SANTO

En un sentido religioso, significa lo que está separado para o dedicado a Dios y, por lo tanto, apartado de uso secular. La palabra se aplica a personas, lugares y cosas (p. ej., el templo, vasijas, vestiduras, la ciudad de Jerusalén, los sacerdotes). En un sentido personal, significa santo.

En el NT, la palabra hagioi se aplica a los creyentes del AT (Mat 27:52) y del NT (p. ej., Act 26:10; Rom 8:27; Rom 12:13; Rom 16:2; 2Co 1:1; Eph 1:1; 1Th 3:13; Jud 1:3; Rev 13:7, Rev 13:10). La iglesia está compuesta de personas llamadas a salir del mundo (Rom 1:7; 1Co 1:2) por la elección de la gracia de Dios a ser su propio pueblo. Todos los que están en una relación de pacto con él a través del arrepentimiento y de la fe en su Hijo son considerados como santos. Objetivamente, los santos son el pueblo peculiar y escogido de Dios, que pertenecen exclusivamente a él. Subjetivamente, ellos están separados de toda contaminación y pecado y partí­cipes de la santidad de Dios.

A los santos, se les urge a vivir vidas correspondientes a su posición (Eph 4:1, Eph 4:12; Eph 5:3; Col 1:10; comparar 2Co 8:4).

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

a) Véase SANTIDAD. b) SANTO, LUGAR. (Véanse TABERNíCULO, TEMPLO.)

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

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Término empleado por costumbre y tradición como definición de consagración, segregación y dedicación a Dios. Es el centro de referencia religiosa que se asocia a multitud de acciones, toponimias, gentilicios y apellidos de personas o de entidades sociales.

Se usa también en forma femenina (santa) y en formas superlativas (santí­simo, santí­sima), estando el lenguaje lleno de tales alusiones terminológicas tanto en la denominación de lugares, como de personas o de actividades.

Algunas de las expresiones más significativas del concepto de “santo” pueden ser las siguientes:

– Santo Cristo, alusiva a una imagen venerada por los fieles, como la de Limpias, la de Burgos, la pintada por Velázquez, por El Greco o por Dalí­.

– Santo Sepulcro, que recuerda el lugar donde estuvo el sepulcro de Jesús y hoy ocupa un sitio preferente en la Basí­lica de Jerusalén.

– Santo Sudario, o santa Faz, que alude al paño que la leyenda o la tradición identificó con el lienzo con el que la Verónica enjugó el rostro de Jesús en el Calvario. El rostro divino quedó grabado en él paño. La leyenda procedente de la Edad Media lo sitúa en el sanctasanctorum de la iglesia de San Juan de Letrán, de Roma, aunque otros lugares se disputaron desde antiguo la posesión de tal reliquia, como acontece en el Monasterio de la Santa Faz, en las cercaní­as de Valencia. El hecho de que tal leyenda sea más o menos fantasiosa no impide que la tradición considere santo tal lienzo.

– Santo Sí­ndone, o Sábana Santa, que, también según la tradición, se conserva en la catedral de Turí­n. Serí­a, de ser cierta, el lienzo o sábana con que se envolvió el cuerpo de Cristo en el Sepulcro, en espera de amortajarlo al pasar el dí­a del descanso sabático. Tal reliquia fue traí­da de Oriente y estuvo en posesión de los templarios, lo que explicarí­a su llegada a Turí­n, después de variados avatares.

– Santo Padre, que alude al Papa en cuanto máxima autoridad de la Iglesia y sucesor de Pedro a la cabeza el cuerpo apostólico, rasgos suficientes para ser considerado santo el que tal sucesión representa.

– Santo Oficio, o tribunal creado en 1542 por Paulo III para combatir la Reforma protestante. En el seno de este Tribunal está la referencia a otros “santos” tribunales, como el de la Rota Romana o el de, en otros tiempos, santa inquisición.

– Santo Domingo de Silos, referido al monasterio fundado en el 919 por el Conde Fernán González en la zona burgalesa. Es uno más de los miles de monasterios, santuarios, centros de oración o de caridad, en el que se hacen cosas santas y se veneran a figura santas, como los fue el ermitaño y monje Domingo, situado y santificado en la localidad de Silos.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

SUMARIO: I. La santidad cristiana consiste en la unión con Cristo: Las enseñanzas del Vat. II – II. Santidad ontológica y santidad moral – lll. La santidad es una, pero debe ser cultivada según la vocación de cada uno – IV. Dimensión escatológica de la santidad – V. Dimensión eclesial de la santidad: unión con los que son de Cristo – VI. Unión y comunión con los que están en Cristo en la gloria.

Para comprender exactamente lo que es un santo, cuál es su relación con nosotros y, por tanto, cuáles son nuestras relaciones con él, es preciso remontarse a la realidad de la santidad cristiana en sí­ misma.

I. La santidad cristiana consiste en la unión con Cristo
El Vat. II, adaptándose sabiamente a las costumbres de una prolongada praxis conciliar, no quiso dar una definición técnica, y mucho menos escatológica, de los conceptos clave, entre los que hay que enumerar precisamente el de la santidad. Tampoco era oportuno avanzar por ese camino, pues ello habrí­a conducido casi ineludiblemente a la necesidad de adoptar una postura frente a algunos aspectos correlativos del problema que son objeto de pareceres libremente disputables entre escuelas y teólogos católicos. No obstante, aun sin dar una definición teórica o escolástica, el concilio propuso inequí­vocamente -de forma positiva- una doctrina acerca de la naturaleza de la santidad cristiana, que, por otra parte, se encuentra en perfecta armoní­a con la tradición y con lo que ésta ha enseñado en su magisterio auténtico.

Efectivamente, aunque los autores que habí­an tratado de esta materia (enla exposición sistemática de la teologí­a de la santidad) habí­an procedido diversamente tomando en consideración aspectos formales diversos; aunque la terminologí­a usada por ellos estaba lejos de ser idéntica en todos, por lo cual se advertí­an múltiples matizaciones en la presentación y elaboración de esta doctrina, no obstante, es innegable que, en último término, todos los teólogos católicos habí­an enseñado más o menos explí­citamente que la santidad cristiana consiste en la unión con Cristo, Verbo encarnado y redentor nuestro, único mediador entre Dios y los hombres, y fuente de toda gracia y santificación. Uno de los grandes méritos de este concilio consiste en haber expuesto claramente esta doctrina y haberla insertado y desarrollado orgánicamente, a la luz de la eclesiologí­a renovada, en la constitución dogmática sobre la Iglesia.

LAS ENSESANZAS DEL VAT. II – Que en la constitución Lumen gentium la temática de nuestra santidad y santificación se ha desarrollado a base de la categorí­a de nuestra unión con Cristo, resulta evidente ante todo por el planteamiento del capí­tulo quinto, que trata expresamente de este tema. De hecho, dicho capí­tulo plantea la argumentación de fondo en los términos siguientes: “La Iglesia, cuyo misterio expone el sagrado concilio, es indefectiblemente santa en la opinión de todos. Efectivamente, Cristo, Hijo de Dios, que con el Padre y el Espí­ritu es proclamado `el solo santo’, amó a la Iglesia como a su esposa, se entregó a sí­ mismo por ella para santificarla (cf Ef 5,25-26) y la unió a sí­ mismo como su cuerpo llenándola del don del Espí­ritu Santo para la gloria de Dios. Por ello todos los miembros de la Iglesia, tanto si pertenecen a la jerarquí­a como si son dirigidos por ésta, están llamados a la santidad, según las palabras del Apóstol: `Ahora bien, ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación’ (1 Tes 4,3; cf Ef 1,4)” (LG 39).

Analizando este texto, advertimos en primer lugar que la obligación moral de tender a la santidad es común a todos los miembros de la Iglesia, y se deduce precisamente de su pertenencia y unión ontológica a ella, la cual es proclamada como indefectiblemente santa. Todos los fieles deben ser santos en su conducta moral, porque deben actuar en conformidad con lo que son en el orden del ser: como hombres que viven en la Iglesia, que es santa. Pero, según se desarrolla en el párrafo inmediatamente siguiente, la Iglesia misma es santa porque Cristo, “el solo santo”, la ha amado como a su esposa y se ha entregado a ella para santificarla. Con esto se dice que la santidad de la Iglesia deriva totalmente de la santidad de Cristo y de su amor hacia ella, amor que le impulsó al sacrificio de la cruz para que ella pudiera ser su esposa. Es de advertir que en esta descripción de las relaciones existentes entre Cristo y su Iglesia, sobre las cuales se fundamenta y de las cuales resulta la santidad de la misma Iglesia, se recurre explí­citamente a la categorí­a del amor, que, según su naturaleza, procede del deseo de la unión mutua y la establece de hecho. Así­ pues, queda explicada muy certeramente la intensidad y la intimidad de esta unión recurriendo a la imagen bí­blica de los esponsales entre Dios y su pueblo elegido.

Pero ni siquiera esta descripción es suficiente para expresar todas las riquezas de la unión amorosa que existe entre Cristo y su Iglesia, ni la profundidad que de ello se deriva para la santidad de la Iglesia; por eso se introduce un segundo concepto y se dice que Cristo le ha unido a sí­ mismo como a su cuerpo. Con esta especificación ulterior, la santidad de la Iglesia se describe todaví­a más clara y explí­citamente mediante la categorí­a de la “unión” con Cristo, es decir, por medio de la categorí­a que de manera eminente expresa la identificación de Cristo con su Iglesia y que, al mismo tiempo, revela con una profundidad insuperable el misterio de la Iglesia, su naturaleza y finalidad, su dinamismo sobrenatural y las múltiples manifestaciones de la vitalidad que le caracteriza.

El tercer motivo aducido para explicar la santidad de la Iglesia, es decir, el hecho de que Cristo la ha colmado con el don del Espí­ritu Santo, está í­ntima y orgánicamente conectado con la consideración anterior; el poner de relieve otro aspecto más ayuda a comprender mejor por qué la santidad de la Iglesia consiste precisamente en la unión con Cristo. Efectivamente, el Espí­ritu Santo (que es presentado como el principio de la santidad de la Iglesia) es el alma del cuerpo mí­stico, que lo penetra todo y lo vivifica uniéndolo a Cristo. A la luz de la teologí­a trinitaria y de lo que ella enseña sobre el Espí­ritu Santo como Espí­ritu de amor y ví­nculo de caridad, se intuye fácilmente el profundo valor de la doctrina, según la cual el Espí­ritu Santo nos comunica la santidad precisamente porque y en cuanto nos une a Cristo y en él nos hace partí­cipes de la vida divina.

Partiendo de esta consideración de la santidad, tendremos que decir, pues, que Dios es llamado “santo” porque, en virtud de su misma naturaleza divina, es siempre en todo su ser y hacer perfectamente idéntico a sí­ mismo, a su majestad, a su justicia y a su bondad; la humanidad de Cristo es “santa” porque está hipostáticamente unida a la persona del Verbo divino; la Iglesia es “santa” porque mediante el Espí­ritu Santo está unida a Cristo como a su cuerpo mí­stico; por último, los seres humanos son “santos” porque y en cuanto al estar unidos a Cristo por el Espí­ritu Santo a través de la Iglesia viven ontológica y moralmente de la vida de Cristo.

Pero no sólo en este texto fundamental de la constitución dogmática se concibe y se presenta la santidad de los cristianos como unión con Cristo en el seno de la Iglesia. La misma idea aparece allí­ donde la LG habla de la santidad y de nuestra santificación. Para convencerse de esta afirmación, basta leer en su totalidad la constitución y sustituir, donde ocurran, los términos “santidad” y “santificación” por los de “unión” y “unificación” con Cristo. Se verá entonces que todos los textos, que ya de por sí­ tienen un sentido plausible y profundo. adquieren entonces una mayor claridad, porque así­ se logra apreciar mejor el verdadero sentido de lo que el concilio querí­a expresar y de hecho expresó.

El recurso que se hace algunas veces a la categorí­a de nuestra participación de la vida divina y a otras semejantes demuestra esta misma realidad; se trata, en efecto, de expresiones y formas de hablar que, cada una con matices diversos, describen el hecho y la naturaleza de nuestra unión con Cristo y, en él, con la Santí­sima Trinidad. Merecen especial atención en este contexto los verbos usados por la LG para hacer comprender la forma en que debe efectuarse la tendencia de los cristianos a la santidad: coniungi, consecrari, conformes fieri, sequi, imitan y otros semejantes que pertenecen claramente a la categorí­a de la unión y de la unificación tanto en el orden ontológico como en el orden intencional y moral.

A los resultados de estas indagaciones terminológicas corresponden plenamente las investigaciones llevadas a cabo sobre los grandes temas que en el ámbito de la teologí­a de la santidad de los cristianos son desarrollados en dicha constitución dogmática. Basta pensar en toda la teologí­a de los sacramentos y, especialmente, en lo que se expone acerca del bautismo y de la eucaristí­a, para ver que la importancia de los sacramentos -y en forma totalmente especial de la eucaristí­a- se explica precisamente mediante la función que tienen de unirnos a Cristo mediante el don especial del Espí­ritu Santo, que nos confieren. Otro tanto puede decirse de todos los demás medios de santificación y de las múltiples instituciones de la Iglesia, que tienden en su totalidad a promover la santidad de los fieles; estos medios se describen, cada uno a su modo, como otras tantas ayudas o condiciones orientadas a ponernos en contacto cada vez más í­ntimo y vivo con la persona del Verbo encarnado y redentor.

Por último, téngase presente que la importancia primordial que se atribuye a la actividad del Espí­ritu Santo en la obra de nuestra santificación, queda sistemáticamente explicada por la doctrina de que él mismo procede del Padre y nos conduce a él, recapitulándolo todo en Cristo. El mismo recurso a la categorí­a de la naturaleza de nuestra unión con Cristo aparece justamente -en estrecha conexión con la doctrina pneumatológica- allí­ donde el concilio habla de la caridad teologal, que por su misma naturaleza une a los hombres con Dios y entre ellos mismos en el seno del cuerpo mí­stico.

No tiene nada de extraño, pues, que en algunos textos la santidad aparezca explí­citamente identificada con la unión con Cristo, como ocurre, por ejemplo, en el número 49 de la constitución, donde dice que, “a causa de su más í­ntima unión con Cristo, los bienaventurados consolidan a toda la Iglesia en la santidad”; y un poco más adelante se ofrece una especie de definición de la santidad al hablar de la “ví­a segurí­sima por la que, entre las vicisitudes del mundo, podremos llegar a la perfecta unión con Cristo, es decir, a la santidad” (LG 50).

II. Santidad ontológica y santidad moral
Aceptadas como premisas seguras las nociones que ofrece la Sagrada Escritura y la tradición, auténticamente interpretadas por el magisterio de la Iglesia, según las cuales la santidad se describe y se define mediante la categorí­a de la unión con Dios (santo es todo lo que está unido a Dios en la forma debida, y profano o pecaminoso es lo que no está unido a él o incluso está separado y apartado de él), pensamos que basta subrayar que, examinando más de cerca este concepto, no se tarda mucho en descubrir la necesidad de una especificación fundamental. Aunque hablemos con razón de una santidad ontológica por la que se pueden llamar santas todas las criaturas, incluso las inanimadas e infrapersonales (porque proceden de Dios creador y como tales están unidas a él), en un sentido más especí­fico sólo se llaman santos los seres personales, aquellos que están dotados de una inteligencia y una voluntad, que les permiten poner en práctica y realizar su unión con Dios de una forma consciente y libre.

El concepto de santidad se extiende, pues, desde el plano ontológico al plano moral y aparece en su verdadera riqueza como una realidad vivida deliberadamente, que penetra la existencia misma de una persona precisamente porque, con la riqueza de su ser y con la espontaneidad de su libre voluntad, se une a Dios entregándose a él con el calor del amor. Por eso, siendo personal la santidad, se apropia necesariamente las caracterí­sticas tí­picas de toda persona y tiene incluso como nota esencial un continuo dinamismo. Efectivamente, como el ser personal del hombre se enriquece o se empobrece en su desarrollo, así­ también la unión del hombre con Dios, al estar ligada al desarrollo de la persona misma, se encuentra en continua fase de enriquecimiento o empobrecimiento. Pero igual que el desarrollo de una personalidad debiera seguir una lí­nea de ascensión constante, lo mismo se puede decir de la santificación.

Serí­a, sin embargo, erróneo -por incompleto- quedarse parados en estos conceptos y hablar de santidad o de unión con Dios basándonos en la simple consideración de nuestra cualidad de personas. Es obligado considerarnos tal como somos; es decir, personas reales existentes en un orden histórico concreto; personas humanas que viven en el orden sobrenatural y están dotadas y enriquecidas con una vida divina que se nos comunica en Cristo.

Efectivamente, la revelación nos lleva a considerar nuestra unión con Dios bajo una luz nueva: la que proviene del misterio de la encarnación y de la redención. Ahora bien, el hecho de que el Verbo divino, la segunda persona de la Santí­sima Trinidad, se haya encarnado, no tiene como único resultado que exista una naturaleza humana santí­sima por estar unida a Dios de una forma tan í­ntima que trasciende nuestras posibilidades de comprensión; este hecho ejerce también una profunda influencia en toda la humanidad. El Verbo divino se ha hecho verdaderamente carne propter nos homines et propter nostram salutem: se ha hecho uno de nosotros para darnos también a nosotros la posibilidad de que nos unamos a Dios de una forma esencialmente nueva, puesto que somos miembros del género humano, en el que él mismo ha querido insertarse, constituyéndose en cabeza del mismo. El vino “para que tengan vida y la tengan abundante” (In 10,10); es decir, para dar a los hombres su vida divina, a fin de que ellos puedan entregarse y unirse a Dios no ya sólo como meros seres humanos, sino como personas introducidas y elevadas a la intimidad sobrenatural, con las notas y riquezas tí­picas de quien participa de la vida divina.

Pero dado que la elevación del hombre al orden sobrenatural no suprime su personalidad, también el proceso de su santificación en Cristo tiene lugar de una forma propia de las personas, es decir, en un plano tanto ontológico como moral. Por ello, san Pablo, a quien le resulta especialmente grato llamar con el sencillo apelativo de “santos” a aquellos que están bautizados por estar unidos a Cristo, no cesa de exhortar a los cristianos a que vivan conscientemente y con verdadero sentido de responsabilidad la vida divina, de la que han sido hechos partí­cipes, y les incita por ello a que se apropien los mismos sentimientos de Cristo y a “revestirse” de él.

En este sentido preciso, todos los cristianos están llamados a su plena e integral santificación, que es tanto como decir a la unión más í­ntima y profunda posible con Dios en Cristo, unión a la que ellos pueden acceder con la respuesta personal a la gracia que Dios mismo les ha dado. Queda, por tanto, excluido todo minimalismo y toda forma o actitud de mediocridad, que pudiera inducir a contentarse con lo estrictamente necesario o mandado. Muy al contrario, el verdadero cristiano se debe entregar con impulso generoso a
Dios y a Cristo. No puede ni debe decir nunca “basta”, sino que ha de vivir constantemente su consagración y su unión a Jesucristo y al cuerpo mí­stico, que es la Iglesia.

Por ello la vocación del cristiano a la santidad puede llamarse verdaderamente una invitación al >heroí­smo. El mismo sacramento de nuestra incorporación a Cristo nos obliga de hecho a estar dispuestos en todo al sacrificio más sublime de la caridad, es decir, el de la inmolación cruenta por amor de Cristo y de su Iglesia. Se comprende entonces que la vocación a la santidad, tal como se desprende de la inserción en Cristo, compromete tanto, que todo cristiano, precisamente por serlo, está llamado a ser santo en el sentido más estricto de la palabra.

Es, pues, errónea la concepción según la cual pocos elegidos estarí­an llamados a la santidad perfecta. Es errónea toda concepción que induzca a pensar que los santos oficialmente reconocidos por la Iglesia son lo que son gracias a unos dones totalmente extraordinarios, como el don de los milagros o de la profecí­a, o a los favores especiales de la vida mí­stica y otros similares. En virtud de los sencillos principios ya expuestos, estamos capacitados para comprender cuán ajenas son estas ideas al verdadero concepto teológico de la santidad cristiana. Pero gracias a estos mismos principios estamos en posición de captar también -y así­ queremos repetirlo- que la santidad cristiana consiste en la unión cada vez mayor con Dios en Cristo y, por lo tanto, en una participación consciente de la vida de Cristo, al cual estamos ontológicamente unidos por misericordia y benévola voluntad de Dios.

III. La santidad es una, pero debe ser cultivada según la vocación de cada uno
A propósito de la unidad de la santidad cristiana y de sus diversificaciones y diferenciaciones, la LG enseña lo siguiente: “En los diversos géneros de vida y en las diversas profesiones, hay una sola santidad, cultivada por quienes están movidos por el Espí­ritu de Dios y, obedientes a la voz del Padre y adorando en espí­ritu y verdad a Dios Padre, siguen a Cristo pobre, humilde y cargado con la cruz para merecer ser participantes de su gloria. Cada uno, según sus propios dones y gracias, debe avanzar sin demora por el camino de la fe viva, la cual enciende la esperanza y actúa por medio de la caridad” (LG 41).

¿Qué entiende el concilio cuando afirma que una sola santidad es cultivada por todos los cristianos? La respuesta a esta pregunta no es dificil, si tenemos presente cuanto se ha dicho más arriba y si pensamos que el término “santidad” significa en la mente del concilio la unión de los fieles con Cristo operada por el Espí­ritu Santo en la Iglesia.

Decir que la santidad cristiana es “una” equivale a afirmar que la vida de unión con Cristo es una. Esta verdad es precisamente la que ha sido ilustrada por el concilio no sólo con las escuetas palabras del texto antes citado, sino con toda la enseñanza de la LG acerca de nuestra existencia en el seno de la Iglesia. Todos los fieles participan de hecho de la vida del único Señor y son miembros del único cuerpo mí­stico suyo, que es la Iglesia. Lo que el concilio ha dicho en este contexto acerca de la función del Espí­ritu Santo, acerca de la naturaleza y los efectos de la gracia y su dinamismo. acerca del bautismo, la confirmación y la eucaristí­a, acerca del culto litúrgico y la oración privada, acerca de la fe, la esperanza, la caridad y todo el complejo orgánico de las virtudes, como también sobre las dimensiones escatológicas y eclesiales de nuestra vida cristiana: en una palabra, todo lo que ha propuesto como esencia de la vida cristiana en cuanto tal o como propiedades, cualidades o caracterí­sticas tí­picas de aquellos que, movidos por el Espí­ritu Santo, viven su unión con Cristo en la Iglesia, explica y profundiza el sentido de la afirmación según la cual la vida de unión con Cristo y la santidad de todos los fieles es una.

No sólo desde el punto de vista estrictamente teológico, sino también desde el punto de vista de la vida pastoral, resulta sumamente importante concebir y proponer toda la doctrina de la santidad de los cristianos en la perspectiva de su unión con Cristo en la Iglesia, insistiendo en este contexto sobre el hecho de que la santidad de los cristianos es una. Efectivamente, está claro que la insistencia en las dimensiones cristocén[ricas, pneumáticas y eclesiales de la vida y santidad cristiana, comunes a todos los fieles, confiere a toda la enseñanza teórica y práctica sobre la tendencia de los cristianos a la santidad una orientación sana y fértil, porque se fundamenta en principios dogmáticos sólidos y profundos, mientras que elimina los peligros nada imaginarios de un divorcio entre la teologí­a y la espiritualidad, que, como demuestra ampliamente la historia, implica siempre un empobrecimiento, si no la definitiva esterilidad de ambos. Disminuye también los inconvenientes de una división exagerada y unilateral en el campo de las diferencia, cienes de la vida y santidad cristiana, que -si se han acentuado en exceso-impiden una apreciación ponderada y sabia del complemento reciproco y orgánico que resulta de ellas en beneficio de todo el cuerpo mí­stico y de todos sus miembros.

Pero a la vez que proporciona las premisas de estas conclusiones, la misma concepción teológica de la LG ofrece también los principios basilares para otra enseñanza no menos importante, que no puede ser menospreciada: la que se refiere a las diversificaciones y diferenciaciones de la santidad cristiana. Las palabras añadidas inmediatamente después del miembro de la frase en que se inserta la palabra “una sanctitas”, suponen de hecho que la santidad cristiana, radicalmente única en cuanto unión con Cristo, se diferencia, sin embargo, “según los dones y las obligaciones propias de cada uno”.

La enseñanza de la Sagrada Escritura sobre la soberana libertad y liberalidad de Dios en la distribución de sus “gracias” y de sus “dones”, otorgados a nosotros según la medida de la donación de Cristo, es inequí­vocamente clara a este propósito, y queda, por otra parte, ampliamente confirmada a través de toda la historia de nuestra salvación. De hecho, encontramos en ella numerosos ejemplos de “vocaciones” o “llamadas” del Señor dirigidas solamente a algunas personas y que, lejos de referirse exclusivamente a determinados cometidos externos o a ministerios de la Iglesia, son, por el contrario, llamadas auténticas a un tipo de santidad personal particular o, como vemos en el ejemplo de la Santí­sima Virgen Marí­a, de una santidad totalmente única e irrepetible. En todos estos casos se trata siempre de la llamada a una santidad que no cabe dentro de los cálculos de quien no ha recibido una llamada semejante.

Por otro lado, estas “llamadas”, a la vez que subrayan el aspecto de la absoluta libertad de Dios al tomar la iniciativa de establecer una unión con las criaturas, nos recuerdan que Dios dirige a cada uno su llamada y quiere establecer con cada uno una unión personal. Ahora bien, toda unión entre personas lleva implí­cita una impronta tí­pica, única, irrepetible, determinada por todos aquellos factores en virtud de los cuales se distingue cada persona de todas las demás. Por ello, considerando las relaciones personales y la unión que tienen dos personas con una tercera, nunca podremos hablar de identidad, sino que debemos recurrir más bien a la categorí­a de la semejanza. En otros términos, nos encontramos en el terreno de la analogí­a y no en el de la univocidad.

Todo esto puede decirse, naturalmente. también de nuestras relaciones personales con Cristo y de nuestra unión con él. Incluso se puede decir aquí­ de una forma totalmente especial, preeminente y única, porque las relaciones y la unión personal corresponden a las tendencias más í­ntimas de nuestra persona como tal y la comprometen totalmente en todas las manifestaciones de la existencia y de la vida.

Tampoco se puede afirmar que esta ley, basada en la constitución metafí­sica de la persona humana, no tenga valor en el orden sobrenatural. La gracia, en efecto, no destruye la naturaleza, sino que la presupone, se inserta en ella y la ennoblece. Más aún: precisamente en el orden de nuestra unión con Cristo, esta diversificación de las relaciones de las diversas personas con él es acentuada y se hace todaví­a más operante por el hecho de que la nueva vida no se nos da según las rí­gidas leyes de la justicia distributiva, sino según la soberana liberalidad del Señor: “A cada uno de nosotros ha sido dada la gracia conforme a la medida del don de Cristo” (Ef 4,7). Y todo ello confiere a la misma persona humana elevada al orden sobrenatural unas caracterí­sticas personales todaví­a más marcadas de lo que están en el mero orden natural.

Precisamente en nuestros dí­as, en que se manifiesta la tendencia a transferir al orden de la vida sobrenatural y, por tanto, al de nuestras relaciones con Cristo, los criterios de la igualdad democrática, resulta tanto más oportuno recordar este principio básico de la teologí­a de la gracia y de la elección, que -tomando como punto de partida famosos textos escriturí­sticos- pone de relieve el hecho de que nuestra participación en la vida í­ntima y personal de Dios deriva única y totalmente de la graciosa voluntad que él tiene de,autorrevelarse y de autocomunicarse con nosotros.

Naturalmente, también este aspecto de la doctrina sobre la santidad y sobre la santificación de los cristianos encuentra su última explicación en la naturaleza del cuerpo mí­stico, en el que el Espí­ritu Santo une a los hombres con Cristo, dando a cada uno de ellos el puesto y la función que mejor se adaptan a la armónica edificación de todo el organismo vivo. Precisamente esta diversificación entre los diversos miembros, proveniente de la diversidad de las cualidades y dotes personales y de la diferente medida de la donación del Señor, es lo que contribuye notablemente a la vitalidad y a la belleza de toda la Iglesia.

Así­ pues, la doctrina según la cual todos los cristianos están llamados a la santidad cristiana no significa en absoluto que todos estén llamados a la misma santidad, ni que estén llamados a la misma intensidad y profundidad en su unión con Cristo, sino que enseña precisamente lo contrario.

Por este motivo explí­cito, el concilio no se ha contentado con ofrecer enseñanzas claras y profundas sobre la santidad común a todos los fieles, sino que ha cuidado también de tratar ampliamente de la santidad y santificación propia de los laicos, de los miembros de la jerarquí­a y de los religiosos.

Teniendo en cuenta estos hechos importantes e indiscutibles, resulta hasta cierto punto desconcertante constatar que no sólo algunos comentadores de este documento del concilio continúan afirmando que todos los cristianos están llamados a la misma e idéntica santidad, sino también que en no pocas versiones de la LG se traduce la expresión “in variis vitae generibus et officiis una sanctitas excolitur”, como si el concilio hubiera escrito: “in variis vitae generibus et officiis eadem sanctitas excolitur”.

Por otra parte, la doctrina que nos presenta la santidad de los cristianos como “una” y “diferenciada según la medida de la donación de Cristo” -la cual, a su vez, es la raí­z de la rica variedad de funciones, obligaciones y estados de vida dentro de la Iglesia- aparece enfática y reiteradamente puesta de relieve en la LG, y precisamente en los pasajes más destacados, que tratan de la vocación universal a la santidad. A tí­tulo de ejemplo, citemos algunos de estos párrafos: “[La santidad de la Iglesia] se expresa en varias formas en los individuos que en su estado de vida tienden a la perfección de la caridad” (LG 39); “para llegar a esta perfección, los fieles apliquen las fuerzas recibidas según la medida con que Cristo quiere entregárselas” (LG 40); “todos los fieles están, por lo tanto, invitados y obligados a perseguir la santidad y la perfección del propio estado” (LG 42).

Además, el concepto teológico de que la santidad de los cristianos es una, aunque al mismo tiempo diversificada y diferenciada, se encuentra en la base de todo lo que el concilio enseña no sólo en el número 41 de la constitución acerca del “ejercicio multiforme de la santidad”, sino también en el número 42 acerca de “el camino y los medios de santidad”. Dicho concepto debe ser tenido presente y considerado como subyacente a cualquier afirmación del concilio acerca de este tema, incluso y especialmente en la proposición que no raras veces se cita erróneamente para sostener la sentencia de que la santidad de los cristianos serí­a la misma e idéntica para todos: “A todos resulta, pues, evidente que todos los fieles de cualquier estado y grado están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad” (LG 40).

De hecho, tal como se deduce de la nota cuarta, que explica el sentido de esta afirmación y que se refiere explí­citamente a dos textos de Pí­o XI y a otros tres de Pí­o X11, la plenitud de la vida cristiana y la perfección de la caridad de que se habla va unida y depende intrí­nsecamente de la diversificación y diferenciación de los diversos estados y órdenes de la Iglesia, por los cuales está también esencialmente condicionada. El sentido de esta afirmación no es, por tanto, que todos los cristianos están llamados a la misma plenitud de la vida cristiana y a la misma perfección de la caridad, entendiendo los términos “plenitud” y “perfección” no en un sentido absoluto, sino más bien en el sentido relativo de que cada uno está llamado a la plenitud de vida cristiana y a la perfección de la caridad, que corresponde a la medida del don que él ha recibido del Señor y que, como es obvio, puede variar y varia realmente según los múltiples factores que diversifican y diferencian la vida de los cristianos individualmente considerados.

Mirando a esta luz las cosas, no habrá ninguna dificultad en admitir -y admitirlo gozosamente- que no todos estamos llamados a la misma santidad, es decir, a la misma forma y tipo de unión con Cristo, ni, por tanto, tampoco a la misma plenitud de la vida cristiana o a la misma perfección de la caridad.

¿Quién se atreve, por otra parte, a afirmar que todos estamos llamados a la misma plenitud de la santidad, es decir, de la unión con Cristo, que es tí­picamente propia de Marí­a Santí­sima?
¿Y quién podrí­a afirmar con seriedad que todos los cristianos, al tener que amar a Dios por encima de todas las cosas y amarlo con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todas sus fuerzas (cf Mc 12,30). estarí­an por ello llamados en virtud de esta común vocación cristiana a la misma perfección de la caridad, es decir, a una forma de caridad que serí­a absolutamente idéntica para todos en modalidad, intensidad y profundidad y que no se diferenciarí­a en modo alguno de las vocaciones y gracias especiales del Señor? Ciertamente, no es ésta la doctrina propuesta por la LG, que, fundándose en las palabras del Evangelio y en el sentir unánime de la tradición, enseña explí­citamente que, por ejemplo, el martirio -el cual lleva a la perfección más elevada de la caridad- es un don especial del Señor concedido por él no a todos los cristianos, sino sólo a unos pocos elegidos (cf LG 42) [>Mártir].

Así­ pues, santo es aquel que en el ámbito de sus limitadas pero irrepetibles caracterí­sticas, cualidades y circunstancias personales y en el marco de su vocación y de la gracia que Dios le ha dado “según la medida de la donación de Cristo” (Ef 4,7), se abre y corresponde a la gracia que se le ha otorgado y, conformándose con Cristo, vive plenamente y permite que Cristo viva en él la forma de vida determinada que se le ha dado.

Se comprende entonces por qué aquellas personas que en sus situaciones existenciales concretas participan y comparten de forma profundamente personal la vida y el amor de Cristo, difunden en torno a sí­ el calor de su amor, el esplendor de su vida y la amabilidad propia de Cristo en las circunstancias en que se encuentran, atrayendo por eso a muchos hombres a Cristo, que es la fuente de esta bondad.

Pero se impone todaví­a la consideración de otro aspecto de la vida cristiana, que imprimirá una profundidad aún mayor a las observaciones expuestas hasta aquí­.

IV. Dimensión escatológica de la santidad
“Así­ pues, unidos con Cristo en la Iglesia y marcados por el Espí­ritu Santo, `que es prenda de nuestra herencia’ (Ef 1,14), somos llamados y en verdad somos hijos de Dios (cf 1 Jn 3,1), pero todaví­a no hemos aparecido con Cristo en la gloria (cf Col 3,4), en la cual seremos semejantes a Dios porque lo veremos tal como es (cf 1 Jn 3,2)” (LG 48).

De este hecho fundamental del cristianismo, que es la participación real de una vida que alcanzará su plenitud tan sólo en la eternidad, se deriva toda la tensión dialéctica que caracteriza nuestra existencia de peregrinos. Ya estamos verdaderamente justificados y santificados, ya participamos de la luz y de la fuerza del Señor, que nos ilumina, nos sostiene y nos inspira en toda obra buena; pero todaví­a “llevamos este tesoro en vasos de barro” (2 Cor 4,7). Ya estamos unidos a Dios y él habita en nosotros, pero tan sólo le vemos “como en un espejo, confusamente” (1 Cor 13,12); todo lo que conocemos en la fe nos parece grande y estupendo; pero muchas veces no nos atrae ni nos conmueve, porque todaví­a somos carnales y estamos vendidos y sujetos al pecado (cf Rom 7,14). Estamos regenerados y nutridos por el cuerpo y por la sangre de nuestro Salvador; pero todaví­a sufrimos los efectos del pecado original y sucumbimos fácilmente a las tentaciones de todos los dí­as, hasta el punto de que ningún cristiano podrá afirmar jamás que está libre de pecado y que no necesita del perdón de Dios (cf 1 Jn 1,8-10; Sant 3,2; Mt 6,12).

Por tanto, se puede decir en verdad que los miembros de la Iglesia terrestre, precisamente porque están vivificados por el Cristo glorioso, son de veras santos; pero esta santidad es por el momento frágil, imperfecta y se encuentra en estado germinal, si la comparamos con aquella unión indefectible con Cristo que los mismos miembros de la Iglesia están llamados a disfrutar en la Jerusalén celeste.

De esta presencia simultánea de lo divino y de lo humano en nuestras existencias se deriva el continuo anhelo y la pena, el gozo de ser y el sufrir por no poder ser todaví­a totalmente aquello a lo que estamos destinados; el ser felices de tener, pero experimentar la amargura de no poder tener todaví­a plenamente lo que ya poseemos; en una palabra, saber que Cristo está cercano y al mismo tiempo lejano: “Por tanto, mientras habitamos en este cuerpo, caminamos lejos del Señor’ (2 Cor 5,6), y teniendo las primicias del Espí­ritu, gemimos dentro de nosotros (cf Rom 8,23), anhelando estar con Cristo (cf Flp 1,23)” (LG 48).

Y esto se debe precisamente a que “no tenemos aquí­ abajo ciudad permanente, sino que buscamos la futura” (Heb 13,14).

Para apreciar mejor de dónde procede este anhelo y este dinamismo intrí­nseco a la vida del cristiano, es preciso hacer una reflexión ulterior.

Sabemos que Cristo ha venido a la tierra para que los hombres tengan la vida y la tengan más abundantemente. Sabemos que esta vida de la que Dios quiere hacernos participantes es su misma vida divina, es la vida de Cristo, el cual, haciéndose hombre “por nosotros los hombres y por nuestra salvación”, rezó, sufrió y trabajó hasta morir en la cruz, para resucitar después de entre los muertos, sentarse a la derecha del Padre y reinar con él en la gloria de los cielos. Pero no todos valoran con la misma claridad el hecho de que participar de la vida de Dios significa concretamente participar de la vida gloriosa del Señor, que estar unidos al Hijo de Dios significa estar unidos a Cristo resucitado y que ser miembros de su Iglesia quiere decir ser miembros del cuerpo mí­stico del Señor resucitado.

Todo impulso vital, toda gracia que recibimos de Cristo es, en efecto, una comunicación de su vida gloriosa, que prepara, refuerza y confirma la glorificación definitiva de su Iglesia y de aquellos que están unidos a ella: el sacramento que nos inserta en el cuerpo mí­stico es el sacramento de nuestra iniciación en el misterio pascual, en el cual morimos con Cristo para resucitar con él; en él, Cristo resucitado, nos hace participantes de su espí­ritu y nos comunica la “prenda de nuestra herencia”, es decir, de la herencia incorruptible, sin mancha e inaccesible, que se nos reserva en los cielos (1 Pe 1,4). Y de la misma forma que en el bautismo, también en cada contacto sucesivo y en cada encuentro vital con el Señor se refuerza no sólo nuestra fe y nuestra esperanza en él, que ha triunfado del pecado y de la muerte, sino que hundimos más sólidamente aún nuestras raí­ces en su caridad y quedamos unidos cada vez más í­ntimamente con aquel que es el “primogénito entre muchos hermanos” (Rom 8,29) y que está glorioso en los cielos. Lo cual resulta especialmente evidente en el sacramento a cuyo alrededor gravita toda nuestra vida, el “signum efficax” por excelencia de nuestra unión salví­fica con el Señor, es decir, el sacramento de la eucaristí­a, en el que nos alimentamos del cuerpo y de la sangre de nuestro Salvador, que triunfa ahora en la gloria del Padre; el mismo Jesucristo nos dice precisamente de ella: “Yo soy el pan vivo bajado del cielo. Si alguien come de este pan, vivirá eternamente… El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último dí­a” (Jn 6,51-54).

Así­ pues, en espera de aquel dí­a, el que se encuentra inserto en Cristo y se alimenta de la carne del Señor posee una verdadera prenda de la vida gloriosa futura y, aunque se encuentre en camino, participa realmente de la vida de Cristo resucitado, a pesar de que esta vida, a causa de nuestra condición, tan sólo pueda tener su pleno desarrollo en la resurrección final.

V. Dimensión ecleslal de la santidad: unión con los que son de Cristo
Sin embargo, estarí­amos muy lejos de poseer una noción completa de la santidad y de su naturaleza escatológica si no extendiéramos nuestras consideraciones a un horizonte más amplio. Limitarse a considerarla únicamente bajo el aspecto individualista, por muy rico y fecundo que sea, querrí­a decir que no habrí­amos descubierto su última razón de ser.

No debemos olvidar, en efecto, que la participación de la vida divina, la cual, concedida ya aquí­ en la tierra, es el origen de nuestras aspiraciones escatológicas, nos es dada por Dios no como a individuos aislados, sino como a personas que son miembros de un pueblo; más todaví­a, como a miembros de ese organismo sobrenatural que es la Iglesia, cuerpo mí­stico de Cristo.

Evidentemente, no debemos cometer nunca el error de despreciar el hecho de que cada uno de nosotros, como persona, está destinado a encontrarse “cara a cara” con el Señor (cf 1 Cor 13,12); que cada uno de nosotros, como persona, es ya hoy hijo de Dios y gozará mañana como tal de su intimidad a la manera propia del amor entre personas. En otros términos, no debemos concebir nuestra inserción en la Iglesia y nuestra condición de miembros del cuerpo mí­stico de Cristo como si se tratase de una inserción despersonalizante en un mero organismo fí­sico. Pero tampoco debemos desestimar el hecho de que, aun participando como personas de la vida divina, recibimos esta vida en cuanto miembros del cuerpo mí­stico de Cristo; por lo cual todos debemos dar, en cuanto tales, nuestra aportación y contribuir al crecimiento y a la evolución de este organismo, que está destinado a constituir, junto con su cabeza, el “Cristo total, cabeza y miembros”.

Si, pues, experimentamos en nosotros mismos un anhelo de plenitud de vida en Cristo orientado a “estar con él”; si, en consecuencia, nos sentimos impulsados a actuar, a trabajar y a prodigarnos “para obtener una corona eterna” (cf 1 Cor 9,25), ello se debe a que participamos de la vida, de las aspiraciones y del dinamismo de la misma Iglesia. Si palpamos en nosotros mismos la tensión dialéctica que acabamos de describir, es debido a que participamos del destino de la Iglesia, que no “tendrá su consumación sino en la gloria del cielo” (LG 48).

Precisamente por esta razón, toda evolución auténtica de nuestras posibilidades humanas y cristianas significa y constituye un paso ulterior hacia la consumación escatológica del género humano y una aportación hacia la plenitud definitiva del Cristo total.

Ahora bien, si cualquier realización cristiana de nuestras posibilidades humanas auténticas contribuye a la instauración de todo el universo en Cristo, es evidente que esto se puede aplicar en grado eminente a la actuación de nuestras relaciones con los demás; si Cristo mismo ha tenido y tiene necesidad de los hombres para completar y enriquecer la perfección de su humanidad, mucho más necesitará cada hombre de los demás para desarrollarse e integrar su ser, en virtud de la misma ley metafí­sica, derivada de la limitación de todo ser individual. Siendo todo hombre un ser finito y limitado, está abierto a posibilidades de enriquecimiento ontológico y psicológico mediante sus contactos con las demás personas, y especialmente con los miembros de la misma comunidad sobrenatural del cuerpo mí­stico, en donde esta intercomunicabilidad aparece sublimada, elevada y valedera en el orden de la gracia. Luego toda persona que para responder a su vocación en la Iglesia quiera poner en práctica verdaderamente sus posibilidades tí­picamente humanas, debe vivir sus relaciones con los demás para poder ofrecer a Cristo su máxima aportación. Es Dios mismo quien por haberlo creado así­ quiere que reciba y dé, quiere que en este intercambio de bienes con los demás, se enriquezca y se perfeccione; más aún, es Dios mismo quien, apoyándose en una de las más profundas necesidades y aspiraciones de la naturaleza humana: la del amor mutuo, hace que se convierta en una ley operante en el orden sobrenatural y, consiguientemente, en orden a la realización de su mismo plan de unir en Cristo a todo el género humano, de convertirlo incluso en su cuerpo mí­stico y en su mismo complemento.

Y aquí­ precisamente se encuentra la razón de la unión de los dos mandamientos del amor cristiano, en virtud de la cual el amor mismo de Dios postula el amor del prójimo y, viceversa, el amor de éste lleva a unirse más í­ntimamente con Dios.

De esta raí­z profunda nace la fértil corriente de pensamiento teológico y de espiritualidad que, a la luz de lo que será el hombre perfecto, el Cristo total (en el que las relaciones sobrenaturales y humanas existentes entre los miembros del cuerpo mí­stico serán vividas de manera consciente y al máximo para constituirse en una de sus expresiones más tí­picas), urge a los que son de Cristo a amarse entre sí­, con un amor operante y unificador, a sostenerse mutuamente, comunicándose el bien que cada uno posee, a asociarse en la búsqueda de Cristo y a unirse en su glorificación del Padre.

VI. Unión y comunión con los que están en Cristo en la gloria
Realmente, si la orientación pastoral actual, derivada de estos principios, se orienta precisamente a desarrollar cada vez más en los fieles el sentido eclesial y social, serí­a un grave y dañoso error para la Iglesia como para cada uno en particular restringir y limitar esta unión de los miembros entre sí­ y las relaciones que de ella se derivan a la mera unión de cuantos constituyen la Iglesia peregrinante.

Si en verdad la Iglesia es una y la forman todos aquellos que son de Cristo, es evidente que abarca no sólo a los seres humanos que viven en este Inundo, sino también a cuantos en el purgatorio se preparan ulteriormente para su ingreso en la gloria; y, con mayor razón aún, a todos los bienaventurados, es decir, aquellos que después de haber vivido cristianamente y haber coronado la existencia terrena aceptando santamente la muerte, hechos ya partí­cipes de la gloria del Señor, están tan profundamente arraigados y fundados en la caridad, que se encuentran gloriosamente transformados en el Señor y unidos indefectiblemente con él.

“Así­ pues, hasta que el Señor no venga en su gloria y todos los ángeles con él (cf Mt 25,31), y una vez destruida la muerte, no se sometan a él todas las cosas (cf 1 Cor 15,26-27), algunos de sus discí­pulos se encuentran como peregrinos en la tierra, mientras que otros, que han pasado de esta vida, están purificándose y otros gozan de la gloria contemplando `claramente al Dios uno y trino tal como es’. Pero todos, aunque en grado y modo diverso, comulgamos en la misma caridad de Dios y del prójimo y cantamos a nuestro Dios el mismo himno de gloria. Efectivamente, todos aquellos que son de Cristo, por tener el Espí­ritu Santo, forman una sola Iglesia y están unidos entre sí­ en él (cf Ef 4,16). Así­ pues, la unión de los peregrinantes con los hermanos muertos en la paz de Cristo no queda deteriorada en ningún momento, sino que, según la fe permanente de la Iglesia, queda fortalecida por la comunicación de bienes espirituales. A causa realmente de su más í­ntima unión con Cristo, los bienaventurados consolidan a toda la Iglesia en la santidad y ennoblecen el culto que ella rinde a Dios en la tierra contribuyendo de muchas formas a su más amplia edificación (cf 1 Cor 12,12-27)” (LG 49).

No debemos olvidar, pues, que la Iglesia es una realidad mayor que esa parte integrante suya que trabaja, gime y sufre en la tierra; incluso su parte más viva es la que reina ya con Cristo en el cielo.

Luego si, en virtud de nuestra pertenencia a la Iglesia y de nuestra participación en su vida y en el intento de participar también de su anhelo de corresponder a su más profunda vocación, que la impele a ser complemento de su redentor y de su esposo, debemos procurar desarrollar cristianamente todas nuestras posibilidades auténticas y, por lo mismo, aquellas relaciones humanas y sobrenaturales que nos unen a los demás miembros del cuerpo mí­stico y que constituyen uno de los aspectos más ricos de nuestra existencia; también debemos, evidentemente, dar vida de forma consciente y real a nuestras relaciones con aquellas personas que, precisamente por participar en un grado más intenso de la vida de Cristo, contribuyen en mayor medida a la glorificación que ofrece a Dios el cuerpo mí­stico juntamente con la cabeza.

Se comprende, pues, fácilmente por qué, incluso antes de que la especulación teológica y la sistematización doctrinal profundizaran y elaboraran estos principios, la Iglesia, movida y guiada por el Espí­ritu Santo, descubrió la belleza de esta relación y la vivió constantemente en el curso de los siglos como una de las cosas que le eran más connaturales y, por tanto, más queridas. Pero, al mismo tiempo, se comprende también por qué la Iglesia desde sus orí­genes ha proclamado a algunos fieles como “santos” por excelencia, declarando así­ autorizadamente que ellos, al haber recibido y seguido hasta el fondo las invitaciones amorosas del Señor, se encuentran ahora en la patria celeste unidos a él de forma particularmente í­ntima y destacada: “La Iglesia de los peregrinantes, reconociendo perfectamente esta comunión de todo el cuerpo mí­stico de Jesucristo, desde los primeros tiempos de la religión cristiana cultivó con gran piedad la memoria de los difuntos… La Iglesia siempre ha creí­do que los apóstoles y los mártires de Cristo, al dar pleno testimonio de su fe y de su caridad con la efusión de su sangre, están estrechamente unidos a nosotros en Cristo, y por ello los ha venerado con particular afecto, junto con la santí­sima Virgen Marí­a y los santos ángeles… A ellos se añadieron en poco tiempo otros que habí­an imitado más de cerca la virginidad y pobreza de Cristo; y, por último, aquellos otros cuyo especial ejercicio de las virtudes cristianas y de los carismas divinos los hací­a merecedores de la piadosa devoción e imitación por parte de los fieles” (LG 50).

La convicción, radicada en la fe, de que aquellos que habí­an ofrecido su vida por Cristo y le habí­an dado el supremo testimonio de amor estaban admitidos a la plenitud de la vida y a la intimidad con él; la convicción y la certeza de que los que habí­an entrado en la vida eterna y se encontraban indefectiblemente unidos a Cristo y, por lo tanto, a todos aquellos que son de Cristo, llevó a los cristianos de la Iglesia de los primeros siglos, todaví­a perseguidos y vejados, a sentirse unidos a estos amigos y hermanos de Cristo. Más aún, precisamente aquella profunda penetración espiritual, que debe atribuirse a la acción del Espí­ritu Santo en la Iglesia, fue la que, haciéndonos percibir la unión existente entre las verdades fundamentales de nuestra fe (bautismo y martirio – inserción en Cristo e inserción en la Iglesia – eucaristí­a y vida eterna – sacrificio eucarí­stico y glorificación), llevó a comprender desde los comienzos que el encuentro por excelencia de la Iglesia peregrinante con la Iglesia celeste debí­a tener lugar en la acción litúrgica y, sobre todo, en la celebración eucarí­stica. En ésta, en la cual la Iglesia peregrinante, teniendo ya germinalmente la vida de la cabeza, se une a él ofreciéndose a sí­ misma y anticipa su participación en el “sacrificio de alabanza” que Cristo ofrecerá durante la eternidad al Padre como cabeza de toda la humanidad recapitulada en él, no podí­a dejar de sentirse unida a aquellos que, estando en la gloria, se encuentran ya asociados de forma más plena a Cristo y a la glorificación que él da a Dios.

Pero es evidente que la actualización de nuestras relaciones con los miembros de la Iglesia celestial, y especialmente con los santos, no se agota ni se puede agotar en los actos de alabanza que ofrecemos a Dios solidariamente con ellos, sobre todo cuando nos unimos recí­procamente en el sacrificio de la eucaristí­a.

Sin embargo, mientras “caminemos lejos del Señor” (2 Cor 5,6), experimentando en nosotros la tensión dialéctica que se deriva de la condición escatológica de peregrinos, nuestras relaciones con aquellos que están en la patria deberán hallar necesariamente expresión también en otras formas y habrán de ser vividas de otras muchas maneras, si queremos que sean completas y nos lleven a la plenitud de vida que Dios quiere: y ello precisamente porque quienes están en el cielo, y los santos especialmente como miembros eminentes del cuerpo mí­stico, contribuyen de muchas maneras a nuestra misma ascensión a Dios, a nuestra transformación en Cristo y a la más completa edificación del “nuevo hombre perfecto”.

En efecto, nosotros sabemos que, en virtud de la ley fundamental que rige nuestra incorporación a Cristo, cuanto más se abre una persona a su Espí­ritu y le ofrece la posibilidad de vivir en ella algunos de aquellos modos existenciales que Cristo no pudo vivir en su naturaleza humana individual, tanto más disfruta de la posibilidad de completar en sí­ misma su obra salví­fica en favor del cuerpo mí­stico, la Iglesia.

De esta forma Cristo, viviendo en aquellos que se dejan animar en toda su actividad por su Espí­ritu, continúa haciéndose presente en el mundo; precisamente porque son partí­cipes en un sentido profundo de la vida de Cristo, estas personas difunden en torno a sí­ el calor de su amor y hacen sentir su amabilidad, manifestando su esplendor y haciéndolo visible en las circunstancias concretas del ambiente y del mundo en que viven.

“En la vida de aquellos que, si bien participan de nuestra naturaleza humana, se encuentran más aún perfectamente transformados en la imagen de Cristo (cf 2 Cor 3,18), manifiesta Dios con gran vitalidad a los hombres su presencia y su rostro. En ellos nos habla él mismo y nos muestra la contraseña de su reino, hacia el cual nos sentimos poderosamente atraí­dos por tener en torno a nosotros semejante multitud de testigos (cf Heb 12,1) y semejante afirmación de la verdad del Evangelio” (LG 50).

“Mientras consideramos la vida de aquellos que han seguido fielmente a Cristo, nos sentimos inclinados por otro motivo más a buscar la ciudad futura (cf Heb 13,14 y 11,10), y al mismo tiempo se nos enseña el camino más seguro por el que, entre las cosas transitorias del mundo, podremos llegar a la perfecta unión con Cristo, es decir, a la santidad, según el estado y la condición propia de cada uno” (LG 50).

Así­ es como, a través de la libre y generosa contribución de actividades, sacrificios y oraciones ofrecidos por estos miembros de su cuerpo mí­stico, Cristo puede aplicar los frutos de su apostolado, de su pasión, de su muerte y de su resurrección también en las formas que por su voluntad dependen de la aportación y del complemento que los miembros están llamados a dar a la actividad de la cabeza.

Así­ es como la benéfica influencia ejercida, en Cristo, por estos miembros eminentes sobre todos los demás, constituye el fundamento de aquel complejo de actos con que éstos sienten el deber de manifestar admiración, reconocimiento y confianza a quien les proporciona tantos bienes. Y si estos sentimientos se manifiestan espontáneamente entre aquellos que viven abajo, otro tanto es lógico, e incluso obligado, que se realice también con aquellos que, una vez terminada su existencia terrena y entrados en la gloria del Señor, permanecen siempre vitalmente unidos a sus hermanos peregrinantes y continúan, por lo tanto, “con Cristo, por Cristo y en Cristo”, interesándose por ellos y manifestando así­ su unión y su afecto hacia ellos.

“Admitidos en la patria y en presencia del Señor (cf 2 Cor 5,8), por medio de él, con él y en él, no cesan de interceder por nosotros ante el Padre, ofreciendo los méritos conseguidos en la tierra por Jesucristo, único mediador entre Dios y los hombres (cf 1 Tim 2,5), sirviendo al Señor en todas las cosas y cumpliendo en su carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo en favor de su cuerpo que es la Iglesia (cf Col 1,24). Nuestra debilidad queda, pues, mucho más socorrida por su fraterna solicitud” (I.G 49).

“Es, por lo tanto, sumamente justo que amemos a estos amigos y coherederos de Jesucristo, y también hermanos nuestros a la vez que insignes bienhechores, y que por ellos demos las debidas gracias a Dios, `les dirijamos súplicas y oraciones, recurriendo a sus plegarias y a su poderosa ayuda para impetrar gracias de Dios mediante su hijo Jesucristo, Señor nuestro, que es nuestro único redentor y salvador’. Efectivamente, todo nuestro testimonio de amor a los santos tiende y termina por su naturaleza en Cristo, que es la corona de todos los santos’, y a través de él en Dios, que es admirable en sus santos y es glorificado en ellos” (LG 50).

Así­ pues, cuando se enmarcan también estos aspectos de dirigirse a los santos en una visión completa de la rica realidad de la Iglesia; cuando se ve que su actividad intensa de colaboración con Cristo tiende a conseguir que su intento de unir a los hombres consigo mismo se realice más plenamente; cuando se ve, en fin, que la cooperación de los santos pretende sobre todo hacer que la vida sobrenatural de los otros miembros crezca y se desarrolle, se comprende entonces fácilmente que actualizar nuestras relaciones con ellos, en vez de apartar de aquella orientación cristocéntrica que debe ser tí­pica de la vida cristiana, la enriquece en cuanto que lleva a tener un contacto más rico con Cristo. Pero se comprende también que el recurso a los santos y su invocación deben estar inspirados y dictados por el mismo motivo, que es el deseo de vivir más intensamente como miembros del cuerpo mí­stico, y por la necesidad de desarrollar y vivir todas aquellas posibilidades y aquellos ví­nculos humanos y sobrenaturales que nos hagan más aptos para cumplir la función que nos corresponde en el seno del Cristo total.

Establecidas todas estas reflexiones que, partiendo de la consideración de nuestra tendencia escatológica, nos han llevado a ver las riquezas de las relaciones existentes entre nosotros y los santos, y nos han hecho comprender que tales contactos no son la expresión de un piadoso devocionalismo, sino el fruto de una profunda penetración en el misterio de la Iglesia, se comprende por qué la Iglesia peregrinante reunida en concilio para definirse a sí­ misma sintió la necesidad de manifestar su conciencia de estar ontológicamente unida a la Iglesia celestial. Se comprende por qué, al querer afirmar su modo de ser, experimentó la necesidad de hablar de ese impulso vital que la incita a actuar de forma que todas las posibilidades inherentes a sus relaciones ontológicas sean enteramente vividas para dar a Cristo, yen Cristo a Dios, la máxima glorificación. Por ello ha querido dar a conocer que, siempre y en todos los tiempos, en el afán de hacer cada vez más rico su movimiento hacia Cristo y su unión con él, no ha podido ni podrá dejar de vivir y desarrollar las relaciones que unen a sus miembros entre sí­; amándolo, no ha podido ni podrá dejar de amar a cuantos son “suyos”, es decir, a cuantos “con él y en él” forman el Cristo total, la cabeza y los miembros.

Es, por tanto, evidente que también nosotros sólo podremos tener una apreciación completa de la grandeza de la Iglesia, de su vitalidad y santidad, cuando dirijamos nuestra mirada a aquellos que ya son indefectiblemente de Cristo, y especialmente a los santos y a la Reina de todos los santos. Mas para ello es necesario que sepamos ver a estos nuestros hermanos en una luz adecuada y justa; es decir, no como seres separados y desunidos de Cristo o contrapuestos a él, sino como personas que son “de Cristo”; verdaderas personas a las que podemos dirigirnos y podemos amar, pero personas en las que vive Cristo y que, vivificadas por él, contribuyen de una forma eminente a constituir junto con él la cabeza, el Cristo total.

Fijando la vista en ellos y sintiéndonos unidos a ellos, nos veremos espontáneamente inducidos a pensar en el más allá, en la vida que nos espera; adquiriremos una conciencia más viva de nuestra condición de personas que “todaví­a peregrinan lejos del Señor”; aprenderemos de ellos cómo viviendo en las mismas circunstancias en que ellos vivieron se puede y se debe realizar lo que Cristo nos ha enseñado. Pensando en ellos nos daremos cuenta más vivamente de que la Iglesia peregrinante, y, por lo tanto, cada uno de nosotros, se encuentra en camino hacia la patria que ellos ya han conseguido; comprenderemos que nosotros y ellos constituimos una sola Iglesia, la misma Iglesia, el cuerpo mí­stico de Cristo, aquella que en la plenitud de los tiempos se transformará y quedará iluminada con la luz que se deriva para ella de la cabeza, que es el Cordero inmaculado, Cristo Señor.

P. Molinari
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Fuente: Nuevo Diccionario de Espiritualidad

Véase LUGAR SANTO.

Fuente: Diccionario de la Biblia

C. Adjetivo qadoí†sh (v/dq; , 6918), “santo”. Las lenguas semí­ticas tienen dos formas originales de la raí­z que son distintas. Una significa “puro” y “consagrado” como en el acádico qadistu y el hebreo qadesh (“santo”). La palabra describe algo o alguien. La otra quiere decir “santidad” como una circunstancia o como un abstracto, de la misma manera que en arábigo al-qaddus (“lo más santo o puro”). En hebreo el verbo qadash y la palabra qadesh combinan ambos elementos: descriptivo y estático. La comprensión tradicional de “separado” es solo un significado derivado y no el principal. Qadoí†sh es importante en el Pentateuco, en los escritos poéticos y proféticos, y se encuentra poco en la literatura histórica. El primero de 116 casos se encuentra en Exo 19:6 (rva): “Y vosotros me seréis un reino de sacerdotes y una nación santa”. En el Antiguo Testamento qadoí†sh tiene una fuerte connotación religiosa. En uno de sus sentidos el vocablo describe un objeto, lugar o dí­a como “santo”, en el sentido de “dedicado” a un propósito especial: “Luego tomará el sacerdote del agua santa en un vaso de barro” (Num 5:17). En particular, el sábado se ha “dedicado” como un dí­a de descanso: “Si apartas tu pie por respeto al sábado, para no hacer tu capricho en mi dí­a santo; si al sábado llamas delicia, consagrado a Jehovah y glorioso; y si lo honras, no haciendo según tus propios caminos ni buscando tu propia conveniencia ni hablando tus propias palabras, entonces te deleitarás en Jehovah” (Isa 58:13-14 rva). Esta prescripción se basa en Gen 2:3, donde el Señor “santificó” o “dedicó” el sábado. Dios dedicó a Israel para que fuera su pueblo. Son “santos” por su relación con el Dios “santo”. En cierto sentido, todo el pueblo es “santo” por ser miembros de la comunidad del pacto, independientemente de su fe y obediencia: “Y se juntaron contra Moisés y contra Aarón y les dijeron: ¡Basta ya de vosotros! Porque toda la congregación, todos ellos son santos, y en medio de ellos está Jehová; ¿por qué, pues, os levantáis vosotros sobre la congregación de Jehová?” (Num 16:3). Dios se propuso que esta nación “santa” fuera un sacerdocio real “santo” entre las naciones (Exo 19:6). Sobre la base de una í­ntima relación, Dios esperaba que su pueblo cumpliera con sus elevadas expectativas para ellos, demostrando que era una una nación “santa”: “Me seréis santos, porque yo, Jehovah, soy santo y os he separado de los pueblos para que seáis mios” (Lev 20:26 rva). Los sacerdotes fueron escogidos para servir en el Lugar Santo del tabernáculo o templo. Por su función de mediadores entre Dios e Israel y por su cercaní­a al templo, Dios los dedicó al oficio sacerdotal: “Serán santos para su Dios y no profanarán el nombre de su Dios; porque ellos presentarán las ofrendas quemadas, el pan de su Dios; por tanto, serán santos. El sacerdote no tomará mujer prostituta o privada de su virginidad. Tampoco tomará mujer divorciada de su marido, porque él está consagrado a su Dios. Por tanto, lo tendrás por santo, pues él ofrece el pan de tu Dios. Será santo para ti, porque santo soy yo, Jehovah, que os santificó” (Lev 21:6-8 rva). Aarón, el sumo sacerdote, era “el santo del Señor” (Psa 106:16 lba). El Antiguo Testamento clara y enfáticamente enseña que Dios es “santo” moralmente (Lev 11:44) y en poder (1Sa 6:20). Es el “santo de Israel” (Isa 1:4), “Dios santo” (Isa 5:16) y “el Santo” (Isa 40:25). Su nombre es “Santo”: “Porque así­ dijo el Alto y Sublime, el que habita la eternidad, y cuyo nombre es Santo: Yo habito en la altura y la santidad, y con el quebrantado y humilde de espí­ritu, para hacer vivir el espí­ritu de los humildes, y para vivificar el corazón de los quebrantados” (Isa 57:15). La declaración negativa: “No hay santo como Jehová, porque no hay ninguno aparte de ti; no hay roca como nuestro Dios” (1Sa 2:2 rva), señala que El es “santí­simo” y que nadie es tan “santo” como El. Algunas pocas veces qadoí†sh se aplica a seres no humanos, alejados de este mundo y dotados de gran poder (Job 5:1; Dan 8:13). Los ángeles del séquito celestial son “santos”: “Y el valle de los montes será rellenado, porque el valle de los montes llegará hasta Azal. Y huiréis como huisteis a causa del terremoto que hubo en los dí­as de Uzí­as, rey de Judá. Así­ vendrá Jehová mi Dios, y todos sus santos con El” (Zec 14:5 rva). Los serafines proclamaban el uno al otro la “santidad” de Dios: “Y el uno al otro daba voces, diciendo: Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos: toda la tierra está llena de su gloria” (Isa 6:3). En la Septuaginta el término hagios (“santo”) representa el vocablo hebreo qadoí†sh.

Fuente: Diccionario Vine Antiguo Testamento

SANTO

Fuente: Diccionario Vine Nuevo testamento

La liturgia aclama al Dios tres veces Santo; proclama a Cristo, “solus sanctus”; celebra a los santos. Nosotros hablamos también de los santos evangelios, de la semana santa; estamos además llamados a ser santos. La santidad parece, pues, ser una realidad compleja que atañe al misterio de Dios, pero también al culto y a la moral; engloba las nociones de sagrado y de puro, pero las des-borda. Parece reservada a Dios, inaccesible, pero constantemente se atribuye a las criaturas.

La voz semí­tica qodes, cosa santa, santidad, derivada de una raí­z que significa sin duda “cortar, separar”, orienta hacia una idea de separación de lo profano; las cosas santas son las que no se tocan, o a las que no nos acercamos sino en ciertas condiciones de *pureza ritual. Estando cargadas de un dinamismo, de un misterio y de una majestad en la que se puede ver algo sobrenatural, provocan un sentimiento mixto de sobrecogimiento y de fascinación, que hace que el hombre adquiera conciencia de su pequeñez ante estas manifestaciones de lo “numinoso”.

La noción bí­blica de santidad es mucho más rica. La Biblia, no contenta con comunicar las reacciones del hombre frente a lo divino y con definir la santidad por negación de lo profano, contiene la revelación de *Dios mismo: define la santidad en su misma fuente, en Dios, de quien deriva toda santidad. Pero por el hecho mismo la Escritura plantea el problema de la naturaleza de la santidad, que es finalmente el del misterio de Dios y de su comunicación a los hombres. Esta santidad deriva-da, primeramente exterior a las personas, a los lugares y objetos que hace “sagrados”, no resulta real e interior sino por el don del mismo Espí­ritu Santo; entonces el *amor que es Dios mismo (Un 4,18) será comunicado, triunfando del *pecado que impedí­a la irradiación de su santidad.

AT. I. DIos ES SANTO; SE MUESTRA SANTO. La santidad de Dios es inaccesible al hombre. Para que éste la reconozca es preciso que Dios “se santifique”, es decir, “se muestre santo”, manifestando su *gloria. Creación, teofaní­as, *pruebas, *castigos y *calamidades (Núm 20,1-13; Ez 38, 2lss), pero también protección milagrosa y liberaciones inesperadas re-velan en qué sentido es Dios santo.

La santidad de Yahveh, manifestada primero en las majestuosas teofaní­as del Sinaí­ (Ex 19,3-20), aparece como un poder a la vez aterrador y misterioso, capaz de aniquilar todo lo que se le acerque (1Sa 6,19s), pero también capaz de bendecir a los que reciben el arca donde reside (2Sa 6, 7-11). No se confunde, pues, con la trascendencia o con la *ira divina, puesto que se manifiesta tanto en el *amor como en el *perdón: “No desencadenaré todo el furor de mi ira… porque yo soy Dios, no soy un hombre: en medio de ti está el Santo” (Os 11,9).

En el templo aparece Yahveh a Isaí­as como un *rey de majestad in-finita, como el *creador cuya gloria llena toda la tierra, como objeto de un culto que sólo los serafines pueden tributarle. Por otra parte éstos no son bastante santos para contemplar su *rostro, y el hombre no puede verlo sin morir (Is 6,1-5; Ex 33, 18-23). Y, sin embargo, este Dios in-accesible colma la distancia que le separa de las criaturas: es el “santo de Israel”, *gozo, *fuerza, apoyo, *salvación, *redención de este pueblo al que se ha unido por la *Alianza (l s 10,20; 17,7; 41,14-20).

Así­ la santidad divina, lejos de reducirse a la separación o a la trascendencia, incluye todo lo que Dios posee en cuanto a riqueza y vida, poder y bondad. No es uno de tan-tos atributos divinos, sino que caracteriza a Dios mismo. Consiguientemente su *nombre es santo (Sal 33,21; Am 2,7; cf. Ex 3,14), Yahveh jura por su santidad (Am 4,2). La lengua misma refleja esta convicción cuando, ignorando el adjetivo “divino”, considera como sinónimos los nombres de Yahveh y de santo (Sal 71,22; Is 5,24; Hab 3,3).

II. DIOS QUIERE SER SANTIFICADO. Dios, celoso de su derecho exclusivo al *culto y a la obediencia, quiere ser reconocido como santo, ser tratado como único verdadero Dios, y manifestar así­ por los hombres su propia santidad. Si reglamenta minuciosamente los detalles de los sacrificios (Lev 1-7) y las condiciones de *pureza necesarias para el culto (Lev 12-15), si exige que no sea profana-do su santo nombre (Lev 22,32), es porque una liturgia bien celebrada hace que resplandezca su gloria (Lev 9,6-23; 1Re 8,10ss; cf. Lev 10,1ss; 1Sa 2,17; 3,11ss) y pone de relieve su majestad. Pero este culto sólo vale si expresa la obediencia a la *ley (Lev 22,31ss), la fe profunda (Dt 20, 12), la alabanza personal (Sal 99,3-9): esto es *temer a Dios, santificarlo (Is 8,13).

III. DIOS SANTIFICA, COMUNICA LA SANTIDAD. 1. Santidad y consagración. Yahveh, prescribiendo las reglas *cultuales por las que se muestra santo, se reservó lugares (*tierra santa, santuarios, *templo), personas (sacerdotes, levitas, primogénitos, nazires, *profetas), objetos (ofrendas, vestidos y objetos de *culto), *tiempos (*sábados, años jubilares) que le están consagrados con ritos precisos (ofrendas, *sacrificios, dedicaciones, *unciones, aspersiones de sangre) y, por lo mismo, prohibidos a los usos profanos. Así­ el *arca de la alianza no debe ser mirada ni siquiera por los levitas (Núm 4,1.20); los sábados no se deben “profanar” (Ez 20,12-24); el comportamiento de los sacerdotes está regulado por reglas particulares, más exigentes que las leyes comunes (Lev 21).

Todas estas cosas son santas, pero pueden serlo – en diferentes grados, según el ví­nculo que las une con Dios. La santidad de estas personas y de estos objetos consagrados no es de la misma naturaleza que la de Dios. En efecto, a diferencia de la impureza contagiosa (Lev 11,31; 15, 4.27), no se recibe automáticamente por contacto con la santidad divina. Es resultado de una decisión libre de Dios, según su ley, según los ritos fijados por él. La distancia infinita que la separa de la santidad divina (Job 15,15) se expresa en los ritos: así­ el sumo sacerdote sólo puede penetrar una vez al año en el santo de los santos después de minuciosas purificaciones (Lev 16,1-16). Hay, pues, que distinguir entre la santidad verdadera que es propia de Dios y el carácter sagrado que sustrae a lo pro-fano a ciertas personas y ciertos objetos, situándolos en un estado intermedio, que vela y manifiesta a la vez la santidad de Dios.

2. El pueblo santo. Elegido y puesto a parte entre las *naciones, Israel viene a ser la propiedad particular de Dios, pueblo de *sacerdotes, “pueblo santo”. Dios, por un amor inexplicable, vive y marcha en medio de su pueblo (Ex 33,12-17); se le manifiesta por la *nube, el *arca de la alianza, el *templo, o sencillamente su *gloria, que le acompaña aun en el exilio (Ez 1,1-28): “en medio de ti yo soy el santo” (Os 11,9). Esta *presencia activa de Dios confiere al pueblo una santidad que no es mera-mente ritual, sino una dignidad que exige una vida santa. Para santificar al pueblo promulga Yahveh la *ley (Lev 22,31ss). Israel no podrí­a dejar-se arrastrar a los vicios de las gentes cananas; debe rechazar todo matrimonio con muchachas extranjeras y aniquilar por anatema todo lo que pudiera contaminarlo (Dt 7,1-6). Su *fuerza reside, no en los ejércitos o en una hábil diplomacia, sino en su fe en Yahveh, el Santo de Israel (Is 7,9). Este da no sólo lo que lo distingue de los otros pueblos, sino todo lo que posee en cuanto a seguridad (Is 41,14-20; 54,1-5) de orgullo (Is 43,3-14; 49,7), finalmente en cuanto a esperanza invencible (Is 60,9-14).

IV. ISRAEL DEBE SANTIFICARSE. A la libre elección de Dios que quiere su santificación debe responder Israel santificándose.

1. Debe en primer lugar purificarse, es decir, lavarse de toda impureza incompatible con la santidad de Dios, antes de asistir a teofaní­as o participar en el culto (Ex 19,10-15). Pero en definitiva es Dios solo quien le da la *pureza, por la sangre del sacrificio (Lev 17,11) o purificando su corazón (Sal 51).

2. Los profetas y el Deuteronomio repitieron sin cesar que los sacrificios por el pecado no bastaban para agradar a Dios, sino que se requerí­a la *justicia, la *obediencia y el *amor (ls 1,4-20; Dt 6,4-9). Así­ el mandamiento : “Sed santos, pues yo, Yahveh, soy santo” (Lev 19,2; 20,26) debe entenderse no sólo de una pu-reza cultual, sino ciertamente de una santidad vivida según las múltiples prescripciones familiares, sociales y económicas, como también rituales, contenidas en los diferentes códigos (p.e. Lev 17-26).

3. Finalmente, la santificación de los hombres es susceptible de progreso; por eso sólo podrán llamarse “santos” los que hayan pasado por la *prueba y tengan participación en el reino escatológico (Dan 7,18-22). Serán los sabios que hayan temido a Yahveh (Sal 34,10), el “pequeño resto” de los salvados de Sión, a los que haya Dios “inscrito para sobrevivir” (Is 4,3).

NT. La comunidad apostólica se asimiló las doctrinas y el vocabulario del AT. Así­ Dios es el Padre Santo (Jn 17,11), el Pantocratór trascendente y el juez escatológico (Ap 4,8; 6, 10). Santo es su nombre (Lc 1,49), así­ como su ley (Rom 7,12) y su alianza (Lc 1,72). Santos también los ángeles (Mc 8,38), los profetas y los hagiógrafos (Lc 1,70; Mc 6,20; Rom 1,2). Santo es su templo, así­ como la Jerusalén celestial (ICor 3,17; Ap 21,2). Puesto que Dios es santo, los que ha *elegido deben ser santos (IPe 1,15s = Lev 19,2), y la santidad de su *nombre debe manifestarse en el advenimiento de su reino (Mt 6,9). Sin embargo, parece que pentecostés, manifestación del Espí­ritu de Dios, dio origen a la concepción propia-mente neotestamentaria de la santidad.

I. JESÚS, EL SANTO. La santidad de Cristo está í­ntimamente ligada con su *filiación divina y con la presencia del Espí­ritu de Dios en él: “concebido del Espí­ritu Santo, será santos y llamado Hijo de Dios (Lc 1,35; Mt 1;18). En el bautismo de Juan el “Hijo muy amado” recibe la *unción del Espí­ritu Santo (Act 10,38; Lc 3, 22). Expulsa los espí­ritu impuros y éstos lo proclaman “el santo de Dios” o “el Hijo de Dios” (Mc 1,24; 3,11), dos expresiones que ahora ya son equivalentes (Jn 6,69; cf. Mt 16,16). Cristo, “lleno del Espí­ritu Santo” (Lc 4,1), se manifiesta por sus *obras; milagros y enseñanzas no quieren tanto ser signos de poder, que se ad-miren, cuanto signos de su santidad; delante de él se siente uno pecador como delante de Dios (Lc 5,8; cf. Is 6,5).

Cristo, “santo *siervos de Dios (Act 4,27.30), habiendo sufrido la muerte con ser autor de la vida, es por excelencia “el santo” (Act 3,14s). “Por lo cual Dios lo exaltó” (Flp 2,9); resucitado según el espí­ritu de santidad (Rom 1,4), no es de este mundo (Jn 17,11). Consiguientemente, el que está está sentado a la diestra de Dios (Mc 16,19) puede ser llama-do “el santo” al igual que Dios (Ap 3,7; 6,10). La santidad de Cristo es por tanto de un orden muy distinto que la de los santos personajes del AT, totalmente relativa; es idéntica a la de Dios, su Padre santo (Jn 17, 11): igual poder espiritual, iguales manifestaciones prodigiosas, igual profundidad misteriosa; esta santidad le ‘hace amar a los suyos hasta comunicarles su gloria recibida del Padre y hasta sacrificarse por ellos; así­ es como se muestra santo: “Yo me santifico… para que ellos sean santificados” (Jn 17,19-24).

II. CRISTO SANTIFICA A LOS CRISTIANOS. El *sacrificio de Cristo, a diferencia de las ví­ctimas y del culto del AT, que sólo purificaban exteriormente a los hebreos (Heb 9,11-14; 10,10), santifica a los creyentes “en verdad” (Jn 17,19), comunicándoles verdaderamente la santidad. En efecto, los cristianos participan de la vida de Cristo resucitado, por la *fe y por el *bautismo, que les da “la unción venida del santo” (ICor 1,30; Ef 5,26; lJn 2,20). Igualmente son “santos en Cristo” (ICor 1,2; Flp 1,1), por la presencia del Espí­ritu en ellos (iCor 3,16s; Ef 2,22); son, en efecto, “bautizados en el Espí­ritu Santo”, como lo habí­a anunciado Juan Bautista (Le 3,16; Act .1,5; 11,16).

III. EL ESPíRITU SANTO. El agente principal de la santificación del cristiano es por tanto el *Espí­ritu Santo; a las primeras comunidades las colma de “dones y de *carismas. Su acción en la Iglesia difiere, sin embargo, de la del Espí­ritu de Dios en el AT. La amplitud y la universalidad de su efusión significan que los tiempos mesiánicos se han cumplido a partir de la resurrección de Cristo (Act 2,16-38). Por otra parte, su venida está ligada con el bautismo y la fe en el misterio de Cristo muerto y resucitado (Act 2,38; 10,47; 19;1-7). Su presencia es permanente, y Pablo puede afirmar que los rescatados son “*templos del Espí­ritu Santo”, “templos de Dios” (ICor 6,11.20; cf. 3, 16s) y que tienen verdadera comunión con él (2Cor 13,13). Y como “todos los que anima el Espí­ritu de Dios son hijos de Dios” (Rom 8,14-17), los cristianos no son únicamente profetas sometidos a la acción temporal del Espí­ritu (Le 1,15; 7,28), sino hijos de Dios, que tienen siempre en sí­ mismos la fuente de la santidad divina.

IV. LOS SANTOS. Esta palabra, empleada absolutamente, era excepcional en el AT; estaba reservada a los elegidos de los tiempos escatológicos. En el NT designa a los cristianos. Atribuida primeramente a los miembros de la comunidad primitiva de Jerusalén y especialmente al pequeño grupo de *pentecostés (Act 9,13; lCor 16,1; Ef 3,5), fue extendida a los hermanos de Judea (Act 9,31-41) y luego a todos los fieles (Rom 16,2; 2Cor 1,1; 13,12). En efecto, por el Espí­ritu Santo participa el cristiano de la misma santidad divina. Formando los cristianos la verdadera “nación santa” y el “*sacerdocio regio”, constituyendo el “templo santo” (IPe 2,9; Ef 2,21), deben tributar a Dios el *culto verdadero, ofreciéndose con Cristo en “sacrificio santo” (Rom 12, 1; 15,16; Flp 2,17).

Finalmente, la santidad de los cristianos, que proviene de una *elección (Rom 1,7; lCor 1,2), les exige la ruptura con el *pecado y con las costumbres paganas (lTes 4,3): deben obrar “según la santidad que viene de Dios y no según la prudencia carnal” (2Cor 1,12; cf. ICor 6, 9ss; Ef 4,30-5,1; Tit 3,4-7; Rom 6, 19). Esta exigencia de vida santa forma la base de toda la tradición ascética cristiana; no reposa en un ideal de una ley todaví­a exterior, sino en el hecho de que el cristiano, “alcanzado por Cristo”, “debe participar en sus sufrimientos y en su muerte para llegar a su resurrección” (F1p 3,10-14).

V. LA CIUDAD SANTA. La santidad de Dios, adquirida ya de derecho, lucha en realidad contra el pecado. Todaví­a no ha llegado el tiempo, en el que “los santos juzgarán al mundo” (iCor 6,2s). Los santos pueden y deben todaví­a santificarse para estar prontos para la parusí­a del Señor . (lTes 3,13; Ap 22,11). Ese *dí­a aparecerá la nueva Jerusalén, “ciudad santa” (Ap†¢ 21,2), en la que florecerá el *árbol de vida y de la que será excluido todo lo que es impuro y profano (Ap 21-22; cf. Zac 14,20s); y el Señor Jesús será glorificado en sus santos (2Tes 1,10; 2,14).

-> Culto – Elección – Espí­ritu de Dios – Puro – Sacrificio.

LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teologí­a Bí­blica, Herder, Barcelona, 2001

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas

Esta es la traducción que en el AT se le da a ḥāsîḏ («piadoso, bueno») y a qāḏôš («santo»). La idea básica de qāḏôš es la de separación para Dios, mientras que ḥāsîḏ acentúa la piedad basada en la recepción de la misericordia divina. La palabra en el NT es hagios («santo»), y se usa regularmente en la LXX para traducir qāḏôš.

En el Salmo 85:8, la palabra santos parece ser sinónimo con el pueblo de Dios. De esto se puede concluir que el énfasis no recae en el carácter de la persona de manera notable (ya que no todos eran piadosos), sino en la elección divina y en la dádiva de la gracia de Dios. Pero otros pasajes usan el término para apuntar a la porción piadosa de la nación. Con todo, si la connotación ética fuera suprema, se esperaría que la palabra apareciera regularmente en su forma absoluta—los santos. Por el contrario, una y otra vez hallamos «tus santos», o «los santos del Altísimo», o, como en el NT, «santos en Cristo Jesús».

Los santos adquieren su posición por llamamiento divino (Ro. 1:7). Sin duda está latente en este uso del término la idea que la relación con Dios envuelve conformidad a su voluntad y carácter (Ef. 5:3). En esta forma, el término viene a estar ligado con el de fidelidad (Ef. 1:1; Col. 1:1).

La siguiente etapa de desarrollo aparece en el Libro de Apocalipsis, donde la separación para el Señor, la que caracteriza a los santos, produce la persecución inspirada por Satanás y llevada a cabo por el mundo (Ap. 13:7; 14:12), y aun produce el martirio (Ap. 16:6; 17:6). Aquí se encuentran las semillas para el concepto católico romano en cuanto a los santos, a saber, una persona peculiarmente santa y sacrificada que es digna de veneración (véase Canonización).

Sin embargo, el NT aplica la palabra santos a todos los creyentes. Es sinónimo de hermano cristiano (Col. 1:2). Con la excepción de Fil. 4:21, no se usa en el singular, y aun en ese pasaje proyecta una idea colectiva—«todo santo». Los santos son la iglesia (1 Co. 1:2). En Efesios, donde se hace un fuerte énfasis en la unidad de la iglesia, «todos los santos» llega a ser casi un refrán (1:15; 3:8; 3:18; 6:18). El Credo de los Apóstoles conserva este significado de la palabra en la afirmación, «Creo … en la comunión de los santos».

Véase también Santidad.

BIBLIOGRAFÍA

Blunt; R.H. Strachan en HDAC; O.S. Rankin en RTWB.

Everett F. Harrison

LXX Septuagint

Blunt Blunt’s Dictionary of Doctrinal and Historical Theology

HDAC Hastings’ Dictionary of the Apostolic Church

RTWB Richardson’s Theological Word Book

Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (561). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología