aparece en las Parábolas de Henoc, donde el mismo Hijo* del Hombre (cf. 1 Hen 48,10; 52,4) viene a presentarse como Ungido del Señor de los Espí­ritus. No parece necesario que sea Hijo de David, aunque actúe como mediador (depositario) de las viejas esperanzas de su pueblo y cumpla las promesas daví­dicas; ciertamente, es Mesí­as, pero es un Mesí­as de tipo angélico o trascendente, más que humano, (c) Ungido guerrero, hijo de David. La figura de David retorna siempre a los recuerdos de los judí­os. De esa forma, los Salmos de Salomón vuelven a decir que Dios escogió a David por rey y aseguró con juramento que sus hijos gozarí­an del reino para siempre (SalSl 17,5). Pero el pecado de Israel truncó la promesa (SalSl 17,6-22); se entiende la voz del orante: “Mira, oh Señor, y ensalza entre ellos a su rey…; cí­ñele de fuerza, de manera que pueda aniquilar a los poderes enemigos y limpie a Jerusalén de los paganos…” (17,23-24). El rey a quien espera el orante de este salmo es Hijo de David (17,5.23) y Ungido del Señor (17,36; 18,6.8). Su tarea primordial será instaurar el reino de Israel, venciendo a los poderes enemigos y logrando así­ el dominio sobre todos los pueblos de la tierra (17,23-27). Este rey guerrero cumplirá la obra de Dios, destruyendo a sus adversarios y de un modo especial a los romanos. En esta lí­nea se sitúan las esperanzas de muchos judí­os del entorno de Jesús, pertenezcan o no al grupo de sus discí­pulos. (d) Ungido clerical. Dos ungidos. La tradición de Jubileos, Test XII Pat y Qumrán, habla también de un sacerdote de Leví­ (de Aarón) como Mesí­as enviado por Dios para implantar sobre la tierra el verdadero culto y la justicia. Los ambientes sacerdotales consideran primordial el orden cúltico y religioso. Por eso, junto al Mesí­as de David (guerrero) sitúan el de Aarón (sacerdote). Esta dualidad mesiánica, insinuada en Zac 6,9-14, ha sido temáticamente desarrollada en Test XII Pat y en algunos textos de Qumrán. El rey, Mesí­as de David (o de Israel), dirigirá el combate, como jefe en la batalla, pero estará sometido a la norma y orden del Sumo Sacerdote, que aparece como mediador de Dios para los humanos (en la ley, las observancias rituales y el culto). En ese sentido podemos hablar de dos Mesí­as, uno polí­tico y otro sacerdotal (e incluso de un tercer Mesí­as profético). Sea en la lí­nea que fuere, el Mesí­as nace del pasado (se funda en la esperanza del Antiguo Testamento) y está destinado a realizar la restauración (reimplantación) del reino israelita.

(4) Mesianismo apocalí­ptico. (1) Textos básicos (apocalí­ptica*). El judaismo de los tiempos de Jesús ha estado marcado por una fuerte esperanza apocalí­ptica, que ha definido de un modo intenso su mesianismo. En esa lí­nea podemos afirmar que la apocalí­ptica ha servido para unificar las diversas tradiciones mesiánicas y sapienciales, legales y sacerdotales de gran parte del pueblo, de tal manera que pueden vincularse y se vinculan las aportaciones de los apocalí­pticos puros (tradición de 1 Hen, 4 Esdras, 2 Baruc) con las aportaciones y experiencias de otros grupos judí­os, más interesados por las esperanzas mesiánicas. Sobre esa base podemos hablar, de manera general, de un mesianismo apocalí­ptico (que podrí­a llamarse, quizá mejor, escatológico), como indicarán los textos que primero presentamos y luego comentamos. Los tomamos de la literatura judí­a parabí­blica del tiempo de Jesús, todos ellos de tipo mesiánicoapocalí­ptico. (a) Lí­nea más sapiencial: cambio cósmico: “Pienso yo que cuando esto ocurra [cuando se amansen las fieras que los humanos llevamos en el alma], los osos, los leones y las panteras, los animales de la India (elefantes y tigres) y todas las demás fieras de vigor y poder invencibles cambiarán su vida so litaria y aislada para vivir en comunidad y poco a poco, a imitación de las criaturas gregarias, se tomarán mansos en presencia del hombre… En medio de todos estos animales (escorpiones, cocodrilos e hipopótamos…) le es dado al hombre virtuoso permanecer protegido por una santa inviolabilidad, pues Dios ha honrado a la virtud concediéndole el privilegio de estar al abrigo de cualquier amenaza…” (Filón, De Praemiis 90-91). (b) Lí­nea más teológica: Dios Mesí­as, reino de Dios. “Los hijos del gran Dios vivirán todos alrededor del templo, en paz, gozándose en aquello que les concede el creador y justiciero Monarca, pues él solo les protegerá y asistirá con gran poder, con una especie de muro de fuego ardiendo en derredor. Sin guerras vivirán en sus ciudades y en los campos, pues no les tocará la mano de la guerra mala… Y entonces, en verdad, las islas y todas las ciudades dirán: Cuánto ama el Inmortal a estos hombres, pues todos serán sus aliados y les ayudarán: el cielo, el sol por Dios conducido y la luna… Habrá una gran paz por la tierra… Y entonces (Dios) hará nacer un reino para la eternidad, destinado a todos los hombres, santa ley que antaño concedió a los piadosos… De todos los lugares de la tierra llevarán incienso y regalos a la Morada del gran Dios…” (Oráculos Sibilinos III, 702-780). (c) Lí­nea más antropológica: nuevo paraí­so. “Para vosotros [los judí­os fieles] está abierto el paraí­so, plantado el árbol de la vida, dispuesto el tiempo futuro, reservada la abundancia, edificada la ciudad, asegurado el descanso, lograda la bondad y más conseguida aún la sabidurí­a. La raí­z mala quedó cortada en vosotros, la enfermedad extinguida, la muerte alejada; el infierno se retira, no se conoce ya la corrupción. Pasarán para siempre los dolores y estará presente la inmortalidad como tesoro” (4 Esd 8,52-55). (d) Lí­nea más utópica: la gran abundancia. “Cuando el Mesí­as habrá humillado al mundo entero y cuando reine en paz por siempre sobre el trono de su realeza, entonces se revelarán las delicias, se mostrará la tranquilidad. En aquel tiempo, la salud descenderá como rocí­o y se alejará la enfermedad. Las preocupaciones, dolores y gemidos se alejarán de los hombres, se expandirá el gozo por toda la tierra. Nadie morirá prematuramente; ninguna desgracia llegará de improviso. Juicios y acusaciones, luchas y ven ganza, crí­menes, pasiones, celos, odio y todas las cosas semejantes sufrirán condena, después de haber sido extirpadas. Esto se refiere a los que han llenado de males la tierra, y por su causa ha sido muy turbada la vida de los hombres. Las bestias salvajes saldrán de la selva para ponerse al servicio de los humanos; serpiente y dragón saldrán de sus cuevas para obedecer a un niño. Las mujeres no sufrirán más en sus partos, ni se angustiarán cuando alumbren el fruto de su seno. En estos dí­as, los segadores no conocerán fatiga, ni se cansarán los constructores. Los trabajos progresarán por sí­ mismos, al ritmo de aquellos que los realizan, en reposo completo. Porque este tiempo será el fin de la corrupción y el principio de la incorrupción” (2 Bar 73-74).

(5) Mesianismo apocalí­ptico. 2 Comentario. Significativamente, los textos anteriores, tan diversos como el tratado de Filón de Alejandrí­a, los anuncios de esperanza de 4 Esd o 2 Bar, elevados desde un mundo dolorido, tras la caí­da del templo de Jerusalén (70 d.C.), y los oráculos Sibilinos concuerdan en lo esencial: hay un mesianismo, es decir, una esperanza de renovación humana y de plenitud, que se expresa siempre con rasgos simbólicos (mí­ticos) muy fuertes, en perspectiva apocalí­ptica. Este es un elemento común de la tradición israelita: la esperanza rnesiánica de renovación humana (expresada a través de un fuerte simbolismo apocalí­ptico) pertenece al patrimonio común del judaismo del tiempo de Jesús, abierto a la culminación del fin de los tiempos. Filón propone una utopí­a casi filosófica de plenitud humana, los oráculos Sibilinos se abren hacia el futuro salvador con la ayuda de un tipo de adivinación o mántica religiosa, 4 Esd y 2 Bar expanden la esperanza de reconciliación final después de la tragedia judí­a del 70 d.C. (con la caí­da del segundo Templo). Perspectivas y signos son distintos, pero en todos brota y se expande una misma esperanza de transformación y reconciliación israelita, humana: la certeza de que el mundo viejo acaba y de que emerge, por gracia de Dios, un orden de justicia y reconciliación entre los humanos. En este contexto ha surgido y se expresa una misma razón utópica, que no intenta justificar lo que existe, en gesto de sometimiento a la realidad, sino que busca y pretende susci tar aquello que debe existir, desde el don supremo de Dios. Lógicamente, esta razón utópica será de tipo imaginativo y deberá expresarse con signos y figuras evocadoras, que desgarran de algún modo las fronteras de lo que ahora existe sobre el mundo, abriéndonos al misterio de lo que debe venir. Esta es una razón integral que combina imaginación y pensamiento, teorí­a y compromiso práctico, experiencia individual y transformación social, comprensión de lo que existe y anticipación de lo que vendrá.

(6) Reflexión hermenéutica. Una protesta de la imaginación. Entendido así­, el mesianismo constituye la expresión más intensa de la imaginación creadora de los hombres que buscan su verdad en el futuro, desde una perspectiva básicamente israelita, (a) Algunos textos vinculan la esperanza rnesiánica con el pueblo en cuanto tal. El mesianismo se identifica con la plenitud israelita, con el retorno de los exiliados y el restablecimiento de las doce tribus. En esa lí­nea, el Mesí­as se identificarí­a con todo el pueblo y no con un hombre o mujer especial, (b) Otros vinculan el mesianismo con una institución: con el nuevo Templo y con la Jerusalén celeste. Hay un mesianismo más pací­fico, con triunfo nacional y pacificación universal sin guerra. Hay otro más violento, que destaca los dolores del fin del tiempo, pues llegará y se realizará a través de una gran guerra, (c) Hay mesianismos vinculados con seres celestes: ángeles, patriarcas primitivos (Henoc, Matusalén), sí­mbolos astrales… (4) Pero la esperanza más extendida sigue siendo la de un Mesí­as-Rey, de la estirpe de David, que dirigirá a los israelitas en su lucha contra los poderes adversarios. En ese contexto podemos afirmar que Jesús asume (e invierte) de forma poderosa el mesianismo israelita, siendo al mismo tiempo Mesí­as y Profeta, desde los más pobres de la tierra. Así­ ha ofrecido reino a los marginados y pan a los pobres (multiplicaciones), ha curado a los enfermos y ha muerto por hacerlo. En su experiencia pascual, sus seguidores le han reconocido y confesado como Mesí­as; por eso, los seguidores de Jesús se llamarán los mesiánicos (cristianos).

Cf. H. Cazelles, El Mesí­as en la Biblia. Cristologí­a del Antiguo Testamento, Herder, Barcelona 1981; J. J. Collins, The Scepter and the Star: The messiahs of the Dead Sea Scrolls and Other ancient Literatnre, Nueva York 1995; F. Garcí­a, “Esperanzas mesiánicas en los escritos de Qumrán”, en F. Garcí­a y J. Trebolle, LOS hombres de Qumrán, Trotta, Madrid 1993, 187-222; P. Grelot, L†™espe’rance juive á l†™heure de Je’sus, Cerf, Parí­s 1994; E. Puech, “Mesianismo, escatologí­a y resurrección en los manuscritos del mar Muerto”, en J. Trebolle (ed.), Paganos, judí­os y cristianos en los textos de Qumrán, Complutense, Madrid 1999, 245-286; J. L. Sicre, De David al Mesí­as, Verbo Divino, Estella 1995; S. Mowinckel, El que ha de venir. Mesianismo y Mesí­as, Fax, Madrid 1975; J. Zimmermann, Messianisclie Texte aus Qumrán, WUNT 104, Tubinga 1998.

MESíAS
2. Jesús

(hijo de David). Israel era en tiempo de Jesús un hervidero de varias esperanzas. Dentro de ellas emerge Jesús, como figura mesiánica de gran autoridad: anuncia la intervención liberadora de Dios, ofrece la certeza de que los hombres vivirán en gratuidad y comunión, abriendo las puertas mesiánicas a los pobres y excluidos del sistema. Normalmente, los portadores de esperanzas mesiánicas apoyaban su pretensión en unos valores establecidos, de tipo sacerdotal, dinástico o militar. Pues bien, en contra de eso, Jesús ha invertido de forma poderosa el modelo anterior: ha ofrecido reino a los marginados y pan a los pobres (multiplicaciones), ha curado a los enfermos y ha muerto fracasado. Allí­ donde se esperaba el triunfo mesiánico (la toma de Jerusalén, la instauración del reino de Dios), los seguidores de Jesús han visto que su pretendiente mesiánico ha sido rechazado por las autoridades sacerdotales de Israel y ha muerto condenado por los romanos. Pues bien, a través de ese rechazo y condena, ellos han descubierto el verdadero mesianismo de Jesús, que estaba vinculado a la tradición daví­dica.

(1) Una discusión entre los exegetas. Sigue abierta entre los exegetas la discusión sobre la manera en que Jesús vinculó su mensaje y experiencia con el mesianismo del entorno. Algunos (como O. Cullmann) afirman que Jesús se presentó abiertamente como Mesí­as, tanto en su decisión de subir a Jerusalén (Mc 8,27-33), como en la misma entrada en Jerusalén y en la forma de responder ante la pregunta del Sumo Sacerdote en el juicio (cf. Mc 14,61-62). Jesús habí­a suscitado sin duda un entusiasmo mesiánico, pero, en contra de Cullmann, otros exegetas piensan que no es tan claro que él se haya presentado a sí­ mismo como Mesí­as, pues el centro de su mensaje no ha sido algún tipo de afirmación sobre su propia autoridad, sino el despliegue del reino de Dios y la llegada apocalí­ptica del Hijo del Hombre (como ha destacado F. Hahn). De todas maneras, podemos suponer que, al presentarse como un profeta, en la lí­nea de Elias, Jesús ha vinculado su mensaje y su vida con la esperanza mesiánica, expresada en la figura del Hijo de David. Más aún, es muy posible, que él se sintiera portador de las esperanzas daví­dicas, entendidas de un modo muy especial, en lí­nea de apertura hacia los pobres y excluidos del sistema de este mundo. El Nuevo Testamento supone que, al menos en el momento final de su vida, Jesús se presentó como Hijo de David. Parece que la pretensión de tener una ascendencia daví­dica se hallaba bastante extendida y es probable que la familia de Jesús se contara entre aquellas que la mantení­an. Quizá sus antepasados emigraron de Belén a Galilea en los años de la conquista y rejudaización de los asmoneos (hacia el 100 a.C.). El mismo Pablo presenta a Jesús como “hijo de David según la carne” (Rom 1,3-4) en un tiempo en que aún viví­an y tení­an gran influjo sus hermanos y parientes en Jerusalén. Desde ahí­ se entiende mejor la experiencia mesiánica de Jesús. Pero no basta con decir que Jesús fue (o se tomó como Hijo de David), sino que hay que mostrar lo que eso implica en su proyecto.

(2) Mesí­as misericordioso, Mesí­as daví­dico. La invocación “Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí­” (Mc 10,47-48) se encuentra firmemente anclada en el milagro del camino (Mc 10,46-52 par). Es significativo el hecho de que la obra distintiva del Hijo de David sea curar a los enfermos (o mostrar misericordia), quizá en la lí­nea de Salomón, hijo de David, a quien la tradición recordaba como rey de paz y gran exorcista. Mateo ha sentido la singularidad de ese dato y lo ha integrado en otros textos (Mt 9,27; 15,22; 20,30-31): la sirofenicia confiesa a Jesús como Hijo de David que se apiada de los pobres y perdidos (15,22); frente a los fariseos que interpretan los milagros como signo diabólico (Mt 12,24) las gentes se admiran y exclaman: ¿no será éste el Hijo de David? Algunos textos judí­os de aquel tiempo, como Sal 17 y 18, suponí­an que el Hijo de David debí­a aniquilar a los enemigos, instaurando por fuerza el orden israelita; en contra de eso, los evangelios confiesan que debe tener piedad y ayudar a los perdidos. Sea como fuere, Jesús entró en Jerusalén mientras cantaban “Bendito el que viene en nombre del Señor” y “bendito el reino de David, nuestro padre, que viene” (Mc 11,9-10). El primer bendito es de carácter procesional: aclaman a Jesús, como a los otros peregrinos que se acercan a la fiesta, en nombre del Señor. El segundo es de tipo escatológico: proclaman la llegada del Reino. Esta redacción de Mc parece fiel a la historia. Todo nos permite suponer que, al final de su vida, al entrar en Jerusalén, Jesús se presentó como Hijo* de David y pretendiente mesiánico. Vino para anunciar y preparar la llegada del reino de David, pero no lo entendió de forma militar, como resultado de una imposición y una victoria armada, sino en forma de servicio humano y gratuidad, de apertura a los excluidos del sistema y de comunicación de amor universal. Como hemos dicho, todo nos permite suponer que Jesús se creí­a “hijo de David” en un plano genealógico (¡su familia tení­a pretensiones daví­dicas!), pero sobre todo en un plano de humanidad abierta al don de la gracia de Dios y a la comunicación amorosa. Sin duda, él quiso ser “Rey de los judí­os” y lo fue de un modo distinto a lo esperado. Así­ vino a Jerusalén y de esa forma “tomó la ciudad y purificó el templo”. Por esta razón fue condenado a muerte*.

(3) Conclusión. Una hipótesis de J. P. Meier. En este contexto, dejando a un lado mis opiniones, me atrevo a citar las palabras conclusivas de J. P. Meier, el más lúcido y crí­tico de todos los investigadores modernos que han tratado de estudiar la vida de Jesús. Tras miles de páginas de estudio minucioso de la historia de Jesús, Meier se atreve a condensar su trabajo presentándole como Mesí­as, hijo de David: “Pudiera ser -uno no puede decir más que esto-, pudiera ser que, desde el comienzo de su ministerio, Jesús fuera tomado, al menos por algunos, como un descendiente de David. Si la familia de su padre putativo, José, gozaba de tal reputación en la sociedad campesina del entorno de Nazaret, en Galilea, naturalmente, la fami lia estarí­a orgullosa de ello y no habrí­a sido en modo alguno reticente en lo referente a esa descendencia. Esta pudo ser una razón por la que, a lo largo de la mayor parte de su ministerio, Jesús, de un modo bien pensado y consciente, hubiera escogido la función de actuar a la manera de un profeta-como-Elí­as, casi como una manera de contener y rechazar (no aceptar) las esperanzas mantenidas por sus seguidores, que le tomaban como el Mesí­as real profetizado, de la casa de David -un Mesí­as entendido por ellos en una lí­nea de tipo mundano, polí­tico e incluso militar-. Si es cierto que Jesús no presentó abiertamente la pretensión de ser él mismo el Mesí­as daví­dico durante los años de su ministerio público, si, incluso, él rechazó de un modo intencionado tales ideas, escogiendo para sí­ mismo una función de profeta como-Elí­as, entonces, la entrada triunfal y la demostración en el templo constituirí­an para Jesús una notable ruptura respecto a su propia reticencia anterior y a la forma que tuvo de presentarse a sí­ mismo. ¿Por qué hizo esta ruptura, en el momento en que la hizo? No lo sabemos. Posiblemente, él se hallaba frustrado de un modo creciente por sus encuentros infructuosos con las autoridades del templo en Jerusalén y así­ decidió literalmente forzar la ruptura, provocar a las autoridades con acciones públicas que expresaran una pretensión real de tipo daví­dico. Amenazadas con su forma constante de hablar sobre el reino de Dios, que vendrí­a muy pronto y que, al mismo tiempo, se hallaba de algún modo presente en su ministerio, las autoridades entendieron bien esta nueva marcha de Jesús, entendieron al menos que Jesús estaba actuando con la pretensión de ser el Mesí­as real daví­dico, que vení­a a la capital y que, simbólicamente, pretendí­a tomar el control sobre el templo de la capital. Esto explicarí­a la razón por la que las autoridades quedaron como galvanizadas y se decidieron a actuar de un modo decisivo en esta visita concreta de Jesús a Jerusalén. Las acciones simbólicas y públicas de Jesús trazaron la diferencia, precipitando su arresto y su crucifixión, acusado de que habí­a pretendido ser el “Rey de los judí­os”, lo que era simplemente la forma en que los romanos, gentiles, entendí­an al Mesí­as Real daví­dico”. Según eso, Jesús murió como pretendiente mesiánico. Si esa preten sión era auténtica, si él era de verdad el Mesí­as de Dios, es algo que sólo se puede afirmar desde una experiencia cristiana de pascua (resurrección*). La cita anterior de J. P. Meier está tomada de “Del profeta como Elias al mesí­as real daví­dico”, en D. Donnelly (ed.), Jesús. Un coloquio en Tierra Santa, Verbo Divino, Estella 2004, 109-110.

Cf. J. P. Meier, Un judí­o marginal. Nueva visión del Jesús histórico I-IV, Verbo Divino, Estella 1998-2006; O. Cullmann, Cristologí­a del Nuevo Testamento, Sí­gueme, Salamanca 1997; F. Hahn, Christologische Hoheitstitel. Ihre Geschichte im friihen Christentum, FRLANT, 83, Gotinga 1962; M. Karrer, Jesucristo en el Nuevo Testamento, Sí­gueme, Salamanca 2002; X. Pikaza, La nueva figura de Jesús, Verbo Divino, Estella 2003.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

Término que proviene de la raí­z verbal hebrea ma·scháj, que significa †œuntar† y, por lo tanto, †œungir†. (Ex 29:2, 7.) Mesí­as (ma·schí­Â·aj) significa †œUngido†. El equivalente griego es Kjri·stós, o Cristo. (Mt 2:4, nota.)
La forma adjetiva ma·schí­Â·aj se aplica en las Escrituras Hebreas a muchos hombres. David recibió el nombramiento oficial de rey cuando se le ungió con aceite, por lo que se dice que era el †œungido† o, literalmente, †œmesí­as†. (2Sa 19:21; 22:51; 23:1; Sl 18:50.) A otros reyes, entre ellos Saúl y Salomón, se les llama el †œungido† o †œel ungido de Jehovᆝ. (1Sa 2:10, 35; 12:3, 5; 24:6, 10; 2Sa 1:14, 16; 2Cr 6:42; Lam 4:20.) El término también se aplica al sumo sacerdote. (Le 4:3, 5, 16; 6:22.) A los patriarcas Abrahán, Isaac y Jacob se les llama los †œungidos† de Jehová. (1Cr 16:16, 22, nota.) Al rey persa Ciro se le denomina †œungido† debido a que Dios lo habí­a nombrado para efectuar cierta comisión. (Isa 45:1; véase UNGIDO, UNGIR.)
En las Escrituras Griegas Cristianas, la forma transliterada Mes·sí­Â·as aparece en el texto griego en Juan 1:41 con la siguiente explicación: †œQue, traducido, significa Cristo†. (Véase también Jn 4:25.) En algunas ocasiones el término Kjri·stós se usa solo con referencia al que es o alega ser el Mesí­as o el Ungido. (Mt 2:4; 22:42; Mr 13:21.) Sin embargo, la mayor parte de las veces va acompañado del nombre personal Jesús —†œJesucristo† o †œCristo Jesús†— para indicar que él es el Mesí­as. A veces la expresión hace referencia solo y especí­ficamente a Jesús, y se entiende entonces que Jesús es El Cristo, como en la declaración: †œCristo murió por nosotros†. (Ro 5:8; Jn 17:3; 1Co 1:1, 2; 16:24; véase CRISTO.)

Mesí­as en las Escrituras Hebreas. En Daniel 9:25, 26 la palabra ma·schí­Â·aj aplica exclusivamente al Mesí­as venidero. (Véase SETENTA SEMANAS.) Sin embargo, muchos otros textos de las Escrituras Hebreas se refieren a este Ungido que habrí­a de venir, si bien no de manera exclusiva. Por ejemplo, aunque el Salmo 2:2 tuvo su primera aplicación cuando los reyes filisteos intentaron destronar a David, el rey ungido, Hechos 4:25-27 hace una segunda aplicación al Mesí­as predicho: Jesucristo. Además, muchos hombres que recibieron el tí­tulo de †œungido† prefiguraron o representaron de diversas maneras a Jesucristo y la obra que él harí­a; entre estos estuvieron David, los sumos sacerdotes de Israel y Moisés (al que se llama †œCristo† en Heb 11:23-26).

Profecí­as mesiánicas que no utilizan la palabra †œMesí­as†. Los judí­os entendieron que eran profecí­as mesiánicas varios textos de las Escrituras Hebreas que no mencionaban especí­ficamente al †œMesí­as†. Alfred Edersheim localizó 456 pasajes †œa los cuales la antigua Sinagoga se refiere como mesiánicos†, y menciona 558 referencias en los escritos rabí­nicos más antiguos que apoyaban tales aplicaciones. (La vida y los tiempos de Jesús el Mesí­as, 1988, vol. 1, pág. 200; 1989, vol. 2, págs. 689-726.) Por ejemplo, en Génesis 49:10 se profetizó que el cetro para gobernar pertenecerí­a a la tribu de Judá y que Siló vendrí­a por ese linaje. El Targum de Onkelos, el Targum de Jerusalén y el Midras reconocen que la expresión †œSiló† aplica al Mesí­as.
Las Escrituras Hebreas contienen muchas profecí­as que proporcionan detalles sobre los antecedentes del Mesí­as, cuándo vendrí­a, su actividad, el trato que recibirí­a y su papel en los designios de Dios. Las diversas señales referentes al Mesí­as se combinaron y crearon un cuadro imponente que ayudarí­a a los verdaderos adoradores a identificarle, y que proporcionarí­a base para tener fe en que él era el verdadero Caudillo enviado por Jehová. Aunque los judí­os no comprendieron previamente todas las profecí­as relacionadas con el Ungido, los evangelios dan prueba de que tení­an conocimiento suficiente como para identificar al Mesí­as cuando llegase.

La opinión en el siglo I E.C. La información histórica disponible, principalmente la que se registra en los evangelios, revela qué pensaban los judí­os sobre el Mesí­as en el siglo I E.C.

Rey e hijo de David. Los judí­os habí­an aceptado que el Mesí­as serí­a un rey del linaje de David. Cuando los astrólogos indagaron sobre el †œque nació rey de los judí­os†, Herodes el Grande sabí­a que se referí­an al †œCristo†. (Mt 2:2-4.) Jesús preguntó a los fariseos si sabí­an de quién serí­a descendiente el Cristo o Mesí­as. Aunque aquellos lí­deres religiosos no creí­an en Jesús, sabí­an que el Mesí­as serí­a hijo de David. (Mt 22:41-45.)

Nacerí­a en Belén. En Miqueas 5:2, 4 se predijo que el †œgobernante en Israel†, que serí­a †œgrande hasta los cabos de la tierra†, saldrí­a de Belén. Se interpretaba que esta era una profecí­a mesiánica. Cuando Herodes el Grande preguntó a los principales sacerdotes y escribas dónde tení­a que nacer el Mesí­as, respondieron: †œEn Belén de Judea†, y citaron Miqueas 5:2. (Mt 2:3-6.) Incluso el pueblo conocí­a esa profecí­a. (Jn 7:41, 42.)

Un profeta que realizarí­a muchas señales. Dios predijo por medio de Moisés la venida de un gran profeta (Dt 18:18), y en los dí­as de Jesús los judí­os lo aguardaban. (Jn 6:14.) La manera como el apóstol Pedro usó las palabras de Moisés en Hechos 3:22, 23 indica que sabí­a que incluso los opositores religiosos aceptarí­an su naturaleza mesiánica, y esto prueba que Deuteronomio 18:18 era de conocimiento general. La samaritana que estaba junto al pozo también pensaba que el Mesí­as serí­a un profeta. (Jn 4:19, 25, 29.) Las personas esperaban que el Mesí­as realizara señales. (Jn 7:31.)

Diferentes creencias. Aunque en general los judí­os esperaban al Mesí­as, no todos creí­an lo mismo respecto a él. Por ejemplo, muchos sabí­an que vendrí­a de Belén, pero otros desconocí­an este dato. (Mt 2:3-6; Jn 7:27.) Algunos pensaban que el Profeta y el Cristo habí­an de ser personas diferentes. (Jn 1:20, 21; 7:40, 41.) Ciertas profecí­as sobre el Mesí­as no las entendí­an ni siquiera los discí­pulos de Jesús. Esto es cierto sobre todo con respecto a las profecí­as sobre el rechazo, pasión, muerte y resurrección del Mesí­as. (Isa 53:3, 5, 12; Sl 16:10; Mt 16:21-23; 17:22, 23; Lu 24:21; Jn 12:34; 20:9.) No obstante, cuando sucedieron estas cosas y se descifraron las profecí­as, los discí­pulos, e incluso los que aún no lo eran, empezaron a entender la naturaleza profética de estos textos de las Escrituras Hebreas. (Lu 24:45, 46; Hch 2:5, 27, 28, 31, 36, 37; 8:30-35.) Como la mayorí­a de los judí­os no aceptaban que el Mesí­as tuviera que sufrir y morir, los cristianos primitivos insistieron en este tema en su predicación al pueblo judí­o. (Hch 3:18; 17:1-3; 26:21-23.)

Expectativas erróneas. El relato de Lucas indica que muchos judí­os esperaban con anhelo la venida del Mesí­as precisamente cuando Jesús estaba en la Tierra. Simeón y otros judí­os †œ[esperaban] la consolación de Israel† y la †œliberación de Jerusalén† cuando Jesús fue llevado al templo poco después de su nacimiento. (Lu 2:25, 38.) Durante el ministerio de Juan el Bautista, las personas estaban †œen expectación† en cuanto al Cristo o Mesí­as. (Lu 3:15.) Sin embargo, muchos esperaban que el Mesí­as se adaptara a sus ideas preconcebidas. Las profecí­as de las Escrituras Hebreas revelaban que el Mesí­as vendrí­a para desempeñar dos funciones distintas: serí­a alguien †˜humilde que cabalga sobre un asno†™, y, por otra parte, vendrí­a †œcon las nubes de los cielos† para aniquilar a los opositores y hacer que todos los gobiernos le sirviesen a él. (Zac 9:9; Da 7:13.) Los judí­os no percibieron que estas profecí­as se referí­an a dos venidas del Mesí­as diferentes y muy distanciadas.
Las fuentes judí­as concuerdan con Lucas 2:38 en que el pueblo estaba esperando que la liberación de Jerusalén se produjera entonces. The Jewish Encyclopedia observa: †œAnhelaban el libertador prometido de la casa de David, que los libertarí­a del yugo del odiado usurpador extranjero, terminarí­a con el impí­o dominio romano y establecerí­a su propio reino de paz† (1976, vol. 8, pág. 508). Intentaron hacerle rey terrestre (Jn 6:15), pero como se negó a cumplir sus aspiraciones, acabaron por rechazarlo.
Juan el Bautista y sus discí­pulos probablemente creyeron que el Mesí­as serí­a un rey terrestre. Juan sabí­a que Jesús era el Mesí­as y el Hijo de Dios, pues habí­a sido testigo presencial de su ungimiento con espí­ritu santo y habí­a oí­do la voz de aprobación de Dios. A Juan no le faltaba fe. (Mt 11:11.) De modo que su pregunta: †œ[¿]Hemos de esperar a uno diferente?†, pudo significar: †˜¿Hemos de esperar a otro que cumpla todas las esperanzas de los judí­os?†™. En respuesta Jesús señaló a las obras que estaba haciendo (cosas que se habí­an predicho en las Escrituras Hebreas), y concluyó con las palabras: †œY feliz es el que no haya tropezado a causa de mí­†. Aunque esta respuesta implicaba la necesidad de fe y discernimiento, sirvió para satisfacer y consolar a Juan, y le dio la seguridad de que Jesús era Aquel que cumplirí­a las promesas de Dios. (Mt 11:3; Lu 7:18-23.) Además, antes de su ascensión, los discí­pulos de Jesús pensaban que iba a liberar en aquel tiempo a Israel de la dominación gentil y establecer el Reino (restaurar el reino de la lí­nea daví­dica) en la Tierra. (Lu 24:21; Hch 1:6.)

Mesí­as falsos. Tal como Jesús habí­a predicho, tras su muerte los judí­os siguieron a muchos Mesí­as falsos. (Mt 24:5.) †œSegún Josefo, parece que en el primer siglo, antes de la destrucción del templo [en 70 E.C.], aparecieron varios Mesí­as que prometí­an alivio del yugo romano y que pronto hallaron seguidores.† (The Jewish Encyclopedia, vol. 10, pág. 251.) Más tarde, en el año 132 E.C., Bar Kokba (Bar Koziba), uno de los falsos Mesí­as más importantes, fue aclamado como el rey mesiánico. Los soldados romanos mataron a miles de judí­os al reprimir la sublevación que dirigió. Aunque la aparición de falsos Mesí­as demuestra que a muchos judí­os lo que les interesaba era un Mesí­as polí­tico, también prueba que entendí­an bien que tení­a que haber un Mesí­as personal, no solo una era o una nación mesiánica. Algunos opinan que Bar Kokba era descendiente de David, lo que hubiera dado una aparente validez a sus pretensiones mesiánicas. Sin embargo, como los registros genealógicos debieron destruirse en el año 70 E.C., los que después de esta fecha alegaran ser el Mesí­as, no podrí­an demostrar su pertenencia a la familia de David. (De modo que el Mesí­as tení­a que aparecer antes del año 70 E.C., como fue el caso de Jesús, para poder acreditar su linaje daví­dico. Este hecho demuestra que las personas que todaví­a esperan que el Mesí­as venga a la Tierra están equivocadas.) Entre los falsos Mesí­as posteriores estuvieron Moisés de Creta, quien afirmó que dividirí­a el mar entre Creta y Palestina, y Sereno, que engañó a muchos judí­os de España. The Jewish Encyclopedia (vol. 10, págs. 252-255) cuenta veintiocho falsos Mesí­as entre el año 132 E.C. y 1744 E.C.

Aceptación de Jesús como Mesí­as. Los hechos históricos registrados en los evangelios demuestran que Jesús era el verdadero Mesí­as. Las personas del siglo I E.C., que pudieron preguntar a los testigos oculares y examinar las pruebas, consideraron que la información histórica era auténtica. Estaban tan seguros de su exactitud que estuvieron dispuestos a aguantar persecución y morir por su fe basada en aquella información confiable. Los relatos históricos de los evangelios muestran que varias personas reconocieron en público que Jesús era el Cristo o Mesí­as. (Mt 16:16; Jn 1:41, 45, 49; 11:27.) Jesús no dijo que estuviesen equivocados; de hecho, en varias ocasiones admitió, directa o indirectamente, que era el Cristo (Mt 16:17; Jn 4:25, 26), aunque en otras les ordenó que no lo publicasen. (Mr 8:29, 30; 9:9; Jn 10:24, 25.) Jesús actuó donde las personas pudieran ver y oí­r sus obras, para que creyesen sobre la base sólida de estas pruebas, a fin de que su fe estuviese fundada en su propio testimonio ocular del cumplimiento de las Escrituras Hebreas. (Jn 5:36; 10:24, 25; compárese con Jn 4:41, 42.) Hoy se dispone del relato de los evangelios acerca de la vida y obra de Jesús, y también de las Escrituras Hebreas, que suministran un abundante caudal de información sobre lo que Jesucristo harí­a para que los humanos conociesen y creyesen que en realidad es el Mesí­as. (Jn 20:31; véase JESUCRISTO.)

[Tabla de la página 377]

PROFECíAS SOBRESALIENTES ACERCA DE JESÚS Y SU CUMPLIMIENTO
Profecí­a Hecho Cumplimiento
Gé 49:10 Nació de la tribu de Judá Mt 1:2-16; Lu 3:23-33;
Heb 7:14
Sl 132:11; De la familia de David, Mt 1:1, 6-16; 9:27;
Isa 9:7; el hijo de Jesé Hch 13:22, 23;
11:1 Ro 1:3; 15:8, 12
10
Miq 5:2 Nació en Belén Lu 2:4-11; Jn 7:42
Isa 7:14 Nació de una virgen Mt 1:18-23; Lu 1:30-35
Jer 31:15 Matanza de niños después Mt 2:16-18
de su nacimiento
Os 11:1 Llamado de Egipto Mt 2:15
Mal 3:1; 4:5; Se prepara el camino de Mt 3:1-3; 11:10-14;
Isa 40:3 antemano 17:10-13;
Lu 1:17, 76; 3:3-6;
7:27;
Jn 1:20-23; 3:25-28;
Hch 13:24; 19:4
Isa 61:1, 2 Comisionado Lu 4:18-21
Isa 9:1, 2 Su ministerio hizo que las Mt 4:13-16
personas de Neftalí­ y
Zabulón vieran una gran
luz
Sl 78:2 Habló usando ilustraciones Mt 13:11-13, 31-35
Isa 53:4 Llevó nuestras enfermedades Mt 8:16, 17
Sl 69:9 Celoso por la casa de Mt 21:12, 13;
Jehová Jn 2:13-17
Isa 42:1-4 Como era el siervo de Mt 12:14-21
Jehová, no reñirí­a en las
calles
Isa 53:1 No creyeron en él Jn 12:37, 38;
Ro 10:11, 16
Zac 9:9; Entró en Jerusalén sobre Mt 21:1-9; Mr 11:7-11;
Sl 118:26 un pollino; se le aclamó Lu 19:28-38;
como rey y como aquel que Jn 12:12-15
vení­a en el nombre de
JehováIsa 28:16; Aunque se le rechazó, llegó Mt 21:42, 45, 46;
53:3; a ser la piedra angular Hch 3:14; 4:11;
Sl 69:8; principal 1Pe 2:7
118:22,
23
Isa 8:14, 15 Se convierte en piedra Lu 20:17, 18;
de tropiezo Ro 9:31-33
Sl 41:9; Un apóstol infiel le Mt 26:47-50;
109:8 traicionó Jn 13:18, 26-30;
Hch 1:16-20
Zac 11:12 El precio de la traición Mt 26:15; 27:3-10;
fueron 30 piezas de plata Mr 14:10, 11
Zac 13:7 Se dipersa a los discí­pulos Mt 26:31, 56; Jn 16:32
Sl 2:1, 2 Las autoridades romanas y Mt 27:1, 2;
los caudillos de Israel Mr 15:1, 15;
actuaron juntos contra el Lu 23:10-12;
ungido de Jehová Hch 4:25-28
Isa 53:8 Se le juzgó y condenó Mt 26:57-68;
27:1, 2, 11-26;
Jn 18:12-14, 19-24,
28-40;
19:1-16
Sl 27:12 Recurrieron a falsos Mt 26:59-61;
testigos Mr 14:56-59
Isa 53:7 Se mantuvo callado ante Mt 27:12-14;
sus acusadores Mr 14:61; 15:4, 5;
Lu 23:9
Sl 69:4 Fue objeto de odio Lu 23:13-25;
injustificado Jn 15:24, 25
Isa 50:6; Recibió golpes y le Mt 26:67; 27:26, 30;
Miq 5:1 escupieron Jn 19:3
Sl 22:16 Fijado en un madero Mt 27:35;
(nota) Mr 15:24, 25;
Lu 23:33;
Jn 19:18, 23;
20:25, 27
Sl 22:18 Echaron suertes sobre Mt 27:35; Jn 19:23, 24
sus prendas de vestir
Isa 53:12 Se le contó entre los Mt 26:55, 56; 27:38;
pecadores Lu 22:37
Sl 22:7, 8 Recibió injurias mientras Mt 27:39-43;
estaba en el madero Mr 15:29-32
Sl 69:21 Se le dio vinagre y hiel Mt 27:34, 48;
Mr 15:23, 36
Sl 22:1 Dios lo abandonó en manos Mt 27:46; Mr 15:34
de sus enemigos
Sl 34:20; No se le quebró ningún Jn 19:33, 36
Ex 12:46 hueso
Isa 53:5; Se le traspasó Mt 27:49;
Zac 12:10 Jn 19:34, 37; Rev 1:7
Isa 53:5, Murió como sacrificio a Mt 20:28; Jn 1:29;
8, fin de quitar los pecados Ro 3:24; 4:25;
11, y abrir el camino para 1Co 15:3;
12 conseguir una posición Heb 9:12-15;
justa ante Dios 1Pe 2:24; 1Jn 2:2
Isa 53:9 Se le enterró al lado de Mt 27:57-60;
los ricos Jn 19:38-42
Jon 1:17; Pasó tres dí­as incompletos Mt 12:39, 40; 16:21;
2:10 en la tumba y después fue 17:23; 27:64;
resucitado 28:1-7;
Hch 10:40;
1Co 15:3-8
Sl 16:8-11 Resucitó antes de Hch 2:25-31; 13:34-37
(nota) corromperse
Sl 2:7 Jehová lo reconoció como su Mt 3:16, 17;
Hijo al engendrarlo por Mr 1:9-11;
espí­ritu y resucitarlo Lu 3:21, 22;
Hch 13:33; Ro 1:4;
Heb 1:5; 5:5

Fuente: Diccionario de la Biblia

A. Nombres mashéí†aj (j’yvim; , 4899), “ungido; Mesí­as”. De los 39 casos de mashéí†aj, ninguno se encuentra en la literatura sapiencial. Aparecen diseminados en la literatura bí­blica restante en todos los perí­odos. Primero, mashéí†aj se refiere a alguien que han ungido con aceite, simbolizando la unción del Espí­ritu Santo para tareas especí­ficas. Se ungí­an a reyes (1Sa 24:6), sumo sacerdotes y algunos profetas (1Ki 19:16). “Si el sacerdote ungido pecare según el pecado del pueblo” (Lev 4:3 primer ejemplo bí­blico). En el caso de Ciro, el Espí­ritu de Dios lo ungió con la comisión especial de ser libertador de Israel (Isa 45:1). A los patriarcas también se les llama “ungidos”: “¡No toquéis a mis ungidos, ni hagáis mal a mis profetas!” (Psa 105:15). Segundo, el vocablo a veces se translitera “Mesí­as”. Después de la promesa a David (2Sa 7:13), mashéí†aj se refiere inmediatamente a la dinastí­a daví­dica, pero al final apunta hacia el “Mesí­as”, Jesucristo: “Se presentan los reyes de la tierra, y los gobernantes consultan unidos contra Jehová y su Ungido” (Psa 2:2 rva). Daniel 9.25 contiene una transliteración del término: “Conoce, pues, y entiende que desde la salida de la palabra para restaurar y edificar Jerusalén hasta el Mesí­as Prí­ncipe”. En el Nuevo Testamento se constata el mismo significado de este vocablo (Joh 1:41). Es más frecuente en el Nuevo Testamento traducir el vocablo (“Cristo”) en lugar de transliterarlo (“Mesí­as”). mishjah (hj;v]mi , 4888), “unción”. Este nombre aparece 21 veces y únicamente en Exodo, Leví­tico y Números. Siempre sigue al término hebraico “aceite” u “óleo”. La primera vez que se encuentra es en Exo 25:6 “Aceite para la iluminación, especias aromáticas para el aceite de la unción y para el incienso aromático”. B. Verbo mashaj (jv’m; , 4886), “untar con aceite o pintura, ungir”. Este verbo, que aparece 69 veces en hebreo bí­blico tiene cognados en ugarí­tico, acádico, arameo y arábigo. Los complementos del verbo son personas, animales para sacrificio y objetos cúlticos. En Exo 30:30 (rva) se ungen a Aarón y sus hijos: “También ungirás a Aarón y a sus hijos, y los consagrarás, para que me sirvan como sacerdotes”.

Fuente: Diccionario Vine Antiguo Testamento

Notas: (1) Para messias (Joh 1:41; 4.25), transcripción griega del término arameo, véase observaciones bajo CRISTO;¶ (2) el tí­tulo Cristos se traduce “Mesí­as” en Joh 9:22 (RV, RVR, RVR77; VM, Besson, LBA, NVI: “Cristo”); véase CRISTO.

Fuente: Diccionario Vine Nuevo testamento

Tanto Mesí­as, calco del hebreo y del arameo, como Cristo, trascrito del griego, significan “ungido”. Esta apelación vino a ser en la época apostólica el nombre propio de Jesús y se ha apropiado el contenido de los otros tí­tulos reivindicados por él. Por lo demás, subrayaba acertadamente el nexo profundo que enlazaba a su persona con la esperanza milenaria del pueblo judí­o, centrada en la espera del Mesí­as, hijo de David. Sin embargo, los empleos de la palabra ungido en el AT y luego en el judaí­smo no comportaban todaví­a la riqueza de sentido que el NT dio a la palabra Cristo. Hay que remontarse hasta los orí­genes de este vocabulario para ver la transformación que le hizo sufrir el NT proyectando en él la luz de una revelación inscrita en las palabras y en la historia de Jesús.

AT. En el AT la palabra ungido se aplica ante todo al rey; pero también designó a otros personajes, particularmente a los sacerdotes. No obstante, el primer uso es el que dejó más huellas en la escatologí­a y en la esperanza judí­a.

I. DEL REY AL MESíAS REGIO. 1. El ungido de Yahveh en la historia. El rey, en virtud de la *unción de aceite que simboliza su penetración por el *Espí­ritu de Dios (ISa 9,16; 10,1. 10; 16,13), es consagrado para una función que le convierte en lugarteniente de Yahveh en Israel. Esta unción es un rito importante de la coronación del rey (cf. Jue 9,8). Así­ se menciona en el case de Saúl (lSa 9-10), de David (2Sa 2,4; 5,3), de Salomón (IRe 1,39) y de aquellos de sus descendientes que ascendieron al poder en un contexto de crisis polí­tica (2Re 11,12; 23,30). El rey viene así­ a ser “el ungido de Yahveh” (2Sa 19,22; Lam 4,20), es decir, un personaje sagrado, al que todo fiel debe manifestar un respeto religioso (lSa 24,7.11; 26,9.11.16.23; 2Sa 1,14.16). A partir del momento en que el oráculo de Natán fijó la esperanza de Israel en la dinastí­a de *David (2Sa 7,12-16), cada rey que desciende de él resulta a su vez ser el “Mesí­as” actual por el que Dios quiere cumplir sus designios relativos a su pueblo.

2. El ungido de Yahveh en la oración. Los salmos anteriores al exilio ponen en evidencia el puesto de este Mesí­as regio en la vida †¢de fe de Israel. La unción que ha recibido es signo de cierta preferencia divina (Sal 45,8); ha hecho de él el *hijo adoptivo de Yahveh (Sal 2,7; cf. 2Sa 7,14). Así­ está cierto de la protección de Dios (Sal 18,51; 20,7; 28,8). Rebelarse contra él es una locura (Sal 2,2), pues Dios no dejará de intervenir para salvarle (Hab 3,13) y “exaltar su cuerno” (lSa 2,10). Sin embargo, se ora por él (Sal 84,10; 132,10). Pero fundándose en las promesas hechas a David, se espera, sí­, que Dios no dejará nunca de perpetuar su dinastí­a (Sal 132,17). Así­ es grande el desconcierto de los espí­ritus cuando, después de la caí­da de Jerusalén, el ungido de Yahveh es hecho prisionero por los paganos (Lam 4,20): ¿por qué ha desechado Dios así­ a su Mesí­as, de modo que todos los paganos le ultrajen (Sal 89,39.52)? La humillación de la dinastí­a daví­dica es una prueba para la fe, prueba que subsiste aun después de la restauración postexí­lica. En efecto, la esperanza del restablecimiento dinástico suscitada un momento por Zorobabel es pronto decepcionada: Zorobabel no será nunca coronado (a pesar de Zac 6,9-14) y ya no volverá a haber Mesí­as regio a la cabeza del pueblo judí­o.

3. El Ungido de Yahveh en la escatologí­a. Los profetas, con frecuencia severos con el Ungido reinante, al que juzgaban infiel, orientaron la esperanza de Israel hacia el *rey futuro, al que, sin embargo, no dan nunca el tí­tulo de Mesí­as. A partir de sus promesas se desarrolló el mesianismo regio después del exilio. I.os salmos regios, que en otro tiempo hablaban del Ungido presente, se cantan ahora en una nueva perspectiva que los hace referirse al Ungido futuro, Mesí­as en el sentido fuerte del término. Describen anticipadamente su gloria, sus luchas (cf. Sal 2), sus victorias, etc. La esperanza judí­a enraizada en estos textos sagrados es extremadamente viva en la época del NT, particularmente en la secta farisea. El autor de los salmos de Salomón (63 antes de J.C.) invoca la venida del Mesí­as, hijo de David (Sal de Salom 17; 18). El mismo tema es frecuente en la literatura rabí­nica. En todos estos textos el Mesí­as se sitúa en el mismo plano que los antiguos reyes de Israel. Su reinado ocupa un puesto en el marco de las instituciones teocráticas, pero se comprende de una manera muy realista que acentúa el aspecto polí­tico de su función.

II. Los OTROS EMPLEOS DE LA PALABRA “UNGIDO”. 1. Los “ungidos de Yahveh” en sentido lato. La unción divina consagraba a los reyes con miras a una *misión relativa al designio de Dios sobre su pueblo. En sentido amplio, metafórico, el NT habla a veces de unción divina en casos en que sólo se trata de una misión que cumplir, sobre todo si esta misión implica el don del Espí­ritu divino. Ciro, enviado por Dios para liberar a Israel de la mano de Babilonia, es calificado de ungido de Yahveh (Is 45,1), como si su consagración regia lo hubiese preparado para su misión providencial. Los *profetas no eran consagrados para su función con una unción de aceite; sin embargo, Elí­as recibe la orden de “ungir a Eliseo como profeta en su lugar” (1 Re 19,16); la expresión puede explicarse por el hecho de que le legará “una parte doble de su *Espí­ritu” (2Re 2,9). Efectivamente, esta unción del Espí­ritu recibida por el profeta se expresa en Is 61,1: tal unción lo consagró para anunciar la buena nueva a los pobres.

También como “profetas de Yahveh” se llama una vez a los miembros del pueblo de Dios sus ungidos (Sal 105,15; cf. quizá Sal 28,8; Hab 3,13). Pero todos estos empleos de la palabra son sólo ocasionales.

2. Los sacerdotes ungidos. Ningún texto anterior al exilio habla de unción de los sacerdotes. Pero después del exilio, el *sacerdocio ve aumentar su prestigio. Ahora que ya no hay rey, el sumo sacerdote es el jefe de la comunidad. Entonces es cuando, para consagrarlo a su función, se le confiere la unción. Los textos sacerdotales tardí­os, para subrayar la importancia del rito, lo hacen remontarse hasta Aarón (Ex 29,7; 30, 22-33; cf. Sal 133,2). La unción, por lo demás, se extiende luego a todos los sacerdotes (Ex 28,41; 30,30; 40, 15). A partir de ‘esta época el sumo sacerdote es el sacerdote ungido (Lev 4,3.5.16; 2Mac 1,10), por tanto, un “mesí­as” actual como lo era antiguamente el rey (cf. Dan 9,25). Prolongando ciertos textos proféticos que asocian estrechamente realeza y sacerdocio en la escatologí­a (Jet. 33,14-18; Ez 45,1-8; Zac 4,1-14; 6,13), algunos ambientes aguardan incluso en los últimos tiempos la venida de dos Mesí­as: un Mesí­as sacerdote que tendrá la preeffiinencia y un Mesí­as rey encargado de los asuntos temporales (testamentos de los doce patriarcas, textos de Qumrán). Pero esta forma particular de la esperanza mesiánica parece restringirse a los cí­rculos esenios marcados por un influjo sacerdotal preponderante.

3. Escatologí­a y mesianismo. La escatologí­a judí­a concede, pues, un puesto importante a la espera del Mesí­as: Mesí­as regio en todas partes, Mesí­as sacerdotal en ciertos ambientes. Pero las promesas escriturarias no se reducen a este mesianismo en el sentido estricto de la palabra, ligado con frecuencia con sueños de restauración temporal. Anuncian igualmente la instauración del *reino de Dios. Presentan también el artí­fice de la *salvación bajo los rasgos del *siervo de Yahveh y del *Hijo del hombre. La coordinación de todos estos datos con la espera del Mesí­as (o de los mesí­as) no se realiza en forma clara y fácil. Sólo la venida de Jesús disipará en este punto la ambigüedad de las profecí­as.

NT. 1. JESÚS Y LA ESPERA DEL MESíAS. 1. El tí­tulo dado a Jesús. Los oyentes de Jesús, impresionados por su santidad, su autoridad y su poder (cf. Jn 7,31), se preguntan: “¿No es éste el Mesí­as?” (Jn 4,29; 7,40ss) o, lo que es lo mismo: “¿No es éste el hijo de David?” (Mt 12,23). Y le apremian para que se declare abiertamente (Jn 10,24). Ante esta cuestión las gentes se dividen (cf. 7,43). Por un lado las autoridades judí­as deciden excomulgar a quienquiera que lo reconozca por el Mesí­as (9, 22). Pero los que recurren a su poder milagroso lo invocan abiertamente como el hijo de David (Mt 9,27; 15,22; 20,30s) y su mesianidad es objeto de actos explí­citos de fe : por parte de los primeros discí­pulos ya inmediatamente después del bautismo (Jn 1,41.45.49), por parte de Marta en el momento en que se revela como la resurrección y la vida (11,27). Los sinópticos dan una solemnidad particular al acto de fe de Pedro: “¿Quién decí­s vosotros que soy yo?” “Tú eres el Mesí­as” (Mc 8,29). Esta *fe es auténtica, pero es todaví­a imperfecta, pues el tí­tulo de Mesí­as pudiera todaví­a ser entendido en una perspectiva de *realeza temporal (cf. Jn 6,15).

2. Actitud de Jesús. Así­ Jesús adopta en este particular una actitud reservada. Salvo en Jn 4,25s (donde el término traduce sin duda en lenguaje cristiano una expresión de la fe samaritana) no se da a sí­ mismo nunca el tí­tulo de Mesí­as. Se deja llamar hijo de David, pero prohibe a los endemoniados que declaren que es el Mesí­as (Le 4,41). Acepta las confesiones de fe, pero después de la de Pedro recomienda a los doce que no digan que es el Mesí­as (Mt 16,20). Por lo demás, a partir de este momento, pone empeño en purificar la concepción mesiánica de sus discí­pulos. Su carrera de Mesí­as comenzará como la del *siervo doliente; *Hijo del hombre, entrará en su gloria por el sacrificio de su vida (Mc 8,31 p; 9,31 p; 10,33s p). Sus discí­pulos están desconcertados, como lo estarán los judí­os cuando les hable de la “elevación del Hijo del hombre” (Jn 12,34).

Sin embargo, el domingo de Ramos se deja Jesús intencionadamente aclamar como el hijo de David (Mt 21,9). Luego, en las controversias con los fariseos, subraya la superioridad del hijo de David sobre su antepasado, cuyo Señor es (Mt 22,41-46 p). Finalmente, en su proceso religioso, el sumo sacerdote le intima que diga si es el Mesí­as. Sin rechazar el tí­tulo, Jesús lo interpreta luego en una perspectiva trascendente: es el *Hijo del hombre destinado a sentarse a la diestra de Dios (Mt 26, 63s). Ahora bien, esta confesión se hace en el momento en que comienza la pasión, y es además la que acarreará su condenación (26,65s). Así­ su tí­tulo de Mesí­as será especialmente vilipendiado (26,68; Mc 15,32; Le 23,35.39), al mismo tiempo que su tí­tulo de *rey. Sólo después de su resurrección podrán los discí­pulos comprender lo que implica exactamente el “¿No era necesario que Cristo soportara estos sufrimientos para entrar en su gloria?” (Le 24,26). Evidentemente, no se trata ya de gloria temporal, sino de algo muy distinto: según las Escrituras, “el Cristo debí­a morir y resucitar para que en su nombre se proclamara la conversión a todas las naciones con miras a la remisión de los pecados” (24,46).

II. LA FE DE LA IGLESIA EN JESUCRISTO. 1. Jesús resucitado es Cristo. Así­ pues, a la luz de pascua la Iglesia naciente atribuye a Jesús este tí­tulo de Mesí­as Cristo, ahora ya despojado de todo equí­voco. Sus razones son apologéticas y teológicas. Hay que mostrar a los judí­os que Cristo, objeto de su esperanza, ha venido en la persona de Jesús. Esta demostración reposa sobre una teologí­a muy segura que subraya la continuidad de las dos *alianzas y ve en la segunda la *realización, el *cumplimiento de la primera. Jesús aparece así­ como el verdadero hijo de David (cf. Mt 1,1; Lc 1,27; 2,4; Rom 1,3; Act 2,29s; 13,23), destinado desde su concepción a recibir el trono de David su padre (Lc 1,32), para llevar a término la realeza israelita estableciendo en la tierra el *reino de Dios. La resurrección es la que lo ha entronizado en su gloria regia: “Dios ha hecho Señor y Cristo a este Jesús al que vosotros crucificasteis” (Act 2,36). Pero esa gloria es del orden de la nueva *creación; la gloria temporal de los antiguos ungidos de Yahveh no era sino una lejana *figura de la misma. 2. Los tí­tulos de Jesucristo. La palabra Cristo, unida indisolublemente al nombre personal de *Jesús, conoce, por tanto, una prodigiosa ampliación, pues todos los otros tí­tulos que definen a Jesús se concentran en torno a ella. Al que Dios ha ungido, es su santo *siervo Jesús (Act 4,27), el *cordero irreprochable.,descrito por Is 53 (lPe 1,19; cf. ICor 5,7). Por esto estaba escrito que debí­a sufrir (Act 3,18; 17,3; 26,22s) y por esto el Sal 2 describí­a anticipadamente la conspiración de las naciones “contra Yahveh y contra su Mesí­as” (Act 4,25ss; cf. Sal 2,1s). Así­ el Evangelio de Pablo es un anuncio de Cristo crucificado (lCor 1,23; 2,2), muerto por impí­os (Rom 5,6ss), y la primera epí­stola de Pedro se extiende largamente sobre la pasión del Mesí­as (lPe 1,11; 2,21; 3,18; 4,1.13; 5’,1). En el libro de Isaí­as la misión del siervo estaba descrita como la de un *profeta perseguido. De hecho, la única *unción que reivindicara Jesús es la unción profética del Espí­ritu (Lc 4,16-22; cf. Is 61,1), y Pedro en los Hechos tiene buen cuidado de recordar cómo “Dios ungió a Jesús con el Espí­ritu Santo y con poder” (Act 10,38). En ví­speras de su muerte proclamaba Jesús su dignidad de *Hijo del hombre (Mt 26,63s). La predicación apostólica anuncia efectivamente su retorno el último dí­a en calidad de Hijo del hombre para instaurar el mundo nuevo (Act 3,20s; cf. 1,11), y con este tí­tulo está sentado ya a la diestra de Dios (Act 7,55s; Ap 1,5.12-16; 14,14). El Apocalipsis, sin tratar de atribuirle el mesianismo sacerdotal, con que soñaba el judaí­smo tardí­o, lo muestra revestido con la túnica de los sacerdotes (Ap 1,13), y la epí­stola a los Hebreos celebra su *sacerdocio regio, que habí­a sustituido definitivamente al sacerdocio figurativo de Aarón (Heb 5,5 etc.; 7). No se vacila en darle el tí­tulo más elevado, el de *señor (cf. Act 2,36): es el “Cristo Señor” (Lc 2,11; 2Cor 4,5s), “Nuestro Señor Jesucristo” (Act 15, 26). En efecto, su resurrección manifestó espléndidamente que posee una gloria más que humana: Cristo es el *Hijo de Dios en el sentido fuerte de la palabra (Rom 1,4), es Dios mismo (Rom 9,5; Un 5,20): Cristo no es ya para él un tí­tulo de tantos, sino que ha venido a ser como su nombre propio: Cristo, no el Cristo (el Ungido), con artí­culo (ICor 15, 12-23), que recapitula todos lds demás. Y los que han sido salvados por él llevan con toda razón el nombre de “cristianos” (Act 11,26).

-> David – Hijo del hombre – Unción – Siervo de Dios.

LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teologí­a Bí­blica, Herder, Barcelona, 2001

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas

El estudio del surgimiento y desarrollo de la figura del Mesías es, en primer lugar, histórico; y luego, teológico. La confusión surge cuando ideas cristianas específicas acerca del Mesías invaden el campo del AT. El concepto de Jesús en cuanto a su misión mesiánica no concuerda con la expectación judía popular contemporánea.

«Mesías» es la transliteración helenizada del arameo mәšîḥāʾ. La palabra hebrea subyacente se deriva del verbo māšah, «ungir», «untar con aceite». Este título se usó a veces con figuras no israelitas: p. ej. Ciro en Is. 45:1; a veces del altar, como en Ex. 29:36; otras de los profetas, como en 1 Reyes 19:16; pero la mayoría de las veces se refiere al rey de Israel, como en 1 S. 26:11 y Sal. 89:20. Es digno de mención el hecho de que la palabra «Mesías» no aparece en todo el AT (la cita de Dn. 9:25 es incorrecta; debería traducirse como «el ungido»; así aparece a lo menos como una variante en la BJ), y raras veces en la literatura intertestamentaria. El sentido primario del título es «rey», como el hombre ungido de Dios; pero también sugiere elección, es decir, el rey era elegido y luego honrado. Difícilmente podría ser de otra manera como para referirse a algo más que un dirigente político porque en sus primeros tiempos Israel mantuvo solamente un gobernante, visible y poderoso que reinaba aquí y ahora. Pero la evidencia completa del judaísmo posterior señala al Mesías no únicamente como rey, sino como un rey escatológico, un gobernante que aparecería al fin de los tiempos. David fue el rey ideal de Israel y, como tal, tuvo un carácter «sagrado», y esta característica sagrada llegaría a aplicarse al rey escatológico que debería ser como David. ¿Cómo fue que el Mesías nacional llegó a ser un futuro rey ideal? Después de la muerte de David, Israel comenzó a esperar por otro como él quien mantendría el poder y prestigio de su país. Pero la nación pasó por duros momentos con la división del reino y esto contribuyó a un desaliento colectivo en cuanto a la esperanza de un rey como David. Luego, después del exilio de Zorobabel, un descendiente de David tomó el liderazgo de Judá, pero se fue notando que no era otro David. Gradualmente, la esperanza se fue proyectando hacia el futuro, y finalmente al futuro más remoto, de manera que al Mesías se lo esperaba para el fin del mundo. Éste es el modo que toman las expectaciones mesiánicas en la última parte del AT. Tales profecías son comunes. Por ejemplo, Jer. 33 promete la continuación de la línea de David; Is. 9 y 11 prevén el esplendor real del rey venidero; Mi. 5:2 mira hacia el nacimiento del rey davídico en Belén; y Zac. 9 y 12 describen el carácter del reino y reinado mesiánico.

La figura del Hijo del Hombre en Daniel no debe identificarse con el Mesías; es sólo en la subsecuente historia del judaísmo que se vino a considerar las dos figuras como una sola. El Siervo Sufriente de Isaías por el papel que juega es aún otra figura. De manera que, el Mesías o el futuro rey ideal de Israel, el Hijo del Hombre y el Siervo Sufriente, eran tres distintas representaciones del AT.

La Apócrifa y la Pseudoepígrafa son remanentes literarios de la evolución de las esperanzas mesiánicas dentro de Judá en el período intertestamentario. Al igual que en el AT, el uso formal de «Mesías» es raro. Es bueno recordar que en esta literatura hay una distinción entre Mesías y mesiánico; un libro puede tener un tema mesiánico, pero carecer del Mesías. El libro de Enoc es bien conocido por su doctrina del Hijo de Hombre, la cual tiene muchos rasgos mesiánicos. Con todo, él no es el Mesías, sino una persona muy parecida al Hijo del Hombre que aparece en Daniel. Quedó para los Salmos de Salomón (c. 48 a.C.) entregar la firme y repetida evidencia del uso técnico del término en la literatura intertestamentaria. Así que, esta literatura demuestra una expectación difusa en cuanto al Mesías. Habla de un Mesías de David, de Leví, de José y de Efraín. Los Manuscritos del Mar Muerto añaden confusión cuando hablan del Mesías de Aarón e Israel. La agitación de expectaciones mesiánicas produjeron en este período un patrón: se llegó a esperar dos tipos de Mesías. Por un lado, surgió la expectación de un Mesías puramente nacional, aquel que aparecería como hombre y que asumiría el reinado de Judá para librarlo de sus opresores. Por el otro lado, se esperaba un Mesías transcendente del cielo, en parte humano, en parte divino, el cual establecería el reino de Dios en la tierra. Para la mente judía popular de los primeros dos siglos, antes y después de Cristo, estos dos conceptos no fueron mutuamente hostiles, sino que tendieron a modificarse el uno al otro. Algunos estudiosos han argumentado que el compuesto de estos dos conceptos (el del Mesías y el del Siervo Sufriente) se llevó a cabo en el período intertestamentario; pero la única evidencia al respecto son los Targumim, que son poscristianos.

Quedó para Jesús fundir en uno las tres representaciones escatológicas del AT—Mesías, Siervo Sufriente e Hijo del Hombre. Aparte de esta verdad no hay explicación de por qué los discípulos se confundieron cuando les dijo que debía sufrir y morir (Mt. 16:21ss.). Que Cristo sabía que él era el Mesías se puede ver bien en su uso del título Hijo del Hombre; en Mr. 14:61–62 afirma que el Cristo y el Hijo del Hombre son uno. «Cristo» es simplemente el equivalente griego del hebreo «Mesías». Jn. 1:41 y 4:25 preservan la idea semítica transliterando la palabra Mesías. Jesús aceptó de buena gana que lo llamaran Hijo de David, un título mesiánico distintivo, en diversas ocasiones—el clamor del ciego Bartimeo (Mr. 10:47ss.), los niños en el templo (Mt. 21:15), y en la entrada triunfal (Mt. 21:9), sólo por dar unos pocos ejemplos. Hace mucho que se pregunta por qué Jesús prefirió el título más oscuro de Hijo del Hombre en lugar de apropiarse del título de Mesías. Es posible que este último fuese evitado por consideraciones políticas, ya que si Jesús hubiese dicho públicamente que él era el «Mesías», esto habría encendido las aspiraciones políticas de sus oyentes para elegirlo como rey, ante todo una figura nacionalista, y para arrojar a los ocupantes romanos. Este es precisamente el significado de la acción de los judíos en la entrada triunfal. Jesús se aferró al título de Hijo del Hombre para encubrir de sus oyentes su misión mesiánica, pero para revelar a sus discípulos aquella misión.

La primera generación de la iglesia no dudó en llamar a Jesús el Cristo, y designarlo en esta forma como el más grande Hijo de David, el Rey. La palabra se usó primero como un título de Jesús (Mt. 16:16), y después como parte de su nombre personal (Ef. 1:1, p. ej.). El sermón de Pedro en Pentecostés no sólo reconoce a Jesús como el Cristo, sino también como al Señor, y de esta forma el cumplimiento del oficio mesiánico es ligado integralmente con la deidad esencial de Jesús. Hch. 2:36 afirma que Jesús fue «hecho» Cristo, siendo el sentido del verbo que Jesús fue confirmado como el Cristo por la resurrección. Ro. 1:4 y Fil. 2:9–11 contienen el mismo pensamiento. Otros títulos mesiánicos que se atribuyen a Jesús son Siervo, Señor, Hijo de Dios, Rey, El Santo, El Justo y el Juez.

Véase también Cristología.

BIBLIOGRAFÍA

  1. Mowinckel, He that Cometh; B.B. Warfield, Christology and Criticism; V. Taylor, The Names of Jesus.

David H. Wallace

BJ Biblia de Jerusalén

Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (387). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología

I. En el Antiguo Testamento

Este término, utilizado como título oficial de la figura central de la esperanza, es producto, principalmente, del judaísmo posterior. Su uso, naturalmente, queda validado por el NT, pero sólo dos veces aparece la palabra en sí en el AT (Dn. 9.25–26).

La idea del *ungimiento y de la persona ungida es un uso veterotestamentario perfectamente establecido. Un ejemplo en particular, que a veces ha causado dificultad a los eruditos veterotestamentarios, resulta especialmente útil para definir el término. En Is. 45.1 se menciona a Ciro el persa como “su (o sea el de Yahvéh) ungido” (mešı̂ḥô). Hay aquí cinco rasgos que, a la luz del resto de la Escritura, definen claramente ciertos lineamientos principales del mesianismo veterotestamentario. Ciro es un hombre elegido por Dios (Is. 41.25), designado para cumplir un propósito redentor para con el pueblo de Dios (45.11–13), y llevar a cabo un juicio contra sus enemigos (47). Se le da dominio sobre las naciones (45.1–3); y en todas sus actividades el verdadero agente es Yahvéh mismo (45.1–7). La condición de ungido de Ciro, como tal, indica, simplemente, que se hace un uso “secular” (por décirlo así) de la terminología mesiánica (cf. el “ungimiento” de Hazael, 1 R. 19.15; y la descripción de Nabucodonosor como “mi siervo”, Jer. 25.9). No podríamos encontrar mejor resumen del punto de vista veterotestamentario sobre la persona “ungida”; además, es evidente que estos cinco puntos se ven extraordinariamente cumplidos en el Señor Jesucristo, que se vio a sí mismo como el cumplimiento de las esperanzas mesiánicas veterotestamentarias. Teniendo en cuenta esto el plan mejor y más simple para nuestro estudio consiste en aplicar el término “mesiánico” a todas las profecías que hagan resaltar a una persona como figura de salvación (así Vriezen).

¿Qué antigüedad tienen las expectativas mesiánicas? Una línea importante de argumentación en relación con este punto (sugerida por Mowinckel) es que el Mesías es una figura escatológica en el sentido estricto del término: vale decir que no es simplemente una figura de esperanza futura, sino que decididamente pertenece a los “días postreros”. En consecuencia, como todos los pasajes correctamente definidos como escatológicos se remontan a la caída de la monarquía davídica como hecho de la historia pasada, el Mesías debe pertenecer a las épocas posexílicas, y no se lo encuentra como tema de predicción en los documentos preexílicos. Los pasajes aparentemente mesiánicos de los tiempos de la monarquía deben interpretarse como simples expresiones dirigidas al monarca reinante, sin significación mesiánica, es decir, escatológica. Se afirma que redacciones posteriores pueden haberlos adaptado con fines mesiánicos, y que escritores mesiánicos posteriores pueden haber obtenido en ellas parte de las imágenes, pero que en sí, y considerados como corresponde, no son mesiánicos.

Contra Pelag esto se argumenta (p. ej. por Knight), con gran peso, que difícilmente se podría haber tratado o considerado seriamente a los monarcas que conocemos en el libro de Reyes con los términos que se emplean, por ejemplo, en los Salmos relacionados con la realeza. Vamos a demostrar la validez de este punto de vista en seguida, pero por el momento nos contentaremos con decir que tales pasajes hacen resaltar una concepción de la monarquía israelita como tal y una expectativa que residía en la investidura monárquica misma. Aun cuando Mowinckel ha insistido correctamente en que el Mesías tiene que ser una figura escatológica, de ninguna manera concordarían todos los especialistas veterotestamentarios en que la escatología debe ser posexílica (cf., p. ej., Vriezen), pero por cierto que sería legítimo averiguar si no ha definido demasiado rígidamente el concepto de escatología. Si, por ejemplo, le niega la descripción de “escatológico” a cualquier pasaje que presente la supervivencia y la vida de un remanente después de la intervención divina, la consecuencia lógica de esto sería negar que el Señor Jesucristo es una figura escatológica, y, por lo tanto, entraría en contradicción con el concepto bíblico en cuanto a los “días postreros” (p. ej. He. 1.2; 1 Jn. 2.18). Resulta mucho más satisfactorio definir al Mesías como una “figura teleológica”. Elemento característico y único en el pueblo de Israel es la comprensión que tenían en cuanto a un propósito en la vida. Conciencia de esto tuvieron desde el principio (cf. Gn. 12.1–3), y esto los convirtió en los únicos verdaderos historiadores del mundo antiguo.

La vinculación específica de esta esperanza a una figura real del futuro de ninguna manera depende de la caída histórica de la monarquía, porque la línea davídica fracasó desde el principio, y la expectativa, más aun el anhelo de la llegada del Mesías real no tiene por qué ser posterior al reinado de Salomón. Por lo tanto, nuestro plan será buscar en el AT una “figura de salvación”, y, al asociar nuestra búsqueda con la teleología israelita, más bien que con una escatología estrechamente definida, encontraremos buenas razones para sostener que desde temprano el pueblo elegido se aferró a esa esperanza, y que empezó a asumirla con el “protoevangelio” de Gn. 3.15.

a. El Mesías como antitipo de grandes figuras históricas

La perspectiva teleológica de los israelitas sobre la vida en la tierra, ya mencionada, estaba arraigada en el conocimiento de ese Dios único que se reveló a ellos. La fidelidad y la coherencia propias de su Dios les dio una clave para el futuro, en la medida en que era necesario que la fe discerniera las cosas que habían de venir. Dios había actuado en forma “típica” y característica mediante ciertas grandes figuras y hechos del pasado, y, dado que Dios no cambia, actuará de la misma forma nuevamente. Tres personas del pasado que reunían dichas características fueron especialmente entretejidas en el esquema mesiánico: Adán, Moisés y David

1. El Mesías y Adán. Hay ciertas características del futuro mesiánico que muy claramente recuerdan el estado edénico. Por conveniencia las agruparemos bajo dos encabezamientos: prosperidad (Am. 9.13; Is. 4.2; 32.15, 20; 55.13; Sal. 72.16), y paz (la armonía del mundo de los seres vivientes: Is. 11.6–9; y la del mundo de las relaciones humanas: Is. 32.1–8). Si consideramos la caída puramente desde el punto de vista de sus efectos sobre este mundo, estas fueron las cosas que se perdieron cuando entró a actuar la maldición de Dios. Cuando se invierte la maldición y el Hombre de Dios restaura todas las cosas, reaparece la escena edénica. Esto no es simplemente una expresión de deseos, sino una ampliación lógica y correcta de la doctrina de la creación por un Dios santo. Todos los pasajes anteriormente citados se refieren al rey mesiánico y la naturaleza de su reino y gobierno. Aquí encontrarnos la verdadera recapitulación del primer hombre, que tenía “dominio” sobre el resto de lo creado (Gn. 1.28; 2.19–20), pero que cayó cuando permitió que su dominio fuese usurpado (cf. Gn. 3.13). El dominio se restaurará con el Mesías. Puede admitirse francamente que la noción del Mesías como un nuevo *Adán no se ha elaborado ni específicamente ni en extensión, “pero no es improbable que tengamos pruebas de que la ideología real se haya visto influida a veces por la concepción del rey del paraíso” (Mowinckel). La doctrina neotestamentaria del “segundo Adán” tiene claramente su raíz en los pasajes veterotestamentarios citados.

2. El Mesías y Moisés. No es sorprendente que el éxodo y su conductor hayan impresionado de tal manera la mente de Israel que se viera el futuro en ese molde. De la manera en que fue registrado y presentado a las generaciones sucesivas de la nación, el modelo del primer éxodo se convirtió en la revelación eterna de Dios (Ex. 3.15). El concepto del segundo éxodo no siempre se halla dentro de un cuadro específicamente mesiánico. A veces se pone énfasis en el hecho de que Dios volverá a hacer lo que hizo con el éxodo sólo que en forma aun mayor, pero sin mencionar ningún hombre por medio del cual actuaría de la manera en que anteriormente lo hizo por medio de Moisés (p. ej. Os. 2.14–23; Jer. 31.31–34; Ez. 20.33–44—nótese el término “reinar” en el vv. 33; podría ser que a Moisés se le llamase “rey” en Dt. 33.5—). A veces, sin embargo, el pronóstico del segundo éxodo es mesiánico, p. ej. Is. 51.9–11; 52.12; Jer. 23.5–8. Nuevamente es justo reconocer que el tema se expresa, en el mejor de los casos, como inferencia. No obstante, en el caso de Moisés podemos llevar el estudio un paso más adelante, porque tenemos su propia profecía en Dt. 18.15–19 de que el Señor levantará un profeta “como yo”.

En general, la exégesis de este pasaje ha tendido a abogar exclusivamente por uno u otro punto de vista: ya sea que aquí se predice la venida del Mesías, o que la referencia es simplemente a la provisión providencial de una línea continua de profetas. En trabajos recientes este último pensamiento cuenta con el apoyo de la mayoría, aunque a veces se ha reconocido que también puede admitirse el significado mesiánico, aunque en forma secundaria. Sin embargo, el pasaje mismo parecería requerir ambas interpretaciones, porque algunas de sus características sólo pueden satisfacerse por medio de la línea de profetas, y otras solamente por el Mesías.

Así, el contexto pesa mucho a favor del primer punto de vista. Las insistentes advertencias de Moisés contra las abominaciones de los cananeos recalca especialmente las prácticas adivinatorias para conocer el futuro. Dichas advertencias se ven reforzadas por esta profecía del profeta mosaico. Aquí, dice Moisés, se halla la alternativa israelita a la adivinación; los vivos no deben consultar a los muertos, porque el Dios de Israel hablará a su pueblo por medio de un hombre que se levantará con ese propósito. Esto pareciera ser una promesa de revelación continua; una predicción acerca de un Mesías lejano no satisfaría la necesidad de guía a que se está refiriendo Moisés.

Además, se puede considerar que los vv. 21–22, que ofrecen una prueba para profetas, anticipan la situación que se iba a presentar a menudo en los días de los profetas canónicos, y que tanta amargura ocasionaron al alma de Jeremías (23.9ss). Pero esta consideración no tiene el mismo peso que la anterior, porque no sería de ningún modo impropio que se proveyese alguna prueba para el Mesías. La posibilidad de un falso Mesías es tan real como la de un falso profeta y, desde luego, sin necesidad de llevar las cosas más allá, Jesucristo mismo basó la legitimidad de sus pretensiones en la coincidencia de sus palabras y sus obras, y sus opositores judíos contínuamente insistían en que se les diera una señal mesiánica inequívoca.

Si tomamos las palabras de Moisés como palabras proféticas referidas a una línea de profetas, por cierto que se vieron ampliamente cumplidas. Todo verdadero profeta fue “como Moisés”, porque existía para enseñar la doctrina de Moisés. Tanto Jeremías (23.9ss) como Ezequiel (13.1–14.11) distinguen entre el verdadero y el falso profeta por el contenido de su mensaje: el verdadero profeta siempre tiene algo que decir contra el pecado, mientras que el falso no. Esto equivale a decir, sencillamente, que la teología de la verdadera *profecía deriva del Sinaí. También Deuteronomio enseña esta verdad, porque en el cap(s). 13 se encara la cuestión de la fálsa profecía, y se requiere en forma precisa que cada profeta sea comparado con la revelación del éxodo (vv. 5, 10) y con la enseñanza de Moisés (v. 18). Moisés es el profeta normativo; todo profeta verdadero es, como tal, un profeta “como Moisés”.

Pero hay otro aspecto de la exégesis de este pasaje. De acuerdo con Dt. 34.10, Moisés es único, y todavía no ha aparecido otro como él. Cualquiera sea el punto de vista en cuanto a la fecha de Deuteronomio, este versículo indica que Dt. 18.15ss debe entenderse como mesiánico: porque si Deuteronomio fue escrito en fecha tan tardía como algunos afirman, o si 34.10 representa un comentario editorial posterior, entonces se nos está informando allí que ningún profeta, como tampoco los profetas en conjunto, cumplieron la predicción de 18.15ss.

Más todavía, cuando consideramos el pasaje en sí debemos prestar especial atención a los términos sumamente precisos de la comparación con Moisés. El pasaje no dice en forma amplia e indefinida, que vendrá un profeta “como Moisés”, sino específicamente un profeta que, en su persona y obra, pueda compararse con Moisés en Horeb (v. 16). Ahora bien, esta comparación no fue cumplida por ninguno de los profetas veterotestamentarios. Moisés en Horeb fue el mediador del pacto; los profetas fueron predicadores del pacto y además profetizaron sobre el sucesor del mismo. Moisés fue un originador; los profetas fueron propagadores. Con Moisés la religión de Israel entró en una nueva fase; los profetas lucharon por el establecimiento y el mantenimiento de esa fase, y prepararon el camino para la próxima, hacia la que apuntaban. En consecuencia, solamente el Mesías puede satisfacer el estricto requisito de los vv. 15–16.

¿Cómo podemos, entonces, reconciliar ambas interpretaciones? Ya hicimos notar, con respecto a la continua necesidad de Israel de escuchar la voz de Dios, que un Mesías lejano no la satisfaría. Al decir esto, hablamos como si los antiguos israelitas hubieran tenido a su disposición información del ss. XX. Por cierto que este pasaje predice al Mesías-profeta, pero nada dice en cuanto a que sea “lejano”. Solamente el paso del tiempo puede demostrarlo. Aquí, entonces, tenemos la reconciliación: con respecto a los profetas, Israel estaba en la misma situación que con respecto a los reyes (véase inf.). La línea real se desenvolvía a la sombra de la promesa del gran Rey que debía venir, y cada rey sucesivo fue recibido en términos deliberadamente mesiánicos, tanto para recordarle su vocación a cierto tipo de monarquía como para expresar el deseo nacional de que hubiese llegado el Mesías. Lo mismo ocurría con los profetas. También ellos vivían a la sombra de la promesa, y también tenían un modelo al que debían ajustarse. Cada rey debía ser, de la mejor forma posible, como el rey del pasado (David) hasta la llegada de aquel que estaría en condiciones de reformular el tipo davídico y ser el rey del futuro; de ese mismo modo, también, cada profeta debía ser, de la mejor forma posible, como el profeta del pasado (Moisés) hasta la llegada de aquel que está en condiciones de reformular el tipo mosaico y ser el profeta, legislador y mediador del nuevo pacto futuro.

3. El Mesías y David. La Escritura indica que el moribundo Jacob profetizó (y no hay razones suficientes para dudar de la afirmación) acerca del futuro de sus hijos, La profecía sobre Judá ha llamado mucho la atención, y con justicia (Gn. 49.9–10). Necesariamente la disputa se ha centrado en el significado de ˓aḏ ḵı̂ yāḇô’ šı̂lôh. Ez. 21.27 parece sugerir la interpretación “hasta que venga aquel cuyo es el derecho”, que por cierto es el más venerable de los enfoques al problema. Más recientemente ha surgido la teoría de que aquí tenemos un préstamo del acádico que significa “su gobernante” (o sea el de Judá). De todos modos, el gobierno tribal ha sido conferido a Judá, y se prevé un gobernante judaíta preeminente como consumación de la soberanía. En un sentido inicial, y al mismo tiempo normativo, esto ocurrió con David de Judá, con quien se comparaban, para bien o para mal, todos los reyes sucesivos (p. ej. 1 R. 11.4, 6; 14.8; 15.3, 11–14; 2 R. 18.3; 22.2). Sin embargo, una cosa es comprobar que David era, efectivamente, el rey normativo, y otra muy diferente determinar por qué debía ser él el tipo del rey que vendría. La profecía de Natán (2 S. 7.12–16) no exige, necesariamente, un solo rey como su cumplimiento, sino que más bien predice una casa, un reino, y un trono estables para David. Debemos suponer que, como a partir de los últimos años de Salomón empezamos a ver el fracaso y la declinación, los días de David brillan con un fulgor creciente en la memoria de Israel, y las esperanzas se cristalizan en el “David” del futuro (p. ej. Ez. 34.23). Encontramos esta expectativa especialmente en dos grupos de pasajes.

(i) Los salmos. Hay ciertos salmos que se centran en el rey, y muestran un carácter y una actuación sumamente precisos. En resumen, este rey encuentra oposición mundial (2.1–3; 110.1), pero, como vencedor (45.3–5; 89.22–23), y por la actividad de Yahvéh (2.6, 8; 18.46–50; 21.1–13; 110.1–2), establece el gobierno mundial (2.8–12; 18.43–45; 45.17; 72.8–11; 89.25; 110.5–6), con base en Sión (2.6), y marcado por una preocupación primordial por la moralidad (45.4, 6–7; 72.2–3, 7; 101.1–8). Su gobierno es eterno (21.4; 45.6; 72.5); su reino es pacífico (72.7), próspero (72.16), y no se desvía en su reverencia para con Yahvéh (72.5). Preeminente entre los hombres (45.2, 7), es el amigo de los pobres y el enemigo de los opresores (72.2–4, 12–14). Bajo su dominio prosperan los justos (72.7). Es recordado para siempre (45.17), su nombre es eterno (72.17), y es objeto de inagotable agradecimiento (72.15). En relación con Yahvéh, es objeto de su eterna bendición (45.2). Es heredero del pacto de David (89.28–37; 132.11–12) y del sacerdocio de Melquisedec (110.4). Pertenece a Yahvéh (89.18), esta dedicado a él (21.1, 7; 63.1–8, 11). Es su hijo (2.7; 89.27), está sentado a su diestra (110.1), y también él es divino (45.6).

Aquí se ve claramente el modelo mesiánico que se deduce de Ciro más arriba. Sería inconcebible suponer que se pensó así, de algún modo directamente personal, con respecto a la línea de monarcas que siguió a David en Judá. Aquí tenemos, por lo tanto, o la más crasa adulación que jamás haya conocido el mundo, o la expresión de un gran ideal. Es necesario añadir algún comentario sobre la atribución de divinidad en el Sal. 45.6. Incuestionablemente hay formas en que podemos legítimamente evitar el tratamiento del rey como “Dios” (véase Johnson), pero tales interpretaciones no son necesarias si se tiene en cuenta el hecho, que tan claramente se enseña en otras partes del AT, de que se esperaba un Mesías divino. Y no vale como argumento contrario a esta posición el que el vv. 7 del salmo, dirigiéndose todavía al rey, hable de “Dios, el Dios tuyo”. Indudablemente se espera que comprendamos que hay alguna distinción entre Dios y el rey, aun cuando se pueda hablar del rey como “Dios”. Pero esto no debe sorprendernos, porque exactamente lo mismo ocurre en todo el curso de la expectativa mesiánica, como veremos más adelante, y también en el caso, por ejemplo, del *Angel del Señor, que es a la vez divino y distinto de Dios.

(ii) Isaías 7–12, etc. El tratamiento más exhaustivo del tema davídico-mesiánico se encuentra en Is. 1–37, y en particular en la unidad independiente comprendida en los cap(s). 7–12. A partir de 745 a.C. la presión hacia occidente que ejercía el naciente imperialismo asirio forzó a todos los estados palestinos a ocuparse de su seguridad. Aram e Israel (Efraín) se aliaron para la defensa mutua, y buscaron contar con el poder de un frente palestino unido. Cuando, como al parecer sucedió, Judá se mantuvo separada de esta alianza siroe-fraimita, se ejerció presión para hacer cambiar de idea a este reino del S. Sería innecesario que repasáramos el curso de los acontecimientos (cf. 2 R. 15.37–16.20; 2 Cr. 28); más bien debemos ocuparnos de compartir el parecer de Isaías sobre esta situación. Resulta claro que vio la amenaza como transitoria (7.7, 16), pero consideró el momento como decisivo para el pueblo de Dios. Si frente a esta amenaza surgiera una negativa a encontrar seguridad en Yahvéh solamente, y en cambio se la buscara en algún tipo de pacto terrenal, entonces, en el pensamiento del profeta, no sólo el rey (Acaz) que gobernaba en ese momento, sino toda la dinastía davídica quedaría al descubierto por su falta de fe, y al rechazar las promesas y las súplicas de su Dios en forma decisiva y definitiva, haría que, como consecuencia, sobreviniese el desastre. Por ello identifica a Acaz con la dinastía (7.2, 13, 17), aboga por una política de total dependencia de Yahvéh (7.4, “guarda y repósate”), advierte que la cuestión de la fe va a determinar el destino de la dinastía y la nación (7.9), ofrece en nombre de Yahvéh la provisión de una señal de tal magnitud que virtualmente los obligará a tener fe (7.10–11), y, cuando esto es rechazado, habla de otra señal, Emanuel, en quien la fe de la nación se ve como abrumada por el triunfo de Asiria (7.14ss).

Hay lógica, por lo tanto, en 7.1–25. Llega un momento en que decididamente se ofrece la fe, y más allá de esa oferta sólo se encuentra la ruina que recae sobre la incredulidad. Pero para Isaías esto crea tantos problemas como los que resuelve. Una cosa es decir que el descreído Acaz está condenado por su falta de fe, y que acarrea la ruina de las dinastías y de la nación junto con él. ¿Pero qué pasa con las promesas mismas? ¿Reniega Dios de su palabra? ¿Deja de tener vigencia la promesa de un rey davídico, simplemente porque por su falta de fe Acaz rehúsa ingresar en el plan? ¿Depende en tal medida de la elección del hombre el plan mesiánico de Dios? Es a dicho problema al que se dirige Isaías en esta sección de su libro, y lo trata poniendo como centro la figura de Emanuel.

Debemos considerar a Emanuel primero en relación con lo que se dice respecto a su nacimiento: se describe como “señal” y como el nacimiento de una ˓almâ. En ninguno de los dos aspectos deja de ser controvertido el significado de Isaías. “Señal” se usa en el AT para lo que persuade en el momento (como en el 7.11; cf. Dt. 13.1), y para una futura confirmación (p. ej. Ex. 3.12). ¿En cuál de estos sentidos es Emanuel una “señal”? Con respecto a su madre, la opinión de la mayor parte de los especialistas es la de que el término ˓almâ significa joven casadera que, en este caso, en vista de que está embarazada, debe suponerse que está casada, y que si Isaías hubiera querido decir virgo intacta habría tenido que emplear otra palabra, beṯûlâ. El problema, sin embargo, no está tan solucionado como algunos comentaristas sugieren. “Del estudio de elementos no bíblicos podemos con confianza llegar a la conclusión de que la voz ˓almâ, hasta donde pueda determinarse, nunca se utilizó para una mujer casada,” dice E. J. Young (Studies in Isaiah, 1954, pp. 170); con respecto a las restantes ocho ocasiones en que el término aparece en la Biblia, en ninguno de los casos hay razón para suponer que se trate de una persona casada. La secuencia de Gn. 24.14, 16, 43 es especialmente notable: el siervo de Abraham ora por una “doncella” (v. 14, naa); cuando llega Rebeca nota que es núbil pero que no está casada (v. 16, una beṯûlâ que ningún varón había conocido); contando con este conocimiento resume toda la historia para la familia de Rebeca utilizando ˓almâ (v. 43). De paso, es importante preguntar por qué, si beṯûlâ se usa virtualmente como término técnico para “virgen”, es necesario aclararlo en varias ocasiones significativas, como en Gn. 24.16 (cf. Lv. 21.3; Jue. 11.39; 21.12). Existen, de hecho, razones fundadas para argumentar que Isaías empleó ˓almâ debido a que es la palabra que más exactamente expresa en hebreo virgo intacta, y que Mateo no se valió de ningún juego de palabras al aceptar la traducción parthenos (1.23).

En segundo lugar, Isaías coloca a Emanuel en el contexto de la esperanza de Israel. Los cap(s). 7–11 forman una unidad integrada de enseñanzas proféticas en la que 7.1–9.7 se centra en el reino del S (Judá) y 9.8–11.16 en el del N (Jacob, 9.8). Cada sección tiene las mismas cuatro subsecciones: el momento de decisión (7.1–17; 9.8–10.4), el juicio (7.18–8.8; 10.5–15), el remanente (8.9–22; 10.16–34), y la esperanza gloriosa (9.1–7; 11.1–16). A medida que seguimos esta secuencia, el niño prodigio, Emanuel (poseedor, 8.8, y seguridad, 8.10, de su pueblo) se convierte, cuando se aclara el panorama, en el libertador real de 9.1–7 y en el rey justo de 11.1–16. En cada lugar aparece como gobernante mundial (9.7; 11.10), y en cada lugar persiste el elemento de misterio en torno a su persona. En 9.6 el que se sienta en el trono de David (v. 7) es, también, llamado “Dios fuerte”—y a la luz de fraseología idéntica, que indudablemente se refiere a Yahvéh, en 10.21 sería exegéticamente indigno rechazar la traducción o su clara inferencia aquí—y en 11.1, 10 el que sale del tronco de Isaí es también la raíz de Isaí.

En tercer lugar, debemos tratar de relacionar a Emanuel con Maher-salal-hasbaz (8.1–4). Anteriormente hicimos notar el problema de si, considerado como señal, debemos entender a Emanuel como alguien que persuade en el momento, o que obra como confirmación futura. La inferencia de 7.15–17 de que heredaría al nacer las devastaciones asirias de Judá pueden aparecer como solución de este punto. Sin embargo, parecería que Isaías, con cierto grado de énfasis y deliberación, transfiere la tarea de ser señal inmediata a su propio hijo (8.1–4), y en el resto de los cap(s). 8–9 vemos un evidente contraste entre este niño inmediato, con un nombre cuádruple (cf. °vm) que habla de desastre (8.1–4) y otro cuyo nacimiento ocurrirá “en los [tiempos] venideros” (9.1, °vm), y que tiene un cuádruple (cf. °vp) nombre de gloria (9.6). ¿Es que Isaías cambió de modo de pensar sobre Emanuel y la fecha de su nacimiento? ¿O cómo debemos entender esta extraña tensión de los elementos testimoniales? Lo más cercano a una solución sería suponer que desde el comienzo Isaías vio el nacimiento de Emanuel como una futura confirmación del rechazo divino de Acaz y la dinastía davídica tal como él la representaba: el gran rey esperado nacería en la línea de Acaz para heredar un título vacante, una corona sin significado, y un pueblo subyugado. Si Emanuel hubiera nacido allí y en ese momento así hubiera ocurrido; como sabemos, cuando efectivamente nació también ocurría lo mismo. Isaías saca suavemente del presente el nacimiento de Emanuel y lo proyecta al futuro indeterminado, sustituyéndolo por el nacimiento de su propio hijo, y dejando abierta la fecha de los “[tiempos] venideros” (9.1, °vm).

b. Otras figuras mesiánicas

1. El Siervo. Is. 40–55 está dominado por la descripción mesiánica del Siervo (42.1–4; 49.1–6; 50.4–9; 52.13–53.12). El Siervo es el ungido de Yahvéh (42.1), ejerce las funciones reales de la “justicia” (mišpāṭ, 42.1, 3–4) y el dominio (53.12), muestra prominentemente las marcas del profeta (49.1–2; 50.4), extiende su ministerio a los gentiles (42.1, 4; 49.6b) y a Israel (49.5–6a), es agente de revelación (42.1, 3–4) y salvación (49.6) mundiales, y, no como sacerdote sino como víctima, voluntariamente se somete a una muerte que se interpreta en los términos sustitutorios de los sacrificios levíticos (53.4–6, 8, 10–12).

El nexo entre el primer cántico del Siervo y su contexto puede verse en el doble “he aquí de 41.29; 42.1. El primer versículo es la culminación de la toma de conciencia de Isaías en cuanto a la necesidad de los gentiles; el segundo, la introducción del que traerá mišpāṭ a los gentiles (“La religión de Yahvéh considerada como sistema de ordenanzas prácticas”, Skinner, Isaiah, 1905, ad loc.. Tanto en relación con la creación (40.12–31) como con la historia (41.1–29), el Dios de Israel es el único Dios. Esta es la base para una palabra de consuelo para Israel (40.1–11; 41.8–20), pero también pone al descubierto la situación adversa de la mayor parte del mundo creado e histórico (40.18–20, 25; 41.5–7, 21–24, 28–29). El Siervo está divinamente dotado (42.1), precisamente, para satisfacer esta necesidad (42.1b, 3b–4).

Entre el primer y segundo cánticos del Siervo se desenvuelve una significativa corriente de pensamiento. El primer cántico no plantea la cuestión de la identidad del Siervo, sino que se concentra en su tarea. Sin embargo, no bien confirma Yahvéh esta tarea como su voluntad para su Siervo (42.5–9) y se compromete a cumplirla (42.10–17), el profeta se dedica a dar a conocer la situación de Israel (42.18–25). Este significativo pasaje debe ser profundamente estudiado por todos los que desean comprender esta sección central de los escritos de Isaías: la nación de Israel está ciega, sorda (vv. 18–19), esclavizada (v. 22), sujeta a juicio por sus pecados (vv. 23–25a), y espiritualmente carente de perceptividad (v. 25b). En la secuencia de los capítulos, por lo tanto, se nos dice que el Siervo no puede ser la nación. Pero Isaías no tiene nuestra preocupación por la identidad del Siervo, y procede (43.1–44.23) a indicar en forma promisoria que Yahvéh satisfará las necesidades políticas (43.1–21) y espirituales (43.22–44.23) de Israel. Su provisión en la primera categoría es Ciro (44.24–48.22), ante quien cae Babilonia (46.1–47.15), y gracias a quien Israel es liberado del cautiverio (48.20–22).

Una preocupación primordial en Is. 48 es la pecaminosidad de Israel (vv. 1, 4–5, 7–8, 18, 22). Por lo tanto, aquí encontramos dos elementos, uno al lado del otro: la liberación de Babilonia y la continuación de la pecaminosidad. El vv. 22 es una adecuada culminación y una igualmente adecuada introducción al segundo cántico. Un cambio de lugar de residencia (de Babilonia a la patria) no significa un cambio interior; el pueblo puede haber vuelto a su tierra, pero todavía le falta regresar a Yahvéh. Lo que se ha prometido con respecto a la redención espiritual (43.22–44.23) debe cumplirlo el Siervo, que hereda el nombre que ellos han abandonado (49.3; cf. 48.1) y, sin dejar de llevar a cabo su tarea de salvar a los gentiles, añade la de llevar a Jacob de vuelta a Yahvéh (49.5–6).

En su contenido el tercer cántico muestra al Siervo como el que obedece totalmente, y sufre por su obediencia, y en el contexto del mismo ubica aparte al Siervo, incluso de los fieles entre el pueblo de Dios. En contraste con Sión, abatida (49.14–26), e insensible (50.1–3), el Siervo responde a Yahvéh (50.4–5) con una fe pujante y optimista (50.6–9), y se convierte en ejemplo para todos los que temen a Yahvéh (50.10): alejado del Siervo el hombre queda limitado a sus propios poderes de autoiluminación y sujeto a la desaprobación divina (50.11).

La orden de estar alerta (“He aquí”, 52.13) es, en efecto, la culminación de varios llamados a los fieles (51.1, 4, 7) vistos en sus propias personas o tipificados como Jerusalén/Sión (51.17; 52.1). De este modo Isaías sigue distinguiendo entre el Siervo y el remanente hasta que se destaca en términos “inequívocamente individuales” (H. H. Rowley, The Servant of the Lord, 1965, pp. 52), internacionalmente triunfante (52.13–15), rechazado (53.1–3), portador de los pecados (53.4–6), el que voluntariamente y sin pecado sufre por la impiedad, y es obligado a compartir “con los impíos su sepultura, mas con los ricos … en su muerte” (53.7–9), y sin embargo vive para dispensar los frutos de su muerte, digno destinatario del homenaje divino, “yo le daré parte con los grandes, y con los fuertes repartirá despojos” (53.10–12). Y en todo esto no se olvida la universalidad de la obra redentora del Siervo. El llamado se dirige primero a la estéril Sión (54.1–17) para que alcance la paz (54.10), y herede la justicia (54.14, 17), y luego a todo el mundo para que comparta una salvación gratuita (55.1–2) y disfrute de las misericordias prometidas a David (55.3).

De este modo la descripción del Siervo es directa, y evidencia unidad, pero la persona del Siervo retiene el elemento de misterio que le corresponde: es hombre entre los hombres (53.2–3), que, al mismo tiempo, es el “brazo de Jehová” (53.1). Muy adecuadamente Mowinckel pone el acento donde corresponde: “¿Quién hubiera creído lo que hemos oído? ¿Quién hubiera visto aquí el brazo de Yahvéh?” (53.1). Porque el “brazo de Yahvéh” no es otro que Yahvéh mismo (52.10) actuando nuevamente en la forma en que actuó en el éxodo y en el mar Rojo para redimir y rescatar (51.9–11).

2. El Vencedor ungido. La tercera sección de la obra de Isaías completa la predicación mesiánica. El profeta ha mostrado en los cap(s). 1–37 un rey mundial, pero sin indicar todavía cómo serían incorporados los gentiles. En su descripción del Siervo ha anunciado una salvación mundial, que juntaría a todos los redimidos bajo el reinado de David. Ambas secciones incluyen, aunque sin énfasis, la venganza que recaerá sobre los enemigos de Yahvéh (p. ej. 9.3–5; 42.13, 17; 45.16, 24; 49.24–26). Este tópico predomina ahora porque el que, como Rey (11.2, 4) y Siervo (42.1; 49.2), es ungido con el Espíritu y la Palabra (59.21), hace su ingreso en la escena.

La visión de la casa mundial de oración (56.1–8) corre el peligro de perecer bajo el peso de los príncipes egoístas (56.9ss), la corrupción religiosa (57.3ss), la incapacidad para alcanzar las alturas de una religión verdaderamente espiritual (58.1ss) y encontrar el camino de la paz (59.1ss). Bajo estas circunstancias, y a falta de otro Salvador, Yahvéh mismo se viste del ropaje de la salvación (59.16–20) y pone un Redentor en Sión. Misteriosamente, sin embargo, el pacto resultante está dirigido al que está dotado del Espíritu de Yahvéh y habla sus palabras (59.21), pero evidentemente esta obra centrada en Sión es mundial, porque inmediatamente se hace el llamamiento universal (60.1ss). En forma que recuerda al método literario de los cap(s). 40–55, la afirmación de que Yahvéh acelerará la gran visión de su cumplimiento (60.22) se une al testimonio del que posee el Espíritu y la Palabra de Yahvéh para consolar (61.1–2a) y vengar (v. 2b). La obra de consolación ocupa al profeta hasta el final del cap(s). 62, y ahora aquel que ha sido dotado es quien viste las vestiduras de salvación (61.10–11), como anteriormente (59.16s) lo había hecho Yahvéh mismo. El portentoso pasaje de 63.1–6 relaciona la obra de redención con su contrapartida de venganza, en la que una sola persona (al igual que Yahvéh anteriormente, 59.16) pisa el lagar y exige el total de la pena.

En su persona este Vencedor mesiánico poco difiere del Rey y el Siervo. Ha sido espiritualmente dotado en la misma forma; es un hombre entre los hombres. Pero se dan otros dos aspectos adicionales. En primer lugar se lo describe como el vencedor de Edom, tarea que ningún rey israelita ha logrado, excepto David (cf. Nm. 24.17–19). ¿Acaso no podemos ver aquí la identificación del Vencedor ungido con el Mesías davídico? En segundo lugar, en el desarrollo del tema es él el que al final viste las vestiduras de la salvación y la venganza que Yahvéh mismo se había puesto antes (59.16ss). Una vez más el profeta introduce el tema mesiánico: la identidad y la distinción de Yahvéh y su ungido.

3. El Renuevo. Bajo esta denominación mesiánica vemos una serie de predicciones hermosamente unificadas. Jer. 23.5ss y 33.14ss son prácticamente idénticos. Yahvéh levantará “a David” un Renuevo. Es un rey en cuyos días Israel será salvo. Su gobierno se caracterizará por el juicio y la justicia. Su nombre es “Jehová justicia nuestra”.

El segundo de estos pasajes asocia la profecía del Renuevo con la aseveración de que a los sacerdotes nunca les faltará un hombre que ofrezca sacrificios. Esto parecería un tanto fuera de lugar si no fuese por el uso que posteriormente hace Zacarías de la misma figura mesiánica. En Zac. 3.8 se declara que Josué y los otros sacerdotes constituyen una señal del propósito de Yahvéh de traer “a mi siervo el Renuevo”, que cumplirá la tarea sacerdotal de quitar la iniquidad de la tierra en un solo día. Nuevamente, en 6.12ss, Zacarías vuelve al Renuevo, que brotará de sus raíces, constituirá el templo de Yahvéh, será sacerdote sobre su trono, y disfrutará de una perfecta paz pactada con Yahvéh. En consecuencia, resulta claro que el Renuevo es el Mesías en su investidura tanto real como sacerdotal. Es el cumplimiento del Sal. 110, con su designación del rey como sacerdote eterno según el orden de Melquisedec.

Una vez llegado a este punto, es justo ahora que nos refiramos a Is. 4.2–6. Se disputa la referencia mesiánica del vv. 2, y a menudo se la niega, pero en vista de que los vv. subsiguientes concuerdan perfectamente con el empleo del Renuevo en los pasajes que hemos citado, no es necesario oponerse a la inferencia de que aquí también encontramos al Mesías. Él es el Renuevo de Yahvéh, y está relacionado con la función sacerdotal de lavar las inmundicias de las hijas de Sión (v. 4), y con el reinado de Yahvéh en Jerusalén (vv. 5–6). La figura del Renuevo sintetiza en un solo cuadro lo que en otros pasajes Isaías ha ampliado y analizado como la obra del Rey, Siervo, y Vencedor. Están presentes los temas mesiánicos de la humanidad y la divinidad en la deidad, como también su identidad y dintinción, porque el Renuevo “pertenece a David” y, no obstante, es “de Yahvéh”: las figuras mismas hablan de origen y naturaleza; él es “mi siervo”, y sin embargo su nombre es “Yahvéh, justicia nuestra”.

4. La simiente de la mujer. Hemos visto que en todo este estudio se destaca la humanidad del Mesías. En particular, es a través de la madre que con frecuencia se describe su origen humano. Es fácil dar demasiado realce a detalles insignificantes, pero debemos notar, sin embargo, que tanto Emanuel (Is. 7.14) como el Siervo (Is. 49.1) lo confirman. De la misma manera, Mi. 5.3 habla de “la que ha de dar a luz”, y es muy probable que el difícil versículo de Jer. 31.22 se refiera a la concepción y el nacimiento de un niño extraordinario. La más notable de las profecías sobre la simiente de la mujer, y de la que es probable que se haya derivado toda la idea, la encontramos en Gn. 3.15. Se ha generalizado mucho la tendencia a negar toda referencia mesiánica en este pasaje, y a considerar que este versículo es “una declaración muy general sobre la humanidad y las serpientes, y la lucha entre ambas” (Mowinckel). Pero como asunto directamente relacionado con la exégesis de estos capítulos en Génesis, es injusto aislar este versículo de su contexto y tratarlo etiológicamente, A fin de comprender la fuerza de la promesa de 3.15 debemos prestar atención al papel que desempeña la serpiente en la tragedia de la cada. Gn. 2.19 muestra la superioridad del hombre sobre la creación animal. El Creador, en su gracia, le enseña al hombre la diferencia que existe entre él y los animales: puede imponerles su orden, pero entre ellos no encontró “ayuda idónea para él”. Su semejanza no estaba entre ellos.

Pero luego, en Gn. 3, vemos otro fenómeno diferente: un animal parlante, un animal que de alguna manera se ha elevado por encima de su condición, que puede sostener con él una conversación inteligente y se presenta como igual al hombre, y aun superior a él, capaz de instruirlo sobre asuntos en los que estaba equivocado, y de darle lo que parecía ser una interpretación correcta tanto de la ley como de la persona de Dios. La serpiente habla como alguien que está enteramente capacitado para pesar a Dios en balanza y encontrarlo falto, y para discernir los íntimos pensamientos del Todopoderoso y delatar sus motivos ocultos. Más aun, expresa abierta hostilidad a Dios; odio hacia su naturaleza, disposición pronta para destruir el plan de la creación, y mofarse del Altísimo. No basta simplemente ver en la serpiente el espíritu de la irrefrenable curiosidad del hombre (Williams) o cosa por el estilo. La Biblia enseña que hay sólo uno que muestra esta arrogancia impía, este odio hacia Dios, y no nos sorprende que la serpiente en el Edén se convierta en “la serpiente antigua, que es el diablo y Satanás” (Ap. 20.2). Pero donde abunda el pecado, sobreabunda la gracia, y es por ello que desde el mismo momento en que parecería que Satanás ha logrado un triunfo rotundo, se declara que la simiente de la mujer lo aplastará y destruirá. Resultará herido en el curso de la acción, pero saldrá victoriosa. La simiente de la mujer dará un curso opuesto a toda la calamidad de la caída.

5. El Hijo del Hombre. Aquí, y en todo este artículo, sólo podemos mencionar uno de los puntos de vista sobre Dn. 7. Este pasaje ha provocado mucha discusión, y ha dado lugar a muchas diferencias de opinión. Lo esencial de la visión se encuentra en la escena del juicio, en la que el Anciano de días elimina a los poderes terrenales y hostiles—de paso notemos la reaparición del motivo de la realeza del Sal. 2—, y le es traído “con las nubes del cielo … uno como un hijo de hombre”, que recibe dominio universal y eterno. Resulta claro que debemos asociar de algún modo la referencia general que aparece aquí con el dominio universal que ya hemos observado generalmente en los pasajes mesiánicos, pero no se debe resolver de este modo, sumariamente, la cuestión de si el “uno como un hijo de hombre” es la persona mesiánica o si lo que se pretende es personificar así al pueblo de Dios. Se afirma que los vv. 18 y 22 hablan de entregar el juicio y el reino a los “santos del Altísimo”, y que, por lo tanto, la razón obliga a aceptar que la figura única de los vv. 13–14 se refiere a los mismos receptores.

Corresponde notar, sin embargo, que hay una doble descripción de las bestias, gue son los enemigos de los santos. El vv. 17 dice “estas cuatro grandes bestias son cuatro reyes”, y el vv. 23, “la cuarta bestia será un cuarto reino”. Las figuras son tanto individuales (reyes) como corporativas (reinos). Debemos adoptar la misma referencia preliminar para “uno como un hijo de hombre”. Luego tenemos que considerar la relación entre rey y reino en el contexto veterotestamentario. El rey viene primero, y el reino deriva de él. No es el reino el que modela al rey, sino a la inversa. En cuanto a las bestias-reyes, son los enemigos personales del reino de los santos, y sus reinos quedan también implicados; igualmente, el “uno como un hijo de hombre” recibe dominio universal, y en esto va incluido el dominio de su pueblo (cf. el dominio de Israel en el dominio del vencedor, Is. 60, etc.). Sobre esta base se afirma que el “uno como un hijo de hombre” es la persona mesiánica. Como tal, concuerda con el modelo general que encontramos en toda la serie de expectativas: es rey, a quien se opone el mundo, pero que logra dominio universal por el celo del Señor, e. d. del Anciano de días, según la figura de Daniel; es hombre, por los términos de su título, y sin embargo no se origina entre los hombres, sino que viene “con las nubes del cielo”, posición característica de Dios (véase, p. ej., Sal. 104.3; Nah. 1.3; Is. 19.1). Aquí tenemos la misma polaridad entre lo humano y lo divino que encontramos casi sin excepción en el mesianismo veterotestamentario, y que ya no debería causarnos ninguna sorpresa.

6. El Principe ungido. Es mucho decir que algún pasaje determinado del AT ha ocasionado más esfuerzo de interpretación y sugerenrias que cualquier otro, y, sin embargo, probablemente este sea el caso de Dn. 9.24–27. No obstante, en alguna medida es acertado proponer una o dos generalidades en relación con dicho pasaje, porque, desde el momento en que empezamos nuestro estudio con un “príncipe ungido” secular, Ciro, por lo menos tiene la virtud de la elegancia terminarlo con el propio Mesías ungido.

Los versículos mismos se distribuyen en dos partes desiguales: resulta claro que los vv. 25–27 indican un programa que debe desenvolverse en la historia. Empieza con un mandato de reconstruir Jerusalén (v. 25), a partir del cual tenemos un período de 62 semanas hasta la llegada del “Mesías Príncipe”. El vv. 26 informa sobre lo que ocurre “después de las sesenta y dos semanas”, y el vv. 27 lleva los acontecimientos hasta “la consumación”. Sin embargo, el vv. 24 es diferente de los demás en que nos ofrece una declaración total de los propósitos que se cumplen de esta manera: tres son negativos, terminar la prevaricación, poner fin al pecado, y expiar (kipper, pagar el precio de la expiación) la iniquidad; y tres son positivos, proporcionar la justicia perdurable, sellar la visión y la profecía, y ungir al Santo de los santos (°nbe, “el lugar santisimo”; lit. “santidad de santidades”, que en otras partes se refiere al lugar más sagrado del tabernáculo, Ex. 26.33, el altar del sacrificio, Ex. 29.37, el tabernáculo y todos sus utensilios, Ex. 30.29, el incienso, Ex. 30.36, las porciones para los sacerdotes tanto de las ofrendas de flor de harina, como de las ofrendas por el pecado y las ofrendas por las culpas, Lv. 2.3, 10; 6.17, 25; 7.1, 6, el pan de la proposición, Lv. 24.9 (Nm. 4.7), y toda “cosa consagrada”, incluidas las personas, Lv. 27.28). Si bien hay en esta declaración de propósito algunas dificultades con respecto a términos individuales y algunas expresiones sin paralelo, no podemos cuestionar el significado del conjunto: “Que la era mesiánica se ha de caracterizar por la abolición y el perdón de los pecados, y una perpetua justicia” (S. R. Driver, Daniel, 1900, pp. 136).

Es muy difícil comprender cómo puede explicarse un propósito tan elevado en función de aquellas interpretaciones que centran la profecía en Antíoco Epífanes: siete “semanas” pasan entre la profecía de Jeremías (cf. Dn. 9.2) y el príncipe ungido, Ciro; 62 semanas cubren la historia de Jerusalén hasta el sumo sacerdocio de Onías III en 175 a.C., que fue “cortado”, a pesar de haber sido ungido, siendo asesinado y remplazado por su hermano. El “príncipe” del vv. 26 es Antíoco mismo. Pero con razón podríamos preguntar dónde están el fin de la prevaricación, el pago del precio de la expiación, la iniciación de la justicia perdurable.

La posibilidad de basar el pasaje en el Señor Jesucristo no requiere mayor esfuerzo de visión retrospectiva que el que requiere la teoría sobre Antíoco; por el contrario, proporciona un uso más aceptable de las expresiones individuales, y un cumplimiento completo de los propósitos indicados en el vv. 24. El período comprendido entre el decreto y el príncipe ungido es en total 69 semanas (v. 25, lit. como en °vm, “desde que salga la orden … habrá siete semanas y sesenta y dos semanas”). La división en dos bien podría señalar el período entre Ciro y Esdras-Nehemías (punto digno de tomar en cuenta en la historia de la ciudad), y entre ese momento y la llegada del “Mesías Príncipe”. Durante esa “semana” el ungido “confirmará el pacto con muchos” (v. 27) y hará cesar el sacrificio (aunque, como ya sabemos, la matanza ritual y sin sentido de animales continuó después del Calvario hasta que el desolador destruyó el templo mismo).

Una cosa es forzar las palabras para adaptarlas en formas antinaturales a fin de que concuerden con el conocimiento posterior de los acontecimientos, y otra muy distinta rechazar la ayuda de la luz que aporta ese conocimiento para tratar de dilucidar puntos oscuros. No puede haber controversia sobre el hecho de que a Daniel se le indicó que debía esperar a uno que pondría fin al largo reinado del pecado, establecería eternamente la justicia, lo cual marcaría el comienzo de la verdadera religión; tampoco puede dudarse, ni aun remotamente, que esto no se había logrado antes de la llegada de Jesús, ni necesariamente después de él, ni, tampoco, que en ningún otro se ha cumplido el amplio espectro del mesianismo veterotestamentario, como confirmación tanto de la visión como del profeta.

Bibliografía. G. Auzou, La danza ante el arca, estudio de los libros de Samuel, 1971, pp. 287–334.

H. Ringgren, The Messiah in the OT, 1956; A. Bentzen, King and Messiah, 1956; S. Mowinckel, He that Cometh, 1956; J. Klausner, The Messianic Idea in Israel, 1956; H. L. Ellison, The Centrality of the Messianic Idea for the Old Testament, 1953; B. B. Warfield, “The Divine Messiah in the Old Testament”, en Biblical and Theological Studies, 1952; H. H. Rowley, The Servant of the Lord, 1952; A. R. Johnson, Sacral Kingship in Ancient Israel, 1955; IDB, s.v. “Messiah”; Y. Kaufmann, The Religion of Israel, 1961; G. A. F. Knight, A Christian Theology of the Old Testament, 1959; J. A. Motyer, “Context and Content in the Interpretation of Is. 7.14”, TynB 21, 1970; G. J. Wenham, “Bð’TULAH, ‘A Girl of Marriageable Age’”, VT 22, 1972, pp. 526–347; E. J. Young, Daniel’s Vision of the Son of Man, 1958; P. y E. Achtemeier, The Old Testament Roots of our Faith, 1962.

J.A.M.

II. En el Nuevo Testamento

Christos, “ungido”, es el equivalente gr, del heb. māšı̂ah, arm. mešı̂ḥā (transliterado como messias en Jn. 1.41; 4.25, en ambos casos con la glosa christos). En la gran mayoría de los usos neotestamentarios, ya sea solo o en combinación Iēsous Christos, aparentemente se usa como nombre de Jesús, sin hacer referencia necesariamente a su sentido original, como lo es “Cristo” en el uso moderno. Tales usos (que encontramos principalmente en las cartas neotestamentarias, aunque algo también en Hechos y Apocalipsis, y algunas veces también en los evangelios) no se discutirán en este artículo.

a. Los evangelios

Particularmente en el Evangelio de Juan (1.20, 25, 41; 4.25, 29; 7.26s, 31, 41s; 9.22; 10.24; 11.27), pero también en los sinópticos (Mr. 8.29; 14.61; Lc. 2.11, 26; 3.15; 4.41), christos generalmente denota el liberador esperado en sentido muy general. Tales usos comunican la impresión de una amplia y anhelante expectativa, sin suponer ninguna figura específica o tema en la esperanza veterotestamentaria. A veces, sin embargo, vemos una nota nacionalista cuando se emplea christos en relación con Jesús en los evangelios, particularmente cuando se le une el título “rey de los judíos” (Mt. 2.4; 26.68; 27.17, 22; Mr. 12.35; 15.32; Lc. 23.2). Si bien hubo muchas corrientes de expectativa mesiánica en la Palestina del ss. I, algunas de las cuales hallan eco en el NT (especialmente el profeta como Moisés (véase I. a. 2, sup.) que esperaban los judíos y los samaritanos: véase Jn. 6.14; cf. Mt. 21.11; Lc. 7.16; esta expectativa también sirve de fondo a Jn. 4.25), la expectativa popular dominante estaba vinculada con un rey como David, con un papel de liberación política y conquista, y parece evidente que esta sería la idea popular que encerraba el vocablo christos.

Contra Pelag este fondo es que debemos entender la extraordinaria reticencia de Jesús a aplicarse a sí mismo el título christos. La única vez que vemos que lo hace (aparte de dos pasajes en los que no parece significar más que “yo”, y que probablemente sea un agregado editorial, Mr. 9.41; Mt. 23.10) es cuando habla con la mujer samaritana, a la que le transmitiría la idea de un profeta como Moisés, y no la de un rey judío (Jn. 4.25s). En su discusión de la posición del Mesías en Mr. 12.35–37 no reclama explícitamente el título para sí, sino que su propósito es disociarlo de las connotaciones políticas de “hijo de David”.

No es que haya negado que él fuese el Mesías. Su constante acento en el cumplimiento de las esperanzas veterotestamentarias durante su ministerio (* Jesucristo, VII. b, c) seguramente encerraba esta inferencia. Juan el Bautista, al oír acerca de las obras que realizaba el christos, mandó preguntar si era él el “que había de venir”, y Jesús respondió señalando su cumplimiento literal de Is. 35.5s y 61.1, el último de los cuales es un pasaje mesiánico evidente (Mt. 11.2–5). En Nazaret declaró que dicho pasaje se había cumplido “hoy” (Lc. 4.18ss).

Pero cuando Pedro lo aclamó como el christos, Jesús ordenó a sus discípulos que guardaran el secreto, y luego les enseñó que su papel era sufrir y ser rechazado, lo que Pedro encontró totalmente incompatible con su idea del mesianismo. El título que utilizó para impartirles esta enseñanza no fue christos, sino “Hijo del Hombre” (Mr. 8.29–33). Cuando el sumo sacerdote intimó a Jesús a responder si era el christos, contestó afirmativamente (aunque los términos que emplean Mateo y Lucas sugieren alguna duda sobre la palabra empleada), pero siguió hablando de su papel (como “Hijo del Hombre” y no como christos) como de futura vindicación y autoridad, y no de poder político del momento (Mr. 14.61s y pasajes paralelos).

Todo esto indica que la concepción que tenía Jesús de su papel mesiánico difería en tal medida de las connotaciones populares del título christos que prefirió evitar su uso. Su misión fue lanzada mediante la declaración de Dios en su bautismo (Mr. 1.11; * Jesucristo, IV. b), cuyas palabras aludían a dos pasajes claves del AT, uno de los cuales (Sal. 2.7) señalaba su papel como rey mesiánico de la línea de David, pero el otro (Is. 42.1) indicaba que su papel había de cumplirse por medio de la obediencia, el sufrimiento, y la muerte del *Siervo del Señor. Esta declaración moldeó claramente la comprensión del propio Jesús en cuanto a su vocación mesiánica, como puede verse por su cuidadosa selección de pasajes veterotestamentarios para explicar su misión, entre los que Is. 53, con su explícita descripción de un Siervo que sufriría y moriría para redimir a su pueblo, ocupa lugar prominente (* Jesucristo, VII. g). Pero no se aplicó a sí mismo las numerosas predicciones sobre un rey davídico (excepto implícitamente en Mr. 12.35–37, pasaje en el cual su intención fue restarle importancia a este aspecto de su mesianismo), y evitó títulos como “hijo de David” y “rey de Israel”, que otros empleaban para él (p. ej. Mr. 10.47s; 15.2; Mt. 12.23; 21.9, 15; Jn. 12.13; 18.33ss) tan sistemáticamente como en el caso de christos. La demostración abiertamente mesiánica de la entrada en Jerusalén (Mr. 11.1–10) fue deliberadamente calculada para traer a la mente la profecía de Zacarías acerca de un rey humilde que traería la paz y no la guerra (Zac. 9.9s). Pero cuando la exaltada multitud quizo convertirlo en rey del tipo nacionalista más tradicional se escapó (Jn. 6.15). Fue solamente después de su muerte y resurrección, cuando ya no era posible interpretar su misión como de liberación política, que explícitamente se refirió a su misión de sufrimiento como la del christos (Lc. 24.26, 46).

En dos ocasiones significativas, como hemos visto, si bien Jesús no rechazó la sugerencia de que él fuese el christos, rápidamente descartó el título a favor de “Hijo del Hombre”. Resulta indiscutible que este fue el título que eligió para sí mismo, a la luz de su uso en el NT (41 veces, sin contar los paralelos, en los evangelios sinópticos, y doce en Juan, en todos los casos en labios del propio Jesús; sin ningún uso claro como título en el resto del NT, excepto en Hch. 7.56). La erudición radicalizada lo niega solamente sobre la base de la eliminación masiva de los dichos pertinentes como no auténticos. También resulta claro que se aplicó este título a sí mismo, no sólo en relación con su gloria futura (como podría sugerirlo su origen en Dn. 7.13s), sino en su humillación terrenal, y particularmente en su sufrimiento y muerte. Por ello, es el término preferido por él, aparentemente, para transmitir toda la amplitud de su vocación mesiánica en la forma en que él la concebía, que era diferente de la noción popular en cuanto al christos. Ello se debió a que, aparte del uso especial de “Hijo del hombre” en las Similitudes de Enoc (probablemente obra aislada, y posiblemente posterior a la época de Jesús; * Seudoepigráficos, I), no era de uso corriente como título mesiánico. (Para este punto véase R. T. France, Jesus and the Old Testament, 1971, pp. 187s; Dn. 7.13s se interpretaba como profecía mesiánica, pero sin convertir en título la frase arm. común “hijo del hombre”.) Jesús pudo así usarla para transmitir su concepción única del mesianismo, sin introducir ideas extrañas ya inherentes al título, como habría ocurrido con christos o “hijo de David”. Véase, además, * Jesucristo, Títulos de.

b. El libro de Hechos y las epístolas

Como médula de la predicación cristiana primitiva, según nos la narra el libro de Hechos, hallamos la declaración de que Jesús, rechazado y crucificado por los líderes judíos, es de hecho el Mesías. Por cierto que esto se basa en la resurrección, que finalmente ha vindicado sus pretenciones: “Sepa, pues, ciertísimamente toda la casa de Israel, que a este Jesús a quien vosotros crucificasteis, Dios le ha hecho Señor y Cristo” (Hch. 2.36).

Esta aseveración era tan improbable a la luz del concepto popular del mesianismo que se prestó mucha atención a las bases escriturales para el rechazo, la muerte, y la resurrección del Mesías (p. ej. Hch. 2.25–36; 3.20–26; 13.27–37; 18.28). En esta actividad apologética y expositiva entre los judíos, al parccer los cristianos primitivos no tuvieron inhibiciones en cuanto al uso del término christos en sí, y aparece frecuentemente en Hechos en este contexto, no como nombre de Jesús sino como título en su sentido original de liberador esperado (p. ej. Hch. 2.31, 36; 3.18, 20; 5.42; 9.22; 17.3; 18.5, 28). Lo que durante el ministerio de Jesús se convirtió en término equívoco ya no podía tener, después de su muerte y resurrección, connotaciones políticas, y fue adoptado entusiastamente por sus seguidores para proclamar ante los judíos lo que Crisio afirmaba tocante a sí mismo.

Su mensaje no era solamente, ni siquiera principalmente, que Jesús fue el Mesías durante su vida en la tierra, sino que ahora, exaltado a la diestra de Dios, había sido coronado como rey mesiánico. El Sal. 110.1, al que Jesús había aludido en esta conexión (Mr. 14.62), es retomado por Pedro en Pentecostés (Hch. 2.34–36), y se convierte, quizás, en el versículo veterotestamentario más citado en el NT. Jesús no es un rey sentado en el trono de David en Jerusalén, sino que, como Señor de David, es el que gobierna en un reino eterno y celestial, sentado a la diestra de Dios hasta que todos sus enemigos sean puestos debajo de sus pies. El Mesías cuya humillación terrenal contrastaba tan extraordinariamente con el poder político de la expectativa mesiánica popular, trasciende ahora en mucho esa esperanza de un simple reino nacional.

Parecería que la triunfante proclamación de los primeros cristianos, de que, a pesar de las apariencias, Jesús era efectivamente el christos, rapidamente dio lugar a un supuesto tan irrefutable de esta verdad en los círculos cristianos que Christos, solo o en combinación con Iēsous, vino a ser utilizado como nombre de Jesús, y se llegó a conocer a sus seguidores como christinoi (Hch. 11.26). Ya en la época de las primeras cartas de Pablo Christos había dejado de ser un término técnico y se había convertido en nombre. Se trataba, sin duda, de un nombre que continuó teniendo un profundo significado para los judeocristianos, pero es notable que en los casi 400 usos de christos en las cartas de Pablo (la mayor parte de las cuales fue escrita, naturalmente, para iglesias predominantemente gentiles) sólo encontramos un caso claro de su uso en el sentido técnico original (Ro. 9.5, significativamente en un pasaje que discute la cuestión de los judíos). Lo mismo ocurre, si bien de manera menos extraordinaria, en las otras cartas neotestamentarias, aunque 1 P. 1.11 utiliza christos para el Mesías de la profecía veteratestamentana, y 1 Jn. 2.22; 5.1 muestra que el problema de si Jesús era el christos se mantenía vigente (aunque ahora en un sentido diferente, probablemente, en el enfrentamiento con los gnósticos y no con los judíos).

Pero si el sentido técnico de christos fue rápidamente eclipsado por su empleo como nombre personal, no quiere decir que la iglesia perdió interés en la cuestión del cumplimiento de las expectativas veterotestamentarias en Jesús. Pablo hizo notar que los elementos básicos de la obra de Jesús se llevaron a las “conforme a las Escrituras” (1 Co. 15.3s). Este énfasis no sólo resultaba necesario para una predicación efectiva a los judíos, sino que evidentemente era de sumo interés para los cristianos mismos; basándose en la propia aseveración de que Jesús “les declaraba en todas las Escrituras lo que de él decían” (Lc. 24.27), siguieron buscando en el AT los pasajes que arrojaban luz sobre el papel del Mesías. Empezando con los sermones de Hch. 2, 7 y 13, continuaron reuniendo colecciones de textos pertinentes (p. ej. Ro. 10.5–21; 15.9–12; He. 1.5–13; 2.6–13, etc.), y explorando temas veterotestamentarios que apuntaban hacia el ministerio de Jesús (p. ej. el tema de la *“piedra”, que aparece vez tras vez, o del sacerdocio de *Melquisedec del Sal. 110.4, que tanto rico material ofreció al autor de la Epístola a los Hebreos, 5.5–10; 7.1–28). Véase, además, * Citas.

Hebreos, en particular, si bien hace escaso uso del título christos, consiste en buena medida en una amplia exposición de temas veterotestamentarios y su cumplimiento en Jesús, que ha venido a inaugurar el nuevo pacto y proporcionar la verdadera realidad de la que los rasgos de la dispensación veterotestamentaria eran sólo sombras.

De modo que si el término christos tendió a ser usado, cada vez más, simplemente como nombre de Jesús, el hecho de que Jesús fuera aquel por cuyo intermedio Dios se encontraba ahora llevando a cabo su plan salvífico, tan largamente prometido, siguió gozando de primordial importancia en el pensamiento de los cristianos primitivos, cuando los escritores neotestamentarios pasaron de la simple aseveración del hecho mesiánico de Jesús a explorar más y más profundamente el contenido y el significado de esa obra salvífica.

Bibliografía. °S. Mowinckel, El que ha de venir, 1975; °R H. Fuller, Fundamentos de cristología neotestamentaria, 1979; °O. Culmann, Cristología del Nuevo Testamento, 1965 (esp. cap(s). 5); R. Schnackenburg, “Cristología del Nuevo Testamento”, Mysterium salutis, 1980, t(t). III; C. Duquoc, Cristología , 1974; R. Guardini, La imagen de Jesús, el Cristo, en el Nuevo Testamento, 1960; K. H. Rengstorf, “Jesucristo”, °DTNT, t(t). II, pp. 377–389; G. Bornkamm, Jesús de Nazaret, 1975; K. H. Schelkle, Teología del Nuevo Testamento, 1977, t(t). II. pp. 275–286.

W. Manson, Jesus the Messiah, 1943; T. W. Manson, The Servant-Messiah, 1953; V. Tavlor, The Names of Jesus, 1953; id., The Person of Christ in New Testament Teaching, 1958; O. Cullmann, The Christology of the New Testament, 1959 (esp. cap(s). 5); R. H. Fuller, The Foundations of New Testament Christology, 1965; F. Hahn, The Titles of Jesus in Christology, 1969; F. F. Bruce, This is That, 1968; R. N. Longenecker, The Christology of Early Jewish Christianity, 1970; G. E. Ladd, A Theology of the New Testament, 1974, pp. 135ss, 328ss, 408ss.

R.T.F.

Douglas, J. (2000). Nuevo diccionario Biblico : Primera Edicion. Miami: Sociedades Bíblicas Unidas.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico

(O Messias)

La forma griega Messias es una transliteración de la hebrea, Messiah, “el ungido”. La palabra aparece sólo dos veces respecto del príncipe prometido (Daniel, 9, 26; Salmos, 2, 2); aun así, cuando se buscaba un nombre para el prometido, que fuera a la vez Rey y Salvador, era natural emplear este sinónimo para el título real, que denotara a la vez la dignidad real del Rey y su relación con Dios. El título completo “Ungido de Yahveh” aparece en varios pasajes de los Salmos de Salomón y del Apocalipsis de Baruch, pero la forma abreviada, “Ungido” o “el Ungido”, era de uso común. Cuando se usaba sin el artículo parecía ser un nombre propio. La palabra Christos aparece así en varios pasajes de los Evangelios. Esto, sin embargo, no prueba que la palabra fuera generalmente usada así en esa época. En el Talmud palestino la forma con el artículo es casi universal, mientras que el uso común en el Talmud babilonio sin el artículo no es un argumento suficiente por antigüedad que pruebe que en la época de Cristo fuera considerado como un nombre propio. En el presente artículo se pretende:

I, dar un esbozo de las declaraciones proféticas referentes al Mesías;
II, mostrar el desarrollo de las ideas proféticas en el Judaísmo tardío; y
III, mostrar cómo Cristo reivindicó su derecho a este título.

I. EL MESÍAS DE LAS PROFECÍAS

Las profecías más antiguas a Abraham e Isaac (Génesis, 18, 17-19; 26, 4-5) hablan meramente de la salvación que vendrá a través de su descendencia. Más tarde la dignidad real del libertador prometido se convierte en la característica más destacada. Se le describe como un rey de la estirpe de Jacob (Números, 24, 19), de Judá (Génesis, 49, 10: “El cetro no se irá de Judá hasta que venga aquél a quien está reservado”), y de David (II Reyes, 7, 11-16). Está suficientemente establecido que este último pasaje se refiere al menos característicamente al Mesías. Su reino será eterno (II Reyes, 7, 13), su dominio sin límites (Salmo 71, 8); todas las naciones le servirán (Salmo 71, 11). En el tipo de profecía que estamos analizando el énfasis está en su posición como héroe nacional. Es a Israel y a Judá a los que traerá la salvación(Jeremías, 23, 6), triunfando de sus enemigos por la fuerza de las armas (cf. el rey guerrero del Salmo 45). Incluso en la segunda parte de Isaías hay pasajes (vg. 61, 5-8) en la que las demás naciones son consideradas formando parte del reino más bien como siervas que como herederas, mientras que la función del Mesías es elevar a Jerusalén a su gloria y poner los cimientos de una teocracia israelita.

Pero en esta parte de Isaías también aparece la espléndida concepción del Mesías como Siervo de Yahveh. Es una flecha elegida, su boca como una espada afilada. El Espíritu del Señor se expresa en Él, y su palabra es puesta en su boca (42,1; 49, 1 y s.). El instrumento de su poder es la revelación de Yahveh. Las naciones atienden su enseñanza; es la luz de los gentiles (42, 6). Establece su reino no mediante la manifestación de un poder material, sino mediante la mansedumbre y el sufrimiento, por obediencia al mandato de Dios de sacrificar su vida por la salvación de muchos. “Si sacrifica su vida por el pecado, verá una posteridad y prolongará sus días” (53, 10); “Por eso le daré su parte entre los grandes y con poderosos repartirá despojos, porque indefenso se entregó a la muerte y con los rebeldes fue contado” (53,12). Su reino consistirá en la multitud redimida por su satisfacción vicaria, una satisfacción no limitada a una raza o tiempo sino ofrecida por la redención de todos por igual. (Para la aplicación mesiánica de estos pasajes, especialmente Isaías 52, 13 a 53, cf. Condamin o Knabenbauer, in loc.).Sin embargo, pese al uso que hace Justino del último pasaje mencionado en “Dial. Cum Tryphone”, 89, sería temerario afirmar que su referencia al Mesías era en absoluto comprendida generalmente entre los judíos. En virtud de sus funciones profética y sacerdotal el título de “el Ungido” pertenecía naturalmente al prometido. El sacerdote mesiánico se describe por David en el Salmo 109, con referencia a Génesis, 14, 14-20. Que este salmo era generalmente interpretado en un sentido mesiánico no se discute, mientras que el consenso universal de los Padres pone el asunto fuera de cuestión para los católicos. En lo que respecta a su autoría davídica, los argumentos que la impugnan no merecen garantía para un abandono de la opinión tradicional. Que por el profeta descrito en Deuteronomio, 18, 15-22, se entendió también, al menos al comienzo de nuestra era, al Mesías está claro por la apelación a su don de profecía hecha por el pseudo-Mesías Theudas (cf. Josefo, “Antiq.”. XX, v, 1) y por el uso hecho del pasaje por San Pedro en Hechos 3, 22-23. Especial importancia se concede a la descripción profética del Mesías contenida en Daniel, 7, la gran obra del Judaísmo tardío, por su suprema influencia sobre una rama del desarrollo posterior de la doctrina mesiánica. En ella el Mesías es descrito como “semejante a un Hijo de Hombre”, apareciendo a la derecha de Yahveh en las nubes del cielo, inaugurando la edad nueva, no por una victoria nacional o por una satisfacción vicaria, sino por ejercer el derecho divino de juzgar al mundo entero. Así, el énfasis se pone en la responsabilidad personal del individuo. La consumación no es una superioridad terrena del pueblo elegido, compartida o no con las demás naciones, sino una reivindicación de lo santo mediante el juicio solemne de Yahveh y su Ungido. En esta profecía se basan principalmente las diversas obras apocalípticas que jugaron una parte tan destacada en la vida religiosa de los judíos durante los dos últimos siglos antes de Cristo. Junto a todas estas profecías que hablaban del establecimiento de un reino bajo el dominio de un legado de nombramiento divino, estaba la serie que predecía el gobierno futuro del propio Yahveh. De estas se puede tomar como ejemplo a Is., 40: “Clama con voz poderosa, alegre mensajero para Jerusalén, clama sin miedo. Di a las ciudades de Judá: Ahí está vuestro Dios. Ahí viene el Señor Yahveh con poder, y su brazo lo sojuzga todo.” La conciliación de estas dos series de profecías se presenta a los judíos en los pasajes – notablemente Sal., 2 e Is., 7-11 – que predicen claramente la divinidad del legado prometido. “Se llamará Admirable Consejero, Dios Poderoso, Padre Eterno, Príncipe de la Paz” – títulos todos usados en otros lugares por el propio Yahveh (cf. Davidson, “O.T. Prophecy”, p. 367). Pero parece haber habido poca comprensión de la relación entre estas dos series de profecías hasta que la plena luz del designio cristiano reveló su conciliación en el misterio de la Encarnación.

II. DOCTRINA MESIÁNICA EN EL JUDAÍSMO TARDÍO

(Ver también APÓCRIFOS) Dos ramas bastante distintas y paralelas son discernibles en el desarrollo posterior de la doctrina mesiánica entre los judíos, según que los autores se adhieran a un ideal nacional, basado en la interpretación literal de las profecías más antiguas, o a un ideal apocalíptico, basado principalmente en Daniel. El ideal nacional esperaba el establecimiento del reino de Dios en la tierra bajo el Hijo de David, la conquista y subyugación de los paganos, la reconstrucción de Jerusalén y del Templo, y la reunión de los dispersos. El ideal apocalíptico trazaba una distinción definida entre aion outos y aion mellon. La edad futura debía comenzar por el juicio divino de la humanidad precedida por la resurrección de los muertos. El Mesías, que existía desde el comienzo del mundo, aparecería en su consumación, y entonces se manifestaría también la Jerusalén celestial que sería la morada de los bienaventurados.

Ideal nacional

El ideal nacional es el del fariseísmo oficial. Así, en el Talmud no hay rastro del ideal apocalíptico. Los escribas se ocupaban principalmente de la Ley, pero junto a esto estaba el desarrollo de la esperanza en la manifestación final del Reino de Dios en la tierra. La influencia farisaica es visible en los versículos 573-808 de Sibyl. III, que describen las esperanzas nacionales de los judíos. No se mencionan un juicio final, una felicidad futura, o una recompensa. Se predicen muchos prodigios de las guerras mesiánicas que traerá la consumación –antorchas encendidas cayendo del cielo, oscurecimiento del sol, caída de meteoros – pero todas tienen por fin un estado de prosperidad terrenal. El Mesías, que viene de Oriente, domina todo, un héroe nacional triunfante. Similar a ésta es la obra llamada los Salmos de Salomón, escrita probablemente hacia el año 40 antes de Cristo. Es en realidad la protesta del fariseísmo contra sus enemigos, los últimos Asmoneos. Los fariseos veían que la observancia de la ley no era un baluarte suficiente contra los enemigos de Israel, y, como sus principios no les permitían reconocer en la jerarquía secularizada la solución prometida a sus problemas, pensaban en la intervención milagrosa de Dios por mediación de un Mesías davídico. El Salmo 17 describe su gobierno: Va a conquistar a los paganos, a sacarlos de su tierra, a no permitir ninguna injusticia entre ellos; su confianza no está puesta en los ejércitos sino en Dios; con la espada de su boca va a matar a los malvados. De fecha anterior tenemos la descripción de las glorias finales de la ciudad santa en Tobías (c. 14), donde, tanto como en el Eclesiástico, hay evidencia de la constante esperanza en la reunión futura de la Diáspora. Estas mismas ideas nacionalistas reaparecen con un sistema muy desarrollado de escatología en las obras apocalípticas escritas tras la destrucción de Jerusalén, a las que nos referimos más abajo.

Ideal apocalíptico

La posición de los autores apocalípticos en lo que respecta a la vida religiosa de los judíos se ha discutido intensamente. Aunque tenían poca influencia en Jerusalén, la plaza fuerte del rabinismo, probablemente tanto influían como reflejaban el sentimiento religioso del resto del mundo judío. Así, el ideal apocalíptico del Mesías parecería no ser el sentimiento de unos pocos entusiastas, sino expresar las verdaderas esperanzas de una parte considerable del pueblo. Antes del renacimiento asmoneo Israel casi había dejado de ser una nación, y así la esperanza de un Mesías nacional se había desarrollado muy débilmente. Por consiguiente, en los escritos apocalípticos más primitivos, no se dice nada del Mesías. En la primera parte del Libro de Enoch (i-xxxvi) tenemos un ejemplo de una tal obra. No es la venida de un príncipe humano, sino el descenso de Dios sobre el Sinaí para juzgar al mundo lo que divide todos los tiempos en dos épocas. Los justos recibirán el don de sabiduría y se volverán sin pecado. Se alimentarán del árbol de la vida y disfrutarán de un espacio de tiempo más largo que el de los patriarcas.

Las victorias de los Macabeos elevaron el sentimiento tanto nacional como religioso. Los autores de los primeros tiempos asmoneos, que buscaban revivir las antiguas glorias de su raza, ya no pudieron ignorar la esperanza de un Mesías personal que gobernara el reino de la nueva era. Surgió el problema de cómo relacionar a sus liberadores actuales, de la tribu de Leví, con el Mesías que sería de la tribu de Judá. Esto se respondió considerando la época contemporánea como meramente el comienzo de la edad mesiánica. Las obras apocalípticas del periodo son el Libro de los Jubileos, el Testamento de los Doce Patriarcas, y la Visión de las Semanas de Enoch. En el Libro de los Jubileos las promesas hechas a Leví, y cumplidas en los reyes-sacerdotes asmoneos, ocultan las hechas a Judá. El Mesías no es sino una vaga figura, y se pone poco énfasis en el juicio. El Testamento de los Doce Patriarcas es una obra compuesta de partes diferentes. La parte básica, notoria por su glorificación del sacerdocio, data de antes del 100 antes de Cristo; hay, sin embargo, adiciones judías posteriores, hostiles en tono al sacerdocio, y numerosas interpolaciones cristianas. Se ha suscitado la controversia respecto a la figura principal de esta obra. Según Charles (Testamentos de los Doce Patriarcas, p. xcviii) se retrata como Mesías a un hijo de Leví que lleva a cabo todos los ideales espirituales supremos del Salvador cristiano. Lagrange, por otro lado (Le Messianisme chez les Juifs, pp. 69 y ss.) insiste en que, en cuanto sea éste el caso, el retrato es el resultado de interpolaciones cristianas; si se quitan éstas, queda sólo una alabanza de la parte jugada por Leví, en la persona de los Asmoneos, como instrumento de la liberación nacional y religiosa. Un ejemplo notorio de esto es Test. Lev., Sal.xviii. Mientras que Charles dice que esto atribuye las características mesiánicas a los Levitas, Lagrange y Bousset niegan que sea mesiánico en absoluto. Aparte de las interpolaciones es meramente un elogio natural al nuevo sacerdocio real. En realidad no hay duda de la preeminencia de Leví; se le compara con el sol y a Judá con la luna. Pero de hecho hay una descripción de un Mesías que desciende de Judá en Test Jud., Sal. xxiv, cuyos elementos originales pertenecen a la parte básica del libro. También aparece en el Testamento de José, aunque el pasaje se expresa en una forma alegórica, difícil de seguir. La Visión de las Semanas de Enoch, que data probablemente del mismo periodo, difiere de la última obra mencionada principalmente por su insistencia en el juicio, o más bien juicios, a los que se dedican tres de las diez semanas del mundo. Los tiempos mesiánicos se abren de nuevo con la prosperidad de los días asmoneos, y se desarrollan hasta la fundación del Reino de Dios.

Así los triunfos asmoneos habían producido una escatología en la que figuraba un Mesías personal, mientras que el presente se glorificaba como el comienzo de los días de mesiánicas bienaventuranzas. Gradualmente, sin embargo, surgieron los ideales nacional y apocalíptico. El Apocalipsis de Baruch, escrito probablemente como imitación, contiene un retrato similar del Mesías. Este sistema de escatología encuentra reflejo también en el milenarismo de ciertos autores cristianos primitivos. Trasladado a la segunda venida del Mesías, tenemos el reino de paz y santidad en la tierra durante mil años antes de que los justos sean transportados a su morada eterna en el cielo (cf. Papías en Eusebio, “Hist. eccl.”, III, xxxix).

III. LA REIVINDICACIÓN DE LA DIGNIDAD MESIÁNICA POR CRISTO

Este punto puede tratarse bajo dos encabezamientos (a) la afirmación explícita de Cristo de ser el Mesías, y (b) la afirmación implícita mostrada en sus palabras y acciones a lo largo de su vida.

Afirmación explícita de Cristo de ser el Mesías

Bajo este encabezamiento podemos considerar la confesión de Pedro en Mateo, 16 y las palabras de Cristo ante sus jueces. Estos acontecimientos implican, por supuesto, mucho más que una mera pretensión de mesianidad; tomados en su contexto, constituyen una afirmación de filiación divina. Las palabras de Cristo a San Pedro son demasiado claras para necesitar ningún comentario. El silencio de los otros Sinópticos respecto a algunos detalles del incidente tienen que ver más bien con la prueba de la Divinidad que con la de las pretensiones mesiánicas de este pasaje. En lo que respecta a la afirmación de Cristo ante el Sanedrín y Pilatos, puede parecer por las narraciones de Mateo y Lucas que al principio rehúsa una respuesta directa a la pregunta del sumo sacerdote: “¿Eres tú el Cristo?” Pero aunque la respuesta que se da sea meramente as su eipas (tú lo has dicho), aun así la registrada por San Marcos, ego eimi (Lo soy) muestra claramente cómo se entendió la respuesta por los judíos. Dalman (Palabras de Jesús, pp. 309 y ss.) da ejemplos de la literatura judía en los que la expresión “tú lo has dicho”, es equivalente a “estás en lo cierto”; su comentario es que Jesús utilizó las palabras como un asentimiento de hecho, pero como mostrando que prestaba relativamente poca importancia a esta declaración. No es irrazonable esto, pues la pretensión mesiánica se hunde en la insignificancia junto a la pretensión de la Divinidad que le sigue inmediatamente, y provoca en el sumo sacerdote la horrorizada acusación de blasfemia. Fue esto lo que dio un pretexto al Sanedrín, que la pretensión mesiánica por sí sola no habría dado, para la sentencia de muerte. Ante Pilatos, por otro lado, fue meramente la afirmación de su dignidad real la que dio pie a su condena.

La afirmación implícita de Cristo mostrada en sus palabras y acciones a lo largo de su vida

Es en su manera continua de actuar más que en ninguna afirmación específica en lo que vemos más claramente la reivindicación de su dignidad por Cristo. Al comienzo de su vida pública (Lucas, 4, 18) se aplica a Sí mismo en la sinagoga de Nazaret las palabras relativas al Siervo de Yahveh en Isaías, 61,1. Es a Él a quien David llamaba en espíritu “ ¡Señor!”. Pretendía juzgar al mundo y perdonar los pecados. Era superior a la Ley, el Señor del Sábado, el Dueño del Templo. En su propio nombre, por la palabra de su boca, limpiaba a los leprosos, calmaba el mar, resucitaba a los muertos. Sus discípulos deben dar por bueno perderlo todo solamente por disfrutar el privilegio de seguirle. Los judíos, aunque sin poder ver todas estas cosas implícitas, una dignidad y poder no inferiores a los del propio Yahveh, no podían sino percibir que quien así actuaba era al menos el representante divinamente acreditado de Yahveh. En relación con esto podemos considerar el título que Cristo se daba a Sí mismo, “Hijo del Hombre”. No tenemos evidencia de que este fuera entonces considerado habitualmente como un título mesiánico. Alguna duda respecto a su significado en las mentes de los oyentes de Cristo se muestra posiblemente en Juan, 12, 34: “¿Quién es este Hijo del Hombre?”Los judíos, aunque viendo indudablemente en Daniel, 7 un retrato del Mesías, probablemente fracasaron en absoluto en reconocer en estas palabras un título. Esto es lo más probable por el hecho de que, aunque este pasaje ejerció gran influencia entre los apocalípticos, el título “Hijo del Hombre” no aparece en sus escritos excepto en pasajes de dudosa autenticidad. Ahora bien, Cristo no utiliza meramente el nombre, sino que reclama el derecho a juzgar al mundo (Mt., 25, 31-46), que es la característica más destacada del Mesías de Daniel. Una doble razón le llevaría a asumir esta designación particular: que podía hablar de Sí mismo como Mesías sin hacer notoria su afirmación a los poderes gobernantes hasta que llegara el momento de su clara reivindicación, y que, en cuanto fuera posible, impediría que el pueblo le asignara su propia noción material del reino davídico.

No refirió su afirmación de la dignidad al futuro. No dijo: “Seré el Mesías”, sino “Soy el Mesías”.Así, aparte de su respuesta a Caifás y su aprobación de la afirmación de Pedro de su carácter mesiánico presente, tenemos en Mateo, 11, 5, la circunspecta pero clara respuesta a la pregunta de los discípulos del Bautista: “¿Eres tú ho erchomenos?” En San Juan la evidencia es abundante. No hay cuestión de una dignidad futura en sus palabras a la samaritana (Juan, 4) o al ciego de nacimiento (9, 5), pues estaba ya realizando la obra predicha del Mesías. Aunque sólo como un grano de mostaza, el Reino de Dios ya estaba establecido en la tierra; Él había comenzado ya la obra del Siervo de Yahveh, de predicar, de sufrir, de salvar a los hombres. La consumación de su tarea y el gobierno glorioso sobre el Reino estaban de hecho aún en el futuro, pero estos eran la culminación, no los únicos constituyentes, de la dignidad mesiánica. Para los que, antes del designio cristiano, buscaban interpretar las antiguas profecías, un solo aspecto del Mesías bastaba para dar la visión de conjunto. Nosotros, a la luz de la revelación cristiana, vemos realizado y armonizado en Nuestro Señor todas las contradictorias esperanzas mesiánicas, todas las visiones de los profetas. Es a la vez el Siervo que sufre y el rey davídico, el Juez de la humanidad y su Salvador, el verdadero Hijo del Hombre y Dios con nosotros. En Él se conjura la iniquidad de todos nosotros, y en Él, como Dios encarnado, reside el Espíritu de Yahveh, el espíritu de Sabiduría y Comprensión, el Espíritu de Consejo y Fortaleza, el Espíritu de Conocimiento y Piedad, y el Temor del Señor.

L.W. GEDDES

Transcrito por Donald J. Boon

Traducido por Francisco Vázquez

Fuente: Enciclopedia Católica