RESURRECCION

Mat 22:23; Mar 12:18; Luk 20:27 los saduceos, que dicen que no hay r
Mat 22:30 porque en la r ni se casarán ni se darán
Mat 27:53 después de la r de él, vinieron a la
Luk 14:14 pero te será recompensado en la r de
Joh 5:29 saldrán a r de vida .. a r de condenación
Joh 11:25 dijo Jesús: Yo soy la r y la vida; el que
Act 1:22 sea hecho testigo con nosotros, de su r
Act 2:31 habló de la r de Cristo, que su alma no
Act 4:2 anunciasen en Jesús la r de entre los
Act 4:33 daban testimonio de la r del Señor Jesús
Act 17:32 cuando oyeron lo de la r de los muertos
Act 23:6; 24:21


Resurrección (gr. anástasis, “levantarse”, “resurrección”; exanástasis, “levantarse de [la tumba]”; éguersis, “levantarse”, “resurrección”). Restauración de la vida, junto con la plenitud del ser y la personalidad, posterior a la muerte. El efecto final del pecado es la muerte (Rom 6:23), y “todos pecaron” (3:23); la salvación del pecado es la vida eterna (Joh 3:14-17). Pero una vez que ocurrió la muerte, debe haber una resurrección de los muertos, para que el que encontró la liberación del pecado mediante Jesucristo pueda tener vida eterna. Por ello, el cristiano devoto pone la mira en la “esperanza de la vida eterna” prometida “antes del principio de los siglos” (Tit. 1:2; cf 3:7). Por cuanto no se la explí­cita en ninguno de los 5 libros de Moisés, los saduceos rechazaron la doctrina de la resurrección (Mat 22:23; Act 23:8). Por otro lado, los fariseos y otros judí­os generalmente creí­an en “una resurrección de los muertos, así­ de justos como de injustos” (Act 24:15; cf 23:6-8). Aunque está mencionada implí­citamente, y algunas veces también explí­citamente (Job 14:13-15; 19:25-27; Psa 16:11; 17:15; 49:15; 73:24; Isa 26:19; Dan 12:2), no fue hasta tiempos del NT cuando la resurrección de Jesucristo hizo de la doctrina una realidad concreta, y la enseñanza sobre este importantí­simo tema llegó a ser clara y completa (1Co 15:3-56; 1Th 4:13-17; Rev 20:4-6, 11-15; cf Mat 22:23-33; Joh 5:25-29; 11:23-26). En realidad, sin la esperanza de la resurrección, todo el andamiaje de la fe cristiana se desploma (1Co 15:14-19). La declaración de Isaí­as: “Tus muertos vivirán; sus cadáveres resucitarán” (Isa 26:19), es la 1ª declaración clara y sin ambigüedades con respecto a la resurrección como tal, aun cuando Job, mucho antes, habí­a esperado con fe y esperanza este gran evento (Job 14:13-17; 19:25-27). La 1ª afirmación explí­cita de que algunos impí­os, por lo menos, como también algunos justos, se levantarán de la muerte se encuentra en Dan 12:2 Comparado con el NT, el AT tiene pocas y muy breves referencias al tema, sin duda porque esta gran verdad no fue claramente comprendida antes que la resurrección de nuestro Señor demostrara la posibilidad y la realidad de la resurrección. Jesús siempre destacó en sus enseñanzas la vida futura como premio por el bien hacer (Mat 16:27: 25:31-46; Luk 16:19-31; etc.). Al dirigirse a un fariseo explicó que la recompensa por un interés compasivo ante las necesidades de sus semejantes la concretarí­a Dios “en la resurrección de los justos” (Luk 14:12- 14). Hablando a algunos dirigentes judí­os declaró que vendrí­a la hora en que “los muertos oirán la voz del Hijo de Dios: y los que la 986 oyeren vivirán” (Joh 5:25). En realidad, “todos los que están en los sepulcros oirán su voz; y los que hicieron lo bueno, saldrán a resurrección de vida; mas los que hicieron lo malo, a resurrección de condenación” (vs 28, 29). La certeza de la resurrección de Cristo dio poder y precisión a la predicación del evangelio (cf Phi 3:10, 11). Pedro afirmó que “la resurrección de Jesucristo de los muertos” produce “una esperanza viva” en los creyentes (1Pe 1:3). Los apóstoles se consideraron ordenados para ser testigos “de su resurrección” (Act 1:22), y basaron sus enseñanzas de ella sobre las predicciones mesiánicas del AT (2:31). Fue su conocimiento personal de “la resurrección del Señor Jesús” lo que dio “gran poder” a su testimonio (4:33). Los apóstoles despertaron la oposición de los dirigentes judí­os cuando salieron a predicar “en Jesús la resurrección de entre los muertos” (v 2). Para los filosóficos griegos la idea de una “resurrección de los muertos” era locura (17:18, 32). Cuando fue llevado ante el Sanedrí­n, Pablo declaró que por causa de su “esperanza y de la resurrección de los muertos” se lo juzgaba (23:6; cf 24:21). A los romanos, Pablo escribió que Jesucristo fue “declarado Hijo de Dios con poder… por la resurrección de entre los muertos” (Rom 1:4). En el bautismo, explicó, el cristiano da testimonio de su fe en la resurrección de Cristo (6:4, 5). El gran capí­tulo sobre el tema en el NT se encuentra en 1Co_15 Allí­ Pablo trata extensamente acerca de su certeza y su importancia vital en la creencia y la fe cristianas (vs 1-22), de la época del suceso (v 23), y de la forma (vs 35-56). Comienza su estudio enumerando los testigos de la resurrección de nuestro Señor (vs 4-8), y sigue mostrando que el evangelio de Cristo serí­a totalmente vano y la fe cristiana también vana (v 14) “si Cristo no resucitó” y “si no hay resurrección de los muertos” (vs 14, 13). Afirma que los justos vuelven a la vida sobre la base de la anterior de Cristo, siendo aquello tan seguro como ésta (vs 13-22). “Los que son de Cristo” serán “vivificados” “en su venida” (vs 23, 22). Afirma que el cuerpo resucitado será un “cuerpo espiritual”, que diferirá en ciertos aspectos esenciales de nuestro cuerpo actual, pero que de todos modos será real (vs 35-44, 49, 50). En los vs 51-54 enseña que el cambio de mortalidad a inmortalidad ocurrirá en la resurrección y será instantáneo. Juan el Revelador habla de que los justos muertos vuelven a la vida y reinan con Cristo durante 1.000 años (Rev 20:4-6), y que los impí­os muertos resurgen al final del milenio (vs 5, 12, 13) para comparecer en el juicio ante Dios (vs 11, 13, 15). Véanse Alma; Milenio; Muerte. Bib.: FJ-AJ xviii. 1.4. Retama. Traducción del: 1. Heb. arâr, quizás una especie de juní­pero, en vez de la retama verdadera, la mayorí­a de cuyas variedades no se ven en Palestina (Jer 17:6). Este juní­pero, o cedro de bayas pardas, es una planta que rara vez alcanza una altura de más de 6 m aun en las mejores tierras. Generalmente se lo encuentra en las partes estériles y rocosas de los desiertos o en vallecitos montañosos inaccesibles. La apariencia del arbusto y su hábitat sirven como una poderosa ilustración de la desolación que experimenta quien pone su confianza en el hombre. 2. Heb. arôêr, “Aroer”, o “juní­pero” (véase arriba; Jer 48:6); sin embargo, la LXX traduce “asno silvestre” el heb. arôd, que en el contexto resulta más apropiada y que la BJ incorpora (“onagro”). Algunos eruditos creen ver en arâr y arôêr al Juniperus phoenicia, un arbusto que forma grupos de plantas en las regiones desérticas de Sinaí­ y Edom (Jer 17:6; 48:6). Sus hojas son diminutas, como laminitas delgadas, y tiene pequeños conos redondos de color tostado. Algunos investigadores lo confundieron con el brezo, pero ningún brezal crece en el desierto. 3. Heb. rôthem, un arbusto cupresáceo (también llamado enebro*) de ramas muy abiertas, hojas punzantes en verticilos triples y gálbulas carnosas con semillas del tamaño de un guisante. Bib.: PB 121, 122.

Fuente: Diccionario Bíblico Evangélico

(gr., anastasis, levantamiento, egersis, un levantarse). Es un regreso a la vida posterior a la muerte. El negar la resurrección es, en el pensamiento bí­blico, el negar cualquiera inmortalidad digna del carácter de nuestra fe en Dios (Mat 22:31-32; Mar 12:26-27; Luk 20:37-38). Entre la muerte y la resurrección, el hombre en el estado intermedio está incompleto y espera la redención de nuestros cuerpos (Rom 8:23; comparar 2Co 5:3 ss.; Rev 6:9-11).

En el AT, el pasaje más explí­cito sobre la resurrección es Dan 12:2. Casi igualmente explí­cito es Isa 26:19. En su contexto, este v. es paralelo a los vv. 11-15 (comparar Job 19:23-27).

La doctrina de la resurrección consta claramente en su forma más sencilla en las palabras de Pablo ante la corte de ley romana presidida por Félix (Act 24:15). La declaración más detallada de la doctrina de la doble resurrección se encuentra en Rev 20:4-15.

En las palabras de Jesús, la única alusión clara a la doble resurrección se encuentra en Joh 5:25, Joh 5:28-29. Algunos eruditos ven en 1Th 4:16-17 una implicación de que los muertos quienes no están en Cristo no serán levantados al mismo tiempo como los redimidos. Esta es posiblemente también la implicación de 1Co 15:20-28. Con 1Co 15:23, Pablo comienza una enumeración de tres órdenes de resurrección, una de la cuales, la resurrección de Cristo, es del pasado. La segunda y tercera orden de resurrección de Pablo coincide con la futura primera resurrección de Juan y su resurrección de los demás muertos (Rev 20:4-15).

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

(volver a la vida).

La Biblia habla de 2 clases de “muertes”, y 2 clases de “resurrecciones”.

1- Una “muerte” es la separación del alma y del cuerpo, con la corrupción del cuerpo.

2- Otra clase de “muerte” es la separación del hombre de Dios, la que les ocurrió a Adán y Eva cuando pecaron: (Gen 2:17, Gen 3:6-7); Adán y Eva “murieron” cuando comieron el fruto prohibido, pero no murieron a la vida, sino que murieron a la amistad de Dios; es la muerte que nos ocurre a todos cuando pecamos: (es la primera muerte).

1- La Primera Resurrección, de que habla Rev 20:5, la explica Jua 5:24 : Es el pasar del pecado: (en enemistad con Dios) a la gracia: (en amistad con Dios), y ocurre por la fe. El que cree, tiene la vida eterna, porque pasó de la muerte a la vida: (Jua 5:24).

2- La Segunda Resurrección, la explica a continuación Jua 5:28-29 : “Llega la hora en que cuantos están en los sepulcros oirán su voz y saldrán: Los que obraron el bien, para la resurrección de la vida: (Cielo), y los que han obrado el mal, para la resurrección del juicio: (el Infierno), Rev 20:11-15.

La “Primera Resurrección” se obtiene, pues, por “fe”, en Cristo o en Dios: (Jua 3:36, Jua 5:24). La “Segunda Resurrección”, es para todos, para los que obraron el bien con su fe, y para los que obraron el mal; los primeros para ir al Cielo eterno, y los segundos para ir al Infierno eterno: (Mat 24:31-46).

Resurrección de los Muertos: Es la “Segunda Resurrección”, de que hablabamos anteriormente.

– Es para todos, buenos y malos, Mat 25:32, “todas las gentes”, 2Co 5:10.

– Resucitaremos con el mismo cuerpo y alma que tuvimos, ¡el cuerpo que tenemos también resucitará, después de haber sido corrompido en la muerte!: (Jua 5:28-29, Mat 28:28-32, Luc 20:36, Hec 24:15, 1 Cor.15, 1, Tes. 4:14-16, Rev 20:6, Job 19:23-27, Neh 4:2, Isa 26:19 Dan 12:2, Ose 6:2).

– El nuevo cuerpo será transformado, espiritual, incorruptible, reconocible, pero no sujeto a las limitaciones del tiempo y del espacio,
1Co 15:35-55, Lc.24, Jn.20.

– Los que “obraron bien” con su fe, resucitarán para ir, en cuerpo y alma, al Cielo eterno. los que obraron mal, también resucitarán para ir, en cuerpo y alma, al Infierno eterno, ¡todos seremos bien reconocidos, como el rico Epulón y Lázaro, de Luc 16:19-31!: (Mat 25:31-46, Rom 2:5-11, 2 Cor.10, Jua 5:2829, Mat 16:27, Efe 2:10, Rev 20:11-15).

Resurrección de varios muertos: La Biblia nos narra la resurrección de varios muertos en el Antiguo y en el Nuevo Testamento.

– El hijo de la viuda de Serepta, por Elí­as, 1Re 17:17-24.

– El hijo de la viuda de Sunam, por Eliseo, 2Re 4:32-37.

– El hijo de la viuda de Naí­n, Lc.7.

– El hijo de Jairo, .

– Lázaro, Jn.11.

– Tabita, por Pedro, Hec 9:36-43.

– Eutiques, por Pablo, Hec 20:7-12.

– Muchos, de sus sepulcros, Mat 27:5253.

Resurrección de Jesucristo: Es el meollo, el corazón de la fe cristiana,
1Co 15:14-20.

Es el tema central de la predicación de los Apóstoles, que la predican como una “experiencia personal”, algo que ellos vieron con sus propios ojos, Hec 2:32, Hec 3:15-16, 1Co 15:3-8; para Pedro y Pablo, aquí­, la razón es que ellos lo vieron “resucitado”, y que vive haciendo milagros, ¡sanando al paralí­tico de la puerta Hermosa, y al mismo Pablo!, que de perseguidor para aprisionar y matar, se convirtió en predicador para libertar y dar vida.

– Resucitó con el mismo cuerpo y alma que tení­a, ¡bien reconocible!, Jn.20 Lc.24, Mt.28, Mc.16.

– Pero con un cuerpo transformado, bien reconocible, pero que podí­a atravesar paredes, aunque seguí­a comiendo pescados, Luc 24:41-43, Jua 20:19, Jua 20:26.

Apareció resucitado, al menos, 12 veces: En Judea.

– A Magdalena, Jua 20:11-18.

– A las mujeres, Mat 28:9-10.

– A Pedro, Luc 24:34, 1Cr 15:5, Mc.16.

– A los dos de Emaús, Luc 24:13-31.

– A los 10 Apóstoles: (sin Tomas).

Luc 24:36-49, Jua 20:19-23.

– A los 11: (con Tomás).

Jua 20:24-29.

– En la Ascensión, a muchos, Luc 24:50 Hec 1:3-10 : (?por 40 dí­as!). Probablemente en Galilea.

– A 11 Apóstoles, Mat 28:16-20.

– A más de 500 hermanos, 1Co 15:6.

– A Santiago, 1Co 15:7.

– A 7 discí­pulos, Jua 21:1-17.

En el camino a Damasco: – A Pablo, Hec 9:5.

– A Esteban, Hec 7:55.

Solidifica “su” Iglesia: En los 40 dí­as después de resucitar, la principal mision de Cristo fue soldificar y fundamentar “su” Iglesia.

1- Con las distintas apariciones, les aseguró que era verdad lo que les habí­a profetizado y que no podí­an creer; que morirí­a ¡y resucitarí­a!, en Mar 8:31, Mar 9:31, Mar 10:33.

2- Les dio el “poder” de perdonar pecados, ¡y de no perdonarlos!, Jua 20:23. 3: 3- Le dio a Pedro el “poder” que le habí­a prometido en Mat 16:19 : Le ordenó 3 veces, ¡sólo a Pedro, en frente de los demás!, “Apacienta “mis” corderos”. “apacienta “mis” ovejas”. “apacienta “mis” ovejas”: (Jua 21:15-17).

“Muerte” y “Resurreción” de Cristo: En la ensenanza de Cristo, su muerte y su resurrección van juntas, forman un conjunto redentor, Mat 16:21, Mat 20:19, Mar 8:31, Mar 9:31, Mar 10:34, Luc 24:26, Jn.10.

17-18.

En la predicación de los Apóstoles ocurre to mismo, muerte y resurrección van juntas, Hec 2:22-32, Hec 3:15-16. y la Resurrección prueba que Jesús es el verdadero Mesí­as, Hec 2:22-36, Hec 3:1218, Hec 4:10, Hec 5:29-32, Hec 10:39-43, Hec 13:29-37, Hec 17:23-31.

La Resurrección estableció a Jesús como el Hijo de Dios con poder: (Rom 1:4) . en virtud de ello, es cabeza de la Iglesia: (Ef.1: i9-23), soberano cósmico: (Fi12Cr 2:9-11), y entró en su ministerio como Sumo Sacerdote a la derecha del Padre: (Rom 8:34, Heb 4:14-16).

La resurreción es una garantí­a de que la vida continúa después de la muerte: (Jua 11:25-26, Jua 14:19), y una garantí­a del juicio que ha de venir: (Hec 17:31).

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

http://biblia.com/diccionario/

Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

En el AT no existe una palabra equivalente a r. Este término vino a aparecer en el judaí­smo en tiempos intertestamentarios, como puede verse por el hecho de que ya en la época del NT existí­a la discusión entre saduceos y fariseos sobre el tema. No debe confundirse el concepto de inmortalidad con el de r. En algunas fuentes del pensamiento extrabí­blico se cree que el alma o el espí­ritu del hombre son inmortales. La idea de inmortalidad que así­ se propaga pone énfasis en que el alma sigue existiendo aún después de la muerte. Algunas filosofí­as y religiones presentan ideas muy vagas que hablan de que el alma es básicamente material, y vuelve a vivir en el universo al cual se reintegra. O que el alma no se destruye, pero que reencarna en otra persona o en un animal, según la bondad o ausencia de bondad de las obras del individuo. La r. que presenta el cristianismo, en cambio, habla de una vuelta a la vida en cuerpo y alma de las personas, con identidad propia, en la presencia de Dios. La Biblia habla de que el hombre puede recibir, como un don de Dios, un †œcuerpo espiritual† en la r., que no conocerá deterioro ni corrupción. La r., pues, hace énfasis en el retorno a la vida del todo del hombre, en alma y cuerpo.

No se debe pensar que en el AT no se tuviera ninguna noción sobre la vida después de la †¢muerte. Job habla de una vida posterior (†œYo sé que mi Redentor vive, y al fin se levantará sobre el polvo; y después de deshecha esta mi piel, en mi carne he de ver a Dios† [Job 19:25-26]). En el Sal 48:14 leemos: †œPorque este Dios es Dios nuestro eternamente y para siempre; él nos guiará aun más allá de la muerte†. En el 73:24: †œMe has guiado según tu consejo y después me recibirás en gloria†. Se lee en Isaí­as: †œDestruirá [Dios] a la muerte para siempre; y enjugará Jehová el Señor toda lágrima de todos los rostros† (Isa 25:8). †œTus muertos vivirán; sus cadáveres resucitarán† (Isa 26:19). Y en Dan 12:2 : †œY muchos de los que duermen en el polvo de la tierra serán despertados, unos para vida eterna, y otros para vergüenza y confusión perpetua†.
pensamiento hebreo sobre el destino de los hombres después de la muerte fue evolucionando hasta llegar a algunos atisbos de la doctrina de la r. en la literatura apócrifa y pseudoepigráfica. ( †¢Apócrifos y pseudoepigráficos del AT, Libros). Así­, en 2 Macabeos, cuando se refiere la muerte de unos mártires judí­os, éstos hablan de una r. (†œ… y cuando estaba ya para expirar, dijo: Tú, ¡oh perversí­simo prí­ncipe!, nos quitas la vida presente; pero el rey del universo nos resucitará algún dí­a para la vida eterna, por haber muerto en defensa de sus leyes†[2Ma 7:9];”… el cual, estando ya para morir, habló del modo siguiente: Es gran ventaja para nosotros perder la vida a manos de los hombres, por la firme esperanza que tenemos en Dios de que nos la devolverá, haciéndonos resucitar, pero tu resurrección, oh Antí­oco, no será para la vida” [2Ma 7:14]). Sin embargo, no existí­a una doctrina elaborada sobre el particular hasta la aparición del Señor Jesús, quien †œquitó la muerte y sacó a luz la vida y la inmortalidad por el evangelio† (2Ti 1:10)
el NT la palabra que se usa es anastasia. Se registra en los Evangelios las diferentes opiniones que se tení­an entre los judí­os acerca del tema. En el pueblo habí­a, como se ha dicho, cierta idea sobre la r., porque el Señor Jesús hablaba de ella en una forma que da a entender que su auditorio sabí­a a qué se referí­a. En efecto, dos de las principales sectas de los judí­os, los fariseos y los saduceos, discutí­an mucho sobre el particular. Los fariseos creí­an en la r., y en que Dios daba recompensas en esta vida y en la posterior (†œlos fariseos afirman estas cosas† [Hch 23:8]). Mientras que los saduceos decí­an †œque no hay resurrección† (Mat 22:23; Mar 12:18), †œni ángel, ni espí­ritu† (Hch 23:8). Esta controversia fue traí­da a la atención del Señor Jesús, quien la resolvió diciendo a los saduceos: †œErráis, ignorando las Escrituras y el poder de Dios…. respecto a la r. de los muertos ¿no habéis leí­do lo que os fue dicho por Dios, cuando dijo: Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? Dios no es Dios de muertos, sino de vivos† (Mat 22:29-32).
tema de la r., entonces, aunque se conocí­a y se discutí­a sobre él, no estaba muy claro en la mente de los sabios de aquella época. Los mismos discí­pulos, cuando el Señor les hablaba de que tendrí­a que morir y resucitar, †œguardaron la palabra entre sí­, discutiendo qué serí­a aquello de resucitar de los muertos† (Mar 9:10). La gran luz sobre el tema de la r. surge cuando el Señor efectivamente resucita de los muertos. Entonces los discí­pulos †œse acordaron que habí­a dicho esto, y creyeron la Escritura y la palabra que Jesús habí­a dicho† (Jua 2:22). Es decir, que en el perí­odo posterior a la r. de Cristo, durante el cual él les instruyó más detalladamente sobre el reino de Dios y las Escrituras, fue cuando los discí­pulos vinieron a entender muchas cosas. Y el mensaje que emitieron desde entonces incluí­a este aspecto de la r. (†œA este Jesús resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos† [Hch 2:32]).
la enorme trascendencia del hecho de la r. del Señor Jesús, desde el principio se han realizado esfuerzos por negarla de diversas maneras. Los lí­deres religiosos judí­os propalaron la especie de que habí­an venido sus discí­pulos y habí­an robado el cuerpo (†œEste dicho se ha divulgado entre los judí­os hasta el dí­a de hoy† [Mat 28:15]). Esa fue la explicación que dieron de la tumba vací­a. Aun entre las iglesias primitivas surgieron teorí­as que negaban la realidad de la r. El apóstol Pablo tuvo que combatirlas. Al efecto, escribí­a a Timoteo: †œMas evita profanas y vanas palabrerí­as, porque conducirán más y más a la impiedad. Y su palabra carcomerá como gangrena; de los cuales son Himeneo y Fileto, que se desviaron de la verdad, diciendo que la resurrección ya se efectuó† (2Ti 2:16-18). En tiempos más recientes algunos eruditos intentan descalificar los relatos de los evangelistas sobre la r. del Señor, diciendo que hay entre ellos contradicciones. En realidad, esas pequeñas diferencias lo que atestiguan es que no se trata de un artificio conspirativo que los apóstoles hicieron entre sí­ para engañar a la gente, sino que los autores dieron su versión del hecho, con sus perspectivas personales. La verdad sigue incólume: †œ… Cristo ha resucitado de los muertos; primicias de los que durmieron es hecho† (1Co 15:20).
r. de Cristo es la garantí­a de que aquellos que creen en él también resucitarán (†œYo soy la r. y la vida; el que cree en mí­, aunque esté muerto, vivirᆝ [Jua 11:25]; †œPorque yo vivo, vosotros también viviréis† [Jua 14:19]), puesto que él †œfue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación† (Rom 4:25). Por eso sabemos †œque el que resucitó al Señor Jesús, a nosotros también nos resucitará con Jesús† (2Co 4:14). Es cierto que la mente humana no puede concebir algo tan prodigioso, que sólo es posible por †œla supereminente grandeza de su poder para con nosotros los que creemos, según la operación del poder de su fuerza, la cual operó en Cristo, resucitándole de los muertos† (Efe 1:19-20). Los creyentes, entonces, tienen la esperanza de la r. como algo glorioso. Nuestra confianza es †œen Dios, que resucita a los muertos† (2Co 1:9); †œPorque si creemos que Jesús murió y resucitó, así­ también traerá Dios con Jesús a los que durmieron con él† (1Te 4:14). Por lo tanto, no le temen a la muerte. Antes bien se glorí­an †œen la esperanza de la gloria de Dios† (Rom 5:2). Pablo levantaba la pregunta: †œPero dirá alguno: ¿Cómo resucitarán los muertos? ¿Con qué cuerpo vendrán?† (1Co 15:35). Y él mismo ofrece la contestación al hablar de que hay †œcuerpos celestiales† (†œ… se siembra cuerpo animal, resucitará cuerpo espiritual. Hay cuerpo animal, y hay cuerpo espiritual† [1Co 15:35-44]). La verdad es que los creyentes, †œque tenemos las primicias del Espí­ritu … gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la adopción, la redención de nuestro cuerpo† (Rom 8:23). Esta redención de nuestro cuerpo se produce en el dí­a de la r. o de la venida de nuestro Señor Jesucristo. Es, por tanto, algo que está en el futuro. La doctrina de la r. es parte fundamental del cristianismo, †œporque si no hay r. de muertos, tampoco Cristo resucitó. Y si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación, vana es también vuestra fe† (1Co 15:13-14).
que debe también pensarse con mucha seriedad es el hecho de que la r. no será exclusivamente para los creyentes. Todos resucitarán. Lo que aparece en Dan 12:2 : †œY muchos de los que duermen en el polvo de la tierra serán despertados, unos para vida eterna, y otros para vergüenza y confusión perpetua†, es repetido por el Señor Jesús en Jua 5:28-29 (†œ… porque vendrá hora cuando todos los que están en los sepulcros oirán su voz; y los que hicieron lo bueno, saldrán a r. de vida; mas los que hicieron lo malo, a r. de condenación†).

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

tip, DOCT ESCA

ver, MILENIO, JESUCRISTO, MUERTE

vet, Es el principio fundamental de los tratos de Dios en gracia hacia el hombre, por cuanto el hombre está bajo sentencia de muerte, y en la muerte misma, debido al pecado (cfr. Ef. 2:1, 4-6; Col. 3:1-4, etc.). La expresión “la resurrección general” se halla en obras de teologí­a, y hay una creencia general de que todos los muertos serán levantados simultáneamente. Sin embargo, esta idea no se halla en las Escrituras. El Señor habla de “resurrección para vida” (Jn. 5:29). El orden de la resurrección definitiva, dejando a un lado las resurrecciones “temporales” con que Dios manifestó su poder, es: “Cada uno en su debido orden: Cristo, las primicias; luego los que son de Cristo, en su venida. Luego el fin…” (1 Co. 15:23-24). Este “fin” es evidentemente el levantamiento de los malvados a juicio, o, en otras palabras, “a resurrección de condenación” (Jn. 5:29). En Ap. 20:4-5 se ve una estrecha correspondencia con el pasaje de 1 Co. 15:23-24; en ambos se aprecia, con la frase clave “cada uno en su debido orden”, cómo se interpone el reinado milenial de Cristo (véase MILENIO) entre la resurrección de los Suyos y la resurrección de condenación, o “el fin”. Así­, siguiendo el orden de resurrecciones establecido en las Escrituras, se pueden considerar, sucesivamente: (a) La resurrección del Señor Jesucristo. El retomo de Cristo a una vida corporal glorificada, tres dí­as después de su muerte, constituye, junto con la cruz, la base misma del Evangelio (1 Co. 15:3-4). Sin este hecho glorioso, la fe del cristiano serí­a totalmente vana (1 CO. 14:14-19). La resurrección del Mesí­as está ya anunciada en el AT (Lc. 24:44-46; Gn. 22:2-5; cfr. He. 11:19; Nm. 17:1-11; cfr. Ro. 1:4; Is. 53:10-12; Mt. 12:39-40; Sal. 16:9-10; 110:1; cfr. Hch. 2:29-36). El mismo Jesús habí­a advertido a sus discí­pulos de ello (Mt. 16:21; 17:22-23; 20:19; Jn. 2:18-22; Mr. 9:9-10). Después de que Su muerte hubiera sido debidamente constatada y que las autoridades hubieran tomado todas las precauciones para evitar toda supercherí­a, el hecho de la resurrección ha quedado demostrado con pruebas indudables. Los testimonios son numerosos y concordantes: las mujeres, Marí­a Magdalena; los discí­pulos, Pedro, Juan, Santiago, Tomás; los guardias, los ancianos, los discí­pulos de Emaús, los quinientos hermanos mencionados en 1 Co. 15:6, los once apóstoles, Saulo de Tarso (cfr. los Evangelios, Hch. 10:40-41; 1 Co. 15:5- 8). Los discí­pulos, bien lejos de inventarse apariciones imaginarias, fueron difí­cilmente persuadidos de un hecho tan extraordinario. El Señor Jesús tuvo que reprocharles vivamente su incredulidad y dureza de corazón (Mr. 16:13-14; Lc. 24:22-25, 37-39), y les dio unas pruebas tales que finalmente quedaron totalmente persuadidos. Su fe consiguiente los transformó y los capacitó para ir hasta el mismo martirio por su Señor resucitado. Por otra parte, el sepulcro habí­a quedado vací­o, y los mismos enemigos de la naciente Iglesia, que tení­an en sus manos todos los resortes del poder, no pudieron jamás presentar el cadáver del Crucificado. Después de los cuarenta dí­as transcurridos con Sus apóstoles, el Señor los dejó, y glorificado en las alturas les envió el Espí­ritu Santo (Hch. 1:3-9). Desde entonces, los discí­pulos vinieron a ser, en todo lugar, testigos de la resurrección (Hch. 1:22; 2:32; 3:15; 4:10, 33; 5:31-32; 10:40-42; 13:30-37; 25:19, etc.). Consecuencias de la resurrección: (A) Para el mismo Jesucristo: El ha sido declarado Hijo de Dios con poder (Ro. 1:4); le ha sido dado todo poder en los cielos y en la tierra (Mt. 28:18); desde entonces está sentado a la diestra de Dios, coronado de gloria y de honra (Hch. 2:32-34; He. 2:9), esperando el momento de Su venida para establecer Su reino (Hch. 17:31). (B) Para los creyentes: la resurrección hace posible nuestra salvación (Ro. 4:25). El Cristo viviente intercede por nosotros y nos da plena salvación (He. 7:23-25; 1 P. 3:21). Cristo, el último Adán, crea una nueva humanidad, de la que el creyente viene a formar parte (1 Co. 15:45-49). El es las primicias de los muertos, y Su resurrección es la firme garantí­a de la del creyente. El es la resurrección y la vida; ciertamente, ha resucitado (1 Co. 15:20-23; Jn. 11:25-26). (Véase JESUCRISTO.) (b) La resurrección de los creyentes. Este es un artí­culo fundamental de la fe cristiana, y la Biblia la muestra de una manera multiforme. Aunque se afirma con frecuencia que en el AT no se halla mencionada de una manera explí­cita, contiene, sin embargo, alusiones directas a ella, y claras profecí­as. Hay los relatos de tres resurrecciones que demuestran que el poder de Dios triunfa sobre la muerte (1 R. 17:21; 2 R. 4:34; 13:21). Dos arrebatamientos demuestran que los amados del Señor pueden escapar a la tumba (Gn. 5:24; 2 R. 2:11). Tres tipos de la resurrección ya han sido mencionados en el apartado (a) anterior acerca de Jesucristo (Gn. 22:5, cfr. He. 11:19; Nm. 17:8; Mt. 12:39-40). Ezequiel da una visión imponente de una resurrección nacional. Aunque se trate de la resurrección de Israel como nación (Ez. 37:1-10, cfr. Ez. 37:11-14), no deja de ser notable que la imagen usada para ello es la de la resurrección. Job proclama, en uno de los libros más antiguos de la Biblia, si no el que más, su fe en la resurrección basada en la vida de su Redentor (Jb. 19:23-27). El salmista sabe que Dios lo sacará de la morada de los muertos (Sal. 49:15). Isaí­as anuncia la victoria definitiva sobre la muerte (Is. 25:7-8). Si bien Is. 26:19 es entendido por algunos como refiriéndose a la resurrección nacional de Israel, otra vez se aplica la observación referente a Ezequiel: el hecho mismo de que se use la imagen de la resurrección es sumamente significativo. Daniel habla claramente de dos tipos de resurrección (Dn. 12:2), y él recibe personalmente la certeza de que se levantará para recibir su heredad (Dn. 12:13). (Para una exégesis detallada de Dn. 12:2, véase apéndice al final de este artí­culo.) Finalmente, Oseas canta el triunfo sobre el sepulcro. Jesús mismo ve en Ex. 3:6, 15-16 una afirmación de la resurrección (Lc. 20:37-38). En realidad, la idea de la resurrección subyace en todas las enseñanzas del AT. En el judaí­smo del tiempo del Señor era aceptada como un artí­culo de la fe ortodoxa (cfr. Jn. 11:24), y el hecho de que los saduceos no creyeran en ella se presenta como una anomalí­a (Mt. 22:23; Hch. 23:6-8). En el NT se hallan otros seis casos de resurrección (Lc. 7:13-16; 8:55; Jn. 11:44; Mt. 27:52-53; Hch .9:40; 20:9- 10). Pero es evidente que cada una de estas personas devueltas a la vida volvió a morir, con la posible excepción de los mencionados en Mt. 27:52-53. Sólo Cristo ha resucitado definitivamente, con la posible excepción de un puñado, después de Su resurrección, para prenda de Su obra futura. En cuanto a nosotros, esperamos “una mejor resurrección” (He. 11:35). Todos estos ejemplos y promesas constituyen una base para la revelación más plena de Pablo acerca de esta enseñanza. Manera en que operará la resurrección. (A) Siguiendo la analogí­a de la naturaleza. En efecto, en ella podemos observar cómo a partir de la muerte surge la vida (cfr. Jn. 12:24), cómo la pequeña semilla es mucho más pequeña que la futura planta, cómo el Creador tiene la capacidad de suscitar una infinidad de diversos cuerpos (1 Co. 15:35-41). (B) Según 1 Co. 15:42-44 el cuerpo nuevo será incorruptible, glorioso, lleno de poder, espiritual. (C) De hecho, será a semejanza del de Cristo resucitado (1 Co. 15:45-49; Fil. 3:20-21). Así­ como en el cuerpo terrenal la adecuación tení­a su énfasis en el alma, siendo un cuerpo “animal”, psí­quico, en el cuerpo nuevo el acento se pone en su adecuación al espí­ritu (1 Co. 15:44-45). Tiempo de la resurrección. Tendrá lugar a la venida de Cristo (1 Co. 15:23), en “el dí­a postrero” (Jn. 6:39, 40, 44, 54), en el momento del arrebatamiento de la iglesia (1 Co. 15:51-53; 1 Ts. 4:13-18). Los creyentes que en aquel momento vivan sobre la tierra no morirán: transformados en un abrir y cerrar de ojos, serán arrebatados a los aires al encuentro del Señor junto con los creyentes antes muertos y ahora resucitados. Esta será la gloriosa primera resurrección, en la que tendrán parte los mártires de la Gran Tribulación que serán llamados a la vida al comienzo de los mil años, junto con los santos del AT (ver apéndice a este artí­culo; cfr. Ap. 2:4-6). Ya ahora el creyente ya tiene vida de resurrección, habiendo resucitado espiritualmente en su nuevo nacimiento (Jn. 5:24; Ro. 6:1, 4; Ef. 2:4-6; Col. 1:3-4); pero todaví­a tiene pendiente la adopción, la resurrección del cuerpo (Ro. 8:23). Los que tendrán parte en esta resurrección son “los de Cristo” (1 Co. 15:22-23), aquellos que el Padre le ha dado (Jn. 6:39-44). Pero no todos participarán de ella, porque no lo tienen a El. Esta es la razón de que se hable de una “resurrección de entre los muertos” (Fil. 3:11; Mr. 9:9-10). Esta doctrina es notable no sólo por su plenitud y espiritualidad, sino también por lo alejada que está de las concepciones filosóficas surgidas al margen de la Revelación. En efecto, es absolutamente distinta de la concepción griega que pretende que el alma es preexistente al cuerpo e inmortal para vivir eternamente independiente del cuerpo; la salvación, en estos sistemas, consiste en la liberación definitiva, desligada del cuerpo. Los maniqueos (herejes de los primeros siglos d.C.) establecí­an un antagonismo irreductible entre el cuerpo y el espí­ritu, siendo que el cuerpo material representaba al mal, y que el alma quedaba degradada por su unión con el cuerpo. Frente a ello, las Escrituras enseñan que el cuerpo y el alma, creados ambos por Dios, son buenos en sí­ mismos, y destinados el uno para la otra, y para la inmortalidad (cfr. 1 Co. 6:15, 19). (c) La resurrección de los impí­os. En las Escrituras se enseña claramente que habrá dos resurrecciones: la de los creyentes, para vida eterna, y la de aquellos que no se han acogido al Salvador, para juicio y confusión eterna (Dn. 12:2; Jn. 5:28-29; Hch. 24:15; Ap. 20:4-5). La primera resurrección tiene lugar antes del comienzo del Milenio, y la otra inmediatamente después, par a dar lugar al Juicio Final (Ap. 20:5, 12-13). De estos textos se desprende que en este momento resucitarán los injustos, los que han vivido el mal, los que no pertenecen a Cristo, y que no han sido tenidos por dignos de tomar parte en la primera resurrección; los que, al no haber sido salvos por la fe en la obra redentora de Cristo, serán juzgados por sus obras. ¡Bienaventurado y santo el que tiene parte en la primera resurrección! (Ap. 20:6). (d) Apéndice: exégesis de Dn. 12:2. Es preciso señalar que la traducción comúnmente dada en diversas versiones no es correcta. En la Reina-Valera se traduce así­: “Muchos de los que duermen en el polvo de la tierra serán despertados, unos para vida eterna, y otros para vergüenza y confusión perpetua”. De este pasaje se puede sacar la impresión de que habrá una resurrección simultánea de ambos grupos. Pero en esta traducción el lenguaje es incoherente. Se afirma que “muchos” serán despertados, y parece que se refiere a “muchos” de dos grupos, pero evidentemente no todos. En realidad, como muestra N. West en su obra “The Thousand Years in Both Testaments”, la traducción correcta del pasaje, en relación con el contexto, es: “Y (en aquel tiempo) muchos (de tu pueblo) despertarán (o, serán separados) de entre los que duermen en el polvo de la tierra. Estos (que se despiertan) serán para vida eterna, pero aquéllos (los que no despiertan en este tiempo) serán para vergüenza y confusión eterna”. Así­, en realidad, en Daniel se enseña la resurrección de una de las dos clases a que pertenece el pueblo de Israel en aquel tiempo (Dn. 12:1). Para una consideración plena de la redacción de este pasaje y de su relación con el marco escatológico del AT y del NT, cfr. N. West, op. cit., PP. 265-268. (Véase MUERTE.) Bibliografí­a: Chafer, L. S.: “Teologí­a Sistemática” (Publicaciones Españolas, Dalton, 1974); Green, M.: “¡Jesucristo vive hoy!” (Ed. Certeza, Buenos Aires, 1976); Lacueva, F.: “Escatologí­a II” (Clí­e, Terrassa, 1983); Ladd, E.: “Creo en la resurrección de Jesús” (Caribe, Miami, 1977); McDowell, J.: “Evidencia que exige un veredicto” (Vida, Miami, 1982); Morris, H. M.: “Many Infallible Proofs” (CLP, San Diego, Calif., 1974); Morrison, F.: “¿Quién movió la piedra?” (Ed. Caribe, Miami, 1977); Pentecost, J. D.: “Eventos del Porvenir” (Ed. Libertador, Maracaibo, 1977); Sherlock, T.: “Proceso a la resurrección de Cristo” (Clí­e, Terrassa, 1981); Stott, J. R. W.: “Cristianismo básico” (Ed. Certeza, Buenos Aires, 1977); West, N.: “The Thousand Years in Both Testaments” (Kregel Pub., Grand Rapids, reimpr. s/f edición 1889).

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

DJN
 
SUMARIO: 1. Aspecto apologético inservible. – 2. Nueva forma de vida. -3. Constatación del hecho. – 4. Historicidad del acontecimiento.

La resurrección de Jesús fue la intervención suprema de Dios en la historia humana, el milagro máximo. Nada tiene de particular que, por un lado, la realidad de la resurrección haya sido considerada como el principal argumento apologético de la verdad del cristianismo y, por otro, haya sido puesta en duda o simplemente negada.

1. Aspecto apologético inservible
La consideración de la resurrección de Jesús en un nivel primario y casi exclusivamente apologético ha tenido consecuencias nefastas. Dicha presentación dio la impresión de que la importancia de la misma residí­a en su fuerza “probativa” o demostrativa de la verdad del cristianismo. Por el contrario, la salvación de la humanidad habrí­a tenido lugar en la cruz. El enfoque objetivo y correcto del problema obliga a considerar la resurrección dentro de su dimensión de acontecimiento salví­fico. Es ahí­ donde debe verse su significado principal. La pasión, muerte, resurrección y ascensión constituyen una acción indisoluble para la salvación del hombre, como Pablo lo reconoce implí­citamente al formular el hecho cristiano, en paralelismo estricto, tanto desde la entrega de Jesús como desde su resurrección:

“…que fue entregado (Jesús nuestro Señor) por nuestros pecados y resucitado por nuestra justificación” (Rom 4,25: cada uno de los dos hechos mencionados —la entrega y la resurrección— traduce todo el acontecimiento cristiano; la mención del segundo no añade nada al primero, ni el primero es considerado simplemente como una parte del segundo).

Para tener la claridad posible en una cuestión tan compleja es imprescindible considerar los diversos aspectos y puntos de vista desde donde debe ser enfocada. Para ello precisamos romper las fronteras dentro de las cuales se mueve este Diccionario acarreando el material que se halla disperso sobre el particular a lo largo y ancho del N.T.

2. Nueva forma de vida
a) La resurrección de Jesús no debe ser considerada en el plano de la reanimación, no es la vuelta de un cadáver a la vida. Dicho cadáver vuelto a la vida estarí­a regido por las mismas leyes biológicas y fisiológicas anteriores y, en consecuencia, estarí­a necesariamente abocado a la muerte. Ahora bien, Cristo resucitado ya no muere más, la muerte ya no tiene dominio sobre él (Rom 6, 9).Por eso, las resurrecciones narradas en los evangelios no sirven en absoluto como punto de referencia para explicar la de Jesús.

b) La resurrección de Jesús es la participación plena de la vida de Dios, sin ninguna clase de limitación, también en su naturaleza humana. Una verdadera creación. Y ahí­ está precisamente la dificultad para describirla. ¿Cómo puede ser descrita semejante acción de Dios?
c) La resurrección de Jesús es el cumplimiento y la plenitud de su vida. En ella habí­a demostrado su poder y jurisdicción en el terreno de la muerte (las resurrecciones realizadas que nos cuentan los evangelios), su anuncio de haber venido a comunicar la vida en toda su plenitud (Jn 10, 10). La resurrección de Jesús le introduce plenamente en el terreno de la vida de Dios.

d) La resurrección de Jesús es el fundamento mismo de la predicación y de la fe, de tal manera que sin ella no hay liberación del pecado. La vida “en Cristo”, la vida de la fe, carecerí­a por completo de sentido, y los que edifican su vida sobre él serí­an dignos de lástima y los más desgraciados de todos los hombres (1 Cor 15, 19).

e) La resurrección de Jesús es la gran demostración del poder de Dios, la victoria sobre la muerte (1 Cor 15, 55-57). En este poder confí­an y se apoyan con razón los creyentes (Rom 4, 17). Por tanto, la primera dimensión de la resurrección es teológica, no cristológica. Volveremos más abajo sobre este aspecto.

f) La resurrección de Cristo es su entronización como Señor. Por ella, Jesucristo que, desde el principio, era Hijo de Dios (Rom 1,3-4) es constituido en Hijo de Dios según el Espí­ritu de santificación y se sienta a la derecha de Dios (su humanidad participa plenamente en la vida de Dios y en plano de igualdad con él).

g) La resurrección de Cristo es el principio de la nueva creación. El es “el primogénito de entre los muertos” (1 Cor 15, 20; Col 1, 18). La resurrección de Jesús está así­ en una particular relación con la nuestra. Nuestra futura resurrección hasido ya incoada en el bautismo (Rom 6, 5. 11. 22) por la inserción en el misterio de la muerte y resurrección de Jesús
h) La resurrección de Jesucristo y el haber sido comprehendidos por el Resucitado exige al Apóstol una vida al servicio del Señor, en lugar de Cristo (2Cor 5, 20; 6, 1), como colaborador de Dios (1Cor 3, 9), abriendo así­ a otros el acceso al Padre (Fil 1,5; 2, 1; 3, 10).

i) La importancia de la resurrección de Cristo la resume san Pablo con estas palabras: Para mí­, la vida es Cristo (Fil 1, 21). Este aspecto salví­fico-teológico, y no el apologético, es el que puso en la pluma del Apóstol la frase siguiente; “Si Cristo no resucitó, nuestra predicación carece de sentido y vuestra fe serí­a un total sinsentido” (1 Cor 15, 14)..

La acentuación del aspecto teológico-salví­fico de la resurrección no debe hacernos perder de vista la consideración histórico-apologética de la misma. Es lo que haremos a continuación siguiendo el ejemplo de sobriedad estremecedora que nos ofrece el N.T. sobre el particular.

3. Constatación del hecho
a) En una primera fase se afirma de una forma sencilla, aunque tajante, el hecho mismo. El acontecimiento cristiano es presentado en forma bipartita, recogiendo la vida terrena, controlable, de Jesús, y su vida ultraterrena, no controlable (Hch 10, 37-39. 40-43). El hecho concreto de la resurrección también es presentado en forma bipartita, contraponiendo lo hecho por vosotros (vosotros le disteis muerte) y lo hecho por Dios: Dios le resucitó (Hch 4, 10; e, 23-24. 32. 36…).

Llama la atención la invariabilidad de la fórmula Dios le resucitó. Esto nos hace pensar que el autor de Hechos está utilizando una fórmula de fe. Igualmente se subraya que, en el hecho cristiano, en el misterio pascual, es Dios quien tiene la iniciativa. El primer centro de gravedad del enunciado es, como ya apuntamos anteriormente, antes teológico que cristológico, pero es evidente también la acentuación cristológica y soteriológica: es Cristo y Señor (Hch 2, 36); juez (Hch 10, 42; 17, 31); piedra angular (4, 10-11); el que perdona los pecados y justifica (13, 38); el único “nombre” con poder salvador (4, 12). La acción de Dios en la resurrección de Jesús es interpretada, desde el principio, como un hecho histórico-salví­fico
b) En una segunda fase comienzan a aparecer las formulaciones que unen la muerte y la resurrección en el plan salvador de Dios. El ejemplo más elocuente nos lo ofrece I Cor 15,3-5, un texto que es prepaulino y que puede remontarse a los años cuarenta. La muerte y la resurrección de Jesús (nótese que sólo ellas ocurren “según las Escrituras”, expresión no aplicada ni a la sepultura ni a las apariciones) son el cumplimiento de las Escrituras. Estamos en el segundo momento del desarrollo histórico de la predicación cristiana. Junto a la afirmación del hecho se siente la necesidad de garantizarlo aduciendo testigos. De ahí­ que a la fórmula estricta de fe siga la lista de testigos (1 Cor 15, 5-8). Dicha enumeración de testigos se halla en la lí­nea de la identificación del Resucitado con el Crucificado, con Jesús de Nazaret.

c) Para la formulación de un hecho que escapa al control humano, los primeros teólogos cristianos se sirvieron de dos categorí­as principales: “resurrección” y “humillación-exaltación”. La primera, que es la que se hizo habitual, es una interpretación escatológica. Tiene como punto de referencia la esperanza judí­a de la resurrección en el último dí­a (Hch 4, 2). Al utilizar esta categorí­a judí­a, el cristianismo eliminó de ella la “materialización” con que era entendida dicha esperanza (Mc 12, 18-22; 1 Cor 15, 35ss: la imaginaban como la vida presente corregida y aumentada, de la que eran eliminadas todas las limitaciones actuales y le eran añadidas todas las esperanzas y deseos que ahora anhelamos). Esta categorí­a acentúa que Jesús vive realmente; pone de relieve la identidad del Resucitado con el crucificado; presupone el sepulcro vací­o y las apariciones. Sin embargo, esta categorí­a, utilizada para presentar la realidad de Cristo vivo, ofrecí­a graví­simas dificultades para el anuncio del evangelio a los judí­os, sobre todo cuando al anuncio se añadió el “según las Escrituras”. Los judí­os no estaban dispuestos a aceptar tal Mesí­as. El libro de los Hechos nos ofrece una buena prueba de ello al acentuar la falta de coherencia que suponí­a no aceptar la resurrección de Jesús como anticipación de algo que pertenece a la esencia de la fe judí­a: la resurrección.

d) La segunda fórmula, humillación-exaltación, es de tipo apocalí­ptico. Tení­a como punto de referencia la esperanza judí­a, según la cual Dios exaltarí­a al justo paciente y humillado. El ejemplo del Siervo de Yahvé es elocuente al respecto. Esta categorí­a interpretativa de la resurrección tuvo una importancia excepcional en el cristianismo primitivo, como lo demuestran los textos siguientes: Fil 2, 6-11 (el célebre himno cristológico); Lc 24, 26 (necesidad del padecimiento para entrar en la gloria); Hch 3,1 – 4, 31 (tesis de Pedro: Dios ha glorificado a su siervo santo y justo). Es el mismo pensamiento y esquema que se desarrolla en el himno cristológico de 1Tim 3, 16 (“… exaltado a la gloria”).

Esta segunda categorí­a presupone el sepulcro vací­o. Sin ello no serí­a posible dicho esquema interpretativo (el discurso de Pedro, Hch 3, 12ss, lo pone de relieve). Sin embargo, en este segundo esquema no serí­an necesarias las apariciones, y en él tampoco era necesario separar la Pascua de la Ascensión (así­ nos es presentada la “jornada pascual” en Lc 24).

Esta segunda forma de presentar el acontecimiento tení­a otras ventajas: era más conforme a las Escrituras; hablaba con mayor claridad de la historia de opresión vivida por el pueblo de Dios y de la consiguiente esperanza en la victoria que Dios le concederí­a; establecí­a de forma más concreta la relación de Jesús con el Mesí­as-Rey (2 Sal 7, 11-14), que suponí­a y poní­a de relieve la unidad del pueblo y del rey: Israel y el Mesí­as-Rey constituyen una unidad mesiánica, una unidad histórico-sociológico-salví­fica. Los Sal 2 (citado en Heb 4, 26) y 110 (citado en Hch 2, 34-35) interpretan la resurrección como entronización del Mesí­as-Rey, como la constitución de Jesús en Señor y Cristo, como Señor y Salvador. De esta forma aparece Jesús unido inseparablemente a su pueblo y a la historia de la salvación (Hch 3, 25-26; Gal 3, 16).

Esta segunda fórmula perdió terreno en favor de la primera, a la que enriqueció extraordinariamente. Sus contenidos fueron vinculándose también a la fórmula de la resurrección. Más aún, se halla latente en la descripción que hace el cuarto evangelio sobre la resurrección como retorno o vuelta al Padre (Jn 20, 17). Es otra posibilidad de describir la resurrección. La misma realidad nos es presentada por el autor de la carta a los Hebreos, que no habla de la resurrección y expresa este concepto con la categorí­a de entrada en el santuario; Cristo, como Sumo Sacerdote de la nueva alianza, que entra en el Santo de los Santos para interceder por sus hermanos.

4. Historicidad del acontecimiento
Al abordar el tema o la cuestión de la historicidad de la resurrección es preciso tener absoluta claridad sobre dos cosas igualmente importantes: a) Estamos ante un acontecimiento estrictamente sobrenatural. Escapa a las pruebas objetivas e históricas en sentido estricto. Teniendo en cuenta este aspecto, hay que afirmar que la resurrección no fue un acontecimiento histórico (se trata de una realidad metahistórica, a la que no puede llegar el historiador mediante pruebas documentales ni el filósofo mediante el ejercicio de la razón); es uno de esos acontecimientos que no admiten testigos (de hecho no hubo testigos de la resurrección). b) El segundo aspecto que debe destacarse es su profunda vinculación o enraizamiento en nuestra historia, expresada en el sepulcro vací­o y en las apariciones.

Antes de tratar explí­citamente estos dos hechos es importante caer en la cuenta de lo siguiente: la diversidad, e incluso contradicciones, en la presentación de los hechos se explica por la variabilidad de la tradición oral en la transmisión de sucesos que escapan al control humano; añádase que la imprecisión de un hecho “evangélico” es perfectamente compatible con la multiplicidad de representaciones del mismo. No estamos ante relatos estrictamente históricos constatados por un notario que levanta acta de lo ocurrido. Lo importante, el centro de gravedad, es la resurrección de Jesús. En ello coinciden todos los relatos. Las circunstancias en que es contada pueden variar sin ninguna clase de atentado a la verdad histórica, ya que, repitámoslo una vez más, lo que aquí­ tenemos es la historia o verdad “evangélica”.

c) Las observaciones precedentes nos harán comprender la importancia extraordinaria de lo que vamos a decir: las variantes e incluso contradicciones en la presentación de los hechós pascuales aparecen en la tercera fase, cuando aquellos cristianos tuvieron la “osadí­a” de describir el suceso en cuanto tal (es el estadio correspondiente al relato de las apariciones, en cuya formulación han intervenido muchos factores. En todo caso, tomar estas descripciones al pie de la letra equivaldrí­a a desconocer la verdadera naturaleza de estos relatos evangélicos).
Justificamos, en primer lugar, las afirmaciones inmediatamente anteriores sobre la diversidad e incluso contradicciones en la presentación de los hechos.

d) Las mujeres se dirigen al sepulcro de Jesús con aromas para ungir su cadáver (así­ nos lo presentan Marcos y Lucas). Esta versión contradice la que nos ofrece el evangelio de Juan (19, 39-40), según el cual este acto habí­a sido realizado, incluso con magnanimidad, por,José de Arimatea y por Nicodemo. El relato de Mateo (28, 11) habla de una “visita” al sepulcro. Las visitas a los sepulcros eran normales durante los tres primeros dí­as (Jn 11, 31-39, el caso de Lázaro) posteriores al sepelio.

e) Camino del sepulcro, las mujeres se plantean el problema sobre “quién nos removerá la piedra de la entrada al monumento”. ¿No debí­an haberse planteado la cuestión antes de tomar la decisión de ir al sepulcro? Más aún: ninguna de las otras versiones evangélicas hace referencia alguna a este problema. Las mujeres entraron en el sepulcro (así­ lo afirma la versión de Marcos y lo mismo hace suponer el relato de Lucas) y allí­ recibieron la información adecuada sobre la desaparición del cadáver de Jesús; esta información les fue dada ante el sepulcro, sin entrar en él, según el evangelio de Mateo. En el de Juan, la Magdalena se percata del problema, va corriendo a avisar a Pedro, y es él, y después de él también el discí­pulo al que Jesús tanto querí­a, quienes entran en el sepulcro. Finalmente, el descubrimiento del sepulcro vací­o, afirmado unánimemente por todos los evangelios, es desconocido en el resto del N.T., que silencia absolutamente el hecho.

f) Estamos ante tradiciones distintas. El descubrimiento del sepulcro vací­o y las apariciones del Resucitado se muestran tan í­ntimamente ligados en nuestros evangelios que pudieran hacernos pensar que se trata de una única tradición. Originariamente fueron dos tradiciones distintas. Una primera prueba nos la ofrece el hecho ya mencionado; en el resto del N.T. son conocidas y narradas las apariciones del Señor, pero no se menciona para nada lo relativo al sepulcro vací­o. A ella debe añadirse que el descubrimiento del sepulcro vací­o tuvo lugar, como es natural, en Jerusalén, mientras que las apariciones son localizadas en Galilea. (Lucas constituye una excepción al situarlas en Jerusalén o en sus cercaní­as. Las razones que tuvo para ello no es posible explicarlas aquí­. Baste decir que tiene mucho que ver con la concepción literaria de su evangelio, que viaja hacia Jerusalén en la persona de Jesús y, desde la ciudad santa, sigue su camino hasta Roma, en la persona de Pablo en el libro de los Hechos. Volver a Galilea significarí­a, en esta concepción, un retroceso en el viaje).

g) En este primer momento, el descubrimiento del sepulcro vací­o no fue comunicado a los discí­pulos, ni éstos, por tanto, pudieron hacer la comprobación visual, in situ, de un hecho tan desconcertante. El único relato que lo recoge, el del cuarto evangelio, tiene signos inconfundibles de ser una adición posterior al relato original, que sólo hablaba de Marí­a Magdalena. Ella, después de la visita de Pedro y del discí­pulo amado, se halla de nuevo sola ante el sepulcro. ¿Es esto verosí­mil después que Pedro y el discí­pulo amado habí­an comprobado lo que ella les habí­a anunciado? Ellos desaparecen del sepulcro con la mayor naturalidad del mundo y dejan sola a Marí­a Magdalena.¿No es más verosí­mil que Marí­a Magdalena haya protagonizado sola toda la historia y que, posteriormente, se introdujese en el relato de la misma la verificación llevada a cabo por Pedro y por el discí­pulo amado?
A pesar de tratarse de tradiciones distintas, fueron unificadas muy pronto. Era lógico que fuese así­. Un narrador judí­o que relatase las apariciones de Jesús tení­a que pensar que el sepulcro estaba vací­o. Si Jesús habí­a resucitado no podí­a seguir en el sepulcro su cadáver. Por otra parte, el anuncio de la resurrección de Jesús tení­a que provocar de forma inevitable -sobre todo cuando la proclamación se hací­a en Jesuralén- la pregunta por su cadáver. Bastarí­a con remitir al sepulcro de Jesús para deshacer la predicación de su resurrección. Y en ello estaban muy interesados los dirigentes judí­os.

En la misma lí­nea debe aducirse el caso frecuente de investigadores de esta historia, que admiten como verí­dico el hecho del sepulcro vací­o, aunque no acepten el mensaje pascual. Sencillamente porque el descubrimiento del sepulcro vací­o pertenece al terreno de lo experimentalmente constatable. Y esto no ocurre con la proclamación de la fe en el Resucitado.

h) El sepulcro vací­o es un hecho que no puede ser negado. Las explicaciones recogidas por Mateo sobre el robo del cadáver de Jesús dan por supuesto el hecho. Y la transmisión de este hecho es inseparable de la presencia de las mujeres en el sepulcro. Ellas eran las únicas que sabí­an dónde estaba y cuál era el sepulcro; no lo sabí­an los discí­pulos, que ni siquiera habí­an estado en el entierro del Maestro.(También lo sabí­an José de Arimatea y Nicodemo, pero ellos no aparecen en estos relatos).
La reconstrucción histórica de lo ocurrido encierra grandes dificultades. Lo más probable es que el descubrimiento lo hiciese Marí­a Magdalena. A ella se añadieron después las otras mujeres, bien fuese en el sepulcro mismo -lo cual no es improbable- o bien en la tradición posterior que las asoció. De hecho, Marí­a Magdalena es la única que aparece de forma invariable tanto en la lista de los nombres de las mujeres (Mc 15, 40. 47; 16, 1) como en general en la mención de las mujeres en el sepulcro (Mt 28, 1; Lc 24, 10). Marí­a Magdalena aparece en todos los textos y además siempre en primer lugar
i) Lo más sorprendente dentro del relato de Marcos (16, 8). es el silencio de las mujeres después de su experiencia en el sepulcro. Y no pensemos en razones psicológicas, que nada tienen que ver en la cuestión. El silencio afirmado por Marcos se halla en abierta contraposición a los textos paralelos de los otros tres evangelios. Además, dicho silencio significarí­a la desobediencia formal de las mujeres a las indicaciones celestes, que les mandaron comunicárselo a los discí­pulos y a Pedro. De este modo, ellas, las mujeres, habí­an sido constituidas en las primeras mensajeras de la resurrección. ¿Por qué renunciar a un privilegio tan singular?
El mismo Marcos explica dicho silencio desde el asombro y el miedo. Lo repite por tres veces (16, 5. 8). Y, considerando el hecho mismo de las causas que lo provocaron, es comprensible el silencio: el mismo hecho del sepulcro vací­o era ya algo inaudito; a ello se añade la voz del mensajero celeste que lo interpreta -y lo hace, por cierto, utilizando una fórmula de fe -; la reacción de las mujeres ante el sepulcro es la misma que comprobamos ante otras apariciones: temor, asombro, duda, desconcierto ante lo inaudito. ¿Cómo admitir que, en Jesús, se ha hecho ya realidad la esperanza judí­a de la resurrección al fin de los tiempos? La reacción mencionada: asombro, miedo, duda, desconcierto, temor… son sinónimos de la incomprensión y la ceguera. Es la misma reacción que encontramos a lo largo del evangelio, cuando Dios entra en acción. La alegrí­a vendrí­a después, como fruto del encuentro y de la visión del Resucitado. De momento sólo existe el temor.

j) El sepulcro vací­o, ¿es un argumento para demostrar la resurrección? La razón última del silencio que Marcos impone a las mujeres -y sólo él lo hace- es la convicción siguiente: el sepulcro vací­o no es una prueba de la resurrección. (Tal vez sea conveniente añadir que, en la hipótesis de que alguien adujese el relato de las mujeres, su testimonio serí­a considerado sin valor alguno, ya que en la época carecí­an de credibilidad y no podí­an ser aducidas como testigos en un proceso judicial).

El sepulcro vací­o no es una prueba de la resurrección. No lo fue nunca ni para nadie. Desde este punto de vista, el hecho carece de importancia, tanto en los evangelios como en el resto del A.T. Del milagro del sepulcro vací­o debe decirse lo mismo que del resto de los milagros: lo decisivo en todas las historias de apariciones no es el sepulcro vací­o en sí­ mismo -como no es lo decisivo en los relatos de milagros el hecho en sí­ mismo, por asombroso que parezca-, sino el mensaje de que en él, en Jesús, se ha cumplido lo que él anunciaba; en él se ha iniciado la resurrección de los muertos; en él ha tenido ya lugar la irrupción del mundo futuro, del que se esperaba la resurrección; en su resurrección se han anticipado las realidades que la esperanza judí­a tení­a puestas en los últimos dí­as.

El sepulcro vací­o no suscitó la fe en nadie; la fe pascual no es fruto de un proceso lento cuyo punto de partida fue el sepulcro vací­o (el único texto, confuso en este sentido, y que no puede ser aducido como prueba en contra de lo que estamos diciendo, es Jn 20, 8: el discí­pulo amado “vio y creyó”; está muy claro que no creyó porque vio vací­o el sepulcro; el sepulcro vací­o es presentado en este texto como un “signo” que, con la ayuda de la Escritura, obliga a pensar en otra realidad más profunda de la que se está viendo); la certeza de la resurrección tiene su fundamento último y único en el encuentro del hombre con el Resucitado. Para quien ha tenido esta experiencia, el sepulcro vací­o puede ser un “signo” de lo ocurrido, de la acción de Dios que llama a la vida, “que da la vida a los muertos y llama a las cosas que no son para que sean” (Rom 4, 17).

k) El encuentro con el Resucitado es el que explica que en Jerusalén, lugar de la crucifixión y de la sepultura, poco después surgiese una comunidad constituida a partir de la resurrección de Jesús y sobre la base de la misma. La resurrección de Jesús restablece las relaciones rotas: se transmite la noticia a los que habí­an huido y, en particular, al que explí­citamente le habí­a negado -que era el primero de los apóstoles-; de nuevo son buscados por la gracia del perdón para continuar el proyecto de Jesús en la lí­nea ya perfeccionada del seguimiento al que habí­an sido llamados. -> apariciones.

BIBL. — P. BENOIT, Pasión y resurrección del Señor, Fax, Madrid, 1971; I. DANIELOU, La Resurrección, Studium, Madrid, 1971; A. AMMASSARI, La Resurrezione, nell’insegnamento, nella profezia, nelle apparizioni di Gesú, Cittá Nuova Edit, Roma, 1975; B. RIGAUx, Dieu 1’a ressuscité, Duculot, Bruselas, 1972; U. WILCKENS, La Resurrección de jesús. Estudio histórico-crí­tico del testimonio bí­blico, Sí­gueme, 1981.

Felipe F Ramos

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret

1.Introducción

(-> Jesús, sepulcro, apariciones, Pedro, Marí­a Magdalena, inmortalidad). El tema de la resurrección aparece en los escritos tardí­os del Antiguo Testamento (por ejemplo en Dn 12,1-3) y se utiliza sobre todo para poner de relieve la experiencia de triunfo y retorno a la vida de aquellos que han sido sacrificados y asesinados. Puede vincularse a la experiencia de la inmortalidad*, pero tiene unos rasgos distintos: la vida futura no se funda en el hecho de que el hombre tenga una esencia inmortal, sino en la acción y presencia de Dios, que recoge en su Vida a los muertos y, de un modo especial, a los que han entregado gratuitamente su vida, como Cristo. Pues bien, para los cristianos, la resurrección no es una teorí­a sobre Dios, sino experiencia nueva, que ha cambiado su vida: ellos “han visto” a Jesús tras la muerte y confiesan que Dios le ha resucitado (Rom 4,14), de manera que entienden esa resurrección como centro y sentido de su fe mesiánica. Ellos pueden presentar a Jesús como primogénito de entre los muertos (Ap 1,19) y distinguir después dos o tres resurrecciones: la de Jesús, ya resucitado, dentro de la misma historia, la del milenio, con el triunfo de los creyentes en este mundo (Ap 20,5.6), y la resurrección del fin de los tiempos, que se expresará cuando acabe este mundo, en el cielo nuevo y en la tierra nueva (Ap 21-22). Pero estas distinciones resultan en principio secundarias. Lo que define a los cristianos es que ellos “han visto” de un modo nuevo a Jesús y le siguen viendo vivo tras su muerte. ¿Cómo? Esta es la pregunta que define el cristianismo, como indicaremos. A fin de plantearla mejor queremos evocar algunos intentos parciales de comprensión de la pascua de Jesús.

(1) Resurrección. Una forma de entender el fracaso de Jesús. Algunos autores (como A. Schweitzer) han afirmado que la pretensión de que Jesús ha resucitado ha sido una forma de justificar su fracaso y de mantener su mensaje. Jesús habí­a anunciado la llegada del reino de Dios y su venida gloriosa como Hijo de Hombre. Pero él no vino en su gloria y el Reino no llegó y sus discí­pulos, cansados de aguardar, dijeron que habí­a resucitado “en espí­ritu”, de manera que transformaron su mensaje en esa lí­nea y fundaron la Iglesia. En un sentido externo, ellos mintieron. Pero en un sentido mucho más profundo ellos tení­an razón: Jesús no habí­a vuelto sobre las nubes del cielo, pero está presente como inspirador de una vida nueva en aquellos que le siguieron entonces y que lo siguen haciendo hasta el dí­a de hoy. Schweitzer pensaba que Jesús habí­a compartido la esperanza apocalí­ptica con Juan Bautista y otros profetas de su tiempo, aguardando la llegada inminente del reino: este mundo cesará y vendrá una tierra nueva, donde los justos vivirán como ángeles del cielo. Educado en la escuela de Daniel o Henoc, pensó que tení­a que llegar el Hijo de David (Mesí­as) que después se mostrarí­a como juez celeste (Hijo del Hombre) sobre las nubes del cielo. Fundándose en Mc 12,35-37 y Rom 1,3-4, Schweitzer supuso que Jesús se tomó a sí­ mismo como el descendiente de David y como el futuro Hijo del Hombre, que se revelarí­a victorioso sobre las nubes del cielo. Así­ lo anunció y se preparó para ello, actuando como Mesí­as, para venir muy pronto como Hijo del Humano, mientras sus discí­pulos iban extendiendo este mensaje entre las ciudades de Galilea. Pero los discí­pulos acabaron su mensaje (Mc 6,30) y todo siguió igual, como si Jesús no hubiera anunciado el fin del mundo. Pues bien, en ese momento, tras su primer fracaso, Jesús pensó que el esquema total del anuncio mesiánico debí­a transformarse, introduciendo la visión del Siervo sufriente del Segundo Isaí­as: primero tení­a que padecer él mismo y ser rechazado, para aparecer después como Mesí­as-Hijo del Hombre y Siervo de Yahvé sobre el cielo. Con esa certeza, Jesús subió a Jerusalén, sabiendo que debí­a ser rechazado, y por eso aceleró de algún modo su muerte. Lógicamente, amenazados por Jesús, sacerdotes y romanos le condenaron a muerte, de manera que murió sobre una cruz, con la esperanza de volver muy pronto como triunfador resucitado. Pero él se equivocó por segunda vez: sufrió por el reino de Dios y el Reino no vino; murió como pretendiente mesiánico, pero Dios no le resucitó, ni le convirtió en Hijo del Hombre, lleno de poder sobre la tierra. Esta ha sido la más honda y amarga experiencia de la historia humana: sus dos equivocaciones, la primera en Galilea, la segunda en Jerusalén. Pues bien, la Iglesia ha transformado esta segunda equivocación en principio de su fe pascual, que es la tercera fe cristiana (la primera fue la de un Cristo sin sufrimiento, la segunda la de un Cristo con sufrimiento, la tercera la de una resurrección oculta, dentro de la Iglesia). En esa lí­nea, los cristianos creyeron que Jesús no habí­a vuelto como triunfador externo porque habí­a resucitado de una forma mejor y más profunda. Toda la historia de la cristiandad, hasta el dí­a de hoy, constituye para Schweitzer un esfuerzo por interpretar aquella decepción de Jesús: ¡no volvió como dijo, pero vino y se hizo presente en el mundo de un modo pascual! Por eso, sus discí­pulos, no pudiendo quizá soportar el fracaso de su Maestro e, iluminados por el resplandor de su vida anterior como Mesí­as anunciado, creyeron verle y le vieron vivo. Se trató, sin duda, de un tipo de alucinaciones, pero ellas han definido toda la historia posterior de la Iglesia y del mundo.

(2) Interpretaciones. Jesús no volvió de un modo externo, pero está presente en la vida de sus seguidores. Desde esa perspectiva se entiende en algunas formulaciones de su resurrección, (a) Algunos (como R. Bultmann y W. Marxsen) afirman que resucitó en la Palabra, de manera que se puede afirmar que el mensaje y la “cosa” de Jesús sigue adelante. Jesús no ha vuelto en la forma en que le esperaban muchos de los suyos, como triunfador apocalí­ptico, pero ha dejado su Palabra o, mejor dicho, está presente en ella, como signo de la gra cia de Dios. Así­ podemos afirmar que ha resucitado y sigue actuando en el mensaje, que no es puro recuerdo de un pasado pretérito, ni simple argumento moralista, sino experiencia de gratuidad y salvación que sigue actuando en el mundo. Quisieron apagar el mensaje de Jesús al clavarle en la cruz, pero no lo consiguieron, porque su palabra sigue resonando en el mundo, como Palabra de Dios. En ese sentido se puede y se debe afirmar que ha resucitado de los muertos, (b) Ha resucitado en la vida de los hombres (H. Braun). Jesús ha sido y sigue siendo más que una palabra, más que un signo de confianza en Dios, pues él personifica el valor definitivo del hombre como ser que puede vivir y morir de un modo gratuito, al servicio de los demás, abriendo así­ un camino de gracia y comunicación amorosa sobre el mundo. Fue un hombre auténtico: vivió lo que enseñaba, encarnó su mensaje; no se limitó a decir, sino que realizó lo que decí­a, muriendo por ello. De esa forma, su compromiso hasta la muerte hizo que muchos pudieran comprometerse como él, iniciando un camino más profundo de experiencia humana. La resurrección constituye, por tanto, una forma simbólica de expresar la autoridad mesiánica de Jesús. Tomada de manera literal, ella es una afirmación mitológica. Mirada como sí­mbolo, ella ratifica la pretensión mesiánica de Jesús, a quien podemos ver, en estos tiempos de muerte de Dios (siglos XX y XXI), como fuente y garantí­a del valor de la existencia humana.

(3) Experiencia pascual, encuentro con Jesús como el Viviente. Las interpretaciones anteriores son valiosas, pero, llevadas hasta el final, resultan insuficientes. La experiencia pascual no es un modo de explicar el fracaso de Jesús, ni una forma de interpretar su presencia en el mensaje y en la vida de los hombres, sino una experiencia de encuentro personal con Jesús crucificado, que se manifiesta a sus discí­pulos como Viviente. Ellos esperaban quizá otra cosa, pero han visto a Jesús, se han encontrado con él, no sólo con su vida y su mensaje, sino con él en persona, descubriéndole vivo, en la Vida de Dios, de tal forma que pueden presentarle como Señor glorificado que sustenta la vida de los fieles y la misma realidad del mundo. No le ven simplemente como Mesí­as escondido que retornará al final, sino como amigo y salvador presente a quien pueden invocar ya desde ahora diciendo: Maraña tha, Señor ven (1 Cor 16,22). En ese sentido, por encima de todas las posibles interpretaciones (¡por otra parte necesarias!), la resurrección de Jesús ha sido para los cristianos una experiencia de encuentro con Jesús, porque, como dice Flavio Josefo, “aquellos que antes lo habí­an amado no dejaron de hacerlo” (A7 18,64). En este contexto podemos hablar de una “mutación pascual”, una forma nueva de ver y sentir la presencia de un hombre a quien han crucificado y que, sin embargo, precisamente porque le han crucificado, sigue vivo, animando su mensaje, continuando su obra. Esta es la mutación de la pascua, la nueva comprensión y presencia del hombre Jesús, que se ha opuesto a los principios de la selección natural, que ratifica el triunfo de los fuertes-ricos, y que viene a presentarse ahora como testigo de la victoria de los expulsados del sistema, de los cojos-mancos-ciegos, de los impuros y pobres. Con ellos y por ellos ha resucitado, como indican las entradas siguientes.

Cf. H. BRAUN, Jesús, el hombre de Nazaret y su tiempo, Sí­gueme, Salamanca 1975; R. BULTMANN, Teologí­a del Nuevo Testamento, Sí­gueme, Salamanca 1981; Creer v comprender I-II, Studium, Madrid 1974-1976; X. LEON-DUFOUR, Resurrección de Jesús y mensaje pascual, Sí­gueme, Salamanca 1973; F. MUSSNER, La resurrección de Jesús, Sal Terrae, Santander f 97 f; W. MARXSEN, La resurrección de Jesús de Nazaret, Herder, Barcelona 1974; S. VIDAL, Los tres proyectos de Jesús y el cristianismo naciente, BEB ffO, Sí­gueme, Salamanca 2003; A. SCHWEITZER, Investigación sobre la vida de Jesús, Edicep, Valencia 1990; G. THEISSEN, La fe bí­blica. Una perspectiva evolucionista, Verbo Divino, Estella 2002.

RESURRECCIí“N
2. Apariciones

(-> sepulcro, Marí­a Magdalena, Pedro, Doce, Santiago, helenistas, Pablo). Las apariciones de Jesús no fueron equivocaciones, sino experiencias de presencia personal, y en esa lí­nea queremos evocarlas. Dentro del conjunto de las apariciones de Jesús resucitado, que distinguimos de los relatos del sepulcro* vací­o, destacan varias lí­neas o momentos fuertes, que presentamos de un modo separado, aun sabiendo que entre ellas existen muchas conexiones.

(1) Marí­a Magdalena. La tradición de Marí­a* Magdalena y de otras mujeres que han visto al Señor está en el fondo de todos los evangelios, pero sólo aparece de manera expresa en dos textos: “Resucitando en la madrugada del primer dí­a de la semana, Jesús se apareció primero a Marí­a Magdalena… Ella fue y lo anunció a los que habí­an estado con él [con Jesús] que se afligí­an y lloraban. Ellos, oyendo que se hallaba vivo y que habí­a sido visto por ella, no creyeron” (Mc 16,9). Esta noticia, recogida en el final canónico o posterior de Mc (el libro originario terminaba en 16,8), contiene a mi juicio una tradición auténtica, que sirve para confirmar la certeza de que en el comienzo de la experiencia pascual se encuentra una mujer, la Magdalena. El evangelio de Juan recoge y transforma ese motivo; dice que Marí­a fue la primera en ir al sepulcro y que, encontrándolo vací­o, avisó a Pedro y al otro discí­pulo, que vinieron corriendo y se fueron. Ella quedó en el jardí­n del sepulcro y conoció a Jesús cuando le llamó ¡Marí­a!, pidiéndole después que fuera y diera el testimonio a los discí­pulos (cf. Jn 20).

(2) Simón Pedro. La aparición de Jesús a Pedro se encuentra también en el fondo de la narración de Mc 16,7 y de Jn 21,15-17, pero sólo ha sido evocada expresamente por Lucas y Pablo. A su vuelta a Jerusalén, los caminante de Emaús* encuentran a los discí­pulos reunidos, exclamando: “Ha resucitado verdaderamente el Señor y se ha aparecido a Simón” (Lc 24,34). Todo nos permite suponer que esta palabra constituye la confesión de fe de unos cristianos que apoyan su fe sobre el testimonio de Pedro. En esa lí­nea se sitúa 1 Cor 15,5 cuando presenta la aparición a Pedro como la primera de las apariciones o experiencias pascuales que sirven como fundamento de la fe de la Iglesia: “Se apareció a Cefas y después a los Doce…”. Es muy probable que, conforme a la palabra de Mc 16,7, hayan sido Marí­a Magdalena y las mujeres las que han puesto a Pedro en camino hacia Jesús. Por eso, su visión, siendo primera en sentido oficial (conforme a 1 Cor 15,5), es segunda en sentido histórico, pues estuvo precedida por la experiencia de Marí­a y las mujeres. Sea como fuere, esta experiencia de Pedro se encuentra en el principio de lo que será después la vida y misión de los cristianos.

(3) Los Doce. Significativamente, la aparición a los Doce en cuanto tales sólo ha sido atestiguada por 1 Cor 15,5, pues en Lc 24,36-49 y Jn 20,19-23 los destinatarios de la experiencia pascual fundante de la Iglesia no fueron los Doce en cuanto tales, sino un grupo indeterminado y quizá más grande de discí­pulos (cf. Jn 20,19), reunidos con los Once (los Doce menos Judas: cf. Lc 24,33). Por su parte, los destinatarios de la aparición de Jesús en el monte de Galilea, según Mt 28,16, fueron los Once, que forman ya un grupo roto y abierto y que no pueden identificarse sin más con los Doce. Pablo, en cambio, recuerda la aparición a los Doce: “Os hago saber, hermanos, el evangelio que os he evangelizado, el que habéis recibido, en el que estáis firmes… Pues os he transmitido desde el principio lo que yo he recibido: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras, y que fue sepultado y que ha resucitado al tercer dí­a, según las Escrituras, y que se apareció a Cefas, luego a los Doce, luego se apareció a más de quinientos hermanos de una vez, de los cuales muchos viven hasta ahora, algunos han muerto; después se apareció a Santiago, después a todos los apóstoles; al último de todos, como a un aborto, se me apareció también a mí­” (1 Cor 15,1-8). Así­ compendia y fundamenta Pablo el Evangelio, presentando su lista oficial de apariciones pascuales de Cristo en el principio de la Iglesia. No es que niegue la aparición primera de Marí­a Magdalena y las mujeres, pero no la cita, porque para él no tiene carácter constitutivo, no es base oficial del surgimiento de la Iglesia. Estas apariciones que Pablo ha citado tienen una función legitimadora: se han enfrentado y se enfrentan diversas visiones cristianas, representadas por Pedro, Santiago, los Doce, otros apóstoles y, en fin, por el mismo Pablo. Pues bien, Pablo reconoce el valor de todas las apariciones, avalando de esa forma la unidad y la multiplicidad de las iglesias, que está fundada en el hecho de que en todas ha venido a expresarse una misma experiencia de pascua, un mismo Señor resucitado. Hemos citado ya la función de Pedro. En un contexto se mejante podemos citar la autoridad de los Doce. Es evidente que los Doce* se toman aquí­ en sentido oficial, como un grupo que ha tenido (y quizá tiene aún, en tiempo de Pablo) una fusión en la Iglesia. Esos Doce no se pueden entender en sentido numérico, pues falta Judas, “uno de los Doce” (cf. Mt 26,14.47; Mc 14,10.43; Jn 6,61). Los once restantes puede cumplir la función de los Doce, aunque es más probable que para mantener el grupo, en el principio de la Iglesia, se haya nombrado un sustituto de Judas (cf. Hch 1,12-26). Sea como fuere, los Doce han sido por un tiempo (hasta la disolución del grupo) testigos de Jesús resucitado.

(4) Las otras apariciones. Presentamos ya, de manera más rápida, las restantes apariciones que ha citado Pablo en 1 Cor 15,3-7. (a) Quinientos hermanos. Vienen después de Pedro y los Doce, y de ellos “muchos viven hasta ahora, algunos han muerto”. Estos quinientos pueden ser los miembros de la primera iglesia de Jerusalén (en la lí­nea de Lc 24 y Jn 20, aunque parece preferible vincularlos a las comunidades cristianas de Galilea), que no sólo escucharon al Jesús de la historia, sino que celebraron al Cristo pascual, como puede verse en el fondo de los relatos de las multiplicaciones*. (b) Santiago. Pablo reconoce después la experiencia pascual de Santiago, el hermano del Señor (Gal 1,19). Eso significa que acepta como válida su visión eclesial y su teologí­a, aunque él haya seguido un camino distinto. Santiago ha terminado siendo representante de la iglesia judeocristiana que ha tenido dificultades para admitir la misión paulina. Entre los diversos caminos o trayectorias de la Iglesia, Santiago representa la lí­nea más vinculada al judaismo y toma a Jesús resucitado como culminación de Israel; por eso, habrí­a que esperar la conversión del pueblo judí­o y sólo en un segundo momento se podrí­a llevar la palabra de Jesús a los gentiles, (c) Todos los apóstoles. Vienen después de Santiago, pero antes que Pablo. Ellos son al parecer los representantes de la iglesia helenista de Jerusalén, a la que alude Hch 6-7; son los primeros apóstoles de la Iglesia, en el sentido de enviados o portadores de un mensaje de salvación universal, abierto por encima de Israel a todos los pueblos. Pablo dice en general “todos los apóstoles”, no cita ni precisa el número. Pueden ser bastantes, varones y mujeres, creadores de iglesia, (d) Pablo: “y como a último de todos, como a un aborto, se me apareció también a mí­”. Es evidente que Pablo se sitúa en la lí­nea de los helenistas, como culminando un camino que ellos han iniciado y oponiéndose de esa manera a Pedro, que está al principio de la lista. Entendidas así­, no todas las apariciones pascuales tuvieron un mismo contenido, ni una misma forma externa. Más que apariciones en sentido visionario pueden ser, en general, experiencias de la pascua, vividas en conexión, unas con otras, formando así­ un mismo continuo pascual, que Pablo ha sabido reconocer en 1 Cor 15, aunque ha dejado fuera el testimonio de las mujeres.

(5) Sentido de las apariciones. El surgimiento cristiano. La pascua cristiana no se funda ni expresa sólo en un conjunto de apariciones, entendidas en forma de experiencias visionarias, pues ellas sólo tienen sentido dentro de un contexto de conjunto en el que deben resaltarse los aspectos básicos de la vida y esperanza de Jesús. Ciertamente, Jesús anunció el reino de Dios y su muerte fue sentida por muchos como expresión de fracaso. Pero otros pensaron que esa muerte, aceptada por fidelidad al mensaje de Dios, podí­a y debí­a entenderse como principio de esperanza. Precisamente aquello que parecí­a más alejado de Dios (¡la muerte de un pretendiente mesiánico!) podí­a y debí­a entenderse como expresión de presencia de Dios. Algunos de sus discí­pulos “supieron” que Jesús seguí­a presente, como amigo y como mensajero del reino: aquellos que le crucificaron no pudieron ahogar su mensaje, ni destruir su esperanza. Los discí­pulos supieron que el “fracaso” de Jesús y el hecho de que no viniera de forma gloriosa podí­a y debí­a entenderse de manera salvadora y así­ lo fueron entendiendo en un proceso muy hondo de creatividad evangélica; así­ descubrieron y sintieron que Jesús habí­a sido transformado por Dios de un modo personal, de manera que pudieron descubrirle como vivo y salvador, ratificando así­ su mensaje y tarea de Reino. Esta experiencia de la gloria pascual de Jesús se encuentra en el origen de la fe cristiana, unida a la experiencia de la llegada futura del Hijo del Hombre, a quien ahora identificaron sin más con el mismo Jesús. Al gunos siguieron pensando que Jesús, Hijo de Hombre, tení­a que volver muy pronto, pero de tal forma que hasta que volviera ellos debí­an seguir proclamando su palabra y manteniendo su obra. Unos acentuaban la próxima venida de Jesús para Israel; otros pensaban que era necesario anunciar primero su mensaje en todo el mundo. Pero unos y otros afirmaban, con matices distintos, que Jesús es Aquel que vendrá, porque se encuentra ya presente entre los suyos, como sabe y dice el testimonio cristiano más antiguo (1 Tes).

(6) Resurrección. Una experiencia litúrgica. En esta lí­nea, los primeros himnos de la Iglesia le presentan como Señor glorificado que dirige desde ahora no sólo la vida de los fieles, sino el mismo despliegue del mundo (cf. Rom l,3s; Flp 2,6s; Col 1,18-20; 1 Pe 3,18-22; 1 Tim 3,16). Jesús no es simplemente aquel que está raptado y vendrá al final, sino el que se revela en poder, reuniendo a sus fieles en una ekklesia o iglesia escatológica; por eso, sus fieles le invocan desde ahora diciendo: Maraña tha (Señor, ven). Así­ lo suponen también las prácticas sacramentales: la Iglesia proclama el perdón de los pecados en nombre y con el poder de un Jesús a quien concibe presente en los suyos; cuando la Iglesia celebra la eucaristí­a sabe que el Señor se encuentra entre sus fieles; las mismas palabras o logia de Q son mensaje de un Mesí­as elevado, que tiene autoridad de Reino: “A aquel que me confiese delante de los hombres, le confesará el Hijo del Hombre ante los ángeles de Dios…” (Lc 12,8-9; cf. Mc 8,38). Quien así­ habla no es sólo alguien que un dí­a ha de venir, sino el que está ya glorificado, manifestándose a los suyos con autoridad definitiva. Eso significa que la Iglesia primitiva no se ha limitado a esperar a Jesús, sino que le venera ya como glorioso. Más aún, entre la venida futura de Jesús y su triunfo actual no existe oposición, pues en ambos momentos se expresa la misma certeza de que Jesús es revelador final de Dios: el que vendrá y el que ahora actúa se vinculan formando un mismo ser humano glorioso (una persona). La Iglesia primitiva ha podido presentar a Jesús como anuncio (o comienzo) de la pascua universal (resurrección de los muertos) porque ella sabe que Jesús está ya resucitado, como Señor glorioso. (7) Elementos pascuales. La resurrección de Jesús no es un elemento marginal en la fe de los creyentes, sino expresión y centro de esa fe, de manera que en ella vienen a expresarse y reciben su sentido todos los sí­mbolos cristianos, (a) La pascua es misterio de Jesús. Se ha entregado a sí­ mismo sin reservarse nada. Por eso lo recibe todo, se recibe a sí­ mismo, en don pascual, como regalo de Dios Padre, (b) La pascua es misterio del Espí­ritu Santo, a quien los creyentes descubren como principio de vida, amor mutuo del Padre y del Hijo, resurrección en persona. (c) La pascua es teofaní­a. Quizá al principio los discí­pulos no supieron fijar la novedad pascual e interpretan su experiencia desde perspectivas del entorno (apocalí­ptica, estructura sapiencial, mesianismo polí­tico); pero ellos supieron siempre y dijeron que la pascua es obra del Dios, que resucita a su Mesí­as-Hijo: en ella culmina la historia de Dios, su identidad más honda, de manera que el mismo Dios aparece como aquel que ha resucitado a Jesús de entre los muertos (cf. Rom 4,24). (d) La pascua es antropofaní­a. Al principio les cuesta medir las consecuencias de aquello que ha pasado; únicamente saben que están llenos de Jesús y lo proclaman de una forma gozosa, pasional, provocativa, esperando la llegada de su Reino; pero pronto irán reconociendo que pascua es irrupción de nueva humanidad, de la vida que supera toda muerte; por eso, contarla es expresar el nuevo nacimiento humano.

Cf. P. CABA, Resucitó Cristo, mi esperanza. Estudio exegético, BAC, Madrid 1986; J. D. CROSSAN, Los orí­genes del cristianismo, Sal Terrae, Santander 2002; H. SCHLIER, De la resurrección de Jesucristo, Desclée de Brouwer, Bilbao 1970; A. TORRES QUEIRUGA, Repensar la resurrección. La diferencia cristiana en la continuidad de las religiones y de la cultura, Trotta, Madrid 2003; S. VIDAL, La resurrección de Jesi’is en las cartas de Pablo, Sí­gueme, Salamanca 1982; U. WILCKENS, La resurrección de Jesús. Estudio histórico-crí­tico del testimonio cristiano, Sí­gueme, Salamanca 1981.

RESURRECCIí“N
3.Signos apocalí­pticos

(-> apariciones, sepulcro, Mateo). Los autores del Nuevo Testamento han vinculado la resurrección de Jesús con la llegada del fin de los tiempos, de manera que han podido interpretarla de un modo apocalí­ptico. El problema está en precisar el influjo que los elementos apocalí­pticos han tenido en la fijación de esa experiencia pascual. ¿Qué está primero: la experiencia de que ha llegado el fin de los tiempos o el encuentro con Jesús en persona? Es evidente que esos rasgos no pueden separarse: los primeros cristianos han visto a Jesús resucitado como expresión de la llegada del fin de los tiempos. En ese contexto, los documentos más antiguos parecen los más sobrios, como muestra Mc 16,1-8, que habla sólo de una tumba vací­a y de la palabra del mensajero celeste que invita a las mujeres al encuentro con Jesús en Galilea (la misión cristiana). A diferencia de eso, algunos documentos posteriores, como el evangelio de Mateo, han querido narrar de algún modo el acontecimiento pascual y lo han hecho con rasgos apocalí­pticos, como indicaremos, comentando sus dos textos de resurrección, para fijarnos después en el evangelio apócrifo de Pedro.

(1) Mateo 27,51-54. Resurrección de los muertos en Jerusalén

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

La resurrección de Cristo nos revela el sentido de toda la historia humana y de los acontecimientos que vivimos cada dí­a; nos lo revela con la palabra de esperanza proclamada por Pedro en el discurso que narran los Hechos de los Apóstoles: “No era posible que la muerte le retuviera”. Esta palabra nos sorprende: ¿cómo que no era posible? Por desgracia, nosotros estamos acostumbrados a la realidad de que la muerte no solamente es posible, sino incluso inevitable, junto con todo lo que la muerte representa: tristeza, odio, guerra, destrucciones. Pero la proclamación de Pedro nos dice que el misterio de Dios en Cristo resucitado es la victoria sobre la muerte, y sobre todo aquello que en nuestra existencia nos recuerda su sentido y su tristeza. La resurrección de Cristo nos revela la dirección de la realidad humana que tiende hacia la vida y, en cada uno de nosotros, hacia la expresión plena de nuestra libertad. La resurrección de Cristo restaura nuestra libertad, cura sus ilusiones, le asigna en la historia unas metas auténticas y constructivas. Nos predispone a colaborar con el amor de Dios que da vida a todo, en la humilde y laboriosa espera de esa resurrección de todo el ser humano y del universo entero, que ya ha empezado en la resurrección de Cristo, pero que llegará a su plenitud y a su luminosa manifestación cuando y como quiera el Padre.

Carlo Marí­a Martini, Diccionario Espiritual, PPC, Madrid, 1997

Fuente: Diccionario Espiritual

SUMARIO: I. Los primeros testimonios de la resurrección de Jesús: 1. Las profesiones de fe; 2. Las fórmulas de anuncio; 3. La tradición autorizada de la resurrección. II. La resurrección de Jesús en los evangelios y en los Hechos: 1. El anuncio de la resurrección junto al sepulcro; 2. Los relatos de aparición de Jesús resucitado: a) Apariciones de reconocimiento, b) Apariciones de misión; 3. El anuncio de la resurrección en los Hechos. III. La resurrección: promesa de Dios y esperanza humana: 1. La resurrección en el AT y en la tradición judí­a; 2. Jesús anunció su esperanza de resurrección; 3. La resurrección de los muertos en los evangelios; 4. La resurrección de los cristianos; 5. Experiencia histórica y misterio de la resurrección: a) Lenguaje y modelos expresivos, b) Resurrección y esperanza humana.

La palabra resurrección evoca inmediatamente a los lectores el acontecimiento que ocupa el centro de la fe cristiana y que constituye su núcleo unificador y germinador. Los testimonios sobre el acontecimiento de la resurrección de Jesús son varios y múltiples, diseminados, y están en el canon de las Escrituras cristianas. De la experiencia inicial se pasa a la formulación lingüí­stica del encuentro con Jesús resucitado, hasta la comunicación en forma de anuncio. Así­ pues, la historia de la resurrección de Jesús corre paralela a la génesis y al desarrollo de los textos cristianos.

Pero hay un segundo aspecto conexo con la resurrección. Se trata de la esperanza humana frente a la muerte, que se funda en la fidelidad del Dios vivo, en su dominio, al cual no escapa ni siquiera el reino de la muerte. Los dos aspectos: la resurrección de Jesús y la resurrección de los muertos, se entrecruzan, tanto a nivel de vocabulario y modelos expresivos como al nivel más profundo de experiencia espiritual y religiosa. Jesús es el primero en afirmar su esperanza frente a la muerte, apelando a la iniciativa de Dios, el viviente, que resucita a los justos y glorifica a los mártires. Por tanto, el tratamiento de este tema debe recorrer la historia de la experiencia cristiana desarrollada en torno a la resurrección de Jesús y los precedentes de la tradición bí­blica y judí­a respecto a la esperanza humana frente a la muerte.

I. LOS PRIMEROS TESTIMONIOS DE LA RESURRECCIí“N DE JESÚS. Un dato histórico indiscutible es el de la existencia del movimiento cristiano en la primera mitad del siglo 1. Los convertidos del judaí­smo y del paganismo que constituyen las primeras comunidades de creyentes se proclaman seguidores de Jesús de Nazaret, un judí­o de Palestina, al que dieron muerte al principio de los años treinta, y que ahora es reconocido, venerado y proclamado en las pequeñas comunidades cristianas como el Cristo (Jristós en griego), el mesí­as hebreo, el Señor (en griego, Kyrios). Los primeros escritos cristianos datables son las cartas de / Pablo, de las cuales al menos siete se reconocen unánimemente como auténticas. Estas se distribuyen en un lapso de tiempo que corre des-de los principios de los años cincuenta al sesenta d.C. Dentro de estos escritos se pueden reconocer algunas fórmulas que son el eco de la vida de fe de las comunidades. Junto a ellas se encuentran también frases que re-presentan la proclamación o el anuncio hecho a los de fuera, judí­os y paganos.

1. LAS PROFESIONES DE FE. Las fórmulas de profesión de fe más antiguas reflejan el uso del ambiente, de la cultura y de la lengua aramaico-palestinense. Un fragmento de estas profesiones de fe se puede reconocer en la frase referida por Pablo antes de la bendición final en la primera carta a los Corintios: “Maldito sea el que no ama al Señor; Maranatha: ven, Señor nuestro” (lCor 16,22). En una carta escrita en griego Pablo cita esta invocación, que remite al contexto litúrgico de lengua aramaica. En aquel ambiente judí­o se llama a Dios en arameo Mareh, en paralelismo con ‘Elaha (Dios), y corresponde al griego Kyrios. Una confirmación de este origen palestinense se podrí­a obtener de un texto de la Didajé, de la segunda mitad del siglo I, donde, al final de la oración eucarí­stica, se menciona esta declaración: “Si alguno es santo, venga; si alguien no lo es, que se convierta; Maranathá. Amén” (Did. X, 6). La expresión aramea Maranatha se puede traducir como invocación: “Maránatha, Señor, ven”, o bien como una aclamación: “Maran-athá, el Señor viene”. Este último significado podrí­a sugerirlo el comentario catequí­stico que hace Pablo de la fórmula tradicional de las palabras sobre el pan y sobre el cáliz, enviada a la comunidad de Corinto: “Pues siempre que coméis este pan y bebéis este cáliz anunciáis la muerte del Señor hasta que vuelva” (lCor 11,26).

“Jesús es Señor” corresponde a la profesión de fe referida por Pablo en la misma carta, y se hace depender de la acción del Espí­ritu de Dios (ICor 12,3b). Esta confesión es para Pablo el criterio para discernir el origen de los dones espirituales o carismas. El apóstol vuelve sobre este contenido esencial de la fe cristiana en una amplia reflexión de la carta a los Romanos al final de los años cincuenta. El contenido de la profesión de fe (homologuí­a) cristiana consiste en esto: “Jesús es el Señor” (Rom 10:9). A ésta corresponde el fragmento de un himno cristológico, citado por Pablo en la carta a los Filipenses para fundar la comunión profunda entre los creyentes. A la inmersión de Jesucristo en la historia humana, vivida hasta la forma extrema de la muerte de cruz, corresponde la iniciativa eficaz de Dios, que lo ha exaltado sobre todo y le ha dado “un nombre que está por encima de cualquier otro nombre, para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en el abismo, y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre” (Flp 2:10-11).

En resumen, se puede decir que los vestigios de la antigua profesión de fe conservados en los textos de las cartas paulinas se compendian en esta proclamación solemne del señorí­o de Jesucristo, conexo con su resurrección.

2. LAS Fí“RMULAS DE ANUNCIO. La comunidad cristiana, que se reúne para el culto, elabora también las fórmulas y los esquemas para comunicar esta experiencia de fe al ambiente externo, lo mismo al judí­o que al griego-pagano. El eco de estas fórmulas se encuentra todaví­a en las cartas paulinas, donde se remite al anuncio fundante inicial para motivar la exhortación parenética o los desarrollos catequí­sticos. Un ejemplo de estas fórmulas se encuentra en la primera carta escrita por Pablo a la comunidad de Tesalónica. Al término de una rápida retrospectiva sobre la actividad evangelizadora y sobre el nacimiento de la comunidad cristiana, el apóstol puede recordar el cambio de la conversión y de la fe: “Dejasteis la idolatrí­a y os convertisteis para servir al Dios vivo y verdadero, con la esperanza de que su Hijo Jesús, al que resucitó de entre los muertos, vuelva del cielo y nos libre la ira venidera”(1Ts 1:9-10). La referencia a la conversión como paso del culto de los í­dolos a la fe en el Dios vivo y verdadero remite al contexto del anuncio del evangelio a los paganos. Pero la fórmula citada por Pablo sobre la resurrección de Jesús tiene su origen en el contexto judí­o palestinense, en el cual se proclama la victoria sobre la muerte por iniciativa de Dios.

Esto lo confirma una segunda cita de la misma carta en el contexto más amplio de la catequesis sobre la esperanza cristiana frente a la muerte. A los cristianos en crisis por el deceso de sus parientes, Pablo les insta apremiantemente a no abandonarse a la tristeza “como los que no tienen esperanza”. Y sigue invocando el motivo y el fundamento de la esperanza cristiana: “Porque si creemos que Jesús ha muerto y ha resucitado, así­ también reunirá consigo a los que murieron unidos a Jesús” (ITes 4,14). La primera parte de esta cita paulina menciona el contenido esencial del anuncio cristiano, que es también la base de la fe. Jesús ha muerto y ha resucitado. Esta estructura binaria antitética, donde la resurrección se contrapone a la muerte, se encuentra en una serie de otros textos distribuidos por las cartas auténticas de Pablo: Rom 4:25; Rom 8:34; Rom 14:9; 2Co 5:15 : “Cristo ha muerto y ha vuelto a la vida”. Esta constancia de las fórmulas referidas por Pablo remite a una tradición que está detrás de él, probablemente de origen judeo-cristiano.

Al mismo ambiente con toda probabilidad hay que hacer remontar la fórmula acreditada que cita Pablo al principio de la carta a los Romanos como sí­ntesis del evangelio de Dios (Rom 1:3-4). Este evangelio, dice Pablo, ha sido prometido por medio de los profetas en las Sagradas Escrituras y se refiere al Hijo de Dios. El texto paulino continúa así­: “Nacido de la estirpe de David según la carne, constituido Hijo de Dios en poder según el Espí­ritu de santificación por su resurrección de la muerte, Jesucristo, nuestro Señor”(Rom 1:3b-4). También en esta fórmula se puede reconocer la estructura binaria: por una parte, la solidaridad histórica de Jesús en la lí­nea del mesianismo daví­dico, y por otra su exaltación y constitución en la función de Hijo de Dios en la lí­nea del Espí­ritu de santificación mediante la resurrección de los muertos. El doble aspecto de la función de Jesús: “según la carne y según el Espí­ritu”, transcribe de modo original la dialéctica pascual “muerto según la carne, resucitado y vuelto a la vida según el Espí­ritu” (1Pe 3:18).

Así­ pues, en las cartas de Pablo se encuentran las fórmulas que son eco de la fe de las primitivas comunidades cristianas y los esquemas del anuncio hecho hacia fuera, y que se convierten a su vez en sí­ntesis del credo cristiano.

3. LA TRADICIí“N AUTORIZADA DE LA RESURRECCIí“N. En la primera carta enviada a la Iglesia de Corinto, a mediados de los años cincuenta, Pablo refiere una sí­ntesis del anuncio cristiano, que está en la base del credo tradicional. El mismo Pablo llama a este texto el “evangelio que él ha anunciado” y que los corintios han recibido. La condición de su eficacia salví­fica es conservarlo en la forma en que ha sido anunciado (lCor 15,1-2). Luego el apóstol cita las bases del anuncio y del “credo”, anteponiendo una fórmula protocolar de la tradición autorizada. “Os he transmitido en primer lugar lo que ami vez recibí­: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras, que fue sepultado y resucitado al tercer dí­a, según las Escrituras; y que se apareció a Pedro y luego a los doce” (lCor 15,3-5). La estructura de la fórmula tradicional citada por Pablo está articulada en dos pequeñas unidades, que a su vez están constituidas por dos frases: “Murió por nuestros pecados…, fue sepultado/y resucitado… y se apareció”. El sujeto único de estos cuatro verbos es Cristo, aunque la fórmula pasiva “fue resucitado… y fue visto” remite discretamente a la acción e iniciativa de Dios. El análisis de la estructura gramatical y sintáctica -parataxis- confirma el origen judeo-aramaico de esta tradición. También el nombre dado al primer testigo autorizado, “Cefas-Pedro”, remite al mismo ambiente. Así­ pues, el texto podrí­a tener su origen en la comunidad bilingüe de Jerusalén o de Antioquí­a de Siria, a mediados de los años treinta. Pero sobre la estructura arcaica originaria se han hecho algunas ampliaciones de tipo interpretativo en clave soteriológica, “por nuestros pecados”, y la referencia escritural, que subraya la conformidad con el plan de Dios: “según las Escrituras”. También la lista de los testigos cualificados, distribuidos en dos grupos, que constituyen, respectivamente, cabeza a Cefas (los doce) y a Santiago (los otros apóstoles), se resiente de un trabajo de ampliación e integración (lCor 15,5.7). El elenco de los testigos confirma la realidad y exactitud de la experiencia de Cristo resucitado por iniciativa de Dios. Sólo en una perspectiva secundaria se advierte la función legitimadora de la aparición de Jesús a los testigos cualificados, en cuya serie, aunque sea en el fondo, se coloca el mismo Pablo. Pero el intento fundamental es el de definir la eficacia salví­fica del anuncio y de la fe que en él se funda: “Pues bien, tanto ellos como yo, esto es lo que predicamos y lo que habéis creí­do” (lCor 15,11).

Así­ pues, la fórmula mencionada es más breve que las referidas por Pablo. Representa una especie de sí­ntesis esquemática del anuncio y de la catequesis fundada en la resurrección de Jesús. Las fórmulas de fe y de anuncio se apoyan en el hecho y acontecimiento de la resurrección, que es atribuido a la iniciativa de Dios. El protagonista o destinatario de esta acción de Dios es Cristo, que pasa de la muerte a la vida mediante la resurrección, que tiene como efecto final su exaltación gloriosa. Los tí­tulos que resumen esta fe pascual son al mismo tiempo la sí­ntesis del anuncio cristiano. Son atribuidos a Jesús, proclamado Cristo, Señor e Hijo de Dios. En el primer tí­tulo se afirma la mesianidad trascendente de Jesús, fundada en su resurrección. El tí­tulo de Señor expresa el señorí­o de Jesús, asociado al de Dios. Como hijo, Jesús lleva a cumplimiento no sólo la esperanza mesiánica, sino que transmite la dignidad filial mediante el don del Espí­ritu a todos los creyentes.

II. LA RESURRECCIí“N DE JESÚS EN LOS EVANGELIOS Y EN LOS HECHOS. De la experiencia originaria de la resurrección, expresada en las fórmulas de la fe y del anuncio, se pasa progresivamente a una expresión más articulada en forma narrativa (modelo evangélico) o al esquema de anuncio-predicación, dirigida a los diversos destinatarios judí­os o gentiles (Hechos de los Apóstoles). Ambas formas responden a los diversos ambientes culturales y a las exigencias de la vida interna de la comunidad que celebra el culto y practica la catequesis de formación, y responde a las objeciones formuladas por el ambiente externo.

1. EL ANUNCIO DE LA RESURRECCIí“N JUNTO AL SEPULCRO. El kerigma tradicional mencionado por Pablo en la primera carta a los Corintios alude a la sepultura de Jesús, pero sin darle particular relieve bajo el aspecto catequí­stico o apologético. Se habla de la sepultura de Jesús según el esquema biográfico bí­blico, donde se dice a propósito de todos los reyes: “Murió y fue sepultado”. Existe, sin embargo, un dato tradicional común subyacente a los cuatro evangelios y que se refleja también en los Hechos de los Apóstoles: Mar 16:1-8; Mat 28:1-8; Luc 24:1-10; Jua 21:1-2. Esta tradición común se puede condensar en los puntos siguientes: a) la visita de algunas mujeres, entre las cuales descuella el nombre de Marí­a de Magdala; el plural del evangelio de Juan confirma la tradición común de un grupo; b) estas mujeres visitan el sepulcro de Jesús en Jerusalén por la mañana temprano: “el primer dí­a de la semana después del sábado”; c) el fin es el de completar los ritos fúnebres junto a la tumba de Jesús, llanto o lamentaciones; d) las mujeres encuentran el sepulcro abierto y vací­o, y corren a informar a los discí­pulos de Jesús, entre los cuales destaca la figura de Pedro; e) algunos de los discí­pulos, entre ellos Pedro, corren a inspeccionar el sepulcro de Jesús. Se puede pensar que la base histórica de esta tradición común es fidedigna por los siguientes motivos. Ante todo, el papel de las mujeres en la experiencia del sepulcro vací­o no puede haber sido inventada, ya que contradice el valor testimonial en el contexto judeo-palestinense. Es probable que la comunidad judeo-cristiana de Jerusalén conociera la ubicación y la identidad de la tumba de Jesús. La visita de algunas mujeres corresponde a los usos judí­os acerca de los ritos fúnebres. Finalmente, el sepulcro vací­o no tiene un papel determinante en la catequesis apologética y en los esquemas de anuncio. Tampoco los relatos de aparición, que insisten en la realidad y la identidad de Jesús resucitado, remiten a la experiencia y comprobación de la tumba vací­a. Por tanto, este elemento no es funcional ni para la apologética ni para la catequesis cristiana, por lo cual podrí­a ser un residuo de una tradición históricamente atendible.

Sobre la base de esta tradición común se alza la interpretación de cada uno de los textos evangélicos. El evangelio de Marcos parte de la visita de las mujeres a la tumba de Jesús para proclamar el anuncio de la resurrección y el de la aparición a los discí­pulos y el de su misión en Galilea (Mar 16:6-7). A este fin, el evangelista ha amplificado algunos elementos de la tradición común, enumerando a las tres mujeres que van a la tumba de Jesús para embalsamar su cuerpo. También la reflexión que hacen las mujeres sobre la piedra del sepulcro, que no se puede retirar por ellas, prepara la aparición y el anuncio del ángel intérprete. Marcos subraya particularmente la reacción “religiosa” de las mujeres ante el enviado celestial: “Tuvieron miedo”. Y como conclusión del anuncio y encargo del ángel, Marcos anota: “Ellas salieron huyendo del sepulcro, porque se habí­a apoderado de ellas el temor y el espanto; y no dijeron nada a nadie porque tení­an miedo” (Mar 16:8). Este extraño final de Marcos, que ha estimulado integraciones a finales del siglo 1 y principios del II, corresponde a la perspectiva global de su evangelio. El anuncio de la resurrección de Jesús junto a su tumba, abierta y vací­a, y el encargo de avisar a los discí­pulos sobre el encuentro prometido en Galilea son el vértice de la revelación de Dios, que debe ser acogida con la actitud de discreción y reserva propias de la fe cristiana.

También el evangelio de Mateo se funda en la tradición común, que es amplificada e integrada en su perspectiva redaccional. Caracterí­stico del primer evangelio es el cuadro apocalí­ptico, en el cual se inserta la resurrección de Jesús: “De pronto hubo un gran terremoto; pues un ángel del Señor bajó del cielo, se acercó, hizo rodar la losa del sepulcro y se sentó en ella. Su aspecto era como un rayo, y su vestido blanco como la nieve” (Mat 28:2-3). Estos rasgos apocalí­pticos, tomados del escenario bí­blico del “dí­a del Señor”, sirven para expresar el tema de la victoria de Dios sobre la muerte. Análogamente, Mateo encuadra la muerte de Jesús en el Calvario en un marco apocalí­ptico: “La tierra tembló y las piedras se resquebrajaron; se abrieron los sepulcros y muchos cuerpos de santos que estaban muertos resucitaron” (Mat 27:51-52). La poderosa manifestación de Dios junto a la tumba de Jesús provoca la reacción aterrada de los guardias que los judí­os colocaron para controlar el sepulcro de Jesús: “Los guardias temblaron de miedo (por la aparición del ángel del Señor) y se quedaron como muertos” (Mat 28:4). En cambio, al grupo de las mujeres -dos en Mateo- el ángel le comunica el anuncio pascual, que reproduce sustancialmente el de Marcos. Pero, a diferencia del segundo evangelista, Mateo refiere que las mujeres, aunque abandonaron deprisa el sepulcro, corren con temor y gran alegrí­a a comunicar el anuncio a los discí­pulos de Jesús. A lo largo del camino tienen el primer encuentro y_la revelación de Jesús resucitado. El les renueva el encargo, dado ya por el ángel, de ir a anunciar “a mis hermanos que vayan a Galilea y allí­ me verán” (Mat 28:9-10).

Así­ pues, el primer evangelista desarrolla el motivo apologético ya anticipado en la reacción aterrorizada de los guardias ante la aparición del ángel del Señor junto a la tumba de Jesús. La sección apologética de Mateo responde a la polémica contra la resurrección del ambiente judí­o (cf Mat 28:11-15; Mat 27:62-66). Este elemento caracteriza al primer evangelio junto con la aparición de Jesús a las mujeres en el camino del sepulcro con el encargo del anuncio pascual que han de llevar a los discí­pulos, llamados por Jesús “mis hermanos”. Es notable el hecho de que entre estos discí­pulos no se mencione expresamente a Pedro, como se hace en el texto paralelo de Marcos.

El tercer evangelista, Lucas, relee esta tradición de la visita de las mujeres y del anuncio pascual junto a la tumba de Jesús de acuerdo con su perspectiva teológica y espiritual. Son dos los ángeles que como testigos e intérpretes autorizados hacen el anuncio de Jesús resucitado a las mujeres, las cuales no encuentran en el sepulcro el “cuerpo del Señor Jesús” (Luc 24:1-4). El mismo autor hará intervenir dos ángeles intérpretes en el momento de la ascensión de Jesús al cielo (Heb 1:10).

El anuncio pascual conserva algunos rasgos caracterí­sticos del tercer evangelio. Los ángeles invitan a las mujeres atemorizadas a no buscar entre los muertos al que está “vivo”. Esta presentación de Jesús resucitado como “vivo” responde a la perspectiva lucana (cf Heb 1:3). Luego, el anuncio de la resurrección se funda en el recuerdo de las palabras proféticas de Jesús acerca del destino del Hijo del hombre: “Recordad lo que os dijo estando aún en Galilea, que el Hijo del hombre debí­a ser entregado en manos de pecadores, ser crucificado y resucitar al tercer dí­a” (Luc 24:6-7). El anuncio de la resurrección de los ángeles a las mujeres junto al sepulcro de Jesús es el cumplimiento de las palabras proféticas de Jesús sobre su destino de rechazado por los hombres, pero resucitado por Dios. Pues el hecho de Jesús crucificado y resucitado responde al plan de Dios, revelado en las Escrituras (cf Luc 9:22; Luc 18:31-33). En la edición lucana falta el encargo hecho a las mujeres de llevar el anuncio a los discí­pulos con la cita del encuentro en Galilea. En el texto lucano, Galilea es sólo el ambiente en el que Jesús hizo el anuncio profético de su muerte y resurrección. A pesar de esta tendencia del tercer evangelista a excluir a Galilea de las experiencias pascuales, se menciona el hecho de que las mujeres “anunciaron todo esto a los once” y a todos los demás. Sólo aquí­ enumera Lucas a las mujeres, entre las cuales destaca la figura de Marí­a de Magdala, recordada por la tradición común.

Pero el evangelista se apresura a indicar que el relato y las palabras de las mujeres no fundan la fe pascual. Pues estas palabras de las mujeres son consideradas “por los apóstoles” un delirio (Luc 24:9-11; cf 24,22-23). El tercer evangelista refiere también la tradición particular de la visita hecha por Pedro, junto con otros, al sepulcro (Luc 24:12; Luc 24:24). Pero tampoco esta visita e inspección de los discí­pulos, que encuentran el sepulcro vací­o pero no violado, son origen y fundamento de la fe pascual de la comunidad cristiana: “Pedro regresó a casa maravillado de lo ocurrido” (Luc 24:12b).

Esta última nota lucana acerca de la visita de Pedro al sepulcro es ampliada por el cuarto evangelista. Juan conoce la tradición común, en la que se relata la visita hecha por Marí­a de Magdala, “el primer dí­a de la semana, al rayar el alba, antes de salir el sol”, a la tumba de Jesús. La encuentra abierta y vací­a. La mujer corre entonces a informar a los discí­pulos, los cuales a su vez corren a inspeccionar el sepulcro de Jesús. En el ambiente juanista se conoce también la hipótesis de la sustracción del cadáver, desarrollada en la sección apologética de Mateo (cf Jua 20:2.11). Pero el relato de Juan se concentra en el episodio de la visita hecha por Pedro y por el otro discí­pulo a la tumba de Jesús. La escena sirve para llamar la atención sobre el contraste entre las dos figuras, las de Pedro y del discí­pulo. Pedro “ve” los lienzos por el suelo y el sudario con que le habí­an envuelto la cabeza a Jesús, doblado aparte; pero no concluye nada. En cambio, el otro discí­pulo “vio y creyó” (Jua 20:6-8). En consecuencia, el evangelista termina con una reflexión sobre la relación entre fe en la resurrección y Escritura: “Pues no habí­an aún entendido la Escritura según la cual Jesús tení­a que resucitar de entre los muertos” (Jua 20:9). En este caso la reflexión de Juan desarrolla la función del ángel intérprete de la tradición sinóptica. Es notable también el paralelismo entre el “debí­a” resucitar de entre los muertos de Juan y el de la tradición lucana.

El relato del cuarto evangelio sigue con la historia de Marí­a Magdalena, que llora junto al sepulcro de Jesús. En este contexto se introducen los dos ángeles, como en la tradición lucana. Pero no ejercen un papel determinante en la experiencia pascual; sirven únicamente para reiterar la hipótesis de la sustracción del cadáver. A la pregunta que hacen a Marí­a: “Mujer, ¿por qué lloras?”, ella responde: “Se han llevado a mi Señor, y no sé dónde lo han puesto” (Jua 20:13). En este punto, el evangelista refiere la cristofaní­a a Marí­a de Magdala, que tiene su paralelo en la tradición referida por Mateo, donde Jesús se aparece a las mujeres en el camino del sepulcro. El diálogo con el misterioso personaje del huerto, que al final se revela como el Señor, se desarrolla de acuerdo con el esquema de las apariciones de reconocimiento. Termina con el anuncio de la resurrección hecho a Marí­a por el mismo Jesús en términos juanistas -“subida al Padre”- y con el encargo de llevar la buena noticia pascual a los discí­pulos: “Anda y di a mis hermanos que me voy con mi Padre y vuestro Padre, con mi Dios y vuestro Dios” (Jua 20:17). El relato se cierra con la ejecución de este encargo pascual por parte de Marí­a de Magdala, la cual anuncia a los discí­pulos: “He visto al Señor”, y también lo que le habí­a dicho (Jua 20:18).

Por este análisis de los textos evangélicos acerca de la visita de las mujeres al sepulcro de Jesús, que encuentran abierto y vací­o, se ve claramente que la tradición común sirve para mencionar la primera experiencia y el anuncio de Jesús resucitado según los esquemas de la tradición kerigmática y según la perspectiva de cada uno de los evangelios.

Un eco de esta interpretación pascual del sepulcro vací­o de Jerusalén se encuentra también en el segundo libro de la obra de Lucas, los Hechos de los Apóstoles. Aquí­ se menciona la sepultura de Jesús por los judí­os (cf Heb 13:29). En los discursos misioneros se intenta también una interpretación mesiánica de la tumba vací­a sobre la base de la exégesis de carácter actualizante del Sal 16:10 y de la promesa de 2Sa 7:12; Sal 132:11. El sepulcro vací­o de Jesús es un signo de que él es el “santo y justo” librado de la corrupción, según se le prometió al mesí­as (Heb 2:25-32; Heb 13:35-37).

Así­ pues, el examen de los textos evangélicos y el de los Hechos confirma el dato común de la tradición acerca de la tumba de Jesús en Jerusalén, conocida en el ambiente de la comunidad judeo-cristiana. Este dato no lo pone en discusión el frente judí­o que impugna su significado religioso y mesiánico. En aquel ambiente se habla de sustracción del cadáver (Mateo y Juan). Pero lo que le interesa a la tradición evangélica es el significado del sepulcro de Jesús, encontrado abierto y vací­o. Este hecho es el signo de la victoria de Dios sobre la muerte y la confirmación de la mesianidad de Jesús crucificado. Pues la visita de las mujeres al sepulcro de Jesús el primer dí­a de la semana es el contexto en el que se hace el anuncio de la resurrección por parte del ángel o ángeles enviados por Dios, sobre la base de las palabras de Jesús o de la Escritura.

2. Los RELATOS DE APARICIí“N DE JESÚS RESUCITADO. El núcleo más antiguo del kerigma referido por Pablo en la primera carta a los / Corintios hace referencia a las apariciones de Jesús y da la lista de los testigos cualificados: Cefas y los doce, Santiago y todos los demás apóstoles, así­ como los hermanos (cf lCor 15,5-7). Al final de esta lista coloca Pablo su propia experiencia personal de encuentro con Jesús resucitado (lCor 15,8). En el evangelio de Marcos la aparición de Jesús a los discí­pulos es sólo preanunciada, pero no referida. Las que se refieren en el final no marcan o son producto de una sí­ntesis tardí­a de las tradiciones evangélicas, releí­das en clave popular (Mar 16:9-14). En cambio, las experiencias de apariciones de Jesús a los discí­pulos son referidas ampliamente por los evangelios de Lucas y de Juan. Entre los textos de estos dos evangelios se encuentra una afinidad en la estructura general del relato, así­ como en los temas y motivos particulares. Pero lo que llama la atención al lector actual de los evangelios es la diversa ubicación de la experiencia de encuentro o aparición de Jesús a los discí­pulos. Se puede distinguir un primer ámbito de tradiciones, que refiere las experiencias de los discí­pulos en Jerusalén (Lucas-Hechos, Juan, Mateo, aparición a las mujeres; y también Lucas, aparición a los dos discí­pulos de Emaús). Otra serie de experiencias está ambientada en Galilea (Mateo, Juan en el apéndice, Marcos en la final tardí­a). También los destinatarios de estas manifestaciones o apariciones están distribuidos en diversos grupos. Destaca la figura de Pedro, unánimemente mencionado en la sí­ntesis kerigmática y catequí­stica de Pablo (lCor 15,5) y en la declaración de Lucas, referida en el momento en que los dos discí­pulos de Emaús a Jerusalén se encuentran con los once y los otros discí­pulos. “Realmente, el Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón” (Luc 24:34). Junto a Pedro está el grupo de los once, a los que se añaden grupos particulares de otros discí­pulos: los siete del apéndice de Juan, los dos de Emaús, las mujeres y los “hermanos”.

Además de esta diversificación de ambiente y de destinatarios, se puede captar en la actual edición de los textos evangélicos la diversa presentación de la experiencia o visión de Jesús resucitado. Sustancialmente se pueden distinguir dos formas de relato de aparición. Una, en la que se pone el acento en el reconocimiento de Jesús, subrayando su realidad e identidad. Otra segunda serie de relatos se centra en las palabras de Jesús, que encarga a los discí­pulos la misión.

a) Apariciones de reconocimiento. Los dos evangelios de Lucas y de Juan contienen los relatos en los que Jesús se aparece a los discí­pulos y se da a conocer como el Señor. Estos textos siguen un esquema común articulado en algunas secuencias fijas. La estructura base se puede reconstruir en estas fases: a) situación de los discí­pulos reunidos; b) iniciativa del resucitado, que se manifiesta o se hace el encontradizo en medio de los discí­pulos (saludo); c) reconocimiento de la identidad de Jesús por medio de sus palabras y de los gestos por él realizados; d) separación de Jesús del grupo de los discí­pulos. Esta afinidad a nivel de estructura y de motivos temáticos remite a un contacto entre las dos tradiciones que están en el origen de los evangelios de Lucas y de Juan. Pero éstos se distinguen por la diversa perspectiva cristológica y eclesial que se puede deducir del conjunto unitario del texto.

El evangelio de Lucas coloca el relato de la aparición de Jesús a los discí­pulos en el cuadro más amplio de un itinerario de fe que va de la duda y la perplejidad iniciales hasta la plena adhesión de fe (Luc 24:12.52). La visita de Pedro y de los otros discí­pulos a la tumba de Jesús es simplemente la ocasión para subrayar su estupor y consternación ( Luc 24:12.22-24). En cambio, el vértice de la experiencia pascual se tiene al final, cuando Jesús es llevado o elevado al cielo: “Y ellos lo adoraron y se volvieron a Jerusalén llenos de alegrí­a” (Luc 24:52).

Un ejemplo de este proceso o itinerario de fe lo representa el episodio de fe de los dos discí­pulos de Emaús. Es un relato tí­pico de reconocimiento, que utiliza una tradición lucana peculiar. En ella se conserva el recuerdo de una aparición de Jesús al grupo de los parientes o “hermanos”. De hecho, uno de los dos protagonistas de la historia de Emaús, Cleofás, es el hermano de José; por tanto, tí­o de Jesús (cf Luc 24:18). El amplio relato lucano centrado en estos dos discí­pulos, que dejan la comunidad de Jerusalén para volver a su pueblo de Emaús, insiste en el diálogo con Jesús, que se les junta bajo el aspecto de un peregrino. Pero sus “ojos -observa el evangelista- eran incapaces de reconocerlo” (Luc 24:16). Sólo después del diálogo con Jesús, en el que su palabra y su gesto remiten al recuerdo histórico y a las promesas de Dios consignadas en la Escritura, puede notar el evangelista: “Entonces sus ojos se abrieron y lo reconocieron”(Luc 24:31). Entre estas dos indicaciones extremas tiene lugar el encuentro de reconocimiento pascual de Jesús. Ante todo, las palabras de los dos discí­pulos manifiestan la profunda crisis que se ha abatido sobre el grupo. Es una relectura del episodio de Jesús, “profeta poderoso en obras y palabras ante Dios y ante todo el pueblo”. Su fin trágico en Jerusalén, con la condena a muerte y la crucifixión, ha roto las esperanzas de liberación mesiánica nacional: “Nosotros esperábamos que él serí­a el liberador de Israel” (Luc 24:21). La experiencia del sepulcro vací­o de las mujeres y la inspección por parte de algunos discí­pulos no han modificado esta situación de profunda crisis.

En este punto es la palabra de Jesús la que hace renacer la esperanza y abre los ojos de los discí­pulos. Apela él a la palabra profética de la Escritura, que debe cumplirse en el mesí­as. El episodio trágico de Jesús no contradice al designio de Dios, sino que lo lleva a su cumplimiento de manera paradójica. Pues el mesí­as sólo entrará en la gloria a través del sufrimiento. “Y empezando por Moisés y todos los profetas, les interpretó lo que sobre él hay en todas las Escrituras” (Luc 24:27). Esta interpretación profética y cristológica de la Escritura recibe su sello en el gesto de Jesús, que, invitado por los dos discí­pulos a sentarse a la mesa con ellos, hace de presidente de ella. Los gestos rituales y la oración de bendición de la mesa recuerdan los de la última y profética cena antes de la muerte: “Se puso a la mesa con ellos, tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio” (Luc 24:30). Este acto es la revelación definitiva de Jesús a los dos discí­pulos, que lo pueden reconocer gracias a la palabra de Dios interpretada por él y al gesto que remite al don y a la oferta de su vida. Mas en ese momento Jesús no está ya disponible, porque su modo de ser presente es diverso al de la relación puramente fí­sica. Es él el que toma la iniciativa de manifestarse o de sustraerse a la relación con los discí­pulos: “Pero él desapareció de su vista” (Luc 24:31b). Los dos discí­pulos interiorizan la experiencia del encuentro con Jesús, que tiene su núcleo fecundo en la interpretación de las Escrituras. Entonces cambian de dirección y vuelven a Jerusalén, donde encuentran a los once y a los otros discí­pulos. Aquí­, en la comunidad de Jerusalén, donde se encuentra el grupo de los discí­pulos históricos de Jesús, reciben el anuncio pascual: “Verdaderamente, el Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón” (Luc 24:34). Y refieren ellos cómo encontraron a Jesús y le reconocieron en el gesto de la fracción del pan.

Directamente conexa con el episodio de los dos discí­pulos de Emaús está la manifestación de Jesús a los once de Jerusalén (Luc 24:36-42). Jesús se aparece en medio del grupo de los discí­pulos y los saluda con el anuncio de la paz mesiánica. La reacción de los discí­pulos, estupefactos y atemorizados, da pie al evangelista para una profundización catequí­stica, en la cual se subraya la identidad entre el crucificado y Jesús resucitado, y el realismo de su cuerpo resucitado: “Aterrados y llenos de miedo, creí­an ver un espí­ritu. El les dijo: `¿Por qué os asustáis y dudáis dentro de vosotros? Ved mis manos y mis pies. Soy yo mismo. Tocadme y ved que un espí­ritu no tiene carne ni huesos, como veis que tengo yo’. Dicho esto, les mostró las manos y los pies” (Luc 24:37-40). La reacción emotiva de los discí­pulos remite a un estereotipo de los encuentros con Jesús, del cual hay huellas también en la tradición de Marcos y Mateo (cf Mar 6:49; Mat 14:26 : encuentro de Jesús con los discí­pulos en el lago de noche). En el contexto de la catequesis lucana esta contraposición entre el “fantasma” y el cuerpo real de Jesús resucitado responde a una de las caracterí­sticas dificultades del ambiente greco-helení­stico, donde se tiende a confundir la resurrección de Jesús y su manifestación con la supervivencia de los espí­ritus separados del cuerpo. La ostensión de los signos de la pasión: las manos y los pies, confirma a los discí­pulos en la identidad real entre Jesús crucificado y el Señor que se les revela. Una confirmación ulterior y signo de la plena pertenencia de Jesús al mundo de los vivos es la petición a los discí­pulos de algo que comer; en su presencia, Jesús come un trozo de pez asado (Luc 24:41-42; cf Luc 8:55). Este aspecto convival de la manifestación de Jesús resucitado a los discí­pulos se subraya particularmente en la reconstrucción hecha al principio de los Hechos de los Apóstoles y en algunos fragmentos de los discursos misioneros (Heb 1:3-4; Heb 10:40-41).

La misma insistencia en el reconocimiento de Jesús y en el realismo de su corporeidad de resucitado se encuentra en el cuarto evangelio. La presentación de Marí­a de Magdala, con la eliminación de las otras figuras femeninas, le sirve a Juan para trazar el itinerario ideal de la fe del discí­pulo que busca a su Señor. Es la iniciativa de Jesús la que le hace posible a la Magdalena el reconocimiento del misterioso hortelano que le pregunta: “Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?” (Jua 20:15). Las palabras de Jesús le permiten a Marí­a “volverse” hacia él en la justa actitud de la fe y reconocerlo como “su Señor y maestro”. “Jesús le dijo: `Marí­a’. Ella se volvió y exclamó en hebreo: `Rabbuní­’ (es decir, maestro)” (Jua 20:16). Jesús le recuerda entonces a Marí­a la nueva relación que se ha establecido entre él y los discí­pulos en virtud de la resurrección: “Suéltame, que aún no he subido al Padre; anda y di a mis hermanos que me voy con mi Padre y vuestro Padre, con mi Dios y vuestro Dios” (Jua 20:17). La resurrección de Jesús, según el cuarto evangelio, es un proceso dinámico iniciado ya con el don que Jesús hizo de sí­ en la muerte y acelerado por la resurrección, pero que tiene su pleno cumplimiento con la ascensión y glorificación de Jesús. El realiza de ese modo la plena y definitiva comunión entre Dios, el Padre, y los hombres, los hermanos.

A esta escena del encuentro de Marí­a, figura del discí­pulo, y Jesús sigue en el texto de Juan el encuentro de Jesús con los otros discí­pulos. Esto ocurre en dos fases distintas en el tiempo en un intervalo de ocho dí­as (Jua 20:19-23.24-29). El primer encuentro tiene lugar la tarde de aquel dí­a, el primero de la semana. Jesús se aparece en medio de los discí­pulos en el lugar en que están encerrados por miedo a los judí­os. El saludo pascual de Jesús corresponde a su promesa de la paz (Jua 14:27). Sigue la manifestación de Jesús, que muestra a los discí­pulos las manos y el costado. La novedad respecto al texto lucano es este último particular, que remite a la escena de la muerte de Jesús, donde el evangelista llama la atención sobre el costado traspasado por la lanza (Jua 19:33-37). No hay dudas y perplejidades en el grupo de los discí­pulos, que “se llenaron de alegrí­a al ver al Señor” (Jua 20:20b). A esta escena implí­cita de reconocimiento, en la que Jesús aparece como el Señor resucitado, idéntico al que ha muerto en la cruz, sigue el encargo de misión con una fórmula caracterí­stica juanista: “Como el Padre me envió a mí­, así­ os enví­o yo a vosotros” (Jua 20:21b). El don del Espí­ritu, comunicado a los discí­pulos con el gesto simbólico de la creación inicial (cf Gén 2:7), capacita a los discí­pulos para su cometido de perdonar o retener los pecados en la comunidad (Jua 20:22-23).

A este primer encuentro sigue otro segundo, colocado ocho dí­as después, en un plazo semanal, que recuerda los ritmos de las celebraciones comunitarias en la Iglesia primitiva. En esta nueva escena es protagonista Tomás, uno de los doce, que representa y concentra la figura del discí­pulo dudoso e incrédulo. Pues al anuncio hecho por los otros discí­pulos: “Hemos visto al Señor”, replica él con la contraposición caracterí­stica del cuarto evangelio entre “ver” y “creer”: “Si no veo en su$ manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creo” (Jua 20:25). El nuevo encuentro de Jesús con los discí­pulos sirve para definir el verdadero estatuto del discí­pulo creyente. La escena está modelada según el esquema de la precedente: Jesús aparece en medio de los discí­pulos, estando las puertas cerradas; les dirige el saludo pascual de la paz, y luego invita a Tomás a verificar la identidad y la realidad de su cuerpo de crucificado: “Trae tu dedo aquí­ y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino creyente” (Jua 20:27). La reacción de Tomás representa la cumbre de la profesión de fe cristológica en el cuarto evangelio: “Señor mí­o y Dios mí­o” (Jua 20:28). Entonces Jesús, en forma de macarismo, traza el estatuto del auténtico discí­pulo, que funda su fe no en “ver”, que es sólo un elemento limitado de la fe pascual de los discí­pulos, sino en su testimonio, que se ha convertido en anuncio y tradición: “Has creí­do porque has visto. Dichosos los que creen sin haber visto” (Jua 20:29).

También la escena sucesiva, añadida en apéndice al cuarto evangelio, conserva algunos rasgos de la manifestación de Jesús a los discí­pulos a orillas del lago de Tiberí­ades en forma de aparición de reconocimiento. Siete discí­pulos vuelven a pescar con Simón Pedro. Después de una noche infructuosa, ven a Jesús en la orilla del lago, “pero no sabí­an que era Jesús” (Jua 21:4). Por su palabra, que les invita a echar la red a la parte derecha de la barca, consiguen una pesca maravillosa. Entonces el discí­pulo al que Jesús amaba, que representa al verdadero creyente, se dirige a Pedro diciendo: “Es el Señor” (Jua 21:7). Pedro gana a nado la orilla y encuentra preparado en unas brasas pescado y pan. Luego Jesús invita a los discí­pulos a comer. En este punto observa el evangelista: “Ninguno de los discí­pulos se atrevió a preguntarle: `¿Tú quién eres?’, pues sabí­an que era el Señor” (Jua 21:12). Así­ pues, también ésta es una escena tí­pica de reconocimiento, donde la palabra y el gesto convival de Jesús hacen que los discí­pulos pasen de la duda a la plena adhesión de la fe en su presencia. El editor del cuarto evangelio concluye esta escena de reconocimiento con esta observación: “Esta fue la tercera vez que se apareció a los discí­pulos después de haber resucitado de entre los muertos” (Jua 21:14).

Un eco de este tema de la duda de los discí­pulos en el encuentro con Jesús resucitado lo tenemos en el primer evangelio, donde se relata la manifestación de Jesús a los discí­pulos en el monte de Galilea. Los once discí­pulos, al ver a Jesús, “se postraron ante él; pero algunos dudaban” (Mat 28:17). La iniciativa de Jesús, que se acerca a los discí­pulos, y su palabra hacen que los discí­pulos pasen de la duda y de la incredulidad a la plena adhesión de la fe.

Los elementos constantes de estos relatos de aparición, donde el acento se pone en el progresivo reconocimiento de Jesús, se pueden resumir en estos datos. Ante todo se pone de relieve la iniciativa de Jesús resucitado, que se manifiesta con sus palabras y con gestos a los discí­pulos, bien solos, bien reunidos en grupo. Un segundo elemento que se hace resaltar en los relatos evangélicos es la resistencia de los discí­pulos a reconocer al Señor y a aceptarlo en la fe. Su duda y perplejidad, diversamente motivadas, son superadas por la palabra de Jesús y por sus gestos. Este conjunto de datos tiene un valor catequí­stico, que corresponde a las diversas intenciones de los evangelistas. Ellos quieren subrayar el realismo de la resurrección de Jesús y su perfecta identidad. El que ha sido crucificado es ahora el Señor resucitado. Los discí­pulos han llegado a esta conclusión de fe, superando las resistencias iniciales, gracias a la acción misma del Señor, que se ha hecho encontradizo con ellos.

b) Apariciones de misión. Las manifestaciones de Jesús a los discí­pulos están orientadas a la misión. Esta se entrevé como tendencia común desde el primero y más antiguo esquema de anuncio pascual referido por Pablo. La aparición a Cefas y a los doce, a Santiago y a los otros apóstoles, como la hecha de modo excepcional a Pablo, es el origen de su testimonio y misión autorizadas (1Co 15:3ss). También el anuncio hecho a las mujeres junto al sepulcro y la misma manifestación de Jesús al grupo de los discí­pulos o a particulares están estructuralmente orientados al encargo de misión. Marí­a de Magdala en Juan o el grupo de las mujeres (Marcos-Mateo) son encargados de anunciar a los discí­pulos el mensaje pascual: el Señor ha resucitado (cf Jua 20:18).

Pero son los evangelios de Lucas y Mateo los que refieren los discursos más amplios, en los cuales Jesús encarga a los discí­pulos la misión pascual. Lucas, en la organización de su texto de forma unitaria, menciona en la cumbre de la aparición de reconocimiento el encargo de misión (Luc 24:44-49). En sustancia, se trata de una relectura de los textos bí­blicos en clave cristológica. Esto, por lo demás, es un tema constante del relato pascual lucano (Luc 24:7.25-27.44). Jesús se dirige a los once, después de su reconocimiento: “De esto os hablaba cuando estaba todaví­a con vosotros: `Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito acerca de mí­ en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos’. Entonces les abrió la inteligencia para que entendieran las Escrituras” (Luc 24:44-45). Después de esta evocación del cumplimiento de las palabras proféticas de la Biblia, que da pleno significado al misterio de pascua, Jesús mismo traza el programa misionero de los discí­pulos, fundándolo también en el testimonio de la Escritura. Tanto el contenido del anuncio como la determinación de los destinatarios se establecen sobre la base de la palabra de Dios: “Estaba escrito que el Mesí­as tení­a que sufrir y resucitar de entre los muertos al tercer dí­a, y que hay que predicar en su nombre el arrepentimiento y el perdón de los pecados a todas las naciones, comenzando por Jerusalén” (Luc 24:46-47). El contenido del anuncio misionero de los discí­pulos es el kerigma pascual, la muerte y la resurrección de Jesús; y este anuncio se convierte en el fundamento de los dones de Dios en favor de todos los pueblos: “la conversión y el perdón de los pecados”. El programa de la misión de los discí­pulos es histórica y geográficamente definido por Jesús. Deben esperar en Jerusalén el don del Espí­ritu prometido, que los capacita para el testimonio autorizado (Luc 24:48-49). A ese modelo de la misión pospascual de los discí­pulos corresponde el cuadro reconstruido a principios del libro segundo de la obra lucana, los Hechos de los Apóstoles. En su última manifestación a los discí­pulos, Jesús les invita a superar las nostalgias de la restauración mesiánico-nacional, prometiéndoles, en cambio, la fuerza del Espí­ritu Santo, que les hace testigos suyos “en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines de la tierra” (Heb 1:8).

El evangelio de Juan sólo ha conservado un eco de este encargo pascual de misión, porque ya ha hablado ampliamente de ello en el discurso o testamento de adiós (cf Jua 20:21). En cambio, el primer evangelio ha centrado el único encuentro o aparición de Jesús a los discí­pulos en este tema (Mat 28:16-20). Es el vértice del evangelio entero, que concluye con la autopresentación de Jesús y el encargo a los discí­pulos de la misión universal. Jesús se les manifiesta en el monte de Galilea, en el lugar prefijado del encuentro, como el Hijo de Dios constituido en la plenitud de poderes. Luego los enví­a a “hacer discí­pulos en todas las naciones” por la adhesión a la comunidad mediante el rito bautismal y la observancia de todo lo que él ha mandado. La última palabra de Jesús es la promesa mesiánica de su presencia de Señor hasta el fin de la historia: “Y sabed que yo estoy con vosotros todos los dí­as hasta el fin del mundo” (Mat 28:20b). De ese modo la promesa del nombre dado a Jesús, cumplimiento de las expectativas mesiánicas, Emanuel, llega con estas palabras finales a su plena verificación. En resumen, el relato de Mateo representa la autorización de la misión universal de los discí­pulos, fundada en el reconocimiento del señorí­o de Jesús resucitado.

Este texto conclusivo del primer evangelio es particularmente significativo, si se tienen presentes algunas anticipaciones prepascuales de la misión de los discí­pulos, en las cuales Pedro juega un papel preeminente. El eco de la manifestación pascual a Pedro, que está en la base de la fe de la comunidad, se encuentra en algunos relatos del evangelio de Mateo. Jesús se revela a los discí­pulos en el lago de noche y salva a Pedro con un gesto simbólico (Mat 14:28-33). A Pedro, hijo de Juan, que reconoce la plena mesianidad de Jesús y su condición de Hijo del Dios vivo, Jesús le anuncia su función de fundamento de la comunidad mesiánica asociada a su victoria sobre el poder del mal y de la muerte (Mat 16:16-19). Un eco de esta función de la misión de Pedro, relacionada con la experiencia pascual, lo tenemos en el evangelio de Lucas. Jesús anuncia la crisis de fe de Pedro, conexa con su pasión; pero al mismo tiempo asegura la superación de la prueba gracias a su oración eficaz. De ese modo Pedro podrá confirmar la fe de sus hermanos (Luc 22:31-32; cf Luc 24:34). También el cuarto evangelio ha conservado el eco del cometido confiado a Pedro después de haberse rehabilitado en su fe. El cometido pastoral de Pedro como prolongación del de Jesús es transmitido al discí­pulo reintegrado a su relación de amor (Jua 21:15-19). Se trata de un motivo constante de la única tradición, reproducida en los varios textos evangélicos teniendo en cuenta la situación vital de las comunidades destinatarias de los evangelios.

3. EL ANUNCIO DE LA RESURRECCIí“N EN LOS HECHOS. A la obra lucana pertenece el segundo libro, conocido como Hechos de los Apóstoles, donde la tradición pascual lucana es releí­da según una perspectiva cristológica y eclesial particular. En ella se tiende a subrayar la continuidad histórica y salví­fica entre las promesas hechas a Israel y su cumplimiento realizado a través de la resurrección de Jesús y en la historia de la Iglesia primitiva. El comienzo de los Hechos recoge y relee, con algunos retoques, el final del primer libro, el evangelio (Heb 1:3-11; Luc 24:36-52). En esta sección se relatan de nuevo el encuentro y la manifestación de Jesús a los discí­pulos. En un contexto convival, se revela como el Señor vivo. Después de haber trazado el programa de la misión mediante el don del Espí­ritu de lo alto que los capacita para dar testimonio en Jerusalén y hasta los confines de la tierra, Jesús se separa definitivamente de sus discí­pulos con la ascensión. De ese modo entra él en el mundo de Dios y se sienta a su derecha como Señor.

El mensaje relativo a la resurrección se encuentra en aquellas secciones que marcan el ritmo de los Hechos y que se llaman “discursos”. Se trata, en realidad, de esquemas de anuncio, que utilizan fórmulas y modelos arcaicos, pero que están influidos por la revisión redaccional lucana. En efecto, se puede reconstruir un esquema común de estos discursos atribuidos a Pedro o a Pablo. A pesar de la diversidad de los destinatarios y de los ambientes: los judí­os de Jerusalén o de la diáspora y los greco-paganos de fuera de Palestina, los diversos discursos siguen un desarrollo sustancialmente estereotipado. Por lo que atañe al tema de la resurrección de Jesús, se pueden distinguir tres elementos constantes:
1) La contraposición dialéctica entre el rechazo de Jesús por parte de los judí­os, los jefes de Jerusalén, que lo han condenado a muerte, y la acción eficaz de Dios, que lo ha resucitado de entre los muertos. Pedro en su primer discurso a los judí­os de toda la diáspora, convocados en Jerusalén para Pentecostés, recuerda con rápidos rasgos la vida de Jesús de Nazaret, hombre acreditado por Dios en medio de ellos con milagros, prodigios y señales, al que “vosotros matasteis por manos de los paganos; pero Dios lo ha resucitado, rompiendo las ligaduras de la muerte, pues era imposible que la muerte dominara sobre él” (Heb 2:22-24).

2) En un segundo momento se insiste en el testimonio dado por los discí­pulos acreditados a la resurrección de Jesús: “Dios ha resucitado a este Jesús, de lo que todos nosotros somos testigos” (Heb 2:32).

3) En tercer lugar, se pasa al testimonio de la Escritura. El predicador recuerda algunos textos de la tradición bí­blica, en particular salmos y profetas, para mostrar la conformidad entre la vida de Jesús, sobre todo su muerte y resurrección, y el designio de Dios preanunciado en las Escrituras proféticas. Pablo, dirigiéndose a los judí­os de la diáspora y a los temerosos de Dios durante una liturgia sinagogal en Antioquí­a de Pisidia, proclama en estos términos el contenido del kerigma: “Porque los habitantes de Jerusalén y sus jefes han cumplido, sin saberlo, las palabras de los profetas que se leen cada sábado… Y así­ que cumplieron lo que acerca de él estaba escrito, lo bajaron del leño y lo sepultaron” (Heb 13:27.29). La referencia constante a las Escrituras permite dar un significado mesiánico y salví­fico en particular a la resurrección de Jesús, que se contrapone al escándalo de la muerte (cf Heb 3:18). También la entronización celestial de Jesús como Señor y juez universal corresponde al designio de Dios, anunciado en la Escritura (cf Heb 2:34; Heb 3:22.24; Heb 10:42). Normalmente la predicación concluye llamando a la conversión para obtener el perdón de los pecados y la salvación (Heb 2:38; Heb 3:26).

El tema de la resurrección, además de en los grandes discursos misioneros de los Hechos, se encuentra en otra sección dedicada a la apologí­a de Pablo ante las autoridades judí­as o las romanas. Estas audiencias del largo proceso paulino son ocasión de dar un testimonio valiente de Jesús mesí­as y señor. Pablo, ante el sanedrí­n de Jerusalén, resume su posición en estos términos: “Yo soy juzgado por la esperanza en la resurrección de los muertos” (Heb 23:6). Esta declaración, en la perspectiva lucana, de la cual se hace Pablo portavoz, responde a la esperanza histórica de Israel y de los padres (cf Heb 24:21; Heb 26:6; Heb 28:20). De ese modo el anuncio cristiano, en el cual se proclama la resurrección de Jesús, se sitúa dentro de la historia salví­fica; su primer acto lo tiene en las promesas hechas a Israel, y llega a su cumplimiento en la resurrección de Jesús; ésta a su vez se convierte en garantí­a de esperanza para todos los creyentes.

III. LA RESURRECCIí“N, PROMESA DE DIOS Y ESPERANZA HUMANA. La resurrección de Jesús es el núcleo central de la experiencia cristiana y el fundamento de la fe, en la cual se proclama a Jesús Cristo y Señor. Ella es también el cumplimiento de las promesas de Dios, de las cuales es portador el Israel histórico, y que están consignadas en la Sagrada Escritura: la ley, los profetas y los salmos (los Escritos). Intérprete de esta esperanza bí­blica es la tradición judí­a, la cual, frente a la muerte, relee su fe en clave de resurrección. Se comprende entonces que el Jesús histórico expresara su esperanza ante su propia muerte apelando a la tradición bí­blica y a los modelos lingüí­sticos del ambiente judí­o. Su resurrección como victoria definitiva sobre la muerte se convierte en la garantí­a de vida de todos los hombres, cambiando el significado de la condición humana en el mundo y en la historia.

1. LA RESURRECCIí“N EN EL AT Y EN LA TRADICIí“N JUDíA. La fe explí­cita en la resurrección de los muertos se encuentra en los textos bí­blicos del siglo 11 a.C., en la época de la crisis macabea. El primer texto que formula en términos claros la fe en la resurrección de los muertos es un párrafo de Daniel. En el contexto de la crisis, evocada en un escenario apocalí­ptico como la gran tribulación, se anuncia en términos proféticos la rehabilitación de los justos y de los mártires: “Y muchos de los que duermen en el polvo de la tierra se despertarán; unos para la vida eterna, otros para la vergüenza y la ignominia perpetua. Los santos brillarán entonces como el resplandor del firmamento, y los que enseñaron a muchos la justicia brillarán como las estrellas por toda la eternidad” (Dan 12:2-3). En este texto se afirma claramente la resurrección de los justos, mientras que para los otros se anuncia la corrupción o la muerte. Los maestros de justicia serán asociados al mundo divino en una condición gloriosa, “como el resplandor del firmamento…, como las estrellas”. Este texto profético es el fundamento de la sucesiva tradición judí­a reflejada en los textos apócrifos. En cambio, la tradición rabí­nica apelará a la ley (tórah) para fundar su creencia en la resurrección de los muertos.

El segundo texto es el de la historia de los Macabeos, escrito en griego en el siglo II o 1(2Mac 7, donde se relata el martirio de los siete hermanos). En este amplio relato, que refleja la cultura y el gusto retórico de los griegos, la fe en la resurrección se funda en el poder creador de Dios, que ha hecho el mundo y es el Señor de la vida. Así­ pues, en el libro de los Macabeos se afirma la resurrección de los justos que han permanecido fieles a Dios también a costa de la vida (mártires). Probablemente el texto macabeo representa una precisión y un desarrollo ulterior respecto al párrafo de Daniel, que coloca la resurrección al fin de los tiempos, en un contexto escatológico. En todo caso, en ambos textos no se intenta definir ni el tiempo ni la modalidad de la resurrección. Lo que cuenta es la certeza de la resurrección de los muertos, garantizada por la fidelidad misericordiosa de Dios creador.

Los precedentes bí­blicos de esta fe en la resurrección de los muertos, reflejada en los dos textos mencionados, se encuentran en la tradición profética que va de Oseas a Ezequiel. Los relatos populares de los dos profetas taumaturgos del reino del norte, Elí­as y Eliseo, que recuerdan la resurrección -llamada a la vida- de dos jóvenes, pueden representar el principio de esta tradición (cf 1Re 17:17-24; 2Re 4:31-37). Pero es un texto de Oseas el que recurre al lenguaje de resurrección para hablar del trastorno de una situación de desastre nacional en un contexto de liturgia penitencial (Ose 6:1-3). La misma metáfora emplea el profeta Ezequiel en la célebre parábola de los huesos vivificados por el Espí­ritu creador de Dios (Eze 37:1-14). También un texto de Isaí­as, inserto en un contexto apocalí­ptico (Isa 26:19), anuncia la rehabilitación salví­fica por iniciativa de Dios, sucesiva a la crisis o drama del exilio. En resumen, los textos proféticos, más que hablar de la resurrección de los muertos, utilizan el lenguaje de la resurrección para proclamar la fidelidad de Dios, el único que puede salvar a su pueblo de la amenaza o que lo rehabilita después de la crisis de la dispersión. Sin embargo, esta iniciativa eficaz del Dios fiel se convierte en signo o prefiguración de la salvación final o escatológica. Y precisamente éste es el sentido que tienen los textos proféticos mencionados, en particular de Oseas y Ezequiel, y así­ son interpretados por la sucesiva tradición judí­a.

En sí­ntesis, la fe en la resurrección de los muertos en la tradición bí­blica se desarrolla en torno a algunos elementos que están en su origen y que condicionan los desarrollos de su formulación. La resurrección de los muertos es la respuesta al drama de la muerte; una respuesta fundada en la fe en Dios, señor de la vida y de la muerte (Deu 32:35). Dios creador, fuente y señor de la vida, establece con el justo una relación que ni siquiera la muerte puede interrumpir. La esperanza de los justos, de la cual se hacen portavoces los salmistas, expresa la certeza de la plena comunión con Dios, que no puede ser atacada por la muerte (Sal 16:23; Sal 49:16; Sal 73:23-24). Esta certeza se funda en la justicia de Dios y en su fidelidad a la alianza. Dios justo y misericordioso está en la fuente y en el fundamento de la fe, que en el siglo n se expresa en el modelo lingüí­stico cultural de la resurrección. A la formulación de este lenguaje y modelo pueden haber contribuido en parte los mitos agrarios y los ciclos estacionales de matriz cananea, y, después del destierro, el mito persa de la restauración universal y cósmica.

Finalmente, el elemento acelerador en el proceso de formulación del credo bí­blico en la resurrección de los muertos es la crisis persa y helení­stica. Ante la persecución de los justos y la muerte de los mártires se renueva la certeza en la victoria y en el triunfo de Dios sobre la muerte, a los cuales asocia él a los justos y a los mártires.

La sucesiva tradición judí­a se desarrolla según un amplio abanico de concepciones antropológicas y escatológicas. Dados los intercambios entre cultura judí­a y helení­stica, no puede extrañar que se encuentre junto al lenguaje antropológico monista también la terminologí­a tomada del mundo greco-helení­stico, donde se habla de inmortalidad. Sobre el fondo de la fe judí­a, reflejada en los textos de la literatura intertestamentaria (apócrifos) [/ Apocalí­ptica], está la gran tradición bí­blica. Estos textos no se interesan por los particulares descriptivos tomados de la cultura o de la tradición, sino que colocan el acento en el hecho de que los justos son asociados al esplendor de Dios, parangonados a los astros y a los ángeles. Ellos participan del triunfo definitivo sobre la muerte y de la plenitud de vida prometida a los que son fieles a Dios y a su ley. Dentro de la pluralidad de concepciones y formulaciones de la esperanza judí­a, se distinguen dos modalidades fundamentales: por una parte, el modelo de la resurrección; por otra, el de la elevación o ensalzamiento.

También el judaí­smo fariseo, que coloca en su interior como artí­culo de fe la resurrección de los muertos (Sanh. X, la), presenta una pluralidad de expresiones no siempre coherentes, debida en parte al influjo helení­stico. En esta tradición se insiste con acentuado realismo en la corporeidad fí­sica y en la identidad de los resucitados. La resurrección de los muertos se hace dimanar de la iniciativa de Dios creador y se deriva del testimonio de la tórah.

2. JESÚS ANUNCIí“ SU ESPERANZA DE RESURRECCIí“N. LOS textos evangélicos citan concordemente una serie de sentencias, en las cuales Jesús expresa su confianza en Dios ante la amenaza de muerte. En estas sentencias se reflejan diversos modelos lingüí­sticos. Un elemento constante es el esquema de anuncio, muerte y resurrección, que refleja la estructura del kerigma cristiano pospascual. La tradición sinóptica común refiere tres palabras proféticas de Jesús sobre su destino en forma de instrucción o catequesis dirigida a los discí­pulos (Mar 8:31; Mar 9:31; Mar 10:33-34). El elemento constante en estos tres anuncios se refiere al sujeto o protagonista, el Hijo del hombre, que debe sufrir un destino de humillación, que culmina en la condena a muerte; pero después de tres dí­as debe resucitar (Mar 8:31). La referencia a los “tres dí­as” no coincide con la fórmula catequí­stica “al tercer dí­a”. Probablemente la primera expresión reproduce un modo de decir hebreo y de la tradición judí­a, en el cual se indica la intervención salví­fica de Dios “después de breve tiempo”. A la misma tradición se puede hacer remontar la sentencia profética de Jesús sobre la destrucción del templo, interpretada en la tradición sucesiva como anuncio de su resurrección (Mar 14:58; cf Jua 2:19-20). También las palabras sobre el signo de Jonás ponen el acento en esta iniciativa de Dios, que rehabilita al profeta escatológico (Mat 12:38-42; cf Luc 11:29-32).
En otros términos, Jesús formuló su esperanza con el lenguaje de la tradición bí­blica y judí­a acerca de la intervención de Dios en favor del justo, del profeta perseguido y del mártir. La novedad en la esperanza de Jesús consiste en su perspectiva de anunciador e inaugurador del reino de Dios (Mar 14:25; cf 9,1).

3. LA RESURRECCIí“N DE LOS MUERTOS EN LOS EVANGELIOS. La triple tradición sinóptica refiere, en la serie de las controversias de Jesús con los representantes y los responsables del mundo judí­o de Jerusalén, un debate acerca de la resurrección de los muertos (Mat 22:23-33; Mar 12:18-27; Luc 20:27-40). Los interlocutores de Jesús son los saduceos, los cuales niegan que haya resurrección (Luc 20:27). Para ridiculizar la esperanza judí­a de la resurrección, defendida de forma fuertemente realista por los fariseos, refieren la historia de la mujer casada sucesivamente con siete hombres en virtud de la ley del levirato. De ese modo muestran la abierta contradicción entre la fe en la resurrección de los muertos y el tenor de la letra de la tórah. La respuesta de Jesús, citada de forma unánime por los evangelios, corrige la mentalidad de los fariseos acerca de la modalidad de la resurrección y afirma al mismo tiempo decididamente el hecho de la resurrección por el poder del Dios vivo. Los que resucitan son colocados en una condición diversa de la histórica y mundana, pues son asimilados a los ángeles y asociados al mundo espiritual de Dios. En apoyo del hecho de la resurrección, Jesús recurre a un texto del Exodo, donde Dios se presenta como el Dios de los padres o de los vivos (Exo 3:6; tórah).

Complementarios de este texto evangélico sobre la resurrección de los muertos son algunas secciones del evangelio de Lucas, donde se afronta expresamente el destino individual después de la muerte. El justo o el que es salvado por Dios participa de la comunión con él inmediatamente después de la muerte (Luc 23:43; cf 14,14; 16,22a). Esta condición de salvación del justo no excluye la resurrección escatológica o final. La enseñanza evangélica sobre la resurrección de los muertos hunde sus raí­ces en la tradición bí­blica y toma del ambiente de la cultura judí­a las fórmulas y modalidades expresivas. La novedad la constituye la nueva motivación y el fundamento de la fe en la resurrección. Es el anuncio del reino de Dios, ligado al destino personal de Jesús, que inaugura el tiempo nuevo y definitivo, y se convierte en la segura garantí­a de victoria sobre la muerte.

4. LA RESURRECCIí“N DE LOS CRISTIANOS. La catequesis cristiana más amplia sobre la resurrección la ofrece Pablo en el capí­tulo último de la primera carta a los Corintios (1Co 15:1-58). A través de esta articulada reflexión, fundada en el kerigma y credo tradicional, Pablo responde a las dificultades de los cristianos de Corinto. Hay algunos en aquella comunidad que, aunque adhiriéndose al anuncio evangélico de la resurrección de Jesús, niegan la resurrección de los muertos (lCor 15,12). Probablemente esta crisis ha de relacionarse con el dualismo griego, que desemboca en algunos casos en un espiritualismo entusiasta, preludio quizá de aquel movimiento de matiz gnóstico, que anticipa la resurrección en la historia (lCor 4,8; cf 2Ti 2:18). La catequesis paulina se desarrolla en dos grandes cuadros. Después de recordar el acontecimiento fundante: la resurrección de Jesús, proclamada al principio de la evangelización de la comunidad (lCor 15,1-11), el apóstol muestra la eficacia salví­fica de la resurrección para todos los creyentes (ICor 15,12-34).

Luego afronta un segundo frente de dificultades acerca del mundo de la resurrección y la cualidad del cuerpo de los resucitados (ICor 15,35-58). La eficacia salví­fica de la resurrección de Jesús es el corazón mismo del mensaje cristiano. Estarí­a “vací­o” y serí­a ineficaz el anuncio; estarí­a “vací­a” y serí­a ineficaz la fe, si Jesús no hubiese resucitado. Pues el contenido del anuncio cristiano, que proclama a Jesús resucitado, serí­a una contradicción; y los cristianos, que lo han aceptado y han fundado en él su adhesión de fe, estarí­an aún en sus pecados, porque la fe en Jesús no los librarí­a del destino final, que es la muerte. La eficacia salví­fica de la resurrección de Jesús se funda en la solidaridad que liga a todos los hombres, por una parte con el cabeza Adán, para la muerte, y, por otra, con la nueva cabeza que es Jesús, para la resurrección y la vida (ICor 15,20-22). Pablo describe luego en un cuadro apocalí­ptico las sucesivas fases que van desde la resurrección de Jesús hasta la instauración del pleno dominio de Dios (lCor 15,23-28).

En la segunda parte de la catequesis desarrolla Pablo algunas reflexiones acerca del cuerpo y la modalidad de la resurrección. Existe una discontinuidad real entre el cuerpo que es “sembrado” o sepultado y el cuerpo que resucita; es un cuerpo mortal el que es sembrado, y glorioso el que resucita. Pero esta ruptura no impide a Dios mantener una relación vital con los que mueren y resucitan. De hecho, es el gesto creador el que ayuda a comprender la resurrección de los muertos según el modelo de la de Jesús. Si Adán es el prototipo del ser humano que termina en la muerte, Jesús, nuevo Adán, constituido mediante la resurrección en fuente del espí­ritu vivificador, es el prototipo del ser humano llamado a la resurrección (1Co 15:44-48). El nuevo cuadro apocalí­ptico trazado por Pablo subraya la necesidad de que todos sean transformados, para que lo que es corruptible sea revestido de incorruptibilidad. Estas afirmaciones de Pablo y su respectivo lenguaje remiten a una tradición ya testimoniada por las primeras cartas y diseminada por casi todo el corpus auténtico del apóstol (cf lTes 4,15-18; ,10; Flp 1:21-24; Flp 3:9-14). En el texto más maduro de Romanos, Pablo asocia a la resurrección de los hijos de Dios y a la manifestación de su condición de gloria la liberación del mundo, actualmente sometido a un proceso de degradación y a la corrupción a causa de su solidaridad con el pecado humano ( Rom 8:18-23).

Las cartas sucesivas de la tradición paulina ven anticipada y garantizada la resurrección en la solidaridad con Jesús resucitado, inaugurada por la experiencia bautismal y por la fe (Col 3:1-4; Efe 2:6). En tonos diversos, se expresa la misma realidad en el único texto totalmente apocalí­ptico del NT. En el cuadro final del Apocalipsis, después del choque entre Cristo vencedor y los representantes del mal histórico, el dragón, la bestia y el falso profeta, se anuncia la resurrección de los mártires, asociados para siempre al triunfo real de Cristo (Apo 21:4-6). Esta es la primera resurrección, que libra a los mártires definitivamente de la muerte. En cambio, se prevé una especie de resurrección para todos los muertos, a fin de comparecer ante el juicio de Dios (Apo 21:12-13).

5. EXPERIENCIA HISTí“RICA Y MISTERIO DE LA RESURRECCIí“N. El acontecimiento de la resurrección de Jesús, como el de la resurrección final o escatológica, escapa a la experiencia directa. Se lo vive en la fe y se lo formula en lenguaje humano para su comunicación y transmisión según los diversos modelos culturales. Para reconstruir la experiencia histórica de la resurrección y captar el núcleo central de este misterio de la manifestación de Dios, hay que tener en cuenta la evolución del lenguaje, de los modelos culturales y de su impacto en la concepción antropológica y en la perspectiva de la historia humana y del mundo.

a) Lenguaje y modelos expresivos. El vocabulario bí­blico de la resurrección gira en torno a dos áreas fundamentales. La primera está representada por los verbos “vivir-revivir”, hebr. hajah; la segunda, por los verbos “surgir-resurgir, estar en pie”, hebr. qúm, heqis, ‘amad. Los respectivos verbos griegos, en la versión de los LXX, son: zén, zoopoieí­n, egueí­rein y anistánai. Un tercer ámbito semántico minoritario está representado por los verbos “elevar, asumir”, hebr. laqah, referidos a la experiencia del justo (Elí­as, Henoc), con el correspondiente griego analambánesthai. Entroncando con esta tradición bí­blica y la respectiva versión griega alejandrina, el NT reproduce y amplifica el lenguaje de resurrección según dos ámbitos fundamentales: la resurrección: “vivir, hacer vivir”, y la exaltación, “exaltar”, gr. hypsoústhai; “glorificar”, gr. doxásthai; “subir”, gr. anabaí­nein; “ser asumido”, gr. analambánesthai. Los dos modelos a través de los cuales se expresa la experiencia de la resurrección son los de resurgir/ vivir y ser exaltado/glorificado. Ambos modelos tienen sus raí­ces en el contexto judí­o palestinense, donde se habla de la rehabilitación del justo y del mártir. La iniciativa de la resurrección parte de Dios. Esto se expresa a través de las formas pasivas de los verbos respectivos. La evolución de estas formas va desde la simple y breve declaración hasta la dramatización del proceso en fases sucesivas: Jesús resucitado y vivo es glorificado por Dios, llevado al cielo y entronizado a su diestra (cf Luc 24:50-52; Heb 1:9-11).

Para completar el cuadro del lenguaje y de los modelos expresivos hay que tener en cuenta también el vocabulario y los esquemas empleados en los textos del NT para hablar de las apariciones de Jesús resucitado a los discí­pulos. El área lingüí­stica privilegiada es la relacionada con los verbos “ver”, gr. horán en la forma pasiva “fue visto/se hizo ver”, tomado de la tradición bí­blica de los LXX, donde se pone el acento en la iniciativa de Dios (lCor 15,5; lTim 3,16). Los otros verbos de matriz helení­stica son phaí­nein y phaneroún (Lucas-Hechos y Juan). En la tradición de Pablo se conoce el verbo de la tradición profética “revelar”, gr. apokalyptein (Gál 1:16). A través de estos diversos lenguajes se expresa la experiencia real de encuentro y de comunicación de los discí­pulos con Jesús resucitado, gracias a la iniciativa de Dios.

b) Resurrección y esperanza humana. La resurrección de Jesús hace que los discí­pulos lo reconozcan como el Cristo, el Señor y el Hijo de Dios [/ Jesucristo]. Estos tí­tulos, que resumen la fe cristiana, expresan la nueva relación de Jesús con Dios, con la humanidad y con el cosmos. Pues si la resurrección como acción de Dios escapa al control humano, a través de la persona de Jesús que se encuentra con los discí­pulos después de la muerte, la fuerza de la resurrección se refleja también en la historia humana y del mundo. En efecto, cambia la concepción del ser humano en sí­ y frente a la muerte. Se modifica la visión del ser humano amenazado por la muerte en sus exigencias vitales y de relaciones cumplidas y felices. La resurrección de Jesús ilumina ante todo la antropologí­a. El ser humano en su unidad profunda de cuerpo personalizado o de persona corpórea está destinado a la salvación total. La resurrección ilumina no sólo el destino humano, sino también el del mundo en virtud de la solidaridad que existe desde la historia de la creación hasta la encarnación. El mundo, aunque sometido a la caducidad y degradado a causa de la solidaridad en la historia del pecado, aspira a la redención anticipada por la victoria de Jesús sobre la muerte. El sentido último de la historia y del mundo es definido por la resurrección de Jesús, que se convierte no sólo en modelo, sino también en fuente de aquel dinamismo de liberación de las fuerzas de muerte que amenazan no sólo la vida humana, sino el mundo. La resurrección de Jesús, acogida como manifestación histórica de la acción salvadora de Dios, es garantí­a y anticipación de aquella plenitud de vida a la cual están destinados todos los seres vivos y el mundo fí­sico.

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R. Fabris

P Rossano – G. Ravasi – A, Girlanda, Nuevo Diccionario de Teologí­a Bí­blica, San Pablo, Madrid 1990

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Bíblica

La palabra griega a·ná·sta·sis, que significa literalmente †œlevantamiento; alzamiento†, se emplea con frecuencia en las Escrituras Griegas Cristianas para referirse a la resurrección de los muertos. El apóstol Pablo citó unas palabras de las Escrituras Hebreas —Oseas 13:14— que indican que se abolirá la muerte y se dejará sin poder al Seol (heb. sche´óhl; gr. hái·des). (1Co 15:54, 55.) Algunas versiones traducen el término sche´óhl por †œsepultura† y †œhoyo†. Las Escrituras dicen que es el lugar adonde van los muertos. (Gé 37:35; 1Re 2:6; Ec 9:10.) Los usos de este término en las Escrituras Hebreas y los de su equivalente hái·des en las Escrituras Griegas Cristianas muestran que no se refiere a una sepultura individual, sino a la sepultura común de toda la humanidad. (Eze 32:21-32; Rev 20:13; véanse HADES; SEOL.) Dejar sin poder al Seol significarí­a liberar a los que están en él, es decir, vaciar la sepultura común de la humanidad. Por supuesto, esto requerirí­a una resurrección, es decir, que se levantara de su condición inanimada de muerte o de la sepultura a los que están allí­.

Por medio de Jesucristo. Lo expuesto indica que en las Escrituras Hebreas aparece la enseñanza de la resurrección. Sin embargo, quedó en manos de Jesucristo el †œ[arrojar] luz sobre la vida y la incorrupción mediante las buenas nuevas†. (2Ti 1:10.) Jesús dijo: †œYo soy el camino y la verdad y la vida. Nadie viene al Padre sino por mí­†. (Jn 14:6.) Por medio de las buenas nuevas acerca de Jesucristo, se aclaró cómo vendrí­a la vida eterna y, más aún, cómo recibirí­an algunos incorrupción. El apóstol afirma que la resurrección es una esperanza segura, y arguye: †œAhora bien, si de Cristo se está predicando que él ha sido levantado de entre los muertos, ¿cómo dicen algunos entre ustedes que no hay resurrección de los muertos? Realmente, si no hay resurrección de los muertos, tampoco ha sido levantado Cristo. Pero si Cristo no ha sido levantado, nuestra predicación ciertamente es en vano, y nuestra fe es en vano. Además, también se nos halla falsos testigos de Dios, porque hemos dado testimonio contra Dios de que él levantó al Cristo, pero a quien no levantó si los muertos verdaderamente no han de ser levantados. […] Además, si Cristo no ha sido levantado, la fe de ustedes es inútil; todaví­a están en sus pecados. […] Sin embargo, ahora Cristo ha sido levantado de entre los muertos, las primicias de los que se han dormido en la muerte. Pues, dado que la muerte es mediante un hombre, la resurrección de los muertos también es mediante un hombre†. (1Co 15:12-21.)
El propio Cristo resucitó a varias personas cuando estuvo en la Tierra. (Lu 7:11-15; 8:49-56; Jn 11:38-44.) La resurrección seguida de vida eterna solo será posible mediante él. (Jn 5:26.)

Un firme propósito de Dios. Jesucristo señaló a los saduceos, una secta que no creí­a en la resurrección, que los escritos de Moisés registrados en las Escrituras Hebreas —Escrituras que ellos poseí­an y en las que afirmaban creer— prueban que hay una resurrección; alegó que cuando Jehová dijo que era †œel Dios de Abrahán y el Dios de Isaac y el Dios de Jacob†, personajes que en realidad estaban muertos, indicó que para El era como si aquellos hombres estuvieran vivos, porque El, †œel Dios, no de los muertos, sino de los vivos†, se proponí­a resucitarlos. Mediante su poder, Dios †œvivifica a los muertos y llama las cosas que no son como si fueran†. Pablo subraya este hecho cuando habla de la fe de Abrahán. (Mt 22:23, 31-33; Ro 4:17.)

Dios tiene el poder de resucitar. Para Aquel que tiene el poder de crear al hombre a su propia imagen, con un cuerpo perfecto y con el potencial de expresar a plenitud las maravillosas caracterí­sticas implantadas en la personalidad humana, no supone ningún problema insuperable resucitar a una persona. Si el hombre puede grabar y conservar en una videocinta las imágenes y sonidos de una escena y luego reproducirla gracias a los principios cientí­ficos que Dios ha creado, ¡cuánto más fácil será para el gran Soberano Universal y Creador resucitar a una persona reproduciendo la misma personalidad en un cuerpo recién formado! Con respecto a la revivificación de las facultades reproductivas de Sara en su edad avanzada, el ángel dijo: †œ¿Hay cosa alguna demasiado extraordinaria para Jehová?†. (Gé 18:14; Jer 32:17, 27.)

Cómo surgió la necesidad de la resurrección. En el principio no era necesaria la resurrección, no era parte del propósito original de Dios para la humanidad, puesto que a los hombres no se les habí­a creado para morir. El propósito de Dios, según El mismo indicó, era llenar la Tierra de seres humanos vivos, no de una raza que se deteriorara y muriera. Su obra era perfecta, y, por ende, sin defecto, imperfección ni enfermedad. (Dt 32:4.) Jehová bendijo a la primera pareja humana y le dijo que se multiplicara y llenara la tierra. (Gé 1:28.) Esta bendición excluí­a la enfermedad y la muerte; Dios no fijó una duración limitada de vida para el hombre, sino que le dijo que morirí­a si desobedecí­a. De modo que si no desobedecí­a, vivirí­a para siempre. Por su desobediencia, incurrirí­a en el disfavor de Dios, perderí­a su bendición y se acarrearí­a una maldición. (Gé 2:17; 3:17-19.)
Por consiguiente, la muerte se introdujo en la raza humana por la transgresión de Adán. (Ro 5:12.) Debido al pecado de su padre y a la imperfección resultante, la descendencia de Adán no podí­a heredar de él la vida eterna, ni siquiera la esperanza de vivir para siempre. Jesús dijo que †˜un árbol podrido no puede producir fruto excelente†™. (Mt 7:17, 18; Job 14:1, 2.) El concepto de la resurrección fue necesario, o se añadió, para superar esta incapacidad que tendrí­an los hijos de Adán que desearan obedecer a Dios.

El propósito de la resurrección. La resurrección no solo muestra el poder y la sabidurí­a ilimitados de Jehová, sino también su amor y misericordia, y lo vindica, además, como Aquel que conserva la vida de los que le sirven. (1Sa 2:6.) Como tiene el poder de resucitar, puede llegar al punto de mostrar que sus siervos le serán fieles hasta la mismí­sima muerte, y puede así­ responder a la acusación de Satanás que aseveraba: †œPiel en el interés de piel, y todo lo que el hombre tiene lo dará en el interés de su alma†. (Job 2:4.) Jehová puede permitir que Satanás llegue hasta el extremo de matar a algunos en un esfuerzo vano por apoyar sus falsas acusaciones. (Mt 24:9; Rev 2:10; 6:11.) El hecho de que los siervos de Jehová estén dispuestos a entregar la vida en Su servicio prueba que no le sirven por razones egoí­stas, sino por amor. (Rev 12:11.) También prueba que reconocen a Jehová como el Todopoderoso, el Soberano Universal y el Dios de amor que es capaz de resucitarlos. Prueba, en definitiva, que rinden devoción exclusiva a Jehová por sus maravillosas cualidades, no por razones materiales egoí­stas. (Considérense algunas exclamaciones de los siervos de Dios registradas en Ro 11:33-36; Rev 4:11; 7:12.) Además, la resurrección es un medio del que se vale Jehová a fin de que se lleve a cabo su propósito para la Tierra, según le habí­a declarado a Adán. (Gé 1:28.)

Esencial para la felicidad del hombre. La resurrección de los muertos, una bondad inmerecida de parte de Dios, es esencial para la felicidad de la humanidad y para reparar todo el daño, sufrimiento y opresión que le ha sobrevenido a la raza humana como resultado de la imperfección y las enfermedades, las guerras que ha peleado, los asesinatos y las acciones inhumanas cometidas por los inicuos a instigación de Satanás el Diablo. No podemos ser totalmente felices si no creemos en una resurrección. El apóstol Pablo expresó este sentimiento en las siguientes palabras: †œSi solo en esta vida hemos esperado en Cristo, de todos los hombres somos los más dignos de lástima†. (1Co 15:19.)

¿Cuándo se dio por primera vez la esperanza de la resurrección? Después que Adán pecó y como consecuencia se acarreó la muerte a sí­ mismo y la introdujo entre sus futuros descendientes, Dios dijo a la serpiente: †œY pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu descendencia y la descendencia de ella. El te magullará en la cabeza y tú le magullarás en el talón†. (Gé 3:15.)

El que causó originalmente la muerte tiene que ser eliminado. Jesús dijo a los judí­os religiosos que se oponí­an a él: †œUstedes proceden de su padre el Diablo, y quieren hacer los deseos de su padre. Ese era homicida cuando principió, y no permaneció firme en la verdad, porque la verdad no está en él†. (Jn 8:44.) Estas palabras prueban que fue el Diablo quien habló por medio de la serpiente, y que fue un homicida desde el principio de su proceder mentiroso y diabólico. En la visión que posteriormente Cristo dio a Juan, reveló que a Satanás el Diablo también se le llama †œla serpiente original†. (Rev 12:9.) Satanás se apoderó de la humanidad, pues al inducir a Adán a rebelarse contra Dios, consiguió tener bajo su influencia a los hijos de Adán. De modo que en la primera profecí­a, registrada en Génesis 3:15, Jehová dio la esperanza de que esta serpiente serí­a eliminada. (Compárese con Ro 16:20.) No solo se aplastará a Satanás la cabeza, sino que se desbaratarán, destruirán o desharán todas sus obras. (1Jn 3:8; NM, BAS, CI.) El cumplimiento de esta profecí­a exige que se anule la muerte adámica, lo que implica una resurrección de los descendientes de Adán que están en el Seol (Hades) como resultado de los efectos heredados del pecado. (1Co 15:26.)

La esperanza de libertad implica una resurrección. El apóstol Pablo habla de la situación que Dios permitió que existiese después que el hombre pecó, así­ como del propósito que tuvo al permitirla: †œPorque la creación fue sujetada a futilidad [por haber nacido todos en pecado y haber sido condenados a la muerte], no de su propia voluntad [a los hijos de Adán se les trajo al mundo en esta situación, aunque no lo habí­an elegido ni podí­an cambiar lo que Adán habí­a hecho], sino por aquel [Dios, en su sabidurí­a] que la sujetó, sobre la base de la esperanza de que la creación misma también será libertada de la esclavitud a la corrupción y tendrá la gloriosa libertad de los hijos de Dios†. (Ro 8:20, 21; Sl 51:5.) Con el fin de experimentar el cumplimiento de esta esperanza de gloriosa libertad, los que han muerto tendrí­an que ser resucitados, libertados de la muerte y de la sepultura. Así­ que mediante su promesa de una †œdescendencia† venidera que aplastarí­a la cabeza de la serpiente, Dios colocó una maravillosa esperanza ante la humanidad. (Véase DESCENDENCIA, SEMILLA.)

El fundamento de la fe de Abrahán. Del registro bí­blico se desprende que cuando Abrahán intentó ofrecer a su hijo Isaac, tení­a fe en el poder y el propósito de Dios de levantar a los muertos. Como se declara en Hebreos 11:17-19, recibió a Isaac de entre los muertos †œa manera de ilustración†. (Gé 22:1-3, 10-13.) El fundamento de la fe de Abrahán en una resurrección era la promesa que Dios le habí­a hecho en cuanto a la †œdescendencia†. (Gé 3:15.) Además, tanto Abrahán como Sara ya habí­an experimentado algo comparable a una resurrección cuando Dios revivificó sus facultades reproductivas. (Gé 18:9-11; 21:1, 2, 12; Ro 4:19-21.) Job expresó una fe similar al decir cuando sufrí­a intensamente: †œÂ¡Oh que en el Seol me ocultaras, […] que me fijaras un lí­mite de tiempo y te acordaras de mí­! Si un hombre fí­sicamente capacitado muere, ¿puede volver a vivir? […] Tú llamarás, y yo mismo te responderé. Por la obra de tus manos sentirás anhelo†. (Job 14:13-15.)

Resurrecciones anteriores al rescate. Los profetas Elí­as y Eliseo resucitaron a algunas personas. (1Re 17:17-24; 2Re 4:32-37; 13:20, 21.) Sin embargo, los resucitados volvieron a morir, al igual que les ocurrió a los que resucitó Jesús cuando estuvo en la Tierra y a los que posteriormente resucitaron los apóstoles. Esto muestra que la resurrección no siempre es para vida eterna.
Puesto que Jesús habí­a resucitado a su amigo Lázaro, es posible que este estuviera vivo para el Pentecostés de 33 E.C., cuando se derramó el espí­ritu santo y se ungió y engendró por espí­ritu (Hch 2:1-4, 33, 38) a los primeros en recibir el llamamiento celestial. (Heb 3:1.) Aunque la resurrección de Lázaro fue parecida a la que realizaron los profetas Elí­as y Eliseo, probablemente le dio la oportunidad de recibir una resurrección como la de Cristo, que de otro modo no hubiera tenido. ¡Cuánto amor demostró Jesús con esta acción! (Jn 11:38-44.)

†œUna resurrección mejor.† Pablo dice sobre ciertas personas fieles de tiempos antiguos: †œHubo mujeres que recibieron a sus muertos por resurrección; pero otros hombres fueron atormentados porque rehusaron aceptar la liberación por algún rescate, con el fin de alcanzar una resurrección mejor†. (Heb 11:35.) Estos hombres demostraron su fe en la esperanza de la resurrección, pues sabí­an que la vida que tení­an en aquel tiempo no era lo más importante. La resurrección que estas y otras personas experimentaron mediante Cristo tiene lugar después de la resurrección de este y su comparecencia en el cielo ante su Padre con el valor de su sacrificio de rescate. En ese tiempo, recompró el derecho a la vida de la raza humana, y pasó a ser el †œPadre Eterno† en potencia. (Heb 9:11, 12, 24; Isa 9:6.) El es †œun espí­ritu dador de vida†. (1Co 15:45.) Tiene †œlas llaves de la muerte y del Hades [Seol]†. (Rev 1:18.) Con la autoridad que ahora tiene de conceder vida eterna, al debido tiempo de Dios llevará a cabo una †œresurrección mejor†, pues los que la experimenten podrán vivir para siempre, sin que tengan que volver a morir inevitablemente. Si son obedientes, continuarán viviendo.

Resurrección celestial. A Jesucristo se le llama †œel primogénito de entre los muertos† (Col 1:18), porque fue el primero en ser resucitado para vida eterna. Su resurrección fue †œen el espí­ritu†, es decir, para vivir en el cielo. (1Pe 3:18.) Además, cuando se le resucitó, se le concedió una forma superior de vida y una posición superior a la que habí­a tenido en los cielos antes de venir a la Tierra. Recibió inmortalidad e incorrupción, algo que ninguna criatura carnal puede tener, y fue hecho †œmás alto que los cielos†, para ocupar, después de Jehová Dios, la posición más alta del universo. (Heb 7:26; 1Ti 6:14-16; Flp 2:9-11; Hch 2:34; 1Co 15:27.) Fue el propio Jehová Dios quien lo resucitó. (Hch 3:15; 5:30; Ro 4:24; 10:9.)
Sin embargo, durante los cuarenta dí­as que siguieron a su resurrección, Jesús se apareció a sus discí­pulos en diferentes ocasiones y con diversos cuerpos carnales, tal como algunos ángeles habí­an hecho para aparecerse a ciertos hombres de tiempos antiguos. Al igual que aquellos ángeles, Jesús tení­a el poder de formar y desintegrar esos cuerpos a voluntad con el fin de probar visiblemente que habí­a sido resucitado. (Mt 28:8-10, 16-20; Lu 24:13-32, 36-43; Jn 20:14-29; Gé 18:1, 2; 19:1; Jos 5:13-15; Jue 6:11, 12; 13:3, 13.) Las muchas veces que se apareció, especialmente aquella en la que se manifestó ante más de 500 personas, constituyen un testimonio convincente de que verdaderamente resucitó. (1Co 15:3-8.) Por ello, su resurrección está muy bien atestiguada y proporciona †œa todos los hombres una garantí­a† de que en el futuro habrá un dí­a de juicio o ajuste de cuentas. (Hch 17:31.)

La resurrección de los †œhermanos† de Cristo. Los que son †œllamados y escogidos y fieles†, seguidores de las pisadas de Cristo, sus †œhermanos†, que han sido engendrados espiritualmente como †œhijos de Dios†, han recibido la promesa de una resurrección como la de Cristo. (Rev 17:14; Ro 6:5; 8:15, 16; Heb 2:11.) El apóstol Pedro escribió lo siguiente a sus compañeros cristianos: †œBendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, porque, según su gran misericordia, nos dio un nuevo nacimiento a una esperanza viva mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, a una herencia incorruptible e incontaminada e inmarcesible. Está reservada en los cielos para ustedes†. (1Pe 1:3, 4.)
Pedro también dijo que la esperanza que poseen son †œpreciosas y grandiosí­simas promesas, para que por estas […] lleguen a ser partí­cipes de la naturaleza divina†. (2Pe 1:4.) Los †œhermanos† de Cristo tienen que experimentar un cambio de naturaleza, de humana a †œdivina†, a fin de participar con él en su gloria. Han de pasar por una muerte como la de Cristo —manteniendo integridad y renunciando para siempre a la vida humana— para luego recibir por medio de la resurrección un cuerpo inmortal e incorruptible como el de él. (Ro 6:3-5; 1Co 15:50-57; 2Co 5:1-3.) El apóstol Pablo explica que no se resucita el cuerpo; asemeja esa experiencia a una semilla que se planta y brota, pues †œDios le da un cuerpo así­ como le ha agradado†. (1Co 15:35-40.) Dios resucita al alma, a la persona, con un cuerpo adecuado para el ámbito en el que resucita.
En el caso de Jesucristo, entregó su vida humana como sacrificio de rescate en beneficio de la humanidad. El escritor cristiano del libro de Hebreos aplica a Jesús el Salmo 40, y dice que cuando vino al †œmundo† como el Mesí­as de Dios, dijo: †œSacrificio y ofrenda no quisiste, pero me preparaste un cuerpo†. (Heb 10:5.) El propio Jesús comentó: †œDe hecho, el pan que yo daré es mi carne a favor de la vida del mundo†. (Jn 6:51.) De esto se desprende que Cristo no podí­a volver a recibir su cuerpo cuando resucitase y retirar así­ el sacrificio que habí­a ofrecido a Dios en favor de los hombres. Además, ya no tení­a que vivir más en la Tierra. Su †œcasa† está en los cielos, con su Padre, quien no es de carne, sino un espí­ritu. (Jn 14:3; 4:24.) Por lo tanto, Jesucristo recibió un glorioso cuerpo inmortal e incorruptible, porque †œél es el reflejo de [la] gloria [de Jehová] y la representación exacta de su mismo ser, y sostiene todas las cosas por la palabra de su poder; y después de haber hecho una purificación por nuestros pecados se sentó a la diestra de la Majestad en lugares encumbrados. De modo que ha llegado a ser mejor que los ángeles [que son poderosas personas celestiales], al grado que ha heredado un nombre más admirable que el de ellos†. (Heb 1:3, 4; 10:12, 13.)
Los hermanos fieles de Cristo, que se unen a él en los cielos, renuncian a la vida humana. El apóstol Pablo muestra que habrán de tener un nuevo cuerpo transformado, o amoldado, para su nueva existencia: †œEn cuanto a nosotros, nuestra ciudadaní­a existe en los cielos, lugar de donde también aguardamos con intenso anhelo a un salvador, el Señor Jesucristo, que amoldará de nuevo nuestro cuerpo humillado para que se conforme a su cuerpo glorioso, según la operación del poder que él tiene†. (Flp 3:20, 21.)

Cuándo acontece la resurrección celestial. La resurrección celestial de los coherederos de Cristo da comienzo después que Jesucristo regresa en gloria celestial para dar atención, en primer lugar, a sus hermanos espirituales. Al propio Cristo se le llama †œlas primicias de los que se han dormido en la muerte†. Luego Pablo dice que cada uno será resucitado según su propia categorí­a: †œCristo las primicias, después los que pertenecen al Cristo durante su presencia†. (1Co 15:20, 23.) Estos, como †œla casa de Dios†, han estado bajo juicio durante su derrotero de vida cristiano, empezando con los primeros de ellos en Pentecostés. (1Pe 4:17.) Son †œciertas [literalmente, †œalgunas†] primicias†. (Snt 1:18, Besson; Rev 14:4.) A Jesucristo se le puede comparar a las primicias de la cebada que los israelitas ofrecí­an el 16 de Nisán (†œCristo las primicias†), y a sus hermanos espirituales como †œprimicias† (†œciertas primicias†) se les puede comparar a las primicias del trigo que se ofrecí­an en el dí­a del Pentecostés, el dí­a quincuagésimo a partir del 16 de Nisán. (Le 23:4-12, 15-20.)
Como los fieles ungidos han estado bajo juicio, cuando Cristo regresa es el tiempo para darles la recompensa, como prometió a sus once apóstoles fieles la noche antes de morir: †œVoy a preparar un lugar para ustedes. También, […] vengo otra vez y los recibiré en casa a mí­ mismo, para que donde yo estoy también estén ustedes†. (Jn 14:2, 3; Lu 19:12-23; compárese con 2Ti 4:1, 8; Rev 11:17, 18.)

†œLas bodas del Cordero.† A estos cristianos como cuerpo se les llama su †œesposa† (en perspectiva). (Rev 21:9.) Están prometidos a él en matrimonio y deben ser resucitados para vida en los cielos a fin de tomar parte en †œlas bodas del Cordero†. (2Co 11:2; Rev 19:7, 8.) Esta era la resurrección que esperaba el apóstol Pablo, una resurrección celestial. (2Ti 4:8.) Para el tiempo de la †œpresencia† de Cristo, todaví­a están en la Tierra algunos de sus hermanos espirituales, †œinvitados a la cena de las bodas del Cordero†, pero los de ese grupo que ya han muerto reciben el galardón en primer lugar por medio de una resurrección. (Rev 19:9.) Este hecho se explica en 1 Tesalonicenses 4:15, 16: †œPorque esto les decimos por palabra de Jehová: que nosotros los vivientes que sobrevivamos hasta la presencia del Señor no precederemos de ninguna manera a los que se han dormido en la muerte; porque el Señor mismo descenderá del cielo con una llamada imperativa, con voz de arcángel y con trompeta de Dios, y los que están muertos en unión con Cristo se levantarán primero†.
Pablo añade a continuación: †œDespués nosotros los vivientes que sobrevivamos seremos arrebatados, juntamente con ellos, en nubes al encuentro del Señor en el aire; y así­ siempre estaremos con el Señor†. (1Te 4:17.) De modo que cuando la muerte da fin a su carrera fiel en la Tierra, los restantes invitados a †œla cena de las bodas del Cordero† son resucitados inmediatamente para unirse a sus compañeros de la clase de la novia en los cielos. No se †˜duermen en la muerte†™ en el sentido de tener que aguardar su resurrección durante un largo sueño, como fue el caso de los apóstoles, sino que cuando mueren, son †œcambiados, en un momento, en un abrir y cerrar de ojos, durante la última trompeta. Porque sonará la trompeta, y los muertos serán levantados incorruptibles, y nosotros seremos cambiados†. (1Co 15:51, 52.) De todos modos, †œlas bodas del Cordero† no tendrán lugar hasta después que se haya ejecutado juicio sobre †œBabilonia la Grande†. (Rev 18.) Tras describir la destrucción de esta †œgran ramera†, Revelación 19:7 dice: †œRegocijémonos y llenémonos de gran gozo, y démosle la gloria, porque han llegado las bodas del Cordero, y su esposa se ha preparado†. Una vez que todos los 144.000 sean finalmente aprobados y †œsellados† como fieles y resucitados a los cielos, las bodas podrán realizarse.

Primera resurrección. En Revelación 20:5, 6 se llama †œprimera resurrección† a la resurrección de los que reinarán con Cristo. El apóstol Pablo también se refiere a ella como †œla resurrección más temprana de entre los muertos [literalmente, la fuera-resurrección la fuera de los muertos]†. (Flp 3:11, NM; Rotherham [en inglés]; Int.) La obra Imágenes verbales en el Nuevo Testamento (de Robertson, 1989, vol. 4, pág. 603) dice sobre la expresión que Pablo utiliza en este versí­culo: †œAparentemente, Pablo está aquí­ pensando sólo [en] la resurrección de los creyentes de entre los muertos, empleando por ello un doble ex [fuera] (ten exanastasin ten ek nekron). Pablo no está negando una resurrección general con este lenguaje, pero destaca la de los creyentes†. La obra Commentaries (de Charles Ellicott, 1865, vol. 2, pág. 87) hace la siguiente observación sobre Filipenses 3:11: †œLa resurrección de los muertos: i. e., como sugiere el contexto, la primera resurrección (Rev. XX. 5), cuando, en el advenimiento del Señor, los muertos en El se levantarán primero (1Tesalon. IV. 16), y los vivos serán arrebatados para encontrarse con él en las nubes (1Tes. IV. 17); compárese con Lucas XX. 35. La primera resurrección incluirá solo a los verdaderos creyentes, y al parecer precederá en el tiempo a la segunda, la de los no creyentes e incrédulos. […] Está fuera de lugar en este pasaje toda referencia a una resurrección meramente de tipo ético (Cocceius)†. Como uno de los significados básicos de la palabra e·xa·ná·sta·sis es la †œacción de levantarse [de la cama por la mañana]†, puede significar muy bien una resurrección que ocurre temprano o, con otras palabras, †œla primera resurrección†. La traducción inglesa de Rotherham lee en Filipenses 3:11: †œSi de algún modo puedo adelantar a la resurrección más temprana que es de entre los muertos†.

Resurrección terrestre. Mientras Jesús colgaba del madero, uno de los malhechores que estaban junto a él comentó que Jesús no merecí­a tal castigo, y a continuación le solicitó: †œAcuérdate de mí­ cuando entres en tu reino†. Jesús respondió: †œVerdaderamente te digo hoy: Estarás conmigo en el Paraí­so†. (Lu 23:42, 43.) Jesús le estaba diciendo en realidad: †˜En este dí­a sombrí­o, cuando el que yo pretenda tener un reino parece muy improbable, tú expresas fe. Efectivamente, cuando yo entre en mi reino, me acordaré de ti†™. (Véase PARAíSO.) Esta promesa hací­a necesario que el malhechor resucitase. Este hombre no era un fiel seguidor de Jesucristo. Habí­a tenido una mala conducta, habí­a transgredido la Ley, por lo que merecí­a la pena de muerte. (Lu 23:40, 41.) De modo que no podí­a esperar que fuese a recibir la primera resurrección. Además, murió cuarenta dí­as antes de que Jesús ascendiera al cielo y, por lo tanto, antes del Pentecostés, que se celebró diez dí­as después de la ascensión y fue cuando Dios ungió por medio de Jesús a las primeras personas que recibirí­an la resurrección celestial. (Hch 1:3; 2:1-4, 33.)
Jesús dijo que el malhechor estarí­a en el Paraí­so. Esa palabra significa †œparque; jardí­n o finca de recreo†. En Génesis 2:8, la Septuaginta traduce la palabra hebrea para †œjardí­n† (gan) por la griega pa·rá·dei·sos. El paraí­so en el que estará el malhechor no es el †œparaí­so de Dios† que se promete en Revelación 2:7 †œal que venza†, pues el malhechor no habí­a vencido al mundo con Jesucristo. (Jn 16:33.) Por consiguiente, el malhechor no será miembro del Reino celestial (Lu 22:28-30), sino que será un súbdito de ese Reino cuando los que experimentan la †œprimera resurrección† se sienten sobre tronos para gobernar con Cristo mil años en calidad de reyes establecidos de Dios y de Cristo. (Rev 20:4, 6.)

†˜Los justos y los injustos.†™ El apóstol Pablo dijo a un grupo de judí­os que también abrigaban la esperanza de la resurrección: †œVa a haber resurrección así­ de justos como de injustos†. (Hch 24:15.)
La Biblia muestra con claridad quiénes son los †œjustos†. Los primeros en ser declarados justos son los que van a recibir una resurrección celestial. (Ro 8:28-30.)
La Biblia también llama justos a hombres fieles de la antigüedad, como Abrahán. (Gé 15:6; Snt 2:21.) Muchos de estos hombres se encuentran en la lista del capí­tulo 11 de Hebreos, y el escritor dice de ellos: †œY, no obstante, todos estos, aunque recibieron testimonio por su fe, no obtuvieron el cumplimiento de la promesa, puesto que Dios previó algo mejor para nosotros, para que ellos no fueran perfeccionados aparte de nosotros†. (Heb 11:39, 40.) De modo que se les perfeccionará después que se perfeccione a los que tienen parte en †œla primera resurrección†.
Después está la gran muchedumbre, de la que se habla en el capí­tulo 7 de Revelación, cuyos integrantes no forman parte de los 144.000 †œsellados†, y por consiguiente no tienen la †œprenda† del espí­ritu al no haber sido engendrados por él. (Ef 1:13, 14; 2Co 5:5.) Las Escrituras dicen que †œsalen de la gran tribulación† como sobrevivientes de ella, lo que permite ubicar el recogimiento de este grupo en los últimos dí­as, poco antes de esa tribulación. Estas personas son justas por fe, y están vestidas con largas ropas blancas lavadas en la sangre del Cordero. (Rev 7:1, 9-17.) No será necesario resucitarlas como clase, pero Dios resucitará a su debido tiempo a los fieles de ese grupo que mueran antes de la gran tribulación.
Además, hay muchos †œinjustos† enterrados en el Seol (Hades), el sepulcro común de la humanidad, o en †œel mar†, bajo las aguas. En Revelación 20:12, 13 se habla del juicio de estos y de los †œjustos† a los que se resucita en la Tierra. †œY vi a los muertos, los grandes y los pequeños, de pie delante del trono, y se abrieron rollos. Pero se abrió otro rollo; es el rollo de la vida. Y los muertos fueron juzgados de acuerdo con las cosas escritas en los rollos según sus hechos. Y el mar entregó los muertos que habí­a en él, y la muerte y el Hades entregaron los muertos que habí­a en ellos, y fueron juzgados individualmente según sus hechos.†

Cuándo acontece la resurrección terrestre. Este juicio se ubica en la Biblia durante el reinado milenario de Cristo y sus reyes y sacerdotes asociados. El apóstol Pablo dijo que estos †œjuzgarán al mundo†. (1Co 6:2.) †œLos grandes y los pequeños†, personas de toda condición, estarán allí­ para ser juzgados imparcialmente. Se les juzgará †œde acuerdo con las cosas escritas en los rollos† que se abrirán entonces. Estos no pueden referirse al registro de su vida pasada ni a un conjunto de normas con el que juzgar los hechos de su vida pasada. Como el †œsalario que el pecado paga es muerte†, estas personas ya habrán saldado con su muerte sus pecados pasados. (Ro 6:7, 23.) Entonces se les resucitará a fin de que puedan demostrar su actitud hacia Dios y si desean beneficiarse del sacrificio de rescate de Jesucristo para toda la humanidad. (Mt 20:28; Jn 3:16.) Aunque no se les contarán sus pecados pasados, necesitarán el rescate para ser elevados a la perfección. Tendrán que cambiar su modo de pensar y vivir anterior y amoldarlo a la voluntad y disposiciones divinas para la Tierra y su población. Por ello, †œlos rollos† deberán contener la voluntad y la ley de Dios para ellos durante el Dí­a de Juicio, y su fe y obediencia a las instrucciones escritas en estos rollos suministrarán la base para el juicio y para al fin escribir sus nombres indeleblemente en el †œrollo de la vida†.

Resurrección para vida y para juicio. Jesús dio esta consoladora seguridad a la humanidad: †œLa hora viene, y ahora es, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que hayan hecho caso vivirán. […] No se maravillen de esto, porque viene la hora en que todos los que están en las tumbas conmemorativas oirán su voz y saldrán, los que hicieron cosas buenas a una resurrección de vida, los que practicaron cosas viles a una resurrección de juicio†. (Jn 5:25-29.)

Un juicio de condenación. En las susodichas palabras de Jesús, †œjuicio† traduce el término griego krí­Â·sis. El helenista Parkhurst, en su obra A Greek and English Lexicon to the New Testament (Londres, 1845, pág. 342), da los siguientes significados para krí­Â·sis en las Escrituras Griegas Cristianas: †œI. Juicio; […] II. Juicio, justicia, Mat. XXIII. 23. Comp. con XII. 20; […] III. Sentencia condenatoria, condenación, perdición. Marcos III. 29; Juan V. 24, 29; […] IV. La causa o base de condenación o castigo. Juan III. 19; V. Un determinado tribunal de justicia de los judí­os. […] Mat. V. 21, 22†.
Si Jesús hubiera tenido presente un juicio que podrí­a resultar en vida al hablar de una resurrección de juicio, no habrí­a habido ningún contraste entre esta y la †œresurrección de vida†. Por lo tanto, el contexto indica que por †œjuicio† Jesús se referí­a a un juicio con sentencia condenatoria.

Los †œmuertos† que oyeron hablar a Jesús cuando estuvo en la Tierra. Cuando examinamos las palabras de Jesús, notamos que algunos de los †œmuertos† estaban escuchando su voz mientras hablaba. Pedro usó un lenguaje similar cuando dijo: †œDe hecho, con este propósito las buenas nuevas fueron declaradas también a los muertos, para que fueran juzgados en cuanto a la carne desde el punto de vista de los hombres, pero vivieran en cuanto al espí­ritu desde el punto de vista de Dios†. (1Pe 4:6.) Esto es así­ porque los que escuchaban a Cristo estaban †˜muertos en ofensas y pecados†™ antes de oí­rle, pero empezarí­an a †˜vivir†™ espiritualmente al ejercer fe en las buenas nuevas. (Ef 2:1; compárese con Mt 8:22; 1Ti 5:6.)

Juan 5:29 se refiere al fin de un perí­odo de juicio. Para comprender bien en qué momento se sitúan la †˜resurrección de vida y la resurrección de juicio†™ de que habló Jesús, es muy importante recordar lo que dijo un poco antes en ese mismo contexto respecto a los que viví­an entonces y que estaban muertos espiritualmente (como se explica en el subtema †˜Pasar de muerte a vida†™). Dijo: †œLa hora viene, y ahora es, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que hayan hecho caso [literalmente, †œlos que hayan oí­do†] vivirán†. (Jn 5:25, Int.) Esto indica que no hablaba de los que oyeran audiblemente su voz, sino, más bien, de †˜los que habí­an oí­do†™, es decir, los que después de oí­r, aceptaron como verdad lo que habí­an oí­do. Los términos †œoí­r† y †œescuchar† se usan con mucha frecuencia en la Biblia con el significado de †œhacer caso† u †œobedecer†. (Véase OBEDIENCIA.) Los que resulten ser obedientes vivirán. (Compárese con el uso del mismo término griego [a·kóu·o], †œoí­r† o †œescuchar†, como en Jn 6:60; 8:43, 47; 10:3, 27.) No se les juzga teniendo en cuenta lo que hicieron antes de oí­r su voz, sino lo que hicieron después de oí­rla.
Por lo tanto, cuando Jesús habló de †œlos que hicieron cosas buenas† y de †œlos que practicaron cosas viles†, se debí­a estar colocando al final del perí­odo de juicio, como si mirase atrás en retrospección o en repaso de las acciones de estos resucitados después de tener la oportunidad de obedecer o desobedecer las †œcosas escritas en los rollos†. Solo al final del perí­odo de juicio se demostrarí­a quién habí­a hecho bien o mal. El resultado para †œlos que hicieron cosas buenas† (según las †œcosas escritas en los rollos†) serí­a la recompensa de vida; para †œlos que practicaron cosas viles†, un juicio con sentencia condenatoria. De modo que la resurrección habrí­a resultado ser de vida o de condenación.
En la Biblia es frecuente hablar de cosas como si ya se hubieran cumplido, verlas retrospectivamente, desde la óptica de su realización. No en vano Dios es †œAquel que declara desde el principio el final, y desde hace mucho las cosas que no se han hecho†. (Isa 46:10.) Así­ lo hace Judas cuando dice sobre ciertos hombres que se habí­an introducido en la congregación: †œÂ¡Ay de ellos, porque han ido en la senda de Caí­n, y por la paga se han precipitado en el curso erróneo de Balaam, y han perecido [literalmente, †œse destruyeron†] en el habla rebelde de Coré!†. (Jud 11.) Algunas profecí­as emplean lenguaje similar. (Compárese con Isa 40:1, 2; 46:1; Jer 48:1-4.)
Por consiguiente, en Juan 5:29 no se hace referencia al mismo asunto que en Hechos 24:15, donde Pablo habla de la resurrección de †˜justos y de injustos†™. Pablo alude claramente a los que han tenido una posición justa o injusta delante de Dios durante esta vida, y que serán resucitados. Ellos son †œlos que están en las tumbas conmemorativas†. (Jn 5:28; véase TUMBA CONMEMORATIVA.) En Juan 5:29, Jesús habla de esas personas después que salen de las tumbas conmemorativas y después que, por su proceder durante el reinado de Jesucristo y sus reyes y sacerdotes asociados, hayan resultado ser obedientes, con la †œvida† eterna como recompensa, o desobedientes y, por lo tanto, merecedores de †œjuicio [de condenación]† de parte de Dios.

La recuperación del alma del Seol. El rey David de Israel escribió: †œPreveí­a al Señor delante de mí­ continuamente; porque está a mi diestra, para que yo no sea conmovido […] y además también mi carne residirá en esperanza. Porque no dejarás mi alma en el Hades, ni permitirás que tu Santo vea la corrupción†. (Sl 15:8-11, LXX [16:8-11 NM].) En el dí­a del Pentecostés del año 33 E.C., el apóstol Pedro aplicó este salmo a Jesucristo cuando explicó a los judí­os la verdad sobre su resurrección. (Hch 2:25-31.) Por consiguiente, tanto las Escrituras Hebreas como las Griegas muestran que el †œalma† de Jesucristo resucitó. Fue †œmuerto en la carne, pero hecho vivo en el espí­ritu†. (1Pe 3:18.) †œCarne y sangre no pueden heredar el reino de Dios† (1Co 15:50), lo que también excluye carne y huesos, que no tienen vida a menos que tengan sangre. Esto se debe a que en ella está el †œalma†, es decir, que es necesaria para la vida de la criatura carnal. (Gé 9:4.)
Las Escrituras muestran sin ambages que no hay un †œalma inmaterial† separada y distinta del cuerpo. El alma muere cuando muere el cuerpo. Hasta de Jesucristo está escrito que †œderramó su alma hasta la mismí­sima muerte†. Su alma estaba en el Seol. El no existí­a como alma o persona durante ese tiempo. (Isa 53:12; Hch 2:27; compárese con Eze 18:4; véase ALMA.) Por consiguiente, en la resurrección no se efectúa ninguna unión entre alma y cuerpo. Sin embargo, la persona ha de tener un cuerpo, sea espiritual o terrestre, pues todas las personas, tanto celestiales como terrestres, poseen un cuerpo. Para que vuelva a ser una persona, el que ha muerto debe tener un cuerpo, sea fí­sico o espiritual. La Biblia dice: †œSi hay cuerpo fí­sico, también lo hay espiritual†. (1Co 15:44.)
Pero, ¿vuelven a juntarse las células del cuerpo anterior en la resurrección? ¿Es acaso una reproducción exacta del cuerpo anterior, hecho precisamente tal como era cuando la persona murió? Las Escrituras responden de manera negativa cuando hablan de la resurrección de los hermanos ungidos de Cristo: †œNo obstante, alguien dirá: †˜¿Cómo han de ser levantados los muertos? Sí­, ¿con qué clase de cuerpo vienen?†™. ¡Persona irrazonable! Lo que siembras no es vivificado a menos que primero muera; y en cuanto a lo que siembras, no siembras el cuerpo que se desarrollará, sino un grano desnudo, sea de trigo o cualquiera de los demás; pero Dios le da un cuerpo así­ como le ha agradado, y a cada una de las semillas su propio cuerpo†. (1Co 15:35-38.)
Los que alcanzan la herencia celestial reciben un cuerpo espiritual, pues Dios se complace en que tengan cuerpos que correspondan al ámbito celestial. Pero ¿qué cuerpo reciben aquellos a quienes Jehová se deleita en dar una resurrección terrestre? No podrí­a ser el mismo cuerpo, con exactamente los mismos átomos. Cuando una persona muere y es enterrada, el proceso de descomposición convierte el cuerpo en elementos quí­micos orgánicos que la vegetación absorbe. Cabe la posibilidad de que otras personas coman de esa vegetación, de modo que los elementos, los átomos de la persona muerta, pueden estar en otras muchas personas. Es obvio que cuando se produzca la resurrección, esos mismos átomos no podrán estar en la persona resucitada y en todas las demás al mismo tiempo.
El cuerpo resucitado tampoco tiene por qué ser una copia exacta del cuerpo al momento de la muerte. Si el cuerpo de una persona antes de morir estaba mutilado, ¿volverá de la misma manera? Serí­a irrazonable, porque pudiera darse el caso de que no estuviera ni siquiera en condición de oí­r y hacer †œlas cosas escritas en los rollos†. (Rev 20:12.) Digamos que una persona murió por haberse desangrado. ¿Volverá sin sangre? No, porque no podrí­a vivir con un cuerpo humano sin sangre. (Le 17:11, 14.) Más bien, recibirá un cuerpo del agrado de Dios. Como la voluntad y el gusto de Dios es que la persona resucitada obedezca las †œcosas escritas en los rollos†, deberá tener un cuerpo sano, que posea todas sus facultades. (Jesús resucitó a Lázaro con un cuerpo entero y sano, aunque ya habí­a empezado a descomponerse; Jn 11:39.) De esta manera, toda persona podrá ser considerada, debida y justamente, responsable de sus hechos durante el perí­odo de juicio. Sin embargo, no será perfecto en el momento en que se le resucite, pues tendrá que ejercer fe en el sacrificio de rescate de Cristo y recibir los servicios sacerdotales de Cristo y su †œsacerdocio real†. (1Pe 2:9; Rev 5:10; 20:6.)

†˜Pasar de muerte a vida.†™ Jesús habló de los que †˜tienen vida eterna†™ porque oyen sus palabras con fe y obediencia y creen en el Padre que le envió. Dijo en cuanto a cada uno de ellos: †œNo entra en juicio, sino que ha pasado de la muerte a la vida. Muy verdaderamente les digo: La hora viene, y ahora es, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que hayan hecho caso vivirán†. (Jn 5:24, 25.)
Los que han †˜pasado de la muerte a la vida ahora†™ no son los que habí­an muerto literalmente y estaban en las sepulturas. Cuando Jesús dijo estas palabras, toda la humanidad estaba condenada a muerte ante Dios el Juez de todos. Por lo tanto, Jesús se referí­a a personas que estaban muertas en sentido espiritual, a la clase de muertos espirituales que debió tener presente cuando dijo al judí­o que querí­a ir primero a su casa a enterrar a su padre: †œContinúa siguiéndome, y deja que los muertos entierren a sus muertos†. (Mt 8:21, 22.)
Los que se han hecho cristianos verdaderos se encontraron en un tiempo entre las personas del mundo que estaban muertas espiritualmente. El apóstol Pablo recordó a la congregación este hecho, diciendo: †œA ustedes Dios los vivificó aunque estaban muertos en sus ofensas y pecados, en los cuales en un tiempo anduvieron conforme al sistema de cosas de este mundo […]. Pero Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó, nos vivificó junto con el Cristo, aun cuando estábamos muertos en ofensas —por bondad inmerecida han sido salvados ustedes— y nos levantó juntos y nos sentó juntos en los lugares celestiales en unión con Cristo Jesús†. (Ef 2:1, 2, 4-6.)
De modo que Jehová retiró su condenación debido a que ya no andaban en ofensas y pecados contra Dios y por su fe en Cristo. Los levantó de la muerte espiritual y les dio la esperanza de vida eterna. (1Pe 4:3-6.) El apóstol Juan describe este cambio de muerte en ofensas y pecados a vida espiritual con estas palabras: †œNo se maravillen, hermanos, de que el mundo los odie. Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida, porque amamos a los hermanos†. (1Jn 3:13, 14.)

Una bondad inmerecida de parte de Dios. La provisión de la resurrección para la humanidad es realmente una bondad inmerecida de Dios, pues El no estaba obligado a suministrarla. Su amor al mundo de la humanidad le impulsó a dar a su Hijo unigénito a fin de que millones de personas —es más: miles de millones que han muerto sin tener un verdadero conocimiento de Dios— pudieran recibir la oportunidad de conocerle y amarle, y a fin de que los que le aman y le sirven puedan tener esta esperanza e incentivo para aguantar con fidelidad, incluso hasta la muerte. (Jn 3:16.) Con el fin de consolar a sus compañeros cristianos con la esperanza de la resurrección, el apóstol Pablo escribió a la congregación de Tesalónica sobre los que habí­an muerto con la esperanza de una resurrección celestial: †œAdemás, hermanos, no queremos que estén en ignorancia respecto a los que están durmiendo en la muerte; para que no se apesadumbren ustedes como lo hacen también los demás que no tienen esperanza. Porque si nuestra fe es que Jesús murió y volvió a levantarse, así­, también, a los que se han dormido en la muerte mediante Jesús, Dios los traerá con él.† (1Te 4:13, 14.)
De igual manera, los cristianos no deben apesadumbrarse, como les ocurre a los que no tienen esperanza, por aquellas personas fieles a Dios que han muerto con la esperanza de vivir en la Tierra durante Su Reino mesiánico o por los que han muerto sin haber conocido a Dios. Cuando se abra el Seol (Hades), saldrán todos los que estén allí­. La Biblia menciona a muchos de los que allí­ se encuentran, entre ellos gente de los antiguos Egipto, Asiria, Elam, Mesec, Tubal, Edom y Sidón. (Eze 32:18-31.) Jesús indicó que al menos algunas personas impenitentes de Betsaida, Corazí­n y Capernaum estarán presentes en el Dí­a de Juicio. Aunque su actitud anterior hará muy difí­cil que se arrepientan, se les dará la oportunidad de hacerlo. (Mt 11:20-24; Lu 10:13-15.)

El rescate se aplicará a todos aquellos por los que se ha pagado. La grandeza y generosidad del amor y la bondad inmerecida de Dios al dar a su Hijo para que †˜todo el que crea en él tenga vida†™ no permite una aplicación limitada del rescate solo a los que Dios escoge para el llamamiento celestial. (Jn 3:16.) De hecho, el sacrificio de rescate de Jesucristo no serí­a completo si únicamente beneficiase a los que pasan a ser miembros del Reino de los cielos. No cumplirí­a todo el propósito para el que Dios lo ha provisto, pues El se propuso que el Reino tuviera súbditos terrestres. Jesucristo no solo es el Sumo Sacerdote de los sacerdotes que están con él, sino del mundo de la humanidad que vivirá cuando sus asociados también gobiernen con él como reyes y sacerdotes. (Rev 20:4, 6.) El †œha sido probado en todo sentido igual que nosotros [sus hermanos espirituales], pero sin pecado†. Por consiguiente, puede condolerse de las debilidades de las personas que se esfuerzan a conciencia por servir a Dios; y a sus reyes y sacerdotes asociados se les ha probado de la misma manera. (Heb 4:15, 16; 1Pe 4:12, 13.) ¿A favor de quiénes podrí­an ser sacerdotes, si no fuera a favor de la humanidad, entre la que se cuenta a los que serán resucitados durante el reinado y juicio de mil años?
Los siervos de Dios han esperado ansiosos el dí­a de la resurrección. En el planteamiento de sus propósitos, Dios ha fijado el tiempo exacto para ello, cuando su sabidurí­a y gran paciencia serán completamente vindicadas. (Ec 3:1-8.) Tanto Dios como su Hijo pueden y desean efectuar la resurrección y la completarán en ese tiempo fijado.

Jehová espera gozoso la resurrección. Jehová y su Hijo deben esperar con gran gozo la completa realización de esa obra. Jesús mostró esta disposición y deseo cuando un leproso le suplicó: †œ†˜Si tan solo quieres, puedes limpiarme.†™ Con esto, él se enterneció, y extendió la mano y lo tocó, y le dijo: †˜Quiero. Sé limpio†™. E inmediatamente la lepra desapareció de él, y quedó limpio†. Este conmovedor incidente, que demuestra la bondad y el amor de Cristo a la humanidad, se registró en tres evangelios. (Mr 1:40-42; Mt 8:2, 3; Lu 5:12, 13.) Y sobre el amor de Dios a la humanidad y su deseo de ayudarla, el fiel Job reflexionó: †œSi un hombre fí­sicamente capacitado muere, ¿puede volver a vivir? […] Tú llamarás, y yo mismo te responderé. Por la obra de tus manos sentirás anhelo†. (Job 14: 14, 15.)

Algunos no serán resucitados. Aunque es verdad que el sacrificio de rescate de Cristo se ofreció para beneficio de toda la humanidad, Jesús indicó que su verdadera aplicación estarí­a limitada. Dijo: †œAsí­ como el Hijo del hombre no vino para que se le ministrara, sino para ministrar y para dar su alma en rescate en cambio por muchos†. (Mt 20:28.) Jehová Dios tiene el derecho de negarse a aceptar un rescate a favor de cualquiera que no considere merecedor. El rescate de Cristo cubre los pecados cometidos como consecuencia de la herencia pecaminosa de Adán; pero una persona puede añadir a esos pecados un proceder de pecado deliberado y voluntario, en cuyo caso su muerte se deberí­a a ese proceder que el rescate no cubre.

El pecado contra el espí­ritu santo. Jesucristo dijo que el que peque contra el espí­ritu santo no tendrá perdón ni en este sistema de cosas ni en el venidero. (Mt 12:31, 32.) La persona que, según el juicio de Dios, peque contra el espí­ritu santo en este sistema de cosas no obtendrí­a ningún beneficio de resucitar, pues como es imposible que se le perdonen los pecados, tal resurrección resultarí­a inútil. Jesús dictó sentencia en el caso de Judas Iscariote al llamarle †œel hijo de destrucción†. A él no le aplicará el rescate, de modo que no resucitará, pues su destrucción es una sentencia establecida judicialmente. (Jn 17:12.)
Jesucristo dijo a sus opositores, los lí­deres religiosos judí­os: †œ¿Cómo habrán de huir del juicio del Gehena [un sí­mbolo de destrucción eterna]?†. (Mt 23:33; véase GEHENA.) Sus palabras indican que si no se volví­an a Dios antes de morir, recibirí­an un juicio final adverso. La resurrección no tendrí­a sentido para ellos, pues no les servirí­a de nada. Ese también parece ser el caso del †œhombre del desafuero†. (2Te 2:3, 8; véase HOMBRE DEL DESAFUERO.)
Pablo dice que los que han conocido la verdad, han sido partí­cipes del espí­ritu santo y luego han apostatado, han caí­do en un estado del que es imposible †œrevivificarlos otra vez al arrepentimiento, porque de nuevo fijan en un madero al Hijo de Dios para sí­ mismos y lo exponen a vergüenza pública†. El rescate ya no puede ayudarlos; por esa razón, no serán resucitados. El apóstol los asemeja a un campo que solo produce espinos y cardos, por lo que se le rechaza y al fin se le quema. Esto ilustra el futuro que tienen ante ellos: aniquilación completa. (Heb 6:4-8.)
Pablo vuelve a manifestar que para los que †œvoluntariosamente [practican] el pecado después de haber recibido el conocimiento exacto de la verdad, no queda ya sacrificio alguno por los pecados, sino que hay cierta horrenda expectación de juicio y hay un celo ardiente que va a consumir a los que están en oposición†. Luego pone una ilustración: †œCualquiera que ha desatendido la ley de Moisés muere sin compasión, por el testimonio de dos o tres. ¿De cuánto más severo castigo piensan ustedes que será considerado digno el que ha hollado al Hijo de Dios y que ha estimado como de valor ordinario la sangre del pacto por la cual fue santificado, y que ha ultrajado con desdén el espí­ritu de bondad inmerecida? […] Es cosa horrenda caer en las manos del Dios vivo†. El juicio es más severo porque a ellos no solo se les da muerte y se les entierra en el Seol, como les sucedí­a a los violadores de la ley de Moisés, sino que van al Gehena, de donde no hay resurrección. (Heb 10:26-31.)
Pedro indica a sus hermanos que por ser †œcasa de Dios†, están bajo juicio, y luego cita de Proverbios 11:31 (LXX) y les advierte del peligro de la desobediencia. En esos versí­culos muestra que el juicio actual de ellos podrí­a finalizar con una sentencia de destrucción eterna, tal como Pablo habí­a escrito. (1Pe 4:17, 18.)
El apóstol Pablo también menciona que algunos †œsufrirán el castigo judicial de destrucción eterna de delante del Señor y de la gloria de su fuerza, al tiempo en que él viene para ser glorificado con relación a sus santos†. (2Te 1:9, 10.) Estas personas no sobrevivirán para hallarse bajo el reinado milenario de Cristo, y como su destrucción es †œeterna†, no serán resucitados.

Resurrección durante los mil años. Se calcula que la cantidad de personas que han vivido en la Tierra asciende a unos 20.000 millones. Este es un cálculo muy liberal, y muchos estudiosos de la materia creen que el total ni siquiera se aproxima a esa cifra. Como ya se ha mostrado anteriormente, no todas esas personas resucitarán, pero aun suponiendo que así­ fuera, no se producirí­an problemas alimentarios ni de habitabilidad del planeta. La tierra seca tiene una superficie de unos 148 millones de Km2 (14.800 millones de hectáreas). Incluso si se dedicara la mitad de esa superficie a otros propósitos, todaví­a le corresponderí­a a cada persona más de la tercera parte de una hectárea. Esta superficie bastarí­a para proveer alimento a una persona, sobre todo si se tiene en cuenta que, como ya quedó demostrado en el caso de la nación de Israel, la bendición de Dios resulta en abundancia de alimento. (1Re 4:20; Eze 34:27.)
Con respecto a la cuestión de si la Tierra podrá producir suficiente alimento, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura sostiene que con solo algunas mejoras básicas en la agricultura, la Tierra podrí­a alimentar hasta nueve veces la población que se prevé para el año 2000, incluso en las zonas en desarrollo. (Land, Food and People, Roma, 1984, págs. 16, 17.)
Pero, ¿cómo se podrá atender adecuadamente a los miles de millones de resucitados, si se tiene en cuenta que la mayorí­a de ellos no conocí­an a Dios en el pasado y deberán aprender a conformarse a Sus leyes? En primer lugar, la Biblia dice que el reino del mundo llega a ser †œel reino de nuestro Señor y de su Cristo, y él [reina] para siempre jamás†. (Rev 11:15.) Y el principio bí­blico indica que †œcuando hay juicios procedentes de [Jehová] para la tierra, justicia es lo que los habitantes de la tierra productiva ciertamente aprenden†. (Isa 26:9.) A su debido tiempo, cuando sea necesario hacérselo saber a Sus siervos, Dios revelará cómo se propone realizar esta obra. (Am 3:7.)

¿Cómo será posible resucitar y educar en solo mil años a los millones de personas que en la actualidad están muertas?
Supongamos, no con ánimo de profetizar, sino únicamente a modo de ejemplo, que la †œgran muchedumbre† de personas justas que sobreviven a †œla gran tribulación† (Rev 7:9, 14) se compone de unos 3.000.000 de personas (aproximadamente 1/1666 de la población mundial actual). Si tras permitir unos cien años para su formación y para que †˜sojuzguen†™ parte de la Tierra (Gé 1:28), Dios decidiese devolver a la vida a un 3% de esa cantidad, entonces por cada resucitado, habrí­a 33 personas que podrí­an atenderle. Puesto que un incremento anual del 3% duplica la cantidad aproximadamente cada veinticuatro años, el número total de 20.000 millones de personas podrí­a resucitar antes de que hubiesen transcurrido cuatrocientos años del Reino de mil años de Cristo, con lo que se darí­a suficiente tiempo para educar y juzgar a los resucitados sin afectar la armoní­a ni el orden de la Tierra. De esta manera, Dios, con su poder y sabidurí­a infinitos, puede llevar su propósito a un fin glorioso dentro del marco de las leyes y disposiciones que ha dado a la humanidad desde su comienzo, con la bondad inmerecida añadida de la resurrección. (Ro 11:33-36.)

Fuente: Diccionario de la Biblia

Sumario: 1. Los primeros testimonios de la resurrección de Jesús: 1. Las profesiones de fe; 2. Las fórmulas de anuncio; 3. La tradición autorizada de la resurrección. II. La resurrección de Jesús en los evangelios y en los Hechos: 1. El anuncio de la resurrección junto al sepulcro; 2. Los relatos de aparición de Jesús resucitado: a) Apariciones de reconocimiento, b) Apariciones de misión; 3. El anuncio de la resurrección en los Hechos. III. La resurrección:promesa de Dios y esperanza humana: 1. La resurrección en el AT y en la tradición judí­a; 2. Jesús anunció su esperanza de resurrección; 3. La resurrección de los muertos en los evangelios; 4. La resurrección de los cristianos; 5. Experiencia histórica y misterio de la resurrección: a) Lenguaje y modelos expresivos, b) Resurrección y esperanza humana.
La palabra resurrección evoca inmediatamente a los lectores el acontecimiento que ocupa el centro de la fe cristiana y que constituye su núcleo unificador y germinador. Los testimonios sobre el acontecimiento de la resurrección de Jesús son varios y múltiples, diseminados, y están en el canon de las Escrituras cristianas. De la experiencia inicial se pasa a la formulación lingüí­stica del encuentro con Jesús resucitado, hasta la comunicación en forma de anuncio. Así­ pues, la historia de la resurrección de Jesús corre paralela a la génesis y al desarrollo de los textos cristianos.
Pero hay un segundo aspecto conexo con la resurrección. Se trata de la esperanza humana frente a la muerte, que se funda en la fidelidad del Dios vivo, en su dominio, al cual no escapa ni siquiera el reino de la muerte. Los dos aspectos: la resurrección de Jesús y la resurrección de los muertos, se entrecruzan, tanto a nivel de vocabulario y modelos expresivos como al nivel más profundo de experiencia espiritual y religiosa. Jesús es el primero en afirmar su esperanza frente a la muerte, apelando a la iniciativa de Dios, el viviente, que resucita a los justos y glorifica a los mártires. Por tanto, el tratamiento de este tema debe recorrer la historia de la experiencia cristiana desarrollada en torno a la resurrección de Jesús y los precedentes de la tradición bí­blica y judí­a respecto a la esperanza humana frente a la muerte.
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1. LOS PRIMEROS TESTIMONIOS O? LA RESURRECCION DE JESUS.
Un dato histórico indiscutible es el de la existencia del movimiento cristiano en ia primera mitad del siglo i. Los convertidos del judaismo y del paganismo que constituyen las primeras comunidades de creyentes se proclaman seguidores de Jesús de Nazaret, un judí­o de Palestina, al que dieron muerte al principio de los años treinta, y que ahora es reconocido, venerado y proclamado en las pequeñas comunidades cristianas como el Cristo (Jristós en griego), el mesí­as hebreo, el Señor (en griego, Kyrios). Los primeros escritos cristianos ¿atables son las cartas de / Pablo, de las cuales al menos siete se reconocen unánimemente como auténticas. Estas se distribuyen en un lapso de tiempo que corre desde los principios de los años cincuenta al sesenta d.C. Dentro de estos escritos se pueden reconocer algunas fórmulas que son el eco de la vida de fe de las comunidades. Junto a ellas se encuentran también frases que representan la proclamación o el anuncio hecho a los de fuera, judí­os y paganos.
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1. Las profesiones de fe.
Las fórmulas de profesión de fe más antiguas reflejan el uso del ambiente, de la cultura y de la lengua aramaico-palestinense. Un fragmento de estas profesiones de fe se puede reconocer en la frase referida por Pablo antes de la bendición final en la primera carta a los Corintios: †œMaldito sea el que no ama al

Señor; Maranaiha: ven, Señor nuestro† (1Co 16,22). En una carta escrita en griego Pablo cita esta invocación, que remite al contexto litúrgico de lengua aramaica. En aquel ambiente judí­o se llama a Dios en arameo Mareh, en paralelismo con †˜Elaha (Dios), y corresponde al griego Kyrios. Una confirmación de este origen palestinense se podrí­a obtener de un texto de la Didajé, de la segunda mitad del siglo i, donde, al final de la oración eucarí­stica, se menciona esta declaración: †œSi alguno es santo, venga; si alguien no lo es, que se convierta; Maran-atha. Amén† (Did. X, 6). La expresión aramea Maranatha se puede traducir como invocación: †œMaranatha, Señor, ven†, o bien como una aclamación: †œMaran-atha, el Señor viene†™. Este último significado podrí­a sugerirlo el comentario catequí­stico que hace Pablo de la fórmula tradicional de las palabras sobre el pan y sobre el cáliz, enviada a la comunidad de Corinto: †œPues siempre que coméis este pan y bebéis este cáliz anunciáis la muerte del Señor hasta que vuelva†™ (1Co 11,26).
†œJesús es Señor† corresponde a la profesión de fe referida por Pablo en la misma carta, y se hace depender de la acción del Espí­ritu de Dios (1Co 12,3). Esta confesión es para Pablo el criterio para discernir el origen de los dones espirituales o carismas. El apóstol vuelve sobre este contenido esencial de la fe cristiana en una amplia reflexión de la carta a los Romanos al final de los años cincuenta. El contenido de la profesión de fe (homologuí­a) cristiana consiste en esto: †œJesús es el Señor† (Rm 10,9). A ésta corresponde el fragmento de un himno cristológico, citado por Pablo en la carta a los Filipenses para fundar la comunión profunda entre los creyentes. A la inmersión de Jesucristo en la historia humana, vivida hasta la forma extrema de la muerte de cruz, corresponde la iniciativa eficaz de Dios, que lo ha exaltado sobre todo y le ha dado †œun nombre que está por encima de cualquier otro nombre, para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en el abismo, y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre† (Flp 2,10-11). En resumen, se puede decir que los vestigios de la antigua profesión de fe conservados en los textos de las cartas paulinas se compendian en esta proclamación solemne del señorí­o de Jesucristo, conexo con su resurrección.
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2. Las fórmulas de anuncio.
La comunidad cristiana, que se reúne para el culto, elabora también las fórmulas y los esquemas para comunicar esta experiencia de fe al ambiente externo, lo mismo al judí­o que al griego-pagano. El eco de estas fórmulas se encuentra todaví­a en las cartas paulinas, donde se remite al anuncio fundante inicial para motivar la exhortación parenética o los desarrollos catequí­sticos. Un ejemplo de estas fórmulas se encuentra en la primera carta escrita por Pablo a la comunidad de Tesalónica. Al término de una rápida retrospectiva sobre la actividad evangelizadora y sobre el nacimiento de la comunidad cristiana, el apóstol puede recordar el cambio de la conversión y de la fe: †œDejasteis la idolatrí­a y os convertisteis para servir al Dios vivo y verdadero, con la esperanza de que su Hijo Jesús, al que resucitó de entre los muertos, vuelva del cielo y nos libre la ira venidera (1 Tes 1,9-10). La referencia a la conversión como paso del culto de los í­dolos a la fe en el Dios vivo y verdadero remite al contexto del anuncio del evangelio a los paganos. Pero la fórmula citada por Pablo sobre la resurrección de Jesús tiene su origen en el contexto judí­o palestinense, en el cual se proclama la victoria sobre la muerte por iniciativa de Dios.
Esto lo confirma una segunda cita de la misma carta en el contexto más amplio de la catequesis sobre la esperanza cristiana frente a la muerte. A los cristianos en crisis por el deceso de sus parientes, Pablo les insta apre-miantemente a no abandonarse a la tristeza †œcomo los que no tienen esperanza. Y sigue invocando el motivo y el fundamento de la esperanza cristiana: †œPorque si creemos que Jesús ha muerto y ha resucitado, así­ también reunirá consigo a los que murieron unidos a Jesús†™ (lTs 4,14). La primera parte de esta cita paulina menciona el contenido esencial del anuncio cristiano, que es también la base de la fe. Jesús ha muerto y ha resucitado. Esta estructura binaria antitética, donde la resurrección se contrapone a la muerte, se encuentra en una serie de otros textos distribuidos por las cartas auténticas de Pablo: Rom 4,25; 8,34; 14,9; 2Co 5,15: †œCristo ha muerto y ha vuelto a la vida†™. Esta constancia de las fórmulas referidas por Pablo remite a una tradición que está detrás de él, probablemente de origen judeocris-tiano.
Al mismo ambiente con toda probabilidad hay que hacer remontar la fórmula acreditada que cita Pablo al principio de la carta a los Romanos como sí­ntesis del evangelio de Dios (Rm 1,3-4). Este evangelio, dice Pablo, ha sido prometido por medio de los profetas en las Sagradas Escrituras y se refiere al Hijo de Dios. El texto paulino continúa así­: †œNacido de la estirpe de David según la carne, constituido Hijo de Dios en poder según el Espí­ritu de santificación por su resurrección de la muerte, Jesucristo, nuestro Señor(Rom l,3b-4). También en esta fórmula se puede reconocer la estructura binaria: por una parte, la solidaridad histórica de Jesús en la lí­nea del mesianismo da-ví­dico, y por otra su exaltación y constitución en la función de Hijo de Dios en la lí­nea del Espí­ritu de santificación mediante la resurrección de los muertos. El doble aspecto de la función de Jesús: †œsegún la carne y según el Espí­ritu, transcribe de modo original la dialéctica pascual †œmuerto según la carne, resucitado y vuelto a la vida según el Espí­ritu (lPe3,18).

Así­ pues, en las cartas de Pablo se encuentran las fórmulas que son eco de la fe de las primitivas comunidades cristianas y los esquemas del anuncio hecho hacia fuera, y que se convierten a su vez en sí­ntesis del credo cristiano.
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3. La tradición autorizada de la resurrección.
En la primera carta enviada a la Iglesia de Corinto, a mediados de los años cincuenta, Pablo refiere una sí­ntesis del anuncio cristiano, que está en la base del credo tradicional. El mismo Pablo llama a este texto el †œevangelio que él ha anunciado† y que los corintios han recibido. La condición de su eficacia salví­fica es conservarlo en la forma enquehasidoanunciado(icorl5,1-2). Luego el apóstol cita las bases del anuncio y del †œcredo†, anteponiendo una fórmula protocolar de la tradición autorizada. †œOs he transmitido en primer lugar lo que a mi vez recibí­: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras, que fue sepultado y resucitado al tercer dí­a, según las Escrituras; y que se apareció a Pedro y luego a los doce† ico 15,3-5). La estructura de la fórmula tradicional citada por Pablo está articulada en dos pequeñas unidades, que a su vez están constituidas por dos frases: †œMurió por nuestros pecados…, fue sepultado/y resucitado… y se apareció†. El sujeto único de estos cuatro verbos es Cristo, aunque la fórmula pasiva †œfue resucitado… y fue visto† remite discretamente a la acción e iniciativa de Dios. El análisis de la estructura gramatical y sintáctica -parataxis- confirma el origen judeo-aramaico de esta tradición. También el nombre dado al primer testigo autorizado, †œCefas-Pedro†, remite al mismo ambiente. Así­ pues, el texto podrí­a tener su origen en la comunidad bilingüe de Jerusalén o de Antioquí­a de Siria, a mediados de los años treinta. Pero sobre la estructura arcaica originaria se han hecho algunas ampliaciones de tipo interpretativo en clave sote-riológica, †œpor nuestros pecados†, y la referencia escritural, que subraya la conformidad con el plan de Dios: †œsegún las Escrituras†. También la lista de los testigos cualificados, distribuidos en dos grupos, que constituyen, respectivamente, cabeza a Ce-fas (los doce) y a Santiago (los otros apóstoles), se resiente de un trabajo de ampliación e integración (1Co 15,5; ico 15,7). El elenco de los testigos confirma la realidad y exactitud de la experiencia de Cristo resucitado por iniciativa de Dios. Sólo en una perspectiva secundaria se advierte la función legitimadora de la aparición de Jesús a los testigos cualificados, en cuya serie, aunque sea en el fondo, se coloca el mismo Pablo. Pero el intento fundamental es el de definir la eficacia salví­fica del anuncio y de la fe que en él se funda: †œPues bien, tanto ellos como yo, esto es lo que predicamos y lo que habéis creí­do† (1Co 15,11).
Así­ pues, la fórmula mencionada es más breve que las referidas por Pablo. Representa una especie de sí­ntesis esquemática del anuncio y de la catequesis fundada en la resurrección de Jesús. Las fórmulas de fe y de anuncio se apoyan en el hecho y acontecimiento de la resurrección, que es atribuido a la iniciativa de Dios. El protagonista o destinatario de esta acción de Dios es Cristo, que pasa de la muerte a la vida mediante la resurrección, que tiene como efecto final su exaltación gloriosa. Los tí­tulos que resumen esta fe pascual son al mismo tiempo la sí­ntesis del anuncio cristiano. Son atribuidos a Jesús, proclamado Cristo, Señor e Hijo de Dios. En el primer tí­tulo se afirma la mesianidad trascendente de Jesús, fundada en su resurrección. El tí­tulo de Señor expresa el señorí­o de Jesús, asociado al de Dios. Como hijo, Jesús lleva a cumplimiento no sólo la esperanza mesiánica, sino que transmite la dignidad filial mediante el don del Espí­ritu a todos los creyentes.
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II. LA RESURRECCION DE JESUS EN LOS EVANGELIOS Y EN LOS HECHOS.
De la experiencia originaria de la resurrección, expresada en las fórmulas de la fe y del anuncio, se pasa progresivamente a una expresión más articulada en forma narrativa (modelo evangélico) o al esquema de anuncio-predicación, dirigida a los diversos destinatarios judí­os o gentiles (Hechos de los Apóstoles). Ambas formas responden a los diversos ambientes culturales y a las exigencias de la vida interna de la comunidad que celebra el culto y practica la catequesis de formación, y responde a las objeciones formuladas por el ambiente externo.
2819 1. EL ANUNCIO DE LA RESURRECCIí“N JUNTO AL SEPULCRO.
El kerigma tradicional mencionado por Pablo en la primera carta a los Corintios alude a la sepultura de Jesús, pero sin darle particular relieve bajo el aspecto catequí­stico o apologético. Se habla de la sepultura de Jesús según el esquema biográfico bí­blico, donde se dice a propósito de todos los reyes: †œMurió y fue sepultado†. Existe, sin embargo, un dato tradicional común subyacente a los cuatro evangelios y que se refleja también en los Hechos de los Apóstoles: Mc 16,1-8; Mt 28,1-8; Lc 24,1-10; Jn 21,1-2. Esta tradición común se puede condensaren los puntos siguientes: a) la visita de algunas mujeres, entre las cuales descuella el nombre de Marí­a de Mag-dala; el plural del evangelio de Juan confirma la tradición común de un grupo; b) estas mujeres visitan el sepulcro de Jesús en Jerusalén por la mañana temprano: †œel primer dí­a de la semana después del sábado†™; o) el fin es el de completar los ritos fúnebres junto a la tumba de Jesús, llanto o lamentaciones; d) las mujeres encuentran el sepulcro abierto y vací­o, y corren a informar a los discí­pulos de Jesús, entre los cuales destaca la figura de Pedro; e) algunos de los discí­pulos, entre ellos Pedro, corren a inspeccionar el sepulcro de Jesús. Se puede pensar que la base histórica de esta tradición común es fidedigna por los siguientes motivos. Ante todo, el papel de las mujeres en la experiencia del sepulcro vací­o no puede haber sido inventada, ya que contradice el valor testimonial en el contexto judeo-palestinense. Es probable que la comunidad judeo-cristiana de Jerusalén conociera la ubicación y la identidad de la tumba de Jesús. La visita de algunas mujeres corresponde a los usos judí­os acerca de los ritos fúnebres. Finalmente, el sepulcro vací­o no tiene un papel determinante en la catequesis apologética y en los esquemas de anuncio. Tampoco los relatos de aparición, que insisten en la realidad y la identidad de Jesús resucitado, remiten a la experiencia y comprobación de la tumba vací­a. Por tanto, este elemento no es funcional ni para la apologética ni para la catequesis cristiana, por lo cual podrí­a ser un residuo de una tradición históricamente atendible.
Sobre la base de esta tradición común se alza la interpretación de cada uno de los textos evangélicos. El evangelio de Marcos parte de la visita de las mujeres a la tumba de Jesús para proclamar el anuncio de la resurrección y el de la aparición a los discí­pulos y el de su misión en Galilea (Mc 16,6-7). A este fin, el evangelista ha amplificado algunos elementos de la tradición común, enumerando a las tres mujeres que van a la tumba de Jesús para embalsamar su cuerpo. También la reflexión que hacen las mujeres sobre la piedra del sepulcro, que no se puede retirar por ellas, prepara la aparición y el anuncio del ángel intérprete. Marcos subraya particularmente la reacción †œreligiosa† de las mujeres ante el enviado celestial:
†œTuvieron miedo†™. Y como conclusión del anuncio y encargo del ángel, Marcos anota: †œEllas salieron huyendo del sepulcro, porque se habí­a apoderado de ellas el temor y el espanto; y no dijeron nada a nadie porque tení­an miedo† (Mc 16,8). Este extraño final de Marcos, que ha estimulado integraciones a finales del siglo i y principios del n, corresponde a la perspectiva global de su evangelio. El anuncio de la resurrección de Jesús junto a su tumba, abierta y vací­a, y el encargo de avisar a los discí­pulos sobre el encuentro prometido en Galilea son el vértice de la revelación de Dios, que debe ser acogida con la actitud de discreción y reserva propias de la fe cristiana.
También el evangelio de Mateo se funda en la tradición común, que es amplificada e integrada en su perspectiva redaccional. Caracterí­stico del primer evangelio es el cuadro apocalí­ptico, en el cual se inserta la resurrección de Jesús: †œDe pronto hubo un gran terremoto, pues un ángel del Señor bajó del cielo, se acercó, hizo rodar la losa del sepulcro y se sentó en ella. Su aspecto era como un rayo, y su vestido blanco como la nieve† (Mt 28,2-3). Estos rasgos apocalí­pticos, tomados del escenario bí­blico del †œdí­a del Señor†™, sirven para expresar el tema de la victoria de Dios sobre la muerte. Análogamente, Mateo encuadra la muerte de Jesús en el Calvario en un marco apocalí­ptico: †œLa tierra tembló y las piedras se resquebrajaron; se abrieron los sepulcros y muchos cuerpos de santos que estaban muertos resucitaron†™ Mt 27,51-52). La poderosa manifestación de Dios junto a la tumba de Jesús provoca la reacción aterrada de los guardias que los judí­os colocaron para controlar el sepulcro de Jesús: †œLos guardias temblaron de miedo (por la aparición del ángel del Señor) y se quedaron como muertos†™ (Mt 28,4). En cambio, al grupo de las mujeres -dos en Mateo- el ángel le comunica el anuncio pascual, que reproduce sustancialmente el de Marcos. Pero, a diferencia del segundo evangelista, Mateo refiere que las mujeres, aunque abandonaron deprisa el sepulcro, corren con temor y gran alegrí­a a comunicar el anuncio a los discí­pulos de Jesús. A lo largo del camino tienen el primer encuentro y la revelación de Jesús resucitado. El les renueva el encargo, dado ya por el ángel, de ir a anunciar †œa mis hermanos que vayan a Galilea y allí­ me verán† (Mt 28,9-10).
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Así­ pues, el primer evangelista desarrolla el motivo apologético ya anticipado en la reacción aterrorizada de los guardias ante la aparición del ángel del Señor junto a la tumba de Jesús. La sección apologética de Mateo responde a la polémica contra la resurrección del ambiente judí­o (Mt 28,11-15; Mt 27,62-66). Este elemento caracteriza al primer evangelio junto con la aparición de Jesús a las mujeres en el camino del sepulcro con el encargo del anuncio pascual que han de llevar a los discí­pulos, llamados por Jesús †œmis hermanos†. Es notable el hecho de que entre estos discí­pulos no se mencione expresamente a Pedro, como se hace en el texto paralelo de Marcos.
El tercer evangelista, Lucas, relee esta tradición de la visita de las mujeres y del anuncio pascual junto a la tumba de Jesús de acuerdo con su perspectiva teológica y espiritual. Son dos los ángeles que como testigos e intérpretes autorizados hacen el anuncio de Jesús resucitado a las mujeres, las cuales no encuentran en el sepulcro el †œcuerpo del Señor Je-sús†™(Lc24,1-4). El mismo autor hará intervenir dos ángeles intérpretes en el momento de la ascensión de Jesús al cielo (Hch 1,10).
El anuncio pascual conserva algunos rasgos caracterí­sticos del tercer evangelio. Los ángeles invitan a las mujeres atemorizadas a no buscar entre los muertos al que está †œvivo†. Esta presentación de Jesús resucitado como †œvivo† responde a la perspectiva lucana (Hch 1,3). Luego, el anuncio de la resurrección se funda en el recuerdo de las palabras proféticas de Jesús acerca del destino del Hijo del hombre:
†œRecordad lo que os dijo estando aún en Galilea, que el Hijo del hombre debí­a ser entregado en manos de pecadores, ser crucificado y resucitar al tercer dí­a† (Lc 24,6-7). El anuncio de la resurrección de los ángeles a las mujeres junto al sepulcro de Jesús es el cumplimiento de las palabras proféticas de Jesús sobre su destino de rechazado por los hombres, pero resucitado por Dios. Pues el hecho de Jesús crucificado y resucitado responde al plan de Dios, revelado en las Escrituras (Lc 9,22; Lc 18,31-33). En la edición lucana falta el encargo hecho a las mujeres de llevar el anuncio a los discí­pulos con la cita del encuentro en Galilea. En el texto lucano, Galilea es sólo el ambiente en el que Jesús hizo el anuncio profético de su muerte y resurrección. A pesar de esta tendencia del tercer evangelista a excluir a Galilea de las experiencias pascuales, se menciona el hecho de que las mujeres †œanunciaron todo esto a los once† y a todos los demás. Sólo aquí­ enumera Lucas a las mujeres, entre las cuales destaca la figura de Marí­a de Magdala, recordada por la tradición común.
Pero el evangelista se apresura a indicar que el relato y las palabras de las mujeres no fundan la fe pascual. Pues estas palabras de las mujeres son consideradas †œpor los apóstoles† un delirio (Lc 24,9-11 cf Lc 24,22-23). El tercer evangelista refiere también la tradición particular de la visita hecha por Pedro, junto con otros, al sepulcro (Lc 24,12; Lc 24,24). Pero tampoco esta visita e inspección de los discí­pulos, que encuentran el sepulcro vací­o pero no violado, son origen y fundamento de la fe pascual de la comunidad cristiana: †œPedro regresó a casa maravillado de lo ocurrido† (Lc 24,12).
Esta última nota lucana acerca de la visita de Pedro al sepulcro es ampliada por el cuarto evangelista. Juan conoce la tradición común, en la que se relata la visita hecha por Marí­a de Magdala, †œel primer dí­a de la semana, al rayar el alba, antes de salir el sol†, a la tumba de Jesús. La encuentra abierta y vací­a. La mujer corre entonces a informar a los discí­pulos, los cuales a su vez corren a inspeccionar el sepulcro de Jesús. En el ambiente juanista se conoce también la hipótesis de la sustracción del cadáver, desarrollada en la sección apologética de Mateo (Jn 20,2; Jn 20,11). Pero el relato de Juan se concentra en el episodio de la visita hecha por Pedro y por el otro discí­pulo a la tumba de Jesús. La escena sirve para llamar la atención sobre el contraste entre las dos figuras, las de Pedro y del discí­pulo. Pedro †œve† los lienzos por el suelo y el sudario con que le habí­an envuelto la cabeza a Jesús, doblado aparte; pero no concluye nada. En cambio, el otro discí­pulo †œvio y creyó† (Jn 20,6-8). En consecuencia, el evangelista termina con una reflexión sobre la relación entre fe en la resurrección y Escritura: †œPues no habí­an aún entendido la Escritura según la cual Jesús tení­a que resucitar de entre los muertos† (Jn 20,9). En este caso la reflexión de Juan desarrolla la función del ángel intérprete de la tradición sinóptica. Es notable también el paralelismo entre el †œdebí­a† resucitar de entre los muertos de Juan y el de la tradición lucana.
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El relato del cuarto evangelio sigue con la historia de Marí­a Magdalena, que llora junto al sepulcro de Jesús. En este contexto se introducen los dos ángeles, como en la tradición lucana. Pero no ejercen un papel determinante en la experiencia pascual; sirven únicamente para reiterar la hipótesis de la sustracción del cadáver. A la pregunta que hacen a Marí­a: †œMujer, ¿por qué lloras?†, ella responde: †œSe han llevado a mi Señor, y no sé dónde lo han puesto† (Jn 20,13). En este punto, el evangelista refiere la cristofaní­a a Marí­a de Mag-dala, que tiene su paralelo en la tradición referida por Mateo, donde Jesús se aparece a las mujeres en el camino del sepulcro. El diálogo con el misterioso personaje del huerto, que al final se revela como el Señor, se desarrolla de acuerdo con el esquema de las apariciones de reconocimiento. Termina con el anuncio de la resurrección hecho a Marí­a por el mismo Jesús en términos juanistas -†œsubida al Padre†- y con el encargo de llevar la buena noticia pascual a los discí­pulos: †œAnda y di a mis hermanos que me voy con mi Padre y vuestro Padre, con mi Dios y vuestro Dios† (Jn 20,17). El relato se cierra con la ejecución de este encargo pascual por parte de Marí­a de Mag-dala, la cual anuncia a los discí­pulos: †œAc visto al Señor†, y también lo que le habí­a dicho (Jn 20,18).
Por este análisis de los textos evangélicos acerca de la visita de las mujeres al sepulcro de Jesús, que encuentran abierto y vací­o, se ve claramente que la tradición común sirve para mencionar la primera experiencia y el anuncio de Jesús resucitado según los esquemas de la tradición kerigmática y según la perspectiva de cada uno de los evangelios.
Un eco de esta interpretación pascual del sepulcro vací­o de Jerusalén se encuentra también en el segundo libro de la obra de Lucas, los Hechos de los Apóstoles. Aquí­ se menciona la sepultura de Jesús por los judí­os (Hch 13,29). En los discursos misioneros se intenta también una interpretación mesiánica de la tumba vací­a sobre la base de la exégesis de carácter actualizante del Ps 16,10 y de la promesa de 2S 7,12; Ps 132,11. El sepulcro vací­o de Jesús es un signo de que él es el †œsanto y justo† librado de la corrupción, según se le prometió al mesí­as (Hch 2,25-32; Hch 13,35-37).
Así­ pues, el examen de los textos evangélicos y el de los Hechos confirma el dato común de la tradición acerca de la tumba de Jesús en Jerusalén, conocida en el ambiente de la comunidad judeo-cristiana. Este dato no lo pone en discusión el frente judí­o que impugna su significado religioso y mesiánico. En aquel ambiente se habla de sustracción del cadáver (Mateo y Juan). Pero lo que le interesa a la tradición evangélica es el significado del sepulcro de Jesús, encontrado abierto y vací­o. Este hecho es el signo de la victoria de Dios sobre la muerte y la confirmación de la mesianidad de Jesús crucificado. Pues la visita de las mujeres al sepulcro de Jesús el primer dí­a de la semana es el contexto en el que se hace el anuncio de la resurrección por parte del ángel o ángeles enviados por Dios, sobre la base de las palabras de Jesús o de la Escritura.
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2. LOS RELATOS DE APARICIí“N de Jesús resucitado.
El núcleo más antiguo del kerigma referido por Pablo en la primera carta a los / Corintios hace referencia a las apariciones de Jesús y da la lista de los testigos cualificados: Cefas y los doce, Santiago y todos los demás apóstoles, así­ como los hermanos (1Co 15,5-7). Al final de esta lista coloca Pablo su propia experiencia personal de encuentro con Jesús resucitado (1Co 15,8). En el evangelio de Marcos la aparición de Jesús a los discí­pulos es sólo preanunciada, pero no referida. Las que se refieren en el final no marcan o son producto de una sí­ntesis tardí­a de las tradiciones evangélicas, releí­das en clave popular Mc 16,9-14). En cambio, las experiencias de apariciones de Jesús a los discí­pulos son referidas ampliamente por los evangelios de Lucas y de Juan. Entre los textos de estos dos evangelios se encuentra una afinidad en la estructura general del relato, así­ como en los temas y motivos particulares. Pero lo que llama la atención al lector actual de los evangelios es la diversa ubicación de la experiencia de encuentro o aparición de Jesús a los discí­pulos. Se puede distinguir un primer ámbito de tradiciones, que refiere las experiencias de los discí­pulos en Jerusalén (Lucas-Hechos, Juan, Mateo, aparición a las mujeres; y también Lucas, aparición a los dos discí­pulos de Emaús). Otra serie de experiencias está ambientada en Galilea (Mateo, Juan en el apéndice, Marcos en la final tardí­a). También los destinatarios de estas manifestaciones o apariciones están distribuidos en diversos grupos. Destaca la figura de Pedro, unánimemente mencionado en la sí­ntesis kerigmática y catequí­stica de Pablo (1Co 15,5) y en la declaración de Lucas, referida en el momento en que los dos discí­pulos de Emaús a Jerusalén se encuentran con los once y los otros discí­pulos. †œRealmente, el Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón† (Lc 24,34). Junto a Pedro está el grupo de los once, a los que se añaden grupos particulares de otros discí­pulos: los siete del apéndice de Juan, los dos de Emaús, las mujeres y los †œhermanos†.
Además de esta diversificación de ambiente y de destinatarios, se puede captar en la actual edición de los textos evangélicos la diversa presentación de la experiencia o visión de Jesús resucitado. Sustancialmente se pueden distinguir dos formas de relato de aparición. Una, en la que se pone el acento en el reconocimiento de Jesús, subrayando su realidad e identidad. Otra segunda serie de relatos se centra en las palabras de Jesús, que encarga a los discí­pulos la misión.
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a) Apariciones de reconocimiento.
Los dos evangelios de Lucas y de Juan contienen los relatos en los que Jesús se aparece a los discí­pulos y se da a conocer como el Señor. Estos textos siguen un esquema común articulado en algunas secuencias fijas. La estructura base se puede reconstruir en estas fases: a) situación de los discí­pulos reunidos; b) iniciativa del resucitado, que se manifiesta o se hace el encontradizo en medio de los discí­pulos (saludo); c) reconocimiento de la identidad de Jesús por medio de sus palabras y de los gestos por él realizados; d) separación de Jesús del grupo de los discí­pulos. Esta afinidad a nivel de estructura y de motivos temáticos remite a un contacto entre las dos tradiciones que están en el origen de los evangelios de Lucas y de Juan. Pero éstos se distinguen por la diversa perspectiva cristológica y eclesial que se puede deducir del conjunto unitario del texto.
El evangelio de Lucas coloca el relato de la aparición de Jesús a los discí­pulos en el cuadro más amplio de un itinerario de fe que va de la duda y la perplejidad iniciales hasta la plena adhesión de fe (Lc 24,12; Lc 24,52). La visita de Pedro y de los otros discí­pulos a la tumba de Jesús es simplemente la ocasión para subrayar su estupor y consternación (Lc 24,12; Lc 24,22-24). En cambio, el vértice de la experiencia pascual se tiene al final, cuando Jesús es llevado o elevado al cielo: †œY ellos lo adoraron y se volvieron a Jerusalén llenos de alegrí­a† (Lc 24,52).

Un ejemplo de este proceso o itinerario de fe lo representa el episodio de fe de los dos discí­pulos de Emaús. Es un relato tí­pico de reconocimiento, que utiliza una tradición lucana peculiar. En ella se conserva el recuerdo de una aparición de Jesús al grupo de los parientes o †œhermanos†™. De hecho, uno de los dos protagonistas de la historia de Emaús, Cleofás, es el hermano de José; por tanto, tí­o de Jesús Lc 24,18). El amplio relato lucano centrado en estos dos discí­pulos, que dejan la comunidad de Jerusalén para volver a su pueblo de Emaús, insiste en el diálogo con Jesús, que se les junta bajo el aspecto de un peregrino. Pero sus †œojos -observa el evangelista- eran incapaces de reconocerlo† (Lc 24,16). Sólo después del diálogo con Jesús, en el que su palabra y su gesto remiten al recuerdo histórico y a las promesas de Dios consignadas en la Escritura, puede notar el evangelista: †œEntonces sus ojos se abrieron y lo reconocieron†(Lc 24,31). Entre estas dos indicaciones extremas tiene lugar el encuentro de reconocimiento pascual de Jesús. Ante todo, las palabras de los dos discí­pulos manifiestan la profunda crisis que se ha abatido sobre el grupo. Es una relectura del episodio de Jesús, †œprofeta poderoso en obras y palabras ante Dios y ante todo el pueblo†. Su fin trágico en Jerusalén, con la condena a muerte y la crucifixión, ha roto las esperanzas de liberación mesiánica nacional: †œNosotros esperábamos que él serí­a el liberador de Israel† (Lc 24,21). La experiencia del sepulcro vací­o de las mujeres y la inspección por parte de algunos discí­pulos no han modificado esta situación de profunda crisis.
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En este punto es la palabra de Jesús la que hace renacer la esperanza y abre los ojos de los discí­pulos. Apela él a la palabra profética de la Escritura, que debe cumplirse en el me-sí­as. El episodio trágico de Jesús no contradice al designio de Dios, sino que lo lleva a su cumplimiento de manera paradójica. Pues el mesí­as sólo entrará en la gloria a través del sufrimiento. †œY empezando por Moisés y todos los profetas, les interpretó lo que sobre él hay en todas las Escrituras† (Lc 24,27). Esta interpretación profética y cristológica de la Escritura recibe su sello en el gesto de Jesús, que, invitado por los dos discí­pulos a sentarse a la mesa con ellos, hace de presidente de ella. Los gestos rituales y la oración de bendición de la mesa recuerdan los de la última y profética cena antes de la muerte: †œSe puso a la mesa con ellos, tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio† (Lc 24,30). Este acto es la revelación definitiva de Jesús a los dos discí­pulos, que lo pueden reconocer gracias a la palabra de Dios interpretada por él y al gesto que remite al don y a la oferta de su vida. Mas en ese momento Jesús no está ya disponible, porque su modo de ser presente es diverso al de la relación puramente fí­sica. Es él el que toma la iniciativa de manifestarse o de sustraerse a la relación con los discí­pulos: †œPero él desapareció de su vista† (Lc 24,31). Los dos discí­pulos interiorizan la experiencia del encuentro con Jesús, que tiene su núcleo fecundo en la interpretación de las Escrituras. Entonces cambian de dirección y vuelven a Jerusalén, donde encuentran a los once y a los otros discí­pulos. Aquí­, en la comunidad de Jerusalén, donde se encuentra el grupo de los discí­pulos históricos de Jesús, reciben el anuncio pascual: †œVerdaderamente, el Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón† (Lc 24,34). Y refieren ellos cómo encontraron a Jesús y le reconocieron en el gesto de la fracción del pan.
Directamente conexa con el episodio de los dos discí­pulos de Emaús está la manifestación de Jesús a los once de Jerusalén (Lc 24,36-42). Jesús se aparece en medio del grupo de los discí­pulos y los saluda con el anuncio de la paz mesiánica. La reacción de los discí­pulos, estupefactos y atemorizados, da pie al evangelista para una profundización catequí­stica, en la cual se subraya la identidad entre el crucificado y Jesús resucitado, y el realismo de su cuerpo resucitado: †œAterrados y llenos de miedo, creí­an ver un espí­ritu. El les dijo: ,Por qué os asustáis y dudáis dentro de vosotros? Ved mis manos y mis pies. Soy yo mismo. Tocadme y ved que un espí­ritu no tiene carne ni huesos, como veis que tengo yo. Dicho esto, les mostró las manos y los pies† (Lc 24,37-40). La reacción emotiva de los discí­pulos remite a un estereotipo de los encuentros con Jesús, del cual hay huellas también en la tradición de Marcos y Mateo (Mc 6,49; Mt 14,26, encuentro Jesús con los discí­pulos en el lago noche). En el contexto de la catequesis lucana esta contraposición entre el †œfantasma† y el cuerpo real de Jesús resucitado responde a una de las caracterí­sticas dificultades del ambiente greco-helení­stico, donde se tiende a confundir la resurrección de Jesús y su manifestación con la supervivencia de los espí­ritus separados del cuerpo. La ostensión de los signos de la pasión: las manos y los pies, confirma a los discí­pulos en la identidad real entre Jesús crucificado y el Señor que se les revela. Una confirmación ulterior y signo de la plena pertenencia de Jesús al mundo de los vivos es la petición a los discí­pulos de algo que comer; en su presencia, Jesús come un trozo de pez asado (Lc 24,4 1-42; Lc 8,55). Este aspecto convival de la manifestación de Jesús resucitado a los discí­pulos se subraya particularmente en la reconstrucción hecha al principio de los Hechos de los Apóstoles y en algunos fragmentos de los discursos misioneros (Hch 1,3-4; Hch 10,40-41).
La misma insistencia en el reconocimiento de Jesús y en el realismo de su corporeidad de resucitado se encuentra en el cuarto evangelio. La presentación de Marí­a de Magdala, con la eliminación de las otras figuras femeninas, le sirve a Juan para trazar el itinerario ideal de la fe del discí­pulo que busca a su Señor. Es la iniciativa de Jesús la que le hace posible a la Magdalena el reconocimiento del misterioso hortelano que le pregunta: †œMujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?† (Jn 20,15). Las palabras de Jesús le permiten a Marí­a †œvolverse† hacia él en la justa actitud de la fe y reconocerlo como †œsu Señor y maestro†. †œJesús le dijo: †˜Marí­a†™. Ella se volvió y exclamó en hebreo: †˜Rabbu-ní­†™ (es decir, maestro)† (Jn 20,16). Jesús le recuerda entonces a Marí­a la nueva relación que se ha establecido entre él y los discí­pulos en virtud de la resurrección: †œSuéltame, que aún no he subido al Padre; anda y di a mis hermanos que me voy con mi Padre y vuestro Padre, con mi Dios y vuestro Dios† (Jn 20,17). La resurrección de Jesús, según el cuarto evangelio, es un proceso dinámico iniciado ya con el don que Jesús hizo de sí­ en la muerte y acelerado por la resurrección, pero que tiene su pleno cumplimiento con la ascensión y glorificación de Jesús. El realiza de ese modo la plena y definitiva comunión entre Dios, el Padre, y los hombres, los hermanos.
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A esta escena del encuentro de Marí­a, figura del discí­pulo, y Jesús sigue en el texto de Juan el encuentro de Jesús con los otros discí­pulos. Esto ocurre en dos fases distintas en el tiempo en un intervalo de ocho dí­as (Jn 20,19-23; Jn 20,24-29). El primer encuentro tiene lugar la tarde de aquel dí­a, el primero de la semana. Jesús se aparece en medio de los discí­pulos en el lugar en que están encerrados por miedo a los judí­os. El saludo pascual de Jesús corresponde a su promesa de la paz (Jn 14,27). Sigue la manifestación de Jesús, que muestra a los discí­pulos las manos y el costado. La novedad respecto al texto lucano es este último particular, que remite a la escena de la muerte de Jesús, donde el evangelista llama la atención sobre el costado traspasado por la lanza (Jn 19,33-37). No hay dudas y perplejidades en el grupo de los discí­pulos, que †œse llenaron de alegrí­a al ver al Señor† (Jn 20,20). A esta escena implí­cita de reconocimiento, en la que Jesús aparece como el Señor resucitado, idéntico al que ha muerto en la cruz, sigue el encargo de misión con una fórmula caracterí­stica jua-nista: †œComo el Padre me envió a mí­, así­ os enví­o yo a vosotros† (Jn 20,21). El don del Espí­ritu, comunicado a los discí­pulos con el gesto simbólico de la creación inicial (Gn 2,7), capacita a los discí­pulos para su cometido de perdonar o retenerlos pecados en la comunidad (Jn 20,22-23).
A este primer encuentro sigue otro segundo, colocado ocho dí­as después, en un plazo semanal, que recuerda los ritmos de las celebraciones comunitarias en la Iglesia primitiva. En esta nueva escena es protagonista Tomás, uno de los doce, que representa y concentra la figura del discí­pulo dudoso e incrédulo. Pues al anuncio hecho por los otros discí­pulos: †œHemos visto al Señor†, replica él con la contraposición caracterí­stica del cuarto evangelio entre †œver† y †œcreer†: †œSi no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creo† (Jn 20,25). El nuevo encuentro de Jesús con los discí­pulos sirve para definir el verdadero estatuto del discí­pulo creyente. La escena está modelada según el esquema de la precedente: Jesús aparece en medio de los discí­pulos, estando las puertas cerradas; les dirige el saludo pascual de la paz, y luego invita a Tomás a verificar la identidad y la realidad de su cuerpo de crucificado: †œTrae tu dedo aquí­ y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino creyente† (Jn 20,27). La reacción de Tomás representa la cumbre de la profesión de fe cristológica en el cuarto evangelio: †œSeñor mí­o y Dios mí­o† Jn 20,28). Entonces Jesús, en forma de maca-rismo, traza el estatuto del auténtico discí­pulo, que funda su fe no en †œver†, que es sólo un elemento limitado de la fe pascual de los discí­pulos, sino en su testimonio, que se ha convertido en anuncio y tradición: †œHas creí­do porque has visto. Dichosos los que creen sin haber visto† (Jn 20,29).
También la escena sucesiva, añadida en apéndice al cuarto evangelio, conserva algunos rasgos de la manifestación de Jesús a los discí­pulos a orillas del lago de Tiberí­ades en forma de aparición de reconocimiento. Siete discí­pulos vuelven a pescar con Simón Pedro. Después de una noche infructuosa, ven a Jesús en la orilla del lago, †œpero no sabí­an que era Jesús† (Jn 21,4). Por su palabra, que les invita a echar la red a la parte derecha de la barca, consiguen una pesca maravillosa. Entonces el discí­pulo al que Jesús amaba, que representa al verdadero Creyente, se dirige a Pedro diciendo: †œEs el Señor† (Jn 21,7). Pedro gana a nado la orilla y encuentra preparado en unas brasas pescado y pan. Luego Jesús invita a los discí­pulos a comer. En este punto observa el evangelista: †œNinguno de los discí­pulos se atrevió a preguntarle: †˜cTÚ quién eres?†™, pues sabí­an que era el Señor† (Jn 21,12). Así­ pues, también ésta es una escena tí­pica de reconocimiento, donde la palabra y el gesto convival de Jesús hacen que los discí­pulos pasen de la duda a la plena adhesión de la fe en su presencia. El editor del cuarto evangelio concluye esta escena de reconocimiento con esta observación: †œEsta fue la tercera vez que se apareció a los discí­pulos después de haber resucitado de entre los muertos† (Jn 21,14).
Un eco de este tema de la duda de los discí­pulos en el encuentro con Jesús resucitado lo tenemos en el primer evangelio, donde se relata la manifestación de Jesús a los discí­pulos en el monte de Galilea. Los once discí­pulos, al ver a Jesús, †œse postraron ante él; pero algunos dudaban† (Mt 28,17). La iniciativa de Jesús, que se acerca a los discí­pulos, y su palabra hacen que los discí­pulos pasen de la duda y de la incredulidad a la plena adhesión de la fe.
Los elementos constantes de estos relatos de aparición, donde el acento se pone en el progresivo reconocimiento de Jesús, se pueden resumir en estos datos. Ante todo se pone de relieve la iniciativa de Jesús resucitado, que se manifiesta con sus palabras y con gestos a los discí­pulos, bien solos, bien reunidos en grupo. Un segundo elemento que se hace resaltar en los relatos evangélicos es la resistencia de los discí­pulos a reconocer al Señor y a aceptarlo en la fe. Su duda y perplejidad, diversamente motivadas, son superadas por la palabra de Jesús y por sus gestos. Este conjunto de datos tiene un valor catequí­stico, que corresponde a las diversas intenciones de los evangelistas. Ellos quieren subrayar el realismo de la resurrección de Jesús y su perfecta identidad. El que ha sido crucificado es ahora el Señor resucitado. Los discí­pulos han llegado a esta conclusión de fe, superando las resistencias iniciales, gracias a la acción misma del Señor, que se ha hecho encontradizo con ellos.
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b) Apariciones de misión.
Las manifestaciones de Jesús a los discí­pulos están orientadas a la misión.
Esta se entrevé como tendencia común desde el primero y más antiguo esquema de anuncio pascual referido por Pablo. La aparición a Cefas y a los doce, a Santiago y a los otros apóstoles, como la hecha de modo excepcional a Pablo, es el origen de su testimonio y misión autorizadas (1Co 15,3ss). También el anuncio hecho a las mujeres junto al sepulcro y la misma manifestación de Jesús al grupo de los discí­pulos o a particulares están estructuralmente orientados al encargo de misión. Marí­a de Mag-dala en Juan o el grupo de las mujeres (Marcos-Mateo) son encargados de anunciar a los discí­pulos el mensaje pascual: el Señor ha resucitado (Jn 20,18).
Pero son los evangelios de Lucas y Mateo los que refieren los discursos más amplios, en los cuales Jesús encarga a los discí­pulos la misión pascual. Lucas, en la organización de su texto de forma unitaria, menciona en la cumbre de la aparición de reconocimiento el encargo de misión (Lc 24,44-49). En sustancia, se trata de una relectura de los textos bí­blicos en clave cristológica. Esto, por lo demás, es un tema constante del relato pascual lucano (Lc 24,7; Lc 24,25-27; Lc 24,44). Jesús se dirige a los once, después de su reconocimiento: †œDe esto os hablaba cuando estaba todaví­a con vosotros: Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito acerca de mí­ en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos. Entonces les abrió la inteligencia para que entendieran las Escrituras† (Lc 24,44-45). Después de esta evocación del cumplimiento de las palabras proféticas de la Biblia, que da pleno significado al misterio de pascua, Jesús mismo traza el programa misionero de los discí­pulos, fundándolo también en el testimonio de la Escritura. Tanto el contenido del anuncio como la determinación de los destinatarios se establecen sobre la base de la palabra de Dios:
†œEstaba escrito que el Mesí­as tení­a que sufrir y resucitar de entre los muertos al tercer dí­a, y que hay que predicar en su nombre el arrepentimiento y el perdón de los pecados a todas las naciones, comenzando por Jerusalén† (Lc 24,46-47). El contenido del anuncio misionero de los discí­pulos es el kerigma pascual, la muerte y la resurrección de Jesús; y este anuncio se convierte en el fundamento de los dones de Dios en favor de todos los pueblos: †œla conversión y el perdón de los pecados†™. El programa de la misión de los discí­pulos es histórica y geográficamente definido por Jesús. Deben esperar en Jerusalén el don del Espí­ritu prometido, que los capacita para el testimonio autorizado (Lc 24,48-49). A ese modelo de la misión pospascual de los discí­pulos corresponde el cuadro reconstruido a principios del libro segundo de la obra lucana, los Hechos de los Apóstoles. En su última manifestación a los discí­pulos, Jesús les invita a superar las nostalgias de la restauración mesiánico-nacional, prometiéndoles, en cambio, la fuerza del Espí­ritu Santo, que les hace testigos suyos †œen Jerusalén, en toda Judea, en Samarí­a y hasta los confines de la tierra† (Hch 1,8).
El evangelio de Juan sólo ha conservado un eco de este encargo pascual de misión, porque ya ha hablado ampliamente de ello en el discurso o testamento de adiós (Jn 20,21). En cambio, el primer evangelio ha centrado el único encuentro o aparición de Jesús a los discí­pulos en este tema (Mt 28,16-20 ). Es el vértice del evangelio entero, que concluye con la auto-presentación de Jesús y el encargo a los discí­pulos de la misión universal. Jesús se les manifiesta en el monte de Galilea, en el lugar prefijado del encuentro, como el Hijo de Dios constituido en la plenitud de poderes. Luego los enví­a a †œhacer discí­pulos en todas las naciones† por la adhesión a la comunidad mediante el rito bautismal y la observancia de todo lo que él ha mandado. La última palabra de Jesús es la promesa mesiánica de su presencia de Señor hasta el fin de la historia: †œY sabed que yo estoy con vosotros todos los dí­as hasta el fin del mundo† Mt 28,20). De ese modo la promesa del nombre dado a Jesús, cumplimiento de las expectativas mesiánicas, Emanuel, llega con estas palabras finales a su plena verificación. En resumen, el relato de Mateo representa la autorización de la misión universal de los discí­pulos, fundada en el reconocimiento del señorí­o de Jesús resucitado.
Este texto conclusivo del primer evangelio es particularmente significativo, si se tienen presentes algunas anticipaciones prepascualesde la misión de los discí­pulos, en las cuales Pedro juega un papel preeminente. El eco de la manifestación pascual a Pedro, que está en la base de la fe de la comunidad, se encuentra en algunos relatos del evangelio de Mateo. Jesús se revela a los discí­pulos en el lago de noche y salva a Pedro con un gesto simbólico (Mt 14,28-33). A Pedro, hijo de Juan, que reconoce la plena mesianidad de Jesús y su condición de Hijo del Dios vivo, Jesús le anuncia su función de fundamento de la comunidad mesiánica asociada a su victoria sobre el poder del mal y de la muerte (Mt 16,16-19). Un eco de esta función de la misión de Pedro, relacionada con la experiencia pascual, lo tenemos en el evangelio de Lucas. Jesús anuncia la crisis de fe de Pedro, conexa con su pasión; pero al mismo tiempo asegura la superación de la prueba gracias a su oración eficaz. De ese modo Pedro podrá confirmar la fe de sus hermanos (Lc 22,31-32; Lc 24,34). También el cuarto evangelio ha conservado el eco del cometido confiado a Pedro después de haberse rehabilitado en su fe. El cometido pastoral de Pedro como prolongación del de Jesús es transmitido al discí­pulo reintegrado a su relación de amor (Jn 21,15-19). Se trata de un motivo constante de la única tradición, reproducida en los varios textos evangélicos teniendo en cuenta la situación vital de las comunidades destinatarias de los evangelios.
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3. El anuncio de la resurrección en los Hechos.
A la obra luca-na pertenece el segundo libro, conocido como Hechos de los Apóstoles, donde la tradición pascual lucana es releí­da según una perspectiva cristológica y eclesial particular. En ella se tiende a subrayar la continuidad histórica y salví­fica entre las promesas hechas a Israel y su cumplimiento realizado a través de la resurrección de Jesús y en la historia de la Iglesia primitiva. El comienzo de los Hechos recoge y relee, con algunos retoques, el final del primer libro, el evangelio (Hch 1,3-11; Lc 24,36-52). En esta sección se relatan de nuevo el encuentro y la manifestación de Jesús a los discí­pulos. En un contexto convival, se revela como el Señor vivo. Después de haber trazado el programa de la misión mediante el don del Espí­ritu de lo alto que los capacita para dar testimonio en Jerusalén y hasta los confines de la tierra, Jesús se separa definitivamente de sus discí­pulos con la ascensión. De ese modo entra él en el mundo de Dios y se sienta a su derecha como Señor.
El mensaje relativo a la resurrección se encuentra en aquellas secciones que marcan el ritmo de los Hechos y que se llaman †œdiscursos. Se trata, en realidad, de esquemas de anuncio, que utilizan fórmulas y modelos arcaicos, pero que están influidos por la revisión redaccional lucana. En efecto, se puede reconstruir un esquema común de estos discursos atribuidos a Pedro o a Pablo. A pesar de la diversidad de los destinatarios y de los ambientes: los judí­os de Jerusalén o de la diáspora y los greco-paganos de fuera de Palestina, los diversos discursos siguen un desarrollo sustancialmente estereotipado. Por lo que atañe al tema de la resurrección de Jesús, se pueden distinguir tres elementos constantes:
1) La contraposición dialéctica entre el rechazo de Jesús por parte de los judí­os, los jefes de Jerusalén, que lo han condenado a muerte, y la acción eficaz de Dios, que lo ha resucitado de entre los muertos. Pedro en su primer discurso a los judí­os de toda la diáspora, convocados en Jerusalén para Pentecostés, recuerda con rápidos rasgos la vida de Jesús de Nazaret, hombre acreditado por Dios en medio de ellos con milagros, prodigios y señales, al que †œvosotros matasteis por manos de los paganos; pero Dios lo ha resucitado, rompiendo las ligaduras de la muerte, pues era imposible que la muerte dominara sobre él† Hch 2,22-24).
2) En un segundo momento se insiste en el testimonio dado por los discí­pulos acreditados a la resurrección de Jesús: †œDios ha resucitado a este Jesús, de lo que todos nosotros somos testigos† Hch 2,32).
3) En tercer lugar, se pasa al testimonio de la Escritura. El predicador recuerda algunos textos de la tradición bí­blica, en particular salmos y profetas, para mostrar la conformidad entre la vida de Jesús, sobre todo su muerte y resurrección, y el designio de Dios preanunciado en las Escrituras proféticas. Pablo, dirigiéndose a los judí­os de la diáspora y a los temerosos de Dios durante una liturgia sinagogal en Antioquí­a de Pisi-dia, proclama en estos términos el contenido del kerigma: †œPorque los habitantes de Jerusalén y sus jefes han cumplido, sin saberlo, las palabras de los profetas que se leen cada sábado… Y así­ que cumplieron lo que acerca de él estaba escrito, lo bajaron del leño y lo sepultaron† (Hch 13,27; Hch 13,29). La referencia constante a las Escrituras permite dar un significado mesiánico y salví­fico en particular a la resurrección de Jesús, que se contrapone al escándalo de la muerte (Hch 3,18). También la entronización celestial de Jesús como Señor y juez universal corresponde al designio de Dios, anunciado en la Escritura (Hch 2,34; Hch 3,22; Hch 3,24; Hch 10,42). Normalmente la predicación concluye llamando a la conversión para obtener el perdón de los pecados y la salvación (Hch 2,38; Hch 3,26).
El tema de la resurrección, además de en los grandes discursos misioneros de los Hechos, se encuentra en otra sección dedicada a la apologí­a de Pablo ante las autoridades judí­as o las romanas. Estas audiencias del largo proceso paulino son ocasión de dar un testimonio valiente de Jesús mesí­as y señor. Pablo, ante el sanedrí­n de Jerusalén, resume su posición en estos términos: †œYo soy juzgado por la esperanza en la resurrección de los muertos† (Hch 23,6). Esta declaración, en la perspectiva lucana, de la cual se hace Pablo portavoz, responde a la esperanza histórica de Israel y de los padres (Hch 24,21; Hch 26,6; Hch 28,20). De ese modo el anuncio cristiano, en el cual se proclama la resurrección de Jesús, se sitúa dentro de la historia salví­fica; su primer acto lo tiene en las promesas hechas a Israel, y llega a su cumplimiento en la resurrección de Jesús; ésta a su vez se convierte en garantí­a de esperanza para todos los creyentes.
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III. LA RESURRECCION, PROMESA DE DIOS Y ESPERANZA HUMANA.
La resurrección de Jesús es el núcleo central de la experiencia cristiana y el fundamento de la fe, en la cual se proclama a Jesús Cristo y Señor. Ella es también el cumplimiento de las promesas de Dios, de las cuales es portador el Israel histórico, y que están consignadas en la Sagrada Escritura: la ley, los profetas y los salmos (los Escritos). Intérprete de esta esperanza bí­blica es la tradición judí­a, la cual, frente a la muerte, relee su fe en clave de resurrección. Se comprende entonces que el Jesús histórico expresara su esperanza ante su propia muerte apelando a la tradición bí­blica y a los modelos lingüí­sticos del ambiente judí­o. Su resurrección como victoria definitiva sobre la muerte se convierte en la garantí­a de vida de todos los hombres, cambiando el significado de la condición humana en el mundo y en la historia.
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1. La resurrección en el AT y en la tradición judia.
La fe explí­cita en la resurrección de los muertos se encuentra en los textos bí­blicos del siglo II a.C, en la época de la crisis macabea. El primer texto que formula en términos claros la fe en la resurrección de los muertos es un párrafo de Daniel. En el contexto de la crisis, evocada en un escenario apocalí­ptico como la gran tribulación, se anuncia en términos proféticos la rehabilitación de los justos y de los mártires: †œY muchos de los que duermen en el polvo de la tierra se despertarán; unos para la vida eterna, otros para la vergüenza y la ignominia perpetua. Los santos brillarán entonces como el resplandor del firmamento, y los que enseñaron a muchos la justicia brillarán como las estrellas por toda la eternidad† (Dn 12,2-3). En este texto se afirma claramente la resurrección de los justos, mientras que para los otros se anuncia la corrupción o la muerte. Los maestros de justicia serán asociados al mundo divino en una condición gloriosa, †œcomo el resplandor del firmamento…, como las estrellas†. Este texto profético es el fundamento de la sucesiva tradición judí­a reflejada en los textos apócrifos. En cambio, la tradición rabí­nica apelará a la ley (tó-rah) para fundar su creencia en la resurrección de los muertos.
El segundo texto es el de la historia de los Macabeos, escrito en griego en el siglo II ?? (2M 7, donde se relata el martirio de los siete hermanos). En este amplio relato, que refleja la cultura y el gusto retórico de los griegos, la fe en la resurrección se funda en el poder creador de Dios, que ha hecho el mundo y es el Señor de la vida. Así­ pues, en el libro de los Macabeos se afirma la resurrección de los justos que han permanecido fieles a Dios también a costa de la vida (mártires). Probablemente el texto macabeo representa una precisión y un desarrollo ulterior respecto al párrafo de Daniel, que coloca la resurrección al fin de los tiempos, en un contexto esca-tológico. En todo caso, en ambos textos no se intenta definir ni el tiempo ni la modalidad de la resurrección. Lo que cuenta es la certeza de la resurrección de los muertos, garantizada por la fidelidad misericordiosa de Dios creador.
Los precedentes bí­blicos de esta fe en la resurrección de los muertos, reflejada en los dos textos mencionados, se encuentran en la tradición profética que va de Oseas a Ezequiel. Los relatos populares de los dos profetas taumaturgos del reino del norte, Elias y Elí­seo, que recuerdan la resurrección -llamada a la vida- de dos jóvenes, pueden representar el principio de esta tradición (IR 17,17-24; 2R 4,31-37). Pero es un texto de Oseas el que recurre al lenguaje de resurrección para hablar del trastorno de una situación de desastre nacional en un contexto de liturgia penitencial (Os 6,1-3). La misma metáfora emplea el profeta Ezequiel en la célebre parábola de los huesos vivificados por el Espí­ritu creador de Dios (Ez 37,1-14). También un texto de Isaí­as, inserto en un contexto apocalí­ptico (Is 26,19), anuncia la rehabilitación salví­fica por iniciativa de Dios, sucesiva a la crisis o drama del exilio. En resumen, los textos profé-ticos, más que hablar de la resurrección de los muertos, utilizan el lenguaje de la resurrección para proclamar la fidelidad de Dios, el único que puede salvar a su pueblo de la amenaza o que lo rehabilita después de la crisis de la dispersión. Sin embargo, esta iniciativa eficaz del Dios fiel se convierte en signo o prefiguración de la salvación final o escatológica. Y precisamente éste es el sentido que tienen los textos proféticos mencionados, en particular de Oseas y Ezequiel, y así­ son interpretados por la sucesiva tradición judí­a.
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En sí­ntesis, la fe en la resurrección de los muertos en la tradición bí­blica se desarrolla en torno a algunos elementos que están en su origen y que condicionan los desarrollos de su formulación. La resurrección de los muertos es la respuesta al drama de la muerte; una respuesta fundada en la fe en Dios, señor de la vida y de la muerte (Dt 32,35). Dios creador, fuente y señor de la vida, establece con el justo una relación que ni siquiera la muerte puede interrumpir. La esperanza de los justos, de la cual se hacen portavoces los salmistas, expresa la certeza de la plena comunión con Dios, que no puede ser atacada por la muerte SaI 16,23; SaI 49,16; SaI 73,23-24). Esta certeza se funda en la justicia de Dios y en su fidelidad a la alianza. Dios justo y misericordioso está en la fuente y en el fundamento de la fe, que en el siglo II se expresa en el modelo lingüí­stico cultural de la resurrección. A la formulación de este lenguaje y modelo pueden haber contribuido en parte los mitos agrarios y los ciclos estacionales de matriz cananea, y, después del destierro, el mito persa de la restauración universal y cósmica.
Finalmente, el elemento acelerador en el proceso de formulación del credo bí­blico en la resurrección de los muertos es la crisis persa y helení­stica. Ante la persecución de los justos y la muerte de los mártires se renueva la certeza en la victoria y en el triunfo de Dios sobre la muerte, a los cuales asocia él a los justos y a los mártires.
La sucesiva tradición judí­a se desarrolla según un amplio abanico de concepciones antropológicas y escatológicas. Dados los intercambios entre cultura judí­a y helení­stica, no puede extrañar que se encuentre junto al lenguaje antropológico monista también la terminologí­a tomada del mundo greco-helení­stico, donde se habla de inmortalidad. Sobre el fondo de la fe judí­a, reflejada en los textos de la literatura intertestamentaria (apócrifos) [1 Apocalí­ptica], está la gran tradición bí­blica. Estos textos no se interesan por los particulares descriptivos tomados de la cultura o de la tradición, sino que colocan el acento en el hecho de que los justos son asociados al esplendor de Dios, parangonados a los astros y a los ángeles. Ellos participan del triunfo definitivo sobre la muerte y de la plenitud de vida prometida a los que son fieles a Dios y a su ley. Dentro de la pluralidad de concepciones y formulaciones de la esperanza judí­a, se distinguen dos modalidades fundamentales: por una parte, el modelo de la resurrección; por otra, el de la elevación o ensalzamiento.
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También el judaismo fariseo, que coloca en su interior como artí­culo de fe la resurrección de los muertos (Sanh. X, la), presenta una pluralidad de expresiones no siempre coherentes, debida en parte al influjo helení­stico. En esta tradición se insiste con acentuado realismo en la corporeidad fí­sica y en la identidad de los resucitados. La resurrección de los muertos se hace dimanar de la iniciativa de Dios creador y se deriva del testimonio de la tórah.
2. Jesús anunció su esperanza de resurrección.
Los textos evan-gélicos citan concordemente una serie de sentencias, en las cuales Jesús expresa su confianza en Dios ante la amenaza de muerte. En estas sentencias se reflejan diversos modelos lingüí­sticos. Un elemento constante es el esquema de anuncio, muerte y resurrección, que refleja la estructura del kerigma cristiano pospascual. La tradición sinóptica común refiere tres palabras proféticas de Jesús sobre su destino en forma de instrucción o catequesis dirigida a los discí­pulos (Mc 8,31; Mc 9,31; Mc 10,33-34). El elemento constante en estos tres anuncios se refiere al sujeto o protagonista, el Hijo del hombre, que debe sufrir un destino de humillación, que culmina en la condena a muerte; pero después de tres dí­as debe resucitar (Mc 8,31). La referencia a los †œtres dí­as† no coincide con la fórmula catequí­stica †œal tercer dí­a†. Probablemente la primera expresión reproduce un modo de decir hebreo y de la tradición judí­a, en el cual se indica la intervención salví­fica de Dios †œdespués de breve tiempo†. A la misma tradición se puede hacer remontar la sentencia profética de Jesús sobre la destrucción del templo, interpretada en la tradición sucesiva como anuncio de su resurrección (Mc 14,58; Jn 2,19-20). También las palabras sobre el signo de Joñas ponen el acento en esta iniciativa de Dios, que rehabilita al profeta escatológico (Mt 12,38-42; Lc 11,29-32).
En otros términos, Jesús formuló su esperanza con el lenguaje de la tradición bí­blica y judí­a acerca de la intervención de Dios en favor del justo, del profeta perseguido y del mártir. La novedad en la esperanza de Jesús consiste en su perspectiva de anunciador e inaugurador del reino de Dios (Mc 14,25 cf Mc 9,1).
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3. La resurrección de los MUERTOS EN LOS EVANGELIOS.
La triple tradición sinóptica refiere, en la serie de las controversias de Jesús con los representantes y los responsables del mundo judí­o de Jerusalén, un debate acerca de la resurrección de los muertos Mt 22,23-33; Mc 12,18-27; Lc 20,27-40). Los interlocutores de Jesús son los saduceos, los cuales niegan que haya resurrección (Lc 20,27). Para ridiculizar la esperanza judí­a de la resurrección, defendida de forma fuertemente realista por los fariseos, refieren la historia de la mujer casada sucesivamente con siete hombres en virtud de la ley del levirato. De ese modo muestran la abierta contradicción entre la fe en la resurrección de los muertos y el tenor de la letra de la tórah. La respuesta de Jesús, citada de forma unánime por los evangelios, corrige la mentalidad de los fariseos acerca de la modalidad de la resurrección y afirma al mismo tiempo decididamente el hecho de la resurrección por el poder del Dios vivo. Los que resucitan son colocados en una condición diversa de la histórica y mundana, pues son asimilados a los ángeles y asociados al mundo espiritual de Dios. En apoyo del hecho de la resurrección, Jesús recurre a un texto del Exodo, donde Dios se presenta como el Dios de los padres o de los vivos Ex 3,6 tórah). Complementarios de este texto evangélico sobre la resurrección de los muertos son algunas secciones del evangelio de Lucas, donde se afronta expresamente el destino individual después de la muerte. El justo o el que es salvado por Dios participa de la comunión con él inmediatamente después de la muerte (Lc 23,43 cf Lc 14,14; Lc 16,22). Esta condición de salvación del justo no excluye la resurrección escatológica o final. La enseñanza evangélica sobre la resurrección de los muertos hunde sus raí­ces en la tradición bí­blica y toma del ambiente de la cultura judí­a las fórmulas y modalidades expresivas. La novedad la constituye la nueva motivación y el fundamento de la fe en la resurrección. Es el anuncio del reino de Dios, ligado al destino personal de Jesús, que inaugura el tiempo nuevo y definitivo, y se convierte en la segura garantí­a de victoria sobre la muerte.
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4. La resurrección de los cristianos.
La catequesis cristiana más amplia sobre la resurrección la ofrece Pablo en el capí­tulo último de la primera carta a los Corintios (1Co 15,1-58). A través de esta articulada reflexión, fundada en el kerigma y credo tradicional, Pablo responde a las dificultades de los cristianos de Corinto. Hay algunos en aquella comunidad que, aunque adhiriéndose al anuncio evangélico de la resurrección de Jesús, niegan la resurrección de los muertos (1Co 15,12). Probablemente esta crisis ha de relacionarse con el dualismo griego, que desemboca en algunos casos en un espiritualismo entusiasta, preludio quizá de aquel movimiento de matiz gnóstico, que anticipa la resurrección en la historia (1Co 4,8; 2Tm 2,18). La catequesis paulina se desarrolla en dos grandes cuadros. Después de recordar el acontecimiento fundante:
la resurrección de Jesús, proclamada al principio de la evangeli-zación de la comunidad (1Co 15,1-11), el apóstol muestra la eficacia salví­fica de la resurrección para todos los creyentes (1Co 15,12-34).
Luego afronta un segundo frente de dificultades acerca del mundo de la resurrección y la cualidad del cuerpo de los resucitados (1Co 15,35-58). La eficacia salví­fica de la resurrección de Jesús es el corazón mismo del mensaje cristiano. Estarí­a †œvací­o y serí­a ineficaz el anuncio; estarí­a †œvací­a y serí­a ineficaz la fe, si Jesús no hubiese resucitado. Pues el contenido del anuncio cristiano, que proclama a Jesús resucitado, serí­a una contradicción; y los cristianos, que lo han aceptado y han fundado en él su adhesión de fe, estarí­an aún en sus pecados, porque la fe en Jesús no los librarí­a del destino final, que es la muerte. La eficacia salví­fica de la resurrección de Jesús se funda en la solidaridad que liga a todos los hombres, por una parte con el cabeza Adán, para la muerte, y, por otra, con la nueva cabeza que es Jesús, para la resurrección y la vida (1Co 15,20-22). Pablo describe luego en un cuadro apocalí­ptico las sucesivas fases que van desde la resurrección de Jesús hasta la instauración del pleno dominio de Dios ico 15,23-28). En la segunda parte de la cateque-sis desarrolla Pablo algunas reflexiones acerca del cuerpo y la modalidad de la resurrección. Existe una discontinuidad real entre el cuerpo que es †œsembrado† o sepultado y el cuerpo que resucita; es un cuerpo mortal el que es sembrado, y glorioso el que resucita. Pero esta ruptura no impide a Dios mantener una relación vital con los que mueren y resucitan.
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De hecho, es el gesto creador el que ayuda a comprender la resurrección de los muertos según el modelo de la de Jesús. Si Adán es el prototipo del ser humano que termina en la muerte, Jesús, nuevo Adán, constituido mediante la resurrección en fuente del espí­ritu vivificador, es el prototipo del ser humano llamado a la resurrección (1Co 15,44-48). El nuevo cuadro apocalí­ptico trazado por Pablo subraya la necesidad de que todos sean transformados, para que lo que es corruptible sea revestido de incorruptibilidad. Estas afirmaciones de Pablo y su respectivo lenguaje remiten a una tradición ya testimoniada por las primeras cartas y diseminada por casi todo el corpus auténtico del apóstol (lTs 4,15-18 2Co 4,7- 5,10; Flp 1,21-24; Flp 3,9-14). En el texto más maduro de Romanos, Pablo asocia a la resurrección de los hijos de Dios y a la manifestación de su condición de gloria la liberación del mundo, actualmente sometido a un proceso de degradación y a la corrupción a causa de su solidaridad con el pecado humano
Rm 8,18-23).
Las cartas sucesivas de la tradición paulina ven anticipada y garantizada la resurrección en la solidaridad con Jesús resucitado, inaugurada por la experiencia bautismal y por la fe (Col 3,1-4; Ef 2,6). En tonos diversos, se expresa la misma realidad en el único texto totalmente apocalí­ptico del NT. En el cuadro final del Apocalipsis, después del choque entre Cristo vencedor y los representantes del mal histórico, el dragón, la bestia y el falso profeta, se anuncia la resurrección de los mártires, asociados para siempre al triunfo real de Cristo (Ap 21,4-6). Esta es la primera resurrección, que libra a los mártires definitivamente de la muerte. En cambio, se prevé una especie de resurrección para todos los muertos, a fin de comparecer ante el juicio de Dios (Ap 21,12-13).
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5. Experiencia histórica y misterio de la resurrección.
el acontecimiento de la resurrección de Jesús, como el de la resurrección final o escatológica, escapa a la experiencia directa. Se lo vive en la fe y se lo formula en lenguaje humano para su comunicación y transmisión según los diversos modelos culturales. Para reconstruir la experiencia histórica de la resurrección y captar el núcleo central de este misterio de la manifestación de Dios, hay que tener en cuenta la evolución del lenguaje, de los modelos culturales y de su impacto en la concepción antropológica y en la perspectiva de la historia humana y del mundo.
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a) Lenguaje y modelos expresivos.
El vocabulario bí­blico de la resurrección gira en torno a dos áreas fundamentales. La primera está representada por los verbos †œvivir-revivir†, hebr. hajah; la segunda, por los verbos †œsurgir-resurgir, estar en pie†, hebr. qüm, heqis, †˜amad. Los respectivos verbos griegos, en la versión de los LXX, son: zén, zoopoiein. egueí­rein y anistánai. Un tercer ámbito semántico minoritario está representado por los verbos †œelevar, asumir†, hebr. laqah, referidos a la experiencia del justo (Elias, Henoc), con el correspondiente griego ana-lambánesthai. Entroncando con esta tradición bí­blica y la respectiva versión griega alejandrina, el NT reproduce y amplifica el lenguaje de resurrección según dos ámbitos fundamentales: la resurrección:
†œvivir, hacer vivir†, y la exaltación, †œexaltar†, gr. hypsoüsthai; †œglorificar†, gr. doxásthai; †œsubir†, gr. anabaí­nein; †œser asumido†, <*r analambanesthai. Los dos modelos a través de los cuales se expresa la experiencia de la resurrección son los de resurgir! vivir y ser exaltado!glorificado. Ambos modelos tienen sus raí­ces en el contexto judí­o palestinense, donde se habla de la rehabilitación del justo y del mártir. La iniciativa de la resurrección parte de Dios. Esto se expresa a través de las formas pasivas de los verbos respectivos. La evolución de estas formas va desde la simple y breve declaración hasta la dramatiza-ción del proceso en fases sucesivas: Jesús resucitado y vivo es glorificado por Dios, llevado al cielo y entronizado a su diestra (Lc 24,50-52; Hch 1,9-11). Para completar el cuadro del lenguaje y de los modelos expresivos hay que tener en cuenta también el vocabulario y los esquemas empleados en los textos del NT para hablar de las apariciones de Jesús resucitado a los discí­pulos. El área lingüí­stica privilegiada es la relacionada con los verbos †œver†, gr. horán en la forma pasiva †œfue visto!se hizo ver†, tomado de la tradición bí­blica de los LXX, donde se pone el acento en la iniciativa de Dios (1Co 15,5; lTm 3,16). Los otros verbos de matriz helení­stica sonphaí­neiny phaneroün (Lucas-Hechos y Juan). En la tradición de Pablo se conoce el verbo de la tradición profética †œrevelar†, gr. apo-kalyptein (Ga 1,16). A través de estos diversos lenguajes se expresa la experiencia real de encuentro y de comunicación de los discí­pulos con Jesús resucitado, gracias a la iniciativa de Dios. 2837 b) Resurrección y esperanza humana. La resurrección de Jesús hace que los discí­pulos lo reconozcan como el Cristo, el Señor y el Hijo de Dios [1 Jesucristo]. Estos tí­tulos, que resumen la fe cristiana, expresan la nueva relación de Jesús con Dios, con la humanidad y con el cosmos. Pues sí­ la resurrección como acción de Dios escapa al control humano, a través de la persona de Jesús que se encuentra con los discí­pulos después de la muerte, la fuerza de la resurrección se refleja también en la historia humana y del mundo. En efecto, cambia la concepción del ser humano en sí­ y frente a la muerte. Se modifica la visión del ser humano amenazado por la muerte en sus exigencias vitales y de relaciones cumplidas y felices. La resurrección de Jesús ilumina ante todo la antropologí­a. El ser humano en su unidad profunda de cuerpo personalizado o de persona corpórea está destinado a la salvación total. La resurrección ilumina no sólo el destino humano, sino también el del mundo en virtud de la solidaridad que existe desde la historia de la creación hasta la encarnación. El mundo, aunque sometido a la caducidad y degradado a causa de la solidaridad en la historia del pecado, aspira a la redención anticipada por la victoria de Jesús sobre la muerte. El sentido último de la historia y del mundo es definido por la resurrección de Jesús, que se convierte no sólo en modelo, sino también en fuente de aquel dinamismo de liberación de las fuerzas de muerte que amenazan no sólo la vida humana, sino el mundo. La resurrección de Jesús, acogida como manifestación histórica de la acción salvadora de Dios, es garantí­a y anticipación de aquella plenitud de vida a la cual están destinados todos los seres vivos y el mundo fí­sico. 2838 BIBL.: AA.W., La risurrezione, Paideia, Brescia 1974; AA.W., Dibaltito sulla risurrezionedi Gesú, Queriniana, Brescia 1969; Ammassari ?., La risurrezione neIl†™insegnamen-í­o, neila pro fezia, neüe apparizionidi Gesú 1, Cittá Nuova, Roma 1975; Id. La risurrezione: La gloria del Risorlo neile testimoní­ame ricevule dalia prima chiesa II, Cittá Nuova, Roma 1976; Brown RE., La conceziones verginaie yia risurrezione corpórea di Gesú, Queriniana, Brescia 1977; Caba J., Resucitó Cristo, mi esperanza. Estudio exegético, BAC 475, Madrid 1986; Dhanis E., Resurrexit. Actes du Symposium Internationalsurla Résurrection de Jésus (Roma 1970). Libr. Ed. 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Fuente: Diccionario Católico de Teología Bíblica

1. anastasis (ajnavstasi”, 386), denota: (I) un levantamiento (ana, arriba, y jistemi, poner en pie) (Luk 2:34 “levantamiento”); el Niño iba a ser como una piedra contra la que muchos en Israel tropezarí­an, en tanto que otros encontrarí­an en su fortaleza y firmeza un medio de su salvación y vida espiritual; (II) de la resurrección de entre los muertos: (a) de Cristo (Act 1:22; 2.31; 4.33; Rom 1:4; 6.5; Phi 3:10; 1Pe 1:3; 3.21); por metonimia, de Cristo como el autor de la resurrección (Joh 11:25); (b) de aquellos que son de Cristo, en su parusia, véase ADVENIMIENTO (Luk 14:14 “la resurrección de los justos”; Luk 20:33,35,36; Joh 5:29a: “la resurrección de vida”; 11.24; Act 23:6; 24.15a; 1Co 15:21,42; 2Ti 2:18; Heb 11:35b; Rev 20:5 “la primera resurrección”; de ahí­ que la inserción de “es” denota la finalización de esta resurrección, de la que Cristo fue “las primicias”; 20.6; (c) del resto de los muertos, después del milenio, cf. Rev 20:5 (Joh 5:29b: “la resurrección de condenación”; Act 24:15b: “de los injustos”); (d) de aquellos que fueron resucitados en una relación más inmediata con la resurrección de Cristo, y que así­ ya tuvieron parte en la primera resurrección (Act 26:23 y Rom 1:4; siendo que en ambos pasajes “muertos” es plural; véase Mat 27:52); (e) de la resurrección mencionada en términos generales (Mat 22:23; Mc 12.18; Luk 20:27; Act 4:2; 17.18; 23.8; 24.21; 1Co 15:12,13; Heb 6:2); (f) de aquellos que fueron resucitados en los tiempos del AT, para volver a morir (Heb 11:35a, lit. “fuera de resurrección”).¶ 2. exanastasis (ejxanavstasi”, 1815), (ek, de, desde, o fuera de, y Nº 1), Phi 3:11, seguido de ek, lit. “fuera de resurrección de entre los muertos”. Para su significado véase LLEGAR, Nº 14.¶ 3. egersis (e[gersi”, 1454), un levantarse (relacionado con egeiro, levantar). Se utiliza de la resurrección de Cristo (Mat 27:53).¶

Fuente: Diccionario Vine Nuevo testamento

La idea bí­blica de resurrección no se puede en modo alguno comparar con la idea griega de inmortalidad. Según la concepción griega, el alma del hombre, incorruptible por naturaleza, entra en la inmortalidad divina tan luego la muerte la ha liberado de los lazos del cuerpo. Según la concepción bí­blica, la persona humana entera está destinada por su condición presente a caer en poder de la *muerte: el *alma será prisionera del seol mientras que el *cuerpo se pudrirá en la tumba; pero esto sólo será un estado transitorio del que el hombre resurgirá vivo por una gracia divina, como se reincorpora uno levantándose de la tierra en que yací­a, como vuelve uno a despertar del sueño en que habí­a caí­do. La idea, formulada ya en el AT, ha venido a ser el centro de la fe y de la esperanza cristianas desde que Cristo mismo volvió a la vida en calidad de “primogénito de entre los muertos”.

AT. I. EL SEí‘OR DE LA VIDA. Los cultos naturistas del antiguo Oriente asignaban un lugar importante al mito del Dios muerto y resucitado, traducción dramática de una experiencia humana común: la del resurgir primaveral de la vida después de su sopor invernal. Osiris en Egipto, Tammuz en Mesopotamia, Baal en Canaán (convertido en Adonis en baja época) eran dioses de este género. Su drama, acaecido en el *tiempo primordial, se repetí­a indefinidamente en los ciclos de la naturaleza; actualizándolo en una representación sagrada contribuí­an los ritos -así­ se creí­a – a renovar su eficacia, tan importante para poblaciones pastoriles y agrí­colas.

Ahora bien, desde los comienzos, la revelación dei AT rompe absolutamente con esta mitologí­a y con los rituales que la acompañan. El *Dios único es también el único señor de la vida y de la muerte: “él da la muerte y da la vida, hace bajar al seol y subir de él” (1Sa 2,6; Dt 32,39), pues tiene poder sobre el sseol mismo (Am 9,2; Sal 139,8). También la resurrección primaveral de la naturaleza es efecto de su *palabra y de su *Espí­ritu (cf. Gén 1,11s.22. 28; 8,22; Sal 104,29s). Con más razón tratándose de los hombres: él es quien rescata su alma de la fosa (Sal 103,4) y les devuelve la vida (Sal 41,3; 80,19); no abandona en el .seol el alma de sus amigos ni les dejó ver la corrupción (Sal I6,10s).

Estas expresiones se entienden sin duda en forma hiperbólica para significar una preservación temporal de la muerte. Pero los milagros de resurrección operados por Elí­as y Eliseo (1Re 17,17-23; 2Re 4,33ss; 13, 21) muestran que Yahveh puede vivificar a los muertos mismos sacándolos del seol, al que habí­an descendido. Estos retornos a la vida no tienen evidentemente ya nada que ver con la resurrección mí­tica de los dioses muertos, a no ser esta representación espacial que hace de ellas una subida del abismo infernal a la tierra de los vivos.

II. LA RESURRECCIí“N DEL PUEBLO DE DIOS. En una primera serie de textos se emplea esta imagen de la resurrección para traducir la *esperanza colectiva del pueblo de Israel. Este, herido por los *castigos divinos, se puede comparar con un enfermo acechado por la muerte (cf. Is 1,5s) y hasta con un cadáver al que la muerte ha convertido en su presa. Pero si se convierte, ¿no lo volverá Yahveh a la vida? “Venid, volvamos a Yahveh… A los dos dí­as nos devolverá la vida; al tercer dí­a nos levantará y viviremos delante de él” (Os 6,Is).

No es esto un mero voto de los hombres, pues no faltan promesas proféticas que atestiguan expresamente que sucederá así­. Después de la prueba del *exilio resucitará Dios a su pueblo como se vuelven a la vida osamentas ya áridas (Ez 37,1-14). Despertará a *Jerusalén y hará que se levante del polvo donde yací­a como muerta (Is 51,17; 60,1). Devolverá la vida a los muertos, hará que se levanten sus cadáveres, que se despierten los que están acostados sobre el polvo (Is 26,19). Resurrección metafórica, sin duda, pero ya verdadera liberación del poder del seol: “¿Dónde está tu peste? ¡oh muerte! Seol, ¿dónde está tu contagio?” (Os 13,14). Dios triunfa, pues, de la muerte en beneficio de su pueblo.

Incluso la parte fiel de Israel pudo caer por un tiempo en poder de los infiernos, como el *Siervo de Yahveh, muerto y sepultado con los malvados (Is 53,8s.12). Pero dí­a vendrá en que, también como el Siervo, este *resto justo prolongue sus dí­as, vea la *luz y comparta los trofeos de la *victoria (Is 53,10ss). Primer esbozo, todaví­a misterioso, de una promesa de resurrección, gracias a la cual los justos que sufren verán al fin surgir a su defensor y tomar su causa en su mano (cf. ob 19,25s, reinterpretado por la Vulgata).

III. LA RESURRECCIí“N INDIVIDUAL. La revelación da un paso adelante con ocasión de la crisis macabea. La persecución de Antí­oco y la experiencia del martirio plantean entonces en forma aguda el problema de la *retribución individual. Es una certeza fundamental que haya que aguardar el reinado de Dios y el triunfo final del pueblo de los santos del Altí­simo, anunciados desde muy atrás por los oráculos proféticos: (Dan 7,13s.27; cf. 2,44). Pero ¿qué será de los *santos muertos por la fe? El apocalipsis de Daniel responde: “Gran número de los que duermen en el paí­s del polvo despertarán; éstos son para la vida eterna; los otros, para el oprobio, para el horror eterno” (Dan 12,2). La imagen de resurrección empleada por Ezequiel e Is 26 se debe, pues, entender en forma realista: Dios hará que los muertos vuelvan a subir del seol para que tengan participación en el *reino. Sin embargo, la nueva *vida en que entren no será ya semejante a la vida del mundo presente: será una vida transfigurada (Dan 12,3). Tal es la esperanza que sostiene a los *mártires en medio de su *prueba: se les puede arrancar la vida corpórea; el Dios que crea es también el que resucita (2Mac 7,9. 11.22; 14,46); al paso que para los malos no habrá resurrección a la vida (2Mac 7,14).

A partir de este momento la doctrina de la resurrección se convierte en patrimonio común del judaí­smo. Si la secta saducea, por prurito de arcaí­smo, no la admite (cf. Act 23,8) y hasta se burla de ella planteando a propósito de la misma cuestiones ridí­culas (Mt 22,23-28 p), los fariseos la profesan, así­ como la secta de la que proviene el libro de Henoc (probablemente el antiguo esenismo). Pero mientras algunos la interpretan en forma materialista, este libro da de ella una representación muy espiritualizada: cuando el *alma de los difuntos haya surgido de los infiernos para volver a la vida, entrará en el universo transformado que Dios reserva para el “mundo venidero”. Tal es también la concepción a que se atendrá Jesús: “En la resurrección seremos como los ángeles del cielo” (Mt 22,30 p).

NT. I. EL PRIMOGENITO DE ENTRE LOS MUERTOS. 1. Preludios. Jesús no cree sólo en la resurrección de los justos el último dí­a. Sabe que el misterio de la resurrección debe ser inaugurado por él, a quien Dios ha dado el dominio de la *vida y de la *muerte. Manifiesta este poder que ha recibido de Dios volviendo a la vida a varios difuntos por los que habí­an venido a suplicarle: la hija de Jairo (Mc 5,21-42 p), el hijo de la viuda de Naí­m (Lc 7,11-17), su amigo Lázaro (Jn 11). Estas resurrecciones que recuerdan los milagros proféticos son ya el anuncio velado de la suya, que será de un orden muy diferente.

Jesús añade predicciones claras: el Hijo del hombre debe morir y resucitar al tercer dí­a (Mc 8.31; 9, 31; 10,34 p). Es, según Mt, el “signo de Jonás”: el Hijo del hombreestará tres dí­as y tres noches en el seno de la tierra (Mt 12,40)). Es el signo del *templo: “Destruid este templo y yo lo reedificaré en tres dí­as…”; ahora bien, “hablaba del templo de su cuerpo” (Jn 2,19ss; cf. Mt 26,61 p). Este anuncio de una resurrección de los muertos se hace incomprensible aun a los mismos doce (cf. Mc 9,10); con más razón a los enemigos de Jesús, que toman pretexto de él para poner guardias en su sepulcro (Mt 27,63s).

2. La experiencia pascual. Los doce no habí­an, pues, comprendido que el anuncio de la resurrección en las Escrituras concerní­a en primer lugar a Jesús mismo (In 20,9); por eso su muerte y su sepultura los habí­an desesperado (cf. Me 16,14; Lc 24,21-24.37; Jn 20,19). Para inducirlos a creer se requiere nada menos que la experiencia pascual. La del sepulcro vací­o no es suficiente para convencerlos, pues podrí­a explicarse por un sencillo rapto del cadáver (Le 24,11s; Jn 20,2): sólo Juan cree en seguida (Jn 20,8).

Pero luego comienzan las apariciones del Resucitado. La lista recogida por Pablo (1Cor 15,5ss) y la de los evangelistas no coinciden exactamente, pero el número exacto tiene poca importancia. Jesús aparece “durante muchos dí­as” (Act 13,31); en otro lugar se precisa: “durante cuarenta dí­as” (1,3), hasta la escena significativa de la ascensión. Los relatos subrayan el carácter concreto de estas manifestaciones: el que aparece es ciertamente Jesús de Nazaret; los apóstoles lo ven y lo tocan (Lc 24, 36-40; Jn 20, 19-29), comen con él (Lc 24,29s.41s; Jn 21,9-13; Act 10, 41). Está presente, no como un fantasma, sino con su propio cuerpo (Mt 28,9; Lc 24,37ss; Jn 20,20.27ss). Sin embargo, este cuerpo está sustraí­do a las condiciones habituales de la vida terrenal (Jn 20,19; cf. 20, 17). Jesús repite, sí­, los gestos que realizaba durante su vida pública, lo cual permite reconocerle (Lc 24,30s; Jn 21,6.12); pero ahora se halla en el estado de *gloria que describí­an los apocalipsis judí­os.

El pueblo, en cambio, no es espectador de estas apariciones como lo habí­a sido de la pasión y de la muerte. Jesús reserva sus manifestaciones a los *testigos que él se ha escogido (Act 2,32; 10,41; 13.31), siendo el último Pablo en el camino de Damasco (lCor 15,8): de los testigos hace sus *apóstoles. Se les muestra a ellos ((y no al mundo” (Jn 14,22), pues el *mundo está cerrado a la fe. Incluso los guardias del sepulcro, aterrorizados por la teofaní­a misteriosa (Mt 28,4), no veí­an a Cristo mismo. Igualmente el hecho de la resurrección, el momento en que Jesús resurge de la muerte, es imposible de describir. Mateo se limita a evocarlo en un lenguaje convencional tomado de las Escrituras (Mt 28, 2s): temblor de tierra, claridad deslumbradora, aparición del *ángel del Señor… Entramos aquí­ en una esfera trascendente que sólo pueden traducir las expresiones preparadas por el AT, aun cuando la realidad a que se aplican es en sí­ misma inefable.

3. El evangelio de la resurrección en la predicación apostólica. Desde el dí­a de *pentecostés se convierte la resurrección en el centro de la predicación apostólica, porque en ella se revela el objeto fundamental de la fe cristiana (Act 2,22-35). Este *evangelio de pascua es ante todo el testimonio tributado a un hecho: Jesús fue crucificado y murió; pero Dios lo resucitó y por él aporta a los hombres la salvación. Tal es la catequesis de Pedro a los judí­os (3,14s) y su confesión ante el sanedrí­n (4, 10), la enseñanza de Felipe al eunuco etiópico (8,35), la de Pablo a los judí­os (13.33; 17,3) y a los paganos (17,31) y su confesión delante de sus jueces (23,6…). No es otra cosa que el contenido mismo de la experiencia pascual.

Un punto importante se hace notar siempre a propósito de esta experiencia: su conformidad con las Escrituras (cf. lCor 15,3s). Por una parte la resurrección de Jesús realiza las promesas proféticas: promesa de la exaltación gloriosa del *Mesí­as a la diestra de Dios (Act 2,34; 13,32s), de la glorificación del *Siervo de Yahveh (Act 4,30; Flp 2,7ss), de la entronización del *Hijo del hombre (Act 7,56; cf. Mt 26,64 p). Por otra parte, para traducir este misterio que se sitúa más allá de la experiencia histórica común, los textos escriturarios suministran un arsenal de expresiones que esbozan sus diversos aspectos: Jesús es el *santo, al que Dios libra de la corrupción del Hades (Act 2,25-32; 13,35ss; cf. Sal 16,8-11); es el nuevo *Adán, a cuyos pies ha puesto Dios todo (lCor 15,27; Heb 1,5-13; cf. Sal 8); es la *piedra desechada por los constructores y convertida en piedra angular (Act 4, 11; cf. Sal 118,22)… Cristo glorificado aparece de esta manera como la clave de toda la Escritura, que anticipadamente se referí­a a él (cf. Lc 24,27.44ss).

4. Sentido y alcance de la resurrección. A medida que la predicación apostólica confronta la resurrección y las Escrituras, elabora una interpretación teológica del hecho. La resurrección, siendo la glorificación del Hijo por el Padre (Act 2,22ss; Rom 8,11; cf. Jn 17,1ss), pone el *sello de Dios sobre el acto de *redención inaugurado por la encarnación y consumado por la *cruz. Por ella es constituido Jesús “Hijo de Dios en su poder” (Rom 1,4; cf. Act 13,33; Heb 1,5; 5,5; Sal 2,7), “*Señor y Cristo” (Act 2,36), (cabeza y salvador” (Act 5,31), ((juez y Señor de los vivos y de los muertos” (Act 10,42; Rom 14,9; 2Tim 4,1). Habiendo retornado al Padre (Jn 20,17), puede ahora dar a los hombres el *Espí­ritu prometido (Jn 20,22; Act 2,33). Así­ se revela plenamente el sentido profundo de su vida terrenal: ésta era la manifestación de Dios acá en la tierra, de su amor, de su gracia (2 Tim 1,10; Tit 2,11; 3,4). Manifestación velada, en la que la *gloria sólo era perceptible bajo signos (Jn 1, 11) o durante breves momentos, como el de la *transfiguración (Le 9,32. 35 p; cf. Jn 1,14). Ahora que Jesús ha entrado definitivamente en la gloria, la manifestación continúa en la Iglesia, por sus *milagros (Act 3,16) y por el don del Espí­ritu a los hombres que creen (Act 2,38s; 10,44s).

De este modo Jesús, “primogénito de entre los muertos” (Act 26,23; Col 1,18; Ap 1,5) ha entrado el primero en este mundo *nuevo (cf. Is 65, 17…) que es el universo rescatado. Siendo el “señor de la gloria” (ICor 2,8; cf. Sant 2,1; F1p 2,11), es para los hombres el autor de la salvación (Act 3,6…). Fuerte con el poder divino, se crea un pueblo santo (lPe 2, 9s), al que arrastra en pos de sí­.

II. EL PODER DE LA RESURRECCIí“N. La resurrección de Jesús resuelve el problema de la *salvación tal como se nos plantea a cada uno de nosotros. Objeto primero de nuestra fe, es también la base de nuestra esperanza, cuyo alcance determina. Jesús resucitó “como *primicias de los que duermen” (lCor 15,20); esto funda nuestra espera de la resurrección el último dí­a. Más aún: él es en persona “la resurrección y la vida : quien crea en él, aunque hubiese muerto, vivirá” (Jn 11,25); esto funda nuestra certeza de participar desde ahora en el misterio de la vida nueva, que Cristo nos hace accesible a través de los signos sacramentales.

1. La resurrección el último dí­a. La fe judí­a en la resurrección de los cuerpos fue avalada por Jesús, con sus perspectivas de integridad corporal recobrada (Lc 14,14) y de radical transformación (Mt 22,30ss p); si este rasgo falta en el cuadro del último *dí­a que traza el apocalipsis sinóptico (Mt 24 p), es cosa accidental. Sin embargo, esta fe no adquiere su significado definitivo sino después de la resurrección personal de Jesús. La comunidad primitiva tiene conciencia de mantenerse en este punto fiel a la fe judí­a (Act 23,6; 24,15; 26,6ss); pero la resurrección de Jesús le da ahora ya una base objetiva. Resucitaremos todos porque Jesús ha resucitado: ((El que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espí­ritu que habita en vosotros” (Rom 8,11; cf. lTes 4,14; lCor 6,14; 15,12-22; 2 Cor 4,14).

En el evangelio de Mateo el relato de la resurrección de Jesús subraya ya este punto en forma concreta: en el momento en que Jesús, descendido a los infiernos, vuelve de ellos *vencedor, los justos que aguardaban allí­’ su acceso al gozo celestial surgen para hacerle un cortejo nupcial (Mt 27,52s). No se trata de un retorno a la vida terrestre, y el relato habla casi únicamente de apariciones extrañas. Pero es una anticipación de lo que sucederá el último dí­a. ¿No es también éste el sentido de las resurrecciones milagrosas efectuadas por Jesús durante su vida?

San Pablo desarrolla mucho más la escenificación de la resurrección general: voz del ángel, trompeta para reunir a los elegidos, *nubes de la parusí­a, procesión de los elegidos… (lTes 4,15ss; 2Tes 1,7s; lCor 15,52). Este marco convencional es clásico en los apocalipsis judí­os; pero el hecho fundamental es más importante que estas modalidades. Contrariamente a las concepciones griegas, en las que el alma liberada de los lazos del cuerpo va sola hacia la inmortalidad, la esperanza cristiana implica una restauración integral de la persona; supone al mismo tiempo una total transformación del *cuerpo, hecho espiritual, incorruptible e inmortal (ICor 15,35-53). Por lo demás Pablo, en la perspectiva en que se sitúa no aborda el problema ‘de las resurrecciones de los malos; sólo piensa en la de los justos, participación en la entrada de Jesús en la gloria (cf. ICor 15,12…). La espera de esta “redención del cuerpo)) (Rom 8,23) es tal que para expresarla el lenguaje cristiano confiere a la resurrección una especie de inminencia perpetua (cf. ITes 4,17). Sin embargo. la impaciencia de la *esperanza cristiana (cf. 2Cor 5,1-10) no debe conducir a’ vanas especulaciones sobre la fecha del *dí­a del Señor.

El Apocalipsis traza un cuadro impresionante de la resurrección de los muertos (Ap 20,11-15). La muerte y el Hades los restituyen a todos para que comparezcan ante el juez, tanto a los malos como a los buenos. Mientras que los malos se hunden en la “muerte segunda”, los elegidos entran en una vida nueva, en el seno de un universo transformado que se identifica con el *paraí­so primitivo y con la *Jerusalén celestial (Ap 21-22). ¿Cómo expresar de otra manera sino bajo la forma de sí­mbolos una realidad indecible que la experiencia humana no puede alcanzar? Este fresco no está reproducido en el cuarto evangelio. Pero constituye el trasfondo de dos breves alusiones que subrayan sobre todo el papel asignado al Hijo del hombre: los muertos surgirán a su llamada (Jn 5, 28; 6,40.44), los unos para la vida eterna, los otros para la condenación (Jn†¢ 5,29).

2. La vida cristiana, resurrección anticipada. Si Juan desarrolla tan poco el cuadro de la resurrección final, es que lo ve realizado anticipadamente desde el tiempo presente. Lázaro saliendo de la tumba representa concretamente a los fieles arrancados a la muerte por la voz de Jesús (cf. Jn 11,25s). También el sermón sobre la obra de vivificación del Hijo del hombre contiene afirmaciones explí­citas: “Llega la *hora, y ya estamos en ella, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y todos los que la hayan oí­do vivirán” (Jn 5,25). Esta declaración inequí­voca coincide con la experiencia cristiana tal como la expresa la primera epí­stola de san Juan: “Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida…” (1Jn 3,14). Quienquiera que posea esta vida no caerá nunca en poder de la muerte (Jn 6,50; 11.26; cf. Rom 5,8s). Esta certeza no suprime la espera de la resurrección final; pero desde ahora transforma una vida que ha entrado en relación con Cristo.

San Pablo decí­a ya lo mismo subrayando el carácter pascual de la vida cristiana, participación real en la vida de Cristo resucitado. Sepultados con él en el *bautismo, hemos resucitado también con él, porque hemos creí­do en la fuerza de Dios que lo resucitó de entre los muertos (Col 2,12; Rom 6,4ss). La vida *nueva en que entonces entramos no es otra cosa que su vida de resucitado (Ef 2,5s). En efecto, en aquel momento se nos dijo: “¡Despierta, tú que duermes! Levántate de entre los muertos y Cristo te iluminará” (Ef 5,14). Esta certeza fundamental rige toda la existencia cristiana. Domina la moral que ahora ya se impone al *hombre nuevo *nacido en Cristo: “Resucitados con Cristo buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios” (Col 3, 1ss). Esta certeza es también la fuente de su *esperanza. En efecto, si el cristiano aguarda con impaciencia la transformación final de su cuerpo de miseria en cuerpo de gloria (Rom 8,22s; Flp 3,1Os.20s), es que ya posee las arras de este estado futuro (Rom 8,23; 2Cor 5,5). Su resurrección final no hará sino manifestar claramente lo que ya es en la realidad secreta del misterio (Col 3,4).

-> Ascensión – Bautismo – Cielo – Carne – Cuerpo – Gloria – Muerte – Pascua – Vida.

LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teologí­a Bí­blica, Herder, Barcelona, 2001

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas

Cuando un cristiano pronuncia las dos oraciones del credo de los Apóstoles que tienen un tema relacionado, «Creo en Jesucristo … que resucitó al tercer día de entre los muertos» y «creo en la resurrección del cuerpo», está confesando el carácter absolutamente único y sobrenatural de la persona de Jesucristo, y la esperanza particular que ha traído a los hombres. Ninguna otra religión del mundo ha elaborado una confesión que incluya afirmaciones como éstas. Algunas religiones afirman en forma vaga la creencia en la inmortalidad, en una u otra forma; y el judaísmo, en sus afirmaciones ortodoxas, podría, en forma de credo, dar expresión a la idea de una futura resurrección corporal, pero jamás se le ocurriría sugerir que su fundador, en algún momento y sobre esta tierra, se hubiera levantado de la tumba en una resurrección corporal.

Si Jesús de Nazaret realmente se levantó de entre los muertos con su propio cuerpo, en el tercer día, como lo había anunciado, todas las demás afirmaciones de la fe cristiana adquieren coherencia, incluyendo las que corresponden a nuestro destino final; si tal hecho no ocurrió históricamente, Pablo lo dice, nuestra fe es vana, nuestra predicación es vana, y todavía estamos en nuestros pecados. Este hecho ha sido reconocido por creyentes e incrédulos en todos los siglos y explica las reiteradas negaciones de la resurrección desde los días de los apóstoles hasta ahora.

  1. La nomenclatura de la resurrección. El sustantivo griego que más se usa para expresar la idea de resurrección es anastasis, derivado del verbo anistēmi. El verbo egeirō se usa con igual frecuencia en el NT para dar la idea de levantarse de entre los muertos. Es difícil detectar alguna diferencia específica en las connotaciones de estas dos palabras en la mente de los autores del NT. En los relatos de los evangelios, ambos se usan en pasajes paralelos; por ejemplo, en Mt. 16:21 y su paralelo Lc. 9:22, la palabra es egeirō, pero en Mr. 8:31 es anistēmi; en Mt. 17:23 es egeirō, pero en el paralelo Mr. 9:31 es anistēmi; en el relato de la resurrección de Lázaro se usa exclusivamente anistēmi. Aun en un concepto tan preciso como el de Dios resucitando a Cristo de los muertos, se usan ambas palabras, por ejemplo, anistēmi en Hch. 2:24 y 3:26, y egeirō en Hch. 3:15; 4:10; 5:30, etc.
  2. La resurrección en religiones antiguas. Por muy ricos que hayan sido los legados de los grandes pensadores y de las culturas del mundo antiguo, no han hecho contribuciones a la doctrina de la resurrección del cuerpo. Cuando una obra imparcial como el Oxford English Dictionary, ignora completamente los rituales de Osiris, los mitos griegos y la especulación zoroastriana, y da como primera definición de la palabra resurrección, «el hecho de volver Cristo a la vida después de su muerte y sepultura», da testimonio del carácter único de este hecho en la historia del mundo. Es muy significativo el tratamiento que Toynbee da a la resurrección de Cristo en Study of History. El capítulo «Christus Patiens» está dedicado al tema «correspondencias entre la historia de Jesús y las historias de ciertos salvadores helénicos con la ‘máquina-tiempo’». En este intento de tabulación paralela, Toynbee hace una lista de ochenta y siete hechos y aspectos de la vida de Cristo para los cuales, dice él, se pueden encontrar paralelos en las historias de héroes de la antigüedad, comenzando con «el héroe es de linaje real», y terminando con «la conversión del ejecutor». Sin embargo, no hay indicación alguna que en el mundo antiguo exista una historia digna de ponerse en forma paralela con el relato del NT de la resurrección de Cristo. Hasta donde uno puede decirlo, Toynbee no cree en la resurrección de Cristo, pero es interesante que él no se cuida siquiera de considerar un supuesto paralelo a este hecho sobrenatural.

III. La resurrección en el Antiguo Testamento. Aunque es verdad que la concepción de la resurrección no se desarrolló en forma completa en Israel, y no se hace frecuente alusión a la resurrección del cuerpo en el AT, la verdad está allí, y no solamente en los profetas de Israel. Ciertamente había alguna idea de la posibilidad de resurrección aun en los días de los patriarcas, porque cuando Abraham ofrendó a Isaac, estaba convencido que «Dios es poderoso para resucitarlo de los muertos, de donde, en sentido figurado, también lo volvió a recibir» (Heb. 11:19). En aquel remoto período, el concepto era expresado con frases tales como «dormir con los padres» (Gn. 47:3–9; Dt. 31:16; 1 R. 1:29), y como dormir infiere un despertar del sueño, así la sepultura implicaba una resurrección de los muertos.

El autor de Hebreos (11:35), al hablar de las mujeres que recibieron sus muertos por resurrección, sin duda se estaba refiriendo a las tres resurrecciones que ocurrieron en los días de los Reyes (1 R. 17:17–24; 2 R. 4:18–37; 13:20–25). Sea cual fuere la traducción exacta del difícil pasaje de Job 19:26–27, hay en él una fuerte convicción de la verdad de la resurrección de entre los muertos (cf. Job 14:13–15). El pasaje más importante sobre la resurrección en el AT es la conclusión de Is. 26:16–19. Con esto deben estar ligadas dos declaraciones posteriores de la misma verdad, Os. 6:1–2 y el familiar pasaje sobre el valle de los huesos secos, Ez. 37:1–14. Es verdad que el sentido primario de estos versículos se refiere a una restauración de Israel; sin embargo, tales predicciones no habrían traído consuelo al antiguo Israel, si los israelitas de la antigüedad no fueran participantes de la futura restauración; y si es así, tendrán que resucitar de entre los muertos. La misma enseñanza se presenta en Dn. 12:2, que ciertamente se refiere al fin de la era, y sea cual fuere su sentido simbólico o típico, presenta enfáticamente la creencia en una resurrección de cuerpos del polvo de la tierra. Además de estos pasajes básicos, la iglesia del primer tiempo usaba otros pasajes del AT como profecías o prefiguraciones típicas de la resurrección de Cristo, tales como Jer. 18:3–6 y Sal. 88:10.

La fe en la resurrección en el AT es esperar la venida del Mesías hacia quien señalan definidamente las Escrituras del AT, aquel que con toda certeza iba a sacar a luz la vida y la inmortalidad por el evangelio (2 Ti. 1:10). El Dios del AT es el Dios eterno que siempre vive, y aunque la muerte vino como consecuencia del pecado, si la redención ha de tener una victoria completa sobre el pecado y la muerte, debe haber finalmente la segura esperanza de una resurrección de entre los muertos (véase Edmond Jacob, Theology of the Old Testament, Londres, 1958, pp. 308–315).

A medida que la fe en la resurrección se hizo progresivamente común, fue expresada en forma cada vez más creciente durante el período postexílico y macabeo, y en el tiempo de la venida de Cristo se «había convertido en un dogma casi universalmente aceptado en el judaísmo palestino y era una prueba de ortodoxia» (William Fairweather, The Background of the Gospels, Edimburgo, 1908, p. 292). La negación de la resurrección por parte de los saduceos era una excepción y no expresaba el punto de vista común del judaismo del primer siglo.

  1. La resurrección en el nuevo testamento. El tema de la resurrección del cuerpo, incluyendo la resurrección de Cristo, abarca más espacio en el NT que cualquiera de las otras verdades básicas del cristianismo, con la posible excepción de la muerte del Señor Jesús. Raras veces habló Jesús de su muerte sin pronunciar una predicción de su resurrección al tercer día. Como una indicación de su poder sobre la muerte, en tres ocasiones hizo volver a la vida a personas que habían muerto, y dio a sus discípulos el poder de resucitar muertos. Todos los autores de los Evangelios hacen de la resurrección de Cristo el climax y conclusión de sus relatos. En sus primeras apariciones después de la resurrección, todo el énfasis del discurso y la conducta de Cristo fue el hecho de haber resucitado de los muertos. Los apóstoles fueron elegidos porque eran testigos de su resurrección. Era el tema básico de la predicación apostólica, según el libro de Los Hechos. Al presentar pruebas de este milagro, la iglesia pudo sacudir los cimientos de las religiones antiguas que entonces predominaban en el mundo mediterráneo.

En las Epístolas del NT, la deidad de Cristo, la certeza de su venida para juzgar al mundo y la esperanza de nuestra resurrección, se relacionan exclusivamente con el hecho de la resurrección de Cristo. La resurrección histórica del Hijo de Dios se convierte en el gran tipo de la resurrección espiritual de todos los creyentes que pasan de muerte a vida, y estos creyentes reciben la seguridad de que pueden vivir en esta vida presente en el poder de aquella realidad. El apóstol Pablo consideraba de tanta importancia la verdad de la resurrección que le dedicó el más largo de los capítulos de las epístolas del NT. Esta era terminará con la resurrección de entre los muertos tanto de los justos como de los impíos: así como la resurrección fue la maravillosa conclusión de la vida encarnada de nuestro Señor sobre la tierra, así también será la de nuestra vida en este tabernáculo terrenal, cuando se nos dé cuerpos adecuados para una vida celestial, eterna y gloriosa. Si se quita del NT la verdad de la resurrección, toda su estructura doctrinal cae y la esperanza se desvanece.

  1. La enseñanza de Cristo acerca de la resurrección. Aunque hay cuatro puntos de vista diferentes acerca de Jn. 5:21–29, la mayoría de los intérpretes cree que aquí se habla tanto de una resurrección espiritual en el presente inmediato como de una resurrección física final, última. El jueves de la Semana Santa, entre las diversas preguntas que le hicieron a Jesús para tentarlo, había una propuesta por los saduceos, que negaban que hubiera resurrección (Mt. 22:24–43 y paralelos). Los saduceos, que aceptaban el Pentateuco, insistían en que una de las razones por las que rechazaban la resurrección era que no aparecía allí. Jesús concluye su respuesta volviendo a los grandes patriarcas de Génesis. Cuando los saduceos decían que su Dios era el Dios de Abraham, Isaac y Jacob, estaban confesando que estos patriarcas estaban vivos, puesto que Dios es Dios de vivos (véase Gn. 50:24; Ex. 2:24 y 6:8; 3:6 y 15:16; 6:3; Lv. 26:42).
  2. Los tres milagros de resurrección del ministerio de Cristo. En tres oportunidades Jesús mismo resucitó a los muertos, en lo que podemos llamar un orden progresivo. El primer caso es el del hijo de la viuda de Naín (Lc. 7:11–18). Todos los Sinópticos registran la resurrección de la hija de Jairo en Capernaum (Mt. 9:18–19, 23–26; Mr. 5:22–24, 35–43; Lc. 8:40–42, 49–56). Finalmente, hay un extenso relato de la resurrección de Lázaro, que había muerto cuatro días antes de la llegada de Cristo a Betania. Llamando a este hombre por su nombre, Jesús ordenó: «Lázaro, ven fuera» (Jn. 11:43). Un factor es común en cada uno de estos milagros: Cristo habló y los muertos oyeron su voz, como si él se estuviera extendiendo hacia el otro mundo, y el mundo del otro lado de la muerte fuera para él accesible y obediente a él.
  3. Los sepulcros que se abrieron en el momento de la resurrección de Cristo. El relato que Mateo hace de la última semana incluye un incidente que no se menciona en otros lugares. «Muchos cuerpos de los santos que habían dormido, se levantaron; y saliendo de los sepulcros después de la resurrección de él, vinieron a la santa ciudad y aparecieron a muchos» (27:52–53). Nótese que esto ocurrió después de la resurrección de nuestro Señor, no la precedió. Aquí, como en las otras resurrecciones de los Evangelios, hay que suponer que estos individuos no salieron con verdaderos cuerpos resucitados; nuestro Señor es el primogénito de entre los muertos (Col. 1:18).
  4. Los anuncios de Cristo sobre su resurrección. La más osada afirmación de Cristo fue el anuncio de su resurrección de entre los muertos el tercer día después de su muerte. El anuncio inicial fue hecho en el comienzo mismo de su ministerio, al mismo tiempo que hablaba de su muerte que se acercaba (Jn. 2:19, 21). Una vez, nuestro Señor identificó su resurrección con la experiencia de Jonás que estuvo tres días y tres noches en el vientre de un gran pez (Mt. 12:40). Las principales afirmaciones de su muerte y resurrección, con numerosos detalles, fueron hechos inmediatamente después de la confesión de Pedro (Mt. 16:21; Mr. 8:31; Lc. 9:22) y con ocasión de la transfiguración (Mt. 17:9, 23; Mr. 9:9, 10, 31). En conformidad con el relato de Marcos, los discípulos «guardaron la palabra entre sí discutiendo qué sería aquello de resucitar de los muertos». La predicción fue repetida a medida que se acercaban a Jerusalén (Mt. 20:19 y paralelos).

El elemento tiempo, «el tercer día», se toma del AT (Lc. 24:46), como el apóstol Pablo dijo más adelante: Cristo «resucitó al tercer día conforme a las Escrituras» (1 Co. 15:4, llevándonos de regreso a pasajes tales como 1 S. 30:12; 2 R. 20:5, 8; Lv. 7:17–18 y especialmente Os. 6:2 y Jon. 1:17). Esto explica el asombro de los discípulos al encontrar vacío el sepulcro de José de Arimatea, porque «todavía no habían entendido la Escritura que era necesario que él resucitase de los muertos» (Jn. 20:9). Si las predicciones de Cristo no se hubieran verificado, si él no hubiera resucitado al tercer día, la confiabilidad que tenemos acerca de sus demás declaraciones hubiera disminuido o hasta desaparecido por completo; y además, no estaríamos leyendo en el día de hoy el NT, ni adorando a Cristo como el Hijo de Dios.

  1. La resurrección de Cristo.
  2. La realidad de su muerte. Es casi axiomático, pero a la vez necesario, decir que la resurrección supone una muerte previa. Nuestro Señor, frecuentemente, anunció que moriría (véase las referencias en cuanto a las predicciones de su resurrección). Cuando los soldados se acercaron para quebrarle las piernas, pocas horas después de haberlo crucificado, dijeron que ya estaba muerto (Jn. 19:33–34). Es inconcebible que los judíos, decididos a destruir a Cristo, hubieran permitido algún engaño o sustitución en este punto. En el Libro de Los Hechos se hacen repetidas referencias a la muerte de Cristo por medio de siete diferentes verbos griegos: crucificar (2:36), eliminar (2:23, etc.; «matasteis» RV60), matar (3:15), ejecutar (5:30, «matasteis», RV60), colgar (5:30), y quienes participaron en este acto son llamados asesinos (7:52; «matadores», RV60). Todo el sistema teológico de las Epístolas depende del hecho de que fue Cristo quien fue crucificado y que murió por nuestros pecados. El Credo Apostólico afirma la realidad en tres frases sucesivas: «fue crucificado, muerto y sepultado». Suponiendo la realidad de la muerte de Cristo, el problema es ¿fue seguida su muerte cierta por una, igualmente cierta, resurrección de entre los muertos, un salir de la tumba de aquel que había sido puesto en ella? Las evidencias de la realidad de este hecho estupendo son cuatro: el sepulcro vacío y el testimonio de los ángeles, las apariciones de Cristo después de la resurrección, la transformación sufrida por los apóstoles cuyo testimonio fundó la iglesia, y la institución del Día del Señor.
  3. La tumba vacía. Ha habido diversos intentos para darle una explicación racionalista a la tumba vacía. Se ha argumentado que los discípulos robaron el cuerpo, que José de Arimatea lo sacó, que Jesús sufrió un síncope, que los discípulos confundieron el sepulcro donde estaba Jesús con una tumba que estaba vacía, que colocaron el cadáver en otro lugar. Ante todas estas explicaciones, sólo se necesita decir que ninguna es de por sí digna de crédito ni ha conquistado el respeto general. «El sepulcro vacío llega ante nosotros solamente como un hecho, no como un argumento … La tumba vacía no es el producto de un candido espíritu apologético, un espíritu no contento con la evidencia de la resurrección contenida en el hecho de que el Señor había aparecido a los suyos y los había vivificado con una nueva vida victoriosa; no es la primera etapa en un proceso que, tanto inconsciente, como voluntariamente, pretende hacer palpable la evidencia, y, hasta donde sea posible, independiente de las cualidades morales hacia las que ya hemos llamado la atención; es una parte original, independiente y sin intención alguna del testimonio apostólico» (James Denney, Jesus and the Gospel, N.Y., 1909, p. 131). Cualquier teoría que trate de explicar cómo fue quitado el cuerpo de esa tumba se ve confrontada con los relatos de las apariciones de Cristo, en su propio cuerpo, después de la resurrección.
  4. Apariciones después de la resurrección. Generalmente, se cuentan diez en número, cinco de las cuales ocurren el mismo día de la resurrección: la aparición a Simón Pedro en la madrugada, las dos apariciones a las mujeres y a María Magdalena en el sepulcro, la caminata por la tarde con los dos que iban a Emaús, y la reunión nocturna con los diez en el aposento alto. El domingo siguiente, Jesús se reunió con los once discípulos estando presente Tomás. Hubo una aparición a Jacobo (1 Co. 15:7) de la cual no tenemos detalles, a varios discípulos en el mar de Galilea (Jn. 21:1–23), a los apóstoles y a más de quinientos hermanos sobre un monte en Galilea (Mt. 28:16–20) y finalmente, en Jerusalén con ocasión de la ascensión (Lc. 24:50–52; Hch. 1:3–8). A Pablo se le permitió ver al Señor algún tiempo después (1 Co. 5:8). Los siguientes hechos básicos acerca de estas apariciones son dignos de mencionarse: Nuestro Señor apareció solamente a creyentes; las apariciones no fueron frecuentes (solamente en cuatro ocasiones después del domingo de la resurrección y antes de la ascensión, aproximadamente cuarenta días); nada hay de fantástico en los detalles de estas apariciones; eran notablemente diferentes en naturaleza: los lugares en que ocurrieron, la longitud del tiempo que le tomó a cada una, las palabras que se pronunciaron, la actitud de los apóstoles. Sin embargo, todas fueron apariciones corporales, y Cristo quiso que sus discípulos estuvieran seguros de este hecho (véase Lc. 24:39–40; Jn. 20:27). Aparte de la fantástica afirmación, generalmente rechazada en la actualidad, de que todos estos relatos son fraudulentos, las dos teorías que con más frecuencia se han presentado para explicar estas apariciones son la teoría de la visión y la teoría del telégrafo. Para contar con una experiencia de visiones, en primer lugar, debe haber una condición psicológica que cree tal estado, en este caso, la ardiente expectación de los discípulos de ver nuevamente al Señor. Pero tal expectación no había tenido tiempo de desarrollarse en la compañía apostólica. Las mujeres que fueron al sepulcro en la mañana de la resurrección tenían el objetivo de ungir el cuerpo muerto, no de ver al Señor resucitado. Cuando vieron al Señor se asustaron y pensaron que veían un espíritu, conclusión que Jesús inmediatamente echó por tierra en forma enfática. Los discípulos en el camino de Emaús estaban deprimidos antes de darse cuenta que quien caminaba con ellos era el Señor. Además, estas apariciones fueron solemnes; no estuvieron llenas de las invenciones fantásticas que son tan comunes en las experiencias anormales de visiones supuestas. Aunque ocurrieron a grupos diferentes en diferentes ocasiones, la hipótesis de la visión supone que todos estos individuos tuvieron esta experiencia visionaria. Más aun, el carácter dominante de la iglesia era de trabajo, no de desbordes emocionales: no hay indicaciones que se reunieran para tener experiencias extáticas. Finalmente, las apariciones cesaron repentinamente; ocurrió un escaso número de ellas, y esto solamente «hasta el día en que de entre nosotros fue recibido arriba» (Hch. 1:22).

La teoría del telégrafo (Keim, Streeter y otros) supone que el Señor ascendido telegrafió a sus seguidores imágenes suyas en forma corporal, lo cual convenció a sus discípulos que realmente habían visto al Señor resucitado. Esto no puede ser reconciliado con los hechos de los relatos que tenemos. Por ejemplo, acerca de la caminata a Emaús, ¿hemos de creer que el Señor dio una caminata por el cielo, telegrafió su presencia corporal a medida que los discípulos avanzaban por el camino, luego se sentó a una mesa (en el cielo) y partió el pan, de modo que estos hombres pensaran que estaban comiendo con él? ¿Telegrafió también a la tierra la conversación? Todos los relatos indican que el Señor estaba en medio de ellos. Sin embargo, si éstas fueran solamente imágenes suyas, el Señor estaría deliberadamente engañando a los apóstoles.

La cuestión principal relacionada con las apariciones tiene que ver con la naturaleza del cuerpo resucitado de Cristo, tan parecido al cuerpo de un hombre que en una ocasión «los ojos de ellos estaban velados, para que no le conociesen» (Lc. 24:16), y junto al lago «no sabían que era Jesús» (Jn. 20:14); en realidad, María Magdalena no reconoció al Señor resucitado, y lo confundió con el hortelano, hasta que él la llamó por su nombre. Mostró a sus discípulos las manos y los pies (Lc. 24:20; Jn. 20:20, 27). En una ocasión comió, no porque tuviera necesidad, por cierto (Lc. 24:43), y las palabras de Milligan son sabias: «Me parece sabio decir que yo tampoco sé ni puedo ofrecer una solución satisfactoria de este hecho». Por otra parte, el cuerpo de Cristo podía pasar a través de los obstáculos materiales: a través de los envoltorios en que fue sepultado y a través de los muros de la sala en que los discípulos estaban reunidos la noche del domingo de resurrección. También pudo desvanecerse de su medio en forma instantánea (Lc. 24:31, 36). En este cuerpo, nuestro Señor ascendió y la iglesia siempre ha considerado al Señor ascendido en forma humana, el resucitado Jesús de Nazaret y Señor de Gloria. Ciertamente hay que identificar el cuerpo con que Cristo apareció a sus discípulos con el cuerpo que fue puesto en el sepulcro de José de Arimatea, pero ocurrió un gran cambio en ese cuerpo cuando Cristo resucitó de entre los muertos, aunque no se nos ha revelado la naturaleza del cambio. Sabemos más, quizás, del cuerpo resucitado de nuestro Señor por la descripción que Pablo hace de nuestros futuros cuerpos resucitados que por lo que los relatos de los evangelios dicen.

  1. Las apariciones de ángeles. Todos los relatos evangélicos mencionan las apariciones de ángeles en un momento particular después de la resurrección del Señor el domingo de resurrección por la mañana (Mt. 28:1–8; Mr. 16:5–8; Lc. 24:3–9, 22–23; Jn. 20:11–13). Estos no ofrecen más dificultad que las apariciones de ángeles en la anunciación, en la tentación, etc.
  2. Los apóstoles transformados. El cuarto testimonio básico del hecho de la resurrección de Cristo es el cambio instantáneo, profundo y permanente que vino sobre los apóstoles cuando, durante los días que siguieron a la mañana de la resurrección, quedaron convencidos que Cristo había resucitado. La cobardía mostrada inmediatamente antes de la crucifixión se acabó para no volver jamás y, en su lugar, aparece una valentía que perdurará a través de los años venideros hasta la hora del martirio. Se reconoce que ellos fueron por todo lugar predicando a Cristo y la resurrección: su recompensa fue la persecución, padecimientos, encarcelamientos y, finalmente, el martirio. Nada podía haberlos impulsado hacia los cuatro puntos cardinales, soportando una vida dura por amor de Cristo, sino la convicción que este Cristo había sido resucitado de entre los muertos por Dios, y de ese modo, declarado Hijo de Dios. Sus convicciones fueron reconocidas por el Espíritu Santo, y fue con «gran poder» que ellos proclamaron esta verdad (Hch. 4:33). La convicción se hizo contagiosa, de modo que, judíos y gentiles por igual, fueron convencidos que Cristo había resucitado, y las iglesias brotaron a través de todo el mundo mediterráneo. Los apóstoles y sus asociados podían predicar la resurrección de Cristo porque ellos, de esa generación, habían sido testigos de estas cosas (Lc. 24:48; Hch. 1:8).
  3. La observancia del Día del Señor. Una consecuencia más de la resurrección se relata en el NT, y es testificada a través de los siglos siguientes por el cristianismo: el cambio del día de culto del sábado, el séptimo día, tan religiosamente observado por los judíos a través del mundo desde los primeros tiempos, al domingo. La frase «el primer día de la semana» no se encuentra en la Escritura hasta la amanecida del día de la resurrección, y es introducida por los Sinópticos y Juan en sus relatos de los hechos del día de la resurrección (Mt. 28:1; Mr. 16:2, 9; Lc. 24:1; Jn. 20:1, 19); Véase también Hch. 20:7; 1 Co. 16:2.
  4. La predicación de la resurrección en la iglesia primitiva. El libro de Los Hechos testifica del hecho de que fue por la predicación de la resurrección de Cristo que el mundo fue trastornado. El primer sermón, el día de Pentecostés, se basó en las Escrituras proféticas, en la tumba vacía y en el Señor resucitado. A partir de esa base, el sermón demostró que Dios había hecho a Jesús Señor y Cristo, al cual los judíos habían crucificado. Los primeros apóstoles tomaron en serio el hecho de que habían sido comisionados para ser testigos de estas cosas (Lc. 24:46–47). En cuanto a otras referencias acerca de la predicación de la resurrección, véase Hch. 2:32; 3:15; 5:32; 10:39; 13:31–32; 26:16). Fue a este hecho al que Pablo constantemente recurrió en las diversas defensas a que se vio obligado ante los gobernadores de Palestina y Siria: «Acerca de la esperanza y de la resurrección se me juzga» (Hch. 23:6; 24:15; 25:9; 26:8, 23).
  5. Implicaciones teológigas de la resurrección de Cristo.
  6. Confirma la veracidad de las enseñanzas de Cristo. Si Cristo dijo en forma definida y detallada, que después que subieran a Jerusalén él sería muerto y resucitaría al tercer día, y esta predicción se cumplió, parecería que todo lo demás debería también ser aceptado como verdad: que su sangre iba a ser derramada para remisión de pecados; que descendió del Padre; que las palabras que hablaba se las había entregado el Padre; que él y el Padre eran uno; que él era el Hijo de Dios; que todo aquel que cree en él tiene vida eterna, y el que rehúsa creer en él se condenará eternamente. El sepulcro vacío y el hecho del Señor resucitado debiera asegurarnos para siempre que cuando Jesús dijo que iba a preparar lugar para nosotros, que él vendría otra vez y nos recibiría consigo, que los muertos oirían la voz del Hijo de Dios y saldrían de sus sepulcros, y que él sería el juez para toda la humanidad, él estaba diciendo la verdad. Es imposible aceptar la resurrección de Cristo y albergar dudas acerca de la veracidad de todas las palabras que proceden de sus labios.
  7. Su alcance sobre la persona y la obra de Cristo. En Ro. 1:4, Pablo declara cuál era la creencia universal de la iglesia sólo una generación después de la vida terrenal del Señor. En aquel período, la iglesia reconocía a Jesús como Hijo de David, un ser humano, e Hijo de Dios, un ser divino. El texto dice que este último hecho es declarado «por la resurrección de entre los muertos».

Pablo, además, afirma que aunque Cristo murió por nuestros pecados, fue resucitado para nuestra justificación (Ro. 4:25), implicando que el acto divino por el cual los pecadores, debido a la muerte de Cristo, son justificados por un Dios santo y justo, es sellado y declarado por la resurrección de uno que murió por nosotros.

  1. Su relación con la resurrección de los creyentes. La primera epístola de Pedro se inicia con una doxología de la cual no se puede encontrar similar en la literatura de ninguna otra religión o fe en el mundo: «Bendito el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que según su grande misericordia nos hizo renacer para una esperanza viva, por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos». (1:3–4). Quítese la frase «por la resurrección de Jesucristo de los muertos», y el pasaje queda destrozado. Es la fe en el Señor Jesucristo lo que nos da esta esperanza viva, fe en uno que venció la muerte después de enfrentarla, y que ahora vive en la gloria de la resurrección. Pero aun esto no nos daría una esperanza viva a menos que nosotros, que creemos en él, seamos identificados con él. Esta identificación nos une con su muerte, con su vida y con su resurrección. Se nos asegura que «el que resucitó al Señor Jesús también nos resucitará con Jesús» (2 Co. 4:4). El apóstol alega que si Cristo no hubiera resucitado, nuestra fe sería vana, y todos los que durmieron en Cristo habrían perecido; pero afirma positivamente: «Ahora Cristo ha resucitado de los muertos, primicias de los que durmieron es hecho. Porque por cuanto la muerte entró por un hombre, también por un hombre la resurrección de los muertos … Cristo las primicias; luego los que son de Cristo en su venida» (1 Co. 15:20–21, 23). El cristiano vive nuevamente la vida de Cristo; nace de nuevo por el poder del Espíritu Santo; camina como peregrino y extranjero en la tierra, y anda haciendo bienes y viviendo según la voluntad de Dios; puede esperar la oposición y el odio del mundo; está crucificado y muerto al mundo y al pecado; y ahora vive en novedad de vida y tiene la esperanza de ser como Cristo en el día de su manifestación.
  2. Su influencia sobre la vida presente del creyente. Tanto Cristo como los apóstoles enfatizan el hecho de que debemos vivir día a día en el poder manifestado en la resurrección de Cristo. El tema básico de Romanos 6 es la relación del Señor resucitado con los cristianos de todas las edades, la esencia de lo cual está en los vv. 4–5: «Porque somos sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo, a fin de que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en novedad de vida. Porque si fuimos plantados juntamente con él en la semejanza de su muerte, así también lo seremos en la de su resurrección». El apóstol concluye su argumento con las palabras: «Así también vosotros, consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús … presentaos vosotros mismos a Dios como vivos de entre los muertos» (vv. 11, 13; véase también 7:4; Ro. 8:11; Ef. 1:18–20; Fil. 3:10–11; Col. 2:13).

VII. La resurrección de los creyentes.

  1. La naturaleza del cuerpo resucitado. El creyente cristiano no tiene que preguntar si habrá para él una resurrección, porque esto lo sabe con convicción; pero con frecuencia se puede presentar en la mente de muchos la pregunta de los creyentes en Corinto: «¿Cómo resucitarán los muertos? ¿Con qué cuerpo vendrán?» (1 Co. 15:35). No hay respuesta para estas preguntas fuera de la revelación de las Sagradas Escrituras, donde se encuentra la respuesta más elaborada en el capítulo 15 de la Primera Epístola de Pablo a los Corintios. La primera parte del capítulo se preocupa de la resurrección de Cristo, la certeza de ella y su importancia; la porción central, con los problemas de secuencia en la resurrección, y la última sección, con nuestros cuerpos resucitados. Pablo aquí presenta cuatro verdades básicas acerca del cuerpo que poseeremos en gloria: será idéntico con el cuerpo terrenal, aunque habrá que tener cuidado en definir el sentido de idéntico; tendrá las cualidades de incorruptibilidad, belleza y poder; será un cuerpo espiritual, en contraste con nuestro presente cuerpo natural, y será semejante al cuerpo del Señor Jesús. Habrá similitud entre los cuerpos que ahora tenemos y los de la resurrección. Nos sentiremos cómodos con nuestros cuerpo resucitados y nos reconoceremos mutuamente. El cuerpo que sufrió la muerte como consecuencia del pecado será levantado de entre los muertos. Aquí surge un misterio: ¿en torno a qué será formado este cuerpo resucitado? Si la espiga de trigo, por ejemplo, debe proceder de un germen vivo que ha sido sepultado en tierra, ¿hay algún germen oculto en nuestro propio ser en torno al cual Cristo construirá nuestros cuerpos resucitados? Éste era el punto de vista de William Milligan (Resurrection of the Dead, Edimburgo, 1894, pp. 122–123).
  2. El tiempo de la resurrección. El capítulo 15 de Primera de Corintios, especialmente los vv. 20–28, contiene más datos acerca del tiempo de la resurrección que cualquier otro pasaje en el NT. Pablo da la siguiente secuencia de los hechos: Cristo mismo es las primicias, y nosotros seremos resucitados en su venida; él debe reinar hasta que todos los enemigos sean puestos bajo sus pies, el último de los cuales es la muerte; cuando haya sometido todo a sí, entregará el reino a Dios el Padre, y él se sujetará a Dios que pone bajo él todas las cosas.

La resurrección no es algo que en forma natural pondrá fin a la historia humana; es un acontecimiento sobrenatural. Cristo es las primicias de la resurrección; él es la resurrección; nuestros cuerpos serán semejantes a su cuerpo glorioso; será en su segunda venida que los muertos oirán la voz del Hijo del Hombre y serán resucitados. Todas las cosas se relacionan con la persona y obra de la segunda persona de la divinidad. La historia, la filosofía y la ciencia humanas nada saben de tal acontecimiento, y, sin Cristo, nadie tiene derecho a esperar tal destino eterno.

VIII. Oposición a la verdad de la resurrección de Cristo y de los cristianos.

  1. En el Nuevo Testamento. En el NT se mencionan tres grupos diferentes que repudiaban la resurrección. Primero, los saduceos (Mt. 22:23; Hch. 23:6–8). Luego algunos en la iglesia de Corinto, que decían que no había resurrección de muertos, actitud que podría haber derivado de la influencia saducea; pero más probablemente de las incipientes creencias del gnosticismo (1 Co. 15:12). Finalmente, Pablo se refiere a dos hombres, Himeneo y Fileto, que estaban enseñando que la resurrección era ya un acontecimiento del pasado (2 Ti. 2:17–18). Estos hombres, y sin duda otros, estaban insistiendo en que la única resurrección prometida en las Escrituras era una resurrección espiritual o regeneración, la que ya había ocurrido en el caso de los cristianos, y que no era necesario esperar una resurrección corporal posterior.
  2. En las primeras herejías. La negación de la resurrección en las herejías gnósticas fue una plaga que estuvo en la iglesia por muchas décadas, y las referencias a esta herejía son frecuentes en los escritos de los Padres de la iglesia. En cuanto a referencias, véase Ireneo, Contra las herejías, I, 19:3; Basílides, II, 48:2; Justino Mártir, Diálogo LXXX; Tertuliano, Prescripción, VII. Generalmente se reconoce que la iglesia enfrentó en forma exitosa estas enseñanzas heréticas.
  3. Entre los deístas. El ataque inicial de los tiempos modernos contra los relatos de los Evangelios sobre la resurrección fue el de los deístas, particularmente en las obras de John Toland (1670–1722), Anthony Collins (1676–1729), Thomas Woolston (1669–1731) y Matthew Tindal (1656–1733). Estos hombres atacaron todo aspecto importante de la revelación bíblica que tuviera que ver con la creencia en lo milagroso y sobrenatural, dirigiéndolos muy especialmente contra el cumplimiento de las profecías y los milagros de nuestro Señor, incluida la resurrección corporal. Sin embargo, el deísmo fue frenado por la masa de literatura apologética escrita por hombres de gran capacidad en la argumentación, a la altura de los deístas. Una de las obras principales de esta literatura es la obra de Gilbert West, Observations on the History and the Evidence of the Rcsurrection of Christ (1747).
  4. En las literaturas racionalistas francesa y alemana. El deísmo aun no moría completamente cuando surgió un nuevo tipo de acercamiento en el ataque a la verdad cardinal de la resurrección de Cristo, el cual se conoce como crítica de los evangelios. Se originó con el erudito alemán H.S. Reimarus (1694–1768), que dejó una cantidad de escritos que atacaban la historicidad de los evangelios, principalmente de la resurrección, publicados más adelante por el escritor alemán G.E. Lessing, entonces bibliotecario del Wolfenbuettel (1774–1778). Véase A.S. Farrar, Critical History of Free Thought, Bampton Lectures for 1862, Londres, 1862, pp. 316–319, 602–604).
  5. En la crítica bíblica de los siglos diecinueve y veinte. Aún se sentía la influencia de Reimarus cuando David F. Strauss (1808–1874) lanzó un poderosísimo ataque en su Leben Jesu (1835–36), donde desarrollaba la idea de que ésta era sencillamente una leyenda oriental o mito construido a partir de temas mitológicos que eran corrientes en el primer siglo, punto de vista que aún se encuentra en algunas obras del liberalismo extremo. A mediados del siglo veinte se ha dado una nueva forma de ataque contra la historicidad de la resurrección de Cristo. Este ataque fue promovido en forma poderosísima por Rudolf Bultmann en su esquema para desmitificar el NT. Niega que haya habido resurrección corporal, aunque no trata de explicar la tumba vacía y con toda franqueza afirma: «La resurrección misma no es un evento de la historia». Sin embargo, la iglesia no debe abandonar el tema de la resurrección: «La verdadera fe en la resurrección es fe en la palabra predicada. Si el evento del día de la resurrección es en algún sentido un evento adicional al evento de la cruz, se trata nada más que del surgimiento de la fe en el Señor resucitado, puesto que fue esta fe la que llevó a la predicación apostólica» («New Testament and Mythology», en Kerygma and Myth, editado por Hans Werner Bartsch, Londres, 1953, pp. 39–42). En otras palabras, Bultmann alega que debemos despojar el NT de eventos que participan de un aspecto sobrenatural, porque, así lo dice, lo sobrenatural no puede ocurrir en la historia. Pero tienen su lugar: son símbolos, y el siglo veinte debe retener la verdad del símbolo aun cuando pierda lo que se creyó que una vez era la realidad histórica que había tras el símbolo. La fe en un Señor resucitado estaba allí, pero no hubo una real resurrección de entre los muertos.
  6. En la enciclopedia soviética. La propaganda comunista rusa quiso eliminar la resurrección. En la gran Enciclopedia Soviética se negaba la historicidad de Cristo mismo. En el artículo «La Resurrección de los Muertos» (1929, vol. XIII, p. 196, traducido por D.V. Benson al inglés para este artículo) se presentaba la doctrina de la resurrección en el Credo Niceno, con el comentario: «Este dogma se encuentra como la más decisiva contradicción con el conocimiento científico natural que reconoce el carácter ineludible de la muerte como la destrucción de la individualidad con sus peculiaridades físicas y psíquicas». El escritor se refiería al «dogma de la resurrección de los muertos» como «una creencia primitiva peculiar a todos los pueblos incultos». No se dan las bases para una declaración de este tipo, pero el artículo concluye: «Factualmente hablando, la iglesia contemporánea predica solamente la inmortalidad del alma, respecto de la cual los teólogos no se encuentran en posición de reconciliar este espiritualismo religioso filosófico con la burda creencia primitiva en la preservación o posibilidad de regeneración de la vida en un cadáver».
  7. La incredulidad de la ciencia moderna. La negación de la resurrección en nombre de la ciencia moderna, sin embargo, no es exclusiva de los países dominados por el materialismo marxista. En una cuidadosa encuesta hecha entre científicos biólogos y físicos que aparecen en la lista de Who’s Who in America, en la que 228 respondieron de las 521 encuestas enviadas, 36 afirmaron su fe en la resurrección, 142 negaron que Cristo hubiera resucitado de entre los muertos, 28 indicaron que no querían expresar opinión, y 23 dijeron que no sabían. Esto significa que solamente uno de cada cinco de los principales científicos de los Estados Unidos cree, hoy en día, en la resurrección de Cristo. De los 88 que indicaron que eran miembros de una iglesia protestante, 41 dijeron que no creían en la resurrección, siete que no sabían y 12 no tenían opinión, (véase mi artículo «Twenty Century Scientists and the Resurrection of Christ», en Christianity Today, 15 de abril de 1957, pp. 3–6, 22). Si no hay un resurgimiento de la firme creencia en la doctrina cristiana en nuestra generación, la proporción de respuestas negativas aumentará.

En vista del bombardeo de la nueva escuela de desmitificación, de la educación atea en Rusia, y el creciente dominio de una ciencia naturalista en el mundo occidental, la iglesia debe proponerse la tarea de reexaminar completamente la razón de su creencia en la resurrección del cuerpo, o debe prepararse para ver que estas dos verdades (la resurrección de Cristo y la nuestra) se nieguen con una frecuencia cada vez mayor, y que con su eliminación se desvanezcan varias verdades cardinales relacionadas. Sin embargo, debemos afirmar que el pensamiento moderno no ha desarrollado ninguna razón básica incontrovertible por la que los hombres no puedan todavía declarar: «Creo en Jesucristo … que … resucitó de los muertos al tercer día», y «Creo en … la resurrección del cuerpo».

BIBLIOGRAFÍA

De la vasta literatura existente sobre el tema, aquí damos una lista de relativamente pocos libros. Los primeros tres se incluyen debido a la reputación que han adquirido y a su extensa influencia a través de varias generaciones: Thomas Sherlock, The Trial of the Witnesses of the Resurrection of Jesus; G. West, Observations on the History and Evidence of the Resurrection of Jesus Christ; E.M. Goulburn, The Doctrine of the Resurrection of the Body as Taught in Holy Scripture. Dos libros escritos por B.F. Westcott todavía merecen ser leídos: The Gospel of the Resurrection y Revelation of the Risen Lord. En la primera parte de nuestro siglo aparecieron cuatro de los mejores libros sobre este tema: W. Milligan, The Resurrection of our Lord; W.J. Sparrow-Simpson, The Resurrection and Modern Thought (en muchos sentidos el libro en inglés más completo y más importante sobre la resurrección); J. Orr, The Resurrection of Jesus; H. Latham, The Risen Master; T.J. Thorbum The Resurrection Narratives and Modern Criticism; J.M. Shaw, The Resurrection of Christ; D. Hayes, The Resurrection Fact; C.C. Dobson, The Empty Tomb and the Risen Lord; A.M. Ramsey, The Resurrection of Christ: An Essay in Biblical Theology.

Wilbur M. Smith

RV60 Reina-Valera, Revisión 1960

Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (529). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología

La característica más extraordinaria de la predicación cristiana es el acento que se pone en la resurrección. Los primeros predicadores estaban seguros de que Cristo se había levantado de entre los muertos, y seguros, en consecuencia, de que los creyentes también serían resucitados en el día señalado. Esto los distinguió de todos los demás maestros del mundo antiguo. Hay resurrecciones en otras partes, pero ninguna como la de Cristo. En general se trata de relatos mitológicos relacionados con el cambio de estación y el milagro anual de la primavera. Los evangelios nos hablan de un hombre que realmente murió, pero que venció la muerte al levantarse nuevamente. Y si bien es cierto que la resurrección de Cristo no se parece en nada a lo que encontramos en el paganismo, también es cierto que la actitud de los creyentes con respecto a su propia resurrección, corolario de la de su Señor, es radicalmente diferente de todo lo que ocurre en el mundo pagano. Nada hay que sea más característico del mejor pensamiento de la época, que su desesperanza frente a la muerte. Resulta claro que la resurrección es de primordial importancia para la fe cristiana.

El concepto cristiano de la resurrección debe distinguirse tanto del concepto griego como del judío. Los griegos pensaban que el cuerpo era algo que impedía la verdadera vida, y esperaban el momento en que el alma se liberaría de su prisión. Concebían la vida después de la muerte en función de la inmortalidad del alma, pero rechazaban firmemente toda idea de resurrección (cf. la burla ante la predicación de Pablo en Hch. 17.32). Los judíos estaban firmemente persuadidos de los valores del cuerpo, y pensaban que estos no se perderían, por lo que esperaban la resurrección del cuerpo. Pero creían que sería exactamente el mismo cuerpo (Apocalipsis de Baruc 1.2). Los cristianos pensaban que el cuerpo sería resucitado, pero también transformado para convertirse en vehículo adecuado para una vida diferente en la era venidera (1 Co. 15.42ss). El concepto cristiano es, por lo tanto, distintivo.

I. La resurrección en el Antiguo Testamento

Poco hay sobre la resurrección en el AT, lo que no quiere decir que no se la mencione, sino que no alcanza prominencia. Los hombres del AT eran muy prácticos, y se concentraban en la tarea de vivir la vida presente al servicio de Dios; poco tiempo tenían para especular sobre la vida venidera. Además, no debemos olvidar que vivían del otro lado de la resurrección de Cristo, y es esto último lo que da base a la doctrina. A veces empleaban la idea de la resurrección para expresar la esperanza nacional del renacimiento de la nación (p. ej. Ez. 37). La declaración más clara sobre la resurrección del individuo la encontramos en Dn. 12.2, “y muchos de los que duermen en el polvo de la tierra serán despertados, unos para vida eterna, y otros para vergüenza y confusión perpetua”. Esto claramente contempla la resurrección, tanto de los justos como de los impíos, y también considera las consecuencias eternas de las acciones humanas. Hay otros pasajes que tratan la resurrección, principalmente algunos de los salmos (p. ej. Sal. 16.10s; 49.14s). Se disputa el significado preciso de la gran afirmación de Job (Job 19.25–27), pero es difícil pensar que no esté presente allí la idea de la resurrección. A veces los profetas se ocupan del tema también (p. ej. Is. 26.19). Pero en general el AT poco nos dice sobre el mismo. Esto quizás se deba a que alguna doctrina sobre la resurrección existía en pueblos como los egipcios y los babilonios. En una época en que el sincretismo constituía un grave peligro, este hecho sin duda disuadiría a los hebreos de prestar demasiada atención a la idea.

Durante el período intertestamentario, cuando el peligro no era tan inminente, la idea se vuelve mas prominente. No se alcanza uniformidad, y aun en la época del NT los saduceos todavía negaban que hubiera resurrección. Pero para entonces la mayor parte de los judíos ya había aceptado alguna idea acerca de la resurrección. Generalmente pensaban que el mismo cuerpo volvería a la vida tal como estaba.

II. La resurrección de Cristo

En tres ocasiones Cristo volvió a la vida a ciertas personas (la hija de Jairo, el hijo de la viuda de Naín, y Lázaro). Pero estos casos no deben tomarse como casos de resurrección sino de resucitación. No hay indicación de que estas personas hayan hecho otra cosa que volver a la vida que habían dejado. Y Pablo nos dice explícitamente que Cristo es “primicias de los que durmieron” (1 Co. 15.20). Pero estos milagros nos muestran que Cristo es Señor de la muerte. El tema vuelve a hacerse presente en el hecho de que él había profetizado que se levantaría tres días después de su crucifixión (Mr. 8.31; 9.31; 10.34, etc.). Este punto es importante, ya que nos muestra a Cristo en forma suprema como dueño de la situación. Y también significa que la resurrección es de primordial importancia, porque en ella está comprometida la veracidad de nuestro Señor.

Los evangelios nos dicen que Jesús fue crucificado, que murió, y que al tercer día la tumba en que había sido colocado estaba vacía. Unos ángeles les dijeron a algunas mujeres que se había levantado de los muertos. Durante algunas semanas Jesús apareció periódicamente ante sus seguidores. Pablo menciona algunas de estas apariciones, pero no menciona explicitamente la tumba vacía, por lo que algunos eruditos sugieren que ella no figuraba en la tradición de la iglesia primitiva. Pero bien podríamos responder que Pablo da por sentado que la tumba quedó vacía. ¿Qué otra cosa podría significar el que dijera que Jesús “fue sepultado, y que resucitó al tercer día …” (1 Co. 15.4)? No tenía objeto que mencionara expresamente la sepultura si no estaba pensando en la tumba vacía. Además, la mencionan los cuatro evangelios. Debe aceptarse como parte de la auténtica tradición cristiana. Algunos han sugerido que los discípulos acudieron a una tumba equivocada, en la que un hombre vestido de blanco les dijo, “no está aquí”, con lo que quiso decir, “está en otra tumba”. Pero, en primer lugar, esto es pura especulación, y, en segundo lugar, da pie a un sinnúmero de interrogantes. Es imposible sostener que todos se equivocaron de tumba, tanto los amigos como los enemigos. Cuando en las primeras predicaciones se hizo hincapié en la resurrección, podemos estar seguros de que las autoridades habrían hecho todo lo posible por encontrar el cuerpo.

Pero si la tumba estaba realmente vacía parecería que sólo tenemos tres posibilidades: que sus amigos se llevaron el cuerpo, que se lo llevaron sus enemigos, o que Jesús resucitó. Es demasiado difícil sostener la primera hipótesis. Todas las pruebas de que disponemos nos indican que los discípulos no pensaban en la resurrección, y que la noche del primer viernes santo se los ve como hombres sin esperanza. Eran hombres vencidos, descorazonados, que se ocultaban por miedo a los judíos. Además, Mateo nos dice que se colocó una guardia en la tumba, de modo que no podían robar el cuerpo, aun cuando hubieran querido hacerlo. Pero lo más increíble es que estuvieran dispuestos a sufrir posteriormente por predicar la resurrección, como nos dice el libro de Hechos que realmente ocurrió. Algunos sufrieron prisión, y Jacobo fue ejecutado. Nadie sufre una pena así por sostener una mentira conscientemente. También debemos recordar que cuando la secta cristiana llegó a perturbar suficientemente a las autoridades como para que se la persiguiera, los jefes de los sacerdotes habrían pagado con gusto por cualquier información relativa al robo del cuerpo, y el caso de Judas nos basta para demostrar que podría haberse encontrado un traidor en las filas del propio Jesús. La conclusión a que se llega es que es imposible sostener que los creyentes robaron el cuerpo de Cristo.

Igualmente difícil de sostener es la teoría de que sus enemigos se apoderaron del cuerpo. ¿Qué motivo hubieran tenido? No encontramos motivo alguno. Haberlo hecho habría significado echar a rodar rumores de una resurrección que según vemos tenían sumo interés en evitar. Además, la guardia junto a la tumba hubiera sido un obstáculo tan grande para ellos como para los amigos del Señor. Pero la objeción absolutamente decisiva es que no pudieron mostrar el cuerpo cuando empezó la primera predicación. Pedro y sus compañeros pusieron gran empeño en hablar de la resurrección de su Señor. Es evidente que ella hizo un gran impacto en la imaginación de los discípulos. Si en esas circunstancias sus enemigos hubieran mostrado el cuerpo de Jesús, la iglesia cristiana se hubiese disuelto en medio de la burla. El silencio de los judíos es tan significativo como la predicación de los cristianos. El hecho de que los enemigos de Jesús hayan sido incapaces de mostrar su cuerpo es prueba concluyente de que no estaban en condiciones de hacerlo.

Como parece imposible sostener ya sea que sus amigos o sus enemigos robaron el cuerpo, y desde el momento en que la tumba estaba vacía, nos vemos ante la disyuntiva de aceptar o no la hipótesis de la resurrección, hecho que corroboran las apariciones de Jesús después de su resurrección. En total hubo diez apariciones diferentes, según nos lo dicen los cinco relatos de que disponemos (los cuatro evangelios y 1 Co. 15). No es fácil armonizarlos (aunque no es imposible, como a menudo se afirma; el intento que se hizo en la Santa Biblia Anotada de Scofield, por ejemplo, puede o no ser la forma correcta de armonizarlos, pero no cabe duda de que demuestra que es posible hacerlo). Las dificultades no hacen más que demostrar que los relatos son independientes. No se trata de una repetición estereotipada de un relato oficial. Además, existe un notable acuerdo en cuanto a los hechos principales. Hay una gran variedad de testigos. A veces uno o dos vieron al Señor, otras veces un número mayor, como en el caso de los once apóstoles, y una vez un grupo grande de quinientos discípuIos. Entre ellos había hombres y mujeres. La mayor parte de las apariciones fueron a creyentes, pero es posible que la aparición a Jacobo se haya producido cuando este todavía no creía. Especialmente importante es la de Pablo. Aquí no se trata de un hombre crédulo, sino de un hombre culto que se oponía enconadamente a los cristianos. Y Pablo es terminante cuando afirma que vio a Jesús después de su resurrección de entre los muertos. Tan seguro estaba de ello que afincó todo el resto de su carrera terrenal en esa certidumbre. El canónigo Kennett lo expresa rotundamente cuando dice que Pablo se convirtió antes de que se cumplieran cinco años de la crucifixión, y afirma que “a muy pocos años de la época de la crucifixión de Jesús, las pruebas de su resurrección estaban en la mente de por lo menos una persona de educación absolutamente irrefutable” (Interpreter 5, 1908–09, pp. 267).

No debemos pasar por alto la transformación de los discípulos en todo esto. Como hicimos notar anteriormente, eran hombres vencidos y profundamente desalentados estos seguidores que fueron testigos de la crucifixión, pero poco después se mostraron dispuestos a ir a la cárcel, e incluso a morir, por amor a Cristo. ¿Qué fue lo que los hizo cambiar de esta manera? Los hombres no corren semejantes riesgos a menos que estén seguros de lo que creen. Los discípulos estaban completamente convencidos. Quizas deberíamos añadir que su certeza se reflejaba en su modo de adorar. Eran judíos, y los judíos son tenaces en la adherencia a sus costumbres religiosas. Sin embargo, estos hombres comenzaron a observar el día del Señor, en memoria semanal de la resurrección, en lugar del día de reposo. En ese día del Señor celebraban la santa comunión, que no era una conmemoración de un Cristo muerto, sino una agradecida rememoración de las bendiciones que les trasmitía un Señor vivo y triunfante. El otro sacramento, el bautismo, era una recordación de que los creyentes eran sepultados con Cristo, y que resucitaban con él (Col. 2.12). La resurreccion daba significado a todo lo que hacían.

A veces se dice que Cristo no murió realmente sino que sufrió un desmayo, y que luego, en la frescura de la tumba, volvió en sí. Esto plantea toda una serie de interrogantes. ¿Cómo logró salir de la tumba? ¿Qué fue de él? ¿Por qué no tenemos más noticias de él? ¿Cuándo murió? Las preguntas se multiplican sin que aparezca respuesta alguna. Algunos han llegado a creer que los discípulos fueron víctimas de alucinaciones. Pero no podemos explicar así las apariciones posteriores a la resurrección. Las alucinaciones les vienen a los que en cierto sentido las están buscando, y no hay indicios de que haya sido así en el caso de los discípulos. Una vez comenzadas, las alucinaciones tienden a seguir, mientras que las apariciones cesaron abruptamente. Las alucinaciones son fenómenos individuales, mientras que en este caso hasta quinientas personas vieron al Señor en una misma ocasión. No parecería tener sentido cambiar un milagro en el plano físico por uno en el plano psicológico, que es justamente lo que exige esta teoría.

No obstante, en la actualidad muchos estudiosos niegan lisa y llanamente la posibilidad de una resurrección física. Pueden afirmar rotundamente que “los huesos de Jesús descansan en el suelo de Palestina”. Pueden decir que Jesús “resucitó” en el sentido de que ingresó en el kerygma; los discípulos se convencieron de que había sobrevivido en su paso por la muerte y que, por consiguiente, podían predicar que estaba vivo. Pueden, también, ubicar el cambio en los discípulos. Estos hombres habían visto que Jesús era realmente libre, de modo que comenzaron a experimentar lo mismo ellos también. Esto significa que se convencieron de que Jesús no estaba muerto, sino que era una influencia viva. Dos grandes escollos atraviesan la senda de todas las opiniones semejantes a estas. Uno es que no es esto lo que dicen las fuentes. En forma tan elocuente como pueden expresarlo las palabras, nos afirman que Jesús murió, que fue sepultado, y que resucitó. La segunda dificultad es de tipo moral. No podemos negar que los discípulos creían que Jesús había resucitado. Esto fue lo que les dio su empuje, y esto fue, también, el tema central de su predicación. Si Jesús estaba muerto, entonces Dios ha edificado la iglesia sobre una ilusión, conclusión inaceptable. Además, tales puntos de vista ignoran la tumba vacía. Este es un hecho insoslayable. Quizás es digno de mención el hecho de que estas perspectivas son bastante modernas (aunque ocasionalmente han surgido antecesores, cf 2 Ti. 2.17s). No forman parte del cristianismo histórico, y si fueran correctas, casi todos los cristianos han vivido en el más craso error a través de los siglos en lo que hace a una doctrina cardinal de la fe.

III. La resurrección de los creyentes

No sólo es verdad que Jesús resucitó, sino que un día también resucitarán todos los hombres. Jesús refutó el escepticismo de los saduceos sobre este punto con un interesante argumento tomado de la Escritura (Mt. 22.31–32). La posición general del NT es que la resurrección de Cristo trae aparejada la resurrección de los creyentes. Jesús dijo, “yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá” (Jn. 11.25). En varias ocasiones habló de la resurrección de los creyentes en el último día (Jn. 6.39–40, 44, 54). Los saduceos se ofendieron porque los apóstoles anunciaban “en Jesús la resurrección de entre los muertos” (Hch. 4.2). Pablo nos dice que “por cuanto la muerte entró por un hombre, también por un hombre la resurrección de los muertos. Porque así como en Adán todos mueren, también por un hombre la resurrección de los muertos. Porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados” (1 Co. 15.21s; cf. 1 Ts. 4.14). De la misma manera, Pedro dice, “nos hizo renacer para una esperanza viva, por la resurrección de Jesucristo de los muertos’ (1 P. 1.3). Resulta perfectamente claro que los autores de los libros del NT no pensaban que la resurrección de Cristo fuese un fenómeno aislado. Se trataba de un gran acto divino, pleno de consecuencias para los hombres. Al resucitar a Cristo, Dios ponía su sello de aprobación sobre la obra expiatoria efectuada en la cruz. Demostraba su poder divino frente al pecado y la muerte, al mismo tiempo que su voluntad de salvar a los hombres. Por ello, la resurrección de los creyentes es consecuencia inmediata de la de su Salvador. Tan característico de ellos es la resurrección que Cristo puede hablar de ellos como “hijos de Dios, al ser hijos de la resurrección” (Lc. 20.36).

Esto no quiere decir que todos los que serán resucitados lo serán para bendición. Jesús habla de la “resurrección de vida”, pero también habla de la “resurrección de condenación” (Jn. 5.29). La clara enseñanza del NT es que todos serán resucitados, pero que los que han rechazado a Cristo encontrarán que la resurrección es asunto sumamente grave. Para los creyentes, el hecho de que su propia resurrección está relacionada con la de su Salvador transforma totalmente la situación. A la luz de la obra expiatoria realizada a favor de ellos enfrentan la resurrección con calma y gozo.

Poco dice la Escritura sobre la naturaleza del cuerpo de resurrección. Pablo dice que se trata de un “cuerpo espiritual” (1 Co. 15.44), lo que a aparentemente significa que satisface las necesidades del espíritu. Expresamente lo diferencia del “cuerpo físico” que tenemos ahora, e inferimos que un “cuerpo” que satisface las necesidades del espíritu es, en algún sentido, diferente del que actualmente conocemos. El cuerpo espiritual tiene las cualidades de incorruptibilidad, gloria, y poder (1 Co. 15.42s). Nuestro Señor nos ha enseñado que no habrá matrimonio después de la resurrección, y por lo tanto no habrá función sexual (Mt. 12.25).

Quizás podamos adelantar algo si pensamos en el cuerpo resucitado de Cristo, porque Juan nos dice que “seremos semejantes a él” (1 Jn. 3.2), y Pablo indica que el nuestro es un “cuerpo de humillación”, pero que será semejante al “cuerpo de la gloria suya” (Fil. 3.21). Aparentemente el cuerpo de resurrección de nuestro Señor fue en algún sentido como el cuerpo natural, y en algún sentido diferente. Así, en algunas ocasiones fue reconocido inmediatamente (Mt. 28.9; Jn. 20.19s), pero en otras no (especialmente en el viaje a Emaús, Lc. 24.16; cf. Jn. 21). Apareció súbitamente en medio de sus discípulos, que estaban reunidos a puertas cerradas (Jn. 20.19), mientras que, por el contrario, desapareció de la vista de los dos que fueron con él a Emaús (Lc. 24.31). Les dijo que tenía “carne” y “huesos” (Lc. 24.39). En algunas ocasiones comió (Lc. 24.41–43), aunque no podemos asegurar que el alimento material sea una necesidad en la vida posterior a la muerte (cf. 1 Co. 6.13). Parecería que el Señor resucitado podía conformarse o no a las limitaciones de esta vida física según su voluntad, y esto podría indicar que cuando resucitemos tendremos facultades similares.

IV. Consecuencias doctrinales de la resurrección

La significación cristológica de la resurrección es considerable. El hecho de que Jesús haya profetizado que se levantaría de los muertos al tercer día tiene importantes consecuencias para su persona. El que pudo hacer esto es más grande que los hijos de los hombres. No cabe duda de que Pablo considera que la resurrección de Cristo reviste capital importancia. “Si Cristo no resucitó”, dice, “vana es entonces nuestra predicación, vana es también vuestra fe … si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana; aún estáis en vuestros pecados” (1 Co. 15.14, 17). La cuestión es que el cristianismo es un evangelio, es la buena nueva acerca de la forma en que Dios envió a su Hijo para que fuese nuestro Salvador. Pero si, en realidad, Cristo no resucitó, entonces no tenemos ninguna seguridad de que se haya logrado nuestra salvación. En consecuencia, la realidad de la resurrección de Cristo tiene un profundo significado. También es importante la resurrección de los creyentes. Según Pablo, si los muertos no resucitan bien podríamos adoptar el lema “comamos y bebamos, porque mañana moriremos” (1 Co. 15.32). Los creyentes no son personas para quienes esta vida es todo. Su esperanza yace en otra parte (1 Co. 15.19). Esto da perspectiva y profundidad a su modo de vivir.

La resurrección de Cristo está relacionada con nuestra salvación, como cuando Pablo dice que Cristo “fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación” (Ro. 4.25; cf. 8.33s). No hay necesidad alguna de entrar aquí en el significado preciso del uso de “por” y “para”; esta es tarea que incumbe a los comentaristas. Nos limitaremos a hacer notar que la resurrección de Cristo tiene relación con el acto central por medio del cual somos salvos. La salvación no es algo que ocurre aparte de la resurrección.

Tampoco termina allí. Pablo habla de su deseo de conocer a Cristo “y el poder de su resurrección” (Fil 3.10), y exhorta así a los colosenses: “Si, pues, habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba …” (Col. 3.1). Ya les había recordado que fueron sepultados junto con Cristo en el bautismo, y en el mismo sacramento fueron resucitados juntamente con él (Col. 2.12). En otras palabras, el apóstol ve el mismo poder que levantó a Cristo de entre los muertos obrando en los que son de Cristo. La resurrección es algo que continúa.

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Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico