PENTECOSTES

Act 2:1 cuando llegó el día de P, estaban todos
Act 20:16 se apresuraba por estar el día de P, si
1Co 16:8 pero estaré en Efeso hasta P


griego pentêkostê quincuagésimo. En el judaí­smo, es la segunda de las tres grandes fiestas anuales. Es llamada Fiesta de las Semanas, Ex 34, 22; Dt 16, 10-16; 2 Cr 8, 13, porque se celebraba cincuenta dí­as después de la Pascua, es decir, siete semanas después; llamada también Fiesta de la Recolección, Ex 23, 16, porque tení­a lugar al final de la cosecha; o Fiesta de las Primicias, Nm 28, 26, pues en esta fecha se ofrecí­an los primeros panes del nuevo trigo, Lv 23, 10.

En las iglesias cristianas se celebra en ella la venida del Espí­ritu Santo y la fundación de la Iglesia; coincidió la fiesta de Pentecostés, con el dí­a en que estaban todos los apóstoles reunidos. De repente se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos; quedaron todos llenos del Espí­ritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espí­ritu les concedí­a expresarse, Hch 2, 1 ss.

Diccionario Bí­blico Digital, Grupo C Service & Design Ltda., Colombia, 2003

Fuente: Diccionario Bíblico Digital

La palabra deriva de la expresión gr. el quincuagésimo dí­a. Era la fiesta judí­a de las semanas o de las primicias (Exo 34:22; Deu 16:9-11; Num 28:26), que también se llamaba la fiesta de la siega (Exo 23:16) o dí­a de las primicias, que caí­a en el dí­a número 50 después de la fiesta de la Pascua.

Leví­tico 23 señala la naturaleza sagrada de la festividad y detalla los sacrificios que debí­an ofrecerse. Los sucesos ocurridos en Hechos 2 transformaron la festividad judí­a en una cristiana. Algunos ven una conexión simbólica entre esta antigua celebración y las primicias o primeros frutos de la dispensación cristiana. El †œDomingo Blanco† es el quincuagésimo dí­a a partir del domingo de Pascua. El nombre proviene de las ropas blancas que como costumbre vestí­an los que eran bautizados durante esta fiesta.

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

(dí­a 50).

1- La Fiesta Judí­a de Pentecostés se celebraba a los 50 dí­as de la Pascua, Ver “Fiestas”.

2- El Pentecostés Cristiano ocurrió y se celebra a los 50 dí­as de la Pascua Cristiana, de la Resurrección de Cristo.

Lo describen Hechos 2: El Espí­ritu Santo descendió sobre los cristianos, después de haber estado en oración por nueve dí­as como les habí­a instruido Jesús en Hec 1:5-8.

Lo que les ocurrió es que recibieron el “poder” del Espí­ritu Santo, que les habí­a ofrecido Jesús en Hec 1:8, para ser “testigos de Jesús”. Tuvieron una alegrí­a tal, que los que los veí­an pensaban que estaban “borrachos”: (Hch.2.

13,15), y recibieron el don de lenguas, extranas, “según el Espí­ritu les otorgaba expresarse”: (Hec 2:4).

Este “Pentecostés” es de una gran importancia, porque aquí­ nació oficialmente la Iglesia, ante testigos de tantas lenguas y naciones representadas por los asistentes: (Hec 2:9-11). La Iglesia, que nació en el Calvario, entre sangre y dolor, como todo parto, se manifestó al mundo en Pentecostés, cuando los Apóstoles que ya no tení­an a Jesús con ellos, se dieron cuenta que ahora to tení­an “dentro de ellos”, por obra del Espí­ritu Santo, tal como les habí­a prometido el Senor: (Jua 14:16-18, Jua 16:7-15).

7 Episodios de Pentecostés describe el Nuevo Testamento.

1- El Primero, le ocurrió a la Virgen, que engendró a Jesús, por obra del Espí­ritu Santo, ¡y ésta es la esencia de cada Pentecostés!. La Virgen hizo después dos cosas: (Lc.l, Mt.l).

– Se fue a “servir”, a ayudar a su prima Isabel, que era anciana y estaba embarazada de seis meses: (Luc 1:39).

– Lo segundo, es que cantó las glorias de Dios, en uno de los cantos más bellos de la Biblia, en el “Magnificat” de Luc 1:46-56.

2- El segundo episodio de Pentecostés le ocurrió a Isabel y Juan, en Luc 1:40-45 : Cuando Isabel vio a Marí­a, se llenó del Espí­ritu Santo, canto la alabanza más entranable a Jesús, bendiciendo a su madre, la más bendita: De todas las mujeres, y Juan saltó de gozo en sus entranas, al llenarse del Espí­ritu, como habí­a predicho en Lc.l.

15.

3- El Tercero, fue “el Gran Pentecostés” de Hch.2, que ya describimos. En él estaba también envuelta la Virgen, porque cuando ocurrió estaban orando los 12, con Marí­a, y los otros 120 hermanos del Senor: (Hec 1:13-15).

4- El cuarto, fue “el de Samaria”, de Hch.8: Felipe habí­a estado predicando, pero vinieron Pedro y Juan, les impusieron las manos, y recibieron el Espí­ritu Santo: (Hec 8:17). y la Biblia no nos dice to que pasó, pero debió hacer algo tan grandioso que un tal Simón quiso comprarle a Pedro el “poder de imponer las manos”, en 8:18-19; ¡y Simón sabí­a y habí­a visto los milagros que habí­a estado haciendo Felipe, en 8:6!, pero eso de hacer milagros no to querí­a “comprar”, pero sí­ lo de la imposición de las manos con la venida del Espí­ritu.

5- E1 quinto, es “el de S. Pablo”: Saulo perseguí­a a los cristianos, ¡para matarlos!. ¡no era un cristiano, ni mucho menos!. ¡y el caballo to tiró!, quedándose ciego, 9:3-9. Después vino Ananí­as, le impuso las manos, y Pablo recibió la vista y se llenó del Espí­ritu . y, después, se bautizó: (9:17-18). Aquí­ no hubo “lenguas”, pero sí­ un gran gozo, ¡y vio!. en cada episodio de Pentecostés hay, no sólo algo grande interior, sino una manifestación externa que los presentes pueden ver.

6- El sexto episodio de Pentecostés, es el “Pentecostés de los Gentiles”, que le ocurrió a Cornelio y su familia cuando les estaba predicando Pedro: Se llenaron del Espí­ritu y hablaban lenguas y glorificaban a Dios. y entonces Pedro los bautizó, ¡aunque eran gentiles, no judí­os!, porque no podí­a negarle el Bautismo a unos que habí­an recibido el mismo Espí­ritu que él en Pentecostés: (10:44-48). Fueron los primeros “gentiles” bautizados.

7- El séptimo, fue el de los Efesios, a unos cristianos que ni siquiera habí­an oí­do hablar del Espí­ritu Santo. Pablo les impuso las manos, y los 12: Hombres recibieron el Espí­ritu, hablaron en lenguas y profetizaron: (Hch.19).

Ver “Espiritu Santo”, “Bautismo”

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

http://biblia.com/diccionario/

Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

Una de las tres principales †¢fiestas de Israel, junto con la de la Pascua y la de los tabernáculos ( †¢Fiestas). P. es llamada también †œFiesta de la siega† (Exo 23:16), †œFiesta de las semanas† (Exo 34:22) y †œDí­a de las primicias† (Num 28:26). Se celebraba al término de la cosecha de la †¢cebada, cuando comenzaba la del †¢trigo. †œY contaréis desde el dí­a que sigue al dí­a de reposo … siete semanas…. contaréis cincuenta dí­as; entonces ofreceréis el nuevo grano a Jehovᆝ (Lev 23:15-16). La gente de las comunidades pequeñas se reuní­an en una ciudad céntrica a todos y de allí­ iban en procesión a Jerusalén, llevando sus primeros frutos. Los levitas les recibí­an con cánticos en el †¢templo.

El origen de esta fiesta estaba claramente relacionado con la agricultura. Los israelitas traí­an a Dios el testimonio de la bendición que habí­an recibido con su cosecha. Pero en tiempos del NT la tradición habí­a ya identificado esta fiesta como una conmemoración del dí­a en que Israel recibió la ley, la †¢Torá. Esto, según los fariseos, habí­a ocurrido a los cincuenta dí­as de la salida de Egipto. Se pensaba así­ porque en Deu 16:9-12 hay una ordenanza sobre la †œfiesta solemne de las semanas†, y se termina diciendo: †œY acuérdate de que fuiste siervo en Egipto; por tanto, guardarás y cumplirás estos estatutos†.
los varones de Israel debí­an asistir a la †œsanta convocación†. No se podí­a trabajar. Se traí­an, a nombre de toda la congregación, †œdos panes para ofrenda mecida…. siete corderos de un año … un becerro … y dos carneros† como †œofrenda encendida de olor grato para Jehovᆝ. Además, †œun macho cabrí­o por expiación, y dos corderos de un año en sacrificio de ofrenda de paz† (Lev 23:17-22). Con las distintas ofrendas presentadas como primeros frutos, los participantes celebraban un †¢banquete (†œY te alegrarás delante de Jehová tu Dios, tú, tu hijo, tu hija, tu siervo, tu sierva, el levita que habitare en tus ciudades, y el extranjero, el huérfano y la viuda que estuvieren en medio de ti, en el lugar que Jehová tu Dios hubiere escogido para poner allí­ su nombre† [Deu 16:11]).
la cantidad de visitantes que habí­a en Jerusalén en el dí­a de P., según Hch 2:9-11, es evidente que esta era la fiesta preferida de los judí­os de la dispersión. El apóstol Pablo mostró mucho interés en estar en Jerusalén durante una de estas fiestas (Hch 20:16; 1Co 16:8). El Señor Jesús hizo diferentes apariciones a sus discí­pulos †œdurante cuarenta dí­as … hablándoles del reino de Dios† (Hch 1:3). Tras su ascención, los creyentes †œperseveraban unánimes en oración y ruego†, posiblemente unos diez dí­as más, hasta que †œllegó el dí­a de Pentecostés†, cuando el Espí­ritu Santo descendió sobre ellos y los llenó a todos (Hch 2:1-6).

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

[231]

Conmemoración festiva de la venida del Espí­ritu Santo, prometido por Jesús, y que bí­blicamente se relaciona con la festividad judí­a de “Pentecostés”, aunque tengan ambas fiestas diferencias de contenido por la similitud del término (penta, cincuenta y ekostos, jornada)

Los judí­os celebraban las “fiesta de las semanas” a los cincuenta dí­as de la Pascua. Se la denominaba así­; pero sobre todo se la describí­a como fiesta de las tiendas o de las cosechas. Era jornada de agradecimiento por las cosechas. (Ex. 34.22 y Num. 28.26) recibidas de Dios. Era las segunda fiesta en importancia del calendario (Tob. 2.1; 2 Mac. 12.31). Se presentó como fiesta ordenada por el mismo Dios (Ex. 24. 23; Deut. 16. 11) y de naturaleza agraria. Pero, después de la Cautividad, se convirtió en jornada conmemorativa de la Ley del Sinaí­ y se cargó de mayor significado teológico. En este sentido la vivió Jesús y continuó celebrándose en los ámbitos judí­os durante siglos.

Sin embargo, entre los cristianos pronto se conmemoró con esta fiesta la venida del Espí­ritu Santo a los cincuenta dí­as después de la Resurrección de Cristo y se abandonó el sentido judaico. En el Nuevo Testamento sólo cuatro veces se cita este nombre (Hech. 2.1 y 20.16; 1 Cor. 16.6; Hebr. 12.22)

Probablemente se celebró en la Iglesia desde tiempos apostólicos. Con todo, documentalmente sólo consta como festividad cristiana a partir del siglo II. Tertuliano (De Baut. 19) habla de ella y el escrito de las “Constituciones Apostólicas (V. 12. 17) también la describe. Luego la Iglesia la solemnizó con una liturgia hermosa, como era normal tratándose de la Tercera Persona de la Stma. Trinidad. Se elevaron himnos solemnes, como el “Veni Creator” o el “Veni Sancte Spiritus”, que fueron las plegarias más significativas del Espí­ritu Santo. (Ver Espí­ritu Santo 6)

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

Agradecer a Dios sus dones y su Ley

En la fiesta de Pentecostés, es decir, de los “cincuenta dí­as” o de las siete semanas (“shavuot”) después de Pascua, se celebraba el inicio de la cosecha, para dar gracias a Dios por los frutos de la tierra (Ex 23,16; 34,22; Lev 23,15-22). Se reconoce que es Dios quien bendice las cosechas. Se celebra con gran alegrí­a al final de la peregrinación al templo del Señor. Después de la destrucción del templo de Jerusalén, esta fiesta pierde algo de su sentido agrí­cola, para manifestar el agradecimiento a Dios por la Ley.

Le venida del Espí­ritu Santo

En el Nuevo Testamento, Pentecostés recuerda y actualiza la venida del Espí­ritu Santo sobre los Apóstoles y discí­pulos, que se habí­an reunido “con Marí­a la Madre de Jesús”, desde el dí­a de la Ascensión (cfr. Hech 1,12-14). En ese dí­a “todos fueron llenos del Espí­ritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espí­ritu les concedí­a expresarse… y cada uno los oí­a hablar en su propia lengua” (Hech 2,4-6). El milagro de las “lenguas” significa el fin de la confusión de Babel y, al mismo tiempo, preanuncia la conversión de todos los pueblos para formar un solo pueblo de Dios.

La venida del Espí­ritu Santo se manifestó con expresiones que reforzaban la comunidad, especialmente por la unidad fraterna y misionera de la Iglesia, donde todos eran “un solo corazón y una sola alma”, escuchando la enseñanza de los Apóstoles, celebrando la Eucaristí­a y compartiendo los bienes (cfr. Hech 2,4244; 4,32-35). Esa “fuerza” del Espí­ritu, empujó a la Iglesia a “anunciar la Palabra con audacia” (Hech 4,31) y a “dar testimonio de la resurrección de Jesucristo” (Hech 4,33), cumpliendo así­ el encargo del Señor, de ser sus “testigos hasta los últimos confines de la tierra” (Hech 1,8).

La misma acción del Espí­ritu en la comunidad eclesial llega a cada persona, penetrando en los corazones, “sellando” el propio ser de modo permanente (Ef 1,13-14; 2Cor 1,22) y transformándolo, con su presencia activa, en templo suyo (1Cor 3,16).

La misión con la fuerza del Espí­ritu

La misión de la Iglesia es posible gracias a Pentecostés. En efecto, “para el desempeño de esta misión, Cristo Señor prometió a sus Apóstoles el Espí­ritu Santo, a quien envió de hecho el dí­a de Pentecostés desde el cielo para que, confortados con su virtud, fuesen sus testigos hasta los confines de la tierra ante las gentes, pueblos y reyes” (LG 24).

El momento de Pentecostés es el punto de partida para la misión de la Iglesia, la cual “se manifestó públicamente delante de la multi¬tud, empezó la difusión del Evangelio entre las gentes por la predicación, y por fin quedó prefigurada la unión de los pueblos en la catolicidad de la fe por la Iglesia de la Nueva Alianza, que en todas las lenguas se expresa, las entiende y abraza en la caridad y supera de esta forma la dispersión de Babel” (AG 4).

Desde Pentecostés, los Apóstoles y toda la comunidad eclesial darán testimonio de Cristo, apoyados en la fuerza del Espí­ritu Santo. Es él quien continuará suscitando misioneros (Hech 13,2-3) haciendo que la comunidad viva siempre “llena de la consolación del Espí­ritu Santo” (Hech 9,31).

Los Hechos de los Apóstoles narran tres venidas peculiares del Espí­ritu Santo, como punto de referencia para la Iglesia de todos los tiempos en la comunidad del Cenáculo (120 discí­pulos) el dí­a de Pentecostés (Hech 2); en la comunidad cristiana ampliada con los recién bautizados (Hech 4,31); en la comunidad de gentiles que iban a recibir el bautismo (Hech 10,44).

En todas las épocas históricas, la Iglesia se apoya en la fuerza del Espí­ritu Santo, que “la acompaña y dirige de diversas maneras” como “alma” de la misión (cfr. AG 4). La Iglesia es instrumento querido por Cristo. Por esto, el mismo Espí­ritu “la impulsa a poner todos los medios para que se cumpla efectivamente el plan de Dios, que puso a Cristo como principio de salvación para todo el mundo” (LG 17).

Referencias Carismas, Cenáculo, confirmación, dones del Espí­ritu, Espí­ritu Santo, frutos del Espí­ritu, nueva evangelización, renovación eclesial.

Lectura de documentos CEC 731-732.

Bibliografí­a AA.VV, Credo in Spiritum Sanctum, Atti del Congresso Internazionale di Pneumatologia (Lib. Edit. Vaticana 1983); AA.VV., El Espí­ritu Santo, luz y fuerza de Cristo en la misión de la Iglesia (Burgos, Semanas Misionales, 1980); F.X. DURWELL, El Espí­ritu Santo en la Iglesia (Salamanca, Sí­gueme, 1986); J. CASTELLANO, La missione nel dinamismo dello Spirito Santo, en Spiritualití  della missione (Roma, Teresianum, 1986) 79-100; Y.M. CONGAR, El Espí­ritu Santo (Barcelona, Herder, 1983); J. ESQUERDA BIFET, Agua viva (Barcelona, Balmes, 1985); J. LOPEZ GAY, El Espí­ritu Santo y la misión (Bérriz 1967); Idem, El Espí­ritu Santo en los no cristianos y el sentido de misión, en Credo in Spiritum Sanctum, o.c., 1265-1279; I. DE LA POTERIE, L’Esprit Saint et l’Eglise dans le N. Testament, en Credo in Spiritum Sanctum, o.c., 791-808.

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

(P1 fiestas, Ley, Espí­ritu Santo, Iglesia). En la tradición del Antiguo Testamento recibe el nombre de fiesta de las Semanas, porque se celebra a las siete semanas de la pascua. En principio es una fiesta agrí­cola, vinculada al final de la siega de los cereales. Más tarde se ha relacionado con el pacto del monte Sinaí­. Los cristianos la han asociado con la “venida” del Espí­ritu de Cristo y el surgimiento de la Iglesia.

(1) Antiguo Testamento. En el Código de la Alianza se habla de ella así­: “También guardarás la fiesta de la Siega, los primeros frutos de tus labores, de lo que hayas sembrado en el campo, y la fiesta de la Recolección a la salida del año, cuando hayas recogido del campo los frutos de tus labores” (Ex 23,16). Esta es la fiesta de la siega de los cereales, en el centro del verano, una vez que ha culminado la faena de la recolección. El Deuteronomio ha precisado el sentido de la fiesta, a las siete semanas de la pascua* (que marcaba el comienzo de las labores del verano, con el primer trigo). Pentecostés es la fiesta del trigo ya recogido, la celebración del pan abundante: “Cuando la hoz comience a cortar las espigas comenzarás a contar estas siete semanas. Y celebrarás en honor de Yahvé tu Dios la fiesta de las Semanas, con la ofrenda voluntaria que haga tu mano, en la medida en que Yahvé tu Dios te haya bendecido. En presencia de Yahvé tu Dios te regocijarás, en el lugar elegido por Yahvé tu Dios para morada de su nombre: tú, tu hijo y tu hija, tu siervo y tu sierva, el levita que vive en tus ciudades, el forastero, el huérfano y la viuda que viven en medio de ti. Te acordarás de que fuiste esclavo en Egipto y cuidarás de poner en práctica estos preceptos” (Dt 16,9-12). Esta es la fiesta de agradecimiento por la culminación de la siega; fiesta de regocijo y abundancia, celebración de los dones de la tierra, fiesta de solidaridad entre todos los pobres. En este contexto se sitúa la ofrenda de las primicias: “Tomarás las primicias de todos los productos del suelo que coseches en la tierra que Yahvé tu Dios te da, las pondrás en una cesta, y las llevarás al lugar elegido por Yahvé tu Dios para morada de su nombre. Te presentarás al sacerdote que esté entonces en funciones y le dirás: “Yo declaro hoy a Yahvé mi Dios que he llegado a la tierra que Yahvé juró a nuestros padres que nos darí­a…” (Dt 26,2-3). El Leví­tico insiste en ese motivo de agradecimiento: “Contaréis siete semanas enteras…, cincuenta dí­as y entonces ofreceréis a Yahvé una oblación nueva. Llevaréis de vuestras casas como ofrenda mecida dos panes, hechos con dos décimas de flor de harina y cocidos con levadura, como primicias para Yahvé. Juntamente con el pan ofreceréis a Yahvé siete corderos de un año, sin defecto, un novillo y dos carneros… Cuando cosechéis la mies de vuestra tierra, no siegues hasta el borde de tu campo, ni espigues los restos de tu mies; los dejarás para el pobre y para el forastero. Yo, Yahvé, vuestro Dios” (Lv 23,15-22). La Pascua era la fiesta del comienzo de la cosecha, las primeras espigas, el pan sin fermentar, para no mezclarlo con el pan del año anterior. Pentecostés, en cambio, es la fiesta del pan con levadura, la plenitud de la cosecha, que se ofrece a Dios con calma, con tiempo para degustar y celebrar la vida. En esa lí­nea, algunos grupos judí­os del tiempo de Jesús (terapeutas*) han desarrollado una serie de fiestas pentecostales, cada siete semanas, dividiendo así­ el año de forma sabática constante.

(2) Nuevo Testamento. Libro de los Hechos. Los cincuenta dí­as que iban de Pascua a Pentecostés eran para los judí­os el tiempo de la maduración total del trigo, de los panes ázimos a los panes con levadura, del comienzo al final de la siega. Pues bien, esos cincuenta dí­as fueron para Lucas el tiempo de maduración pascual de la Iglesia. La Pascua habí­a sido el comienzo (resurrección de Cristo); Pentecostés serí­a el tiempo pleno: la expansión de la palabra y de la presencia de Jesús resucitado a todo el mundo, la fiesta del Espí­ritu Santo. Lucas (el autor de LucasHechos) ha reinterpretado así­ la experiencia cristiana, distinguiendo los momentos que otros autores (como Pablo o Juan) habí­an visto unidos, sin separar la Pascua de Pentecostés. De esa forma ha ofrecido las más poderosa de todas las visiones del origen de la Iglesia. Jesús tuvo que dejar su forma de presencia inmediata (Pascua), para hacerse presente como Espí­ritu de fuego en sus discí­pulos y amigos: “Cuando llegó el dí­a de Pentecostés, estaban todos unánimes, juntos. Y de repente vino del cielo un estruendo como de un viento recio que soplaba, el cual llenó toda la casa donde estaban sentados; y se les aparecieron lenguas repartidas, como de fuego, asentándose sobre cada uno de ellos. Y fueron todos llenos del Espí­ritu Santo, y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espí­ritu les daba que hablasen” (Hch 2,1-4). El Espí­ritu de Dios es viento y terremoto, lenguas de fuego, calor hecho palabra de anuncio o misión universal (cf. Gn 1,14). Este pasaje condensa una experiencia común de la Iglesia: los primeros cristianos no empezaron teorizando, sino que se descubrieron transformados por la presencia amorosa del Espí­ritu, recreados en amor y gozo, en plenitud y misterio, por su fuerza (cf. Hch 4,31; 10,44-48). El Don de Jesús se vuelve experiencia de creación interior compartida. Animados por su Espí­ritu, los fieles se vuelven capaces de hablar otras lenguas, es decir, en todas las lenguas del mundo (glosolalia), en comunión de amor abierto a todas las culturas y naciones de la tierra (cf. Hch 2,4). La experiencia carismática suele ser individual o de pequeños grupos que se cierran en sí­ mismos. En contra de eso, Lucas sabe que el Espí­ritu de Pentecostés se hizo palabra de comunión y comunicación (misión para todos los pueblos). El templo de Jerusalén parecí­a una Babel de robo y rechazo (cf. Mc 11,17; Hch 7,44-53) donde vení­an gentes de todas las naciones (cf. Hch 2,5), sin lograr comunicarse. En contra de eso, los cristianos reciben en su propia casa (no en un templo) una experiencia de gracia y comunicación “católica”: de esa manera, aquello que parece más personal e intransferible (el Espí­ritu Santo) se vuelve Palabra para todos los humanos. Esta es la experiencia germinal de la nueva humanidad: Pentecostés es raí­z y principio de unión para los pueblos (partos, medos, elamitas…: Hch 2,9).

(3) Iglesia pascual, Iglesia pentecostal. Jesús habí­a superado una estructura de pureza de la Ley al convocar para su reino a los perdidos-pecadores-expulsados, judí­os que se hallaban fuera de la alianza. Sin el recuerdo de su gesto, sin su acercamiento a los impuros, superando una Ley nacional cerrada, pierde sentido el Evangelio, se niega el Espí­ritu cristiano. Los discí­pulos pentecostales de Jesús convocan para el Reino, por la Iglesia, a todos los hombres. Así­ rompen la barrera israelita, para abrirse a todos los creyentes de todas las naciones, uniéndoles en una Iglesia, sin más condición de entrada que la fe, sin más compromiso de vida que el amor en el Espí­ritu. Estos nuevos cristianos pascuales (y pentecostales) no querí­an crear una nueva religión, una Iglesia separada de la comunidad judí­a. Pero, de hecho, profundizando en su experiencia pascual, han abierto en el Espí­ritu un espacio de comunicación (en Cuerpo y Espí­ritu, pan y misterio) para todos los humanos. Pentecostés no es experiencia de la inmortalidad divina del alma, negación de la materia (contra la gnosis), pura esperanza futura o afirmación del eterno retomo de la vida, sino descubrimiento y despliegue universal de la Pascua, que se abre como espacio de comunión concreta (en Cuerpo y Espí­ritu) para todos los humanos. Ahí­ se vinculan y separaran Pascua y Pentecostés, (a) Pascua. Jesús vivió y murió a favor de los excluidos del sistema, entregándose así­ a Dios, que le recibió en su Vida (= Espí­ritu) de amor. Al principio, sus discí­pulos no lo comprendieron: escaparon, fracasados y escan dalizados, atrapados en las mallas de su muerte. Pero después vuelven en sí­ (= vuelven a Jesús, en Dios) por el Espí­ritu y descubren por la Pascua la lógica del Reino. Dios se les muestra en Jesús como Amor universal que triunfa de la muerte. Así­ se manifiesta Dios por la resurrección como Padre verdadero, que ha resucitado a Jesús de los muertos (cf. Rom 4,24). Jesús es Mesí­as Hijo de Dios, porque ha dado su vida (Espí­ritu) en amor a Dios Padre (al darla a los humanos); Dios es Padre porque ha recibido a Jesús en su Vida (Espí­ritu), al resucitarle de los muertos. La Pascua es así­ la expresión y plenitud de comunión divina, revelación del Padre, (b) Pentecostés. El mismo Jesús pascual se hace presente como Espí­ritu de amor y comunión, que se abre a todos los hombres, como experiencia salvadora y apertura universal. Jesús no ha recorrido su camino para sí­, sino por todos los humanos (a partir de los excluidos del sistema). Por eso, su resurrección se expande y expresa a través del Pentecostés misionero de la Iglesia, que lleva su mensaje y vida (su amor de comunión) a todas las naciones. Allí­ donde parecí­a que la historia ha terminado empieza verdaderamente el tiempo del Espí­ritu, la misión pascual de los creyentes. Los cristianos saben por un lado que todo ha culminado en la Pascua. Por otro descubren que todo está empezando: la Pascua es principio de nueva creación, fuente de unidad (salvación) para todos hombres. La misma Pascua de Jesús viene a presentarse así­ como Pentecostés.

(4) Iglesia universal. Entendida así­, la fiesta de Pentecostés constituye la experiencia fundante de la Iglesia, centrada en Jesús, fundada en Dios Padre, abierta por el Espí­ritu Santo, (a) El centro es Jesús, pretendiente mesiánico crucificado a quien el Padre engendra como Hijo (en Vida pascual), haciéndole principio y germen de comunión para los humanos. Ciertamente, muchos judí­os aguardaban la Resurrección para el fin del tiempo, como sabe Marta (Jn 11,24), pero los seguidores de Jesús han descubierto y confesado que la resurrección final se expresa y anticipa en la pascua de Jesús. Por eso ya no hablan de resurrección en general, sino de Jesús resucitado. No proclaman un dogma para el fin del mundo, sino una experiencia de recreación, realizada en Jesús, en el centro de la historia humana, (b) En el principio está Dios Padre, que ha resucitado a Jesús: le ha recibido por su Espí­ritu, ofreciéndole su Vida, en gratuidad, por siempre. Ese Dios del principio es Pascua, paso de vida, siendo al fin Pentecostés: Espí­ritu de gracia universal, intimidad y comunicación completa, (c) Todo culmina en el Espí­ritu Santo, experiencia de amor í­ntimo y comunión universal que brota de la pascua, experiencia de creación escatológica. Hubo una primera creación (Gn 1), que fue obra del Espí­ritu universal de Dios (que se cerní­a sobre las aguas del abismo), haciéndose Palabra creadora que separa y vincula (coloca en su lugar) a cada uno de los elementos. Esta es la segunda creación (cf. Hch 2), que es obra del Espí­ritu de Cristo, que se posa como lenguas de fuego sobre todos los creyentes, para que experimenten el misterio de Dios, y expandan su Palabra a los pueblos de la tierra (glosolalia), vinculando en amor a todos los hombres y mujeres de la tierra.

Cf. R. E. BROWN, El Espí­ritu que viene en Pentecostés, Buenos Aires 1995; R. DE VAUX, Instituciones del Antiguo Testamento, Herder, Barcelona 1985, 620-622; J. D. G. DUNN, Jesús y el Espí­ritu: un estudio de la experiencia religiosa y carismática de Jesús y de los primeros cristianos, tal como aparece en el Nuevo Testamento, Sec. Trinitario, Salamanca 1981; G. HAYA PRATS, LEsprit, forcé de l†™Eglise, Cerf, Parí­s 1975; S. GUIJARRO, X. PIKAZA y E. ROMERO, El Espí­ritu Santo en los orí­genes de la Iglesia, Cuadernos Deusto, Bilbao 1998; J. KREMER, Pentecostés, experiencia del Espí­ritu, Sec. Trinitario, Salamanca 1978; T. MAERTENS, Fiesta en honor a Yahvé, Cristiandad, Madrid 1964; D. MíNGUEZ, Pentecostés: ensayo de semiótica narrativa, Verbo Divino, Estella 1976; X. PIKAZA y N. SILANES (eds.), Los carismas en la iglesia. Presencia del Espí­ritu Santo en la historia, Sec. Trinitario, Salamanca 1999; J. RIUS-CAMPS, De Jerusalén a Antioquí­a. Génesis de la Iglesia cristiana. Comentario lingüí­stico y exegético a Hch 1-12, El Almendro, Córdoba 1989.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

Esta fiesta antiquí­sima, que se celebraba cincuenta dí­as después de la pascua, en un principio era la fiesta de la cosecha, pero posteriormente se convirtió en la fiesta de la renovación de la alianza; evocaba, por tanto, el don de la ley en el monte Sinaí­. Un fragor como de viento y fuego evoca la aparición de Dios, la gran teoí­aní­a del Antiguo Testamento; el viento que irrumpe es, en particular, el signo de la irrupción de Dios en el mundo, de un Dios que toma posesión de la criatura humana, así­ como tomó posesión de Jesús y como toma posesión de todo creyente. Es el signo de ¡a nueva humanidad en el Espí­ritu. El fuego, por medio del cual el Espí­ritu se comunica a cada uno en forma de lengua, sella esta relación personal y única con la Trinidad; es signo del Dios que entra en cada uno como fuego que ilumina y devora, y después se convierte en palabra en la Iglesia. Del viento y del fuego nace el don de lenguas. Mientras en Babel la multitud de lenguas habí­a puesto en evidencia la ruptura y la confusión de la humanidad, ahora la multiplicidad de las lenguas que se entienden es el Inicio de la universalidad de la Iglesia, del único cuerpo de Cristo que anuncia con una única lengua las grandezas de Dios. Pentecostés no es, por tanto, simplemente la fiesta del Espí­ritu Santo. La fiesta del Espí­ritu Santo se celebra cada domingo, en cada liturgia, en cada sacramento. En Pentecostés celebramos más bien la fiesta histórica del comienzo de la Iglesia en la fuerza del Espí­ritu. Es la fiesta de la Iglesia de Jesús que vive de su Espí­ritu.

Carlo Marí­a Martini, Diccionario Espiritual, PPC, Madrid, 1997

Fuente: Diccionario Espiritual

SUMARIO: I. El Espí­ritu de YHWH como lugar de la comunión de Dios con su pueblo en el AT.-II. El Espí­ritu Santo dado en Pentecostés por el Cristo crucificado y resucitado y la Iglesia como “comunión del Espí­ritu Santo” en el NT: 1. El testimonio sinóptico de la presencia del Espí­ritu en la misión del Cristo histórico; 2. El acontecimiento pentecostal como lugar de la efusión escatológica del Espí­ritu: a) El Pentecostés de Lucas, b) El Pentecostés de Juan; 3. La experiencia del Espí­ritu dentro de la vida y de la misión de la comunidad de la nueva alianza (Pablo y Hechos de los apóstoles); 4. El testimonio sobre la identidad del Espí­ritu Santo, a la luz del acontecimiento pascual y eclesial, sobre todo en el cuarto evangelio; 5. Marí­a y Pentecostés.-III. Perspectiva dogmática sobre la identidad trinitaria del Espí­ritu pentecostal.

En la narración lucana de los Hechos el don del Espí­ritu por parte del Mesí­as crucificado y resucitado y la experiencia escatológica del Espí­ritu Santo en la nueva comunidad mesiánica se colocan, como fuente y paradigma, en el dí­a de la fiesta judí­a de Pentecostés, que adquiere así­ la perspectiva cristiana un significado nuevo. Esta vinculación entre la fiesta de Pentecostés y la experiencia-promesa de la efusión del Espí­ritu no puede encontrarse de hecho en el AT. Por tanto, la caracterización pnumatológica de Pentecostés tiene que verse como una realidad especí­ficamente cristiana, subrayada por lo demás por la manifestación de la identidad personal del Espí­ritu, que se hace precisamente a partir del acontecimiento pentecostal como última expresión o dimensión del acontecimiento pascual. Por eso, nos detendremos en la experiencia-promesa del Espí­ritu en el AT, para releer luego en el NT el acontecimiento de Pentecostés como clave interpretativa, tanto de la acción del Espí­ritu en la comunidad de la nueva alianza, como de su identidad teológica-trinitaria.

I. El Espí­ritu de YHWH como lugar de la comunión de Dios con su pueblo en el AT
Para describir la experiencia y la comprensión del Espí­ritu en el AT, con su tensión a la plena manifestación en el acontecimiento pentecostal, hay que hacer dos premisas. En primer lugar -como ya se ha indicado- hay que recordar que en el judaí­smo Pentecostés (shabu Bt “fiesta de las semanas”) no es más que una de las tres fiestas de peregrinación a Jerusalén, como fiesta de la cosecha del grano (cf. Ex 23, 16; 34, 22) y fiesta de las primicias (cf. Núm 28,26); no parece posible encontrar una mención explí­cita de un acontecimiento histórico-salví­fico al que haga referencia esta fiesta. Los únicos e importantes elementos que encontrarán expresión en la reinterpretación neotestamentaria son, por un lado, el hecho de que en el judaí­smo tardí­o esta fiesta se relaciona con el recuerdo del acontecimiento del Sinaí­ como fundación del pueblo elegido, a través de la estipulación de la alianza y del don de la ley; y por otro, el hecho de que se celebre siete semanas (cincuenta dí­as, según la expresión griega) después de la fiesta de Pascua (cf. Lev 23, 25s). En la perspectiva neotestamentaria – especialmente lucana- esto subrayará la relación estrecha de sucesión-consecuencia entre la nueva Pascua y el nuevo Pentecostés y el significado de este último como lugar de actuación – en la efusión del Espí­ritu- de la comunidad de la nueva alianza llamada a convocar a todas las gentes.

La segunda premisa se refiere a los que podrí­amos definir como los “presentimientos” de la acción del Espí­ritu en el mundo extrabí­blico. En efecto, si sobre todo en el mundo grecohelenista es posible encontrar ciertas afinidades entre los temas bí­blicos de la sabidurí­a (en el AT) y del logos (en el NT), lo mismo puede hacerse para la experiencia de Dios como Espí­ritu sobre todo en las religiones y en las filosofí­as del Extremo Oriente (desde el Taoí­smo hasta el Hinduismo, donde por ejemplo, el atman se describe como un aliento de vida soplado por el brahman divino en las narices del hombre), pero también en el helenismo (desde el peúma “entusiástico” del que habla Platón hasta el pneúma cosmológico de los estoicos y el concepto plotiniano del pneúma como anima mundi). Más aún, podrí­a decirse que, si la historia de la humanidad es una historia de encuentros (en primer lugar, entre Dios y los hombres), cada vez que se ha realizado un encuentro, allí­ ha estado presente de alguna manera el Espí­ritu’. En este sentido, para dibujar y comprender la acción del Espí­ritu en la historia de la autocomunicación de Dios a la humanidad, hay que tener presentes dos puntos de vista complementarios. Por un lado, hay que pensar en una economí­a salví­fica trinitaria, que “se hizo presente desde el comienzo al género humano, con la paternidad de Dios, la luz del Verbo que irradia sobre todos los hombres y el impulso del “Espí­ritu que sopla adonde quiere””2. Por otro lado, hay que subrayar también el progreso de la revelación de Dios, y en especial de la identidad del Espí­ritu Santo, según la evolución efectiva de la historia de la salvación, como ya subrayaba agudamente Gregorio Nacianceno.

Sobre esta base se puede subrayar sintéticamente que la experiencia del Espí­ritu en el AT está caracterizada por dos dimensiones fundamentales:
a) El Espí­ritu (rúah) de YHWH es ante todo el lugar de comunión de YHWH con su pueblo y con cada uno de los hombres. Pensemos solamente en la narración genesí­aca de la creación del hombre con la espiración del aliento de vida (Gén 2,7), o en el aleteo del Espí­ritu de YHWH sobre las aguas (Gén 1,2). Es paradigmática en este sentido la experiencia del encuentro de Elí­as con el Señor en “el murmullo deuna brisa ligera” (1 Re 19,11-13). En este sentido se puede decir sintéticamente que ya en el AT el Espí­ritu es aquella dimensión de YHWH en la que él se pone “fuera de sí­”, en relación con la creación, con el hombre y con la historia. Y por otra parte, que es el mismo Espí­ritu de YHWH, en cuanto dado al hombre, el que hace al hombre capaz de vida y de encuentro con su Dios (cf., respectivamente, Sal 104; Gén 6,4).

b) En la caracterí­stica tensión mesiánica-escatológica que atraviesa todo el AT, el Espí­ritu se promete luego, como efusión sobreabundante, al fututo Mesí­as y también a todo el pueblo elegido, como principio de la nueva alianza y como fuerza universal de renovación y de unidad. Puesto que es el Espí­ritu el que establece la comunión de los hombres con YHWH, puede decirse que el pueblo de la alianza es el espacio que Dios se crea en la historia para que el Espí­ritu pueda obrar en él y guiar a ese pueblo hacia la tierra prometida de la comunión plena con él. Por eso, en particular, YHWH da una especial efusión de su Espí­ritu a hombres como Moisés (cf. Núm 16,17), a los Jueces (cf. el libro homónimo), a los Reyes (cf. 1 Sam 8,7; 9,16; etc.) a los Profetas (cf. Is 59,21; Ez 3,12.14.24, etc.). Pero será sobre todo el Mesí­as prometido (o sea, el Ungido del Espí­ritu), el que recibirá sobre sí­ una efusión excepcional del Espí­ritu de YHWH. Más aún, el Espí­ritu descansará sobre él, le traerá la plenitud de los dones divinos (cf. Is 11, 1-2) y le hará convenirse en luz de las naciones (cf. Is 42,1). En el AT se va abriendo además progresivamente camino la promesa de una efusión escatológica del Espí­ritu sobre todo el pueblo y hasta sobre toda la creación (cf. Ez 36, 24-28; Is 32,15; JI 3, 1-2): será la nueva alianza, en donde el Espí­ritu, puesto dentro del corazón de los hombres, sabrá llevar a cabo la comunión plena y definitiva con Dios. Por eso, el Espí­ritu no sólo será el lugar de la comunión con Dios, sino el principio interior de una relación plena entre Dios y los hombres y de los hombres entr sí­, aunque sigue siendo un don libre y gratuito del mismo Dios.

Hay que señalar que, a partir de los libros sapienciales (donde es evidente un influjo del pensamiento helenista y estoico en particular), se asiste también a una cierta personificación del Espí­ritu de YHWH (que, por lo demás, en el Sal 51 empieza a ser llamado “Espí­ritu Santo”); se trata, al parecer de un artificio literario, pero que indica una progresiva comprensión del papel esencial del Espí­ritu en el plan salví­fico de YHWH (cf. Sa 7, 22-23; 9,17).

c) En el judaí­smo intertestamentario asistimos, finalmente, a una toma de conciencia de una cierta ausencia del Espí­ritu, sobre todo profético (como nos atestigua, por ejemplo, 1 Mac 4,46; 9,27; 14,41). Por un lado, los escritos rabí­nicos y los Targumes conocen “la rúah como fuente de actividad profética en el pasado, prácticamente ausente en el presente (aun estando representada por la Escritura que ella inspira) y esperada para el porvenir esencialmente como un elemento de renovación moral y de conocimiento religioso”. Por otro lado, sobre todo en los escritos de Qumrán, encontramos el testimonio de una presencia más viva de la actividad del Espí­ritu divino, en una especie de escatologí­a parcialmente realizada (aunque dentro de la esperanza de una intervención definitiva del Señor), en la que el Espí­ritu actuará en plenitud su función de revelación de la verdad y de la purificación del hombre.

II. El espí­ritu Santo dado en Pentecostés por el Cristo crucificado y resucitado y la Iglesia como “comunión del Espí­ritu Santo” en el NT.

El testimonio del NT sobre el Espí­ritu es amplio y articulado, asumiendo y conjugando entre sí­ las diversas perspectivas presentes en el AT e imprimiendo sobre ellas la unidad y la novedad del acontecimiento cristológico, a partir de la clave de lectura que nos ofrece su culminación pascual. Las dimensiones de este testimonio que pueden tomarse en consideración son las siguientes: 1) el testimonio sinóptico de la presencia del Espí­ritu en la misión del Cristo histórico; 2) el acontecimiento pentecostal como lugar de la efusión escatológica del Espí­ritu (en el testimonio de Lucas y en el de Juan); 3) la experiencia del Espí­ritu dentro de la vida y de la misión de la comunidad de la nueva alianza (Pablo y los Hechos de los apóstoles); 4) y, finalmente, el testimonio sobre la identidad del Espí­ritu Santo, a la luz del acontecimiento pascual y eclesial, sobre todo en el cuarto evangelio. No nos detendremos, sin embargo, en el papel del Espí­ritu en la realización del acontecimiento pascual, ya que se trató de él en la voz “Pascua”.

1. EL TESTIMONIO SINí“PTICO DE LA PRESENCIA DEL ESPíRITU EN LA MISIí“N DEL CRISTO HISTí“RICO. En el estrato prepascual de los sinópticos, Jesús de Nazaret se presenta como el Mesí­as, el Ungido de YHWH sobre el que reposa la plenitud del Espí­ritu. Ya la escena del bautismo se describe como una consagración mesiánica de Jesús de Nazaret (cf. Mc 10, 38; Lc 1, 9-11 y par.) Y probablemente, precisamente a partir de esta escena de unción mesiánica, toda la existencia de Jesús y su ministerio se comprenden como un único bautismo (cf. Mc 10, 38; Lc 12, 49-50). También la inauguración del ministerio mesiánico en la sinagoga de Nazaret, tal como se describe en Lc 4, 16-20, se interpreta como una unción del Espí­ritu con referencia al texto mesiánico de Is 61, lss; y toda la existencia y el ministerio de Jesús se leen como un acontecimiento en el Espí­ritu: el kerigma y la praxis, los exorcismos y los milagros, todo ocurre en virtud y bajo el impulso del Espí­ritu. En particular, tres loghia sinópticos atestiguan esta presencia del Espí­ritu en la misión presente y futura de Jesús como elemento intrí­nseco y esencial (cf. Mt 18, 28, donde la llegada del reino se relaciona con el poder del Espí­ritu; Mc 3, 28-29 y par., el texto famoso sobre la “blasfemia contra el Espí­ritu”; Mc 13, 11 y par., que recoge la promesa hecha por Jesús del don del Espí­ritu a sus testigos en las persecuciones).

En la tradición sinóptica -pero, en este caso, como fruto ya de la lectura post-pascual- encontramos también, en los evangelios de la infancia, la comprensión del acontecimiento de Jesús como obra del Espí­ritu Santo desdeel comienzo, desde su concepción (cf. Mt 1, 18-20; Lc 1, 35). Como lectura, la concepción de Jesús por obra del Espí­ritu Santo es signo, no sólo de su carácter mesiánico (por lo que él es el Cristo), sino también de su divinidad (él es el Kyrios, el Hijo de Dios).

2. EL ACONTECIMIENTO PENTECOSTAL COMO LUGAR DE LA EFUSIí“N ESCATOLí“GICA DEL ESPíRITU. La tradición neotestamentatia nos atestigua la experiencia y la comprensión apostólica del don del Espí­ritu Santo recibido por la comunidad de la nueva alianza en estrecha vinculación con el acontecimiento pascual de Jesús, aunque solamente dos textos, el uno al comienzo de los Hechos de los apóstoles (2, 1-13) y el otro al final del cuarto evangelio (20, 19-23), ofrecen un contexto histórico preciso y describen las condiciones de la primera comunicación escatológica del Espí­ritu por parte del Cristo resucitado. Los dos relatos están de acuerdo en lo esencial: la efusión del Espí­ritu tiene lugar inicialmente y de modo fontal sobre los apóstoles, por parte de Cristo resucitado, y en Jerusalén. Son diversas las circunstancias y el marco de la interpretación teológica que sirven de contorno y de explicación del acontecimiento.

a) El Pentecostés de Lucas. En el relato de Lucas tenemos una referencia precisa a la fiesta de Pentecostés. Parece que con ello se subrayan sobre todo dos elementos. Por un lado, que Pentecostés, con la efusión del Espí­ritu, es el cumplimiento del acontecimiento pascual. En efecto, en el discurso que ilustra el don del Espí­ritu, liga muy estrechamente la Pascua, la Ascensión y Pentecostés: “A este Jesús Dios le resucitó (…), y exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre en el Espí­ritu Santo prometido y ha derramado lo que vosotros veis y oí­s” (2, 32-33). Como veremos, la comprensión de Pentecostés como cumplimiento del acontecimiento pascual es la misma que está presente en Juan; lo que pasa es que “los tres tiempos están recogidos en Juan en un mismo dí­a, mientras que Lucas los distingue, uniéndolos por lo demás en el único desarrollo del ciclo pascual”. Por otra parte, la vinculación del judaí­smo tardí­o de Pentecostés con la conmemoración del don de la ley en el Sinaí­ y la evidente referencia lucana a las profecí­as mesiánicas de Joel, de Jeremí­as y de Ezequiel sobre la nueva alianza subrayan que el don pentecostal del Espí­ritu constituye el fruto pleno de la salvación traí­da por Cristo como realización de la nueva alianza`. Así­ se confirma en el hecho de que el relato de Pentecostés va seguido de la descripción de la vida de la comunidad cristiana (cf. sobre todo los sumarios lucanos: He 2,44-45; 4,32-35), donde la comunión no sólo de corazones, sino de bienes, subraya (con la referencia incluso literal al texto de Dt 15,4: “no habrá pobres en medio de vosotros”) que Lucas, a la luz del mensaje de Jesús sobre la venida del reino, interpreta Pentecostés como la inauguración de la comunidad de la nueva alianza, regulada por la ley nueva de la caridad’. También el “hablar de varias lenguas”, con evidente alusión por un lado a la experiencia de los antiguos profetas (cf. Núm 11,25-29; 1 Sam 10,5-6; 1 Re 22,10) y por otro a la experiencia de la “glosolalia” en la Iglesia primitiva (cf. He 10,46; 19,6; 1 Cor 12-14), subraya que el don del Espí­ritu restablece la unidad del lenguaje que se habí­a perdido en la torre de Babel (Gén 11, 1-9) y prefigura la dimensión universal de la misión de los apóstoles (He 1,8).

b) El Pentecostés de Juan. La narración de Pentecostés en Juan nos presenta una interpretación análoga, aunque en un contexto teológico distinto. Se da una vinculación muy estrecha entre la escena de la crucifixión, con la “entrega del Espí­ritu” por parte de Jesús moribundo (19,30) y la salida de sangre y agua del costado traspasado del Señor (19,34), y la escena de la aparición de Jesús resucitado, con los signos glorificados de la pasión, en medio de los apóstoles. Para Juan, la escena del hacerse presente resucitado entre los suyos es la otra cara, el fruto, de la escena de la crucifixión y de la muerte. El Resucitado llega haciéndose presente en medio de la comunidad: por los verbos usados (élthen y éste), el cuarto evangelio parece querer sugerir que Jesús se hace presente, no reccorriendo un espacio, sino mostrándose en el centro de la comunidad: él es su corazón, la fuente perenne de vida. El mostrar las manos y el costado subraya que se perpetúa en él el acontecimiento pascual de muerte y resurrección, por el que él es para siempre el Crucificado-Resucitado, de cuyo costado, en el Espí­ritu, brotan la sangre y el agua, vida y alimento de la comunidad nueva. El aleteo del Espí­ritu sobre los apóstoles por obra de Jesús, subraya que el Resucitado es la fuente del Espí­ritu “sin medida”. La escena refleja por un lado la del Génesis (Dios que sopla su aliento en las narices delhombre: Pentecostés es la creación consumada; por otro lado, con la referencia a la paz dada por Cristo y el enví­o para la remisión de los pecados, recuerda la salvación plenamente realizada que ha de ser comunicada a todas las gentes.

c) La experiencia del Espí­ritu dentro de la vida y de la misión de la comunidad de la nueva alianza (Pablo y Hechos de los Apóstoles). Son sobre todo los Hechos de los apóstoles y el epistolario paulino los que describen con gran riqueza la vida de la Iglesia apostólica como vida de la comunidad de la nueva alianza en la fuerza del Espí­ritu de Pentecostés. San Lucas subraya, en particular, el papel del Espí­ritu como Espí­ritu de profecí­a y de testimonio y como principio de irradiación universal de la salvación: en cuanto que es el Espí­ritu Santo el que mueve a los apóstoles y a toda la comunidad cristiana a llevar a todos los hombres la buena nueva de Cristo para recogerlos en una sola familia. San Pablo, sin olvidar este aspecto (pensemos solamente, por ejemplo, en la presencia en las comunidades paulinas de los carismas de la profecí­a y de la glosolalia), subraya sobre todo la acción del Espí­ritu como principio del amor y de la comunión que liga a los hombres, en Cristo, con el Padre y entre sí­. Todo esto tiene su raí­z en el hecho de que el don del espí­ritu hace al creyente “hijo” del Padre en Cristo, según la enérgica y precisa afirmación de la carta a los Romanos: “y vosotros (…) habéis recibido un espí­ritu de hijos adoptivos por medio del cual gritamos: “Abba, Padre”. El mismo Espí­ritu atestigua a nuestro espí­ritu que somos hijos de Dios” (8,15-16). Alhacerlos “hijos”, los hace también “un solo cuerpo” (2 Cor 12,13), una “comunión del Espí­ritu Santo” (2 Cor 13,13). Así­, pues, el Espí­ritu es aquel principio de la libertad (2 Cor 13,17) y del amor (Rom 5,5; 2 Cor 13,13), de donde nace y se edifica la unidad eclesial; y los dones que cada uno recibe del Padre por medio del Espí­ritu Santo (los carismas) se reciben y hay que ejercitarlos para edificar la unidad de la comunidad (1 Cor 12-14). En este sentido, la Iglesia es para Pablo el comienzo de la nueva creación, que abarca también al cosmos (cf. Rom 8), ya que el Espí­ritu Santo ha sido interiorizado en el corazón de la humanidad y de la historia, y desde aquí­ (como principio y como “arras” de la manifestación plena de la gloria del Padre en sus hijos y en la creación) derrama sin cesar la fuerza renovadora y recapituladora de la resurrección.

4. EL TESTIMONIO SOBRE LA IDENTIDAD DEL ESPíRITU SANTO, A LA LUZ DEL ACONTECIMIENTO PASCUAL Y ECLESIAL, SOBRE TODO EN EL CUARTO EVANGELIO. El acontecimiento pentecostal como fruto y consumación del acontecimiento pascual y la experiencia de la comunidad apostólica son el punto de partida para la comprensión de la identidad no sólo histórico-salví­fica, sino incluso propiamente teológico-trinitaria del Espí­ritu de Pentecostés. En general, hay que subrayar que la perspectiva especí­fica y decididamente innovadora del NT respecto al AT, en lo que se refiere en concreto al progreso en la revelación de la identidad del Espí­ritu, se caracteriza por dos elementos esenciales. Ante todo, por el hecho de queel don del Espí­ritu en los últimos tiempos a la comunidad de la nueva alianza se sitúa en una conexión indestructible con Cristo y en particular con el Cristo crucificado: quedan así­ unificadas las dos lí­neas, todaví­a paralelas en cierto modo, que estaban presentes en el AT (el Espí­ritu sobre el Mesí­as y el Espí­ritu dado a todo el pueblo); en segundo lugar, y precisamente por eso, el Espí­ritu Santo adquiere cada vez más decisión los rasgos de una “realidad” divina, unida pero también distinta del Padre y del Hijo. Convendrá señalar además que en el NT el apelativo “Espí­ritu Santo” (sobre todo en la perspectiva lucana) se reserva para el Espí­ritu dado en Pentecostés, es decir, para la plenitud cristológica del don y de la revelación del Espí­ritu, mientras que se encuentran fórmulas que lo ponen en relación o bien con el Padre (Espí­ritu de Dios o del Padre), o bien con el Hijo (Espí­ritu de Cristo, del Señor, del Hijo…).

Es el cuarto evangelio el que reviste una importancia decisiva para la comprensión de la identidad trinitaria del Espí­ritu; pero ya en los Hechos y en Pablo es evidente un camino en esta dirección. Efectivamente, en la obra lucana el Espí­ritu Santo no es sólo fuerza de irradiación de la buena nueva, sino que a menudo muestra todas las caracterí­sticas de un actor personal que guí­a la historia de la primera comunidad cristiana: “El libro de los Hechos permite apreciar un progreso notable hacia la personalización del Espí­ritu Santo (…). La atribución constante al Espí­ritu de una serie bien determinada de intervenciones importantes en la historia de la salvación parece indicar
que es concebido en la práctica como sujeto de atribución divino”8. También en Pablo hay muchos lugares que orientan en el sentido de una personalidad propia del Pneúma divino que “escudriña las profundidades de Dios” (1 Cor 2, 10) y es “enviado” a nuestros corazones (cf. Gál 4, 6). Este carácter personal aparece bien claro en 1 Cor 12, 11, donde Pablo habla del Espí­ritu que distribuye los dones de la gracia “como quiere”, por no hablar de las fórmulas trinitarias (cf. 2 Tes 13, 14; 1 Cor 12, 4-6; 2 Cor 13, 13; Gál 4, 6…), en las que el Espí­ritu se presenta en igualdad con Dios (ho Theós, el Padre) y con Cristo.

Pero es sobre todo en el cuarto evangelio donde se presenta al Espí­ritu Santo como el Otro Consolador (Jn 14, 16), el Otro Enviado del Padre, ” que yo -promete Jesús- os enviaré de junto al Padre, el Espí­ritu de verdad que procede del Padre (ho para toú patrós ekporeúetai)” (Jn 15, 26). En efecto, es sobre todo en Juan donde la obra de Jesús en su conjunto se presenta como un bautismo en el Espí­ritu (cf. 1, 32-34), es decir, como una extraordinaria efusión del Espí­ritu sobre toda la humanidad; en efecto, él “dará el Espí­ritu sin medida” (3, 34), y “de su seno manarán rí­os de agua viva” (7, 38), que colmarán la sed y darán la vida a todos los que creen en él (cf. 6, 60-65), permitiéndoles renacer “por obra del Espí­ritu” (3, 3-8). Como ya sabemos por el cuarto evangelio, la hora de este bautismo en el Espí­ritu es el acontecimiento pascual de la crucifixión-glorificación de Jesús: “No se les habí­a dado todaví­a el Espí­ritu, porque Jesús no habí­a sido glorificado” (7, 39; cf. 19, 30. 34).

El acontecimiento pascual-pentecostal (cf. Jn 20, 21) queda iluminado en su realidad trinitaria, como don del Espí­ritu por parte del Padre y del Hijo (el Padre da el Espí­ritu en el nombre del Hijo y el Hijo da el mismo Espí­ritu a partir del Padre), en los famosos “discursos del Paráclito” (este término se deriva del, verbo parakalein, que significa “llamar al lado de uno”, “pedir socorro”). En estos discursos Jesús promete cinco veces (Jn 14, 16-17. 25-26; 15, 26-27; 16, 7b-8. 12-15) a sus discí­pulos el enví­o, después de su regreso al Padre, de otro paráclito, a saber, el Espí­ritu de verdad, que en el corazón de los creyentes guiará hacia la verdad entera (cf. 16, 13). Así­, pues, en estos discursos se describe al Espí­ritu Paráclito con rasgos claramente personales y su identidad (a partir de su misión al corazón de los discí­pulos) queda iluminada en su relación constitutiva con el Padre y con el Hijo. En efecto, el Espí­ritu mana como don del corazón de Dios Padre y, a través del Hijo, es enviado a los discí­pulos. Como el Hijo es el Logos del Padre que nos ha revelado sus palabras, así­ el Espí­ritu interiorizará las palabras de Cristo, su misma presencia, en el corazón de los creyentes: “El -explica Jesús- (…) tomará de lo mí­o y os lo anunciará. Todo lo que tiene el Padre es mí­o; por eso he dicho tomará de lo mí­o y os lo anunciará” (cf. 16, 12-15). Así­ pues, el cuarto evangelio, junto con la misteriosa identidad del Espí­ritu Paráclito (que es claramente distinto del Padre y del Hijo y que es descrito con un ser análogo al del Padre y del Hijo), subraya también que el enví­o del Espí­ritu en su plenitud (precisamente como realidad distinta del Padre y del Hijo) estárelacionado con el acontecimiento pascual de Cristo: “Os conviene que yo me vaya, porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Consolador” (16, 7b).

Finalmente -para subrayar que la realidad del Espí­ritu Paráclito es la misma realidad divina del Padre y del Hijo-, el cuarto evangelio inserta al Espí­ritu en aquel dinamismo de recí­proca glorificación entre el Padre y el Hijo que caracteriza a la misión del Verbo encarnado, culminando en su pascua y revelando su plena identidad divina como Hijo unigénito del Padre (cf. 13, 31-32; 17, 5. 24). En efecto, gracias a esta mutua glorificación, el Padre y el Hijo están el uno en el otro, más aún, son Uno (cf. 10, 30; 14, 8-10). Y también el Paráclito participa de este infinito dinamismo de glorificación que se actúa plenamente en el acontecimiento pascual-pentecostal. En los discursos sobre el Paráclito, Jesús subraya que “El me glorificará, porque tomará de lo mí­o y os lo anunciará” (16, 14). Todo lo que el Padre posee, se lo da al Hijo -glorificándolo, o sea, haciéndolo partí­cipe de su gloria- y todo lo que el Hijo tiene del Padre es a su vez “tomado” por el Espí­ritu y anunciado a los hombres (cf. 16, 15). Más aún, esta misma gloria que el Padre da al Hijo y que el Espí­ritu auncia a los hombres parece hasta cierto punto identificarse con el don mismo del Espí­ritu Santo, por ejemplo cuando Jesús reza así­ al Padre en su oración por la unidad: “Y la gloria que tú me has dado, yo se la he dado a ellos, para que sean uno como nosotros somos uno. Yo en ellos y tú en mí­, para que sean perfectos en la unidad y el mundo sepa que tú me has enviado” (17, 22-23). En este pasaje, lagloria es lo que hace Uno al Padre y al Hijo (el Ser Dios) y, a través del don del Hijo que brota del Padre (es decir, el Espí­ritu Santo), es lo que hace una sola cosa a los creyentes con Cristo y, por medio de él, con el Padre.

Como puede deducirse de estos breves pasajes, el tema de la gloria (kabod, en el AT; doxa, en el NT) tiene una centralidad y una profundidad únicas en el cuarto evangelio, precisamente para expresar la unidad de Dios en la mutua relación de amor-entrega de sí­ entre el Padre, el Hijo y el Espí­ritu: y al mismo tiempo, para expresar el fruto de la redención de Cristo y del don pentecostal del Espí­ritu Santo como participación en la misma vida divina que se actúa, ante todo, en la unidad de los creyentes en Cristo realizada por el don del Espí­ritu. Todo esto se contempla y se afirma con una densidad simbólica y alusiva, que se ofrece a la teologí­a sucesiva de la Iglesia para una profundización de qué es lo que significa la unidad del Dios trinitario y la participación de la misma, por gracia, a los hombres.

5. MARíA Y PENTECOSTES. Una última e importante dimensión del acontecimiento pentecostal, que es preciso tener en cuenta, aunque sólo sea de pasada, se refiere a la presencia y al papel de Marí­a, la Madre de Jesús, en este momento constitutivo de consumación del acontecimiento cristológico y de su culminación pascual, presencia que se subraya de varias formas tanto en la perspectiva de Lucas como en la de Juan. En los Hechos de los Apóstoles se menciona la presencia de Marí­a al lado de los apóstoles, de algunas mujeres y de los hermanos de Jesús, en el cenáculo, en actitud de concordia y de oración (1, 12-14), en espera del don del Espí­ritu prometido por Jesús (cf. 1, 7-8). Esta presencia de Marí­a al comienzo de la Iglesia es copia de su presencia al comienzo de la vida histórica de Jesús (cf. Lc 1, 26-38); en ambos casos, el que obra el nacimiento de Jesús y el nacimiento de la Iglesia es el Espí­ritu Santo (cf. Lc 1, 35; He 2, 4). De forma delicada y alusiva, la obra lucana quiere por tanto subrayar que la efusión del Espí­ritu a través del Mesí­as sobre todo el pueblo nuevo se realiza a través del “fí­at” y de la presencia maternal orante de Marí­a. En otro contexto teológico, esta misma presencia se subraya en el cuarto evangelio. También aquí­, el primer signo a través del cual Jesús muestra su gloria a los discí­pulos en las bodas de Caná (Jn 2, 1-12), tiene lugar en presencia y por la mediación de la Madre de Jesús. Lo mismo ocurre bajo la cruz, donde la “entrega del Espí­ritu” (19, 30) por parte de Jesús y el manar de “sangre y agua” de su costado traspasado por la lanza (19, 34) se encuadran en una escena de profundo significado eclesiológico. Al comienzo de la escena aparecen Marí­a y las mujeres al pie de la cruz y se menciona la entrega de la madre al discí­pulo que amaba Jesús, indicándose en Marí­a, la “nueva Sión”, la comunidad ‘de la nueva alianza que recibe el don del Espí­ritu, engendrando como hijos de Dios a los hombres (confiados en Juan a Marí­a) (cf. 19, 25-27). Al final, la cita del pasaje de Zacarí­as: “Mirarán al que traspasaron” (Zac 12, 14, en Jn 19, 37), indica a Cristo crucificado como el punto de convergencia y de atracción de los hombres, que en este converger hacia él -por el Espí­ritu- se convierten en Iglesia, en “lo uno”, según la expresión misma de Jesús: “Cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí­” (Jn 12, 32), y la del evangelista: “Jesús tení­a que morir para reducir a uno solo a los hijos de Dios que estaban dispersos” (Jn 11, 52). Así­, pues, también en la perspectiva de Juan el acontecimiento pentecostal tiene una dimensión mariológica intrí­nseca, como primicia y mediación al mismo tiempo de su fruto eclesiológico.

III. Perspectiva dogmática sobre la identidad trinitaria del Espí­ritu pentecostal
Como conclusión de esta lectura teológico-bí­blica del acontecimiento pentecostal en su í­ntima conexión con el acontecimiento pascual del Crucificado-Resucitado, ofrecemos solamente algunas perspectivas dogmáticas sintéticas que se deducen del testimonio bí­blico y que constituirán las lí­neas de fondo de la penetración sucesiva de la tradición de la Iglesia sobre la identidad y la acción del Espí­ritu de Pentecostés. Lo hacemos poniendo de manifiesto dos dialécticas fundamentales que atraviesan el don y la manifestación escatológica del Espí­ritu Santo.

La primera dialéctica se refiere a la relación entre la revelación plena de la identidad del Espí­ritu Santo y el cumplimiento de la obra de la salvación del hombre como unidad, es decir, como Iglesia. El dato teológico fundamental que se deduce del acontecimiento pentecostal es realmente que sólo a partirdel acontecimiento pascual, es decir de la muerte de Cristo como retorno suyo al Padre, se hacen posibles al mismo tiempo la manifestación del Espí­ritu Santo como realidad distinta del Padre y del Hijo encarnado (es decir, como persona, según la terminologí­a de la definición dogmática posterior) y, en consecuencia, la plenitud de su obra de salvación y definición en los hombres. Como el Padre se hace “visible” en el Hijo hecho carne, revelándolo como persona distinta de él, así­ el Hijo da el Espí­ritu, como persona distinta de él, sólo en el momento en que vuelve al Padre, dejando espacio -por así­ decirlo- al Espí­ritu. De esta manera se manifiesta el Ser trinitario de Dios: la distinción y la unidad de los Tres. En consecuencia, precisamente porque ha sido dado y revelado en plenitud, el Espí­ritu puede comunicar a los hombres lo que es más propio del Ser de Dios: su misma vida divina (cf. 2 Pe 1, 4), haciéndolos hijos en el Hijo, una sola cosa en él, como él es uno con el Padre (cf. Jn 17, 21-22). En esta perspectiva se pone también de relieve la “función” creativo-salví­fica del Espí­ritu, que – parafraseando a W. Kasper- es al mismo tiempo “lo í­ntimo” de Dios (la manifestación de su “gloria” como unidad de la vida divina) y su “extremo” (la libre y gratuita participación de la mismaen la creación por medio del hombre, en Cristo).

La segunda dialéctica se refiere precisamente a la manifestación de la identidad personal del Espí­ritu Santo. En el momento en que se revela plenamente en Pentecostés, se esconde también la manera más profunda: de aquella que la teologí­a ortodoxa definirá como la”kénosis” del Espí­ritu Santo. Y esto porque la identidad personal del Espí­ritu es -a nivel intratrinitario” manifestar al Padre en el Hijo y al Hijo en el Padre; y -a nivel histórico-salví­fico- introducir a las criaturas humanas en la misma realación de amor y de unidad que corre entre el Padre y el Hijo. En este sentido, finalmente, hay que leer teológicamente la relación entre Marí­a y el Espí­ritu Santo: Marí­a es el icono de la humanidad que ha sido hecha hija de Dios en el Hijo, unificada y divinizada, y por tanto es en su rostro donde brilla la gloria del Espí­ritu de Pentecostés.

[-> Amor; Biblia; Comunidad; Creación; Cruz; Encarnación; Escatologí­a; Espí­ritu Santo; Experiencia; Helenismo; Hijo; Hinduismo; Historia; Iglesia de la Trinidad; Jesucristo; Judaí­smo; Logos; Marí­a; Misión, misiones; Oración; Padre; Padres (griegos y latinos); Pascua, Personas divinas; Reino de Dios; Religión, religiones; Revelación; Salvación; Teologí­a y economí­a.]
Piero Coda

PIKAZA, Xabier – SILANES, Nereo, Diccionario Teológico. El Dios Cristiano, Ed. Secretariado Trinitario, Salamanca 1992

Fuente: Diccionario Teológico El Dios Cristiano

Nombre que se usó en las Escrituras Griegas Cristianas para designar †œla fiesta de la cosecha† (Ex 23:16) o †œde las semanas† (Ex 34:22), conocida también como †œel dí­a de los primeros frutos maduros†. (Nú 28:26.) Las instrucciones sobre esta fiesta se hallan en Leví­tico 23:15-21, Números 28:26-31 y Deuteronomio 16:9-12. Tení­a que celebrarse el quincuagésimo dí­a (Pentecostés significa †œ[Dí­a] Quincuagésimo†) a partir del 16 de Nisán, el dí­a en que se ofrecí­a la gavilla de cebada. (Le 23:15, 16.) Se celebraba el 6 de Siván, es decir, cuando habí­a terminado la cosecha de la cebada e iba a empezar la del trigo. (Ex 9:31, 32.)
Los israelitas no podí­an empezar la cosecha hasta que se hubieran presentado a Jehová las primicias de la cebada el dí­a 16 de Nisán. Por lo tanto, en Deuteronomio 16:9, 10 se prescribe: †œDesde que primero se mete la hoz en el grano en pie comenzarás a contar siete semanas. Entonces tienes que celebrar la fiesta de las semanas a Jehová tu Dios†. Se requerí­a que todo varón estuviese presente en esta celebración, sobre la que también se dijo: †œTienes que regocijarte delante de Jehová tu Dios, tú y tu hijo y tu hija y tu esclavo y tu esclava y el levita que está dentro de tus puertas y el residente forastero y el huérfano de padre y la viuda, que están en medio de ti, en el lugar que Jehová tu Dios escoja para hacer residir allí­ su nombre†. (Dt 16:11.) Mientras que la observancia de la Pascua era familiar e í­ntima, la fiesta de la cosecha o Pentecostés era más abierta y hospitalaria, similar en este sentido a la fiesta de las cabañas.
Las primicias de la cosecha del trigo recibí­an un trato distinto de las primicias de la cebada. Se cocí­an dos décimas de efá de flor de harina (4,4 l.) con levadura para hacer dos panes. Tení­an que ser †œde sus moradas†, lo que significaba que eran panes como los que se hací­an para uso cotidiano en el hogar y no expresamente para fines sagrados. (Le 23:17.) Junto con esto se presentaban holocaustos (ofrendas quemadas), una ofrenda por la culpa y se ofrecí­an dos corderos como ofrenda de comunión. El sacerdote poní­a en sus manos los panes y los trozos de cordero y los mecí­a delante de Jehová a fin de significar que los presentaba ante El. Después que el sacerdote ofrecí­a los panes y los corderos, llegaban a ser suyos para que los comiese como ofrenda de comunión. (Le 23:18-20.)
El relato de Números 28:27-30 coincide con los relatos correspondientes de Leví­tico y Deuteronomio en lo que respecta a la ofrenda de comunión, pero difiere ligeramente en las demás ofrendas. En lugar de siete corderos, un toro joven, dos carneros y un cabrito —como en Leví­tico 23:18, 19—, dice que se tení­an que presentarse siete corderos, dos toros jóvenes, un carnero y un cabrito. Los comentaristas judí­os opinan que el pasaje de Leví­tico se refiere al sacrificio que se ofrecí­a junto con los panes mecidos, y el de Números, al sacrificio correspondiente a la fiesta en sí­, de modo que se ofrecí­an los dos sacrificios. En respaldo de esta conclusión, cuando Josefo habla de los sacrificios del dí­a del Pentecostés, menciona primero los dos corderos de la ofrenda de comunión y luego combina las restantes ofrendas, enumerando tres bueyes, dos carneros (en lugar de tres; tal vez por error de la transcripción), catorce corderos y dos cabritos. (Antigüedades Judí­as, libro III, cap. X, sec. 6.) Este dí­a era una convocación santa, un dí­a sabático. (Le 23:21; Nú 28:26.)
La fiesta del Pentecostés se celebraba al finalizar la cosecha de la cebada, y era una ocasión gozosa, como lo indicaba la ofrenda de comunión que presentaba la congregación y que se le daba al sacerdote. Esta ofrenda también mostraba que habí­a una relación pací­fica con Jehová. Al mismo tiempo, la ofrenda por el pecado les recordaba a los israelitas su pecado y era una petición a Dios para que perdonara y borrara sus culpas. El gran holocausto era una expresión tangible de su gratitud por la generosidad divina y un sí­mbolo de su servicio de toda alma a Dios.
No solo era un dí­a especialmente indicado para que Israel diera gracias a Jehová, sino para recordar a sus hermanos pobres. Después de enumerar las normas que regulaban la fiesta, Jehová mandó: †œY cuando sieguen la mies de su tierra, no debes proseguir hasta completar la orilla de tu campo cuando estés segando, y la rebusca de tu mies no debes recoger. Debes dejarlas para el afligido y para el residente forastero. Yo soy Jehová el Dios de ustedes†. (Le 23:22.) Por lo tanto, los pobres tendrí­an verdadera razón para dar gracias al Señor y disfrutar de la fiesta junto a todos los demás. Durante esta fiesta también habrí­a muchas ofrendas personales de las primicias de la cosecha.
Según fuentes rabí­nicas, después del exilio se adoptó la costumbre de que los participantes de la fiesta fueran a Jerusalén el dí­a antes a fin de preparar todo lo necesario para su celebración. Al atardecer, unos toques de trompetas anunciaban que el dí­a de la celebración estaba cerca. (Nú 10:10.) El altar de los holocaustos se limpiaba, y las puertas del templo se abrí­an inmediatamente después de la media noche para los sacerdotes y para quienes llevaban al patio los sacrificios para los holocaustos y las ofrendas de gracias a fin de que los sacerdotes los examinasen. Alfred Edersheim explica: †œAntes del sacrificio de la mañana los sacerdotes tení­an que examinar todas las ofrendas para holocausto y de paces que el pueblo quisiera traer a la fiesta. Por muchos que fueran, tiene que haber sido un tiempo de trabajo enorme, hasta que el anuncio de que el resplandor de la mañana se extendí­a a Hebrón poní­a fin a todos estos preparativos, dando la señal para el sacrificio matutino normativo†. (El Templo: Su ministerio y servicios en tiempo de Cristo, traducción de Santiago Escuain, CLIE, 1990, pág. 283.)
Después de ofrecerse el sacrificio matutino habitual, se llevaban los sacrificios para la celebración mencionados en Números 28:26-30. Luego, la ofrenda propia del Pentecostés: los panes mecidos y los sacrificios animales. (Le 23:18-20.) Una vez mecidos los panes, el sumo sacerdote tomaba uno, y se dividí­a el segundo entre los sacerdotes que oficiaban.

Significado simbólico de la fiesta. En el Pentecostés del año 33 E.C. Jesucristo derramó el espí­ritu santo sobre unos 120 discí­pulos reunidos en un cuarto superior de Jerusalén. (Hch 1:13-15.) Jesús habí­a resucitado el 16 de Nisán —durante la fiesta de las tortas no fermentadas—, el dí­a en que el sumo sacerdote ofrecí­a la gavilla de cebada. En sentido figurado, Jesús no estaba leudado, pues la levadura representa el pecado. (Heb 7:26.) En el Pentecostés, en calidad de gran Sumo Sacerdote, Jesús pudo presentar a su Padre Jehová nuevos hijos espirituales: sus fieles seguidores, que habí­an sido tomados de entre la humanidad pecaminosa y habí­an aceptado su sacrificio. El derramamiento del espí­ritu santo de Dios sobre ellos demostró que El habí­a aceptado el sacrificio humano de Jesús y la presentación que habí­a hecho de sus discí­pulos —aunque nacidos en pecado— para ser hijos espirituales de Dios. El que en Pentecostés se presentaran ante Jehová dos panes de las primicias del grano indicó que habrí­a más de una persona implicada en su cumplimiento. No obstante, también podrí­a indicar que los futuros seguidores de Jesucristo engendrados por espí­ritu procederí­an de dos grupos terrestres: primero, de los judí­os naturales circuncisos, y más tarde, de los gentiles, gentes de todas las demás naciones. (Compárese con Ef 2:13-18.)
La tradición judí­a sostiene que la Ley se dio en el monte Sinaí­ e Israel llegó a ser un pueblo escogido en la misma fecha en que luego se celebró el Pentecostés. A principios del tercer mes (Siván) los israelitas se reunieron en Sinaí­ y recibieron la Ley. (Ex 19:1.) Tal como Moisés sirvió de mediador para introducir a Israel en el pacto de la Ley, así­ Jesucristo, como Mediador del Israel espiritual, introdujo entonces a la nueva nación en el nuevo pacto. El apóstol Pablo compara estos dos acontecimientos cuando dice que bajo las disposiciones del nuevo pacto, los cristianos han sido congregados en una asamblea mucho mayor junto a †œun monte Sión y a una ciudad del Dios vivo, a Jerusalén celestial†. (Heb 12:18-24; compárese con Rev 14:1-5.)
Jesús habló del nuevo pacto con sus discí­pulos la noche de su última Pascua, y justo antes de su ascensión, les indicó que esperasen en Jerusalén hasta recibir el prometido espí­ritu santo. Luego, como explicó el apóstol Pedro, †œdebido a que fue ensalzado a la diestra de Dios y recibió del Padre el espí­ritu santo prometido, él ha derramado esto que ustedes ven y oyen†. (Lu 22:20; Hch 2:33.) La presencia del espí­ritu de Dios se hizo manifiesta cuando unos 120 discí­pulos hablaron milagrosamente en diferentes lenguas. Por este medio pudieron oí­r y comprender †œlas cosas magní­ficas de Dios† multitudes de judí­os y prosélitos de todo rincón del Imperio romano. (Hch 2:7-11.) Mediante Pedro se predicó por primera vez el bautismo en el nombre del Padre, del Hijo y del espí­ritu santo, como Jesús habí­a mandado en Mateo 28:19. (Hch 2:21, 36, 38, 39.) Habiendo ascendido al cielo con el valor de su sacrificio, Jesús podí­a introducir a sus seguidores en el nuevo pacto. (Heb 9:15-26.)
No obstante, esos seguidores, más los 3.000 que se añadieron aquel dí­a (Hch 2:41) y otros que se incorporarí­an más tarde, no fueron las primeras primicias para Dios; lo fue Jesucristo, que resucitó el 16 de Nisán de 33 E.C. (1Co 15:23), cuando se mecí­an las gavillas de cebada. Sus seguidores fueron como las primicias del trigo, una segunda cosecha, †œciertas primicias† de Dios. (Snt 1:18.) Entonces llegaron a ser la nueva nación de Dios, una †œraza escogida, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo para posesión especial†. (1Pe 2:9.)

Fuente: Diccionario de la Biblia

pentekostos (pentekostov”, 4005), adjetivo que denota quincuagésimo. Se utiliza como nombre, sobrentendiéndose “dí­a”, esto es, el quincuagésimo dí­a después de la Pascua, contando a partir del segundo dí­a de la fiesta (Act 2:1; 20.16; 1Co 16:8).¶ Para las instrucciones divinas a Israel, véase Exo 23:16; 34.22; Lev 23:15-21; Num 28:26-31; Deu 16:9-11.

Fuente: Diccionario Vine Nuevo testamento

La palabra griega pentecostés significa que la fiesta celebrada ese dí­a tiene lugar cincuenta dí­as después de pascua. El objeto de esta fiesta evolucionó: en un principio fiesta agraria, conmemora en lo sucesivo el hecho histórico de la alianza’, para convertirse al fin en la fiesta del don del Espí­ritu, que inaugura en la tierra la nueva alianza.

AT Y JUDAíSMO. Pentecostés es – con pascua y los tabernáculos – una de las tres *fiestas en que Israel debe presentarse delante de Yahveh en el lugar escogido por él para que habite en él su *nombre (Dt 16,16).

1. En los orí­genes es la fiesta de la recolección (*siega), dí­a de regocijo y de acción de gracias (Ex 23,16 Núm 28,26; Lev 23,16ss); ese dí­a se ofrecen las *primicias de lo que ha producido la tierra (Ex 34,22, donde se da a la fiesta el nombre de fiesta de las semanas, apelación que la sitúa siete semanas después de pascua y de la ofrenda de la primera gavilla: cf. Lev 23,15).

2. Luego la fiesta es un aniversario. La *alianza se habí­a concluido unos cincuenta dí­as (Ex 19,1-6) después de la salida de Egipto, que se celebraba con la pascua; pentecostés vino a ser naturalmente el aniversario de la alianza, sin duda ya el siglo n a. de J.C., pues como tal’aparece generalizada a principios de nuestra era según los escritos rabí­nicos y los manuscritos de Qumrán.

EL PENTECOSTES CRISTIANO. 1. La teofaní­a. El don del Espí­ritu, con los signos que lo acompañan, el viento, el *fuego, se sitúa en la prolongación de las teofaní­as del AT. Un doble milagro subraya el sentido del acontecimiento: en primer lugar, los apóstoles se expresan en “lenguas” para cantar las maravillas de Dios (Act 2,3); el hablar en *lengua es una forma *carismática de oración que se registra en las comunidades cristianas primitivas. Este hablar en lengua, aunque de por sí­ ininteligible (cf. lCor 14,1-25), este dí­a es comprendido por las gentes que se hallan presentes; este milagro de audición es un signo de la vocación universal de la Iglesia, puesto que estos oyentes vienen de las regiones más diversas (Act 2,5-11).

2. Sentido del acontecimiento.

a) Efusión escatológica del Espí­ritu. Pedro, citando al profeta Joel, muestra que pentecostés realiza las *promesas de Dios: en los últimos *tiempos el Espí­ritu será dado a todos (cf. Ez 36,27). El Precursor habí­a anunciado que estaba presente el que debí­a bautizar en el Espí­ritu Santo (Mc 1,8). Y Jesús, después de su resurrección, habí­a confirmado estas promesas: “Dentro de pocos dí­as seréis bautizados en el Espí­ritu Santo” (Act 1,5).

b) Coronamiento de la pascua de Cristo. Según la catequesis primitiva. Cristo muerto, resucitado y exaltado a la diestra del Padre acaba su obra derramando el Espí­ritu sobre la comunidad apostólica (Act 2,23-33). Pentecostés es la plenitud de *pascua.

c) Reunión de la comunidad mesiánica. Los profetas anunciaban que los *dispersos serí­an reunidos en la montaña de Sión y que así­ la asamblea de Israel estarí­a unida en torno a Yahveh; pentecostés realiza en Jerusalén la *unidad espiritual de los judí­os y de los prosélitos de todas las naciones; dóciles a la *enseñanza de los apóstoles, *comulgan en el *amor fraterno en la mesa *eucarí­stica (Act 2,42ss).

d) Comunidad abierta a todos los pueblos. El Espí­ritu se da con vistas a un testimonio que se ha de llevar hasta los confines de la tierra (Act 1,8); el milagro de audición subraya que la comunidad mesiánica se extenderá a todos los pueblos (Act 2, 5-11). El pentecostés de los paganos (Act 10,44ss) acaba de hacerlo patente. La división operada en *Babel (Gén 11,1-9) halla aquí­ su antí­tesis y su término.

e) Partida en misión. El pentecostés que reúne a la comunidad mesiánica es también el punto de partida de su misión: el discurso de Pedro, “de pie con los Once”, es el primer acto de la *misión dada por Jesús: “Recibiréis una fuerza, el Espí­ritu Santo… Entonces me seréis testigos en Jerusalén, en toda la Judea y en Samaria, y hasta los confines de la tierra” (Act 1,8).

Los Padres compararon este “bautismo en el Espí­ritu Santo”, una como investidura apostólica de la Iglesia, con el bautismo de Jesús, teofaní­a solemne al comienzo de su ministerio público. Muestran en pentecostés el don de la nueva *ley a la Iglesia (cf. Jer 31,33; Ez 36,27) y la nueva *creación (cf. Gén 1,2): estos ternas no se expresan en Act 2, pero se basan en la realidad (la acción interior del Espí­ritu y la recreación que él efectúa).

3. Pentecostés, misterio de salvación. Si fue pasajero el aspecto exterior de la teofaní­a, el *don hecho a la Iglesia es definitivo. Pentecostés inaugura el tiempo de la *Iglesia, que en su peregrinación al encuentro del Señor recibe constantemente de él el Espí­ritu que la reúne en la fe y en la caridad, la santifica y la enví­a en misión. Los Hechos, “evangelio del Espí­ritu Santo”, revelan la actualidad permanente de este don, el *carisma por excelencia tanto por el lugar que ocupa el Espí­ritu en la dirección y en la actividad misionera de la Iglesia (Act 4,8; 13,2; 15,28; 16,6) como por sus manifestaciones más visibles (4,31; 10,44ss). El don del Espí­ritu califica los “últimos tiempos”, perí­odo que comienza en la *ascensión y hallará su consumación el último *dí­a, cuando retorne el Señor.

-> Alianza – Carismas – Dispersión – Iglesia – Espí­ritu de Dios – Fiesta – Fuego – Lengua – Misión – Siega – Unidad.

LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teologí­a Bí­blica, Herder, Barcelona, 2001

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas

Término derivado del griego pentekostos, significa quincuagésimo y se aplicó al quincuagésimo día después de la Pascua. Era la culminación de «la fiesta de las semanas» (Ex. 34:22; Dt. 16:10), la cual comenzaba el tercer día después de la Pascua con la presentación de los primeros frutos de la cosecha (Lv. 23:17–20; Dt. 16:9, 10). Después del exilio llegó a constituir una de las fiestas mayores de los judíos, durante la cual muchos de los que vivían en regiones remotas del mundo romano regresaban a Jerusalén para adorar (Hch. 20:16). Por esta razón, sirvió como un lazo para unir a los judíos del mundo del primer siglo, y como un recordatorio de su historia.

En la iglesia cristiana, el Pentecostés es el aniversario de la venida del Espíritu Santo. Cuando Jesús ascendió a los cielos instruyó a sus discípulos para que permanecieran en Jerusalén hasta que recibieran poder de lo alto. Cuando un grupo de 120 estaban orando en un aposento alto en Jerusalén cincuenta días después de su muerte, el Espíritu Santo descendió sobre ellos con el sonido de un gran viento y con lenguas de fuego que se asentaban sobre ellos. Comenzaron a hablar en otras lenguas y a predicar abiertamente en el nombre de Cristo, con el resultado de que tres mil fueron convertidos. Esta tremenda manifestación de poder divino marcó el comienzo de la iglesia, la cual ha mirado al Pentecostés como su aniversario.

En el año eclesiástico, Pentecostés cubría el período que va desde la Semana Santa hasta el domingo de Pentecostés. El día mismo se observaba con banquete, y era una oportunidad favorita para administrar el bautismo. Era la tercera gran fiesta cristiana después de la Navidad y la Semana Santa. En la liturgia de la Iglesia Anglicana ésta se llama Whitsunday (Domingo Blanco) derivado de la costumbre de usar ropa blanca en ese día.

Véase también el artículo Año Cristiano.

Merrill C. Tenney

Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (466). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología

Una fiesta de la Iglesia universal, mediante la cual se conmemora la Venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles, cincuenta días después de la Resurrección de Jesucristo; en el antiguo festival judío se llamaba “ Fiesta de las Semanas” o Pentecostés (Éx. 34,22; Deut. 16,10). Se llama whitsunday debido a los ropajes blancos que usaban los bautizados durante la vigilia; Pentecost (“Pfingsten” en alemán), es la palabra griega para “quincuagésimo” (día después de Pascua).

Pentecostés, como una fiesta cristiana, se remonta al siglo I, aunque no hay evidencia de que fuese observada, como es el caso de la Pascua; el pasaje en la 1 Corintios (16,8) probablemente se refiere a la fiesta judía. Esto no es sorprendente, pues la fiesta, que originalmente duraba un sólo día, caía en domingo; además estaba tan estrechamente unida a la Pascua que parece ser no mucho más que la terminación del tiempo pascual.
Pentecostés, de Jean RestoutEl hecho de que Pentecostés pertenece a los tiempos apostólicos aparece establecido en el séptimo de los fragmentos (interpolados) atribuidos a San Ireneo. En Tertuliano (Sobre el Bautismo, 19) la fiesta aparece ya como firmemente establecida. El peregrino galicano, da un relato detallado de la forma solemne en que esta fiesta era observada en Jerusalén (“Peregin. Silvae”, ed. Geyer, IV). Las Constituciones Apostólicas (Libro V, Parte XX) dice que Pentecostés duraba una semana, pero en Occidente no se celebró con la octava sino hasta fecha posterior.

De acuerdo a Berno de Reichenau (m. 1048) parece que en su época fue un punto controversial si Pentecostés debía tener una octava. En la actualidad la fiesta tiene un rango similar al del Domingo de Resurrección o Pascua. Anteriormente, se bautizaba durante la vigilia a los catecúmenos que quedaban de la Pascua; en consecuencia, las ceremonias del sábado eran similares a las del Sábado Santo.

El oficio de Pentecostés tiene sólo un nocturno durante toda la semana. En tercia se canta el “Veni Creator” en lugar del himno usual, debido a que el Espíritu Santo descendió a la tercera hora. La Misa tiene una secuencia, de “Veni Sancte Spiritus”, cuya autoría algunos le atribuyen al rey Roberto de Francia.

El color de las vestimentas es rojo, que simboliza el amor del Espíritu Santo o de las lenguas de fuego. Anteriormente los tribunales de justicia no funcionaban durante la semana entera y se prohibían los trabajos serviles. El Concilio de Constanza (1094), limitó esta prohibición a los primeros tres días de la semana. El descanso de martes fue abolido en 1771, y en muchos territorios de misión también el del lunes; este último fue abrogado para toda la Iglesia por el Papa San Pío X en 1911. Todavía, como en Pascua, el rango litúrgico de lunes y martes de Pentecostés es un doble de primera clase.

En Italia era costumbre esparcir pétalos de rosas desde el techo de las iglesias para recordar el milagro de las lenguas de fuego; de ahí que el domingo de Pentecostés es llamado Pascha rosatum en Sicilia y en otras regiones italianas. El nombre italiano Pascha rossa proviene de los colores rojos de las vestimentas usadas en Pentecostés. En Francia era costumbre el toque de trompetas durante el servicio divino, con el objeto de recordar el sonido del poderoso viento que acompañó el descenso del Espíritu Santo.

En Inglaterra, la nobleza se entretenía con carreras de caballos. En la actualidad el festival de “Whitsun Ales” o jaranas está prácticamente obsoleto en Inglaterra. En estas jaranas de Pentecostés se representaban dramas. En las vísperas de Pentecostés, en las Iglesias Orientales se realizaban servicios extraordinarios de genuflexión, acompañados por largas oraciones poéticas y Salmos (cf Maltzew, “Fasten-und Blumen Triodion”, p. 898 en donde se da el servicio greco-ruso completo; cf. también Baumstark, “Jacobit, Fest Brevier”, p. 255). Para los festejos de Pentecostés, los rusos llevan flores y ramas verdes en sus manos.

Bibliografía: KELNEER, Heortology (San Luis, 1908); HAMPSON, Medii viæ kalendarium, I (Londres, 1841) 280 sqq.; BRAND-ELLIS, Popular Antiquities, I (Londres, 1813), 26 ss.; NILLES, Kalendarium Manuale, II (Innsbruck, 1897), 370 ss.

Fuente: Holweck, Frederick. “Pentecost (Whitsunday).” The Catholic Encyclopedia. Vol. 15. New York: Robert Appleton Company, 1912.

http://www.newadvent.org/cathen/15614b.htm

Traducido por Giovanni E. Reyes. rc

Fuente: Enciclopedia Católica