NUEVO TESTAMENTO

nombre con el que se designan colectivamente las Escrituras incorporadas a la Biblia que consta de 27 documentos escritos entre los años 50 y 150, dedicados a tratar los hechos y dichos de Jesús y sus apóstoles, en general, cuestiones de creencias y prácticas religiosas en las comunidades cristianas del mundo mediterráneo. Aunque hay quienes han señalado que en estos documentos subyacen originales en arameo, en especial el Evangelio de Mateo y la Epí­stola a los Hebreos, todos ellos llegaron hasta nosotros en koiné, griego común.

Los 27 libros que forman el N. T. son parte de los escritos de las comunidades cristianas en sus primeros tres siglos. Los principales documentos, los evangelios, epí­stolas y apocalipsis, fueron, atribuidos a los apóstoles y a personajes solitarios, con los que se llenó el vací­o del N.

T. como en el caso de la infancia y juventud de Jesús, y así­ mostrar los milagros y las revelaciones de forma más novedosa y completa. Durante esta época circularon muchos. Muchos de estos escritos cristianos no canónicos han sido recopilados y publicados como Apócrifos del N. T.

No hay claridad en cuanto a la norma a seguir al determinar cuáles fueron los elementos para que la Iglesia adoptase los textos cristianos; tampoco su proceso de formación. Para Jesús y sus seguidores, la Torá, los Profetas y los Hagiográficos del judaí­smo eran las Santas Escrituras. La interpretación de estos escritos se desarrolló como la comprendieron sus fieles: por las obras, las palabras y la persona de Jesús.

Según San Atanasio teólogo cristiano, obispo y doctor de la Iglesia, los 27 libros que son hoy los constitutivos del N. T. como canónicos, y los organizó en el orden que se encuentra actualmente: los cuatro Evangelios el de Mateo, Marcos, Lucas y Juan; Hechos de los Apóstoles; las Epí­stolas: Romanos, 1 Corintios, 2 Corintios, Gálatas, Efesios, Filipenses, Colosenses, 1 Tesalonicenses, 2 Tesalonicenses, 1 Timoteo, 2 Timoteo, Tito, Filemón, Hebreos, Santiago, 1 Pedro, 2 Pedro, 1 Juan, 2 Juan, 3 Juan, Judas y Apocalipsis.

Los Evangelios son una serie de notas sobre los hechos que mantienen cierta similitud. Organizados de manera que resaltaban los temas teológicos y las necesidades de los lectores, aunque el orden cronológico no era lo más importante. Los cuatro Evangelios narran principalmente la vida, doctrina y milagros de Jesús de Nazaret.

La representación histórica se encuentra principalmente en Hechos de los Apóstoles, escritos por Lucas en dos libros, basada en la vida de Jesús, entorno a la historia de Israel y el imperio romano, de forma teológica.

Las epí­stolas son sermones exhortaciones o tratados que tení­an el formato de una carta en la que se incluí­a el saludo, la dirección, la alabanza, un mensaje y la despedida, a las iglesias fundadas en ese entonces.

El Apocalipsis se escribió tal vez en épocas de crisis de la comunidad, presentado en forma pesimista, aunque se presenta optimista en lo que se refiere a la retribución de los justos, quienes recibirán recompensa al fin del mundo.

Diccionario Bí­blico Digital, Grupo C Service & Design Ltda., Colombia, 2003

Fuente: Diccionario Bíblico Digital

Una colección de 27 documentos que conforman la segunda parte de las Escrituras sagradas de la iglesia cristiana. La primera parte de estas Escrituras se denomina, por contraste, Antiguo Testamento. En el nombre Nuevo Testamento, al parecer dado primeramente a la colección en la segunda mitad del siglo II de nuestra era, la palabra testamento representa al término gr. diatheke traducido testamento como acuerdo o pacto (siendo este último el equivalente más adecuado). El nuevo pacto es el nuevo orden o dispensación inaugurado con la muerte de Jesucristo (Luk 22:20; 1Co 11:25), dando cumplimiento a la promesa de Dios (Jer 31:31-34; comparar Heb 8:6-12). El pacto anterior, que Dios estableció con Israel en tiempos de Moisés, llegó a denominarse antiguo pacto (comparar 2Co 3:14; Heb 8:13).El orden en que los 27 documentos nos llegan en la actualidad es más una cuestión temática que un orden cronológico. En primer lugar están los cuatro Evangelios, que narran el ministerio, muerte y resurrección de Jesús. A éstos les sigue el libro de los Hechos de los Apóstoles, que comienza mencionando las apariciones de Jesús a sus discí­pulos después de la resurrección; de allí­ en adelante se nos dice la manera en que, en el transcurso de los siguientes 30 años, el cristianismo se extendió a lo largo del camino que va de Jerusalén a Roma. Este libro fue escrito en principio como una continuación del Evangelio según Lucas. Los cinco conforman la sección narrativa del NT.

Los siguientes 21 documentos toman la forma de cartas escritas a comunidades o a personas en particular; 13 de ellos llevan el nombre de Pablo como su autor, uno el nombre de Santiago, dos el de Pedro y uno el de Judas. Los otros son anónimos.

En el último libro del NT se observan algunas caracterí­sticas del estilo epistolar, en el sentido de que comienza con siete cartas explicatorias dirigidas a iglesias en la provincia romana de Asia; pero en su mayor parte pertenece al estilo de literatura que le ha dado su nombre (apocalí­ptica, de apokalypsis : revelación).

En la literatura apocalí­ptica, el desarrollo del cumplimiento del propósito de Dios sobre la tierra se da en forma de visiones simbólicas.

Jesús mismo no escribió libro alguno, pero transmitió sus enseñanzas a sus discí­pulos en formas que podí­an memorizarse y enseñarse a otros con facilidad.

Existen fundadas razones para pensar que uno de los primeros escritos cristianos fue una compilación de sus enseñanzas, ordenadas según los temas principales que él trató, aunque este documento no ha sido conservado en su forma original sino que ha sido incorporado a alguno de los libros del NT existentes. Pablo y los otros escritores eran conscientes de la realidad de que ellos expresaban el pensamiento de Cristo, bajo la dirección de su Espí­ritu. Sus cartas, por tanto, están llenas de enseñanzas impartidas a los primeros lectores con autoridad apostólica, la cual conserva su validez hasta el dí­a de hoy, habiendo sido además preservadas por la providencia divina para nuestra instrucción.

Los Evangelios comenzaron a aparecer cerca del final del tiempo de la primera generación que conoció de la muerte y resurrección de Jesús. Para ese entonces, los testigos oculares iban desapareciendo uno a uno y en poco tiempo más ya habrí­an muerto todos. Era necesario, por lo tanto, que su testimonio quedara registrado de manera permanente, para que aquellos que vinieran después no estuviesen en inferioridad de condiciones en comparación con los creyentes de la primera generación.

Durante algún tiempo estos cuatro registros evangélicos circularon en forma local e independiente, siendo valorados, sin duda, por aquellos a quienes en primera instancia habí­an sido dirigidos. Pero ya para principios del segundo siglo estaban agrupados y comenzaron a circular como un cuádruple registro a través del mundo cristiano. Cuando esto aconteció, el libro de Hechos fue separado del Evangelio según Lucas, con el cual formaban una serie, para iniciar una trayectoria propia pero de ninguna manera carente de significado.

Las cartas de Pablo fueron preservadas en principio por aquellos a quienes fueron enviadas. Al menos, todas aquellas que han llegado hasta nosotros fueron conservadas de esa manera, ya que en algunos lugares en la correspondencia suya que se ha preservado aparecen referencias a una carta que pudo haberse extraviado en fecha muy temprana (comparar 1Co 5:9; Col 4:16). No obstante, ya para la última década del primer siglo hay evidencias de un intento por reunir las cartas que de él existí­an y de hacerlas circular entre las iglesias como una colección.

Desde la segunda mitad del siglo II la iglesia ya habí­a llegado a reconocer la existencia de un NT de las mismas dimensiones, en general, que el nuestro.

Durante bastante tiempo hubo cierto cuestionamiento acerca de unos pocos de los libros en la parte final de nuestro NT, y ocasionalmente se presentaron argumentos a favor del reconocimiento de libros que, en última instancia, no mantuvieron su ubicación dentro de la colección. Pero al cabo de algunas generaciones de debate acerca de los pocos libros †œdisputados†, en contraste con la mayorí­a de los libros †œreconocidos†, encontramos los 27 libros que componen nuestro NT actual listados por Atanasio de Alejandrí­a en el año 367 d. de J.C., y poco tiempo después por Jerónimo y Agustí­n en Occidente. Estos lí­deres no impusieron decisiones propias sino que publicaron lo que era ampliamente reconocido. Cuando por primera vez en el Concilio de Cartago (397 d. de J.C.) se pronunció sobre el particular, no hizo más que dejar establecido el consenso existente entre la iglesia en Oriente y en Occidente.

La autoridad del NT no se fundamenta en la evidencia arqueológica ni en ninguna otra lí­nea de estudio comparativo, sino en la autoridad de Cristo, ya sea ejercida en su propia persona o delegada a sus apóstoles. Los documentos del NT son el legado escrito del testimonio de Cristo dado por los apóstoles y de la enseñanza que impartieron en su nombre. El canon del NT sirve como la regla de fe y vida de la iglesia. Continúa convocando a los creyentes a volver a los caminos de la pureza apostólica.

En todo esto, el lugar del AT como una parte integral de las Escrituras cristianas no queda ignorado. Ambos Testamentos están de tal manera relacionados que la autoridad de uno da por sentada la autoridad del otro. Si el AT registra la promesa divina, el NT registra su cumplimiento; si el AT describe la manera en que a través de muchos siglos se preparó la venida de Cristo, el NT nos describe cómo él vino y lo que su venida produjo. Si aun los escritos del AT pueden hacer a los lectores sabios para la salvación a través de Jesucristo y capacitarlos plenamente para el servicio de Dios (2Ti 3:15-17), ¡cuánto más cierto es eso respecto de los escritos del NT! La afirmación de nuestro Señor acerca de la suprema función de las Escrituras tempranas se aplica con la misma fuerza a las del NT: Ellas son las que dan testimonio de mí­ (Joh 5:39).

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

Los 27 libros desde Cristo que la Iglesia considera inspirados por el Espí­ritu Santo: 5 libros históricos: Los 4 Evangelios y los Hechos de los Apóstoles.

21 didácticos: (cartas).

1- Cartas de San Pablo.

– Teológicas: Romanos, Primera y Segunda Corintios, Gálatas.

– Cristológicas: (sobre Cristo, escritas en la prisión).

Efesios, Filipenses, Colosenses.

– Escatológicas: (sobre el fin de los tiempos).

1 y 2 Tesalonicenses.

– Pastorales.

1 y 2 Timoteo, Tito, 124 y Filemón.

– Hebreos, escrita también por S. Pablo, según S. Jerónimo.

2- Cartas Católicas, o universales: Dirigidas a toda la Iglesia.

– Santiago.

– San Pedro, 2.

– San Juan, 3.

– San Judas.

3- Libro apocalí­ptico: El Apocalipsis. Ver “Evangelios”, “Biblia”, “Escrituras”, “Manuscritos”. y cada autor en particular.

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

http://biblia.com/diccionario/

Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

[910]
Nueva Alianza de Dios con los hombres realizada en Cristo Jesús, como el Antiguo Testamento es la Alianza sellada por Dios en el Sinaí­. Por extensión el conjunto de los 27 libros o textos bí­blicos que recogen esa alianza por inspiración divina.

(Ver Evangelios. Ver Epí­stolas)

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

Los libros que anuncian la Nueva Alianza

El Nuevo Testamento o Nueva Alianza tiene lugar por medio de Jesús. Los libros de la Biblia que proclaman y exponen el mensaje de Jesús, “Mediador de la nueva Alianza” (Heb 9,15; Lc 22,20), constituyen el “Nuevo Testamento”. Son 27 libros las cuatro narraciones del Evangelio (según Mateo, Marco, Lucas, Juan), los Hechos de los Apóstoles, las trece cartas de Pablo, la carta a los Hebreos, dos cartas de Pedro, tres cartas de Juan, una de Santiago, una del apóstol Judas, el Apocalipsis.

La Palabra revelada por Dios se encuentra con su máxima expresión en el Nuevo Testamento, puesto que presenta a Jesucristo, el Mesí­as y Salvador prometido, el Hijo de Dios hecho hombre, el Verbo Encarnado, la Palabra personal de Dios.

Así­ como en el Antiguo Testamento, Dios manifiesta su presencia y comunica su Palabra, en el Nuevo Testamento, esta presencia es la del “Emmanuel” (Dios con nosotros) y la del “Verbo” (Palabra personal del Padre). Es Dios que sale al encuentro del hombre de una manera sorprendente.

El cumplimiento de las esperanzas mesiánicas

Las esperanzas mesiánicas sobre “Cristo” (“el ungido”) llegan a su cumplimiento. Jesús, el nuevo templo (cfr. Jn 2,19), realiza la Nueva Alianza con el sacrificio de sí­ mismo (cfr. Lc 22,20) y lleva a plenitud la ley por la proclamación de las bienaventuranzas (cfr. Mt 5) y del mandamiento nuevo (cfr. Jn 13,34-35). Antiguo y Nuevo Testamento se postulan mutuamente, puesto que Jesús no ha venido a abolir, sino a “dar cumplimiento” (Mt 5,17) “el Nuevo Testamento exige ser leí­do también a la luz del Antiguo… el Nuevo Testamento está escondido en el Antiguo, mientras que el Antiguo se hace manifiesto en el Nuevo” (CEC 129).

Los escritos del Nuevo Testamento son inspirados por el Espí­ritu Santo, como ha afirmado siempre la Tradición eclesial, reconociendo su origen apostólico. Cada autor sagrado dejar entrever también su nivel cultural y su experiencia personal “Hemos encontrado al Mesí­as… Jesús de Nazaret” (Jn 1,41.45).

Resumen del mensaje y de la vida cristiana

Los documentos del Nuevo Testamento son un resumen de la vida cristiana, en el sentido de llamar al encuentro con Cristo, que se hace camino de renovación y de misión (cfr. Jn 14,6). “Estos libros confirman la realidad de Cristo, van explicando su doctrina auténtica, proclaman la fuerza salvadora de la obra divina de Cristo, cuentan los comienzos y la difusión maravillosa de la Iglesia, predicen su consumación gloriosa” (DV 20).

La reflexión teológica sobre el Nuevo Testamento ha ido subrayado diversas dimensiones cristológica, pneumatológica, eclesiológica, ética, antropológica, etc. Pero siempre se trata de un mismo mensaje y de una misma fe en Cristo, que ha quedado escrita para ser vivida y anunciada a todos los pueblos.

Referencias Alianza, Antiguo Testamento, Apocalipsis, Escritura, Eucaristí­a, Evangelio, Hebreos, historia de salvación, Jesucristo, Juan, Mesí­as, Pablo, Palabra de Dios, revelación.

Lectura de documentos DV 17-20; CEC 124-130.

Bibliografí­a E. CHARPENTIER, Para leer el Nuevo Testamento (Estella, Verbo Divino, 1995); J. JEREMIAS, Teologí­a del Nuevo Testamento. La predicación de Jesús (Salamanca, Sí­gueme, 1980); P. MYER, Teologí­a bí­blica y sistemática (Tarrasa, Clí­e, 1973); K. SCHELKLE, Teologí­a del Nuevo Testamento (Barcelona, Herder, 1975); R. SCHNACKENBURG, La teologí­a del Nuevo Testamento (Bilbao, Desclée, 1967); G. SEGALLA, Teologí­a del Nuevo Testamento. Orientaciones actuales, en Nuevo Diccionario de Teologí­a Bí­blica (Madrid, Paulinas, 1990) 1834-1840.

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

El término “nuevo testamento” o “nueva alianza” se deriva del sintagma griego kaine diatheke y se utiliza para indicar los 27 libros que forman, junto con el Antiguo Testamento, la Biblia cristiana. Esta doble posibilidad de traducir por “alianza” y por “testamento ” se deriva de los diversos significados que encierra el término diatheke, en dependencia del contexto.

Por ejemplo, en Gál 3,15, diatheke corresponde a “testamento”, mientras que en Heb 9,15 significa “alianza”.

Esta expresión parece ser que se remonta al mismo Jesús que, durante la última cena, bendice el cáliz hablando de “nueva alianza” (cf. Lc 22,20; Mc 14,24; Mt26,2S; 1 Cor 11,25). Sin embargo, quizás convenga precisar que el “nuevo testamento” no viene a abolir el “antiguo”, sino andarle cumplimiento”. Por esto, para no caer en la concepción “marcionita” de la Escritura, conviene utilizar la expresión “antiguo testamento” o “primer testamento”, en vez de “viejo testamento” y “veterotestamentario” .

La elección de este término, que corresponde a una perspectiva histórica y teológica sobre la formación del canon, queda confirmada por el hecho de que, durante el siglo 1 d.C., el texto normativo para la fe de la Iglesia sigue siendo el llamado Antiguo Testamento.

Además, el mismo Nuevo Testamento confirma la importancia que asume el Antiguo Testamento para la fe de la Iglesia. De hecho, sin el Antiguo Testamento resultan incomprensibles no solamente las argumentaciones ” midrásicas” de san Pablo (cf. Gál 3,6-14; Rom 9-1 1), sino las mismas perspectivas teológicas de los evangelios que, a partir de él, transmiten su teologí­a (cf. Mc 1,2-3; Mt 1,23; Lc 4,18-19).

Así­ pues, solamente en la segunda mitad del siglo 11 d.C. asistimos a una conformación bastante clara del Nuevo Testamento: en efecto, aunque ya en Justino y en Melitón de Sardes (siglo 11 d.C.) pueden verse algunas referencias implí­citas, solamente con Tertuliano (siglo III d.C.) el término “nuevo testamento” designa claramente los escritos cristianos incluidos en la sagrada Escritura.

El canon del Nuevo Testamento se compone de 27 libros, escritos ciertamente antes del año 125 d.C., aunque las comunidades cristianas poní­an a su lado, y a veces prescindiendo de algunos textos considerados luego como canónicos, algunos escritos fundamentales como las 2 Cartas de Clemente, el Pastor de Hermas, la Carta de Bemabé y la Didajé. La utilización de estos textos en las principales comunidades cristianas, su calidad de “regla de fe” y su apostolicidad más o menos directa constituyen los criterios definitivos para que estos 27 escritos se convirtieran en canónicos. Y al revés, esto fue lo que determinó la exclusión de las 2 Cartas de Clemente, a pesar de la gran consideración de que gozaban en la Iglesia de Alejandrí­a.

Desde el punto de vista de su contenido, el Nuevo Testamento se compone ante todo de tres “cuerpos” o secciones: la sección paulina, la de Juan y la de Lucas. A Pablo se le atribuyen generalmente 13 cartas, que a su vez se pueden subdividir en “grandes cartas” en las que se reconoce generalmente la paternidad paulina (Rom, 1-2 Cor, Gál, Flp, Flm, 1 Tes y quizás 2 Tes), las ” deuteropaulinas “, es decir, las atribuidas a la escuela de Pablo, más que a él personalmente (Ef, Col), y las “pastorales”, llamadas así­ porque van dirigidas a la atención pastoral de Timoteo y de Tito (1-2 Tim, Tit). Por conveniencia, junto al epistolario paulino suele colocarse la Carta a los Hebreos, que de hecho no es una carta, sino una discurso homilético, que no se dirige a los hebreos sino a los cristianos y que, finalmente, no es de Pablo, sino de un autor desconocido de la segunda parte del siglo 1.

Luego, la segunda sección más consistente de los escritos neotestamentarios está constituida por la sección de Juan, que comprende su evangelio, las 3 Cartas (1 -3 Jn) y el Apocalipsis, aunque para este último muchos sostienen la paternidad, no directa de Juan, sino de su escuela.

Finalmente, está el dí­ptico lucano, compuesto del Evangelio y de los Hechos de los Apóstoles, que por su material consistente ocupa un espacio fundamental en el Nuevo Testamento.

A estas secciones hay que añadir las otras Cartas católicas (Sant, 1 -2 Pe y Jds) y sobre todo el evangelio de Mateo y de Marcos, que a su vez componen junto con el de Lucas el grupo de evangelios “sinópticos”.

Por lo que se refiere a la fecha de redacción de estos escritos, generalmente se opta por 1 Tes (50 d.C-) como “terminus a quo”, y por el Apocalipsis como “tenninus ad quem” (90 d.C.), Sin embargo, muchos creen que estas fechas están destinadas a cambiar, sobre todo por las nuevas hipótesis papirológicas. Así­, habrí­a que adelantar el evangelio de Marcos, mientras que el último escrito del Nuevo Testamento no serí­a el Apocalipsis, sino la segunda Carta de Pedro, puesta entre finales del siglo 1 y comienzos del 11.

Pero, prescindiendo de la fecha de redacción de los escritos del Nuevo Testamento, resulta cada vez más problemático trazar una teologí­a de los mismos. Se puede señalar, en el mismo siglo xx, una multiplicación de ensayos sobre la teologí­a del Nuevo Testamento. Así­, la teologí­a neotestamentaria de H. J. Holtzmann (1897-1911), trazada sobre la base de una aproximación inspirada en la historia de las religiones, dio paso a la teologí­a de E. Stauffer (1948) y sobre todo a la de O. Cullmann (1948), que pone el acento en la dimensión histórico-salví­fica de la teologí­a neotestamentaria. Con R. Bultmann (1948-1953) se impuso una teologí­a de tipo existencialista, que pone el acento en la interpelación existencial del “kerigma” presente en el Nuevo Testamento.

Luego se multiplicaron las diversas teologí­as para cada uno de los autores del Nuevo Testamento, que pusieron de manifiesto hasta qué punto la cristologí­a de Pablo es diferente de la de Juan, o de la de Mateo. De una comparación entre los múltiples aspectos de la teologí­a del Nuevo Testamento, como la cristologí­a, la pneumatologí­a, la eclesiologí­a, la ética, se deduce que el criterio de la canonicidad basado en la regula fidei no significa una masificación de la teologí­a neotestamentaria, sino el reconocimiento de una múltiple interrelación entre la unidad y la diversidad del mensaje. Si el acontecimiento Cristo, con su muerte y resurrección, constituye el centro cronológico y teológico del Nuevo Testamento, resulta igualmente cierto que éste representa la fuente primordial de la que nacieron y se desarrollaron los escritos del Nuevo Testamento. Si nos situamos en esta perspectiva, resulta innegable una teologí­a del Nuevo Testamento; pero esto no significa todaví­a su explicitación. Al contrario, dicha teologí­a se hace posible y creí­ble cuando se desentraña a partir de las diversas teologí­as que no necesariamente están llamadas a reducirse in unum para resultar reales, a costa de mutilar alguno de sus aspectos concretos. Por eso, la teologí­a del Nuevo Testamento no puede significar la concreción de un “canon en el canon”.

Resulta significativo observar cómo la teologí­a de Santiago, sobre la relación entre “fe y obras”, no ha obtenido de hecho en la exégesis contemporánea la misma fortuna que la teologí­a paulina sobre la “justificación mediante la fe y no mediante las obras”. En realidad, las diferentes teologí­as neotestamentarias parten del requisito fundamental de la única fe en Cristo y llegan a transmitir un mensaje unitario cuando se les respeta en su comprensión propia, original y fundamental, del acontecimiento Cristo en la fe de la Iglesia.
A. Pitta

Bibl.: G. Segalla, Teologia del Nuevo Testamento: orientaciones actuales, en NDTB, 1834-1840; íd., Panoramas del Nuevo Testamento, Verbo Divino 21994, 359-457 (“panorama teológico”); íd., Teologí­a de los sinópticos, en DTI, 1V 437-460; P. Myer Teologí­a biblica y sistemática, Clí­e, Tarrasa 1973; E. Charpentier, Para leer el Nuevo Testamento, Verbo Divino. Estella l995.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO: I. Historia de los escritos del Nuevo Testamento: 1. La formación del Nuevo Testamento; 2. La fijación del canon. II. El contenido del Nuevo Testamento: 1. Sinópticos y Hechos; 2. Escritos de Pablo; 3. Cartas católicas; 4. Escritos joánicos.

En la tarea de creación literaria del Nuevo Testamento la Iglesia no pretendió elaborar una sí­ntesis perfecta de pensamiento religioso, sino recoger el mensaje de los primeros testigos y consolidar la fe (Le 1,1-14; Jn 20,31). Esto confiere a algunos de los escritos un carácter ocasional y de respuesta a problemas concretos. El estudio de cada escrito nos permite conocer la comunidad de origen o de destino.

Desde una perspectiva catequética, el estudio del Nuevo Testamento nos ofrece la oportunidad de conocer el modo de actuar de la Iglesia en este perí­odo. De ello podemos derivar criterios metodológicos inspirados no sólo en el contenido, sino también en la experiencia y la vida de aquellas comunidades. Se nos plantea el mismo problema que en el Antiguo Testamento con la pedagogí­a que Dios siguió con su pueblo. Acostumbrados a considerar la palabra de Dios sólo como palabra-dicha, olvidamos su carácter de palabra-acontecimiento, y con ello corremos el peligro de convertir la catequesis en la transmisión de un saber religioso y la fe en la simple aceptación de un sistema doctrinal.

I. Historia de los escritos del Nuevo Testamento
El Nuevo Testamento tuvo una historia redaccional similar a la del Antiguo Testamento, si bien el perí­odo transcurrido desde la tradición oral hasta la obra escrita fue mucho más breve -un siglo aproximadamente- y su contenido más unitario, por centrarse en un solo personaje: Jesús de Nazaret. Más lenta fue, por el contrario, la clarificación de los libros que habrí­an de formar parte de esta colección. La Iglesia necesitó varios siglos para fijar el canon. De hecho, la última palabra en este punto no se dijo hasta el concilio de Trento.

1. LA FORMACIí“N DEL NUEVO TESTAMENTO. La dinámica que generó el Nuevo Testamento fue la misma que la del Antiguo Testamento. El proceso hecho-palabra-acontecimiento vuelve a repetirse. A través del kerigma (palabra), Jesús de Nazaret (hecho) es presentado como el Cristo (acontecimiento). La Iglesia necesitó un tiempo de clarificación conceptual para pasar del judaí­smo al cristianismo, del Jesús de la historia al Cristo de la fe, del hijo de Marí­a al Hijo de Dios. Los escritos neotestamentarios reflejan esta indefinición inicial cuando nos presentan a los apóstoles subiendo al templo a orar (He 3,1), discutiendo sobre la obligatoriedad de la circuncisión (Gál 2) o reticentes al contacto con los paganos (He 10).

No fueron ajenos a esta labor de clarificación la historia y los problemas con los que hubieron de enfrentarse. El evangelio de Marcos y el Apocalipsis sugieren una comunidad que sufre la amenaza exterior de la persecución. Mateo hace pensar en una comunidad que necesita comprender su relación con el judaí­smo y el Antiguo Testamento. Pablo describe en sus cartas grupos cristianos problematizados y a veces divididos. Estudiar la historia del Nuevo Testamento es, de alguna manera, estudiar la vida de una Iglesia en busca de su propia identidad. Las fases por las que fue pasando quedan reflejadas en los diversos escritos y, dentro de un mismo libro, en la variedad de fuentes utilizadas.

El punto de partida es Jesús de Nazaret. Siguiendo la tradición de los grandes maestros, él no escribió nada. Más aún, a sus discí­pulos no les mandó escribir, sino predicar (Mc 16,15). Durante muchos años, su vida y sus enseñanzas fueron pura tradición oral, en la cual se mezclaban los datos informativos con la confesión de fe. Si queremos llegar al dato original, al hecho histórico, hemos de investigar en los escritos que lo han transmitido. La dificultad radica en que estos no son crónicas, sino evangelio, es decir, el relato de los hechos tal como los interpreta una comunidad que cree en Jesús de Nazaret como mesí­as, Hijo de Dios y salvador. Debido a que es muy escasa la información no cristiana sobre Jesucristo, cualquier intento de llegar a él parece inútil. Lo cual no significa que la comunidad primitiva inventara los hechos o que estos carezcan de importancia. Es cierto que los evangelios no son una biografí­a de Jesús hecha siguiendo un orden lógico y cronológico: faltan datos sobre la mayor parte de su vida, no coinciden las indicaciones geográficas o las referencias temporales; incluso las palabras que se le atribuyen tienen distinto sentido según el evangelista que las recoge… Pero esto no significa que los evangelios no estén reproduciendo la esencia de su vida y de su predicación. El proceso seguido por los pioneros no difiere del que se da en cualquier hombre que vuelve sobre su pasado para encontrarle sentido. De cualquier hecho, lo primero que se tiene es un conocimiento descriptivo y, por consiguiente, superficial. Con el tiempo y gracias a hechos posteriores van destacándose como fundamentales aspectos que en un principio pasaron desapercibidos. Finalmente el hecho es reformulado e incluso descrito de un modo diverso desde la nueva visión que se tiene de él.

La convivencia durante varios años con Jesús convirtió a los apóstoles en testigos predilectos y confidentes (Mc 4,34) del Rabí­ de Galilea. Es lógico que el sentido último de numerosos hechos y discursos les pasara desapercibido (Mc 6,52; 8,14-21; 9,10; etc.) hasta que la experiencia del contacto con el resucitado les hizo volver sobre ellos y comprenderlo en su verdadero sentido. Cuando se lanzan a predicar, es esto lo que anuncian y no la experiencia primera.

Los escritores sagrados reflejan el último estadio del proceso, y por ello no tienen reparos en adaptar los elementos que consideran oportunos, si ello sirve a su propósito. No estamos ante una tergiversación de los hechos ni ante una creación literaria perteneciente al género de la novela histórica, sino ante una descripción de los hechos que pone de relieve el sentido profundo de los mismos, lo cual no quita valor histórico a lo narrado ni desautoriza al narrador, sino que hace de él un creyente y un testigo.

La valoración del núcleo histórico de los evangelios es de gran importancia para la catequesis y un elemento clave para diferenciarla de la formación religiosa escolar. Sin él, el cristianismo no pasarí­a de ser un sistema de pensamiento, ordenado al establecimiento de un orden moral concreto, como ocurrió con el estoicismo. Un planteamiento semejante conduce a una sobrevaloración de los conocimientos al identificar fe y saber, lo cual a su vez lleva a entender la catequesis como un aprendizaje (memorismo) y a considerar como el objetivo de la catequesis la adopción de determinados comportamientos (moralismo), cayendo así­ en la religiosidad del mérito y olvidando el carácter gratuito de la salvación.

En un planteamiento de este tipo, el orden moral no es entendido como un modo de vivir consecuente con la fe, sino al revés: la fe es sólo la justificación racional de un modo de vida gracias al cual el hombre consigue, por los méritos acumulados, el bien de la salvación. El hombre se salva y el hombre se condena. Dios se limita a dictar sentencia. No hay lugar para la gracia y para la misericordia en un planteamiento semejante. En otros casos la catequesis se confunde con la formación religiosa escolar. A esta le interesa el hecho religioso en sí­ mismo, al margen de las implicaciones existenciales que este conlleva; se interesa por él como un sistema de verdades que aporta una visión del mundo, del hombre y de la existencia, que se expresa en unos ritos, que configura un perí­odo de la historia o condiciona el universo cultural de un pueblo. El estudio debe ser objetivo, es decir, no implica existencialmente al que lo afronta. Cuando la catequesis asume los objetivos y métodos de la enseñanza religiosa, el compromiso de vida queda reducido a un elemento de segundo orden.

Cuando Jesús es arrebatado al cielo (He 1,9), sus seguidores se refugian en Jerusalén, donde permanecen unidos en oración con Marí­a. La venida del Espí­ritu los marcó profundamente y provocó un cambio de actitud. A partir de ese momento, se lanzan a anunciar la experiencia de la que habí­an sido testigos, iniciándose así­ la fase del anuncio oral del evangelio. Las circunstancias en las que se debatí­an hacen difí­cil pensar que hubiera una preocupación literaria. El convencimiento de que el fin de los tiempos era algo inminente estaba en la conciencia de la primera comunidad cristiana. El mismo Pablo se considera uno de los que verán al Señor antes de morir (1Tes 4,15-17). ¿Qué sentido podí­a tener escribir cuando el final estaba tan cerca? Por otra parte, no hay que olvidar que los primeros testigos eran y se sentí­an judí­os. Entendí­an su misión como el anuncio a los hijos de Israel de la salvación realizada en Jesucristo, y para ello contaban con las Sagradas Escrituras del judaí­smo. Sólo ellas gozaban de autoridad ante sus hermanos y, por tanto, sólo a partir de ellas podí­an demostrar que en Jesús se habí­an cumplido las profecí­as.

Estamos, además, ante un grupo preocupado por encontrar su propia identidad, algo que no empezará a aclararse hasta que la incorporación de paganos y la persecución judí­a les hagan comprender que forman un grupo aparte. Cuando la persecución se recrudeció y fue asumida por el Imperio romano, surgió una profunda crisis similar a la vivida por Israel en el exilio: o acababa la Iglesia por la desaparición de los creyentes o acababa por la apostasí­a de sus miembros. Esto condujo a una revisión de la idea de la parusí­a como algo inmediato y a una vuelta a los orí­genes para encontrar una explicación de lo que estaba ocurriendo. Sólo entonces surgió la necesidad de escribir.

No conservamos ningún testimonio escrito del contenido de esta predicación, pero las lí­neas esenciales de la misma podemos deducirlas a partir de los discursos recogidos en He 2,14-39; 3,12-26; 4,9-12; 5,30-32; 10,34-43; 13,16-41. Todos ellos están construidos según el mismo esquema, en el cual aparecen la muerte y resurrección de Jesús como el cumplimiento de las profecí­as del Antiguo Testamento. C. H. Dodd resume así­ el contenido del kerigma: El dí­a del Mesí­as, anunciado por los profetas, ha llegado; todo ha sido actualizado en la vida, muerte y resurrección de Jesús, que, según la Escritura, se han desarrollado conforme a un plan trazado por Dios; por la resurrección ha sido exaltado a la derecha de Dios como jefe mesiánico del nuevo Israel; el Espí­ritu Santo es en la Iglesia el signo del poder y de la gloria de Jesús; la era mesiánica llegará pronto al fin con la vuelta del Señor. El kerigma concluye siempre con una invitación a la penitencia, el ofrecimiento del perdón y del Espí­ritu y la promesa de la salvación. A esto se añade, cuando el auditorio es de origen pagano, la exhortación a apartarse de la idolatrí­a y a volverse al Dios único y verdadero. La respuesta a este anuncio es el acto de fe, por el cual se proclama que Jesús es el Señor (lCor 8,6). Esta confesión de fe da origen a una serie de fórmulas que más tarde serán recogidas en los escritos del Nuevo Testamento (Rom 1,3-4; 10,9; ITes 4,14; lCor 15,3-5).

Este perí­odo es importante porque muestra que la fe es engendrada por el anuncio vivo del evangelio y no por la palabra escrita, lo cual da al ministerio de la palabra un valor trascendental para la vida de la Iglesia. Esto hace, además, que todo el que acepte en su corazón y en su vida que Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios, el mesí­as anunciado y el Señor, quedará vinculado no a un movimiento doctrinal, sino a una comunidad (Mt 12,50), la cual se estructura y vive de acuerdo con el mensaje y la vida de Jesucristo (He 2,42-47; 5,12-16). La relación personal entre el apóstol y el evangelizando es un elemento constitutivo de la acción evangelizadora, y nunca podrá ser sustituido por otros medios aparentemente más eficaces.

Coincidiendo con la etapa anterior, comienzan a aparecer pequeñas unidades literarias y colecciones de carácter funcional, como himnos litúrgicos (Flp 2,6-11; Col 1,15-20; 1Tim 3,16; Ef 1,3-14), relatos de milagros, o resúmenes de discursos de Jesús y, sobre todo, la historia de la pasión. No cabe pensar todaví­a en una intención literaria. Se trata únicamente de que las primeras comunidades cristianas, al organizar su vida, producen los textos que necesitan para expresar y estructurar su existencia, permaneciendo fieles a sus orí­genes. Algo muy importante, sin embargo, está ocurriendo: la memoria del pasado, la vida interna de las comunidades y los acontecimientos en que se ven envueltas, sobre todo el rechazo del judaí­smo oficial y la persecución, provocan un proceso de clarificación sobre la persona, vida y doctrina del Señor. Las Iglesias viven un perí­odo de iluminación que se refleja en la producción literaria de esta etapa. De hecho, los evangelistas, cuando redacten sus evangelios, se limitarán con bastante frecuencia a insertar en la obra estos fragmentos, sin apenas correcciones, como el constructor que levantara un gran edificio a base de columnas, sillares y otros elementos arquitectónicos anteriores.

Al mismo tiempo, tiene lugar un proceso de clarificación doctrinal y moral. Así­ surge la parénesis, o exhortación a llevar una vida de acuerdo con las exigencias del evangelio. En los ambientes judeocristianos el problema se centra en la vigencia de la Ley mosaica, mientras que en los helení­sticos se trata más bien del necesario abandono de las costumbres paganas. Las cartas de Pablo son un buen testimonio del tipo de instrucción moral que se daba a las diversas comunidades. En las secciones exhortativas recoge catálogos de virtudes (Gál 5,22-24; Flp 4,8-9; Ef 4,1-2; etc.) y vicios (Rom 1,29-31; lCor 6,9-10; Gál 5,19-21; etc.), recomendaciones de carácter familiar (Col 3,18-4,1; Ef 5,22-6,9; 1Tim 2,8-15; Tit 2,1-10) o análisis de casos concretos (lCor 5-6).

Las Iglesias aparecen en este perí­odo como comunidades vivas, en crecimiento constante, no sólo por la difusión del evangelio, sino, ante todo, por la profundización en el mismo y por la capacidad de crear fórmulas de fe, instituciones comunitarias y ritos en consonancia con la nueva visión religiosa que el Señor les habí­a proporcionado. Lo mismo que los profetas en el Antiguo Testamento, supieron mirar hacia el futuro desde la fecunda experiencia del pasado, pero sin dejarse bloquear por él. La vida eclesial de ese momento muestra una exigencia que debe ser considerada eje de toda la acción catequética: es necesario construir el presente en comunión con el pasado y con la mirada puesta en el futuro. El difí­cil equilibrio que esto supone es la clave de toda catequesis.

Cuando la tradición comienza a verse amenazada por la desaparición de los primeros testigos y la multiplicación de las Iglesias da origen a diversas interpretaciones, se plantea la necesidad de crear una literatura canónica que garantice la transmisión í­ntegra y la recta interpretación de lo recibido (Lc 1,4).

El primer evangelio que aparece es el de Marcos. Su autor, muy vinculado a Pedro (He 13,5; lPe 5,13), parece recoger la predicación del prí­ncipe de los apóstoles. Dado que suele explicar las costumbres judí­as (Mc 7,3-4) y que contiene algunos latinismos, hemos de suponer que sus destinatarios son de origen romano, tal como afirma la tradición (prólogo antimarcionita). En cuanto a la fecha de composición, podemos situarlo antes de la destrucción de Jerusalén -ocurrida el año 70-, puesto que no hace referencia a ella. La iniciativa de Marcos fue bien acogida en las iglesias cristianas, pero la debieron considerar insuficiente. En los medios judeo-cristianos existí­an materiales no recogidos en su evangelio, sobre todo palabras de Jesús, y además no destacaba suficientemente el cumplimiento de las profecí­as en él. El evangelio de Mateo aparece como una respuesta más completa al problema de la transmisión y fijación de la predicación apostólica. Al mismo tiempo, en los ambientes helenistas, Lucas lleva a cabo una gran obra de interpretación de la historia, poniendo a Cristo como eje de la misma, que cristaliza en una obra dividida en dos partes (Lc-He). La tesis -según se desprende de dos hechos programáticos (Lc 4,16-30; He 28,23-28)-es que el evangelio ha sido anunciado a los paganos porque sus primeros destinatarios, los judí­os, lo han rechazado. Más tarde aparece el evangelio de Juan, elaborado desde la altura de una larga reflexión que ha calado en el sentido de muchas cosas.

Esta actividad literaria coincide con un perí­odo de persecución. La dificultad de permanecer fieles a la fe y la desaparición de los apóstoles les lleva a buscar luz y fuerza en el Señor. Junto a los evangelios aparecen escritos destinados a animar y alentar la perseverancia, encontrándole un sentido al sufrimiento (Ap, Heb, lPe). Con la muerte de Domiciano -año 96- esta situación se ve aliviada y los escritos que aparecen no insisten tanto en la paciencia como en la disciplina interna de la Iglesia. Las cartas a Timoteo y Tito, las de Juan y Judas y 2 Pedro -último escrito del Nuevo Testamento- aparecen en este perí­odo.

Es ahora cuando puede hablarse de que la primera comunidad cristiana tiene conciencia de poseer unas Escrituras Sagradas que han de añadirse a las del judaí­smo. El significado de este hecho es trascendental para comprender la historia de la Iglesia. Gracias a él, lo que fue entendido como un final se convirtió en un principio y la historia de la salvación quedó redimensionada. Cristo pasa de ser la esperanza de Israel a ser la clave de la historia humana universal. La superación del nacionalismo religioso judí­o garantizó la supervivencia de la Iglesia. Si esta hubiera cedido a la tentación de imponer la Ley mosaica a los conversos del paganismo, no habrí­a pasado de ser una secta judí­a, y habrí­a seguido el destino que la historia tení­a reservado al Judaí­smo.

2. LA FIJACIí“N DEL CANON. Junto a los escritos apostólicos aparecieron otros que, de modo anónimo o pseudoepigráfico, reclamaban la misma autoridad. Varios siglos duró la labor de discernimiento que condujo a fijar los libros que integran el Nuevo Testamento. Tres fueron los hechos que provocaron el debate interno de la Iglesia en esta lí­nea.

a) En primer lugar, la aparición de sectas o corrientes de pensamiento disidentes: los judeocristianos que, expulsados de la sinagoga y vistos con recelo por los helenistas, se fueron replegando sobre sí­ mismos hasta desaparecer; los gnósticos, que reconocí­an, junto a las Escrituras, el carácter revelado de los escritos de los grandes maestros como transmisores de la verdadera tradición oral; los montanistas, que se consideraban portadores de una revelación superior a la de los evangelios. Frente a estos grupos, la Iglesia necesitaba destacar la importancia de los evangelios y de los demás escritos apostólicos como única norma y como revelación definitiva.

b) El segundo hecho fue el rechazo del Antiguo Testamento y la propuesta de un canon breve del Nuevo Testamento hecha por Marción a mediados del siglo II. Para él el Dios Padre de Jesucristo no tení­a nada que ver con el Dios creador del Antiguo Testamento, y las únicas escrituras válidas eran un evangelio similar al de Lucas, sin las referencias judí­as, y diez cartas de Pablo. Esta iniciativa forzó a la Iglesia a establecer el canon de libros revelados, eliminando los apócrifos y sospechosos.

c) Finalmente, el tercer hecho fue la publicación del Diatessaron de Taciano, que, al hacer una sí­ntesis de los cuatro evangelios eliminando duplicados, combinando textos e incluso introduciendo algunas tradiciones, atentaba contra la tradición cuatriforme del evangelio. La obra fue aceptada al principio, puesto que era ortodoxa, pero jamás llegó a suplantar a los cuatro evangelios.

En esta situación de pluralismo y búsqueda, los responsables de las Iglesias luchaban por conservar el depósito recibido y defenderlo de la agresión a que se veí­a sometido. El criterio seguido era el de la tradición apostólica, garantizada por la sucesión episcopal, por el contenido de los libros y por su uso en las asambleas. La tarea era doble: establecer el catálogo de libros y fijar el texto recibido. El Canon de Muratori muestra que, a finales del siglo II, la mayor parte de los escritos neotestamentarios son reconocidos y leí­dos en la Iglesia de Roma. Los únicos escritos que faltan son Heb, 1-2Pe y 3Jn. Orí­genes, sin embargo, reflejando el uso de la Iglesia griega, distingue entre libros aceptados universalmente (los cuatro evangelios, He, 13 cartas de Pablo, 1Pe, 1Jn y Ap), los discutidos (2Pe, 2-3Jn, Heb, Sant y Jds) y los rechazados (los evangelios de los egipcios, Tomás, Basí­lides y Matí­as). Eusebio reelabora a principios del siglo IV esta clasificación, y coloca entre los aceptados la Carta a los hebreos. A finales del siglo IV se llega a un pleno acuerdo sobre el reconocimiento de los 27 libros que integran el Nuevo Testamento en el concilio de Cartago (397). En el siglo XVI los protestantes vuelven a plantear el problema de la canonicidad de ciertos escritos, al sustituir los criterios externos vinculados a la autoridad del Magisterio y de la tradición por criterios internos. El concilio de Trento reaccionó frente a esto, y en el decreto Sacrosancta (8 abril 1546) definió solemnemente semel pro semper el canon de las Sagradas Escrituras. En el mundo católico la cuestión quedaba definitivamente resuelta.

En el contexto de la catequesis el problema del canon no pasarí­a de ser un problema estrictamente teológico, si no fuera porque nos pone en contacto con un modo de actuar de la Iglesia directamente relacionado con la catequesis. Una verdad sólo es asumida expresamente cuando es puesta en crisis. De este modo la crisis se convierte en un factor de crecimiento. En consonancia con la psicologí­a evolutiva, se puede afirmar que lo que es plenitud en una etapa de la vida, ha de ser puesto en crisis y superado para acceder a niveles superiores. La catequesis ha de ser fiel al principio de la superación si quiere ser coherente con la historia de la revelación y con la psicologí­a humana, y evitar fijaciones que bloquearí­an el proceso de la fe.

II. El contenido del Nuevo Testamento
En el Nuevo Testamento podemos distinguir un primer bloque de libros de carácter histórico formado por los evangelios, a los que se une el libro de los Hechos como segunda parte del evangelio de Lucas. Viene a continuación el conjunto formado por las cartas de Pablo, el gran sistematizador del pensamiento cristiano, a las que unimos la Carta a los hebreos por las afinidades que presenta. En un tercer grupo se recogen las cartas dirigidas a la Iglesia universal, de ahí­ el nombre de católicas. La colección se cierra con el libro del Apocalipsis.

1. SINí“PTICOS Y HECHOS. La palabra evangelio significó originariamente la paga que se daba al portador de una buena noticia y, más tarde, la buena noticia en sí­ misma. Se utilizó sobre todo en el contexto del culto al emperador, considerado desde los tiempos de Alejandro Magno una manifestación de la divinidad. Sin embargo, no es aquí­ donde hay que buscar el origen del término tal como se utiliza en el Nuevo Testamento. Su origen es claramente veterotestamentario. Utilizado para referirse a noticias relativas a la vida profana (2Sam 18,19-20), adquiere en el Deuteroisaí­as un sentido profundamente teológico. En Is 40,9 aparece el mensajero de la paz con la misión de anunciar que Dios viene a traer la salvación. El contenido de su anuncio se amplia en 52,7 y, en 61,1-3 aparecen sus destinatarios: los pobres, los cautivos, los que lloran, los abatidos…

En el Nuevo Testamento su sentido va a sufrir una gran transformación. Comienza significando el contenido del mensaje que Jesús anuncia: “El reino de Dios está cerca” (Mc 1,14). El aparece como mensajero o sujeto que anuncia la buena noticia, como aquel en el que se cumple la profecí­a de Isaí­as (Lc 4,18-21). Muy pronto, sin embargo, empieza a verse a Jesús como aquel que hace presente, en su palabra y sobre todo en su vida, el reino de Dios. De esta manera pasa de ser el que anuncia a ser objeto del anuncio. Cuando Marcos escribe su evangelio ya se ha producido esta transformación, y por eso habla del evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios (Mc 1,1). Pablo utiliza con frecuencia el término en sentido absoluto, indicando así­ que su contenido ha sido ya asumido por las comunidades. Una vez escritos los evangelios, se produce un nuevo cambio: se utiliza el término para designar los libros en que se narra el acontecimiento salvador que es Jesucristo. Primero se habla del evangelio tetramorfo y más tarde de los cuatro evangelios. El Canon de Muratori es testigo de esta evolución.

La Iglesia, sin embargo, siempre ha hablado del evangelio de Jesucristo para referirse a la salvación que el hombre alcanza en él como algo distinto de los libros en que se narra el acontecimiento. El objeto de su anuncio no es, por tanto, un libro, sino una persona de la que confiesa que es Hijo de Dios y salvador del mundo. La catequesis es por ello un verdadero acto de evangelización que implica existencialmente al enviado y al destinatario.

Al comparar entre sí­ los tres primeros evangelios, se observa que tienen bastantes puntos en común, a la vez que notables diferencias. La investigación en este terreno ha llevado a la conclusión de que Marcos es el más antiguo y fue utilizado como fuente por Mateo y por Lucas. Estos, además, debieron utilizar un documento que se habrí­a formado al recopilar palabras de Jesús y resúmenes de su predicación. Cada uno de ellos, a su vez, debió contar con informaciones propias. Esta diversidad y unidad nos muestra que los evangelistas no pensaban en escribir biografí­as de Jesús, sino en presentar un testimonio escrito de la buena noticia del reino de Dios realizado en Jesucristo, Hijo de Dios, mesí­as y salvador.

a) El evangelio de Marcos fue escrito siguiendo un criterio geográfico, a partir de colecciones anteriores. En él pueden aislarse fácilmente unidades literarias menores, que parecen haber sido agrupadas por temas (milagros 4,35-5,43; controversias 2,1-3,6; instrucciones 9,33-50; parábolas 4,1-34; etc). Estos materiales debieron ser organizados por el redactor a partir de la geografí­a, resultando la siguiente estructura: después de una breve introducción (1,1-13), narra el ministerio de Jesús en Galilea (1,14-6,13), durante el cual fue formado el grupo de los Doce. Sigue a continuación su actividad fuera de Galilea (6,14-8,26) y el viaje a Jerusalén (8,27-10,52), estructurado a partir de los anuncios de la pasión (8,27-33; 9,30-32; 10,32-34). La última parte nana la predicación de Jesús en Jerusalén (11,1-13,37) y la pasión y resurrección (14,1-8). Más tarde se le añadió un relato de las apariciones (16,9-20).

La tradición identifica a su autor con el Juan Marcos de He 12,12, relacionado con Pablo y Bernabé (He 12,25; Col 4,10; 2Tim 4,11) y con Pedro (IPe 5,13). Este habrí­a escrito su evangelio para los cristianos de Roma (prólogo antimarcionista, Ireneo, Clemente de Alejandrí­a) entre el 60 y el 70.

¿Qué motivos le impulsaron a escribir el evangelio, iniciando así­ un género literario nuevo y de importancia única en la vida de la Iglesia? La respuesta a esta pregunta hay que buscarla en la comunidad para la que escribe. Roma vive bajo la crueldad de Nerón, que incendia la ciudad el año 64 y desata la primera gran persecución contra los cristianos, acusados del mismo. En ella mueren Pedro y Pablo. En Palestina se vive un perí­odo de agitación que lleva a la destrucción de Jerusalén en el 70. En este ambiente de violencia y persecución, los cristianos ven desaparecer a sus lí­deres sin que se produzca la parusí­a. Esto provoca una profunda ansiedad que pone en peligro la fidelidad a la fe recibida y la estabilidad del grupo. Para hacer frente a la crisis se vuelven a los orí­genes, a Jesús,
con el deseo de encontrar en su mensaje y en su vida el sentido de la historia que estaban viviendo, de ahí­ que la cruz sea una de las claves teológicas de este evangelio. La muerte de Cristo es el ofrecimiento al Padre hecho para salvación de los hombres (Mc 10,45; 14,24). Es precisamente en ese gesto de suprema renuncia y entrega donde se realiza su mesianismo. Este es también el sentido de la cruz que ellos están soportando y el valor de su sufrimiento. La preocupación del evangelista no es refutar errores o desmentir falsas interpretaciones, sino confirmar la fe de una comunidad en crisis.

La intencionalidad catequética del escrito no aparece sólo en la clave de la cruz. La unidad temática de las secciones, la incipiente organización eclesial, la declaración del centurión en el momento de la muerte (Mc 15,39) y el capí­tulo 13, entre otras cosas, muestra que estamos ante un escrito que trata de ayudar a una comunidad atormentada por profundos interrogantes que necesitan ser despejados. La doctrina empieza a sistematizarse, las funciones se estructuran según las necesidades, la personalidad y carácter divino de Jesús se van defendiendo, la historia contemporánea es interpretada a la luz de la historia de Jesús y de su doctrina… Marcos refleja una comunidad preocupada por la firmeza de la fe de sus miembros y la perseverancia en medio de la dificultad y la persecución.

b) Mateo es el más extenso de los cuatro evangelios. Escrito entre el 80 y el 90, refleja la situación de una comunidad que trata de comprender su relación con el judaí­smo. Comienza con el evangelio de la infancia, que destaca la vinculación de Jesús con el pueblo de Israel, su ascendencia daví­dica y la universalidad de la salvación. Sigue la primera parte (3,1-13,53), que es la proclamación del Reino por las obras y las palabras de Jesús. Introducido en la vida pública por Juan, es bautizado en el Jordán antes de adentrarse en el desierto, donde será sometido a las mismas tentaciones que el pueblo de Dios (3-4). El sermón de la montaña (5-7) muestra la nueva justicia, superior a la de los escribas y fariseos, que debe caracterizar a los discí­pulos. La implantación del Reino no será, sin embargo, fácil: encuentra numerosas resistencias, que Jesús va venciendo con su poder (8-9), si bien los adversarios se volverán contra los mensajeros que lo anuncien (10); esto no es de extrañar, puesto que él mismo ha sido objeto de incomprensión y de hostilidad (11-12). La razón de este rechazo es la dureza de corazón que hace incomprensible el misterio del Reino (13).

La segunda parte es una descripción de las diversas posturas que se adoptan ante el anuncio del Reino: la fe y el rechazo (13,54-16,12). A partir de este momento se sigue más fielmente el relato de Marcos. Frente a la incredulidad de sus paisanos y de Herodes (13,54-14,12), destaca la adhesión de la multitud (14,13-36). Jesús aparece en esta sección criticando unas tradiciones (15,1-20) y unas enseñanzas (16,1-12) que obstaculizan la fe de la gente sencilla (15,21-39). La profesión de fe de Pedro (16,13-20) enlaza esta parte con la siguiente.

La tercera parte (16,21-20,34) muestra el viaje a Jerusalén, a lo largo del cual se va explicando el sentido de la cruz a partir.de los tres anuncios de la pasión (16,21-23; 17,22-23; 20,17-19). La muerte violenta es el final de un profeta que quiere permanecer fiel a su misión.

La cuarta parte (21-25) recoge la actividad y discursos de Jesús en Jerusalén, los dos dí­as anteriores a la pasión. En el primero tiene lugar la entrada en la ciudad y el episodio del templo (21,1-22,17); en el segundo destacan las discusiones en el templo (21,23-23,39) y el discurso escatológico (24,3-25,46). Jesús se presenta como mesí­as, pero no es aceptado por los responsables del pueblo. Esto provoca una fuerte discusión pública, que termina con la desautorización abierta de los escribas y fariseos y el anuncio del final de un sistema religioso centrado en el templo. Una vez que se ha retirado, Jesús se dedica a advertir a los suyos de las dificultades que se avecinan, exhortándoles a permanecer fieles. El evangelio se cierra con el relato de la pasión, muerte y resurrección de Jesús (26-28).

La identificación del autor con el apóstol Mateo no encuentra apoyo en la crí­tica interna. El uso que hace del Antiguo Testamento muestra que está dirigido a una comunidad que le reconoce autoridad, es decir, de judeocristianos, a la que habrí­a que situar en Siria entre los años 80 y 90.

El problema de los grupos judeocristianos era clarificar su situación de cara al judaí­smo. Estos cristianos seguí­an obedeciendo la Ley y lucharon en la Iglesia primitiva por la obligatoriedad de sus preceptos, creando no pocos enfrentamientos con los helenistas a causa de ello. Por otra parte, en el año 80 fueron proscritos por el judaí­smo oficial al ser considerados entre los grupos sectarios. Mateo propone una salida por ví­a de superación y cumplimiento: la Ley ha quedado inutilizada porque las exigencias del evangelio son mayores (Mt 5,24-48); la piedad exterior resulta insuficiente y vací­a ante la actitud del corazón (6,1-18); esto significa la implantación de un orden religioso nuevo (6,19-7,27), en el cual tienen cabida todos los hombres (28,19).

El evangelio de Mateo es, por consiguiente, un escrito de consolación para una comunidad angustiada por las exigencias de una doble fidelidad. Su autor fue capaz de mirar al pasado para encontrar en las profecí­as el sentido del presente, sin que esto significara defender planteamientos regresivos. Esto implicaba una superación del judaí­smo de modo pací­fico, sin ruptura. Al mismo tiempo proyecta una nueva luz sobre el presente eclesial de la comunidad, ocupada en mejorar sus relaciones interiores, su organización, los actos de culto y el apostolado.

Desde un punto de vista catequético, hay que destacar en primer lugar el hecho de la alternancia relato-discurso que parece responder al convencimiento de que en Jesús se dan dos aspectos complementarios: su vida y su mensaje. La dimensión existencial y la doctrinal de la fe quedan así­ diferenciadas y a la vez vinculadas. Son aspectos pero no realidades distintas. El olvido de esta relación lleva a comportamientos pastorales que, a la larga, dan lugar a cristianos cultos, pero no adultos en la fe. Otro hecho significativo es que numerosos pasajes de este evangelio reflejan la práctica catequética de la Iglesia primitiva. Así­, por ejemplo, el sermón de la montaña es una catequesis sobre la identidad del discí­pulo de Cristo, en contraposición con la enseñanza de los escribas y fariseos, y el discurso eclesiástico, una instrucción sobre las relaciones entre los miembros de la comunidad.

c) La obra de Lucas se divide en dos partes que él relaciona en He 1,1. La estructura global de Lc-He refleja que el autor ha seguido un criterio a la vez geográfico y teológico, en el cual Jerusalén es el centro del mundo y de la historia. Después del prólogo (Lc 1,1-4), en el que explica el método seguido y las razones que le han llevado a escribir el evangelio, coloca la historia de la infancia (1,5-2,52). Contraponiendo la anunciación y nacimiento de Juan y de Jesús, muestra el carácter excepcional del Mesí­as frente al precursor. Sigue a continuación la introducción al ministerio de Jesús (3,1-4,13) con el ministerio de Juan y las tentaciones en el desierto.

El resto de la obra sigue un plan concéntrico en la distribución de las secciones: a) ministerio de Jesús en Galilea (Lc 4,14-9,50); b) viaje a Jerusalén (9,51-19,27); c) en Jerusalén: la Pascua (19,28-24,53); c) en Jerusalén: Pentecostés y primeros pasos (He 1,1-9,31); b) el camino hacia los gentiles (9,32-15,35); a) ministerio de Pablo entre los gentiles (15,36-28,31).

Llama la atención que en el tercer evangelio Jerusalén nunca es punto de partida de ninguna acción. Siempre es el lugar hacia el cual Jesús se dirige para cumplir en ella plenamente su misión. Una vez realizada, Jerusalén es punto de partida de la difusión del evangelio. La actividad de Jesús va desde el ambiente gentil de Galilea a la ciudad santa. La actividad de la Iglesia empieza en Jerusalén y termina en medio de los gentiles. Jerusalén es, pues, el centro geográfico hacia el que todo confluye y desde el que todo irradia. Pero es, además, el lugar en el que acontece la pascua de Jesús, es decir, su pasión, muerte y resurrección. Por ello es un sí­mbolo teológico y los acontecimientos que la tuvieron por escenario son el centro de la historia. El pasado culmina en el tiempo de Jesús y este es el comienzo del futuro. Lucas conjuga perfectamente dos niveles de lectura: el histórico-geográfico y el simbólico-teológico. De ese modo transforma la historia de la humanidad en historia de la salvación.

Lucas salva a la Iglesia primitiva del nacionalismo religioso, que le habrí­a hecho replegarse en sí­ misma. Este planteamiento global, en el que los paganos aparecen como destinatarios del evangelio, y la insistencia en el rechazo del mismo por parte de los judí­os, nos hace pensar que fue escrito para defender el universalismo de la salvación frente a las pretensiones de los judaizantes. En este sentido podemos afirmar que su autor pertenecí­a al cí­rculo de Pablo, el apóstol de los gentiles. Por otra parte, dado que viene a calmar las inquietudes religiosas de quienes, siendo judí­os, se vieron excomulgados por la Sinagoga, su redacción no puede ser anterior al año 80.

Desde el punto de vista catequético, la obra de Lucas es la que mejor refleja la praxis de la primera comunidad. En el prólogo aparece reflejado el talante catequético del autor en su dependencia de la tradición -después de investigarlo todo cuidadosamente desde los orí­genes-, en su sistematicidad -por su orden- y en su intencionalidad -para que compruebes la solidez de las enseñanzas que has recibido- (cf DGC 42-45).

2. ESCRITOS DE PABLO. La persona y la obra de san Pablo son de una importancia excepcional por haber sido el gran promotor de la apertura a los paganos y por su gran producción literaria. Para comprender su pensamiento tal como aparece reflejado en las cartas, hay que tener en cuenta que pertenece a dos medios culturales diferentes: el judí­o y el helenista. Frente a sus adversarios defiende su origen judí­o (Gál 2,15; Flp 3,5) y su celo por la tradición de los padres (Gál 1,14); Lucas nos informa de que fue educado en la escuela de Gamaliel (He 22,3) y que vivió en Jerusalén (He 26,4-5.9-11). Su formación judí­a se refleja en el modo como interpreta el Antiguo Testamento, en los recursos literarios que utiliza y, sobre todo, en su pensamiento. Su concepción del mundo, su misticismo y sus continuas referencias a la Escritura reflejan un espí­ritu influido por la religiosidad profética en contacto con las corrientes apocalí­pticas. El influjo helenista fue menor pero también se deja sentir en el vocabulario, en algunas de sus ideas, que parece tomar del ambiente estoico y de los cultos mistéricos, y en las referencias a costumbres del mundo gentil. Pablo poseí­a la personalidad adecuada para llevar a cabo el trasvase del mensaje cristiano desde los cí­rculos judí­os a los helenistas, y ese fue su gran servicio a la Iglesia del siglo primero.

Otro factor a tener en cuenta es el carácter ocasional de sus escritos. Cuando Pablo empieza a escribir no se dan en los ambientes cristianos las circunstancias necesarias para que surja una literatura. Únicamente se dan problemas que reclaman una solución rápida. De ahí­ que aparezcan las cartas. Estas no son una presentación sistemática del mensaje cristiano ni abordan todos los problemas y situaciones en que el creyente puede verse. Más aún: no todas son de la misma naturaleza.

El tercer factor que condiciona la lectura de las cartas paulinas es que su autor incorpora a las mismas materiales anteriores. Sus referencias al kerigma, los himnos, los catálogos de vicios y de virtudes, etc., son prestaciones que él toma del ambiente. Lo mismo que los evangelistas, tomó ciertos materiales y los incorporó a sus escritos, si bien su labor creadora fue mucho más intensa. Su conciencia religiosa le llevó a hacer del evangelio algo vivo que habí­a de iluminar la existencia concreta de los creyentes, dar un sentido a los problemas en los que se debatí­an y proporcionar una respuesta a los interrogantes que se planteaban. Todo esto tuvo que hacerlo en un clima de tensión, ya que habí­a quienes negaban la autenticidad de su apostolado o poní­an en duda su doctrina sobre la libertad frente a la Ley, y quienes soliviantaban a las comunidades con un cierto laxismo en el orden moral o la predicación de ideas pregnósticas en el orden doctrinal.

Pablo conserva del judaí­smo el celo en la defensa de lo divino, que le llevó primero a perseguir a los cristianos y luego a entregarse totalmente a la causa de Cristo (Flp 3,3-15); el sentido religioso de la historia que le hace hablar de la salvación como una realidad que une el tiempo y la eternidad (Ef 1,3-14); el carácter misionero de la existencia, que le lleva a entender su apostolado como un don que debe entregar gratuitamente (lCor 9,15-18); el sentido de Dios como Padre misericordioso (2Cor 1,3-4), paciente y consolador (Rom 15,5), fuente de salvación (Ef 1,3), a quien va dirigida siempre la oración; el sentido litúrgico de la vida, concebida como un acto de culto a Dios (Rom 12,1-2). Tí­picamente cristianas son sus ideas sobre la centralidad de Cristo, cuyo amor nada ni nadie le puede arrebatar (Rom 8,3-39), que ha sido constituido Señor (Flp 2,11), y la fe en el Espí­ritu que, recibido en el bautismo (Rom 5,5), nos hace hijos de Dios (Rom 8,14-17).

Desde una perspectiva catequética, san Pablo representa, en primer lugar, la capacidad creativa del evangelizador, fruto de un espí­ritu abierto a la realidad y a los problemas de los hombres que escuchan su mensaje. La expresión máxima de esta apertura fue la acogida de los gentiles en el seno de la comunidad cristiana como miembros de pleno derecho. Desde el evangelio señala el camino a seguir, corrige desviaciones, amplí­a o limita las libertades, estimula en la dificultad. Su lucha le lleva a situaciones de compromiso tanto frente a los judí­os, que rechazaban el mensaje, como frente a los judaizantes, que lo tergiversaban. En segundo lugar, Pablo es prototipo de la preocupación del apóstol por los que ha engendrado a la fe, a los que no abandona, por la responsabilidad que siente sobre ellos. El se sabe un intermediario que trata de acercar el hombre a Cristo. Al mismo tiempo es consciente del deber que tiene sobre la salud espiritual de aquellos que han aceptado el evangelio por su palabra. En tercer lugar, Pablo es prototipo de la libertad de espí­ritu frente a la tradición y al pasado. Su doctrina sobre la gracia como superación de la Ley parece más propia de un gentil que de un judí­o. Eso explica las dificultades que encontró en el seno de la misma comunidad cristiana. Finalmente, Pablo es una muestra de que la cruz acompaña al mensajero del evangelio. El sufrió la persecución desde todos los flancos: desde el cí­rculo de sus hermanos en la fe, desde el mundo judí­o y desde el Imperio romano. Sintió en su propia carne los dolores de parto con que nació la Iglesia (cf 2Cor 4,7-18).

3. CARTAS CATí“LICAS. Son escritos breves que no están dirigidos a una persona o comunidad concreta, sino a toda la Iglesia, de ahí­ el nombre de católicas o eclesiales. Debido a su antigüedad, son una buena fuente de información sobre la vida de los primeros grupos cristianos, su organización, el culto y sus planteamientos doctrinales. Surgidas en los ambientes judeocristianos, pretenden dar respuesta al problema de estar en el mundo sin ser del mundo. Los cristianos eran conscientes de que el mundo tení­a que recibir el mensaje de la salvación por su predicación y su testimonio, y a la vez se sentí­an extraños en él por el rechazo de su anuncio. El peligro que les amenazaba era replegarse sobre sí­ mismos y olvidar la misión, o bien contemporizar con el mundo y suavizar las exigencias del evangelio para hacerlo más aceptable. Las cartas alumbran un camino de solución, insistiendo en la paciencia para soportar las pruebas y en la fidelidad al Señor. La fe y el bautismo son el único camino para entrar en el reino de la luz establecido por Cristo en su pasión, muerte y resurrección. Gracias a la salvación por él alcanzada y mediante el Espí­ritu, el cristiano, hecho hijo de Dios, puede combatir por la verdad hasta la vuelta de Jesús como juez del mundo. La vida moral se centra en el amor a Dios y al prójimo, que une a los creyentes entre sí­ y con Dios como una gran familia, en la Iglesia. El fundamento de esta fe y de este modo de vivir es la vida y las enseñanzas de Jesús. Dada esta orientación fundamental, las cartas católicas son un buen testimonio de la parénesis cristiana primitiva. A sus autores no les preocupa tanto la presentación del kerigma para suscitar la fe en Jesucristo cuanto la predicación en clave moralizante dirigida a quienes pertenecen a la Iglesia. A estos se les presenta su mensaje con la exigencia de vivir los acontecimientos de cada dí­a según las normas de la fe y guiados por el ejemplo del Señor.

Desde un punto de vista catequético estos escritos proyectan su luz sobre el problema que se plantea a los cristianos que quieren vivir la doble exigencia de la fidelidad a Cristo y del servicio a los hombres. El influjo materialista del ambiente y las dificultades pueden llevar a las comunidades a la rutina y a la mediocridad y estas, a la pérdida del fervor primero y a la superficialidad. La razón última de esto es el cansancio de los creyentes, empeñados en una lucha que dura demasiado tiempo. En esas circunstancias es necesaria la vuelta a Cristo, maestro de vida y de doctrina, que permite lograr la coherencia entre la vida y la fe, corregir la impaciencia y evitar la adulteración del mensaje.

4. ESCRITOS JOíNICOS. Se incluyen en este apartado el cuarto evangelio, las cartas de Juan y el Apocalipsis. A pesar de las notables diferencias que existen entre ellos, sobre todo en cuanto al género literario, las coincidencias son tan notables que permiten considerarlos escritos relacionados entre sí­ y conectados con el apóstol san Juan. Brown distingue cuatro etapas en la historia de los grupos en los que surgieron estos escritos. En un primer momento (fase preevangélica) se trataba de un grupo de seguidores de Juan Bautista que no dudaron en aceptar a Jesús como mesí­as. A estos debieron unirse más tarde algunos procedentes de Samaria, que introdujeron una visión más elevada de Jesús con la idea de la preexistencia y del descendimiento al mundo, junto con la crí­tica de las instituciones judí­as. Debido a esto, las ya tensas relaciones con el judaí­smo oficial se agravaron, llegando a ser expulsados de la sinagoga.

En esta nueva situación (fase de la redacción del evangelio), el grupo entró en conflicto con otros grupos cristianos que no compartí­an sus planteamientos cristológicos, sobre todo los judeocristianos, que valoraban más la ascendencia daví­dica de Jesús y eran reacios a la admisión de paganos en su seno. En un tercer momento (fase de la redacción de las cartas), surge la tensión en el seno de la comunidad al aparecer dos modos opuestos de interpretar el evangelio, por la incorporación de un nuevo grupo influenciado por las ideas gnósticas. Finalmente (fase posterior a las cartas) el grupo se disuelve al integrarse una sección en los grupos heréticos de la época y la otra en la gran Iglesia que ya ha asumido la doctrina de la preexistencia del Verbo.

a) El cuarto evangelio. Para comprender la naturaleza del cuarto evangelio hay que tener en cuenta que aparece en el seno de una comunidad que está en conflicto con otros correligionarios, por la diversidad de planteamientos, y con el mundo judí­o, al cual pertenecen muchos de los miembros que integran el grupo y que acaba por expulsarlos de la sinagoga; y que vive sometida a la presión de las corrientes de pensamiento del momento como el gnosticismo, el hermetismo, el judeohelenismo y los movimientos heterodoxos judí­os.

Aunque el autor nos dice para qué escribió el evangelio (20,30-31), la finalidad y destinatarios del mismo no son fáciles de determinar. La diversidad de teorí­as existentes nos lleva a hablar no de uno, sino de varios destinatarios y objetivos. A los judeocristianos, preocupados por una doble fidelidad -a su fe en Jesús y a la religión de los padres-, y rechazados por el judaí­smo oficial, les exhorta a permanecer fieles a Jesús, el mecí­as, que vino a sustituir las fiestas e instituciones hebreas de las que habí­an sido excluidos. A todos los cristianos intenta confirmarlos en la fe, sometida a prueba por las dificultades que encuentran. Tampoco faltan intenciones polémicas contra los discí­pulos del Bautista, que pretendí­an engrandecer su figura a costa de Jesús, y contra los judí­os. Es posible, además, que el autor haya tenido presentes las corrientes filosófico-religiosas del momento, como el gnosticismo, el mandeí­smo o Filón.

Se han propuesto varias posibilidades de estructurar el texto. Todos coinciden en considerar el prólogo como una unidad literaria independiente, elaborada a partir de un himno cristiano primitivo adaptado por el redactor. De hecho, si se eliminan los elementos narrativos (1,6-9.12b-13.15.17), el resto tiene sentido y puede ser entendido como una profesión de fe. También hay acuerdo en considerar el capí­tulo 21 como un relato adicional de las apariciones. Excluidos el prólogo y el epí­logo, la obra primitiva se divide en dos partes: el libro de los signos (1,19-12,50) y el libro de la gloria (13,1-20,31); o bien en tres: de Juan a Jesús (1,19-51), la obra del Mesí­as (2,1-19,42) y la nueva creación (20,1-31).

La extensión y profundidad de la teologí­a de Jn no permite intentar aquí­ una sí­ntesis. Sin embargo, en el contexto de la actividad catequética de la Iglesia, debe tenerse en cuenta, en primer lugar, la presencia de la dimensión simbólica en todo el evangelio. Juan llama a los milagros signos (2,11). El signo es la manifestación exterior de una realidad interior, la expresión material de una realidad espiritual y -en el orden religioso- la encarnación histórica de una realidad trascendente. Para Juan, el primer signo es la Palabra hecha carne, el Hijo preexistente que habita entre los hombres. Como es necesaria la inteligencia para comprender el signo, así­ es necesaria la fe para comprender la verdadera naturaleza de Jesús. Juan educa la capacidad de ver en profundidad conduciendo, en su relato, la mirada desde la superficie de las cosas materiales a la profundidad de las realidades espirituales. Así­ pasa del agua a la gracia (4,10-14), de la parálisis al pecado (5,6-14), del pan a la eucaristí­a (6,5-14.32-35), etc.

En una sociedad positivista y materialista como la actual, es necesario recuperar para la catequesis el valor simbólico de la realidad. Sólo desde este presupuesto es posible facilitar la experiencia religiosa que toda catequesis debe buscar. Relacionado con el simbolismo está el tema del sacramentalismo. Los investigadores no están de acuerdo a la hora de precisar si el evangelio contiene referencias a la vida sacramental de la Iglesia primitiva, pero sí­ coinciden en que muy pronto fue utilizado este evangelio para ilustrar los sacramentos cristianos. Así­ aparece la curación del paralí­tico de la piscina (5,1-18) en las catequesis sobre el bautismo y el discurso del pan de vida (6,32-66) en relación con la eucaristí­a. Para valorar justamente el cuarto evangelio en su dimensión sacramental, hay que tener en cuenta que todo texto -y por tanto también los textos bí­blicos- es una realidad preñada de significados que afloran cuando es leí­do desde diversas situaciones existenciales, al margen de la intención de su autor. Esto es posible, porque el texto, en último término, no tiene como objetivo ser considerado en sí­ mismo, sino ayudar a la comprensión de la propia realidad del que lo lee. Es, por consiguiente, una clave desde la que es posible interpretar esa realidad, una luz que ayuda a descubrir su sentido. Finalmente hay que destacar, desde una perspectiva catequética, la capacidad del autor de presentar el misterio de Cristo teniendo en cuenta su entorno eclesial y cultural. Juan no se limita a transmitir lo recibido, sino que interpreta la tradición, explicita su significado, alterando si es necesario los datos históricos, de modo que sea respuesta a los interrogantes y problemas que se le plantean. Su insistencia en la preexistencia, a costa de la ascendencia daví­dica de Jesús, representa un progreso en la revelación que no fue fácilmente aceptado por los grupos judeocristianos. La catequesis de Juan no es la transmisión de un saber desencarnado, sino un proceso de profundización que saca a la luz el sentido último de la verdad transmitida, corrige las posibles desviaciones en la interpretación, se enfrenta a los planteamientos de los adversarios y fortalece la fe de los creyentes.

b) Las tres cartas que se relacionan con Juan nos proporcionan importantes datos sobre la situación de los grupos cristianos en aquel momento. La tercera sale al frente de un problema interno. El autor critica la conducta inhospitalaria de Diotrefes, jefe de una comunidad, que se niega a recibir a sus enviados. No se dice cuál es la razón de la negativa, pero el tenor de la carta deja entrever que se trata de diferencias doctrinales (vv. 3-4). La segunda está dirigida a una comunidad que tiene problemas doctrinales por la presencia de quienes negaban la encarnación del Verbo. Frente a estos recomienda que vivan según la verdad, practicando el mandato del amor y sin trato con los seductores. El interés de estas cartas reside en que nos informan de la existencia de una organización misionera en la Iglesia y de la autoridad de un presbí­tero sobre varias comunidades.

La más importante es, sin duda, la primera de las cartas. La fe de la comunidad que en ella se refleja está amenazada por doctrinas que niegan que Jesús sea el Cristo o el Hijo (2,22-23). Se debí­a tratar de herejes que negaban la identidad entre el Jesús histórico y el Cristo de la fe. No está muy claro a quiénes se refiere en concreto, pero podemos identificarlos como precursores del docetismo y del gnosticismo. Contra ellos argumenta que es incompatible el ser hijos de Dios con la falta de amor al hermano; que Jesús es el mesí­as, Hijo de Dios encarnado, y que el amor es la primera de las exigencias. De alguna manera el autor aborda el fundamento de toda la existencia cristiana: la fe en Jesús como mesí­as e Hijo de Dios configura la vida como una relación de amor con Dios y con los hermanos, que se manifiesta en la rectitud moral.

c) El Apocalipsis cierra la colección de escritos del Nuevo Testamento. Es un libro desconcertante y difí­cil que, sin embargo, atrapa el interés de quien se adentra en él con el deseo de captar su mensaje. Por la dificultad que encierra el lenguaje simbólico, ha sido uno de los libros más olvidados, cuyo mensaje permanece oculto al pueblo cristiano a pesar de su fuerza y permanente actualidad.

En el libro, además del prólogo (1,1-3) y del epí­logo (22,6-21), pueden distinguirse dos partes: la primera (1,4-3,22) está constituida por siete cartas dirigidas a las Iglesias, precedidas de una introducción litúrgica (1,4-20); la segunda, más amplia, se divide a su vez en cinco secciones (Introducción: 4-5; Los sellos: 6,1-7,17; Las trompetas: 8,1-11,14; Las tres señales: 11,15-16,16; Conclusión: 16,17-22,5).

El contenido del libro es diferente en cada parte. La primera tiene por objeto las situaciones en que viven las comunidades cristianas, a las que se amonesta para que guarden intacto el depósito de la fe y procedan rectamente en el orden moral. La segunda es una teologí­a de la historia. Trata de confortar a unos hombres que viven angustiados y cuestionados por la persecución de que son objeto. Su mensaje es que confí­en, porque la persecución acabará y Dios triunfará sobre los enemigos de sus fieles. El prólogo del libro (1,3) sitúa todo el anuncio en un contexto litúrgico. La Iglesia tiene acceso al sentido de su vida y de los acontecimientos en que se ve envuelta, en un clima de oración y de escucha de la palabra de Dios.

La proyección catequética del libro es evidente. El creyente de hoy, como el de todos los tiempos, tiene necesidad de comprenderse a sí­ mismo en un mundo que es hostil a Dios; tiene que encontrar respuesta al problema del rechazo del evangelio y de sus valores en una sociedad materializada y seducida por el valor de lo inmediatamente útil; tiene que encontrar su identidad en una ciudad secularizada y autosuficiente. El cansancio que genera un esfuerzo sin sentido o el sufrimiento absurdo puede llevar a posturas de conformismo e incluso de rechazo del mensaje. El autor del Apocalipsis se hizo visionario para hallar la salida del laberinto de la historia que viví­an las comunidades de aquel momento. La imaginación, guiada por la fe, ha de crear, en la reflexión y en la oración, respuestas convincentes a los nuevos problemas. A la Iglesia se le plantea en cada momento de su historia la necesidad de encontrar su identidad y su lugar en el mundo, sin ser del mundo. Como madre y maestra, tiene el deber de confirmar la fe de sus hijos en el desconcierto que cada nueva situación crea. En el Apocalipsis hay un camino de lectura de la historia que está en gran parte sin recorrer.

BIBL.: BORNKAMM G., Jesús de Nazaret, Sí­gueme, Salamanca 1990′; BROWN R. E., La comunidad del discí­pulo amado, Sí­gueme, Salamanca 1991′; El nacimiento del Mesí­as, Cristiandad, Madrid 1982; CONZELMANN H., El centro del tiempo. La teologí­a de Lucas, Fax, Madrid 1974; DODO C. FI., The Apostolic Preaching and its Developments, Hodder & Stoughton, Londres 1970; GONZíLEZ Ruiz J. M., Nuevo Testamento, en FLORISTíN C.-TAMAYO J. J. (eds.), Conceptos fundamentales del cristianismo, Trotta, Madrid 1993; GRELOT P., La formación del Nuevo Testamento, en GEORGE A.-GRELOT P., Introducción crí­tica al Nuevo Testamento II, Herder, Barcelona 1993′; JEREMIAS J., Abba. El mensaje central del Nuevo Testamento, Sí­gueme, Salamanca 1993′; LATOURELLE R., A Jesús el Cristo por los evangelios, Sí­gueme, Salamanca 19923; LEON-DuFOUR X., Jesús y Pablo ante la muerte, Cristiandad, Madrid 1982; Los evangelios y la historia de Jesús, Cristiandad, Madrid 1982′; LOHSE D., Teologí­a del Nuevo Testamento, Cristiandad, Madrid 1978; PALACIO C., Jesucristo. Historia e interpretación, Cristiandad, Madrid 1978; SCHELKLE K. H., Teologí­a del Nuevo Testamento, Herder, Barcelona 1975-1978; TRILLING W., Jesús y los problemas de su historicidad, Herder, Barcelona 19854.

Francisco Echevarrí­a Serrano

M. Pedrosa, M. Navarro, R. Lázaro y J. Sastre, Nuevo Diccionario de Catequética, San Pablo, Madrid, 1999

Fuente: Nuevo Diccionario de Catequética

1. La primera noción de NT, como magnitud de la historia de la salvación, puede entenderse de doble manera: a) el tiempo de Jesucristo y de los apóstoles (comunidad primitiva, -> cristianismo, A), que puede deslindarse por algunas notas esenciales del siguiente tiempo postapostólico de la Iglesia, si bien es a la vez principio y primer perí­odo del tiempo de la Iglesia; b) el perí­odo de la historia de la salvación que dura desde la resurrección de Jesús y pentecostés (como acontecimiento uno de la salvación) hasta la segunda venida de Cristo (-> parusí­a).

El NT en el primer sentido se distingue del NT en el segundo sentido por ser el tiempo en que Jesucristo mismo estaba en “carne” entre los hombres, en que aconteció la -4 revelación cristiana, que luego como “cerrada” se transmite simplemente en la tradición (-> Escritura y tradición), en que la sagrada Escritura se formó como testimonio inspirado de la primigenia tradición cristiana y la Iglesia quedó constituida en su dimensión iuris divini (cf. RAHNER v 247-273). Sin embargo, esa distinción respecto del NT en el segundo sentido es secundaria, porque durante este perí­odo salví­fico Cristo permanece presente por su espí­ritu; su vida terrena es sólo el comienzo de su parusí­a, en que vendrá el -> reino de Dios definitivamente y plenamente revelado. Por eso, lo que sigue se refiere al tiempo del NT en el segundo sentido.

2. Según la Escritura, el NT es una fase absolutamente singular de la historia de la salvación, que se distingue claramente del pasado y durará hasta el fin de la historia, por la sencilla razón de que aquí­ Jesucristo (ya en la manera como se entiende a sí­ mismo el Jesús prepascual) es el acontecimiento escatológico de la salvación, el -> mediador absoluto de la misma, y en su muerte se fundó la nueva (y eterna: 2 Cor 3, 11) -> alianza entre Dios y la humanidad entera (-> eucaristí­a). La Escritura delimita esta nueva alianza frente al -> Antiguo Testamento en parte resaltando lo radicalmente nuevo (y por tanto antitético respecto del AT) y en parte poniendo de relieve ciertos puntos comunes. Desde el primer punto de vista, el NT, como alianza de la libertad de la ley, como alianza del Espí­ritu ( -> Espí­ritu Santo), del perdón de los pecados, de la justicia, de la nueva comunidad con Dios, se diferencia (en la teologí­a de -> Pablo) del AT como tiempo de la ley y de la muerte, de la ocultación de aquello que propiamente significaba lo precedente.

Desde el segundo punto de vista (continuidad), el NT se comporta respecto del AT como el cumplimiento respecto de la promesa, pero de tal manera que el cumplimiento sobrepuja la promesa; y así­ es cumplimiento que supera no sólo el AT (en el sentido de la alianza de Moisés), sino también toda la historia precedente “desde el principio”. Y, según la Escritura, el NT sólo puede ser este tiempo de salvación, estrictamente escatológico, al que no sucederá un nuevo perí­odo cronológico de historia salví­fica, porque se halla radicalmente abierto a lo nuevo (Mc 14, 25) de la consumación, porque supera todo posible futuro inmanente por el hecho de que está fundado en la -> muerte de Jesús (o sea, en el acontecimiento que suprime la historia) y en la participación de la misma, porque sólo de Dios aguarda por la – esperanza el reino divino, que es Dios mismo, y así­ prohibe confundir un futuro inmanente con lo absolutamente nuevo, que opera ya en él, si bien para el tiempo presente como tal es solamente promesa.

3. Sistemáticamente hay que decir que el NT es el tiempo escatológico (-> escatologí­a). Esto significa lo siguiente.

a) En lo relativo a la cuestión de la salvación eterna, la historia de la libertad humana como tal no está ya simplemente abierta para el hombre a una dialéctica interminable entre salvación y perdición, sino que ya está decidida (sin merma de su libertad) en la gracia de Cristo, que actúa con eficacia previamente a la decisión actual del hombre; y está decidida a favor del amor y del reino de Dios (aunque la historia de la salvación del individuo quede abierta como tal historia).

b) Esta comunicación, antecedentemente victoriosa, de -> Dios mismo no sólo ha sido infundida ocultamente como última entelequia en el mundo y en su historia, sino que se ha manifestado históricamente en Jesucristo, en su muerte y resurrección, de forma que la última razón de la historia de la -> salvación y de la revelación (y, por tanto, de la historia en general) está presente y opera en ella también como factor histórico; y esto constituye lo especí­fico del NT respecto de la historia precedente. Como comunidad que profesa y recuerda a este Cristo, la Iglesia es la presencia de esa última razón de la historia como sacramento fundamental de la salvación espiritual – previamente decidida – del mundo (la Iglesia es signo sacramental en la unidad y diferencia respecto de lo significado). En este sentido el NT es “el tiempo de la Iglesia”. Como fase escatológica de la historia de la salvación, de la revelación, de la gracia, de la fe y de la esperanza, el NT no sólo tiene dentro de la historia del mundo que aún dura, la función de mantener y conservar, sino que él mismo tiene su propia historia (historia de la Iglesia y de los dogmas), la cual no se identifica simplemente con la historia de la salvación ni con la historia en general, sino que es la historia de la reflexión sobre la esencia y el fin últimos de la historia universal.

4. Kerygmáticamente, sobre la manera como se entiende hoy dí­a el NT hemos de resaltar particularmente dos pensamientos.

a) El hombre actual, por el amplio saber que posee acerca de la inmensa y diferenciada historia de las -> religiones en general, se ve tentado a insertar el tiempo del NT dentro de la totalidad de la historia de la religión pasada y futura, como una fase, aunque importante, que puede ser superada hacia adelante, aunque sólo sea por un futuro como “desacralización”, en que el cristianismo se ha de diluir en un modo profano y mundano de entenderse la humanidad (como relación con los hombres, etc.). Respecto de esta tentación, que va aneja necesariamente a la existencia cristiana (cf. 2 Tim 2, 18; 2 Pe 3, 3s), hay que recalcar que el cristianismo debe, desde luego, darse a sí­ mismo una expresión histórica (mediante categorí­as humanas y formas sociales), pero se entiende precisamente como supresión y elevación de todas las experiencias religiosas y antirreligiosas (anteriores y futuras) hacia la inefable incomprensibilidad de Dios ( -> misterio) en la muerte de Cristo (y la participación en ella), y sólo así­ y sólo por eso, el NT es tiempo escatológico, que se critica también a sí­ mismo en la esperanza del reino de Dios. El cristianismo no excluye, pues, la posibilidad y expectación de nuevas experiencias religiosas y antirreligiosas, y está dispuesto a enfrentarse con ellas como imprevisibles y a integrarlas en sí­ mismo; pero sabe igualmente que las ha superado ya de antemano, no sólo por una dialéctica formal de conceptos abstractos, en los que pueda encerrarse todo, sino, más bien, por la participación real de la muerte de Cristo, en la que todo el futuro intramundano de lo religioso y antirreligioso – en cuanto aceptado por la fe y la esperanza – ha sido superado ya (Jn 5, 24; 1 Jn 3, 14) en Dios mismo, que no es precisamente un mero momento de la historia, el cual viviera de la totalidad de esta historia.

b) El hombre de hoy tiene la impresión de que la historia, tras una introducción de tiempos casi innumerables, propiamente está empezando ahora, pues ahora puede desarrollarse con palpable esperanza de éxito la lucha activa y bien planeada contra la alienación del hombre debida a la sociedad (-> marxismo) y en pro de una humanización del contorno del mismo. Esto puede llevar a la tentación de entender el tiempo del NT como una época transitoria y en ví­as de fenecer, que anticipó a lo sumo teórica y abstractamente (en formulación mitológica) lo que ahora incumbe a la humanidad como posibilidad real.

Frente a eso hay que decir: 1º. La expectación – dada como gracia – del futuro absoluto, en el que Dios por la donación de sí­ mismo se comunica a la historia como entelequia y fin de la misma, no es la supresión de la importancia y seriedad de la historia profana. Pues esta esperanza, que el individuo puede dejar de realizar en la historia, dice precisamente que en toda la historia (y no sólo en la explí­citamente religiosa) se trata del futuro absoluto, de la salvación misma. 2.° Como la historia que propiamente comienza ahora se mueve dentro del tiempo del NT, tiene asegurada su amplitud más radical, pues, por una parte, sólo está limitada por la ilimitación de Dios y, por otra, ella misma es mediación de la aceptación del futuro absoluto de Dios. En efecto, toda acción libre (que como obra positivamente moral es un acto salví­fico, aunque a veces inconsciente), y no sólo la acción explí­citamente religiosa y cultual, es mediación de la aceptación del futuro absoluto. A esta historia en su totalidad, por el hecho de estar abarcada por el tiempo del NT, se le ha hecho la promesa de que no corre hacia el vací­o de la muerte; y lo que en ella acontece se convertirá, si bien pasando por una transformación radical (1 Cor 15, 35-38), en aquella plenitud concreta por la que Dios lo será “todo en todas las cosas” (1 Cor 15, 28).

El tiempo del NT dice a la historia que la muerte como su “último enemigo” permanecerá en ella (1 Cor 15, 26), pero que, a pesar de todo, no corre hacia la muerte, sino hacia la gloria de Dios, que en la resurrección de Jesús ha empezado ya a tomar posesión del mundo. En esta fe y esperanza se le ofrece al mundo precisamente una posición crí­tica contra falsos conservadurismos y utopí­as, en los que puede caer cautiva la historia.

5. Sobre los escritos del NT cf.: -> Escritura ii, -> canon, -> sinópticos, Evangelio de ->Juan, -> Hechos de los apóstoles, cartas de -> Pablo, cartas de -> Santiago, -> Pedro, -> Juan y -> Judas, -> Apocalipsis de Juan.

BIBLIOGRAFíA: Cf. bibl. de historia de la -> salvación, -> alianza, teologí­a de la -> historia. – G. Weth, Die Heilsgeschichte. Ihr universeller und individueller Sinn in der offenbarungsgeschichtlichen Theologie des 19. Jh. (Mn 1931); H. D. Wendland, Geschichtsanschauung und Geschichtsbewußtsein im NT (Gö 1938); G. Delling, Das Zeitverständnis des NT (Gü 1940); W. G. Kümmel, Kirchenbegriff und Geschichtsbewußtsein in der Urgemeinde und bei Jesus: SBiblUps 1 (Up 1943); J. Körner, Endgeschichtliche Parusieerwartung u. Heilsgegenwart im NT: EvTh 14 (1954) 117-192; E. Lohse, Lukas, der Theologe der Heilsgeschichte: EvTh 14 (1954) 256-275; F. J. Schierse, Verheißung und Heilsvollendung (Mn 1955); O. Cullmann, Cristo y el tiempo (Estela Ba 1968); J. Jeremias, Jesu Verheißung für die Völker (St 1956); W. G. Kümmel, Verheißung und Erfüllung (Z 31956); E. Przywara, Alter und Neuer Bund (W – Mn 1956); J. M. Robinson, Das Geschichtsverständnis des Markus-Evangeliums (Z 1956); R. Schreiber, Der neue Bund im Spätjudentum und Urchristentum (Dis. T 1956); H. Conzelmann, Gegenwart und Zukunft in der synoptischen Tradition: ZThK 54 (1957) 227-296; E. Grösser, Das Problem der Parusieverzögerung in den synoptischen Evangelien und in der Apostelgeschichte: ZNW-Beih. 22 (B 1957); J. Behm: ThW 132-137; G. v. Rad – G. Delling: ThW II 945-956; H. Sasse: ThW 1197-209; M. C. d’Arcy, Recense of History Secular and Sacred (Lo 1958); H. Conzelmann, Geschichte, Geschichtsbild und Geschichtsdarstellung bei Lukas: ThLZ 85 (1960) 241-250; E. Fuchs, Christus, das Ende der Geschichte: Zur Frage nach dem historischen Jesus (T 1960) 79-99; H. U. v. Balthasar, Herrlichkeit I (Ei 1961); W. Pannenbergy otros, Offenbarung als Geschichte (Gö 1961); G. Bornkamm, Geschichte und Offenbarung im NT: EvTh 22 (1962) 1-115; Bullmann GV III 35-54 91-106; H. Conzelmann, Die Mitte der Zeit (T 41962); H. Schlier, Die Entscheidung für die Heidenmission in der Urchristenheit: Die Zeit der Kirche (Fr 31962) 90-107; J. Backes, Heilsgeschichte in der Gotteslehre des hl. Thomas von Aquin: TThZ 72 (1963) 23-38; A. Jaubert, La notion d’alliance dans le judaisme aux abords de 1’ére chrétienne (Patristica Sorbonensia 6) (P 1963); R. Schnackenburg, Reino y reinado de Dios (Fax Ma 1967); H. Conzelmann, Die Mitte der Zeit (T 51964); G. Klein, Theologie des Wortes Gottes und die Hypothese der Universalgeschichte (Mn 1964); Rahner V 33-54 (Teologí­a del Nuevo Testamento); J. Prado, Trasfondo histórico de la reciente PCB sobre la verdad histórica de los Evangelios, en “Estudios Bí­blicos” 1964, 235-268; H. Schlier, Jesus Christus und die Geschichte nach der Offenbarung des Johannes: Besinnung auf das NT (Fr 1964) 358-373; 0. Cullmann, L’Evangile Johannique et l’Histoire du Salut: NTS 11 (1965) 111-122; Bultmann (51965); W. G. Kümmel, Mythische Rede und Heilsgeschehen im NT: Heilsgeschehen und Geschichte (Marburg 1965) 153-165; J. Mouroux, El misterio del tiempo (Estela Ba 1965); J. M. Robinson, Kerygma und Geschichte im NT: ZThK 62 (1965) 294-337; H. Schlier, Zeit: LThK2 X 1330 ss; G. Bornkamm, Das Ende des Gesetzes (Mn 51966); R. Bullmann, Heilsgeschichte und Geschichte: Exegetica (T 1967) 356-368; H. Conzelmann, Grundriß der Theologie des NT (Mn 1967); O. Cullmann, Heil als Geschichte (T 1965), cf. E. Schweizer: ThLZ 92 (1967) 903-909; W. Pannenberg, Heilsgeschehen und Geschichte: Grundfragen systematischer Theologie (Gö 1967) 22-78; idem, Kerygma und Geschichte: ibid. 79-90; G. Schrenk, Gottesreich und Bund im älteren Protestantismus (1923, Darmstadt 21967); J. Schreiner, Forma y propósito del NT (Herder Ba 1972); Comentario de Ratisbona al NT, 9 vols. (Herder Ba 1967 ss).

Karl Rahner

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

Contenido

  • 1 Nombre
  • 2 Descripción
  • 3 Origen
  • 4 Transmisión del Texto
    • 4.1 Breve Historia del Criticismo Textual
    • 4.2 Recursos del Criticismo Textual
    • 4.3 Método Utilizado
  • 5 Contenido del Nuevo Testamento
    • 5.1 Historia
    • 5.2 Doctrinas

Nombre

La palabra testamento viene de testamentum, palabra con la cual los escritores eclesiásticos latinos traducían el griego diatheke. Con los autores profanos este último término siempre significa, excepto quizás un pasaje de Aristófanes, la disposición legal de sus bienes que hace una persona para después de su muerte. Sin embargo, en tiempos primitivos, los traductores alejandrinos de la Escritura, conocidos como los Setenta, empleaban la palabra como equivalente del hebreo berith, la cual significa un pacto, una alianza, más específicamente la alianza de Yahveh con Israel. En San Pablo (1 Cor. 11,25) Jesucristo usa las palabras “nuevo testamento” con el significado de alianza establecida por Él mismo entre Dios y el mundo, y ésta es llamada “nueva” como opuesta a aquella en que Moisés era el mediador. Más tarde, el nombre de testamento se le dio a la colección de textos sagrados que contenían la historia y la doctrina de las dos alianzas, aquí de nuevo y por la misma razón nos hallamos con la distinción entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Con este significado la expresión Antiguo Testamento (he palaia diatheke) se halla por primera vez en San Melitón de Sardes, hacia el año 170. Hay razones para pensar que en esa fecha la correspondiente palabra “testamentum” ya se usaba entre los latinos. De cualquier modo era común en tiempos de Tertuliano.

Descripción

El Nuevo Testamento, según lo aceptan las Iglesias cristianas, se compone de veintisiete libros diferentes atribuidos a ocho autores diferentes, seis de los cuales se cuentan entre los apóstoles (Mateo, Juan, Pablo, Santiago, Pedro, Judas) y dos entre sus discípulos inmediatos (Marcos, Lucas). Si consideramos sólo el contenido y forma literaria de estos escritos, pueden ser divididos en libros históricos (Evangelios y Hechos), libros didácticos (epístolas) y libro profético (Apocalipsis). Antes que se comenzara a usar el nombre del Nuevo Testamento, los escritores de la segunda parte del siglo II decían “Evangelio y escritos apostólicos” o simplemente “el Evangelio y el apóstol”, queriendo decir, el apóstol San Pablo. Los Evangelios se subdividen en dos grupos: aquéllos comúnmente llamados sinópticos (Mateo, Marcos, Lucas), porque sus narrativas son paralelas, y el cuarto Evangelio (el de San Juan), el cual hasta cierto punto completa a los primeros tres. Todos se relacionan con la vida y enseñanzas personales de Jesucristo.

Los Hechos de los Apóstoles, como indica suficientemente su título, trata sobre las predicaciones y obras de los apóstoles. Narra la fundación de las Iglesias de Palestina y Siria solamente; en él se menciona a Pedro, Juan, Santiago, Pablo y Bernabé; luego, el autor dedica dieciséis capítulos de veintiocho a las misiones de San Pablo a los greco-romanos. Hay trece epístolas de San Pablo, y quizás catorce, si, con el Concilio de Trento, lo consideramos autor de la Epístola a los Hebreos. Con la excepción de esta última, ellas son dirigidas a iglesias particulares (Romanos, 1 y 2 Corintios, Gálatas, Efesios, Filipenses, Colosenses, 1 y 2 Tesalonicenses) o a individuos (1 y 2 Timoteo; Tito; Filemón). Las siete epístolas siguientes (Santiago, 1 y 2 Pedro, 1, 2 y 3 Juan; Judas) son llamadas “católicas” porque la mayoría de ellas son dirigidas a los fieles en general. El Apocalipsis, dirigido a las siete Iglesias de Asia Menor (Éfeso, Esmirna, Pérgamo, Tiatira, Sardes, Filadelfia y Laodicea) parece de algún modo una carta colectiva. Contiene la visión que Juan tuvo en Patmos respecto al estado interior de las antedichas comunidades, la lucha de la Iglesia con la Roma pagana, y el destino final de la nueva Jerusalén.

Origen

El Nuevo Testamento no fue escrito todo de una vez. Los libros que lo componen aparecieron uno tras otro en un período de cincuenta años, es decir, en la segunda mitad del siglo I. Escritos en países distantes y diferentes y dirigidos a Iglesias particulares, se tomaron algún tiempo en difundirse a través de toda la cristiandad, y mucho más tiempo para ser aceptados. La unificación del canon se logró con mucha controversia (vea Canon de las Sagradas Escrituras). Aun así se puede decir que desde el siglo III, o quizás antes, ya se conocía en todas partes la existencia de todos los libros que hoy forman el Nuevo Testamento, aunque todos no eran universalmente aceptados, por lo menos como ciertamente canónicos. Sin embargo, en Occidente existía uniformidad desde el siglo IV. Oriente tuvo que esperar al siglo VII para ver un fin a todas las dudas sobre el asunto. En los primeros tiempos los asuntos de canonicidad y autenticidad no se discutían separada e independientemente una de otra, siendo la última aducida como razón para la primera; pero en el siglo IV, se sostuvo la canonicidad, especialmente San Jerónimo, debido a la prescripción eclesiástica y, por el hecho, la autenticidad de los libros disputados se volvió de menor importancia. Tenemos que llegar al siglo XVI para oír repetirse el asunto de si la Epístola a los Hebreos fue escrita por San Pablo, o si las epístolas llamadas “católicas” fueron en realidad compuestas por los apóstoles cuyos nombres llevan. Algunos humanistas como Erasmo y el cardenal Cayetano, revisaron las objeciones mencionadas por San Jerónimo, y las cuales están basadas en el estilo de dichos escritos. Martín Lutero añadió a esto la inadmisibilidad de la doctrina en cuanto a la Epístola de Santiago. Sin embargo, fueron prácticamente los luteranos quienes trataron de disminuir el Canon tradicional, el cual el Concilio de Trento definiría en 1546.

Estuvo reservado a tiempos modernos, especialmente en el siglo XIX, disputar y negar la verdad de la opinión recibida desde antiguo respecto al origen de los libros del Nuevo Testamento. Esta duda y la negación respecto a los autores tuvieron su causa primaria en la incredulidad religiosa del siglo XVIII. Estos testigos de la verdad de una religión ya no creída eran inconvenientes, si era cierto que habían visto y oído lo que narraban. Al analizarlos, se necesitó poco tiempo para hallar indicaciones de un origen posterior. Las conclusiones de la escuela Tübingen, que trajo al siglo II las composiciones de todo el Nuevo Testamento excepto cuatro Epístolas de San Pablo (Romanos, Gálatas y 1 y 2 Corintios), fueron muy comunes en el siglo XIX en los círculos críticos (vea Dict. Apolog. de la foi catholique, I, 771-6). Cuando la crisis de la incredulidad hubo pasado, el problema del Nuevo Testamento comenzó a examinarse con más calma, y especialmente, más metódicamente.

De los estudios críticos de los pasados dos siglos se puede concluir lo siguiente, que es ahora en sus perfiles generales aceptado por todos: fue un error atribuir el origen de la literatura cristiana a una fecha posterior; estos textos, en conjunto, se remontan a la segunda mitad del siglo I, en consecuencia son obra de una generación que contó con un buen número de testigos directos de la vida de Jesucristo. De etapa en etapa, de Strauss a Renán, de Renán a Reuss, Weizsäcker, Holtzmann, Jülicher, Weiss, y de éstos a Zahn, Harnack, el criticismo sólo ha vuelto sobre sus pasos por la distancia que había recorrido tan irreflexivamente bajo la guía de Christian Baur. Hoy día se acepta que los primeros Evangelios fueron escritos alrededor del año 70. Apenas se puede decir que los Hechos sean posteriores; incluso Harnack piensa que fueron compuestos cerca del año 60 en lugar del 70. Las epístolas de San Pablo quedan fuera de toda disputa, excepto la de los Efesios y la de los Hebreos, y las epístolas pastorales, sobre las cuales todavía existe duda. Del mismo modo hay muchos que impugnan las Epístolas Católicas; pero incluso si la Segunda Epístola de Pedro se retrasa hasta cerca del año 120 ó 130, muchos sitúan la Epístola de Santiago en el mismo comienzo de la literatura cristiana, entre los años 40 y 50, las primeras epístolas de San Pablo alrededor del 52 hasta el 58.

Al presente el embate de la lucha se centra alrededor de los escritos de San Juan (el cuarto Evangelio, las tres epístolas de Juan y el Apocalipsis). ¿Fueron estos textos escritos por el apóstol Juan, hijo de Zebedeo, o por Juan el presbítero de Éfeso que menciona San Papías? No hay nada que nos obligue a endosar las conclusiones de los críticos radicales sobre este asunto. Por el contrario, el testimonio sólido de la tradición le atribuye estos escritos al apóstol San Juan, ni se debilita del todo por criterios internos, siempre que no perdamos de vista el carácter del cuarto Evangelio—llamado por Clemente de Alejandría “un evangelio espiritual”, al compararlo con los otros tres, a los que llamó “corporales”. Teológicamente debemos tomar en cuenta algunos documentos eclesiásticos modernos (Decreto “Lamentabili”, prop. 17, 18 y la respuesta de la Comisión Romana para Asuntos Bíblicos, 29 de mayo de 1907). Estas decisiones apoyan el origen juanino y apostólico del cuarto Evangelio. Sean cuales fueren los puntos de estas controversias, un católico debe estar, y eso en virtud de sus principios, en circunstancias excepcionalmente favorables por aceptar las justas exigencias del criticismo. Si se estableciese que 2 Pedro pertenece a una clase de literatura común en ese entonces, a saber, el pseudo epígrafe, su canonicidad no se comprometerá debido a eso. La inspiración y la autenticidad son distintas e incluso separables, cuando no hay una cuestión dogmática envuelta en su unión.

El asunto del origen del Nuevo Testamento envuelve todavía otro problema literario, especialmente respecto a los Evangelios. ¿Son estos escritos independientes unos de otros? Si uno de los evangelistas utilizó la obra de sus predecesores, ¿cómo supondremos que sucedió? ¿Fue Mateo que usó el de Marcos o viceversa? Luego de treinta años de estudio constante, la pregunta ha sido contestada sólo por conjeturas. Entre éstas se debe incluir la teoría documental misma, incluso en la forma en que se admite actualmente, la de las “dos fuentes”. El punto de partida de esta teoría, es decir la prioridad de Marcos y el uso que Mateo y Lucas hicieron de él, aunque se ha convertido en un dogma en el criticismo, para muchos se puede decir que no es más que una hipótesis. Por muy desconcertante que sea, no es menos cierto. Ninguna de las soluciones propuestas ha sido aprobada por todos los estudiosos que son realmente competentes en la materia, porque todas estas soluciones, mientras que resuelven algunas de las dificultades, dejan casi otras tantas irresolutas. Si nos damos por satisfechos con hipótesis, por lo menos debemos preferir la más satisfactoria. El análisis del texto parece concordar bastante bien con la hipótesis de las dos fuentes—Marcos y Q (es decir, Quelle, el documento no de Marcos); pero un crítico conservador lo adoptará sólo hasta donde no sea incompatible con la información de la tradición respecto al origen de los Evangelios como ciertos o dignos de respeto.

Esta información puede ser resumida como sigue:

  • Los Evangelios son realmente obra de aquéllos a quienes se les ha atribuido siempre, aunque esta adscripción pueda quizás ser explicada por una autoría más o menos mediata. Así, el apóstol San Mateo, al escribir en arameo, no tradujo al griego él mismo el Evangelio canónico que nos ha llegado bajo su nombre. Sin embargo, el hecho de que se le considere el autor de este Evangelio necesariamente supone que entre el texto original arameo y el texto griego hay, por lo menos, una conformidad substancial. El texto original de San Mateo ciertamente es anterior a la ruina de Jerusalén, incluso hay razones para datarlo antes que las epístolas de San Pablo y por consiguiente cerca del año 50. No sabemos nada definido sobre la fecha en que fue traducido al griego.
  • Todo parece indicar que la fecha de composición de San Marcos fue cerca de la muerte de San Pedro, o sea, entre 60 y 70.
  • San Lucas nos dice claramente que antes que él “muchos intentaron narrar ordenadamente” el Evangelio. ¿Cuál fue entonces la fecha de su propia obra? Cerca del año 70. Se debe recordar que no debemos esperar de los antepasados la precisión de nuestra cronología moderna.
  • Los escritos de Juan pertenecen al final del siglo I, desde el año 90 al 100 (aproximadamente); excepto quizás el Apocalipsis, que algunos críticos modernos sitúan alrededor del final del reinado de Nerón, 68 d.C. (Vea Evangelios).

Transmisión del Texto

Ningún libro de los tiempos antiguos nos ha llegado exactamente como salió de las manos de su autor—todos han sido alterados de una u otra forma. Las condiciones materiales bajo las cuales se difundió un libro antes de la invención de la imprenta (1440), el poco cuidado de los copistas, correctores y glosadores para el texto, tan diferente al deseo de precisión actual, explica bastante las divergencias que encontramos entre los varios manuscritos de la misma obra. A estas causas se debe añadir, respecto a las Escrituras, las dificultades exegéticas y las controversias dogmáticas. Para eximir a los escritos sagrados de las condiciones ordinarias habría sido necesaria una providencia muy especial, y no ha sido la voluntad de Dios ejercer dicha providencia. En los testimonios más antiguos se han hallado más de 150,000 diferentes variantes al texto del Nuevo Testamento—el cual es en sí mismo una prueba de que las Escrituras no son el único, ni el principal, medio de revelación. En el orden concreto de la presente economía Dios sólo tuvo que prevenir las alteraciones de los textos sagrados que pondrían a la Iglesia en la necesidad moral de anunciar con certeza como palabra de Dios lo que en realidad era una declaración humana. Sin embargo, digamos desde el principio, que el contenido substancial del texto sagrado no ha sido alterado, a pesar de la incertidumbre que se cierne sobre algunos pasajes dogmáticos o históricos más o menos largos o importantes. Además—y esto es muy importante—estas alteraciones no son irremediables; por lo menos a menudo podemos, al estudiar las variantes en los textos, eliminar las interpretaciones defectuosas y así reestablecer el texto primitivo. Este es el objeto del criticismo textual.

Breve Historia del Criticismo Textual

Los escritores antiguos estaban conscientes de las variantes en el texto y en las versiones del Nuevo Testamento; Orígenes, San Jerónimo y San Agustín particularmente insistían en este estado de cosas. En todas las épocas y en diferentes lugares se hicieron esfuerzos para remediar el mal; en África en tiempos de San Cipriano de Cartago (250); en Oriente, por medio de las obras de Orígenes (200-54); luego por las de San Luciano de Antioquía y Hesiquio de Alejandría, a principios del siglo IV. Luego (383) San Jerónimo revisó la versión latina con la ayuda de lo que consideró las mejores copias del texto griego. Entre 400-450 Rábulas de Edesa hizo lo mismo con la versión siríaca. En el siglo XIII las universidades, los dominicos y los franciscanos emprendieron la corrección del texto latino. En el siglo XV la imprenta aminoró, aunque no suprimió completamente, la diversidad de interpretaciones, porque publicó el mismo tipo de texto, es decir, el que los helenistas del Renacimiento obtuvo de los eruditos bizantinos, que vinieron en números de Italia, Alemania y Francia después de la captura de Constantinopla. Después que Erasmo, Robert Estienne y Teodoro de Beze revisaron dicho texto, finalmente, en 1633, surgió la edición elzeviriana, que llevaría el nombre de “texto recibido”. Permaneció como el texto ne varietur del Nuevo Testamento para los protestantes hasta el siglo XIX. La Sociedad Bíblica Inglesa y Extranjera continuó publicándola hasta 1904. Todas las versiones protestantes oficiales dependían de este texto de origen bizantino hasta la revisión de la Versión Autorizada de la Iglesia Anglicana, la cual se efectuó en 1881.

Los católicos por su parte siguieron la edición oficial de la Vulgata Latina (que es en substancia la versión revisada de San Jerónimo), publicada en 1592 por orden del Papa Clemente VIII, y debido a esto se llamó la Biblia Clementina. Así se puede decir que durante por lo menos dos siglos en Occidente el Nuevo Testamento se leyó en dos formas diferentes. ¿Cuál de las dos era la más exacta? Según se descubrían y editaban los antiguos manuscritos del texto, los críticos señalaban y registraban las diferencias presentadas en estos manuscritos, y también las divergencias entre ellos y el texto griego comúnmente admitido, así como la Vulgata Latina. Había comenzado el trabajo de comparación y criticismo más urgente, y por casi dos siglos muchos eruditos lo han realizado con diligencia y método. Entre éstos merecen mención especial: Mill (1707), Bentley (1720), Bengel (1734), Wetstein (1751), Semler (1765), Griesbach (1774), Hug (1809), Scholz (1830), ambos católicos, Lachmann (1842), Tregelles (1857), Tischendorf (1869), Westcott y Hort, Abbé Martin (1883), y en el siglo XX B. Weiss, H. Von Soden, R.C. Gregory.

Recursos del Criticismo Textual

Nunca fue tan fácil como al presente el ver, consultar y controlar los más antiguos documentos del Nuevo Testamento. Reunidos de todas partes, se hallan en las bibliotecas de nuestras grandes ciudades (Roma, París, Londres, San Petersburgo, Cambridge, etc.) donde pueden ser vistos y consultados por todos. Estos documentos son los manuscritos del texto griego, las versiones antiguas y las obras de eclesiásticos y otros escritores que han citado el Nuevo Testamento. Esta colección de documentos, que aumenta en número diariamente, ha sido llamada el apparatus criticus. Para facilitar el uso de los códices del texto y versiones han sido clasificados y denominados por medio de letras de los alfabetos hebreo, griego y latino. Von Soden introdujo otra notación, que consiste esencialmente en la distribución de todos los manuscritos en tres grupos designados respectivamente con las tres letras griegas d (es decir, diatheke, los manuscritos que contienen los Evangelios y algo más), e (es decir, euaggelia, los manuscritos que contienen los Evangelios solamente), y a (es decir, apostolos, los manuscritos que contienen los Hechos y las Epístolas. En cada serie los manuscritos se numeran según su edad.

(1) Manuscritos del Texto: Ya se han catalogado y estudiado parcialmente más de 4,000, de los cuales sólo pocos contienen el Nuevo Testamento. Veinte de estos textos son anteriores al siglo VIII, doce son del siglo VI, cinco del V y dos del IV. Debido a la cantidad y antigüedad de estos documentos el texto del Nuevo Testamento se establece mejor que el de nuestros clásicos griegos y latinos, excepto Virgilio, el cual, desde un punto de vista crítico, está casi en las mismas condiciones. Los más famosos de esos manuscritos son:

  • B: Códice Vaticano d 1, Roma, siglo IV;
  • Códice Sinaítico d 2, San Petersburgo, siglo IV;
  • C: Códice Efrén Rescripto, d 3, París, siglo V;
  • A Códice Alejandrino, d 4, Londres, siglo V;
  • D Cantabrigiense (o Códice Bezae) d 5, Cambridge, siglo VI;
  • D 2, Claromontano, a 1026, París, siglo VI;
  • Laurensis, d 6, Monte Athos, siglos VIII-IX;
  • E Basilcense, e 55, Bâle, siglo VIII.

A estas copias del texto en pergaminos se debe añadir una docena de fragmentos en papiro encontrados en Egipto, muchos de los cuales datan del siglo IV, e incluso del III.

(2) Versiones Antiguas: Muchas se derivan de los textos originales previos a los manuscritos griegos más antiguos. Estas versiones son, siguiendo el orden de edad, latina, siríaca, egipcia, Armenia, etíope y georgiana. Las primeras tres, especialmente las latina y siríaca, son de la mayor importancia.

(a) Versión Latina: Hasta cerca de fines del siglo IV, estaba difundida en Occidente (África Proconsular, Roma, norte de Italia, y especialmente en Milán, en Galia y en España) en formas levemente diferentes. La más conocida de éstas es la de San Agustín llamada la “Itala”, cuyas fuentes se remontan tan lejos como el siglo II. En 383 San Jerónimo revisó el tipo itálico con los manuscritos griegos, los mejores de los cuales no diferían mucho del texto representado por el Vaticano y el Sinaítico. Fue esta revisión, alterada aquí y allá por variantes de la versión latina primitiva y otras variantes más recientes, que prevaleció en Occidente desde el siglo VI bajo el nombre de Vulgata.

(b) Versión Siríaca: El Diatessaron de Tatiano (s. II) representa tres tipos primitivos: el palimpset de Sinaí, llamado el códice Lewis por el nombre de la dama que lo halló (siglo III, quizás de fines del II) y el Códice de Cureton (siglo III). La versión siríaca de esta época primitiva que todavía sobrevive contiene sólo los Evangelios. Más tarde, en el siglo V, fue revisada con el texto griego. La más difundida de estas revisiones, la cual se convirtió en la versión oficial, es la llamada “Pesittâ” (Peshitto, simple, Vulgata); las otras son llamadas filoxenas (siglo VI), heracleanas (siglo VII) y siro-palestina (siglo VI).

(c) Versión Egipcia: El tipo mejor conocido es el llamado Boharico (usado en el Delta desde Alejandría a Menfis) y también cóptico por el nombre genérico copto, el cual es una corrupción del griego aiguptos egipcio. Es la versión del Bajo Egipto y data del siglo V. Un mayor interés se le aplica a la versión del Alto Egipto, llamada la Sahidica, o tebana, la cual es una obra del siglo III, quizás incluso del II. Desafortunadamente lo que se conoce hasta ahora está incompleto.

Estas versiones antiguas son consideradas testigos firmes y precisos del texto griego de los tres primeros siglos sólo cuando tenemos ediciones críticas de ellas; pues ellas mismas están representadas por copias que difieren entre sí. El trabajo ya se comenzó y está bastante adelantado. La versión latina primitiva ya había sido reconstruida por el benedictino D. Sabatier (“Bibliorum Sacorum latinæ versiones antiquæ seu Vetus Italica”, Reims, 1743, 3 vols.); el trabajo fue emprendido nuevamente y completado en la colección en inglés “Textos Bíblicos Latinos Antiguos” (1883-1911). La edición crítica de la Vulgata Latina publicada en Oxford por los anglicanos Wordsworth y White, desde 1889 a 1905, da los Evangelios y los Hechos. En 1907 los benedictinos recibieron del Papa San Pío X la comisión de preparar una edición crítica de la Biblia Latina de San Jerónimo (Antiguo y Nuevo Testamento). Conocemos el “Diatessaron” de Tatiano por la versión arábiga editada en 1888 por Mgr. Ciasea, y por la versión armenia del comentario de San Efrén (que se halla en el siríaco de Tatiano) traducido al latín en 1876 por los mequitaristas Auchar y Moesinger. Las publicaciones de H. Von Soden han contribuido a dar a conocer mejor la obra de Tatiano. La señora A. S. Lewis ha publicado una edición comparativa del “palimpset” siríaco de Sinaí (1910); F. C. Burkitt ya había hecho esto para el códice Cureton en 1904. También existe una edición crítica del Peshitto por G. H. Gwilliam (1901). En cuanto a las versiones egipcias de los Evangelios, la edición de G. Horner (1901-1922, 5 vols.) las ha puesto a la disposición de todos los que leen el cóptico y el sahídico. La traducción al inglés que los acompaña está destinada a un círculo de lectores más amplio.

(3) Citas de Autores Eclesiásticos: El texto completo del Nuevo Testamento puede ser constituido poniendo juntas todas las citas de los Padres. Sería particularmente fácil para los Evangelios y las importantes epístolas de San Pablo. Desde un punto de vista puramente crítico, el texto de los Padres de los tres primeros siglos es particularmente importante, esepcialmente San Ireneo, San Justino, Orígenes, Clemente de Alejandría, Tertuliano, San Cipriano de Cartago y especialmente sobre Efrén, San Cirilo de Alejandría, San Juan Crisóstomo, San Jerónimo y San Agustín de Hipona. Aquí de nuevo el crítico debe tomar un paso preliminar. Antes de pronunciar que un Padre leyó y citó el Nuevo Testamento en éste u otro modo, debemos primero estar seguros de que el texto como está en su forma presente no había sido armonizado con la variante comúnmente aceptada en el tiempo y país donde fueron editadas (en imprenta o manuscrito) las obras de dicho Padre. Las ediciones de Berlín para los Padres griegos y la de Viena para los Padres Latinos, y especialmente las monografías sobre las citas del Nuevo Testamento en los Padres Apostólicos (Sociedad de Oxford para la Teología Histórica, 1905), en San Justino (Bousset, 1891), en Tertuliano (Ronsch, 1871), en Clemente de Alejandría (Barnard, 1899), en San Cipriano (von Sodon, 1909), en Orígenes (Hautsch, 1909), en San Efrén (Burkett, 1901), in Marción (Zahn, 1890), son una ayuda valiosa en este trabajo.

Método Utilizado

(1) Primero se anotaron las diferentes interpretaciones que atestiguaban por la misma palabra, luego fueron clasificadas según sus causas: variantes involuntarias, lapsus, homoioteleuton, itacismus, scriptio continua, variantes voluntarias, armonización de los textos, exegesis, controversias dogmáticas, adaptaciones litúrgicas. Esto sin embargo fue una acumulación de materia para discusiones críticas.

(2) Al principio, el proceso empleado fue el llamado examen individual. Este consiste en examinar cada caso en sí mismo, y casi siempre tuvo como resultado que la interpretación hallada en la mayoría de los documentos era considerada la correcta. En unos pocos casos, sólo la gran antigüedad de ciertas variantes prevaleció sobre la superioridad numérica. Aun así un testigo puede estar más correcto que cientos otros, quienes a menudo dependen de fuentes comunes. Aun el texto más antiguo que tenemos, si no es el original, puede estar corrupto, o derivarse de una reproducción infiel. Para evitar estas ocasiones de error hasta donde fuera posible, los críticos daban preferencia a la calidad en vez de al número de documentos. Las garantías de fidelidad de una copia se conocen por la historia de los intermediarios que la conectan con el original, esto es, por su genealogía. El proceso genealógico fue puesto en boga especialmente por dos grandes eruditos de Cambridge, Westcott y Hort. Al dividir los textos, versiones y citas patrísticas por familias, llegaron a las siguientes conclusiones:

(a) Los documentos del Nuevo Testamento se agrupan en tres familias que pueden ser llamadas alejandrina, siríaca y occidental. Ninguna de éstas está libre de alteraciones.

  • El texto llamado occidental, mejor representado por D, es el más alterado aunque se había propagado ampliamente en los siglos II y III, no sólo en Occidente (versión latina primitiva, San Ireneo, San Hipólito, Tertuliano, San Cipriano de Cartago) sino también en Oriente (versión siríaca primitiva, Tatiano, e incluso Clemente de Alejandría). Sin embargo, hallamos en él cierto número de interpretaciones originales que se han preservado sólo en él.
  • El texto alejandrino es el mejor, éste era el texto admitido en Egipto y, hasta cierto grado, en Palestina. Se halla en C, aunque adulterado (por lo menos en cuanto a los Evangelios). Es más puro en la versión “bohaïric” y en San Cirilo de Alejandría. El texto alejandrino actual, sin embargo, no es primitivo. Parece ser un sub-tipo derivado de un texto más antiguo y mejor preservado que aparece casi puro en B y N. Es el texto que Westcott y Hort llaman neutral, porque se ha conservado, no absolutamente, pero mucho más que los otros, libre de influencias deformantes que han creado sistemáticamente los diferentes tipos de texto. Orígenes da testimonio del texto neutral que es superior a todos los otros, aunque no perfecto. Antes de él no tenemos testimonio positivo, sino analogías históricas y especialmente la información del criticismo interno muestra que debe ser primitivo.
  • Entre el texto occidental y el alejandrino está el siríaco, que fue el usado en Antioquia de Capadocia y en Constantinopla en tiempos de San Juan Crisóstomo. Es el resultado de una “confluencia” metódica del texto occidental con el admitido en Egipto y Palestina hacia mediados del siglo III. El texto siríaco debió haber sido editado entre los años 250 y 350. Este tipo no tiene valor para la reconstrucción del texto original, pues todas las interpretaciones que le son peculiares son simplemente alteraciones. En cuanto a los Evangelios, el texto siríaco se halla en A y E, F, G, H, K, y también en la mayoría de los manuscritos Peschitto, versión Armenia y especialmente en San Juan Crisóstomo. El “texto admitido” es el descendiente moderno de este texto siríaco.

(b) La Vulgata Latina no puede ser clasificada en ninguno de estos grupos. Evidentemente depende de un texto ecléctico. San Jerónimo revisó un texto occidental con un texto neutral y otro no determinado todavía. Fue contaminado completo, antes o después de él, por el texto siríaco. Lo que sí es cierto es que su revisión trajo a la versión latina perceptiblemente más cerca de un texto neutral, que es decir a lo mejor. En cuanto al texto admitido que fue compilado sin ningún método realmente científico, debe ser puesto aparte completamente. Difiere en cerca de 8,000 lugares del texto encontrado en el Códice Vaticano, que es el mejor texto conocido.

(c) No debemos confundir un texto admitido con el texto tradicional. Un texto admitido es un tipo determinado de texto usado en algún lugar en particular, pero nunca aceptado generalmente en toda la Iglesia. El texto tradicional es el que tiene a su favor el testimonio constante de la tradición cristiana completa. Considerando la substancia del texto, se puede decir que toda Iglesia tiene el texto tradicional, pues ninguna Iglesia fue alguna vez privada de la substancia de la Escritura (hasta donde haya preservado la integridad del Canon); pero, en cuanto al criticismo textual cuyo objeto es recuperar la ipsissima verba del original, no hay ningún texto existente que pueda ser llamado correctamente “tradicional”. El texto original está todavía por ser establecido, y eso es lo que las ediciones llamadas críticas han estado tratando de efectuar por los pasados siglos.

(d) Después de más de dos siglos de trabajo, ¿hay todavía interpretaciones dudosas? Según Westcott y Hort siete octavos del texto, esto es 7,000 de 8,000 versículos, se pueden considerar definitivamente establecidos. Aun más, las discusiones críticas incluso ahora pueden resolver la mayoría de los casos disputados, de modo que no existan dudas excepto respecto a cerca de un sexto del contenido del Nuevo Testamento. Quizás incluso no excede de doce el número de pasajes cuya autenticidad no ha tenido una demostración crítica suficiente, por lo menos en cuanto a alteraciones substanciales. Sin embargo, no debemos olvidar que los críticos de Cambridge no incluyen en estos cálculos ciertos pasajes más largos considerados por ellos como no auténticos, es decir, el final de San Marcos (16,9-20) y el episodio de la mujer adúltera ([[Evangelio de Juan|Juan 8,1-11).

(3) Estas conclusiones de los editores del texto de Cambridge han sido generalmente aceptadas por la mayoría de los estudiosos. Los que escribieron desde ellos, en el siglo XIX, B. Weiss, H. Von Soden, R. C. Gregory, ciertamente han propuesto diferentes clasificaciones; pero en realidad apenas difieren en sus conclusiones; sólo en dos puntos difieren de Westcott y Hort. Según ellos, estos dos últimos han dado demasiada importancia al texto del Códice Vaticano y no suficiente al llamado Occidental. En cuanto a este último, descubrimientos modernos lo han dado a conocer mejor y muestran que no debe ser menospreciado.

Contenido del Nuevo Testamento

El Nuevo Testamento es la principal y casi única fuente de la historia primitiva del cristianismo en el siglo I. Todas las “Vidas de Jesucristo” han sido compuestas a partir de los Evangelios. La historia de los apóstoles, según narrada por Renan, Farrar, Fouard, Weizsäcker y Le Camus, está basada en los Hechos de los Apóstoles y las epístolas. Las “Teologías del Nuevo Testamento”, de las cuales se han escrito tantas, son [prueba]] de que con textos canónicos podemos construir un sistema doctrinal compacto y bastante completo. ¿Pero cuál es el valor de estas síntesis y narraciones? ¿Hasta qué punto nos ponen en contacto con los hechos reales? Es el asunto del valor histórico del Nuevo Testamento lo que todavía preocupa al alto criticismo.

Historia

Todos concuerdan que los primeros tres Evangelios (Sinópticos) reflejan las creencias comunes respecto a Jesucristo y su obra durante el último cuarto del siglo I, es decir, a una distancia de cuarenta o cincuenta años de los eventos. Pocos de los primeros historiadores estaban en tan favorables condiciones. Las biografías de los césares (Suetonio y Tácito) no estaban en mejor posición de obtener información exacta. Además, todos están forzados a admitir que en las epístolas de San Pablo entramos en contacto inmediato con la mente del más influyente propagador del cristianismo, y a un cuarto de siglo desde la Ascensión. La fe de los apóstoles representa la forma de pensamiento cristiano más victoriosa y más difundida en el mundo greco-romano. Los escritos de San Juan nos introducen a los problemas de la Iglesia después de la caída de la sinagoga y del primer encuentro del cristianismo con la violencia de la Roma pagana; su Evangelio expresa, por decir lo menos, la actitud cristiana hacia Cristo en esa época. Los Hechos nos informan, de todos modos, lo que se pensaba en Siria y Palestina hacia el año 65 de la fundación de la Iglesia; presentan ante nuestros ojos el diario de un viajero que nos permite seguir a San Pablo día a día durante los diez años de sus misiones.

¿Debe nuestro conocimiento terminar aquí? ¿Pertenecen los primeros monumentos de la literatura cristiana a la clase de escritos llamados “memorias”, y revelan sólo las impresiones y juicios de sus autores? Ni un solo crítico (los que son estimados como tales) se han atrevido a menospreciar el valor histórico del Nuevo Testamento tomado en su totalidad. Los antiguos ni siquiera esbozaban la pregunta, tan evidente les resultaba que estos textos narraban fielmente la historia del cristianismo primitivo. Lo que hizo surgir la desconfianza de los críticos modernos fue el caprichoso descubrimiento de que estos escritos aunque sinceros eran muy parcializados. Compuestos, como se decía, por creyentes y para creyentes o, de todos modos, a favor de la fe, ellos se inclinan mucho más a hacer creíble la vida y enseñanzas de Jesús en lugar de un simple relato de lo que Él hizo o predicó. Y entonces ellos dicen que estos textos contienen contradicciones irreconciliables que atestiguan de la incertidumbre y variedad en la tradición expuesta por ellos en diferentes etapas de su desarrollo.

(1) Todos están de acuerdo que los autores del Nuevo Testamento eran sinceros. ¿Fueron ellos engañados? Si es así los escritos de la historia verdadera deberían aparentemente ser abandonados por completo. Ellos estuvieron cerca de los eventos: todos testigos presenciales o que dependían inmediatamente de testigos presenciales. En su opinión la primera condición a ser concedida para “atestiguar” sobre la historia del Evangelio es haber visto al Señor, especialmente al Señor resucitado (Hechos 1,21-22; 1 Cor. 9,11; 11,23; 1 Juan 1,1-4; Lc. 1-1-4). Estos testigos garantizan asuntos fáciles de observar y al mismo tiempo de suprema importancia para sus lectores. Los últimos deben haber controlado afirmaciones que reclaman imponer una obligación de fe y atendidos con consecuencias prácticas considerables; tanto más puesto que este control era fácil, puesto que los asuntos eran en asuntos que se habían realizado en público y no “en los rincones”, como dice San Pablo (Hch. 26,26; cf. 2,22; 3,13-14). Además, ¿qué esperanza razonable había para obtener libros aceptados que contenían una forma alterada de la tradición familiar desde la enseñanza de las Iglesias por más de treinta años, y queridos con el mismo afecto que se le tenía a Jesucristo en persona? Es en este sentimiento que debemos buscar la razón final para la tenacidad de las tradiciones eclesiásticas. Finalmente, estos textos se controlan entre sí. Escritos en diferentes circunstancias, con preocupaciones variadas, ¿por qué la concordancia en substancia? Porque la historia sólo conoce a un Cristo y un Evangelio; y esta historia está basada en el Nuevo Testamento, la realidad objetiva sola explica este acuerdo.

Es cierto que estos mismos textos presentan un sinnúmero de diferencias en detalles, pero la variedad y vaguedad a las cuales puede dar origen no debilita la estabilidad del todo desde un punto de vista histórico. Además, esto es compatible con la inspiración e inerrancia de la Sagrada Escritura, vea Inspiración de la Biblia. Las causas de estas aparentes contradicciones han sido señaladas desde hace mucho tiempo; es decir, narraciones fragmentadas de los mismos eventos abruptamente puestas lado a lado, diferentes perspectivas del mismo objeto según uno tome una posición de frente o de lado; diferentes expresiones que significan lo mismo; adaptación, no alteración, del asunto-materia según las circunstancias que un rasgo trajo al relieve; documentos o tradiciones que no concuerdan en todos los puntos, y los que sin embargo el autor sagrado ha relatado, sin reclamar garantizarlos en todo o decidir el asunto de su divergencia. Estos no son artificios o subterfugios inventados para excusar tanto como sea posible a nuestros Evangelistas. Observaciones similares se le pueden hacer a los autores profanos si se ganase algo con eso; por ejemplo tratar de armonizar a Tácito consigo mismo en “Historiæ”, V, IV, Y V, IX. Pero Herodoto, Polibio, Tácito, Livy no narraron la historia de un Dios que vino a la tierra a hacer que los hombres sometan toda su vida a su Palabra. Es bajo la influencia del prejuicio naturalista que alguna gente fácilmente, y como si fuese a priori, se oponen al testimonio de los autores bíblicos. ¿Acaso no han demostrado los descubrimientos recientes que San Lucas es un historiador más preciso que Flavio Josefo? Es cierto que los autores del Nuevo Testamento eran todos cristianos, pero para ser sinceros, ¿debemos ser indiferentes hacia los hechos que relatamos? El amor no necesariamente nos hace ciegos o mentirosos, por el contrario, nos puede permitir penetrar más hondamente en el conocimiento de nuestros temas. En cualquier caso, el odio expone al historiador a un peligro mayor de parcialidad; ¿y es posible estar sin amor u odio hacia el cristianismo?

(2) Siendo estas las condiciones, si el Nuevo Testamento nos ha traído una historia falsificada, la falsificación debe haber venido desde una fecha más temprana, y no debe ser asignada ni a la insinceridad ni a la incompetencia de sus autores. Es de la tradición cristiana primitiva de la que depende de la que se sospecha en sus fuentes vitales, como si hubiese sido formada bajo la influencia de instintos religiosos, que la condenaron irremediablemente a ser mística, legendaria o, de nuevo, idealista, como los simbolistas la colocan. Lo que nos trasmitió no fue tanto las figuras históricas de Cristo (en la aceptación moderna del término), sino su imagen profética. El Jesús del Nuevo Testamento se había convertido en el que pudo o debió ser imaginado por alguien que veía en Él al Mesías. Es, sin duda, por el dicho de Isaías, “He aquí que una doncella dará a luz”, que surge la creencia en la concepción sobrenatural de Jesús—una creencia que es formulada definitivamente en las narraciones de San Mateo y San Lucas. Tal es la explicación corriente entre los no creyentes de hoy día, y entre el cada día creciente número de protestantes liberales, notoriamente la de Harnack.

Reconocidamente o no, este modo de explicar la formación de la tradición evangélica ha sido expuesto principalmente para explicar el elemento sobrenatural con el cual se permea el Nuevo Testamento: a la objetividad de este elemento se le niega reconocimiento por razones de orden filosófico, anteriores a cualquier criticismo del texto. El punto de partida de esta explicación es meramente un prejuicio especulativo. A la objeción de que las posiciones de Strauss eran insostenibles el día en que los críticos comenzaron a admitir que el Nuevo Testamento era obra del siglo I, y por lo tanto, un testigo que seguía cercanamente los eventos, Harnack contesta que veinte años e incluso menos son suficientes para la formación de leyendas. En cuanto a la posibilidad abstracta de que la formación de una leyenda que pueda ser, pero todavía queda por ser probado que es posible que una leyenda se forme, aun más, que gane aceptación, en las mismas condiciones concretas que la narrativa evangélica. ¿Cómo es que los apócrifos no lograron abrirse paso en la poderosa corriente que llevó a los escritos canónicos a todas las Iglesias, y lograron ser aceptados? ¿Por qué los más antiguos no fueron conocidos por nosotros no compuestos hasta por lo menos un siglo después de los eventos?

Además, si la narrativa evangélica es realmente una creación exegética basada en las profecías del Antiguo Testamento ¿cómo vamos a explicar que sea lo que es? No hay referencia en él a los textos de los cuales la naturaleza mesiánica es patente y aceptada por las escuelas judías. Es extraño que la “leyenda” de los Reyes Magos que vinieron de Oriente a adorar al Niño Jesús llamados por una estrella haya dejado completamente fuera la estrella de Jacob (Nm. 24,17) y el famoso pasaje de Isaías (60,6-8). Por otro lado, se apela a textos en el que el mesianismo no es obvio, y que no parecen haber sido interpretados comúnmente (por lo menos entonces) por los judíos del mismo modo que por los cristianos. Ese es exactamente el caso con San Mateo (2,15-23 y quizás 1,23). Los evangelistas representan a Jesús como el predicador popular, par excellence, el orador de la multitud en pueblo y campo; nos lo muestran con el látigo en la mano, y ponen en su boca palabras aun más punzantes dirigidas a los fariseos. Según San Juan (7,28.37; 12,44), Él “gritó” incluso en el Templo de JerusalénTemplo. ¿Puede ese rasgo de su fisonomía ser fácilmente explicado por Isaías 42,2, que había predicho del siervo de Yahveh: “No vociferará ni alzará el tono, y no hará oír en la calle su voz”? De nuevo, “Serán vecinos el lobo y el cordero… y en la hura de la víbora el recién destetado meterá la mano.” (Is. 11,6-8) habría aportado material para un idilio encantador, pero los evangelistas han dejado ese realismo a los apócrifos y a los milenaristas. ¿Cuál pasaje de los profetas o incluso del apocalipsis judío inspiró a la primera generación de cristianos con la doctrina fundamental del carácter transitorio de la Ley; y sobre todo, con la predicción de la destrucción de Jerusalén y su Templo? Una vez se admite el paso inicial en esta teoría, uno es guiado lógicamente a no dejar nada establecido en la narrativa evangélica, ni siquiera la crucifixión de Jesús, ni su existencia misma. Salomón Reinach realmente pretende que la historia de la Pasión es meramente un comentario sobre el salmo 22(21), mientras que Arthur Drews niega la misma existencia de Jesucristo.

Otro factor que contribuyó a la alegada distorsión de la historia evangélica fue la necesidad impuesta sobre el cristianismo primitivo de alterar, si iba a durar, la concepción del Reino de Dios predicado por Jesús en persona. En sus labios, se dice, el Evangelio era meramente un grito de “Sauve qui peut” dirigido al mundo, el cual Él creía que estaba pronto a finalizar. Tal era también la persuasión de la primera generación cristiana. Pero pronto se percibió que ellos tendrían que bregar con un mundo perecedero, y la enseñanza del Maestro tenía que ser adaptada a la nueva condición de las cosas. Esta adaptación no se logró sin mucha violencia, hecha, inconscientemente, es cierto, a la realidad histórica, pues se sintió la necesidad de derivar del Evangelio todas las instituciones eclesiásticas de fecha reciente. Tal es la explicación escatológica propagada particularmente por J. Weiss, Schweitzer, Loisy; y recibida favorablemente por los pragmáticos.

Es cierto que sólo fue más tarde que los discípulos entendieron el significado de ciertas palabras y hechos de su Maestro. Pero tratar y explicar toda la historia evangélica con la retrospección de la segunda generación cristiana es como tratar de balancear una pirámide sobre su ápice. Realmente la hipótesis, en su aplicación general, implica un estado de la mente difícil de reconciliar con la calma y serenidad que es fácilmente admitida en los evangelistas y San Pablo. En cuanto al punto de partida de la teoría, es decir, que Cristo fue víctima de una ilusión sobre la inminente destrucción del mundo, no tiene base en el texto, incluso para los que consideran a Cristo un simple hombre, excepto al distinguir dos clases de discursos (y eso sobre la fuerza de la teoría misma), los que se remontan a Jesús mismo y los que se le han atribuido luego a Jesús; esto es lo que se llama un círculo vicioso. Finalmente, es falso que la segunda generación cristiana estaba imbuida de la idea de remontar todo, per fas et nefas—instituciones y doctrinas—a Jesús en persona. La primera generación decidió por sí misma más de una vez asuntos de la mayor importancia al referirse no a Jesús sino al Espíritu Santo y a la autoridad de los apóstoles. Este fue especialmente el caso con la conferencia apostólica en Jerusalén (Hch. 15), en la cual se decidiría en cuáles observancias concretas el Evangelio reemplazaría a la Ley. San Pablo distingue claramente las doctrinas o las instituciones que él promulga en virtud de su autoridad apostólica, desde las enseñanzas que la tradición remontaba a Cristo (1 Cor. 7,10.12.25).

Además se debe presumir que si la tradición cristiana había sido formada bajo la alegada influencia, y eso, con tal libertad histórica, hubiera quedado menos contradicciones aparentes. Son bien conocidos los esfuerzos hechos por los apologistas para armonizar los textos del Nuevo Testamento. Si el apelativo “Hijo de Dios” señala una nueva actitud de la conciencia cristiana hacia Jesucristo, ¿por qué la misma simplemente no ha sustituido la de “Hijo del Hombre”? La supervivencia de esta última expresión en los Evangelios, muy cercana en los mismos textos a su equivalente (que sola mostraba claramente la fe real de la Iglesia) sólo podía ser un estorbo; no más, quedó como una indicación indiscreta del cambio que vino (después). Se puede decir quizás que la evolución de las creencias populares, que vinieron instintivamente y poco a poco, no tiene nada que ver con las exigencias de una lógica racional, y por lo tanto, no tiene coherencia. Concedido en su totalidad, pero no se debe olvidar que, la literatura del Nuevo Testamento es una obra reflexiva, razonada e incluso apologética. Nuestros adversarios pueden todo lo menos negar su carácter, que, según ellos, los autores del Nuevo Testamento son “tendenciosos”, es decir, inclinados más de lo debido a dar un sesgo a las cosas para hacerlas aceptables.

Doctrinas

Éstas son (1) específicamente no cristianas; o (2) específicamente cristianas.

(1) Doctrinas específicamente no cristianas: Al ser el cristianismo la continuación normal del judaísmo, el Nuevo Testamento necesita heredar del Antiguo cierto número de doctrinas religiosas respecto a Dios, su culto, los destinos originales del mundo, y especialmente del hombre, la ley moral, espíritus, etc. Aunque esas creencias no son específicamente cristianas, el Nuevo Testamento las desarrolla y perfecciona.

  • Se insiste más plenamente en los atributos de Dios, particularmente su espiritualidad, su inmensidad, su bondad, y sobre todo su paternidad.
  • Se restablece la ley moral a su perfección primitiva en lo que respecta a la unidad y perpetuidad del matrimonio, respeto al nombre de Dios, perdón de las injurias y en general los deberes hacia el prójimo; se establece claramente la culpabilidad por el simple deseo de una cosa prohibida por la Ley; las obras externas (oración, donación de limosnas, ayuno, sacrificio) realmente derivan su valor de las disposiciones del corazón que las acompañan.
  • Se purifica la esperanza mesiánica de los elementos temporales y materiales en que se había envuelto.
  • Se especifica más claramente las retribuciones del mundo venidero y de la resurrección del cuerpo.

(2) Doctrinas Específicamente Cristianas: Otras doctrinas, específicamente cristianas, no se añaden al judaísmo para desarrollarlas, sino más bien para reemplazarlas. En realidad, entre el Nuevo y el Antiguo Testamento hay una sucesión directa pero no revolucionaria como estaría inclinado a creer un observador superficial; igual que en los seres vivos, el estado imperfecto de ayer debe dar paso a la perfección de hoy aunque uno haya preparado a la otra. Si el misterio de la Santísima Trinidad y el carácter espiritual del Reino Mesiánico están clasificados entre los dogmas cristianos peculiares es porque el Antiguo Testamento era en sí mismo insuficiente para establecer la doctrina del Nuevo Testamento sobre este tema; y aun más porque, en la época de Jesús, las opiniones corrientes entre los judíos iban decididamente en dirección contraria.

  • La vida divina común de las Tres Personas (Padre, Hijo y Espíritu Santo) en la Unidad de una y la misma naturaleza es el misterio de la Trinidad, oscuramente tipificado o esbozado en el Antiguo Testamento.
  • El Mesías prometido por los profetas ha venido en la persona de Jesús de Nazaret, que fue no sólo un hombre poderoso en palabras y obras, sino el verdadero Dios mismo, el Verbo hecho hombre, nacido de una virgen, crucificado bajo el gobierno de Poncio Pilatos, pero resucitado de entre los muertos y ahora exaltado a la derecha de su Padre.
  • Fue con una muerte ignominiosa sobre la Cruz, y no por poder y Gloria, que Jesucristo redimió al mundo del pecado, muerte y de la ira de Dios; Él es el Redentor de toda la humanidad (tanto gentiles como judíos) y los unió a todos a sí mismo sin distinción.
  • La legislación mosaica (ritos y teocracia política) fue dada sólo a los judíos, y con el tiempo debe desaparecer, como la figura antes de la realidad. Cristo sustituye estas prácticas ineficaces en sí mismas con ritos realmente santificantes, especialmente el bautismo, la Eucaristía y el Sacramento de la Penitencia. Sin embargo, la nueva economía es a tal grado una religión en espíritu y en verdad, que, absolutamente hablando, el hombre se puede salvar, en ausencia de todos los medios exteriores, al someterse a sí mismo completamente a Dios por la fe y el amor del Redentor.
  • Antes de la venida de Cristo, Dios había tratado a los hombres como esclavos o niños pequeños, pero con el Evangelio comienza una nueva ley de amor y libertad escrita primero en el corazón; esta ley no consiste meramente en la letra que prohíbe, ordena o condena; es también, y principalmente, una gracia interior que dispone el corazón a hacer la voluntad de Dios.
  • El Reino de Dios predicado y establecido por Jesucristo, aunque existe ya visiblemente en la Iglesia, no será perfeccionado hasta el fin del mundo (del cual nadie sabe el día ni la hora), cuando Él venga en poder y majestad a pagar a cada uno según sus obras. Mientras tanto, la Iglesia asistida por el Espíritu Santo, gobernada por los apóstoles y sus sucesores bajo la autoridad de Pedro, enseña y propaga el Evangelio hasta los confines de la tierra.
  • El amor al prójimo se eleva a la altura del amor a Dios, porque el Evangelio nos hace ver a Dios y a Cristo en todos los hombres pues ellos son, o deben ser, sus miembros místicos. Cuando es necesario, el amor debe ser llevado hasta el sacrificio de uno mismo, tal es el mandamiento de Cristo.
  • La moralidad natural en el Evangelio se eleva a una esfera más alta por los consejos de perfección (pobreza y castidad), que pueden ser resumidos como la renuncia positiva a los bienes materiales de esta vida, hasta donde impiden nuestra entrega total al servicio de Dios.
  • La vida eternal, la cual no se realizará completamente hasta la resurrección del cuerpo, consiste en la posesión de Dios, visto cara a cara, y de Jesucristo.

Tales son los puntos fundamentales del dogma cristiano, según enseñados claramente en el Nuevo Testamento. No se hallan reunidos juntos en ninguno de los libros canónicos, sino que fueron escritos a través de un período que se extendió desde mediados del siglo I hasta comienzos del II; y en consecuencia, se puede reconstruir la historia del modo como fueron expresados. Estos textos nunca pudieron, y nunca fueron destinados, a prescindir de la tradición oral que los precedió. Sin este comentario perpetuo, ellos nunca hubiesen sido entendidos y hubiesen sido mal interpretados a menudo.

Fuente: Durand, Alfred. “The New Testament.” The Catholic Encyclopedia. Vol. 14. New York: Robert Appleton Company, 1912.
http://www.newadvent.org/cathen/14530a.htm

Traducido por Luz María Hernández Medina.

Fuente: Enciclopedia Católica