REINO DE DIOS

dice 1 Tm 1 , 17, Dios es Rey de los Siglos; es decir rey del tiempo y la historia. Aunque en el A. T. no se menciona el R. de D., sí­ era Dios el rey de Israel; y se interpretaba como el bienestar del pueblo israelita; a igual que estar el camino del bien, en donde la sabidurí­a los conduce al R. de Dios. Luego se vinculó a la venida del Mesí­as.

En el N. T. aparece el R. de D. como imagen divina instaurada por Jesús entre los hombres a través de sus obras, su victoria sobre el demonio y la cura de los enfermos, Mt 12, 28; Lc 11, 20.

El R. de D. es también el futuro en el que bajo el poder de Dios los elegidos vivirán unidos a él, Mc 14, 25; Lc 22, 14-18. Mateo, en sus evangelios, señala la morada de Dios como el reino de los Cielos, a donde llegarán los humildes, que tendrán tierras; los que lloran, que serán consolados; los que tienen hambre y sed de justicia, pues serán saciados; los misericordiosos, que alcanzarán misericordia; los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios, los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios; los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos, Mt 5, 1-9. Por tal razón, la decisión por el r. de D. ha de ser tomada, puesto que no se sabe ni el dí­a ni la hora de su venida, Mt 25, 13. Por no estar apegados a lo terreno, los humildes y los despreciados tendrán un derecho preferente, Lc 14, 15-24; Mt 22, 1-10.

Diccionario Bí­blico Digital, Grupo C Service & Design Ltda., Colombia, 2003

Fuente: Diccionario Bíblico Digital

(gr., basileia tou theou). La palabra reino comunica tres significados distintos:
( 1 ) La esfera sobre la cual reina un monarca,
( 2 ) la gente sobre la cual él o ella reina, y
( 3 ) el acto de reinar o el reinado en sí­. En gr. y hebreo este es el significado principal. Los tres significados se encuentran en el NT.

1. El reino de Dios algunas veces es el pueblo del reino (Rev 1:6; Rev 5:10).
2. El reino de Dios es la esfera en la cual el reinado de Dios es percibido. Esta esfera a veces es presente, a veces futura. Es una esfera introducida después del ministerio de Juan el Bautista; la gente entra en ella con una determinación violenta (Luk 16:16). Juan no puso pie dentro de esta nueva esfera sino que se quedó en sus umbrales; pero las bendiciones del reino de Dios son tan grandes que el más pequeño en él es mayor que Juan (Mat 11:11). Jesús le ofreció el reino al pueblo de Israel porque éste era el heredero natural (Mat 8:12); pero las autoridades religiosas, seguidas por la mayorí­a de la gente, no sólo rehusaron entrar en sus bendiciones sino que trataron de prevenir la entrada a otros (Mat 23:13). Sin embargo, muchos publicanos y prostitutas entraron en el reino (Mat 21:31; comparar Col 1:13).

En otras partes el reino es una esfera futura inaugurada por el regreso de Cristo. Los justos heredarán el reino (Mat 25:34) y resplandecerán como el sol en el reino de Dios (Mat 13:43). La entrada en este reino futuro es un sinónimo de entrar en la vida eterna de la edad venidera (Mat 19:16, Mat 19:23-30; Mar 10:30).

3. El reino es también el reinado soberano de Dios. Basileia se emplea en referencia a reyes quienes no han recibido reino o autoridad para gobernar como reyes (Rev 17:12). Luego, estos reyes entregan sus reinos, eso es, su autoridad a la bestia (Rev 17:17). Un hombre de noble estirpe partió a un paí­s lejano para recibir un reino (basileia) para que pudiera ser rey de su paí­s (Luk 19:12; comparar Mat 6:33; Mar 10:15).

No obstante, el reino de Dios no es simplemente un reinado abstracto. Es el reinar de Dios derrotando dinámicamente la maldad y redimiendo a los pecadores. Cristo debe reinar como Rey hasta que haya destruido (katargeo)a todos los enemigos, el último de los cuales es la muerte. Entonces entregará el reino al Padre (1Co 15:24-26).

El reino de Dios —su soberaní­a redentora— ha entrado en la historia en la persona de Cristo para romper el poder de la muerte y de Satanás; vendrá en poder y gloria cuando Cristo regrese para terminar con la destrucción de estos enemigos. Dada la presente victoria del reino de Dios, nosotros podemos entrar en la esfera de sus bendiciones en el presente, y todaví­a anticipar las mayores bendiciones cuando Cristo vuelva.

Ahora podemos definir el reino de Dios como el reinado soberano de Dios manifestado en Cristo para derrotar a sus enemigos, creando un pueblo sobre el cual él reina y haciendo surgir una esfera o esferas en las cuales el poder de su reinado es percibido.

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

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Expresión bí­blica, de origen profético, de intenso sabor escatológico. Es expresión alusiva a la presencia de Dios en medio del pueblo elegido. Alude a la supremací­a de Dios y a la preferencia que ha manifestado en la Historia de la salvación por su pueblo elegido, Israel.

En el Nuevo Testamento aparece 60 veces con la expresión simple de “el Reino” (Basileia); 33 veces como “Reino de los cielos” (basileia ton uranon); y 69 como “reino de Dios” (basileia ton zeu).

En Mateo se prefiere decir “Reino de los Cielos” y en Lucas y Juan “Reino de Dios”. En los demás se varias las expresiones y se requiere el contexto en el que se emplean para descubrir los matices en los que aparece.

Hay cierta resonancia misteriosa en la expresión, como misteriosa es la actuación de Yaweh en los tiempos antiguos y escatológica es la referencia cuando se pone la expresión en labios de Jesús, frecuentemente al referir una parábola sugestiva.

La palabra reino (basileia) significa gobierno, poder, supremací­a. Alude a dominio del rey (Dan. 4. 28-29). Y se hace referencia a la autoridad divina, la cual se alude desde los primeros pasos de la Biblia (Ex. 19. 6) hasta la renuncia del pueblo a ese reinado, cuando pide un rey terreno: “No te han rechazado a ti, sino a mí­, para que no reine sobre ellos” (1 Rey. 8.7) En el Antiguo Testamento está clara la referencia teocrática: Dios manda en su pueblo: 2 Rey. 7. 14-16; Salm. 10.5. Se alude con frecuencia al trono de Dios que está en el cielo, expresión que se usa con frecuencia en Mateo (“Reino de los cielos”: Mt. 5.10; 5.20, hasta 31 veces, contra cinco “Reino de Dios”) que escribió para judí­os.

El sentido de Reino de Dios quedó muy claro en los Profetas: Is. 37. 16-20; Dan. 7. 13-17; Salm. 17, 23.28, que siempre aludí­an a Israel. Pero es idea que resuena también en el Nuevo Testamento: Luc. 19.11; Mat. 17.1; Hech. 1.6.

El mensaje inicial de Jesús está vinculado inicialmente al anuncio de que el Reino de Dios es inminente: “Haced penitencia porque el reino de los cielos está próximo”. Lo dice el bautista y lo repite Cristo: Mc. 1.15; Mt. 3.2; Lc. 4.43.

En la proclamación de esa llegada del Reino que hace Jesús, el sentido que se imprime es el triunfo del bien sobre el mal, después de una lucha interminable del mal contra el bien: Mat. 5.3 y 11.2; Lc. 17. 20-21. Esa lucha no puede dejar indiferente a nadie: o nos aliamos con Cristo o contra Cristo: “Nadie puede servir a dos señores”… por el Reino de Dios “está dentro de vosotros”. Lc. 9. 55.

También “reino” significa el dominio de la gracia en los corazones: Mc. 4. 26-30; Mt. 21. 43. Y presupone el rechazo del reino del maligno, que es el pecado: Mt. 4. 8; 12. 25-26. Ese triunfo del bien es lo que el mismo Jesús enseña a pedir al Padre cuando pide que “venga a nosotros tu reino”: Mc. 14.25.

Los primeros cristianos pronto asociaron ese triunfo del bien y de los seguidores de Jesús Vieron una idea hecha realidad en los discí­pulos del Crucificado, en la Iglesia, entendida como “reino de Dios”. Multiplicaron sus referencias en este sentido: Col. 1.13; 1 Tes. 2.12; Apoc. 1. 6 y 9; y 5.10. San Pablo lo entiende como explí­cita manifestación del plan del mismo Dios: 1 Cor. 15. 23-28; 2 Tim. 4.1.

En la educación cristiana es importante enseñar al creyente a asociarse a esa idea mesiánica de que Cristo triunfa a lo largo de la Historia y de que su Reino, aunque en cada época de la Historia haya dificultades, habrá de triunfar. Y que el Reino de Dios llegará a su cumbre en los últimos tiempos cuando Cristo triunfe del todo y, con Cristo, todos los que siguen sus caminos en la vida, para alcanzar su triunfo final en el reino de los cielos.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

DicEc
 
Muchos exegetas prefieren hablar del reinado de Dios, como una traducción más dinámica de basileia y de su sustrato lingüí­stico. Pero hay también ciertas ventajas en el uso de la palabra “reino”; de hecho las traducciones más recientes del Nuevo Testamento han optado por volver a ella. La cuestión de la nomenclatura nos alerta sobre los complejos problemas de esta noción, que están presentes ya incluso en la evolución del Nuevo Testamento: Jesús predicó el reino; los primeros libros del Nuevo Testamento mantienen un relativo silencio acerca del reino; unas cuantas décadas más tarde será una idea central en los evangelios sinópticos; la idea del reino no es dominante en los últimos libros del Nuevo Testamento.

La primera predicación que se menciona de Jesús gira en torno al reino: “Se ha cumplido el tiempo y el reino de Dios está cerca. Arrepentí­os y creed en el evangelio” (Mc 1,15). Dos frases indicativas se aclaran mutuamente (tiempo/reino), del mismo modo que los dos imperativos (arrepentí­os/creed). La enseñanza de Jesús está en continuación con la de Juan Bautista (Mt 3,2). Es muy significativo que Jesús pueda declarar la inminencia del reino sin tener que explicar su significado a los oyentes. La idea de un Dios rey o que reina es clara en el Antiguo Testamento: aparece majestuoso salvando a su pueblo en el Exodo (Ex 15,11-13); el trono del rey humano representa el trono real del Señor sobre Israel (l Crón 28,4-5); más aún, Dios es rey de toda la tierra (Sal 29; 74,12-17); el israelita piadoso podí­a acercarse a Dios con toda confianza (Sal 5,2; 44,4); Dios es un rey cósmico, pero también alguien con quien puede contar el pueblo (Sal 145). Con el tiempo se irí­a poniendo cada vez más énfasis en que el Señor es rey de todos los pueblos, por lo que se funden dos ideas: Dios protege al pueblo y, al mismo tiempo, tiene también un dominio universal (Jer 10,7; Zac 14,9; Mal 1,11.14). En el templo Dios es proclamado rey en medio de las alabanzas de su pueblo, por lo que el rey humano puede esperar las bendiciones del rey universal (Sal 2; 18; 21; 45; 72; 101; 110; 144,1-11).

En el tiempo de Jesús habí­a tres ideas preponderantes acerca del reino de Dios. En primer lugar una visión polí­tica nacionalista que colocaba el reinado de Dios dentro de la historia: Israel se verí­a libre de la opresión; es la visión de los discí­pulos de Jesús (Lc 24,21; He 1,6). El Dios de la alianza (Dt 29,9-12) hará algo nuevo por su pueblo (Is 43,19): un nuevo corazón (Ez 36,24-28), una nueva creación (Is 26,19; Ez 37), un nuevo pueblo (Is 2,1-5; 19,16-25). El pueblo, por tanto, ha de vivir en la esperanza. En segundo lugar una expectativa apocalí­ptica en la que el reino se veí­a más allá de la historia. Habí­a en esto cierto dualismo: desde un mundo sometido al mal (Gén 3-10) los judí­os miraban hacia un universo totalmente transformado. En tercer lugar encontramos una concepción ética del reino, en la que se lo considera como ya presente: “cargar con el yugo del reino” por fidelidad a la shema (Dt 6,4-5) es someterse a la voluntad de Dios y al reino. La visión polí­tica se encontraba también presente en las concepciones segunday tercera del reino, por lo que era esta una idea unificadora de los tiempos de Jesús, y en los tárgumes rabí­nicos, algunos de los cuales son contemporáneos o incluso anteriores a la encarnación.

Mateo usa generalmente la expresión “reino de los cielos” para evitar el nombre divino y por transmitir un sentido escatológico que no tiene la expresión “reino de Dios”. Cuando se plantea la cuestión de qué entendí­a el mismo Jesús por el reino en su predicación, los exegetas se muestran cada vez más coincidentes en unos cuantos puntos clave: el reino no es sólo la sociedad caracterizada por la confianza y el amor, tal como mantení­an A. Ritschl y los teólogos del American Social Gospel; no es algo que Jesús esperara en un futuro próximo o inmediatamente después de su muerte –por ejemplo, J. Weiss, A. Schweitze; tampoco es la escatologí­a realizada de C. H. Dodd –el reino ha venido ya en plenitud en Jesús y uno no puede más que decidirse a favor o en contra de él–. Cada una de estas visiones constituye una simplificación de una realidad compleja. En la predicación de Jesús el reino es escatológico y apocalí­ptico (Mt 25,31-46). Hay un conflicto entre el dominio de Dios y el dominio de Satanás (Mc 1,16–3,12), pero la victoria está asegurada por el misterio pascual (Lc 11,12-22; cf Col 2,14-15). El reino es un don de Dios: nosotros podemos pedirlo, como en el padrenuestro (Mt 6,10), podemos estar preparados (Mt 24,36–25,13), pero hemos de recibirlo como un don (Lc 12,31-32). Por otro lado, aunque Jesús no puede presentarse como un revolucionario, en su predicación del reino no sólo establece normas de moralidad individual, sino también de moralidad polí­tica. El sermón del monte no es una nueva ley farisaica, un ideal imposible o una ética provisional (mientras que llega el reino, que no ha de tardar), sino la vida que la gente querrá vivir si dejan que el reino penetre plenamente en sus corazones. En la predicación de Jesús el reino es además una oferta de salvación para todos: es una buena noticia (Mc 1,15); es un tiempo de regocijo (Mt 9,14-17); los pueblos han de participar en él (Mt 8,11; 21,43)”. Finalmente y por encima de todo, el reino es un desafí­o; ante la proclamación de Jesús, como ante la de Juan Bautista, la gente es invitada al arrepentimiento. Este arrepentimiento supone el apartamiento del pecado y la apertura a la voluntad salví­fica de Dios: en términos sinópticos se trata del discipulado; en lenguaje joánico se trata de creer en Jesús. Es en la persona y en la misión de Jesús donde se encuentra el reino.

Los exegetas coinciden cada vez más en que una adecuada descripción del reino predicado por Jesús ha de incluir un ya y un todaví­a no, aunque hay diferencias de acentuación de cada uno de los dos términos dialécticos. El reino está ya presente (Lc 11,20; 17,21; Mt 12,28). Puede experimentarse en los signos que muestra el ministerio de Jesús: curaciones, exorcismos, perdón de los pecados. Tiene un comienzo discreto, pero su importancia irá creciendo cada vez más, como indican las parábolas de crecimiento: el sembrador (Mc 4,3-9 par.), la semilla que crece por sí­ sola (Mc 4,26-29), el grano de mostaza y la levadura (Le 13,18-21 par.)2. Está a punto de llegar (Mt 4,17; Mc 9,1; Lc 21,31-32). Pero Jesús habla también de la venida del reino en un futuro indefinido (Mt 24,36; He 1,6-7; Mc 13,32; Lc 22,18), cuando los apóstoles reinen (Lc 22,30): el reino por tanto todaví­a no ha llegado. La tensión entre el ya y el todaví­a no no debe eludirse. El futuro del reino está influyendo ya en el presente y dándole sentido. Por último, el reino es de un valor incalculable, como muestran las parábolas de la perla y del tesoro escondido (Mt 13,44-46).

En el resto del Nuevo Testamento es importante señalar la visión de los Hechos. La segunda obra de Lucas es una descripción de la expansión de la Iglesia por el poder del Espí­ritu, pero está escrita como una gran “inclusión” (lo que indica unidad) en torno al reino (He 1,3 con 28,31). Por otro lado, la actividad de Felipe y de Pablo se describe en términos de proclamación del reino (He 8,12; 19,8; 20,25; 28,23.31). Lucas habla también de las muchas pruebas por las que es necesario pasar para entrar en el reino de Dios, en un pasaje en el que no es posible discernir si se trata de su manifestación presente o de su perfección escatológica (He 14,22). Las referencias paulinas al reino son un antí­doto contra la excesiva simplificación de la idea del reino. Hay ciertas clases de pecados que suponen la exclusión del reino (futuro) (ICor 6,9-10; Gál 5,21; Ef 5,5; cf ICor 15,24). El texto de ICor 15,24-25 se refiere a la parusí­a y no deberí­a interpretarse de un modo quiliástico (>Milenarismo). Hemos sido trasladados ya al reino del Hijo (Col 1,13). Estamos llamados al reino (1 Tes 2,12), un reino que es futuro (2Tes 1,5; 2Tim 4,1.18). Hay compañeros de trabajo por el reino (eis tén basileian, Col 4,11). Los escritos paulinos ofrecen además dos descripciones del reino: “El reino de Dios no consiste en palabras, sino en virtud” (en dynamei, ICor 4,20); “el reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espí­ritu Santo” (Rom 14,17). Aunque el corpus paulino no usa el término “reino” con mucha frecuencia, el uso que hace de él mantiene la tensión entre el ya y el todaví­a no que aparecen en la predicación de Jesús; la palabra paulina “misterio” que encontramos en los sinópticos apunta además hacia la realidad del reino (Mc 4,11).

En los escritos joánicos las referencias al reino son escasas: renacer en el agua y en el Espí­ritu es necesario para entrar en el reino (Jn 3,3.5); el reino de Jesús no es de este mundo (Jn 18,36). El resto de los textos del Nuevo Testamento se refieren a él como un reino en el que entramos ya en la tierra (Heb 12,28; Ap 1,9), o del que somos herederos (Sant 2,5), o que es escatológico (Ap 12,10).

Los textos de los >Padres apostólicos son de diverso tipo: repiten los textos de exclusión de Pablo ligados a lCor 6,9-10; Clemente habla del reino venidero; algunos textos son claramente escatológicos y hablan del reino celestial o eterno; se habla sólo una vez de esperar los signos del reino, como también de la entrada en él. Aparte de estas referencias, tenemos sólo la >Didaché en el perí­odo apostólico o subapostólico: recoge el texto del padrenuestro y habla de la Iglesia reunida en el reino (9,4; 10,5). Entre los Padres apologetas griegos encontramos el reino solamente en Atenágoras y en Justino.

En siglos posteriores encontramos la noción del reino espiritualizada en algunos de los Padres griegos. En Occidente, desde el tiempo de Carlomagno, adquiere connotaciones polí­ticas, siendo más tarde la base de las visiones teocráticas de la Iglesia y del mundo. En la época de la Reforma volvió a espiritualizarse. Después de la Ilustración surgieron varias construcciones utópicas que influyeron tanto en el pietismo alemán como en la eclesiologí­a católica y protestante”
En los tiempos modernos el reino se ha convertido en un tema teológico importante, o incluso en un sí­mbolo. En el Vaticano II más de 240 miembros del concilio pidieron que se tratara explí­citamente el tema del reino porque es frecuente en la Escritura, manifiesta al mismo tiempo la naturaleza visible y espiritual de la sociedad de la Iglesia y pone de manifiesto, además, su aspecto histórico y escatológico. El artí­culo redactado en respuesta a estas demandas tiene dos partes: la institución del reino se muestra en las palabras, los milagros y, especialmente, la persona de Cristo (LG 5); en el segundo párrafo se dice que la Iglesia, a la que se le ha dado el Espí­ritu Santo, “recibe la misión de anunciar el reino de Cristo y de Dios e instaurarlo (annuntiandi… instaurandi) en todos los pueblos, y constituye en la tierra el germen y el principio de ese reino” (LG 5). Las ideas de este artí­culo se encuentran con algún desarrollo en otros textos del concilio. El reino de Dios no es de este mundo; por eso la Iglesia, al introducir (inducens) el reino, no disminuye los bienes temporales de ningún pueblo (LG 13). El reino al que pertenece el pueblo de Dios no es terreno sino celeste (LG 13). La expectativa escatológica deberí­a llevar a un mayor compromiso en este mundo: “Aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del reino de Cristo, sin embargo, el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al reino de Dios” (GS 39). “Cristo, en cumplimiento de la voluntad del Padre, inauguró en la tierra el reino de los cielos y nos reveló su misterio (…). La Iglesia o reino de Cristo presente actualmente en misterio (Ecclesia seu regnum Christi iam praesens in mysterio), por el poder de Dios crece visiblemente en el mundo” (LG 3; cf GS 39): “El reino está ya misteriosamente presente en nuestra tierra (regnum iam in mysterio adest)”. La familia cristiana “proclama en voz muy alta tanto las presentes virtudes (praesentes virtutes) del reino de Dios como la esperanza de la vida bienaventurada” (LG 35). En los que están más transformados en Cristo, Dios nos da un signo de su reino (cf LG 50). “La comunidad cristiana está integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espí­ritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre” (GS 1). La búsqueda de la caridad perfecta por medio de la práctica de los consejos evangélicos es un signo visible del reino de los cielos (cf PC 1). Los religiosos tienen que conjugar la contemplación con el amor apostólico, “por el que se esfuerzan en asociarse a la obra de la redención y a la dilatación del reino de Dios (dilatare… regnum)” (PC 5). El estado religioso proclama la gloria del reino de los cielos y muestra cómo el reino de Dios está por encima de las cosas de la tierra (LG 44). La falta de santidad en los miembros de la Iglesia hace que “se retrase el crecimiento del reino de Dios” (UR 4). La escuela católica ha de preparar a los alumnos “para que trabajen por la extensión del reino de Dios (servitium pro refino Dei dilatando)” (GE 8). Cristo dio nacimiento a la Iglesia al anunciar la venida del reino de Dios (LG 3). “La Iglesia, al prestar ayuda al mundo y al recibir del mundo múltiple ayuda, sólo pretende una cosa: el advenimiento del reino de Dios y la salvación de toda la humanidad” (GS 45).

Hay cierta falta de claridad general en algunos de estos puntos debido a dos factores: el concilio no quiso canonizar ninguna de las varias teologí­as del reino existentes; la teologí­a del reino en la época del concilio estaba desarrollada sólo de manera imperfecta, [aunque ya partió de la no identificación entre Iglesia y Reino que en el campo exegético católico R. Schnackenburg defendió con sus estudios pioneros.] No obstante, se observa continuidad en la presentación del reino como algo que está ya ahí­ y todaví­a no ha llegado. Por otro lado, el concilio no identifica en absoluto la Iglesia y el reino, prefiriendo hablar de la Iglesia como del reino presente misteriosamente. Un desarrollo importante es la noción, no plenamente desarrollada, de que la Iglesia contribuye al crecimiento del reino. Algunos teólogos, como H. Küng, subrayan tanto el hecho de que el reino viene de Dios que se muestran reticentes a reconocerle a la Iglesia cualquier contribución real al reino, aparte de su proclamación o anuncio. Otros hablan de la Iglesia como signo e instrumento al mismo tiempo del reino de Dios. Este último planteamiento es muy común en algunas de las >teologí­as de la liberación. La Iglesia es una preparación para el reino, pero no es la única: otras religiones, el judaí­smo en particular, son también preparaciones para el mismo.

Aunque no debemos identificar la Iglesia con el reino, no es menos erróneo debilitar o destruir la relación de la Iglesia con el futuro reino de Dios. Tenemos que asumir también la indicación de LG 5 y considerar el reino como el ámbito de actuación del Espí­ritu Santo. La orientación de la Iglesia se expresa bellí­simamente en la eucaristí­a: está el ya, porque el poder de Cristo en el Espí­ritu está presente en la comunidad; pero al mismo tiempo la eucaristí­a nos recuerda que todaví­a no estamos en condiciones de participar en la plenitud escatológica (Mc 14,25). La reflexión sobre el reino corre siempre el peligro de ignorar o prestar insuficiente atención a uno u otro de los elementos vitales de este complejo sí­mbolo que es el reino de Dios.

Christopher O´Donell – Salvador Pié-Ninot, Diccionario de Eclesiologí­a, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Diccionario de Eclesiología

Los contenidos bí­blicos

Los textos bí­blicos y de modo especial los salmos, hacen referencia continua al señorí­o de Dios sobre la creación y la historia. El es el Rey universal, que reina como Señor absoluto y que ha escogido a su pueblo como “reino de sacerdotes y nación santa” (Ex 19,6). El caminar histórico-salví­fico de este pueblo real, apunta a un reino futuro, mesiánico e imperecedero, que se alzará sobre todos los poderes humanos (cfr. Dan 2,44).

El concepto de “Reino”, “Reino de Dios” es de gran contenido en la predicación de Jesús. El Señor se refiere a su persona, su mensaje, sus signos de salvación definitiva, su misma realidad mesiánica como cumplimiento de las promesas. Sus milagros son señal de que “ya ha llegado el Reino de Dios” (Mt 12,28). “Cristo, en cuanto evangelizador, anuncia ante todo un Reino, el Reino de Dios; tan importante que, en relación a él, todo se convierte en lo demás, que es dado por añadidura. Solamente el Reino es, pues, absoluto y todo el resto es relativo” (EN 8).

El anuncio del Reino como “cercano” tiene sentido de urgencia, puesto que ya “se ha cumplido el tiempo” de las promesas mesiánicas. Por esto es también una llamada a un cambio radical (“conversión”), para “creer en el evangelio” o Buena Nueva (Mc 1,15-16; cfr. Lc 4,43; 11,20). Se invita, pues, a recibir al Mesí­as (el “Cristo”), como ungido y enviado por Dios en “la plenitud de los tiempos” (Gal 4,4). La acogida del Reino es adhesión a la persona de Cristo y a su mensaje.

El Reino queda escondido para quienes confí­an en su sabidurí­a y poder humano (Mt 11,25), puesto que pertenece a “los pobres de espí­ritu” (Mt 5,3) y a los que se hacen como niños (cfr. Mt 18,1-4). Hay que “buscar el Reino de Dios y su justicia”, por encima de las añadiduras (Mt 6,33. Por esto, hay quienes lo dejan todo “por el Reino de Dios” (Lc 18,29), es decir, para seguir a Cristo. Es también el objetivo de la oración cristiana “Venga a nosotros tu Reino” (Mt 6,10).

El mismo Jesús explica los contenidos del Reino por medio de parábolas (Mt 13), señalando las condiciones para pertenecer a él y dificultades consecuentes (Mt 5,3-16), sus “pautas” y “carta magna” (Mt 5-7), escogiendo y enviando los mensajeros del Reino (Mt 10,7ss), instando a la preparación para el Reino definitivo (Mt 24-25). Entrar en el Reino es un don de Dios, que reclama un esfuerzo de conversión y de fidelidad par recibirlo, puesto que “los esforzados lo arrebatan” (Mt 11,12; cfr. EN 10).

En el corazón humano, en la comunidad eclesial en el más allá

El Reino está ya aguardando en la puerta del corazón de todo hombre (y de todo pueblo), está en la comunidad eclesial fundada por Jesús (como inicio del Reino) (LG 5) y un dí­a será plenitud para todos los que se hayan abierto al amor. Tiene sentido carismático (Reino esperando en todos los corazones), eclesiológico (Reino ya iniciado en la Iglesia), escatológico (Reino que será plenitud para todos en el más allá). Los tres niveles del Reino indican la persona de Jesús, presente en el corazón, en la comunidad y esperando en el encuentro final. Jesús comunicó a Pedro y a sus sucesores “las llaves del Reino de los cielos” (Mt 16,19), es decir, los servicios especiales de gracia en la Iglesia fundada por el Señor. Por esto, “el Reino no puede ser separado de Cristo ni de su Iglesia” (RMi 18).

En la encarnación y redención “se cumple el Reino de Dios preparado ya por la Antigua Alianza, llevado a cabo por Cristo y en Cristo, y anunciado a todas las gentes por la Iglesia, que se esfuerza para que llegue a su plenitud de modo perfecto y definitivo” (RMi 12). Por esto, el Reino de Dios se personifica en Jesús, puesto que “no es un concepto, una doctrina o un programa sujeto a libre elaboración, sino que es ante todo una persona que tiene que tiene el rostro y el nombre de Jesús de Nazaret, imagen del Dios invisible” (RMi 18).

La misión de anunciar el Reino

El sentido escatológico del Reino hace más urgente la misión eclesial. La Iglesia tiene “la misión de anunciar el Reino de Cristo y de Dios e instaurarlo en todos los pueblos, y constituye en la tierra el germen y la semilla de ese Reino” (LG 5). La Iglesia anuncia que el Reino “brilla ante los hombres en la palabra, en las obras y en la presencia de Cristo” (ibí­dem). En este anuncio la Iglesia tiene en cuenta que los “valores” del Reino, que son “semillas de Verbo”, van más allá de la visibilidad eclesial. Por esto, ella misma es portadora del Reino y “fermento” suyo en medio de todos los pueblos (Mt 13,33). “La espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar, la preocupación de perfeccionar esta tierra… El Reino está ya misteriosamente presente en nuestra tierra; cuando venga el Señor, se consumará su perfección” (GS 39).

La misión de la Iglesia consiste en “predicar el Reino de Dios” (Hech 28,31) a fin de “recapitular todas las cosas en Cristo” (Ef 1,10). Los Apóstoles y, de modo especial San Pablo, invitaron a “entrar en el Reino de Dios” (Hech 14,22). “La Iglesia está, efectiva y concretamente, al servicio del Reino. Lo está ante todo meditando el anuncio con el que llama a la conversión” (RMi 20). Al anunciar el Reino, la Iglesia invita a acogerlo, cooperando al don de Dios, “para que El Reino sea acogido y crezca entre los hombres” (ibí­dem).

Referencias Alianza, escatologí­a, historia de salvación, Iglesia, Jesucristo, kerigma, parábolas.

Lectura de documentos LG 5; EN 8; RMi 12-20; CEC 541-560, 567, 2816-2821; Puebla 226-231; Santo Domingo, 2ª parte I,4.

Bibliografí­a A. ANTON, La Iglesia de Cristo, el Israel de la vieja y de la nueva Alianza ( BAC, Madrid, 1977) cap. VII; J. COLLANTES, El Reino de Dios, en Comentarios a la Constitución sobre la Iglesia ( BAC, Madrid, 1967) 166-176; C.I. GONZALEZ, El es nuestra salvación, Cristologí­a y Soteriologí­a (Bogotá, CELAM, 1987) V; T. MARCOS, Semillas del Reino. Sobre la continuidad entre el Reino de Dios y la Iglesia Estudio Agustiniano 30 (1995) 59-76; M.A. MEDINA, La misión de la Iglesia peregrinante hacia el Reino de Dios Studium 24 (1984) 7-42; S.A. PANIMOLLE, Reino de Dios, en Nuevo Diccionario de Teologí­a Bí­blica (Madrid, Paulinas, 1990) 1609-1639; W. PANNENBERG, Teologí­a y Reino de Dios (Salamanca, Sí­gueme, 1974); J.A. SCHERER, Gospel, Church and Kingdom (Minneapolis 1987); R. SCHNACKENBURG, Reino y reinado de Dios (Madrid, FAX, 1970).

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

DJN
 
SUMARIO: 1. Introducción. -2. El reino de Dios (proclamado por Jesús) a lo largo del AT. 2.1. El Reino inaugurado por David prometido eterno. 2.2. La desaparición del “reino daví­dico” y la fe puesta a prueba. 2.3. El alma judí­a respecto al “reino” en las postrimerí­as del AT. – 3. La esperanza fallida del “reino terrestre” en el NT. 3.1. El punto de partida y observaciones previas. 3.2. Los discí­pulos ante la muerte el fracaso de Jesús: 1°- La “fe” primera de los discí­pulos; 2° “Fe” que permanece idéntica a lo largo del ministerio terreno de Jesús; 3° La reacción primera ante la muerte de Jesús; 4°. La superación del fracaso en la visión de los apóstoles. – 4. La repercusion del fracaso del “reino terrestre” (esperado). 4.1. La despolitización y espiritualización del Mesí­as y del Reino. 1°. Espiritualización del Reino. 2° La desaparición definitiva del “Reino terrestre”. 3° El reino terrestre a partir de S. Justino. 4° Despolitización de “Jesús-Mesí­as”. 4.2. La motivación de la espiritualización. 4.3. ¿Fue transformado el cristianismo al pasar al mundo romano?- 5. Epí­logo: ¿Cumplió o no cumplió Dios la promesa del “reino”? 5.1. La nueva hermenéutica. 5.2. Lo espiritual y lo material.

1. Introducción
El “Reino de Dios” llena todo el Evangelio. La inminencia de su venida constituye lo más fundamental de la predicación de Jesús. Pero Jesús anunciaba algo que habí­a sido prometido por Dios, en el Antiguo Testamento y que estaba, después de muchos siglos, sin cumplimiento. Jesús anunció el cumplimiento para el tiempo de su vida terrena. Pero el “Reino”, tal como lo esperaban, por lo menos la inmensa mayorí­a del pueblo de Israel, no vino ni antes de la muerte de Jesús, ni tampoco en una inminente esperada “segunda vuelta” para la inauguración gloriosa del Reino. Ante ese fracaso de cumplimiento que fue un problema en el cristianismo, como lo fuera en Israel a lo largo del Antiguo Testamento, el “Reino” fue reinterpretado y espiritualizado. Lo que arrastraba de reino polí­tico terminó siendo liquidado, aunque un gran sector opuso fuerte resistencia, con el utópico reino milenario, en los cinco primeros siglos del cristianismo.

En estas breves lí­neas está la sí­ntesis de lo que se va a exponer sobre el Reino de Dios. Se desprenderá claramente de la exposición que el “Reino de Dios” es el concepto más importante y céntrico que llena no sólo el Evangelio, sino toda la Biblia (Antiguo y Nuevo Testamento).

1. El reino de Dios (proclamado por Jesús) a lo largo del AT.

La predicción habitual de Jesús está sintetizada en esta frase: “El tiempo se ha cumplido. El reino de Dios ha llegado. Creed a la buena noticia, y “convertí­os””. (Mc 1,14-15).

Con la frase “el tiempo se ha cumplido” se coloca al “reino” como al final de una promesa hecha ya muy desde antiguo por cuyo cumplimiento se vení­a ya desde largo tiempo suspirando. La buena noticia, la gran noticia (Evangelio) es que por fin se cumple.

Para los que reciben la predicación de Jesús la expresión “reino de Dios” tiene resonancias determinadas que son las que vienen del AT. Camino del monte de la Ascensión preguntan a Jesús los discí­pulos si es entonces cuando se va a restituir el “reino de Israel” (Hch 1,6). Para ellos “el reino de Dios” está relacionado con el reino de Israel y es algo de restitución o restauración.

Así­ pues como punto de partida se trata de una intervención de Dios respecto a Israel que puede ser designada con la expresión “reino” y que estaba prometida, naturalmente, en el AT.

Estos aspectos nos llevan ya sin más a comenzar por el “reino de David”, el reino conferido por Dios a David (en atención a su pueblo), que es el germen, de lo que serí­a, en su desarrollo y consumación, el reino de Dios de los pasajes neotestamentarios.

Seguiremos, a través de la historia, los momentos más importantes del Reino de Dios. Decimos ya de antemano, como una tesis (tesis no de prejuicio, sino de conclusión), que se trata de un reino material, terreno, pero de enormes valores religiosos, como son el de ser la estructura o encuadramiento social de la justicia perfecta establecida en la tierra.

2.1. El Reino inaugurado por David prometido eterno. La realización de David instituyendo la monarquí­a en Israel, después del intento fracasado de Saúl, fue inmensa. Libró a su pueblo a punto de extinción. Es conveniente distinguir en David, como en otros personajes bí­blicos, lo que fue el David de la fe y el David de lahistoria. La figura de David y su reino han quedado idealizados en la memoria del pueblo. Fácilmente se persuadí­an los israelitas, bajo la actuación de los teólogos de la corte, que una nación a la que se le habí­a concedido un David, estaba necesariamente elegida, llamada a realizar grandes cosas.

Se comprende también que la esperanza mesiánica (de un rey ideal) se construya sobre el idealizado reino de David.

Se podrí­a estudiar cómo David y su reino fue incluido (no sin dificultades) en el Credo de Israel como uno de los hechos salví­ficos, al par del hecho del Exodo y de la ocupación de la tierra de Canaán concedida por Yahvé (cf. Ez, 34,20 ss.).

Entre los elementos de la idealización de David conviene relatar uno que habí­a de tener influjo enorme en lo sucesivo para bien o para mal. Es la profecí­a de Natán (2 Sam 7,8-17), en la que se le promete a David de parte de Dios una dinastí­a eterna. Siempre se sentarí­a en su trono uno salido de sus entrañas. La profecí­a, en el oráculo de Natán, es absoluta y no está vinculada al comportamiento del daví­dida. Más adelante, algunos pasajes, sin duda compelidos por las circunstancias, la hacen condicionada a la obediencia a Dios del soberano; no así­ el oráculo de Natán. Este da la posibilidad de la desobediencia del soberano. En ese caso, Dios castigará con mano dura, pero no retirará su misericordia de la casa de David (cf. 2 R 8,19).

Se puede prescindir de investigar cómo se formó y en virtud de qué la creencia en la eternidad de la dinastí­a. Esta creencia se formó fuertemente, e iba a ser una verdadera angustia y un problema de fe para el alma judí­a a través de toda su historia.

Es preciso resaltar también las dos caracterí­sticas de este “reino de David” que habí­a de durar para siempre.

1.° Desde luego, es un reino terreno y lo será siempre (a juzgar por las descripciones) como todos los reinos de este mundo y con su mismo funcionamiento, no excluido lo militar para mantener a raya a los enemigos y consiguientemente disfrutar permanentemente del don precioso de la paz. Según algunos pasajes, la esperanza escatológica incluí­a la desaparición de la guerra (Cf. Miq 4,3-4: “Y trocarán sus espadas en azadones y sus lanzas en podaderas. No alzará espada pueblo contra pueblo…”).

2.° Esto no obsta para los grandes valores religiosos, entendiendo religión en el más amplio sentido. El rey tiene como misión especí­fica establecer la justicia perfecta en su reino (mispat wesedaqah). El rey es el vicediós en la tierra, y Yahvé, el Dios que se reveló a Israel se reveló como el Dios de la justicia interhumana. Citemos algún que otro testimonio. De David (del real o del idealizado) se dice expresamente (2 Sam 8,15) que “reinó sobre todo Israel administrando derecho y justicia (mispat wesedagah) a todo su pueblo”. Esta es la finalidad del reino establecido por Dios. Lo mismo se dice de Salomón en palabras de la reina de Sabá (1 R 10,9): “Te ha puesto como rey para administrar derecho y justicia (mispat wesedaqah)”.

Del rey idealizado (que es el caso del Mesí­as) se hace la descripción en el Salmo 72: “Oh Dios dale al rey tu mispat y al hijo del rey tu sedagah”. Eso que caracteriza a Dios que es el mispat wesedaqah (el empeño por la justicia respecto especialmente de aquellos que tienen sus derechos conculcados) se le pide para el rey como un don permanente. En la continuación del Salmo se describe cómo el rey (equipado con el “mispat” divino) se preocupa de los pobres (contra los opresores) y establece una verdadera paz y duradera dentro de sus fronteras.

Lo mismo se puede notar sobre la figura de Enmanuel (Is 9,6). “La paz no tendrá fin (la paz fruto de la justicia, según Is 32,17). El trono de David será consolidado para siempre por la equidad y la justicia” (mispat wesedaqah).

Y otros muchos textos que se podrí­an citar: Is 11, 1-9; Jr 23,5-6; etc. Pero si el Mesí­as, o el rey ideal, tiene de parte de Yahvé la misión de establecer la justicia,esta justicia, insistimos, no es una justicia, metaempí­rica, sino la justicia terrena, la justicia que es necesaria para la convivencia social en este mundo y no en un mundo distante extratosférico.

2.2. La desaparición del “reino daví­dico” y la fe puesta a prueba
La promesa de la dinastí­a eterna era absoluta y no condicionada. No dependí­a propiamente de la conducta del soberano. Fuera estilo de corte la promesa de Natán (en nombre de Dios), fuera lo que fuera, en Israel se entendió a la letra como un “dogma” y habí­a de convertirse en un verdadero trauma cuando a través de la historia se observaba que aquella promesa de eternidad de la dinastí­a no se cumplí­a ni llevaba camino de cumplirse. El reino de David desapareció para siempre sin esperanza de vuelta en el exilio babilónico. Tal como se le entendí­a generalmente en Israel, no volvió nunca. Israel vuelto del destierro serí­a una simple colonia, bajo los persas, los griegos, los romanos.

El creyente que conocí­a el oráculo de Natán y lo tomaba a la letra como era lo ordinario en Israel, si abrí­a los ojos a la situación histórica, no podí­a menos de encontrar su fe confrontada con una cruda realidad. Ejemplo claro el salmista del salmo 89 que es una oración patética sobre el oráculo de Natán que no se cumple. Ese salmista, con una fe heroica, ante Dios que, según las apariencias, no cumple sus promesas respecto al reino daví­dico prometido eterno, termina con un amén, amén. “Bendito Dios por siempre”. Este salmista es un salmista de fe heroica.

Habí­a sin duda también otros de la misma fe, pero es de presumir que habrí­a quienes, ante el espectáculo continuado del no cumplimiento, se pasasen a la increencia. Los autores de la Biblia no dudan de que Dios, siendo lo que es (el Fiel), terminarí­a interviniendo para realizar en esta tierra las utópicas maravillas de las pinturas proféticas, aunque esa intervención se retrase una y otra vez. Dios no podí­a fallar. Las pinturas de ese reino, el reino mesiánico que por fin vendrí­a, son fantásticas. Serí­an tiempos que califican como una vuelta al Paraí­so, maravillosa fertilidad de la tierra renovada, desaparición de las guerras y de las enfermedades, desaparición del pecado, establecimiento de la justicia perfecta en la nueva tierra.

2.3. El alma judí­a respecto al “reino” en las postrimerí­as del AT.

Se puede ir siguiendo detalladamente al alma judí­a a través de los escritos bí­blicos. Una tensa espera que va subiendo cada vez más a medida que pasa el tiempo, es la tónica psicológica del alma judí­a en las postrimerí­as del Antiguo Testamento. Los “creyentes” judí­os, creyentes a pesar de todo, en el fondo de su ser se preguntan “HASTA CUANDO” diferirá Dios su intervención. Entre muchos escritos puede ser un indicio de esa situación de ánimo el Salmo 74.

En esa situación de ánimo intensificada por la intolerable ocupación romana de Palestina, la nueva potencia opresora de turno (después de Babilonia, Persia, Grecia), surge Jesús con su mensaje en sí­ntesis: “El tiempo se ha cumplido. El Reino de Dios está ahí­. Creed a la “buena noticia” y “convertí­os””.

3. La esperanza fallida del “reino terrestre” en el NT
3.1. El punto de partida y observaciones previas
Acabamos de ver cómo fue el reino daví­dico a través del AT, la creí­da promesa de eternidad de la dinastí­a, la desaparición de la dinastí­a sin esperanza de vuelta en lo humano, la fe que no se rinde nunca sino que se reinterpreta fracaso tras fracaso. Notamos que el comportamiento del alma judí­a a través del AT quedarí­a como paradigmático y se repetirí­a fundamentalmente en el comportamiento del alma cristiana. Ese comportamiento consiste fundamentalmente en “una esperanza o promesa que no se cumple o no parececumplirse y que se reinterpreta continuamente”.

Resaltamos también algo muy importante, que es fruto de atenta observación de los textos. La esperanza de una restauración del Reino de David se mantiene siempre en el sentido real, terreno, polí­tico, y no espiritual y trascendente. Esto no obsta a que ese reino que se espera (apoyándose los creyentes en la fidelidad de Dios, por cuanto creen que ha sido Dios quien hizo la promesa) sea un reino de grandes contenidos religiosos como son el de ser un reino de la justicia perfecta, pero siempre en este mundo, no de una “justicia metaempí­rica”.

Qué pensó Jesús de ese reino y de su naturaleza no lo vamos a considerar en el punto de partida, sino que podrá ser deducible a través de lo que entendieron sus discí­pulos, cuando le oyeron predicar lo que fue prácticamente el único tema de su actividad: la proclamación de la inminente venida del Reino (en un principio), y más tarde la proclamación complementaria de que él era el Rey de ese reino próximo, el Reino de David que Dios restituí­a a su pueblo. Si Jesús predicó también una “Metanoia” (conversión) radical, esa “metanoia” era un elemento tradicional en la “constelación ideológica del Reino”.

Los discí­pulos (en el estado antes de la resurrección) lo entendieron literalmente de un reino polí­tico, sin ningún género de espiritualizaciones, tal como la idea vení­a del Antiguo Testamento.

En el ángulo de visión de los discí­pulos antes de la resurrección nos colocamos. Ese será el punto de partida. La visión de los discí­pulos que evoluciona (después del trauma de la muerte de Jesús) será la que nos transmita el cristianismo y sus comportamientos religiosos ante las realidades de esta vida.

3.2. Los discí­pulos ante la muerte y el fracaso de Jesús
1.° La “fe” primera de los discí­pulos. Los discí­pulos en sus esperanzas y aspiraciones son una expresión del alma judí­a que vení­a caldeándose cada vez más por la intervención de los apocalí­pticos. El momento solemne de la intervención de Dios haciendo por fin irrumpir milagrosamente en Israel el reino dado en David y prometido eterno, pero desaparecido y, no obstante, con una reiterada promesa de restauración, estaba cerca. La esperanza era tensa y febricitante. La intolerable ocupación romana (que consta por los documentos) avivaba la espera.

En esa coyuntura psicológica se presenta Jesús anunciando que ya viene el Reino y exigiendo “creer” a la “buena noticia” de la llegada del Reino (Mc 1, 14-15). Jesús era además el Rey (Mesí­as) de ese Reino. Los discí­pulos “creyeron” de una manera singular a la “buena noticia” que predicaba el Profeta de Nazaret. Esa fe especial fue lo que les constituyó en “grupo escogido” del Nuevo Profeta venido de parte de Dios.

Los discí­pulos creyeron a la “buena noticia” predicada, dándole a “Reino” el sentido que tení­a a lo largo de todo el Antiguo Testamento y que nadie habí­a trasmutado o espiritualizado. (Si Jesús lo habí­a espiritualizado, no se explica suficientemente como para que se lo entendieran de diverso modo que el tradicional judaico de los Profetas y Apocalí­pticos).

2.° “Fe” que permanece idéntica a lo largo del ministerio terreno de Jesús. La prueba de que lo entendieron en el sentido tradición del AT está clara a lo largo de los Evangelios. Es verdad que a partir de Cesarea de Filipo, según la actas: presentación de los Evangelios, Jesús insiste en el desenlace trágico de su carrera y en dar un sentido salví­fico a su muerte, tratando de explicárselo a los “embotados” discí­pulos. Pero esta presentación tiene todos los visos de ser una elaboración postpascual (cf. Mc 8, 27-33). Los apóstoles lo entendieron a la letra, y sin duda su fiebre interior de ser testigos (y también actores) del gran acontecimiento subió hasta el máximo. Los sacrificios que se habí­an impuesto dejándolo todo iban a ser ampliamente compensados en breve. Aun en laactual presentación evangélica (no obstante la intención de disipar el escándalo del fracaso de la muerte en cruz).Y quedan detalles muy significativos.

¿Les habló Cristo en alguna manera del Reino que ellos lo entendieran al estilo del Antiguo Testamento en alguno de los aspectos como era el de fertilidad material de la “nueva tierra”? En Ireneo (V, 3, 33) nos encontramos con lo siguiente: “Los presbí­teros que han visto a Juan, el discí­pulo del Señor, se acuerdan de haberle oí­do referir lo que decí­a el Señor a propósito de estos tiempos: `Vendrán dí­as en que cada viña tendrá 10.000 sarmientos, cada sarmiento 10.000 ramos, cada ramo 10.000 brotes, cada brote 10.000 racimos, cada racimo 10.000 uvas, cada una de las cuales proporcionará 10.000 medidas de vino–. (PG 7, 1213-1214)-
El Apocalipsis de Baruc (29, 5) ofrece informes casi idénticos. Lucas 19, 11 dice de los discí­pulos que “creí­an que el Reino de Dios iba a aparecer inmediatamente”. Por esa razón comienzan a tomar posiciones. Ciertamente lo entienden en sentido material (y no en sentido trascendente). En concreto, los discí­pulos Santiago y Juan piden al Maestro que les reserve los dos primeros puestos en el Reino, uno a su derecha y otro a su izquierda (Mc 10, 37). Todaví­a en la última Cena, cuando de nuevo Jesús les habla del Reino próximo, los Apóstoles discuten sobre los puestos (Lc 22, 24).

3.° La reacción primera ante la muerte de Jesús. Esto supuesto, se comprende perfectamente la reacción primera de los Apóstoles ante el fracaso de la muerte de Jesús. Nunca pensaron que Dios le abandonarí­a a sus enemigos. La reacción de los Apóstoles está diciendo o que Jesús no les dijo nada (en contra de la actual presentación evangélica) o que estaban profundamente embotados sus espí­ritus para entender otra clase de mesianismo o “reino de Dios” diverso del que vení­a del AT. (Esta es la presentación – postpascual de los Evangelistas.)
Jesús, por lo menos aparentemente y ciertamente a los ojos de los Apóstoles, tiene un rotundo fracaso. Habí­a anunciado como profeta el reino próximo. El se habí­a proclamado el rey de ese reino. La irrupción del Reino por una espectacular intervención divina, iba a ser de un momento a otro. Jesús exigí­a fe en la veracidad de este anuncio. Los discí­pulos habí­an respondido con plena fe al mensaje y continuaban creyendo firmemente. Las gentes de Galilea, especialmente en Corozaim y Cafarnaum, si en un principio habí­an prestado fe al profeta venido de Nazaret, se la retiraron tan pronto como comprobaron que el Reino, anunciado para muy pronto, no vení­a. Jesús les recrimina por su incredulidad, pero su incredulidad se apoyaba en el no-cumplimiento del anuncio (cf. Mt 11, 20-24).

Jesús se aleja de la incrédula Galilea que le niega fe al anuncio y se encamina a Judea y Jerusalem, donde tendrá lugar, por fin, la intervención de Dios.

Jesús es entregado a los romanos y juzgado como sedicioso polí­tico. Aun en la situación lí­mite, como en la situación lí­mite de la fe de Abraham, Dios podí­a intervenir trayendo el reino anunciado. Pero Dios no interviene, al menos como se esperaba, y Jesús muere en la cruz. ¿Qué significaban las palabras de Jesús en la cruz: “Dios mí­o, Dios mí­o, ¿por qué me has abandonado’?” (Mc 15, 34).

Desde luego, en aquel momento, para los Apóstoles, a través de cuya visión tratamos de contemplar los hechos, no podí­an significar otra cosa que Dios se habí­a retirado de su profeta y dejaba falsos o incumplidos sus anuncios.

Por el mensaje creí­do, los Apóstoles se habí­an jugado su vida. Merecí­a la pena haberlo hecho, si el mensaje (de la venida del Reino) era verdadero. Pero ahora, no cumplido el mensaje y desaparecido trágicamente el profeta, todo se derrumba. Es una vida rota y hay que recomponerla.

El comportamiento de los Apóstoles es como de quienes no saben que la muerte trágica es la realización de un programa que Jesús lo habí­a anunciado de antemano. Se encuentran con el fracaso imprevisto. Huyen o se vuelven a su Galilea natal, a sus ocupaciones, después de la ardiente ilusión de unos meses que terminó en el más estrepitoso fracaso.

Esta huida a Galilea iba a ser un gran problema para los Evangelistas, como se puede advertir crí­ticamente a través de sus redacciones (¿cómo aquella huida o vuelta no fue la expresión de su fracaso comprobado y una prueba lata de que no habí­an sido advertidos de antemano del desenlace de la muerte en cruz?).

4.° La superación del fracaso en la visión de los apóstoles.

— La fe en la resurrección. Pretendientes mesiánicos se habí­an presentado muchos, por ejemplo, Judas de Gamala (cf Hch 5, 34-38). Terminaron en general a manos de los romanos. El pueblo, si los creyó, al ver su fracaso y el no cumplimiento de la venida del Reino prometido, vio en el fracaso que realmente tales pretendientes no eran el Mesí­as esperado. Los tuvo por heroicos patriotas noblemente entregados a la causa y liberación de sus paisanos contra los romanos, pero nada más. De todos modos, la esperanza de la liberación permaneció inflexible y sobrevivió.

¿Por qué con Jesús no sucedió lo mismo, a saber, que dejaran de tenerle por Mesí­as los que por Mesí­as le tuvieron? En el caso de Jesús surge un fenómeno nuevo, su resurrección, explí­quese como se explique. No entramos en el hecho (de la resurrección, ya que el tema que intentamos desarrollar versa sobre otra cosa. La fe de Pedro en la resurrección, surgida en Galilea, a donde se habí­a retirado después del cataclismo primero de todas las esperanzas, la comunica a sus compañeros, que le creen. Esa fe le hace a Pedro retornar a Jerusalem. Retorna como apóstol de la nueva fe. El contenido de esa fe era que Jesús, que continuaba viviendo, volverí­a inmediatamente de junto a Dios (proclamado Mesí­as y con poderes) para realizar el Reino. Era preciso creerlo y estar preparados. El acontecimiento habí­a sufrido un breve retraso por los pecados del pueblo. La conversión era necesaria.

– La teologización de la muerte y la “nueva fe”. ¿Y el fracaso de la muerte? ¿Y por qué la muerte? Empieza un lento proceso de teologización del fracaso de la muerte. La muerte de Jesús entraba dentro del plan salví­fico de Dios. (Véase Fasc. 27: La muerte de Jesús como muerte redentora. PPC, Fascí­culos bí­blicos).

El contenido de la “fe cristiana” se modifica. El contenido de la fe, cuando predicaba Jesús, era que el Reino vení­a, y, según lo entendieron los discí­pulos, vení­a durante la proclamación de Jesús. El contenido de la predicación de Pedro y de los demás discí­pulos es que “Jesús vive, está declarado solemnemente Mesí­as por Dios, y va a venir en breve a traer el Reino que no ha llegado durante su vida terrena”. Es la segunda venida, pero inminente.

Algunos creyeron a Pedro y a los discí­pulos. Otros, como es natural, no le creyeron.

– Otra vez el dinamismo de la reinterpretación en acción. El fenómeno que se estaba dando no era sino una repetición (tal vez con modalidades nuevas) del que se habí­a dado sobre todo en la última época del judaí­smo, fenómeno de esperanzas fallidas y nuevamente reinterpretadas.

Puede ser ejemplo el libro de Daniel (cap.7), en el que se anuncia, en la persecución de Antí­oco Epí­fanes, la próxima intervención de Dios trayendo la esperada restauración del Reino de Israel. El reino no vino. Sin embargo la esperanza, si no en todos, en muchos sobrevivió. El mensaje de Jesús, en lo externo, no se diferenciaba gran cosa del mensaje del autor del libro de Daniel. También aquí­ la esperanza de inauguración del reino (tal como fue formada en el alma de los apóstoles) para el tiempo de la vida terrena de Jesús no se cumplió. Sin embargo, la esperanza fallida rebrota y es relanzada hacia una segunda venida de Jesús para muy pronto.

También esta forma de esperanza falló, y la esperanza vuelve a reinterpretarse.

Este es el trasfondo general sobre el que están compuestos los evangelios, que son la expresión del alma cristiana a partir de los años 70.

La nueva visión de los apóstoles como elemento de hermenéutica. Por todo lo dicho hasta aquí­, son claramente discernibles las dos etapas en la psicologí­a de los Apóstoles o las “dos visiones” respecto a la persona y mensaje de Jesús:

Una visión es la que tuvieron durante la vida terrena de Jesús; otra visión, que podemos llamar la “visión postpascual”, es la que fueron teniendo cuando estaba en.marcha la reinterpretación de sus primeras esperanzas fallidas.

En los actuales evangelios alternan promiscuamente las dos visiones, no pocas veces de una manera contradictoria. Este hecho ha de tenerse en cuenta a la hora de valorar o interpretar el Evangelio y el Nuevo Testamento en general.

La espera de la 2a vuelta se vive con intensidad en determinadas circunstancias históricas, como se adivina en el “Pequeño Apocalipsis Sinóptico” (Mc 13 y par.) en torno a la guerra del 66-70 y la gran catástrofe de la destrucción de Jerusalén. Tampoco entonces tuvo lugar la ansiada segunda vuelta de Jesús para la inauguración del reino glorioso.

A través del Apocalipsis de Juan y de los escritos de Pablo podrí­amos observar un comportamiento parecido de los cristianos. Jesús, que habí­a de volver pronto, no volví­a, y la historia seguí­a desarrollándose en plena indiferencia para las esperanzas fallidas de los cristianos creyentes.

– La superación de la indefinida dilación. La fe de muchos siguió inflexible, no obstante que las esperanzas no se cumplí­an nunca. Otros se refugiaron en la increencia, como lo refleja 2 Ped 3,4 (escrito tardí­o) refiriendo palabras que dicen tales incrédulos: “¿En qué ha venido a quedar la promesa de que Cristo volverí­a? Nuestros padres han muerto y nada ha cambiado; todo sigue igual desde que el mundo es mundo”. Esta situación psicológica que se alargaba y necesitaba una solución.

4. La repercusión del fracaso del “reino terrestre” (esperado)
El trasfondo psicológico del cristianismo primitivo que se le puede designar como de una tensa espera que en definitiva queda defraudada, al menos en la forma de lo que esperaban, condiciona muchos aspectos de la Teologí­a y de la Etica que han venido a quedar reflejados en pasajes neotestamentarios que pertenecen a sectores y tiempos diversos.

Enumeremos algunos. Omitimos lo referente a la ética de “interim” si es para un comportamiento en un tiempo de corta espera, o si se refiere a una ética intemporal, para un tiempo de larga duración. Fijémonos en otros aspectos.

4.1. La despolitización y espiritualización del Mesí­as y del Reino
Determinadas fuerzas están aquí­ en acción que surgen de las circunstancias históricas y psicológicas de la Iglesia en marcha bajo el impacto del fracaso del Reino que ya no viene.

1.° Espiritualización del Reino. Ese Reino que era polí­tico y que no acababa de venir es espiritualizado y trasladado (con una fe heroica) de la tierra al cielo. De esta manera se conseguí­an dos objetivos: paliar el fracaso y evitar oposición de parte de los romanos hacia el cristianismo, una vez que el cristianismo (procedente del judaí­smo) no era un movimiento polí­tico subversivo (contra los romanos), como lo habí­a sido originariamente en el zelotismo. Esta despolitización es visible en muchos textos. Citemos sólo algunos.

Juan no habla de “Reino”, sino de “vida eterna” aquí­ y ahora. Cuando Jesús está ante Pilatos y se le pregunta si es Rey de los judí­os, responde, según Juan, que “su Reino no es de este mundo” (Jn 18,33-37). Si en otra ocasión emplea Reino (Jn 3, 5) es para afirmar que “sólo el que renaciere del Espí­ritu podrí­a entrar en el Reino”. Según Juan, la “segunda venida de Cristo” tiene lugar en la presencia del Espí­ritu (cf. v. g. Jn 16, 4 ss.).

Otro texto que citamos es la Epí­stola a los Hebreos. La epí­stola a los Hebreos es un campo magní­fico de observación, de sondeo de la opinión del cristianismo en marcha. Aquí­ claramente el reino polí­tico esperado por los judí­os (esperanza que pasa a los cristianos) se ha convertido en el “cielo”. La verdadera patria de los cristianos no está aquí­ abajo; está en el cielo (13, 14: “No tenemos aquí­ ciudad permanente, sino que andamos buscando la del futuro”). Esa patria es la Jerusalem celeste, donde reside el Dios vivo, donde residen las multitudes angélicas, adonde han llegado ya las almas de los justos que han concluido su peregrinación, particularmente las almas de los cristianos de la primera generación (12, 22-23). Ese “cielo” lo esperan (11, 1) los cristianos que caminan sobre la tierra. Por lo demás, su espera no será larga, pues se acerca el Dí­a (10, 25). La inminente venida del “Reino polí­tico” tendrá lugar en el cielo. “Estamos al final de los tiempos”. Cristo se ha manifestado ahora una sola vez, en la plenitud de los tiempos (“el tiempo se ha cumplido”) para la destrucción del pecado mediante su sacrificio (9, 26).

2.° La desaparición definitiva del “Reino terrestre”. Damos a continuación a grandes rasgos la suerte que corrió en los primeros siglos del cristianismo el “reino terrestre”. Basta su desaparición del ámbito del pensamiento y sustitución por el fenómeno histórico de la Iglesia en marcha. El “Reino” se realizaba en la Iglesia. La esperanza de la segunda vuelta para inaugurar el Reino, al diferirse una y otra vez, llegó a crear en varios ambientes, como ya demos indicado antes, el escepticismo. Eso es lo que refleja la 2 Ped (3 3-6) y la Primera Carta de Clemente Romano (23, 3). En otros ambientes se superó la dificultad de la dilación insistiendo en la escatologí­a realizada, como en el cuarto evangelio y en la epí­stola a los Efesios, donde la nota de la escatologí­a clásica ha desaparecido totalmente y el acento está puesto en el aspecto mí­stico de la unión con Cristo aquí­ y ahora.

El Apocalipsis de Juan, que es una sí­ntesis y una reinterpretación de las promesas antiguas entendidas a la letra, recogió también la esperanza judí­a referente al milenio o duración de mil años del reino de Cristo cuando volviera (Ap 20, 2 ss.).

3.° El reino terrestre a partir de S. Justino. A S. Justino le siguen en la lí­nea del reino milenarista otros Padres como Ireneo (5,32,1), de los cinco primeros siglos del cristianismo. Fue principalmente Orí­genes quien provocó eficazmente, mediante la espiritualización y alegorización de los textos, la desaparición de la idea del reino terrestre. Tení­a ya bastante base en algunas indicaciones precedentes. Del Apocalipsis, Dionisio (discí­pulo de Orí­genes, Eusebio 7, 24 y 25) afirma que no se debe entender literalmente. También dice del Apocalipsis que el autor no es el Apóstol Juan, aunque se trata de un autor inspirado.

Jerónimo llama al milenio “fábula judaica”. Sin embargo, enumera los autores que lo siguen (cfr. 18 Proemio al Comentario a Isaí­as).

Agustí­n se adhirió al principio al milenarismo (25). Pero luego se separó e interpretó alegóricamente el Apocalipsis. El reino es la Iglesia. Sus exégesis no dejan de producir cierta impresión de embrollo, pero expulsaron el milenarismo de la teologí­a. (De civitate Dei)
4.° Despolitización de “Jesús-Mesí­as”. Paralelamente a la espiritualización del Reino, corre por los escritos del Nuevo Testamento la espiritualización del tí­tulo de “Mesí­as”, tí­tulo que originariamente (por su significado de Rey) iba contra los romanos. El tí­tulo llevaba enorme carga polí­tica, tanta como Reino. El Mesí­as era el rey del reino. De proclamarse rey (o Mesí­as) fue acusado Jesús ante Pilatos (Lc23, 2-3) y fue ese tí­tulo, como apareció sobre la cruz, la causa principal de la condena a muerte.

El tí­tulo (con el significado de rey polí­tico) se evapora. Se le conserva a Jesús el tí­tulo de Cristo, traducción griega de Mesí­as (procedente del ámbito judí­o), pero ese tí­tulo se vació de su primer sentido y quedó convertido en un puro nombre (Cristo o Jesús-Cristo). Pero el tí­tulo Cristo ya no connotaba la destrucción del imperio romano y el restablecimiento del trono de David. Jesús a los ojos de los creyentes no era un Rey. Era el “Hijo de Dios” redentor universal de la humanidad. La muerte que le habí­an infligido los romanos bajo la acusación de hacerse rey o caudillo de Israel, fue teologizada y convertida en muerte redentora, liberadora del pecado de la humanidad. El proceso de espiritualización y eliminación de connotaciones polí­ticas es manifiesto, como también es fácil de descubrir el tipo de fuerzas o motivaciones que están actuando aquí­ y que son las propias de la aculturación.

4.2. La motivación de la espiritualización
El aspecto de reivindicaciones judaicas que el reino y el Mesí­as llevaban consigo, fuera de ser peligroso oficialmente ante el poder romano, no tení­a garantí­as de aceptación entre los gentiles que se convirtieran al cristianismo. Si el movimiento cristiano hubiera quedado confinado en el mundo judí­o, el tí­tulo de “Mesí­as” (con su contenido original), lo mismo que el Reino, hubieran más fácilmente conservado su vigencia. Pero el cristianismo, aceptado dentro del judaí­smo por algunos, se desvincula del judaí­smo y va a los gentiles. Los futuros nuevos cristianos de procedencia gentil ni participaban ni estaban sensibilizados ni a las esperanzas ni a los odios de los judí­os. No execraban al poder romano al que veí­an como garantí­a del orden y la paz. No podí­an vibrar como los judí­os con la esperanza de la restauración del reino de Israel. Y era normal que el tí­tulo de Rey en Jesús (rey del reino daví­dico restaurado) les dijera muy poco.

En cambio, el reino universalizado y espiritualizado era como para hacer impacto en el ambiente greco-romano, trabajado profundamente, no obstante sus lacras morales (y tal vez a causa de ellas), por una profunda religiosidad y un ansia de redención espiritual. Es normal que los evangelizadores, en un esfuerzo de aculturación, prescindiesen de los aspectos nacionalistas judaicos que nada habí­an de decir a los romanos, antes más bien los indispondrí­an, y leyesen en el fondo del mensaje cristiano, para ponerla muy de relieve, la liberación del alma humana de los poderes del pecado y la entrada en el ámbito de una nueva vida divina. Serí­a en concreto la desaparición de la “Injusticia”.

4.3. ¿Fue transformado el cristianismo al pasar al mundo romano?
Ante la explicación que precede se presenta una dificultad que es común a todos los casos de aculturación concretamente dentro de la historia del cristianismo. Al pasar de una cultura a otra y hacer adaptaciones a la nueva cultura, ¿no se dan deformaciones o modificaciones que afectan a la substancia del mensaje, cuando de un mensaje se trata como es el caso que tenemos entre manos? ¿No ha habido un cambio sustancial pasando de reino polí­tico a un reino espiritual? No, si se tiene en cuenta el sentido profundo del reino daví­dico dado y prometido eterno a David.

La finalidad de ese reino, como consta por muchos textos, era para establecer y mantener entre los hombres la justicia perfecta, valor profundamente espiritual. En la esperanza del reino se pueden pues resaltar dos aspectos de diversa importancia, de la esperanza del reino: Uno era el esquema externo de reino polí­tico terrestre con un gran contenido de grandeza material; otro era el contenido de la justicia, de las relaciones con Dios y de los hombres entre sí­.

Era natural que psicológicamente, y más en tiempo de opresión y sufrimiento, en Israel la esperanza se concentrase prevalentemente en el primer aspecto. También es muy explicable que en una época del Nuevo Testamento, y más en ambiente extrajudaico y romano desinteresado de las esperanzas netamente judaicas, el acento se desplazase hacia el contenido más espiritualista de la justicia (entendida en el amplio sentido bí­blico) silenciando otros aspectos como el reino polí­tico que no tení­a sino la función caduca accidental de ser un esquema externo de la justicia perfecta. Las circunstancias y la aculturación eran condicionantes y la lectura discernitiva jugó un decisivo papel.

5. Epí­logo: ¿cumplió o no cumplió Dios la promesa del “reino”?
La dificultad planteada y el intento de solución. La promesa del “Reino” que se la ha seguido en su evolución y en su creciente idealización hasta llegar al utópico reino milenario que ha sido creí­do firmemente en grandes sectores, no obstante los repetidos fracasos, y se ha creí­do firmemente la promesa porque se la suponí­a respaldada por Dios a través de sus intermediarios los profetas, los hombres de Dios, plantea necesariamente una dificultad teológica que está requiriendo un intento de solución. La dificultad, con otras palabras, está en que a lo largo de la Biblia y de la Teologí­a primitiva de los Padres, de la Iglesia, un sector grande tomó literalmente la utopí­a del “Reino” equivocándose en su interpretación, que fue corregida por interpretaciones sucesivas. Esto supuesto, ¿cómo queda en esta cuestión, y en otras similares, la llamada inerrancia bí­blica o ausencia de error, por ser la Biblia “Palabra de Dios”? Intentamos hacer alguna sugerencia de solución, siguiendo las orientaciones de la exégesis actual que sirven para esta cuestión y otras análogas.

5.1. La nueva hermenéutica
La revelación del “Reino de Dios”, esa maravillosa realidad espiritual, de la esfera de lo divino en relación con el hombre y cuando Dios la quiso dar a conocer en alguna manera a aquel pueblo primitivo que era Israel recién llegado a estrenar, disfrutar con David y sus sucesores la institución de la monarquí­a, es obvio que el maravilloso plan salví­fico que planea Dios respecto del hombre se presentase, en términos asequibles, al estilo de los reinos humanos como un reino estable, duradero, eterno, magní­fico, poderoso, capaz de establecer la justicia perfecta en la nación.

5.2. Lo espiritual y /o material
Lo que se dice del “Reino”, vale para el “futuro utópico”, tí­pico de toda la Biblia, del que el reino glorioso y eterno no es sino un aspecto. En la promesa del reino habí­a elementos espirituales (la justicia), y habí­a elementos materiales (el reino polí­tico, próspero, grandioso). La historia en su desenvolvimiento irí­a haciéndoles ver a los israelitas que el reino polí­tico no era el contenido propiamente de la promesa, sino que el reino polí­tico tení­a una pura función de expresión de una realidad más profunda, la realidad espiritual que sólo con imágenes materiales podí­a ser expresada.

Era también obvio que esos elementos que sólo tení­an función de conatos bastante inadecuados de expresión de una realidad trascendente, muchos en el AT y también en el Nuevo (v.g. los milenaristas), lo tomaran literalmente como contenido de la promesa. El desenvolvimiento de la historia, trayéndoles fracaso tras fracaso, decepción tras decepción, harí­a a los verdaderos creyentes replegarse en la realidad profunda. Otros, sin duda, no superaron la decepción y se refugiaron en la increencia.

Respecto a esas promesas utópicas que no se habí­an visto cumplidas en el sentido literal en que algunos las tomaron, es en lo que se centra la cuestión de la inerrancia bí­blica hace poco mencionada. Hay quienes la tienen como promesa falsa, y todas las explicaciones que se den en torno a ellas las rechazan como escapismo de la seria dificultad. Pero están losverdaderos creyentes que aceptan la revelación de Dios tal como Dios ha querido que fuera. Aceptando a Dios, aceptan también en plena fe el misterio con que Dios quiere proceder respecto al hombre.

Tienen el contenido de la utopí­a que no se ha cumplido (fertilidad paradisí­aca de la tierra, establecimiento de la justicia perfecta, reino glorioso y duradero), como la afirmación de una gran verdad defectuosamente expresada por aquellos autores lejanos del antiguo testamento en el proceso de una revelación progresiva.

Sin imágenes, en lenguaje abstracto, pero expresivo, Pablo, en otro estadio de la revelación progresiva, dirá ampliando y adaptando unas palabras de Isaí­as (64, 6 combinado con Jeremí­as 3, 16) que “ni el ojo vio, ni el oí­do oyó, ni entró jamás en el barrunto de los hombres lo que Dios tiene preparado para los que le aman” (1 Cor 2 9). Donde sea y como sea, Dios cumplirá las maravillas prometidas que sus intérpretes (del AT y del NT) expresaron en terminologí­a utópica. En el Dios que habí­an experimentado profundamente los autores bí­blicos estaba la raí­z de la indefectibilidad de la esperanza a pesar de todos los fracasos, y aquí­ está la perseverancia continua de la utopí­a. Supuesto el Dios de la misteriosa experiencia vital, un Dios viviente, protagonista, también él, con el hombre, de la historia, un Dios que actúa, que interviene poderosamente para salvar; un Dios que sobre todo ama como lo afirman vigorosamente los autores bí­blicos, no puede dejar al hombre lejano de sí­, perdido, decepcionado. Si hay creyentes, y también increyentes, unos y otros se pronuncian según la experiencia que tienen del misterioso Dios.

BIBL. — Biblia y fe n° 59, vol. XX (1994) 5-30. El Reino de Dios (proclamado por jesús) a lo largo del Antiguo Testamento. Studium Ovetense, vol. 178-189 p. 203-225. El fracaso o la esperanza fallida del “Reino” (tal como lo esperaban su repercusión en el cristianismo). Estudios Eclesiásticos, 54 (1979) 471-497. La espiritualización del “Reino” en la lí­nea de “aculturación” del cristianismo dentro del Imperio Romano. Antigüedad Cristiana; Murcia, VII (1990), “Cristianismo y Aculturación” en tiempos del Imperio Romano, p. 73-89. El “utópico reino milenario” en el cristianismo primitivo y sus raí­ces profundas, Escuela Bí­blica de Torre del Mar (Málaga) (1999).

José Alonso Dí­az

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret

SUMARIO: 1.° El poder salvador de Dios. – 2. ° Jesús de Nazaret y el anuncio del Reino. – 3. ° Qué es el Reino. – 4. ° La Iglesia al servicio del Reino. – 5. ° Orientaciones pastorales.

Jesús de Nazaret inaugura su predicación con el anuncio del Reino que está cerca y la llamada a la conversión del corazón (Mc. 1,15); su persona, su mensaje y su causa son el comienzo del Reino. “Cristo por tanto, para hacer la voluntad del Padre, inauguró en la tierra el Reino de los cielos” (L.G. 3); y la voluntad del Padre es que los hombres participen en la vida divina comunicada en el Hijo (L.G. 2). La convocación de los hombres en torno a Cristo como “familia de Dios” da origen a la Iglesia que es “el germen y el comienzo de este Reino” (L.G. 5) (cfr. CEC. 541-542), pues toda la humanidad está llamada a formar parte del Reino.

1.° El poder salvador de Dios. La Escritura confiesa el poder salvador, amoroso y universal de Dios (Sal. 24, 8-10; 135,6); si Dios es Todopoderoso es porque es el Creador de cuanto existe, es el Señor de la historia (Sb 11,21). El poder de Dios se manifiesta en el amor y la misericordia con que cuida de su pueblo: “Yo seré para vosotros Padre, y vosotros seréis para mí­ hijos e hijas, dice el Señor Todopoderoso” (2 Co 6,18). El poder de Dios se manifiesta muchas veces como impotencia para cambiar el mal; de forma misteriosa, esta actitud de Dios es la que vence al mal y nos salva. La muerte y resurrección de Cristo esclarecen definitivamente el poder de Dios para quien nada es imposible. Las “maravillas” que Dios ha ido realizando en la Historia de la Salvación y que proclamamos en el Credo es la expresión del poder de Dios y la peculiaridad del mismo.

2.° Jesús de Nazaret y el anuncio del Reino. Jesús de Nazaret, su vida, y sus palabras son revelación del Padre (Jn. 14,9), su encarnación, vida pública, muerte y resurrección nos justifican ante el Padre (Rom. 4,25) y nos consiguen la vida que no tiene fin. “Todo lo que Cristo vivió hace que podamos vivirlo en El y que El lo viva en nosotros. “El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido en cierto modo con todo hombre” (G.S. 22,2). Estamos llamados a nos ser más que una cosa con El; nos hace comulgar en cuanto miembros de su Cuerpo en lo que El vivió en su carne por nosotros y como modelo nuestro” (CEC.521).

El anuncio del Reino viene predecido por el Bautismo y las tentaciones; de esta manera se expresa cómo Jesús está consagrado enteramente a cumplir el designio salvador del Padre. El Reino “se manifiesta a los hombres en las palabras, en las obras y en la presencia de Cristo” (L.G. 5). Jesús en Galilea proclama que “el tiempo se ha cumplido y el reino está cerca; convertí­os y creed en la Buena Nueva” (Mc. 1,15); nos invita a todos a acoger el Reino (Mt. 8,11; 28,19); los “pequeños” son los que mejor entienden las cosas de Dios, en tanto que los sabios y poderosos las rechazan (Mt. 11,25). Los que acogen la Buena Noticia con sencillez y confianza son llamados bienaventurados (Mt. 5,3). Toda la vida de Jesús fue una identificación con los pobres y una entrega a ellos como condición para poder alcanzar la bienaventuranza eterna (Mt. 25, 31-46).

Para entrar en el Reino hay que dejarse convertir por Dios; y esto sólo es posible confiando plenamente en su misericordia de Padre (Mc. 2,17; Lc. 15,7). Las parábolas del Evangelio nos dicen cuál es la dinámica del Reino: no hay que apegarse a los bienes materiales (Mt. 13, 44-45), se necesitan obras nuevas (Mt. 21, 28-32), hay que poner a producir los talentos recibidos (Mt. 25, 14-30) y hay que ser buena tierra para dar fruto abundante (Mt. 13, 3-9). Y, sobre todo, hay que hacerse discí­pulo del Señor para crecer en la familiaridad con El, y así­ entrar en el misterio de Dios (Mt. 13,11).

Los Evangelios nos hablan de milagros y signos por los que el poder liberador de Dios está actuando en Jesús en favor de los pobres, pecadores y enfermos. (Jn. 5,36; 10,25); los signos suponen la fe en Jesús como Mesí­as de Dios (Jn. 10, 31-38). Los milagros son signos mesiánicos que expresan que Dios es un Dios de vida y que estamos llamados a vivir en libertad y felicidad; además, revelan que el pecado es el origen de todos los males y es lo que nos impide vivir como hijos de Dios y como hermanos. Los primeros cristianos entendieron que Jesús es el Reino de Dios en persona, pues su vida, su misión, y la causa del Reino aparecen unidos como una sola cosa (Mc. 10, 29-30; Mt. 19, 28-29; Lc. 18, 28-29). Por eso, los apóstoles no anuncian el Reino, sino a Jesucristo muerto y resucitado para nuestra salvación.

3.° Qué es el Reino. Ante todo y sobre todo, el Reino es un don de Dios que no se puede conseguir por los esfuerzos humanos; es una gracia que viene de lo alto (Jn. 3, 3-5), pero afecta profundamente al modo de entender y vivir todo lo humano. El Reino expresa el proyecto salvador de Dios en el mundo y a lo largo de la historia, y es comprendido por aquellos que buscan hacer la voluntad de Dios con sincero corazón. La llegada del Reino supone un estilo de vida alternativo desde la convicción profunda de que la paternidad de Dios nos pide ser sencillos, austeros y serviciales. El Evangelio del Reino restituye a los pobres su dignidad ante Dios, y las de la buena noticia de que ellos son los destinatarios privilegiados del Reino (Lc. 6,20). Y a todos nos propone un camino nuevo, que no es el de la moral prevalente ni el de los intereses de este mundo. El afán de riquezas nos impide vivir con lo necesario y compartir el resto; es decir, no nos deja poner la confianza en Dios que cuida de vosotros para que nosotros nos preocupemos del hermano solo y desamparado. El Reino entra en conflicto con las ideas e intereses de los poderosos; en la práctica, el trigo y la cizaña, el bien y el mal, están mezclados y hay que esperar para poder separar lo uno de lo otro (Mt. 13, 24-30. 47-49). Sólo los que tienen un corazón de niño (Mt. 18, 1-4) acogen el reino con alegrí­a. Jesús nos dice que el Reino es la piedra preciosa (Mt. 13, 44-46) que da sentido la vida y relativiza todo lo que no es Dios y su justicia; además, es necesario que este tesoro sea descubierto y conservado como tal por medio de la vigilancia (Mt. 25, 1-13). Es Reino es un misterio que es acogido y vivido por los sencillos de corazón (Mt. 11,25; Lc. 10, 25). Los que no acogen la persona ni la propuesta de Jesús entran en conflicto con El, y le condenan a muerte para preservar sus intereses; la resurrección de Jesús de Nazaret es la prueba definitiva de que el estilo de vida inaugurado por El es más fuerte que la muerte.

4.° La Iglesia al servicio del Reino. Las últimas palabras de Jesús se refieren al mandato misionero: id y haced discí­pulos (Mt. 28, 19-20). La Iglesia es “sacramento universal de salvación” y según el mandato de Jesucristo debe anunciar el Evangelio en todo tiempo y lugar (A.G. 1). Los Hechos de los Apóstoles comienzan con la venida del Espí­ritu Santo y nos narran el dinamismo de la Iglesia primitiva que hace realidad la construcción del Reino que Jesús anunció. Los Apóstoles proclaman el Kerigma (Jesús de Nazaret ha resucitado) con obras y palabras; las pequeñas comunidades que aparecen en uno y otro lugar encarnan en la fraternidad y en la misión la nueva humanidad; la Iglesia naciente no se identifica con el Reino ni lo quiere reemplazar; por el contrario, está al servicio del mismo (Hech. 19, 8-9; 20,25). La Iglesia es germen del Reino (L.G. 5) y debe empezar por evangelizarse a sí­ misma (EN 15) para poder predicar la conversión de los corazones. “La Iglesia es una, santa, católica y apostólica en su identidad profunda y última, porque en ella existe ya y será consumado al fin de los tiempos “el Reino de los cielos”, “el Reino de Dios” (Ap. 19,6), que ha venido en la persona de Cristo y que crece misteriosamente en el corazón de los que son incorporados hasta su plena manifestación escatológica (CEC. 865). La consumación del Reino tiene que ver con la reunión de toda la humanidad como el único Pueblo de Dios. Los cristianos construimos el Reino desde la comunidad cristiana al vivir en ella nuestro bautismo según la vocación concreta a la que cada uno hemos sido llamados. El discernimiento cristiano nos ayuda a conocer los signos de los tiempos y a responder con actitudes evangélicas (DGC 109). Y todo ello en diálogo convergente y colaboración generosa con tantos hombres y mujeres que viven abiertos a la acción del Espí­ritu.

5.° Orientaciones pastorales. La vivencia del Reino en la sociedad actual será más efectiva si los cristianos estamos atentos a las búsquedas y alternativas, a las luchas por la justicia y a los valores nuevos, pues son sin duda signos del Reino. Lo que apunta a un estilo de vida más integrado y unitario, con más sentido existencial, y más solidario con los más necesitados es una presencia clara del Reino. Igualmente, los que apuntan a una mayor humanización de las relaciones, a un planteamiento solidario de los bienes, a una democratización de la polí­tica y a un mayor cultivo de la ecologí­a nos habla de una humanidad más justa y reconciliada y, por consiguiente, más acorde con el proyecto de Dios.

Los valores del Reino deben inspirar los proyectos de vida personales y comunitarios para que en la vida cotidiana se pueda ir creando una cultura más cercana al Evangelio. Las comunidades encarnadas, proféticas e implicadas son el referente mejor para poder decir al hombre de hoy: “ven y verás” lo que da sentido a la vida y es alternativa válida. Hablamos no sólo de actividades comprometidas sino de plantear la existencia con sentido vocacional.

El Reino debe ser pedido al Padre dí­a a dí­a, en la oración, como lo decimos en el Padrenuestro: “Venga a nosotros tu Reino”. “El Reino de Dios es justicia y paz y gozo en el Espí­ritu Santo” (Rom. 14,17). “Esta petición está sostenida y escuchada en la oración de Jesús (Jn. 17, 17-20), presente y eficaz en la Eucaristí­a; su fruto es la vida nueva según las Bienaventuranzas (Mt. 5, 13-16; 6,24; 7, 12-13)”. (CEC. 2821). Y, por último, la vida de los cristianos tiene que estar llena de gestos proféticos y significativos, que creen conciencia y hablen anticipadamente de los bienes futuros que estamos llamados a vivir plenamente en la vida eterna. El Reino que esperamos nos implica más plenamente en este mundo (GS 22; 32; 39; 45; EN 31).

Jesús Sastre

Vicente Mª Pedrosa – Jesús Sastre – Raúl Berzosa (Directores), Diccionario de Pastoral y Evangelización, Diccionarios “MC”, Editorial Monte Carmelo, Burgos, 2001

Fuente: Diccionario de Pastoral y Evangelización

SUMARIO: I. Cuestiones introductorias: 1. El reino de Dios en el A.T.; 2. La llegada del reino; 3. Precisando el concepto de reino de Dios.-II. Dimensión trinitaria del reino: 1. El reino, proyecto del Padre: a. El reino es del Padre, b. El reino, proyecto del Dios liberador, c. El Dios de los pobres, d. El Dios de la vida, e. Dimensión teológica del reino; 2. Jesús, el reino de Dios en persona: a. La acogida a los pecadores, b. Jesús toma partido por los pobres y marginados, c. Los milagros de Jesús, signos de la cercaní­a del reino; 3. El Espí­ritu, impulsor del reino hacia su consumación: a. Iglesia, Reino y Espí­ritu, b. El Espí­ritu Santo y la Iglesia de los pobres, c. Espí­ritu y liberación.-III. Conclusión.

Reino de Dios y Abbá son dos palabras clave que constituyen las dos coordenadas fundamentales del anuncio de Jesús’. Jesús invoca a Dios como Abbá y asume como propio el proyecto del Padre, que es el reino. Es tal la frecuencia con que la expresión “reino de Dios” aparece en labios de Jesús que podemos afirmar con toda seguridad que se remonta a él. Se trata de un concepto central del evangelio. La actuación terrena de Jesús se abre y se cierra con una referencia explí­cita al reino (Mc 1, 15 y Lc 22, 18), y el núcleo de su mensaje está expresado en las parábolas del reino. El concepto de reino de Dios es tan amplio que todo el material evangélico se puede articular en torno a este eje central. Aquí­, dadas las caracterí­sticas de la presente obra, después de algunas cuestiones introductorias, nos limitaremos a exponer la dimensión trinitaria del reino de Dios, en cuanto que es el proyecto del Padre, realizado por jesús y llevado hacia su consumación por la fuerza del Espí­ritu.

I. Cuestiones introductorias
1. EL REINO DE DIOS EN EL ANTIGUO TESTAMENTO. El concepto de la realeza y soberaní­a de Dios tiene hondas raí­ces en el AT, aunque la expresión “reino de Dios” aparece pocas veces. La designación de Dios como rey aparece a partir de la monarquí­a y presenta varias dimensiones, según libros y épocas. Tiene, ante todo, una dimensión mesiánica. El reino, tal como aparece en el AT, es una realidad social, y se anuncia como un cambio que se producirá en el mundo y que tendrá lugar con la llegada del Mesí­as, un rey que por fin iba a implantar en la tierra el ideal de la verdadera justicia. Esto es lo que ponen de relieve algunos salmos reales (Sal 45; 72; 89). La realeza de Dios se harí­a entonces patente en la tierra con un nuevo orden basado en la justicia. La función del rey consistí­a en defender eficazmente a los que por sí­ mismos no podí­an defenderse, protegiendo a los débiles, a los pobres, a las viudas y los huérfanos (cf. Sal 72, 1-4.12-14). Este programa no llegó a hacerse realidad con los reyes de Judá e Israel. Por eso, la esperanza de su cumplimiento es proyectada por los profetas sobre el futuro rey mesiánico, descendiente de David (cf. Is 11, 3-5; 32; Jer 33, 14-16).

En estrecha relación con la dimensión mesiánica está la perspectiva escatológica del reino de Dios. Después de la experiencia del exilio el tema de la realeza de Yahvé va adquiriendo una relevancia cada vez mayor. Se prevé una extensión progresiva de este reinado a toda la tierra (Zac 14, 9): se trata del reino escatológico de Yahvé, un reino universal, proclamado y reconocido en todas las naciones, manifestado por el juicio divino (Sal 47; 96-99; 145, 11 ss). Se anuncia de este modo la salvación definitiva, que consistirá en un cambio histórico realizado por Yahvé, que concederí­a a su pueblo, al final de los tiempos, el cumplimiento pleno y definitivo de sus promesas de salvación. En el perí­odo de la crisis macabea, el apocalipsis de Daniel viene a renovar esta esperanza escatológica. El reinado transcendente de Dios viene a instaurarse sobre las ruinas de los imperios humanos (Dan 2, 31-45). El sí­mbolo de una figura humana, que viene en las nubes del cielo, sirve para evocarlo, por contraste con las bestias que representan a los poderes polí­ticos de acá abajo (Dan 7, 1-8.13). Su venida irá acompañada de un juicio, después de lo cual su realeza será dada para siempre al pueblo de los santos del Altí­simo (Dan 7, 14.26-27).

2. LA LLEGADA DEL REINO. Jesús es heredero de toda esta tradición del AT. Lo nuevo en él es que anuncia el reino de Dios presente en su persona (cf. Lc 11, 20). Por otra parte, tras un estudio sereno de la predicación de Jesús según la tradición sinóptica, no podemos negar que él contaba no sólo con un juicio cercano y con la inmediata irrupción del reino, sino también con una próxima llegada del Hijo del hombre. “¿No hemos de reconocer que la expectación de la cercaní­a del fin fue una esperanza de jesús que quedó sin cumpirse? La sinceridad y la obligación de ser veraces nos obligan a responder: sí­, jesús esperó que el fin habí­a de llegar pronto”. Jesús, como hijo de su tiempo, participó de las ideas de la apocalí­ptica contemporánea y echó mano de algunas de sus representaciones a la hora de proclamar el mensaje del reino, especialmente en lo referente a la inminencia de su manifestación’. Recientemente han sido muy criticadas las tesis de E. Kásemann’, quien defendí­a que la predicación de jesús no se halla influida constitutivamente por la apocalí­ptica, sino que fue la experiencia pascual y la recepción del Espí­ritu lo que motivó a los primeros cristianos a responder de nuevo apocalí­pticamente a la predicación de jesús sobre la cercaní­a del reino de Dios y en cierta manera a suplantarla. Aun admitiendo diferencias muy notables entre jesús y toda la corriente apocalí­ptica, parece claro el influjo de ésta sobre él. La expectación del fin como inmediato, dentro de su generación, es, sin duda, una dimensión del mensaje de Jesús. Así­ se desprende de Mc 9, 1: “Yo os aseguro que entre los aquí­ presentes hay algunos que no gustarán la muerte hasta que vean venir con poder el reino de Dios”.

En Mc 13, 30 encontramos otra sentencia parecida: “Yo os aseguro que no pasará esta generación hasta que todo esto suceda” (la venida del Hijo del hombre, cf. v.26). ¿Cómo explicar estos textos enigmáticos que tantos problemas han planteado a la exégesis? La solución puede venir de la tradición apocalí­ptica, donde el presente es visto como “el final de los tiempos”, como el comienzo del cumplimiento de todas las promesas. “Esta visión del presente como el lugar en el que la batalla final contra las fuerzas del mal ya ha comenzado, del presente como el lugar en el que se cumplen las promesas de los profetas, del presente como el comienzo del “Reino de Dios”, etc., es uno de los elementos caracterí­sticos de la predicación de Jesús, y esta concepción proviene de la tradición apocalí­ptica judí­a y de la visión de la historia que ella introdujo dentro del judaí­smo””.

En estrecha relación con la llegada del reino aparece en la tradición sinóptica la venida del Hijo del hombre con poder sobre las nubes del cielo, de tal modo que podemos hablar de una interferencia de ambos temas. El Hijo del hombre es el más enigmático de los tí­tulos cristológicos y el que más problemas plantea desde el punto de vista literario, histórico y teológico. No nos debe extrañar, pues, que los crí­ticos adopten las más diversas posturas ante este problema”. Así­, Ph. Vielhauer defiende que es imposible que jesús haya esperado al Hijo del hombre que ha de venir o incluso se haya identificado con él. Según este autor, la trasposición de la concepción apocalí­ptica del Hijo del hombre tuvo éxito en la comunidad primitiva, y es allí­ donde el anuncio del reino se transformó en la espera del Hijo del hombre apocalí­ptico. Esta posición radical de Ph. Vielhauer recibe el apoyo de E. Kásemann. Mucho más moderada es la postura de J. Jeremias, según el cual hay un núcleo de logia o sentencias auténticas acerca del Hijo del hombre que se remontan al mismo Jesús. Se trata de un grupo de sentencias que hablan de la futura venida del Hijo del hombre (p. ej., Mc 13, 26; 14, 62; Mt 10, 23; Lc 17, 22.30, etc.). Creemos que esta postura es más razonable y está más en consonancia con los datos de la tradición sinóptica. Pero aun cerca de este grupo de sentencias existe la discusión de si Jesús se identifica o no con el Hijo del hombre. Así­, mientras R. Bultmann piensa que Jesús habla del Hijo del hombre refiriéndose a una persona diferente de él, J. Jeremias opina que Jesús se identifica con el Hijo del hombre. Para otros autores se trata de una cuestión abierta, que no puede quedar zanjada con los datos que tenemos. De todos modos, no hay duda alguna de que después de la experiencia pascual la comunidad primitiva, tal como se refleja en los diferentes estratos del NT, identifica a Jesús con el Hijo del hombre, entendido éste como el intermediario de la salvación y juez escatológico.

En torno a la expectación del fin como inminente hay que subrayar fuertemente que el centro de gravedad de la predicación de Jesús sobre la llegada del reino está en el señorí­o de Dios, en la seguridad e imprevisión de esta venida (cf. Mc 13, 31.35). Las circunstancias del cuándo, del cómo, del dónde son secundarias (cf. Mc 13, 21; Mt 24, 26).

La predicación de Jesús no entra en los cálculos del fin, como hací­an los apocalí­pticos (cf. Dan 9, 24-27). En consecuencia, como señala H. Conzelmann, “el sentido de la espera escatológica es para Jesús la cualificación de la situación humana ante la venida del reino. No hay que ponerse a indagar el momento, sino situarse correctamente ante él, es decir, hacer penitencia”. Por otra parte, Jesús confiesa abiertamente su ignorancia sobre el momento preciso de la llegada del reino: “Respecto de aquel dí­a y aquella hora, nadie los conoce, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre” (Mc 13, 32; Mt 24, 36). El Padre reveló al Hijo sus deseos, pero no sus cartas, lo que le habrí­a permitido a Jesús “jugar con ventaja”. La ansiosa expectación del fin como inminente, que aparece en la predicación de Jesús, se convierte después de la Pascua en la inminencia de la parusí­a. A raí­z de la experiencia pascual la comunidad primitiva durante los primeros decenios está convencida de que el retorno del Señor glorioso, y con ello la consumación del reino iban a tener lugar durante aquella generación (Mt 10, 23; Mc 9, 1; 1 Tes 4, 15-17; 1 Cor 15, 51-53). Pero ante la tardanza de la parusí­a se dio gradualmente en el seno de la comunidad una evolución con respecto a este problema, dando primero una explicación de la tardanza y exhortando a la paciencia (2 Tes 2; 2 Pe 3), y contando después, en los escritos lucanos y en los estratos más tardí­os del NT, con lo que se ha venido en llamar “el retraso de la parusí­a”. El tiempo de la Iglesia, animada por el Espí­ritu, llevará adelante el proyecto del reino durante este perí­odo intermedio. Con ello, el retorno de Jesús en su gloria y la consumación del reino quedan aplazados indefinidamente hasta el momento que sólo el Padre conoce.

3. PRECISANDO EL CONCEPTO DE REINO DE DIOS. Los autores del NT ponen de relieve la doble dimensión del reino, presente y escatológica. Por una parte, el reino es ya una realidad en la actuación de Jesús: Dios ha comenzado a ejercer su soberaní­a mediante los gestos y las palabras de Jesús. Pero al mismo tiempo el señorí­o real de Dios será instaurado de modo pleno y perfecto al final de los tiempos con la parusí­a, cuando el Hijo haga entrega del reino al Padre (1 Cor 15, 24). Así­, el sí­mbolo del reino de Dios sirve de concepto abarcador para la salvación escatológica, para la plenitud de todo aquello que la humanidad anhela como paz, alegrí­a y felicidad completa. Pero hay que tener presente que ambos aspectos, la referencia al presente y la orientación al futuro, se pertenecen de manera recí­proca, estrecha e interna, y que ninguno de ellos puede ser separado del otro21. Así­, el presente está ya determinado por la escatologí­a. “El mensaje del reino de Dios, predicado por Jesús, es ya desde ahora consuelo, porque efectivamente Dios se acerca a vendar las heridas. Las dimensiones del cambio afectivo (conversión) y de novedad real (esperanza) son integrantes de la acogida del reino. Desde ahora estamos llamados a vivir vueltos al reino, es decir, entrando en la inversión que opera, y al mismo tiempo esperando y pidiendo su venida”. Entre estos dos extremos, presente y futuro, el reino se nos muestra como una realidad dinámica, siempre en crecimiento. Se trata del “ya, pero todaví­a no”, según la feliz expresión de O. Cullmann, o sea, de una escatologí­a que se va realizando. Esto es lo que intentan poner de relieve las parábolas del crecimiento, como la semilla que crece sola (Mc 4, 26-29), la semilla de mostaza (Mc 4, 30-32), o la de la cizaña (Mt 13, 24-30).

En los evangelios Jesús no aclaró nunca de forma directa qué entendí­a por reino de Dios, pero con su predicación y su praxis nos dejó algunos elementos para intuir lo que con ello querí­a expresar. Un concepto adecuado de reino debe evitar todo carácter atemporal y genérico. En este sentido, no se puede identificar sin más “reino de Dios” con otros conceptos centrales del NT como son “vida”, “justicia”, “salvación”, “redención”, “vida eterna”, como afirma B. Klappert. En la misma lí­nea se mueven W. Kasper y W. Pannenberg, quienes identifican el reino con la salvación, el amor o la esperanza. El reino se identifica, más bien, con ese proceso dinámico de la historia donde Dios se va revelando en la liberación de los oprimidos, comprometiendo en esta tarea la responsabilidad del hombre. Por esta razón, J. Sobrino, después de someter a crí­tica la ví­a nocional de Kasper y Pannenberg, propone la ví­a de la praxis de Jesús para determinar lo que es el reino. El contenido concreto del reino surge del ministerio y actividad de Jesús considerados como un conjunto. Esta opción está justificada porque Jesús mismo relacionó explí­citamente con el reino la expulsión de los demonios y la predicación en parábolas, e implí­citamente las comidas con los publicanos y pecadores. Los milagros y demás signos de Jesús, aunque sólo sean signos, expresan que el reino de Dios es salvación de necesidades concretas apremiantes; que es liberación, pues esas necesidades de las que hay que salvar, están producidas por elementos opresores.

Por otra parte, los destinatarios primarios del reino son los pobres (Lc 6, 20), en el aspecto económico y social. Desde estos pobres se puede concretar el contenido histórico del reino de Dios. Los pobres concretan el reino como superación de la pobreza. En este sentido, el reino de Dios tiende hacia un mundo, una sociedad que posibilita la vida de los pobres y su dignidad. Pero teórica e históricamente el concepto de reino de Dios puede ser elaborado desde otras necesidades humanas universales, desde los derechos humanos, desde el ansia de libertad, desde el deseo de supervivencia tras la muerte, desde la utopí­a del continuado progreso. Esto quiere decir que no podemos hacer una formulación absoluta del reino. En cada época, el evangelio invita a la fantasí­a creadora para actualizar el programa del reino partiendo del análisis y de los desafí­os de una situación en función de un proyecto liberador. En concreto, ciñéndonos a nuestra época, son los pobres los que guí­an la elaboración de lo que es hóy el reino de Dios. Hay que hacer propia, de alguna manera, su esperanza; el reino será para ellos una promesa de vida en contra del antirreino. Esta opción por los pobres exige una praxis en favor del reino. El mismo Jesús hizo muchas cosas en servicio del reino, y propuso a sus oyentes algún tipo de exigencias. Es en la prácticadonde se decide qué signos, qué anuncio de buena nueva, qué denuncia, qué planteamientos de una nueva sociedad generan esperanza, y por ello apuntan en la dirección del reino, salvando siempre la gratuidad del mismo. Dentro de esta dinámica, el reino de Dios es un reino de vida; una realidad histórica -la vida justa y plena de los pobres- y una realidad que en sí­ misma tiende siempre a más, en definitiva a la utopí­a, en cuanto que la historia actual no es el reino de Dios.

II. Dimensión trinitaria del reino
1. EL REINO, PROYECTO DEL PADRE. El Jesús histórico no predicó de modo sistemático ni a sí­ mismo, ni a la Iglesia, ni a Dios, sino el reino de Dios. Como dijimos al comienzo, las dos realidades clave que configuran la vida de Jesús, Abbá y reino, están tan relacionadas entre sí­ que no pueden entenderse separadas; ambas realidades son distintas, pero se complementan, y así­ “el reino da razón de ser de Dios como Abbá y la paternidad de Dios da fundamento y razón de ser al reino”. Para Jesús, Dios es siempre el Dios del reino y el reino es siempre el reino de Dios. El reino tiene, pues, por su misma naturaleza un carácter teológico.

a. El reino es del Padre. “Padre, santificado sea tu nombre; venga tu reino” (Lc 11, 2). Este es el núcleo de la oración de Jesús. La instauración del reinado del Padre representa la prueba de la santidad de su nombre, o sea, de su persona divina y transcendente. El reino de Dios es un sí­mbolo para indicar la presencia salví­fica del Padre en la tierra, su proyecto sobre los hombres que comienza a hacerse realidad mediante la proclamación del evangelio de Jesús. Ya que el reino es del Padre, sólo él puede darlo (Lc 12, 32). Dios quitará el reino a los judí­os obstinados y se lo dará a los creyentes (Mt 21, 43). Jesús transmite por testamento a sus discí­pulos el reino que el Padre le ha transmitido a él (Lc 22, 29). Porque el reino pertenece al Padre, sólo él conoce el dí­a y la hora de su llegada (Mc 13, 32), sólo él puede determinar quién se sienta a la derecha o a la izquierda de Jesús en el reino (Mt 20, 21.23). Sólo el Padre ha fijado con su autoridad el tiempo y las circunstancias para restablecer el reino de Israel (He 1, 6-7). En la consumación se establecerá el reino de nuestro Dios (Ap 12, 10), cuando Cristo haga entrega del reino al Padre (1 Cor 15, 24)”.

b. El reino, proyecto del Dios liberador. ¿Qué quiere decir Jesús cuando afirma que “el reino de Dios está cerca” (Mc 1, 15)? Con esta expresión Jesús quiere significar la irrupción ya en el presente de la actuación escatológica de Dios en la historia. El reino de Dios es un concepto dinámico que designa la soberaní­a real de Dios ejerciéndose en acto para introducir un cambio en la historia, estableciendo el ideal regio de la justicia, como aparece en el Sal 96, 13: “Ya llega el Señor para regir la tierra, para implantar en el mundo la justicia”‘. La intervención del Dios liberador, comprometido en el cambio del curso de la historia humana, aparece de un modo gráfico en el canto del Magnificat: “Dios ha desplegado la fuerza de su brazo: ha destruido los planes de los soberbios, ha derribado a los poderosos de sus tronos y ha encumbrado a los humildes; ha colmado de bienes a los hambrientos y despedido a los ricos con las manos vací­as” (Lc 1, 51-53; cf. 1 Sam 2, 4-10). De este modo, el concepto de reino se mueve en la misma lí­nea del proyecto liberador de Dios, tal como aparece enunciado en Ex 3, 7-10: “He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, y conozco sus angustias. Voy a bajar a liberarlo de la mano de los egipcios, a sacarlo de aquella tierra y llevarlo a una tierra que mana leche y miel. El clamor de los israelitas ha llegado hasta mí­”. La revelación de Dios en la historia de los oprimidos para su liberación la hallamos documentada a través de toda la Biblia, desde el acontecimiento fundacional del Exodo y la alianza del Sinaí­ hasta la esperanza cierta de los cielos nuevos y la tierra nueva donde habitará la justicia, y Dios mismo será todo en todos (2 Pe 3, 13; 1 Cor 15, 28). Por ahí­ van las tradiciones históricas de Israel, por ahí­ va la predicación de los profetas, la oración de los salmos y la esperanza de los apocalipsis; por ahí­ va, en definitiva, el evangelio de Jesús. A través de todas estas páginas de la Biblia vemos que es siempre, y cada vez más clara y radicalmente, el Dios liberador de los oprimidos el que se nos revela, el que espera de nosotros, como sustancia del auténtico culto, el compromiso por la justicia y la paz en nuestro mundo.

c. El Dios de los pobres. “Dichosos los pobres, porque vuestro es el reino de Dios” (Lc 6, 20). El reino de Dios, tal como se nos presenta a través de la práctica de Jesús, es buena noticia de salvación liberadora para los pobres (Lc 4, 18; Mt 11, 5). En consecuencia, el Dios del reino es el Dios de los pobres, solidario con ellos y su causa. Con gran radicalidad, J. Jeremias llega a decir que el reino pertenece únicamente a los pobres, e identifica a éstos con los agobiados por la pobreza material, los despreciados y marginados por la sociedad”. Por eso, algunos teólogos hablan de la parcialidad del reino de Dios, y en definitiva de la parcialidad del amor de Dios”. Esta parcialidad aparece como una constante de la revelación de Dios. En el AT Dios va revelando su propia realidad en y a través de su parcialidad hacia los oprimidos. Dios es “Padre de huérfanos y protector de viudas” (Sal 68, 6) y go el de Israel (Is 41, 14), porque defiende al pobre. También en los evangelios aparece esta parcialidad de Dios hacia los pobres económicos (Lc 6, 20-26) y hacia los pobres sociales, en la defensa que hace de los pecadores y publicanos (Lc 15, 7.10)3″. De este modo, los pobres son un lugar teológico, el sacramento privilegiado de la presencia de Dios y el espacio preferente para acceder y encontrarse con él. Los pobres no sólo sufren, sino que además luchan y esperan. Si su pobreza es signo de que el reino de Dios todaví­a no es realidad entre nosotros, su lucha esperanzada es signo de que ya está presente. Dios está en los pobres no sólo sufriendo misteriosamente con ellos, sino también reclamando y suscitando un futuro nuevo que suponga la superación de toda opresión. Y así­, el Dios de Jesús es, para los pobres, Dios ánimo, Dios ilusión, Dios esperanza, Dios liberador, que interviene salví­ficamente en la historia como el que quiere establecer la justicia y el derecho de los pobres.

d. El Dios de la vida. Si el reino de Dios es para los pobres, entonces por su misma esencia tiene que ser como mí­nimo un reino de vida. Según J. Jeremias, la situación de los pobres era comparada a la muerte. “A la situación de tales personas, y según el pensamiento de aquella época, no se le podí­a llamar ya vida. Están prácticamente muertos”. Podemos afirmar, pues, que el Dios del reino es para los pobres el Dios de la vida. Para Jesús la primera mediación de la realidad de Dios es la vida. Dios es el Dios de la vida (Mc 12, 27 par; Jn 10, 10; 14, 6) y se manifiesta a través de la vida. Esto se deduce de la actitud de Jesús ante la ley judí­a como manifestación de la voluntad primigenia de Dios de que el hombre viva (Mc 7,8-13; Mt 5, 21-48; Lc 10, 25-37), y de aquellos pasajes en que Jesús habla del pan como elemento de vida, sí­mbolo de toda vida. Por ello hay que pedir el pan al Padre (Lc 11, 3). El verdadero Dios es el garante de la vida humana. Todo lo que injustamente amenaza la vida del hombre, y más concretamente del pobre, es un atenta-do contra el Dios de Jesús. “Gloria Dei, vivens homo”, decí­a Ireneo de Lyon. Monseñor Arnulfo Romero, obispo mártir de El Salvador, hizo una concreción significativa de esa verdad, cuando dijo: “Gloria Dei, vivens pauper”
e. Dimensión teológica del reino. Jesús se sirvió de las parábolas para enseñar cómo era el Dios del reino. A los escribas y fariseos que murmuraban diciendo: “éste acoge a los pecadores y come con ellos” (Lc 15, 2), Jesús les cuenta la parábola del hijo pródigo, que más propiamente habrí­a que llamar “del amor del Padre”. En efecto, lo que está en juego en ella es el amor misericordioso del Padre (Lc 15, 11-32). Esto mismo intenta poner de relieve la parábola de la oveja perdida (Lc 15, 4-7). Otro aspecto esencial del Dios del reino es el que aparece en la parábola del “siervo sin entrañas” (Mt 18, 23-34), donde el perdón gratuito de Dios es expresión de su amor, y a la vez el fundamento de nuestro comportamiento con el prójimo. En la gran parábola del juicio final (Mt 25, 31-46) ven algunos autores la identificación de Dios con los pobres. “Es claro que en el texto actual el rey es Jesús mismo, y es él quien se identifica con los pobres. Pero es muy probable que ésta sea una reinterpretación cristológica posterior, y que la parábola en boca de Jesús identificase al rey con Dios”. En consecuencia, Dios Padre es el que se identifica con los hambrientos, forasteros, desnudos, enfermos y encarcelados. Así­, como ya hemos indicado, el pobre es el lugar del encuentro con Dios en la historia. Del hecho de que Dios sea precisamente el Dios de los pobres deduce J. Sobrino la dimensión teológica y transcendente del reino. “La novedad e impensabilidad de que los pobres sean destinatarios del reino se convierte en mediación histórica de la novedad e impensabilidad de Dios, de su misterio, de su transcendencia con respecto a imágenes humanas de Dios. Aceptar que el destinatario del reino son los pobres es una forma eficaz de dejar a Dios ser Dios, de dejar que él se muestre como él es y como él quiere mostrarse”
2. JESÚS, EL REINO DE DIOS EN PERSONA. Orí­genes con frase lapidaria dice que Jesús es la autobasileia, expresión que podrí­amos traducir como “el reino en persona” o “personificación del reino”. De modo parecido se expresa Tertuliano: in evangelio est Dei regnum Christus ipse” . Y esto es así­ porque Jesús asume como suya la causa del reino y lo anuncia como ya presente en su persona. En una controversia con los fariseos que le acusaban de expulsar los demonios con el poder de Beelzebul, Jesús concluye su argumentación con estas palabras: “Si yo expulso los demonios con el poder de Dios, entonces es que el reino de Dios ha llegado a vosotros” (Lc 11, 20). En su discurso programático en la sinagoga de Nazaret, Jesús ve cumplido en su persona el anuncio del mensajero escatológico de Is 61, 1-2: “El Espí­ritu del Señor está sobre mí­, porque él me ha ungido para anunciar la buena noticia a los pobres” (Lc 4, 18.21; cf. 16, 16). El reino de Dios que anuncia Jesús no es algo ultramundano, que se realizará en la otra vida, sino algo que acontece ahora, algo que ha comenzado a hacerse realidad en su misma persona. Como observa E. Schillebeeckx, en el origen del anuncio del reino de Dios por parte de Jesús está “la experiencia de un contraste”. Por una parte, la realidad del mal, del dolor, de la injusticia, que rigen en el mundo. Por otra parte, la realidad de Dios como Padre, como amor que afirma la vida y quiere la plenitud de todos los hombres49. Cuando se toma absolutamente en serio a Dios como Padre de todos los hombres -como hace Jesús- se cae en la cuenta de que su soberaní­a no es aceptada en el mundo. Por eso, Jesús, al comienzo de su vida pública declara que el plazo se ha cumplido, afirma la cercaní­a del reino de Dios, hace una llamada a la conversión, al cambio personal y colectivo, y exige que los hombres abran su corazón y su mente para dar acogida a la buena noticia (Mc 1, 15). Pero, ¿cuáles son los gestos con los que Jesús hace presente el reino, poniendo en práctica el proyecto del Padre? Es lo que vamos a exponer a continuación.

a. La acogida a los pecadores. Son muchos los pasajes del evangelio en los que Jesús aparece junto con los pecadores, publicanos y prostitutas: come con publicanos (Mc 2, 15-17 par), habla con una mujer pública y hasta se deja tocar por ella en casa de un fariseo (Lc 7, 36-50), se hospeda en casa del publicano Zaqueo (Lc 19, 1-10), habla con la samaritana que habí­a tenido cinco maridos (Jn 4, 7-42), no condena a la mujer adúltera (Jn 8, 1-11). En estos relatos aparece clara la actitud de Jesús de acoger a los pecadores y de no mostrarse como juez severo con ellos. Esta actitud fundamental de acogida queda iluminada en aquellas parábolas donde se habla de que hay que salir a buscar al pecador para salvarlo (Lc 15, 4-10.11-32; Mt 18, 12-14). En esta misma lí­nea, Jesús explicita su misión diciendo que no tienen necesidad de médico los sanos sino los enfermos, y que no ha venido a llamar a los justos sino a los pecadores (Mc 2, 17 par). Por último, hace la escandalosa afirmación de que los publicanos y prostitutas entrarán en el reino de Dios antes que sus piadosos oyentes del templo (Mt 21, 31s). La acogida de Jesús a los pecadores ha de ser comprendida como un signo de la venida del reino, como el anuncio de que Dios no viene a condenar sino asalvar, y, por ello, los pecadores no deben tener miedo, sino gozo en su venida. La comunión de mesa con ellos significa la comunión con Dios. A través de este gesto Jesús transmite a los pecadores, especialmente a ellos, el mensaje de la nueva comunión con Dios y con los hombres’. Así­ anuncia con los hechos la venida del reino, liberando a los pecadores de su esclavitud interior y celebrando anticipadamente con ellos el banquete escatológico.

b. Jesús toma partido por los pobres y marginados. La actuación de Jesús se corresponde con su predicación cuando declara a los pobres dichosos y destinatarios primarios del reino (Lc 6, 20). En efecto, vemos que Jesús se nos presenta siempre no en cí­rculos selectos, sino junto a los sectores más pobres, desprestigiados y marginados de aquella sociedad. Así­, Jesús se deja acompañar por mujeres, desclasadas socialmente (Lc 8, 2-3), habla con leprosos, impuros para el culto (Mc 1, 40-45 par; Lc 17, 11-19), alaba a los samaritanos, considerados como extranjeros por los judí­os (Lc 10, 30-37; 17, 16; Jn 4, 9). Si Jesús se pone de parte de los pobres y marginados no es porque sean moralmente superiores o a causa de sus méritos, sino porque cree en la bondad de Dios que los acepta y acoge por encima de todas las exclusiones de los hombres, convencido de que la justicia de Dios no puede reinar ante los hombres sino defendiendo a los abandonados y oprimidos y luchando por los que no tienen otro defensor. Este modo de proceder de Jesús va encaminado a crear una nueva conciencia de solidaridad, denunciando actitudes y estructuras que mantengan a los hombres divididos. Un hecho que ilustra cuanto vamos diciendo es el relato de la multiplicación de los panes (Mc 6, 34-44 par). Aunque muy elaborado redaccionalmente, este pasaje contiene un núcleo histórico: Jesús organiza en un despoblado una comida para el gentí­o que le seguí­a, y sacia su hambre. Con este gesto de carácter simbólico y de alcance mesiánico Jesús querí­a mostrar su solidaridad efectiva con los pobres, querí­a indicar que comenzaba de hecho su liberación, que ellos eran los preferidos del reino y que inauguraba con ellos el banquete mesiánico. Se trata de una “profecí­a en acción”, que señala al mismo tiempo el camino a seguir.

c. Los milagros de Jesús, signos de la cercaní­a del reino. No se puede dudar históricamente de que Jesús hizo milagros en la primera etapa de su vida hasta la llamada crisis galilea. “En la tradición de los milagros nos encontramos, pues, con un recuerdo de Jesús de Nazaret, basado en la impresión que causó particularmente en el pueblo sencillo rural de Galilea”. En su origen se trataba de un núcleo de curaciones, ante todo de poseí­dos por el demonio, pero también de leprosos, paralí­ticos, ciegos, etc. A partir de ahí­ la tradición fue elaborando milagros más llamativos, aumentando su número y espectacularidad, todo ello con fines cristológicos y misionales. En estos relatos vemos cómo Jesús, lleno de misericordia y compasión, se acerca a los enfermos como hombres necesitados. Su preocupación no es sólo devolverles la salud biológica, sino la de recuperar a esos hombres hundidos en el dolor, la condena moral, la impotencia y la soledad. Jesús reconstruye al hombre entero y loreinserta en la sociedad. Para que pueda realizarse esta transformación es necesaria la fe, la confianza plena en él y en definitiva en Dios (cf. Mc 5, 34.36; 6, 5s; 2, 5; 10, 52; Mt 9, 28; Lc 17, 19; Mt 8, 13; 15, 28; Mc 9, 23). Estos gestos de Jesús con los enfermos tienen una relación directa con el reino de Dios: “Si yo expulso los demonios con el dedo de Dios, es señal de que el reino de Dios ha llegado a vosotros” (Le 11, 20; Mt 11, 2-6 par). Los milagros son, pues, signo de la cercaní­a del reino: “no traen la solución global a la realidad oprimida, pero son signos reales del acercamiento de Dios… y ponen en la dirección correcta de lo que será el reino en su advenimiento”. Pero es sobre todo en los exorcismos donde mejor se pone de relieve el aspecto liberador de la llegada del reino. En tiempos de Jesús la visión del mundo estaba impregnada y dominada por la demonologí­a: “reinaba un terror extraordinariamente intenso a los demonios”. Estas fuerzas actuaban sobre todo a través de la enfermedad, y especialmente de las enfermedades psí­quicas, de tal manera que los demonios poseí­an realmente a sus ví­ctimas. En ese mundo esclavizado por los demonios hace su aparición Jesús, que comparte esta mentalidad de la época; pero la radicaliza al unificar las fuerzas maléficas en Satanás, el Maligno, con lo cual éste adquiere una dimensión totalizante y escatológica (cf. la escenificación de esta lucha entre Jesús y el diablo en el relato de las tentaciones en Mt 4, 1-11 par). Con Jesús ha comenzado la aniquilación de todas las fuerzas maléficas, personificadas en el Maligno (Mc 1, 24). En la expulsión de los demonios aparece claramente que la venida del reino es todo menos pací­fica e ingenua. Los exorcismos muestran la lucha de Jesús contra el Maligno. Los demonios se resisten y luchan porque no quieren ser aniquilados. En la primera etapa de su vida Jesús aparece venciéndolos majestuosamente. Construir el reino implica, por necesidad, luchar activamente contra el Maligno, que personifica al antirreino. Por eso Jesús enví­a a sus discí­pulos a expulsar demonios (Mc 6, 7.13; Mt 10, 8), y les enseña a pedir al Padre que los libere del Maligno (Mt 6, 13). Corresponde a cada época discernir en qué situaciones se hace presente el Maligno como fuerza maléfica del antirreino, para luchar contra él.

Como conclusión de toda esta sección, podemos decir que Jesús centró su vida en el anuncio del reino, proclamando que con él comienza el reino de Dios aquí­ en la tierra; correspondió a su acercamiento poniendo ya en el presente efectivas acciones liberadoras y reveló el amor del Padre haciendo que se sintiesen acogidos por Dios los pecadores y marginados. Así­ comenzó a hacerse efectivo el reino de Dios en la tierra. Pero el reino de Dios en plenitud no llegó en vida de Jesús, y en su muerte la cercaní­a del reino le pareció trágicamente lejana (Mc 15, 34 par). Por causa del reino fue condenado y crucificado. Y por su obediencia fiel hasta la muerte recibió en su resurrección no sólo la confirmación de su camino y su misión, sino la irrupción definitiva, si bien incoada, del reino anunciado.

3. EL ESPíRITU, IMPULSOR DEL REINO HACIA SU CONSUMACIí“N. El programa del reino, incoado por Jesús,es continuado por la Iglesia. Jesús asoció a sus discí­pulos a la tarea de hacer real y efectivo este reino de Dios. Así­, en el ensayo de misión que realizó en su vida pública, encargó a los Doce el anuncio del reino de Dios por medio de la palabra y de gestos de liberación (Mt 10, 1-15; Lc 9, 1-6; Mc 6, 6-12), y al final de su vida les hizo entrega del reino en forma de alianza, como el Padre se lo habí­a entregado a él (Lc 22, 29). De este modo, el reino le es quitado a Israel y entregado a un pueblo que produzca frutos (Mt 21, 43). La promesa del Espí­ritu por Jesús resucitado (Lc 24, 49; He 1, 5.8) está en función de la misión y, en consecuencia, en función del reino. Así­, a partir de la Pascua tiene lugar la efusión del Espí­ritu Santo sobre los apóstoles y la comunidad de los creyentes, que, iluminados por él, perciben el alcance universal del evangelio del reino predicado por Jesús. Esto es lo que quieren dar a entender las cristofaní­as pascuales que terminan con la misión de los apóstoles por todo el mundo (Mt 28, 16-20; Mc 16, 14-20; Lc 24, 44-49; Jn 20, 19-23).

Son pocos los textos de NT que ponen al Espí­ritu Santo en relación directa con el reino de Dios (Mt 12, 28; Jn, 3, 5; Rom 14, 17). La razón es sencilla: el Espí­ritu Santo es dado a la Iglesia para hacer de ella el instrumento del reino. La relación del Espí­ritu con la Iglesia aparece fuertemente subrayada en todo el NT. Por tanto para ver la relación entre el Espí­ritu y el reino hay que partir de la relación entre la Iglesia y el reino de Dios.

a. Iglesia, Reino y Espí­ritu. La Iglesia no se identifica con el reino de Dios, sino que es y ha de ser signo y servidora del reino. El Concilio Vaticano II lo expresa en estos términos: “La Iglesia recibe la misión de anunciar el reino de Cristo y de Dios, de establecerlo en medio de todas las gentes, y constituye en la tierra el germen y el principio de este reino” (LG 5). “La Iglesia no tiene más que una aspiración: que venga el reino de Dios y se realice la salvación de todo el género humano… La Iglesia es sacramento universal de salvación, que manifiesta y al mismo tiempo realiza el misterio del amor de Dios al hombre” (GS 45). Este servicio al reino lo habrá de realizar la Iglesia en el seguimiento de Jesús, en la asunción de su práctica mesiánica y de su causa. Con este fin es enviado a la Iglesia el Espí­ritu como sacramento del rein’. El Espí­ritu Santo es, de este modo, el actualizador de la memoria de Jesús (Jn 16, 12-15). El no deja que las palabras de Cristo permanezcan como letra muerta (2 Cor 3, 6), sino que sean siempre releí­das, ganen nuevos significados e inspiren prácticas liberadoras. Desde Pentecostés, a lo largo del libro de los Hechos, el Espí­ritu Santo es el que continúa la presencia salvadora de Jesús, en la espera de un reino, cuya consumación está todaví­a por llegar. Así­, la eclesiologí­a de Hechos está claramente bajo el signo del Espí­ritu, que aparece actuando siempre en la expansión de la Iglesia. En circunstancias particulares él es el que inspira la decisión (He 10, 19; 11, 12; 13, 2; 16, 6s). Recogiendo los datos del NT, la eclesiologí­a del Vaticano II tiene un carácter eminentemente pneumatológico. Así­, del Espí­ritu se dice que “hace rejuvenecer a la Iglesia, la renueva constantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo” (LG 4). “El Espí­ritu, siendo uno mismo en la Cabeza y en los miembros, de tal forma vivifica, unifica y mueve todo el cuerpo, que su actuación pudo ser comparada por los Santos Padres con el servicio que realiza el principio de la vida, o el alma, en el cuerpo humano” (LG 7). Estas afirmaciones del Concilio significan que el Espí­ritu Santo es el que convierte a Jesús en contemporáneo nuestro, el que da vida y empuja hoy a la Iglesia en el mismo sentido y dirección en que dio vida y empujó a Jesús en su tiempo. El Espí­ritu Santo es como la imaginación de Jesús, que le va abriendo a la Iglesia nuevas posibilidades misioneras, le muestra nuevos caminos y le insta a interpretar los signos de los tiempos (Ap 2,7-3,22).

b. El Espí­ritu Santo y la Iglesia de los pobres. Si, como hemos dicho, el Espí­ritu es la “memoria de Jesús” y el alma de la Iglesia, tiene que guiarla e impulsarla en la dirección del reino, para que a lo largo de la historia sea continuadora de los signos por los que Jesús comenzó a hacer presente el reino (cf. AG 5). No se trata de que la Iglesia copie literalmente las obras de Jesús durante su misión terrestre. “Las gracia del Espí­ritu le permite descubrir las equivalencias actuales de los actos de Jesús. El Espí­ritu hace ver las correspondencias escondidas: la vida de Jesús revive en la vida heroica y escondida de la Iglesia de los pobres”. El discernimiento que hace de los signos de los tiempos bajo la guí­a y la luz del Espí­ritu lleva a la Iglesia a encarnarse en medio de los pobres, a solidarizarse con ellos y a comprometerse en su liberación. Ahora bien, “la pobreza a la que se alude (en el evangelio) abarca desde la pobreza económica, social y fí­sica, hasta la psí­quica, moral y religiosa… Son pobres todos los que, corporal o espiritualmente, viven al borde de la muerte y a los que la vida no les ha dado nada… Son pobres todos los que padecen violencia e injusticia sin poder defenderse de ellas… El concepto opuesto al pobre es el de opresor, violento, que oprime a los pobres y los reduce a la miseria para enriquecerse a su costa”. A esos pobres es a quienes Jesús anuncia el reino, no sólo con la palabra sino con signos de liberación. El reino de Dios es algo que hay que construir. “Con sus acciones simbólicas, Jesús no ha hecho desaparecer del mundo toda desgracia y todo mal. Pero ha indicado claramente una dirección válida para la fe en la salvación”. El reino de Dios predicado así­ por Jesús tiene valor para el presente, se ha convertido en una fuerza que determina el presente. Es la tarea que debe continuar la Iglesia, animada por el Espí­ritu, aceptando la propia pobreza, en comunión con los pobres y en solidaridad con los humildes y humillados. La Iglesia debe estar presente “allí­ donde Cristo la espera, en los humildes, los enfermos, los encarcelados… Los más pequeños pueden decirnos donde está la Iglesia. La presencia del Espí­ritu hay que entenderla como una señal y un nuevo comienzo de la nueva creación de todas las cosas en el reino de Dios”.

c. Espí­ritu y liberación. Jesús prometió a sus discí­pulos el enví­o del Espí­ritu para que estuviese siempre con ellos (Jn 14, 16-17). La finalidad de esta presencia permanente del Espí­ritu es la transformación del mundo, parahacer de él una “nueva creación” (2 Cor 5, 17; Gál 6, 15), restaurando el primigenio designio de Dios. “Donde está el Espí­ritu del Señor, allí­ está la libertad” (2 Cor 3, 17), la liberación, la transformación de la sociedad. La llegada del reino es don de Dios, a través de Jesús, por la fuerza de su Espí­ritu. Pero toda la Iglesia y todos los hombres de buena voluntad, dejándose llevar por el Espí­ritu de Dios (Ron 8, 14), están comprometidos en adelantar la llegada del reino, haciéndolo más cercano cada dí­a, “progresando siempre, firmes e inconmovibles, en la obra del Señor, sabiendo que nuestro esfuerzo no es en vano en el Señor” (1 Cor 15, 58).

La creación entera, y de modo particular la humanidad, está esperando verse libre de la esclavitud de la corrupción, para ser admitida en la libertad gloriosa de los hijos de Dios; para ello poseemos las primicias del Espí­ritu, que mantiene viva en nosotros la esperanza de la liberación (Rom 8, 19-25). Por eso, la pneumatologí­a de los movimientos de liberación “concibe el Espí­ritu como Espí­ritu de libertad que atestigua el sentido de la existencia terrena de Jesús como una marcha liberadora hacia el reino de justicia”. El Espí­ritu Santo es prenda y garantí­a para la plena liberación del pueblo de Dios (2 Cor 1, 22; Gál 5, 5; Ef 1, 13-14). Esto quiere decir que el Espí­ritu Santo es el dinamismo interno del reino de Dios incoado ya en la tierra. El Espí­ritu va actuando en la transformación del mundo y en la liberación de los pobres en el sentido antes indicado, y lo hace sirviéndose de los mismos pobres. Este principio fue establecido claramente por Pablo (1 Cor 1, 26 – 2, 16), y es elcentro de la visión bí­blica de la historia. “El Espí­ritu despierta y alimenta el potencial evangelizador de los pobres…, rompe las barreras de la cultura…, y hace que los pobres descubran mejor el alcance real de la palabra bí­blica””. A través de formas históricas de liberación, el Espí­ritu Santo va preparando al pueblo de Dios para la liberación escatológica. “El Espí­ritu Santo de Dios os ha marcado con su sello para distinguiros el dí­a de la liberación” (Ef 4, 30). A la espera de la liberación final, que tendrá lugar con el retorno del Señor, el Espí­ritu mantiene en tensión a la Iglesia: “El Espí­ritu y la Esposa dicen: ¡Ven, Señor Jesús!” (Ap 22, 17.20).

III. Conclusión
En la tradición bí­blica el concepto de reino sirve para indicar el compromiso de Dios en la transformación de la humanidad según el plan salví­fico original, compromiso que tiene como fin primario la liberación de los pobres, los marginados y los oprimidos por la injusticia de los hombres. En este sentido, el reino de Dios es un concepto que resume toda la economí­a de la salvación, ya que arranca del misterio trinitario tal como se manifiesta en la historia de la salvación. Después de un tiempo de preparación en el AT, el proyecto liberador del Padre ha sido plenamente asumido por Jesús, que viene a ser como “el reino en persona”, y es continuado por la Iglesia, servidora del reino, que vivificada y movida por el Espí­ritu, lo va haciendo efectivo y extendiéndolo por el mundo hacia su plena consumación. “La comunidad cristiana está integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espí­ritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre” (GS 1), hasta que “Dios sea todo en todas las cosas” (1 Cor 15, 28).

[-> Padre; Jesucristo; Espí­ritu; Iglesia; Escatologí­a; Esperanza; Liberación; Pobres; Teologí­a y Economí­a; Vida eterna.]
José Luis Aurrecoechea

PIKAZA, Xabier – SILANES, Nereo, Diccionario Teológico. El Dios Cristiano, Ed. Secretariado Trinitario, Salamanca 1992

Fuente: Diccionario Teológico El Dios Cristiano

Esta expresión está ya presente en el Antiguo Testamento, inicialmente bajo la forma Yahveh malak (Yahveh reina) y más tarde también en la fórmula abstracta malkut Yahveh (reino de Yahveh). En la cultura de la época indica la soberaní­a de Dios que exige obediencia en el hombre y que le presta ayuda y protección. En el Nuevo Testamento esta expresión indica el núcleo central de la predicación de Jesús, resumido en las palabras: “El tiempo se ha cumplido y J el Reino de Dios está cerca; convertí­os y creed en el evangelio” (Mc 1,15). En Mateo aparece la variante “reino de los cielos”, que traduce el hebreo malkut shamaim, utilizado en el judaí­smo tardí­o por los rabinos para evitar la pronunciación del nombre sagrado de Yahveh. El lenguaje de Jesús era perfectamente comprensible por sus oyentes, a partir del uso veterotestamentario de esta palabra así­ como de las expectativas de sus contemporáneos. Sin embargo, ante el anuncio de Jesús esas expectativas eran totalmente inadecuadas, si se piensa en la novedad inherente a aquel “evangelio”, que podí­a reducirse en pocas palabras a la identificación del Reino con la persona de Jesús. En efecto, Jesús manifiesta la pretensión inaudita de que la causa del Reino, que anunciaba con sus palabras y al que serví­a con sus obras, se identificaba precisamente con su propia causa, de manera que el Reino permanecí­a en pie o caí­a con su misma Persona. Este es el motivo por el que, a pesar de anunciar siempre el Reino, Jesús no lo describe nunca, sino que alude siempre a él a través de semejanzas y de palabras. En efecto, descubrir el Reino significa descubrirlo a él; entrar en el Reino equivale a adherirse a su persona. Como decí­a Orí­genes, Jesús es autobasileia, el Reino en persona. A este carácter cristológico del Reino, con el que va unido el carácter teológico por el que el anuncio del mismo es también el anuncio del señorí­o de Dios que es Padre, hay que añadir su carácter soteriológico. La venida del Reino es llegada de la gracia y de la salvación, el perdón gratuito de los pecados. De esto hablan esa “praxis del Reino” que son los milagros y los signos realizados por Jesús y su relación con los pecadores. “Entrar en el Reino” y “heredar el Reino” es lo mismo que “entrar en la vida” y heredarla. En el anuncio del Reino no falta el carácter de juicio, en cuanto que exige una respuesta inderogable. Las dos breves parábolas del tesoro y de la perla (cf Mt 13,44-46) expresan sus exigencias radicales.

El Reino de Dios anunciado por Jesús tiene también un carácter escatológico. Esta constatación ha sido precisamente la que dio paso al redescubrimiento de la escatologí­a, que surgió como un correctivo del liberalismo teológico y que ha contribuido tanto al cambio del panorama cristológico y eclesiológico del siglo xx. Fue J Weis, a finales del XIX, el que subrayó con fuerza que el mensaje de Jesús no sólo habí­a sido escatológico, sino que habí­a sido “solamente” escatológico. Esta tesis dio origen a la formación de ” sistemas” escatológicos sucesivos, opuestos unas veces y complementarios otras.

La cuestión, desde el punto de vista eclesiológico, era la de si, una vez establecido el carácter escatológico del Reino, quedaba sitio todaví­a para una “Iglesia”. Recordemos la famosa frase de A. Loisy. “Jesús habí­a anunciado el Reino…, y llegó la Iglesia”. Se dirá más bien que, precisamente porque creí­a ya cercano el fin, Jesús no podí­a menos de intentar recoger al pueblo de Dios de los tiempos de la salvación. El único sentido de toda la actividad de Jesús, así­ como de su anuncio del Reino, es recoger al pueblo de Dios del final de los tiempos (J Jeremias, G. Lohfink).

La cuestión de la identidad o de la distinción entre Iglesia y Reino de Dios es bastante antigua. Muchos Padres de la Iglesia y teólogos medievales se expresaron en términos de identificación. Tampoco faltan defensores de esta tesis entre los teólogos contemporáneos (C. Journet), pero también hay quienes establecen entre estas dos realidades una mayor o menor distancia.

Esta tesis habí­a sido sostenida sobre todo en la teologí­a liberal y por los modernistas. La postura adoptada en este punto por el concilio Vaticano II es un tanto articulada. En primer lugar, respecto a la realidad futura del final de los tiempos, la Constitución Lumen gentium no parece indicar ninguna diferencia entre la Ecclesia consummata Y el Regnum consumnzatum. En la gloria del cielo la Iglesia tendrá su perfección y su cumplimiento glorioso (cf nn. 4§, 68). Por el contrario, en cuanto al tiempo presente, el Vaticano II relaciona el comienzo de la Iglesia con el anuncio de la llegada del Reino, de forma que habrá que decir que las dos realidades nacen simultáneamente (cf. LG 5). Más aún, habrá que añadir que precisamente en el crecimiento de la Iglesia está presente el crecimiento del Reino y que el desarrollo de ambos se realiza- únicamente en y por la conformación con Cristo que (la su vida por el mundo. De aquí­ se sigue que ser miembro del Reino supone una pertenencia, al menos implí­cita, a la Iglesia. Sin embargo, la Iglesia, aunque constituye en esta tierra el germen y el comienzo del Reino, lo es “in mysterio” (Ibí­d.). Así­ pues, en el tiempo presente la Iglesia, aunque inseparable del Reino, es también diferente de él. Es su primicia y al mismo tiempo su “sacramento”. El Reino no es solamente anunciado por la Iglesia, sino que hasta el final de los tiempos está contenido realmente en ella y es significado por ella.

Esta relación de unidad/diferencia entre la Iglesia y el Reino de Dios se convierte para la Iglesia en imperativo de invocación, de anuncio y de servicio. La Iglesia, enseñada por el Salvador, invoca continuamente: “¡Venga tu Reino!” (Lc 11,2; Mt 6,9). Al mismo tiempo lo anuncia a todas las gentes proclamando su fe en Jesús crucificado y resucitado, ya que el Reino es él mismo. Esta invocación y este anuncio se convierten en diakoní­a o servicio al Reino, de la misma manera que Jesús: con caridad, humildad y abnegación.

La Iglesia, finalmente, posee fuerzas que se derivan del actual señorí­o de Cristo y poderes que guardan una estrecha relación con el Reino de Dios. Jesús promete a Pedro “las llaves del reino de los cielos” (cf Mt 16,16-19). Jesús sigue ejerciendo su autoridad a través del servicio de la Iglesia, que se convierte de este modo en el lugar donde, después de marcharse Jesús, se reunirán todos los llamados al Reino de Dios. La ordenación de la Iglesia al Reino se revela de la forma más amplia en la celebración de la eucaristí­a. Aqui ella pasa ininterrumpidamente hacia aquel estado de cumplimiento en el que Dios será todo en todos y su Reino llegará a la perfección.
M. Semeraro

Bibl.: B. Klappert, Reino, en DTNT 1V 7082; J Fuellenbach, Reino de Dios, en DTF, III5-1126; S. A. Panimolle, Reino de Dios en NDTB, 1609-1639; W Kasper Jesús, el Cristo. Sí­gueme, Salamanca 1978; W, Pannenberg, Teologí­a y reino de Dios, Sigueme, Salamanca 1974; R, Schnackenburg, Reino y reinado de Dios, FAX, Madrid 1970

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO: I. Sí­ntesis bí­blico-teológica: 1. El Antiguo Testamento y el reino de Dios; 2. El Nuevo Testamento y el reino de Dios; 3. La misión de la Iglesia. II. Las señales del Reino hoy. III. Catequesis del Reino por edades. IV. Orientaciones pedagógico-catequéticas.

Juan Pablo II ha afirmado que el ser humano es el “camino primero y fundamental de la Iglesia” (RH 14). Y ella, experta en humanidad, necesita revitalizar su encuentro con el hombre de hoy, su cultura, sus aspiraciones y problemas si quiere que este acoja a Jesús de Nazaret y su mensaje salvador.

Hoy las ciencias humanas reconocen la centralidad de la persona. Hombres y mujeres van adquiriendo una creciente y nueva conciencia de que son personas. Pero, curiosamente, la aspiración a un espacio de mayor libertad personal en la vida, a la vez que es percibida como deseo irrenunciable, lo es también como difusa amenaza.

El deseo de vivir en plenitud, tan vivamente sentido por todos, recorre la Sagrada Escritura desde el Génesis hasta el Apocalipsis. Apunta hacia la comunión y se expresa en la comunidad. Está plasmado en una historia de lucha y de anhelo que Jesús nos dice se va a cumplir: él ha venido “para que tengan vida [los hombres] y la tengan abundante” (Jn 10,10).

Los evangelios sinópticos señalan como “reino de los cielos o reino de Dios” lo que san Juan formula en términos de vida. La sensibilidad actual busca apertura a la vida y al ser, a la realidad; conecta mejor cuando el designio de Dios se formula en términos de vida. Luego es tarea de la Iglesia mostrar al hombre de hoy que el reino de Dios constituye una dimensión real de la existencia humana, es un elemento central de la predicación y de la actividad de Jesús y un concepto que fundamenta, con otros, el significado de la catequesis (DGC 35). Vislumbrar en la cultura actual semillas ocultas para la comprensión y aceptación del reino de Dios constituye un profundo reto para la Iglesia. Cuando este se logra, crece la fe de sus miembros y se fortalece el diálogo con los hombres y mujeres de hoy.

Descubrir que Jesús anunció el reino de Dios… y definió este anuncio como “el evangelio”1; darse cuenta de que “dio a conocer el gozo de pertenecer al Reino, sus exigencias, su carta magna, los misterios que encierra, la vida fraterna de los que entran en él y su plenitud futura”2, ayudará a valorar la radical novedad de tal anuncio y a ser consciente de sus implicaciones en la vida de la comunidad humana de hoy.

I. Sí­ntesis bí­blico-teológica
1. EL ANTIGUO TESTAMENTO Y EL REINO DE DIOS. Los israelitas consideraron a su Dios como soberano, “rey de las naciones” (Jer 10,7), “gran rey de toda la tierra” (Sal 47,3). Y, como reyes y reinos les evocaban el ejercicio del poder y el dominio de uno sobre otro, se complacieron en llamarle rey. No deberí­a extrañar que, al proclamar Jesús el reino de Dios, se apoyara en fórmulas conocidas por la tradición del Antiguo Testamento y expresadas, de muchas formas, en varios libros y en diversas épocas de la historia en la que él y su pueblo se habí­an educado. Lo que importa es saber qué les evocaban y qué querí­an decir con ellas.

a) Tradiciones históricas y oracionales. La expresión “Dios reina” pudo nacer con la monarquí­a israelita. Probablemente los reyes de Israel ejercí­an la función judicial, sobre todo velando por los indefensos sin protección alguna. David, por ejemplo, dicta sentencia sin dudar (2Sam 12,1-7).

Los salmos, por su parte, hablan de gobernar al pueblo con justicia, salvar a los pobres (Sal 72,2.4). Es lógico, entonces, que los israelitas entendieran reino no como un territorio, sino como una realidad social que proclamaba un cambio de las relaciones humanas en el mundo. Desgraciadamente, los reyes de Israel y de Judá no estuvieron, en general, a la altura de su misión.

b) Tradiciones proféticas y apocalí­pticas. Ante este nada halagüeño panorama, los profetas proyectaron al futuro el cumplimiento de la aspiración del pueblo a la justicia y la fueron depositando en el Mesí­as. Este, descendiente de David, la implantarí­a en la tierra. Por eso, esperanzados, recordarán a todos: “En aquellos dí­as suscitaré a David un vástago legí­timo, que ejecutará el derecho y la justicia en el paí­s” (Jer 33,15; Is 11,4). La amarga experiencia del exilio no extinguió en Israel la conciencia de la soberaní­a de Dios. Al contrario, la avivó. Los hombres verán la salvación definitiva el dí­a de Yavé. El la realizará con su juicio a la historia (Sal 47,4). Estaba escrito: “El Espí­ritu del Señor Dios está en mí­… me ha ungido. Me ha enviado a llevar la buena noticia a los pobres… a proclamar un año de gracia del Señor” (Is 61,1-2). Aquel dí­a dirán: “Este es nuestro Dios, de quien esperamos que nos salve… alegrémonos y gocémonos, porque nos ha salvado… Sólo el malvado no reconocerá la soberaní­a del Señor” (Is 25,9; 26,10).

La esperanza de un futuro revelador, en la historia, del poder de Dios ante todos los hombres, caracterí­stica de los profetas, fue recogida en los escritos apocalí­pticos. En la época de los macabeos, Israel resiste al poder invasor griego. En estas circunstancias de opresión se hace más agudo el grito de la justicia definitiva de Dios. Autores de libros apocalí­pticos como el de Daniel anuncian la salvación de Dios sin retorno, pero más allá de la historia. Se sirven de una figura humana -el Hijo del hombre- que vendrá con su juicio a establecer el reinado de Dios sobre las ruinas de los imperios terrenos, simbolizados en animales feroces. Y se lo dará al pueblo de los santos del Altí­simo (Dan 7,27; 2,44; 7,14).

c) El poder salvador de Dios. Ahora se puede comprender qué celebraba el israelita cuando aclamaba a Dios como rey: celebraba el poder salvador de Dios, el que quedaba patente en la creación y en el combate victorioso sobre el caos primitivo. Los salmos reales lo proclamaban ní­tidamente al aclamar a Yavé como rey y decir con júbilo que: “él afirmó el mundo y no se moverá” (Sal 96,10). El poder salvador de Dios, manifestado sobre todo en las intervenciones históricas en favor de la vida de su pueblo, Israel, y cuyo más significativo exponente fue la liberación de la servidumbre de Egipto (Ex 15,18; Núm 23,21). Es sorprendente que el cántico de acción de gracias de los liberados resuma con una metáfora real la experiencia salvadora que todo el capí­tulo ha narrado: “Reina, Señor, por siempre jamás” (Ex 15,18). También el poder salvador de Dios, que, esperanzado, confesaba el israelita cuando aguardaba el retorno del Señor y su intervención salvadora: la que iba a proporcionar al pueblo una nueva época de fraternidad y concordia en la que volverí­a a reinar al compadecerse de él. El reinado de Dios se desplegará del todo al final de los tiempos (Sal 98,9). En ese dí­a cesarán las rivalidades, los reyes de la tierra se reunirán en una mesa común, dichosos de poder celebrar la salvación de Dios ofrecida a todos los pueblos; entonces, el mundo de paz y de justicia, consecuencia de aceptarlo a él como guí­a y árbitro, y a todos como hermanos, podrá ser identificado con el mundo deseado por Dios (Is 2,2-4; Miq 4,1-3).

Tal vez la expresión reino de Dios que se lee en los evangelios se fue formulando progresivamente mediante textos como los señalados, diseminados a lo largo del Antiguo Testamento. De hecho, en esas palabras se encuentra un remoto testimonio a favor del Reino que trajo Jesús y con el que él se identificó.

2. EL NUEVO TESTAMENTO Y EL REINO DE Dios. a) Expectativas y reacciones de los judí­os. La tradición judí­a habí­a ido generando diversas expectativas entre los oyentes de Jesús: los que tení­an una visión mí­tica de Israel como pueblo elegido de Dios, esperaban una venida del Reino con poder; pero vino en la humildad de la carne y no lo reconocieron (Lc 17,20; In 1,10-11).

Lo instaurará el Mesí­as, creí­an unos, y hará que Dios reine en el universo. El Mesí­as, insigne descendiente de David para los más, sacerdote o profeta para otros, logrará con su acción que las naciones puedan ver la gloria del Señor. Será Dios mismo, afirmaban otros. El vencerá este mundo presente corrompido, sin posibilidad de salvación, y establecerá, al final de los tiempos, su reino, el mundo nuevo definitivo.

Para convertir este sueño en realidad habrá que tomar las armas y expulsar a los enemigos de Israel de la tierra prometida: este era el parecer de celotas y sicarios. O habrá que someterse del todo a la ley cumpliendo sus mandatos: así­ pensaban los fariseos del tiempo de Jesús. No se puede hacer más que esperar y orar para que llegue, sostení­an partidarios de corrientes apocalí­pticas del judaí­smo tardí­o. Jesús dispondrá del poder de Dios, estaban convencidos los discí­pulos, que presentí­an que era el Mesí­as: (Lc 9,51-56; 19,11). “Derramad, cielos, el rocí­o… y produzca la salvación” (Is 45,8), rezaban “los pobres de Yavé”, “resto de Israel”, descendientes del “pueblo humilde y pobre que esperará en el nombre del Señor” (Sof 3,12). Viví­an confiando en el Señor, apoyados en el que daba consistencia a sus vidas. De este resto nació Marí­a, la humilde esclava del Señor.

b) La llegada del Reino. Jesús no dio a sus oyentes una definición del Reino para hacérselo comprender. Compartió o no imágenes y esperanzas que la tradición judí­a les habí­a legado sobre cómo reina Dios. Y, sobre todo, les aportó la radical novedad de su persona y su vida, al presentarse ante ellos como el alegre mensajero, anunciado por Isaí­as (Is 52,5-7), que trae la gran noticia: Dios, en su persona, se habí­a acercado del todo a los hombres, cumpliendo así­ sus promesas de salvación. Iba a intervenir sin demora como cuando comunicó a Moisés: “he visto la opresión de mi pueblo… Voy a bajar a liberarlo de la mano de los egipcios” (Ex 3,7-10). Y si en un tiempo envió a Moisés a salvar a los oprimidos por la miseria, siglos después enviará al Hijo para anunciar la paz y la salvación al pueblo.

Los anhelos más profundos de los hombres y mujeres de Israel hallaban eco cumplido en lo que Jesús es y les decí­a, pero al mismo tiempo se sentí­an desconcertados por su proceder.

Jesús se mostraba heredero de las tradiciones del Antiguo Testamento sobre el Reino (Mc 13,26), pero también sabí­a romper los esquemas vigentes de sus contemporáneos e inauguraba el camino nuevo del siervo de Yavé (Lc 4,16ss). Era verdad que con Jesús vení­a el Reino. No lo imponí­a por la fuerza, sino que se manifestaba en la debilidad; no consistí­a en el cumplimiento rí­gido de la ley o en una costosa multiplicación de sacrificios, sino en la misericordia y el perdón (Mt 9,13); su venida en esplendor no era sólo objeto de oración ardiente y paciente espera, sino también de un libre compromiso. Jesús, al anunciar el Reino, estaba abriendo un camino distinto del esperado. Era increí­ble que el Reino se hubiera manifestado del todo en un hombre débil, “nacido de mujer” (Gál 4,4), “semejante a los hombres” (Flp 2,7). Y comenzó a hacerse realidad lo que la cercaní­a del Reino significaba: la presencia salvadora del Padre que posibilita a todos vivir como hermanos.

c) Cristo mismo es el reino de Dios. Jesús empezó su predicación anunciando que “el reino de Dios está cerca” (Mc 1,15). Al final de su vida no temerá asentir al gobernador romano que le interroga: “Tú lo dices: yo soy rey” (Jn 18,37), y oirá desde la cruz la súplica del buen ladrón: “Acuérdate de mí­ cuando vengas como rey” (Lc 23,42).

Los discí­pulos de Juan Bautista, preso en la cárcel, preguntarán intrigados a Jesús si era el que habí­a de venir o tendrí­an que esperar a otro. Y después de responderles que “a los pobres se les anuncia la buena noticia” continuaba dirigiéndose a la gente: “El más pequeño en el reino de Dios es mayor que él [Juan el Bautista]” (Mt 11,3-11). Decí­a asimismo a los fariseos: “si echo los demonios con el Espí­ritu de Dios, es señal de que ha llegado a vosotros el reino de Dios” (Mt 12,28). Jesús percibí­a que el reino futuro de Dios se estaba haciendo presente en su acción y que, en su persona, estaba apareciendo en la tierra algo nuevo: el amor infinito del Abbá, del Padre, por todos los humanos. El anunciaba la llegada del Reino, dando, con sus palabras y acciones, inequí­vocas muestras de la misma, al mismo tiempo que invitaba a todos a la conversión y a la fe3 (Mc 1,15).

d) Señales del Reino. El comportamiento de Jesús con los pobres puso de manifiesto la misión que el Padre le habí­a encomendado de instaurar el reino de Dios. Su insistencia en comer con publicanos y pecadores traducí­a con nitidez el núcleo de lo que vení­a a decir sobre Dios: “tal como hablo y actúo con vosotros, así­ es mi Padre Dios. El ama y perdona, invita a todos, pero con especial interés a los pecadores, a la comunión de vida y amor con él; ofrece un nuevo comienzo para la vida”.

Jesús “les enseñó muchas cosas en parábolas” (Mc 4,2). El y la presencia del Reino estaban secretamente en el corazón de las parábolas. Estas comunicaban el designio de Dios, el misterio del Reino. A la vez que respetaban la libertad del oyente, apelaban a lo que de más profundo habí­a en su corazón. Por eso fue distinta la reacción de quienes le oyeron proclamarlas: aceptar su perspectiva era convertirse al mundo nuevo, reconciliado y transido del amor de Dios y los hermanos. Rechazarla equivalí­a a huir de la luz.

Jesús realizó muchos “milagros, prodigios y señales” (He 2,22), como manifestaciones-signos de que Dios quiere siempre la vida para todos y de que el mal retrocede en su presencia. Integrados en la predicación de Jesús, unidos por tanto a su persona, posibilitaban en sus beneficiarios la experiencia del reinado de Dios salvador que él estaba inaugurando. La muerte de una niña que se abrí­a a la vida, quedó vencida por la palabra llena de autoridad del profeta bueno de Nazaret (Mc 5,23.41-43). Otro tanto ocurrió con la enfermedad que avergonzaba a una mujer al acercarse a Jesús y contarle la verdad completa (Mc 5,33-34). También los demonios perdí­an su poder allí­ mismo donde se figuraban reinar (Mc 5,8). El mar embravecido quedó en calma (Mc 4,39). Por donde pasaba liberando del mal a los oprimidos, Jesús iba haciendo presente el reino de Dios en la tierra.

e) Caracterí­sticas del Reino y condiciones para entrar en él. La gente acogí­a la buena nueva de Jesús sobre el Reino de muy distinta manera. El sembrador siembra buena semilla. La cosecha es segura, pero la tierra en que el grano cae condiciona la germinación y la abundancia del fruto recogido. Es verdad que el Reino encuentra obstáculos, pero ni las aves, ni el terreno pedregoso, ni los cardos logran que la cosecha se frustre: el grano cae también en tierra buena ¡y da fruto! (Mt 13,4-5.7-8; 13,3-8; 18,23; DGC 15).

Un grano de mostaza crece, pero no como los grandes cedros del Lí­bano, imagen cultural en que los oyentes de Jesús esperaban se convirtiese la más pequeña de las semillas. Un poco de levadura, imagen de corrupción entre los judí­os, puede ser lugar apto para que el Reino germine. Lo que en nuestro mundo parece pequeño y ordinario es de gran valor. Gestos, ignorados y sin relieve, van paulatinamente creando espacios de fraternidad. Una escasa apariencia exterior es portadora de fructí­fera esperanza al final (Mt 13,31-32). Realidades que parecen defectuosas y hasta despreciables pueden contener ocultamente la presencia del Reino.

Sólo al final de los tiempos, como el trigo y la cizaña que crecen en la tierra unidos y cuya separación se deja para la siega, justos y pecadores, que crecieron juntos en la tierra, verán cómo la sabidurí­a de Dios realiza la criba (Mt 13,24-30.47-49). Jesús atemperaba la impaciencia de ver triunfar impetuosamente el bien a costa del rápido aniquilamiento del mal, y dejaba a la cizaña crecer junto con el trigo hasta que Dios nos juzgue a todos sobre el amor (Mt 25).

Menudean las imágenes: perlas finas y tesoros escondidos (Mt 13,44-46), ceremonias nupciales de jóvenes previsoras o descuidadas (Mt 25,1-13), banquetes de bodas regias, preparados y dispuestos (Mt 22,2-10), dineros confiados en custodia para negociar con libertad en ausencia del amo (Mt 25,14-30), viñadores generosamente contratados a lo largo del dí­a por el dueño de la viña (Mt 20,1-16)…: con imágenes de la vida real, comunicaba Jesús los secretos del Reino a sus oyentes. Algunas de ellas encendí­an de ilusión los corazones y movilizaban sus energí­as para vender, comprar o proseguir incansablemente la búsqueda hasta encontrar. Otras poní­an en marcha a ricos y a pobres, a justos y a pecadores, porque a todos habí­a invitado el rey (DGC 163; RMi 15). Unas y otras inculcaban en el ánimo, dispuesto o apagado, del oyente la gratuidad de un don, que solicitaba de cada uno confiada acogida con actitud de niño (Mt 18,1-4) o atenta vigilancia por la urgencia del momento (Mt 25,1-13).

Es el Padre quien os lo quiere dar (Lc 12,32). Viene de arriba (Jn 3,3.5). Crece solo (Mc 4,26-29). De ninguna manera es privilegio de los judí­os, ni su llegada está sujeta a cálculos humanos (Lc 17,30); no se percibe por indicios externos. No se podrá decir: “está aquí­ o allí­, porque el reino de Dios está dentro de vosotros” (Lc 17,21). De esta manera iba Jesús desvelando los secretos del Reino a la gente y a sus discí­pulos. El Reino es un misterio. Está escondido. Se insinúa por todas partes, en medio de todo, pero sólo lo perciben y acogen los sencillos de corazón (Mt 11,25; Lc 10,21; DGC 15). Por el contrario, los ciegos, incapaces de verlo, se levantan contra el profeta que se lo anuncia y se confabulan para eliminar al enviado y acabar con él. Ya este habí­a advertido a sus seguidores que el grano de trigo que cae en la tierra para dar fruto tiene que morir. En la muerte del grano está encerrada la vida (Jn 12,24).

3. LA MISIí“N DE LA IGLESIA. a) Reino y resurrección: La manifestación del resucitado y la venida del Espí­ritu Santo confirmó definitivamente a los discí­pulos el comienzo de la llegada del reinado de Dios que Jesús habí­a anunciado en su existencia terrena. En efecto, la fe de Israel esperaba que el acontecimiento de la resurrección marcarí­a el final de los tiempos y la venida del reino de Dios. ¡Ya podí­an seguir vinculando a la persona de Jesús resucitado la predicación del Reino!
Jesús habí­a anunciado el reino de Dios durante su vida terrena. En la Iglesia naciente los primeros cristianos van a anunciar a Jesús resucitado. Ahora están seguros de que proclamar a Jesús resucitado es anunciar que el Reino ha llegado y han comenzado los últimos tiempos (He 19,8; 20,25; 28,23; 1Tes 2,12). El Reino va a constituir en adelante el objetivo de su acción misionera. Todos han recibido el Espí­ritu para ser, movidos por él, testigos del Resucitado en medio del mundo. Así­, la Iglesia podrá ser señal (Jn 16,13; 2Cor 3,6): seguirán comunicando a hombres y mujeres, pero con preferencia a los pobres, que Jesús es el Reino y que todos somos hijos y hermanos. Y su Espí­ritu, presente entre nosotros, conducirá el Reino a su plenitud.

b) Iglesia y Reino: La Iglesia está al servicio del Reino. La tarea de la evangelización de todos los hombres constituye su misión esencial, su dicha y su vocación más profunda. Ella existe para evangelizar (EN 14). Como Jesús, está llamada a ser la señal del Reino en el mundo, a significar su presencia, con hechos y con palabras. Es “germen” del Reino (LG 5). A lo largo de la historia ha dado fruto abundante en sus hijos más valiosos, los santos; pero, porque vive en el mundo y no queda libre de los asaltos del mal, ella misma está amenazada de obstaculizar el avance del Reino. De ahí­ que comience por evangelizarse a sí­ misma… para poder evangelizar al mundo de manera creí­ble (EN 15). No obstante, el Espí­ritu la anima, la guí­a y suscita de continuo testigos, a veces muy escondidos, que en la vida diaria van encarnando los valores del Reino en el mundo en que viven. Trata de no olvidar que el Reino no consiste en la observancia de preceptos alimenticios (Rom 14,17), ni en la elocuencia (1Cor 4,20), y que hay que pasar “por muchas tribulaciones para entrar en él” (He 14,22). San Pablo lo habí­a experimentado en su vida. Jesús lo habí­a predicho (He 9,16).

El Reino está ya misteriosamente en nuestra tierra. Comienza a brillar como una luz delante de los hombres en la persona de Cristo. Crece misteriosamente en el corazón de hombres y mujeres de todos los tiempos. Con la venida del Señor en gloria y poder quedará consumada su perfección (LG 5; GS 39; CCE 865). Y porque la Iglesia sabe que no agota toda la riqueza del Reino, sino que es germen y principio del mismo aquí­ en la tierra -el “pequeño rebaño” de los que Jesús ha venido a convocar en torno a él-, se hace servidora de todos (Lc 12,32; LG 5) y dialoga con las personas que, animadas por el mismo Espí­ritu, trabajan esforzadamente por humanizar el mundo.

c) Sacramentos, vida cristiana y Reino: Cuando un cristiano celebra la eucaristí­a hace presente este misterio. En la celebración reconoce su colaboración con el mal, la presencia de Jesús en su palabra, se deja conformar con él y, transformado, sale con nuevas fuerzas al mundo para anunciar el Reino. Ya san Pablo recordaba a los cristianos el valor de la cena del Señor (ICor 11,26), y el Maestro habí­a establecido el lazo de unión entre la última cena y el banquete del Reino (Mc 14,25). Este proceso de transformación se realiza también en la celebración de cada uno de los sacramentos, en momentos señalados de nuestra existencia.

La vocación cristiana lleva a vivir como hijos de un mismo Padre y hermanos de Jesús. La obra del Espí­ritu hace al hombre capaz de procurar los valores del bien y del respeto a los demás, de la donación de sí­ mismo y de la búsqueda de la verdad, de la justicia, de la solidaridad, del diálogo y de la paz. El Espí­ritu suscita en toda persona aspiraciones, compromisos y realizaciones que aparecen como signos de los planes de Dios sobre el mundo. Se esfuerzan por compartir con más equidad los bienes de la tierra. Y no olvidan que la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad, todos los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, son semillas del Reino, frutos que encontraremos iluminados y transfigurados, cuando Cristo entregue a su Padre el reino eterno y universal (LG 2; GS 39; CCE 1050).

d) Diferentes formas de vida en la historia: Tal existencia humana, abierta al espí­ritu de Dios, es el Reino. Ha sido entendida de muy diversas maneras a lo largo de la historia. De manera fugaz la presenta un teólogo actual cuando dice: “Los primeros siglos entendieron esta realización en clave monástica de alejamiento del mundo; los mendicantes la vivieron como una humildad sencilla que se abrí­a a la fe ardiente y al servicio de los pobres, imágenes del Señor; el siglo XVI entendió esta realización en clave heroica, de enérgica superación personal a la vez que de fuerte proyección misionera; los santos de la Modernidad la vivieron en términos de abnegación y de servicio de la caridad, hasta la participación real de la cruz de Cristo; nuestra época aspira todaví­a a una forma sencilla de vivir en el mundo, pero no según su ambigüedad (egocentrismo, agresividad, voluntad de poder, sensualidad, riqueza), sino en la fe viva que contempla el paso del Señor entre la gente y lo sigue con esperanza”4. Esa forma de vivir ya está manifestando el reino de Dios. La hace posible el espí­ritu de Dios. De él será obra exclusiva su consumación, pero requiere el esfuerzo humano.

II. Las señales del Reino hoy
Proponemos ahora una aproximación antropológica a la realidad del Reino, cuyas semillas se pueden percibir en diversos signos, a través de un discernimiento que la catequesis debe favorecer.

a) Anhelos de los hombres, signos de la realidad del Reino. La semilla del Reino, sembrada en el mundo, ha caí­do en diferentes terrenos. Algunos impiden su fructificación, otros la dificultan. Pero se puede tener esperanza porque ya hay cosecha (DGC 15). Y, aunque los signos de la presencia del Reino están envueltos en la limitación y la ambigüedad de todo lo que es histórico, a pesar de todas las contradicciones, siempre emerge en el mundo algo humanizador. Consiguientemente, toca a la catequesis seguir trabajando para que el don otorgado siga fructificando y se extienda a todos los hombres. Le incumbe asimismo la tarea de discernir esos signos, auscultando el mundo de continuo para no pasar de largo cuando estos se den: hoy se reivindica el derecho al trabajo en un mundo de desempleo en constante aumento; crece la conciencia de pluralismo cultural cuando vemos simultáneamente brotes de racismo virulento. Se proclama a voces el derecho a la vida cuando se están cometiendo crí­menes sin fin contra ella.

Hoy se está desarrollando en la conciencia de los hombres y mujeres un gran respeto a la naturaleza que, no obstante, convive con la degradación salvaje del cosmos que con frecuencia presenciamos. Hoy encontramos extendida una mentalidad creciente del derecho de todos a los bienes fundamentales de la existencia, coexistiendo con un aumento progresivo de pobres en el mundo. Hoy, especialmente, se levanta por doquier un clamor por la paz, que coexiste trágicamente con la realidad de una guerra que asola los pueblos. El hombre, que está adivinando el nacimiento de una nueva conciencia de sí­ en el mundo, simultáneamente se ve envuelto en gestos, actitudes y acciones totalmente deshumanizadoras.

b) Signos diversos en un cuádruple nivel relaciona/. 1) En relación con la persona, aflora una progresiva búsqueda de unificación, crece la conciencia de la dignidad de la persona y de sus derechos humanos: “El derecho a la vida, al trabajo, a la educación, a la creación de una familia, a la participación en la vida pública, a la libertad religiosa, son hoy especialmente reclamados”5. Y aumenta la necesidad de autoestima y de ser querido por lo que se es y no por lo que se hace o se tiene. 2) En relación con la naturaleza, no es difí­cil detectar la llamada de atención de ecologistas que denuncian la voracidad con que se destruye o contamina la tierra. Con su denuncia están, a su vez, proponiendo estilos de vida alternativos que mantengan la armoní­a de la creación. Si se mira a los demás, las ciencias sociales buscan los modos de dar una respuesta al reclamo universal de una más justa distribución de la riqueza y de una vida más sencilla y respetuosa de todo y de todos. Al menos como aspiración de los pueblos, crece el deseo de ser gobernados por sistemas más democráticos. Hay que señalar, además, que el anhelo de reconciliación, fraternidad, paz y justicia no es moda pasajera ni capricho transitorio, sino necesidad sentida y de múltiples maneras expresada. 3) En relación con Dios se acrecienta el deseo de encontrar sentido a la vida, buscar la trascendencia, la verdad, una espiritualidad que sacie la sed del corazón humano. Son muchos los datos que interpelan a la Iglesia, como, por ejemplo, el desarrollo de las sectas y movimientos religiosos, que atestiguan “el despertar de una búsqueda religiosa”6. 4) Los anhelos humanos enunciados en el párrafo anterior se manifiestan en hechos, configurados como movimientos globales. Aparecen aquí­ y allá movimientos en pro de la liberación y promoción de la mujer, esfuerzos notables en favor de la ecologí­a, búsquedas incipientes de medicina o mercados alternativos y realizaciones concretas de personas que quieren una vida más sencilla y amable. Finalmente, estos hechos, pequeños pero significativos, se expresan en acciones puntuales que surgen imparables y numerosas en distintos puntos del globo. Asistimos a una cada vez más notable proliferación de ONGs de marcada preocupación por los desheredados de la tierra; se multiplican los voluntariados; se dan foros alternativos junto a las grandes cumbres…

c) Un desafí­o para los creyentes: aprender a discernir. Un creyente no desconoce que el Espí­ritu está aleteando por la redondez de la tierra. Y estas realizaciones que van surgiendo tenuemente desde la debilidad, y como una fuerza interna que traspasa fronteras, pueden ser signo del Reino. Pero este, ya presente, está amenazado, y es preciso discernir la realidad de esta presencia.

Eso supone conflicto, esfuerzo, vigilancia, denuncia constante, para no acomodarse a criterios que no son evangélicos (DGC 109). Representa un gran desafí­o para la Iglesia encontrar, discernir y desarrollar en la cultura actual indicios de una vida que rige el Espí­ritu y se deja impregnar por la acción de Dios. Es urgente ayudar a ver y descubrir lo real del Reino, que está brotando y manifestándose de continuo en lo cotidiano gracias al testimonio de hombres y mujeres que, por su forma de vida, manifiestan a los demás su voluntad de amar.

Discernir esas señales es la tarea de la catequesis. Esta se realizará en un proceso, atento a la condición inicial de fe de las personas, que conozca los contextos socio-culturales en que se encuentran y acompañe su evolución fí­sica y psí­quica. Una catequesis, de iniciación o de fundamentación, por edades y según contextos ayudará y favorecerá que la tierra pueda germinar (DGC 165).

III. Catequesis del Reino por edades
La semilla que Jesús comparó al Reino de los cielos ya está en la tierra, pero requiere atención; crece sin que se sepa cómo (Mc 4,26-29), pero también necesita que la cuiden. La tarea de acompañamiento del catecúmeno a lo largo de su maduración en la fe es misión de la comunidad cristiana. Así­ lo exigen las necesidades y capacidades de los catequizandos y la integración de las diferentes etapas del camino de la fe (DGC 171).

a) Los adultos. Jesús percibe con claridad y sensibilidad extremas las necesidades de las personas que se le acercan y con las que se cruza, para pronunciar una palabra de ánimo o realizar en ellas un gesto de salvación. Tras sus huellas, el catequista de adultos tiene en cuenta, de manera particular, los problemas, experiencias y capacidades espirituales y culturales de los hombres y mujeres de su tiempo. No ignora que condicionamientos, desafí­os, interrogantes y necesidades de todo tipo les afectan e impactan en su vida profesional, familiar y espiritual (DGC 174). Se esfuerza por distinguir en la persona adulta el nivel de fe alcanzado, para adecuar el mensaje a su capacidad: normalmente se encuentra con creyentes de conducta coherente con la fe que profesan, o con personas bautizadas, que en realidad no han culminado la iniciación cristiana, o viven quizá alejados de la fe (DGC 172; cf IC 124). A quienes buscan profundizar en la fe se les puede presentar por completo el misterio del Reino, porque este se explica y transmite desde la experiencia del Resucitado. Quien cae en la cuenta de que la vida brota de la muerte y de la resurrección, está en condiciones de aceptar el misterio del grano de trigo que muere y produce fruto.

En una situación de personas bautizadas pero insuficientemente evangelizadas, habrá que estar atento a la sinceridad de su fe en Dios para que no pretendan, más o menos conscientemente, dominar a Dios con sus buenas obras. Es la actitud farisaica que Jesús denuncia (Lc 18,9-14). No existe cerrazón más peligrosa en un adulto que la de la falsa religiosidad, que reduce a Dios a un ritual o a una costumbre, y cultiva una mentalidad que, por no estar embebida de amor, impide el verdadero acceso al Reino. Las personas adultas no suficientemente evangelizadas están necesitadas de conversión, y el catequista debe enfrentar el problema de cómo invitar previamente al catecúmeno a adoptar la necesaria actitud de niño para que aquella se produzca (cf IC 124-133). No puede olvidar señalarles las dimensiones sociales del Reino, su universalidad y los compromisos que por su extensión deben ir adquiriendo.

b) Primeras edades. En ellas hay que cuidar especialmente un ámbito familiar acogedor y armónico, tratando de crear una atmósfera de cariño y seguridad que permita al niño vivir abierto a los demás. Por ser edades con predominio de la imaginación y de la afectividad, del relato de las parábolas del Reino retendrán la imagen, todaví­a no el significado. En torno a los siete años se les presentará la figura bondadosa de Jesús haciendo el bien a toda la gente.
c) Infancia adulta. Es un momento propicio para conocer la forma concreta de presentar el Reino que tiene Jesús. Al tener mayor capacidad de ser objetivos, se puede destacar en esta edad el significado real de las parábolas y de los relatos, que no son prodigios. Tampoco puede olvidarse la invitación a reproducir el comportamiento bondadoso de Jesús, proponiendo actividades que les ayuden a interiorizar las fundamentales actitudes del Reino.

d) Preadolescencia-adolescencia. De los trece años en adelante, la persona necesita aprender a aceptarse ella misma con sus cualidades y limitaciones. La novedad interna que experimenta y desconcierta, necesita del acompañamiento de un educador que no sólo proclame sino que también sea testigo de ese Jesús que él le está anunciando y que les dice: tenéis vida, pero necesito vuestra colaboración para haceros resurgir (Mc 5,35-43). Hoy este proceso de aceptación y de integración se prolonga mucho. Habrá que intensificar una buena presentación de Jesús, el amigo que quiere nuestro bien personal, y que poco a poco invita a mirar la realidad que nos rodea.
e) Jóvenes. Es muy beneficioso que caigan en la cuenta de los valores del Reino y se ejerciten en vivirlos, porque se da en ellos el predominio de la ética. Hay que presentarles la dimensión universal del Reino y el descubrimiento de la tolerancia no como un pasotismo individualista, sino como algo que brota del respeto profundo a la persona. Les ayudará que se les lance una llamada a la vigilancia: ¿hacia dónde dirigen su vida? Hay que invitarles a desarrollar las tareas del Reino, en favor de la justicia y de la paz, pero fundamentadas en Jesús, a quien previamente han conocido y al que se han convertido. Es etapa propicia para avanzar en el conocimiento de la Escritura, en un clima oracional que no sea espiritualista, sino que acentúe la dimensión de la encarnación. Orar: “¡venga tu reino!” no tiene nada de pasivo. Otro aspecto importante que hay que educar es el de la valoración de la comunidad como el espacio donde se vive el Reino, estando atentos para dar el paso a la Iglesia como comunidad más amplia, santa y pecadora a la vez. Preocupación frecuente del catequista suele ser la educación de la libertad: ¿Cómo lograr que la mantengan, en lugar de verse conducidos por la masa, con el riesgo, incluso, de identificarla con la fraternidad? Es el tiempo de las opciones personales: ¿cómo estimularles a la vigilancia y al esfuerzo, al mantenimiento del ideal del seguimiento de Jesús, en medio del desánimo que les acecha ante las dificultades que experimentan y se les vienen encima? Las diferentes parábolas del Reino, que ya conocen, son adecuadas, percibidas desde una experiencia de vida más honda.

f) Tercera edad: Es la edad propicia para percibir la sabidurí­a del misterio del Reino que está encerrado en las parábolas, la del misterio de la vida que brota de la muerte. Es la edad en la que hay que presentar al Dios de la misericordia, encarnado en Jesús (Lc 15, las parábolas de la misericordia), y el momento propicio para el encuentro definitivo con el Dios del amor, a partir del testimonio de cariño y ternura del catequista que les acompaña.

IV. Orientaciones pedagógico-catequéticas
Finalmente, veremos algunas sugerencias que brotan del mensaje del Reino y que pueden favorecer la tarea de la catequesis al respecto.

a) Catequesis y testimonio. Para que valores del Reino, como la fraternidad, la importancia de lo pequeño, la personalización en las relaciones, la apertura a las necesidades de los demás, la atención a los más débiles y el esfuerzo por la tarea bien hecha, puedan ser eficazmente anunciados, tienen antes que vivirse en el ámbito de la catequesis. Por eso el catequista ha de procurar vivir antes que explicitar. Y en esta tarea, es importante su relación con los catecúmenos. En el tema del Reino, trata de ser alguien que manifiesta con su gozo que ya lo está percibiendo presente, trigo y cizaña juntos, y que cultiva aquel sin arrancar esta.
b) Atención a los padres de los catequizandos. Por ser el espacio catequético un ámbito en el que se intenta vivir el Reino, se agiganta la importancia de la atención evangelizadora del catequista a los padres. Es en el seno de una familia abierta donde los hijos pueden experimentar que se van tejiendo relaciones interpersonales, se cultivan actitudes fundamentales como el perdón, la verdad y la tolerancia, para construir la fraternidad universal. En la familia también pueden los hijos llegar a ver que la esperanza anima a sus padres en las dificultades de la existencia y creen de verdad que la vida es más fuerte que la muerte.
c) Ayudar a reconocer los signos. La catequesis trata de ayudar a reconocer que tal o cual esfuerzo de comunicación, lograda o todaví­a por alcanzar; determinadas iniciativas para comunicarse más y con más hondura; pequeños gestos de desprendimiento de lo que se ha visto como obstáculo para la comunión entre las personas; la sencilla, pero sin respetos humanos, comunicación de la fe; mostrar al prójimo bondad y cariño sincero cuando se ha sufrido persistentemente de él una malévola actitud; seguir confiando en Dios en medio de un alud de pruebas que parecen no tener fin; no ceder al cansancio cuando en la lucha por la justicia o por la paz no se perciben frutos inmediatos… son signos que manifiestan una respuesta al magní­fico don que Dios hace a toda la humanidad y que llamamos Reino.

d) Aprender a discernir. Es una labor delicada enseñar a discernir la presencia del Reino, ya que este se encuentra mezclado con otras realizaciones que son anti-Reino. Habrá que confrontar esos signos con el evangelio para comprobar que el Reino está presente, aunque amenazado; que hay que tener paciencia para no arrancar el trigo con la cizaña, y aprender a vivir esperanzadamente las tensiones dialécticas que nos rodean, porque estamos empeñados en una lucha sin cuartel contra el mal, donde la criba final hay que dejársela a Dios.
e) Los testigos del Reino. La catequesis del Reino se esforzará también en poner de relieve qué testigos del Reino han sobresalido a lo largo de la historia, pasada y actual. En cualquier época, más que grandes figuras (que también), se encuentra a gente sencilla y sin relieve, con la que a veces se convive sin caer en la cuenta de su verdadera envergadura en el seguimiento de Jesús.
f) Catequesis y compromiso. Aunque por todas partes hay señales y testimonios positivos, la catequesis ayudará a realizar progresivamente compromisos por el Reino: saber respetar a los demás; ser responsable en el cumplimiento de los deberes familiares y profesionales; buscar el bien común en la participación en la vida pública; cuidar la naturaleza y el medio, fomentar la estabilidad de la familia; perseguir la ética y el servicio a la verdad en los medios de comunicación; ejercer la solidaridad con los pueblos del tercer mundo; fomentar la convivencia y la cultura genuina de cada pueblo…

En resumen: de una manera global, a la hora de transmitir el mensaje del Reino, la catequesis tendrá que ayudar a plantearse y a responder estas o parecidas preguntas: ¿Qué quiere decir la Iglesia cuando anuncia el Reino? ¿Qué celebra? ¿A qué esperanza conduce y a qué compromisos concretos encamina? ¿Cómo comunicar a los demás lo que se ha experimentado que hace vivir?
NOTAS: 1. DGC 41. – 2 Ib. – 3. Al leer el Nuevo Testamento, en particular los evangelios, se cae en la cuenta de que hay una fluctuación en los textos que hablan del Reino. Está entre nosotros -las acciones de Jesús lo muestran-, pero el señorí­o pleno de Dios, su reinado, quedará instaurado al final, cuando Cristo “entregue el Reino a Dios Padre” (1Cor 15,24). Por otra parte, la respuesta que da Jesús a quienes le preguntan por el momento en que va a instaurar el Reino (He 1,6) da a entender la existencia de dos fases en su manifestación: una humilde, en el misterio, que es la actual; otra gloriosa, radiante, en plena luz, que se dará en el futuro, y coincidirá con la venida gloriosa del Hijo del hombre (Mt 16,28; DGC 102). – 4. J. M. ROVIRA BELLOSO, Sociedad y Reino de Dios, PPC, Madrid 1992, 198. – 5 DGC 18s. – 6 ChL 4; DGC 22.

BIBL.: AA.VV., Diccionario enciclopédico de la Biblia, Herder, Barcelona 1993, 1309-1313; AA.VV., El reino de Dios está entre vosotros, Sal Terrae 945 (número monográfico, abril 1992); FUELLENBACH J., Reino de Dios, en LATOURELLE R.-FISICHELLA R. (dirs.), Diccionario de teologí­a fundamental, San Pablo, Madrid 1992, 1115-1126; GONZíLEZ DORADO A., La Buena Noticia hoy. Hacia una evangelización nueva, PPC, Madrid 1995; KEATING T., El reino de Dios es como… Reflexiones sobre las parábolas y los dichos de Jesús, Desclée de Brouwer, Bilbao 1997; PANIMOLLE S. A., Reino de Dios, en ROSSANO P.-RAVASI G.-GIRLANDA A. (dirs.), Nuevo diccionario de teologí­a bí­blica, San Pablo, Madrid 1990, 1609-1639; ROVIRA BELLOSO J. M., Sociedad y reino de Dios, PPC, Madrid 1992.

Antonio Bringas Trueba
y Teresa Ruiz Ceberio

M. Pedrosa, M. Navarro, R. Lázaro y J. Sastre, Nuevo Diccionario de Catequética, San Pablo, Madrid, 1999

Fuente: Nuevo Diccionario de Catequética

El dato más histórico sobre la vida de Jesús es el sí­mbolo que dominó toda su predicación, la realidad que dio sentido a todas sus actividades, es decir, el “reino de Dios”. Los evangelios sinópticos resumen la enseñanza y predicación de Jesús en esta lapidaria sentencia: “Se ha cumplido el tiempo y el reino de Dios está cerca. Arrepentí­os y creed en el evangelio” (Me 1,14-15; Mt 4,17; Le 4,43). La expresión se encuentra 122 veces en el evangelio, y 90 en los labios de Jesús.
Jesús predicó el reino de Dios no a sí­ mismo (K. Rahner), aunque en su propia enseñanza Jesús figura como el representante (Le 17,20-21), el revelador (Me 4,11-12; Mt 11,25-26), el campeón (Me 3,27), el iniciador (Mt 11,12), el instrumento (Mt 12,28), el mediador (Mc 2,18-19), el portador (Mt 11,5) del reino de Dios (BEASLY-MURRAY, Jesus, 296). El reino no es solamente el tema central de la predicación de Jesús, el punto de referencia de la mayorí­a de sus parábolas y el tema de un gran número de sus dichos; es también el contenido de sus acciones simbólicas, que forman una parte tan grande de su ministerio, a saber: su amistad con recaudadores de impuestos y pecadores hasta sentarse a la mesa con ellos, sus curaciones y exorcismos. Porque en su comunión con los proscritos; Jesús vivió hasta sus ultimas consecuencias el reino, demostrando con hechos el amor incondicional de Dios a los indignos pecadores (SOAREs PRABHU, Kingdom, 584).

La muerte y resurrección de Jesús (l Misterio pascual) situó su mensaje en un contexto nuevo, con el resultado de que en Pablo y Juan el reino de Dios no está ya directamente en el centro de la predicación cristiana. “Jesús, el predicador del reino de Dios, se convirtió después de la páscua en Cristo predicado” (Bultmann). Esto no es una falsificación del mensaje. Hay dos temas centrales en el NT: el reino de Dios y Jesús el Cristo.

No es fácil definir con precisión lo que significa realmente la expresión reino de Dios. En el curso de la historia de la teologí­a la interpretación de esta expresión ha cambiado a menudo según la situación y el espí­ritu de la época. La palabra reinado” o “reino” es un término arcaico, que no evoca una resonancia en nuestra actual experiencia de la realidad. La expresión necesita ser traducida para extraer su significado. La cuestión, en relación al mensaje de Jesús del reino, es por tanto: ¿cómo podemos salvar el abismo hermenéutlco entre lo que el reino de Dios significaba en la enseñanza de Jesús y lo que puede significar para nosotros hoy? (N. PERRIN, Language, 32-56).

En la discusión bí­blica y teológica sobre el reino en los tiempos modernos podemos distinguir tres enfoques: el reino como concepto, el reino como sí­mbolo y una nueva manera de enfocar el reino en cuanto relacionado con la liberación. Cada aproximación plantea diferentes cuestiones que deberí­an considerarse como complementarias.

a) El reino como concepto. La primera aproximación puede describirse como centrada en el autor”. Aquí­ la cuestión es qué querí­an decir los autores de la Biblia con este concepto. Tratar la expresión reino de Dios como un concepto supone que detrás de ella encontramos una idea clara y constante; por ejemplo, el reino de Dios es la intervención final, escatológica y decisiva de Dios en la historia de Israel para cumplir las promesas hechas a los profetas. La cuestión es encontrar lo que la frase significaba en la enseñanza de Jesús, aunque Jesús mismo nunca definiera el reino en términos precisos.

b) El reino como sí­mbolo. Podemos referirnos a la segunda como una aproximación “centrada en el texto”. Intenta investigar lo que el propio texto significa y dice actualmente. Considerar el reino como un l sí­mbolo abrirí­a la expresión a evocar una serie completa de ideas, puesto que el sí­mbolo, por definición, proporciona una serie de significados que no se pueden agotar ni expresar de manera adecuada mediante un único referente (PERRIN, Language, 33). El sí­mbolo reino evocaba en Israel la memoria de la actividad de Dios, sea corno creador del cosmos, como creador de Israel en la historia o finalmente la expectación de su intervención final al fin de la historia. Es el Dios que actúa en la historia en favor de su pueblo, y en última instancia en favor de la creación entera; el referente que subyace y al que se refiere toda la enseñanza y predicación de Jesús. La expresión representa una muy rica y polifacética “experiencia religiosa”. Expresa “relación personal” y está incluso ligada a áreas geográficas.

c) EL reino como liberación. La tercera aproximación, que ha surgido en tiempos recientes, se puede denominar aproximación “centrada en el lector”. Los teólogos de la liberación apelan al reino de Dios para ayudarse a articular y hacer frente a la cuestión fundamental de la teologí­a de la liberación: la relación entre el reino de Dios y la praxis de la liberación en la historia. “Tratamos aquí­ la cuestión clásica de la relación entre fe y existencia humana, entre fe y realidad social, entre fe y acción polí­tica o, en otras palabras, entre el reino de Dios y la construcción de este mundo” (G. GUTIERREZ, Teologí­a, 45). Lo que está en juego es la dimensión transformadora del mundo del reino. Aquí­ la cuestión es: qué tiene que decir realmente la expresión reino de Dios a la situación concreta en laque nos encontramos ahora, a una situación que está marcada por la opresión y explotación absolutas. Esta aproximación, aunque no niega las otras, subraya muy fuertemente el aspecto dinámico del reino. El mensaje de Jesús persigue la transformación de toda realidad más que ofrecernos nueva información e ideas sobre ello. Pretende recuperarla dimensión histórica del mensaje de Dios y alejar ese mensaje de todo universalismo abstracto, de modo que el mensaje bí­blico pueda ser más sensible al mundo de la opresión y a las estructuras de un orden social injusto (J. FÜELLENBACII, Hermeneutics, 37-48).
Podemos concluir que mientras la primera aproximación intenta llegar detrás del texto”, la segunda permanece “con el texto” y la tercera se coloca “frente al texto”. La discusión en términos del primer enfoque, el reino como concepto, se desarrolló ampliamente en Europa (Alemania y Gran Bretaña); el segundo, el reino como sí­mbolo, en América del Norte, y el tercer enfoque, reino de liberación, surgió en América Latina.

1. EL REINO DE DIOS EN EL ANTIGUO TESTAMENTO. La expresión literal “reino de Dios” no se encuentra en el AT, pero se dice nueve veces que Dios reina en un reino. La mayorí­a de los exegetas insisten en que el término abstracto malkut está asociado a Yhwh, Dios de Israel, sólo aparece muy tarde en el AT, y significa el acto de Dios. El acento se pone en la autoridad y dominio regios, más que en un territorio o un lugar. Es visto, por tanto, como una idea religiosa. En época reciente esta tesis ha sido puesta en cuestión al abordar la noción reino no sólo desde el método histórico-crí­tico, sino también desde un punto de vista socio-polí­tico (N. LOHFINK, Begriff des Gottesreichs, 33-86). La l fe del AT descansa sobre dos certezas. Primera, que Dios ha venido en el pasado y que ha intervenido en favor de su pueblo. La segunda es la firme esperanza de que Dios vendrá de nuevo en el futuro para cumplir su propósito respecto al mundo que él ha hecho. Como lo expresó Martin Buber: “La realización de la soberaní­a de Dios que lo abarca todo es el próton y el ésjaton de Israel” (BEASLI’-MIJRRAZ’, Jesus, 17).

Lo que sigue puede considerarse como los elementos básicos de la noción del reino de Dios en el AT. a) Dios es rey de toda la creación, y de Israel en particular, en virtud de la alianza. b) Este reinado sobre Israel es experimentado de una manera particular en la celebración litúrgica, es decir, en el culto. c) La esperanza de una venida final y decisiva de Yhwh en favor de su pueblo en el futuro para cumplir sus promesas hechas a los padres y los profetas (R. SCHNACKENBURG, God’s Rule, 11-74).

Lo que era único era la experiencia de Yhwh como Señor de la historia, que actúa en favor de su pueblo, que cuida, protege, perdona, cura y hace una alianza con él. Todo esto forma parte de lo que significa decir: Dios es rey de Israel y de todas las naciones. El verdadero cuidado y presencia de Dios en medio de su pueblo son después expresados en sí­mbolos como: padre, madre, pastor, novio, etcétera. Las funciones concretas de Yhwh como rey que reina en medio de su pueblo se convierten en componentes de esta experiencia: él crea un pueblo, organiza su estructura, lo alimenta, lo protege, dirige, corrige, redime e imparte justicia para él. Todo esto forma el trasfondo de la “experiencia religiosa” expresada en el sí­mbolo del reino de Dios (CABELLO, El Reino, 16-18).

2. EL MENSAJE DEL REINO EN EL NUEVO TESTAMENTO. Jesús nunca definió el reino de Dios en lenguaje discursivo. Presentaba su mensaje del reino en parábolas. Las parábolas han de ser consideradas como “elección por parte de Jesús del vehí­culo más apropiado para entender el reino de Dios” (B. ScoTT, Jesus Symbol Maker, 11). Ellas son la predicación misma y no deben contemplarse como supeditadas meramente al propósito de una lección que es totalmente independiente de ellas. Aquí­ la participación precede a la información. Las parábolas tienen que seguir siendo el punto de referencia para comprender el mensaje del reino (J.D. CROSSAN, The Parables, 5152). El contenido básico del mensaje del reino puede resumirse en las siguientes caracterí­sticas:
a) Está “ya “presente y “todaví­a” por venir. La propia mentalidad de Jesús, su enseñanza y predicación fueron modeladas de manera muy profunda por los grandes profetas del AT, particularmente por el DéuteroIsaí­as. Según Lucas (4,16-21) y Mateo (11,1-6), él entendió su misión en el marco de la tradición del jubileo, que anuncia el “gran año de gracia” como definitiva visita de Dios en favor de su pueblo (N. LOHFINK, The Kfngdom of God, 223). Jesús proclamó esta visita final de Dios no como un simple futuro más ni como un objeto de ansiosa expectación (Lc 3,15), sino como algo que ha llegado con él. El reino se ha convertido en una realidad presente, está “cerca” (Mc 1,14), “dentro de vosotros” (Lc 17,21), demuestra su presencia efectiva como una fuerza liberadora a través de exorcismos (Mt 12,28), curaciones y perdón de los pecados.

Aunque la presencia histórica del reino en y a través del ministerio de Jesús es afirmada con fuerza, el cumplimiento de lo que es ahora experimentado confusamente, de una manera anticipada, está todaví­a por venir. Esto crea la tensión del “ya” y el “todaví­a no”. El acento, que recae bien en el “todaví­a no” o sobre el “ya” determina el modo en el que el mensaje de Jesús sobre reino es contemplado como afectando a este mundo ya ahora. Si el acento se pone en el “todaví­a no”, se enfatizan los “juicios del reino” en el mundo presente, y la esperanza de su venida final se convierte en el factor determinante para la acción. Aunque nadie niega la presencia del reino, el acento en la teologí­a tradicional se pone en el “todaví­a no” en detrimento del “ya”. En palabras de Lohfink: “Para ser justos con el mensaje y práctica de Jesús, se debe, más que cualquier otra cosa, insistir con denuedo en la presencia de la basileia que Jesús mismo mantuvo” (G. LOHFINK, Exegetical predicament, 103).

Aunque Jesús se situó en la tradición de los grandes profetas, su mensaje está profundamente influido por las expectativas apocalí­pticas de la época. Sin embargo, no compartió el pesimismo de los escritores apocalí­pticos en relación con este mundo, sino que trazó una visión realista del poder del mal. Su mensaje del reino de Dios sólo puede entenderse en su contraste con el reino del mal, que opera en este mundo invadiéndolo todo. Jesús entendió su misión como una ruina y derrumbamiento de los poderes del mal y trae una liberación que persigue el fin de todo mal y la transformación de la creación entera (W. KELBER, Kingdom in Mark, 15-18).

b) El reino como don gratuito de Dios y tarea para los seres humanos. Puesto que el reino de Dios es Dios mismo, que ofrece su amor incondicional a su criatura y que da a cada una participación en su propia vida, debe entenderse como un don gratuito, al que no tenemos en modo alguno ningún derecho. Podemos aceptarlo sólo como un don de amor de parte de Dios con gratitud y acción de gracias. Esta es la principal enseñanza de las parábolas del crecimiento (Mc 4 y Mt 13). Se puede rezar “venga tu reino” (Mt 6,10), se puede gritar a Dios dí­a y noche (Lc 18,7), puede uno mantenerse en vela como las ví­rgenes prudentes (Mt 25,1-3); pero es Dios quien lo “da” (Lc 12,31). Sin embargo, el carácter de don del reino no hace de los seres humanos meros objetos pasivos. Las parábolas de los talentos (Mt 25,14,30) y del tesoro en el campo (Mt 13,44) muestran que los seres humanos son también actores en el reino. Aquí­ el reino es puro don, pero viene sólo asumiendo increí­bles riesgos. La venida del reino de Dios es total y absolutamente obra de Dios, pero al mismo tiempo es también total y absolutamente obra de seres humanos (G. LOHFINK, Exegetical predicament, 104-105).

c) Las dimensiones religiosas y polí­ticos del reino. El carácter religioso del reino es tan evidente en la Escritura que no requiere especial atención. El reino trasciende este mundo y tiene como meta los cielos nuevos y la nueva tierra. Este aspecto, sin embargo, es a menudo acentuado hasta tal punto que el reino no tiene cabida ya en este mundo. Consecuentemente, el mensaje de Jesús se convierte totalmente en un asunto privado y el aspecto social del reino es completamente ignorado y abandonado. Actualmente se han hecho intentos de rescatar a Jesús de la prisión del individualismo y devolverlo a la vida social de nuevo (P. HOLLENBACH, The historical Jesus, 11-12). Colocando a Jesús en la situación de su tiempo y contemplando su misión ante todo en el marco de restaurar a Israel y de anunciar el “gran año de gracia” para su pueblo, la implicación polí­tica del mensaje de Jesús se hace obvia en forma de exigencia de una reestructuración radical de todas las estructuras sociales del presente sobre la base de la alianza.

¿Hasta qué punto fue Jesús polí­tico? Jesús relativizó toda autoridad ante el Padre y ante el reino. Emprendió una actividad que tení­a significación polí­tica, y lo más radical fue la negación de autoridad absoluta a cualquier poder de su tiempo. De este modo Jesús se nos presenta con una “polí­tica normativa”; es decir, toda autoridad legí­tima debe ser sometida al reino que irrumpe y que exige la reestructuración y el reordenamiento de todas las relaciones humanas.

Insistir en que el mensaje de Jesús sobre el reino fue puramente religioso y que no tení­a nada que decir sobre las estructuras socio-polí­ticas no se puede sostener sobre la base de las Escrituras, sino solamente desde una visión del mundo, más bien dualista, que niega toda relevancia del evangelio para las realidades intraterrenas (P. STEIDL-METER, Social Justice, 15-16).

d) El carácter salvador y universal del reino. Juan el Bautista anunciaba la venida inmediata del reino y rechazaba todo particularismo judí­o y toda pasividad ética. La ascendencia judí­a no era ninguna garantí­a de salvación. A1 adoptar el bautismo como rito utilizado para prosélitos judí­os declara de hecho que los judí­os están al mismo nivel que los gentiles ante la perspectiva de la visitación mesiánica venidera. Encontraste con Jesús, que compartí­a la mayor parte de la visión de Juan del reino venidero, éste anunciaba primero el gran juicio que precederí­a a la venida del reino escatológico. Nadie podí­a entrar en el futuro reino sin haber pasado por este juicio. Para Jesús el acontecimiento totalmente cierto, que está sucediendo en ese mismo momento en sus palabras y acciones, es que Dios está ofreciendo su salvación final a todos ahora, en este preciso momento. Esta oferta es absolutamente incondicional y persigue sólo una meta: la salvación de todos, pero especialmente de los pecadores y proscritos, que menos la esperaban. La venida no depende de nosotros ni podemos evitarla. El motivo para la acción ante el reino que irrumpe ahora no es el juicio que viene, como en la predicación de Juan, sino esta incondicional oferta de salvación La función del juicio futuro, que Jesús no niega, no es tanto una amenaza de condenación, sino más bien un aviso para no permanecer sordos y cerrados a la presente oferta de salvación (H. MERKLEIN, Die Gottesherrschaft, 146-149).

Para Jesús, el reino es un mensaje de paz y gozo. Ahora no es tiempo de lamento y de ayuno (Me 2,18ss). El reino de Satán se está derrumbando (Le 10,18). Ahora es tiempo de salvación; la separación del bien y del mal se hará al final (Mt 13,24-30). La oferta de salvación es ahora para todos: judí­os y gentiles, justos y pecadores. Aunque Jesús restringió su misión a la “casa de Israel”, él previó la entrada de los gentiles (Mt 8,11) en la imagen de la gran peregrinación de las naciones, tal como se describe en Is 2,2-3.

e) El desafí­o del reino: la conversión. A la proclamación indicativa de que el reino de Dios era una realidad inminente, Jesús añade un imperativo: una llamada a la conversión, como respuesta a la venida de Dios en persona. Esta respuesta al reino “que está cerca” se expresa con las palabras convertí­os y creed. Puesto que el reino es un poder dinámico que constantemente irrumpe en este mundo, la llamada al arrepentimiento es una llamada permanente dirigida a todo el mundo; no sólo a los pecadores, sino también a los justos que no han cometido grandes pecados.

Convertirse significa volverse hacia, responder a una llamada. Se nos pide que dejemos entrar en nuestra vida este mensaje del todo inaudito, dejarse uno sorprender por esta gran noticia. Este dar la vuelta hacia el reino incluirá un alejarse de. Pero el motivo para la conversión es el reino de Dios que irrumpe como si ya hubiera llegado, y no ninguna demanda de prepararse para su futura venida. La conversión es una gozosa oportunidad, no un acontecimiento terrible de juicio y condenación. El hijo perdido ha vuelto a casa (Le 15,25), el muerto ha vuelto a vivir de nuevo. “Porque este hijo mí­o habí­a muerto y ha vuelto a la vida se habí­a perdido y ha sido encontrado” (Le 15,24.32). La l conversión, por tanto, va precedida por la acción de Dios a la que se nos llama a responder. Sólo su amor lo hace en absoluto posible. La conversión es una reacción de la persona a la acción previa de Dios (J. FUELLENBACH, Kingdom, 58-59):
Es importante que el reino de Dios, que irrumpe constantemente, sea contemplado como algo que siempre es buena noticia y nuncajuicio o condenación. Jesús no abandonó el. juicio (la palabra aparece 50 veces en su predicación), pero lo pospuso. Sólo aquel que no hace caso del reino ahora tendrá que afrontar el juicio cuando llegue la plenitud del reino. Por lo tanto, dondequiera que se predique el reino, no debe anticiparse el juicio. El evangelio tiene que seguir siendo siempre buena noticia y ser predicado como corresponde.

f) Compromiso con la persona de Jesús. El sí­mbolo “reino de Dios” apunta fundamentalmente y revela de una manera muy concreta el amor incondicional de Dios a sus criaturas. Este amor incomprensible (Ef 3,1819) se manifestó e hizo tangible en la persona de Jesús de Nazaret. Por eso el reino no es sólo un “gran designio”, un “sueño utópico que se ha hecho realidad”, el “plan definitivo de Dios respecto a su creación”; es fundamentalmente una persona: Jesucristo. Lo que verdaderamente es, sólo lo podemos sentir e imaginar en un encuentro personal con él, “el cual me amó y se entregó a sí­ mismo por mí­” (Gál 2,20). Conversión significa volverse hacia alguien. Significa acoger, aceptar a Jesús como el centro de toda nuestra vida. A él y su evangelio subordinamos todo lo demás (Me 10,28), incluso la propia vida (Me 10,32). Previamente a la pregunta sobre qué es el reino, está la pregunta: “¿Quién es Jesús para mí­?” (R. CABELLO, El reino, 22). La conversión, en último análisis, es un compromiso personal con Jesús, una declaración abierta por él. La persona de Jesús se convierte en el factor decisivo de salvación, de aceptación o de rechazo del reino de Dios. Esta adhesión personal es un elemento nuevo y sin precedentes en las pretensiones de Jesús.

Resumiendo, pues, el mensaje fundamental de Jesús contiene un indicativo que compendia toda la teologí­a cristiana y un imperativo que resume toda la ética cristiana. El indicativo es la proclamación del reino, es decir, la revelación del amór incondicional de Dios a todos. El imperativo es una llamada a volverse hacia su reino inminente y dejar que su poder entre en mi vida.

g) Una definición del reino. Jesús nunca definió el reino dé Dios. Describió el reino con parábolas y sí­miles (Mt 13; Me 4); con imágenes como vida, gloria, gozo y luz. Pablo, en Rom 14,17, presenta una descripción que es lo más cercano a una definición: porque el reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espí­ritu Santo.

A. Schweitzer consideraba este texto como “un credo válido para toda época’: Algunos eruditos han deducido de aquí­ que el sí­mbolo “reino de Dios” no sólo es el centro de los sinópticos, sino también de todo el NT. Justicia, paz y gozo son conceptos clave que expresan relaciones con Dios, con nosotros mismos, con nuestros semejantes y con la naturaleza. Dondequiera que los cristianos se relacionan en justicia, paz y gozo en el Espí­ritu Santo, allí­ se hace presente el reino. El reino, definido en una breve fórmula, no es otra cosa que justicia, paz y gozo en el Espí­ritu Santo (H. WENZ Theologie des Reiches Gottes, 20-24).

3. LA PERSONA DE JESÚS Y EL REINO DE, Dios. ¿Cómo se relaciona el reino de Dios y la persona de Jesús?

a) El origen de la experiencia del reino por Jesús. La proclamación del reino por Jesús está enraizada fundamentalmente en su “experiencia del Abba”. El mensaje del reino le fue “enviado” en su oración, y por tanto está í­ntimamente ligado a, y determinado. por su experiencia personal de Dios como Abba. Jesús experimentó a Dios como aquel que vení­a como amor incondicional, que tomaba la ‘iniciativa y ‘entraba en la historia humana de una manera y en un grado no conocidos por los profetas. Esta experiencia de Dios determinó toda su vida y constituyó el verdadero núcleo de su mensaje del reino (H. SCHURMANN, Gottes Reich, 21-64).

En cierta etapa de su vida, Jesús se dio cuenta de que Yhwh querí­a conducir a Israel, y en definitiva a todos los seres humanos, a aquella intimidad con él que él mismo experimentaba en su propia relación con Dios, a quien él llamaba Padre. Esto se expresa de manera más explí­cita en la oración del Señor. Aquí­ Jesús autorizó a sus discí­pulos a seguirle dirigiéndose a Dios como Abba. A1 hacerlo así­, les permite participar en su propia comunión con Dios. Solamente aquellos que puedan decir este Abba con una disposición de niños serán capaces de entrar en el reino de Dios (J. Jeremias). En Jesús, el Padre quiso hacer que la alianza fuera verdadera y quedara finalmente establecida. Esto es lo que Jesús concibió que es el reino de Dios que iba a venir por medio de él al mundo: el amor incondicional de Dios, que no conoce lí­mites cuando viene a cumplir la antigua promesa de salvación para toda persona y para la creación entera. Puesto que Jesús mismo es la oferta definitiva de Dios a nosotros, puede decirse que él es el reino de Dios presente en el mundo. Jesús es el reino en persona, la “autobasileia”; o, como lo expresó Orí­genes: “Jesús es el reino de Dios realizado en un yo”.

b) La muerte de Jesús y el reino. ¿Qué conexión existe entre el reino que Jesús predicó y su muerte en la cruz? ¿Era la muerte de Jesús necesaria para que el reino, en su plenitud, pudiera venir? ¿Cómo entendió Jesús su muerte? ¿Cómo interpretó su fracaso?

A. Schweitzer defendí­a que la llegada del reino escatológico de Dios jamás podí­a haber sido proclamada por Jesús sin saber su intrí­nseca relación con las adversidades y sufrimiento que esta expresión apocalí­ptica evocaba. Si Jesús proclamó el reino de Dios como inminente, entonces la idea de sufrimiento tení­a que venirle del modo más natural. No era posible separar del reino escatológico la idea de la prueba escatológica, del mesí­as venidero y del sufrimiento en la época que precederí­a inmediatamente a la llegada del reino. El sufrimiento tení­a que ser proclamado como necesario para la venida final del reino de Dios. Jesús, que se entendió a sí­ mismo claramente eri relación con el reino venidero, se dio cuenta de que tení­a que asumir el sufrimiento y la muerte como un prerrequisito necesario para que el reino irrumpiera finalmente en esa época y en ese tiempo. W. Kasper, haciendo suya la visión de Schweitzer, concluye: “Jesús ciertamente vio las pruebas de sufrimiento y persecución como parte del carácter humilde y oculto del reino de Dios, y como tal lo transmitió en su lí­nea principal de predicación. Existe, por tanto, una lí­nea más o menos directa del mensaje escatológico de Jesús sobre la basileia, del reino, al misterio de su pasión” (W. KASPER, Jesus the Christ, 116).
c) La última cena y el reino de Dios. La perspectiva escatológica de la muerte de Jesús es evidente en el pasaje que trata de la última cena (Me 14,17-25 y 1Cor 11,23-25). Las reuniones en torno a la mesa, que provocaron. tanto escándalo porque Jesús no excluí­a a nadie de ellas, ni siquiera a pecadores públicos, y que expresaban de ese modo el centro de su mensaje, eran tipos de la fiesta que iba a, venir en el tiempo de la salvación (Me 2,18-20). La última cena, como todas las reuniones en torno a la mesa, es una anticipación o “donación anticipada” de la consumación del reino. Es un “ya” del “todaví­a no”, una prefiguración de la consumación del reino, el advenimiento del perfecto reino de Dios, el cumplimiento del gran banquete, todo lo que sólo puede llegar a ser plena realidad después de su muerte. La reunión final presupone esta entrega de sí­ mismo por todos.

La referencia escatológica de Le 22,16 tiene el siguiente significado: Jesús no se sentará ya más a la mesa con los discí­pulos en la tierra, pero lo hará de nuevo durante un nuevo banquete en el reino de Dios venidero. Para que esto suceda, su esperada muerte es una condición necesaria. Los discí­pulos pueden tomar parte en el banquete escatológico final sólo si Jesús entrega primero su vida por ellos (Le 22,20) (J. JEREMIAS, Theology, 299). Tomar parte en el reino de Dios sólo es posible después de que Jesús haya cumplido la condición previa para ello; después de que él “haya bebido el cáliz y haya sido bautizado con un bautismo” (Me 10, 35-40) (R. SCHNACKENBURG, God S Rule, 193).. La verdadera naturaleza de la tarea que Jesús tení­a que cumplir para llevar el reino a su plenitud está expresada en las palabras relacionadas con el pan y el vino. El debe ofrecer su vida para que todos los hombres puedan compartir la fiesta del reino con él. “Su resolución de completar la misión que Dios le habí­a confiado en relación con el reino, y su confianza en que él pronto estarí­a participando en su gozo, parece la idea fundamental de su última comida con sus discí­pulos. La última cena está enmarcada en la afirmación de la muerte de Jesús en la perspectiva del reino de Dios” (BEASLEY-MURRAY, Jesus and the Kingdom, 263).

d) La muerte de Jesús, revelación definitiva de Dios. En un determinado momento de su vida, Jesús debe haberse dado cuenta de que el-único camino posible para cumplir su misión era demostrar la inmensidad del amor de Dios por nosotros hasta el fin (Jn 13,1). La cruz y su muerte aparecen como el único camino que quedaba para demostrar el amor redentor de Dios en la historia de la humanidad transida de pecado. ¿En qué consisten precisamente estas “tribulaciones y sufrimientos” que él tení­a que asumir para hacer posible la venida final del reino? La solución ofrecida es la siguiente: la vida de Jesús refleja la tensión que existe entre su vida í­ntima con el Padre y su “vivir nuestra vida hasta el fin”, la fidelidad a su misión, que se expresa de la manera más adecuada con las dos palabras: identificación y representación. Jesús sintió que cuanto más se identificara él mismo con nosotros, más experimentarí­a nuestra pecaminosidad, nuestro desamparo, nuestra inseguridad, propia de quienes habí­an rechazado el don del amor de Dios. Llegó a darse cuenta de que si llevaba su misión hasta el fin, tendrí­a que experimentar la plena realidad de lo que significa para una criatura estar “separada” de Dios. Para Jesús esto significarí­a experimentar en sí­ mismo el ser separado del Padre, que lo significaba todo para él, de quien recibí­a la vida y cuya voluntad habí­a venido a cumplir. El pensamiento de que este momento estaba llegando le horrorizó.

El Padre le tomarí­a como “humanidad en su estado de abandonada de Dios, de perdida”. Jesús tendrí­a que experimentar este estar completamente identificado con nosotros en nuestro pecado y ser tratado como representante nuestro ante Dios. El grito en la cruz debe considerarse como el momento en que Jesús más se identificó con nuestro abandono de Dios (Mc 15,34). En aquel momento parecí­a como si el amor del Padre, del que él recibí­a la vida, hubiera cesado de fluir. Las “tribulaciones escatológicas” son, precisamente esta experiencia de nuestro verdadero estado sin Dios: abandonados, condenados sin ninguna esperanza por nuestra parte. En la cruz, Jesús experimentó a Dios como alguien que se apartaba (Mc 15,34) y le dejaba experimentar toda nuestra desolación, la verdadera prueba del reino inminente, que iba a vencer al pecado, la condenación y la muerte (J. FUELLENBACH, Kingdom, 85-95).-
Experimentando el efecto del pecado como condenación, Dios tomó sobre sí­ en Jesucristo lo que hubiera sido el destino de la humanidad. “¡Descendió a los infiernos!” Estas son las “tribulaciones escatológicas” que tení­a que soportar para que el reino pudiera finalmente venir en toda su gloria.

4. EL ESPíRITU SANTO Y EL REINO. El Espí­ritu Santo es descrito en la Escritura como el “principio de vida’.” o como el “dador de vida”. Por medio del Espí­ritu llegó a existir la antigua creación y se mantení­a en la existencia. Se cree que el mismo Espí­ritu construye los nuevos cielos y la nueva tierra al final de los tiempos.

El tiempo escatológico es visto como la “edad de oro” del Espí­ritu. La misión de Jesús en el evangelio. de Juan se describe como “liberación del Espí­ritu del tiempo final”, que realizará la transformación de lo viejo en nuevo. Como revelación definitiva- del amor incondicional de Dios a su criatura, la muerte de Jesús libera este amor y lo transforma en el poder del Espí­ritu Santo. El primer hecho de este amor crucificado, puesto en libertad en el Espí­ritu, es la resurrección del cuerpo muerto de Jesús en la nueva creación. Según Pablo, el, Espí­ritu Santo es el poder por el cual el Padre resucitó a Jesús de entre los muertos. Y por el mismo Espí­ritu, el reino, llevado a cabo de una forma nueva a través de la muerte y resurrección de Jesús, se convierte ahora en una fuerza que transforma y que da vida al mundo. Es, por tanto, el Espí­ritu Santo. quien continúa la obra de Cristo a través de los siglos y conduce a la humanidad y a la creación entera hacia su realización final en la plenitud del reino (J. FuELLENBACH, Kingdom, 97-107).

5. LA IGLESIA Y EL REINO. El Espí­ritu del Señor resucitado, el Espí­ritu de la nueva creación, origina la nueva comunidad escatológica, la Iglesia. La Iglesia es; por tanto, una anticipación en el espacio y el tiempo del mundo venidero. Ella está en “el mundo, pero no es del mundo”. Su esencia y su misión deben ser entendidas a la luz del reino presente en ella, pero orientado a la transformación y salvación de la creación entera:
El Vaticano II describe a la Iglesia como el misterio de Cristo. En ella se realiza el “eterno plan del Padre, manifestado en Jesucristo, de llevar a la humanidad a su gloria eterna”. La Iglesia es contemplada en su función de “declarar el cumplimiento de este plan secreto, escondido desde todos los siglos en Dios” (Col 1,16; Ef 3,39; 1Cor 2,6-10), que no es otro que el reino de Dios. El reino persigue la transformación de la creación entera en su gloria eterna, y la Iglesia debe ser vista y comprendida en el contexto dé su divina intencionalidad. Su misión es revelar a través de los siglos el plan escondido. de Dios y conducir a toda la humanidad hacia su destino final. Ella debe considerarse a sí­ misma enteramente al servicio de este plan divino, destinado a la salvación de toda la creación (W. -PANNENBERG, Theology, 72-75).

a) La Iglesia no es el reino de Dios en la tierra. En contra de como muchos manuales de dogmática antes del concilio la presentaban, la Iglesia no es el reino de Dios ahora. El Vaticano lI expresó esto en el artí­culo 5 de la Lumen gentiúm, y de nuevo en el artí­culo 45 de la Gaudium et spes. “Ello sustituye a lo que fue quizá el más serio error eclesiológico antes del Vaticano II, a saber: que la Iglesia es idéntica al reino de Dios aquí­ en la tierra. Si así­ fuera, entonces no tendrí­a ninguna necesidad de reforma institucional, y su misión consistirí­a en introducir a todos dentro, de sí­ para que la salvación no les deje fuera” (R. P. MCBRIAN, CathQlicism, 686).

El reino se hace sentir fuera de la Iglesia también. La misión de la Iglesia es servir al reino, y no ocupar su lugar.

b) El reino está presente en la Iglesia. Es el reino presente ahora el que crea la Iglesia y la mantiene constantemente en la existencia. La Iglesia es, por tanto, el resultado de la venida del reino de Dios al mundo. El pode4 dinámico del Espí­ritu que hace presente de modo efectivo la intencionalidad salvadora final de Dios es la verdadera fuente de la comunidad llamada Iglesia. Aunque el reino no puede ser identificado con la Iglesia, ello no significa que el reino no esté presente en ella. El mismo se hace presente de una manera particular. Podemos decir que la Iglesia es una realización “inicial”, “proléptica” o anticipada del plan de Dios para la humanidad. En palabras del Vaticano II: “Y constituye en la tierra el germen y el principio de ese reino” (LG 5). En segundo lugar, la Iglesia es un medio o sacramento, a través del cual este plan de Dios con el mundo se realiza en la historia (LG 9; 48).

“El reino crea la Iglesia, trabaja a través de la Iglesia y es proclamado en el mundo por la Iglesia. No puede haber reino sin Iglesia -aquellos que han reconocido el reinado de Diosy no puede haber Iglesia sin el reino; pero siguen siendo dos conceptos distintos: el reinado de Dios y la fraternidad de los hombres” (G.E. LADD, The Presence, 277).

c) La misión de la Iglesia. Jesús ligó el reino de Dios, que antes pertenecí­a al pueblo de. Israel, a la comunidad de sus discí­pulos. Con esta elección de una nueva comunidad, el propósito del pueblo del AT queda transferido a este nuevo pueblo. Ellos deben convertirse ahora en un “signo visible del designio de Dios para con el mundo” y en portadores activos de esta salvación. A ellos se les hace salir de las naciones para asumir una misión en favor de las naciones. Lo que importa es que el reino permanecerá ligado a una comunidad visible, que debe ponerse al servicio del definitivo plan de salvación de Dios para todos (G. LOHFINK, Jesus and Community, 17-29).

Desde esta perspectiva la Iglesia es vital para que el reino permanezca en el mundo. “Es la comunidad que ha empezado a saborear (aunque sólo como anticipo) la realidad del reino, la única que puede proporcionar la hermenéutica del mensaje…; sin la hermenéutica de tal comunidad viviente, el mensaje del reino puede tan sólo llegar a ser una ideologí­a y un programa, no será un evangelio” (L. NEWBEGIN, Sign of the Kingdom, 19). La misión de la Iglesia a la luz del reino se describe de una triple forma: a) Proclamar mediante la palabra y el sacramento que el reino de Dios ha venido en la persona de JesúS de Nazaret. b) Ofrecer su propia vida como una prueba de que el reino está presente y operativo en el mundo hoy. Esto se puede ver en la propia vida de la Iglesia, donde la justicia, la paz, la libertad y el respeto a los derechos humanos son manifestados de manera concreta. La Iglesia se ofrece a sí­ misma coma una “sociedad de contraste” para la sociedad en general (G. LOHFINK, Jesus and Community, 157-180). c) Desafiar a la sociedad entera a transformarse de acuerdo con los principios básicos del reino inrilinente: justicia, paz, hermandad y derechos humanos. Esto es un -elemento constitutivo de la proclamación del evangelio, puesto que la meta última del reino es la transformación de la creación entera y la Iglesia debe entender su mí­sión al servicio del reino inminente (R. MCBRIAN, Catholicism, 717).

BIBL.: BEASLEV-MURRAY, Jesus and the Kingdom of God, Erdmans Publishing Company, Grand G.R. Rapids 1986; BOFF L., Jesucristo, el libertador (ensayo de eristologí­a para nuestro tiempo), Latinoamérica Libr. S.R.L., Buenos Aires 19763; Indo-American Press, Bogotá 1977 CABELLO R., El reino de Dios, en “Christus” 50 (1985) 16-22; CROSSAN J.D., The Parables: The Challenge of the Historical Jesus, Harper & Row, San Francisco 1973; FUELLENBACH J., The Kingdom of God The Heart of Jesus’ message for us today, Divine Word Publication Manila 1989; ID, Hermeneutics Marxism and Liberation Theology, Divine Word Publication, Manila 1989; GUTIERREZ G., Teologí­a de la liberación, perspectivas, Sí­gueme, Salamanca 19751; HOLLENBACH P., Liberating Jesus for Social Involvement, en “Biblical Theological Bulletin” 15 (1985) 151-157; ID, The historical Jesus Question in North America Today, en “Biblical Theological Bulletin” 19 (1989) 12-19; JEREMIAS J., Teologí­a del Nuevo Testamento, Sí­gueme, Salamanca 19773; KASPER W., Jesús, el Cristo, Sí­gueme, Salamanca 19782; KELBER W., The Kingdom in Mark. A New Place and a New Time, Fortress Press, Filadelfia 1974; LADO G.E. The Presence of the Future, Eendmans, Grand Rapids, Michigan, 1974; LOHFINK G., La Iglesia que Jesús querí­a, Bilbao 1986; ID, The exegetical predicament concerning Jesus’ kingdom of God proclamation, en “Theological Digest” (1989) 103-111; LoHFINK N., Der Begriff des Gottesreichs vom Alí­en Testament her gesehen, en Unterwegs zur Kirche Alttestamentliche Konzeptionen, Herder, Friburgo 1987, 33-86; MCBRIAN R., Catholicism, Geffre Chapman, Londres 1981; MERKLEIN H., Die Gottesherrschaft als Handtungsprinzip, Echter Verlag 1978; NEWBEGIN L., Sign of the Kingdom, Grand Rapids 1980; NORSIECK R., Reich Gottes Hoffnung der Welt, Neunkirchener Verlag, Neunkirchen 1980; PANNENBERG W., Teologí­a y reino dé Dios, Sí­gueme, Salamanca 1974; PERRIN N., Jesus and the Language of the Kingdom, Fortress Press, Filadelfia 1976; SCHNACKENBURG R., Reino y reinado de Dios, estudio bí­blico-teológico, Fax, Madrid 19702; SCHÜRMANN H., Gottes Reich. Jesu Geschick, Herder, Friburgo 1983; SGoTr B., Jesus, Symbob Makerfor the Kingdom, Fortress Press, Filadelfia 1981; SOBRINO J., Jesús, el reino cí­e Dios significado y objetivos últimos de su vida y misión, en “Christus” 45 (1980) 17-25; SOARESPRABHU G.M., The Kingdom of God: Jesus’ Visión ofa New Society, en D.S. AMALOPAVADASS (ed.), The Indian Church in the Struggle for a New Society, NBLC, Bangalore 1981; 579-629; STEIDL-MEIER P., Social Justice Mintstry, Le Jacp Publication, Nueva York 1984; WENZ H., 7heologie des Reiches Gottes, Reich , Verlag, Hamburgo 1975.

J. Fuellenbach

LATOURELLE – FISICHELLA, Diccionario de Teologí­a Fundamental, Paulinas, Madrid, 1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Fundamental

Expresión y ejercicio de la soberaní­a universal de Dios sobre sus criaturas y el medio por el que esta se manifiesta. (Sl 103:19.) Esta expresión se emplea especialmente para significar la soberaní­a de Dios por medio de una administración real encabezada por su Hijo, Cristo Jesús.
La palabra que se traduce †œreino† en las Escrituras Griegas Cristianas es ba·si·léi·a, que significa: †˜el ser, el estado y poder del rey; dignidad real o soberaní­a real; reino o imperio; la extensión de territorio en la que manda un rey†™. (Diccionario Teológico del Nuevo Testamento, 1987, vol. 4, pág. 70.) Marcos y Lucas utilizan con frecuencia la expresión †œel reino de Dios†, y en el relato de Mateo aparece la expresión paralela †œel reino de los cielos† unas 30 veces. (Compárese Mr 10:23 y Lu 18:24 con Mt 19:23, 24; véanse CIELO [Cielos espirituales]; REINO.)
El gobierno de Dios es, estructural y funcionalmente, una teocracia pura (del gr. the·ós, dios, y krá·tos, gobierno), un gobierno por Dios. El término †œteocracia† se atribuye a Josefo, historiador judí­o del siglo I E.C., quien lo debió acuñar en su obra Contra Apión (libro II, sec. 16). Sobre el gobierno que se estableció sobre Israel en Sinaí­, escribió: †œUnos otorgan el poder a la monarquí­a, otros a la oligarquí­a, y otros al pueblo. Pero nuestro legislador, rechazando todos estos métodos, instituyó un gobierno teocrático [literalmente, †œuna teocracia†; gr. the·o·kra·tí­Â·an]. Permí­taseme usar esta palabra, aunque violente el lenguaje. Atribuyó a Dios el poder y la fuerza†. Por supuesto, para que este gobierno fuera una teocracia pura, no podí­a constituirlo ningún legislador humano, como Moisés, sino únicamente Dios. El registro bí­blico muestra que esto fue lo que ocurrió.

Origen del término. El término †œrey† (heb. mé·lekj) debió incorporarse al lenguaje humano después del diluvio universal. El primer reino terrestre fue el de Nemrod, †œpoderoso cazador en oposición a Jehovᆝ. (Gé 10:8-12.) Posteriormente, durante el tiempo que transcurrió hasta los dí­as de Abrahán, se formaron ciudades-estado y naciones y se multiplicaron los reyes humanos. Con la excepción del reino de Melquisedec, rey-sacerdote de Salem (un tipo profético del Mesí­as; Gé 14:17-20; Heb 7:1-17), ninguno de estos reinos terrestres representó el gobierno de Dios o fue puesto por El. Los hombres también hicieron reyes de los dioses falsos que adoraban y les atribuyeron la facultad de otorgar la soberaní­a real a los seres humanos. El que Dios se aplicara a sí­ mismo el tí­tulo †œRey [Mé·lekj]†, como se encuentra en los registros postdiluvianos de las Escrituras Hebreas, significa que se valió de un tí­tulo que los hombres habí­an forjado y empleado. De este modo mostró que a El se le debí­a la honra y obediencia como †œRey†, no a los presuntuosos gobernantes humanos o dioses hechos por el hombre. (Jer 10:10-12.)
Por supuesto, Jehová ya era Gobernante Soberano mucho antes que surgieran los reinos humanos, sí­, antes que los mismos hombres existieran. Como Dios verdadero y Creador, sus millones de hijos angélicos le tributaban respeto y obediencia. (Job 38:4-7; 2Cr 18:18; Sl 103:20-22; Da 7:10.) Fuera cual fuese el tí­tulo que tuviera, desde el principio de la creación se le reconoció como el Ser cuya voluntad era, con todo derecho, suprema.

La gobernación de Dios en la historia humana primitiva. Las primeras criaturas humanas, Adán y Eva, también conocí­an a Jehová como Dios, el Creador del cielo y de la Tierra. Reconocí­an su autoridad, su derecho a dar órdenes, a exigirles que cumplieran con ciertos deberes o que se abstuvieran de ciertos actos, a asignarles una zona donde residir y que cultivar, así­ como a delegarles autoridad sobre otras criaturas. (Gé 1:26-30; 2:15-17.) Si bien Adán tení­a la facultad de formar nuevas palabras (Gé 2:19, 20), no hay nada que indique que ideara el tí­tulo †œrey [mé·lekj]† para aplicarlo a su Dios y Creador, aunque Adán reconocí­a la autoridad suprema de Jehová.
Según se revela en los primeros capí­tulos de Génesis, en Edén Dios ejercí­a su soberaní­a sobre el hombre con benevolencia, sin añadir restricciones innecesarias. La relación entre Dios y el hombre exigí­a que este le obedeciera como un hijo a un padre. (Compárese con Lu 3:38.) El hombre no tení­a que cumplir un extenso código de leyes (compárese con 1Ti 1:8-11); las exigencias de Dios eran sencillas y tení­an un propósito. Tampoco hay nada que indique que Adán se sintiera cohibido debido a que hubiera una supervisión constante y crí­tica de todas sus acciones; al contrario, parece que Dios se comunicaba con el hombre perfecto periódicamente, según hubiera necesidad. (Gé 1–3.)

Una nueva expresión de la gobernación de Dios. Al contravenir de manera deliberada el mandato divino a instancias de un hijo celestial de Dios, la primera pareja humana se rebeló contra la autoridad del Creador. (Gé 3:17-19; véase íRBOL [Uso figurado].) La posición que adoptó este espí­ritu, el adversario de Dios (heb. sa·tán), puso en tela de juicio la legitimidad de la soberaní­a universal de Jehová. Esta cuestión tení­a que resolverse. (Véase JEHOVí [La cuestión suprema es de naturaleza moral].) Como esta cuestión se hizo surgir en la Tierra, es lógico que también se resuelva en la Tierra. (Rev 12:7-12.)
Cuando Jehová Dios dictó sentencia contra los primeros rebeldes, pronunció una profecí­a en términos simbólicos, en la que expuso su propósito de valerse de un medio, una †œdescendencia†, para aplastar definitivamente a las fuerzas rebeldes. (Gé 3:15.) Por lo tanto, la gobernación de Jehová, la expresión de su soberaní­a, asumirí­a un nuevo aspecto en respuesta a la insurrección que habí­a surgido. La revelación progresiva de los †œsecretos sagrados del reino† (Mt 13:11) mostró que este nuevo aspecto incluirí­a la formación de un gobierno subsidiario, un cuerpo de gobernantes encabezado por un dirigente en quien Dios delegarí­a autoridad. La promesa de la †œdescendencia† halla su cumplimiento en el reino de Cristo Jesús y sus compañeros escogidos. (Rev 17:14; véase JESUCRISTO [Su posición fundamental en el propósito de Dios].) Desde que se dio la promesa edénica, el desarrollo progresivo del propósito de Dios relativo a la formación de esta †œdescendencia† real constituye un tema fundamental de la Biblia y una clave para entender la manera de actuar de Jehová con sus siervos y con la humanidad en general.
Si se tiene presente que una parte fundamental de la cuestión que hizo surgir el Adversario de Dios era la integridad de todas las criaturas de Dios, es decir, su devoción de todo corazón a El y la lealtad a su jefatura, es de destacar el que Dios delegue gran autoridad y poder a algunas criaturas. (Mt 28:18; Rev 2:26, 27; 3:21.) (Véase INTEGRIDAD [Relacionada directamente con la gran cuestión universal].) El que pudiera dar con confianza tanta autoridad y poder serí­a en sí­ mismo un espléndido testimonio de la fuerza moral de su gobernación, que contribuirí­a a la vindicación de su nombre y posición, y pondrí­a de relieve la falsedad de las acusaciones de su adversario.

Se manifiesta la necesidad del gobierno divino. Las condiciones que hubo desde el principio de la rebelión humana hasta el Diluvio mostraron con claridad lo necesaria que era la jefatura divina para la humanidad. La sociedad humana tuvo que enfrentarse pronto a la desunión, la violencia y el asesinato. (Gé 4:2-9, 23, 24.) No se dice hasta qué grado ejerció autoridad patriarcal sobre sus descendientes el pecador Adán durante sus novecientos treinta años de vida. No obstante, para la séptima generación ya debí­a existir mucha impiedad (Jud 14, 15), y para el tiempo de Noé, nacido unos ciento veinte años después de la muerte de Adán, las condiciones se habí­an deteriorado hasta el punto de que †˜la tierra se habí­a llenado de violencia†™. (Gé 6:1-13.) A esta situación contribuyó el que algunas criaturas celestiales intervinieran en la sociedad humana, en contra de la voluntad y el propósito divinos. (Gé 6:1-4; Jud 6; 2Pe 2:4, 5; véase NEFILIM.)
Aunque la Tierra se habí­a convertido en un foco de rebelión, Jehová no renunció a su dominio sobre ella. El diluvio universal probó que mantení­a su poder y capacidad para hacer cumplir su voluntad sobre la Tierra, al igual que en cualquier otra parte del universo. Durante la época antediluviana también demostró que seguí­a dispuesto a guiar y dirigir las acciones de las personas que le buscaban, como Abel, Enoc y Noé. El caso particular de Noé ilustra cómo ejerce Dios su autoridad sobre un súbdito terrestre de buena disposición: le da mandatos y lo orienta, protege y bendice tanto a él como a su familia, y manifiesta su control sobre la creación animal. (Gé 6:9–7:16.) Jehová dejó patente que no permitirí­a que la sociedad humana apartada de El corrompiera la Tierra indefinidamente y que no se retendrí­a de ejecutar su juicio justo contra los transgresores de la manera y en el momento que viese conveniente. Además, demostró su poder soberano sobre los diferentes elementos de la Tierra, entre ellos, su atmósfera. (Gé 6:3, 5-7; 7:17–8:22.)

La sociedad postdiluviana primitiva y sus problemas. Después del Diluvio, la sociedad humana estaba estructurada fundamentalmente en un régimen patriarcal que proporcionaba orden y estabilidad relativos. La humanidad tení­a que †œ[llenar] la tierra†, lo que no solo exigí­a que se multiplicaran, sino que extendieran progresivamente su morada por todo el planeta. (Gé 9:1, 7.) Estos factores limitarí­an en buena medida los problemas sociales, pues normalmente quedarí­an circunscritos a la familia, de modo que rara vez surgirí­a la fricción que suele haber en condiciones de superpoblación. Sin embargo, la construcción que se iba a realizar en Babel estaba diametralmente opuesta a la voluntad divina, pues exigí­a que los hombres se concentraran para no ser †œesparcidos por toda la superficie de la tierra†. (Gé 11:1-4; véase LENGUAJE.) Además, Nemrod se apartó del sistema patriarcal y fundó el primer †œreino† (heb. mam·la·kjáh). El era un cusita del linaje de Cam, e invadió parte del territorio semita, la tierra de Asur (Asiria), donde edificó ciudades que formaron parte de sus dominios. (Gé 10:8-12.)
Aunque Dios disolvió la concentración humana de las llanuras de Sinar confundiendo la lengua del hombre, el modelo de gobernación que Nemrod inició se imitó y generalizó en las zonas a las que emigraron las diversas familias. En los dí­as de Abrahán (2018-1843 a. E.C.) existí­an reinos desde Mesopotamia (en Asia) hasta Egipto, donde al rey se le llamaba †œFaraón† en vez de Mé·lekj. Pero estas gobernaciones reales no produjeron seguridad. Los reyes pronto empezaron a formar alianzas militares y emprendieron extensas campañas de agresión, saqueo y secuestro. (Gé 14:1-12.) En algunas ciudades los extraños corrí­an el riesgo de que los atacaran homosexuales. (Gé 19:4-9.)
Aunque el hombre formó comunidades en busca de seguridad (compárese con Gé 4:14-17), pronto vio necesario amurallar las ciudades y más tarde fortificarlas para protegerse de los ataques armados. Los registros seglares más antiguos conocidos, muchos de ellos de Mesopotamia, donde empezó el reino de Nemrod, están llenos de relatos de conflictos, codicia, intrigas y derramamiento de sangre. Los códigos de leyes extrabí­blicos más antiguos, como los de Lipit-Istar, Esnunna y Hammurabi, muestran que la vida humana se habí­a hecho muy compleja, con problemas sociales como el robo, el fraude, dificultades comerciales, disputas sobre la propiedad y el pago de alquileres, cuestiones sobre préstamos e intereses, infidelidad marital, honorarios y fallos médicos, casos de asalto y agresión y muchos otros asuntos. Aunque Hammurabi se llamó a sí­ mismo †œel poderoso rey† y †œel rey perfecto†, su gobierno y legislación fueron, como los de otros reinos polí­ticos antiguos, incapaces de resolver los problemas de la humanidad pecaminosa. (Código de Hammurabi, traducción de Federico L. Peinado, Tecnos, 1986, págs. XXIV-XXVII, 3-47; La Sabidurí­a del Antiguo Oriente, edición de J. B. Pritchard, 1966, págs. 157-195; compárese con Pr 28:5.) En todos estos reinos era importante la religión, no la adoración al Dios verdadero. El que el sacerdocio colaborara estrechamente con la clase gobernante y disfrutara del favor real no se tradujo en beneficios morales para la gente. Las inscripciones cuneiformes de los escritos religiosos antiguos no cultivan el espí­ritu ni dan guí­a moral; traicionan a los dioses adorados, tildándolos de enfadadizos, violentos, lascivos e injustos. Los hombres necesitaban el reino de Jehová Dios para disfrutar de la vida en paz y felicidad.

Con relación a Abrahán y sus descendientes. Es cierto que las personas que consideraban a Jehová Dios como su Cabeza también tení­an fricciones y problemas personales. Sin embargo, se les ayudó a resolverlos o a aguantarlos en conformidad con las normas justas de Dios y sin caer en la degradación. Recibieron protección y fortaleza divinas. (Gé 13:5-11; 14:18-24; 19:15-24; 21:9-13, 22-33.) Por ello, después de indicar que las †œdecisiones judiciales [de Jehová] están en toda la tierra†, el salmista dice de Abrahán, Isaac y Jacob: †œEllos resultaban ser pocos en número, sí­, muy pocos, y residentes forasteros en [Canaán]. Y ellos siguieron andando de nación en nación, de un reino a otro pueblo. No permitió que ningún humano los defraudara, antes bien, a causa de ellos censuró a reyes, diciendo: †˜No toquen ustedes a mis ungidos, y a mis profetas no hagan nada malo†™†. (Sl 105:7-15; compárese con Gé 12:10-20; 20:1-18; 31:22-24, 36-55.) Esto también era prueba de que Dios aún ejercí­a su soberaní­a sobre la tierra, que imponí­a según lo requiriera el adelanto de su propósito.
Los patriarcas fieles no se vincularon a ninguna de las ciudades-estado o reinos de Canaán ni de otros paí­ses. En lugar de buscar seguridad en alguna ciudad bajo el gobierno polí­tico de un rey humano, vivieron en tiendas como forasteros, †œextraños y residentes temporales en la tierra†, mientras esperaban con fe †œla ciudad que tiene fundamentos verdaderos, cuyo edificador y hacedor es Dios†. Aceptaban a Dios como su Gobernante y esperaban su futura agencia celestial para gobernar la Tierra, fundada sólidamente en su autoridad y voluntad soberanas, aunque en aquel entonces la realización de esta esperanza todaví­a estaba †œlejos†. (Heb 11:8-10, 13-16.) Por eso, una vez que Dios ungió a Jesús para ser rey, este pudo decir: †œAbrahán […] se regocijó mucho por la expectativa de ver mi dí­a, y lo vio y se regocijó†. (Jn 8:56.)
Con la celebración de un pacto con Abrahán (Gé 12:1-3; 22:15-18), Jehová dio otro paso en el desarrollo de su promesa concerniente a la †œdescendencia† del Reino. (Gé 3:15.) Predijo a este respecto que de Abrahán (Abrán) y su esposa †˜saldrí­an reyes†™. (Gé 17:1-6, 15, 16.) Aunque los descendientes de Esaú, el nieto de Abrahán, fundaron reinos y territorios dominados por jeques, fue a Jacob, el otro nieto de Abrahán, a quien se repitió la promesa profética de Dios de que de su descendencia saldrí­an reyes. (Gé 35:11, 12; 36:9, 15-43.)

La formación de la nación de Israel. Siglos más tarde, al debido tiempo (Gé 15:13-16), Jehová Dios actuó en favor de los descendientes de Jacob, que ya ascendí­an a millones (véase EXODO [Cuántas personas salieron en el éxodo]), protegiéndolos del genocidio que pretendí­a llevar a cabo el gobierno egipcio (Ex 1:15-22) y finalmente libertándolos de la dura esclavitud al régimen de Egipto. (Ex 2:23-25.) Faraón rechazó el mandato que Dios le dio mediante sus agentes, Moisés y Aarón, como si proviniese de una fuente que no tení­a autoridad sobre los asuntos egipcios. Por negarse una y otra vez a reconocer la soberaní­a de Jehová, tuvo que sufrir las manifestaciones del poder divino en forma de plagas. (Ex 7–12.) De esta manera Dios probó que su dominio sobre los elementos de la Tierra y sobre las criaturas era superior al de cualquier rey terrestre. (Ex 9:13-16.) Este despliegue de poder soberano alcanzó su punto culminante cuando destruyó las fuerzas de Faraón de una manera que ninguno de los jactanciosos reyes guerreros de las naciones jamás hubiera podido igualar. (Ex 14:26-31.) Con buena razón Moisés y los israelitas cantaron: †œJehová reinará hasta tiempo indefinido, aun para siempre†. (Ex 15:1-19.)
Después, Jehová dio más prueba de su dominio sobre la Tierra, las vitales reservas de agua y las aves, así­ como su aptitud para proteger y sostener a la nación incluso en alrededores áridos y hostiles. (Ex 15:22–17:15.) Habiendo hecho todo esto, se dirigió al pueblo liberado y le dijo que si obedecí­a su autoridad y su pacto, podrí­a convertirse en su propiedad especial entre todos los demás pueblos, †œporque toda la tierra me pertenece a mí­†. Por consiguiente, podrí­a llegar a ser †œun reino de sacerdotes y una nación santa†. (Ex 19:3-6.) Cuando los israelitas declararon públicamente que se sometí­an a su soberaní­a, Jehová actuó como Legislador regio dándoles decretos reales recogidos en un amplio código, al mismo tiempo que manifestó de modo impresionante su poder y gloria. (Ex 19:7–24:18.) El tabernáculo o tienda de reunión, y en especial el Arca, indicaban la presencia del Cabeza invisible y celestial del Estado. (Ex 25:8, 21, 22; 33:7-11; compárese con Rev 21:3.) Aunque Moisés y otros hombres nombrados juzgaron la mayorí­a de los casos, guiados por la ley de Dios, en ciertas ocasiones Jehová intervino personalmente para expresar su juicio y aplicar sanciones contra los que quebrantaban la Ley. (Ex 18:13-16, 24-26; 32:25-35.) Los sacerdotes ordenados actuaban para mantener buenas relaciones entre la nación y su Gobernante celestial, ayudando al pueblo en sus esfuerzos por conformarse a las elevadas normas del pacto de la Ley. (Véase SACERDOTE.) Así­ que el sistema de gobierno de Israel era una verdadera teocracia. (Dt 33:2, 5.)
En su calidad de Dios y Creador, de propietario absoluto y †œJuez de toda la tierra† (Gé 18:25), Jehová habí­a cedido la tierra de Canaán a la descendencia de Abrahán. (Gé 12:5-7; 15:17-21.) Como autoridad suprema, pudo ordenar a los israelitas que expropiaran a la fuerza el territorio de los cananeos, quienes estaban bajo condenación, y que ejecutasen la sentencia de muerte que El habí­a dictado contra ellos. (Dt 9:1-5; véase CANAíN, CANANEO núm. 2 [Israel conquista Canaán].)

El perí­odo de los jueces. Durante los tres siglos y medio que siguieron a la conquista de los muchos reinos de Canaán, Jehová Dios fue el único rey de la nación de Israel. En diversos perí­odos hubo jueces que El escogió para que dirigieran a la nación, a toda ella o a partes, tanto en tiempos de guerra como de paz. Cuando el juez Gedeón derrotó a Madián, el pueblo pidió que se convirtiese en el gobernante de la nación, pero él, que reconocí­a a Jehová como el verdadero gobernante, se negó a aceptar ese puesto. (Jue 8:22, 23.) Su ambicioso hijo Abimélec consiguió reinar por algún tiempo sobre una pequeña parte de la nación, hasta que le sobrevino el desastre. (Jue 9:1, 6, 22, 53-56.)
Sobre este perí­odo general de los jueces se dice: †œEn aquellos dí­as no habí­a rey en Israel. En cuanto a todos, lo que era recto a sus propios ojos cada uno acostumbraba hacer†. (Jue 17:6; 21:25.) Estas palabras no quieren decir que no existiera un poder judicial, pues en todas las ciudades habí­a jueces o ancianos que se encargaban de los casos y problemas legales y hací­an justicia. (Dt 16:18-20; véase TRIBUNAL JUDICIAL.) Además, el sacerdocio leví­tico actuaba como una fuerza guiadora superior, educando al pueblo en la ley de Dios, y el sumo sacerdote tení­a el Urim y Tumim, con el que podí­a consultar a Dios sobre los casos difí­ciles. (Véanse SACERDOTE; SUMO SACERDOTE; URIM Y TUMIM.) Por lo tanto, la persona que se aprovechaba de estas provisiones, que adquirí­a conocimiento de la ley de Dios y la aplicaba, tení­a una buena guí­a para su conciencia. El que en ese caso hiciera †œlo que era recto a sus propios ojos† no resultarí­a en mal. Jehová permitió que la gente mostrara si su actitud y proceder eran buenos o malos. No habí­a ningún monarca humano sobre la nación que supervisara el trabajo de los jueces ni mandara a la gente participar en proyectos particulares ni la organizara para defender la nación. (Compárese con Jue 5:1-18.) Por lo tanto, la mala situación que hubo se debió a que la mayorí­a no estuvo dispuesta a observar la palabra y la ley de su Rey celestial ni a aprovecharse de sus provisiones. (Jue 2:11-13.)

Los israelitas piden un rey humano. Casi cuatrocientos años después del éxodo y más de ochocientos después que Dios hizo un pacto con Abrahán, los israelitas solicitaron un rey humano que los acaudillara, como tení­an las demás naciones. Con esa solicitud rechazaban la propia gobernación real de Jehová sobre ellos. (1Sa 8:4-8.) Es cierto que el pueblo tení­a razones para esperar que Dios estableciera un reino en consonancia con las promesas dadas a Abrahán y a Jacob. Además, la profecí­a que pronunció Jacob respecto a Judá en su lecho de muerte daba más base para tal esperanza (Gé 49:8-10), así­ como la daban las palabras que Jehová dirigió a Israel después del éxodo (Ex 19:3-6), los términos del pacto de la Ley (Dt 17:14, 15) e incluso parte del mensaje que Dios hizo pronunciar al profeta Balaam (Nú 24:2-7, 17). Ana, la devota madre de Samuel, expresó esta esperanza en oración. (1Sa 2:7-10.) Sin embargo, Jehová no habí­a revelado completamente su †œsecreto sagrado† concerniente al Reino; no habí­a indicado cuándo llegarí­a el momento debido para establecerlo ni la estructura y los componentes de ese gobierno, o si serí­a terrenal o celestial. Por consiguiente, fue un atrevimiento el que el pueblo exigiera entonces un rey humano.
Es probable que la amenaza de agresión filistea y ammonita contribuyera al deseo de los israelitas de tener un comandante en jefe real visible. De ese modo manifestaron falta de fe en que Dios podí­a protegerlos, guiarlos y proveerles lo necesario, como nación y como individuos. (1Sa 8:4-8.) Aunque el motivo del pueblo era incorrecto, Jehová accedió a su petición. Sin embargo, no lo hizo principalmente por ellos, sino para cumplir su buen propósito con respecto a la revelación progresiva del †œsecreto sagrado† del reino futuro en manos de la †œdescendencia†. Además, la gobernación real humana iba a acarrear problemas y gastos a Israel, y Jehová expuso esos hechos al pueblo. (1Sa 8:9-22.)
Los reyes que Jehová nombrara habrí­an de servir de agentes terrestres de Dios, sin menoscabar lo más mí­nimo la propia soberaní­a de Jehová sobre la nación. En realidad, el trono era de Jehová; ellos se sentaban sobre él como reyes delegados. (1Cr 29:23.) Jehová mandó que se ungiera al primer rey, Saúl (1Sa 9:15-17), y al mismo tiempo expuso la falta de fe que habí­a demostrado la nación. (1Sa 10:17-25.)
Para que el reinado fuera beneficioso, tanto el rey como la nación tení­an que respetar la autoridad de Dios. Si ilusoriamente se dirigí­an a otras fuentes en busca de dirección y protección, la nación y su rey serí­an barridos. (Dt 28:36; 1Sa 12:13-15, 20-25.) El rey no debí­a confiar en el poderí­o militar ni multiplicar el número de sus esposas ni dejarse dominar por el deseo de riquezas. Su gobernación no podí­a salirse del marco del pacto de la Ley. Tení­a la orden divina de escribir su propia copia de la Ley y leerla diariamente, a fin de mantener el debido temor a la Autoridad, ser humilde y atenerse a un proceder justo. (Dt 17:16-20.) En la medida que actuara así­, amando a Jehová con todo su corazón y al prójimo como a sí­ mismo, su gobierno reportarí­a bendiciones y no habrí­a ninguna causa real de queja debido a opresión o dificultades. Pero como en el caso del pueblo, Jehová también permitió que estos gobernantes demostraran lo que habí­a en su corazón, si estaban o no dispuestos a reconocer la autoridad y voluntad de Dios.

La gobernación ejemplar de David. La falta de respeto que el benjamita Saúl demostró a las disposiciones y la autoridad superior de la †œExcelencia de Israel† le acarreó la desaprobación divina y le costó el trono a su linaje familiar. (1Sa 13:10-14; 15:17-29; 1Cr 10:13, 14.) Con la gobernación de su sucesor, David, de la tribu de Judá, se cumplió otro aspecto de la profecí­a que Jacob pronunció en su lecho de muerte. (Gé 49:8-10.) Aunque David cometió errores debido a la debilidad humana, su gobernación fue ejemplar por su sincera devoción a Jehová Dios y su humilde sumisión a la autoridad divina. (Sl 51:1-4; 1Sa 24:10-14; compárense con 1Re 11:4; 15:11-14.) Cuando se recibieron las contribuciones para la construcción del templo, David oró a Jehová ante el pueblo congregado, diciendo: †œTuya, oh Jehová, es la grandeza y el poderí­o y la hermosura y la excelencia y la dignidad; porque todo lo que hay en los cielos y en la tierra es tuyo. Tuyo es el reino, oh Jehová, Aquel que también te alzas como cabeza sobre todo. Las riquezas y la gloria las hay debido a ti, y tú lo estás dominando todo; y en tu mano hay poder y potencia, y en tu mano hay facultad para hacer grande y para dar fuerzas a todos. Y ahora, oh Dios nuestro, te damos las gracias y alabamos tu hermoso nombre†. (1Cr 29:10-13.) El consejo final que dio a su hijo Salomón también ilustra el acertado punto de vista que tení­a sobre la relación entre la realeza terrestre y su fuente divina. (1Re 2:1-4.)
Cuando el arca del pacto, relacionada con la presencia de Jehová, se trasladó a la capital, Jerusalén, David cantó: †œRegocí­jense los cielos, y esté gozosa la tierra, y digan entre las naciones: †˜Â¡Jehová mismo ha llegado a ser rey!†™†. (1Cr 16:1, 7, 23-31.) Esto muestra que aunque la gobernación de Jehová se remonta al principio de la creación, El puede concretar expresiones de su gobernación o formar ciertas agencias que lo representen, lo que hace posible que se diga que †˜llega a ser rey†™ en cierta ocasión en particular.

El pacto para un reino. Jehová hizo un pacto con David para un reino que serí­a establecido eternamente en su linaje familiar. Dijo: †œCiertamente levantaré tu descendencia después de ti, […] y realmente estableceré con firmeza su reino. […] Y tu casa y tu reino ciertamente serán estables hasta tiempo indefinido delante de ti; tu mismí­simo trono llegará a ser un trono firmemente establecido hasta tiempo indefinido†. (2Sa 7:12-16; 1Cr 17:11-14.) Este pacto relativo a la dinastí­a daví­dica supuso otro eslabón en el desarrollo de la promesa edénica de Dios en cuanto a su reino por medio de la predicha †œdescendencia† (Gé 3:15), y suministró más detalles para identificar a esa †œdescendencia† cuando llegara. (Compárese con Isa 9:6, 7; 1Pe 1:11.) Los reyes nombrados por Dios eran ungidos para su puesto, por lo que les aplicaba el término †œmesí­as†, que significa †œungido†. (1Sa 16:1; Sl 132:13, 17.) De modo que el reino terrestre que Jehová puso sobre Israel fue un tipo o una representación a pequeña escala del venidero reino del Mesí­as Jesucristo, el †œhijo de David†. (Mt 1:1.)

Ocaso y fin de los reinos israelitas. Por no adherirse a los justos caminos de Jehová, la situación existente finalizados solo tres reinados y al comienzo del cuarto produjo un profundo descontento que hizo que la nación se sublevase y se dividiera (997 a. E.C.). Como consecuencia, aparecieron un reino septentrional y otro meridional. Sin embargo, el pacto de Jehová con David continuó en vigor con los reyes del reino meridional de Judá. Con el transcurso de los siglos, Judá apenas tuvo reyes fieles, y en el reino septentrional de Israel no hubo ni uno solo. La historia del reino septentrional estuvo plagada de idolatrí­a, intriga y asesinatos. Los reyes a menudo se sucedí­an unos a otros tras cortos reinados. El pueblo sufrió injusticia y opresión. Unos doscientos cincuenta años después de su formación, Jehová permitió que el rey de Asiria aplastase al reino septentrional (740 a. E.C.) debido a su proceder de rebelión contra Dios. (Os 4:1, 2; Am 2:6-8.)
Aunque el reino de Judá disfrutaba de mayor estabilidad a causa de la dinastí­a daví­dica, con el tiempo sobrepasó al reino septentrional en degradación moral, a pesar de los esfuerzos que hicieron algunos reyes temerosos de Dios, como Ezequí­as y Josí­as, por contrarrestar la degeneración hacia la idolatrí­a y el rechazo de la palabra y la autoridad de Jehová. (Isa 1:1-4; Eze 23:1-4, 11.) La injusticia social, la tiraní­a, la avaricia, la falta de honradez, el soborno, la perversión sexual, los asaltos violentos y el derramamiento de sangre, así­ como la hipocresí­a religiosa que convirtió el templo de Dios en una †œcueva de salteadores†, fueron prácticas que los profetas de Jehová censuraron en sus mensajes de advertencia a los gobernantes y al pueblo. (Isa 1:15-17, 21-23; 3:14, 15; Jer 5:1, 2, 7, 8, 26-28, 31; 6:6, 7; 7:8-11.) Ni el apoyo de los sacerdotes apóstatas ni ninguna alianza polí­tica con otras naciones podí­a evitar el desplome de aquel reino infiel. (Jer 6:13-15; 37:7-10.) Los babilonios destruyeron Jerusalén, su capital, y desolaron Judá en 607 a. E.C. (2Re 25:1-26.)

La realeza de Jehová no se ve afectada. La destrucción de los reinos de Israel y Judá no desacreditó de ningún modo la calidad de la propia gobernación de Jehová Dios, ni tampoco indicó que fuera débil. Durante toda la historia de la nación israelita, Jehová hizo patente que querí­a que le sirvieran y obedecieran de buena gana. (Dt 10:12-21; 30:6, 15-20; Isa 1:18-20; Eze 18:25-32.) El instruyó, reprendió, disciplinó, advirtió y castigó; pero no se valió de su poder para obligar al rey o al pueblo a seguir un proceder justo. Ellos tuvieron la culpa de las malas condiciones que se manifestaron, el sufrimiento que experimentaron y su fin desastroso, porque obstinadamente endurecieron su corazón e insistieron en seguir un proceder independiente que perjudicaba tontamente sus propios intereses. (Lam 1:8, 9; Ne 9:26-31, 34-37; Isa 1:2-7; Jer 8:5-9; Os 7:10, 11.)
Jehová demostró su poder soberano al mantener restringidas a las potencias agresivas de Asiria y Babilonia hasta el momento debido e incluso manejarlas para que actuasen en cumplimiento de sus profecí­as. (Eze 21:18-23; Isa 10:5-7.) Finalmente expresó su justo juicio como Gobernante Soberano al retirar su protección de la nación. (Jer 35:17.) La desolación de Israel y Judá no llegó como una espantosa sorpresa para los siervos obedientes de Dios, a quienes se habí­a advertido de antemano mediante las profecí­as. La degradación de los gobernantes altivos ensalzó la †œespléndida superioridad† de Jehová. (Isa 2:1, 10-17.) Sin embargo, más importante aún, Jehová habí­a demostrado que podí­a proteger y conservar con vida a las personas que recurrí­an a El como su Rey, aunque se hallasen en condiciones de hambre, enfermedad y matanza indiscriminada, o las persiguiesen los que odiaban la justicia. (Jer 34:17-21; 20:10, 11; 35:18, 19; 36:26; 37:18-21; 38:7-13; 39:11–40:5.)
Al último rey de Israel se le advirtió que se le quitarí­a la corona, que representaba la gobernación real para la que Jehová lo habí­a ungido como representante suyo. El reino de los ungidos del linaje daví­dico no se ejercerí­a †˜hasta que llegara aquel que tení­a el derecho legal, y Jehová tendrí­a que dar esto a él†™. (Eze 21:25-27.) Por lo tanto, el reino tí­pico, entonces en ruinas, dejó de existir, y de nuevo se dirigió la atención hacia el futuro, hacia la venidera †œdescendencia†, el Mesí­as.
Naciones polí­ticas como Asiria y Babilonia, devastaron los reinos apóstatas de Israel y Judá. Aunque Dios dice que †˜levanta†™ o †˜trae†™ a esas naciones contra su pueblo condenado (Dt 28:49; Jer 5:15; 25:8, 9; Eze 7:24; Am 6:14), el sentido es similar a cuando el registro bí­blico dice que †˜endureció†™ el corazón de Faraón. (Véase PRESCIENCIA, PREDETERMINACIí“N [Respecto a determinadas personas].) Es decir, Dios †˜trajo†™ a estas fuerzas agresoras permitiendo que realizaran el deseo de su corazón (Isa 10:7; Lam 2:16; Miq 4:11) al retirar su †˜mano†™ protectora del objeto de la ambición de ellas. (Dt 31:17, 18; compárese Esd 8:31 con Esd 5:12; Ne 9:28-31; Jer 34:2.) A los israelitas apóstatas que tercamente se negaron a someterse a la ley y a la voluntad de Jehová se les dio †œa la espada, a la peste y al hambre†. (Jer 34:17.) Sin embargo, el que esas naciones destruyeran sin piedad a los reinos septentrional y meridional, la ciudad capital de Jerusalén y su sagrado templo, no les granjeó la aprobación divina ni indicaba que tuviesen las †˜manos limpias†™ delante de El. De modo que Jehová, el Juez de toda la Tierra, podí­a denunciarlas con justicia por †˜saquear su herencia†™ y condenarlas a sufrir la misma desolación que habí­an infligido a su pueblo. (Isa 10:12-14; 13:1, 17-22; 14:4-6, 12-14, 26, 27; 47:5-11; Jer 50:11, 14, 17-19, 23-29.)

Visiones del reino de Dios en los dí­as de Daniel. Toda la profecí­a de Daniel subraya enfáticamente el tema de la Soberaní­a Universal de Dios y permite entender mejor Su propósito. Dios se valió de Daniel, que se hallaba exiliado en la capital de la potencia mundial que habí­a derrotado a Judá, para revelar el significado de una visión del monarca babilonio. En esta se predecí­a la marcha de las potencias mundiales y su destrucción final por el reino eterno que el propio Jehová habí­a establecido. Nabucodonosor, el conquistador de Jerusalén, se sintió impulsado a postrarse y rendir homenaje al exiliado Daniel y a reconocer que el Dios de Daniel era †œun Señor de reyes†, una actitud que debió asombrar a la corte real. (Da 2:36-47.) Mediante la visión del †˜árbol cortado†™ que Nabucodonosor tuvo en un sueño, Jehová hizo saber de nuevo de manera contundente que †œel Altí­simo es Gobernante en el reino de la humanidad, y que a quien él quiere darlo lo da, y coloca sobre él aun al de más humilde condición de la humanidad†. (Da 4; véase TIEMPOS SEí‘ALADOS DE LAS NACIONES.) El cumplimiento de la parte del sueño que tení­a que ver con él hizo que el emperador Nabucodonosor tuviera que reconocer una vez más que el Dios de Daniel es el †œRey de los cielos†, Aquel que †œestá haciendo conforme a su propia voluntad entre el ejército de los cielos y los habitantes de la tierra. Y no existe nadie que pueda detener su mano o que pueda decirle: †˜¿Qué has estado haciendo?†™†. (Da 4:34-37.)
Hacia el final del Imperio babilonio, Daniel tuvo visiones proféticas de imperios sucesivos que tendrí­an caracterí­sticas bestiales; vio también el majestuoso tribunal celestial de Jehová en sesión, juzgando a las potencias del mundo y decretando que no merecen gobernar, y contempló a †œalguien como un hijo del hombre […] [a quien] fueron dados gobernación y dignidad y reino, para que los pueblos, grupos nacionales y lenguajes todos le sirvieran aun a él†, en su †œgobernación de duración indefinida que no pasarᆝ. Presenció también la guerra de la última potencia mundial contra †œlos santos†, lo que exigirí­a la aniquilación de aquella, y la entrega del †œreino y la gobernación y la grandeza de los reinos bajo todos los cielos […] al pueblo que son los santos del Supremo†, los santos de Jehová Dios. (Da 7, 8.) De este modo se manifestó claramente que la †œdescendencia† prometida consistirí­a en un cuerpo gubernamental que además de tener un cabeza regio, el †œhijo del hombre†, también contarí­a con gobernantes asociados, los †œsantos del Supremo†.

En tiempo de Babilonia y Medo-Persia. El inexorable decreto de Dios contra la poderosa Babilonia se llevó a cabo súbita e inesperadamente; sus dí­as estaban contados y habí­an llegado a su fin. (Da 5:17-30.) Durante el posterior gobierno medopersa, Jehová reveló más detalles sobre el reino mesiánico, relativos a cuándo aparecerí­a el Mesí­as, que serí­a †œcortado† y también que habrí­a una segunda destrucción de la ciudad de Jerusalén y su lugar santo. (Da 9:1, 24-27; véase SETENTA SEMANAS.) Como habí­a hecho anteriormente durante la gobernación de Babilonia, Jehová Dios volvió a demostrar su poder sobre los elementos naturales y sobre las bestias salvajes a favor de los que reconocen su soberaní­a, a pesar de la cólera oficial y de las amenazas de muerte. (Da 3:13-29; 6:12-27.) Hizo que las puertas de Babilonia se abrieran de par en par cuando estaba previsto, lo que permitió que su pueblo tuviese la libertad de regresar a su propia tierra y reedificar la casa de Jehová. (2Cr 36:20-23.) Debido a su acto de libertar a su pueblo, a Sión se le podrí­a hacer el anuncio: †œÂ¡Tu Dios ha llegado a ser rey!†. (Isa 52:7-11.) Después, se frustraron diversas conspiraciones contra su pueblo, así­ como acusaciones falsas de oficiales subordinados y decretos gubernamentales adversos, debido a que Jehová inducí­a a los diversos reyes persas a cooperar con el cumplimiento de Su voluntad soberana. (Esd 4–7; Ne 2, 4, 6; Est 3–9.)
Por lo tanto, durante miles de años el propósito inmutable e irresistible de Jehová Dios siguió hacia adelante. Sin importar qué giros tomaron los acontecimientos en la Tierra, siempre demostró estar al mando de la situación, sin verse afectado por la oposición humana o demoniaca. No permitió que nada interfiriera en el desarrollo progresivo y perfecto de su propósito o de su voluntad. La historia de la nación de Israel suministró tipos proféticos de cómo tratarí­a Dios con los hombres, y además ilustró que si no hay un reconocimiento y una sumisión de todo corazón a la jefatura divina, no puede haber armoní­a, paz y felicidad duraderas. Los israelitas disfrutaban de los beneficios de tener en común la ascendencia, la lengua y el paí­s. También se encaraban a enemigos comunes. Pero solo tení­an unidad, fuerza, justicia y disfrute genuino de la vida cuando adoraban y serví­an a Jehová Dios con lealtad y fe. Cuando sus lazos con Jehová Dios se debilitaban, la nación degeneraba rápidamente.

El reino de Dios †˜se acerca†™. Puesto que el Mesí­as tení­a que ser un descendiente de Abrahán, Isaac y Jacob, un miembro de la tribu de Judá y un †œhijo de David†, habí­a de nacer como hombre; según se declaró en la profecí­a de Daniel, debí­a ser un †œhijo del hombre†. Cuando †œllegó el lí­mite cabal del tiempo†, Jehová Dios envió a su Hijo, quien nació de una mujer y cumplió todos los requisitos legales para heredar el †œtrono de David su padre†. (Gál 4:4; Lu 1:26-33; véase GENEALOGíA DE JESUCRISTO.) Seis meses antes de su nacimiento, nació Juan, al que llamarí­an el Bautista y que serí­a precursor de Jesús. (Lu 1:13-17, 36.) Las expresiones de los padres de Juan y de Jesús indicaron que viví­an con la ansiosa expectativa de contemplar la gobernación divina. (Lu 1:41-55, 68-79.) Cuando Jesús nació, las palabras que pronunció la delegación angélica enviada para anunciar el significado de aquel acontecimiento también se refirieron a actos gloriosos de Dios. (Lu 2:9-14.) Igualmente, Simeón y Ana expresaron en el templo su esperanza de salvación y liberación. (Lu 2:25-38.) Tanto el registro bí­blico como el seglar muestran que los judí­os estaban a la expectativa de la venida del Mesí­as. Sin embargo, el interés principal de muchos de ellos era conseguir libertad del pesado yugo de la dominación romana. (Véase MESíAS.)
Juan tení­a la comisión de †˜volver los corazones†™ de las personas a Jehová, a sus pactos, al †œprivilegio de rendirle servicio sagrado sin temor, con lealtad y justicia†, y de este modo †œalistar para Jehová un pueblo preparado†. (Lu 1:16, 17, 72-75.) Dijo sin ambages a las personas que se encaraban a un tiempo de juicio de Dios y que †˜el reino de los cielos se habí­a acercado†™, por lo que era urgente que se arrepintieran y abandonaran su proceder de desobediencia a la voluntad y la ley de Dios. Esto volví­a a poner de relieve la norma de Jehová de tener únicamente súbditos bien dispuestos, personas que reconocieran y apreciaran la justicia de sus caminos y sus leyes. (Mt 3:1, 2, 7-12.)
La venida del Mesí­as tuvo lugar cuando Jesús se presentó a Juan para bautizarse y fue ungido por el espí­ritu santo de Dios. (Mt 3:13-17.) Así­ pasó a ser el Rey nombrado, reconocido por el tribunal de Jehová como el que tení­a el derecho legal al trono daví­dico, un derecho que nadie habí­a tenido en los anteriores seis siglos. (Véase JESUCRISTO [Su bautismo].) Pero Jehová introdujo además a su Hijo aprobado en un pacto para un reino celestial, en el que Jesús serí­a Rey y Sacerdote a la manera del Melquisedec de la antigua Salem. (Sl 110:1-4; Lu 22:29; Heb 5:4-6; 7:1-3; 8:1; véase PACTO.) Como la prometida †˜descendencia de Abrahán†™, este Rey-Sacerdote celestial serí­a el Agente Principal de Dios para bendecir a personas de todas las naciones. (Gé 22:15-18; Gál 3:14; Hch 3:15.)
Al principio de la vida terrestre de su Hijo, Jehová manifestó su poder real en su favor. Dios desvió a los astrólogos orientales que iban a informar al tirano rey Herodes sobre el paradero de Jesús, e hizo que los padres del niño se lo llevaran a Egipto antes de que los agentes de Herodes llevaran a cabo la matanza de niños en Belén. (Mt 2:1-16.) Como la profecí­a original de Edén habí­a predicho enemistad entre la †œdescendencia† prometida y la †˜descendencia de la serpiente†™, este atentado contra la vida de Jesús solo podí­a significar que el Adversario de Dios, Satanás el Diablo, estaba tratando, aunque sin éxito, de frustrar el propósito de Jehová. (Gé 3:15.)
Después que Jesús, ya bautizado, pasó unos cuarenta dí­as en el desierto de Judá, el principal oponente de la soberaní­a de Jehová se enfrentó a él. Ese adversario celestial le presentó argumentos sutiles con el propósito de inducirlo a cometer actos que violaran la voluntad y la palabra expresada de Jehová. Satanás incluso le ofreció al ungido Jesús el dominio sobre todos los reinos de la Tierra sin necesidad de luchar ni de sufrir, a cambio de que le rindiese un acto de adoración. Una vez que Jesús se negó y reconoció que Jehová era el único Soberano verdadero, de quien procede con todo derecho la autoridad y a quien debe dirigirse la adoración, el adversario de Dios adoptó otras tácticas, otra †œestrategia de guerra† contra el Representante de Jehová, valiéndose en diversas ocasiones de agentes humanos, como ya habí­a hecho mucho tiempo antes en el caso de Job. (Job 1:8-18; Mt 4:1-11; Lu 4:1-13; compárense con Rev 13:1, 2.)

¿En qué sentido estaba el Reino †˜en medio†™ de aquellos a quienes Jesús predicó?
Con confianza en que Jehová tení­a el poder de protegerle y de concederle éxito, Jesús emprendió su ministerio público, anunciando al pueblo que estaba en pacto con Jehová que †˜el tiempo señalado se habí­a cumplido†™, lo que significaba que el reino de Dios estaba cerca. (Mr 1:14, 15.) Para determinar en qué sentido estaba †˜cerca†™ el Reino, pueden examinarse las palabras que dirigió a ciertos fariseos: †œEl reino de Dios está en medio de ustedes†. (Lu 17:21.) Algunos comentaristas citan frecuentemente este versí­culo como un ejemplo del †˜misticismo†™ o †˜introversión†™ de Jesús. Esta interpretación se basa principalmente en la expresión †œdentro de vosotros†, que es como traducen un buen número de versiones la última parte de esta cita (AFEBE, Enz, Leal, NBE, Rule, Scí­o y otras). Sin embargo, muchas otras difieren. Por ejemplo, Torres Amat lee: †œYa el reino de Dios, o el Mesí­as, está en medio de vosotros†. Cantera-Iglesias dice: †œEl reino de Dios está entre vosotros†, y en una nota comenta: †œENTRE VOSOTROS (no †˜dentro de vosotros†™, †˜en vuestro interior†™): en la persona de Jesús, presente entre los fariseos†. Asimismo, Straubinger traduce †œya está […] en medio de vosotros†, y en una nota comenta: †œEl sentido no puede ser que el reino está dentro de sus almas, pues Jesús está hablando con los fariseos†. (Véanse también las notas de Besson, BJ, NTI y Petite.) Como †œreino [ba·si·léi·a]† puede significar †œdignidad real†, es evidente que Jesús se referí­a a que él, el representante real de Dios, el ungido por Dios para ejercer la gobernación real, estaba en medio de ellos. No solo estaba presente en calidad de futuro rey del Reino, sino que también tení­a autoridad para realizar obras que manifestaban el poder regio de Dios y preparar a quienes iban a ocupar puestos en su venidero gobierno del Reino. A eso se referí­a la †˜proximidad†™ del Reino; era un tiempo en el que se daban unas circunstancias muy especiales.

Un gobierno con poder y autoridad. Los discí­pulos de Jesús entendieron que el Reino era un verdadero gobierno de Dios, aunque no comprendieron el alcance de su dominio. Natanael le dijo a Jesús: †œRabí­, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel†. (Jn 1:49.) Ellos conocí­an lo que la profecí­a de Daniel decí­a en cuanto a †œlos santos†. (Da 7:18, 27.) Jesús prometió claramente a sus apóstoles que ocuparí­an †œtronos†. (Mt 19:28.) Santiago y Juan buscaron ciertas posiciones privilegiadas en el gobierno mesiánico, y Jesús reconoció que las habrí­a, si bien dijo que el asignarlas dependí­a de su Padre, el Gobernante Soberano. (Mt 20:20-23; Mr 10:35-40.) Por tanto, aunque sus discí­pulos creyeron erróneamente que la gobernación regia del Mesí­as se circunscribí­a a la Tierra —y especí­ficamente al Israel carnal— e incluso lo manifestaron así­ el dí­a de la ascensión del resucitado Jesús (Hch 1:6), entendieron correctamente que se trataba de un verdadero gobierno. (Compárese con Mt 21:5; Mr 11:7-10.)
El Representante real de Jehová demostró visiblemente de muchas maneras el poder regio de Dios sobre su creación terrestre. Por medio del espí­ritu o fuerza activa de Dios, su Hijo controló el viento y el mar, la vegetación, los peces y hasta los elementos orgánicos del alimento, como cuando lo multiplicó. Estas obras poderosas hicieron que sus discí­pulos llegaran a tener un profundo respeto por su autoridad. (Mt 14:23-33; Mr 4:36-41; 11:12-14, 20-23; Lu 5:4-11; Jn 6:5-15.) Aún causaba una impresión más profunda su manera de ejercer el poder de Dios sobre los cuerpos humanos, al sanar afecciones como la ceguera y la lepra y devolver la vida a los muertos. (Mt 9:35; 20:30-34; Lu 5:12, 13; 7:11-17; Jn 11:39-47.) Jesús dijo a algunos leprosos sanados que se presentaran a los sacerdotes, quienes generalmente no creí­an a pesar de su autorización divina, †œpara testimonio a ellos†. (Lu 5:14; 17:14.) Por último, mostró el poder de Dios sobre los espí­ritus sobrehumanos. Los demonios reconocí­an la autoridad conferida a Jesús, y en lugar de exponerse a una prueba decisiva del poder que le respaldaba, acataban sus órdenes de dejar libres a los posesos. (Mt 8:28-32; 9:32, 33; compárese con Snt 2:19.) Como este poder para expulsar demonios procedí­a del espí­ritu de Dios, se podí­a decir que el reino de Dios realmente habí­a †œalcanzado† a sus oyentes. (Mt 12:25-29; compárese con Lu 9:42, 43.)
Todo esto era prueba sólida de que Jesús tení­a autoridad real y de que esta no procedí­a de ninguna fuente polí­tica humana. (Compárese con Jn 18:36; Isa 9:6, 7.) A unos mensajeros enviados por Juan el Bautista —preso por aquel entonces— que habí­an sido testigos de las obras poderosas de Jesús, este les mandó volver a Juan y decirle lo que habí­an visto y oí­do como confirmación de que Jesús era realmente †œAquel Que Viene†. (Mt 11:2-6; Lu 7:18-23; compárense con Jn 5:36.) Los discí­pulos de Jesús estaban viendo y oyendo la prueba de la autoridad de Reino que los profetas habí­an anhelado presenciar. (Mt 13:16, 17.) Además, Jesús podí­a delegar autoridad a sus discí­pulos para que tuvieran poderes similares como sus representantes nombrados, y de este modo daba fuerza y peso a su proclamación: †œEl reino de los cielos se ha acercado†. (Mt 10:1, 7, 8; Lu 4:36; 10:8-12, 17.)

La entrada en el Reino. Jesús destacó que habí­a llegado un perí­odo especial de circunstancias favorables. De su precursor, Juan, dijo: †œEntre los nacidos de mujer no ha sido levantado uno mayor que Juan el Bautista; mas el que sea de los menores en el reino de los cielos es mayor que él. Pero desde los dí­as de Juan el Bautista hasta ahora el reino de los cielos es la meta hacia la cual se adelantan con ardor [bi·á·ze·tai] los hombres, y los que se adelantan con ardor [bi·a·stái] se asen de él. [Compárese con BC, nota; Besson; Mensajero; Mod; PNT; RH; VHA; Vi.] Porque todos, los Profetas y la Ley, profetizaron hasta Juan†. (Mt 11:10-13.) Por lo tanto, los dí­as del ministerio de Juan, que pronto terminarí­an con su ejecución, señalaron la conclusión de un perí­odo y el comienzo de otro. En cuanto al verbo griego bi·á·zo·mai, empleado en este texto, W. E. Vine dice que sugiere †œun empeño esforzado†. (Diccionario Expositivo de Palabras del Nuevo Testamento, 1987, vol. 4, pág. 246.) El erudito alemán Heinrich Meyer escribió sobre Mateo 11:12: †œAsí­ se describe ese esfuerzo y esa lucha ansiosa e irresistible en pos del reino Mesiánico que se acerca […]. Tan ansioso y enérgico (ya no calmado y expectante) es el interés con respecto al reino. Los [bi·a·stái] son, por consiguiente, creyentes [no enemigos agresores] que luchan vigorosamente por poseerlo†. (Critical and Exegetical Hand-Book to the Gospel of Matthew, de H. Meyer, 1884, pág. 225.)
Así­ pues, pertenecer al reino de Dios no se conseguirí­a con facilidad; no serí­a como acercarse a una ciudad abierta en la que muy poco, o nada, dificultase la entrada. Al contrario, el Soberano Jehová Dios habí­a colocado barreras para excluir a cualquiera que no lo mereciera. (Compárese con Jn 6:44; 1Co 6:9-11; Gál 5:19-21; Ef 5:5.) Los que entraran tendrí­an que recorrer un camino estrecho, pasar por una puerta angosta y pedir, buscar y tocar con insistencia. Solo entonces se les abrirí­a el camino. El camino es †œestrecho† en el sentido de que restringe a los que caminan por él para que no hagan cosas que puedan perjudicar a otros o a ellos mismos. (Mt 7:7, 8, 13, 14; compárese con 2Pe 1:10, 11.) Quizás tuvieran que perder un ojo o una mano en sentido figurado a fin de conseguir la entrada. (Mr 9:43-47.) El Reino no serí­a una plutocracia en la que se pudiera comprar el favor del Rey; serí­a difí­cil que un rico (gr. plóu·si·os) entrase. (Lu 18:24, 25.) No serí­a una aristocracia mundana; una posición social elevada no contarí­a. (Mt 23:1, 2, 6-12, 33; Lu 16:14-16.) Los que parecieran †œprimeros†, con unos antecedentes religiosos impresionantes, serí­an los †œúltimos†, y los †˜últimos serí­an los primeros†™ en recibir los benditos privilegios relacionados con ese Reino. (Mt 19:30–20:16.) Los fariseos hipócritas, hombres prominentes que confiaban en su posición ventajosa, verí­an entrar en el Reino antes que ellos a las rameras y a los recaudadores que habí­an reformado su conducta. (Mt 21:31, 32; 23:13.) Aunque llamaran a Jesús †œSeñor, Señor†, a todos aquellos hipócritas que no respetasen la palabra y la voluntad de Dios revelada por medio de Jesús, se les rechazarí­a con las palabras: †œÂ¡Nunca los conocí­! Apártense de mí­, obradores del desafuero†. (Mt 7:15-23.)
Conseguirí­an entrar los que pusieran los intereses materiales en segundo lugar y buscaran primero el Reino y la justicia de Dios. (Mt 6:31-34.) Al igual que Cristo Jesús, el Rey ungido de Dios, estas personas amarí­an la justicia y odiarí­an el desafuero. (Heb 1:8, 9.) Los futuros miembros del Reino tendrí­an una inclinación espiritual, serí­an misericordiosos, de corazón puro y pací­ficos, aunque otros hombres los vituperarí­an y perseguirí­an. (Mt 5:3-10; Lu 6:23.) El †œyugo† que Jesús ofreció a tales personas significaba sumisión a su autoridad regia. Pero para los †œde genio apacible y [humildes] de corazón†, como era el Rey, se trataba de un yugo suave y una carga ligera. (Mt 11:28-30; compárese con 1Re 12:12-14; Jer 27:1-7.) Esto debió conmover a sus oyentes, pues les aseguraba que su gobernación no tendrí­a ninguna de las cualidades indeseables que habí­an mostrado muchos gobernantes anteriores, tanto israelitas como no israelitas. Les dio razón para creer que bajo su gobierno no habrí­a impuestos opresivos, trabajos forzados o explotación de cualquier tipo. (Compárese con 1Sa 8:10-18; Dt 17:15-17, 20; Ef 5:5.) Como mostraron las palabras posteriores de Jesús, no solo el Cabeza del venidero gobierno del Reino demostrarí­a su abnegación hasta el punto de dar la vida por su pueblo, sino que todos los que estuvieran asociados con él en ese gobierno también procurarí­an servir al prójimo en vez de ser servidos. (Mt 20:25-28; véase JESUCRISTO [Sus obras y cualidades personales].)

La sumisión de buena gana es fundamental. El propio Jesús sentí­a el respeto más profundo por la voluntad y la autoridad soberana de su Padre. (Jn 5:30; 6:38; Mt 26:39.) Mientras estaba en vigor el pacto de la Ley los seguidores judí­os de Jesús tení­an que practicar y recomendar a otros la obediencia a dicho pacto; Jesús rechazarí­a de su Reino a todo el que adoptara un proceder opuesto. No obstante, este respeto y obediencia debí­a proceder del corazón, y no tení­a que limitarse a observar la parte formal o ritual de la Ley, enfatizando solo mandatos especí­ficos. Por el contrario, debí­an obedecerse principios básicos, como la justicia, la misericordia y la fidelidad. (Mt 5:17-20; 23:23, 24.) Jesús dijo que †˜no estaba lejos del reino de Dios†™ al escriba que reconoció la posición singular de Jehová y que admitió que el †œamarlo con todo el corazón y con todo el entendimiento y con todas las fuerzas, y esto de amar al prójimo como a uno mismo, vale mucho más que todos los holocaustos y sacrificios†. (Mr 12:28-34.) Por lo tanto, Jesús hizo patente en todos los aspectos que Jehová Dios solo busca a súbditos dispuestos, que prefieren Sus caminos justos y desean fervientemente vivir bajo su autoridad soberana.

La relación de pacto. Durante la última noche que Jesús pasó con sus discí­pulos, habló de un †œnuevo pacto† con ellos que serí­a validado por su sacrificio de rescate (Lu 22:19, 20; compárese con 12:32); él serí­a Mediador entre el Soberano Jehová y ellos. (1Ti 2:5; Heb 12:24.) Además, Jesús hizo un pacto personal con sus seguidores †œpara un reino†, a fin de que pudieran participar con él de sus privilegios reales. (Lu 22:28-30; véase PACTO.)

Vencer al mundo. Aunque la detención, juicio y ejecución de Jesús podí­an dar la impresión de que su posición real era débil, en realidad constituyeron un claro cumplimiento de las profecí­as divinas, por lo que Dios lo permitió. (Jn 19:10, 11; Lu 24:19-27, 44.) Mediante su lealtad e integridad hasta la muerte, Jesús demostró que †œel gobernante del mundo†, el Adversario de Dios, Satanás, no tení­a †œdominio† sobre él y que él habí­a †œvencido al mundo†. (Jn 14:29-31; 16:33.) Además, aunque su Hijo habí­a sido fijado en un madero, Jehová manifestó su poder sin igual: la luz del Sol desapareció temporalmente, hubo un fuerte terremoto y se rasgó en dos la gran cortina que habí­a en el templo. (Mt 27:51-54; Lu 23:44, 45.) Al tercer dí­a, dio aún más prueba de su Soberaní­a cuando resucitó a su Hijo a la vida celestial, a pesar de los frágiles esfuerzos humanos por impedir la resurrección apostando guardas ante la tumba sellada de Jesús. (Mt 28:1-7.)

†˜El reino del Hijo de su amor.†™ Diez dí­as después de la ascensión de Jesús a los cielos, en el Pentecostés del año 33 E.C., sus discí­pulos tuvieron prueba de que habí­a sido †œensalzado a la diestra de Dios† cuando derramó espí­ritu santo sobre ellos. (Hch 1:8, 9; 2:1-4, 29-33.) De esta manera entró en vigor el †œnuevo pacto†, y ellos se convirtieron en el núcleo de una nueva †œnación santa†, el Israel espiritual. (Heb 12:22-24; 1Pe 2:9, 10; Gál 6:16.)
Entonces Cristo estaba sentado a la diestra del Padre y era el Cabeza de la congregación. (Ef 5:23; Heb 1:3; Flp 2:9-11.) Las Escrituras muestran que a partir del Pentecostés del año 33 E.C. se estableció un reino espiritual sobre los discí­pulos. Cuando el apóstol Pablo escribió a los cristianos colosenses del primer siglo, indicó que Jesucristo ya tení­a un reino: †œ[Dios] nos libró de la autoridad de la oscuridad y nos transfirió al reino del Hijo de su amor†. (Col 1:13; compárese con Hch 17:6, 7.)
El reino de Cristo que empezó en el Pentecostés de 33 E.C. es de carácter espiritual, al igual que el Israel sobre el que rige: los cristianos engendrados por el espí­ritu de Dios para ser Sus hijos espirituales. (Jn 3:3, 5, 6.) Cuando tales cristianos engendrados por espí­ritu reciben su recompensa espiritual, dejan de ser súbditos terrestres del reino espiritual de Cristo para pasar a ser reyes con Cristo en los cielos. (Rev 5:9, 10.)

†œEl Reino de nuestro Señor y de su Cristo.† A finales del siglo I E.C., el apóstol Juan tuvo una revelación divina del tiempo futuro en el que Jehová Dios producirí­a una nueva forma de gobernación divina mediante su Hijo. En aquel tiempo, como cuando David llevó el Arca a Jerusalén, podrí­a decirse que Jehová †˜habí­a tomado su gran poder y habí­a empezado a reinar†™. Serí­a entonces cuando fuertes voces en el cielo proclamarí­an: †œEl reino del mundo sí­ llegó a ser el reino de nuestro Señor y de su Cristo, y él reinará para siempre jamás†. (Rev 11:15, 17; 1Cr 16:1, 31.)
†œNuestro Señor†, el Señor Soberano Jehová, impone su autoridad sobre †œel reino del mundo† produciendo una nueva expresión de su soberaní­a sobre la Tierra. Concede a su Hijo Jesucristo una participación subsidiaria en ese Reino, de modo que se le llama †œel reino de nuestro Señor y de su Cristo†. Este reino es de proporciones y dimensiones mayores que †œel reino del Hijo de su amor†, del que se habla en Colosenses 1:13. †œEl reino del Hijo de su amor† empezó en el Pentecostés del año 33 E.C. y ha gobernado sobre los discí­pulos ungidos de Cristo; †œel reino de nuestro Señor y de su Cristo† se inicia al fin de †œlos tiempos señalados de las naciones† y gobierna sobre toda la humanidad en la Tierra. (Lu 21:24.)
Después de recibir participación en †œel reino del mundo†, Jesucristo toma las medidas necesarias para eliminar la oposición a la soberaní­a de Dios. La acción inicial tiene lugar en la región celestial; se derrota a Satanás y sus demonios y se les arroja al ámbito terrestre. Como resultado, se hace la siguiente proclamación: †œAhora han acontecido la salvación y el poder y el reino de nuestro Dios y la autoridad de su Cristo†. (Rev 12:1-10.) Durante el corto perí­odo de tiempo que le queda, este principal adversario, Satanás, continúa cumpliendo la profecí­a de Génesis 3:15 al guerrear contra †œlos restantes† de la †œdescendencia† de la mujer, los †œsantos† que están en ví­as de gobernar con Cristo. (Rev 12:13-17; compárese con 13:4-7; Da 7:21-27.) No obstante, los †œjustos decretos† de Jehová se hacen manifiestos, y sus expresiones de juicio caen como plagas sobre sus opositores, lo que lleva a la destrucción de la mí­stica Babilonia la Grande, la perseguidora principal de los siervos de Dios en la Tierra. (Rev 15:4; 16:1–19:6.)
Después, †œel reino de nuestro Señor y de su Cristo† enví­a sus ejércitos celestiales contra los gobernantes de todos los reinos terrestres y sus ejércitos para pelear la batalla de Armagedón, en la que estos últimos son destruidos. (Rev 16:14-16; 19:11-21.) Esta es la respuesta a la petición hecha a Dios: †œVenga tu reino. Efectúese tu voluntad, como en el cielo, también sobre la tierra†. (Mt 6:10.) A continuación se abisma a Satanás y empieza un perí­odo de mil años en el que Cristo Jesús y sus asociados gobiernan como reyes y sacerdotes sobre los habitantes de la Tierra. (Rev 20:1, 6.)

Cristo †œentrega el reino†. El apóstol Pablo también describe la gobernación de Cristo durante su presencia. Después de resucitar a sus seguidores, Cristo procede a reducir †œa nada todo gobierno y toda autoridad y poder† (lógicamente, todo gobierno, autoridad y poder en oposición a la voluntad soberana de Dios). Más tarde, al final del reino milenario, †œentrega el reino a su Dios y Padre†, y se somete a †œAquel que le sujetó todas las cosas, para que Dios sea todas las cosas para con todos†. (1Co 15:21-28.)
Puesto que Jesucristo †œentrega el reino a su Dios y Padre†, ¿en qué sentido es su reino †œeterno†, como se repite una y otra vez en las Escrituras? (2Pe 1:11; Isa 9:7; Da 7:14; Lu 1:33; Rev 11:15.) Del siguiente modo: su Reino †œnunca será reducido a ruinas†, sus logros serán perpetuos y él recibirá honra eterna por su papel de Rey Mesiánico. (Da 2:44.)
Durante el reinado milenario, el gobierno de Cristo sobre la Tierra desempeñará un papel sacerdotal a favor de la humanidad obediente. (Rev 5:9, 10; 20:6; 21:1-3.) De este modo terminará el dominio del pecado y la muerte como reyes sobre la humanidad obediente, ahora sujeta a su †œley†; la bondad inmerecida y la justicia serán las cualidades imperantes. (Ro 5:14, 17, 21.) Como los habitantes de la Tierra ya no estarán sujetos al pecado y la muerte, también terminará la necesidad de que Jesús rinda un servicio propiciatorio como †œayudante para con el Padre† por los pecados de los humanos imperfectos. (1Jn 2:1, 2.) La humanidad habrá recuperado la posición que tení­a originalmente cuando el hombre perfecto Adán estaba en Edén. En aquel tiempo Adán no necesitaba a nadie entre él y Dios para hacer propiciación. De igual modo, al final del gobierno milenario los habitantes de la Tierra estarán en posición —de hecho, tendrán la obligación— de responder por su proceder ante Jehová Dios como Juez Supremo, sin recurrir a nadie como intermediario o ayudante legal. De ese modo Jehová, el Poder Soberano, pasa a ser †œtodas las cosas para con todos†. Esto significa que se habrá realizado en su totalidad el propósito de Dios de †œreunir todas las cosas de nuevo en el Cristo, las cosas [que están] en los cielos y las cosas [que están] en la tierra†. (1Co 15:28; Ef 1:9, 10.)
El gobierno milenario de Jesús habrá cumplido completamente su propósito. La Tierra, en un tiempo foco de rebelión, habrá sido restaurada a una posición plena, limpia e indiscutida en el dominio del Soberano Universal. No quedará ningún reino subsidiario entre Jehová y la humanidad obediente.
Sin embargo, después de esto se someterá a esos súbditos terrestres a una prueba final de integridad y devoción. Satanás será soltado del abismo. Los que permitan que él los seduzca lo harán por la misma cuestión que surgió en Edén: la legitimidad de la soberaní­a de Dios, pues se dice que atacan el †œcampamento de los santos y la ciudad amada†. Como el Tribunal del cielo habrá zanjado judicialmente esa cuestión y habrá cerrado el caso ya no se permitirá otra rebelión prolongada. Los que no permanezcan leales al lado de Dios no podrán apelar a Cristo Jesús como un †˜ayudante propiciatorio†™, sino que Jehová Dios será †œtodas las cosas† para ellos. No habrá ninguna apelación o mediación posible. Todos los rebeldes, espí­ritus y humanos, recibirán la sentencia divina de destrucción en la †œmuerte segunda†. (Rev 20:7-15.)

Fuente: Diccionario de la Biblia

Sumario: Introducción. 1. Raices en la ideologí­a y experiencia de la realeza en el A ? y en la apocalí­ptica:
1. Dios es el rey de los reyes: a) El Señor reina sobre Israel, b) El arca de la alianza es el trono de Yhwh, c) Yhwh rey de los gentiles y del universo; 2. El rey mesí­as: a) Los primeros oráculos sobre el rey mesí­as, b) El descendiente del rey David; 3. Israel es el reino de Dios: a) Reino de Dios – propiedad de Dios, b) Israel se convierte en reino de Dios con la observancia del pacto sinaí­tico; 4. El reino en la literatura del judaismo tardí­o: a) El reino mesiánico en clave polí­tica, b) El reino celestial, c) Tomar sobre sí­ el yugo del reino de los cielos. II. El anuncio del reino: 1. En el evangelio de Marcos: a) El reino está cerca, b) Conocer el misterio del reino, c) Bendito el reino que viene, d) Dimensión presente y futura del reino; 2. En los escritos del tercer evangelista: a) El reino mesiánico, bj El anuncio del reino, e) El objeto de la misión: el anuncio del reino, d) El reino pertenece a los pobres y a los niños, e) Reino futuro,!) Reino presente, g) Sí­ntesis de las dos dimensiones; 3. El cuarto evangelista: a) Ver el reino y entrar en él, b) Jesús es el rey de Israel, c) La revelación suprema de la realeza de Cristo. III. El evangelista del reino de los cielos: 1. La incidencia del tema del reino en el primer evangelio; 2. La proclamación del reino: a) El evangelio del reino, b) Los hijos del reino, c) Los miembros del reino: 3. El reino mesiánico: a) La oración por la venida del reino, b) La búsqueda del reino, c) El signo de la presencia del reino, d) El crecimiento del reino; 4. La consumación del reino: a) El reino de los cielos, b) El juicio final y la parusí­a. IV. El reino en el epistolario del NTy en el Apocalipsis: 1. El epistolario paulino; 2. Las otras cartas apostólicas; 3. El Apocalipsis. V. Reino e Iglesia: 1. En el primer evangelio; 2. El reino sacerdotal. VI. Reino y escatologí­a.
Introducción.
En la Sagrada Escritura encontramos con mucha frecuencia las locuciones †œYhwh reina†™, †œel reino de Dios, †œEl Señor es rey†™ y similares. Evidentemente, se trata de un lenguaje simbólico y analógico para expresar verdades y realidades divinas partiendo de la experiencia del mundo humano, en el cual el gobierno, el dominio, el poder y la soberaní­a se ejercen de modo eminente por los monarcas, por los reyes, por los rectores de los pueblos. Con esas expresiones concernientes a la realeza divina la Biblia quiere enseñar y revelar que Dios es el supremo soberano del universo. Pues el Señor crea, reina, gobierna y domina los fenómenos cósmicos, todos los seres vivientes y la historia humana hasta la consumación escatológica, cuando su reino, es decir, su señorí­o, se establecerá de modo pleno y perfecto en la gloria del cielo; cuando él lo será todo en todos y su amor triunfará definitivamente de las fuerzas del odio y del mal, con la derrota plena y completa del prí­ncipe de las tinieblas, Satanás.

La Sagrada Escritura narra y describe cómo ocurrirá la instauración de ese reino celeste, después del revés del señorí­o de Dios provocado por el pecado de la criatura. La Biblia nos manifiesta los diversos estadios o fases y los diferentes modos con los que el Señor reina y dominará en el mundo, pero de modo particular en su pueblo. Pues el reino se encuentra en una relación especialí­sima con el mesí­as, cuya venida a la tierra tiene por fin principal la inauguración del señorí­o de Dios entre los hombres. Este personaje, esperado durante largos siglos por la humanidad, hará que reinen el amor, la verdad, la justicia y la paz, preparando la consumación del dominio soberano del Señor sobre el universo entero, acontecimiento reservado al último dí­a de la historia.
2753
1. RAICES EN LA IDEOLOGIA Y EXPERIENCIA DE LA REALEZA EN EL AT Y EN LA APOCALIPTICA.
La expresión †œreino de Dios† o †œreino de los cielos† forma uno de los temas dominantes de la alegre nueva de la salvación en el NT. Pero esa realidad divina no se presenta como una novedad absoluta, porque hunde sus raí­ces en la revelación veterotestamentaria y en toda la tradición judí­a. Aunque en los ciclos de los patriarcas apenas se dice palabra de la realeza de Yhwh, sin embargo de vez en cuando, incluso en los estratos más arcaicos del AT, aflora ese aspecto o función propia del Señor de reinar de modo soberano y de ejercer su dominio real, sobre todo para defender y salvar a su pueblo, puesto que Israel es el reino de Yhwh por excelencia.
2754
1. Dios es el rey de los reyes.
Las naciones, las regiones, las ciudades y los pueblos paganos son gobernados y regidos por reyes, faraones y soberanos (Gen 14,lss.l7ss; Ex 1,8; Ex 1,15 etc. ). Por eso los israelitas le piden al juez Samuel que establezca sobre ellos un rey que los gobierne, como ocurre en el mundo que los rodea IS 8,5). Los soberanos en la antigüedad eran exaltados e idolatrados hasta ser considerados como divinidades; sin embargo, en la valoración de la Biblia son simples mortales, limitados en sus poderes, e incluso con frecuencia débiles e impotentes ante las fuerzas de la naturaleza, y sobre todo cuando el Señor interviene en la historia. En semejantes actos salví­ficos Yhwh se revela realmente como el rey de reyes, como el Señor de los señores, como el supremo soberano del cielo y de la tierra, de los mares y de todos los abismos.
2755
a) El Señor reina sobre Israel.
Yhwh manifiesta su realeza sobre todo cuando obra en favor de su pueblo e instaura en él su dominio divino. Las intervenciones salví­ficas del Señor en la historia de Israel son presentadas frecuentemente como acciones reales del soberano más fuerte y poderoso que exista. En el antiquí­simo canto de Moisés, los estupendos prodigios realizados por Yhwh durante el éxodo, y en particular en la travesí­a del mar Rojo, son considerados intervenciones regias del Dios excelso, del santo, del omnipotente, que reina eternamente (Ex 15,11-13; Ex 15,18; Dt 3,24 ll,2ss; Núm 23,21s).
En los estratos más arcaicos del AT aparece con evidencia la fe de que Yhwh es el único rey de Israel, por lo cual este rey no tiene necesidad de reyes terrenos. Esta temática aflora sobre todo en los momentos de crisis nacional, cuando los israelitas desean un soberano que reine sobre ellos, como ocurre entre los gentiles. Gedeón, aunque altamente benemérito por sus empresas heroicas en favor de Israel, no desea reinar sobre Israel, y menos aún establecer una monarquí­a hereditaria, porque sabe que Yhwh es el único rey de su pueblo (Jc 8,23). Cuando los israelitas, hacia el final del gobierno de / Samuel, pidieron un rey a semejanza de todas las naciones, este profeta se entristeció profundamente (1S 8,5s), porque sabí­a muy bien que el único soberano de Israel debí­a ser el Señor (IS 12,12). En realidad, con aquel acto los israelitas rechazaban la realeza de Yhwh, como lo reveló éste a su siervo (1S 8,7s). Samuel comunicó a todo el pueblo aquel repudio de la soberaní­a real del Señor (1S 10,18s).
El primero y el último, el santo, el único verdadero Dios y el señor de los ejércitos es el rey de Israel, porque él lo ha creado, salvado y redimido (Is 43,15; Is 44,6). No sólo en el pasado, en el primer éxodo, sino también librando a Israel de la esclavitud de Babilonia, el Señor se revela como rey de su pueblo; la alegre noticia que los mensajeros de paz llevan a Sión consiste en esa realidad salví­fica: tu Dios reina. De ese modo se manifiesta él concretamente como el soberano divino que redime a su pueblo (Is 52,7; Sal 96,10). Pues Yhwh es el omnipotente que quita el aliento a los reyes de la tierra, manifestándose como espléndido guerrero que aniquila carros y caballos, pone en fuga a los enemigos valerosos de su pueblo y de ese modo salva a los humildes de la tierra (Ps 76,5ss). El Señor fuerte y poderoso es el rey de la gloria (Ps 24,7ss); él se ha revelado como gran rey sobre toda la tierra, sometiendo todos los pueblos a los israelitas (Ps 47,3s.7s). De ese modo Yhwh revela la espléndida gloria de su reino; por eso el salmista invita a la alabanza y a la gloria: †œEl Señor es el rey; que se alegre la tierra y exulten las islas innumerables† (Sal 97,1; Sal 145,10-13).
2756
b) El arca de la alianza es el trono de Yhwh.
El Señor reina sobre su pueblo estableciendo en él su soberaní­a, librándolo de todos los enemigos y defendiéndole de todos los males. Además, ofrece un signo visible, concreto y permanente de esa presencia salví­fica real en el santuario que custodia el arca de la alianza; aquí­ el Dios de la gloria habita en medio de Israel (Ex 25,8 40,34s). El arca constituye el trono real de Yhwh (2S 6,2), él vive como un soberanoencima de ella (Is 6,lss); desde allí­ habla con sus siervos: Moisés (Ex 25,22 Núm 16,2Oss), Isaí­as (Is 6,8s), etc.; desde allí­ se aparece a todo el pueblo (Nm 14,10; Nm 16,19; Nm 17,7). Durante el éxodo, cuando el Señor avanza sobre el arca en medio de su pueblo (Ex 40,36s; Núm 9,1 5ss; 10,33ss), en el traslado de este trono real de Yhwh al monte Sión y en el templo de Je-rusalén se forma el cortejo real del Dios de Israel (2S 6,l2ss; 1R 8,lss; Ps 68,25ss; 132,6ss). Desde este trono santo reina el Señor sobre todos los pueblos y sobre toda la tierra (Sal 99,1-5).
2757
c) Yhwh rey de los gentiles y del universo.
Sin embargo, el Señor no ejercita su dominio real sólo sobre Israel; en la Biblia es presentado también como rey de todas las naciones: †œSólo del Señor es el imperio, él es el Señor de las naciones† (Sal 22,29). Al final de los tiempos †œel Señor reinará sobre toda la tierra; en aquel dí­a el Señor será único, y único será su nombre† (Za 14,9).
Todo en los cielos y en la tierra pertenece a Yhwh, que es el soberano de todas las cosas y de todos los seres vivientes (ICrón 29,11). Si el Señor mora de modo muy especial en el templo de Jerusalén, sin embargo tiene su trono en los cielos (Sal 11,4); él asienta su trono encima de la tempestad (Sal 29,10); a él pertenece el universo con sus habitantes, porque es el rey de la gloria (Ps 24,ls.7ss; Sal 103,19). Y si el cielo es el trono de Dios, la tierra es el escabel de sus pies (Is 66,1 Mt 5,34s) y es rey de ella (Sal 47,3; Sal 47,8). El Señor muestra su realeza cuando se rodea de esplendor, se reviste y se ciñe de fuerza, haciendo firme su trono que es el mundo (Ps 93,lss).
2758
2. El rey Mesí­as.
Con el nacimiento y el desarrollo del filón me-siánico en el AT se explí­cito también que el Señor reinarí­a sobre la tierra y entre los pueblos por medio de su consagrado, el Cristo; éste serí­a el instrumento privilegiado para la instauración del reino de Dios en el mundo. El fin de la venida del mesí­as en realidad consiste en la inauguración de la presencia salví­fica de Yhwh entre los hombres para preparar su reinado o dominio real pleno y perfecto en el universo [1 Mesianismo].
2759
a) Los primeros oráculos sobre el rey mesí­as.
La bendición de Jacob a su hijo Judá (Gen 49,8ss) contiene el anuncio de la venida del personaje mesiánico que gobernará a todos los pueblos con el cetro real (y. 10). Ba-laán, en uno de sus oráculos, pre-anuncia el despuntar de la estrella de Jacob y el surgir de un cetro real de Israel para dominar a todas las naciones (Nm 24,17; Ez 21,32).
Las alusiones de estos textos al rey mesí­as se hacen claras y explí­citas en la profecí­a de Natán a David sobre el futuro glorioso de su reino, por medio de un descendiente suyo, cuyo trono será estable para siempre (2S 7,12; 2S 7,14; 2S 7,16). El salmista comenta poéticamente esta alianza daví­dica que tiene por objeto al rey mesí­as: †œYo haré de él mi primogénito, el más excelso de los reyes de la tierra… Afirmaré para siempre su dinastí­a y su trono durará como los cielos… Su dinastí­a durará por siempre y su trono durará tanto como el sol† (Sal 89,28; Sal 89,30; Sal 89,37); [/Salmos IV, 6; /Samuel III, 1].

El rey mesí­as es una persona divina que extiende el reino del Señor hasta los confines de la tierra:
†œProclamará el decreto que el Señor ha pronunciado: †œTú eres mi hijo; yo mismo te he engendrado hoy. Pí­deme, y te daré en herencia las naciones, en propiedad los confines de la tierra† (Ps 2,7s;cf 11O,lss).
2760
b) El descendiente del rey David.
La realeza del mesí­as se acentúa en los oráculos de los profetas, porque este personaje es presentado a menudo como el descendiente del rey David, que deberá restaurar el reino paterno y establecer el reinado de Dios sobre la tierra.
Isaí­as [111, 2], ve el despuntar de una gran luz en el nacimiento del descendiente daví­dico, el prí­ncipe de la paz, sobre cuyas espaldas está el signo de la soberaní­a real y divina, para inaugurar el reino eterno de la paz en el derecho y en la justica (Is 9,1; Is 9, . Este retoño Jesé, lleno del Espí­ritu Yhwh, instaurará el reino la justicia y la felicidad, la paz y la sabidurí­a (Is 11,1-9).
El futuro rey de Israel, cuyos orí­genes se remontan a la antigüedad y a los dí­asmás remotos, vendrá de Belén de Efrata (Miq 5,1), es decir, será un descendiente de David. En la era escatológica el Señor suscitará un rey sabio y justo, capaz de salvar al pueblo de Dios, ya que será un personaje divino (Jr 23,5 ). El rey mesí­as, humilde y manso, profeta y defensor de los pobres, instaurará el reino universal de la paz y de la justicia en todo el mundo (SaI 72, ls.5.8). El anuncio de ese maravilloso reino de Dios realizado por el mesí­as no puede dejar de suscitar profunda alegrí­a: †œSalta de júbilo, hija de Sión; alégrate, hija de Jerusalén, porque tu rey viene a ti…† (Za 9,9). El profeta Ezequiel presenta la realeza del mesí­as en perspectiva pastoral: el descendiente de David regirá al pueblo de Dios como un pastor bueno, sabio y fuerte, que eliminará todas las bestias peligrosas y establecerá un reino de paz (Ez 34,23s; 37,24s).
2761
3. Israel es el reino de Dios.
Si Yhwh es el rey del universo y de todos los pueblos, si el rey mesí­as reinará de un mar al otro también sobre las naciones, es indiscutible que Israel es el reino de Dios por excelencia. El pasaje de Ex 19,5s es muy explí­cito a este respecto. Este texto es muy precioso, porque no sólo indica en qué consiste concretamente ser reino del Señor, sino también con qué condiciones se hace uno miembro de ese reino.
2762
a) Reino de Dios – propiedad de Dios.
La expresión †œreino de sacerdotes†™ está puesta claramente en paralelo con las locuciones †œpropiedad del Señor† y †œpueblo preciosí­simo†, como lo muestra el texto estructurado:
†œVosotros seréis para mí­,
la propiedad entre todos
los pueblos… Vosotros seréis para mí­
un reino de sacerdotes
y un pueblo preciosí­simo†
(Ex 19,5s).
Por tanto, ser un reino sacerdotal para Yhwh significa ser un pueblo santo, propiedad del Señor; pertenecer completamente a Dios; ser su bien personal, sagrado y el más precioso (segullah; gr., perioúsios).
Con la / alianza sinaí­tica, Israel se convierte en cosa sagrada para el Señor, es decir, en su propiedad Jr2,3); Moisés declaró ese privilegio de los hebreos, fruto del amor de predilección de Yhwh: †œEl Señor se fijó en vosotros y os eligió, no por ser el pueblo más numeroso entre todos los pueblos, ya que sois el más pequeño de todos. Porque el Señor os amó y porque ha querido cumplir el juramento hecho a vuestros padres†™ (Dt 7,7s; cf 142; Is 43,21; SaI 74,2). Pues el Señor escogió a Jacob como posesión suya (SaI 135,4 ); lo libró de la esclavitud del faraón, realizando prodigios y portentos en Egipto y en el paso del mar Rojo, para hacerlo su propiedad: Israel es el pueblo que Yhwh ha adquirido para hacerlo suyo para siempre (Ex 15,16). La versión griega de los LXX en Ex 23,22 aduce un texto muy similar al de Ex 19,5s, como aparece por la sipnosis:
2763
19,5 †œY ahora, si con docilidad (Iit., con escucha] escucháis mi voz y custodiáis mi alianza, seréis para mí­ un pueblo precioso entre todas las naciones, pues mí­a es toda la tierra; vosotros seréis para mí­ un sacerdocio real y un pueblo santo†™.
23,22 (LXX) †œSi con docilidad (Iit., con escucha] escucháis mi voz y hacéis todo lo que os mando y custodiáis mi alianza, seréis para mí­ un pueblo precioso entre todas las naciones, pues mí­a es toda la tierra; vosotros seréis para mí­ un sacerdocio real y un pueblo santo†.
2764
b) Israel se convierte en reino de Dios con la observancia del pacto sinaí­tico.
Esa pertenencia exclusiva al Señor no puede ni debe ser concebida de modo mecánico, casi mágico, prescindiendo de cualquier esfuerzo de la parte humana; la alianza, aunque ha de ser considerada en la perspectiva de una elección gratuita (se trata, en efecto, de un don, de un favor, fruto del amor divino), contiene cláusulas, condiciones: Israel debe observar cuanto Yhwh le prescribe; más aún, se convierte en reino de Dios, o sea en su propiedad preciosí­sima, sólo a condición de vivir las exigencias del pacto sinaí­tico. El pasaje que acabamos de citar y comentar de Ex 19,5s es muy explí­cito al respecto: los hijos de Israel serán para el Señor un reino sacerdotal y su posesión exclusiva, y por tanto pertenecerán al Dios omnipotente, sólo si le obedecen, viviendo las cláusulas de la alianza. La pertenencia al reino de Dios depende de la fidelidad al pacto mosaico (Dt26,18s).
Por desgracia, Israel fue infiel a la alianza; por eso dejó de ser el reino de Dios y fue castigado severamente con la destrucción y la deportación a una tierra impura y a regiones paganas; pero en la era escatológica el Señor reconstruirá su reino, purificando y renovando a su pueblo para hacerlo fiel a su palabra, a la alianza de paz, por medio del rey pastor, el mesí­as daví­dico (Ez 37,23-26). En esta época mesiánica los temerosos de Dios, o sea los paganos que observen los preceptos del Señor honrando su nombre, participarán del privilegio de Israel, convirtiéndose en propiedad de Dios, en miembros de su reino (Mal 3,16s).
2765
4. El reino en la literatura DEL JUDAISMO TARDíO.
En los Últimos siglos de la historia de Israel, ante las desventuras de la monarquí­a y la destrucción del reino daví­dico, paralelamente a los movimientos nacionalistas que seguí­an soñando con su futuro reino mesiánico terreno de fuertes tintas polí­ticas y guerreras, se afirmó, sobre todo en las corrientes religiosas apocalí­pticas, una concepción diversa del reino de Dios en clave más espiritual, casi celeste.
Así­ en el estadio final de la revelación veterotestamentaria asistimos a la formación de dos concepciones del reino muy diversas: por una parte, las sectas más politizantes alimentan la esperanza de la restauración del reino daví­dico, como fruto de sangrientas guerras santas, en las cuales los opresores de Israel serán derrotados y aniquilados para siempre; por otra, los movimientos más espirituales del pueblo elegido invitan a mirar al cielo, inculcando la idea de un futuro divino espiritual ultraterreno.
2766
a) El reino mesiánico en clave polí­tica.
En la fase última de la revélación bí­blica se afirma y se difunde una concepción / polí­tica y terrena del reino de Dios. La expectación popular estaba orientada hacia un mesianismo nacionalista, marcado no sólo por la paz, fruto de la derrota de los enemigos de Israel, sino también por la abundancia de todos los bienes, de la fertilidad de la tierra, de la fecundidad y de la longevidad. El reino mesiánico aparece, pues, de orden temporal. En el libro de los / Macabeos encontramos semejante ideologí­a: el reino de Dios es una realidad terrena y se ha de instaurar con la violencia, armándose y organizándose militarmente para combatir contra los enemigos de Israel, que han destruido la monarquí­a daví­dica y hecho esclavos a los judí­os.
Esa mentalidad aflora también en los evangelios. Los hijos del Zebedeo, cuando le piden a Jesús sentarse uno a su derecha y otro a su izquierda (Mc 10,37), ciertamente están impregnados de un mesianismo real polí­tico de carácter triunfalista; por algo la redacción del evangelista emplea explí­citamente el término reino de Cristo (Mt 20,21). En una de las tentaciones, el diablo presenta ante el profeta de Nazaret la fascinación del mesianismo mundano, que consiste en el dominio de todos los reinos de la tierra (Mt 4,8s y par). Asimismo la pregunta de los apóstoles al Señor resucitado de si estaba para reconstruir el reino de Israel (Hch 1,6), adolece de esa concepción triunfalista de un mesianismo real polí­tico. También el cuarto evangelista deja traslucir semejante expectativa popular de un reino mesiánico terreno en la reacción entusiasta de la multitud ante el signo de la multiplicación de los panes y en el intento de arrebatar a Jesús para proclamarlo rey (Jn 6,14s).
Los antiguos documentos literarios del judaismo, escritos entre el fin de la era veterotestamentaria y el principio de la nuestra, ilustran a menudo con elocuencia esa concepción de un reino mesiánico polí­tico impuesto por la violencia y las armas. A este respecto baste remitir a algún pasaje de la obra precristiana de los Salmos de Salomón (cf 17,23-51) o del Libro de la guerra, de Qumrán (cf 6,6; 19,5-8).
2767
b) El reino celestial.
En los escritos / apocalí­pticos del judaismo tardí­o se pone en evidencia la dimensión ultraterrena y celeste de su reino: serí­a inaugurado con el juicio de Dios, después del castigo y de la aniquilación de los malvados y de los impí­os. El reino de Dios no es ya concebido como una realidad terrena e intramundana; se trata de un orden nuevo, que será instaurado al final de los tiempos, cuando el Señor haga justicia a sus fieles y destruya a los impí­os, inaugurando su dominio real, que será fuente de felicidad y de vida eterna para su pueblo. El libro de la / Sabidurí­a deja traslucir esa concepción del reino de Dios. Con el juicio del Señor se instaurará la era feliz de la gloria de los justos, aunque éstos en la tierra hayan sido torturados; en cambio, los impí­os, que han vivido despreciando a los santos y como rebeldes, sufrirán un tremendo castigo (Sb 3,1-10). Más aún; los justos serán premiados con la vida eterna y con el don de una espléndida corona (Sg 5,15s).
Las visiones de / Daniel no raras veces tienen por objeto la instauración del reino de Dios. El final del sueño que tuvo Nabucodonosor sobre la gran estatua de pies de arcilla lo explica el vidente judí­o en relación con la inauguración del reino escato-lógico (Dn 2,44). La visión celeste del anciano que da al Hijo del hombre el reino eterno ilustra con elocuencia el carácter ultraterreno y trascendente del reino mesiánico. En efecto, el Altí­simo en esta escena es descrito como el juez supremo que se sienta en su terrible trono delante de la corte celeste para examinar el comportamiento de los hombres al término de la historia (Dan 7,9ss). En este acto final y supremo se inaugura el reino escatológico por medio del personaje celeste que es el Hijo del hombre (Dan 7,l3ss). Así­ pues, con el juicio divino al final de los tiempos se instaurará el reino eterno y universal del Señor sobre todos los pueblos y sobre todos los imperios (Dan 7,26s). En los antiguos escritos apocalí­pticos judí­os, tales como el Primer libro de Henoc, la Asunción de Moisés y el Cuarto libro de Esdras, encontramos una análoga concepción escatológico- celeste del reino. En la era final de la historia humana, después del aniquilamiento de los reyes y de los soberanos terrenos, los justos reinarán en la gloria (1 Henoc 38,5), guiados por el mesí­as, el elegido de Dios, que se sienta en el trono celeste; pues el Señor hará que su consagrado more entre los santos y transformará el cielo en una luz eterna y en una felicidad sin fin, haciendo habitar allí­ a sus elegidos, después de haber prohibido la entrada a los pecadores y a los impí­os (1 Henoc 45,3-5). Entonces los justos vivirán en el esplendor del sol y los elegidos en la luz de la vida eterna (lHenoc 58,3). Esa glorificación en el reino de Dios ocurrirá en la Jerusalén celeste, cuando Israel suba a lo alto y Dios lo coloque en el firmamento; desde estas alturas de las estrellas se verá a los impí­os yacer en los tormentos del infierno (Asunción de Moisés 10,8ss).
2768
c) Tomar sobre sí­ el yugo del reino de los cielos.
En la literatura judí­a antigua, sobre todo en los escritos rabí­nicos, encontramos otro elemento interesante, visto ya en algunos libros del AT: la necesidad de observar los compromisos de la í­órah, tema expresado con la frase †œtomar sobre sí­ el yugo del reino de los cielos† (cf Berakót, M. 2,2; 2Henoc 34,1). Con esta locución reconoce el judí­o el señorí­o de Dios y se somete a su ley, considerada norma de vida, para convertirse en miembro del reino, es decir, para participar del estado de amistad y de gracia con el artí­fice de la salvación y de la plena felicidad, gozando de la abundancia de sus bienes. Además, la expresión rabí­nica que examinamos insinúa también la libre opción del hombre y la invitación al creyente a no rechazar ese yugo. Pues sólo los impí­os se lo sacuden de encima, aunque encaminándose de ese modo a la perdición (2//e”oc48,8s). El empeño constante en la observancia de las cláusulas del pacto sinaí­tico, o sea en la práctica de todas las prescripciones de la ley mosaica, es fuente de vida.
El profeta de Nazaret considera demasiado pesado el yugo de las imposiciones ordenadas por los
escribas y por los fariseos: fatigan y oprimen; sólo la ley de su evangelio, el evangelio del reino (Mt 4,23; Mt 9,35; Mt 24,14) se presenta como yugo suave, amable y ligero (Mt 1 l,28ss). Pablo de Tarso, en particular, presenta la legislación mosaica, con especial referencia a la imposición de la circuncisión, como un yugo de esclavitud (Ga 5,1); por su parte, Lucas hace que Pedro proclame, en el concilio de Jerusalén, que la tórah ha de considerarse un yugo pesadí­simo, pues ningún judí­o pudo jamás llevarlo (Hch 15,10).
2769
II. EL ANUNCIO DEL REINO.
Las consideraciones precedentes han insinuado el peso y la incidencia no común del reino divino en la revelación veterotestamentaria y en los antiguos escritos judí­os; muestran además la orientación mesiánica y escatológica de esta temática: Yhwh instaurará su reino al fin de los tiempos por medio de su elegido, el Cristo; la monarquí­a daví­dica fue sólo una anticipación y se presenta como un signo imperfecto del futuro reino mesiánico, en el cual finalmente se establecerán para siempre y de modo perfecto la paz, la felicidad, la justicia y la vida.
Jesús de Nazaret abre su predicación proclamando el cumplimiento del tiempo escatológico y anunciando la inminente irrupción del reino en la tierra; más aún, según el primer evangelista, incluso el precursor de Cristo comunica esa alegre noticia: †œConvertios, pues el reino de los cielos se acerca† (Mt3,2).
2770
1. En el evangelio de Marcos.
A nivel histórico parece poco verosí­mil que la predicación de Juan Bautista tuviera como objeto explí­cito la aproximación del reino; el más arcaico de los evangelios ignora ese elemento, y nos informa, en cambio, de que el precursor proclamaba el bautismo de conversión (Mc 1,5) y la inminente venida del mesí­as (Mc l,7ss). Para el segundo evangelista, la proclamación del acercarse del reino fue hecha por el profeta de Nazaret (Mc 1,15). En realidad, el anuncio del reino de Dios forma el objeto principal de la predicación de Jesús.
2771
a) El reino está cerca.
En Mc 1,15 se citan las primeras palabras de Cristo en el contexto del comienzo de su ministerio (Mc l,14s). El profeta de Nazaret proclama la cercaní­a del reino porque el ¡tiempo del fin se ha cumplido; en esa situación escatoló-gica hay que convertirse creyendo en el evangelio. El kairós indica, en realidad, la fase última de la historia salví­fica, cerrada con el fin de este mundo (Mc 13,33; Lc 21,8) y abierta con la predicación del reino (Mc l,14s). Los misioneros de Cristo deberán proclamar la cercaní­a de ese reino salví­fico (Mt 10,7; Lc 10,9; Lc 10,11). Por tanto, tampoco con la predicación de los primeros discí­pulos ha llegado aún el reino de Dios, aunque se ha acercado.
Aquí­, con gran probabilidad, el reino de Dios indica el acto final de la historia, con la vuelta de Cristo en el poder del Padre para juzgar a todos los hombres e inaugurar el reino celeste. El pasaje de Mc 8,38-9,1 (y par) es al respecto muy claro, pues en él la venida del reino de Dios está estrechamente asociada a la venida del Hijo del hombre en la gloria del Padre, acompañado de los santos ángeles al fin de los tiempos. Con su pasión, muerte y resurrección Jesús entra en el reino de Dios (Mc 14,25 y par), en el cual será revestido de la gloria y del poder del Padre (Mc 8,38). Se trata, pues, del reino celeste, en el cual entrará el que en esta tierra se haga violencia para reprimir los malos instintos (Mc 9,47). Aquí­ el reino de Dios equivale a la vida eterna, como lo indica con claridad el paralelismo sinoní­mico entre este versí­culo y los precedentes (Mc 9,43; Mc 9,45), donde se emplea la expresión similar †œentrar en la vida (eterna). En este reino celeste muy difí­cilmente entrarán los ricos (Mc 1O,23ssy par). Con su predicación el profeta de Nazaret llama la atención de sus oyentes sobre la inauguración de la fase final de la historia, y por tanto de la aproximación del reino glorioso de Dios, que se instaurará definitivamente con el juicio final.
2772
b) Conocer el misterio del reino.
En el curso de las ¡ parábolas, Jesús ilustra la realidad del reino con semejanzas, oscuras para los incrédulos, pero explicadas a los discí­pulos (Mc 4,3ss.26ss.3Oss). Al término de la primera parábola, la del sembrador (Mc 4,3ss), Cristo declara a sus †œdoce† amigos: †œA vosotros se os ha dado conocer los secretos del reino de Dios; pero a los demás, a los que están fuera, todo les llega en parábolas†™ (Mc 4,11 cf par). Este misterio del reino concierne al significado de la parábola, que ilustra simbólicamente la suerte de la †œpalabra† en las diferentes clases de oyentes, como lo explica el maestro (Mc 4,l4ss y par). En las dos parábolas siguientes el reino de Dios se ilustra con el crecimiento espontáneo, casi automático (en griego, automáte), de la semilla hasta la maduración (Mc 4,26ss), y por la extraordinaria expansión de esta realidad divina, tan pequeña, que se hace tan grande, como el granito de mostaza que se transforma en árbol (Mc 4,3Oss).
En estas parábolas el reino indica una realidad divina presente, en relación con la palabra del evangelio proclamado por Jesús; en efecto, el que siembra la palabra de Dios es el profeta de Nazaret; los oyentes son los judí­os que escuchan, no todos bien dispuestos hacia la predicación de Cristo (Mc 4,l4ss). Esta semilla de la †œpalabra† contiene una fuerza divina intrí­nseca, y por tanto se desarrolla sola (Mc 4,26ss); es más, crece de modo extraordinario, suscitando admiración (Mc 4,3Oss). Por eso el reino se identifica con el poder de Dios, presente en la palabra del evangelio; se trata de una fuerza divina que se impone por sí­ misma, haciendo irrupción en la tierra y difundiéndose de modo extraordinario en virtud de la carga dinámica de su potencia divina. Esta realidad es, pues, misteriosa y portadora de salvación, como su autor; por esa razón Jesús la presenta como misterio del reino de Dios (Mc 4,11 y par).
Los evangelios hablan del misterio sólo en este contexto, mientras que en las cartas paulinas lo encontramos con más frecuencia. En Rom 11,25 indica el desconcertante designio salví­fico divino sobre el endurecimiento de los judí­os en la incredulidad para hacer posible la salvación de los paganos, mientras que en la doxologí­a final de esta carta (Rom 16,25s) y en otros pasajes del epistolario paulino (cf Ep l,9s; 3,3s.9s; Col l,26s) se refiere a la economí­a del plan salví­fico, callado o bien oculto a lo largo de los siglos y ahora revelado por medio de Jesucristo [1 Misterio III, 3-4].
En Ep 6,20 recurre la expresión †œel misterio del evangelio, mientras que en la carta a los Colosensesel misterio de Dios parece identificado con Cristo, en el cual están escondidos todos los tesoros de la sabidurí­a y del conocimiento (Col 2,2s), y que el apóstol quiere anunciar (Col 4,3). Estos últimos pasajes nos ayudan a penetrar el significado del misterio del reino (Mc 4,11); se trata en verdad de una realidad divina arcana que Jesús explica e ilustra a sus amigos, mientras que a los extraños se les propone en un lenguaje parabólico y oscuro, a fin de que no se abran a la luz del evangelio y se conviertan (Mc 4,12 y par). Así­ como el misterio de la economí­a salví­fica centrada en el evangelio, o sea en Cristo, se ha manifestado a los creyentes, así­ el misterio del reino se ha desvelado a los discí­pulos; está constituido por la semilla divina de la †œpalabra, proclamada por el profeta de Nazaret, que lleva a cabo la salvación de cuantos lo acogen, dando frutos de vida eterna (Mc 4,20 y par).
El reino de Dios debe ser acogido con la sencillez y la humildad caracterí­sticas de los niños (Mc 10,15). Los escribas, con los fariseos y cuantos rechazan la predicación y la persona de Jesús, son constitucionalmente incapaces de comprender y de acoger el misterio del reino; el orgullo y la autosuficiencia les impiden abrirse a la luz divina que emana del evangelio, y por tanto convertirse y entrar en la vida eterna. Al adherirse al mensaje proclamado por Cristo, el hombre es penetrado e invadido por la fuerza extraordinaria de esta semilla divina y permite a ese germen que dé frutos copiosos en su corazón. De este modo la acción salví­fica de la †œpalabra† se hace presente y operante en la tierra por medio de los oyentes atentos que la acogen con docilidad y sencillez.
2773
c) Bendito el reino que viene.
Durante la entrada mesiánica de Jesús en la ciudad de Jerusalén la multitud entusiasta aclama la llegada del reino en la persona de Cristo (Mc 11,9s y par). Mientras que en el tercero y en el cuarto evangelio la bendición de los presentes tiene por objeto al rey (de Israel) que viene en nombre del Señor, sólo Marcos habla del reino que viene, colocado en paralelo con el que viene; en efecto, la aclamación del pueblo en el segundo evangelio está formada por un quiasmo, como lo muestra el texto estructurado:
2774
A) ¡HOSANA!
B) Bendito el que viene en el nombre del Señor.
B) Bendito el reino que llega, de nuestro padre David.
A) Hosanna en los (cielos) altí­simos.
La correspondencia entre los dos elementos centrales muestra que el mesí­as (el que viene en el nombre del Señor) inaugura el reino, aunque los judí­os lo entienden en sentido polí­tico, como restauración de la monarquí­a daví­dica.
El elemento interesante en la redacción de Marcos lo observamos en la venida del reino: con la entrada mesiánica de Jesús, el reino de Dios está presente en la tierra y comienza a manifestarse. De ese modo la oración del discí­pulo: †œVenga tu reino†™ (Mt 6,10 y par), comienza a ser escuchada por el Padre, porque †œel reino llega† (Mc 11,10), irrumpe en el mundo con la persona de Cristo.
El mesí­as inaugura el reino de Dios al tomar posesión de la ciudad saAta y purificar el templo arrojando a los mercaderes y a los demás profanadores (Mc ii,issy par); luego desarrolla su actividad didáctica, suscitando la admiración del pueblo judí­o (Mc ll,18.27ss), y con ello muestra concretamente la llegada del reino ligada a la persona del mesí­as. La doctrina correcta de Marcos es presentada como un signo del reino: el escriba que responde correctamente, confirmando la enseñanza de Jesús, es considerado por el maestro cercano al reino de Dios (Mc 12,34). Por lo demás, el profeta de Nazaret enseña en la sinagoga o en el templo con autoridad, contraponiéndose a la doctrina de los escribas y suscitando la admiración de las multitudes (Mc 1,21 s; 12,35ss); de ese modo insinúa que es el Cristo quien inaugura en la tierra el reino de Dios.
2775
d) Dimensión presente y futura del reino.
En verdad Marcos considera el reino de Dios no sólo como sinónimo de vida eterna, por lo cual no lo presenta sólo en perspectiva escatológico-futura, sino que piensa que está ya inaugurado en este mundo con la predicación y la obra salví­fica del mesí­as. Por eso el reino es una realidad compleja, pues se presenta a la vez como celeste y terrestre; se trata de la presencia salví­fica -o señorí­o- de Dios, que irrumpe entre los hombres: el rey inmortal de los siglos obra y actúa por medio de su Cristo eficazmente en esta tierra; hace sentir su influjo benéfico divino en la humanidad, con el fin de invitarla y prepararla a la entrada en la gloria del cielo.
El lóghion del Señor referido por Mc 10,14s contiene una sí­ntesis de estos dos elementos, porque Jesús habla aquí­ del reino como de una realidad a la vez presente y futura. En efecto, el maestro enseña que para entrar en el reino de Dios hay que acogerlo con la actitud espiritual de los niños, ya que pertenece a los niños. La expresión †œentrar en el reino† significa claramente entrar en la vida eterna; ya lo hemos comprobado. Se trata, pues, de la entrada en la gloria del Padre después de la muerte; por eso el maestro se refiere manifiestamente a la dimensión futura del reino.
Pero esta realidad divina hay que acogerla desde ahora, imitando la sencillez de los niños (Mc 10,15); por tanto, el reino de Dios está presente, porque se lo puede acoger o rechazar, como ocurre con la semilla de la †œpalabra† (Mc 4,20). En verdad el evangelio proclamado por Cristo contiene en germen el reino, como ya lo hemos mostrado. Por eso el reino de Dios es una entidad salví­fica a la vez presente y futura, pues se trata de la acción real del Señor que obra la salvación de los creyentes. Con la venida del mesí­as esta presencia salví­fica divina irrumpe en la tierra y comienza a dar frutos de vida eterna, como una semilla que se desarrolla y crece; pero la plena maduración y manifestación de este germen divino de la palabra evangélica ocurrirá después de la muerte y al fin de los tiempos, cuando el discí­pulo de Cristo entre en la vida eterna y sea revestido de la gloria celeste.
2776
2. En los escritos del tercer evangelista.
Lucas, en sus dos libros, trata frecuentemente el tema del reino de Dios, sobre todo en el evangelio. Obsérvese al respecto un dato estadí­stico: mientras Marcos emplea el término baslleí­a 20 veces, en el tercer evangelio este sustantivo aparece 46 veces, y en los Hechos se lo usa ocho veces. La frecuencia se presenta como í­ndice de interés o de complacencia.
2777
a) El reino mesiánico.
Uno de los elementos más caracterí­sticos de la teologí­a lucana es la sensibilización al tema del reino mesiánico desde el evangelio de la infancia. El ángel del Señor, en efecto, anuncia a la virgen Marí­a que su hijo heredará el trono de David, su padre, y que reinará en la casa de Jacob, e incluso que su reino no tendrá fin (Lc 1,32s).

En estas palabras se escucha el eco de los oráculos mesiánicos sobre el excepcional descendiente del rey David (2S 7,l2ss; Is 9,6)y sobre el hijo del hombre en la visión de Daniel (Dn 7,14), donde se anuncia de antemano el reino eterno del consagrado del Señor. El hijo de la Virgen realizará de lleno tales profecí­as. Por algo éste, cuando estaba para entrar en la ciudad de David, es aclamado por la multitud de los discí­pulos como el rey mesiánico que viene en el† nombre del Señor (Lc 19,38), es decir, como el Cristo, dada la cita explí­cita del salmo mesiánico 118 (y. 26). Además, el profeta de Naza-ret, cuando fue conducido al pretoria por los jefes y acusado de proclamarse rey, no rechazó aquella imputación, sino que respondió afirmativamente a Pilato, que le interrogaba si era él el rey de los judí­os (Lc 23,2s). La causa de su crucifixión y muerte fue su realeza mesiánica (Lc 23,38 y par).
Jesús, hijo de la virgen Marí­a, instauró en la tierra el reino de Dios, del cual habí­a sido señal el reino daví­di-co; pues él no solamente proclamó la buena nueva de la libertad y de la salvación a los pobres Lc 4,16-21) y anunció el reino de Dios en las regiones de Palestina, sino que lo inauguró con su pasión, muerte y resurrección (Lc 22,16; Lc 22,18).
2778
b) El anuncio del reino.
El profeta de Nazaret es el rey mesí­as, que debe ante todo proclamar el reino de Dios; el fin principal de su predicación consiste en anunciar esta realidad divina (Lc 4,43; Lc 8,1; Lc 9,11). En estos tres pasajes encontramos tres expresiones caracterí­sticas de la redacción lucana, que no se encuentran en los textos paralelos de los otros evangelistas; nos presentan el ministerio de Jesús como un esfuerzo por anunciar el reino de Dios. La fuente de Lc 4,43 cita estas expresiones del Maestro: †œVamos a otra parte…, a predicar también allí­† (Mc 1,38); el tercer evangelista modifica la frase del modo siguiente: †œDebo anunciar también el reino de Dios a las demás ciudades†, indicando claramente que el objeto de la predicación de Cristo es el reino e insinuando que la buena nueva por él proclamada contiene el reino de Dios. En otro pasaje redac-cional, pero que tiene un buen paralelo en Mt 9,35, nuestro evangelista describe la actividad misionera de Jesús, presentándola como proclamación y anuncio del reino de Dios en las ciudades y en los pueblos de Galilea (Lc 8,1). En la introducción al relato de la multiplicación de los panes, Lucas transforma su fuente, que habla genéricamente de la enseñanza del Maestro (Mc 6,34), especificando que se trataba del anuncio del reino de Dios (Lc 9,11). Por tanto, la predicación de Cristo se caracteriza, según el tercer evangelista, por el anuncio del reino porque contiene ese mensaje: el profeta de Nazaret habla del reino de Dios; por eso su evangelio es el evangelio del reino.
El ministerio de Jesús se especifica por el anuncio del reino de Dios, mientras que la economí­a veterotestamentaria llega hasta Juan Bautista; en un lóghion del Señor, caracterí­stico del tercer evangelio, encontramos, en efecto, estas expresiones del Maestro: †œLa ley y los profetas llegan hasta Juan; desde entonces se anuncia el reino de Dios† (Lc 16,16). El pasaje paralelo de Mt 11,12, aunque contiene muchas palabras similares, tiene un sentido muy diverso, pues presenta el reino de los cielos como objeto de violencia. Por tanto, sólo para Lucas aquí­ el anuncio del reino es el elemento caracterizador de la predicación de Cristo, por lo cual su palabra se centra en el reino de Dios y contiene esta realidad divina. El fin de la misión profética de Jesús consiste en proclamar la buena nueva del reino; por eso el evangelio de Cristo es el evangelio del reino.
En efecto, la locución †œanunciar el reino† equivale en los escritos luca-nos a las frases †œanunciar la palabra (del Señor)† (Hch 8,4; Hch 15,35), †œanunciar al Señor Jesucristo† (Hch 5,42; Hch 8,35; Hch 11,20). A este respecto parece particularmente significativa la correspondencia entre la expresión †œanunciando la palabra† (Hch 8,4) y †œanunciaba en torno al reino de Dios† (Hch 8,12). De modo análogo, la frase †œproclamar el reino† (Lc 8,1; Lc 9,2; Hch 20,25; Hch 28,31) aparece como sinónimo de las locuciones †œproclamar a Cristo† (Hch 8,5), †œproclamar a Jesús† (Hch 9,20; Hch 19,13). Para Lucas el reino de Dios simboliza la †˜palabra†. A este respecto es muy significativa la explicación de la parábola de la semilla en la redacción del tercer evangelio, porque sólo Lucas identifica la semilla con la palabra de Dios (Lc 8,11). Pues bien, también para nuestro evangelista las parábolas simbolizan los misterios del reino de Dios Lc 8,10), y, por tanto, el reino indica la palabra proclamada por el profeta de Nazaret, o sea la buena nueva de la salvación, el evangelio. Más aún, este mensaje contiene al Señor Jesús, el cual es el centro del anuncio evangélico.
2779
c) El objeto de la misión: el anuncio del reino.
Si los otros sinópticos enseñan claramente que los enviados de Cristo deben proclamar sobre todo la inminente irrupción del reino en la tierra, Lucas acentúa fuertemente este elemento; es más, en los
Hechos presenta con frecuencia la acción misionera de los discí­pulos como un anuncio del reino de Dios.
Esta doctrina forma uno de los elementos más caracterí­sticos de la teologí­a del tercer evangelista.
Lucas enseña ante todo que el profeta de Nazaret asoció a su misión de proclamar el reino no sólo a los †œdoce†, sino también a los setenta y dos discí­pulos. Por lo que concierne al enví­o del primer grupo de amigos más í­ntimos, el tercer evangelista concuerda sustancialmente con Mateo; pero en la redacción lucana destacamos un elemento caracterí­stico, que confirma las precedentes reflexiones sobre el contenido del reino; pues mientras que según Mateo los misioneros deben proclamar: †œEl reino de Dios está cerca† (Mt 10,7), para el tercer evangelista los †œdoce† son enviados a proclamar el reino de Dios Lc 9,2), insinuando que está ya presente en la palabra del evangelio. Sin embargo, en la misión de los setenta y dos discí­pulos, éstos deben anunciar la aproximación del reino (Lc 10,9; Lc 10,11). Probablemente tal variante en el enví­o del segundo grupo, sin paralelo en los otros evangelios, se debe a la alusión a la futura misión entre los paganos. Efectivamente, el número 72, según Gen 10, indica todos los pueblos de la tierra; por tanto, en el enví­o de los †œsetenta y dos† tendrí­amos una anticipación proféti-ca de la evangelización de los gentiles. En semejante hipótesis hay que hablar de la proximidad del reino, porque durante la existencia terrena de Jesús los paganos no fueron evangelizados, pero tampoco ellos estaban ya lejos de escuchar y de acoger la palabra del reino.
2780
La incumbencia principal del discí­pulo de Cristo debe ser la de anunciar el reino de Dios, dejando a los muertos el cuidado de sepultar a sus muertos (Lc 9,60). En este lóghion del Señor, exclusivo del tercer evangelio, observamos no sólo el lenguaje fuerte y paradójico propio del radicalismo lucano, sino también el valor supremo del anuncio del reino; ese empeño debe ocupar el primer puesto en el orden de los valores. El que da la preferencia a otros deberes humanos, no se muestra digno del reino (Lc 9,62), es decir, de la vida eterna, de la gloria celeste.
Después de la ascensión del Señor, los primeros discí­pulos se consagraron seriamente a anunciar el reino de Dios; los Hechos de los Apóstoles describen detalladamente la evangelización del mundo operada por la Iglesia; y no es raro que Lucas, en este libro segundo suyo, emplee la expresión †œevangelizar el reino† para indicar la actividad misionera de los creyentes: del diácono Felipe (Hch 8,12) y del gran apóstol de los gentiles, Pablo de Tarso (Hch 19,8; Hch 20,25; Hch 28,23; Hch 28,31). Como ya lo hemos observado, esta locución, en Ac 8,12 es paralela a la frase análoga de Ac 8,4, donde Lucas, en un breve sumario, describe la actividad misionera de los discí­pulos que han huido de Judea a causa de la persecución; éstos anunciaban la palabra de Dios, que evidentemente indica el evangelio. De modo análogo Felipe anunciaba a los samaritanos el reino de Dios, o sea la buena nueva de la salvación, centrada en el Señor Jesucristo (Hch 8,12). Aún más claramente, en Ac 19,8, el anuncio del reino indica el evangelio, porque aquí­ Pablo se dirige a los judí­os de Efeso e intenta persuadirlos del camino del Señor, o sea de la nueva doctrina cristiana (Hch 19,9). Un contexto análogo puede encontrarse en Ac 28,23, porque aquí­ se describe la acción misionera del gran convertido de Damasco en favor de sus correligionarios de Roma; es más, aquí­ el testimonio de Pablo sobre el reino se explica con su intento de persuadir a los judí­os sobre Jesús, partiendo de la ley de Moisés y de los profetas. Por eso parece inequí­voco el significado cristológico del reino de Dios, ya que indica el anuncio evangélico.
En su testamento espiritual (el discurso de Mileto), el infatigable apóstol de los gentiles sintetiza su actividad misionera como un anuncio del reino: †œ. . .Todos vosotros, entre los cuales he pasado predicando el reino de Dios† (Hch 20,25). Evidentemente, Pablo proclamó al Señor Jesús, predicó su mensaje entre los gentiles; el anuncio del reino indica, pues, la proclamación del evangelio. El libro de los Hechos se cierra con el sumario de la actividad misionera del apóstol de los gentiles, en el que dos expresiones paralelas marcan la equivalencia entre la predicación del reino y la doctrina del Señor Jesús. Pues Pablo en Roma, durante dos años, desde su llegada a esta metrópoli acogí­a a todos, †œpredicando el reino de Dios y enseñando las cosas referentes al Señor Jesucristo† (Hch 28,31).
De este modo la misión evangélica centrada en el reino, partiendo de Galilea, habí­a llegado a los confines de la tierra, después de haber pasado de Judea y de Samarí­a a las regiones paganas de Asia Menor y de Grecia.
2781
d) El reino pertenece a los pobres y a los niños.
El segundo evangelista nos ha enseñado que el reino de Dios es de cuantos se asemejan a los niños, es decir, muestran su misma sencillez, humildad y confianza (Mc 10,14s); [1 supra, II, Ib] Lucas acoge plenamente tal doctrina, citando a la letra esta fuente suya, contentándose con añadir una simple conjunción †œy† (griego, kaí­; Lc 18,16s), Igualmente el tercer evangelista reproduce de forma sustancialmente idéntica el texto de Mc 10,23.25 sobre la extrema dificultad de que los ricos entren en el reino de Dios: le es más fácil a un camello entrar por el agujero ae una aguja que a un rico entrar en el reino de Dios (Lc 18,24s).
El elemento nuevo en el tercer evangelio concierne a la felicidad de los pobres, porque a ellos pertenece el reino de Dios (Lc 6,20). Realmente también el primer evangelista refiere una bienaventuranza semejante (Mt 5,3); pero aquí­, como veremos, son proclamados felices los pobres de espí­ritu, es decir, los humildes, que confí­an sólo en Dios y no en las riquezas del mundo. En cambio el Cristo lucano declara dichosos a los pobres en sentido social, es decir, a los que no tienen pan para quitarse el hambre y lloran en la miseria (Lc 6,20s); y éstos se contraponen a los ricos, a los que gozan, a los epulones, contra los cuales Jesús lanza terribles †œay†(Lc 6,24s). Estos pobres son los discí­pulos de Cristo (Lc 6,20), que viven como su maestro en la / pobreza [IV, 2] más completa; se los representa por el pobre Lázaro, en antí­tesis con el rico epulón (Lc 16,l9ss).
Los pobres son proclamados felices porque el reino es su propiedad: †œDichosos (vosotros) los pobres, porque vuestro es el reino de Dios† (Lc 6,20). El lugar o estado de la felicidad plena está reservado a los pobres; pues aquí­ serán saciados de todo bien y gozarán de modo perfecto (cf el sí­mbolo del †œreí­r†: Lc 6,20s). Así­ como el pobre Lázaro fue conducido después de la muerte por los ángeles al seno de Abrahán, es decir, a la felicidad plena (Lc 16,22s.25), así­ los discí­pulos de Cristo, si son pobres, son de derecho miembros del reino y entrarán en la vida eterna, el paraí­so, como el buen ladrón (Lc 23,43).
2782
e) Reino futuro.
También para Lucas el reino tiene una dimensión futura; más aún, el tercer evangelista acentúa fuertemente este aspecto. En el lóghion del Señor, exclusivamente lucano, sobre el seguimiento radical Lc 9,62), se afirma que no es digno del reino de Dios el que pone mano en el arado y se vuelve atrás. Tenemos aquí­ una alusión transparente a la gloria del cielo. Aparece clarí­simo el significado escatológico futuro del reino en las expresiones conclusivas del breve discurso sobre la puerta estrecha, en las cuales se describe el juicio, cuando los operarios injustos serán condenados a la infelicidad, mientras ven a los patriarcas y a los profetas, junto con los paganos justos, en el reino de Dios (Lc 13,28). Evidentemente, el reino indica aquí­ la gloria y la felicidad del paraí­so, donde se vivirá en el gozo eterno, participando del banquete celestial (Lc 14,15). En este reino dichoso, preparado por Jesús para sus discí­pulos fieles y perseverantes, se comerá y se beberá a la mesa del Señor, sentados en tronos (Lc 22,29s), lenguaje simbólico que expresa la felicidad perfecta y la plena comunión con el Señor en la gloria del cielo. Nótese que estos últimos pasajes, lo mismo que el de Lc 13,28, son redaccionales; en cambio, las frases sobre la dificultad de que los ricos entren en el reino de Dios (Lc 18,24s) son citadas también por los otros dos sinópticos.
Ese significado escatológico futuro del reino aparece con claridad en la exhortación de Pablo a los discí­pulos de Galacia meridional, convertidos no hací­a mucho: éstos deben permanecer firmes en la fe, porque sólo a través de muchas tribulaciones se puede entrar en el reino de Dios (Hch 14,22). Así­ como Cristo hubo de sufrir los dolores de la pasión y de la muerte para entrar en su gloria (Lc 24,26), así­ los creyentes pueden participar de la felicidad eterna del reino celeste por medio de la perseverancia en la fe, también en los momentos de prueba, de dolor y de dificultad (Lc 8,15).
En el pasaje, exclusivamente luca-no, que menciona la súplica del buen ladrón a Jesús moribundo de que se acuerde de él cuando vuelva a la tierra al fin de los tiempos a inaugurar su reino mesiánico (Lc 23,42), se insinúa fuertemente la dimensión escatológico-futura del reino. En el discurso escatológico, después de haber descrito el retorno del Hijo del hombre al término de las convulsiones cósmicas (Lc 21,25ss y par), el tercer evangelista, hablando de los signos precursores del fin (Lc 21,29ss y par), con un toque redaccional presenta la inauguración del nuevo orden como un aproximarse del reino (Lc 21,31), en el cual los creyentes serán definitivamente redimidos (Lc 21,28), es decir, experimentarán la salvación eterna. Obsérvese, en efecto, la correspondencia entre las dos frases:
†œSe acerca vuestra redención† (y. 28).
†œEstá cerca el reino de Dios† (y. 31).
Así­ pues, el reino escatológico celeste se inaugurará con la vuelta del Hijo del hombre, cuando se instaure el nuevo orden de la gloria indefectible en la vida eterna.
Los apóstoles piensan que después de su resurrección Jesús va a inaugurar este reino mesiánico, porque de él habla el Señor en sus apariciones antes de la ascensión (Hch 1,3); pero el maestro les advierte que el tiempo del principio de ese acontecimiento pertenece al Padre; sin embargo, no será inminente, porque primero es necesaria la difusión del evangelio entre todos los pueblos (Hch 1,6-8). Sólo entonces Cristo glorioso volverá a la tierra (Hch 1,11) para inaugurar el reino de Dios en su plenitud.
2783
f) Reino presente.
El tercer evangelista nos habla frecuentemente del reino de Dios también como de una realidad presente; en parte lo hemos comprobado ya donde hemos mostrado la identificación del reino con la palabra del evangelio (1 supra, b-c). Lucas subraya mucho también la dimensión presente del reino. El Ió-ghion del Señor sobre el seguimiento (Lc 9,23ss y par) se cierra con las expresiones sobre la inminente realización del reino de Dios: algunos de los presentes verán su inauguración en la tierra (Lc 9,27). Probablemente nuestro evangelista piensa aquí­ en el nacimiento de la Iglesia y en la difusión y crecimiento de la †œpalabra, la cual contiene el evangelio del reino (Hch 2,41; Hch 6,7; Hch 12,24). El reino de Dios, en efecto, se asemeja al grano de mostaza, que crece y se convierte en árbol (Lc 13,18s). Está presente en el mundo como el fermento en la masa de harina, para transformar la humanidad (Lc 13,20s). Los discí­pulos deben orar al Padre para esta instauración del reino (Lc 11,2); porque la acogida de la palabra evangélica o conversión a Cristo es obra de Dios, que abre el corazón (Hch 16,14). Un signo de esa presencia del reino en la tierra puede verse en la acción de Jesús, que expulsa los demonios con el dedo de Dios Lc 11,20), o sea con su poder.
El reino de Dios se hace presente en la persona del mesí­as; se lo contrapone al AT (a la ley de Moisés y a los profetas), que llega hasta Juan Bautista. Con la predicación del evangelio por obra de Jesús queda inaugurada la era del reino, el cual por eso irrumpe en la tierra (Lc 16,16). Con esa obra evangelizadora el reino de Dios está presente en este mundo, se encuentra en medio de las personas que están interrogando al profeta de Nazaret (Lc 17,20s).
2784
Con igual claridad se indica la presencia del reino en la tierra en la versión lucana de la respuesta de Jesús a Pedro, centrada en la recompensa reservada al que abandona todas las personas queridas y todos los bienes por el reino (Lc 18,29). Aquí­, en la fuente, encontramos la expresión †œa causa del evangelio† (Mc 10,29), que el tercer evangelista modifica en †œa causa del reino de Dios†, insinuando la equivalencia de las dos expresiones, y por tanto mostrando la dimensión presente del reino. Esta realidad divina se encuentra en el alegre mensaje de la salvación proclamado por Cristo, que asoció a los suyos a tal función, los cuales por ello, para llevar a cabo con mayor prontitud la misión evangelizadora, deben abandonarlo todo.
La introducción lucana a la parábola de las diez monedas habla del próximo establecimiento del reino, que el mesí­as, simbolizado por el hombre noble, está a punto de realizar (Lc 19,1 lss). A pesar de la perspectiva del juicio final, propia de la parábola, el tercer evangelista superpone aquí­ algunos elementos que invitan a una lectura en clave mesiáni-ca, por estar claramente referidos a la situación histórica de Jesús, rechazado por los judí­os como rey (Lc 19,14) y castigados severamente por ello (Lc 19,27), con una transparente alusión a los destrozos causados por el ejército romano con ocasión de la ocupación de Palestina hacia finales de los años 60 d.C. Este reino mesiá-nico está a punto de ser inaugurado por el profeta de Nazaret en Jerusa-lén(Lc 19,11) con su pasión, muerte y resurrección.
En efecto, Jesús en la cruz muestra que es el rey mesí­as, no aceptando el desafí­o de bajar de su patí­bulo (Lc 23,37; Lc 23,39), sino muriendo en él para salvar a la humanidad pecadora, de la cual el buen ladrón es las primicias (Lc 23,43). El hoy de la salvación aquí­, como en los otros pasajes del tercer evangelio Lc 4,21; Lc 19,9), tiene significado escatológico en una perspectiva de realización presente, pero abierta al cumplimiento pleno y perfecto en la consumación final al fin de los tiempos.
2785
g) Sí­ntesis de las dos dimensiones.
A pesar de la distinción, frecuentemente bastante clara, entre reino futuro y reino presente, estas dos dimensiones aparecen í­ntimamente conexas; se trata de una única realidad divina, aunque compleja. El reino es una entidad trascendente: su sede natural es el cielo; se trata evidentemente del dominio de Dios, de su presencia, de su persona. Pues bien, este reino divino viene a la tierra, desciende a este mundo, para dejar sentir su acción benéfica y salví­fica a los hombres y prepararlos a la entrada en la gloria del cielo. Ese nexo í­ntimo en el tercer evangelio está insinuado más de una vez en pasajes que contienen las dos dimensiones, porque se habla del reino en perspectiva futura y al mismo tiempo presente, o viceversa; más aún, en algunos no resulta fácil ver si nuestro autor habla de una o de otra.

En los Ióghia sobre el seguimiento radical de Lc 9,60-62, el reino de Dios indica primero el mensaje de la buena nueva que el discí­pulo debe anunciar (y. 60), y luego el premio futuro, la vida eterna, de la cual no es digno el que pone la mano en el arado y luego se vuelve atrás (y. 62). El dicho del Señor sobre los niños asocia í­ntimamente las dos dimensiones del reino, porque Jesús declara que sólo entrará en el reino de Dios el que lo acoja como un niño (Lc 18,17); la acogida del reino es evidentemente una realidad presente, mientras que la entrada en él es un acontecimiento futuro. La frase inmediatamente precedente
-†œde los que son como ellos (los niños) es el reino de Dios† (Lc 18,16)- contiene las dos dimensiones juntas, pues indica bien la acogida del evangelio, bien la participación en el reino celeste futuro.
En el pasaje de Lc 12,31s el reino es presentado primero como objeto de búsqueda por parte de los discí­pulos (y. 31) y luego como don del Padre (y. 32). Los creyentes no deben afanarse por el alimento y el vestido; su ocupación primaria ha de estar orientada a los intereses de Dios: la difusión de su palabra; ese esfuerzo será premiado con la entrada en la gloria del reino en el cielo. Se trata, pues, de una realidad a la vez presente y futura.
Esta doble perspectiva del reino aparece también en el relato de la última cena, donde Jesús afirma que ya no comerá el cordero pascual hasta la consumación del reino de Dios (Lc 22,16) y que no beberá el vino hasta que llegue el reino de Dios (Lc 22,18). Estos pasajes contienen las dos dimensiones del reino, porque en el primero encontramos una indicación transparente del reino escatoló-gico futuro llegado a su plenitud, mientras que en el segundo se habla de la venida de esta realidad divina a la tierra.
De estos textos se desprende la complejidad y la riqueza de nuestro tema: el reino significa no sólo la realidad divina del cielo, de la gloria eterna, de la vida bienaventurada, o sea del paraí­so, donde Dios ejerce de modo pleno y perfecto su señorí­o, fuente de felicidad y de inmortalidad, sino que indica también su irrupción en la tierra mediante la acción evan-gelizadora y salví­fica de Cristo, la cual debe ser continuada por sus discí­pulos, difundiendo la buena nueva de la salvación en el mundo. Por tanto, la Iglesia ha sido investida de la función de instaurar el reino de Dios en la tierraA predicando el evangelio a todos los pueblos, para preparar con esa misión el futuro reino esca-tológico con la entrada de los creyentes en la gloria del cielo, donde poseerán en plenitud la vida eterna.
2786
3. El cuarto evangelista.
En el evangelio de Juan, el profeta de Nazaret habla del reino de Dios o de su reino sólo en dos ocasiones: en el diálogo con Nicodemo y en su respuesta al gobernador romano que le interroga sobre sus ambiciones reales. Sin embargo, el cuarto evangelista acentúa fuertemente la realeza de Jesús, scrbre todo en la representación del proceso romano y en la escena de la contestación del tí­tulo de la condena.
2787
a) Ver el reino y entrar en él.
En las primeras frases de su diálogo con Nicodemo, el maestro presenta el nacimiento de lo alto o del Espí­ritu Santo como condición indispensable para ver el reino de Dios (Jn 3,3). ¿Qué entiende el evangelista con esa expresión? ¿Se refiere a la temática de los sinópticos? La locución †œver el reino de Dios† en el NT sólo aparece en este pasaje de Juan, en Mc 9,1 y en Lc 9,27, donde indica la experiencia del poder de la venida del reino de Dios a la tierra, o sea la instauración de este poderoso reino celeste. Que en Jn 3,3 habla el evangelista de una experiencia personal del reino lo insinúa la expresión muy parecida †œver la vida† (Jn 3,36). Ahora la vida divina no se ve; pero se posee, se experimenta. Por tanto, †œver el reino† es una locución semí­tica para indicar la experiencia vital de esta realidad divina, a saber: la entrada en el reino de Cristo ya desde esta tierra, la posesión dé la vida eterna y de la salvación por medio de Jesús y en él, el rey que da testimonio de la verdad, es decir, que revela las realidades divinas.
Dada la semejanza de la acepción semí­tica de la locución †œver el reino†™, también la sentencia †œentrar en el reino† (Jn 3,5) no puede menos de indicar una realidad presente, aunque en los sinópticos se refiere a la entrada en la vida eterna después de la muerte. Tenemos aquí­ una concretización de la escatologí­a anticipada o realizada. El cuarto evangelista habla de la entrada presente en el reino de Dios, es decir, en el aprisco, por la puerta que es Jesús (Jn 10,ls.9). Para Juan, el reino de Dios es el aprisco de Dios, en el cual se entra por la fe, aceptando y asimilando la verdad, es decir, la revelación de Cristo. Para entrar en este reino, o sea para experimentar la vida eterna y la salvación divina, es necesario nacer de lo alto, ser engendrados por el Espí­ritu Santo, que debe hacer nacer en el corazón del discí­pulo una fe profunda que oriente la existencia hacia el Hijo de Dios.

2788
b) Jesús es el rey de Israel.
En el cuarto evangelio el reino de Dios adquiere una dimensión cristológica fuertemente acentuada poque se concentra casi en la persona del Hijo de Dios, que es el rey de Israel; tal es la profesión de fe formulada por Nata-nael (Jn 1,49). Jesús es el rey mesí­as, el †œhijo de David†, como se expresan los sinópticos Mt 9,27 20,30s; Mc 10,47s). Pero Juan asocia la realeza de Jesús a su filiación divina (Jn 1,49). Al profeta de Nazaret le gustó la profesión de fe de Natanael, porque aquí­ la realeza tiene un significado preferentemente religioso; en cambio, rehuyó las multitudes de Galilea que querí­an proclamarlo rey, porque su realeza se entendió en sentido exclusivamente polí­tico y temporal (Jn6,14s).
Con el signo de los panes multiplicados, Jesús se reveló como el profeta escatológico (Jn 6, lss); él es verdaderamente el personaje mesiánico del que habla Dt 18,l5ss, esperado para el fin de los tiempos. Pero los galileos entienden mal esa función real, porque la toman en clave polí­tica, y por eso intentan arrebatar a Jesús para hacerlo rey de Palestina (Jn 6,14s). El profeta de Nazaret es rey, pero en sentido religioso, en cuanto que revela autoritativamente la vida divina (Jn 18,33-38). También cuando hace la entrada solemne en la ciudad del mesí­as, en Jerusalén, y es aclamado entusiásticamente por la multitud como †œel rey de Israel† (Jn 12,13), Jesús es perfectamente consciente de que su reino no es de este mundo (Jn 18,36).
2789
c) La revelación suprema de la realeza de Cristo.
En el relato de Juan de la pasión y muerte de Jesús observamos un fuerte acento de su realeza, y al mismo tiempo la presentación de la justa perspectiva de esa dignidad o función de Cristo.
En el diálogo de Jesús con Poncio Pilato se desarrolla considerablemente este tema; el gobernador romano abre el interrogatorio preguntando a su prisionero si es el rey de los judí­os (Jn 18,33); éste responde al principio de modo evasivo, para saber si la pregunta se la han sugerido otros o si es espontánea (Jn 18,34); pero ante la réplica desdeñosa de Pilato, aclara la naturaleza de su reino y de su realeza: éstos no son de carácter polí­tico o mundano, porque trascienden esta tierra (Jn 18,36). Más aún; cuando Pilato pide una confirmación más explí­cita de su dignidad real, Jesús proclama sin equí­vocos que no sólo es rey, sino que el fin de su venida al mundo lo constituye su realeza de orden religioso, que se identifica con la actividad y la misión reveladora del Cristo (Jn 18,37).
En la pregunta de Pilato a la multitud sobre si desea la liberación del rey de los judí­os (Jn 18,39), el cuarto evangelista enlaza con la tradición sipnótica. También la escena de la coronación de espinas es referida por Marcos y por Mateo; pero mientras que en los sinópticos destaca con evidencia el aspecto de burla yescarnio con los golpes de la caña en la cabeza, con los esputosy con las befas (Mc 15,l7ssy par), Juan calla casi del todo estos elementos para invitar a una lectura más profunda del acontecimiento:
los soldados romanos involuntariamente han proclamado a Jesús verdadero rey, porque le han puesto en la cabeza la corona, le han vestido la púrpurayle han saludado como rey de los judí­os (Jn 19,2s).
La escena del Litóstrotos es caracterí­stica del cuarto evangelio (Jn 19,13-15) y está centrada en la realeza de Jesús. En pleno mediodí­a, Pilato, representante de la máxima autoridad polí­tica y militar de la tierra, entroniza a Cristo como rey, haciendo que se siente en el tribunal (cf TOB-NT, Parí­s 1985, 349) y proclamándolo oficialmente rey de los judí­os con la expresión: †œAc ahí­ a vuestro rey† (Jn 19,13s).
Finalmente, el pasaje concerniente al tí­tulo puesto sobre la cruz de Jesús (Jn 19,19-22) subraya una vez más la realeza de Cristo. Esta perí­co-pa pone bien de relieve, a nivel teológico juanista, la verdadera causa de la condena del maestro: su realeza. El detalle redaccional de Juan concerniente a las tres lenguas en las cuales estaba escrita la causa de condena insinúa la universalidad de la realeza de Cristo Jn 19,20): a todos los hombres de cualquier lengua se les ha notificado solemnemente con un epí­grafe oficial dictado por la autoridad polí­tica competente que Jesús ha muerto en la cruz por ser el rey de los judí­os. La impugnación del tí­tulo por parte de los sumos sacerdotes con la seca réplica de Pilato, en la cual éste declara que lo escrito debe permanecer inalterado (Jn 19,21s), constituye un medio tí­pico de ironí­a en Juan para acentuar la realeza de Jesús: el profeta de Nazaret muere en la cruz porque es el rey de los judí­os.
Por tanto, para el cuarto evangelista Jesús es proclamado rey con su pasión y muerte en la cruz. Juan ha interpretado estos acontecimientos a un nivel tan profundo que los considera como la exaltación de Cristo rey. La crucifixión de Jesús significa su glorificación regia, su entronización divina como rey de Israel. De ese modo se ha inaugurado el reino de Dios en la tierra.
2790
III. EL EVANGELISTA DEL REINO DE LOS CIELOS.
Hemos comprobado la importancia que reviste en los tres evangelios ya analizados el tema del reino anunciado por el profeta de Nazaret; sin embargo, nadie aparece más interesado en este tema que Mateo. Se puede considerar con razón al primer evangelista como el autor del NT que pone el reino de los cielos como uno de los fundamentos de su sistema teológico. Mateo considera realmente el reino como el objeto principal de la predicación de Jesús; incluso parece tenerlo por el fin principal de su misión. El profeta de Nazaret ejerce sobre todo la función de anunciar el acercamiento del reino y de inaugurarlo con su acción salví­fica, haciéndolo presente en la tierra, aunque de modo germinal y oculto, para preparar su manifestación plena en el cielo al final de la historia y del tiempo. Por tanto, Mateo se presenta verdaderamente como el evangelista del reino de Dios o del †œreino de los cielos, dos locuciones semejantes.
2791
1. La incidencia del tema del reino en el primer evangelio.
la expresión †œreino de los cielos se presenta como una locución semí­tica para indicar el reino de Dios; en el NT la emplea exclusivamente Mateo unas 34 veces. Pero el primer evangelista conoce también la locución †œreino de Dios†™, que aparece cuatro veces. Una frecuencia tan alta indica ya la importancia del tema del reino en la teologí­a de Mateo, que presenta realmente la obra salví­fica de Jesús justamente desde la perspectiva del reino: Cristo ha venido para proclamar e instaurar en la tierra el reino de Dios; para preparar a los hombres al ingreso en ese reino, haciendo pregustar ya por anticipado en esta tierra su valor salví­fico.
El contenido de la predicación de Jesús está sintetizado en la conversión del hombre para acoger el reino divino que se acerca (Mt 4,17). Después de la introducción al ministerio público del mesí­as, Mateo refiere el primer gran sermón de Jesús, el sermón de la montaña centrado precisamente en el reino de los cielos. El párrafo introductorio, que contiene su sí­ntesis poética con la proclamación de las bienaventuranzas, muestra la importancia del tema. Esa intuición es confirmada por la inclusión temática del discurso entero (Mt 5,3-7,21) y por el uso de la expresión †œreino de los cielos†, que se encuentra en las secciones centrales (Mt 5,19s; 6,10-33). En realidad, el sermón de la montaña contiene la proclamación de la inauguración del reino de Dios con las bienaventuranzas del reino (Mt 5,3-12), la ley del reino (Mt 5,17-48), la justicia del reino (Mt 6,1-18), el desprendimiento de los bienes de la tierra con el fin de buscaren primer lugar el reino de Dios (Mt 6,19-34); el párrafo final está centrado en la práctica de la ley del reino (Mt 7,13-28).
La sección inmediatamente siguiente, que refiere sobre todo la actividad taumatúrgica de Jesús (Mt 8,1- 9,35), aparece también abarcada por la inclusión temática centrada en el reino de los cielos, citado explí­citamente hacia el principio (Mt 8,lls) y en el pasaje final (Mt 9,35). Ese elemento literario, exclusivo del primer evangelista, caracteriza también esta sección; por eso presenta el ministerio taumatúrgico de Cristo a la luz del reino, insinuando que las curaciones obradas por el profeta de Nazaret constituyen la prueba de la inauguración del reino de los cielos en la tierra, o sea el signo concreto de que el reino divino ha irrumpido en este mundo, porque los milagros realizados por Jesús muestran la presencia real, poderosa y salví­fica del Señor entre los hombres.
El segundo gran discurso del primer evangelio, el de la misión, está colocado bajo el signo del reino. Después de la breve introducción que describe la elección de los doce apóstoles (Mt 9,36-1 0,4), se refieren las exhortaciones de Jesús a sus misioneros (Mt 10,5-42), que se abren con el pasaje programático de la proclamación de la cercaní­a del reino (Mt 10,5-7). Así­ pues, el contenido esencial de la predicación de los apóstoles a los hijos de Israel tiene por objeto la irrupción en la tierra de la presencia salví­fica del Señor por medio de su Cristo.
También la sección dramático-narrativa, colocada entre el segundo y el tercer gran discurso (Mt 11-12), se caracteriza por la presencia del reino, mencionado explí­citamente en el primer párrafo (Mt 11,1 Is) y en el último (Mt 12,28).
El tercer gran sermón aparece centrado, sin lugar a dudas, en el reino de los cielos, mencionado ocho veces. En este discurso se refieren siete parábolas que ilustran la realidad del reino (Mt 13,1-52). Todas las parábolas, a excepción de la primera, se abren con las frases: †œEl reino de los cielos es comparable a†, †œEl reino de los cielos es semejante a†™. Además, en el centro de la perí­copa inicial, centrada en la parábola del sembrador (Mt 13,3-23), se menciona explí­citamente el reino de los cielos (y. 11), lo cual se comprueba también en el pasaje conclusivo (Mt 13,52).
Por razones de espacio, interrumpimos aquí­ nuestro examen; él prueba con suficiente claridad el carácter central de esta temática: el evangelio de Mateo tiene verdaderamente por objeto principal el reino de los cielos.
2792
2. La proclamación del reino.
La buena nueva del reino es anunciada por los varios mensajeros enviados por el Señor. El precursor del mesí­as en el desierto de Judea invita a sus oyentes a la conversión porque el reino de los cielos está cerca (Mt 3,2). Se advierte que sólo el primer evangelista pone en boca de Juan Bautista el anuncio del acercamiento del reino, mientras que concuerda con Marcos en hacer proclamar esta buena nueva por el profeta de Naza-ret (Mt 4,17 y par). Las exhortaciones de estos textos al cambio de mentalidad y de vida resultan lógicas, dado el carácter trascendente y divino del reino; se trata, en efecto, de una realidad celeste, por lo cual es preciso disponerse convenientemente a acogerla.
El reino de los cielos es el objeto de la predicación de Jesús (Mt 4,23; Mt 9,35) y de sus misioneros Mt 10,7; Mt 24,14). Se trata de la buena nueva de la salvación, que por eso es llamada evangelio del reino o presentada como la palabra del reino. Nótese que tampoco las expresiones sobre la proclamación del reino en estos últimos pasajes se encuentran en las frases paralelas del segundo evangelio, probablemente fuente de Mateo; por tanto, son redaccionales y muestran el gran interés de nuestro evangelista por esta temática.
2793
a) El evangelio del reino.
La expresión †œevangelio del reino†™, empleada exclusivamente por Mateo, pone bien de manifiesto el contenido de la buena nueva proclamada por el profeta de Nazaret: ésta tiene por objeto el reino de los cielos; por tanto, la enseñanza de Jesús está centrada en este tema. Se trata, en efecto, de locuciones redaccionales que sintetizan el objeto principal de la predicación de Cristo (Mt 4,23; Mt 9,35) o de sus enviados (Mt 24,14). Por eso el mensaje evangélico con sus múltiples articulaciones y riquezas de fondo se reduce al anuncio del reino. Por esa razón Mateo (y sólo él) emplea la expresión †œpalabra del evangelio† (Mt 13,19): la parábola del sembrador ilustra las diferentes reacciones a la escucha de la buena nueva anunciada por Jesús (Mt 13,3s.l8ss). Entre los hombres, algunos han recibido de Dios el don de renunciar al matrimonio para consagrarse enteramente al anuncio del reino, o sea del evangelio (Mt 19,12
2794
b) Los hijos del reino.
Acogiendo este mensaje de salvación, el hombre se transforma y se convierte en †œhijo del reino†™. En la explicación de la parábola de la cizaña, el profeta de Nazaret aclara que el buen grano simboliza a los hijos del reino, mientras que la cizaña indica a los hijos del maligno (Mt 13,38); por tanto, el que acoge la palabra del evangelio, aunque no sea judí­o o circuncidado, adquiere el puesto de los herederos del reino. Jesús anuncia a sus contemporáneos que muchos paganos participarán de la gloria del cielo junto con los patriarcas; en cambio, †œlos hijos del reino†™ según la carne serán arrojados a las tinieblas y al lugar de tormentos (Mt 8,1 Is); más aún, a los sumos sacerdotes y a los fariseos les declara el maestro que les será quitado el reino de Dios para darlo a un pueblo que dé frutos (Mt 21 ,34ss). Por tanto, sólo hijos del reino en espí­ritu, o sea abiertos a la fe, serán colocados en el granero de Dios, es decir, participarán de la gloria del cielo después de haberse convertido en discí­pulos de Cristo (Mt 13,52). Obsérvese que también la expresión †œhijos del reino†™ la emplea exclusivamente el primer evangelista.
2795
c) Los miembros del reino.
La adhesión de corazón al evangelio hace al creyente partí­cipe delreino, aunque no sea hijo de Abrahán en la carne. Mas, en concreto, ¿quiénes son estos miembros del reino? Son los pobres de espí­ritu, los afables, los misericordiosos, los agentes de paz, los perseguidos a causa de la justicia. Las bienaventuranzas nos indican precisamente a quién pertenece el reino de los cielos. Mateo muestra con particular elocuencia las varias clases de personas partí­cipes del reino (Mt 5,3-10).

También los que se parecen a los niños por la sencillez y la pobreza se deben contar entre los miembros del reino; Jesús es muy explí­cito al respecto: cuando los discí­pulos querí­an echar a los niños, él impidió aquel gesto y sentenció que el reino de los cielos es de cuantos son parecidos a los niños (Mt 19,14), es decir, viven en la pobreza espiritual, en el abandono total y confiado al amor de Dios.
2796
3. El reino mesiánico.
El profeta de Nazaret no sólo anunció el reino indicando a sus miembroSjSino que lo inauguró con su misión. El, en efecto, se manifestó como el Cristo que cumplió las Escrituras sobre el rey-mesí­as, que establece en la tierra el reino de Dios. Pues Jesús es el Hijo del gran rey del universo (Mt 22,2ss). La madre de Santiago y de Juan está convencida de que el Maestro va a inaugurar este reino mesiánico, y por ello pide para sus hijos los primeros dos puestos de gobierno y de honor (Mt 20,20s). Con su ingreso triunfal en la ciudad de David cumple Jesús los oráculos proféticos del rey-mesí­as (Mt21 ,2ss).
2797
a) La oración por la venida del reino.
Pero ese reino no es de orden polí­tico, como suponí­an casi todos los judí­os, comprendidos los primeros discí­pulos de Cristo (Mt 20,21-28); por eso no se instaura con la fuerza militar o con ejércitos, sino con la oración. Más aún; el objeto primero y principal de las peticiones de los creyentes debe constituirlo justamente la inauguración del reino: †œVenga tu reino† (Mt 6,10); [lOración 1, 8].
Esta segunda petición del Padrenuestro constituye la concretización de la primera. La oración †œVenga tu reino† indica cómo santificará Dios su Nombre grande: la instauración del dominio salví­fico del Señor representa la prueba de la santidad de su Nombre, es decir, de su persona divina y trascendente. Pues el reino del Padre significa la presencia real y salví­fica del Señor, que comienza a dejarse sentir en la tierra mediante la proclamación del evangelio, es decir, por medio del mesí­as. Su cumplimiento perfecto o consumación tendrá lugar al fin de los tiempos (Mt 7,21; Mt 8,11; Mt 16,28). El discí­pulo de Jesús debe orar al Padre del cielo a fin de que inaugure su reino, es decir, establezca su presencia salví­fica entre los hombres mediante su Cristo (Mt 6,10).
2798
b) La búsqueda del reino.
Los seguidores de Jesús no sólo deben pedir a Dios la instauración de su reino, sino que tienen el deber de comprometerse seriamente por él: deben interesarse sobre todo por esta realidad divina; entonces el Padre proveerá a sus necesidades temporales, tales como la comida, el vestido, el alojamiento (Mt 6,33). La denuncia y la exclusión del ansia de medios de subsistencia se derivan del hecho de que esa inquietud constituye un obstáculo a la búsqueda del reino. En realidad, el interés principal y el esfuerzo dominante del cristiano deben tener por objeto las realidades evangélicas; él debe tener hambre y sed de justicia Mt 5,6); es decir, debe anhelar sobre todo la instauración plena del reino; con la oración y con la acción debe favorecer el advenimiento de la presencia salví­fica del Padre.
El reino de los cielos, en efecto, según la valoración de la fe, constituye el tesoro más grande, por el cual vale la pena venderlo todo; es él la perla más preciosa, en cuya adquisición hay que invertir cuanto se posee (Mt 13,44-46). Estas dos breves parábolas son exclusivas de Mateo.
Dado el valor excepcional del reino para la salvación, el que obstaculiza el ingreso en el mismo o su posesión comete un delito graví­simo; de ahí­ el significado de los †œay† que el profeta de Nazaret lanza contra los escribas y los fariseos, los cuales se manchan también con ese reprobable pecado (Mt 23,13).
2799
c) El signo de la presencia del reino.
Con la venida de Jesús y con la predicación del evangelio irrumpe en la tierra el reino de los cielos, comienza a realizarse el reino mesiáni-co. Pues el profeta de Nazaret es el que debe venir; es el Cristo que obra los signos mesiánicos (Mt 11,2-6), entre los cuales hay que enumerar arrojar a los demonios de los posesos (Mt 12,22ss). Con ese gesto mesiánico el reino de Belcebú queda minado en la base y a punto de ser destruido. Jesús arroja a los demonios por medio del Espí­ritu de Dios, mostrando en concreto la instauración del reino entre los hombres (Mt 12,28). Por tanto, para el primer evangelista (y sólo para él) los prodigios excepcionales realizados por Cristo en el Espí­ritu Santo deben ser considerados como el signo tangible de la presencia del reino mesiánico en este mundo.
2800
d) El crecimiento del reino.
La presencia del reino en la tierra no se ha de concebir de modo estático, sino en perspectiva dinámica, porque es una realidad divina en evolución, que crece siempre. Las parábolas, sobre todo en el primer evangelio, ilustran este aspecto. Así­ como una viña crece y se desarrolla si se ve favorecida por el interés del dueño que adquiere obreros que la trabajen, así­ el reino de los cielos crece con la colaboración de las diversas personas llamadas a dedicarse a la misión evangélica (Mt 20, lss). Ese desarrollo se insinúa también en otra parábola, también ella, como la precedente, exclusiva de Mateo, a saber: la del grano sembrado por el amo y de la cizaña arrojada en el campo por su enemigo: la buena semilla crece, brota de la tierra y se desarrolla hasta su maduración (Mt 13,24ss).
Pero el desarrollo dinámico del reino se ilustra sobre todo con las dos breves parábolas del grano de mostaza y del fermento (Mt 13,31-33). Así­ como esta semilla tan pequeña crece hasta convertirse en árbol y como un poco de levadura hace fermentar toda la masa de harina, así­ el reino de los cielos, aunque aparezca casi imperceptible e insignificante, se desarrolla de modo sorprendente hasta extenderse por toda la tierra.
2801
4. La consumación del reino.
El reino de los cielos mediante la obra del mesí­as, a través de la predicación del evangelio y de los prodigios por él llevados a cabo, se establece en la tierra; pero es una realidad divina y alcanzará su madurez o consumación plena en el cielo, donde vive y reina Dios y adonde ha vuelto su Hijo. Al término de la historia y del mundo, con el juicio final se instaurará para siempre el dominio del Padre en todos los seres vivientes. Entonces los justos y los creyentes, que han practicado la palabra de Cristo, participarán de modo pleno, definitivo y perfecto, de la alegrí­a y de la gloria del reino en los cielos con la posesión de la vida eterna.
2802
a) El reino de los cielos.
La dimensión trascendente y divina del reino la acentúa fuertemente el primer evangelista; la misma locución †œreino de los cielos, caracterí­stica de nuestro autor, insinúa ese aspecto. El reino es una realidad celeste, aunque provisionalmente y en parte desciende a la tierra. Su dominio perfecto, su expansión plena, la manifestación total de su riqueza, fuerza y gracia no pueden poseerse en este mundo perecedero, sino sólo en el cielo, donde Dios reina de modo soberano y donde todas las criaturas racionales son invitadas a vivir en la felicidad perfecta y en la gloria imperecedera e inmortal.
Mas en este reino dichoso entrarán sólo las personas que se hayan esforzado en cumplir y en enseñar la revelación de Cristo (Mt 5,19s), haciendo de ese modo la voluntad del Padre (Mt 7,21). Este lugar o estado de felicidad plena, simbolizada por el banquete celestial, está reservado a cuantos muestran una fe auténtica en Cristo, aunque no sean judí­os ni estén circuncidados (Mt 8,1 Is). Para entrar en este reino hay que cambiar de mentalidad y de vida, volviéndose como niños, rechazando las ambiciones, las vanidades y el poder del mundo (Mt 18,1-4); más aún, es necesario vivir como pobres, pues muy difí­cilmente se les concederá a los ricos esa entrada (Mt 19,23s). El reino se les negará a los hijos que no cumplen la voluntad del Padre, mientras que se dará a los publí­canos y a las prostitutas que han cambiado de vida con una conversión sincera (Mt 21,28-32). Sólo las personas que tienen el aceite, sí­mbolo del compromiso concreto por cumplir la voluntad de Dios (Mt 7,21), participarán del banquete nupcial, mientras que las ví­rgenes necias, que se contentaron sólo con bonitas profesiones de fe, serán excluidas (Mt 25,lss). Estos sí­mbolos convivales ilustran bien la perfecta alegrí­a, la felicidad plena y la vida exuberante en el reino.
2803
b) El juicio final y la parusí­a.
La participación de los fieles en el reino se inaugurará con el juicio final, cuando el Hijo del hombre volverá en las nubes para juzgar a los vivos y a los muertos. La parusí­a constituye el principio del estadio último y definitivo del reino. La parábola de la cizaña y del buen grano simboliza el juicio, con el cual se abrirá la fase final del reino: al segarla, la hierba mala será atada en haces y quemada, mientras que el grano será celosamente guardado en el granero (Mt 13,30). Este lenguaje simbólico, ya transparente, se explica en la perspectiva de un juicio al final de la historia: la siega indica el fin del mundo, cuando los ángeles separarán a los malvados y a los agentes de la iniquidad de los justos; estos últimos brillarán como el sol en el reino del Padre; en cambio, aquéllos serán arrojados en el horno ardiente de los tormentos eternos (Mt 13,39-43). El discurso de las parábolas en el primer evangelio se cierra con el sí­mbolo de la red que recoge toda suerte de peces, los cuales, sin embargo, son seleccionados: los buenos son recogidos en cestos, mientras que se tira los malos (Mt 13,47s). El juicio final está aquí­ simbolizado con transparencia; no obstante, Jesús lo explí­cita: †œAsí­ será al fin del mundo. Vendrán los ángeles, separarán a los malos de los justos y los echarán al horno ardiente: allí­ será el llanto y el crujir de dientes† (Mt 13,49s). Estas dos parábolas son exclusivas de Mateo, como lo es la del siervo despiadado, que ilustra también el juicio final (Mt 18,23ss). Este hombre malvado fue condenado a los tormentos eternos porque no usó de misericordia con su compañero, que le debí­a algún dinero (Mt 18,32ss). †œAsí­
-sentencia Jesús como conclusión- hará mi Padre celestial con vosotros, si cada uno de vosotros no perdona de corazón a su hermano† (Mt 18,35).
Al término del discurso escatoló-gico encontramos en el primer evangelio la descripción del juicio final que el Hijo del hombre, rey glorioso, realizará el último dí­a en el momento de la parusí­a, separando a los justos de los malvados, caracterizados los primeros por el amor concreto a los más pobres y abandonados entre los hombres, y marcados los otros por la indiferencia hacia estos hermanos del rey. Por eso los justos serán introducidos en el reino (Mt 25,3lss) con la siguiente invitación: †œVenid, benditos de mi Padre; tomad posesión del reino preparado para vosotros desde el principio del mundo† (y. 34). Al contrario, cuantos se han mostrado duros de corazón con los indigentes y los que sufren serán condenados al fuego eterno (vv. 4lss). También esta perí­copa, tan sugestiva y estimulante,, se encuentra sólo en el primer evangelio. Por tanto, Mateo aparece particularmente rico en ilustrar el estadio último de la historia salví­fica, con el cual se inaugura el reino celestial, es decir, el ingreso en la vida eterna (Mt 25,46), cuando los justos serán revestidos del esplendor de la gloria divina por todos los siglos (Mt 13,43).
2804
IV. EL REINO EN EL EPISTOLARIO DEL NT Y EN EL APOCALIPSIS.
Fuera de los evangelios y de los Hechos, el término †œreino† (baslleí­a) se emplea muy poco; sólo el Apocalipsis parece ser una excepción, pues de las 19 veces que aparece en el epistolario y en Ap, nueve se encuentran en este último escrito.
2805
1. El epistolario paulino.
En las cartas paulinas no se trata con frecuencia el tema del reino ni se presenta con gran originalidad. Pablo exhorta, en lTh 2,12, a sus fieles a comportarse de manera digna de Dios, el cual los ha llamado a su reino y a la gloria; en 2Th 1,5 se congratula, en cambio, por su fe y paciencia en las tribulaciones que soportan para ser encontrados dignos del reino de Dios, por el cual sufren. Este reino se instaura en el mundo no con palabras, sino con la fuerza (dynamis) divina, contenida en el evangelio, que anuncia a Cristo crucificado (1Co l,17s.23ss;4,20). Los que predican la buena nueva centrada en el Señor Jesús colaboran a la difusión del reino de Dios (Col 4,11), que por eso es también el reino del Hijo y del amor del Padre, al cual los creyentes han sido trasladados después de haber sido liberados del poder de las tinieblas (Col 1,13). Viviendo la realidad divina del reino, no hay que perderse en discusiones nocivas, y hasta inútiles, sobre comidas y bebidas; el creyente debe preocuparse de no ser ocasión de ruina para el hermano, por el cual ha muerto Cristo (Rm 14,13-17).
Además, Pablo declara no rara vez que los inmorales y los injustos no heredarán el reino de Dios (Ga 5,21 1 Co 6,9s; Ef 5,5), es decir, no obtendrán la vida eterna, porque no podrán entrar en ella después de la muerte. Ese reino escatológico futuro se instaurará en el cielo cuando Cristo, en la parusí­a, lo entregue al Padre, después de haber aniquilado todas las potencias enemigas de Dios (1Co 15,24 cf lTim ico 6,14; 2Tm 4,1). En este reino serán superadas la carne con la sangre y la corrupción, es decir, la naturaleza terrena, para que se produzca una maravillosa transformación en la gloria inmortal (1Co 15,5Oss). Pablo está convencido de que tomará parte en ese reino divino al cabo de sus dí­as (2Tm 4,18). Por lo demás, Dios llama a todos los creyentes a su reino de gloria en el cielo (lTs 2,12) y los hará dignos de tal premio porque sufren por el reino (2Ts 1,5).

2806
2. Las otras cartas apostólicas.
En las restantes cartas del NT el tema del reino se toca sólo en cuatro pasajes, dos de ellos en la carta a los Hebreos. En este tratado de cristologí­a, el reino forma la inclusión de todo el escrito, si prescindimos del apéndice del capí­tulo 13, que contiene recomendaciones y exhortaciones varias; ese tema, en efecto, hace su aparición en el párrafo inicial, donde se aduce la prueba escriturí­stica en favor de la trascendencia del Hijo en relación con los ángeles (Hb 1,5-14); esta superioridad es demostrada también con la eternidad del reino de Cristo (y. 8). Ese reino divino instaurado en el cielo, donde el Hijo reina con el Padre, forma la herencia de los creyentes (Hb 12,28); pues se trata de la Jerusalén de arriba, de la ciudad del Dios vivo, donde entrarán los fieles que no volvieron las espaldas a Cristo (Heb 12,22ss).
Santiago, el hermano del Señor, especifica que los herederos de este reino divino son los pobres del mundo que se muestran ricos de fe; ellos han sido elegidos por Dios para heredar la vida eterna (St 2,5). A los creyentes, empeñados en profundizar y hacer más segura su vocación y elección, les está abierta ampliamente la entrada en el reino eterno del Señor y salvador Jesucristo (2P 1,1 Os).
En estos últimos textos encontramos sólo la dimensión escatológica y futura del reino, porque se lo presenta como una realidad divina celestial, en la cual los cristianos serán introducidos después de la muerte si perseveran en la adhesión vital al Hijo de Dios; se trata, en efecto, de la gloria inmortal prometida en herencia a los fieles.
2807
3. El apocalipsis.
El último libro del NT nos presenta el tema del reino en su riqueza y complejidad de realidad divina, presente en el mundo y orientada hacia la consumación en la Jerusalén celestial.
En la doxologí­a inicial el autor alaba y da gracias a Cristo, que ha amado a su Iglesia, haciendo de ella un reino sacerdotal para el Padre (Ap 1,5s). Jesús es el cordero de Dios, que con su sangre ha hecho de los creyentes un reino de sacerdotes, que reinarán sobre la tierra (Ap 5,10). Juan se considera un hermano, miembro de este reino, que es el pueblo de Dios (Ap 1,9).
En otros pasajes nuestro autor nos describe la consumación del reino me-siánico. Al sonido de la séptima y última trompeta se proclamará la inauguración del reino eterno de Cristo en la Jerusalén del cielo: †œEl imperio del mundo ha pasado a nuestro Señor y a su Mesí­as; él reinará por los siglos de los siglos Ap 11,15). Al final de la historia Satanás será aniquilado para siempre (Ap 1 2,7ss; 16,10; 17,17s); por eso puede comenzar el reino de Dios y de su Mesí­as: †œAhora ha llegado la victoria, el poder, el reino de nuestro Dios y la soberaní­a de su Mesí­as (Ap 12,10).
2808
V. REINO E IGLESIA.
De la investigación que antecede se sigue con suficiente claridad que el reino de Dios no se identifica simplemente con la comunidad cristiana, aunque existen relaciones mutuas y profundas entre las dos realidades, porque la Iglesia está formada por el pueblo creyente sobre el cual ejerce el Señor su dominio y en el que deja sentir su benéfica presencia salví­fica real. Si el reino indica en el NT sobre todo la expansión de la vida y del amor de Dios a través de la proclamación del evangelio, esta palabra de salvación es acogida y vivida especialmente en la comunidad de los discí­pulos de Cristo, por lo cual no raras veces asistimos a una í­ntima asociación entre Iglesia y reino de Dios. Cuando el autor de la carta a los Colosenses declara que los ministros del evangelio han colaborado en el reino de Dios (Col 4,11) y enseña además que Dios ha trasladado a los creyentes al reino de su Hijo querido (Col 1,13), insinúa claramente la dimensión eclesial del reino. Pues, ¿dónde se con-cretiza y se experimenta el reino de Cristo, o sea su presencia salví­fica, sino en la comunidad cristiana, es decir, en el nuevo pueblo de Dios?
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1. EN EL PRIMER EVANGELIO.
Mateo es el autor del NT que quizá presenta de modo más marcado el nexo profundo entre Iglesia y reino. El Ióghion del Señor sobre la grandeza del más pequeño en el reino de los cielos, superior incluso a la de Juan Bautista (Mt 11,11), podrí­a interpretarse en relación con los miembros de la comunidad evangélica; en esa lectura Jesús proclamarí­a la gran dignidad de los cristianos que pertenecen al nuevo pueblo de Dios, en el cual está sólidamente implantado el reino.
Asimismo la parábola de los obreros llamados a diversas horas del dí­a a trabajar en la viña (Mt 20,lss) se presta a una interpretación en clave eclesial, porque la viña del Señor, desde la época de la gran tradición profética de Israel, ha simbolizado el pueblo de Dios (Os 10,1 Is 5,lss; Ez 17,5ss; Ez 19,10 Ps 80,9ss). En esta perspectiva los obreros de la última hora (Mt 20,6ss) indican a las personas llamadas a formar parte de la comunidad mesiánica del tiempo es-catológico, y por tanto simbolizan a los miembros de la Iglesia. De modo análogo, las palabras de Jesús a Simón Pedro después de la confesión mesiánica de Cesárea de Filipo, también ellas exclusivas del primer evangelista (Mt 16,17-19), tienen un significado eclesial. Cristo anuncia aquí­ que quiere construir su comunidad sobre la piedra que es Pedro; más aún, a este apóstol le dará las llaves del reino de los cielos con poder para atar y desatar, para cerrar y abrir, es decir, para declarar lí­cita o ilí­cita una acción. Lo que la roca de la Iglesia proclame en la tierra como permitido o prohibido será ratificado en el cielo. Por tanto, las llaves del reino simbolizan el poder extraordinario conferido al discí­pulo, constituido fundamento de la Iglesia.
En el discurso de las parábolas encontramos varias insinuaciones en perspectiva eclesial, aunque el reino de los cielos se refiere aquí­ esencialmente a la palabra del evangelio. La parábola del buen grano y de la cizaña (Mt 13,24ss), con su explicación (Mt 13,36ss), simboliza la historia de la humanidad formada por justos y por malvados, los cuales crecen y prosperan juntos. El Hijo del hombre siembra en el mundo el buen grano, es decir, los hijos del reino (Mt 13,37s); da, pues, vida, por medio de sus palabras, a la comunidad de los creyentes y de los salvados. Asimismo la parábola de la semilla de mostaza que se convierte en árbol (Mt 13,31s) simboliza la expansión del reino, y por tanto la difusión del pueblo de Dios, creado por la palabra del evangelio. De modo análogo la parábola de la levadura (Mt 13,33) contiene una fuerte carga eclesial, porque simboliza la función de la comunidad cristiana de ser fermento evangélico de la humanidad. Por algo declaró Jesús a los miembros de su familia espiritual: †œVosotros sois la sal de la tierra† (Mt 5,13), †œVosotros sois la luz del mundo†™ (Mt 5,14). Finalmente, la parábola de la red que contiene toda suerte de peces (Mt 13,47ss) podrí­a simbolizar la Iglesia, que recoge en su seno a muchas personas, las cuales, sin embargo, no alcanzarán todas la gloria del reino de los cielos, como se comprueba también en la parábola de la gran cena real (Mt 22,1 Ss), en la cual toma parte también algún nombre sin traje nupcial, por lo cual es arrojado fuera y lanzado al lugar del llanto (Mt 22,1 lss). Por lo demás, en el cuarto evangelio la red de los apóstoles simboliza la comunidad de los creyentes, o sea, la Iglesia (Jn 21,2ss).
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2. El reino sacerdotal.
Las insinuaciones precedentes en clave eclesial son ulteriormente explicita-das en algunos pasajes tardí­os del NT, porque en ellos la comunidad cristiana es presentada como el reino sacerdotal, anunciado ya en el AT (Ex 19,6). Pedro, en su primera carta, recuerda a los creyentes que forman una estirpe elegida, un organismo sacerdotal, real, un pueblo santo (IP 2,9). El autor del Apocalipsis enseña que Cristo, el prí­ncipe de los reyes de la tierra, ha hecho de los creyentes un reino sacerdotal (Ap 1,6): †œ(El cordero) has rescatado para Dios con tu sangre hombres de toda tribu y lengua, pueblo y nación; de ellos has hecho para nuestro Dios un reino de sacerdotes, que reinarán sobre la tierra† (Ap 5,9s). Por eso Juan se considera y se presenta como un hermano, miembro del reino, partí­cipe de la tribulación y de la perseverancia en Jesús (Ap 1,9). Por tanto, en el último estadio del NT asistimos casi a una identificación entre reino y comunidad de los salvados o Iglesia.
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VI. REINO Y ESCATOLOGIA.
Como conclusión, queremos enfocar brevemente el aspecto escatológico del reino. En efecto, esta realidad divina irrumpe en la tierra en los últimos tiempos y es inaugurada definitivamente al final de la historia. Por tanto, el reino es de orden escatológico en el sentido más pleno y completo, puesto que anticipa en este mundo la presencia salví­fica y trascendente de Dios; y, además, porque será consumado e instaurado para siempre en el cielo al término del tiempo y de la evolución de las cosas y de los seres vivos. Como lo hemos podido comprobar, los autores del NT ponen de relieve la doble dimensión, presente y futura, del reino, el cual es por eso considerado de orden escatológico; no sólo porque con la venida del mesí­as inicia la fase final de la historia de la salvación, sino también porque el dominio real de Dios se instaurará de modo pleno y perfecto con la parusí­a, cuando el Hijo entregue el reino al Padre.

Luego, en algunos textos del NT encontramos la presentación de una escatologí­a anticipada o parcialmente realizada: el reino de los cielos comienza a difundirse entre los hombres en la tierra; esta realidad trascendente y divina, es decir, el señorí­o real y salví­fico del Señor, irrumpe en este mundo corruptible con la proclamación del evangelio, y con la obra redentora de Cristo se hace viva y operante entre los hombres. La presencia salví­fica y majestuosa del rey de los reyes, del Señor de los señores, del soberano del universo obra de modo eficaz en la tierra y comienza a difundirse en la humanidad, cambiando a las personas y a la sociedad, aunque de modo incoativo y, como tal, imperfecto. El fin de la encarnación y de la misión del Hijo de Dios en el mundo consiste precisamente en esa obra de instauración del reino del Padre en ia tierra, es decir, de su presencia salví­fica, mediante el anuncio de la buena nueva del evangelio y con toda su acción redentora.
Mas esta instauración del reino en el mundo es sólo incoativa, por lo cual se presenta muy imperfecta y parcial; en efecto, no todos los hombres han acogido a Cristo y su evangelio, ni en esta tierra han sido aniquilados todos los males; el odio, la guerra, la injusticia, la violencia, el egoí­smo siguen reinando en nuestro globo. El reino mesiánico de paz, de amor, de fraternidad, de concordia es un ideal, si no ya una †œutopí­a†; la sociedad de los hombres y las diversas naciones son presa de la rivalidad, e incluso de las guerras, de las luchas de clases y de las diferencias raciales. Aunque hay que admitir honestamente que con la venida de Cristo y con la acción de la Iglesia se han eliminado, o por lo menos se han impugnado abiertamente, muchas situaciones injustas y violentas de la faz de la tierra (como la esclavitud, la postergación de la mujer, la discriminación racial, etcétera), no se puede ignorar el mal todaví­a reinante en el mundo: el reino de Satanás está muy lejos de haber sido vencido. Sin embargo, la Biblia enseña claramente que, al final de los tiempos, el último acto de la historia lo constituirá la parusí­a, el retorno de Cristo a la tierra para la consumación y el establecimiento definitivo del dominio de Dios sobre todas las criaturas. Entonces cesará el tiempo y comenzará el reino de amor pleno, de felicidad perfecta y de vida rebosante; entonces el Padre será todo en todos y su presencia salví­fica hará gustar a los suyos los frutos más bellos y más dulces; entonces la gloria del Señor inundará y rodeará a todos los justos y los transformará divinizándolos, mientras que los impí­os, que han rechazado a Cristo y su palabra, serán condenados al suplicio eterno. El establecimiento definitivo del reino se presenta, pues, como un acontecimiento escatológico en el sentido más pleno y perfecto.
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S. A. Panimolle

Fuente: Diccionario Católico de Teología Bíblica

El mensaje del r. de D. transmitido en los sinópticos, que en Mt está reemplazado en gran parte por la expresión “reino de los cielos”, constituye el centro de la predicación de Jesús mismo. Mc resume la predicación de Jesús en esta frase: “Se ha cumplido el tiempo; el r. de D. está cerca; convertí­os y creed al evangelio” (1, 15). Esta predicación del r. de D. – más exactamente del reinado de Dios, ya que basileia significa sólo secundariamente el ámbito del reinado, y primariamente el acto de soberaní­a regia, de poder y dignidad real – presupone la expectación veterotestamentaria del r. de D. El mensaje de Jesús queda elevado a una nueva perspectiva a la luz de su muerte y resurrección, de modo que sus palabras sobre el r. de D. no constituyen ya en Juan y Pablo el centro de la predicación cristiana. En la historia de la teologí­a dicho concepto recibe una interpretación que se va transformando variadamente y, con frecuencia, da más testimonio del espí­ritu del tiempo que del sentido primigenio de la expresión.

I. La realeza de Dios en el AT
La designación de un dios como rey está muy propagada en el antiguo oriente. La divinidad ejerce su soberaní­a sobre su ciudad, sobre su reino, sobre los prí­ncipes y el pueblo, es dueña del paí­s, otorga prosperidad y bienestar, corrige y castiga. El prí­ncipe es pastor elegido del dios. Todo está a su servido (cf. KÖNIG H II 386-498). El dios no se puede concebir sin la soberaní­a del rey terreno. Si se destruye esta realeza, el dios mismo pierde su poder. El reino terrestre es la epifaní­a de la divinidad del reino: sin esta manifestación no existe el dios. Se comprende que Israel, que viví­a en este medio cultural, desde el perí­odo de la monarquí­a comenzara a llamar a Yahveh su rey. Otros tí­tulos, como “Dios Padre” (Ex 3, 13), son más antiguos, pero el tí­tulo de rey gana rápidamente terreno, p. ej., en salmos y doxologí­as (Sal 29; 103) o en relatos sobre visiones de los profetas (Is 6; Ez 1). Contrariamente a la tesis de M. Buber, según el cual la alianza sinaí­tica fue ya una alianza con el rey Yahveh, la reciente investigación ha mostrado que precisamente con la elevación de Jerusalén a sede regia entró también en uso la designación de Yahveh con el tí­tulo de rey (J. Schreiner). Aquí­ influyó sin duda la concepción cananea, según la cual con la construcción de un templo se demostraba la dignidad regia del dios (W. Schmidt).

Si bien la profesión de fe en la realeza de Yahveh no forma parte del más antiguo patrimonio teológico de Israel, sin embargo, empalma directamente con la experiencia fundamental del pueblo, que pervive, p. ej., en el “cántico del mar Rojo” (Ex 15): Yahveh es el Señor que salva, con el que no se pueden comparar los dioses. Guí­a al pueblo de manera maravillosa. Israel puede confiar en Yahveh (cf. Dt 8, 14ss; Jer 2,6ss; Miq 6, 4). El arce de la alianza como trono de Dios es garantí­a de su poderosa presencia (Núm 10, 35ss). El es el Señor de los ejércitos, el rey de Israel. Balaam bendice el campamento de Israel, en el que resuena la “aclamación del rey”, pues Yahveh está con él (Núm 23, 21). Samuel rechaza la petición de un rey terrestre por el pueblo, puesto que Yahveh se ha elegido como propiedad a este pueblo (1 Sam 9, 7; 10, 19; 12, 12).

Con el desarrollo teológico de la fe en la creación, que Israel, en una reflexión que a todas luces fue avanzando muy lentamente – los textos de la creación del mundo por Yahveh son relativamente tardí­os – logró asociar con la fe en el Dios de la alianza y en el Dios salvador, se va profundizando también el sentido de la realeza de Yahveh.

Yahveh es el rey del mundo. Su acción creadora motiva su soberaní­a sobre el mundo(Sal 24, Iss; 95, 3ss; 96, 5 10) y su función de juez del mundo (Sal 58, 12; 76, 9ss; 94, 2ss). La referencia del dios a la creación y el universalismo con ella ligado pertenecen al ámbito de la religión cananea, en el que se desarrolla el “teologúmenon” veterotestamentario de la realeza de Dios, aunque Israel dista mucho de aceptar simplemente mitos de la creación. La -> creación viene considerada como una obra histórica del Yahveh, que “con toda propiedad inaugura el plan de la historia” (RAn 1 143; cf. Sal 74, 12-17). El Señor cercano, que domina la historia, es también el creador del mundo. Esta regia soberaní­a histórica y universal de Yahveh adquiere una forma particularmente concreta en el ámbito social. Dado que el Dios de la alianza es rey de Israel, por eso el rey terrestre viene asociado como “hijo” de Yahveh (2 Sam 7, 14) al espí­ritu y consigna de la alianza: ha de dispensar grandes cuidados al pueblo que le está confiado (cf. 2 Sam 12, Iss). No debe dejarse alucinar por su poder, no ha de criar numerosos caballos, ni poseer muchas mujeres, no ha de acumular desmesuradamente plata y oro, ni ha de levantar con orgullo su corazón sobre sus compatriotas (Dt 17, 14ss). En cambio, a los pobres, a las viudas y los huérfanos, a los jornaleros y extranjeros se asegura la especial protección del Dios de la alianza. Israel debe pensar que él mismo fue liberado por Dios de la servidumbre y de la esclavitud y así­ ponerse de parte de todos los débiles (cf. Dt 24).

A este rey Yahveh rinde Israel homenaje en el culto. Los llamados “salmos de la entronización” (Sal 47; 93; 96-99), con su aclamación “Yahveh es rey”, han sido considerados como himnos para una presunta fiesta de la “entronización de Yahveh”. Probablemente se cantaban con ocasión de una fiesta, quizá postexí­lica, del templo. Dado que aquí­ se ensalza al Señor vivo, que rige las vicisitudes de la historia, y no a una divinidad mí­tica de un hecho de la naturaleza, presente en un retomo cí­clico, estos cánticos llevan un aliento y tono de espontaneidad, de actualidad, el carácter de acontecimiento. El recuerdo del pasado y la esperanza de futuro se reúnen en el “hoy” (Sal 95) del encuentro con el rey del cielo y de la tierra.

Con los -> profetas toma un matiz particular la fe de Israel en las promesas. A partir de Amós los profetas anuncian el juicio que amenaza al reino del norte y del sur. Con sus culpas Israel ha perdido la razón jurí­dica de su existencia. “Lo único a que puede asirse Israel es una nueva intervención histórica de Yahveh” (RAn II 131). Yahveh, que habí­a sacado a Israel de Egipto, habla en el Déutero-Isaí­as: “No penséis en lo que antes sucedió, no miréis ya a lo que hace tiempo pasó” (Is 43, 18). Con esta misma severidad sólo habla ya Jer (cf. 31, 31), mientras que en los otros profetas se da cierta continuación de la alianza de antaño. En este juicio están implicados los gentiles al igual que Israel (cf. Am Iss; Is 13ss).

Si bien los profetas apenas hablan de la realeza de Yahveh – a excepción de Is; y sólo el Déutero-Isaí­as vuelve a echar mano del concepto -, sin embargo, se refieren a la cosa expresada por esta palabra. Israel descubre en esas experiencias la perdición reinante en la historia. En la quiebra de su existencia polí­tica, en la destrucción del templo, en las catástrofes de los pueblos que lo rodean, se le hace patente el juicio de Yahveh sobre la humanidad pecadora. En esta situación anuncian los profetas una nueva salvación universal. Las imágenes en que se anuncia esta salvación provienen de las viejas tradiciones de las grandes gestas de Yahveh, pero las sobrepasan radicalmente. Oseas habla de un tiempo en el que Israel volverá a habitar en el paí­s, rebosante de prosperidad (2, Iss; 14, 6ss). Isaí­as anuncia el reinado de paz de un nuevo David sobre Sión (cf. el libro de Emanuel); Jeremí­as habla de una nueva alianza, por la que serán transformados los corazones (Jer 31, 31ss); el Déutero-Isaí­as se refiere a un nuevo éxodo, en el que Yahveh vuelve a mostrarse como santo, como creador de Israel, como rey (Is 43, 15). En este marco inserta el Déutero-Isaí­as sus cantos del siervo de Yahveh, que acusa rasgos individuales y colectivos. El nuevo reinado de Yahveh se describe como felicidad consumada, que por Israel viene comunicada a todos los pueblos, origina una transformación interior, abarca la tierra como espacio vital, y hasta la creación entera (Ez 34; Miq 4; Is 9, 25). Finalmente, de esta salvación prometida forma también parte la supresión de la muerte (cf. Is 25, 6ss). La realeza de Dios se entiende en sentido escatológico.

II. La realeza de Dios en el judaí­smo tardí­o
En el judaí­smo tardí­o, la esperanza del reinado de Dios experimenta algunas modificaciones caracterí­sticas. En amplios sectores del pueblo predomina una escatologí­a “nacional”. Testimonios de esta expectación son, p. ej., el salmo de Salomón 17, 23-51, donde el Mesí­as aparece como un libertador y fundador polí­tico de un Israel nuevo y justo; y también la oración de las dieciocho peticiones o la esperanza del Mesí­as que con frecuencia se trasluce en los Evangelios (Lc 24, 21; Mc 10, 37, etc.). Cierto que también aquí­ se ensalza a Yahveh como creador y señor del mundo, pero el establecimiento de su soberaní­a se entiende en sentido nacional y polí­tico. Con esta concepción se asocia fácilmente la idea de la lucha por el reinado de Dios (Qumrán, partido de los zelotes, insurrección de Bar-Koliba).

En la tradición doctrinal rabí­nica se vuelve a pensar en nueva forma la misión de Israel: hasta el momento sólo Israel ha reconocido el poder de Dios, que está oculto a los gentiles. Mediante el culto tributado a Dios y un fiel cumplimiento de la ley, Israel dará testimonio a los gentiles de la realeza de Dios. Israel ha de tomar sobre sí­ el “yugo del reino de los cielos” hasta el dí­a en que Dios mismo se manifieste al mundo entero (cf. la oración ‘Alenu de Abba Arikha). Contrariamente a la doctrina de que Dios establecerá su reinado con libre soberaní­a, algunos rabinos creen que mediante la penitencia, el estudio de la tóräh y la beneficencia es posible anticipar el reinado del Mesí­as – que como reinado intermedio precede a la plena soberaní­a de Dios -, o incluso el reinado mismo de Dios (cf. BILLERBECK 1 164 599 600 y passim).

La -> apocalí­ptica ofrece una tercera configuración de la esperanza del r. de D. en el judaí­smo tardí­o. El r. de D. es el mundo transfigurado, el universo trasladado al cielo. Mientras que el Apocalipsis deuterocanónico de Daniel habla todaví­a muy sobriamente, los discursos figurados de Henok, así­ como la Ascensión de Moisés y el Apocalipsis sirí­aco de Baruk, describen en forma gráfica los goces de este reino y el juicio. La historia universal se divide en perí­odos (Dan 2, 37-45; 4 Esd liss); se calculan las semanas de años hasta el dí­a de Yahveh (Hen[et] 93). Estas informaciones se presentan en parte como doctrinas ocultas. J. Moltmann ha interpretado así­ el contraste particular entre la concepción profética y la apocalí­ptica: “Mientras que en el mensaje de los profetas la “esperanza histórica” de Israel lucha con las experiencias relativas a la historia universal, que es entendida como función del futuro escatológico de Yahveh, en la apocalí­ptica la escatologí­a lucha con la cosmologí­a, y en esta lucha hace comprensible el cosmos como proceso histórico de los eones en una perspectiva apocalí­ptica” (Theologie der Hoffnung [Mn 1964] 122).

III. El mensaje de Jesús sobre el reino de Dios
La predicación de Jesús es proclamación del “r. de D., que está cerca” (Mc 1, 15; en los sinópticos aparece casi 100 veces la expresión “r. de D.”; en Mt dicha expresión está sustituida regularmente por “reino de los cielos”). En la predicación del Jesús histórico, la soberaní­a de Dios no se entiende en ninguna parte como el constante dominio del creador, sino como el reinado escatológico de Dios, que en medio de este tiempo ha comenzado ya, sin transformación cósmica y sin nueva constitución politica de Israel. La predicación de Jesús está caracterizada por una urgencia que no puede ser mayor: el kairos está presente (Lc 12, 56). Las parábolas de crisis (Lc 13, 6-9; Mt 22, 1-14), las palabras de amenaza y de juicio (Lc 10, 10-15) y los radicales imperativos morales del sermón de la montaña (Mt 5-7) sólo pueden entenderse en función del acontecimiento del tiempo de gracia.

Jesús promete a todos el r. de D.: a publicanos y meretrices, a enfermos, niños y pobres (Mc 2, 15; 10, 15-16). El reinado divino es salvación para el hombre, y no juicio. Es gozo de Dios el perdonar a los pecadores (Lc 15). Así­ Jesús tiene trato con los pecadores. La clemencia de Dios no presupone nada; sólo exige una respuesta en conformidad con ella. Esta respuesta debe llevar el sello de lo incondicional (Lc 6, 27-38). Los hombres deben perdonarse sin restricción, a la manera divina (Mt 18, 21ss). La discriminación y el juicio sólo tienen lugar al final (Mt 13, 24ss). La buena nueva va dirigida a Israel, pero con Israel a las gentes: “Vendrán muchos de oriente y occidente y se sentarán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob” (Mt 8, 11). Las obras poderosas de Jesús subrayan su predicación. Las curaciones y las expulsiones de -” demonios son signos del r. de D., que se ha acercado en Jesús: “Si yo arrojo los demonios por el dedo de Dios, es que el r. de D. ha llegado a vosotros” (Lc 11, 20). La relación entre las curaciones y la predicación de Jesús explica las palabras de Jesús al Bautista encarcelado: “Id a contar a Juan lo que estáis oyendo y viendo: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia el evangelio a los pobres” (Mt 11, 4; cf. Lc 4, 18). Jesús no sólo anuncia el r. de D., sino que éste se ha acercado en él. Jesús se sitúa a sí­ mismo por encima de la tórdh y de los profetas (Mt 5, 20ss; Lc 16, 16). Los discí­pulos son llamados bienaventurados porque oyen y ven lo que muchos profetas y reyes desearon ver (Mt 13, 16). Jesús, por razón de sus singulares relaciones con el Padre (cf. Mt 11, 25ss), reivindica una misteriosa “inmediatez con Dios” (A. Vögtle).

Jesús llama a su seguimiento (Mc 1, 16ss; 8, 34ss). Sin embargo, el reino no pertenece sencillamente a Jesús, su acción no es la edificación del mismo. El reino es del Padre (Lc 12, 32; 22, 29ss). Sólo él conoce la hora (Mt 24, 36). El reino de Dios “viene”, sólo puede ser recibido, ha de ser implorado (Mt 6, 10; Mc 10, 15; Lc 11, 2). El r. de D. ha llegado en Jesús – y por tanto en este tiempo – y al mismo tiempo se aguarda. El don libérrimo de Dios se manifiesta en un lenguaje paradójico. El resultado de la exégesis no permite justificar totalmente ni la tesis de la escatologí­a plenamente realizada (C.H. Dodd), ni la del carácter puramente futuro de los noví­simos (J. Weiss, A. Schweitzer). Igualmente falla la afirmación de una expectación radical del fin próximo por parte de Jesús (W.G. Kümmel) o, a la inversa, la atribución exclusiva de tal expectación a la comunidad primitiva.

Los logia y las parábolas de los Evangelios no se pueden armonizar (logia con indicaciones del tiempo: Mt 10, 23; Mc 9, 1; 13, 30; recusación de toda fijación de tiempo: Mc 13, 32; parábolas del crecimiento: Mc 4; Mt 13, 24-30 47ss; palabras sobre la entrada en el reino: Lc 13, 24; Mt 7, 13). En ello se muestra, a nuestro parecer, precisamente el carácter de acontecimiento consumador de la historia, definitivo y como tal presente en cada situación, del r. de D. anunciado por Jesús, carácter que sólo se puede expresar con categorí­as temporales en un lenguaje paradójico. Las realidades intrahistóricas sólo pueden ser signos imperfectos, del r. de D., aun estando llenos de su realidad. Estas palabras se sustraen al alcance ordenador de la ciencia humana, quedando en una “suspensión escatológica”, que sólo en la conversión se demuestra como base sólida. En ese mensaje, el mundo y su situación se entienden fundamentalmente en función del r. de D.; desde el mundo no se da una posibilidad de prospección hacia este reino. Si nuestro enfoque es exacto, se comprenderá el hecho de que Jesús no formula enunciados descriptivos del r. de D., sino que en imágenes (Mc 14, 25) y parábolas hace insinuaciones de esa realidad superabundante. Aparece también claro por qué el grupo de discí­pulos que se forma en torno a Jesús y el cí­rculo de los doce no se identifican sin más con la comunidad en el reino de Dios.

IV. La concepción del reino de Dios en el cristianismo primitivo
Las fórmulas de profesión de fe y homologí­as neotestamentarias muestran que la proclamación cristiana primitiva es la fe en Jesús, el Cristo, el Kyrios, el Hijo de Dios (Rom 10, 9; 1 Jn 5, 1; Jn 20, 31). A las fórmulas personales de pistis se contraponen las fórmulas de obras (W. Kramer), en las que se habla de la misión de Jesús, de su pasión, muerte, resurrección, exaltación y retorno (1 Cor 15, 3ss; 1 Pe 1, 18-21; 3, 18-22). En ambos tipos de fórmulas se trata de una acción escatológica de Dios.

El sermón de Pedro el dí­a de pentecostés concluye así­: “Sepa, por tanto, con absoluta seguridad toda la casa de Israel que Dios ha hecho Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros crucificasteis” (Act 2, 36). Esta investidura como Mesí­as y Señor, la prueba de su filiación divina, se efectúa mediante la resurrección de entre los muertos (Rom 1, 3). Ahora bien, a la -> resurrección pertenece la pasión (F1p 2, 9). Jesucristo, en su calidad de glorificado que ha superado la muerte, es el primogénito de todos los hermanos (Rom 8, 29). En este acontecimiento de Cristo así­ esbozado se abre el mensaje de Jesús sobre el r. de D. que se ha acercado. A partir del r. de D. proclamado, la fe pospascual experimenta la pasión y muerte de Jesús como acontecimiento salví­fico. Jesús, en quien se ha acercado el r. de D., es precisamente en su muerte el glorificado, revestido del esplendor de la soberaní­a regia de Dios. El acontecimiento del tiempo, como r. de D. que se ha acercado, lleva su nombre.

Uno de los grandes tipos de esta inteligencia transformada y, sin embargo, idéntica en su sentido profundo, del r. de D., es la teologí­a de -> Pablo (y la déutero-paulina). Pablo habla en pocos pasajes, y en ellos en un sentido de futuro escatológico, de la basileia de Dios (cf. 1 Cor 6, 10; 15, 50; Gál 5, 21) como herencia del creyente. En Ef 5,, 5 se halla la expresión “reino de Cristo y de Dios”. Para Pablo la realeza de Dios se realiza fundamentalmente en el reinado de Cristo (1 Cor 15, 24; Col 1, 13).

Este reinado está presente en los fieles (Col 3, 1-4), en la Iglesia (Col 1, 18 24; cf. cuerpo de Cristo), en la acción de los ministros y carismáticos autorizados (Ef 4, 11-16). Mediante la predicación se manifiesta entre los gentiles “la fragancia de este conocimiento” (2 Cor 2, 14). En el carácter de victoria de la vida basada en la fe se hace visible cómo Jesús desposeyó a las virtudes y potestades de este mundo (cf. -> eón): en el medio cultural helení­stico se conocí­an Kyrioi de los diferentes sectores del mundo. Cristo, en tanto que glorificado, ejerce por medio de la Iglesia una soberaní­a cósmica (Ef 1, 21ss; 3, 10; 4, 8ss). Pero la soberaní­a de Cristo se consuma en la -” parusí­a, en la victoria sobre todos los poderes hostiles a Dios y sobre la muerte. Entonces será Dios “todo en todas las cosas” (1 Cor 15, 24-28). En las primeras epí­stolas paulinas reina una cierta expectación de la próxima parusí­a. Pablo, al hablar de la gloria venidera, renuncia ampliamente a las representaciones imaginativas (cf. 1 Cor 2, 9). Las afirmaciones personales sobre la comunión con Cristo y con los fieles ocupan el centro en Pablo (cf. 1 Cor 15, 35ss; 1 Tes 4, 17).

En la teologí­a de -> Juan falta casi totalmente la expresión “r. de D.” (única excepción, 3, 3ss). El mensaje de Cristo está matizado en forma de una “escatologí­a presente” (R. SCHNACKENBURG, Joh.-Komm. [Fr 1967] 140). Vida, muerte, juicio, gozo, paz, en tanto que realidades escatológicas, tienen un sentido presente. En casos aislados hay una perspectiva de futuro: resurrección corporal y juicio (5 28ss), vida eterna (12, 25). Este aspecto descuella más en 1 Jn 3, 2; 4, 17). En cambio, en el Ap el reino escatológico de Dios se identifica con el reino de Cristo (11, 15). La Iglesia ha sido constituida por Cristo en r. de D. (1, 6; 5, 10). La historia es el teatro de la lucha de los poderes contra este reino, que al fin sale victorioso. En Ap 20, 4 está entretejido el motivo del reinado mesiánico milenario.

El método de la historia de la redacción ha permitido destacar en forma más plástica las teologí­as de los -> sinópticos. Mc, con su doctrina del misterio del Mesí­as, tiende un puente entre el mensaje de Jesús sobre el r. de D. y la fe pospascual. Asume representaciones apocalí­pticas (13) y muestra la relación de la comunidad con el r. de D. (4, 11). En Mt, basileia es ya un concepto eclesiástico de escuela (13, 52). Designa la realidad celestial de la voluntad de Dios cumplida (6, 9 y 10). Así­ la -> justicia es la condición de admisión en este reino (5, 20). Mt espera la consumación del reino en el retorno del Hijo del hombre y en el juicio universal (25, 31ss). En Lc se diseña la idea de épocas en la historia de la salvación. El perí­odo de la actividad de Jesús, como centro del tiempo, se destaca frente al tiempo de la Iglesia (H. Conzelmann). Este termina con la parusí­a. El presente de la Iglesia queda en cierto modo “desescatologizada” por la historia de la salvación (P. Hoffmann).

En los escritos tardí­os del NT se muestran aquí­ y allá conatos de una concepción con rasgos tomados del helenismo (2 Tim 4, 18; Heb 12, 28; 2 Pe 1, 11), pues el r. de D. se presenta en cierto modo como una realidad supraterrena ya existente.

V. Inteligencia del reino de Dios en la historia de la teologí­a
La primera teologí­a patrí­stica está fuertemente marcada por la idea del reinado de Cristo y la expectación de una pronta parusí­a (IgnEph 11; 2 Clem 6 12); a lo cual se añaden representaciones apocalí­pticas, como la esperanza de un reino milenario (JusTINO, Dial. 80ss; TERTULIANO, Adv Marc. 3, 24). En algunos padres, la inmortalidad viene a ser el patrimonio de la salvación (TEóFILO DE ANTIOQUíA, Ad Autolyc. II 27). Mientras que en Tertuliano la expectación de una parusí­a próxima se alimenta de un entusiasmo inspirado por el montanismo y va unida con un rigorismo moral (cf. De monogamia, De corona), en Clemente de Alejandrí­a y en Orí­genes la doctrina del r. de D. acusa rasgos espiritualistas. Cristo es ensalzado como la palabra que diviniza al hombre (CLEMENTE, Paedag. III lss); la oración por el r. de D. implora sabidurí­a y conocimiento (ORíGENES, De oratione, 13). Esta inteligencia fuertemente interiorizada del r. de D. se impone en gran parte en oriente. El esquema conceptual aquí­ latente es por lo regular el neoplatónico de origen y retorno (cf. GREGORIO NISEND, De opif. hom. 17). Eusebio de Cesarea, empalmando con insinuaciones de Orí­genes, desarrolla una especie de teologí­a polí­tica: La fe en el Dios uno está ligada a la monarquí­a terrena romana. La polis es para Eusebio politeí­sta. El reino de paz de Constantino es copia e imitación del reino de Dios.

En occidente se va abriendo paso una identificación bastante fuerte del r. de D. con la Iglesia. Agustí­n (De civ. Dei, xx 9) habla de la Iglesia como regnum Christi y regnum caelorum, que en realidad es todaví­a regnum militiae y por tanto aguarda aún su consumación. La Iglesia se identifica con el reino milenario del Ap (20, 4), y es la última forma de la civitas Dei peregrinan (que camina en la 6.a edad del mundo; ibid. xv 20).

Una compenetración todaví­a más pronunciada de Iglesia y r. de D. y una correspondiente concepción del ministerio de Pedro se halla en la época siguiente, p. ej., en textos romanos (cf. Gregorio Magno, que entiende Lc 9, 27 en el sentido de la Iglesia erigida “contra la gloria del mundo”: PL 76, 1236ss).

A esta inteligencia “eclesiástica” del r. de D. se añade desde la dominación franca en occidente una interpretación “polí­tica”. Carlomagno, que como nuevo David en la Iglesia tomó “las riendas de la dominación regia” (R. STAEHELIN, Die Verkündigung des R. G. in der Kirche Jesu Christi II [Bas 1953] 164) – al papa corresponde la función de Moisés orante (Carta a León III; PL 98, 907ss) -, entiende su soberaní­a como participación en la realeza de Dios y de Cristo (cf. ALcuINo, PL 100, 301ss; cf. las liturgias de la coronación; P.E. Scrnt t, Die Ordines der mittelalterlichen Kaiserkrönung, “Archiv für Urkundenforschung” 11 [1939] 279-286). La idea de la cruzada está motivada en parte por esta concepción del r. de D.; la misma motivación recibe la investidura de los obispos por el rey: “Como los reyes son reyes juntamente con Cristo, confieren también y ejercen juntos con él lo que se refiere al reino de Cristo” (Anónimo de York [STAEHELIN II 334ss]). Con esta polí­tica del r. de D. se asocian expectativas apocalí­pticas. Adso de Montier adscribe el reino de Francia al imperio romano – el tercero después del imperio de los griegos y los persas – y aguarda un último soberano antes del anticristo, que restaurará con el mayor esplendor el imperio del mundo y depondrá su corona en Jerusalén (E. SACKUR, Sibyllinische Texte und Forschungen [B 1899] 97ss). La formulación más radical de una posición pontificia contra la idea regia imperial del reino de Cristo está representada sin duda en la bula Unam sanctam de Bonifacio vIII: Porro subesse Romano Pontifici omni humane creaturae declaramus dicimus definimus et pronuntiamus omnino de necessitate salutis.

Joaquí­n de Fiore – con antecedentes en Ruperto de Deutz, Honorio de Autún, Anselmo de Havelberg – anuncia un reinado venidero del Espí­ritu, que precederá al reino definitivo de Dios. Los espirituales franciscanos consideran a Francisco de Así­s como nuevo Juan Bautista y Elí­as, como “ángel con los signos del Dios vivo” (BUENAVENTURA, Legenda maior, pról.), que hace que surja este nuevo tiempo. En las comunidades fraternas alborea este reino. Esa concepción del r. de D. continúa en las comunidades de hermanos de la tardí­a -> edad media y del perí­odo de la -> reforma protestante (hermanos bohemos, anabaptistas, etcétera).

Mientras que en la mí­stica dominicana el r. de D. es “Dios mismo con toda su riqueza”, que está próximo al fondo del alma humana (maestro Eckhart: Deutsche Mystiker ir [ed. F. Pfeiffer, L 1857] n.° 69), al lado de ella surge una teologí­a del reino de Cristo en la comunidad polí­tica eclesiástica, que va desde Savonarola y Campanella hasta Bucero, y se expresa en -3 utopí­as (Campanella; la Utopí­a de Tomás Moro acusa gran afinidad con el De regno Christi de Bucero).

La doctrina de Lutero sobre los dos reinos traza una marcada lí­nea divisoria frente a una concepción católica teocrática de la Iglesia, como también frente a los “iluminados”. Lo constitutivo del régimen espiritual de Dios, esencialmente invisible, es la justificación por la fe en la predicación del evangelio, y lo constitutivo del régimen mundano es la ley. Este régimen es por sí­ mismo ambivalente y el cristiano ha de ejercerlo con fe, aunque dejando a salvo la autonomí­a propia del mundo. En cambio, la idea de la sociedad cristiana de Calvino y de Zuinglio acusa rasgos “bibliocráticos”, o bien teocráticos. Para Ignacio de Loyola y los elementos dirigentes de la contrarreforma, el reino de Cristo, que se ha de extender mediante una misión sistemática y mediante el empleo de todas las energí­as, se identifica sencillamente con la Iglesia católica. Por razón de esta identidad, la Iglesia jerárquica es totalmente infalible: “…así­ es sin duda imposible que Cristo permita alguna vez en su Iglesia un juicio propiamente erróneo sobre alguna cosa discutida” (“Monumenta Ignatiana” 1 xii 665; cf. Ejercicios espirituales, n.° 365).

Con los albores de la edad moderna asoma el tipo de una nueva idea especulativa del r. de D.: Nicolás de Cusa, en sus escritos filosófico-teológicos, esboza una visión conjunta de la realidad, en la que el hombre y el mundo aparecen como función de un Dios que se desarrolla en una forma más explicita. “Quiero decir que todas estas cosas están implí­citamente (complicite) en Dios, del mismo modo que en la creación del mundo son explí­citamente (explicite) el mundo de las cosas” (De possest, Op. I, 175v).

Si Dios es lo otro y mismo de cada ser y del mundo en conjunto, éstos son ellos mismos precisamente por su alteridad. Dios y el mundo están separados con el mayor rigor y, sin embargo, el mundo no es sino el desarrollo de Dios en el contraste del ser otro. En tal sistema no hay lugar para la historia y la escatologí­a. La referencia del hombre y de su mundo a Dios es presente. No es pura casualidad el que los modelos del Cusano sean en general de í­ndole matemática. En esta presencia del Dios próximo y a la vez infinitamente sustraí­do a todo ente finito, el hombre debe adquirir su libertad y así­ es como alcanza su justo puesto ante Dios y en Dios. “Uno es el reino de los cielos, del que sólo existe un sí­mil arquetí­pico, y éste, sin embargo, sólo puede desarrollarse en una multiplicidad de modos de similitud… Lo que Zenón, o Parménides, o Platón, o quienquiera que sea, refieren de la verdad es una misma cosa, pues todos ellos miraban a un Uno y lo expresaban en formas diferentes” (De filiatione Dei, Op. iv, 83).

Este sistema, que rompe con la ontologí­a medieval de la substancia, viene a ser el tipo fundamental de toda una serie de esbozos, en los que la idea del r. de D. aparece en una forma en parte secularizada. R. de D. y reino del espiritu vienen a ser sinónimos. Así­ el Dios de Descartes es el garante, inmanente al sistema, de la estructura en sí­ evidente de la realidad. Para Leibniz el mundo existente es el mejor de todos los mundos posibles, que está penetrado de una armoní­a preestablecida basada en la racionalidad de Dios.

Mientras que en este sistema forman una unidad las ciencias de la ética, de la metafí­sica y de la teologí­a, Kant en cambio separa la razón teorética y la práctica. El r. de D. surge mediante la estructuración de la sociedad humana bajo leyes éticas, que por su obligatoriedad moral se representan como preceptos divinos. Tal sociedad – la Iglesia – parte históricamente de la fe revelada, pero debe ser purificada para convertirse en pura fe religiosa. El cristianismo tiene la mayor afinidad con esta pura fe religiosa. En tal purificación se aproxima el r. de D. La representación de una consumación escatológica “es un bello ideal” (La religión dentro de los limites de la razón pura).

Fichte, más orientado estéticamente, diseña la visión de un Estado de la razón, que, como reino de la libertad y de la individualidad, hace que aparezca visiblemente la bella armoní­a de todos, lo universal como manifestación de Dios. En ese reino el sabio y el artista tienen la misión del sacerdote y del vidente.

La doctrina de Hegel sobre el reino del Padre, del Hijo y del Espí­ritu forma la conclusión de su doctrina de las formas del espí­ritu que se enajena y vuelve hacia sí­ mismo. Más allá del reino del espí­ritu – lacomunidad, que ha percibido su identidad con el Estado -, sólo existe el saber que se comprende a sí­ mismo. Así­, el r. de D. es la forma suprema del espí­ritu, en el que se representan la esencia del mundo y de la historia del mundo. Implica el pleno desarrollo de la libertad, la realización de la moral.

En este tipo de doctrina del r. de D. habrá que incluir todaví­a esbozos tan diversos como la doctrina marxista de la sociedad comunista (-> marxismo) y la filosofí­a de la -> utopí­a de Bloch. Ambos intentos tienen en común la reivindicación de un método puramente filosófico, con el repudio de toda teologí­a. Contrariamente a las concepciones del r. de D. anteriormente caracterizadas, aquí­ el -> futuro es la dimensión decisiva, ya que a la práctica modificante se le da la primací­a frente a la consideración teorética. Evidentemente aquí­ el futuro está tan al alcance del hombre operante, como en esos sistemas las estructuras del ser están al alcance de la mirada penetrante del hombre. En ambos casos el r. de D. no es el acontecimiento de un don gratuito, imprevisible e impenetrable, sino que es parte de la concepción de la existencia humana acerca de sí­ misma.

Junto a ese tipo de inteligencia del r. de D., en el que éste constituye el último marco especulativo de todas las ciencias humanas, existen conatos de concebir el r. de D. originariamente en el ámbito de la fe. Pascal, rompiendo el pensamiento sistemático, en vista del moderno concepto de ciencia que se iba abriendo paso intentó por primera vez, con su doctrina de los órdenes, determinar filosóficamente en qué esfera se podí­a hablar convenientemente de r. de D. y de Cristo: en el ordo caritatis, en el cual el hombre existe más allá de sí­, experimenta el perdón de su culpa y comienza a gustar la felicidad escondida de la amistad de Dios.

En la teologí­a reciente, la doctrina del r. de D. se convierte en principio constructivo en la escuela católica de -> Tubinga. Para J.S. v. Drey el r. de D. es “aquella idea del cristianismo que lleva en sí­ todas las otras y las hace brotar de sí­” (Einleitung in das Studium der Theologie [T 1819] 19). Ahora bien, la doctrina de la Trinidad es el “númenon” que contiene la economí­a entera del r. de D. El r. de D., preparado por las etapas de la historia de la salvación, apareció como realidad en Jesucristo; y como consumación de la historia por la gracia descubre al mismo tiempo la finitud de toda historia, y así­ sólo puede ser aprehendido por el hombre en la aceptación, con fe y esperanza, de la propia finitud.

J.B. Hirscher, partiendo de la “idea fundamental” del r. de D., desarrolla su “moral cristiana” como doctrina de la realización de este reino. Las facultades humanas son fundamentalmente disposiciones para pertenecer a dicho reino, en el que se ingresa con la conversión y que se representa a través de la soberaní­a divina en todos los sectores de la vida.

En el campo protestante, el r. de D. es el concepto teológico central del -> pietismo. A través de los individuos despertados a la vida cristiana, que se ven fortalecidos en las pequeñas comunidades de los “conventí­culos” y mediante la lectura de la Biblia, se convertirá el mundo en tina sede de la soberaní­a divina.

Las representaciones pietistas, de suyo muy diferenciadas, del r. de D. – algunas se refieren a un reino terrestre de Cristo – conducen a una crí­tica de la Iglesia protestante ortodoxa, a una acentuación de la idea de Mesí­as, a una intensa actividad pedagógica y social. Schleiermacher, que también recibió una formación pietista y estaba enraizado en el -> romanticismo, definió el r. de D. como “comunidad libre de la fe devota” (WW III/2 466), en la que los miembros desarrollan libremente su individualidad en obras de arte de la vida. Este perfeccionamiento personal en la estructuración de todas las energí­as superiores del hombre está basado en Jesucristo, que por la pura armoní­a con Dios es arquetipo del hombre y fundamento de las comunidades creyentes. Desde el punto de vista ético, el r. de D. es el bien supremo.

A. Ritschl, empalmando con la proclamación sinóptica del r. de D. y guiado por las preocupaciones de la -> ilustración, entiende el r. de D. como la comunidad moral fundada por Jesucristo, en la que los hombres, unidos en amor mutuo, ejercen su dominio del mundo mediante el trabajo profesional y se van formando más y más en la virtud. Aquí­ domina un ideal burgués de la vida. Esta concepción fue corregida por los trabajos exegéticos de J. Weiss y A. Schweitzer, en los que volvió a descubrirse el carácter escatológico del mensaje de Jesús. Luego, la moderna investigación exegética ha desarrollado renovadamente la riqueza del mensaje bí­blico sobre el r. de D. (cf. I-II).

Entre las teologí­as contemporáneas, especialmente la Dogmática eclesiástica de K. Barth y la teologí­a de la “muerte de Dios”, u otras corrientes afines, están influidas por la idea del reino de Dios. K. Barth propone una doctrina del r. de D. con un matiz cristocéntrico y escatológico, que destaca el carácter libérrimo de la gracia y la promesa de la salvación que abarca la plenitud de todas las cosas, el mundo y la historia. H. Cox, partiendo de la idea de que el r. de D. está alboreando constantemente y así­ adquiere modalidades siempre nuevas de signo en las formas históricas, considera la secular city, la realidad y la tarea de la humanidad de hoy, como la forma concreta actual del r. de D. en su penetración en el mundo. Según W. Hamilton y Th. Altizer, con la “muerte de Dios”, con la -> secularización en tanto que superación histórica de la fe en ese “forastero” trascendente, se ha dejado libre el camino hacia una gran humanidad divina. Mientras que Hamilton considera como el quehacer del cristiano el combate y la edificación de la soberaní­a de Cristo, Altizer, partiendo de una duda radical del progreso histórico, ve en este reino el objeto de una especie de esperanza escatológica intrahistórica.

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Peter Hünermann

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

  1. Terminología. «El reino de Dios» ocurre cuatro veces en Mateo (12:28; 19:24; 21:31, 43), cuatro veces en Marcos, treinta y dos veces en Lucas, dos veces en Juan (3:3, 5), seis veces en Hechos, ocho veces en Pablo, una en Apocalipsis (12:10). «El Reino de los cielos» aparece treinta y tres veces en Mateo, y una vez en una lectura variante en Juan 3:5, una vez en la obra apócrifa El Evangelio de los Hebreos 11. «Reino» aparece nueve veces (p. ej., Mt. 25:34; Lc. 12:32; 22:29; 1 Co. 15:34; Ap. 1:9); también «tu reino» (Mt. 6:10: Lc. 11:10); «su reino» (Mt. 6:33; Lc. 12:31; 1 Ts. 2:12), «el reino de su (mi) Padre» (Mt. 13:43; 26:29); «El evangelio del Reino» (Mt. 4:23; 9:35; 24:14), «la palabra del reino» (Mt. 13:19), «los hijos del reino» (Mt. 8:12; 13:38), el reino de nuestro padre «David» (Mr. 11:10). Dos veces «reino» se usa para los redimidos (Ap. 1:6; 5:9).

«El reino de Dios» y el «reino de los cielos» son variaciones lingüísticas para referirse a la misma idea. El modismo hebreo con frecuencia colocaba un término apropiado en lugar del nombre de la deidad (Lc. 15:21; Mt. 21:25; Mr. 14:61; 1 Mac. 3:50; Pirke Aboth. 1:3). Mateo retiene el modismo hebreo, mientras que los otros evangelios lo traducen por griego idiomático. Véase Mt. 19:23–24 para su identidad en significado.

El reino de Dios es también el reino de Cristo. Jesús habla del reino del Hijo del Hombre (Mt. 13:41; 16:28), y de «mi reino» Lc. 22:30; Jn. 18:36). Véase «su reino» (Lc. 1:33; 2 Ti. 4:1); «tu reino» (Mt. 20:31; Lc. 23:42; Heb. 1:8); «el reino de su amado Hijo» (Col. 1:13); «su reino celestial» (2 Ti. 4:18); «el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo» (2 P. 1:11). Dios ha dado el reino a Cristo (Lc. 22:29), y una vez que el Hijo haya cumplido con su gobierno, entregará el reino al Padre (1 Co. 15:24). Por tanto, es el «reino de Cristo y de Dios» (Ef. 5:5). El reino del mundo vendrá a ser «el reino de nuestro Señor y de su Cristo» (Ap. 11:15). No hay tensión entre «El poder y reino de nuestro Dios y la autoridad de su Cristo» (Ap. 12:10).

  1. Uso secular. Basileia es, primero que todo, la autoridad para gobernar como rey, y, en segundo lugar, el territorio sobre el cual se ejerce el reinado.
  2. El significado abstracto. En Lc. 19:12, 15 un noble se fue a un país lejano a recibir un «reino (= reinado), esto es, la autoridad para gobernar. Ap. 17:12 habla de diez reyes, reyes que todavía no han recibido un reino; recibirán «autoridad como reyes» por una hora. Estos reyes entregaron su reino, su autoridad, a la Bestia (Ap. 17:17). La prostituta es la gran ciudad que tiene «reino», esto es, dominio sobre los reyes de la tierra (Ap. 17:18).
  3. Significado concreto. El reino es también un reino sobre el cual se ejerce el reinado. La idea de un reino en este sentido se encuentra en Mt. 4:8 = Lc. 4:5; Mt. 24:7; Mr. 6:23; Ap. 16:10.

III. El reino es el reinado de Dios. «El Reino de Dios» significa, primero, todo el gobierno de Dios, la autoridad real divina.

  1. El uso del AT. La palabra hebrea malḵûṯ, al igual que basilea, comunica principalmente el significado abstracto, no el concreto. El reinado de un rey comúnmente se fecha con la frase «en el año … del malḵûṯ», esto es, de su reinado (1 Cr. 26:31; Dn. 1:1). El establecimiento del malḵûṯ de Salmón significa la obtención de su reinado (1 R. 2:12). Cuando David recibió el malḵûṯ de Saúl (1 Cr. 12:23) esto significó que el recibió la autoridad para reinar como rey. La idea abstracta es obvia cuando la palabra se coloca en forma paralela a los conceptos abstractos de poder, fuerza, gloria, dominio (Dn. 2:37; 4:34 [arameo v. 31], 7:14).

Cuando malḵûṯ se usa para Dios, casi siempre se refiere a su autoridad o su gobierno como el Rey celestial. Véase Sal. 22:28 (hebreo v. 29); 103:19; 145:11, 13; Abd. 21; Dn. 6:26).

  1. El Nuevo Testamento. El reino de Dios es la autoridad y gobierno divino que el Padre dio al Hijo (Lc. 22:29). Cristo ejercerá este gobierno hasta que haya subyugado a todo lo que se opone a Dios. Cuando haya puesto a todos sus enemigos bajo sus pies, devolverá el reino—su autoridad mesiánica—al Padre (1 Co. 15:24–28). El reinado (no los reinados) que ahora los hombres ejercen en oposición a Dios vendrá a ser el reino de nuestro Señor y el de su Cristo (Ap. 11:15) «y reinará por los siglos de los siglos». En Ap. 12:10 el reino de Dios es paralelo a la salvación y poder de Dios y la autoridad de su Cristo.

Este significado abstracto es obvio en los Evangelios. En Lc. 1:33 el reino eterno de Cristo es sinónimo con su gobierno. Cuando Jesús dijo que su reino no era de este mundo (Jn. 18:36) no se refería al territorio sobre el que gobierna; lo que quería decir era que su gobierno no se derivaba de una autoridad terrenal, sino de Dios, y que su monarquía no se manifestaría como un reinado humano sino que en conformidad con el propósito divino. El reino que los hombres deben recibir con la simplicidad de un niño (Mr. 10:15; Mt. 19:14; Lc. 18:17), que los hombres deben buscar (Mt. 6:33; Lc. 12:31), que Cristo dará a sus discípulos (Lc. 22:29) es el gobierno divino.

  1. El reino es soteriológico. El propósito del gobierno divino es la redención de los hombres y su liberación de los poderes del mal. 1 Co. 15:23–28 es definitivo en este respecto. El reinado de Cristo significa la destrucción de todos los poderes hostiles, el último siendo la muerte. El reino de Dios es el reino de Dios en Cristo, destruyendo todo lo que es hostil al gobierno divino.

El NT ve un reino hostil que se pone en contra del reinado de Dios. «El reino del mundo» (no como la RV60 «los reinos») se opone al reinado de Dios (Ap. 11:15) y debe ser conquistado. Los reinos del mundo están bajo el control satánico (Mt. 4:8; Lc. 4:5). Mt. 12:26 y Lc. 11:18 hablan del reino de Satanás, cuyo poder sobre los hombres se manifiesta en la posesión demoníaca. Este mundo o siglo se opone a la obra del reino de Dios; los cuidados del siglo ahogarán la palabra del reino (Mt. 13:22). Esta oposición entre los dos reinos, el de Dios y el de Satanás, se resume en 2 Co. 4:4. Satanás es llamado «el dios de este siglo» y ejerce su gobierno manteniendo a los hombres en tinieblas. Esta afirmación debe entenderse a la luz del hecho de que Dios permanece el rey de los siglos (1 Ti. 1:17; Ap. 15:3).

El Reino de Dios es el gobierno redentivo de Dios en Cristo derrotando a Satanás y a los poderes del mal y liberando a los hombres de la influencia del mal. Trae a los hombres «justicia, gozo y paz en el Espíritu Santo» (Ro. 14:17). La entrada en el reino de Cristo significa liberación del poder de las tinieblas (Col. 1:13) y se lleva a cabo por el nuevo nacimiento (Jn. 3:3, 5).

  1. El reino es dinámico. El reino no es un principio abstracto; el reino viene. Es el gobierno de Dios que activamente invade el reinado de Satanás. La venida del reino, tal como Juan el Bautista declara, significará un acto divino colosal: un bautismo de juicio y fuego (Mt. 3:11ss.). Dios estaba por manifestar su gobierno soberano en la venida de Cristo en salvación y juicio.
  2. El reino viene al fin del mundo. Juan esperaba un solo, aunque complejo, acto de salvación y juicio. Jesús hizo una separación entre la visitación presente y la futura del reino. Hay una venida futura escatológica del reino al fin del mundo. Esto lo enseñó Jesús en la oración: «Venga tu reino» (Mt. 6:10). Cuando el Hijo del Hombre venga en su gloria, se sentará sobre el trono de juicio. Los impíos recibirán la condenación de fuego, los justos «heredarán el reino» (Mt. 25:31–46). La misma separación del fin del mundo se describe en Mt. 13:36–43. Esta venida escatológica del reino traerá la palingenesia (Mt. 19:28), el nuevo nacimiento o transformación del orden material.
  3. El reino ya ha irrumpido en la historia. Jesús enseñó que el reino, que vendrá en gloria al fin del mundo, se ha introducido en la historia en su propia persona y misión. El gobierno redentivo de Dios ya ha invadido el reino de Satanás para liberar a los hombres del poder del mal. En el exorcismo de demonios, Jesús afirmó la presencia y poder del reino (Mt. 12:28). Mientras que la destrucción de Satanás espera la venida del Hijo del Hombre en gloria (Mt. 25:41; Ap. 20:10), Jesús ya ha vencido a Satanás. El hombre fuerte (Satanás) ha sido atado por el hombre más fuerte (Cristo), y los hombres pueden ahora experimentar una nueva liberación del mal (Mt. 12:29). La misión de los discípulos en el nombre y poder de Cristo echando fuera demonios significa la destrucción del poder de Satanás (Lc. 10:18). De esta forma, Jesús puede decir que el reino de Dios estaba presente entre los hombres (Lc. 17:21). En las obras mesiánicas de Cristo en cumplimiento de Is. 35:5–6, el reino manifiesta su poder. En Mt. 11:12, el verbo biazetai debe interpretarse como voz media, «el reino de los cielos entra con fuerza», y no como la RV60 «sufre violencia».
  4. El reino de Dios es sobrenatural. Como la actividad dinámica del gobierno de Dios, el reino es sobrenatural. Es obra de Dios. Sólo la acción sobrenatural de Dios puede destruir a Satanás, destruir la muerte (1 Co. 15:26), levantar a los muertos en cuerpos incorruptibles para que hereden las bendiciones del reino (1 Co. 15:50ss.) y transformar el orden del mundo (Mt. 19:28). El mismo gobierno sobrenatural ha invadido el reino de Satanás para liberar a los hombres de la esclavitud de las tinieblas satánicas. La parábola de la semilla creciendo por sí misma expresa esta verdad (Mr. 4:26–29). La tierra de suyo lleva fruto. Los hombres podrán sembrar la semilla predicando (Mt. 10:7; Lc. 10:9; Hch. 8:12; 28:23, 31); pueden persuadir a los hombres en cuanto al reino (Hch. 19:8), pero no pueden edificarlo. Es la obra de Dios. Los hombres pueden recibir el reino (Mr. 10:15; Lc. 18:17), pero jamás se dice que lo establezcan. Los hombres pueden rechazar o rehusarse a entrar en el (Mt. 23:13), pero no pueden destruirlo. Pueden esperarlo (Lc. 23:51), orar por su venida (Mt. 6:10) y buscarlo (Mt. 6:33), pero no pueden traerlo. El reino es del todo la obra de Dios aun cuando opera en los hombres y a través de ellos. Los hombres pueden realizar cosas para el bien del reino (Mt. 19:12; Lc. 18:29), pueden trabajar por él (Col. 4:11), sufrir por él (2 Ts. 1:5), pero no se dice que actúen sobre el reino mismo. Pueden heredarlo (Mt. 25:34; 1 Co. 6:9s.; 15:50), pero no pueden otorgarlo a otros.
  5. El misterio del reino. La presencia del reino en la historia es un misterio (Mr. 4:11). Un misterio es un propósito divino escondido por muchos siglos pero al fin revelado (Ro. 16:25s.). La revelación del AT miraba hacia una sola manifestación del reino de Dios cuando la gloria (véase) de Dios llenaría la tierra. Dn. 2 presenta cuatro reinos humanos y, entonces, el reino de Dios.

El misterio del reino es éste: antes de esta consumación escatológica, antes de la destrucción de Satanás, antes del siglo venidero, el reino de Dios se ha introducido en este siglo e invadido el reino de Satanás en poder espiritual para dar a los hombres de antemano la bendición del perdón (Mr. 2:5), la vida (Jn. 3:3) y la justicia (Mt. 5:20; Ro. 14:16), cosas que pertenecen al siglo venidero. La justicia del reino es una justicia interior y absoluta (Mt. 5:22, 48) que sólo podrá ser realizada en la medida que Dios la da a los hombres.

Las parábolas de Mt. 13 contienen esta nueva revelación. Una parábola es una historia sacada de la experiencia diaria para ilustrar una sola verdad fundamental; los detalles no deben tomarse como si fuera una alegoría. El reino ha llegado entre los hombres, pero no con un poder que obligue a toda rodilla a inclinarse delante de su gloria; es más bien como semilla esparcida sobre la tierra que puede ser fructífera o sin fruto, dependiendo de que sea recibida (Mt. 13:3–8). El reino ha llegado, pero el presente orden no ha sido desbaratado; los hijos del reino y los hijos del malo crecen juntos en el mundo hasta la cosecha (Mt. 13:24–30, 36–43). El reino de Dios ha llegado de verdad a los hombres, no como un nuevo orden glorioso, sino como una semilla de mostaza proverbial. Con todo, no debemos despreciar su insignificancia. Este mismo reino será algún día un gran árbol (Mt. 13:31–32). En vez de un poder que transforma al mundo, el reino está presente en una forma casi imperceptible como un poco de levadura escondida en un recipiente con masa. Sin embargo, este mismo reino llenará la tierra así como la masa leudada llena el recipiente (Mt. 13:33). La idea de un crecimiento lento o de una penetración gradual no es algo importante en estos dos últimos pasajes, ya que nuestro Señor no usó ninguna de estas ideas en ninguna otra parte. En la Escritura, el crecimiento natural puede bien ilustrar lo sobrenatural (1 Co. 15:36–37).

La venida del reino de Dios en humildad, en vez que en gloria, fue una revelación totalmente nueva y sorprendente. No obstante, dice Jesús, los hombres no deben engañarse. Aunque la presente manifestación del reino es en humildad—por cierto, Aquel que lo traía fue muerto como un criminal condenado—, es de todas formas el reino de Dios, y, al igual que un tesoro escondido o una perla de gran precio, merece conseguirse a toda costa o sacrificio (Mt. 13:44–46). El hecho de que la presente actividad del reino en el mundo produzca un movimiento que incluya tanto a justos como a impíos, no debe hacer que malentendamos su naturaleza. Es el reino de Dios; algún día hará una división entre lo bueno y lo malo en una salvación y juicio escatológicos (Mt. 13:47–50).

VII. El reino como los dominios de bendición redentiva. Un reino debe tener una región sobre la que domina. De esta forma el gobierno redentivo de Dios crea reinos o dominios donde se gozan las bendiciones del gobierno divino. Hay tanto un dominio futuro como uno presente del reino.

  1. El dominio futuro. Dios llama a los hombres a entrar a su propia gloria y reino (1 Ts. 2:12). En esta era, los hijos del reino experimentarán sufrimiento (2 Ts. 1:5) y tribulaciones (Hch. 14:22); pero Dios los rescatará de cada peligro y los salvará para su reino celestial (2 Ti. 4:18). Los hombres debieran asegurarse de entrar en el reino de Jesucristo (2 P. 1:11). Pablo habla con frecuencia del reino como una heredad futura (1 Co. 6:9s.; 15:50; Ga. 5:21; Ef. 5:5).

Los evangelios describen la salvación escatológica como una entrada al reino de Dios (Mr. 9:47; 10:24), al siglo venidero (Mr. 10:30) y a la vida eterna (Mr. 9:45; 10:17, 30; Mt. 25:46). Estas expresiones son intercambiables. La consumación del reino requiere la venida del Hijo del Hombre en gloria. Satanás será destruido (Mt. 25:41), los muertos en Cristo serán levantados con cuerpos incorruptibles (1 Co. 15:42–50) que no estarán más sujetos a la muerte (Lc. 20:35s.) a fin de heredar el reino de Dios (1 Co. 15:50; Mt. 25:34). Antes de su muerte, Jesús prometió a sus discípulos una comunión renovada en el nuevo orden (Mt. 26:29) cuando ellos participarán de su comunión y de su autoridad para gobernar (Lc. 22:29–30).

Las etapas de esta consumación es algo debatido. Los Evangelios describen un solo acontecimiento redentivo en la venida de Cristo con resurrección (Lc. 20:34–36) y juicio (Mt. 25:31–46). El Apocalipsis describe una consumación más detallada. En la venida de Cristo (Ap. 19), Satán es atado y encerrado en un abismo sin fondo, ocurre la primera resurrección, y los santos resucitados participan en el gobierno de Cristo por mil años (Ap. 20:1–5). En este reino milenario de Cristo y sus santos se halla el cumplimiento de dichos como los de Ap. 5:10; 1 Co. 6:2; Mt. 19:28; Lc. 22:30. Sólo al fin del milenio (véase) se echa a Satanás al lago de fuego (Ap. 20:10) y la muerte es finalmente destruida (Ap. 20:14).

Una interpretación entiende este lenguaje en forma literal y espera dos etapas futuras en la consumación del propósito de Dios, una al principio y otra al final del milenio. Este punto de vista es llamado premilenarismo ya que espera un reino milenario de Cristo después de su segunda venida. Explica la expectación del Evangelio en términos de una revelación progresiva. Dn. 2 no preve la era de la iglesia; los evangelios no predicen la era milenaria; sólo Apocalipsis entrega un bosquejo completo de la consumación.

Otros insisten que sólo hay una etapa en la consumación y venida de Cristo que inaugurará la era venidera. La atadura de Satanás es lo mismo que Mt. 12:29; la «primera» resurrección no es corporal sino espiritual (Jn. 5:25; Ro. 6:5) y el reino de Cristo y sus santos es una realidad presente (Ap. 3:21; Heb. 1:3; Ef. 2:5–6). A esta interpretación se la llama amilenaria porque no espera un reino milenario después de la venida de Cristo. Los mil años son un número simbólico para todo el período del reinado de Cristo a través de la iglesia.

Con frecuencia se olvida que en estas dos interpretaciones la meta final es la misma—la consumación del reino de Dios en el siglo venidero. La discusión está en las etapas por las que Dios realizará su propósito redentivo y no acerca del carácter del propósito redentivo de Dios.

  1. Un dominio presente. Dado que el poder dinámico del reino de Dios ha invadido este siglo (véase) malo, ha creado un dominio espiritual en el cual se experimentan las bendiciones del reinado de Dios. Los redimidos ya han sido liberados del poder de las tinieblas e introducidos al reino de Cristo (Col. 1:13). Jesús dijo que desde los días de Juan el Bautista el reino de Dios ha sido predicado y que los hombres entran en él con determinación violenta (Lc. 16:16). Aquel que es el más pequeño o último en el nuevo orden del reino es llamado el más grande del orden precedente (Mt. 11:11) porque goza de bendiciones reales que Juan nunca conoció. Otras afirmaciones en cuanto a entrar a un reino presente de bendición, están en Mt. 21:31; 23:13.

El aspecto futuro del reino está inseparablemente unido al presente en Mt. 10:15. El reino ha venido a estar entre los hombres y sus bendiciones se han extendido en la persona de Jesús. Aquellos que ahora reciben esta oferta del reino con la confianza de un niño, entrarán en el reino futuro y escatológico.

VIII. El reino y la iglesia. El reino no es la iglesia. Los apóstoles salieron predicando el reino de Dios (Hch. 8:12; 19:8; 28:23); es imposible poner «iglesia» en lugar de «reino» en esos pasajes. Sin embargo, hay una relación inseparable. La iglesia es la comunión de aquellos que han aceptado su oferta del reino, que se han sometido a su gobierno y entrado en sus bendiciones. El reino fue ofrecido a Israel (Mt. 10:5–6), quien a causa de su previa relación de pacto para con Dios, formaba la comunidad de los «hijos del reino» (Mt. 8:12) sus herederos naturales. No obstante, la oferta del reino en Cristo se hizo sobre una base individual en términos de una aceptación personal (Mr. 3:31–35; Mt. 10:35–37) más bien que en términos de una familia o nación. Porque Israel rechazó el reino, le fue quitado y dado a otro pueblo diferente (Mt. 21:43), la iglesia.

De esta forma, podemos decir que el reino de Dios crea la iglesia. El gobierno redentivo de Dios crea un nuevo pueblo que recibe las bendiciones del reino divino. Además, fue la actividad del gobernante divino la que trajo juicio sobre Israel. Individualmente, el reino significa salvación o juicio (Mt. 3:11); históricamente, la actividad del reino de Dios creó la iglesia y destruyó a Israel (Mt. 23:37–38). Éste es probablemente el significado de Mr. 9:1. Dentro del tiempo en que vivieron los apóstoles, el reino de Dios manifestó su poder trayendo un juicio histórico sobre Jerusalén y creando un nuevo pueblo, la iglesia. Pablo anunció que Israel sería rechazado y los gentiles salvos (1 Ts. 2:16; Hch. 28:26–28). No obstante, el rechazo de Israel no es permanente. Después que Dios haya visitado a los gentiles, reinjertará a Israel en el pueblo de Dios, y «así todo Israel será salvo» (Ro. 11:24–26), recibirá el reino de Dios y entrará a sus bendiciones (véase Mt. 23:39; Hch. 3:19s.).

El reino también opera a través de la iglesia. Los discípulos predicaron el reino de Dios e hicieron señales del reino (Mt. 10:7–8; Lc. 10:9, 17). Los poderes del reino estaban operando en ellos y a través de ellos. Jesús dijo que daría a la iglesia las llaves del reino de los cielos con poder para atar y desatar (Mt. 16:18–19). El significado de las llaves se ilustra en Lucas 11:52. Los escribas quitaron las llaves del conocimiento, esto es, la interpretación correcta del AT. La llave para entender el propósito divino había sido dada a Israel; pero los escribas habían malinterpretado tanto los oráculos que Dios les dio (Ro. 3:2) que, cuando el Mesías vino con una nueva revelación del reino de Dios, no entraron ni dejaron entrar a otros. Estas llaves junto con las bendiciones del reino serían dadas a un pueblo nuevo, quienes, al predicar las buenas nuevas del reino, serían el medio para atar y desatar a los hombres de sus pecados. De hecho, los discípulos ya habían usado las llaves y ejercido autoridad, trayendo a los hombres el don de la paz o la sentencia del juicio divino (Mt. 10:13–15). El reino es obra de Dios. Ha llegado al mundo en Cristo; opera en el mundo a través de la iglesia. Cuando la iglesia haya predicado el evangelio del reino en todo el mundo a todas las naciones, Cristo volverá (Mt. 24:14) y traerá el reino en gloria.

BIBLIOGRAFÍA

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George Eldon Ladd

RV60 Reina-Valera, Revisión 1960

TWNT Theologisches Woerterbuch zum Neuen Testament (Kittel)

Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (517). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología

(En Mateo, generalmente Reino de los Cielos).

En esta expresión se sintetiza la enseñanza más profunda del Antiguo Testamento, pero se debe tener en cuenta que la palabra reino significa también gobierno; por lo tanto significa no tanto el reinado propiamente dicho sino el dominio del rey (cf. del hebreo caldaico MLKVCH Dan. 4,28-29). El griego basileia del Nuevo Testamento tiene también estos dos significados (cf. Aristóteles, “Pol.”, II, xi, 10; II, XIV; IV, XIII, 10).

Encontramos la enseñanza del Nuevo Testamento prefigurada en la teocracia esbozada en Éxodo 19,6; en la institución del reino, 1 Sam. 8,7: “Porque no te han rechazado a ti, me han rechazado a mí, para que no reine sobre ellos.” Se indica aún más claramente en la promesa del reino teocrático, 2 Sam. 7,14-16. Es Dios quien gobierna en el rey teocrático y quien vengará cualquier negligencia de su parte. A través de todo el salterio se encuentra este mismo pensamiento (cf. Sal. 9-10,5); se insiste constantemente en que el trono de Dios está en el cielo y que allí está su reino; esto puede explicar la preferencia de San Mateo por la expresión “reino de los cielos” como más familiar para los hebreos para quienes él escribió.

Los profetas insisten en este pensamiento de que Dios es el Rey Supremo y por él sólo gobiernan todos los reyes; cf. Isaías 37,16-20. Y cuando la monarquía temporal ha fallado, este mismo pensamiento del gobierno final de Dios sobre su pueblo empieza a manifestarse con más claridad hasta culminar en la gran profecía de Dan. 7,13 ss., a la cual se tuvieron que haberse vuelto los pensamientos de los oyentes de Cristo cuando le oían hablar de su reino. En esa visión el poder de gobernar sobre todas la fuerzas del mal simbolizadas por las cuatro bestias, que son los cuatro reinos, es dado a “uno como el hijo de hombre”. Al mismo tiempo vislumbramos en los salmos apócrifos de Salomón de la forma en que, lado a lado con la verdad, los de mentes carnales abrigaron la idea de una soberanía temporal del Mesías, una idea que ejercería tan funesta influencia en las siguientes generaciones (Lucas 19,11; Mateo 18,1; Hechos 1,6); cf. especialmente el salmo de Salomón 17,23-28, donde se le suplica a Dios que suscite al rey, el hijo de David para que aplaste a las naciones y purifique a Jerusalén, etc. En el Libro de la Sabiduría griego, sin embargo, encontramos la más perfecta realización de lo que implica verdaderamente este “gobierno” de Dios —“Ella (la Sabiduría) conduce al hombre justo por sendas de acceso directo y le muestra el reino de Dios”, es decir, en qué consistía ese reino.

En el Nuevo Testamento la repentina llegada de este reino es el único tema: “Haced penitencia porque el reino de los cielos está cerca”, dijo el Bautista, y las primeras palabras de Cristo al pueblo no hacen sino repetir este mensaje. En cada etapa de su enseñanza la llegada del reino, sus varios aspectos, su significado preciso, el camino por el que se alcanza, constituyen el elemento básico de sus discursos, tanto así que a su discurso se le llama “el evangelio del reino”. Se deben estudiar los diversos matices de significado que contiene la expresión. En boca de Cristo el “reino” significa no tanto una meta que debe alcanzarse o un lugar —aunque esos significados no se pueden excluir de ningún modo; cf. Mt. 5,3; 11,2, etc. –es también un estado mental (Lc. 17,20-21), representa una influencia que debe impregnar las mentes de los hombres si quieren ser uno con Él y alcanzar sus ideales; cf. Lc. 9,55. Es sólo percibiendo estas sombras de significado que podremos hacerle justicia a las parábolas del reino con su infinita variedad. A veces el “reino” significa el dominio de la gracia en los corazones de los hombres, por ejemplo, en la palabra de la semilla que crece en secreto (Marcos 4,26 ss.; cf. Mt. 21,43); y así, también, es combatido y explicado por el reino contrario del diablo (Mt. 4,8; 12,25-26). Otras veces es la meta a la cual debemos apuntar, por ejemplo, Mt. 3,3. Una vez más, es el lugar donde se describe que Dios reina (Mc. 14,25).

En la segunda petición del Padre Nuestro —“Venga a nosotros tu reino”— se nos enseña a orar por la gracia y por la gloria. Cuando los hombres avanzan en la comprensión de la Divinidad de Cristo, crecen en el conocimiento de que el Reino de Dios es también el reino de Cristo —fue aquí que sobresalió la fe del buen ladrón: “Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu reino”. Así, también, cuando los hombres percibieron que este reino necesitaba un cierto estado anímico, y vieron que este singular espíritu estaba consagrado en la Iglesia, empezaron a hablar de la Iglesia como “el reino de Dios”; cf. Col. 1,13; 1 Tes. 2,12; Apoc. 1,6-9 y 5,10, etc. Se consideraba que el reino pertenecía a Cristo y que éste se lo entrega al Padre; cf. 1 Cor. 15,23-28; 2 Tim. 4,1. El reino de Dios significa, entonces, el reinado de Dios en nuestros corazones; significa esos principios que nos separan del reino del mundo y del diablo; significa el benigno predominio de la gracia; significa la Iglesia como institución divina por la que podemos estar seguros de alcanzar el espíritu de Cristo y así conseguir ese último reino de Dios, en donde Él reina eternamente en “la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios” (Apoc. 21,2).

Bibliografía: MAURICE, The Gospel of the Kingdom of Heaven (Londres, 1888); SCHURER, The Jewish People in the Time of Christ, div. II, vol. II; WEISS, Apoligie du Christianisme, II y X; y especialmente ROSE, Etudes sur les Evangiles (París, 1902).

Fuente: Pope, Hugh. “Kingdom of God.” The Catholic Encyclopedia. Vol. 8. New York: Robert Appleton Company, 1910.
http://www.newadvent.org/cathen/08646a.htm

Traducido por Fidel García Martínez. rc

Fuente: Enciclopedia Católica