PROFECIA

v. Palabra, Visión
Neh 6:12 sino que hablaba aquella p .. sobornado
Pro 29:18 sin p el pueblo se desenfrena: mas el que
Isa 15:1 p sobre Moab. Cierto, de noche fue
Isa 17:1 p sobre Damasco. He aquí que Damasco
Isa 19:1 p sobre Egipto. He aquí que Jehová
Isa 21:1 p sobre el desierto del mar. Como
Isa 22:1 p sobre el valle de la visión. ¿Qué tienes
Isa 23:1 p sobre Tiro. Aullad, naves de Tarsis
Jer 23:34 dijere: P de Jehová, yo enviaré castigo
Hos 12:10 y aumenté la p, y por medio de los
Nah 1:1 p sobre Nínive. Libro de la visión de
Hab 1:1 la p que vio el profeta Habacuc
Rom 12:6 si el de p, úsese conforme a la medida de
1Co 12:10 a otro, el hacer milagros; a otros, p
1Co 13:2 si tuviese p, y entendiese todos los
1Co 13:8 las p se acabarán, y cesarán las lenguas
1Co 14:22 la p, no a los incrédulos, sino a los
1Th 5:20 no menospreciéis las p
1Ti 1:18 que conforme a las p que se hicieron
1Ti 4:14 el don .. que te fue dado mediante p con
2Pe 1:20 esto, que ninguna p de la Escritura es de
Rev 19:10 testimonio de Jesús es el espíritu de la p
Rev 22:7 que guarda las palabras de la p de este
Rev 22:18 oye las palabras de la p de este libro


tip, DOCT

ver, PROFETA, APOCALIPSIS, TRIBULACIí“N (Gran), DíA DE JEHOVí

vet, En el sentido restringido de predicción inspirada del porvenir (para un examen de los diversos sentidos de este término, véase PROFETA), tiene un lugar singular en las Escrituras. La Biblia es esencialmente una palabra profética. Dios trasciende el tiempo y el espacio, y puede hablar a la vez del pasado, del presente y del porvenir. De los treinta y nueve libros del AT, diecisiete de ellos son “proféticos” (los judí­os consideran a otros más con este carácter), y en el NT hay varios pasajes de los Evangelios, muchos de las Epí­stolas, y el libro de Apocalipsis, que presentan este carácter. Sólo la Biblia contiene verdaderas profecí­as, por cuanto es la Palabra de Dios eterno y omnisciente. El sólo es el que anuncia “lo por venir desde el principio” (Is. 46:10). (a) CARACTERíSTICAS. Las caracterí­sticas de la profecí­a bí­blica son magistralmente descritas por Pedro (1 P. 1:10-12; 2 P. 1:16, 19-21). (A) El gran tema tratado por todos los profetas es Jesucristo: Su persona, Su venida, Sus sufrimientos expiatorios, Su retorno, gloria y reino (1 P. 1:11). (B) A ellos les fueron reveladas por adelantado la época y las circunstancias de las dos apariciones de Cristo (1 P. 1:11). (C) Hay una perfecta armoní­a entre los profetas del AT y los del NT (1 P. 1:12). (D) El Espí­ritu Santo es el único autor de la profecí­a (1 P. 1:11, 12; 2 P. 1:21). (E) Los mismos profetas, sobrepasados por sus mensajes intentaron escudriñarlos (1 P. 1:10-12; cfr. 1 P. 1:5). (F) Los mismos ángeles desean también mirar en estas cosas (1 P. 1:12). (G) Consideramos segura la palabra profética, y es deseable prestarle atención (2 P. 1:19). Los que la descuidan cometen una insensatez. (H) La profecí­a es “como una antorcha que alumbra en lugar oscuro”, en espera del despuntar del gran dí­a del Señor. No lo dice todo, no muestra toda la escena; pero es plenamente suficiente para mostrar el camino a través de los precipicios. (I) Ninguna profecí­a puede ser objeto de una interpretación particular, o sea, separada del contexto de toda la Escritura. En la Biblia tiene el creyente todo lo que le es preciso saber hasta su recogimiento con el Señor para andar de manera perfecta (2 Ti. 3:16-17). No precisa, por ello, de nada para conocer la mente de Dios que no esté contenido en las Sagradas Escrituras. Hay el hecho cierto de que en el pasado no tuvo lugar ningún acontecimiento de importancia que Dios no revelara antes mediante Sus siervos los profetas (cfr. Am. 3:7). Dios siempre quiso preparar al mundo, y, de manera especial a los creyentes. Como ejemplos se pueden citar: el Diluvio (Gn. 6-7), la destrucción de Sodoma (Gn. 18-19), Ní­nive (Jon. 3), Babilonia (Dn. 4-5), Samaria, Jerusalén e Israel (2 Cr. 36:15-16), la segunda destrucción de Jerusalén en el año 70 d.C. (Lc. 19:41-44; 21:20-24). Por otra parte, la primera venida de Cristo habí­a sido anunciada con una extraordinaria precisión de detalles. De la misma manera, la Biblia predice los acontecimientos del fin: las señales del retomo de Cristo (Mt. 24:3-15), el arrebatamiento de la Iglesia (1 Ts. 4:13-18), la aparición del Anticristo (2 Ts. 2:1-12; Ap. 13), el retorno de Israel a Palestina, sus sufrimientos y conversión (Zac. 12-14), la gran tribulación (Mt. 24:21-30; Dn. 12:1, 7), la batalla de Armagedón (Ap. 16:14-16; 19:1-21), la aparición gloriosa del Señor con todos Sus santos (Zac. 14:3-5; Ap. 19:11-14), el reinado de mil años (Ap. 20:1-10), el juicio final ante el Gran Trono Blanco (Ap. 20:11-15), la eternidad de bendición y de maldición (Ap. 21-22). (Véanse los artí­culos correspondientes) Después de haber dado conclusión al registro de sus visiones en Apocalipsis, que recapitula y completa todo el mensaje de los anteriores profetas, Juan afirma solemnemente que nadie tiene derecho alguno a añadir ni a quitar nada (Ap. 22:18-19). Los estudiosos reverentes y obedientes a las revelaciones divinas deben asumir la actitud de no menospreciar las profecí­as (cfr. 1 Ts. 5:20).

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

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Literalmente significa hablar a favor (pro-femi, hablar desde o por) y en general recoge la expresión que anuncia o previene lo que va a suceder. Religiosamente es el don o la inspiración divina que permite prevenir el futuro y comunicarlo a los demás para que lo prevean o para que remedien su conducta y lo eviten.

Casi todas las religiones han mirado la profecí­a con singular interés, pues siempre se la ha considerado como un signo de comunicación con la divinidad y de predilección celeste.

Es normal que siempre los hombres se hayan preocupado por el porvenir y hayan prestado más o menos credibilidad a los augurios de distintos visionarios.

En la Historia se han multiplicado las predicciones de personas inteligentes e intuitivas que formularon previsiones, por regla general en formas crí­ticas y estimulantes para cautivar y para diversificar las interpretaciones.

Profecí­as curiosas y cautivadoras como las de S. Malaquí­as, obispo irlandés muerto en 1148, y las de Nostradamus (Michel de Notre Dame, 1503-1566) se mantienen todaví­a vivas en ambientes crédulos, aunque no representen otra cosa que el destello de hombres ingeniosos y dados a la adivinación, a la curiosidad y al esoterismo, más por parte de sus intérpretes que por los mismos documentos que se les atribuyen.

La profecí­a evidentemente es posible por parte de Dios, que conoce el porvenir con plena clarividencia; pero no es posible por parte del hombre, que no puede conocerlo. Sí­ es posible la intuición y la previsión con alta probabilidad de que acontezca lo previsto. Por eso es peligroso poner la base de las propias creencias en anuncios oportunistas.

Las mismas profecí­as bí­blicas deben ser entendidas en su contexto y ser interpretadas más como proclamas de conversión que como anuncios deterministas e irremediables. Ello no quiere decir que muchos de los anuncios, sobre todo relacionados con Cristo Mesí­as, y hechos siglos antes de su cumplimiento (Isaí­as, Jeremí­as, Oseas, Miqueas, Amós), no sean auténticos preanuncios de lo que iba a acontecer. La Palabra de Dios es “también” profética y la Iglesia así­ lo ha defendido siempre como no podí­a ser de otra forma. (Ver Predestinada. Marí­a 2)

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

(v. profetismo)

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

Forma peculiar de revelación que, y el manteniendo unidas las palabras signo, permite captar la dialéctica entre el desvelar y el velar del contenido revelado. Con esta definición se intenta recuperar los datos de la Escritura, superando la concepción común que la identifica como anuncio del futuro. Concebir la profecí­a con lo pre-videncia no deja de ser una herencia de una comprensión falsa y no coherente con los textos sagrados; se basaba en la concepción de que la profecí­a era un milagro de orden psicológico que manifestaba la omnisciencia de Dios. Puesto que Dios lo conoce todo, incluso el futuro y los futuribles, puede realizar el milagro de hacer que participe el hombre de este conocimiento suyo: en el momento en que esto sucede, estamos en presencia de una profecí­a. Esta perspectiva, consolidada durante varios siglos en toda la teologí­a. ha quedado superada por los nuevos análisis bí­blicos y teológicos. El profeta, en el Antiguo Testamento, debe considerarse a la luz de una llamada particular que Dios hace de una persona para confiarle una misión: el hombre se siente sometido a ella y obedece hasta dar su vida en el empéño. La profecí­a constituye el signo de Dios, que habla con su pueblo que le escucha: se construye entonces una especie de dialéctica entre el hablar del profeta en nombre de Yahveh y el escuchar de Israel. De la acogida o del rechazo de la palabra del profeta depende la suerte de felicidad o de desventura del pueblo. El profeta recurre también a los signos para imprimir más valor significativo a sus palabras : sin embargo, muchas veces no se le comprende. El profeta entonces pone el oráculo como una palabra que acompaña y explica el signo que ha puesto.

En tiempos de Jesús habí­a desaparecido la profecí­a tal como habí­a existido en tiempos del destierro; lo atestiguan los diversos textos rabí­nicos que afirman: ‘,Se ha apagado el espí­ritu de profecí­a y se ha consumado en Israel con Ageo, Zacarí­as y Malaquí­as”. De todas formas, se habra mantenido una presencia profética a través de la lectura de los textos sagrados y de su comentario; además, se le reconoce una dote profética al sumo sacerdote, en virtud de su oficio. La persona de Juan Bautista y su predicación son capaces, en algunos aspectos, de suscitar en 1srael la esperanza de que Dios enví­e de nuevo sus profetas. Su estilo de vida, los contenidos de su predicación y su misma muerte deben leerse en ésta perspectiva.

También Jesús de Nazaret, a pesar de que no se definió como profeta -hay tan sólo dos textos en que él habla explí­citamente de sí­ mismo en este sentido: Mt 13,5 y Lc 13,33- fue comprendido por sus -contemporáneos como un profeta. Los textos neotestamentarios muestran un doble modo de referirse a él: un profeta y el profeta: con el primero se hace referencia a uno de tantos profetas que habí­an aparecido en Israel; con el segundo, se piensa en el cumplimiento de la profecí­a de Dt 18,15-18. Se puede explicar esta impresión suscitada en la gente y en sus mismos discí­pulos si se piensa en algunos hechos que no podí­an ser interpretados de otra manera: 11 Jesús interpretaba las Escrituras: esta actividad era considerada como una forma profética peculiar. además, pensemos en que Jesús “actualizaba” en su propia persona algunas imágenes proféticas, como por ejemplo la del Siervo de Yahveh. 2) Jesús hací­a profecí­as: su lenguaje era un lenguaje profético tí­pico, hecho de ” bendiciones” y ” maldiciones”, de anuncios de desgracia y de provocaciones contra el templo; dentro de este estilo, no se puede negar que habló también de acontecimientos futuros, como por ejemplo la destrucción del templo (Mc 13,]-2).3) Jesús realizaba gestos proféticos: pensemos en algunos de sus milagros como la curación del ciego y la multiplicación del pan, pero sobre todo en la maldición de la higuera (Mt 21,18) o cuando se puso a escribir por tierra ante las acusaciones contra la mujer adúltera (Jn 8,1-11). 4) Jesús anunciaba su muerte y su resurrección; también esto debe considerarse a la luz de un destino que veí­a delante de sí­ como fidelidad a la misión recibida. 5) Jesús tení­a visiones; entre las más importantes, pensemos en la que se narra en Lc 10,18.

Estos cinco elementos permiten justificar la impresión del pueblo ante la persona de Jesús; la cristologí­a neotestamentaria debió tenerlo en cuenta, pero comprendió también que el tí­tulo de “profeta” era reductivo y no expresaba totalmente el misterio de su persona. Por eso son de gran importancia los textos en los que se dice que Jesús “es más que Jonás” (Mt 12,41); efectivamente, Jesús es el Hijo y sólo analógicamente puede ser llamado también profeta.

La Iglesia primitiva conoció también profetas. Eran hombres y mujeres (Hch 13,1; 21,3.11) que desempeñaban en la comunidad un papel fundamental: el de proponer de nuevo las palabras del Señor, movidos por la acción del Espí­ritu, durante la acción litúrgica. Son muchos los textos que hacen referencia a la presencia de los profetas y a su función en la comunidad cristiana (cf. 1 Cor 12-14); vale la pena recordar especialmente dos: 1 Cor 12,28-30 y Ef 4,1 1. En estos textos se pone a los profetas al lado de los apóstoles, como aquellos que desempeñan un ministerio institucional en la comunidad; se les considera como los fundamentos de la Iglesia, ya que estimulan ~ y dan enseñanzas concretas a la comunidad para que viva coherentemente la fe.

La profecí­a, al surgir los textos sagrados, asumió otras expresiones: se llama también profetas a los confesores y a los mártires. De todas formas, la Iglesia ha tenido siempre en el curso de su historia diversos ejemplos de profetas que propusieron a la comunidad la actualización de la palabra del señor: Julián de Norwich, Catalina de Sena, Juan Bosco, Adrienn von Speyr… son sólo un pálido ejemplo de la lista innumerable de nombres que podrí­amos citar. La profecí­a, más que mirar al futuro, habla al presente; es una palabra que, basándose en la del Señor conduce a la comunidad a lo largo de la historia frente a los gozos y preocupaciones que experimenta, La profecí­a debe considerarse como una forma permanente de memoria que obliga a no asumir nunca en la vida ninguna realidad creada como absoluta, sino más bien a relativizar todas las cosas ante lo único necesario, Es la expresión que garantiza que la revelación se ha dado va a la humanidad para que se conviérta y crea en el amor del Padre.

A la luz de la profecí­a neotestamentaria, y con sus caracterí­sticas, deben leerse las eventuales profecí­as ulteriores que acompañan a las visiones. Este género de profecí­as requieren un discernimiento particular con una criteriologí­a severa que la Iglesia no ha tenido nunca miedo de aplicar con tal de defender al pueblo de Dios de eventuales falsos profetas y sobre todo, para garantizar la única profecí­a verdadera: la Palabra de Dios que se le ha confiado a la Iglesia.

R. Fisichella

Bibl.: R. Fisichella, Profecí­a, en DTF, 10681081. R. Latourelle, Teologia de la revelación,’ Sí­gueme, Salamanca 1982; AA, vv,. Profetas verdaderos, profetas falsos, Salamanca 1976; L, Monloubou, Profetismo y profetas. Profeta. ¿quién eres tú?, FAX, Madrid 1971; E. Hernando, La contestación profética, Edicabi, Madrid 1979; J, L. Sicre, Profetismo en Israel, Verbo Divino, Estella 1992.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO: I. La profecí­a en el AT: 1. El profetismo en el ambiente oriental; 2. Aspectos análogos del profetismo hebreo; 3. Diferencias esenciales del profetismo bí­blico; 4. Criterios para discernir al profeta auténtico; 5. Los grandes profetas de Israel; 6. Mensaje teológico de los profetas; 7. Kerigma profético e ideológico; 8. Los escritos proféticos. II. La profecí­a en el NT: 1. Cristo, el mayor de los profetas; 2. Los profetas cristianos; 3. Profetas “asambleares” y discernimiento de los espí­ritus. III. Conclusión.

I. LA PROFECíA EN EL AT. El profetismo hebreo, en su especificidad, constituye un fenómeno único en la historia religiosa de la humanidad; preparó la revelación del Verbo de Dios en el cristianismo, y con el cristianismo permanece como punto de referencia para discernir la auténtica comunicación del Dios altí­simo a los hombres de todos los tiempos; como dijo un gran pensador (K. Jaspers), es “el acontecimiento cardinal de la historia del mundo”. El Vat. II declara que todo el pueblo de Dios participa de la misión profética de Cristo y que entre los fieles el Señor distribuye también hoy los carismas de los que Pablo veí­a rebosantes a los cristianos de Corinto, comprendidos los de las curaciones, de los milagros y de la profecí­a: “El pueblo santo de Dios participa también del don profético’ de Cristo, difundiendo su vivo testimonio… La universalidad de los fieles que tienen la unción del Espí­ritu Santo (cf 1Jn 2:20 y 27) no puede fallar en su creencia, y ejerce su peculiar propiedad mediante el sentimiento sobrenatural de la fe de todo el pueblo… Además, el mismo Espí­ritu Santo no solamente santifica y dirige al pueblo de Dios por los sacramentos y los ministerios y lo enriquece con las virtudes, sino que, `distribuyendo sus dones a cada uno según quiere’ (1Co 12:11), reparte entre los fieles gracias de todo género, incluso especiales, con las que dispone y prepara para realizar variedad de obras y de oficios provechosos para la renovación y una más amplia edificación de la Iglesia, según aquellas palabras: A cada uno se le otorga la manifestación del espí­ritu para común utilidad (1Co 12:7)” (LG 12).

En la Iglesia de los siglos pasados, como en la de nuestro tiempo, se manifestaron siempre figuras carismáticas, consideradas comúnmente portadoras de un proyecto sobrehumano: san Benito, san Francisco de Así­s, santa Catalina de Siena, santa Teresa de Avila y, en nuestros dí­as, el papa Juan XXIII y varios fundadores de congregaciones religiosas, por no hablar de los fenómenos de sincera inspiración de muchos movimientos que están imprimiendo una vitalidad nueva a las colectividades eclesiales.

Algunos hablan de manifestaciones del Espí­ritu también fuera del mismo seto cristiano; piénsese en el mahatma Ghandi y en tantos promotores de una concordia universal en nombre del amor, y en los llamados cristianos anónimos. ¿Cómo juzgar todos estos hechos? ¿Son simples proyecciones de una fe, intuiciones geniales de la psique humana, efectos de una interacción colectiva? ¿Tenemos la posibilidad de conocer su proveniencia y de discernir lo que es auténticamente trascendente de lo que es puramente humano? ¿Qué constituye lo especí­ficamente profético? Estimamos que se podrá dar una respuesta cuando hayamos examinado en su origen y en su esencia el gran fenómeno profético de la historia judí­a y de la Iglesia cristiana primitiva.

1. EL PROFETISMO EN EL AMBIENTE ORIENTAL. El profetismo no apareció de improviso en Israel, sin precedente alguno. Parece incluso que está arraigado en lo í­ntimo del horno religiosus un cierto videntismo. El hombre en su contingencia siente la necesidad de ser sostenido por la voz del que lo sabe y lo puede todo, y se ha puesto a buscarla. Con frecuencia ha creí­do captarla o haber descubierto el medio de conseguirla. De aquí­ han surgido en casi todas las religiones, en el curso de milenios, toda suerte de adivinaciones, de oniromancias, de respuestas de oráculos. Se los ha encontrado entre las poblaciones asiáticas (con chamanes antiguos y actuales), entre los germanos (con los druidas), en los grecolatinos (con la Pitia y las sibilas), entre los árabes (con los kahini). La lectura de numerosos documentos de Mesopotamia y de Egipto nos ha permitido conocer mejor en los últimos decenios este aspecto particular de la religiosidad de los pueblos del Oriente medio. Se pensaba que la divinidad tení­a interés en revelar su pensamiento sobre un tema dado o sobre algún problema de sus fieles, pero se reservaba hacerlo a través de intermediarios (el barú, especie de adivino, y el muhhu, extático, de los asirobabilonios; hazin, videntes, de los cananeos, que usaban técnicas especiales de adivinación: videntismo adivinatorio) o por una inspiración interna o una visión contemplada en sueños (videntismo intuitivo del reino de Mari), o también por medio de una alienación de los sentidos (trance), producida a veces, y a veces inesperada (videntismo extático-convulsivo). El modo de expresarse de estos videntes adopta poco a poco estructuras tí­picas: fórmula del enví­o o del mensajero: “Vete, yo te mando; dirás: `Así­ dice el dios…'”; fórmula de tranquilización: “No temas, yo estoy contigo, a tu lado”; amenaza a distancia de los enemigos del paí­s; el recuerdo de los beneficios del pasado según el esquema de la alianza sagrada (fiera) con amenazas y promesas condicionadas; comunicación del dabar -palabra solemne y eficaz de una divinidad. En Egipto se observa, para la indagación de lo oculto y del futuro, una técnica racional más que un influjo inspiratorio: las llamadas “profecí­as de Neferti” y “del sabio Ipuwer” no son más que sagaces predicciones ex eventu, según el principio del Maát (la alternación natural de la luz y de las tinieblas, del caos y de la armoní­a, elevado a divinidad), y los oráculos recibidos en los santuarios famosos de Menfis, Tebas, Abidos… hábiles manipulaciones de los simulacros y de las barcas sagradas por parte de los miembros del culto en respuesta a las preguntas de los fieles. En compensación, en los “vaticinios” egipcios encontramos los amplios horizontes sobre el futuro de todo un paí­s, la participación de los fenómenos cósmicos en la suerte de los hombres, la puesta por escrito de largas previsiones, elementos que se encontrarán luego en algunos tratados del profetismo hebreo.

2. ASPECTOS ANíLOGOS DEL PROFETISMO HEBREO. Creemos que no se puede negar toda posible relación entre este estadio del profetismo oriental y algunos aspectos del profetismo bí­blico. Desde los comienzos de la historia de Israel tropezamos con un cierto profetismo extático: en torno al gran legislador del Sinaí­ explotó de improviso, nos informa Núm I I,24s, la exaltación religiosa de sus 70 consejeros, penetrados del espí­ritu de Yhwh, mientras que Moisés expresa el deseo de que todo el pueblo sea lleno de él: “Moisés salió fuera y comunicó al pueblo las palabras del Señor. Reunió a los setenta ancianos del pueblo y los puso alrededor de la tienda… Cuando el espí­ritu se posó sobre ellos se pusieron a profetizar, pero no continuaron”. Fue prácticamente una manifestación temporal. Pero dos siglos después vemos reaparecer el mismo fenómeno en grupos, probablemente más numerosos, bajo la guí­a de Samuel, con tal impulso que contaminaba a los presentes, a Saúl y sus mensajeros y al mismo David (ISam 10; 19,18-24), y parece que continuaron en forma más o menos similar hasta la cautividad de Babilonia; lo podemos deducir de varios testimonios bí­blicos (1Re 18:13; 1Re 22:6-8; 2Re 23:2; Jer 29:26s; Zac 13:4s). Otro tipo de videntismo (consultas y respuestas) está atestiguado en la época de los jueces: los israelitas se dirigí­an a Débora “la profetisa” para escuchar las respuestas a sus preguntas (Jue 4:4s), o a los sacerdotes del arca para la aplicación de los urim y tummim; Saúl va a preguntar por las asnas perdidas al “vidente” de Ramá (lSam 9,6-11); y, más tarde, oprimido por la angustia, pedirá en vano una respuesta del Señor “por los sueños, los urim y los nebim” (ISam 28,5); David consultará a menudo al amigo y vidente Gad; los ciudadanos particulares, al profeta Eliseo en los momentos establecidos (2Re 4:22-25); los gobernantes recurrirán a ellos particularmente con ocasión de guerras o de grandes calamidades: “Entonces el rey de Israel reunió a los profetas, cuatrocientos, y les dijo: `¿Debo atacar a Ramot de Galaad o no?”‘ (1Re 22:6); “El rey rasgó sus vestiduras y ordenó…: `Id y consultad al Señor por mí­, por el pueblo y por toda Judá acerca de las palabras de este libro que se ha encontrado’ “(2Re 22:11s). Miqueas reprochaba a los videntes que daban oráculos en proporción de las ofrendas recibidas (Miq 3:5), y Ezequiel a los nebîm que engañaban a sus clientes con respuestas complacientes (Eze 14:9-11).

Habí­a también un videntismo más elevado, que prescindí­a de toda técnica adivinatoria y ofrecí­a espontáneamente, sin petición previa, un mensaje (videntismo inspirado por una misión sobrehumana); se comprueba en el anónimo nabf’del tiempo de los jueces, el cual, movido interiormente por el Espí­ritu, se presenta animosamente a sus conciudadanos reprochándoles su infidelidad al Señor (Jue 6:1-10); en el profeta Natán en tiempo de David, el cual en nombre de Dios somete a juicio al mismo rey (2Sa 12:1-14); en Ají­as y Semayas, que intervienen osadamente por iniciativa de lo alto en los acontecimientos de la división de Israel (lRe 11,31; 12,22s), y luego en Elí­as, Eliseo y una larga serie de los profetas “clásicos”. Encontramos en sus mensajes y en sus correspondientes relatos todo un formulario que cuenta ya con una sólida tradición: la referencia al dabar (dicho dinámico) de la divinidad, que para el hebreo, como para todo oriental, era una fuerza viva; los nombres de las personas y de las cosas se consideraban como proyecciones de la realidad a la que se referí­an; el pronunciarlos, especialmente por parte de Dios omnipotente, equivalí­a a dominar y dar ser a aquellas mismas realidades; por eso se profesaba sumo respeto a las palabras de un mensajero inspirado: se comprende por ello el interés por parte del vidente por la fórmula del mensajero y del enví­o, y el cuidado, por parte de los oyentes, en retener en su mente sus dichos y en transmitirlos con fidelidad; como también el recuerdo de la alianza estipulada y de las cláusulas en ella contenidas: “Tu palabra cantaba ya un himno sumerio- ha sido establemente fundada…, tu palabra es verdadera, tu alto dicho no se puede explicar…; vete al rey como el dí­a esplendoroso” (himno a la diosa Baba). “La palabra del Señor se hace eco el salmista- es pura, dura para siempre” (Sal 19:10), “porque él lo mandó y fueron creados…, puso unas leyes que no cambiarán” (Sal 148:5). Son rasgos comunes a toda el área del profetismo antiguo oriental.

3. DIFERENCIAS ESENCIALES DEL PROFETISMO BíBLICO. En el ambiente de este humus profundo, de la confrontación de los dos sectores se desprenden diferencias esenciales. Ya en el videntismo hebreo más antiguo está presente un monoteí­smo dinámico que se hace cada vez más trascendente a la vez que inmanente. El Dios que llama a los primeros antepasados hebreos (Abrahán, Jacob) es el mismo Señor del universo, el cual se interesa por su clan y le da la seguridad de un perenne futuro (Gén l2ss). La misma concepción reaparece en la nueva llamada de un descendiente suyo en tierra extraña: el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob aparece como el dominador omnipotente de todos los pueblos al ordenar y realizar de manera inesperada la evasión del clan israelita de Egipto hacia la tierra prometida. A Moisés, que se consideraba inepto para aquel cargo, le sugiere el Señor modos de obrar y palabras con las cuales presentarse a los interesados y superar todos los obstáculos. Se le concede así­ vencer el endurecimiento del faraón y la resistencia de los hebreos, mostrarles en los acontecimientos providenciales que se suceden la acción benévola del Dios de los padres y dictar las normas básicas del verdadero culto a Yhwh y de una armoniosa convivencia humana (Ex 3ss). Luego, cuando, camino de Canaán, un vidente pagano intenta desalentar a aquel grupo de fugitivos con sus maleficios, Dios interviene haciendo sentir sus bendiciones y sus perspectivas de triunfo (Núm 22-24). Se trazan desde entonces las caracterí­sticas fundamentales de un nuevo profetismo: la manifestación espontánea del Dios del universo a determinados individuos para que comuniquen a sus contemporáneos sus proyectos de justicia y de bien; él vigilará para que los acontecimientos estén en correspondencia, aunque dejando que las voluntades humanas interfieran en ellos libremente. Se evidencia de ese modo la iniciativa de una solicitud sobrehumana, su inserción en el corazón del hombre, su designio en favor de muchos, su dinamismo en los acontecimientos, su respeto a la libre explicitación del querer humano. Se revela también el contraste radical con manifestaciones de otra proveniencia, tendentes a apartar los ánimos de la auténtica relación con Dios.

Después del establecimiento en Canaán, al contacto con las formas adivinatorias de los cananeos y luego con la exaltación de los adoradores de Baal (IRe 18,26-29), se intensifica entre los hijos de Israel el deseo de consultar el juicio de sus dioses sobre los casos de la vida y el celo por su nombre. En consecuencia, se hace más frecuente el recurso a la respuesta de los `urí­m y tummim (probablemente las 21 letras hebreas, que sacadas a suerte del ‘efod daban palabras significativas), a la interpretación de los sueños, y sobre todo a las intuiciones de los videntes, aquellos hombres especiales que, animados por un vivo entusiasmo por el Señor, fueron considerados investidos de su Espí­ritu, como los antiguos jueces (Jue 3:10; Jue 6:34), y por tanto capaces de percibir su querer, ya sea que viviesen solos en su casa, ya que se reunieran en grupos en los varios santuarios para celebrar las alabanzas de Yhwh (1Sa 9:6; l Apo 22:6-11); llamados en los primeros momentos ro’im u hozí­m (videntes, contemplantes), a semejanza de los videntes cananeos, luego, probablemente para distinguirlos de éstos, se los denominó nebí­í­m (puede que a través de una raí­z extrahebrea, naba, con el significado de “anunciar”, “proclamar”). Israel se guardó mucho también en este campo de practicar aquellas categorí­as y aquellos ritos que estaban en abierta disonancia con la concepción monoteí­sta trascendente de su fe: nigromantes, adivinos, artes mágicas; el que lo hubiera intentado se hubiera apartado de la comunidad elegida, como le ocurrió al mismo primer rey, Saúl: “La mujer le respondió: `Tú sabes bien lo que ha hecho Saúl, que ha expulsado del paí­s a los nigromantes y adivinos. ¿Por qué tiendes insidias a mi vida para hacerme morir?'” (lSam 28,9); “Samuel respondió: `¿Por qué me consultas, si el Señor se ha retirado de ti y se ha hecho tu enemigo?'” (ISam 28,16).

Pero sucedí­a que no siempre las previsiones de aquellos hombres “inspirados” eran confirmadas por los acontecimientos; en lugar de una victoria se producí­a una aparatosa derrota; en lugar de la curación, la muerte. Surgí­a entonces la sospecha: ¿Eran todos verdaderos portavoces de Yhwh? ¿De cuáles de ellos se podí­a fiar? ¿Quién de ellos ofrecí­a más seguras garantí­as?
En tiempo de Saúl habí­a seguramente muchos videntes en el paí­s, pero la gente acudí­a con preferencia a Samuel (1Sa 9:6.12-14); en la época de Ezequí­as se dirigí­an al profeta Isaí­as (2Re 19); durante el reino de Josí­as, a la profetisa Juldá (2Re 22); luego, a Jeremí­as; en el destierro, a Ezequiel, y a continuación a Ageo, Zacarí­as…

Poco a poco, con la experiencia y una cierta intuición religiosa, la élite de Israel aprendió a distinguir. Se percató ante todo de que muchos nebí­í­m, a pesar de declarar que hablaban en nombre de Yhwh, insinuaban una concepción errónea de él, como si fuese un dios de la naturaleza, que concedí­a favores en proporción a los homenajes recibidos, sin preocuparse de la moralidad de sus adoradores; otros observaban ellos mismos una conducta poco conforme con las normas éticas de la tórah mosaica: ávidos de dinero, complacientes con las autoridades, mentirosos, adúlteros, nada preocupados de la verdadera prosperidad de sus hermanos, nunca “en la brecha” en oración para alejar los castigos que les amenazaban (Eze 13:22). En otros, en cambio, se podí­a comprobar una estrecha correspondencia entre lo que decí­an experimentar en su interior y lo que en fuerza de aquella experiencia se verificaba en su vida y a su alrededor. Atestiguaban que recibí­an mensajes divinos, de fuera de ellos, con la orden de transmitirlos a los demás; se trataba de indicaciones en su mayorí­a contrarias a las expectativas de los oyentes, a propósito para suscitar ásperas reacciones. En primer lugar se les exhortaba a no eximirse de aquel encargo, por arriesgado que fuera. De hecho obedecen constantemente incluso a costa de la vida, comportándose siempre con coherencia según lo que anuncian. Profesando el más puro yahvismo, en sintoní­a con la fe de los padres, denuncian sus deformaciones y aberraciones dondequiera que las descubren; en los jefes, en la corte, en los sacerdotes, en los nebí­í­m, en la masa del pueblo, mostrando con rigor las consecuencias de sus amenazas, hasta la destrucción del templo y el destierro de todo Israel. Muchas de sus predicciones se realizan ya en aquellos años. Ellos adquieren cada vez más crédito. El que se siente ofendido y se encierra en su egoí­smo, responde a veces con la burla o la violencia. El que está más abierto a la verdad y al temor de Yhwh (los humildes, los `anawim) acoge con respeto sus palabras, las conserva en su corazón, las consigna también por escrito en hojas sueltas, las comunica en las asambleas sagradas: es el grupo de simpatizantes, de los discí­pulos, que se reúne en torno a uno de estos grandes personajes y perpetúa fielmente su mensaje y su memoria. “Encierra el testimonio, sella esta revelación entre mis discí­pulos”, propone Isaí­as, rechazado por los dirigentes de su pueblo.

4. CRITERIOS PARA DISCERNIR AL PROFETA AUTENTICO. Hacia el siglo vii se estuvo en condiciones de determinar algunos criterios de discernimiento respecto a ellos. Han quedado registrados en el famoso libro de la segunda ley, el código deuteronomista, en los capí­tulos 13 y 18: “Si aparece entre vosotros un profeta o un soñador, si te propone una señal o un prodigio, y éstos se cumplen, pero luego te dice: `Vamos tras otros dioses…’, no escuches las palabras de tal profeta ni los sueños de tal soñador” (Deu 13:2-4); “El profeta que tenga la osadí­a de anunciar en mi nombre lo que yo no le haya ordenado decir…, ese profeta morirá… Si ese profeta ha hablado en nombre del Señor y su palabra no tiene efecto ni se cumple, entonces es cosa que no ha dicho el Señor” (Deu 18:20.22). No serí­a genuino aquel nabi’ que indujese con cualquier medio a otros a alejarse del Dios de los padres para servir a los í­dolos o adorarlos con cultos falsos, supersticiosos o animistas (Deu 18:10); ni el que incita con su mal ejemplo o con sus complacientes declaraciones a perseverar en el mal: “Si un profeta se deja seducir y anuncia la palabra, yo lo engañaré y extenderé mi brazo contra él… Ambos sufrirán la pena: como es la culpa del que le ha interpelado, así­ será la culpa del profeta” (Eze 14:9s; criterios negativos).

En contraste, ofrece garantí­as de autenticidad el que sinceramente puede atestiguar que ha oí­do la voz del Dios vivo y al mismo tiempo es capaz de indicar su realización efectiva en los acontecimientos, o sea en los hechos históricos a los que se referí­a, y en la conducta del mismo profeta y de aquellos hombres a los que iba dirigida la voz: pues la palabra de Yhwh es dinámica, creativa, indefectible: “El profeta que haya tenido un sueño, que cuente su sueño. Y el que ha recibido mi palabra, que anuncie fielmente mi palabra. ¿Qué tiene que ver la paja con el grano?… ¿No es mi palabra como el fuego, como el martillo que deshace la roca?” (Jer 23:28s; criterio positivo).

Así­ se afirmó en el pueblo elegido la conciencia de una neta distinción entre la simple aspiración a percibir el pensamiento de Dios en las varias vicisitudes de la historia y la comunicación objetiva de su juicio y de sus designios. Y se vio largamente convalidada por la aparición de personalidades proféticas excepcionales y por la criba constante de una comunidad carismática que les acompañaba.

5. Los GRANDES PROFETAS DE ISRAEL. Estos suelen dividirse en dos categorí­as: profetas preclásicos, desde los siglos xi al ix, y profetas clásicos o “escritores”, desde los siglos viii al iv a.C. Tanto su presentación en los libros “históricos” de 1-2Sam y 1-2Re, como sus mensajes, consignados generalmente en los libros “proféticos”, nos llegan a través de la comunidad israelita que los escuchó, los valoró y los actuó de generación en generación; una comunidad formada en parte en su escuela, pero que llevaba en sí­ desde los orí­genes el carisma de una asistencia divina especial, en virtud de una promesa de bendición reiterada a lo largo de los siglos a sus padres (Gén 12:15; Dt 12; 2Sam 7). Por la eminente figura de / Moisés, “el profeta que hablaba con Dios cara a cara” (Exo 33:11; Deu 34:10), se modelan en la predicación y en las actitudes / Samuel, Ají­as, Semayas, Natán en los siglos xi-x; Jananí­ (Anán), / Elí­as, Miqueas hijo de Yimlá, en el siglo ix; l Amós, / Oseas, / Isaí­as, l Miqueas, en el siglo viii; l Sofoní­as, / Jeremí­as, en los siglos vii-vi; / Ezequiel, el Déutero-Isaí­as, durante el exilio babilónico (598-538), / Ageo, / Zacarí­as, / Joel, / Malaquí­as y otros, después del destierro. Describamos a algunos en sus lí­neas más caracterí­sticas.

Samuel en los antiguos estratos de 1-2Sam es presentado como el guí­a iluminado y providencial en un momento crí­tico de la historia hebrea. Hombre de oración e í­ntegro en todo su comportamiento, recibe del Señor la palabra con la que deberá amonestar y dirigir: por inspiración de lo alto designa al primer rey de Israel, le reprende en sus desviaciones, anuncia el éxito de las armas al pueblo arrepentido: “El Señor estaba con él; no dejó de cumplirse ni una sola de sus palabras. Todo Israel, desde Dan hasta Berseba, supo que Samuel estaba acreditado como profeta del Señor.”
En la corte del sucesor de Saúl [/ Samuel III, 3; / David III] se impone la figura de Natán. Actuaba también como consejero del soberano; pero cuando el Señor le revelaba en el silencio de su retiro un mensaje, estaba pronto a cambiar la opinión expresada precedentemente y a reprocharle al gran David sus transgresiones (2Sa 7:8-16; 2Sa 12:1-14). La larga serie de los herederos daví­dicos en el trono de Judá y la verificación del castigo anunciado confirma aún más el origen de sus vaticinios (2Re 25:27ss; Eze 21:32; Gén 29:10).

Otros ejemplos de osadí­a y de pura inspiración son el “hombre de Dios” Semayas, el cual en nombre de Dios hace desistir al ejército de Roboán de marchar contra la tribu hermana del norte (IRe 11,22-24); Jananí­ (Anán) “el vidente”, que echa en cara al poderoso Asá su alianza con un reino idólatra, terminando en la cárcel (2Cr 16:1-10); y Miqueas hijo de Yimlá, que, al contrario que sus 400 colegas, predice al rey de Israel el desastre militar, como de hecho se verificó (IRe 22,17ss).

Pero por encima de todos brilla el tesbita Elí­as. Sus rasgos, trazados con sobriedad por los discí­pulos del taumaturgo Eliseo, nos muestran su elevación y veracidad. Movido interiormente por Yhwh, se atreve a desafiar a la corte de Samarí­a, dominada por la fenicia Jezabel, mujer de Ajab, primero con la predicción de una sequí­a de tres años y luego con la súplica de que un fuego celeste descendiera sobre su holocausto. Verificados ambos acontecimientos y restablecida la fe del Dios de los padres entre el pueblo, el enviado de Yhwh se ve obligado a esconderse, buscando refugio justo en el Horeb, el monte de la revelación mosaica. Aquí­, en medio de la calma, oye de nuevo la voz de su Dios, que lo conforta y lo enví­a de nuevo a la trinchera a proseguir la lucha contra la idolatrí­a y la injusticia: “Al fuego siguió un ligero susurro de aire… Y una voz le preguntó: `¿Qué haces aquí­, Elí­as?’. Respondió: `Me he abrasado en celo por el Señor todopoderoso, porque los israelitas han abandonado tu alianza…’ Y el Señor le dijo: `Anda, vuelve a emprender tu camino por el desierto hacia Damasco'” (1Re 19:12-15); “Entonces el Señor dijo a Elí­as, el tesbita: `Anda y vete a ver a Ajab, rey de Israel… Le dirás: Esto dice el Señor: ¡De modo que después de haber matado robas!… En el mismo lugar en que los perros han lamido la sangre de Nabot, lamerán también la tuya'”(lRe 21,17-19). El profeta genuino es el que puede demostrar que habla por la sola iniciativa del Dios que se reveló a los padres; que puede temblar y huir ante la persecución, pero no desiste de proclamar los mensajes recibidos; es coherente con la fe en el verdadero Dios y con su justicia y puede ofrecer en su propia firmeza y en los mismos acontecimientos el dinamismo de un dabar sobrehumano.

Amós, el primero de los profetas cuyas palabras se nos han transmitido por escrito, actúa también en el norte; pero es un colono proveniente del sur de Jerusalén y predica un mensaje de aviso y de ruina. El cí­rculo de sus simpatizantes que nos transmitieron sus oráculos debió advertir claramente la trascendencia de su misión (Amó 1:1; Amó 3:3-8). Denuncia él con vigor las culpas morales y religiosas de sus connacionales; como él mismo relatará en sus noticias autobiográficas (Am 7-9), en un primer momento vio la posibilidad de un cambio de rumbo en sus oyentes, y por tanto de un cambio de la sentencia punitiva; pero en un cierto punto le fue revelado el veredicto definitivo: la ineludible destrucción del reino de Samarí­a (Amó 7:7s; Amó 8:1-3). A pesar de ello, persiste en su proclamación: fustiga sin piedad el orgullo y el lujo, los abusos de los débiles, la hipocresí­a de los ritos sagrados: “Odio, aborrezco vuestras fiestas… Aparta de mí­ el ruido de tus canciones; no quiero oí­r el sonido de la lira. Quiero que el derecho fluya como el agua, la justicia como torrente perenne” (Amó 5:21-24). Al que le reprocha aquel áspero lenguaje, le responde con el testimonio de su experiencia interior: ha escuchado una orden divina, que le ha empujado a dejar la tranquilidad de sus campos y a dedicarse a aquella misión; si profetiza, no lo hace por profesión o para procurarse una ganancia; para esto tiene rebaños y posesiones; es sólo para obedecer a aquella voz, para cooperar a sus efectos saludables en los hermanos a los que ama (Amó 7:2.5), dispuesto a padecer todas las consecuencias por ello: “Amasí­as dijo a Amós: `Vidente, vete, retí­rate a la tierra de Judá; come allí­ el pan y allí­ profetiza…’ Amós dijo a Amasí­as: `Yo no soy profeta ni hijo de profeta; yo soy boyero y descortezador de sicómoros. El Señor me tomó…, diciéndome: Vete, profetiza a mi pueblo Israel'” (Amó 7:12-15). De hecho, amenazado por la autoridad real, responde impertérrito con presagios de ruina (Amó 7:16s). A él le interesa cumplir hasta el fondo su misión; dedicarse, junto con el mandante divino, a la rehabilitación de sus hermanos (Amó 5:14s; Amó 9:11s). El verdadero profeta obra en sintoní­a con el corazón compasivo del Dios de Israel.

Oseas, algunos años después de Amós, dedica toda su vida al intento de apartar el corazón de la nación predilecta de Yhwh del borde del precipicio; acepta, por inspiración superior, tomar por esposa a una mucha-cha que se ha contaminado con ritos sexuales; y luego, después de un perí­odo de traición, intenta reconquistarla al primer amor; ¡una herida candente para su ideal de pureza leví­tica! La vida matrimonial y el cuidado de los tres hijos de nombres simbólicos [/ Sí­mbolo 1II] deberí­an, pues, servir para proclamar el amor irreductible de Yhwh a su esposa Israel, la constante infidelidad de ella, los inminentes castigos merecidos, la perspectiva de un futuro retorno (cf Os 1-3): “Entonces dirá: `Volveré con mi primer marido, porque me iba entonces mejor que ahora’. Yo la atraeré y la guiaré al desierto, donde hablaré a su corazón… Y ella me responderá como en los dí­as de su juventud”(Ose 2:15-17). Predica en contraste con las autoridades religiosas y polí­ticas, atribuyendo a sacerdotes, profetas y gobernantes la falta de conocimiento y de adhesión a Yhwh de todo el pueblo (Os 4); revela el corazón misericordioso y siempre pronto al perdón del Padre de Efraí­n (Os 11); deja entrever horizontes más serenos después de los largos dí­as del destierro, una vez verificada la reconciliación con el esposo divino: “Yo los curaré de su apostasí­a, los amaré de todo corazón, pues mi ira se ha apartado ya de ellos… Seré como el rocí­o para Israel… Volverán a sentarse en mi sombra” (Ose 15:5s.8). Los más í­ntimos discí­pulos del profeta, que nos han transmitido sus confidencias (Ose 1:3), pudieron sentir palpitar en él la hesed, compasión, y la ternura maternal, rehamí­m, del Dios de Jacob, y a la vez la exigencia de una respuesta gratuita y reconocida por parte de sus criaturas: la actitud de Oseas para con su esposa y con la madre de los israelitas era un reflejo maravilloso y convincente de ello.

Isaí­as ejerce su ministerio durante unos cuarenta años, a intervalos, desde el último perí­odo del rey Ozí­as (738 a.C.) al 702, bajo Ezequí­as. Es un aristócrata, de ideas geniales, de estilo incisivo y poético; tiene fácil acceso a la corte y goza de gran prestigio en todo el paí­s. Pero declara que ha recibido de lo alto, en experiencias í­ntimas, los mensajes que deberá comunicar. Es el soberano de Israel y del universo, el Dios trascendente de Sión el que lo enví­a: “Vi al Señor sentado en su trono elevado y excelso; la orla de su vestido llenaba el templo… Y oí­ la voz del Señor, que decí­a: ¿A quién enviaré? ¿Quién irá por nosotros? Y respondí­: `Aquí­ estoy yo, mándame a mí­’. El me dijo: `Vete y dile a este pueblo…'” (Isa 6:1.8s). Para afirmar sus exigencias de santidad y de rectitud no vacilará en enfrentarse a los varios reyes de Judá, a sus proyectos y a las previsiones de sus consejeros y de los nebi hablará también cuando sus ojos se oscurezcan y sus corazones se vuelvan duros (Isa 6:10). Pero conservará en el fondo de sí­ y sugerirá a sus discí­pulos una firmí­sima confianza en el designio que le ha sido revelado, la “obra” de Yhwh, es decir, que él, el “Santo” de Israel y el Señor del cosmos, intervendrá en el momento oportuno para la supervivencia del pueblo que se ha elegido, quebrantará el orgullo de los imperios paganos cuando hayan cumplido la función que se les ha asignado, establecerá en el monte de Sión un centro de iluminación y de salvación para todas las gentes (Isa 2:2-5; Isa 8:16-18; Isa 10:5-19). La verificación de sus previsiones inmediatas (devastación de Samaria y de Damasco, liberación del asalto asirio, derrota del faraón Sabaka: Is 7-8.19-20.37), la célebre secuencia de las páginas dedicadas al Emanuel (cc. 7ss), la sublimidad de sus concepciones religiosas, su serena amplitud de miras, la viva solicitud por la auténtica relación de su pueblo con Yhwh, testimoniaban en favor de su misión sobrenatural.

Contemporáneo de Isaí­as, desarrolló su actividad en el reino de Judá el profeta Miqueas, lleno de celo por los más oprimidos y temblando por la suerte tanto del reino del norte como del sur, animado, como confesaba él, por el poderoso influjo de Yhwh (Miq 3:8). Pronuncia un terrible vaticinio contra el mismo templo de Jerusalén (Miq 3:12), pero profesa también él una fe inquebrantable en el futuro de su pueblo en la lí­nea de la descendencia daví­dica (Miq 5:1-8); indica como meta para la verdadera paz con Yhwh el derecho, la bondad, la humildad (Miq 6:1-8): “Se te ha dado a conocer, oh hombre, lo que es bueno, lo que el Señor exige de ti. Es esto: practicar la justicia, amar la misericordia y caminar humildemente con tu Dios” (Miq 6:8).

Aunque perteneciente a la nobleza de la capital, Sofoní­as, algunos decenios después, vuelve a fustigar en nombre de Yhwh las malas costumbres de las clases dirigentes y las extendidas prácticas de idolatrí­a y de superstición, recurriendo al tema de Amós (Amó 5:18-20) del dí­a del Señor; dí­a no de luz y de alegrí­a, como esperaba la gente, sino “exterminio y de oscuridad” (Sof 1:15). Pero entrevé en aquella oscuridad un refugio y una liberación para los marginados y los humildes que confí­an en Dios (Sof 2:3; Sof 3:12).

Figuras luminosas en la hora más trágica del pueblo judí­o son el profeta de Anatot, Jeremí­as, todaví­a en la patria (626-586); Ezequiel en el primer destierro (593-570) y el Déutero-Isaí­as en la segunda parte de la cautividad babilónica (556-538).

En páginas de absoluta sinceridad, Jeremí­as nos describe el encuentro con el interlocutor sobrehumano, que le designa portador de mensajes decisivos para los connacionales; al sentirse incapaz de ello, intenta eximirse, pero es tranquilizado (Jer 1); y cuando, a causa de las oposiciones y de los escarnios que provoca, piense en desistir de aquella insoportable misión, experimentará tal angustia interior que estima preferible cualquier otro sufrimiento: “La palabra del Señor es para mí­ oprobio y burla todo el dí­a. Yo me decí­a: `No pensaré más en él; mo hablaré más en su nombre’. Pero habí­a en mi corazón como un fuego abrasador encerrado en mis huesos; me he agotado en contenerlo, y no lo he podido soportar” (Jer 20:8s). Debe gritar de continuo la general corrupción y el formalismo cultual; pronunciar terribles amenazas contra el rey, la nación entera y el templo; intentar contener la marea que los está arrastrando; lo contradirán, lo aislarán y lo buscarán para darle muerte; pero él permanecerá fiel a la consigna recibida hasta el fin, en obsequio al ser divino que le enví­a y al amor a los suyos; se fiará plenamente de aquella voz que obra ya en su corazón, le conforta y le permite entrever en la realización de algunos acontecimientos un futuro de arrepentimiento y de salvación: “Cúrame, Señor, y quedaré curado; sálvame y seré salvado, porque tú eres mi gloria” (Jer 17:14; Jer 31:31-34).

Ezequiel es exhortado por la visión de Yhwh, que le llega de improviso en tierra del destierro, a aceptar también él la invitación a referir oráculos de amonestación y de lamentos: no se adivinan más que repulsas y resistencias (Ez 1-3). Sus veredictos de condena de la ingrata Jerusalén se verifican puntualmente (Ez 24) y es reconocido como auténtico portavoz del Dios de la alianza por los compañeros de destierro (Eze 24:27). Mas, en contra de su pesimismo, emprende una nueva predicación: repudio de las infidelidades pasadas y profunda adhesión al Señor (Eze 11:14-20; Eze 36:25-32) en espera de la reconstrucción nacional y religiosa en el monte Sión (Ez 40-48).

En pos de sus huellas parece que se mueve el llamado Déutero-Isaí­as [/ Isaí­as III], anónimo vidente, que en nombre del Señor anuncia a los desterrados de Babilonia, desalentados y desconfiados, una liberación inminente, exhortándoles a renovar su fe y a reformar su conducta (Is 40-47); mientras, elogia y consuela a la élite de los que, en medio de la indiferencia general, han permanecido confiados en las promesas de Yhwh y han contribuido así­ a la conversión y la redención de sus hermanos (el siervo de Yhwh en el sentido de una colectividad fiel: Isa 49:1-6; Isa 52:13-53, 12).

Los videntes posteriores al destierro aparecen también por sus escritos empeñados en reavivar la fe en el Dios de los padres y en sus proyectos salví­ficos y en reconducir a los repatriados por los senderos de la nueva alianza, contemplando tiempos de gracia y de paz en consonancia con las intuiciones de sus predecesores: juicio de los pueblos paganos, / Abdí­as; era de purificación y de reconciliación, Malaquí­as, Zacarí­as; efusión general del Espí­ritu de Yhwh, Joel; nueva Sión, Is 24-27; nuevo templo, Ageo; nuevos cielos y nueva tierra, Is 65-66 (/ Isaí­as IV]. Es toda una cadena espléndida y singular de heraldos del Dios vivo, que se eleva a una cima altí­sima sobre cualquier tipo de videntismo y de nabismo; como la luz del mediodí­a que se distingue decididamente de los primeros inciertos albores del crepúsculo.

6. MENSAJE TEOLí“GICO DE LOS PROFETAS. Pero lo que hace más admirable a los profetas bí­blicos es su mensaje religioso y su especí­fica intuición escatológica. Partiendo de la sólida convicción de un monoteí­smo dinámico, cual estaba arraigado en la conciencia de Israel, poco a poco consiguen percibir y explicitar un monoteí­smo absoluto y universal. Yhwh es el único, el omnipotente, digno de ser adorado (Elí­as); el que juzga y dirige los destinos de los pueblos, también de los no israelitas (Am); el totalmente otro, que llena con su fulgor el universo y coordina los sucesos de la humanidad hacia un proyecto suyo en Sión (ls); el creador de todo lo que existe y sucede, dominador del cosmos y de la historia (Déutero-Isaí­as); el ser misterioso que puede ordenar a su criatura también lo incomprensible y del cual nos podremos siempre fiar (Jer, I Habacuc); el que puede transformar, respetando plenamente la libertad, el corazón del hombre mediante su Espí­ritu (Jer, Ez, J1); el que puede hacer servir a sus fines salví­ficos el sufrimiento pací­fico y heroico de sus testigos (Déutero-Isaí­as, Ez). Con la trascendencia divina, experimentan y descubren una insondable inmanencia. Proceden también aquí­, por un lado, de la más antigua concepción religiosa hebrea. Yhwh es el Dios que se ha comprometido desde los comienzos con su estirpe por medio de un “pacto”, berit. Está como implicado en la suerte de las tribus de Israel: interesado en reinar sobre ellas (Samuel, Elí­as) y dispuesto por ellas a intervenir prodigiosamente (Moisés, Elí­as). Mora en Sión, en medio de su pueblo, y desde allí­ enví­a a sus mensajeros para intentar el salvamento extremo (Am). Es el padre afectuoso, el esposo irreductible de la nación predilecta; no se rendirá nunca ante cualquier infidelidad, aunque respetando las exigencias de su santidad y de la libre decisión humana (Os); irá por tanto a llamar al corazón de Israel con incansable solicitud, incluso cuando ese corazón parezca del todo endurecido (Is); se cansarán sus portavoces, pero no él…, seguirá esperando con infinita delicadeza (Jer, Déutero-Isaí­as); tiene la serena certeza, comunicada también a sus confidentes, de que al final sus hijos se acordarán de su amor indeclinable, le abrirán su alma (Ez, Déutero-Isaí­as) y llorarán de compunción (Zac 12:10-14). De aquí­ la exposición de las divinas y sublimes exigencias, que tienen siempre como base las de la berit: una respuesta de plena adoración y de confianza ilimitada, el abandono de cualquier í­dolo y de toda injusticia en perjuicio de los hermanos amados de Dios (Samuel, Elí­as), con ulteriores profundizaciones: culto sincero que incluye la estima del otro y respeto de sus derechos (Am), adhesión amorosa, misericordia fraterna, humildad (Os, Miq), fe viva y santidad de obras (Is), circuncisión del corazón y confianza exclusiva en Yhwh (Jer), conversión, arrepentimiento, observancia fiel de la tórah (Ez)… En cuanto al futuro, descubren algo más preciso y más grandioso que la genérica bendición prometida a los antepasados. Para Natán habrá una perenne descendencia daví­dica en el gobierno de su pueblo (2Sam 7); Amós prevé la restauración de la casa de David que ha caí­do en la ruina (Am 9); la idea de un rey daví­dico redivivo, lleno de los dones del Espí­ritu (Is 11), recorre toda la predicación sucesiva, desde Oseas a Miqueas, Jer, Ez, Zac; Sión se convierte entonces en la sede de un reino feliz y santo en las visiones de Is 2, de Miq 4, de Jer 30-31, de Eze 17:37.40, de Isa 54:60-62 y de los otros profetas posexí­licos: en medio de ellos se erigirá el nuevo santuario de Yhwh y se posará la acción transformadora de su Espí­ritu; Dios hablará al corazón de su esposa y la atraerá a sí­ (Os); el conocimiento profundo del Señor se difundirá alrededor del monte elegido (Is); se escribirá en lo í­ntimo de los israelitas una nueva alianza de amor, por lo cual se sentirán inducidos a buscar a Dios (Jer 31); su corazón de piedra quedará cambiado en un corazón dócil, humilde, lleno de disgusto por los errores pasados (Ez 36); la salvación obtenida por el camino del dolor y de la intercesión de los justos penetrará en las multitudes (Is 52-53). Florecerá una era nueva de paz verdadera con Yhwh y de fraterna armoní­a en el pueblo de Sión, y las gentes acudirán para alcanzar luz y justicia: “El monte de la casa del Señor será afincado en la cima de los montes y se alzará por encima de los collados. Afluirán a él todas las gentes…, pues de Sión saldrá la ley y de Jerusalén la palabra del Señor…; trocarán sus espadas en arados y sus lanzas en hoces… Casa de Jacob, venid; caminemos a la luz del Señor” (Isa 2:2-5). Era ésta la realidad misteriosamente esperada por todos los profetas bí­blicos para una época imprecisa, be`aharí­t hajamin (cf Os 5), “para la sucesión de los dí­as” o “después de aquellos dí­as” (no traducido exactamente por “al fin de los dí­as”, de donde ésjatos, último, escatologí­a). Su pleno cumplimiento en Cristo y en el pueblo nuevo guiado por el Espí­ritu la aclarará a las mentes de los transmisores de aquellos mensajes.

7. KERIGMA PROFETICO E IDEOLí“GICO. En este conjunto de temas habrá que distinguir ciertamente el aspecto, llamémoslo ideológico, del kerigma verdadero y propio. Bajo el impulso de la inspiración, el vidente experimenta la trascendencia del Señor y su acción en el mundo de manera más elevada cada vez, comprende cada vez más vivamente el amor a Israel y a los pueblos, descubre una relación cada vez más pura entre el divino interlocutor y sus criaturas para las épocas venideras. Pero no puede expresar todo esto más que con términos y categorí­as de su ambiente. Usará ante todo los conceptos histórico-religiosos tradicionales: la promesa-elección (Dios ha elegido en los antepasados como pueblo suyo al clan israelita y se ha comprometido a darle una salvación: Gén 12:15); la alianza, berit (otro tipo de compromiso del soberano divino con toda la colectividad, sugiriendo normas de comportamiento e imprimiéndolas luego en los corazones: Ex 20); el éxodo antiguo y el éxodo nuevo hacia un futuro mejor (Déutero-Isaí­as, el pacto con David y sus herederos: 2Sam 7; Isa 7:29); la idea’de un resto purificado (Isa 6:13), de un sacrificio expiatorio (Is 52s) y de un templo como sede de Dios en medio de su pueblo (Ez 40ss). Se servirá luego de un lenguaje tí­pico y altamente simbólico: forma de mensajes (“así­ dice Yhwh…”, “me enví­a Yhwh”), con estilo jurí­dico según la ley del talión (rib o disputa entre dos contendientes, uno de los cuales demuestra tener razón: “juicio”, con acusación y veredicto de condena correspondiente); vaticinios de desgracias, lamentaciones…, imágenes tomadas del ambiente familiar, cultual, agrí­cola… Pero mientras que la mentalidad común empleará estos conceptos y estos sí­mbolos para confirmarse en la creencia de una inviolabilidad mágica de las instituciones humanas, los auténticos profetas los dirigirán a ilustrar el pensamiento y juicio genuinos de Yhwh sobre la situación existencial de su pueblo. Será cometido de la exégesis desentrañar, dentro de los lí­mites de lo posible, lo que pertenece al núcleo esencial de su anuncio inspirado de lo que es más bien contingente y descriptivo.

8. Los ESCRITOS PROFETICOS. Los profetas pronunciaron seguramente muchos más oráculos que los que se nos han transmitido. Parece que escribieron de su propio puño sólo pocas páginas (Isa 8:16; Isa 30:8; Jer 36; Ez 24): su primera intención era amonestar e iluminar a los oyentes directos; lo demuestra el estilo y el ritmo decididamente oral de sus dichos. Los que conservaron y luego nos transmitieron generalmente sus palabras fueron los cí­rculos de los discí­pulos y simpatizantes. Establecida la genuinidad de un vidente y la rectitud de su mensaje, se imprimí­an en la mente los varios oráculos, generalmente en verso, con la eficaz mnemotécnica oriental, los repetí­an en las reuniones sagradas y los iban poniendo poco a poco por escrito; primero en pequeñas colecciones y luego en grupos cada vez mayores, siguiendo procedimientos muy simples [agregación por analogí­a de temas o de palabras clave, o bien según un esquema genérico: a) oráculos de ruina; b) oráculos contra los paganos; y c) oráculos de salvación]. Algunas de estas colecciones se compilaron todaví­a en vida del profeta; otras en épocas posteriores sobre todo durante el exilio. Por la comparación con los duplicados y conociendo el respeto que inspiraba la palabra profética, tenemos una gran seguridad en cuanto a la autenticidad sustancial de los mensajes proféticos que nos han llegado, aunque la crí­tica puede comprobar en algunos párrafos amplificaciones y actualizaciones de una generación a otra; ello no impide distinguir el genuino pensamiento de los grandes heraldos del pueblo elegido, e incluso nos ayuda a descubrir su exacta orientación hacia la meta suprema a la que miraban.

II. LA PROFECíA EN EL NT. En la plenitud de los tiempos se realizó aquella salvación en la que “centraron sus estudios e investigaciones los profetas que anunciaron la gracia que Dios os tení­a reservada. El Espí­ritu de Cristo que estaba en ellos les dio a conocer de antemano lo que Cristo tení­a que sufrir” (lPe 1,10-11): aquella revelación plena del Padre, de la cual los antiguos videntes habí­an sido un reflejo y preludio: “Dios, después de haber hablado muchas veces y en diversas formas a nuestros padres por medio de los profetas, en estos dí­as que son los últimos nos ha hablado por el Hijo, a quien ha constituido heredero de todas las cosas” (Heb l,ls). En Jesús y con Jesús se inicia un nuevo diálogo de Dios con la humanidad; él es el enviado de Yhwh por excelencia, y continúa su acción profética en el mundo a través de sus portavoces.

1. CRISTO, EL MAYOR DE LOS PROFETAS. En el evangelio de Lucas el nuevo rabbi de Nazaret se presenta como el ungido por el Espí­ritu del Señor, predicho por los libros santos, que habí­a de llevar a los pobres y a los oprimidos la buena nueva de la liberación y de la divina benevolencia: “Le entregaron el libro del profeta Isaí­as…, y encontró el pasaje en el que está escrito: `El Espí­ritu del Señor está sobre mí­…, me ha enviado a llevar la buena nueva a los pobres…, a liberar a los oprimidos y a proclamar un año de gracia del Señor’. Enrolló luego el libro, se lo dio al ayudante de la sinagoga y se sentó… Comenzó a decirles: `Hoy se cumple ante vosotros esta Escritura’. Todos daban su aprobación, admirados de las palabras tan hermosas que salí­an de su boca” (Luc 4:17-22). El Espí­ritu actúa, efectivamente, en él en el momento de la encarnación (Luc 1:35), en la inauguración de su ministerio (Luc 3:21s), durante toda su predicación (Luc 10:21; Luc 11:20). Al escucharle y observar sus obras, la multitud no tiene la menor duda: “Un gran profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo” (Luc 7:16); él es más que Jonás y que Salomón (Mat 12:6.41); es el supremo profeta prometido en Deu 18:15, al que todos deben escuchar (Mat 17:5), y cuyas palabras no pasarán jamás (Deu 24:35); el que es la luz del mundo (Jua 1:4s), guí­a para la auténtica relación con Dios en espí­ritu y verdad (Jua 4:23), el único mediador de la revelación del Padre y de sus misterios (Mat 11:27; Luc 10:22; Jua 3:35), el unigénito que contempla desde siempre la esencia del Padre (Jua 1:18) y que nos revelará de manera única su insondable misericordia con la exigencia de una generosidad análoga en el corazón de sus hijos (Mt 7,Is).

Al igual que los grandes profetas, es impugnado por el orgullo y por la hipocresí­a humana, por quienes persiguen proyectos de autoexaltación y de prestigio. Rechazado, condenado por los jefes del pueblo, él, secundando un arcano designio del Eterno, deja que el curso de los acontecimientos lo arrastre y lo aniquile. Pero en su humillación y luego en su resurrección se realiza de la forma más inimaginable la intuición “escatológica” de los videntes de Israel: la manifestación plena de la infinita trascendencia de Yhwh y de su inconmensurable solicitud por el hombre, el logro de la perfecta reconciliación y comunión de vida de toda criatura con su creador, la paz inalterable entre la tierra y el cielo. En Cristo que, con sus “palabras de gracia” y sus gestos de bondad, con la aceptación voluntaria de la muerte y la gloria de su resurrección, con el don perenne de su cuerpo y de su sangre, nos revela un amor absolutamente gratuito e ilimitado a los hombres que le han rechazado, encuentra la profecí­a entera del AT su más alto cumplimiento, su culminación a la vez que su confirmación más válida. No podí­an menos de provenir del mismo supremo director, a saber: del Espí­ritu de Dios, por una parte aquellas experiencias sobrehumanas, aquellas heroicas proclamaciones de santidad y de misericordia, aquella espera paciente e indefectible de una purificación interior, aquel plan de salvación definitiva para los descendientes de Israel y para todas las gentes, y por otra las fúlgidas realizaciones de estas perspectivas en la obra humilde y amable del rabbi de Nazaret, el más excelso descendiente de David, el rey pací­fico de la paz, el signo de contradicción para las libres opciones del hombre, el más fiel de los “siervos de Yhwh”, la ví­ctima inocente de todos los pecados de la humanidad, el vencedor de la muerte y la irradiación misma del Padre, el supremo de los profetas.

Pero Jesús, al llevar a su más alto nivel la profecí­a, la encaminó por nuevos senderos. Al volver a la gloria que le correspondí­a desde toda la eternidad, y de la cual habí­a hecho partí­cipes a sus hermanos (Jua 17:5s), quiso perpetuar su presencia invisible y dinámica en medio de los hombres hasta el fin del mundo: “Yo estaré siempre con vosotros” (Mat 28:20), y dirigiéndose al Padre: “Yo les he dado a conocer tu nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor que tú me tienes esté en ellos y yo también esté con ellos” (Jua 17:26). “No os dejaré huérfanos… Yo pediré al Padre que os mande otro defensor que esté siempre con vosotros, el Espí­ritu de la verdad… El os lo enseñará y os recordará todo lo que os he dicho… El os guiará a la verdad completa… El me honrará a mí­, porque recibirá de lo mí­o y os lo anunciará” (Jua 14:16s.18.26; Jua 16:13s). Era la promesa de la bajada del Espí­ritu del Padre y del Hijo sobre el nuevo pueblo de Dios, nacido del corazón y de la sangre de Cristo: “Sabed que voy a enviar lo que os ha prometido mi Padre” (Lev 24:49). “Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados en el Espí­ritu Santo dentro de pocos dí­as” (Heb 1:5): era la realización de un antiguo vaticinio: “Después de esto, yo derramaré mi espí­ritu sobre todos los hombres. Vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán… Haré aparecer señales en el cielo y en la tierra” (J13,1.3). ¡Se inauguraba una gran nueva era profética!
2. Los PROFETAS CRISTIANOS. En la época judeo-neotestamentaria existí­a la convicción de que, después de los últimos profetas clásicos, el Espí­ritu habí­a abandonado Israel, reservándose volver en la venida de la era mesiánica. Las manifestaciones carismáticas verificadas en las comunidades cristianas desde el dí­a de pentecostés (He 2) indujeron a los creyentes a hablar de un profetismo renovado. Pedro ve en el fenómeno de las diversas lenguas de los apóstoles el cumplimiento de la predicción de Joel (Heb 2:16-21); otro tanto afirman los Hechos del primer apóstol por la eficacia de su palabra en los corazones de los judí­os, por la osadí­a con que se presenta a los jefes de la nación, por la confirmación de sus previsiones por los acontecimientos (Heb 4:10.15).

Junto a él se nos indican como profetas otros varios personajes: los “profetas” que provienen de Jerusalén (Heb 11:27), uno de los cuales, Agabo, anuncia una gran carestí­a, que realmente tuvo lugar, y luego prefigurará con un gesto simbólico a la manera de los videntes antiguos el encarcelamiento de Pablo, usando la frase tí­pica: “Así­ dice el Espí­ritu Santo…” (Heb 21:11); los “profetas” de Antioquí­a, un grupo de responsables que guiaban la comunidad y que, después de ayunar y orar, descubren a la luz del Espí­ritu la designación de Pablo y de Bernabé para la evangelización de Chipre y, por la imposición de las manos, les comunican aquella misión: “Mientras celebraban el culto del Señor y ayunaban, el Espí­ritu Santo dijo: `Separadme a Bernabé y a Saulo para la obra a la que los he llamado’…, les impusieron las manos y los despidieron” (Heb 13:2s); están luego Felipe y sus hijas: de éstas se nos dice que “profetizaban” (Heb 21:9), probablemente en el sentido de 1Cor 14 y 11,4s (llevaban, como su padre, a las asambleas litúrgicas el carisma de una palabra inspirada e iluminadora); Felipe es un ardiente evangelizador de paganos, realizador de milagros; puede trasladarse prodigiosamente, como Elí­as, a distancia para iluminar con su inteligencia cristiana a un lector de oscuros pasajes proféticos del AT (Heb 8:5ss); Bernabé, del grupo de Antioquí­a, es llamado “apóstol y profeta” (Heb 13:1) y hombre de la paráclesis (Heb 4:36), pues tiene el don de confortar, exhortar y animar (Heb 11:2s.25s).

Pablo no es mencionado nunca con el tí­tulo de “profeta”, pero nos presenta todas sus caracterí­sticas. Tiene una absoluta certeza de su misión sobrenatural: es el fulgor de Cristo resucitado que vino a ilustrarle cuando menos lo esperaba (Gál 1:11-17); el kerigma evangélico que lleva a los gálatas tiene el carácter de trascendencia que ni siquiera un ángel podrí­a desmentirlo (Gál 1:6-10); muchas veces alude a las revelaciones y a los dones del Espí­ritu con que ha sido favorecido: “A nosotros nos lo manifestó Dios por medio de su Espí­ritu, pues el Espí­ritu lo penetra todo, hasta las cosas más profundas de Dios” (lCor 2,10); en virtud de esta presencia interior lo puede él todo, funda establemente las primeras comunidades entre los gentiles, dirime las cuestiones relativas a la nueva vida en Cristo, comprendida la actividad carismática de los fieles (1Co 14:37s). En sus cartas especifica qué í­ntimo conocimiento se le ha comunicado del misterio de Cristo: la inescrutable riqueza del amor salví­fico que hay que extender mediante la fe y la luz del Espí­ritu a todas las gentes, según el designio benévolo del Padre (Efe 1:7; Efe 3:5), pues la nueva comunidad (la Iglesia) edificada por el Padre deberá tener siempre una solidí­sima piedra angular, que es Cristo Señor, y un fundamento indefectible, que son justamente los testigos de su vida y resurrección (apóstoles) investidos por el poder del Espí­ritu (profetas): “Edificados sobre el fundamento de los apóstoles, la piedra angular de este edificio es Cristo Jesús, en el que todo el edificio, perfectamente ensamblado, se levanta para convertirse en un templo consagrado al Señor” (Efe 2:20s); Pablo ciertamente se considera entre ellos. Así­ como los heraldos de Dios en el AT partí­an de la tórah y de la alianza desarrollando sus virtualidades con su experiencia e inteligencia sobrenatural, así­ ahora los enviados del Señor Jesús tienen la función de exponer y aclarar incesantemente el misterio de Cristo, que vivió en medio de nosotros, bajo el influjo de su Espí­ritu: apóstoles en cuanto testigos de su realidad histórica y gloriosa, profetas en cuanto confortados por la luz interior del Espí­ritu.

Otro gran profeta es el autor del / Apocalipsis (Juan evangelista o alguno de su séquito): recibe en éxtasis del Hijo del hombre la misión y los mensajes que ha de comunicar: “Oí­ detrás de mí­ una voz potente… que decí­a: `Lo que ves escrí­belo en un libro y mándaselo a las siete iglesias’ ” (Apo 1:10s); se expresa en el estilo de los antiguos videntes: en primera persona, apelando a la palabra del Espí­ritu, con reproches, amenazas, invitaciones a la conversión; pero en el centro de sus anuncios está “el que es `el primero’ y `el último’, el que murió y ha vuelto a la vida” (Apo 2:8); y concluye con una firme declaración sobre el origen sobrehumano de sus previsiones: “Estas palabras son ciertas y auténticas, y el Señor Dios de los espí­ritus de los profetas ha enviado a su ángel a mostrar a sus servidores lo que va a suceder enseguida. Voy a llegar enseguida. Dichoso el que guarda la profecí­a de este libro” (Apo 22:6s).

3. PROFETAS “ASAMBLEARES” Y DISCERNIMIENTO DE LOS ESPíRITUS. Los textos neotestamentarios, además de estos personajes especí­ficamente mencionados, nos informan también sobre un fenómeno más genérico de profecí­a y nos advierten de la necesidad de un atento discernimiento. En lCor san Pablo nos habla varias veces del carisma de la profecí­a en conexión con las asambleas litúrgicas: “El hombre que ora o profetiza con la cabeza cubierta deshonra a Cristo, que es su cabeza. Y la mujer que ora o profetiza con la cabeza descubierta deshonra al marido, que es su cabeza” (lCor 11,4); “A cada cual se le da la manifestación del Espí­ritu para el bien común…, a uno el don de hacer milagros, a otro el decir profecí­as, a otro hablar lenguas extrañas… Todo esto lo lleva a cabo el único y mismo Espí­ritu, repartiendo a cada uno sus dones como quiere” (lCor 12,7-11); “Buscad el amor; aspirad a los dones espirituales, pero sobre todo el don de profecí­a” (lCor 14,1). Se trata de uno de tantos dones gratuitos del Espí­ritu de Cristo, que actúa en su Iglesia, que sirve para la edificación y el perfeccionamiento de toda comunidad cristiana (lCor 12,12ss); tiene la función especí­fica de confortar, exhortar y hacer crecer (14,3: “El que profetiza habla a los hombres, los forma, los anima y consuela”; para “instruir a los demás”: v. 19; para convencer a los increyentes: v. 24s). El hablar inspirado, que es superior a la glosolalia, es decir, a un lenguaje desconocido que sirve sobre todo para el coloquio personal con Dios (lCor 14,4-6), era muy estimado en las comunidades de la época; san Pablo dedica a ello todo el capí­tulo 14 de lCor para hacer su elogio y a la vez purificarlo de cualquier intemperancia. Siguen hablando de él con estima un siglo después el Pastor de Hermas (11 prec.), Justino en el Diálogo de Trifón (n. 82: “El hecho de existir en nuestros dí­as el don de la profecí­a entre nosotros, los cristianos, deberí­a haceros comprender que aquellos dones que se encontraban en otro tiempo entre vuestra gente [los judí­os] han sido ahora transferidos a nosotros”), y también Ireneo Adv. Haer. II, 32,4; III, 11,9.

Pero en otros pasajes, lo mismo del apóstol que del resto del NT, se recomienda insistentemente la vigilancia, la prudencia, un atento examen de cada una de las personas y de los mismos mensajes que se presentan como inspirados: es preciso conocer y saber aplicar los criterios de discernimiento recomendados por la experiencia de los siglos y de cada una de las asambleas cristianas: “No apaguéis el Espí­ritu. No despreciéis las profecí­as. Examinadlo todo,y quedaos con lo bueno” (1Ts 5:19-21); “Queridos mí­os, no os fiéis de todos los que dicen que hablan en nombre de Dios; comprobadlo antes, porque muchos falsos profetas han venido al mundo… El que confiesa que Jesús es el mesí­as hecho hombre es de Dios; y el que no confiesa a Jesús no es de Dios” (1Jn 4:1-3). Ahora todo vidente que declara que recibe y comunica mensajes del Dios vivo, cualquiera que sea el nivel al que pertenezca, deberá confrontarse con la revelación del Verbo eterno hecho “carne”, con el misterio de su admirable inserción en la historia del hombre. El criterio de la conformidad con la verdadera religión dada a conocer a lo largo de la historia veterotestamentaria deberá integrarse con la referencia más o menos explí­cita al designio del supremo Señor de “recapitular todo en Cristo” (Efe 1:10), de manifestar cada vez más “las inescrutables riquezas” del amor de Cristo (Efe 3:8) y hacer comprender “la anchura, la longitud, la altura y la profundidad” del mismo (v. 18), para que todos puedan “ser fortalecidos poderosamente por su Espí­ritu en orden al progreso de vuestro hombre interior” (v. 16) y “llenos de toda la plenitud de Dios” (v. 19) “para alabanza de su gloria” (Efe 1:12) y de su inefable bondad. A esto tendí­an todas las iniciativas de Yhwh en la comunidad elegida y en sus auténticos mensajeros, y a esta meta sublime tiende la efusión del Espí­ritu de Cristo en su Iglesia, en sus ministros y en cada uno de los componentes de su cuerpo mí­stico. Por la consonancia con esas realidades se podrá reconocer la genuinidad de todo espí­ritu que se confiese enviado de lo alto.

III. CONCLUSIí“N. Mirando ahora todo el fenómeno de la profecí­a como nos lo presenta la larga tradición judeo-cristiana, podemos deducir sintéticamente algunas conclusiones. “Deus nobis locutus est per prophetas”: Dios se ha dignado hablar realmente a la humanidad por medio de sus mensajeros; su voz discreta pero poderosa, respetuosa de la libertad humana pero exigente, llevaba en sí­ el timbre de la trascendencia. Dios, por medio de ellos, se ha puesto en comunicación con el hombre, ha manifestado su vivo interés por todos los hombres, su solicitud por su respuesta de amor y por su consiguiente participación en su gloria. No es posible dudar seriamente de ello. Pero se pueden distinguir varios niveles de manifestación profética: un nivel general, con el que Dios se revela en los acontecimientos y en los personajes de todo un pueblo y lo guí­a carismáticamente hacia la verdad; un nivel más especí­fico con el enví­o de sus portavoces extraordinarios, como los grandes videntes del AT, y sobre todo su mismo Unigénito hecho visible, y los enviados directos de Cristo, testigos de su obra e investidos de su Espí­ritu, como fundamento perenne de su comunidad (a la vez “apóstoles y profetas”); un tercer nivel, con inspiraciones asamblearias ocasionales, es decir con mensajes aptos para exhortar, consolar y orientar de manera eficaz grupos o individuos de la comunidad cristiana para su plena maduración en el amor. Todo el pueblo de Dios se nos presenta así­ bajo el influjo del Espí­ritu de Cristo en sus estructuras y en sus componentes, con la posibilidad inmediata de una palabra carismática, cuando sus miembros están abiertos a las manifestaciones especiales que el mismo Espí­ritu quiere suscitar; es preciso estar prontos y dóciles.

¿Ha hablado Dios también fuera del ámbito judeo-cristiano? ¿Sigue hablando también hoy? No hay ningún motivo para negarlo a priori. Ya se ha visto que el que habló por medio de los profetas es el Dios del amor y de la condescendencia infinita, deseoso de estar en diálogo incensante con sus criaturas racionales. Lo que hizo con algunas de ellas en el pasado puede haberlo hecho también con otras y hacerlo en diversas épocas de un modo quizá inconcebible para nosotros. Donde haya indicios de ello, si queremos tener su convalidación sólo habremos de aplicar los criterios del recto discernimiento, ya comprobados por una experiencia milenaria.

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G. Savoca

P Rossano – G. Ravasi – A, Girlanda, Nuevo Diccionario de Teologí­a Bí­blica, San Pablo, Madrid 1990

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Bíblica

SUMARIO:
1. Estado de la cuestión;
2. La profecí­a en la teologí­a veterotestamentaria;
3. Jesús de Nazaret y la cristologí­a profética;
4. La profecí­a neotestamentaria;
5. Valor teológico de la profecí­a (R. Fisichella).

Situarse hoy ante el argumento profético es algo muy parecido a encontrarse con los restos de un naufragio. La navecilla del argumentum ex prophetia, sacudida por la tempestad de un cálculo de probabilidades como el que realizan generalmente los tratados apologéticos y bajo los nubarrones acumulados por la metodologí­a histórico-crí­tica, se refugia hoy en el puerto de la teologí­a fundamental, que no sabe si someter los restos a una transformación radical o destruirlos por completo.

Pero antes de proceder a un hundimiento definitivo, podrí­a ser interesante un nuevo intento que se esfuerce en aplicar las diversas metodologí­as para un uso más bí­blico y más teológico del argumento.

1. ESTADO DE LA CUESTIí“N. Hay que observar ante todo que sin la profecí­a difí­cilmente podrí­a comprenderse la historia del cristianismo. Representa una realidad tan constitutiva para la reflexión teológica, que el tener que prescindir de ella equivaldrí­a a errar en el objeto mismo de la fe cristiana.
La misma historia de Israel resulta incomprensible si no la referimos al acontecimiento de la profecí­a, que inspira y condiciona los momentos más destacados de la constitución de la vida del puebla. Tanto la revelación progresiva de la fe monoteí­sta como las instituciones religioso-polí­ticas de Israel sólo resultan claras cuando se las sitúa en el horizonte profético.

Además, la historia de Jesús de Nazaret no puede prescindir de una lectura profética. Hablando y actuando del mismo modo que los profetas, Jesús fue comprendido por sus contemporáneos corno un profeta. Pero al anunciar que el Bautista tení­a que ser considerado como el último de los profetas (Mt 17,10-13), expresaba también paradójicamente su pretensión de no querer confundirse can ellos, ya que él y su tiempo eran el término último e inequí­voco de todo cumplimiento de la ley y de los profetas (Mc 9,2-8; Mt 17,1-8; Le 9,28-36).

Finalmente, la historia de la Iglesia está marcada transversalmente por el hecho profético. Gracias a la centralidad de Jesucristo, “profeta poderoso en obras y en palabras” (Lc 24,19), que es creí­do como el cumplimiento y la realización de la profecí­a antigua, la comunidad vive incesantemente en relación con la profecí­a. La estructura de la comunidad primitiva reconoce ante todo en los profetas uno de los fundamentos, incluso institucionales, de su existir (cf Ef 4,11; I Cor 12,28); además, la Iglesia, a lo largo de sus veinte siglos de historia, ha considerado la profecí­a como uno de los carisrnas normales que se le han dado para realizar su mediación de la revelación en el mundo.

A pesar del papel esencial que parece representar la profecí­a en la veda de la Iglesia, el argumento profético, como uno de los signos que transmiten la revelación cristiana, se ha visto sometido a un tratamiento francamente contradictorio: el racionalismo le quitaba todo carácter sobrenatural; los manuales, por el contrario, superexaltaban su valor; el método histórico-crí­tico finalmente, limitó todo su contenido al Sitz im Leben, sin permitir, por tanto, la apertura a una lectura teológica e impidiendo la verificación de los efectos que se iban realizando progresivamente en una dinámica histórica.

No carece de dificultades la recuperación de la mediación de la profecí­a como signo de credibilidad de la revelación. La primera dificultad se debe a la precomprensión teológica de esta categorí­a. En efecto, la tradición manualista nos ha dejado en herencia una definición de profecí­a que ha condicionado negativamente, durante decenios enteros, la teologí­a, y consiguientemente las diversas expresiones de la vida de fe que se inspiran en ella. Los tratados clásicos De revelatione coinciden en considerar la profecí­a como “cena praedictio futuri eventus que ex principüs naturalibus praescln non potest” (cf, en nombre de todos, Ch. PESCA, Compendium theologiae dogmatieae I, De legato divino; Friburgo 1913, 54).

Como puede advertirse, la profecí­a se limita y se identifica aquí­ con el vaticinio y la predicción, relacionada inmediatamente con la omnisciencia de Dios que, por ser “entendimiento infinito”, puede conocerlo todo, incluso los acontecimientos futuros y futuribles, y que puede comunicarlos milagrosamente con su libertad.

Una precomprensión actual de la profecí­a no puede prescindir de la recuperación del concepto bí­blico, que primordialmente no le confí­a al profeta la tarea de una anticipación del futuro, sino que indica más bien la forma mediante la cual se comunica y se conserva intacta a lo largo de la historia la palabra de Yhwh.
La segunda dificultad respecto al argumento profético se debe a la influencia que, a partir de la escuela liberal, se padeció en la comprensión de la profecí­a neotestamentaria. Llegó a crearse entonces una teorí­a que veí­a en contraposición la presencia de dos Iglesias casi paralelas entre sí­: la institucional y la carismática. El miedo al carisma profético -indican esos autores-hizo que la institución prevaleciera sobre el carisma, relegando así­ la profecí­a a un orden subalterno, hasta su completa desaparición de la escena.

A partir de este orden de ideas llegó a formarse una visión eclesiológica que contraponí­a los apóstoles a los profetas, exasperando la tensión entre ley y carisma.

Una relectura de la profecí­a tendrá que considerar la pluralidad de las formas de autocomprensión de las Iglesias en su situación histórica; pero en una lectura global que destaque la unidad en la complementariedad, en vez de la absolutización de un ministerio particular.

De todas formas, las diversas dificultades pueden superarse si la investigación teológica interdisciplinar converge hacia un centro, que habrá que recuperar a través de una exégesis atenta y de una visión teológica global del fenómeno.

Los datos positivos que se pueden sacar de una renovada presentación de la profecí­a -pensemos, p.ej., en un fundamento más contextual del cristocentrismo, en una teologí­a de la historia más genuina, en una relación equilibrada entre ministerio y carismas, en una recuperación más significativa de los signos de los tiempos- mueven a mirar más allá de las dificultades, para alcanzar objetivos que permitan más fácilmente una presentación del acontecimiento revelado.

Los rarí­simos estudios que, después de la teologí­a manualista, se han dedicado al argumento profético han intentado poner en relación todo el AT con el NT, superando así­ la lectura reduccionista y mecanicista que relegaba la argumentación a la verificación sobre el cumplimiento de cada una de las profecí­as. De allí­ se derivó que el AT era releí­do a la luz de tres categorí­as: la ley, la historia y la promesa, que encontraban “cumplimiento” en el NT y en la fe cristiana.

Se constituí­a así­ una teologí­a del AT como “profecí­a” del NT; El NT releí­a el AT dándole un “sentido cristiano”.

Pero este intento tan laudable no iba más allá de una teologí­a cristiana del AT. La aplicación de un sensus plenior a los escritos veterotestamentarios, si ofrecí­a realmente una lectura cristiana, no daba, sin embargo, razón de la “autonomí­a” peculiar que, en todo caso, tiene que poseer el AT como texto sagrado de la religión judí­a.

La pretensión cristiana de apoderarse del AT y de verlo incluso orientado hacia Cristo hace comprender el carácter especí­fico del cristianismo, pero no evita el elemento de “pretensión” que se arroga respecto al mundo veterotestamentario.

Creemos que puede recorrerse otro camino que, recuperando los rasgos salientes de la profecí­a veterotestamentaria, sepa, sin embargo, poner en el centro a la persona de Jesús de Nazaret como profecí­a del Padre y, poniendo de relieve la especificidad del profetismo neotestamentario, sepa ofrecer una lectura teológica más conforme con la originalidad cristiana.

2.: LA PROFECIA EN LA TEOLOGíA VETEROTESTAMENTARIA. A diferencia de los pueblos limí­trofes, que confunden a menudo la profecí­a con la magia y con la posesión extática, Israel tuvo siempre una clara idea religiosa del profeta. Ya en la misma diferenciación semántica es posible percibir la clara distinción entre la idea bí­blica y la de las otras religiones: el profetés de los Setenta se refiere al nabí­, identificado como “el que habla con claridad en lugar de otro”, mientras que el hebreo qosem, que indica al “mago”, se traduce siempre por mántis. La peculiaridad del profeta hebreo se impone entonces como un fenómeno directamente en relación con la economí­a de la revelación.

El profeta del AT es un traditus, confiado y entregado al dabar Yhwh al que tiene que obedecer, repitiendo sus palabras (Is 45,6: “Yo soy el Señor, tu Dios, que ha hablado’. Por eso el profeta se convierte en un “experto” de Dios: experimenta su “gloria” (Ez 1,26-28), su fuerza vinculante (Jer 15,16), el hechizo de su santidad (Is 6,1-8).

Como hombre profundamente inserto en la historia de su pueblo, el profeta bí­blico ve en la alianza yen la Torah el instrumento más adecuado para vivir en paz y en fidelidad al pacto establecido. Sin embargo, la conciencia religiosa y el sentido polí­tico indican un sentido más profundo, el de la conciencia de que Yhwh guí­a la historia y la orienta hacia un futuro, el “dí­a” en que su manifestación y su alianza alcancen la cima por estar ligadas a un profundo cambio interior (Jer 31,31-37; Ez 34,1130; 36,23-36).

Así­ pues, para comprender al profeta del AT habrá que referirse ante todo a la gratuidad de su llamada: sólo se le puede comprender dentro de un esquema vocacional. La llamada de Yhwh constituye para cada uno de ellos el acontecimiento fundamental, que crea una historia personal y que debe fijarse además por escrito, para que pueda permanecer sin variar (Jer 1,2; Is 6,1; Ez 1,2; Os 1,1).

En esta llamada, que se presenta como un acto de amor profundo y que implica un conocimiento desde siempre = “desde el seno materno” o “ya antes de nacer”- el profeta descubre su misión. El es el hombre enviado a llevar la palabra, mandato éste que ha de ser ejecutado fielmente y que requiere una disponibilidad total, y por tanto una capacidad de aceptar toda clase de sufrimiento, incluso el sacrificio de la propia existencia (Dt 18,15-22; 4,21-22; Is 52,1353,12;Jer 37-40).

Si el anuncio de la palabra de Yhwh es la nota dominante, no se puede esconder, sin embargo, que el l silencio (/Semiologí­a) y el signo siguen siendo las formas más expresivas del lenguaje profético. Después del primer silencio, que constituye la atención a la vocación y al contenido del anuncio del mensaje, la palabra del profeta se vuelve de nuevo silencio: Dios ha hablado, ¿qué podrá añadirse a su palabra? (Is 8,16-20). Este silencio, que expresa la profundidad del lenguaje, remite a un sentido más profundo, el del misterio con que el profeta ha llegado a encontrarse. Y cuando la palabra no parece ser suficiente, el profeta realiza signos que sólo a primera vista pueden parecer ilógicos o insensatos (cfJer1,11;18,1-12′ 19,1-15;24,1-10; 27,2-22; 32,6-15; Ez 4,1-3; 5,1-17; 24,1-27); más aún, él mismo será “signo” puesto ante todo el pueblo (Ez 24,24; Jer 16), para que, al verlo a él, se pueda llegar al misterio que significa.

En una palabra, los profetas del AT aparecen en su concreción y coherencia de vida. Son hombres que se han puesto al servicio de la “tradición” sagrada de Israel, señalando la historia de su pueblo. Pero la experiencia de Dios que habí­an tenido y la responsabilidad del mensaje que anunciaban tení­an que superar naturalmente la estrecha barrera del tiempo y los lí­mites de un solo pueblo para hacerse patrimonio común de la historia de la humanidad en un futuro que hiciera evidente lo que ellos no habí­an hecho más que prometer y representar simbólicamente.

3. JESÚS DE NAZARET Y LA CRISTOLOGíA PROFETICA. “El espí­ritu de profecí­a se ha apagado y consumida en Israel con Ageo, Zacarí­as y Malaquí­as” (Yomma, 9/b); “Hasta ellos los profetas profetizaron a través de la acción del espí­ritu; desde entonces prestáis oí­dos y escucháis las palabras de los sabios” (Seden Olam Rabbah 30). Estas dos citas del Talmud pueden ser una buena introducción a la comprensión del ambiente judí­o en tiempos de Jesús en lo que atañe a la profecí­a. Los profetas desaparecieron, y el uso de la profecí­a sólo se adquiere en virtud de la dignidad sacerdotal (cf Jn 11,5); por lo demás, sólo la esperanza apocalí­ptica consigue mantener vivo el sentido de espera por el retorno de “uno semejante” a Moisés (Dt 18,15-18).

La presencia de Juan el Bautista ofrece un nuevo dato del contexto contemporáneo de Jesús. No podemos prescindir de él, ya que los textos neotestamentarios presentan al Bautista como a uno que pertenece a la historia del maestro de Galilea, y su predicación es interpretada expresamente como un “prepararle el camino” (Mt 3,1-3).

La persona del Bautista recuerda en términos muy concretos la de los profetas veterotestamentarios, hasta el punto de que no se la puede considerar tan sólo al estilo de un predicador vagabundo. La vida ascética que llevaba, el recuerdo del desierto, la apelación a los temas fundamentales de la ley y de la alianza, la predicación a la conversión y la praxis bautismal, todos estos elementos, aunque interpretados teológicamente poros diversos evangelistas, orientan a ver. en él una de las grandes figuras del profetismo clásico. Por tanto, su presencia alimentó de alguna forma el sentimiento profético de una esperanza entre el pueblo.

Más directamente, respecto a Jesús de Nazaret como profeta, hay que observar que los evangelios presentan una doble forma. En algunos casos se habla de él como de un profeta (Mt 21,45), identificándolo, por tanto, como uno de tantos profetas en la tradición judí­a normal; en otros casos, por el contrario, se le define como el profeta (Jn 7,40), refiriéndose lógicamente al cumplimiento de Dt 18,15-18. La interpretación de estos datos puede ofrecer una lectura para una cristologí­a prepascual, que resulta decisiva para la comprensión de la relación entre Jesús y sus contemporáneos.

Del simple análisis de los textos se puede deducir que Jesús fue llamado y comprendido por la gente al estilo de los profetas. La impresión que daba tanto ante la gente (Mt 21,11; Me 6,15; 8,28; Le 7,16) como ante los individuos (Le 7,39; Mt 26,68; Jn 4,19; 9,17) era la de encontrarse frente a una de las figuras clásicas del profetismo.

La aparición de esta comprensión se puede determinar, bien por el hecho de que Jesús mismo dijera expresamente que era profeta, bien porque su comportamiento provocaba esta identificación. La primera hipótesis es difí­cil de comprobar. Aun aceptando la historicidad de los únicos textos en que Jesús habla explí­citamente de su persona y la compara con la de los profetas (Mt 13,57; Le 13,33), el contexto y el horizonte de estas perí­copas deben de referirse privilegiadamente al de la muerte violenta como el destino común de los enviados de Dios. Además, dos únicos casos en toda la tradición evangélica no pueden tomarse como fundamento para esta lí­nea interpretativa, sobre todo cuando se les confronta con el uso explí­cito y continuo de “hijo del hombre” y con la determinación del contexto de la muerte violenta, que limita más aún el terreno de acción en la interpretación. Por tanto, no se puede seguir esta hipótesis; Jesús no se definió como profeta. Esto se impone más aún si se piensa que está más en consonancia con su comportamiento y su estilo el huir de toda clara definición de sí­ mismo.

Queda entonces la segunda hipótesis: Jesús se comportó y habló con el mismo estilo de los profetas. Los textos “proféticos” que orientan hacia esta interpretación pueden clasificarse de la siguiente forma:
a) Jesús interpreta las Escrituras. La escena programática de Le 4,1630 adquiere en este horizonte un valor particular. Apelando a los textos de los padres, Jesús actualiza la palabra de Dios e ilumina su tiempo presente. Pueden aducirse otras muchas referencias (cf Le 10,25; 18,18; 20,42); pero las “actualizaciones” de las figuras del siervo de Yhwh del Déutero-Isaí­as y del hijo del hombre de Daniel son las que dan más cuerpo a este modelo. Más particularmente podemos pensar en la misma forma con que Jesús interpretaba las Escrituras, que se apartaba de la de los rabinos y que, cualitativamente, lo situaba en un plano distinto y superior del de éstos (Mt 8,29).

b) Jesús hizo profecí­as. Queremos decir ante todo que Jesús habló con el estilo tí­pico de los profetas y que, en este sentido, pudo pronunciar tabién anuncios que se referí­an al futuro. Podemos pensar en las diversas fórmulas de calamidad contra Jerusalén (Mt 23,37), contra el templo (Me 13,1.-2), contra “esta generación” (Le 11,49) o contra “las hijas de Jerusalén” (Le 23,28); las fórmulas de bendición para quien le siga (Me 10,29) o para los débiles e indefensos (Le 12,32); los diversos macarismos (Mt 5,3-12; Le 7,23; Mt 11,6).

El mismo texto de Me 13 1-2, que es de clara formulación profética, contiene para todos los efectos un mensaje profético que hay que atribuir al Jesús histórico.
c) Jesús realizó gestos proféticos. En esta clasificación habrí­a que insertar ante todo los l milagros, considerados como signos expresivos del amor y del poder de Jesús como enviado del Padre; hay además otros gestos tí­picos que recuerdan la acción profética clásica. Así­, por ejemplo, la maldición de la higuera (Mt 21,18), la escritura en tierra mientras se dirigen acusaciones contra la adúltera y la gente espera su veredicto (Jn 8,111), la acogida del niño para expresar la grandeza de los que acogen el reino de Dios (Mt 18,1-3), la expulsión de los traficantes del templo y la apelación a su carácter sagrado (Me 11,1518). En todos estos casos estamos frente a signos que no son comprendidos inmediatamente por los interlocutores y que, por tanto, exigen una explicación. Una vez más, sobre la base de esta dialéctica, nos vemos remitidos a la acción profética fiara una interpretación que resulte significativa.

d) Anuncios de la pasión y de la glorificación. Jesús tuvo ante sí­ con una clara determinación la- perspectiva de una muerte violenta. Habló expresamente a sus discí­pulos de esta conciencia histórica. Esta perspectiva, al mismo tiempo que ligaba su destino al de los profetas, lo apartaba cualitativamente de ellos por el significado y la interpretación que daba él mismo a su muerte como expiación vicaria. Aun conservando el papel que jugaron las diversas redacciones en la formulación de estos anuncios, los textos siguen estando profundamente arraigados en su persona y en la conciencia sobre su identidad. En este mismo sentido hemos da considerar los textos que se refieren a la resurrección como hermenéutica última del misterio salví­fico.

e) Jesús tuvo visiones. No está dicho que, dentro de esta perspectiva, haya que leer en sentido carismático o extático los textos que se refieren a ellas; baste pensar en que Jesús tení­a un impacto inmediato con sus interlocutores. Comprende inmediatamente, antes incluso de que hablen los discí­pulos, sus pensamientos y preocupaciones (Me 2,1; Mt 12,25; Le 9,47); nadie puede esconderle nada; todos se sienten transparentes y conocidos en su propia intimidad. Entre los diversos textos que refieren visiones (cf Mt 3,16; Me 9,4; Le 22,43) hay uno que merece especial atención por su significado profético: “Yo veí­a a Satanás cayendo del cielo como un rayo” (Le 10,18). Contra una interpretación materialmente visiva de Satanás, hemos de dar crédito al hecho de que Jesús verificaba cómo, con su anuncio del reino iba siendo progresivamente destruido el poder del mal hasta la victoria definitiva sobre el mismo Satanás.

Estos cinco esquemas podrí­an justificar tanto la opinión de la gente como la primera descripción que nos ofrecen los evangelistas de Jesús de Nazaret. Por tanto, el tí­tulo de “profeta” debe clasificarse entre los primeros y más antiguos que se aplicaron al maestro de Galilea; con él se expresaba la primerí­sima impresión que habí­a provocado en sus contemporáneos la predicación y la actuación de Jesús.

Sin embargo, una lectura más atenta de los textos muestra cómo, incluso donde se refieren a Jesús como profeta, se crea inmediatamente una dialéctica que tiende a mostrar las limitaciones de este tí­tulo y su superación necesaria (cf Mt 21,23). Aun encontrándose ante la figura de un profeta, se sintió de todas formas la necesidad de subrayar la convicción de que era “más que” un profeta: “más que Jonás” (Mt 12,41), “más que Salomón” (Mt 12,42), “más que el templo” (Mt 12,16).

Por tanto, con el uso del término profeta estamos ciertamente ante una de las expresiones más antiguas de la cristologí­a prepascual, pero al mismo tiempo palparnos la imposibilidad de poder detenernos en ella. En las fuentes se da un uso tan diferenciado que es preciso ver la globalidad de esta figura más que sus detalles. Efectivamente, Marcos prefiere relacionar este tí­tulo con el destino de la muerte violenta; Mateo lo ve como expresión privilegiada para destacar el cumplimiento de las profecí­as; Lucas se complace en describir a Jesús como la realización de Dt 18,15, haciendo así­ de Cristo un nuevo Moisés; Q inserta la connotación de la superioridad de Jesús, que ha de ser considerado como “más que” un profeta; Juan, finalmente, muestra que este tí­tulo, a pesar de ser una prerrogativa de Jesús como revelador, ofrece, sin embargo, una lectura incompleta de su misterio.

Todo esto nos hace comprender que los evangelios conocieron una “cristologí­a profética”, que fue ésta una de las modalidades para expresar el misterio de Jesús, pero que en relación con los profetas este tí­tulo sólo se le podí­a atribuir analógicamente. Aun dentro de la semejanza, la discontinuidad con los profetas era demasiado evidente tanto respecto a la autoridad con que obraba como en sus relaciones con Dios. Jesús hablaba y actuaba siempre y solamente en primera persona; lo cual es inconcebible para un profeta. Por tanto, habí­a que pasar necesariamente del tí­tulo de profeta a los de “Cristo” e “Hijo de Dios”, que expresaban mejor la novedad y la originalidad de su identidad.

4. LA PROFECíA NEOTESTAMENTARIA. Para una valoración global del profetismo neotestamentario hay que señalar ante todo dos caracterí­sticas que constituyen su novedad respecto al AT: 1) la centralidad de Jesús, que es proclamado Cristo; por tanto, el cumplimiento de las promesas antiguas. Esta fe en él y en -su palabra, que ya antes de pascua era determinante para los discí­pulos, permitió memorizar sus palabras y su comportamiento. 2) El don del Espí­ritu del resucitado, el dí­a de pentécostés, hizo tomar conciencia a la comunidad de Jerusalén, especialmente después del martirio de Esteban (He 6-7), de su tarea misionera universal.

El libro de los Hechos nos habla de la presencia de profetas: Bernabé, en la lista que ofrece Lucas en He 13,1, es el primero, junto con “Simón, apodado el Negro; Lucio de Cirene; Manahén, hermano de leche de Herodes el virrey, y Saulo”. Pero hay otras indicaciones y nombres concretos: ígabo, que en He 11,28 hace una profecí­a de predicción sobre una carestí­a,- suscitando así­ la solidaridad de la comunidad; él mismo, en He 21,11, realiza un gesto profético atando con su cinturón los pies y las manos de Pablo. En la misma perí­copa se nos dice que las hijas de Felipe el evangelista “tení­an el don de la profecí­a” (He 21,3); Judas y Silas “eran también profetas” (15,32). Y para algunos exegetas el mártir Esteban pertenecerí­a igualmente al grupo de los profetas.

La teologí­a de Lucas, más interesado probablemente en presentar la función profética, explica el porqué del silencio sobre la participación de los profetas en la estructura eclesial.

El material presente en las cartas del corpus paulino podrí­a por sí­ solo dar base a una teologí­a del profetismo neotestamentario; para el plan del presente estudio bastarán dos textos especialmente clarificadores sobre el papel de los profetas en la comunidad primitiva.

1Cor 12,28-30 y Ef 4,11 presentan un primer esquema de orden estructural entre los que tienen un ministerio en la comunidad: en primer lugar los apóstoles, luego los profetas y luego los maestros/ evangelistas.

El contexto de los dos trozos es el de la construcción de la comunidad dentro de una unidad fundamental que hay que mantener en virtud de los dones y, mediante ellos, de la gracia (jaris) recibida del mismo Cristo.

La jerarquí­a de los ministerios y de las funciones está por tanto en relación con el “único cuerpo de Cristo”, como presencia y promesa escatológica de la revelación plena de Dios. Los creyentes han de acoger la diversidad de los ministerios y de los dones porque son necesarios para la constitución y diversificación del “cuerpo” (1Cor 12,12-25). A los corintios, que anhelaban el don más grande y espectacular de la glosolalia, Pablo les recuerda ante todo un principio básico: la unidad y la igualdad de los carismas. Más aún: los que posean dones más particulares deben prestar atención a los dones más ordinarios, ya que la caridad es el fundamento y la regla de todo (1Cor 13 2; 14,1).

Una lectura más atenta de estos textos muestra de todas formas que no estamos sólo ante una lectura “carismática” de la Iglesia, sino más bien ante una descripción institucional real de la misma comunidad.

En efecto, el apóstol, en la lista que ofrece, describe los tres primeros órdenes con una terminologí­a precisa y personal: apóstoles, profetas, maestros/evangelistas; a continuación, la descripción se hace más bien genérica e impersonal; no se refiere ya a las personas, sino a las actividades: milagros, curaciones, gobierno, glosolalia.
Ciertamente Pablo no se preocupa aquí­ de dar una enseñanza precisa sobre la organización de la Iglesia; lo importante es que Dios, en Jesucristo, ha puesto un orden muy concreto en las funciones principales, mientras que .los dones son abundantes y en conformidad con la gracia de Cristo.

Así­ pues, los profetas y la profecí­a se le presentan a la comunidad cristiana, bien como una función carismática a la que todos deben tender precisamente para que en virtud de su hablar a los hombres puedan ser comprendidos por ellos y así­ edificar la comunidad (1 Cor 14,3.29-32), bien como una función institucional que está en la base y el fundamento de la Iglesia (1Cor 12,28), ya que contribuye a regular la vida de la comunidad (1Cor 14,22).

Los textos del NT leí­dos sin prejuicios ni precomprensiones llevan, por tanto, a reconocer a los profetas como una “institución” (1 Cor 14,29; 14,32; 12,28; Rom 12,6; Ef 4,11; He 11,27; 21,9) y a la profecí­a como una acción litúrgica normal, aunque momentánea y ocasional, dada a algunos creyentes (1Tes 5,20; 1Cor 14,1. 5.24.31.39).

Este hecho, a la luz de la teologí­a paulina, no presenta ninguna contraposición: los profetas y la acción profética especifican la contribución correspondiente y diversificada que da cada uno a la construcción de la comunidad. Así­ pues, tanto cada uno de los profetas como los diversos creyentes que profetizan y que deben tender a la profecí­a revelan y significan que la Iglesia, en su conjunto, se construye sobre la palabra de Jesús y crece cuando se la actualiza en las diversas situaciones de la vida.

De todas formas, sobre la base de estos textos se puede casi llegar a reconstruir la identidad del profeta neotestamentario.

Es reconocido esencialmente como movido por el Espí­ritu de Cristo resucitado. El papel decisivo del Espí­ritu Santo en la vida de la Iglesia puede vislumbrarse en diversos niveles, incluso en las decisiones prácticas que asume (He 15,28; 5,3.9). En este horizonte es donde hay que leer el hecho de que el Espí­ritu suscite y mueva a los profetas (He 2,18; 11,28; 19,6; 21,11; 1Cor 12,8; 1Pe 1,11; 2Pe 1,21): ninguno puede profetizar más que bajo su acción, que se dirige siempre a la construcción de la comunidad: Esto explica por qué el apóstol siente el deber de urgir a los creyentes al deseo de la profecí­a; pero al mismo tiempo ve como causa y efecto la acción pneumática y la función profética: “No apaguéis el Espí­ritu; no despreciéis las profecí­as” (1Tes 5,19-20): sin estas dos realidades no se da crecimiento de la Iglesia.

El profeta, además, aparece como una persona que es reconocida como tal por la Iglesia. Tanto si se habla de un grupo de profetas como si se trata de un individuo, no es la Iglesia la que da la profecí­a ni la que suscita al profeta; más bien acoge la profecí­a y al profeta como un don y un ministerio. Análogamente, el profeta no puede concebirse más que en referencia a la comunidad y en comunión con ella.

Para beneficio de la comunidad, el profeta desempeña una función que se puede sintetizar en estos tres puntos:
1) Transmite las palabras y los gestos de Jesús. El profeta del NT se diferencia ya por esto del profeta veterotestamentario. En efecto, no relee primariamente las Escrituras antiguas, sino que transmite y comunica más bien la palabra del maestro. No habla en nombre de Yhwh ni anuncia un oráculo suyo, sino que recoge las palabras de Jesús y habla en su nombre. La profecí­a que se anuncia es “el testimonio de Jesús” (Ap 19,10), su objetivo es hacer presente, viva y actual la palabra del Señor para la comunidad. Esto permite comprender por qué Pablo no tiene reparos en poner la profecí­a como fundamento de la Iglesia (Ef 2,20). Los apóstoles y los profetas, al final, no hacen más que explicitar lo único necesario de la Iglesia: la palabra y la acción de Jesucristo, “apóstol” del Padre, y su “profecí­a” definitiva en la historia.

2) El profeta “garantiza” la ortodoxia de la comunidad. En efecto, es reconocido como hombre fiel a la palabra, haciéndola actual bajo la acción del Espí­ritu; por tanto, está capacitado para reconocer como verdadera la palabra que el apóstol transmite. Pablo utiliza expresamente este argumento como elemento decisivo para reconocer al verdadero profeta y al falso (1Cor 14,37).

3) El profeta, como recuerda expresamente Pablo, está llamado a “formar, animar y consolar a los hombres” (1Cor 14,3). En efecto, al actualizar la palabra de Jesús, anima a vivir concretamente en ella y consuela anunciando la vuelta gloriosa del Señor. De esta manera, animando y consolando, forma y edifica a la comunidad que, a través de él, se confronta con la palabra misma del maestro.

Por tanto, el profeta se puede comprender a la luz de su mismo carisma sin tener que confundirlo con otros. El no es apóstol: el apóstol funda la comunidad y la dirige, mientras que el profeta es un creyente que acoge al apóstol y su mensaje. El profeta tampoco es doctor: el doctor recibe de los apóstoles y de los profetas la palabra del Señor; mientras que el doctor lee e interpreta la Escritura, el profeta, como hombre del Espí­ritu, pone toda la Escritura bajo la luz de la palabra de Cristo. Finalmente, el profeta no es evangelista, ya que éste reflexiona con una experiencia personal de acción inspirada y formula una teologí­a particular, mientras que el profeta se interesa por el bien inmediato de la comunidad y por las circunstancias particulares que se crean en cada comunidad.

Así­ pues, el profeta de la Iglesia primitiva se presenta como la persona que, bajo la acción del Espí­ritu de Cristo resucitado, tiene la tarea de reproponer, actualizándola, la palabra y la obra de Jesús. Por tanto, es el hombre de la mirada retrospectiva, ya que orienta hacia la actualización del presente y hacia la espera del futuro, destacando el sentido de la persona de Jesucristo.

Por tanto, puede plenamente llamarse el hombre que pertenece a la tradición y la crea, entendiendo por tradición el contenido quedos apóstoles, personalmente o por obra del Espí­ritu, habí­an recibido de su relación con el Señor (DV 7); en virtud de esta pertenencia, deben considerarse como personas de gran fuerza innovadora, ya que son capaces de leer atentamente el presente y de proponer el futuro.

Si se le confronta con el AT, el profeta neotestamentario adquiere una innegable novedad. Lo que es evidente ante todo es la gran diferencia en la extensión del fenómeno: mientras que para Joei (3,1-2) sigue siendo un deseo el acontecimiento universal de la profecí­a, aquí­ se observa que, al menos virtualmente, todos los creyentes están en condiciones de poder profetizar.

Pero lo que más impresiona es el hecho de que en la profecí­a neotestamentaria ha desaparecido por completo toda forma de miedo, de juicio y de condenación. El profeta es más bien el que da ánimos y el que trae un .mensaje de salvación. El acontecimiento de la resurrección, como expresión más evidente de la victoria y de la glorificación de Cristo, ha impreso ya un sello indeleble en las relaciones entre el cristiano y el Padre. El profeta da confianza y seguridad de que ese acontecimiento afecta también a cada uno de los creyentes que harán de su vida una “ofrenda agradable a Dios”; las miradas se dirigen ahora claramente hacia el acontecimiento escatológico.

A partir de la Didajé, el Pastor de Hermas, san Ireneo y todo el perí­odo patrí­stico, el profeta adquiere una fisonomí­a diferente y se necesitan ciertos “criterios” para valorar su sinceridad. Sin embargo, la profecí­a no se acaba, y en todo caso su disminución no se debe al hecho de que haya habido una estabilización de la institución a costa de la dimensión carismática. Habrá que valorar más bien, directamente, el hecho de que las palabras del Señor habí­an encontrado una forma definitiva en los evangelios y en las cartas de los apóstoles, que constituí­an entonces la norma y la.referencia privilegiada para la vida de las diversas comunidades locales.

El profeta no desaparece, pero su carisma peculiar asume nuevas expresiones. Los siglos II y in presentan imágenes de hombres y de mujeres que poseen caracterí­sticas similares a las de los profetas, pero ahora se convierten en martyres y confessores. Algo parecido ocurre en los siglos sucesivos: la Edad Media verá la profecí­a ligada a la imagen simbólica que esté más directamente en disposición de explicar la Escritura: Hugo de San Ví­ctor y Joaquí­n da Fiore serán maestros en ello. Lo mismo podemos decir si tomamos algunos ejemplos que proceden de la mí­stica, llamada precisamente “profética”: en esta lí­nea podrí­a componerse una lista con nombres más o menos conocidos: Juliana de Norwich, Catalina de Siena, Teresa de ívila, Juan de la Cruz, Ignacio de Loyola, Juan Bosco, Adriana von Speyer… son sólo el comienzo de una larga serie diferenciada de “profetas”, que hay que añadir a las que nos ofrecen en varias ocasiones los Hechos de los Apóstoles.

Todo esto nos lleva a una nueva conclusión: los profetas y el carisma profético no pueden quedar relegados expeditivamente tan sólo al momento de la Iglesia primitiva; pertenecen de modo constitutivo a la Iglesia y poseen para ella un significado permanente e insustituible.

5. VALOR TEOLí“GICO DE LA PROFECíA. La recuperación del dato bí­blico sobre la precomprensión de la profecí­a puede permitirle a la teologí­a fundamental tener una perspectiva distinta para su propia argumentación.

Una vez quitada la capa opresora de un conocimiento de los sucesos futuros, la profecí­a podrí­a concebirse como aquella forma peculiar de la revelación que, manteniendo unidos la palabra y el signo, permite captar la dialéctica entre manifestación-ocultamiento del contenido revelado.

Hay aquí­ tres elementos que ex¡gen una clarificación:
a) La revelación se da como un movimiento dialéctico, no antitético, sino de superación constante. Lo que se revela aparece evidente, o bien remite a un conocimiento ulterior que ha de ser revelado. La persona de Cristo no se puede definir por el razonamiento y el lenguaje humano; permanece siempre abierta a ese horizonte de misterio que es la vida trinitaria de Dios.

b) La profecí­a se comprende como una unidad irrompible de palabra y de signo. La palabra remite al signo, y el signo es de suyo una apelación a un significado ulterior. La palabra clarifica el signo donde éste aparece como ambiguo, y el signo lleva a su cumplimiento la formulación de la palabra. Esta mutua apelación puede explicar, mejor que cualquier otro medio, la dialéctica de la revelación.

c) La profecí­a como tal no es externa a la revelación, sino que es una de sus expresiones peculiares. Por tanto, antes de ser uno de los signos de la revelación, es forma de revelación y está asumida por entero en la dialéctica de la revelación, como forma expresiva de la misma.

Estas indicaciones muestran que la profecí­a, asumida por la teologí­a fundamental como forma expresiva de la revelación, puede favorecer también hoy su comprensión y ser una mediación privilegiada de ella.

Algunos elementos ulteriores podrán hacer que se perciba mejor el valor teológico que posee el argumento profético en una renovada comprensión de los signos de la credibilidad de la revelación.

1) Recuperando la centralidad de Jesús de Nazaret, se puede pensar en su revelación a la luz de una profecí­a que se ha dejado en la historia como signo permanente de la salvación. Este dato tiene un valor no secundario; decir que Jesús es prafecia del Padre equivale a expresar globalmente el sentido de los textos neotestamentarios. Se ha visto que sólo analógicamente y de forma reductiva se puede aplicar a Jesucristo el tí­tulo de profeta; pero decir que él constituye la profecí­a del Padre significa afirmar que su palabra y sus obras, en un todo inseparable (gestis verbisque intrinsece inter se connexis: DV 2), constituyen el testimonio permanente que se ha dejado en la historia. Se realiza una unidad irrompible en la complementariedad de palabra y signo, que es tí­pica de la expresividad del lenguaje profético y revelativo.

Del mismo modo se afirma que dentro de la historia se ha puesto un signo histórico, permanente, que condensa en sí­ mismo los rasgos de cumplimiento y de definitivo, pero que al mismo .tiempo aguarda su plena realización.

Una teologí­a de la historia (I Historia, 111) tendrá la misión de mostrar cómo se plantea con este dato un principio que permite orientar la imrevisibilidad del vagar histórico; de echo, la profecí­a orienta toda la historia hacia la realización definitiva de la salvación en el encuentro escatológico con el Señor, que recapitula toda la creación (Col 1,15-20; Ef 1,10; 2,14-16).

La profecí­a, como decí­amos anteriormente, es palabra que guí­a el presente de una comunidad, pero en un doble frente: a la luz del acontecimiento Jesús de Nazaret y en la espera de su retorno glorioso. Por tanto, releer la revelación de Jesucristo en este horizonte, como profecí­a del Padre, significa comprometer al creyente a una atenta lectura del presente histórico, pero en continuidad con la tradición precedente y con la conciencia de un cumplimiento futuro.

2) De aquí­ se sigue que la profecí­a se pone en la Iglesia y en la historia de la humanidad como una forma permanente de memoria que obliga a no asumir nada como absoluto, sino a relativizarlo todo a la luz de lo único necesario.

La palabra de Dios se presenta entonces al contemporáneo como aquella provocación última que se da para la adquisición del sentido de la existencia, pero capacitando a cada uno simultáneamente para la responsabilidad personal.

La evidencia de la revelación, dada proféticamente, obliga al creyente a plantearse una pregunta constante sobre el sentido de lo que se le revela, y al mismo tiempo lo impulsa hacia la suprema forma de libertad como decisión de acogida de una referencia a un sentido escondido en el propio misterio.

3) La teologí­a, al asumir la nota de la profecí­a, afirma que la revelación se le da al hombre para que comprenda y crea. En otras palabras, constituye una forma eualificativa de comunicabilidad de la misma revelación. La exégesis de 1Cor 14,22-5 orienta a comprender la profecí­a dentro de este horizonte interpretativo. Prefiriéndola a la glosolalia, que escandaliza al no creyente, Pablo afirma que la profecí­a hace más bien manifiestos “los secretos del corazón”, y por tanto los creyentes y los no creyentes quedan convencidos de la presencia de Dios en medio de su pueblo.

Una actualización de esta forma de comunicabí­lidad del dato de la revelación deberí­a visualizarse gracias al testimonio de los creyentes que, acogiendo la palabra del Señor, se abren a la lectura de los P signos de los tiempos. En este caso la profecí­a se convierte en creación de nuevos signos que actualizan el mensaje de la salvación para las exigencias contemporáneas. De aquí­ se deriva, por consiguiente, una atención especí­fica de apelación a aquellos valores universales que pueden ser anunciados y vividos con una especificidad cristiana.

Además la profecí­a, como lenguaje que se dirige a los hombres (ICor 14,1-5), estimula a la investigación teológica para que se ponga a buscar otras tantas formas nuevas de comunicación del saber creyente, a fin de que la revelación pueda ser una respuesta contemporánea sobre el sentido del creer y del vivir.

4) Finalmente, situar la revelación a la luz de la profecí­a significa hacer que destaque su contenido especí­fico, que es el amor misericordioso de Dios.

En efecto, la profecí­a no se da nunca como una forma de condenación, de juicio o de temor; al contrario, es siempre y exclusivamente una palabra de aliento, de confianza y de esperanza. La cruz de Jesús de Nazaret es el signo profético culminante, ya que es allí­ donde cada uno está obligado a ver el nexo entre el sufrimiento hasta la muerte y la gloria de Dios. En el rostro del crucificado resplandece la gloria del Padre (2Cor 4,6); éste es el último mensaje que se comunica a los hombres, porque aquí­ se realiza la voluntad saví­fica de Dios.

Una profecí­a posbí­blica que no estuviera en conformidad con esta tipologí­a se excluirí­a a sí­ misma como posible mensaje de revelación. Después de la muerte y de la resurrección de Jesucristo, la Iglesia puede reconocer como “profecí­a” tan sólo aquello que sirva para hacer más evidente el amor trinitario de Dios, un amor que no se negó a la condenación del inocente para la salvación de los pecadores (Rom 5,6-10). Una profecí­a que se presentase bajo el ropaje de una condenación deberí­a su origen más bien al miedo de un renovado montanismo, nunca definitivamente aplastado por el ánimo cristiano, que a una confianza responsable en el amor del Padre.

5) Por consiguiente, la profecí­a capací­ta al creyente para hablar de la revelación como de una esperanza que se ha confiado a la Iglesia para que la comunique al mundo. Se trata de la esperanza bí­blica, de la que tiene certeza en el cumplimiento definitivo, por haber sido engendrada por una promesa que se experimenta como verdadera, hecha por una persona que se revela como fiel.

CONCLUSIóN, A veces parece como si se constatase cierto miedo a los profetas, El mundo no los quiere; la Iglesia los acoge, pero sólo después de su muerte. Muchas veces la apelación a la profecí­a está determinada por unos modelos veterotestamentarios que en muchos aspectos no se pueden proponer en nuestros dí­as.

Los cristianos son hijos de una profecí­a realizada a la luz del Gólgota; reclaman, por tanto, la presencia de los profetas como signos de un amor que sabe llegar hasta el don total de sí­ mismo. El profeta, al final, obliga a cada uno a tomar seriamente en consideración la propia existencia dentro del horizonte de la vida de Jesucristo. A cada uno de los hombres, abismados cada vez más en unas culturas que en diversos niveles les hablare de muerte, ya que también la indiferencia y el carácter efí­mero de las cosas son una muerte para la razón, la profecí­a le recuerda el sentido de una vida ví­vida con coherencia a la luz de unos valores que saben dar un significado a la realidad humana.

En un mundo que cada vez busca más la emoción y quiere hacerse un futuro engañándose a sí­ mismo al presumir un conocimiento que no tiene, el. profeta le recuerda la fdelidad al presente, sin el cual no se da auténtico futuro.

La acción de los profetas será hoy tanto más eficaz y salví­fica cuanto más se superen las formas de un excesivo espiritualismo o montanismo. Por consiguiente, “aspirar” a la profecí­a (cf ICor 14,1) resulta hoy para cada uno de los creyentes la forma más coherente de creer en la revelación, ya que de este modo podrá dar testimonio de la presencia viva y operantedel Espí­ritu en el corazón del mundo a través del obrar de sus testigos (1 Tes 5,19).

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R. Fisichella

LATOURELLE – FISICHELLA, Diccionario de Teologí­a Fundamental, Paulinas, Madrid, 1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Fundamental

Mensaje inspirado; revelación o proclamación de la voluntad y propósito divinos. La profecí­a puede consistir en una enseñanza moral inspirada, la expresión de un mandato o juicio divino o una declaración de algo que ha de venir. Como se explica en el artí­culo PROFETA, los verbos raí­ces de los idiomas originales (heb. na·vá´; gr. pro·fe·téu·o) no comunican la idea de predicción, si bien las predicciones son parte destacada de la profecí­a bí­blica.
Los siguientes ejemplos ilustran el sentido de las palabras originales: cuando a Ezequiel se le mandó en una visión: †œProfetiza al viento†, él simplemente expresó el mandato de Dios al viento. (Eze 37:9, 10.) Cuando durante el juicio de Jesús unos individuos le cubrieron, le abofetearon y luego dijeron: †œProfetí­zanos, Cristo. ¿Quién es el que te hirió?†, no estaban pidiendo una predicción; más bien, lo que querí­an era que Jesús identificara por revelación divina quiénes le habí­an abofeteado. (Mt 26:67, 68; Lu 22:63, 64.) La mujer samaritana que estaba junto al pozo reconoció a Jesús como †œprofeta† porque le reveló cosas sobre su pasado que no hubiera podido saber a no ser mediante el poder divino. (Jn 4:17-19; compárese con Lu 7:39.) Algunas porciones bí­blicas, como el Sermón del Monte de Jesús y su denunciación de los escribas y fariseos (Mt 23:1-36), también pueden definirse como profecí­a, pues eran †˜proclamaciones†™ inspiradas del punto de vista de Dios sobre los asuntos, al igual que las declaraciones formales de Isaí­as, Jeremí­as y otros profetas anteriores. (Compárese con Isa 65:13-16 y Lu 6:20-25.)
En toda la Biblia hay muchí­simos ejemplos de pronósticos o predicciones; algunos de los más antiguos se encuentran en Génesis 3:14-19; 9:24-27; 27:27-40; 49:1-28; Deuteronomio 18:15-19.
La Fuente de toda la profecí­a verdadera es Jehová Dios. El la transmite por medio de su espí­ritu santo o, de vez en cuando, mediante mensajeros angélicos dirigidos por espí­ritu. (2Pe 1:20, 21; Heb 2:1, 2.) Las profecí­as hebreas con frecuencia empiezan diciendo: †œOigan la palabra de Jehovᆝ (Isa 1:10; Jer 2:4); con el término †œla palabra† suelen querer decir un mensaje inspirado o profecí­a. (Isa 44:26; Jer 21:1; Eze 33:30-33; compárese con Isa 24:3.)

¿En que sentido †˜el dar testimonio de Jesús inspira el profetizar†™?
En la visión del apóstol Juan, un ángel le dijo que †œel dar testimonio de Jesús es lo que inspira [literalmente, †œes el espí­ritu de†] el profetizar†. (Rev 19:10.) El apóstol Pablo llama a Cristo el †œsecreto sagrado de Dios†, y dice que †œcuidadosamente ocultados en él están todos los tesoros de la sabidurí­a y del conocimiento†. (Col 2:2, 3.) Esto se debe a que Jehová Dios ha asignado a su Hijo el papel clave en la realización de su magní­fico propósito, que consiste en la santificación de Su nombre y en que se vuelva a poner a la Tierra y sus habitantes en el lugar que Dios habí­a previsto para ellos; esto se logra mediante †œuna administración al lí­mite cabal de los tiempos señalados, a saber: reunir todas las cosas de nuevo en el Cristo, las cosas en los cielos y las cosas en la tierra†. (Ef 1:9, 10; compárese con 1Co 15:24, 25.) Como el cumplimiento del magní­fico propósito de Dios está muy relacionado con Jesús (compárese con Col 1:19, 20), toda profecí­a, es decir, todos los mensajes inspirados de Dios y proclamados por sus siervos, señalaban hacia su Hijo. Así­ que, como dice Revelación 19:10, todo el †œespí­ritu† (toda la inclinación, intención y propósito) de la profecí­a era dar testimonio de Jesús, aquel a quien Jehová convertirí­a en †œel camino y la verdad y la vida†. (Jn 14:6.) Esto no solo es cierto de las profecí­as anteriores al ministerio público de Jesús, sino de todas las profecí­as posteriores. (Hch 2:16-36.)
Tan pronto como estalló la rebelión en Edén, Jehová Dios empezó este †œtestimonio de Jesús† dando su profecí­a concerniente a la †œdescendencia† que finalmente †˜magullarí­a la cabeza de la serpiente†™, el adversario de Dios. (Gé 3:15.) El pacto abrahámico profetizaba que vendrí­a esa descendencia, que por medio de ella se bendecirí­an todas las familias de la Tierra, y que obtendrí­a victoria sobre el adversario y la †œdescendencia† de este. (Gé 22:16-18; compárese con Gál 3:16.) Se predijo que la prometida descendencia, llamada †œSiló† (que significa †œAquel de Quien Es; Aquel a Quien Pertenece†), vendrí­a de la tribu de Judá. (Gé 49:10.) Por medio de la nación de Israel, Jehová reveló su propósito de tener un †œreino de sacerdotes y una nación santa†. (Ex 19:6; compárese con 1Pe 2:9, 10.) Los sacrificios estipulados en la Ley dada a Israel prefiguraron el sacrificio del Hijo de Dios, y el sacerdocio, su sacerdocio real y celestial (con sacerdotes asociados) durante su reinado de mil años. (Heb 9:23, 24; 10:1; Rev 5:9, 10; 20:6.) Por consiguiente, la Ley fue un †˜tutor que conducí­a a Cristo†™. (Gál 3:23, 24.)
El apóstol dice sobre los sucesos que marcan la historia de la nación de Israel: †œPues bien, estas cosas siguieron aconteciéndoles como ejemplos [o †œcon propósito tí­pico†], y fueron escritas para amonestación de nosotros [los seguidores de Jesucristo] a quienes los fines de los sistemas de cosas han llegado†. (1Co 10:11.) David, el rey más importante de la nación, fue una figura profética del Hijo de Dios, quien heredó el pacto que Dios habí­a hecho con David para un reino eterno. (Isa 9:6, 7; Eze 34:23, 24; Lu 1:32; Hch 13:32-37; Rev 22:6.) Las diversas batallas libradas por reyes fieles (generalmente guiados y respaldados por los profetas de Dios) prefiguraron la guerra que el Hijo de Dios librará contra los enemigos de su Reino, y las victorias que Dios les dio, el triunfo de Cristo sobre todas las fuerzas de Satanás, con la consiguiente liberación del pueblo de Dios. (Sl 110:1-5; Miq 5:2-6; Hch 4:24-28; Rev 16:14, 16; 19:11-21.)
Muchas de las profecí­as pronunciadas durante este perí­odo hablaban del reinado del Ungido (Mesí­as o Cristo) de Dios y de las bendiciones de su gobernación. Otras profecí­as mesiánicas señalaban a la persecución y sufrimiento que padecerí­a el Siervo de Dios. (Compárese con Isa 11:1-10; 53:1-12; Hch 8:29-35.) Como dice el apóstol Pedro, aquellos mismos profetas †œsiguieron investigando qué época en particular, o qué suerte de época, indicaba respecto a Cristo [el Mesí­as] el espí­ritu que habí­a en ellos cuando este de antemano daba testimonio acerca de los sufrimientos para Cristo y acerca de las glorias que habí­an de seguir a estos†. A ellos se les reveló que estas cosas tendrí­an un cumplimiento futuro, más allá de su tiempo. (1Pe 1:10-12; compárese con Da 9:24-27; 12:1-10.)
Como todas estas profecí­as se realizan en Jesucristo, lo que ratifica que son verdaderas, se entiende cómo fue que †œla verdad [vino] a ser por medio de Jesucristo†. †œPorque no importa cuántas sean las promesas de Dios, han llegado a ser Sí­ mediante él.† (Jn 1:17; 2Co 1:20; compárese con Lu 18:31; 24:25, 26, 44-46.) Pedro pudo decir con razón que †œde [Jesús] dan testimonio todos los profetas†. (Hch 3:20-24; 10:43; compárese con 28:23.)

Propósito y tiempo de su cumplimiento. La profecí­a, ya fuera en forma de predicción o simplemente de instrucción o censura inspirada, beneficiarí­a tanto a los que la oyeran inicialmente como a los que en el futuro cifraran su fe en las promesas de Dios. En el caso de los primeros, las profecí­as les aseguraban que con el transcurso de los años o los siglos Dios no habí­a vacilado en su propósito, sino que, por el contrario, se apegaba firmemente a los términos de su pacto y sus promesas. (Compárese con Sl 77:5-9; Isa 44:21; 49:14-16; Jer 50:5.) Por ejemplo, la profecí­a de Daniel suministró información inestimable para enlazar el tiempo en que se terminaron de escribir las Escrituras Hebreas, o precristianas, con la venida del Mesí­as. Su predicción de los acontecimientos mundiales, con la subida y caí­da de las sucesivas potencias, aseguró a los judí­os que vivieron durante los siglos de la dominación persa, griega y romana (así­ como después a los cristianos) que no habí­a ningún †œpunto ciego† en la visión anticipada de Dios, que los propios tiempos de esas naciones ciertamente estaban previstos y que Su propósito soberano todaví­a iba a tener un cumplimiento seguro. Aquello les sirvió de protección para no poner su fe y su esperanza en los regí­menes mundiales pasajeros y su dominio transitorio, y les permitió dirigir su proceder con sabidurí­a. (Compárese con Da 8:20-26; 11:1-20.)
El hecho de que vieran cumplirse en sus dí­as muchas profecí­as sirvió para que las personas sinceras se convenciesen del poder de Dios para llevar a cabo su propósito a pesar de toda oposición. Esto suponí­a una prueba de su incomparable Divinidad, de que El, y solo El, podí­a predecir tales acontecimientos y hacer que sucedieran. (Isa 41:21-26; 46:9-11.) Estas profecí­as también permitieron a dichas personas familiarizarse mejor con Dios, entendiendo con más claridad su voluntad, así­ como las normas morales por las que actúa y juzga, de manera que pudieran dirigir sus vidas en consonancia con esas normas. (Isa 1:18-20; 55:8-11.)
Una gran cantidad de profecí­as tuvieron su aplicación o cumplimiento inicial en el tiempo en que se registraron. Muchas de ellas expresaban el juicio de Dios sobre el Israel carnal y las naciones de los alrededores, y predecí­an que Israel y Judá serí­an destruidas y posteriormente se las restablecerí­a. Sin embargo, estas profecí­as no dejaron de tener valor para las generaciones posteriores ni para la congregación cristiana, tanto la del siglo I E.C. como la de nuestro tiempo. El apóstol afirma: †œPorque todas las cosas que fueron escritas en tiempo pasado fueron escritas para nuestra instrucción, para que mediante nuestro aguante y mediante el consuelo de las Escrituras tengamos esperanza†. (Ro 15:4.) Como Dios es inmutable en sus normas morales y su propósito (Mal 3:6; Heb 6:17, 18), su relación con Israel aclara cómo tratará situaciones similares en cualquier tiempo dado. Por consiguiente, Jesús y sus discí­pulos estaban justificados al aplicar a su dí­a declaraciones proféticas que ya habí­an aplicado siglos antes. (Mt 15:7, 8; Hch 28:25-27.) Otras profecí­as eran claramente predicciones, y algunas estaban relacionadas especí­fica y exclusivamente con el ministerio terrestre de Jesús y los sucesos posteriores. (Isa 53; Da 9:24-27.) Para los que viví­an en el tiempo del Mesí­as, las profecí­as suministraron los medios para identificarlo y autenticar su comisión y su mensaje. (Véase MESíAS.)
Una vez que Jesús partió de la Tierra, las Escrituras Hebreas y sus profecí­as complementaron sus enseñanzas pues proveyeron información esencial para que sus seguidores cristianos pudieran contrastar los sucesos posteriores, encajarlos y aprender su significado e importancia. Esto dio validez y fuerza a su predicación y enseñanza, y les confirió confianza y valor al encararse a oposición. (Hch 2:14-36; 3:12-26; 4:7-12, 24-30; 7:48-50; 13:40, 41, 47.) En las revelaciones inspiradas anteriores encontraron un gran caudal de instrucción moral que podí­an usar para †œenseñar, para censurar, para rectificar las cosas, para disciplinar en justicia†. (2Ti 3:16, 17; Ro 9:6-33; 1Co 9:8-10; 10:1-22.) Pedro, a quien le habí­an sido confirmadas las profecí­as mediante la visión de la transfiguración, dijo: †œPor consiguiente, tenemos la palabra profética hecha más segura; y ustedes hacen bien en prestarle atención como a una lámpara que resplandece en un lugar oscuro†. (2Pe 1:16-19; Mt 16:28–17:9.) Por lo tanto, la profecí­a precristiana complementó la instrucción de Jesús y fue el medio que Dios utilizó para guiar a la congregación cristiana en decisiones importantes, como la que tuvo que ver con los creyentes gentiles. (Hch 15:12-21; Ro 15:7-12.)
Las profecí­as también sirvieron para advertir y aconsejar cuando habí­a que actuar con urgencia. Un claro ejemplo en este sentido es la advertencia de Jesús sobre la venidera destrucción de Jerusalén y la situación que señalarí­a el momento en que sus seguidores debí­an huir de aquella ciudad a un lugar de seguridad. (Lu 19:41-44; 21:7-21.) Advertencias proféticas similares aplican a la presencia de Cristo. (Compárese con Mt 24:36-42.)
Junto con el derramamiento del espí­ritu santo en Pentecostés, los cristianos recibieron dones milagrosos, como el don de profetizar y de hablar en lenguas que no habí­an estudiado. En algunos casos (pero no necesariamente en todos) el don de profetizar resultaba en predicciones, como las de ígabo (Hch 11:27, 28; 21:8-11), que permití­an que la congregación cristiana o ciertos miembros de ella se preparasen para alguna emergencia o prueba. Las cartas canónicas de los apóstoles y los discí­pulos también contienen predicciones inspiradas, en las que advierten de la venidera apostasí­a y la forma que tomarí­a, del juicio de Dios y la futura ejecución de ese juicio, además de revelar verdades doctrinales que no se entendí­an antes o ampliar y aclarar las que ya se habí­an dado. (Hch 20:29, 30; 1Co 15:22-28, 51-57; 1Te 4:15-18; 2Te 2:3-12; 1Ti 4:1-3; 2Ti 3:1-13; 4:3, 4; compárese con Jud 17-21.) El libro de Revelación está lleno de información profética que sirve de advertencia y permite que las personas disciernan las †œseñales de los tiempos† (Mt 16:3) y tomen acción urgente. (Rev 1:1-3; 6:1-17; 12:7-17; 13:11-18; 17:1-12; 18:1-8.)
Sin embargo, Pablo explica en su primera carta a los Corintios que los dones milagrosos, incluido el de profetizar, serí­an eliminados. (1Co 13:2, 8-10.) Todo indica que tras la muerte de los apóstoles estos dones dejaron de transmitirse a otros, y por tanto, una vez que habí­an cumplido su propósito, dejaron de ser una caracterí­stica del cristianismo. Para ese tiempo, por supuesto, el canon bí­blico ya estaba completo.
Las ilustraciones de Jesús, o parábolas, eran parecidas a algunas de las alegorí­as que emplearon los profetas de la antigüedad. (Compárese con Eze 17:1-18; 19:1-14; Mt 7:24-27; 21:33-44.) Casi todas tuvieron algún cumplimiento en aquella época. Algunas enunciaban fundamentalmente principios morales (Mt 18:21-35; Lu 18:9-14). Otras tení­an elementos temporales que se extendí­an hasta el tiempo de la presencia de Jesús y la †œconclusión del sistema de cosas†. (Mt 13:24-30, 36-43; 25:1-46.)

Cumplimiento múltiple. La aplicación que Jesús y sus discí­pulos hicieron de ciertas profecí­as indica que una profecí­a de predicción puede tener más de un cumplimiento, como cuando Pablo aplicó a su dí­a la profecí­a de Habacuc, cumplida originalmente en la desolación de Judá por Babilonia. (Hab 1:5, 6; Hch 13:40, 41.) Jesús mostró que la profecí­a de Daniel sobre la †œcosa repugnante que está causando desolación† tení­a que cumplirse en aquella generación que viví­a entonces; sin embargo, la profecí­a de Daniel también relaciona la †œcosa repugnante† que causa desolación con el †œtiempo del fin†. (Da 9:27; 11:31-35; Mt 24:15, 16.) La prueba bí­blica muestra que el que Miguel se ponga de pie significa que Jesucristo entra en acción como rey a favor de los siervos de Jehová. (Da 12:1; véase MIGUEL núm. 1.) La profecí­a de Jesús en relación con la conclusión del sistema de cosas también menciona su venida en el poder del Reino, pero eso no ocurrió en el siglo I E.C. (Mt 24:29, 30; Lu 21:25-32), de lo que se desprende que dicha profecí­a tiene un cumplimiento doble. Al analizar este hecho, la Cyclopædia de M†™Clintock y Strong (1894, vol. 8, pág. 635) comenta: †œEste punto de vista del cumplimiento de la profecí­a parece necesario para la explicación de la predicción de nuestro Señor en el Monte, que tiene que ver tanto con la caí­da de Jerusalén como con el fin de la era cristiana†.

Tipos de profecí­a. Además de las declaraciones directas pronunciadas por medio de sus profetas (acompañadas, quizás, con actos simbólicos [1Re 11:29-31] o dichas en forma alegórica), Jehová usó otros tipos de profecí­a. Hubo personajes proféticos que prefiguraron al Mesí­as, Cristo Jesús. Entre estos estaban, además de David, ya mencionado, el rey sacerdote Melquisedec (Heb 7:15-17), el profeta Moisés (Hch 3:20-22) y otros. Hay que destacar que no se debe ver a los personajes proféticos como un tipo o profecí­a en todo aspecto de su vida. Por ejemplo: el que Jonás estuviese tres dí­as en el vientre del gran pez prefiguró el tiempo que Jesús permaneció en el Seol; pero el que no estuviese dispuesto a aceptar su asignación y otros aspectos de su vida no prefiguraron el proceder del Hijo de Dios. Jesús dijo de sí­ mismo que era †œalgo más que Salomón†, porque su sabidurí­a y la paz de la gobernación de su Reino son como las de Salomón, pero a un grado superior. Sin embargo, Jesús no ha delinquido espiritualmente como lo hizo Salomón. (Mt 12:39-42.)
Dios también empleó dramas proféticos, aspectos de la vida de determinadas personas y naciones que se tomaron de modelo para representar acontecimientos futuros relacionados con el progreso del propósito de Dios. Pablo habla de un †œdrama simbólico† o alegorí­a de esa clase relacionado con el hijo que Abrahán tuvo con Sara y el que tuvo con Agar, la esclava. Muestra que las dos mujeres †œsignifican† dos pactos, no que ellas mismas prefiguraran o tipificaran dichos pactos, sino que en el contexto de ese drama representaron a dos mujeres simbólicas que dieron a luz hijos bajo esos pactos. Agar representó a Jerusalén, que no aceptó al Libertador del que habí­a hablado el propio pacto de la Ley y se aferró a la Ley aun después de que Dios la hubiera dado por cumplida; en consecuencia, la Jerusalén terrestre y sus hijos estaban en esclavitud a la Ley. Por otra parte, Sara, la mujer libre, representó a la †œJerusalén de arriba†, la organización celestial de Dios, a la que se compara en sentido figurado a su esposa y que da a luz hijos conforme a lo predicho en el pacto abrahámico. (Gál 4:21-31; compárese con Jn 8:31-36.) El Diluvio del dí­a de Noé y las condiciones que le precedieron prefiguraron las que existirí­an en el tiempo de la entonces futura presencia de Cristo, así­ como las consecuencias que experimentarí­an los que rechazaran el camino de Dios. (Mt 24:36-39; compárese con 1Co 10:1-11.)
Ciertos lugares tuvieron un valor profético. La ciudad de Jerusalén, o monte Sión, a veces se usaba para representar una organización celestial, es decir, la †œmadre† de los cristianos ungidos por espí­ritu. (Gál 4:26.) La †œNueva Jerusalén† simbolizó a la †œnovia† celestial de Cristo, formada por miembros de la congregación cristiana glorificada. (Rev 21:2, 9-14; compárese con Ef 5:23-27, 32, 33; Rev 14:1-4.) Sin embargo, la ciudad de Jerusalén puede utilizarse también para representar algo desfavorable, debido a la infidelidad general de sus habitantes. (Gál 4:25; compárese con Eze 16:1-3, 8-15; véase JERUSALEN [Importancia de la ciudad].) Otros lugares que obviamente tienen un significado profético son: Sodoma, Egipto, Meguidó, Babilonia y el valle de Hinón o Gehena. (Rev 11:8; 16:16; 18:2; Mt 23:33.)
Algunos objetos y ciertos procedimientos sirvieron de modelo o patrón profético de algo mayor, como el caso del tabernáculo. El apóstol muestra que sus enseres, funciones y sacrificios eran un modelo de realidades celestiales, †œuna representación tí­pica y sombra de las cosas celestiales†. (Heb 8:5; 9:23, 24.)

Cómo poner a prueba la profecí­a y su interpretación. En vista de los falsos profetas, Juan advirtió que no se creyera toda †œexpresión inspirada† —básicamente eso son las profecí­as—; más bien aconsejó que se †œ[probasen] las expresiones inspiradas para ver si se [originaban] de Dios†. (1Jn 4:1.) Para determinar si una expresión inspirada es de origen divino, Juan propone una doctrina, a saber, que Cristo vino en carne. Sin embargo, es obvio que no querí­a decir que este era el único criterio que se debí­a aplicar, sino simplemente citó un ejemplo de una cuestión corriente, y tal vez predominante, debatida en aquel entonces. (1Jn 4:2, 3.) Un factor determinante es: que la profecí­a armonice con la palabra y el propósito revelado de Dios. (Dt 13:1-5; 18:20-22.) Además, para que la profecí­a o su interpretación sean correctas, dicha armoní­a debe ser completa, no parcial. (Véase PROFETA [Cómo se distinguí­an los verdaderos de los falsos].) A algunos miembros de la congregación cristiana del primer siglo se les concedió el don del †œdiscernimiento de expresiones inspiradas† (1Co 12:10), lo que les permití­a autenticar una profecí­a. Aunque esta facultad milagrosa también cesó, es razonable que Dios todaví­a hiciera disponible el entendimiento correcto de la profecí­a por medio de la congregación, en especial en el predicho †œtiempo del fin†, aunque no de manera milagrosa, sino como resultado de la investigación y el estudio diligentes y de que se compare la profecí­a con las circunstancias y los acontecimientos que se producen. (Compárese con Da 12:4, 9, 10; Mt 24:15, 16; 1Co 2:12-14; 1Jn 4:6; véase INTERPRETACIí“N.)

Fuente: Diccionario de la Biblia

Sumario: 1. La profecí­a en el AT: 1. El profetismo en el ambiente oriental; 2. Aspectos análogos del profetismo hebreo; 3. Diferencias esenciales del profetismo bí­blico; 4. Criterios para discernir al profeta auténtico; 5. Los grandes profetas de Israel; 6. Mensaje teológico de los profetas; 7. Kerigma proféticp e ideológico; 8. Los escritos proféticos. II. La profecí­a en el NT: 1. Cristo, el mayor de los profetas; 2. Los profetas,cristianos; 3. Profetas †œasambleares† y discernimiento de los espí­ritus. III. Conclusión.
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1. LA PROFECIA EN EL AT.
El profetismo hebreo, en su especificidad, constituye un fenómeno único en la historia religiosa de la humanidad; preparó la revelación del Verbo de Dios en el cristianismo, y con el cristianismo permanece como punto de referencia para discernir la auténtica comunicación del Dios altí­simo a los hombres de todos los tiempos; como dijo un gran pensador (K. Jas-pers), es †œel acontecimiento cardinal de la historia del mundo†. El Vat. II declara que todo el pueblo de Dios participa de la misión profética de Cristo y que entre los fieles el Señor distribuye también hoy los carismas de los que Pablo veí­a rebosantes a los cristianos de Corinto, comprendidos los de las curaciones, de los milagros y de la profecí­a: †œEl pueblo santo de Dios participa también del don pro-féticd de Cristo, difundiendo su vivo testimonio… La universalidad de los fieles que tienen la unción del Espí­ritu Santo (1Jn 2,20 y 27) no puede fallar en su creencia, y ejerce su peculiar propiedad mediante el sentimiento sobrenatural de la fe de todo el pueblo… Además, el mismo Espí­ritu Santo no solamente santifica y dirige al pueblo de Dios por los sacramentos y los ministerios y lo enriquece con las virtudes, sino que, †˜distribuyendo sus dones a cada uno según quiere†™ (1Co 12,11), reparte entre los fieles gracias de todo género, incluso especiales, con las que dispone y prepara para realizar variedad de obras y de oficios provechosos para la renovación y una más amplia edificación de la Iglesia, según aquellas palabras: A cada uno se le otorga la manifestación del espí­ritu para común utilidad (1Co 12,7)† (LG 12).
En la Iglesia de los siglos pasados, como en la de nuestro tiempo, se manifestaron siempre figuras carismáti-cas, consideradas comúnmente portadoras de un proyecto sobrehumano: san Benito, san Francisco de Así­s, santa Catalina de Siena, santa Teresa de Avila y, en nuestros dí­as, el papa Juan XXIII y varios fundadores de congregaciones religiosas, por no hablar de los fenómenos de sincera inspiración de muchos movimientos que están imprimiendo una vitalidad nueva a las colectividades eclesiales.
Algunos hablan de manifestaciones del Espí­ritu también fuera del mismo seto cristiano; piénsese en el mahatma Ghandi y en tantos promotores de una concordia universal en nombre del amor, y en los llamados cristianos anónimos. ¿Cómo juzgar todos estos hechos? ¿Son simples proyecciones de una fe, intuiciones geniales de la psique humana, efectos de una interacción colectiva? ¿Tenemos la posibilidad de conocer su proveniencia y de discernir lo que es auténticamente trascendente de lo que es puramente humano? ¿Qué constituye lo especí­ficamente profé-tico? Estimamos que se podrá dar una respuesta cuando hayamos examinado en su origen y en su esencia el gran fenómeno profético de la historia judí­a y de la Iglesia cristiana primitiva.
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1. EL PROFETISMO EN EL AMBIENTE oriental.
El profetismo no apareció de improviso en Israel, sin precedente alguno. Parece incluso que está arraigado en lo í­ntimo del horno religiosus un cierto videntismo. El hombre en su contingencia siente la necesidad de ser sostenido por la voz del que lo sabe y lo puede todo, y se ha puesto a buscarla. Con frecuencia ha creí­do captarla o haber descubierto el medio de conseguirla. De aquí­ han surgido en casi todas las religiones, en el curso de milenios, toda suerte de adivinaciones, de oniromancias, de respuestas de oráculos. Se los ha encontrado entre las poblaciones asiáticas (con chamanes antiguos y actuales), entre los germanos (con los druidas), en los grecolatinos (con la Pitia y las sibilas), entre los árabes (con los kahini). La lectura de numerosos documentos de Mesopotamia y de Egipto nos ha permitido conocer mejor en los últimos decenios este aspecto particular de la religiosidad de los pueblos del Oriente medio. Se pensaba que la divinidad tení­a interés en revelar su pensamiento sobre un tema dado o sobre algún problema de sus fieles, pero se reservaba hacerlo a través de intermediarios (el barú, especie de adivino, y el muhhu, extático, de los asirobabilonios; hazin, videntes, de los cananeos, que usaban técnicas especiales de adivinación: videntismo adivinatorio) o por una inspiración interna o una visión contemplada en sueños (videntismo intuitivo del reino de Man), o también por medio de una alienación de los sentidos (trance), producida a veces, ya veces inesperada (videntismo extático-convulsivo). El modo de expresarse de estos videntes adopta poco a poco estructuras tí­picas: fórmula del enví­o o del mensajero: †œVete, yo te mando; dirás: †˜Así­ dice el dios…†; fórmula de tranquiliza-ción: †œNo temas, yo estoy contigo, a tu lado†; amenaza a distancia de los enemigos del paí­s; el recuerdo de los beneficios del pasado según el esquema de la alianza sagrada (berit) con amenazas y promesas condicionadas; comunicación del dabar -palabra solemne y eficaz- de una divinidad. En Egipto se observa, para la indagación de lo oculto y del futuro, una técnica racional más que un influjo inspiratorio: las llamadas †œprofecí­as de Neferti† y †œdel sabio lpuwer† no son más que sagaces predicciones ex eventu, según el principio del Maát (la alternación natural de la luz y de las tinieblas, del caos y de la armoní­a, elevado a divinidad), y los oráculos recibidos en los santuarios famosos de Menfis, Tebas, Abidos… hábiles manipulaciones de los simulacros y de las barcas sagradas por parte dé los miembros del culto en respuesta a las preguntas de los fieles. En compensación, en los †œvaticinios† egipcios encontramos los amplios horizontes sobre el futuro de todo un paí­s, la participación de los fenómenos cósmicos en la suerte de los hombres, la puesta por escrito de largas previsiones, elementos que se encontrarán luego en algunos tratados del profetismo hebreo.
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2. Aspectos análogos del profetismo hebreo.
Creemos que no se puede negar toda posible relación entre este estadio del profetismo oriental y algunos aspectos del profetismo bí­blico. Desde los comienzos de la historia de Israel tropezamos con un cierto profetismo extático: en torno al gran legislador del Sinaí­ explotó de improviso, nos informa Núm 1 l,24s, la exaltación religiosa de sus 70 consejeros, penetrados del espí­ritu de Yhwh, mientras que Moisés expresa el deseo de que todo el pueblo sea lleno de él: †œMoisés salió fuera y comunicó al pueblo las palabras del Señor. Reunió a los setenta ancianos del pueblo y los puso alrededor de la tienda… Cuando el espí­ritu se posó sobre ellos se pusieron a profetizar, pero no continuaron†. Fue prácticamente una manifestación temporal. Pero dos siglos después vemos reaparecer el mismo fenómeno en grupos, probablemente más numerosos, bajo la guí­a de Samuel, con tal impulso que contaminaba a los presentes, a Saúl y sus mensajeros y al mismo David (IS 10; IS 19,18-24), y parece que continuaron en forma más o menos similar hasta la cautividad de Babilonia; lo podemos deducir de varios testimonios bí­blicos (IR 18,13; IR 22,6-8; 2R 23,2 Jer29,26s; Za 13,4s). Otro tipo de videntismo (consultas y respuestas) está atestiguado en la época de los jueces: los israelitas se dirigí­an a Débora †œla profetisa† para escuchar las respuestas a sus preguntas (Jg 4,4s), o a los sacerdotes del arca para la aplicación de los urim y tummim; Saúl va a preguntar por las asnas perdidas al †œvidente† de Rama (IS 9,6-11); y, más tarde, oprimido por la angustia, pedirá en vano una respuesta del Señor †œpor los sueños, los urim y los nebí­†™im† (IS 28,5); David consultará a menudo al amigo y vidente Gad; los ciudadanos particulares, al profeta Elí­seo en los momentos establecidos (2R 4,22-25); los gobernantes recurrirán a ellos particularmente con ocasión de guerras o de grandes calamidades: †œEntonces el rey de Israel reunió a los profetas, cuatrocientos, y les dijo: †˜,Debo atacar a Ramot de Galaad o no?†(IR 22,6);†Elrey rasgó sus vestiduras y ordenó…: †˜Id y consultad al Señor por mí­, por el pueblo y por toda Judá acerca de las palabras de este libro que se ha encontrado† (2R 22,1 Is). Miqueas reprochaba a los videntes que daban oráculos en proporción de las ofrendas recibidas (Miq 3,5), y Ezequiel a los, nebí­†™im que engañaban a sus clientes con respuestas complacientes (Ez 14; Ez 9-II).
Habí­a también un videntismo más elevado, que prescindí­a de toda técnica adivinatoria y ofrecí­a espontáneamente, sin petición previa, un mensaje (videntismo inspirado por una misión sobrehumana); se comprueba en el anónimo nabí­†™del tiempo de los jueces, el cual, movido interiormente por el Espí­ritu, se presenta animosamente a sus conciudadanos reprochándoles su infidelidad al Señor (Jc 6,1-10); en el profeta Natán en tiempo de David, el cual en nombre de Dios somete ajuicio al mismo rey (2S 12,1-14); en Ají­as y Semayas, que intervienen osadamente por iniciativa de lo alto en los acontecimientos de la división de Israel (IR 11,31 12,22s), y luego en Elias, Elí­seo y una larga serie de los profetas †œclásicos†. Encontramos en sus mensajes y en sus correspondientes relatos todo un formulario que cuenta ya con una sólida tradición: la referencia al dabar (dicho dinámico) de la divinidad, que para el hebreo, como para todo oriental, era una fuerza viva; los nombres de las personas y de las cosas se consideraban como proyecciones de la realidad a la que se referí­an; el pronunciarlos, especialmente por parte de Dios omnipotente, equivalí­a a dominar y dar ser a aquellas mismas realidades; por eso se profesaba sumo respeto a las palabras de un mensajero inspirado: se comprende por ello el interés por parte del vidente por la fórmula del mensajero y del enví­o, y el cuidado, por parte de los oyentes, en retener en su mente sus dichos y en transmitirlos con fidelidad; como también el recuerdo de la alianza estipulada y de las cláusulas en ella contenidas: †œTu palabra -cantaba ya un himno su-meno- ha sido establemente fundada…, tu palabra es verdadera, tu alto dicho no se puede explicar…; vete al rey como el dí­a esplendoroso† (himno a la diosa Baba). †œLa palabra del Señor -se hace eco el salmista- es pura, dura para siempre† Sal 19,10), †œporque él lo mandó y fueron creados…, puso unas leyes que no cambiarán† (Sal 148,5). Son rasgos comunes a toda el área del profetismo antiguo oriental.
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3. Diferencias esenciales del profetismo bí­blico.

En el ambiente de este humus profundo, de la confrontación de los dos sectores se desprenden diferencias esenciales. Ya en el videntismo hebreo más antiguo está presente un monoteí­smo dinámico que se hace cada vez más trascendente a la vez que inmanente. El Dios que llama a los primeros antepasados hebreos (Abrahán, Jacob) es el mismo Señor del universo, el cual se interesa por su clan y le da la seguridad de un perenne futuro (Gen l2ss). La misma concepción reaparece en la nueva llamada de un descendiente suyo en tierra extraña: el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob aparece como el dominador omnipotente de todos los pueblos al ordenar y realizar de manera inesperada la evasión del clan israelita de Egipto hacia la tierra prometida. A Moisés, que se consideraba inepto para aquel cargo, le sugiere el Señor modos de obrar y palabras con las cuales presentarse a los interesados y superar todos los obstáculos. Se le concede así­ vencer el endurecimiento del faraón y la resistencia de los hebreos, mostrarles en los acontecimientos providenciales que se suceden la acción benévola del Dios de los padres y dictar las normas básicas del verdadero culto a Yhwh y de una armoniosa convivencia humana (Ex 3ss). Luego, cuando, camino de Canaán, un vidente pagano intenta desalentar a aquel grupo de fugitivos con sus maleficios, Dios interviene haciendo sentir sus bendiciones y sus perspectivas de triunfo (Núiri 22-24). Se trazan desde entonces las caracterí­sticas fundamentales de un nuevo profetismo: la manifestación espontánea del Dios del universo a determinados individuos para que comuniquen a sus contemporáneos sus proyectos de justicia y de bien; él vigilará para que los acontecimientos estén en correspondencia, aunque dejando que las voluntades humanas interfieran en ellos libremente. Se evidencia de ese modo la iniciativa de una solicitud sobrehumana, su inserción en el corazón del hombre, su designio en favor de muchos, su dinamismo en los acontecimientos, su respeto a la libre ex-plicitación del querer humano. Se revela también el contraste radical con manifestaciones de otra proveniencia, tendentes a apartar los ánimos de la auténtica relación con Dios.
Después del establecimiento en Canaán, al contacto con las formas adivinatorias de los cananeos y luego con la exaltación de los adoradores de Baal (IR 18,26-29), se intensifica entre los hijos de Israel el deseo de consultar el juicio de sus dioses sobre los casos de la vida y el celo por su nombre. En consecuencia, se hace más frecuente el recurso a la respuesta de los †˜urim y tummim (probablemente las 21 letras hebreas, que sacadas a suerte del †˜efod daban palabras significativas), a la interpretación de los sueños, y sobre todo a las intuiciones de los videntes, aquellos hombres especiales que, animados por un vivo entusiasmo por el Señor, fueron considerados investidos de su Espí­ritu, como los antiguos jueces (Jc 3,10; Jc 6,34), y por tanto capaces de percibir su querer, ya sea que viviesen solos en su casa, ya que se reunieran en grupos en los varios santuarios para celebrar las alabanzas de Yhwh (IS 9,6; IR 22,6-11); llamados en los primeros momentos rotm u hozim (videntes, contemplantes), a semejanza de los videntes cananeos, luego, probablemente para distinguirlos de éstoSi se los denominó nebi†™im (puede que a través de una raí­z extra-hebrea, naba†™, con el significado de †œanunciar†, †œproclamar†). Israel se guardó mucho también en este campo de practicar aquellas categorí­as y aquellos ritos que estaban en abierta disonancia con la concepción monoteí­sta trascendente de su fe: nigromantes, adivinos, artes mágicas; el que lo hubiera intentado se hubiera apartado de la comunidad elegida, como le ocurrió al mismo primer rey, Saúl:
†œLa mujer le respondió: †˜Tú sabes bien lo que ha hecho Saúl, que ha expulsado del paí­s a los nigromantes y adivinos. ¿Por qué tiendes insidias a mi vida para hacerme morir?† (IS 28,9); †œSamuel respondió: †˜cPor qué me consultas, si el Señor se ha retirado de ti y se ha hecho tu enemigo?† (IS 28,16).
Pero sucedí­a que no siempre las previsiones de aquellos hombres †œinspirados† eran confirmadas por los acontecimientos; en lugar de una victoria se producí­a una aparatosa derrota; en lugar de la curación, la muerte. Surgí­a entonces la sospecha: ¿Eran todos verdaderos portavoces de Yhwh? ¿De cuáles de ellos se podí­a fiar? ¿Quién de ellos ofrecí­a más seguras garantí­as?
En tiempo de Saúl habí­a seguramente muchos videntes en el paí­s, pero la gente acudí­a con preferencia a Samuel (1S 9,6; 1S 9,12-14); en la época de Ezequí­as se dirigí­an al profeta Isaí­as (2R 19); durante el reino de Josí­as, a la profetisa Juldá (2R 22); luego, a Jeremí­as; en el destierro, a Ezequiel, y a continuación a Ageo, Zacarí­as…
Poco a poco, con la experiencia y una cierta intuición religiosa, la élite de Israel aprendió a distinguir. Se percató ante todo de que muchos nebi†™im, a pesar de declarar que hablaban en nombre de Yhwh, insinuaban una concepción errónea de él, como si fuese un dios de la naturaleza, que concedí­a favores en proporción a los homenajes recibidos, sin preocuparse de la moralidad de sus adoradores; otros observaban ellos mismos una conducta poco conforme con las normas éticas de la tórah mosaica: ávidos de dinero, complacientes con las autoridades, mentirosos, adúlteros, nada preocupados de lá verdadera prosperidad de sus hermanos, nunca †œen la brecha† en oración para alejar los castigos que les amenazaban (Ez 13,22). En otros, en cambio, se podí­a comprobar una estrecha correspondencia entre lo que decí­an experimentar en su interior y lo que en fuerza de aquella experiencia se verificaba en su vida y a su alrededor. Atestiguaban que recibí­an mensajes divinos, de fuera de ellos, con la orden de transmitirlos a los demás; se trataba de indicaciones en su mayorí­a contrarias a las expectativas de los oyentes, a propósito para suscitar ásperas reacciones. En primer lugar se les exhortaba a no eximirse de aquel encargo, por arriesgado que fuera. De hecho obedecen constantemente incluso a costa de la vida, comportándose siempre con coherencia según lo que anuncian. Profesando el más puro yahvismo, en sintoní­a con la fe de los padres, denuncian sus deformaciones y aberraciones dondequiera que las descubren; en los jefes, en la corte, en los sacerdotes, en los nebi†™im, en la masa del pueblo, mostrando con rigor las consecuencias de sus amenazas, hasta la destrucción del templo y el destierro de todo Israel. Muchas de sus predicciones se realizan yaen aquellos años. Ellos adquieren cada vez más crédito. El que se siente ofendido y se encierra en su egoí­smo, responde a veces con la burla o la violencia. El que está más abierto a la verdad y al temor de Yhwh (los humildes, los †˜anawim) acoge con respeto sus palabras, las conserva en su corazón, las consigna también por escrito en hojas sueltas, las comunica en las asambleas sagradas: es el grupo de simpatizantes, de los discí­pulos, que se reúne en torno a uno de estos grandes personajes y perpetúa fielmente su mensaje y su memoria. †œEncierra el testimonio, sella esta revelación entre mis discí­pulos†, propone Isaí­as, rechazado por los dirigentes de su pueblo.
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4. Criterios para discernir al profeta auténtico.
Hacia el siglo vil se estuvo en condiciones de determinar algunos criterios de discernimiento respecto a ellos. Han quedado registrados en el famoso libro de la segunda ley, el código deutero-nomista, en los capí­tulos 13 y 18: †œSi aparece entre vosotros un profeta o un soñador, si te propone una señal o un prodigio, y éstos se cumplen, pero luego te dice: †˜Vamos tras otros dioses…†™, no escuches las palabras de tal profeta ni los sueños de tal soñador† (Dt 13,2-4); †œEl profeta que tenga la osadí­a de anunciaren mi nombre lo que yo no le haya ordenado decir…, ese profeta morirá… Si ese profeta ha hablado en nombre del Señor y su palabra no tiene efecto ni se cumple, entonces es cosa que no ha dicho el Señor† (Dt 18,20; Dt 18,22). No serí­a genuino aquel nabi†™que. indujese con cualquier medio a otros a alejarse del Dios de los padres para servir a los í­dolos o adorarlos con cultos falsos, supersticiosos o animistas (Dt 18,10); ni el que incita con su mal ejemplo o con sus complacientes declaraciones a perseverar en el mal: †œSi un profeta se deja seducir y anuncia la palabra, yo lo engañaré y extenderé mi brazo contra él… Ambos sufrirán la pena: como es la culpa del que le ha interpelado, así­ será la culpa del profeta† (Ez 14,9s; criterios negativos).
En contraste, ofrece garantí­as de autenticidad el que sinceramente puede atestiguar que ha oí­do la voz del Dios vivo y al mismo tiempo es capaz de indicar su realización efectiva en los acontecimientos, o sea en los hechos históricos a los que se referí­a, y en la conducta del mismo profeta y de aquellos hombres- a los que iba dirigida la voz: pues la palabra de Yhwh es dinámica, creativa, indefectible: †œEl profeta que haya tenido un sueño, que cuente su sueño. Y el que ha recibido mi palabra, que anuncie fielmente mi palabra. ¿Qué tiene que ver la paja con el grano?… ¿No es mi palabra como el fuego, como el martillo que deshace la roca?† (Jer 23,28s; criterio positivo).
Así­ se afirmó en el pueblo elegido la conciencia de una neta distinción entre la simple aspiración a percibir el pensamiento de Dios en las varias vicisitudes de la historia y la comunicación objetiva de su juicio y de sus designios. Y se vio largamente convalidada por la aparición de personalidades proféticas excepcionales y por la criba constante de una comunidad carismática que les acompañaba.
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5. LOS GRANDES PROFETAS DE Israel.
Estos suelen dividirse en dos categorí­as: profetas preclásicos, desde los siglos Xl al ix, y profetas clásicos o †œescritores†, desde los siglos VIH al iv a.C. Tanto su presentación en los libros †œhistóricos† de 1-2S y 1- 2R, como sus mensajes, consignados generalmente en los libros †œproféticos†, nos llegan a través de la comunidad israelita que los escuchó, los valoró y los actuó de generación en generación; una comunidad formada en parte en su escuela, pero que llevaba en sí­ desde los orí­genes el carisma de una asistencia divina especial, en virtud de una promesa de bendición reiterada a lo largo de los siglos a sus padres Gn 12,15; Dt 12; 2S 7). Por la eminente figura de ¡Moisés, †œel profeta que hablaba con Dios cara a cara† Ex 33,11; Dt 34,10), se modelan en la predicación y en las actitudes ¡ Samuel, Ají­as, Semayas, Natán en los siglos Xl-X; Jananí­ (Anán), ¡ Elias, Miqueas hijo de Yimlá, en el siglo IX; ¡ Amos, ¡ Oseas, ¡ Isaí­as, ¡ Miqueas, en el siglo vm; ¡ Sofo-ní­as, ¡ Jeremí­as, en los siglos vn-vi; ¡ Ezequiel, el Déutero-lsaí­as, durante el exilio babilónico (598-538), ¡ Ageo, ¡ Zacarí­as, ¡ Joel, ¡ Mala-quí­as y otros, después del destierro. Describamos a algunos en sus lí­neas más caracterí­sticas.
Samuel en los antiguos estratos de 1-2S es presentado como el guí­a iluminado y providencial en un momento crí­tico de la historia hebrea. Hombre de oración e í­ntegro en todo su comportamiento, recibe del Señor, la palabra con la que deberá amonestar y dirigir: por inspiración de lo alto designa al primer rey de Israel, le reprende en sus desviaciones, anuncia el éxito de las armas al pueblo arrepentido: †œEl Señor estaba con él; no dejó de cumplirse ni una sola de sus palabras. Todo Israel, desde Dan hasta Berseba, supo que Samuel estaba acreditado como profeta del Señor.†
En la corte del sucesorde Saúl [1 Samuel III, 3; / David III] se impone la figura de Natán. Actuaba también como consejero del soberano; pero cuando el Señor le revelaba en el silencio de su retiro un mensaje, estaba pronto a cambiar la opinión expresada precedentemente y a reprocharle al gran David sus transgresiones (2S 7,8-16; 2S 12,1-14). La larga serie de los herederos daví­dicos en el trono de Judá y la verificación del castigo anunciado confirma aún más el origen de sus vaticinios (2R 25,27ss;Ez 21,32; Gn 29,10).
Otros ejemplos de osadí­a y de pura inspiración son el †œhombre de Dios† Semayas, el cual en nombre de Dios hace desistir al ejército de Roboán de marchar contra la tribu hermana del norte (IR 11,22-24); Jananí­ (Anán) †œel vidente†, que echa en cara al poderoso Asá su alianza con un reino idólatra, terminando en la cárcel (2Cr 16,1-10); y Miqueas hijo de Yimlá, que, al contrario que sus 400 colegas, predice al rey de Israel el desastre militar, como de hecho se verificó (1R 22,l7ss).
Pero por encima de todos brilla el tesbita Elias. Sus rasgos, trazados con sobriedad por los discí­pulos del taumaturgo Elí­seo, nos muestran su elevación y veracidad. Movido interiormente por Yhwh, se atreve a desafiar a la corte de Samarí­a, dominada por la fenicia Jezabel, mujer de Ajab, primero con la predicción de una sequí­a de tres años y luego con la súplica de que un fuego celeste descendiera sobre su holocausto. Verificados ambos acontecimientos y restablecida la fe del Dios de los padres entre el pueblo, el enviado de Yhwh se ve obligado a esconderse, buscando refugio justo en el Horeb, el monte de la revelación mosaica. Aquí­, en medio de la calma, oye de nuevo la voz de su Dios, que lo conforta y lo enví­a de nuevo a la trinchera a proseguir la lucha contra la idolatrí­a y la injusticia: †œAl fuego siguió un ligero susurro de aire… Y una voz le preguntó: †˜,Qué haces aquí­, Elias?†™. Respondió: †˜Me he abrasado en celo por el Señor todopoderoso, porque los israelitas han abandonado tu alianza…†™ Y el Señor le dijo:
†˜Anda, vuelve a emprender tu camino por el desierto hacia Damasco† (IR 19,12-15); †œEntonces el Señor dijo a Elias, el †œtesbita: †˜Anda y vete a ver a Ajab, rey de Israel… Le dirás: Esto dice el Señor: De modo que después de haber matado robas!… En el mismo lugar en que los perros han lamido la sangre de Nabot, lamerán también la tuya† (IR 21,17-19). El profeta genuino es el que puede demostrar que habla por la sola iniciativa del Dios que se reveló a los padres; que puede temblar y huir ante la persecución, pero no desiste de proclamar los mensajes recibidos; es coherente con la fe en el verdadero Dios y con su justicia y puede ofrecer en su propia firmeza y en los mismos acontecimientos el dinamismo de un dabar sobrehumano.
Amos, el primero de los profetas cuyas palabras se nos han transmitido por escrito, actúa también en el norte; pero es un colono proveniente del sur de Jerusalén y predica un mensaje de aviso y de ruina. El cí­rculo de sus simpatizantes que nos transmitieron sus oráculos debió advertir claramente la trascendencia de su misión (Am 1,1; Am 3,3-8). Denuncia él con vigor las culpas morales y religiosas de sus connacionales; como él mismo relatará en sus noticias autobiográficas (Am 7-9), en un primer momento vio la posibilidad de un cambio de rumbo en sus oyentes, y por tanto de un cambio de la sentencia punitiva; pero en un cierto punto le fue revelado el veredicto definitivo: la ineludible destrucción del reino de Samarí­a (Am 7,7s; 8,1-3). A pesar de ello, persiste en su proclamación: fustiga sin piedad el orgullo y el lujo, los abusos de los débiles, la hipocresí­a de los ritos sagrados: †œOdio, aborrezco vuestras fiestas.,. Aparta de mí­ el ruido de tus canciones; no quiero oí­r el sonido de la lira. Quiero que el derecho fluya como el agua, la justicia como torrente perenne† (Am 5,21-24). Al que le reprocha aquel áspero lenguaje, le responde con el testimonio de su experiencia interior: ha escuchado una orden divina, que le ha empujado a dejar la tranquilidad de sus campos y a dedicarse a aquella misión; si profetiza, no lo hace por profesión o para procurarse una ganancia; para esto tiene rebaños y posesiones; es sólo para obedecer a aquella voz, para cooperar a sus efectos saludables en los hermanos a los que ama (Am 7,2; Am 7,5), dispuesto a padecer todas las consecuencias por ello: †œAmasias dijo a Amos: †˜Vidente, vete, retí­rate a la tierra de Judá; come allí­ el pan y allí­ profetiza…†™ Amos dijo a Amasias: †˜Yo no soy profeta ni hijo de profeta; yo soy boyero y des-cortezador de sicómoros. El Señor me tomó…, diciéndome: Vete, profetiza a mi pueblo Israel† (Am 7, ?? 5). De hecho, amenazado por la autoridad real, responde impertérrito con presagios de ruina (Am 7,16s). A él le interesa cumplir hasta el fondo su misión; dedicarse, junto con el mandante divino, a la rehabilitación de sus hermanos (Am 5,14s; 9,1 Is). El verdadero profeta obra en sintoní­a con el corazón compasivo del Dios de Israel.
Oseas, algunos años después de Amos, dedica toda su vida al intento de apartar el corazón de la nación predilecta de Yhwh del borde del precipicio; acepta, por inspiración superior, tomar por esposa a una muchacha que se ha contaminado con ritos sexuales; y luego, después de un perí­odo de traición, intenta reconquistarla al primer amor; iuna herida candente para su ideal de pureza le-†ví­tica! La vida matrimonial y el cuidado de los tres hijos de nombres simbólicos [1 Sí­mbolo III] deberí­an, pues, servir para proclamar el amor irreductible de Yhwh a su esposa Israel, la constante infidelidad de ella, los inminentes castigos merecidos, la perspectiva de un futuro retorno (Os 1-3): †œEntonces dirá: †˜Volveré con mi primer marido, porque me iba entonces mejor que ahora†™. Yo la atraeré y la guiaré al desierto, donde hablaré a su corazón… Y ella me responderá como en los dí­as de su juventud† (Os 2,15-17). Predica en contraste con las autoridades religiosas y polí­ticas, atribuyendo a sacerdotes, profetas y gobernantes la falta de conocimiento y de adhesión a Yhwh de todo el pueblo (Os 4); revela el corazón misericordioso y siempre pronto al perdón del Padre† de Efraí­n (Os 11); deja entrever horizontes más serenos después de los largos dí­as del destierro, una vez verificada la reconciliación con el esposo divino: †œYo los curaré de su apostasí­a, los amaré de todo corazón, pues mi ira se ha apartado ya de ellos… Seré como el rocí­o para Israel… Volverán a sentarseen mi sombra† (Os 15,5s.8). Los más í­ntimos discí­pulos del profeta, que nos han transmitido sus confidencias (Os 1,3), pudieron sentir palpitar en él la hesed, compasión, y la ternura maternal, rehamim, del Dios de Jacob, y a la vez la exigencia de una respuesta gratuita y reconocida por parte de sus criaturas: la actitud de Oseas para con su esposa y con la madre de los israelitas era un reflejo maravilloso y convincente de ello.
Isaí­as ejerce su ministerio durante unos cuarenta años, a intervalos, desde el último perí­odo del rey Ozí­as (738 a.C.) al 702, bajo Ezequí­as. Es un aristócrata, de ideas geniales, de estilo incisivo y poético; tiene fácil acceso a la corte y goza de gran prestigio en todo el paí­s. Pero declara que ha recibido de lo alto, en experiencias í­ntimas, los mensajes que deberá comunicar. Es el soberano de Israel y del universo, el Dios trascendente de Sión el que lo enví­a: †œVi al Señor sentado en su trono elevado y excelso; la oria de su vestido llenaba el templo. ..Y oí­ la voz del Señor, que decí­a: ¿A quién enviaré? ¿Quién irá por nosotros? Y respondí­: †˜Aquí­ estoy yo, mándame a mí­†™. El me dijo: †˜Vete y dile a este pueblo…† (Is 6,1; Is 6, . Para afirmar sus exigencias santidad y rectitud no vacilará en enfrentarse los varios reyes Judá, sus proyectos y las previsiones sus consejeros y los nebi†™im; hablará también cuando sus ojos se oscurezcan y sus corazones se vuelvan duros (Is 6,10). Pero conservará en el fondo sí­ y sugerirá sus discí­pulos una firmí­sima confianza en el designio que le ha sido revelado, la †œobra† Yhwh, es decir, que él, el †œSanto† Israel y el Señor del cosmos, intervendrá en el momento oportuno para la supervivencia del pueblo que se ha elegido, quebrantará el-orgullo los imperios paganos cuando hayan cumplido la función que se les ha asignado, establecerá en el monte Sión un centro iluminación y salvación para todas las gentes (Is 2,2-5; 8,16-18; 10,5-1 9). La verificación sus previsiones inmediatas (devastación de Samarí­a y de Damasco, liberación del asalto asi-rio, derrota del faraón Sabaka: Is 7-8.19-20.37), la célebre secuencia las páginas dedicadas al Emanuel (cc. 7ss), la sublimidad sus concepciones religiosas, su serena amplitud miras, la viva solicitud por la auténtica relación su pueblo con Yhwh, testimoniaban en favor su misión sobrenatural.
Contemporáneo de Isaí­as, desarrolló su actividad en el reino de Judá el profeta Miqueas, lleno de celo por los más oprimidos y temblando por la suerte tanto del reino del norte como del sur, animado, como confesaba él, por el poderoso influjo de Yhwh (Miq 3,8). Pronuncia un terrible vaticinio contra el mismo templo de Jerusalén (Miq 3,12), pero profesa también él una fe inquebrantable en el futuro de su pueblo en la lí­nea de la descendencia daví­di-ca (Miq 5,1-8); indica como meta para la verdadera paz con Yhwh el derecho, la bondad, la humildad (Miq 6,1-8): †œSe te ha dado a conocer, oh hombre, lo que es bueno, lo que el Señor exige de ti. Es esto: practicar la justicia, amar la misericordia y caminar humildemente con tu Dios† (Miq 6,8).
Aunque perteneciente a la nobleza de la capital, Sofoní­as, algunos decenios después, vuelve a fustigar en nombre de Yhwh las malas costumbres de las clases dirigentes y las extendidas prácticas de idolatrí­a y de superstición, recurriendo al tema de Amos (Am 5,18-20) del dí­a del Señor; dí­a no de luz y de alegrí­a, como esperaba la gente, sino †œexterminio y de oscuridad† (So 1,15). Pero entrevé en aquella oscuridad un refugio y una liberación para los marginados y los humildes que confí­an en Dios (So 2,3; So 3,12).
Figuras luminosas en la hora más trágica del pueblo judí­o son el profeta de Anatot, Jeremí­as, todaví­a en la patria (626-586); Ezequiel en el primer destierro (593-570) y el Déutero-lsaí­as en la segunda parte de la cautividad babilónica (556-538).
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En páginas de absoluta sinceridad, Jeremí­as nos describe el encuentro con el interlocutor sobrehumano, que le designa portador de mensajes decisivos para los connacionales; al sentirse incapaz de ello, intenta eximirse, pero es tranquilizado (Jr 1); y cuando, a causa de las oposiciones y de los escarnios que provoca, piense en desistir dé aquella insoportable misión, experimentará tal angustia interior que estima preferible cualquier otro sufrimiento: †œLa palabra del Señor es para mí­ oprobio y burla todo el dí­a. Yo me decí­a: †˜No pensaré más en él; mo hablaré más en su nombre†™. Pero habí­a en mi corazón como un fuego abrasador encerrado en mis huesos; me he agotado en contenerlo, y no lo he podido soportar† (Jer 20,8s). Debe gritar de continuo la general corrupción y el formalismo cultual; pronunciar terribles amenazas contra el rey, la nación entera y el templo; intentar contener la marea que los está arrastrando; lo contradirán, lo aislarán y lo buscarán para darle muerte; pero él permanecerá fiel a la consigna recibida hasta el fin, en obsequio al ser divino que le enví­a y al amor a los suyos; se fiará plenamente de aquella voz que obra ya en su corazón, le conforta y le permite entrever en la realización de algunos acontecimientos un futuro de arrepentimiento y de salvación: †œCúrame, Señor, y quedaré curado; sálvame y seré salvado, porque tú eres mi gloria† (Jr 17,14; Jr31,31-34).
Ezequieles exhortado por la visión de Yhwh, que le llega de improviso en tierra del destierro, a aceptar también él la invitación a referir oráculos de amonestación y de lamentos: no se adivinan más que repulsas y resistencias (Ez 1-3). Sus veredictos de condena de la ingrata Jerusalén se verifican puntualmente (Ez 24) y es reconocido como auténtico portavoz del Dios de la alianza por los compañeros de destierro (Ez 24,27). Mas, en contra de su pesimismo, emprende una nueva predicación: repudio de las infidelidades pasadas y profunda adhesión al Señor (Ez 11,14-20; Ez 36,25-32) en espera de la reconstrucción nacional y religiosa en el monte Sión (Ez 40-48).
En pos de sus huellas parece que se mueve el llamado Déutero-Isaí­as [1 Isaí­as III], anónimo vidente, que en nombre del Señor anuncia a los desterrados de Babilonia, desalentados y desconfiados, una liberación inminente, exhortándoles a renovar su fe y a reformar su conducta (Is 40-47); mientras, elogia y consuela a la élite de los que, en medio de la indiferencia general, han permanecido confiados en las promesas de Yhwh y han contribuido así­ a la conversión y la redención de sus hermanos (el siervo de Yhwh en el sentido de una colectividad fiel: Is 49,1-6 52,13-53,12).
Los videntes posteriores al destierro aparecen también por sus escritos empeñados en reavivar la fe en el Dios de los padres y en sus proyectos salví­ficos y en reconducir a los repatriados por los senderos de la nueva alianza, contemplando tiempos de gracia y de paz en consonancia con las intuiciones de sus predecesores: juicio de los pueblos paganos,! Ab-dí­as; era de purificación y de reconciliación, Malaquí­as, Zacarí­as; efusión general del Espí­ritu de Yhwh, Joel; nueva Sión, Is 24-27; nuevo templo, Ageo; nuevos cielos y nueva tierra, Is 65-66 [1 Isaí­as IV]. Es toda una cadena espléndida y singular de heraldos del Dios vivo, que se eleva a una cima altí­sima sobre cualquier tipo de videntismo y de nabismo; como la luz del mediodí­a que se distingue decididamente de los primeros inciertos albores del crepúsculo.
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6. Mensaje teológico de los profetas.
Pero lo que hace más admirable a los profetas bí­blicos es su mensaje religioso y su especí­fica intuición escatológica. Partiendo de la sólida convicción de un monoteí­smo dinámico, cual estaba arraigado en la conciencia de Israel, poco a poco consiguen percibir y explicitar un monoteí­smo absoluto y universal. Yhwh es el único, el omnipotente, digno de ser adorado (Elias); el que juzga y dirige los destinos de los pueblos, también de los no israelitas (Am); el totalmente otro, que llena con su fulgor el universo y coordina los sucesos de la humanidad hacia un proyecto suyo en Sión (Is); el creador de todo lo que existe y sucede, dominador del cosmos y de la historia (Déutero-lsaí­as); el ser misterioso que puede ordenar a su criatura también lo incomprensible y del cual nos podremos siempre fiar (Jer, ! Haba-cuc); el que puede transformar, respetando plenamente la libertad, el corazón del hombre mediante su Espí­ritu (Jer, Ez, JI); el que puede hacer servir a sus fines salví­ficos el sufrimiento pací­fico y heroico de sus testigos (Déuteroí­saí­as, Ez). Con la trascendencia divina, experimentan y descubren una insondable inmanencia. Proceden también aquí­, por un lado, de la más antigua concepción religiosa hebrea. Yhwh es el Dios que se ha comprometido desde los comienzos con su estirpe por medio de un †œpacto†, berit. Está como implicado en la suerte de las tribus de Israel: interesado en reinar sobre ellas (Samuel, Elias) y dispuesto por ellas a intervenir prodigiosamente (Moisés, Elias). Mora en Sión, en medio de su pueblo, y desde allí­ enví­a a sus mensajeros para intentar el salvamento extremo (Am). Es el padre afectuoso, el esposo irreductible de la nación predilecta; no se rendirá nunca ante cualquier infidelidad, aunque respetando las exigencias de su santidad y de la libre decisión humana (Os); irá por tanto a llamar al corazón de Israel con incansable solicitud, incluso cuando ese corazón parezca del todo endurecido (Is); se cansarán sus portavoces, pero no él…, seguirá esperando con infinita delicadeza (Jer, Déutero-í­saí­as); tiene la serena certeza, comunicada también a sus confidentes, de que al final sus hijos se acordarán de su amor indeclinable, le abrirán su alma (Ez, Déutero-í­saí­as) y llorarán de compunción (Za 12,10-14). De aquí­ la exposición de las divinas y sublimes exigencias, que tienen siempre como base las de la berit: una respuesta de plena adoración y de confianza ilimitada, el abandono de cualquier í­dolo y de toda injusticia en perjuicio de los hermanos amados de Dios (Samuel, Elias), con ulteriores profundizaciones: culto sincero que incluye la estima del otro y respeto de sus derechos (Am), adhesión amorosa, misericordia fraterna, humildad (Os, Miq), fe viva y santidad de obras (Is), circuncisión del corazón y confianza exclusiva en Yhwh (Jer), conversión, arrepentimiento, observancia fiel de la tórah (Ez)… En cuanto al futuro, descubren algo más preciso y más grandioso que la genérica bendición prometida a los antepasados. Para Natán habrá una perenne descendencia daví­dica en el gobierno de su pueblo (2S 7); Amos prevé la restauración de la casa de David que ha caí­do en la ruina (Am 9); la idea de un rey daví­dico redivivo, lleno de los dones del Espí­ritu (Is 11), recorre toda la predicación sucesiva, desde Oseas a Miqueas, Jer, Ez, Za; Sión se convierte entonces en la sede de un reino feliz y santo en las visiones de Is 2, de Miq 4, de Jer 30-31, de Ez 17,37.40, de Is 54,60-62 y de los otros profetas posexí­licos: en medio de ellos se erigirá el nuevo santuario de Yhwh y se posará la acción transformadora de su Espí­ritu; Dios hablará al corazón de su esposa y la atraerá a sí­ (Os); el conocimiento profundo del Señor se difundirá alrededor del monte elegido (Is); se escribirá en lo í­ntimo de los israelitas una nueva alianza de amor, por lo cual se sentirán inducidos a buscar a Dios (Jr 31); su corazón de piedra quedará cambiado en un corazón dócil, humilde, lleno de disgusto por los errores pasados (Ez 36); la salvación obtenida por el camino del dolor y de la intercesión de los justos penetrará en las multitudes (Is 52-53). Florecerá una era nueva de paz verdadera con Yhwh y de fraterna armoní­a en el pueblo de Sión, y las gentes acudirán para alcanzar luz y justicia: †œEl monte de la casa del Señor será afincado en la cima de los montes y se alzará por encima de los collados. Afluirán a él todas las gentes…, pues de Sión saldrá la ley y de Jerusalén la palabra del Señor…; trocarán sus espadas en arados y sus lanzas en hoces… Casa de Jacob, venid; caminemos a la luz del Señor† (Is 2,2-5 ). Era ésta la realidad misteriosamente esperada por todos los profetas bí­blicos para una época imprecisa, be†™aharí­thajamin (Os 5), †œpara la sucesión de los dí­as† o †œdespués de aquellos dí­as† (no traducido exactamente por †œal fin de los dí­as†, de donde ésjatos, último, escatologí­a). Su pleno cumplimiento en Cristo y en el pueblo nuevo guiado por el Espí­ritu la aclarará a las mentes de los transmisores de aquellos mensajes.
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7. Kerigma profético e ideológico.
En este conjunto de temas habrá que distinguir ciertamente el aspecto, llamémoslo ideológico, del kerigma verdadero y propio. Bajo el impulso de la inspiración, el vidente experimenta la trascendencia del Señor y su acción en el mundo de manera más elevada cada vez, comprende cada vez más vivamente el amor a Israel y a los pueblos, descubre una relación cada vez más pura entre el divino interlocutor y sus criaturas para las épocas venideras. Pero no puede expresar todo esto más que con términos y categorí­as de su ambiente. Usará ante todo los conceptos histórico-religiosos tradicionales: la promesa-elección (Dios ha elegido en los antepasados como pueblo suyo al clan israelita y se ha comprometido a darle una salvación: Gn 12,15); la alianza, beni (otro tipo de compromiso del soberano divino con toda la colectividad, sugiriendo normas de comportamiento e imprimiéndDIAS luego en los corazones: Ex 20); el éxodo antiguo y el éxodo nuevo hacia un futuro mejor (Déutero-lsaí­as, el pacto con David y sus herederos:
2S 7; Is 7,29); la idea de un resto purificado (Is 6,13), de un sacrificio expiatorio (Is 52s) y de un templo como sede de Dios en medio de su pueblo (Ez 4Oss). Se servirá luego de un lenguaje tí­pico y altamente simbólico: forma de mensajes (†œasí­ dice Yhwh…†, †œme enví­a Yhwh†™O, con estilo jurí­dico según la ley del talión (rí­b o disputa entre dos contendientes, uno de los cuales demuestra tener razón: †œjuicio†, con acusación y veredicto de condena correspondiente); vaticinios de desgracias, lamentaciones…, imágenes tomadas del ambiente familiar, cultual, agrí­cola… Pero mientras que la mentalidad común empleará estos conceptos y estos sí­mbolos para confirmarse en la creencia de una inviolabilidad mágica de las instituciones humanas, los auténticos profetas los dirigirán a ilustrar el pensamiento y juicio genuinos de Yhwh sobre la situación existencial de su pueblo. Será cometido de la exégesis desentrañar, dentro de los lí­mites de lo posible, lo que pertenece al núcleo esencial de su anuncio inspirado de lo que es más bien, contingente y descriptivo.
2622 8. LOS ESCRITOS PROFETicoS.
Los profetas pronunciaron seguramente muchos más oráculos que los que se nos han transmitido. Parece que escribieron de su propio puño sólo pocas páginas (Is 8,16; Is 30,8; Jr 36; Ez 24): su primera intención era amonestar e iluminar a los oyentes directos; lo demuestra el estilo y el ritmo decididamente oral de sus dichos. Los que conservaron y luego nos transmitieron generalmente sus palabras fueron los cí­rculos de los discí­pulos y simpatizantes. Establecida la genuinidad de un vidente y la rectitud de su mensaje, se imprimí­an en la mente los varios oráculos, generalmente en verso, con la eficaz mne-motécnica oriental, los repetí­an en las reuniones sagradas y los iban poniendo poco a poco por escrito; primero en pequeñas colecciones y luego en grupos cada vez mayores, siguiendo procedimientos muy simples [agregación por analogí­a de temas o de palabras clave, o bien según un esquema genérico: a) oráculos de ruina; b) oráculos contra los paganos; y c) oráculos de salvación]. Algunas de estas colecciones se compilaron todaví­a en vida del profeta; otras en épocas posterioresf†™sobre todo durante el-exilio. Por la comparación con los duplicados y conociendo el respeto que inspiraba la palabra pro-fética, tenemos una gran seguridad en cuanto a la autenticidad sustancial dclos mensajes profetices que nos han llegado, aunque la crí­tica puede comprobar en algunos párrafos amplificaciones y actualizaciones de una generación a otra; ello no impide distinguir el genuino pensamiento de los grandes heraldos del pueblo elegido, e incluso nos ayuda a descubrir su exacta orientación hacia la meta suprema a la que miraban.
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II. LA PROFECIA EN EL NT.
En la plenitud de los tiempos se realizó aquella salvación en la que †œcentraron sus estudios E investigaciones los profetas que anunciaron la gracia que Dios os tení­a reservada. El Espí­ritu de Cristo que estaba en ellos les dio a conocer de antemano lo que Cristo tení­a que sufrir† (IP 1, ??? 1): aquella revelación plena del Padre, de la cual los antiguos videntes habí­an sido un reflejo y preludio: †œDios, después de haber hablado muchas veces y en diversas formas a nuestros padres por medio de los profetas, en estos dí­as que son los últimos nos ha hablado por el Hijo, a quien ha constituido heredero de todas las cosas† (Heb lis). En Jesús y con Jesús se inicia un nuevo diálogo de Dios con la humanidad; él es el enviado de Yhwh por excelencia, y continúa su acción profética en el mundo a través de sus portavoces.
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1. Cristo, el mayor de los profetas.
En el evangelio de Lucas el nuevo rabbide Nazaret se presenta como el ungido por el Espí­ritu del Señor, predicho por los libros santos, que habí­a de llevar a los pobres y a los oprimidos la buena nueva de la liberación y de la divina benevolencia: †œLe entregaron el libro del profeta Isaí­as…, y encontró el pasaje en el que está escrito: ?1 Espí­ritu del Señor estásobre mí­…, me ha enviado a llevar la buena nueva a los pobres…, a liberar a los oprimidos y a proclamar un año de gracia del Señor†™. Enrolló luego el libro, se lo dio al ayudante de la sinagoga y se sentó… Comenzó a decirles: †˜Hoy se cumple ante vosotros esta Escritura†™. Todos daban su aprobación, admirados de las palabras tan hermosas que salí­an de su boca† Lc 4,17-22). El Espí­ritu actúa, efectivamente, en él en el momento de la encarnación (Lc 1,35), en la inauguración de su ministerio (Lc 3,21s), durante toda su predicación (Lc 10,21; Lc 11,20). Al escucharle y observar sus obras, la multitud no tiene la menor duda: †œUn gran profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo† (Lc 7,16); él es más que Jonás y que Salomón (Mt 12,6; Mt 12,41); es el supremo profeta prometido en Dt 18,15, al que todos deben escuchar (Mt 17,5), y cuyas palabras no pasarán jamás (Dt 24,35); el que es la luz del mundo (Jn l,4s), guí­a para la auténtica relación con Dios en espí­ritu y verdad (Jn 4,23), el único mediador de la revelación del Padre y de sus misterios (Mt 11,27; Lc 10,22; Jn 3,35), el unigénito que contempla desde siempre la esencia del Padre (Jn 1,18) y que nos revelará de manera única su insondable misericordia con la exigencia de una generosidad análoga en el corazón de sus hijos (Mt 7,ls). Al igual que los grandes profetas, es impugnado por el orgullo y por la hipocresí­a humana, por quienes persiguen proyectos de autoexaltación y de prestigio. Rechazado, condenado por los jefes del pueblo, él, secundando un arcano designio del Eterno, deja que el curso de los acontecimientos lo arrastre y lo aniquile. Pero en su humillación y luego en su resurrección se realiza de la forma más inimaginable la intuición †œescatoló-gica† de los videntes de Israel: la manifestación plena de la infinita trascendencia de Yhwh y de su inconmensurable solicitud por el hombre, el logro de la perfecta reconciliación y comunión de vida de toda criatura con su creador, la paz inalterable entre la tierra y el cielo. En Cristo que, con sus †œpalabras de gracia† y sus gestos de bondad, con la aceptación voluntaria de la muerte y la gloria de su resurrección, con el don perenne de su cuerpo y de su sangre, nos revela un amor absolutamente gratuito e ilimitado a los hombres que le han rechazado, encuentra la profecí­a entera del AT su más alto cumplimiento, su culminación a la vez que su confirmación más válida. No podí­an menos de provenir del mismo supremo director, a saber: del Espí­ritu de Dios, por una parte aquellas experiencias sobrehumanas, aquellas heroicas proclamaciones de santidad y de misericordia, aquella espera paciente Aindefectible de una purifica-ciórí­ interior, aquel plan de salvación definitiva para los descendientes de Israel y para todas las gentes, y por otra las fúlgidas realizaciones de estas perspectivas en la obra humilde y amable del rabbide Nazaret, el más excelso descendiente de David, el rey pací­fico de la paz, el signo de contradicción para las libres opciones del hombre, el más fiel de los †œsiervos de Yhwh†, la ví­ctima inocente de todos los pecados de la humanidad, el vencedor de la muerte y la irradiación misma del Padre, el supremo de los profetas.
Pero Jesús, al llevar a su más alto nivel la profecí­a, la encaminó por nuevos senderos. Al volver a la gloria que le correspondí­a desde toda la eternidad, y de la cual habí­a hecho partí­cipes a sus hermanos (Jn 17,5s), quiso perpetuar su presencia invisible y dinámica en medio de los hombres hasta el fin del mundo:
†œYo estaré siempre con vosotros† (Mt 28,20), y dirigiéndose al Padre: †œYo í­es he dado a conocer tu nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor que tú me tienes esté en ellos y yo también esté con ellos† (Jn 17,26). †œNo os dejaré huérfanos… Yo pediré al Padre que os mande otro defensor que esté siempre con vosotros, el Espí­ritu de la verdad… El os lo enseñará y os recordará todo lo que os he dicho… El os guiará a la verdad completa… El me honrará a mí­, porque recibirá de lo mí­o y os lo anunciarᆙ(Jn 14,16s.18.26; 16,13s). Era la promesade la bajadadel Espí­ritu del Padreydel Hijo sobreel nuevo pueblo de Dios, nacido del corazón y de la sangre de Cristo: †œSabed que voy a enviar lo que os ha prometido mi Padre† (Lc 24,49). †œJuan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados en el Espí­ritu Santo dentro de pocos dí­as (Hch 1,5): era la realización de un antiguo vaticinio: †œDespués de esto, yo derramaré mi espí­ritu sobre todos los hombres. Vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán.. Haré aparecer señales en el cielo yen la tierra† (J13,1; J13,3). ¡Se inauguraba una gran nueva era profética!
2625 2. LOS PROFETAS CRISTIANOS.
En la época judeo-neotestamentaria existí­a la convicción de que, después de los últimos profetas clásicos, el Espí­ritu habí­a abandonado Israel, reservándose volver en la venida de la era mesiánica. Las manifestaciones carismáticas verificadas en las comunidades cristianas desde el dí­a de pen-tecostés Hch 2) indujeron a los creyentes a hablar de un profetismo renovado. Pedro ve en el fenómeno de las diversas lenguas de los apóstoles el cumplimiento de la predicción de Joel(Hch 2,16-21); otro tanto afirman los Hechos del primer apóstol por la eficacia de su palabra en los corazones de los judí­os, por la osadí­a con que se presenta a los jefes de la nación, por la confirmación de sus previsiones por los acontecimientos (Hch 4,10; Hch 4,15).
Junto a él se nos indican como profetas otros varios personajes: los †œprofetas† que provienen de Jerusalén (Hch 11,27), uno de los cuales, Agabo, anuncia una gran carestí­a, que realmente tuvo lugar, y luego prefigurará con un gesto simbólico a la manera de los videntes antiguos el encarcelamiento de Pablo, usando la frase tí­pica: †œAsí­ dice el Espí­ritu Santo…† (Hch 21,11); los †œprofetas† de Antioquí­a, un grupo de responsables que guiaban la comunidad y que, después de ayunar y orar, descubren a la luz del Espí­ritu la designación de Pablo y de Bernabé para la evangeliza-ción de Chipre y, por la imposición de las manos, les comunican aquella misión: †œMientras celebraban el culto del Señor y ayunaban, el Espí­ritu Santo dijo:
†˜Separadme a Bernabé y a Saulo para la obra a la que los he llamado†™…, les impusieron las manos y los despidieron† (Ac 13,2s); están luego Felipe y sus hijas: de éstas se nos dice que †œprofetizaban† (Hch 21,9), probablemente en el sentido de ico 14 y 1 l,4s (llevaban, como su padre, a las asambleas litúrgicas el carisma de una palabra inspirada e iluminadora); Felipe es un ardiente evangelizador de paganos, realizador de milagros; puede trasladarse prodigiosamente, como Elias, a distancia para iluminar con su inteligencia cristiana a un lector de oscuros pasajes proféticos del AT (Ac 8,5ss); Bernabé, del grupo de Antioquí­a, es llamado †œapóstol y profeta† (Hch 13,1) y hombre de la paráclesis (Hch 4,36), pues tiene el don de confortar, exhortar y animar (Ac ll,2s.25s).
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Pablo no es mencionado nunca con el tí­tulo de †œprofeta†, pero nos presenta todas sus caracterí­sticas. Tiene una absoluta certeza de su misión sobrenatural: es el fulgor de Cristo resucitado que vino a ilustrarle cuando menos lo esperaba (Ga 1,11-17); el kerigma evangélico que lleva a los gálatas tiene el carácter de trascendencia que ni siquiera un ángel podrí­a desmentirlo (Ga 1,6-10); muchas veces alude a las revelaciones y a los dones del Espí­ritu con que ha sido favorecido: †œA nosotros nos lo manifestó Dios por medio de su Espí­ritu, pues el Espí­ritu lo penetra todo, hasta las cosas más profundas de Dios† (1Co 2,10); en virtud de esta presencia interior lo puede él todo, funda establemente las primeras comunidades entre los gentiles, dirime las cuestiones relativas a la nueva vida en Cristo, comprendida la actividad carismática de los fieles (1Co 14,37s). En sus cartas especifica qué í­ntimo conocimiento se le ha comunicado del misterio de Cristo: la inescrutable riqueza del amor salví­fico que hay que extender mediante la fe y la luz del Espí­ritu a todas las gentes, según el designio benévolo del Padre (Ef 1,7; Ef 3,5), pues la nueva comunidad (la Iglesia) edificada por el Padre deberá tener siempre una solidí­sima piedra angular, que es Cristo Señor, y un fundamento indefectible, que son justamente los testigos de su vida y resurrección (apóstoles) investidos por el poder del Espí­ritu (profetas): †œEdificados sobre el fundamento de los apóstoles, la piedra angular de este edificio es Cristo Jesús, en el que todo el edificio, perfectamente ensamblado, se levanta para convertirse en un templo consagrado al Señor† (Ep 2,20s); Pablo ciertamente se considera entre ellos. Así­ como los heraldos de Dios en el AT partí­an de la tórah y de la alianza desarrollando sus virtualidades con su experiencia e inteligencia sobrenatural, así­ ahora los enviados del Señor Jesús tienen la función de exponer y aclarar incesantemente el misterio de Cristo, que vivió en medio de nosotros, bajo el influjo de su Espí­ritu: apóstoles en cuanto testigos de su realidad histórica, y gloriosa, profetas en cuanto confortados por la luz interior del Espí­ritu.;†™
Otro gran profeta es eí­r autor del / Apocalipsis (Juan evangelista o alguno de su séquito): recibe en éxtasis del Hijo del hombre la misión y los mensajes que ha de comunicar: †œOí­ detrás de mí­ una voz potente… que decí­a: †˜Lo que ves escrí­bele) en un libro y mándaselo a las siete iglesias† (Ap lbs); se expresa en el estilo de los antiguos videntes: en primera persona, apelando a la palabra del Espí­ritu, con reproches, amenazas, invitaciones a la conversión; pero en el centro de sus anuncios está †œel que es †˜el primero†™ y el último, el que murió y ha vuelto a la vida† (Ap 2,8); y concluye con una firme declaración sobre el origen sobrehumano de sus previsiones: †œEstas palabras son ciertas y auténticas, y el Señor Dios de los espí­ritus de los profetas ha enviado a su ángel a mostrar á sus servidores lo que va a suceder enseguida. Voy a llegar enseguida. Dichoso el que guarda la profecí­a de este libro (Ap 22,6s).
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3. Profetas †œasambleares† y discernimiento de los espí­ritus.
Los textos neotestamentarios, además de estos personajes especí­ficamente mencionados, nos informan también sobre un fenómeno más genérico de profecí­a y nos advierten de la necesidad de un atento discernimiento. En ico san Pablo nos habla varias veces del carisma de la profecí­a en conexión con las asambleas litúrgicas: †œEl hombre que ora o profetiza con la cabeza cubierta deshonra a Cristo, que es su cabeza. Y la mujer que ora o profetiza con la cabeza descubierta deshonra al marido, que es su cabeza†™ ico 11,4); †œA cada cual se le da la manifestación del Espí­ritu para el bien común…, a uno el don de hacer milagros, a otro el decir profecí­as, a otro hablar lenguas extrañas… Todo esto lo lleva a cabo el único y mismo Espí­ritu, repartiendo a cada uno sus dones como quiere† (1Co 12,7-11); †œBuscad el amor; aspirad a los dones espirituales, pero sobre todo el don de profecí­a† (1Co 14,1). Se trata de uno de tantos dones gratuitos del Espí­ritu de Cristo, que actúa en su Iglesia, que sirve para la edificación y el
perfeccionamiento de toda comunidad cristiana (1Co 12,l2ss); tiene la función especí­fica de confortar, exhortar y hacer crecer (14,3: †œEl que profetiza habla a los hombres, los forma, los anima y consuela; para †œinstruir a los demás: y. 19; para convencer a los increyentes: y. 24s). El hablar inspirado, que es superior a la glosolalia, es decir, a un lenguaje desconocido quesirveAobre todo para el coloquio personal con Dios (1Co 14,4-6), era muy estimado en las comunidades de la época; san Pablo dedica a ello todo el capí­tulo 14 de ico para hacer su elogio y a la vez purificarlo de cualquier intemperancia. Siguen hablando de él con estima un siglo después el Pastor de Hermas (11 prec), Justino en el Diálogo de Trifón (n. 82: †œEl hecho de existir en nuestros dí­as el don de la profecí­a entre nosotros, los cristianos, deberí­a haceros comprender que aquellos dones que se encontraban en otro tiempo entre vuestra gente [los judí­os] han sido ahora transferidos a nosotros†™), y también Ireneo Adv. Haer. II, 32,4; III, 11,9.
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Pero en otros pasajes, lo mismo del apóstol que del resto del NT, se recomienda insistentemente la vigilancia, la prudencia, un atento examen de cada una de las personas y de los mismos mensajes que se presentan como inspirados: es preciso conocer y saber aplicar los criterios de discernimiento recomendados por la experiencia de los siglos y de cada una de las asambleas cristianas: †œNo apaguéis el Espí­ritu. No despreciéis las profecí­as. Examinadlo todo,y quedaos con lo bueno† (lTs 5,19-21); †œQueridos mí­os, no os fiéis de todos los que dicen que hablan en nombre de Dios; comprobadlo antes, porque muchos falsos profetas han venido al mundo… El que confiesa que Jesús es el mesí­as hecho hombre es de Dios; y el que no confiesa a Jesús no es de Dios†(Un 4,1-3). Ahora todo vidente que declara que recibe y comunica mensajes del Dios vivo, cualquiera que sea el nivel al que pertenezca, deberá confrontarse con la revelación del Verbo eterno hecho †œcarne†, con el misterio de su admirable inserción en la historia del hombre. El criterio de la conformidad con la verdadera religión dada a conocer a lo largo de la historia veterotestamentaria deberá integrarse con la referencia más o menos explí­cita al designio del supremo Señor de †œrecapitular todo en Cristo† (Ef 1,10), de manifestar cada vez más †œlas inescrutables riquezas† del amor de Cristo (Ef 3,8) y hacer comprender †œla anchura, la longitud, la altura y la profundidad† del mismo (y. 18), para que todos puedan †œser fortalecidos poderosamente por su Espí­ritu en orden al progreso de vuestro hombre interior† (y. 16) y †œllenos de toda la plenitud de Dios† (y. 19) †œpara alabanza de su gloria† (Ef 1,12) y de su inefable bondad. A esto tendí­an todas las iniciativas de Yhwh en la comunidad elegida y en sus auténticos mensajeros, y a esta meta sublime tiende la efusión del Espí­ritu de Cristo en su Iglesia, en sus ministros y en cada uno de los componentes de su cuerpo mí­stico. Por la consonancia con esas realidades se podrá reconocer la genuinidad de todo espí­ritu que se confiese enviado de lo alto.
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III. CONCLUSION.
Mirando ahora todo el fenómeno de la profecí­a como nos lo presenta la larga tradición judeo-cristiana, podemos deducir sintéticamente algunas conclusiones. †œDeus nobis locutus est per prophetas†: Dios se ha dignado hablar realmente a la humanidad por medio de sus mensajeros; su voz discreta pero poderosa, respetuosa de la libertad humana pero exigente, llevaba en sí­ el timbre de la trascendencia. Dios, por medio de ellos, se ha puesto en comunicación con el hombre, ha manifestado su vivo interés por todos los hombres, su solicitud por su respuesta de amor y por su consiguiente participación en su gloria. No es posible dudar seriamente de ello. Pero se pueden distinguir varios niveles de manifestación proféti-ca: un nivel general, con el que Dios se revela en los acontecimientos y en los personajes de todo un pueblo y lo guí­a carismáticamente hacia la verdad; un nivel más especí­fico con el enví­o de sus portavoces extraordinarios, como los grandes videntes del AT, y sobre todo su mismo Unigénito hecho visible, y los enviados directos de Cristo, testigos de su obra e investidos de su Espí­ritu, como fundamento perenne de su comunidad (a la vez †œapóstoles y profetas†); un tercer nivel, con inspiraciones asamblearias ocasionales, es decir con mensajes aptos para exhortar, consolar y orientar de manera eficaz grupos o individuos de la comunidad cristiana para su plena maduración en el amor. Todo el pueblo de Dios se nos presenta así­ bajo el influjo del Espí­ritu de Cristo en sus estructuras y en sus componentes, con la posibilidad inmediata de una palabra carismática, cuando sus miembros están abiertos a las manifestaciones especiales que el mismo Espí­ritu quiere suscitar; es preciso estar prontos y dóciles.
¿Ha hablado Dios también fuera del ámbito judeo-cristiano? ¿Sigue hablando también hoy? No hay ningún motivo para negarlo a priori. Ya se ha visto que el que habló por medio de los profetas es el Dios del amor y de la condescendencia infinita, deseoso de estar en diálogo incensante con sus criaturas racionales. Lo que hizo con algunas de ellas en el pasado puede haberlo hecho también con otras y hacerlo en diversas épocas de un modo quizá inconcebible para nosotros. Donde haya indicios de ello, si queremos tener su convalidación sólo habremos de aplicar los criterios del recto discernimiento, ya comprobados por una experiencia milenaria.
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BIBL.: AA.W., ProphétismeAT-NT, en DBS VIII, 1972, 811-1337; Alonso Schockel, Sicre Dí­azJ.L., Los profetas, 2 vols., Cristiandad, Madrid 1980; Ballarini T. (a cargo de), Iniroduzione a/la Bibbia 11/2:
Profetismo e Pro-feti, Marietti, Turí­n 197!; Beaucamp E., Los profetas de Israel, V. Divino, Estella 1988; Cazelles H., Introducción crí­tica al A T. Los libros profetices posteriores, Herder, Barcelona 1981, 363-577; Cavalletti 5., Sogno eprofezia neIl†™AT, en †œRBit† 7 (1959) 356-363; Dalliere L., Le charisme prophétique, en †œFoi et Vie† 72 (1973) 90-97; Coppens J., Les particularités du styleprophétique, en †œNRT† 59 (1932) 673- 693; Heschel A.J., L†™uomo non é solo, Milán 1970; Lindblom J., Prophecyin Ancient Israel, Oxford 1962; Mon bu bou L., Pro fetismo y profetas. Profeta, ¿ quién eres tú?, Fax, Madrid 1971; Perrot O, Prophétes et prophétisme dans le Nouveau Testament, en †œLumiére et Vie† 22 (1973) 25-40; Savoca G., / Profeti d†™lsraele, voce del Dio Ví­vente, EDB, Bolonia 1985; SchmidtW.H., Introducción aIAT. Profetismo, Sigúeme, Salamanca 1983, 215-355; Sullivan F.A., Carismie rinnovamentocarismatico, Ancora, Milán 1982; Von Rad G., Teologí­a delA. T. II. Teologí­a dela tradición profética de Israel, Sigúeme, Salamanca
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G. Savoca

Fuente: Diccionario Católico de Teología Bíblica

PROFECíA

Fuente: Diccionario Vine Nuevo testamento

Contenido

  • 1 Definición
  • 2 División
  • 3 Receptores de la Profecía
  • 4 Principales Profecías Particulares
    • 4.1 Las Profecías de San Eduardo el Confesor
    • 4.2 Las Profecías de San Malaquías
    • 4.3 Profecías de San Pablo de la Cruz

Definición

Según el uso del término en la teología mística, se aplica tanto a las profecías de la Escritura canónica como a las profecías personales. Entendido según su sentido estricto, significa el conocimiento anticipado de eventos futuros aún cuando en ocasiones se aplica a eventos pasados de los que no se tiene memoria, y a presentar sucesos que no pueden ser conocidos a la luz de la razón natural. San Pablo, hablando de la profecía en 1 Corintios 14, no limita su significado a la predicción de eventos futuros, sino que incluye las inspiraciones Divinas sobre lo que es secreto, sea que haya sucedido o no. Sin embargo, conforme se revelan las manifestaciones de sucesos pasados o misterios ocultos actuales tenemos que entender aquí por profecía lo que significa en su sentido propio y estricto: la revelación de sucesos futuros. La profecía consiste en el conocimiento y en la manifestación de lo que se sabe o se conoce. El conocimiento debe ser sobrenatural e inspirado por Dios ya que trata de sucesos más allá del poder natural de la inteligencia creada, y el conocimiento debe manifestarse mediante signos o palabras pues el don de la profecía se da en primer lugar para el bien de otros y por lo tanto necesita ser manifestado. Es una luz Divina por la que Dios revela sucesos del futuro y con la que son representadas de cierta manera mental al profeta, cuya obligación es manifestarlas a los demás.

División

Los escritores de teología mística examinan las profecías sobre la base de la iluminación de la mente, a los objetos revelados y a los medios por las que el conocimiento se expresa a la mente humana. En razón de la iluminación de la mente la profecía puede ser perfecta o imperfecta. Se le llama perfecta cuando se da a conocer no solo el objeto revelado sino también la revelación misma, esto es, cuando el profeta sabe que es Dios quién habla. La profecía es imperfecta cuando el que la recibe no sabe con claridad o suficientemente de quien procede la revelación o si el que habla es el espíritu profético o del individuo. A esto se le llama instinto profético donde es posible que el individuo haga un juicio incorrecto, tal como sucedió con Natán que le dice a David cuando éste planeaba construir el Templo a Dios: “ Anda, haz todo lo que te dicta el corazón, porque el Señor está contigo” (II Samuel, vii, 3) (N. del T. la versión en inglés dice: II Reyes, vii, 3). Sin embargo esa misma noche el Señor ordenó al Profeta a regresar con el rey y decirle que la gloria de la construcción del edificio del templo no estaba reservada para él, sino para su hijo. Benedicto XIV, citando a San Gregorio, explica que algunos santos profetas por la práctica frecuente de la profecía, han profetizado de su propia cosecha de algunos sucesos considerando que estaban influenciados con el espíritu profético.

En razón del objeto, existen de acuerdo a Santo Tomás (Summa II-II: 174: 1) tres clases de profecía: profecía de denuncia, de presentimiento y de predestinación.
En la primer clase Dios revela eventos futuros subordinados a sucesos de orden secundario, que puede ser que se cumplan o no sobre la base de otros sucesos que a su vez podrían necesitar de una fuerza milagrosa para impedir que no ocurriesen, y aún cuando los profetas no lo expresen y parezca que hablan con certidumbre podrían no suceder. Isaías habló de esta manera cuando le dijo a Ezequías: “Ordena en tu casa, porque morirás, y no vivirás” (Is. 38,1). A esta categoría pertenece la profecía de la promesa, como la mencionada en 1 Samuel, 2,30 (N. del T. en la versión en inglés dice: 1 Reyes, 2,30): “Por eso –palabra de Yahveh, Dios de Israel- yo había dicho que tu casa y la casa de tu padre andarían siempre en mi presencia”, lo que no se cumplió. Fue una promesa condicional hecha a Heli que dependía de otras causas las cuales impidieron su cumplimiento.

La segunda, de presentimiento, tiene lugar cuando Dios revela eventos futuros que dependen de una libre decisión y los cuales ve presentes desde la eternidad. Tienen referencia a la vida y a la muerte, a la guerra y a las dinastías, a los asuntos de la Iglesia y el Estado así como a los de la vida del individuo.

La tercera clase, la profecía de predestinación, toma lugar cuando Dios revela lo que hará, y lo que ve presente en la eternidad y en Su decisión absoluta. Esto incluye no solo el secreto de la predestinación a la gracia y a la gloria sino también aquellos sucesos que Dios ha decretado absolutamente que hará por Su poder supremo y que pasarán infaliblemente.

Los objetos de profecía también pueden verse con respecto al conocimiento del hombre:

  • Cuando un evento puede estar más allá del conocimiento naturalmente posible del profeta, pero puede estar dentro del alcance del conocimiento humano y ser conocidos por otros que atestiguan el hecho, como por ejemplo el resultado revelado a Pío V de la batalla de Lepanto.
  • Cuando el objeto sobrepasa el conocimiento de todos los hombres, sin que esto signifique que sea desconocido sino que la mente humana no puede recibir naturalmente el conocimiento tal como el misterio de la Santísima Trinidad, o el misterio de la predestinación.
  • Cuando los sucesos que están más allá del conocimiento de la mente humana y no son posibles de ser conocidos a causa de que su verdad aún no ha sido desvelada, tal como sucesos eventuales futuros que dependen del libre albedrío. Se considera que esta es la forma más perfecta de profecía en razón de su generalidad y de abarcar todos los eventos que son desconocidos.

Dios puede iluminar a la mente humana en cualquier forma que desee. En muchos casos hace uso del ministerio angélico para las comunicaciones proféticas, Él mismo puede hablar al profeta e iluminarlo. Asimismo la luz sobrenatural de la profecía puede trasmitirse al intelecto, o a través de los sentidos o la imaginación. Las profecías pueden tener lugar aún y cuando los sentidos estén suspendidos en éxtasis, aunque esto en terminología mística se llama trance. Santo Tomás enseña que los sentidos no se suspenden de cuando algo se presenta a la mente del profeta a través de ellos y tampoco es necesario que se suspendan cuando la iluminación es instantánea; pero esto sí es necesario que ocurra cuando la manifestación es hecha a través de la imaginación, por lo menos al momento de la visión o al escuchar la revelación, ya que es cuando la mente esta separada de las cosas externas para fijarse completamente en el objeto manifestado a la imaginación. En tal caso no puede formarse un juicio perfecto de la visión profética durante la separación del alma, puesto que los sentidos necesarios para comprender correctamente los sucesos o cosas no pueden actuar, y es solamente cuando el hombre se reintegra a sí mismo y despierta del éxtasis que puede discernir y conocer apropiadamente la naturaleza de su visión.

Receptores de la Profecía

El don de la profecía es una gracia extraordinaria otorgada por Dios. Jamás ha sido limitada a un tipo particular de personas, familias, o tribus. No existe una facultad particular en la naturaleza humana por la que cualquier persona normal o anormal pueda profetizar y tampoco se requiere una preparación anticipada especial para recibir este don. Cornely comenta así: “los autores modernos hablan con inexactitud de las ‘escuelas de profetas’, una expresión que no se encuentra en las Escrituras de los Padres” (Comp. Introduce. en N. T., n. 463). Tampoco existe ningún rito externo por el que fuese iniciado el oficio de profeta; su ejercicio fue siempre extraordinario y dependiente de llamado inmediato de Dios. La luz profética, de acuerdo a S. Tomás, no es una forma de hábitat permanente en el alma del profeta, sino en la forma de una pasión o impresión pasajera (Summa II-II: 171:2). De esta forma los antiguos profetas solicitaban esta luz Divina con sus oraciones (1 Reyes 7,6; Jer. 22,16; 23,2ss. ; 42,4 ss.), y estaban expuestos a errar si daban una respuesta antes de invocar a Dios (2 Reyes, 7,2-3).

Escribiendo acerca de los receptores de profecías, Benedicto XIV (Virtud Heroica, III, 144, 150) dice: “Los receptores de profecías pueden ser ángeles, demonios, hombres, mujeres, niños, paganos o gentiles; tampoco es necesario que a un hombre se le otorgue el don de una disposición particular para recibir la luz profética si su juicio e inteligencia están adaptados para hacer manifiestas las cosas que Dios le revela. Aún cuando los méritos morales son muy útiles para un profeta, no es necesaria para obtener el don de la profecía”. También nos comenta que a causa de su propia penetración natural, los ángeles no pueden conocer eventos futuros que sean casuales e inciertos así como tampoco pueden conocer los secretos del corazón ajenos, sea hombre o ángel. Por lo tanto, cuando Dios escoge un ángel como medio para por el que hará conocer el futuro al hombre, también el ángel se convierte en profeta. Respecto al Diablo, el mismo autor nos dice que él no puede con su conocimiento natural predecir eventos futuros que sean los objetos mismos de profecía, aún y cuando Dios puede usarlo con este propósito. Así leemos en el Evangelio de Lucas que cuando el Diablo vio a Jesús, cayó ante Él y gritando con gran voz dijo: “¿Qué tengo yo contigo, Jesús, Hijo de Dios Altísimo?” (Lucas, viii, 28). En las Sagradas Escritura existen ejemplos de mujeres y niños profetizando. María, a la hermana de Moisés se la llama profetiza; Ana la madre de Samuel profetizó; Isabel, madre de Juan el Bautista por Divina revelación reconoció y declaró a María como la madre de Dios. Samuel y Daniel profetizaron cuando jóvenes. Un gentil, Balaán predijo la venida del Mesías así como la devastación de Asiria y Palestina. Para probar que los paganos eran capaces de profecía, Santo Tomás refiere al caso de las Sibilas quienes hicieron clara mención de los misterios de la Trinidad, del Verbo Encarnado, de la Vida, Pasión y Resurrección de Cristo. Es cierto que los poemas Sibilinos existentes fueron interpolados en el transcurso del tiempo, pero, como comenta Benedicto XIV esto no es gran impedimento para no considerarlos genuinos y en modo alguno apócrifos, especialmente a la idea a que hacían referencia los primeros Padres.

Por las Escrituras y las actas de canonización de los santos de todas las épocas es claro que el don de la profecía individual existe dentro de la Iglesia. A la pregunta de que credibilidad debe dársele a estas profecías, contesta el cardenal Cayetano, como lo menciona Benedicto XIV: “Las obras del hombre son de dos tipos, una sobre los deberes públicos y especialmente los asuntos eclesiásticos tales como la celebración de la Misa, pronunciarse sobre decisiones judiciales y similares; con respecto a éstas la pregunta esta resuelta en la ley canónica, donde se establece que no debe dársele credibilidad a aquel que afirma que ha recibido en privado una misión de Dios, a menos que lo confirme con un milagro o testimonio especial de las Sagradas Escrituras. El otro tipo de acciones humanas es la individual, y en éstas distingue las obras de personas que tienen como guía un profeta que las forma de acuerdo a las leyes universales de la Iglesia, y las de aquellos en que el profeta las guía sin base en esas leyes. En el primer caso todo hombre puede dejar a su juicio aceptar dirigir sus acciones de acuerdo al deseo del profeta; en el segundo ejemplo no debe ser escuchado” (Virtud Heroica, III, 192).

También es importante que aquellos que tienen que enseñar y dirigir a otros deben tener reglas para su guía para permitirles distinguir los profetas falsos de los verdaderos. Puede ser útil un sumario de aquellas reglas prescritas por los teólogos para nuestra guía para mostrar prácticamente como debe aplicarse la doctrina a las almas devotas para salvarlas de los errores o alucinaciones diabólicas:

El receptor del Don de la profecía deberá, por regla general, ser virtuoso y de mérito, ya que todos los autores místicos concuerdan que en mayor medida Dios concede este Don a los individuos santos. Debe considerarse asimismo el temperamento y disposición del individuo así como su estado de salud física y mental;
La profecía debe ser de acuerdo a la verdad y piedad Cristiana, puesto que si propone cualquier cosa contra la fe o la moral no puede proceder del Espíritu de Verdad;
La predicción debe involucrar objetos fuera del alcance del conocimiento natural y debe tener como objetivo sucesos eventuales futuros o aquellos sucesos que solo Dios conoce;

También deberá implicar sucesos de naturaleza grave e importante, que sean de bien para la Iglesia o el bien de las almas. Ésta y la regla anterior ayudará a distinguir las profecías verdaderas de las pueriles, sin sentido e inútiles de adivinadores de la suerte, lectores de bolas de cristal, espiritistas y charlatanes. Estos pueden mencionar sucesos más allá del conocimiento humano, pero al alcance del conocimiento de demonios, pero no aquellos sucesos que estrictamente hablando son el objeto de profecía;

Las profecías o revelaciones que dan a conocer los pecados de otros, o que anuncien la condenación o predestinación de almas deben ser objeto de duda. Deben siempre considerarse siempre con profundo respeto tres secretos especiales de Dios que muy raramente se han revelado: el estado de conciencia en esta vida, el estado de las almas después de la muerte a menos que hayan sido canonizadas por la Iglesia, y el misterio de la predestinación. El secreto de la predestinación solo ha sido revelado en casos excepcionales, pero el de condenación jamás lo ha sido, puesto que en tanto el alma permanezca en esta vida, es posible la salvación. También el Día del Juicio Final es un secreto que no ha sido revelado nunca;

Debemos asegurarnos posteriormente si la profecía ha sido cumplida de acuerdo como se predijo. Existen limitaciones a esta regla: (1) si la profecía no fue absoluta sino que solo contiene conminaciones y esta atemperada por condiciones expresas o sobreentendidas como se ejemplifica en la profecía de Jonás a lo ninivitas y la Isaías al rey Ezequías; (2) en ocasiones puede suceder que la profecía viene de Dios y su interpretación por los hombres es falsa ya que el hombre puede interpretarla de manera diferente a su intención.
Es por estas limitaciones que nos explicamos la profecía de San Bernardo respecto al éxito de la segunda cruzada y la de San Vicente Ferrer acerca de la proximidad del Juicio Final en su tiempo.

Principales Profecías Particulares

El último trabajo profético reconocido por la Iglesia como Divinamente inspirado es el Apocalipsis, (Revelaciones). El espíritu profético no desapareció con los Apóstoles, pero la Iglesia no ha declarado profética ninguna obra desde entonces, aun cuando ha canonizado a innumerables santos que de una forma u otra han tenido el don de la profecía. La Iglesia otorga libertad para aceptar o rechazar profecías individuales o personales según la evidencia a favor o en contra. Debemos tener cuidado al admitirlas o rechazarlas y en cualquier caso debemos tratarlas con respeto cuando nos llegan de fuentes confiables y que estén en concordancia con la doctrina Católica y sus reglas morales. La verdadera prueba de estas profecías es su cumplimiento; pueden ser solamente pías anticipaciones de manifestaciones de la Providencia y en ocasiones pueden cumplirse parcialmente y ser contradichas en parte por los acontecimientos. Las profecías conminatorias que anuncian calamidades por ser mayormente condicionales pueden o no cumplirse. La mayoría de las profecías individuales de los santos y servidores de Dios fueron sobre personas, su muerte, recuperación de enfermedades o sobre vocaciones. Algunos predijeron cosas que afectarían el destino de naciones como Francia, Inglaterra e Irlanda. Un gran número tienen referencia la los papas y al papado y finalmente tenemos muchas profecías sobre el fin del mundo y la proximidad del Juicio Final.
Las profecías más notables sobre el “fin del mundo” parecen tener un objetivo común, anunciar grandes calamidades inminentes a la humanidad, el triunfo de la Iglesia y la renovación del mundo. Todos los videntes concuerdan en dos características principales según lo delinea E.H.Thompson en su “La Vida de Ana María Taigi” (cap. 18): “En primer término, todos apuntan a una convulsión terrible, a una revolución originada en la impiedad mas profundamente enraizada, formada por una oposición formal a Dios y Su verdad resultando en la persecución más formidable a que haya sido sujeta la Iglesia. En segundo término, todos prometen para la Iglesia la victoria más espléndida que haya tenido en la tierra. Podríamos añadir otro punto en el que existe una concordancia notable en la catena de las profecías modernas, y es la peculiar conexión entre la suerte de Francia y la de la Iglesia y la Santa Sede, así como también el gran papel que ese país tiene aún que jugar en la historia de la Iglesia y el mundo y que continuará teniendo hasta el fin de los tiempos.”

Algunos espíritus proféticos fueron prolíficos en la predicción del futuro. El biógrafo de San Felipe Neri dice que si fueran narradas todas las profecías atribuidas a este santo, llenaría volúmenes completos. Los ejemplos siguientes serán suficientes para ilustrar las profecías individuales.

Las Profecías de San Eduardo el Confesor

En una carta de Ambrosio Lisle Philipps al Conde de Shrewsbury del 28 de octubre de 1850 dando un panorama de la Iglesia Católica Inglesa relata la siguiente visión o profecía hecha por San Eduardo: “Durante el mes de enero de 1066, el Rey santo de Inglaterra San Eduardo el Confesor estaba confinado a su cama debido a su enfermedad terminal en su real Palacio de Westminster. San Aelredo, Abad de Recraux en Yorkshire, comenta que un poco tiempo antes de su feliz deceso, el rey santo cayó en éxtasis cuando dos piadosos monjes Benedictinos de Normandía a quienes él había conocido en su juventud durante su exilio en ese país se le aparecieron y le revelaron lo que le ocurriría a Inglaterra en los siglos futuros y la causa de ese terrible castigo. Dijeron: ‘La corrupción extrema y maldad de la nación Inglesa ha provocado la justa ira de Dios. Cuando la maldad haya alcanzado su plenitud, Dios, en su ira mandará a los ingleses espíritus malignos quienes los castigarán y afligirán con gran dureza separando el árbol verde de su tronco paternal una distancia de tres estadios. Sin embargo al final este mismo árbol, por la misericordiosa compasión de Dios y sin ninguna ayuda oficial (del gobierno) regresará a su raíz original, floreciendo nuevamente y dando frutos abundantes.’ Después de escuchar estas palabras proféticas abrió nuevamente sus ojos el santo Rey Eduardo, retornando a sus sentidos y la visión se desvaneció. Inmediatamente le platicó a su virginal esposa Edgitha, a Estigando, Arzobispo de Canterbury y a Haroldo su sucesor al trono, quienes estaban en su aposento orando alrededor de su cama, todo lo que había visto y escuchado.” (Ver “Vita beati Edwardi regis et confessoris”, del manuscrito Selden 55 en la Biblioteca Bodleian en Oxford).

Es notable la interpretación dada a esta profecía cuando se aplica a los eventos que han sucedido. Los espíritus mencionados son los Protestantes innovadores que pretendían en el siglo dieciséis reformar la Iglesia Católica en Inglaterra. La separación del árbol verde de su tronco simboliza la separación de la Iglesia de Inglaterra de la raíz de la Iglesia Católica, de su Sede en Roma. Aún más, este árbol iba a ser separado una distancia de “tres estadios” de su raíz vivificadora. Estos tres estadios se entiende que significan tres siglos al final de los cuales Inglaterra se reuniría otra vez a la Iglesia Católica trayendo flores de virtud y frutos de santidad. La profecía fue citada por Ambrosio Lisle Philipps en la ocasión del restablecimiento de la jerarquía Católica en Inglaterra por el Papa Pío IX en 1850.

Las Profecías de San Malaquías

Con relación a Irlanda: Esta profecía, diferente a las profecías atribuidas a San Malaquías sobre los Papas es al efecto de las persecuciones y calamidades de toda clase que en el transcurso de una semana de siglos su amada isla nativa sufriría en manos de la opresión de Inglaterra; sin embargo conservaría su fidelidad a Dios y a Su Iglesia en todas sus pruebas. Al final de siete siglos se libraría de sus opresores (u opresiones) quienes a su vez serían sujetos de horribles castigos y la Irlanda Católica sería instrumental para regresar la nación Británica a la Fe Divina que tan salvajemente había peleado por arrancársela la Inglaterra Protestante durante trescientos años. Se dice que esta profecía había sido copiada por el erudito Dom Mabillon de un manuscrito antiguo conservado en Clairvaux y trasmitido por él al martirizado sucesor de Oliverio Plunkett.

Con relación a los Papas: La profecía mas famosas y mejor conocida sobre el papado son las atribuidas a San Malaquías, en 1139 se dirigió a Roma a dar un reporte del estado que guardaban los asuntos en su diócesis al Papa Inocencio II quien le prometió dos palios para las Sedes metropolitanas de Armagh y Cashel. Mientras estaba en Roma tuvo (de acuerdo al abad Cucherat) la extraña visión del futuro en la que desfilaba ante su mente la larga lista de ilustres Pontífices que gobernarían la Iglesia hasta el fin de los tiempos. El mismo autor nos cuenta que San Malaquías le entrego su manuscrito a Inocencio II para consolarlo en medio de sus tribulaciones y que el documento permaneció sin identificar en los Archivos Romanos hasta su descubrimiento en 1590 (Cucherat, “Proph. de la succession des papes”, cap. xv). Arnoldo de Wyon las publicó por vez primera y desde entonces ha existido gran discusión acerca de si son las predicciones genuinas de San Malaquías o falsificaciones. El silencio de 400 años de tantos eruditos autores que han escrito sobre los papas y especialmente el silencio de San Bernardo quien escribió “La Vida de San Malaquías” es un fuerte argumento en contra de su autenticidad, pero no es concluyente si adoptamos la teoría de Cucherat de que estuvieron escondidos en los archivos esos 400 años.

Estos pequeños anuncios proféticos, en número de 112, señalan un rasgo peculiar de todos lo futuros papas comenzando con Celestino II electo en 1130, hasta el fin del mundo. Están anunciados con títulos místicos. Aquellos que han tratado de interpretar y explicar estas profecías simbólicas han tenido éxito el descubrir algún rasgo, alusión, punto o similitud con su aplicación a las papas individuales, ya sea a su país de origen, a su nombre, su escudo de armas o insignia, su lugar de nacimiento, su talento o formación, el título de su cardenalato, los títulos que recibieron, etc. Por ejemplo, la profecía de Urbano VII es Lilium et Rosa (la lila y la rosa); él era nativo de Florencia y en el escudo de armas esa ciudad aparece una fleur-de-lis; tenía tres abejas en su escudo de armas y las abejas recogen miel de las lilas y las rosas. En otras instancias el nombre otorgado en ocasiones concuerda con una circunstancia rara y notable de la carrera de Papa, así Peregrinus Apostolicus (el peregrino del pueblo) que designa a Pío VI lo confirma su viaje a Alemania, su larga carrera como Papa y por su expatriación de Roma al final de su pontificado. Aquellos que vivieron y siguieron el curso de los acontecimientos de una manera inteligente en los pontificados de Pío IX, León XIII, y Pío X no pueden dejar de sorprenderse con los títulos otorgados a cada uno en las profecías de San Malaquías y su maravillosa propiedad: Crux de Cruce (Cruz de la Cruz) Pío IX; Lumen in Caelo (luz en el Cielo) León XIII; Ignis ardens (Fuego Ardiente) Pío X. Existe mas que una coincidencia en los nombre dados a estos tres papas tantos años antes de su época. No necesitamos recurrir ni a nombres de familia, escudos de armas o títulos cardenalicios para observar la adecuado de sus nombres en las profecías. Las cruces y sufrimientos de Pío IX fueron más que sentidos por sus sucesores, siendo la más pesada de estas cruces la infligida por la Casa de Saboya cuyo emblema es una cruz. León XIII fue una verdadera flama del papado. El Papa actual es realmente un ardiente fuego de celo de las restauración a Cristo de todas las cosas.

La ultima de las profecías trata del fin del mundo y es como sigue: “En la persecución final de la Santa Iglesia Romana reinará Pedro el Romano quien alimentara a su grey entre muchas tribulaciones, después de las cuales será destruida la ciudad de las siete colinas y el espantoso Juez juzgará al pueblo. Fin”. Se ha hecho notar con relación a Petrus Romanus que de acuerdo a la lista de San Malaquías será el último Papa, que la profecía no menciona que no existirán Papas entre él y su predecesor designado como Gloria olivoe. Solamente dice él será el último de tal manera que podemos suponer tantos papas como deseemos antes de “Pedro el Romano”. Cornelio a Lapide se refiere a esta profecía en su comentario “Sobre el Evangelio de San Juan” (Cap. XVI) y en su “Sobre el Apocalipsis” (caps. XVII-XX) y se aventura a calcular de acuerdo a lo anterior los años que quedan en el tiempo.

Profecías de San Pablo de la Cruz

Por más de cincuenta años San Pablo de la Cruz acostumbró a orar por el retorno de Inglaterra a la fe católica y en varias ocasiones tuvo visiones y revelaciones sobre su reconversión. Vio en espíritu a los Pasionistas establecerse en Inglaterra y trabajar ahí por la conversión y santificación de las almas. Es bien conocido que algunos líderes del Movimiento de Oxford, el cardenal Newman incluido y miles de conversos han sido recibidos en la Iglesia de Inglaterra por los misioneros Pasionistas.

Existen muchas otras profecías individuales sobre los signos lejanos y próximos que precederán el Juicio Final y con relación al Anticristo como las atribuidas a Santa Hildegarda, Santa Brígida de Suecia, la Bendita Ana María Taigi (los “tres días de oscuridad”), el Curé d’Ars y otros muchos. Estos no nos iluminan más de lo que las profecías de las Escrituras lo hacen sobre el día y la hora del Juicio Final que permanece como un Secreto Divino.

Fuente: Devine, Arthur. “Prophecy.” The Catholic Encyclopedia. Vol. 12. New York: Robert Appleton Company, 1911. 17 Aug. 2009
http://www.newadvent.org/cathen/12473a.htm

Traducido por Felipe J. Pérez Sariñana

Fuente: Enciclopedia Católica