PREDICACION

Mat 12:41; Luk 11:32 arrepintieron a la p de Jonás
1Co 1:21 salvar a los .. por la locura de la p
1Co 2:4 ni mi p fue con palabras persuasivas de
1Co 15:14 si Cristo no resucitó, vana .. nuestra p
2Ti 4:17 para que por mí fuese cumplida la p
Tit 1:3 manifestó su palabra por .. la p que me


(decir públicamente).

Anuncio público y abierto del mensaje salví­fico de Dios en la persona de Jesucristo, en su Iglesia.

Es el mandato que Jesús dio a sus discí­pulos y a su Iglesia: “Predicad el Evangelio a todo el mundo”, Mar 16:1518, Mat 28:19.

– Es una obligación muy seria, y un gran honor, para todo cristiano. “y ay de mí­ si no evangelizara”, dice San Pablo, 1Co 9:16.

– Tenemos que “predicar” con la palabra y con la vida, con toda la vida, todo el dí­a predicando”, en el hogar, en el trabajo, en el templo.

– En el N.T. se usan 2 palabras, para exponerlo: “Kerysso”, que es “proclamar como heraldo”; y “Evangelizomai”, que es “traer buenas nuevas”, que se usa 50 veces. La primera la usa 60.

Jesús predicó.

– Con autoridad, Mat 5:22-44, Mat 7:28-29, Mar 1:22, Jua 7:46.

– Con parábolas. Ver “Parábolas”.

– Con milagros y sanaciones: Mat 4:2324. Ver “Milagros”.

– Enviado del Padre, Jua 3:34, Jua 8:26-28.

Los Apóstoles también predicaron con el mismo poder del espí­ritu Santo, 1Co 2:4, 1Co 4:20. Ver “Milagros”.

Tú y yo también tenemos que predicar
1- Con nuestra vida.

2- Con nuestra palabra.

3- Nos acompanarán los mismos milagros y maravillas que el Senor prometió a todo “creyente” cuando predique, Mar 16:17-18, que son 5.

– Expulsar los demonios de las drogas, alcohol, homosexualidad.

– Hablar las lenguas del amor, la comprensión.

– Si nos pica la serpiente del odio o la envidia, no nos danará.

– Si tenemos que beber el veneno de la calumnia o persecución, no nos hará ningún mal.

– pondremos las manos sobre los enfermos, y se sanarán. ¡Léalo usted despacio en Mar 16:17-17!.

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

http://biblia.com/diccionario/

Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

El vocablo hebreo basar y sus derivados se traducen como †œtraer nuevas†. †¢Joab dijo a †¢Ahimaas: †œHoy no llevarás las nuevas; las llevarás otro dí­a† (2Sa 18:20). Aparece también en Isa 52:7; Isa 61:1 (†œÂ¡Cuán hermosos son sobre los montes los pies del que trae alegres nuevas†; †œEl Espí­ritu de Jehová el Señor está sobre mí­, porque me ungió Jehová; me ha enviado a predicar buenas nuevas a los abatidos†). El término qohelet (el Predicador), que se utiliza en Ecl 1:1-2, Ecl 1:12, Ecl 7:27; Ecl 12:8-10, designa a una persona que agrupa a una congregación para hablarle o predicarle. Otra palabra hebrea es qara, (llamar, convocar), utilizada para el caso de †¢Jonás (†œLevántate y vé a Ní­nive, aquella gran ciudad, y pregona contra ella† [Jon 1:2]). El NT menciona †œla p. de Jonás† (Mat 12:41). Mientras construí­a el †¢arca, Noé les predicaba a sus congéneres, porque en el NT se le llama †œpregonero de justicia† (2Pe 2:5). La labor de los profetas era esencialmente la de predicar la voluntad de Dios al pueblo (†œVé y clama estas palabras† [Jer 3:12]). Es posible que la p. expositiva, mediante la cual se procura explicar un determinado texto de la Escritura, naciera con el ejemplo de †¢Esdras, quien, con sus compañeros, abrió †œel libro a ojos de todo el pueblo…. y hací­an entender al pueblo la ley…. leí­an en el libro de la ley de Dios claramente, y poní­an el sentido, de modo que entendiesen la lectura† (Neh 8:5-8). Esta costumbre fue la que siguió la †¢sinagoga.

Pero el término p. se utiliza con un énfasis especial en el NT. La palabra griega equivalente es kerugma o kerygma, que es el mensaje de Dios, lo que él dice a los hombres, proclamado por medio de Jesucristo y sus apóstoles. Dios decidió †œsalvar a los creyentes por la locura de la predicación [kerygma]† (1Co 1:21). El verbo kerussö es †œpredicar† (†œEn aquellos dí­as vino Juan el Bautista predicando en el desierto de Judea…† [Mat 3:1]; †œDesde entonces comenzó Jesús a predicar, y a decir: Arrepentí­os…† [Mat 4:17]). Otra palabra aplicada con el mismo sentido es evangelizö (evangelizar). En el griego, esta palabra está relacionada con la función de un mensajero, especialmente un heraldo que hace una proclamación. En el NT, el contenido de ésta es la persona y la obra del Señor Jesús (†œEntonces Felipe, descendiendo a la ciudad de Samaria, les predicaba a Cristo† [Hch 8:5]; †œ… nosotros predicamos a Cristo crucificado† [1Co 1:23]; †œ… se predica de Cristo que resucitó de los muertos† [1Co 15:12]). Otra manera de referirse al contenido de la proclamación es decir que se predica el reino de Dios (†œ… Jesús iba por todas las ciudades y aldeas, predicando y anunciando el evangelio del reino de Dios† [Luc 8:1]; †œ… he pasado predicando el reino de Dios† [Hch 20:25]). Pablo vivió en Roma †œpredicando el reino de Dios y enseñando acerca del Señor Jesucristo† (Hch 28:31).
p., entonces, consiste en proclamar el evangelio, el reino de Dios, la persona del Señor Jesús y su obra. A veces se hace un énfasis diferenciador entre la p. y la enseñanza. Pero la explicación de las doctrinas y los misterios de Dios, es también parte del evangelio, objeto de p. Pablo, escribiendo a creyentes en Roma, les decí­a: †œ… en cuanto a mí­, pronto estoy a anunciaros el evangelio también a vosotros que estáis en Roma† [Rom 1:15]). La primera predicación apostólica de la cual se tiene registro es el sermón de Pedro en el dí­a de †¢Pentecostés. Debe notarse que su mensaje comenzó basándose en un pasaje de las Escrituras (Joe 2:28-32). Y luego siguió con otras (Sal 16:8-11; Sal 110:1). Lo mismo se hace en el segundo sermón. De manera que la verdadera p. se apoyará siempre en las verdades de la Palabra de Dios. Es cierto que en el sermón de Pablo en Atenas, como su audiencia no estaba familiarizada con las Escrituras, no especificó citas de ellas. Incluso citó a autores que ellos conocí­an. Pero las verdades que predicó estaban vitalmente relacionadas con el evangelio, el reino de Dios y la persona del Señor Jesús y su obra.
normas reconocidas como convenientes para la exposición del mensaje de Dios en forma oral y pública son conocidas con el nombre de homilética.

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

ver, ECLESIASTES, DESCENSO (de Cristo a los infiernos).

vet, (gr.: “kerygma”). Se usa en el NT de “un anuncio”, o “un dar a conocer”, sin conllevar necesariamente la idea de una predicación formal como se entiende la palabra en la actualidad. Cuando la Iglesia en Jerusalén padeció persecución, todos se dispersaron, excepto los apóstoles, y fueron por todas partes “anunciando el evangelio” (Hch. 8:1-4). En Eclesiastés, Salomón se denomina a sí­ mismo “el predicador” (Ec. 1:1; véase ECLESIASTES). De Noé se afirma que fue “pregonero de justicia” (2 P. 2:5). Pablo fue designado como predicador (heraldo) (1 Ti. 2:7; 2 Ti. 1:11; cfr. 1 Co. 9:27). A Dios le plació “salvar a los creyentes por la locura de la predicación” (1 Co. 1:21). Dios se sirve de la predicación, del anuncio de las buenas nuevas, para dar a conocer Su amor y la obra del Señor Jesucristo. “¿Cómo creerán en aquel de quien no han oí­do? ¿Y cómo oirán sin haber quién les predique?… ¡Cuán hermosos son los pies de los que anuncian la paz, de los que anuncian buenas nuevas!” (Ro. 10:14-15). La importancia de la predicación viene subrayada con las siguientes palabras: “La fe es por el oí­r, y el oí­r, por la palabra de Dios” (Ro. 10:17). El objeto central de la predicación o proclamación cristiana es la persona y la obra del Señor Jesucristo, Dios manifestado en carne, muerto por nuestros pecados, y resucitado para nuestra justificación (Jn. 1:1, 14; 1 Ti. 3:16; Ro. 4:25) ,y que volverá para juzgar al mundo con justicia (Hch. 17:31; 24:25); estrechamente relacionada con esta proclamación está la instrucción dada al cristiano de la promesa de su recogimiento por Cristo (Jn. 14:1- 4; 1 Ts. 4:13-18; Ap. 22:20), lo que constituye la esperanza presente del cristiano y su móvil para agradar al gran Dios y Salvador Jesucristo, que se dio a Sí­ mismo para rescatamos y purificarnos (Tit. 2:11-14). Acerca de la predicación “a los espí­ritus encarcelados”, véase DESCENSO (DE CRISTO A LOS INFIERNOS).

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

[263]

Perpetuo concepto de la vida cristiana, por medio del cual se transmite el mensaje salvador a todos los hombres que lo quieran hoy. Predicación alude literalmente a exposición oral (predicere) que es concepto equivalente al de exhortar, instruir, sermonear, evangelizar, anunciar, persuadir, informar, convencer, siempre por oral. Sin embargo, por asimilación, hay una predicación también en el buen ejemplo, en la vida buena, en el cumplimiento del deber.

La hay también con actitudes o servicios silenciosos, con intenciones leales, con diversos lenguajes no orales, como son el escribir, el dibujar, el grabar imágenes artí­sticas.

La predicación por excelencia en la Iglesia es la apostólica indicada por Jesús a los Apóstoles cuando les comunicó el “mandato misional: “Id y predicad a todas las naciones” (Mc. 16.15) traducido por S. Jerónimo como “euntes, predicate Evangelium”, esto es “Caminando, mientras vais, predicad el Evangelio a todas las gentes”.

El término que se empleó en el Evangelio y en los demás escritos del Nuevo Testamento fue el de “anunciar un mensaje” (verbo “kerisso”, usado 62 veces), que se tradujo en la Iglesia latina por el término de “predicar”. Pero predicar (kerisso), equivalente a anunciar el kerigma (kerygma); es sinónimo de proclamar, comunicar, divulgar, manifestar, publicar, pregonar, en definitiva, evangelizar.

Es normal que haya sido un término muy tradicional, amplio, polivalente y que la Iglesia, en sus documentos conciliares, pontificios, episcopales y pastorales de todo tipo, lo haya usado sin cesar y casi con preferencia a los demás.

Con todo, la abundancia histórica de su uso o el frecuente exceso en las acciones litúrgicas lo ha cargado de estrictas resonancias litúrgicas, de modo que con frecuencia se ha asociado a la labor homilética. Por eso son tantos los que piensan que son “los curas” (los que tienen cura de almas) los únicos capacitados para predicar. Los laicos no fueron poseedores de esa atribución.

Y además, con alguna frecuencia el exceso de palabras en muchas predicaciones, convertidas en desahogos más que en anuncios de los predicadores, suscitó con alguna injusta atribución la relación entre “predicar” y aburrir al oyente. Se debió a la palabrerí­a, más moralizante que bí­blica o más humana que divina, en que se incurrió por falta de habilidad, preparación o reflexión.

Sin embargo, gracias a la predicación en la Historia, el mensaje evangélico se divulgó en el mundo. Hasta los tiempos recientes la ví­a oral fue el vehí­culo por excelencia para anunciar la Palabra divina, al modo que lo hizo Jesús, que no empleó otro recurso que el ir pasando por los lugares y “predicando a las gentes” (Mt. 4.23; Mt. 11.1; Mc. 6.12; Lc. 4.44). Además mandó a los discí­pulos que lo continuaran haciendo (Mc. 3.14; Lc. 24.47).

La predicación de la Palabra divina es la forma evangelizadora por excelencia. Pero hoy no se pueden eludir los demás vehí­culos de comunicación, dados los rasgos de nuestra cultura moderna; audiovisual, dinámica, informática. Nuevos lenguajes transforman el mundo. Nueva predicación se abre en el horizonte de la vida moderna.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

DicEc
 
Desde el Vaticano II se ha publicado muchí­simo acerca de la predicación. Pero el interés por la predicación no es nuevo en la Iglesia. El ministerio del mismo Jesús y la misión encargada por él a los apóstoles consistí­an en predicar y curar (Mc 1,15; Mt 10,7-8; 28,19; Mc 16,15-18). En el Nuevo Testamento hay mucho acerca de las distintas formas de enseñanza (>Maestros). Con tal de no hacer la distinción demasiado rigurosa se puede hablar de dos formas principales de discurso: la proclamación (kerygma) y la instrucción (didaskalia). La primera está encaminada al anuncio de la buena noticia de Jesús e invita a la fe y la conversión; la segunda consiste en información acerca del mensaje, con el fin de incrementar el conocimiento y la comprensión del misterio. La proclamación era el objetivo principal, aunque no exclusivo, del >catecumenado, que conducí­a al bautismo; la catequesis era la mistagogia que seguí­a a la recepción del sacramento. Esta distinción general se transmite a la época patrí­stica. Pero hay otras formas, también basadas en el Nuevo Testamento, que no pueden ignorarse, por ejemplo, la exhortación y la censura.

Ya en la >Didaché, >Justino y la >Tradición apostólica, encontramos testimonios de predicación o instrucción regular, incluidas las asambleas litúrgicas. En la Iglesia primitiva, como en las sinagogas judí­as (Lc 4,16-21), la predicación iba unida a la lectura de las Escrituras. De hecho, la forma más común en la que la enseñanza de los >padres de la Iglesia ha llegado hasta nosotros ha sido en comentarios a la Escritura u homilí­as a partir de la Biblia. Esta predicación operaba de varios modos. Algunos predicadores, como Orí­genes, tení­an cuidadosamente en cuenta a su auditorio. Hací­an también un uso diferente de la Escritura. Aunque buscaban lo que nosotros llamarí­amos el sentido literal, es decir, el sentido querido por el autor sagrado, estaban en general mucho más interesados por el sentido espiritual, que vení­a dado por el Espí­ritu Santo. A lo largo del perí­odo patrí­stico encontramos un amplio uso de la alegorí­a y de todas las técnicas de la retórica al servicio de la Palabra. Durante el primer milenio, la predicación fue el principal modo que tení­an los obispos de desempeñar su oficio pastoral.

En la Edad media fueron sobre todo los frailes los principales transmisores de la Palabra. Por lo general mejor educados que el clero parroquial, y con frecuencia más estrictos en su observancia cristiana, causaban profunda impresión, aunque suscitaron la hostilidad de los obispos a causa de su >exención papal y provocaron resentimiento en el clero parroquial, que los vio como rivales. Aunque a veces colaboraban con los párrocos, los frailes no siempre se mostraban sensibles en terrenos que el clero secular consideraba propios. En general, los papas y los concilios apoyaron a los frailes en razón de los frutos que mostraban estos por medio de su predicación y su ministerio.

Los concilios medievales insistieron en la predicación como contrapartida a los abusos, la ignorancia y la decadencia; el hecho de que la predicación aparezca con tanta frecuencia en los sí­nodos locales y en los concilios es indicio de que no era tan eficaz como debí­a. Algunos concilios generales hacen fuertes recomendaciones: >Letrán IV (1215), >Vienne (1311-1312), >Constanza (1414-1418) contra Wycliffe y Hus, y >Letrán V. El concilio de >Trento promulgó en una de sus primeras sesiones un elaborado decreto sobre la predicación, y más tarde habló de las obligaciones de los obispos a este respecto; se pronunció especí­ficamente sobre la predicación dentro de la misal.

El principal centro de interés de la predicación señalado por los decretos de estos concilios se situó generalmente en la instrucción y la moral. Se condenó en algunos casos la predicación de ideas impropias y no merecedoras de ello, y la insistencia excesiva en los milagros en detrimento de las enseñanzas de la Iglesia. La predicación se consideró un elemento importante de cara a la reforma de la Iglesia. El contenido de la misma se describí­a de diversos modos, muy a menudo como palabra de Dios. Pero uno tiene la impresión de que los sermones medievales no brotan de la Palabra en el mismo grado en que lo hací­a la predicación patrí­stica. El concilio V de Letrán y el de Trento insisten en la elevación del comportamiento moral y en la ejemplaridad de la vida de los predicadores.

Después de Trento hubo una mejora en la predicación, con las antiguas órdenes y con las nuevas, como los jesuitas, que se destacaron en la satisfacción de esta necesidad. El Catecismo del concilio de Trento (> Catecismos y >Trento) tení­a por finalidad ayudar a los párrocos en la predicación. Los jesuitas siguieron insistiendo en la predicación al tiempo que desarrollaban su apostolado en la educación, y otras órdenes nuevas, como los redentoristas, los pasionistas y la Congregación de la Misión (vicencianos), dedicaron también grandes esfuerzos a la predicación tanto en zonas rurales como urbanas. Desarrollaron con el tiempo las misiones parroquiales, consistentes en una semana o más de intensa predicación y renovación. El estilo tendí­a a ser evangelizador, con una poderosa llamada al arrepentimiento y la conversión.

En las décadas que precedieron al Vaticano II era frecuente la predicación en la misa, pero no era así­ en todas partes. Las devociones, las novenas, las romerí­as y otros ejercicios piadosos eran a menudo ocasión para la predicación.

El Vaticano II pone mucho énfasis en la predicación: expone una teologí­a de la Palabra; establece normas acerca de la predicación. Propone el ejemplo de Cristo y de los apóstoles, que predicaron la Palabra (LG 5, 19; DV 7, 9-10, 17; AG 1, 8; UR 2; CD 2). Según la enseñanza del concilio, la Iglesia tiene obligación de predicar el evangelio (DH 13; GS 43). Es una obligación primordial de los obispos y de los sacerdotes (LG 24-25; CD 2; PO 2, 4-5). Es dentro del contexto de la eucaristí­a, “fuente y cumbre de la vida cristiana” (LG 11), donde la predicación adquiere su significado más profundo. La proclamación conduce a la fe, la fe a los sacramentos, y los sacramentos a la caridad activa (SC 9; PO 2; AG 13-14).

Un elemento muy significativo de la doctrina conciliar es la importancia de la homilí­a, que forma parte de la celebración litúrgica (SC 35 § 2, 52), punto este reiterado en el nuevo Misal romano y convertido en obligación por el nuevo Código de Derecho canónico (CIC 767; cf 528, 836). El Misal y el Código no son muy explí­citos acerca de la naturaleza de la homilí­a: “Se recomienda fuertemente la homilí­a como parte integrante de la liturgia y como elemento necesario para el alimento de la vida cristiana. Debe desarrollarse en ella algún punto de las lecturas o de algún otro texto del ordinario o de la misa del dí­a. El que pronuncia la homilí­a ha de tener presente el misterio que se celebra y las necesidades de la comunidad concreta”.

El propósito de la homilí­a está indicado en el concilio: es “una proclamación de las maravillas obradas por Dios en la historia de la salvación o misterio de Cristo, que está siempre presente y obra en nosotros particularmente en la celebración de la liturgia” (SC 34 § 2). Aunque se insiste sobre todo en la eucaristí­a, también se aconsejan las homilí­as en otras ocasiones litúrgicas.

Después del Vaticano II apareció una cantidad inmensa de literatura sobre la naturaleza de la homilí­a, sobre cómo predicarla, y empezaron a aparecer libros de homilí­as. Los liturgistas y los homiletas suelen coincidir en que la homilí­a debe brotar de la palabra de Dios a la luz de la experiencia viva de la asamblea. No ven con buenos ojos las homilí­as estructuradas según una serie catequética sistemática2. Afirman que la necesidad que tienen los fieles de instrucción en la fe ha de satisfacerse de otro modo, aunque no está del todo claro cuál es ese otro modo de alcanzar el objetivo. La amplia variedad del Leccionario —un ciclo bienal de lecturas semanales y un ciclo trienal de lecturas dominicales— asegura la posibilidad de cubrir de hecho una gran cantidad de temas, pero cabe la posibilidad de que una determinada asamblea nunca oiga una homilí­a referente a determinados elementos importantes de la fe, por ejemplo, los sacramentos de la confirmación o la reconciliación, las implicaciones de los mandamientos, el ecumenismo o la justicia social. Son lagunas que pueden producirse a pesar de la recomendación del Código de Derecho canónico: “Expóngase en ella (en la homilí­a), comentando el texto sagrado, los misterios de la fe y las normas de vida cristiana a lo largo del año litúrgico” (CIC 767 § 1).

Mientras que el Misal expresa la preferencia de que la homilí­a la pronuncie el celebrante, el derecho canónico no hace especificaciones en esta materia. El derecho establece que la homilí­a, siendo como es parte de la liturgia misma, está reservada al sacerdote o diácono. Esto plantea la cuestión de la predicación de los laicos, sobre lo cual se ha escrito mucho. En muchas circunstancias, según las directrices de algunas conferencias episcopales, no hay gran problema: retiros, ocasiones especiales, encuentros, etc. El punto decisivo es la homilí­a. En cualquier caso, en las misas con niños, si al sacerdote le resulta difí­cil adaptarse a la mentalidad de los niños, un adulto laico puede hablarles después del evangelio. No obstante, en el Directorio sobre las misas con niños se evita la palabra “homilí­a”.

La cuestión canónica subyacente no es fácil. Se centra en el significado de la palabra “homilí­a”, y existe el peligro de manipular las palabras. ¿Se entiende por “homilí­a” la explicación de la Escritura que hacen después del evangelio el sacerdote o el diácono? Si es así­, la homilí­a es algo especí­fico de los clérigos, y no puede correr a cargo de seglares. ¿Puede haber algún otro tipo de predicación después de la lectura del evangelio en la misa que no sea homilí­a? Donde, por escasez de sacerdotes, se hacen celebraciones litúrgicas distintas de la misa, a los laicos se les permite predicar después de la lectura del evangelio. Podrí­an respetarse al mismo tiempo la posición esencialmente negativa del derecho y las necesidades de determinadas situaciones en las que se ha concedido autorización alegando que, en casos excepcionales, la homilí­a puede ser sustituida por la predicación de un laico. Esta interpretación se aplica sólo a la eucaristí­a; en el caso de otras situaciones litúrgicas no es preciso ser tan estrictos.

El Código de Derecho canónico incluye otros cánones importantes sobre el papel de la predicación y los predicadores en la Iglesia (CIC 762-772); la predicación es sólo una de las formas del ministerio de la Palabra (CIC 756-761).

La relación entre la hermenéutica y la predicación es una cuestión grave. La homilí­a no deberí­a contradecir el significado literal del texto, es decir, el sentido inspirado. Tampoco puede este restringirse a los hallazgos de los exegetas histórico-crí­ticos. Puede decirse que el redescubrimiento de la Lectio divina medieval tendrí­a mucho que ofrecer al predicador. Procede esta en cuatro pasos: Lectio (lectura: qué dice el texto), meditatio (reflexión: qué me dice el texto), oratio (respuesta: oración partiendo de lo que se ha leí­do) y contemplatio (contemplación: dejándose llevar por la Palabra).

Otro problema es el que plantea la relación entre la teologí­a y el ambón. Hay una vinculación estrecha: el teólogo reflexiona sobre la fe de la Iglesia, la fe que es predicada; el predicador ha de estar teológicamente informado, presentando la fe en un modo que haga justicia tanto al tema como a las circunstancias de los oyentes. K. Rahner hace útiles observaciones tratando de explicar la diferencia. No se trata de que haya que proteger a los fieles de la teologí­a, ni de que el púlpito sea sólo para los de fe simple y sin cultivar. La verdadera razón para excluir la teologí­a de los sermones es que el púlpito es el lugar en que el pueblo se encuentra con la palabra de Dios como guí­a y dadora de vida, tocando la conciencia de los fieles y cambiando sus vidas. Se trata pues de la verdad de Dios, no de los problemas humanos con esta verdad. Por consiguiente, las materias disputadas, las sutilezas teológicas, las opiniones teológicas particulares, no puede imponerlas el predicador. El proverbio francés puede servir de guí­a: “La teologí­a debe estar en el predicador, no en la homilí­a”.

Se insiste algo, aunque quizá no bastante, en la oración que ha de acompañar a la predicación. La necesidad de la oración brota de la naturaleza misma de la predicación, que requiere >carisma. Si el Espí­ritu Santo no hubiera tocado a Pedro y a sus oyentes en Pentecostés, no habrí­a habido varios miles de bautizados (He 2,14-41). En la actualidad, una teologí­a de la predicación tiene que tener en cuenta el carisma, el que santo Tomás llamaba “el carisma de la palabra”. Este supone un triple momento: el predicador instruye la inteligencia por medio de la enseñanza, el oyente es movido a complacencia con lo que se dice y se siente, finalmente, es movido a dar una respuesta (flectat). La predicación puede incluirse también dentro del carisma de la profecí­a: el profeta transmite la Palabra que ha recibido.

Dios puede tocar al predicador con su verdad, con la comprensión de los misterios. Pero, puesto que se trata de un carisma pasajero, nadie puede determinar la recepción de un don profético, aunque sí­ puede uno prepararse por medio de la oración. La idea de santo Tomás de Aquino, común a otros autores medievales, de que Dios es la causa principal en la predicación y el predicador es sólo un instrumento, sigue siendo válida. Si el Espí­ritu Santo no está concelebrando con el predicador y la asamblea, nada valioso podrá obtenerse. En la predicación, es la Palabra de Dios la que se recibe, no una palabra humana. Los predicadores, en cuanto instrumentos, transmitirán su humanidad en sus palabras, su tono, su formación, etc. Pero han de procurar no poner estorbos al encuentro con Dios, que habla a través de ellos. Los predicadores han de hacer la experiencia de la recepción de la Palabra en su vida para poder ser verdaderos ministros y servidores de esta misma Palabra delante de los demás.

A finales del siglo XX a la Iglesia le falta todaví­a lo que se ha llamado “una cultura bí­blica”. La gente no tiene todaví­a la suficiente familiaridad con las Escrituras como para establecer la necesaria conexión entre su vida, la historia de la salvación y la palabra de Dios. A pesar de sus admirables logros, el renacer de la predicación está todaví­a en sus primeros pasos.

Christopher O´Donell – Salvador Pié-Ninot, Diccionario de Eclesiologí­a, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Diccionario de Eclesiología

La proclamación del mensaje evangélico

La “proclamación” o anuncio público del mensaje evangélico recibe diversos nombres anuncio, evangelización, kerigma (primer anuncio), predicación… Es frecuente leer en el evangelio que Jesús pasaba “predicando el evangelio del Reino” (Mt 4,17.23; 9,35; 10,7; 11,1). Es el encargo que Jesús dejó a los suyos (Mc 16,15).

La predicación de Jesús continúa en la historia por medio de la predicación apostólica. Esta se expresó principalmente por medio de los libros del Nuevo Testamento y se “entregó” a la comunidad eclesial (“tradición apostólica”). Esta predicación, apoyada en la Escritura y en la Tradición, y guiada por el Espí­ritu Santo, continúa en toda la historia de la Iglesia.

Predicar es anunciar la Palabra para “convocar” a la comunidad (“ecclesia”) y celebrar el misterio de Cristo, haciéndolo realidad en la propia vida. Se anuncia o predica el misterio de Cristo, el cual se hace presente en los signos sacramentales y se comunica a los corazones y a las comunidades. La Palabra anunciada congrega a la comunidad como Pueblo de Dios, para que celebre el misterio de Cristo y convierta en vida y compromiso misionero la doctrina evangélica.

Existe predicación cuando se anuncia la Palabra (contenida en la Escritura y en la Tradición) tal como es, en toda su integridad, para toda la humanidad, para cada hombre en su realidad plena y en toda situación histórica, cultural y social.
El ministerio de la predicación

El ministerio o servicio de la Palabra tiene una asistencia peculiar del Espí­ritu Santo, especialmente cuando se trata del servicio magisterial. La predicación propiamente dicha, como garantí­a del sentido de la Palabra de Dios en el hoy y aquí­, se realiza por parte del ministerio apostólico o con misión recibida de los Apóstoles y de sus sucesores. Pero todo cristiano está llamado al anuncio del evangelio, con el testimonio y las palabras.

Los contenidos de la predicación son los mismos del misterio de Cristo, que se anuncia para creer en él, celebrarlo, vivirlo. Son los contenidos del Credo, mandamientos y virtudes, sacramentos y oración. La predicación tiene en cuenta la realidad eclesial, la celebración litúrgica, la realidad humana y social. De este modo, la predicación llega al fondo del corazón humano y a las bases de la sociedad y de la cultura. La Palabra anunciada y celebrada construye la comunidad en el amor.

Pueden distinguirse diversos niveles de predicación el primer anuncio (“kerigma”) o predicación misionera, la catequesis o exposición sistemática (catecumenal, sacramental, etc.), la “didascalí­a” o enseñanza profundizada, la “homilí­a” (en el momento litúrgico), la exhortación (“parénesis”) para adentrarse en la fe y para vivirla, etc.

La predicación durante la celebración litúrgica adquiere un tono y una eficacia especial por la misma palabra anunciada que se escucha para contemplarla y celebrarla; por el misterio de Cristo que se hace presente especialmente en la Eucaristí­a; por la comunidad eclesial (universal y local) que vive esa misma Palabra en comunión; por el compromiso de llevar el mensaje evangélico a la vida personal, comunitaria y social; por el itinerario del año litúrgico que personifica a la Iglesia, “sacramento universal de salvación”, peregrina con toda la humanidad hacia la plenitud en Cristo.

Eficacia evangelizadora de la predicación

Para que mantenga su eficacia evangelizadora, la predicación ha de ser “sencilla, clara, directa, acomodada, profundamente enraizada en la enseñanza evangélica y fiel al Magisterio de la Iglesia, animada por un ardor apostólico equilibrado que le viene de su carácter propio, llena de esperanza, fortificadora de la fe y fuente de paz y de unidad” (EN 43).

Referencias Anuncio, catecumenado, catequesis, evangelización, kerigma, homilí­a, magisterio, Palabra de Dios, profetismo, testimonio.

Lectura de documentos SC 35, 52; PO 4; EN 42-44; CIC 762-772.

Bibliografí­a J. ALDAZABAL, Predicación, en Conceptos fundamentales de pastoral (Madrid, Cristiandad, 1983) 817-830; D. BARSOTTI, Misterio cristiano y palabra de Dios (Salamanca, Sí­gueme, 1965); J. ESQUERDA BIFET, Profetismo cristiano, servidores de la palabra (Barcelona, Balmes, 1986); D. GRASSO, Teologí­a de la predicación (Salamanca, Sí­gueme, 1966); L. MALDONADO, El menester de la predicación (Salamanca 1972); O. SEMMELROTH, La palabra eficaz. Para una teologí­a de la predicación (San Sebastián 1967).

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

Predicar la Palabra de Dios significa decir “Jesucristo”. Antes de predicar las “cosas” cristianas, hay que ir al fundamento, es decir, hay que volver a centrar la predicación en Jesucristo. Tenemos que ayudar a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo a acercarse al fundamento, es decir, a Jesucristo: él es el camino que lleva a reconocer a Dios y a invocarlo con el nombre del Padre; él es ei evangelio que inaugura un modo de vivir que es realmente grato a los ojos de Dios, porque está animado por la caridad que sabe llegar hasta la entrega de uno mismo, Quisiera que cada uno advirtiera en estas palabras no solamente el peso de una responsabilidad que asusta, sino también la alegrí­a por el don que nos es dado compartir. Poder anunciar a Jesucristo hoy significa participar, de manera directa y con palabras llenas de esperanza, en ei mayor drama que la humanidad está viviendo: el de decidir entre encerrarse en el cí­rculo impenetrable de ia autosuficiencia —dentro de los sofocantes confines de una existencia limitada a los horizontes del tiempo, y con la ilusión de confiar sólo en las cosas— o abrirse a la búsqueda del rostro del Dios vivo, dador de vida. Hacerse predicadores de la Palabra que es Jesucristo significa vivir como protagonistas el sentido más profundo de la historia de los hombres. Los ministros de la Palabra estamos llamados a compartir la historia de nuestro tiempo, para ayudar a iluminar el camino de los hermanos, a fin de que sepan distinguir la dirección adecuada, y para alentar a los que están cansados de buscar.

Carlo Marí­a Martini, Diccionario Espiritual, PPC, Madrid, 1997

Fuente: Diccionario Espiritual

La palabra p. designa distintos géneros de discursos espirituales (-> homilética u 2 b), tal como son indicados en parte en el NT: buena nueva (eúaggélion): Act 8, 40; 15, 7; 16, 10; mensaje del heraldo (kérygma): Act 8, 5; 10, 42; discurso (lógos): 1 Cor 2,4; 1 Tim 4, 6; discurso de exhortación y consuelo (paráklesis): 1 Cor 14, 3; testimonio (martyrion): 1 Cor 1, 6; 2, 1.

La esencia, el sentido y la función de la p. pueden describirse así­: p. es el anuncio público de la palabra de Dios en forma de discurso por los ministros consagrados de la Iglesia y autorizados para ello (Rom 10, 15; 2 Tim 1, 2; 1 Tim 5, 22), a fin de mover a los oyentes en particular y también en comunidad a recibir de manera consciente, libre y existencialmente atestiguada el mensaje de la salvación (cf. acceso a la -> fe [A]), hacer en ellos consciente la vida divina, fomentar su crecimiento, construir su unidad como Iglesia y pueblo de Dios y presentarlos como “ví­ctima viva, agradable a Dios” (Rom 12, 1; cf. Vaticano Dei verbum, n.° 7; Lumen gentium, n.° 23; Christus Dominus, n.° 13; Presbyterorum ordinis, n.° 2 y 4; Gaudium et spes, n° 32; Unitatis redintegratio, n° 2 y 7). Para la p. como discurso vige la ley de la elocuencia: decir algo a “alguien”, decirlo de acuerdo con la naturaleza de este “alguien” y de acuerdo con las facultades espirituales del mismo (G. LONGHAYE, Grosse Meister und grosse Gesetze [Mz 19351 10). Aplicando la parábola del sembrador (Mt 13, 11ss), podemos distinguir cuatro factores que operan en la p.: el sembrador (predicador), el campo (oyentes), la semilla (contenido o materia) y la siembra (exposición).

I. El predicador
Tanto desde el punto de vista psicológico y empí­rico como desde el punto de vista teológico, la función del predicador es expresar la “cosa” por medio de su “persona”, es decir, predicar la palabra de Dios personal y existencial (-> homilética I 3). “Toda exposición de la Escritura reduce lo que dice de objetivo, sin menoscabo de la objetividad, a cierta unidad natural, que resulta de la fusión de la realidad objetiva y la subjetiva. Dentro de la psicologí­a homilética no podemos partir de un evangelio objetivo, sino solamente de nuestro conocimiento y experiencia del evangelio y de la medida en que éste se realiza en nosotros. Cada uno puede exponer únicamente lo que hay en él” (O. HAENDLER, Die Predigt [B 1949] 49).

La p. aprehende al oyente si el predicador mismo ha sido aprehendido por la palabra de Dios en la lectura, el estudio y la meditación o contemplación de la Escritura, si ha respondido por la oración a esa moción y si, atestiguando su fe viva, se propone llevar al oyente a la fe y a la confesión de la misma (Dei verbum, n.° 24ss; Lumen gentium, n.° 17 28 45; Christus Dominus, n.° 2; Prebyterorum ordinis, n.° 4 y 13). El servicio al evangelio, la seria responsabilidad (Rom 15, 16; 1 Cor 9, 16 23, 1 Tes 2, 1-12; Gál 1, 10; Col 1, 23; Lumen gentium, n° 25 28), el valor y la alegrí­a, a pesar de toda la debilidad personal (Gaudium et Spes, n.° 43 76), y el poder predicar a Cristo como “sabidurí­a y fuerza de Dios” (1 Cor 1, 24; 2, 1-7; ibid, n° 43; Ad gentes, n.° 13), hacen aparecer al predicador como un “padre en Cristo”, que por la doctrina engendra a los creyentes (cf. 1 Cor 4, 15; 1 Pe 1, 23; Lumen Gentium, n.° 9 28) y “practica la verdad en el amor” (Ef 4, 15), a fin de que los oyentes “se arraiguen y funden en el amor” por la palabra animada del espí­ritu de amor (Ef 3, 2), sean una sola cosa y permanezcan en Cristo (Gal 3, 28; Flp 2, 2; Presbyterorum ordinis, n° 4). Fidelidad a sí­ mismo y una acción de acuerdo con los propios talentos, porque “el servicio de la palabra se ejercita de modo diverso según los carismas del predicador” (ibid., n.° 4); humildad y desinterés, porque el servicio de la palabra se dirige a la “gloria de Dios Padre en Cristo” y al “crecimiento de la vida divina en el hombre” (ibid., n.° 2); una completa entrega personal “por la fe del evangelio” (Flp 1, 27; 1 Tim 1, 18ss); una firme confianza en Dios que opera en el oyente “lo mismo el querer que el realizar según la medida de su beneplácito” (Flp 2, 13; cf. 2 Cor 3, 4ss; 2 Tim 1, 6), caracterizan la figura ideal del predicador.

II. El oyente
La eficacia salví­fica de la p. depende decisivamente de la disposición de los oyentes, aun cuando, a la postre, “el sembrador que esparce la buena semilla es el Hijo del hombre” (Mt 13, 37). A pesar de la constante experiencia del fracaso (cf. Jn 1, 11; Mt 23, 27), los incrédulos y no cristianos deben ser convertidos y los vacilantes en la fe deben ser fortalecidos en ella por la p. (Constitución sobre la sagrada liturgia, n.0 19; Ad gentes, n° 13ss). El fin sólo se consigue por la “conversión del corazón” (cf. Unitatis redintegratio, n.0 7ss), para lo cual los predicadores “han de exponer la doctrina cristiana de manera acomodada a las necesidades de los tiempos, es decir, en una forma que responda a las dificultades y problemas que particularmente agobian y angustian a los hombres” (principio de adaptación de la p. según el decreto Christus Dominus, n.° 13).

1. La elección del tema y la materia de la p. deben armonizarse con “las cuestiones fundamentales” del hombre de hoy, p. ej., con la cuestión sobre el sentido del dolor, del mal y de la muerte (cf. Gaudium et Spes, n.° 10). La p. mostrará y razonará por qué ningún progreso inmanente de la ciencia y de la técnica puede ofrecer una solución definitiva; a saber, porque no puede responder definitivamente a la pregunta decisiva sobre el -> sentido del hombre y del mundo (ibid., n.° 57). Si el predicador quiere contrarrestar el peligro de un fenomenalismo y agnosticismo unilaterales y estimar también la contribución positiva de las ciencias naturales y de la técnica a la ascensión cultural del hombre, debe asimilarse la formación correspondiente (Presbyterorum ordinis, n° 13).

2. Del mismo modo que ya la revelación de Dios se acomodó a los respectivos oyentes de la palabra (Dei verbum, n.° 13), así­también la forma de la predicación debe tener en cuenta la mentalidad actual, así­ como el lenguaje y el sentimiento vital de nuestros dí­as.

a) Para que la verdad y el valor de la palabra de Dios puedan brillar en la inteligencia de los oyentes, debe observarse el principio formal de toda p.: cuanto más inmaduro es el oyente (predicación a niños), tanto menor será la abstracción teológica, tanto más sencillo el estilo y tanto más plástico el lenguaje (cf. Heb 5, 12: “Habéis venido a ser niños, que necesitan leche y no manjar sólido”). Es importante que el predicador conozca en el diálogo con los hombres la mentalidad “técnica”, la manera de juzgar y hablar de los mismos (Christus Dominus, n° 13; Unitatis redintegratio, n° 6; Gaudium et Spes, nº. 7 y 62). Para que el oyente pueda entender la “palabra de la vida” y por ella participar de la vida divina (-> homilética I 1, 2 y 4; cf. Jn 6, 64; Act 7, 38; 1 Pe 1, 23; Flp 2, 16), es bueno que, por razón de la afinidad y analogí­a entre la vida natural y la sobrenatural, el predicador aproveche también el lenguaje de la realidad creada y de su tratamiento cientí­fico, señaladamente de la psicologí­a y sociologí­a (Gaudium et Spes, n° 5ss 52 54 62; Presbyterorum ordinis, n.° 15).

b) Como quiera que el sentimiento y el afecto pueden facilitar (pero también dificultar) la decisión de la voluntad de los oyentes, éstos deben reconocer y experimentar por la materia, forma y exposición de la p. (cf. infra iv) cómo la aceptación de la verdad y sabidurí­a divinas conduce a la perfección de la persona humana (Gaudium et Spes, n° 15; Dei verbum, n° 2 5ss; Lumen gentium, n.° 35). Predicaciones puramente doctrinales (p. ej., catequéticas o apologéticas) sin elementos emocionales, no alcanzan el fin de que los oyentes “reciban con gozo la buena nueva” (1 Tes 1, 6) y sirvan a Dios “con complacencia y con santo temor y reverencia” (Heb 12, 28).

c) Aun cuando toda p. tiene por fin superar a través de la inteligencia y del sentimiento la inclinación de la voluntad al mal y fortalecer la inclinación al bien “creando un conjunto de disposición psí­quica en el que determinados valores objetivos son más fácilmente vividos subjetivamente como valiosos en alto grado, un conjunto en el que se contraponen a la voluntad correspondiente menos obstáculos de carácter aní­mico interno y se hace más fácil en la totalidad del alma el triunfo de la voluntad” (A. WILLwoLL, Willensfreiheit, en Philosophisches Wörterbuch [Fr 121967 ]); sin embargo, el predicador debe dejar al oyente la decisión en pro de Dios y de su reino, de Cristo y la Iglesia, y de la salvación de la libertad fundada en Dios. No es lí­cito atentar contra el libre albedrí­o de los oyentes por cualesquiera medios (p. ej., de sugestión), ni menos suprimirlo, de acuerdo con la gracia preveniente y auxiliante de Dios, necesaria para la “obediencia de la fe” (Rom 16, 26), la cual influye sobre el hombre de manera que en su totalidad se entregue a Dios con libertad (Dei verbum, n.° 5).

d) Finalmente, la p. apoyará la memoria de los oyentes, para que “lleven levantada en alto la palabra de la vida” (Flp 2, 16; cf. Col 1, 23; 1 Jn 2, 14; 2 Jn 2) y obtengan “con el recuerdo una sincera inteligencia” (2 Pe 3, 1). Cierto que Cristo promete a sus discí­pulos el Espí­ritu Santo que les recordará cuanto él les dijera (Jn 14, 26); pero la asistencia del Espí­ritu Santo se sirve ordinariamente de la memoria. La psicologí­a experimental enseña que, en comparación con un texto descriptivo o argumentante, “se retiene mejor un texto narrativo” (D. KKrz, Handbuch der Psychologie [Bas-St 21960] 449ss). Por eso, narraciones de ejemplos o acontecimientos de la Escritura, de la vida de los santos, de la historia universal y de la Iglesia sirven para mantener el efecto posterior y permanente de la p. Como quiera que en general vige la regla de que “repeticiones ordenadas facilitan un aprender más rápido y un retener mejor que repeticiones dispersas” (ibid.), lema penetrante, fundado de manera convincente y hábilmente repetido en la p. (un versí­culo de la Escritura, un principio de un santo y, en circunstancias, un slogan moderno), favorece más la futura “vida por la fe” (Rom 1, 17; Gál 3, 11; Heb 10, 38), que variadas citas escriturí­sticas.

III. Contenido
1. No incumbe al predicador anunciar ideas propias o extrañas a la revelación, sino que, “como heraldo, apóstol y maestro del evangelio” (2 Tim 1, 11), debe atenerse a las “sanas doctrinas”, que ha oí­do “en la fe y amor que tenemos en Cristo Jesús” y ha de guardar “como el bien precioso, que nos ha sido confiado por el Espí­ritu Santo que mora en nosotros” (2 Tim 1, 13; cf. Tit 1, 9; Dei verbum, n.° 7ss 21; Constitución sobre la sagrada liturgia, n.° 35).

2. En la interpretación de la palabra de Dios han de observarse los siguientes principios: a) Debe investigarse el sentido real de un texto de la Escritura con ayuda del método histórico-crí­tico de la moderna exégesis, con conocimiento de la historia de la forma, de la tradición y de la redacción. El intérprete debe darse cuenta del contexto inmediato y mediato de las palabras de la Escritura (contexto particular, contexto del libro en su conjunto, visión general del AT y del NT; cf. Dei verbum, n° 12) y atender a la explicación del magisterio auténtico de la Iglesia (Lumen gentium, n° 25) y, finalmente, interpretar la palabra de Dios según el sentido e inteligencia de la fe operados por el Espí­ritu Santo dentro del contexto total de la doctrina de la Iglesia (-> analogí­a de la fe). b) Pero el predicador debe sobre todo preguntar por el Sitz im Leben (situación vital), es decir, por el sentido y significación de las palabras de Dios en su propia vida y en la de los oyentes (tua res agitur), y reflexionar consiguientemente acerca de dónde se hallan él y sus oyentes (situación de punto de partida), e igualmente acerca de dónde deberí­an estar según la palabra y voluntad de Dios (fin próximo y remoto) y cómo puedan alcanzar concretamente este fin (camino para el fin).

3. En la elección de la materia de la p. hay que tener en cuenta que no se diga ni demasiado ni poco, sino tanto cabalmente cuanto el oyente puede recibir. Son de evitar varios temas en una sola p. o un tema demasiado extenso (objeto material sin objeto formal que lo restrinja, p. ej., la fe), pero también muchas palabras como mera amplificación de una verdad o de un tema a manera de profusión retórica. El tema de una p. se escogerá de manera que, dentro del tiempo disponible, se desarrollen bien la explicación de los conceptos y la fundamentación de una verdad, tanto lógica y psicológica, como retóricamente, a fin de alcanzar el fin concreto (principio de desarrollo de la p.): la semilla de la palabra de Dios debe crecer y madurar en el espí­ritu de los oyentes hacia lo contenido en ella. La concentración no sólo en un tema determinado, sino también en los puntos de gravedad del mensaje hoy precisamente, reviste particular importancia (-> homilética II 2a).

IV. La exposición
“Cualquiera puede hacer la experiencia de que un discurso incluso excelente por su fondo y forma no produce efecto si se pronuncia mal; en cambio, un discurso mediocre encuentra eco entusiasta si se pronuncia de manera excelente” (K. LIENERT, Der moderne Redner [EiKö 61925] 142).

Como quiera que la palabra de Dios se encarna, por así­ decir, en el predicador, de forma que por él se hace oí­ble hic et nunc y brilla visiblemente (principio de encarnación de la p.); éste no sólo debe haberse asimilado espiritualmente la materia de la p., sino que ha de anunciarla también según una correspondiente formación fonética y retórica, con tal modalidad de lenguaje que la p. se exprese: a) como palabra viva y dinámica (-> homilética 1 2 y 6): monólogos aburridos, sólo aprendidos de memoria y recitados como lectura monótona, no son la recta forma de la p.; dentro de lo posible, lo deseable es un discurso libremente pronunciado con lenguaje espontáneo, que nace del “pensar en voz alta”, en que participa el oyente a manera de interlocutor en un diálogo movido y que mueve. b) Como palabra inteligible (1 Cor 14, 19; -> homilética I 4). El hecho de que el oyente acompañe con su pensamiento al predicador es facilitado no sólo por la estructura clara y el contexto lógico de las ideas, los razonamientos y las conclusiones, sino también por la sencillez del estilo hablado, por el relieve que se da a las palabras y frases según el sentido, por la clara pronunciación, etc. En este sentido, la recta inteligencia de la fe procede también del recto oí­r (cf. Rom 10, 17). c) Como palabra veraz (2 Cor 6, 7; Act 19, 9), a la que corresponde un lenguaje sin artificio ni afectación, adecuado al tema y natural. d) Como palabra “crí­tica”, que divide a los espí­ritus y decide la actitud de los oyentes delante de Dios (Heb 4, 12; 1 Pe 4, 5ss). Tal palabra exige del predicador un discurso parenético que corresponda al fin de la p. y apremie a la decisión “con ardor de ánimo” (Act 18, 25); de un predicador que “habla, exhorta y convence con todo ahí­nco” (Tit 2, 15) y, poniendo a contribución todas sus facultades, “lucha y combate según la fuerza de Cristo, que obra poderosamente en él” (Col 1, 29), para lograr el asentimiento del oyente y así­ “presentar a todo hombre perfecto en Cristo” (v. 28). e) Como palabra que sana y santifica (Jn 17, 17 19; Ef 5, 26; 1 Tim 4, 5; Lumen gentium, n.° 11 39ss; Dei verbum, n.° 17), la cual se distingue de todo hablar sobre cosas profanas en estilo profano.

BIBLIOGRAFíA: -> homilética – J. A. Jungmann, Die Frohbotschaft und unsere Glaubensverkündigung (Rb 1936); F. M. Rintelen, Die Predigt in unserer Zeit (Pa 1946); MD 16 (1948) (sobre la predicación bí­blica y litúrgica); J. Gülden – R. Scherer, Vom Hören des Gotteswortes (Fr 1948); V. Schurr, Wie heute predigen? (St 1949); Das Evangelium muß neu gepredigt werden (Wiener Seelsorgetagung 1951) (W 1951); A. Decout, Persuader par la Parole (P 1951); L. Bopp, Kerygma und Liturgie (Limburg 1952); H. Schlier, Die Verkündigung im Gottesdienst der Kirche (Kö 1953); M. Weller, Das Buch der Redekunst (D 1954); Anima 10 (1955) fase. 3-4 (Trabajos de renombrados autores sobre diversos problemas de la p.); K. H. Schelkle, Discipulos y apóstoles (Herder Ba 1965); Apostelamt (Fr 1957); L. Becqué, Fautii réformer; V. Schurr, Situation und Aufgabe der Predigt heute: Verkündigung und Glaube (homenaje a F. X. Arnold) (Fr 1958) 185-208; H. Schlier, Wort Gottes (Wü 1958); J. Ries, Krisis und Erneuerung der P. (F 1961); J. Hofinger, The Art of Preaching Christian Doctrine (South Bend 1962); A. Günthör, Die Predigt (Fr 1962); H. Lemmermann, Rhetorik (Mn 1963); H. Krüger – C. Kemper (dir.), Zeugnis für alle Völker (St 1965); G. Eichholz, Herr tue auf meine Lippen (Wuppertal-Barmen 1966); W. Stdhlin, Predigthilfen (Kassel 1966); H. Breit – C. Westermann (dir.), Calwer Predigthilfen (St 1966); K. Rahner, Oyente de la palabra (Herder Ba 1967); A. F. Villemain, La elocuencia cristiana en el siglo rv (Atlas Ma); J. Ramí­rez, La oratoria sagrada (Studium Ma); R. Plus, Predicación real y predicación irreal (Eler Ba 1951); J Ordóñez, Predicación homilética actual (Fax Ma); C. Bayle, La predicación sagrada (Casals Ba); D. Grasso, Teologí­a de la predicación (Sig Sal 1966); P. Grelot, Palabra de Dios y hombre de hoy (Sí­g Sal 1965); S. Maggiolini, La predicación en la vida de la Iglesia (Studium Ma); Servidores de la palabra (S Esteban Sal 1965); F. van Settenberghen, La vida personal del sacerdote de parroquia urbana (Desclée Bil 1966); A. Günthör, La predicación cristiana (Guadal B Aires 1968); J. Ordóñez, Mensaje de la palabra (Coculsa Ma 1970).

Ernst Haensli

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

PREDICACIí“N

Fuente: Diccionario Vine Nuevo testamento

En el NT la predicación es “la proclamación pública del cristianismo al mundo no cristiano” (C. H. Dodd, The Apostolic Preaching and its Development, 1944, p.7 [en cast. La predicación apostólica y su desarrollo, 1974]). No se trata de un discurso religioso a un grupo cerrado de iniciados, sino una abierta y pública proclamación de la actividad redentora de Dios en y por medio de Jesucristo. La concepción popular actual de la predicación como exposición bíblica y exhortación ha tendido a oscurecer su significado.

I. Los términos bíblicos

La elección de los verbos en el NT gr. para la actividad de predicar nos lleva de vuelta a su sentido original. El más característico de ellos (que aparece más de sesenta veces) es kēryssō, ‘proclamar como heraldo’. En el mundo antiguo el heraldo era una figura de considerable importancia (cf. G. Friedrich, TDNT 3, pp. 697–714). Hombre de integridad y carácter, estaba al servicio del rey o el estado para hacer las proclamaciones públicas. Predicar es hacer las veces de heraldo; el mensaje que se proclama constituye las buenas nuevas de salvación. Mientras kēryssō nos dice algo acerca de la actividad de predicar, euangelizomai, ‘’traer buenas nuevas’ (del primitivo eus, ‘bueno’, y el verbo angellō, ‘anunciar’), verbo común, que se emplea más de cincuenta veces en el NT, realza la calidad del mensaje en sí. Es digno de tener en cuenta que algunas vss. no han traducido los verbos diangellō, laleō, katangellō y dialegomai como “predicar”. Esto nos ayuda a destacar más claramente el significado básico de la predicación.

Es común hacer una distinción entre predicación y enseñanza: entre kērygma (proclamación pública) y didajē (instrucción ética). Es interesante estudiar los versículos de Mateo que resumen el ministerio galileo de Jesús: “recorrió Jesús toda Galilea, enseñando… predicando… y sanando” (Mt. 4.23), y las palabras de Pablo en Ro. 12.6–8 y 1 Co. 12.28 sobre los dones del Espíritu. Si bien estas dos actividades, consideradas idealmente, son diferentes, ambas tienen como base el mismo fundamento. El kērygma proclama lo que Dios ha hecho; la didajē enseña su aplicación en la conducta cristiana.

Aunque hemos definido la predicación dentro de límites estrechos a fin de dar énfasis a su significado neotestamentario esencial, esto no quiere decir que no tenga precedentes en el AT. Por cierto que los profetas hebreos, en la medida en que proclamaban el mensaje de Dios impulsados divinamente, fueron antecesores del heraldo apostólico. Jonás tenía que “predicar” (LXX kēryssō; heb. qârâ˒, ‘llamar’) e, incluso, a Noé se lo describe como “predicador (kēryx; “pregonero”, °vrv2) de justicia” (2 P. 2.5). La LXX emplea kēryssō más de treinta veces, tanto en el sentido secular de la proclamación oficial para el rey, como en el sentido más religioso de proclamación profética (cf. Jl. 1.14; Zac. 9.9; Is. 61.1).

II. Rasgos neotestamentarios

Quizás el rasgo más prominente de la predicación neotestamentaria sea el sentido de compulsión divina. Mr. 1.38 nos dice que Jesús no volvió a aquellos que buscaban sus poderes de curación, sino que siguió adelante, dirigiéndose a otras ciudades con el fin de predicar también allí: “porque para esto he venido”. Pedro y Juan respondieron a las restricciones del sanedrín diciendo, “no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído (Hch. 4.20). “¡Ay de mí si no anunciare el evangelio!” exclama el apóstol Pablo (1 Co. 9.16). Este sentido de compulsión es el sine qua non de la verdadera predicación. La predicación no es una desapasionada recitación de verdades moralmente neutras; es Dios mismo que aparece en escena y enfrenta al hombre con una demanda de decisión. Esta clase de predicación encuentra oposición. En 2 Co. 11.23–28 Pablo enumera sus sufrimientos en aras del evangelio.

Otra característica de la predicación apostólica es la trasparencia de su mensaje y motivo. Desde el momento en que para predicar es preciso tener fe, es vitalmente importante que los puntos que se presentan no se vean oscurecidos con la elocuente sabiduría ni las palabras grandilocuentes del predicador (1 Co. 1.17; 2.1–4).Pablo se rehusó a aplicar astucia o a adulterar la Palabra de Dios, sino que procuró recomendarse a la conciencia de cada hombre por medio de la franca declaración de la verdad (2 Co. 4.2). La completa revolución que se produce dentro del corazón y la mente del hombre, y que constituye el nuevo nacimiento, no se origina en la influencia persuasiva de la retórica, sino en la abierta presentación del evangelio en toda su simplicidad y poder.

III. La naturaleza esencial de la predicación

Los evangelios nos muestran característicamente a Jesús como el que “anunciaba el reino de Dios”. En Lc. 4.16–21 Jesús interpreta su ministerio como el cumplimiento de la profecía de Isaías acerca de la llegada de un Mesías-siervo, por medio del cual por fin se haría realidad el reino de Dios. Este reino se entiende mejor como el “gobierno real” o la “acción soberana” de Dios. Solamente en forma secundaria se refiere a un reino o a los que forman ese reino. El contenido básico del kērygma de Jesús es que la soberanía eterna de Dios estaba invadiendo en ese momento el dominio de los poderes malignos, y que estaba obteniendo una victoria decisiva.

Cuando vamos de los sinópticos al resto del NT notamos un significativo cambio en la terminología. En lugar del “reino de Dios” encontramos a “Cristo” como el contenido del mensaje que se predica. Esto se expresa de diferentes maneras: como el “Cristo crucificado” (1 Co. 1.23); “Cristo … resucitado” (1 Co. 15.12), “el Hijo de Dios, Jesucristo” (2 Co. 1.19); o “Jesucristo como Señor” (2 Co. 4.5). Este cambio de énfasis se explica por el hecho de que Cristo es el reino. Los judíos esperaban el establecimiento universal del reinado soberano de Dios, a saber su reino: la muerte y la resurrección de Cristo constituían el acto decisivo de Dios por medio del cual se efectivizó su soberanía eterna en la historia humana. Con el desenvolvimiento de la historia de la redención la iglesia apostólica pudo proclamar el reino en los términos más claros de decisión con respecto al Rey. Predicar a Cristo es predicar el reino.

Uno de los avances más importantes de la erudición neotestamentaria ha sido la cristalización del kērygma primitivo que ha hecho C. H. Dodd. Si seguimos su enfoque (comparando los primeros discursos en el libro de Hechos con los fragmentos prepaulinos relativos al credo en las epístolas de Pablo) pero interpretando los datos con un énfasis ligeramente diferente, veremos que el mensaje apostólico fue “una proclamación de la muerte, resurrección y exaltación de Jesús, que condujo a evaluar su persona como Señor y Cristo, enfrentando al hombre con la necesidad de arrepentirse, y con la promesa del perdón de pecados” (R. H. Mounce, The Essential Nature of New Testament Preaching, 1960, pp. 84).

Podemos entender mejor lo que realmente es la predicación en función de su relación con el tema más amplio de la revelación. La revelación consiste esencialmente en comprender la explicación que de sí mismo hace Dios, mediante la respuesta de la fe. Como el Calvario es la suprema autorrevelación de Dios, el problema es ¿cómo puede Dios revelarse a sí mismo en el presente por medio de una acción pasada? La respuesta es: por medio de la predicación, porque la predicación es el nexo perdurable entre el acto redentor de Dios y su captación por el hombre. Es el medio por el cual Dios contemporiza su histórica autorrevelación en Cristo, y ofrece al hombre la oportunidad de responder con fe.

Bibliografía. K. Barth, La proclamación del evangelio, 1969; U. Becker, D. Muller, L. Coenen, “Mensaje”, °DTNT, t(t). III, pp. 54–68; E. Haensli, “Predicación”, Sacramentum mundi, 1974, t(t). V, cols. 535–542; G. von Rad, Teología del Antiguo Testamento, 1978, t(t). II, pp. 109–130; D. M. White, Predicación expositiva, 1980.

Además de los libros mencionados en el artículo, cf. C. K. Barrett, Biblical Problems and Biblical Preaching, 1964; E. P. Clowney, Preaching and Biblical Theology, 1961; H. H. Farmer, The Servant of the Word, 1950; P. T. Forsyth, Positive Preaching and the Modern Mind, 1949; J. Knox, The Integrity of Preaching, 1957; J. S. Stewart, Heralds of God, 1946; J. R. W. Stott, The Preacher’s Portrait, 1961.

R.H.M.

Douglas, J. (2000). Nuevo diccionario Biblico : Primera Edicion. Miami: Sociedades Bíblicas Unidas.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico