PATRIARCA

Patriarca (gr. patriárj’s, “primero [más destacado] de los padres”; pater, “padre”). Padre o jefe de una tribu o familia. Los patriarcas que se mencionan en las Escrituras fueron los fundadores de la raza y la religión judí­as. El término se aplica a Abrahán (Heb 7:4), los 12 hijos de Jacob (Act 7:8, 9) y a David (Act 2:29). Los jefes de las familias anteriores al tiempo de Moisés, especialmente la lí­nea de hombres piadosos que se da en Gen_5, son señalados con frecuencia con ese tí­tulo, aunque no en la Biblia. En un patriarcado, el derecho de gobernar residí­a primero en el fundador de la raza o tribu y, en generaciones sucesivas, en el primogénito.* Durante la dispensación patriarcal y antes del establecimiento de la teocracia, la cabeza de cada familia no sólo gobernaba su clan sino que también actuaba como su sacerdote (véase el cuadro de la p 906).

Fuente: Diccionario Bíblico Evangélico

jefe paterno de una familia o de una tribu. También se denomina así­ a los fundadores del pueblo de Israel, los grandes patriarcas, a Abraham, Isaac y a Jacob, Gn 11, 10-36, 43, y a su vez a los a los doce hijos de Jacob, Gn 37, 1-50. Así­, el nombre de Abraham está estrechamente vinculado a Mambré, en Hebrón; el de Isaac a Berseba, en el Négueb, y el de Jacob a Betel y Siquem, al norte de Jerusalén.

El Dios de Israel se identifica como el Dios de los p. Yahvéh ordena a Moisés que diga a los israelitas que Yahvéh, el Dios de vuestros padres, el de Abraham, el de Isaac y el de Jacob, lo ha enviado a ellos, Ex 3, 15.

Diccionario Bí­blico Digital, Grupo C Service & Design Ltda., Colombia, 2003

Fuente: Diccionario Bíblico Digital

Tí­tulo con que se conoce en el NT a quienes fundaron la raza y la nación hebrea: Abraham (Heb 7:4), los hijos de Jacob (Act 7:8-9), y David (Act 2:29). Ver ABRAHAM; Ver ISAAC; Ver JACOB; Ver JOSE.

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

La palabra no aparece en el AT, sino que comenzó a ser usada en el perí­odo intertestamentario para designar a los primeros lí­deres del pueblo hebreo. En el NT se aplica de manera directa a Abraham, los doce hijos de Jacob y David (Hch 2:29; Hch 7:8-9), pero los rabinos prefieren restringir su uso para designar a Abraham, Isaac y Jacob, los padres del pueblo hebreo. La palabra, entonces, es una derivación de la expresión †œvuestros padres†, muy frecuente en el AT. †œAsí­ dirás a los hijos de Israel: Jehová, el Dios de vuestros padres, el Dios de Abraham, Dios de Isaac y Dios de Jacob me ha enviado a vosotros† (Exo 3:15).

El perí­odo de los p. cubre unos trescientos años y se caracteriza por el nomadismo de éstos desde que Abraham salió de Ur hasta que Jacob y sus hijos se aposentaron en Egipto. En todo ese tiempo se mantiene un ví­nculo muy especial con Mesopotamia, origen de la familia. Allí­ mandó Abraham a buscar esposa para su hijo Isaac. Allí­ vivió Jacob huyendo de Esaú, y se casó con Lea y Raquel. Todos sus hijos, con excepción de Benjamí­n, nacieron allí­ (Gen 11:28-31; Gen 15:7; Gen 24:4; Gen 28:2, Gen 28:10; Neh 9:7).
p. viví­an en tiendas y hací­an sus traslados de una ciudad a otra a pie o en burro. No se menciona el uso del caballo en su época ni como medio de transporte ni como señal de riqueza. Criaban ovejas y otros ganados (Gen 12:16) que podí­an mover en sus andanzas. Si quedaban por cierto tiempo en un lugar practicaban la agricultura, posiblemente muy rudimentaria (Gen 26:12). Fueron sepultados en la cueva de †¢Macpela (Gen 49:29-30).
existencia de los p. era pací­fica, con raras excepciones. Las conquistas de territorio eran desconocidas para ellos. Hací­an pactos con los distintos pueblos con los cuales tení­an contacto (Gen 14:13), y compraban las tierras que necesitaban (Gen 23:2-20). Muchas de sus costumbres pueden identificarse como originarias de Mesopotamia, especí­ficamente de Harán, tal como se encuentran descritas en hallazgos arqueológicos. Abraham e Isaac llamaban †œhermana† a su mujer, lo cual era una costumbre hurrita usada para otorgar a ésta privilegios especiales (Gen 12:11-20; Gen 20:1-18; Gen 26:6-11). De igual manera la práctica de dar una esclava como mujer al esposo en caso de que la esposa no tuviera hijos (Gen 16:2; Gen 30:2-3). La adopción por ví­a de servicios prestados, como parece haber sido los casos de Eliezer y Abraham, así­ como Jacob y Labán (Gen 15:2-4; caps. 29 al 31).
p., provenientes de un ambiente idólatra, abandonaron esa práctica (Jos 24:2). Pero no se caracterizan por la lucha a muerte contra la idolatrí­a, lo cual vino a producirse después del éxodo. A partir de Abraham, entonces, se utiliza la expresión †œel Dios de tu (o mi) padre† (Gen 26:24; Gen 28:13; Gen 31:42). Hicieron cosas que luego serí­an prohibidas, como casarse con una medio hermana (Abraham) ; o con dos hermanas a la vez (Jacob) (Gen 20:12; Lev 18:9, Lev 18:11). Abraham plantó un árbol sagrado (Gen 21:33; Deu 16:21). Jacob levantó monumentos sagrados (Gen 28:18-22; Gen 31:13; Exo 23:24). Todos hací­an sacrificios sobre altares que construí­an para la ocasión, nunca permanentes, no teniendo templo ni sacerdotes. El nombre †œJehovᆝ o †œYahv醝 no caracteriza su religión, sino que llamaban a Dios de diversas maneras, siendo más frecuente el uso de †œEl Shaddai†. El prefijo †œEl† es una palabra semí­tica para †œdios†. Los p. la usaban en combinación con otra para señalar a Dios siempre relacionándolo con otra cosa o circunstancia.

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

vet, (del gr. “patria”, “raza”, “paí­s”, y “archein”, “comandante”). Padre y jefe de una familia, de un clan. El NT da el nombre de patriarcas a los antecesores del pueblo hebreo, de la raza judí­a. Este nombre es dado: a Abraham (He. 7:4), a los doce hijos de Jacob (Hch. 7:8, 9), al rey David (Hch. 2:29). En general, el tí­tulo de patriarca es dado a los hombres piadosos y a los jefes de familias de los que el AT nos da un relato biográfico y que vivieron antes de Moisés, p. ej., a los patriarcas antediluvianos mencionados en Gn. 5. Bajo el régimen patriarcal, la dirección del clan pertenecí­a de derecho a su fundador. El hijo primogénito, o descendiente primogénito en lí­nea directa, era el heredero de esta autoridad. El jefe de cada una de las familias que componí­an una tribu ejercí­a una autoridad análoga en el seno de su familia. El régimen patriarcal fue anterior al establecimiento de la teocracia, que fue promulgada en el monte Sinaí­; bajo aquel régimen, cada jefe de familia ejercí­a las funciones de sacerdote y Dios se revelaba a él. Véanse los nombres de los diferentes patriarcas para un tratamiento individualizado.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

DicEc
 
Los malentendidos entre Oriente y Occidente se centran en gran medida en cuestiones concernientes a los patriarcas. En los últimos años la noción de patriarca ha adquirido además una importancia ecuménica capital. No obstante, sigue siendo una cuestión controvertida con una compleja historia.

En el concilio de >Nicea I (325) se reconoce una cierta preeminencia a Alejandrí­a sobre las diócesis vecinas, “como existe una costumbre similar con respecto a la autoridad de Roma”. Se mencionan también prerrogativas de Antioquí­a y de otras Iglesias; estas no se especifican pero han de mantenerse. En las >Constituciones apostólicas, de finales del siglo IV hay plegarias universales dentro de la eucaristí­a en las que se mencionan las cuatro sedes de Jerusalén, Roma, Antioquí­a y Alejandrí­a.

En el concilio de >Constantinopla I (381) se especifica que los obispos no deben intervenir más allá de su territorio y se observa que el obispo de Alejandrí­a “ha de administrar los asuntos sólo de Egipto”, con afirmaciones similares respecto de los obispos de Oriente, Asia, el Ponto y Tracia. Al tiempo se establece: “Dado que se trata de la nueva Roma, el obispo de Constantinopla ha de gozar de privilegios honorí­ficos después del obispo de Roma”. En >Calcedonia (431) se conceden nuevos privilegios a Constantinopla en contra de las voces de los legados papales; León I se niega a ratificar el canon que los contiene (canon 28) por estar en contra de los cánones de Nicea y de los privilegios de las Iglesias particulares.

Desde esta época el tí­tulo de “patriarca” —originariamente quizá reflejo de una institución judí­a—, que habí­a estado muy extendido, quedó limitado a las grandes sedes del Imperio Romano: Roma (el patriarca de Occidente), Constantinopla, Alejandrí­a, Antioquí­a y Jerusalén. Fuera del Imperio estaban los catolicados de Mesopotamia o Persia y Armenia. Pero, como estos pronto se proclamaron autónomos y el primero se hizo nestoriano y el segundo monofisita, dejaron de figurar en los concilios ecuménicos. La Novella 109 de Justiniano en el año 541 impidió ulteriores extensiones del término: se distinguí­an “los más santos patriarcas del orbe” de todos los demás obispos del Imperio.

La relación entre Roma y los patriarcas orientales fue descrita hace muchos años por el historiador P. Batiffol: “Precedencia de la fe de la Iglesia romana, autonomí­a canónica de Oriente, necesidad de que Oriente estuviera en comunión con la Iglesia de Roma: sobre estos tres principios se basaban las pací­ficas relaciones de Oriente con Roma y la actitud de Oriente hacia el primado romano”6. La autonomí­a canónica significaba durante el primer milenio que Oriente elegí­a libremente a sus patriarcas y regulaba todo lo tocante a sus diócesis; controlaba su liturgia y su legislación canónica; y regulaba los asuntos relativos a los laicos y los clérigos. Roma rara vez interferí­a en estos asuntos.

Un importante desarrollo durante el primer milenio fue el de la teorí­a de la pentarquí­a con respecto a los concilios: sólo los que fueran aceptados por la pentarquí­a podí­an ser reconocidos como verdaderamente ecuménicos. Pero aproximadamente desde los tiempos de san Máximo el Confesor la comunión dentro de la pentarquí­a habí­a sido también una indicación de verdad, punto este desarrollado más tarde por el patriarca de Constantinopla san Nicéforo I.

Después de la Edad media se instituyeron tanto en Oriente como en Occidente nuevos patriarcados, algunos de ellos más o menos honorí­ficos; pero el de Moscú (1593) alcanzó un puesto muy especial junto a los otros cinco antiguos patriarcados.

Aunque el obispo de Roma mantuvo el tí­tulo de patriarca durante la Edad media, ni Roma ni la Iglesia latina en su conjunto tení­an idea efectiva de lo que significaba el sistema patriarcal en Oriente. Desde comienzos de la Edad media hubo en Roma una tendencia a rebajar la preeminencia de los patriarcas. La creación del patriarcado latino de Constantinopla en 1204, confirmada más tarde por Roma, condujo a una franca progresión hacia la plenitudo potestatis del papa, haciendo de él un monarca supremo y con potestad universal.

Durante la Edad media, los teólogos y canonistas occidentales consideraron generalmente a los patriarcas como creaciones del papado o derivaciones del derecho eclesiástico, equiparándolos con otros primados. Los documentos romanos apelaban a Ez 1,528 y Ap 4,1-11 en prueba de que los cuatro patriarcados estaban sometidos al papado. El orden de precedencia era el siguiente: obispos, arzobispos, primados o patriarcas y el papa. Es más, los patriarcas latinos nombrados en Oriente durante los siglos XI y XII fueron de hecho primados, sin llegar a tener realmente la condición de patriarcas. El concilio de Letrán IV (1215) reconoció el orden tradicional de precedencia, pero se trataba sobre todo de los nuevos patriarcas latinos 1>. Aunque se alcanzó en el concilio de >Florencia una fórmula de consenso, reconociendo elorden tradicional de los patriarcas, la frase final: “sin perjuicio de todos sus privilegios y derechos” (salvis videlicet privilegiis omnibus et iuribis eorum —siendo el ornnibus (todos) un añadido posterior—)”, la entendí­an de manera distinta los griegos y los latinos. El reconocimiento de algunos de los derechos de los patriarcas, nunca claramente especificados, por lo demás, fue esencial en la obra de reconciliación del concilio de Florencia.

Una cuestión espinosa en las relaciones entre la Iglesia ortodoxa y la Iglesia romana es la presencia de las >Iglesias uniatas y de sus patriarcas. Al parecer, durante el segundo milenio la Iglesia romana ha considerado a estos no una nueva creación, sino la legí­tima continuación de las instituciones previamente existentes, heredando unos derechos y privilegios que en su conjunto fueron respetados.

Desde la Edad media el patriarcado ecuménico ortodoxo de Constantinopla ha ido clarificando progresivamente su papel, especialmente desde la introducción de las Iglesias y patriarcados autocéfalos, en particular el de Moscú. Esta búsqueda continúa. Oriente, que considera su visión del cristianismo mucho más plenamente realizada en los patriarcados orientales, y por otras muchas razones basadas en la historia y en las disputas teológicas, se muestra a veces todaví­a extremadamente hostil a Roma y su patriarcado.

La cuestión ecuménica clave se refiere hoy no sólo a la posición de los patriarcas orientales, sino más especí­ficamente a la concepción del obispo de Roma como patriarca de la Iglesia latina. El de patriarca de Occidente esuno de los >tí­tulos papales. Aunque los papas han tendido a rehuir la excesiva interferencia en los asuntos canónicos de las Iglesias orientales, tampoco se han tomado en serio su papel como patriarcas: todo el poder están subsumido en el primado papal. Las Iglesias de Oriente están mucho más dispuestas a reconocer el papel del papa como patriarca de Occidente si a renglón seguido se subraya que es simplemente un primus inter pares.
Entre los autores que escriben sobre el tí­tulo de patriarca de Occidente pueden detectarse dos actitudes: la de quienes minimizan su importancia, considerando mucho más relevante el primado, mientras que el tí­tulo de “patriarca de Occidente” carecerí­a de verdadera fundamentación doctrinal”; y la de quienes desearí­an que los dos oficios, el de patriarca y el de primado, se distinguieran más cuidadosamente, de modo que pudieran señalarse qué acciones se realizan como patriarca y cuáles como pontí­fice (del mismo modo que hay algunas que se realizan como obispo local, de una diócesis sin duda importante). La centralización romana es consecuencia de la mezcla de ambos oficios. En 1969 J. Ratzinger afirmaba: “En el futuro deberí­an distinguirse más claramente”.

La separación consciente de los dos oficios redundarí­a en una apertura ecuménica a los valores de Oriente y serí­a un alivio para los que temen que el dogma del Vaticano I pudiera traducirse en opresión de las Iglesias locales. Dos caminos parecen posibles. El más difí­cil consistirí­a en establecer varios patriarcados efectivos en Occidente (no meramente honorí­ficos, como los de Lisboa o Venecia), tal como proponí­a el 5° documento del Grupo Dombes. Esto podrí­a parecer demasiado radical y tendrí­a poca base en la tradición. Pero a las Iglesias que entraran de nuevo en comunión con Roma podrí­a concedérseles un estatuto de patriarcado. Entretanto el Vaticano podrí­a tratar de actuar en la Iglesia latina de un modo más patriarcal; en la actualidad el estilo de la curia es percibido corno burocrático y, en ocasiones, como autocrático. La autoridad legí­tima no puede permitirse ignorar ni siquiera las falsas percepciones que de ella tengan, si quiere ser realmente efectiva y dadora de vida.

Un texto clave es sin duda el Código de cánones de las Iglesias orientales (CCEO). El derecho oriental, por ejemplo, prevé la elección sinodal del patriarca (cánones 63-69); cartas encí­clicas a la Iglesia que preside (82 § 1); el gobierno sinodal del patriarcado (82 § 3; 102-113; 115-122; 140-145). El patriarca vela por la disciplina del clero (89 § 1). Se prevé la elección sinodal de obispos (180-187), aunque de entre nombres previa o posteriormente aprobados por el sumo pontí­fice.

La fusión de los oficios, canónica, si no incluso teológicamente distintos, de obispo local, patriarca de Occidente y sumo pontí­fice, no es quizá el mejor camino para avanzar en la renovación del papado que está reclamando el proceso de unidad de todos los cristianos. El ejercicio consciente por parte del obispo de Roma de su oficio como patriarca de Occidente podrí­a, en circunstancias adecuadas, contribuir al fortalecimiento de la vida patriarcal de las Iglesias orientales y complacer a las Iglesias orientales que no están en comunión con el obispo de Roma.

Christopher O´Donell – Salvador Pié-Ninot, Diccionario de Eclesiologí­a, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Diccionario de Eclesiología

1. pater (pathvr, 3962), padre. Se usa en Rom 9:5 de los antecesores de la nación de Israel, traducido “patriarcas” en RVR (RV: “padres”); véase PADRE, A, Nº 1. 2. patriarques (patriavrch”, 3966), (de patria, familia, y arco, regir), se encuentra en Act 2:29; 7.8,9; Heb 7:4:¶ En la LXX, 1Ch 24:31; 27.22; 2Ch 19:8; 23.20; 26.12.¶

Fuente: Diccionario Vine Nuevo testamento

El patriarchēs es, por derivación, el padre o jefe de una familia o tribu. El término se usa, por lo general, para referirse a los ancestros de la nación judía antes del tiempo de Moisés. Se usa en el NT para referirse a Abraham (Heb. 7:4), a los hijos de Jacob (Hch. 7:8, 9), y a David (Hch. 2:29).

Contemporáneamente, se restringe el término a los padres de la nación israelita, Abraham, Isaac, Jacob y a los hijos de Jacob, especialmente José. La era patriarcal en la historia de Israel se circunscribe a Gn. 12–50.

Aunque los patriarcas vivían una vida seminómada, tuvieron una alta cultura. Abraham era un hombre rico que podía darse el lujo de armar un ejército propio de 318 hombres para rescatar a su sobrino Lot (Gn. 14:14), y entrar en transacciones comerciales con los hititas, dueños de la tierra (Gn. 23:16). Las tablillas cuneiformes descubiertas en Nuzu (desde 1925) y Mari (desde 1935) arrojan luz sobre el trasfondo social de la época patriarcal. Las referencias bíblicas al matrimonio, adopción y derechos familiares, como el de la primogenitura, encuentran su equivalente en la literatura cuneiforme.

Véase Abraham, Isaac, Jacob.

Charles F. Pfeiffer

Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (458). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología

Véase Oficios Eclesiásticos.

Fuente: Diccionario de Teología

La palabra patriarca tal como se aplica a personajes bíblicos, viene de la Versión de los Setenta, en donde se usa en un sentido amplio, incluyendo a oficiales religiosos y civiles. (por ejemplo, 1 Crón. 24,31; 27,22). En un sentido más estricto y uso común se le aplica a los padres antediluvianos de la raza humana y más particularmente a los tres grandes progenitores de Israel: Abraham, Isaac y Jacob. En el Nuevo Testamento el término se les aplica también a los hijos de Jacob (Hechos 7,8-9) y al rey David (ibid. 2,29). Para un relato de estos patriarcas posteriores vea los artículos Abraham, Isaac Jacob etc. Los primeros patriarcas constituyen el grupo antediluviano, y los que se hallan entre el Diluvio y el nacimiento de Abraham. Del primer grupo tenemos dos listas en el Génesis. La primera (Gén 4,17-18, pasaje que los críticos asignan al llamado documento “J”) comienza con Caín y presenta como sus descendientes a Henoc, Irad, Mejuyael, Metusael y Lámek. La otra lista (Gén 5,3-31, atribuida al escritor sacerdotal, “P”) es mucho más elaborada y se acompaña de indicaciones cronológicas minuciosas. Empieza con Set y, extraño decirlo, también termina con Lámek. Los nombre intermedios son Enós, Quenán, Mahalael, Yéred, Henoc y Matusalén.

El hecho de que ambas listas terminen con Lámek, quien es indudablemente la misma persona, y que algunos de los nombres sean muy similares, hacen muy probable que la segunda lista sea una ampliación de la primera, incorporando material de una tradición divergente. Tampoco nos debe parecer sorprendente si consideramos las muchas discrepancias que se encuentran en las dos genealogías del Salvador en el Primer y Tercer Evangelio. Las personas que aparecen en estas listas ocupan el lugar de los semidioses míticos en la historia de los inicios prehistóricos de otras naciones tempranas, y puede muy bien ser que el principal valor del relato inspirado dado en ellas sea didáctico, destinado en la mente del escritor sacro a inculcar la gran verdad del monoteísmo, lo que es una característica tan particular de los escritos del Antiguo Testamento. Sea como sea, la aceptación de esta visión general ayuda grandemente a simplificar otro problema difícil relacionado con el relato bíblico de los primeros patriarcas, es decir, su enorme longevidad. El primer relato (Gén. 4,17-18) da sólo los nombres de los patriarcas ahí mencionados, con la indicación incidental que la ciudad construida por Caín se nombró en honor de su hijo Henoc. El segundo relato (Gén 5,3-31) nos da una cronología final para todo el periodo. Éste establece la edad de cada patriarca el engendrar a su primogénito, el número de años que vivió luego de ese evento, junto al total de años de su vida. Casi todos los padres antediluvianos se nos presentan viviendo hasta los 900 años más o menos, con Matusalén, el mayor, llegando hasta los 969 años.

Estos números siempre han constituido un problema para los comentaristas y lectores de la Biblia; y aquéllos que defienden el carácter estrictamente histórico de los pasajes en cuestión han presentado muchas explicaciones, ninguna de las cuales es considerada convincente por los estudiosos bíblicos modernos. Existe por lo tanto la conjetura que los años mencionados no son de duración ordinaria, sino de uno o más meses. Sin embargo, en las Escrituras mismas no hay ningún sustento para esta presunción, donde la palabra año tiene un significado constante y se diferencia claramente de períodos menores. También se ha sugerido que las edades presentadas no son las de individuos, sino que significan épocas de la historia antediluviana y que cada una se denomina según su más ilustre representante. La hipótesis puede ser ingeniosa, pero incluso una lectura superficial del texto basta para demostrar que ése no era el significado del escritor sagrado. Ni siquiera ayuda mucho el hecho de señalar que existen algunos casos excepcionales de personas de quienes se dice han vivido hasta la edad de 150 e incluso 180 años. Pues incluso si admitiésemos estos datos y que en tiempos primitivos las personas vivían más que ahora (para lo que no tenemos ninguna evidencia en tiempos históricos), hay aún una gran distancia entre 180 y 900.

Otro argumento para corroborar la exactitud del relato bíblico se ha deducido del hecho de que las leyendas de muchos pueblos afirman la gran longevidad de sus primeros ancestros, una circunstancia que se dice implica que existe una tradición original en tal sentido. Así se dice que los primeros siete reyes egipcios reinaron por un periodo de 12,300 años, lo que da un promedio de aproximadamente 1757 para cada uno, y Flavio Josefo, quien tiene un deseo de justificar la narrativa bíblica, cita a Éforo y Nicolaus diciendo “que los antiguos vivían mil años”. Añade, sin embargo “pero sobre esto, que cada uno saque sus conclusiones” (Antigüedades I, III, in fine). De otro lado, se dice que no existe evidencia histórica o científica confiable que demuestre que la expectativa de la vida humana era mayor en épocas primitivas que en las modernas. Sobre este tema se cita corrientemente Gén 6,3, en donde se representa a Dios decretando un castigo por la corrupción universal que ocasionó el Diluvio, que de ahí en adelante los días del hombre “serán ciento veinte años”. Esto se ha tomado como una indicación del punto en que el deterioro físico de la raza resultó en un marcado descenso en la longevidad. Pero más allá de consideraciones críticas sobre este pasaje, es extraño observar que más adelante (Gén 11) las edades de los patriarcas subsiguientes no se limitaron a 120 años. Sem vivió hasta los 600 años, Arpaksad 338 (texto masorético 408), Sélaj 433, Héber 464, etc.

El fundamento en el que se puede defender la exactitud de estas cifras es la razón a priori que, al estar contenidos en la Biblia, deben ser históricamente correctos por necesidad, posición preferida por los comentaristas mayores. La mayoría de los estudiosos modernos, de otro lado, concurren al considerar que las listas genealógicas y cronológicas de Gén. 5 y 11 son mayormente artificiales, y parece que esta opinión se confirma, dicen ellos, al comparar las cifras tal como aparecen en el original hebreo y en las versiones antiguas. La Vulgata concuerda con el hebreo (con la excepción de Arpaksad), mostrando que no se han hecho alteraciones substanciales al hebreo, almenos desde fines del siglo IV d.C.

Pero si comparamos el texto de Masora con la versión samaritana y la de Los Setenta, nos enfrentamos a muchas discrepancias extrañas que difícilmente puedan deberse a un mero accidente. Así, por ejemplo, respecto a los patriarcas antediluvianos, mientras que la versión samaritana concuerda en lo esencial con el texto masorético, la edad en la que Yéred tuvo a su primogénito se fija en 62 años en lugar de los 162 del hebreo. Matusalén, asimismo, quien de acuerdo al texto hebreo engendró a su primogénito a los 187 años, tenía sólo 67 de acuerdo al Samaritano; y aunque el hebreo sitúa el mismo evento en el caso de Lámek cuando tenía 182 años, el Samaritano le da sólo 53. Existen similares discrepancias entre ambos textos con respecto al total de años que estos patriarcas vivieron, a saber, Yéred, Heb. 962, Sam. 847; Matusalén, Heb. 969, Sam. 720; Lámek, Heb. 777, Sam. 653. Al comparar el texto masorético con el de los Setenta, encontramos en este último que el nacimiento de los primogénitos en el caso de Adán, Set, Enós, Quenán, Mahalael y Henoc fue a las edades respectivas de 230, 205, 190, 170, 165 y 165 años, contrapuesto a 130, 105, 90, 70, 65 y 65 años que aparecen en el hebreo; y la misma diferencia sistemática de 100 años en el periodo antes del nacimiento del primogénito aparece asimismo en las vidas de los patriarcas postdiluvianos Arpaksad, Sélaj, Héber, Péleg, Reú y Serug. Sin embargo, en esta lista el texto samaritano concuerda con el de los Setenta y no con el masorético.

Respecto a la lista de antediluvianos, el hebreo y los Setenta concuerdan en la suma total de años de cada patriarca, ya que la versión griega reduce normalmente por 100 años el periodo entre el nacimiento del primogénito y la muerte del patriarca. Estas diferencias acumuladas dan como resultado grandes diferencias cuando se considera el total del periodo patriarcal. Por lo tanto, el total de años transcurridos entre el comienzo hasta la muerte de Lámek es, de acuerdo al hebreo, 1651, mientras que el Samaritano da 1307 y los Setenta, 2227. Éstas son sólo unas pocas de las peculiaridades que aparecen al comparar las desconcertantes listas genealógicas. El que la mayoría de estas diferencias sean intencionales parece ser una inferencia necesaria de su regularidad sistemática, y la manipulación implícita de las cifras por los primeros traductores llega a hacer probable el carácter más o menos artificial de estas cronologías primitivas en conjunto.

Fuente: Driscoll, James F. “Patriarch.” The Catholic Encyclopedia. Vol. 11. New York: Robert Appleton Company, 1911.
http://www.newadvent.org/cathen/11548a.htm

Traducido por Rodrigo de Piérola C. L H M.

Fuente: Enciclopedia Católica