TRABAJO

v. Afán, Fatiga, Labor, Obra
Gen 5:29 nos aliviará de nuestras obras y del t de
Deu 26:7 aflicción, nuestro t y nuestra opresión
Psa 73:5 no pasan t como los otros mortales, ni
Psa 73:16 cuando pensé para saber esto, fue duro t
Psa 128:2 que cuando comieres el t de tus manos
Pro 22:29 ¿has visto hombre solícito en su t?
Pro 24:10 si fueres flojo en el día de t, tu fuerza
Ecc 1:3; 2:22


actividad cuyo objetivo suele ser enriquecer, mejorar el desarrollo individual y de grupo, o aliviar condiciones sociales y económicas adversas. La Biblia narra historias de un pueblo trabajador.

Entre los hebreos el t. tení­a una perspectiva teológica. En el relato de la Creación, Gn 2, 15; 3, 16 s., la maldición no se refiere al t. como actividad, sino a las fatigas.

En los Diez Mandamientos se indica que el t. es parte integrante de la vida ordenada: †œSeis dí­as trabajarás y harás todos tus trabajos, pero el dí­a séptimo es dí­a de descanso para Yahvéh, tu Dios. No harás ningún trabajo†, Ex 20, 8, 11; 23, 12. Al buscar su alimento, Pablo, decí­a que el t. era digno de estima, 1 Co 9, 14 s.

Jesús alabó al hombre trabajador y lamentó la desocupación Mt 20, 1-16.

Entre los hebreos habí­a varios trabajos comunes: pastor y agricultor Gn 13, 2; 33, 17; Rt 2, 3; 1 S 9, 3; 16 ,11; 1 R 19, 19; obrero artesanal, empleado a sueldo y el criado o esclavo trabajador. En las grandes construcciones fueron importantes los trabajos realizados por los esclavos, Ex 20, 10-17; 21, 2-6.

Las hebreas también trabajaban en el campo aparte de las labores de la casa, Pr 31, 10-31, molí­an el grano para hacer harina, Ex 11, 5; Mt 24, 41, amasar y cocer el pan, Gn 18, 6, confeccionar ropa, 1 S 2, 19, asear y cuidar la casa, Lc 15, 8. Trabajaba cuidando las ovejas, Gn 29, 6, cosechar, Rt 2, 3, y como Lidia, negociar, Hch 16, 4.

Diccionario Bí­blico Digital, Grupo C Service & Design Ltda., Colombia, 2003

Fuente: Diccionario Bíblico Digital

Este sustantivo hoy en dí­a está limitado a su uso abstracto, la acción de trabajar arduamente (Gen 31:42; Rom 16:6).

Anteriormente también expresaba el fruto de la labor (Exo 23:16; Joh 4:38). El reclutamiento de hombres libres para la labor (tributo laboral) en proyectos gubernamentales de edificación fue utilizado por Salomón (1Ki 5:13-17) y Asa (1Ki 15:22).

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

(labor, tarea, obra, Exo 1:14, Exo 31:5, Pro 14:23, Miq 2:7, 1Co 3:8, Rev 2:2).

Jesucristo: Nos dio ejemplo de trabajo – Durante 30 años, trabajo humilde manual, y durante los últimos 3 años, trabajo intelectual de predicar el Evangelio, expulsar demonios y sanar enfermos: (Mat 4:23-24). y una hora de trabajo de Jesús en la Carpinterí­a tenia tanto valor como una hora de transfiguración en le Monte Tabor!.

La Virgen Marí­a y San José nos dieron ejemplo de trabajo durante todas sus vidas, ¡es algo importante el trabajo! Parábolas sobre el trabajo: El Sembrador: (Mt.13), viñadores: (Mt.20), Talentos: (Mt.25), oveja perdida: (Lc.15), administrador infie: (Lc.16), minas: (Lc. 19).

Trabajo del cristiano: Cada hora de trabajo es una hora de oración, si el trabajo se hace por Dios, que me llama y necesita en mi vecino; y será el motivo y razón del “juicio final”: (Mat 25:31-46, Rom 2:5-11, 2Co 5:10, Rev 20:11-15, Jua 5:29, Efe 2:8-10).

– El Trabajo es el lugar del encuentro del cristiano con Dios: (Mat 2:2, Mat 3:13, Mat 9:9, Mat 25:14-30, Mat 25:31-46, Mar 6:1-3, Luc 2:51, Luc 10:38-42, Luc 19:24-26, Jua 12:31-33).

– Lo que le hago al vecino, se lo estoy haciendo a Cristo, Mar 25:31-46.

– Hay que aprovechar y usar bien, y con entusiasmo, el tiempo que tenemos: (Mt.20.

1-16, Luc 13:6-9, Luc 19:24-26).

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

http://biblia.com/diccionario/

Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

La Biblia presenta el t. como una actividad bendita. Dios trabajó en la creación durante seis dí­as, y descansó el séptimo (†œY bendijo Dios el dí­a séptimo, y lo santificó, porque en él reposó de toda la obra que habí­a hecho en la creación† [Gen 2:3]; †œMi Padre hasta ahora trabaja, y yo trabajo† [Jua 5:17]). El hombre, hecho †œa imagen de Dios† (Gen 1:27) imitó a su Padre celestial trabajando en el huerto de Edén, donde Dios lo puso †œpara que lo labrara y lo guardase† (Gen 2:15). Es el pecado, al ser introducido entre los humanos, lo que torna el t. en algo doloroso y molestoso, haciendo que sus resultados no sean óptimos (†œ… con dolor comerás de ella todos los dí­as de tu vida. Espinos y cardos te producirá…. Con el sudor de tu rostro comerás el pan† [Gen 3:17-19]).

A partir de ese momento, el término t. se utiliza a veces para señalar algo que se realiza con dolor o dificultad (†œTú lo has visto; porque miras el t. y la vejación, para dar la recompensa con tu mano† [Sal 10:14]). Para señalar ese aspecto oscuro y negativo del t., se usa en hebreo el vocablo amel (†œ… con todo, su fortaleza es molestia y t.† [Sal 90:10]). En el libro de Eclesiastés se utiliza mucho este término, tanto para señalar ese aspecto negativo del t. (†œ¿Qué provecho tiene el hombre de todo su t. con que se afana debajo del sol?† [Ecl 1:3, Ecl 1:13; Ecl 2:10, etcétera]), como para indicar también los aspectos positivos (†œ… es don de Dios que todo hombre coma y beba, y goce del bien de toda su labor† [Ecl 3:13]).
el NT, se proclama con mucha claridad que el t. es un deber de todos, y se condenó la ociosidad (†œPorque también cuando estábamos con vosotros, os ordenábamos esto: Si alguno no quiere trabajar, tampoco coma† [2Te 3:10-12]). Los creyentes son alentados al t. (†œEl que hurtaba, no hurte más, sino trabaje … para que tenga qué compartir con el que padece necesidad† [Efe 4:28]). Lo contrario a la ociosidad no consiste en un laborar afanoso. También para el t. hay que ejercer templanza o dominio propio. Por lo cual el apóstol decí­a: †œA los tales mandamos y exhortamos por nuestro Señor Jesucristo, que trabajando sosegadamente, coman su propio pan† (2Te 3:12).

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

tip, LEYE

ver, FIESTAS, PABLO

vet, El trabajo ha sido desde el principio un propósito de Dios para el hombre (cfr. Gn. 1:28; 2:15). Dios mismo enseñó al hombre la actividad de la labranza (cfr. Is. 28:26-29). La misma creación trabaja (cfr. Pr. 6:6-8). El ejemplo más elevado de trabajo lo tenemos en Dios, tanto en Creación (cfr. Gn. 1 y 2) como en Redención (Jn. 5:17). Fue por la caí­da y la consiguiente maldición que el trabajo pasó de ser un gozo a constituir un agotador esfuerzo para asegurar la subsistencia (Gn. 3: 16-19). Por ello, el trabajo, en lugar de fuente de placer y creación, es, para la gran masa de la humanidad, una enojosa actividad esclavizadora, angustiosa, y sin certidumbre de conseguir una adecuada compensación. Ha llegado, en muchos casos, a ser un instrumento de explotación y opresión (cfr. Ex. 1:11-14; 2:23; Stg. 5:4). Sin embargo, Dios muestra el trabajo y la diligencia en él como una virtud (Pr. 22:29). Se denuncia, sin embargo, el trabajo como un medio para conseguir más de lo necesario para la vida, al añadir ello un agobio innecesario (Ec. 4:6). La mujer diligente en el cuidado de la familia y en la dirección de la casa es cantada con gran alabanza (Pr. 31:10-31). En la Ley se ordenan los perí­odos de trabajo y de descanso, con todo el ciclo de fiestas anuales, en las que, al igual que en los sábados, se debí­a dejar a un lado toda labor y dedicarla al descanso, oración, adoración, y fiesta, bien de gozo o de humillación (cfr. Dt. 16:11, 14, etc.; Lv. 23:27-32; véase FIESTAS). El creyente es considerado colaborador de Dios (1 Co. 3:9). No estando bajo la maldición, sino gozando de la bendición de Dios, es exhortado a trabajar con fidelidad, “no sirviendo al ojo… sino con corazón sincero, temiendo a Dios” (Col. 3:22). La exhortación sigue así­: “Y todo lo que hagáis, hacedlo de corazón, como para el Señor y no para los hombres” (Col. 3:23). El cristiano fiel puede sentirse alentado, pues su trabajo “en el Señor no es en vano” (1 Co. 15:58). Los creyentes deben ocuparse en buenas obras (Tit. 3:8), viviendo en este siglo sobria, justa y piadosamente (Tit. 2:12) mientras espera la venida de su Señor (Tit. 2:13). Su trabajo debe tener un triple propósito: glorificar a Dios (1 Co. 6:20), subvenir a sus propias necesidades, para no ser carga a nadie (1 Ts. 4:11-12) y poder ayudar a los que padecen necesidad (Ef. 4:28). Este trabajo debe ser llevado a cabo sosegadamente (2 Ts. 3:12), sin ansiedad (1 P. 5:7) ni avaricia (He. 13:5), por cuanto el Señor ha prometido Su cuidado a todos los Suyos (cfr. Fil. 4:19). Por otra parte, hay la taxativa instrucción de que, por una parte, “si alguno no quiere trabajar, tampoco coma” (2 Ts. 3:10); por la otra: “El obrero es digno de su salario” (Lc. 10:7; 1 Co. 9:14; 1 Ti. 5:18). El mismo Dios encarnado asumió una profesión: la de carpintero (Mr. 6:3), santificando así­ el trabajo común. Pablo mismo fue ejemplo de los creyentes, trabajando en su actividad para su sustento (véase PABLO). Son numerosí­simas las actividades mencionadas en la Biblia. La primera de ellas, dada al hombre para ejercerla en su estado paradisí­aco, fue la labranza y cuidado de Edén (Gn. 2:15). En el estado eterno, en un contexto de reposo moral, los redimidos de Dios ejercerán su servicio ante El (Ap. 22:4). Así­, el reposo en el que el creyente entrará no será la cesación de la actividad, sino de la lucha, de la confrontación contra el enemigo en un sistema hostil, en un estado de cosas anormal desde la entrada del pecado en el mundo. En los cielos nuevos y tierra nueva donde morará la justicia (2 P. 3:13) no habrá inactividad, sino una armoniosa labor en una atmósfera de comunión y en plenitud de goce de la hermosura de la santidad del Señor.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

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Entre los desafí­os básicos que se dan en la vida del hombre, el trabajo, la ocupación, la profesión, la vocación, la dedicación son términos que reflejan un aspecto decisivo para su existencia. Todos eluden al deber de trabajar. Primero, como medio de subsistencia: después como desarrollo como persona y de su realización como miembro de la sociedad.

El ejercicio de un trabajo o la dedicación a una actividad profesional, en su dimensión de actividad y en necesidad de productiva preferente, es decir “profesional”, es imprescindible para el equilibrio personal y colectivo.

1. Qué es el trabajo
Es la acción humana que, con mayor o menos esfuerzo, persigue una rentabilidad inmediata y a largo alcance para obtener bienes para la vida personal y para la familiar.

El trabajo supone esfuerzo y tiene un aspecto negativo y de fatiga. Es duro. Pero reviste también un aspecto gratificante y hace al hombre sentirse útil e independiente.

El trabajo abre la comunicación con los demás miembros de la sociedad y encauza la vida bajo criterio de responsabilidad, de orden, de eficacia, de solidaridad y de colaboración.

En todas las religiones el trabajo ha sido mirado como algo humano. Los dioses no trabajan, pues no necesitan esfuerzo para tener beneficios. Pero lo hombres viven en una tierra que debe ser cultivada.

En la tradición cristiana se le vio de dos formas y se apoyó en el relato del Génesis la justificación de cada una.

Fue mayoritaria la visión punitiva. El trabajo fue un castigo por el primer pecado. Antes de él, el hombre no debí­a fatigarse pues habí­a sido colocado por el Creador en un jardí­n de delicias. Las palabra del castigo “Comerás los frutos de la tierra con el sudor de tu frente todos los dí­as de tu vida” (3.17) resonaron en los oí­dos de Adán y, a través de ellos, en toda la humanidad.

La otra más sagaz y minoritaria fue ver el trabajo como una colaboración con el Creador. “Le puso en el paraí­so para que lo cultivase.” (Gn. 1. 15)

Es evidente que la interpretación religiosa de algo que es radicalmente natural y primario. Por su naturaleza, no pasa de una metáfora y su sentido acomodaticio lo hacen teorí­a interesante e irreal.

2. Los rasgos del trabajo
Desde la perspectiva humana de un trabajo generalizado, de las diversidad oficios y necesidades y de la multiplicidad de capacidades personal, se elaboró desde siempre un vocabulario significativo sobre el valor del trabajo.

– Se le definió como profesión cuando se resaltó el compromiso permanente con una actividad desarrolla con preferencia por haberse preparado en ella y por ser reconocida por los demás.

– Se habló pensando en los esfuerzos laborales como de llamada o de “vocación” y se vio cada tipo de trabajo como una invitación que una persona escucha en su interior para ejercer lo que es del propio gusto, interés, y adaptado a las capacidades propias y peculiares.

– Se suelen emplear otros términos como oficio, empleo, colocación, cargo, ocupación, labor, y se identifican estos conceptos con el esfuerzo rentable y sistemático para ganar el sustento.

La misma orientación de la formación escolar y del aprendizaje en los años juveniles, incluso infantiles, se dirige hacia ese esfuerzo, que es la profesión y el trabajo rentable.

Ninguna expresión define mejor el trabajo como la de “ganarse la vida” o de la formación como la de “preparación para la vida”.

El trabajo se integra en el esquema de la sociedad como un derecho humano fundamental y el trato jurí­dico y social que se le depara responde a lo que son los aspectos condicionantes de la existencia, al igual que acontece con la salud, la cultura, la seguridad, la libertad, la conciencia o la protección social.

3. Visión cristiana del trabajo
El mensaje cristiano fue siempre claro en lo referente al deber del creyente de aportar a la comunidad humana sus esfuerzos y los frutos de su actividad. El trabajo es visto como una dignidad y no como una esclavitud, a diferencia de la cultura griega y del imperio romano que lo consideraban como actividad de esclavos y gente pobre.

Los evangelistas vieron claro el origen humilde Jesús. El pasó toda su vida terrena como artesano, hijo de artesano, animador de apóstoles provenientes del trabajo. Supo cultivar la tierra, pescar en los mares, pastorear los rebaños, edificar, comerciar y ejercer oficios de “jornalero”. Su vida de trabajo entró en “las obras de Dios, realizadas por personas creadas a imagen de Dios y llamadas a prolongar, unidas, al plan divino.”(Gaud. et Spes 34)

Conviene recordar las enseñanzas claras de sus seguidores, con textos expresivo y clarividentes: “Si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma” (2 Tes. 3. 10; 1 Tes. 4. 11).

De las más de 300 veces que se emplea en el Nuevo Testamento el término “trabajo” (ergon) en forma verbal, adjetiva o sustantivada, se acercan al centenar las alusiones al trabajo como forma de vida. La idea de trabajar (ergadsomai) se mira como un deber universal. La idea de trabajo (ergon) se valora como un resultado para la vida. “¿Por qué estáis todo el dí­a sin trabajar?” (Mt. 20. 6). Y a Jesús aludí­a en un juego de palabra a que su trabajo era eco del trabajo de su Padre. “Mi Padre trabaja siempre y yo también trabajo”. (Jn. 5.17)

El Catecismo de la Iglesia católica reconoce: “El valor primordial del trabajo pertenece al hombre mismo, que es su autor y su destinatario. El trabajo es para el hombre y no el hombre para el trabajo (cfr Lab. Exerc. 6). Cada cual debe poder sacar del trabajo los medios para sustentar su vida y la de los suyos y para prestar servicio a la comunidad humana”. (Nº 2428) 4. La profesión
Especial sentido posee el trabajo en la vida humana cuando se convierte en sistemático, preferente y configurador de las personas en la sociedad: albañiles, panaderos, gobernantes, soldados, siervos, señores y de los estados tristes cuando no se puede realizar esa configuración: mendigos, exiliados, presos, enfermos.

La fecundidad profesional se traduce, según cada persona y cada situación, en responsabilidad, en productividad, en solidaridad. Es una forma de aportar vida nueva a los demás. Es un cauce para proyectarse hacia los otros. Los aciertos profesionales refuerzan la satisfacción y, en consecuencia, la fluidez en las relaciones.

En general los grandes campos profesionales se han movido en tres sectores que los sociólogos reconocen básicos.

– El sector primario es el materialmente productivo de bienes de consumo: agricultura, ganaderí­a, pesca, minerí­a. Su objetivo es producir bienes que puedan circular.

– El sector secundario es el que se encarga de transformar y distribuir esos bienes producidos: industria, comercio
– El sector terciario es el que hace posible la vida desarrolla en torno a los servicios de salud, de cultura, de orden, de arte, de convivencia, de creencias o de ocio.

En la medida en que una sociedad es primitiva y está poco desarrollada el sector primario es absorbente y ocupa a la mayor parte de los ciudadano en trabajos de producción (labradores, pescadores, agricultores…)

Y cuando la sociedad se halla desarrollada y ha promocionado instrumentos y sistemas industrializados, se incrementa el número de los trabajadores del sector terciario (cientí­ficos, abogados, ingenieros, encargados de ocio, periodistas…)

A mitad de camino está las sociedades industriales y mercantiles: comerciantes, fabricantes, empresarios, oficinistas.

Las profesiones se mueven en este triángulo en muy diversos niveles, desde los que ejercen labores de peonaje y trabajo manual hasta los que se hallan elevados en la significación, en la toma de decisiones y ocupados en el ocio. Estos últimos precisan contar con alta cualificación para desenvolver su oficio.

En todos estos campos se desarrolla el factor común del trabajo: esfuerzo, tiempo, dedicación, competitividad.

Para entender el mundo del trabajo hay que aludir a la diversidad de situaciones sociales en las que se mueven los trabajadores. Y para servir de orientación en el mundo del trabajo hay que superar los planteamientos dialécticos y agresivos de los socialistas utópicos del siglo XVIII (Fourier, Owen, Saint Simon), que valoraban el trabajo como una mercancí­a socializable; y de los socialistas cientí­ficos del siglo XIX (Engels, Marx…) que lo veí­an como una explotación patronal.

5. La vocación

A medida que el sector terciario se incrementa y muchas personas ocupadas se ocupan en él y el sector primario disminuye, la diversidad de situaciones sociales aumenta, sobre todo cuando predomina el sector secundario. La opcionabilidad en la elección del tipo de trabajo que se puede ejercer provoca que las personas elijan o aspiren a elegir. Surge el concepto de vocación.

En general se habla de una vocación universal al trabajo, que se mira como universal y que entre los cristianos se considera como una expresión del plan divino sobre los hombres.

Juan Pablo II decí­a: “El acceso al trabajo y a la profesión debe estar abierto a todos sin discriminación injusta, a hombres y mujeres, sanos y disminuidos, autóctonos e inmigrados (Laborem Exercens 19 y 22-23)… “Y habida consideración de las circunstancias, la sociedad debe por su parte ayudar a los ciudadanos a procurarse un trabajo y un empleo” (Centesimus Annus 48).

El educador en general, y especialmente el de la fe, tiene que ser sensible a esta diversidad y promover en los educandos el sentido de la opción, que normalmente denominamos vocación profesional, valor profundo de la persona humana que está estrechamente ligado al concepto de Providencia y a la acción divina sobre la vida de las criaturas.

Es frecuente en la psicologí­a orientacional resaltar que la vocación es una condición natural de la identidad de cada persona, que varí­a en sus aptitudes, en sus gustos, en sus experiencias y, por lo tanto, en sus opciones vocacionales.

En los tiempos actuales se da mucha importancia a la orientación profesional y vocacional. Es conveniente que los educadores de la fe se pongan también en disposición de aportar su dimensión trascendente a esa labor.

Más que impulsar la elección de un trabajo muy preciso y señalado, en una sociedad como la actual cambiante y pluralista, se tiende hoy a hablar de áreas laborales o profesionales, dentro de cuyo espectro se pueden mover las elecciones y realizar variaciones y adaptaciones a lo largo de la vida.

Las pruebas analí­ticas preparadas por el psicólogo G. Federico Kuder hablaban en el “Test de Preferencias profesionales” de 1948, de diez campos o áreas vocacionales: profesiones de aire libre, mecánicas, matemáticas, cientí­ficas, persuasivas, artí­sticas, literarias, musicales, asistenciales, administrativas.

Luis L. Thurstone preferí­a en 1937 hablar en su “Panorama de aptitudes profesionales” de otras doce áreas: técnicas, biológicas, matemáticas, mercantiles, ejecutivas, de funciones públicas, literarias, sociales, artí­sticas, musicales, administrativas, de secretariado y burocracia.

6. El descanso
Ni que decir tiene que el trabajo no es la misión esencial del ser humano, sino el medio para cumplirla en más plenitud, suponiendo que la razón de su existencia es su realización como persona. Si el trabajo sólo entra de forma parcial, aunque sea importante, es conveniente también resaltar el valor de las otras acciones de desarrollo: cultura, convivencia, ocio y servicios sociales
En sociologí­a se suele denominar descanso al tiempo que no se ocupa en la actividad laboral primaria o complementaria. Y se considera una señal de equilibrio personal y social el saber dedicar tiempos proporcionales y adecuados a esas labores. Por eso es necesario resaltar su importancia.

Entre esos ámbitos o labores evasivas están los lúdicos o diversivos. Es imprescindible para el equilibrio mental el saber descansar, divertirse y comunicarse festivamente con los otros. Pero también se deben cultivar las formas de diversión que enriquecen mediante la creatividad y el ingenio, por la solidaridad y la expresividad, con la proyección convivencial y la promoción de la felicidad ajena.

La necesidad lúdica surge desde los primeros años de vida. Los que llamamos juegos, igual que los trabajos, son diversos y numerosos. Hay que saber elegir los que más se conforman con la propia personalidad y los que fomentan el desarrollo social, incluso los que más proporcionan descanso para luego rendir mejor en la actividad profesional.

El desenvolvimiento es más natural cuando los modos de distracción se conforman con los gustos y habilidades. Hay que cultivar los hobbies preferidos. Pero hay que mirar con predilección aquellas formas de ocio que enriquecen y menospreciar los que empobrecen.

7. Catequesis y trabajo
El campo laboral y profesional precisa con frecuencia una palabra orientadora del educador. Hay un aspecto religioso en ese terreno que es preciso resaltar y dejar muy claro en el corazón y en la mente del educando. Claro que, para dar esa palabra hay que tenerla uno mismo.

Quien desarrolle en este terreno sólo ópticas pragmatistas o materialistas y no sea capaz de cultivar criterios providencialistas, altruistas o eclesiales, carece de una dimensión evangélica imprescindible para el cristiano.

Estos criterios se pueden regir por tres principios evangélicos que deben orientar cualquier elección desde la perspectiva del mensaje cristiano. Y deben estar en los labios del educador creyente.

– Todo hombre cristiano está llamado a la perfección. “Sed perfectos, como mi Padre es perfecto.” (Mt. 5.48) El trabajo y la profesión deben contribuir a esta misión de creyente sensible a ser cada vez mejor y servir a los demás.

– Una sola cosa es necesaria en la vida, también cuando se busca la conquista de los bienes de la tierra. Es la salvación y la vida eterna. “De que te sirve ganar todo el mundo si al fin pierdes el alma” (Mt. 16.26). El trabajo y la profesión no son fines, sino medios para objetivo más elevados.

– El hombre debe buscar con su trabajo “el pan nuestro de cada dí­a”. Pero, antes de pedir el pan, tiene que saber decir “Hágase tu voluntad en la tierra y en el cielo” (Mt. 6.10)

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

Significado y dignidad

El trabajo es la acción del hombre en la creación, como colaborador de Dios y miembro de una familia universal. La historia, que es siempre salví­fica, la dirige Dios, pero quiere la cooperación libre del hombre como persona y como comunidad. El mandato divino de “llenad la tierra y sometedla” (Gen 1,28) indica la dignidad del ser humano (hombre y mujer) como administrador del universo, para gloria de Dios y bien de todos los hermanos. El dolor y “fatiga” del trabajo son consecuencia del pecado original (cfr. Gen 3,17-19).

La acción del trabajo indica la persona que lo realiza; la producción señala la modificación de las cosas. La “eficacia” del trabajo tiene siempre valor relativo, en cuanto que debe prevalecer el bien de la persona y de la comunidad humana. Para que se haga realidad este concepto de trabajo, es necesario profundizar en la cultura, en la educación y en la solidaridad moral y económica. El Estado y las empresas tienen que asumir su propia responsabilidad, procurando puestos de trabajo dignos y suficientes, y señalando con precisión qué hay que producir, cómo y para quién producirlo.

La dignidad y valor del trabajo no estriba, pues, en la eficacia o en el producto económico y constatable (que no deja de tener su propio valor), sino en “el hombre mismo como sujeto” (LE 6). Efectivamente, “el hombre como sujeto del trabajo es, independientemente del trabajo que realiza, una persona” (LE 12). Por esto, el acceso al trabajo y a la profesionalidad debe estar abierto a todos sin discriminaciones de ningún género (sexo, raza, cultura, religión, clase social…).

El trabajo, en sí­ mismo, tiene la misma dignidad en todos sus niveles fí­sico o corporal, intelectual, moral, civil, eclesiástico… Estos diversos niveles tienen su importancia y necesitan una profesionalidad y un aliciente, especialmente para producir puestos de trabajo. Pero lo que más cuenta es la persona “El hombre vale más por lo que es, que por lo que hace” (GS 35).

El salario justo es fruto del mismo trabajo, y tiene en cuenta las necesidades del trabajador y su contribución el mismo trabajo. “La remuneración del trabajo debe ser tal que permita al hombre y a su familia una vida digna en el plano material, social, cultural y espiritual, teniendo presentes el puesto de trabajo y la productividad de cada uno, así­ como las condiciones de la empresa y el bien común” (GS 67). Esta remuneración debe abarcar la seguridad social, a la cual hay contribuir con los impuestos establecidos pensión, enfermedad, ancianidad, riesgos, etc.

Las organizaciones sindicales (cfr. GS 68), si no están politizadas por lí­neas partidistas, son un medio adecuado para defender los derechos de los trabajadores, incluso encauzando y aplicando el derecho a la “huelga” (CEC 2435) siempre que no se produzca violencia ni se dañen derechos de terceros.

Pastoral del trabajo

El futuro de la humanidad se basa en el recto concepto y praxis del trabajo, como base de la convivencia entre personas y pueblos. En el trabajo, la persona y la comunidad se siente realizada, con tal que se cumplan las condiciones esenciales de sustentamiento de quien trabaja, posibilidad de convivencia o relación, servicio a los demás, hacer de la vida una donación, compartir los bienes de la creación, producir respetando la naturaleza de las cosas (ecologí­a), dejar espacio suficiente para el descanso y tiempo libre.

La pastoral de trabajo apunta a la persona, para que trabajando se haga imagen de Dios Creador. Por esto, “el primer fundamento del valor del trabajo es el hombre mismo, su sujeto” (LE 6). El trabajo es un deber y un derecho (cfr. 1Tes 4,1; 2Tes 3,10). La tecnificación incontrolada y el deseo exagerado de ganancia, dentro de un sistema capitalista-liberal, producen el grave problema paro.

La “clave” del trabajo es apuntar a “hacer la vida más humana” (LE 3), a nivel personal, familiar y comunitario, también entre los pueblos. Cuando el trabajo cumple con sus objetivos, el hombre se siente realizado ante los demás. “El trabajo es un bien del hombre – es un bien de la humanidad -, porque mediante el trabajo el hombre no sólo transforma la naturaleza adaptándola a las propias necesidades, sino que se realiza a sí­ mismo como hombre; es más, en cierto sentido se hace más hombre” (LE 9).

Trabajo, santificación y evangelización

Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, ha santificado el trabajo, asumiendo la fatiga del mismo e incluso una eventual marginación e injusticia, pero transformando todas sus limitaciones en donación y servicio, en el marco de la redención integral. “Nazaret” indica las pistas de esa transformación que pasa por la cruz. Jesús era “el carpintero” (Mc 6,13), “el hijo del carpintero” (Mt 13,55).

El trabajo tiene valor de continuar la creación y, en unión con Cristo, cooperar en la nueva creación. “El trabajo puede ser un medio de santificación de las realidades terrenas en el espí­ritu de Cristo” (CEC 3427). La acción evangelizadora dejará bien clara la doctrina social de la Iglesia sobre el trabajo, como una expresión concreta del mensaje evangélico. La pobreza del apóstol comprometido, que es parte integrante del testimonio evangélico, se demuestra especialmente en vivir de su propio trabajo apostólico.

Referencias Doctrina social de la Iglesia, fiesta, gloria de Dios, historia, justicia social, Nazaret, opción preferencial por los pobres, promoción humana, San José, sociedad, solidaridad.

Lectura de documentos GS 33-39, 67-68; LE (todo el documento); CEC 2427-36.

Bibliografí­a L. ARMAND, El trabajo y el hombre (Madrid 1964); R. BUTIGLIONE, El hombre y el trabajo. Reflexiones sobre la encí­clica “Laborem exercens” (Madrid, Encuentro, 1984; P. CHAUCHARD, Travail et loisir (Tours, Mame, 1968); M.D. CHENU, Hacia una teologí­a del trabajo (Barcelona, Estela, 1981); O. FERNANDEZ OTERO, Realización personal en el trabajo (Pamplona, EUNSA, 1978); A. GALINDO, Moral socioeconómica ( BAC, Madrid, 1996), cap. IX-X); G. RADOS, Trabajo, en Diccionario de Sociologí­a (Madrid, Paulinas, 1986) 1715-1726; M. RIBER, El trabajo en la Biblia (Bilbao, Mensajero, 1986); E. ROJO, Reflexiones sobre los cambios en el mundo del trabajo 8Madrid 1994); H. RONDET, Eléments pour une théologie du travail Nouvelle Revue Théologique 77 (1955) 27-48; K.V. THRULAR, Labor christianus. Para una teologí­a del trabajo (Madrid, Razón y Fe, 1963).

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

La primera ley que Dios impuso al hombre fue la del trabajo (Gén 2,15). Sólo después del pecado el trabajo adquiere el carácter de castigo (Gén 3,17-19). El código mosaico regula la ley del trabajo: hay que trabajar seis dí­as y descansar uno (Ex 20,8-11). La ley del trabajo es sagrada y universal; de ella sólo pueden sentirse excluidos los ancianos y los inválidos. El primer trabajador es Dios, que se presenta, además, como un obrero en jornada continua (Jn 5,17). Jesucristo no cambió nada ni modificó en nada la ley del trabajo. El personalmente se sometió voluntariamente a ella y se ganó de comer con su propio esfuerzo; tení­a el oficio de carpintero (gr. tekton: carpintero, artesano). En el A. T., Dios aparece como el redentor de los trabajadores (Ex 6,6), y en el N. T., Jesucristo aparece también como el redentor de los oprimidos, de los que trabajan con exceso (Mt 11,28). El apostolado es un trabajo, y de él, con pleno derecho, se puede vivir; pero es mejor hacerlo gratis (Mt 10,7-10) y ganarse el pan de cada dí­a con el otro trabajo, como hací­a San Pablo (Act 20,33-35; 1 Cor 4,12; 1 Tes 2,9; 2 Tes 3,7-12), que llegó incluso a decir, con plena autoridad y con la más absoluta razón, que “el que no trabaje, que no coma” (2 Tes 3,11). ->providencia.

E. M. N.

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret

Las investigaciones sociológicas confirman una impresión que está muy extendida. Existen —sobre todo entre los jóvenes— ciertas formas de indiferencia al trabajo. Es un hecho que hay que saber interpretar. En la mayorí­a de los casos, expresa un rechazo, no tanto del trabajo en sí­, cuanto de un determinado modo de trabajar, que no parece tener un sentido razonable. Es un rechazo que lleva implí­cita la exigencia de que el trabajo en el que uno gasta materialmente una parte importante de su tiempo, sea “cualitativamente” satisfactorio, es decir, se ajuste a esas motivaciones que justifican el esfuerzo de una vida. Por tanto, se trata de una exigencia ética, si por ética se entiende lo que atañe a las razones profundas de la vida y a las formas concretas de realizarlas. Hay muchos signos que confirman esta interpretación: por ejemplo, el creciente interés por el trabajo voluntario, un trabajo en el que la remuneración económica, el prestigio social, la seguridad material, dejan sitio a unas motivaciones que no solamente no son materialistas sino que son especí­ficamente éticas: la solidaridad con los más débiles, los más desfavorecidos, los indefensos. “El que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí­, la conservará.” Estas palabras, antes de estar escritas en el evangelio, lo están ya, de alguna manera, en el corazón de cada hombre. Paradójicamente —nos lo recuerdan las palabras evangélicas y nos lo confirma la experiencia de siempre— el hombre se encuentra a sí­ mismo y consigue vencer la inquietud y la ansiedad que le oprimen, cuando se olvida de sí­ mismo, cuando sitúa fuera de él —y, por tanto, no en la búsqueda exclusiva de su propio provecho— la razón de sus opciones. Cuando parece que la vida está perdida porque ha sido libremente entregada —en la ayuda y en el servicio al prójimo— es en cambio cuando se gana. Este, que es un criterio ético supremo, es también el que decide acerca de la “calidad” de la vida individual y colectiva. Actualmente, el trabajo ofrece una aportación decisiva a esta calidad de vida: para bien o para mal.

Carlo Marí­a Martini, Diccionario Espiritual, PPC, Madrid, 1997

Fuente: Diccionario Espiritual

La ética considera el trabajo como una actividad humana que encierra un aspecto de acción (realización del sujeto) y otro de producción (modificación de la materia, prestación de servicios).

En la enseñanza social de la Iglesia, el trabajo se opone al capital. Según las definiciones que se den del capital, bien como el conjunto de bienes, de instrumentos, o sea de cosas, o bien como uno de los agentes sociales, o sea, como el que posee los medios de producción, se modifica su relación con el trabajo. Ambas acepciones se realizan en unas condiciones socioculturales, polí­ticas y económicas muy variables, de forma que la moral del trabajo constituye un capí­tulo importante y difí­cil de la moral social. El trabajo humano es el problema social central. No afecta sólo a la clase obrera, sino a todas las clases, a todos los paí­ses del Norte y del Sur. Humanizar la sociedad quiere decir hoy humanizar el trabajo.

La ética del trabajo necesita relacionarse ante todo con la teologí­a del trabajo, que se ha elaborado significativamente en relación con los temas de la persona, de la creación y de la escatologí­a. En la actual teologí­a del trabajo se ha intentado recuperar el sentido del trabajo. A las dos finalidades tradicionales (el sustentamiento de uno mismo y del prójimo, y la comunicación interpersonal), el concilio Vaticano II añade la consideración del mismo como colaboración con el designio creador de Dios y con su obra redentora. En esta perspectiva se recupera el significado cósmico del trabajo y su posibilidad de hacer historia. La dignidad del trabajo humano se deriva de la dignidad de la persona humana. El valor moral del trabajo “permanece ligado directamente y sin medias tintas al hecho de que el que lo realiza es una persona, un sujeto consciente y libre, es decir un sujeto que decide -por sí­ mismo” (Laborem exercens, 6). A partir de la idea de persona, comprendida adecuadamente, el Magisterio social aclara el significado del trabajo, los derechos-deberes del trabajador; ofrece el criterio y la medida de la organización del trabajo y de los diversos sistemas económicos: qué producir, para quién y cómo producir.

Hay hechos nuevos que caracterizan al trabajo humano en nuestros dí­as. Del proceso de tecnificación que invade todos los ámbitos del trabajo humano se deducen hoy cambios significativos. El fenómeno de la tecnificación es ambivalente: puede conducir a una mayor libertad o, por el contrario, a diversas formas de esclavitud; los trabajos tradicionales y las antiguas profesiones entran en crisis sin que el sujeto pueda hacer suya la nueva modalidad laboral; se registra el fenómeno del paro bajo formas macroscópicas intolerables; ha cambiado además el mismo concepto de trabajo y se plantea en términos nuevos la relación entre el tiempo de trabajo y el tiempo de no-trabajo. El tiempo del no-trabajo se identifica a veces como tiempo de vida, en oposición al tiempo del trabajo, considerado y vivido como tiempo de constriccionés en una perspectiva puramente instrumental.

Una ética adecuada del trabajo tiene que afrontar los cambios que caracterizan a la nueva cultura del trabajo y sobre todo la fuerte exigencia de crear y recrear un nuevo humanismo del trabajo. La humanización del hombre y de la mujer, la construcción de una convivencia humana más justa, fraternal y solidaria, pasa en gran medida a a través del trabajo, entendido en su acepción más amplia. En una mirada retrospectiva se pone de relieve que la ética del trabajo, en su instancia de humanización y de liberación, ha sido cultivada y realizada por el movimiento obrero y por sus organizaciones. El compromiso por un nuevo humanismo del trabajo tiene que seguir elaborándose en la historia y en la praxis. El trabajo humano está lejos de haber sido liberado en el Primer Mundo y, si abrimos las fronteras, que por ótra partes están ya abiertas, descubrimos la inmensidad de los problemas del trabajo que están esperando una solución. El trabajo humano no puede encerrarse ni comprimirse dentro de las exigencias de la tecnologí­a y de la economí­a, sino que tiene que volver a las exigencias de lo humano y de lo social. Es necesaria la solidaridad de los trabajadores y con los trabajadores para conseguir importantes metas en el mundo laboral y en la sociedad entera.

Hay que referirse a esta solidaridad para luchar contra las grandes desigualdades que caracterizan a nuestras sociedades. La mayor es la que afecta a los que no tienen trabajo. El nuevo capitalismo ha logrado lo que no habí­a logrado el antiguo: dividir a los trabajadores entre sí­. En este contexto, bajo muchos aspectos, el movimiento obrero, considerado como el conjunto de trabajadores dependientes, tiene que recobrar la unidad y la solidaridad y comprometerse en objetivos generales.

El movimiento obrero debe comprometerse, en las nuevas condiciones del trabajo dependiente, a encontrar nuevas formas de solidaridad que sepan vencer todos los impulsos corporativistas y proponer formas concretas de proyección, dentro de las cuales los intereses individuales y los de grupo sepan vincularse con los intereses generales.

L. Lorenzetti

Bibl.: G. Mattai, Trabajo, en DTI, 1V 507521; NDTM, 1782-1797; M. D, Chenu, Hacia una teologí­a del trabajo, Estela, Barcelona 1960; M. Riber, El trabajo en la Biblia, Mensajero, Bilbao 1986; Conferencia Episcopal de USA, Justicia económica para todos, PPC, Madrid 1987; R. Buttiglione, El hombre y el trabajo. Reflexiones sobre la encí­clica ” Laborem exercens”, Encuentro, Madrid 1984.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO: I. Nota previa – II. Fe, trabajo y liturgia – III. Liturgia y trabajo del hombre: 1. Un pequeño florilegio de textos; 2. Aproximación antropológica; 3. Aproximación teológico-litúrgica – IV. Conclusiones.

I. Nota previa
En estos últimos años la iglesia se ha comprometido a fondo en la renovación y adaptación de sus celebraciones litúrgicas, de modo que puedan expresar más auténticamente la fe y la vida de nuestro tiempo. Pero, no obstante los indudables resultados pastorales de la reforma litúrgica, son muchos los cristianos de hoy que se sienten extraños a la liturgia, hallan dificultad para comprenderla y les cuesta trabajo tomar parte en ella: se habla de “separación entre los ritos y la vida”, de “ruptura entre celebración y -> compromiso cotidiano”; hay quejas porque las “liturgias son asépticas, frí­as, que no interesan ni comprometen”. Estas reacciones se registran sobre todo en el mundo del trabajo: de modo particular encuentran dificultades con la liturgia de la iglesia las personas metidas en ambientes industriales que pasan sus jornadas encerradas en una fábrica, insertas a menudo en ciclos productivos rí­gidamente automatizados. Quizá las dificultades dependen de esto: tales personas se caracterizan por una mentalidad técnica y funcionalista, a la que cuesta acoger una salvación dada por Dios a través de formas establecidas; tienen una sensibilidad que se pierde en un mundo de sí­mbolos, como el de las acciones litúrgicas; están acostumbradas a un tipo de participación que está lejos del clima de comunicación que se respira en una asamblea cristiana; son demasiado concretas y están preocupadas por los problemas más agobiantes de la vida diaria para comprender y apropiarse el lenguaje de la oración de la iglesia.

Las reflexiones que propondremos sobre el tema trabajo y liturgia, aun abriéndose a un horizonte más vasto, se referirán en particular a ese tipo de trabajadores que viven “en una cultura obrera” y que a menudo encuentran casi imposible realizar una verdadera sí­ntesis entre actividad mecánica y experiencia religiosa. El Vat. II, en un texto muy significativo, presenta el trabajo como una actividad que “es para el trabajador y para su familia el medio ordinario de subsistencia; por él el hombre se une a sus hermanos y les hace un servicio, puede practicar la verdadera caridad y cooperar al perfeccionamiento de la creación divina” (GS 67); pero estas personas lo sienten a menudo casi sólo como una dura e ineliminable necesidad de la vida.

Una experiencia litúrgica desenraizada de una eficaz evangelización y separada de todo compromiso de promoción social podrí­a verdaderamente correr en tales contextos el riesgo de aquel triple extrañamiento que K. Marx atribuí­a a la religión: alienación, opio del pueblo e ideologí­a. Además, las celebraciones litúrgicas, con su estructura ritual prefijada y su lenguaje tí­pico, pueden ser percibidas, cuando no son expresión de una comunidad concreta y no implican a las personas a nivel de preparación y de participación, como emanación de una institución vinculada a la clase dominante y a un orden social impugnado.

II. Fe, trabajo y liturgia
1. Un camino que lleve a los cristianos de nuestro tiempo a comprender y a vivir la profunda conexión que en la experiencia cristiana puede establecerse entre compromiso diario en el trabajo y participación en la liturgia de la iglesia debe comenzar necesariamente por una evangelización que no esté desencarnada de los problemas concretos.

La ambivalencia del trabajo humano, hoy tan dramáticamente percibida y vivida (el trabajo puede realizar o bien enajenar e instrumentalizar al hombre), es asumida e iluminada por el mensaje bí­blico, que sugiere el camino para purificarla y superarla proponiendo una concepción cristiana del trabajo: ésta puede llegar a ser, en la situación concreta del individuo, un fecundo término de comparación y un ideal de fe y de esperanza. Creado a su “imagen y semejanza”, el hombre está llamado a colaborar en el trabajo de Dios y a tomar parte un dí­a en su descanso, cuando haya acabado el tiempo de la fatiga y de la peregrinación. El aspecto doloroso del trabajo, indicado como fruto del pecado, es reintegrado plenamente en el horizonte de la salvación individual e histórica traí­da por Cristo, el cual asocia al hombre a su obra redentora.

2. La historia de la salvación, comprendida y vivida en el obrar diario concreto en el que Dios nos llama a ser protagonistas de un designio de amor y de liberación, es el terreno en el que liturgia y actividad humana convergen y pueden encontrarse. Para comprender la liturgia, y en especial para penetrar en el significado vital del misterio eucarí­stico, hay que ser hombres de fe; o, mejor, “hay que tener una fe como Dios quiere”, es decir, esa fe -alimentada con los grandes pensamientos de la biblia- en el Dios viviente, siempre presente en medio de su pueblo a través de signos en los que se revela y obra la salvación. Para comprender la liturgia hay que sentirse parte de una historia de amor que ha culminado en la venida al mundo de Jesús salvador y que continúa hoy en la iglesia, donde Jesús nos sale al encuentro a través de gestos, ritos y acciones simbólicas, que constituyen precisamente nuestra liturgia. Entonces las celebraciones litúrgicas resultan ser momentos privilegiados de nuestra vida cristiana que nos recuerdan con fuerza las obras de Dios realizadas por nosotros, nos ponen en contacto con el Señor presente, dan orientación e impulso a nuestro compromiso y nos ofrecen ya, como en prenda, una anticipación de nuestro encuentro definitivo con el Señor en la vida eterna en que creemos y esperamos.

Ahora bien, los grandes pensamientos bí­blicos que nos hacen comprender el sentido de la liturgia nos dan a entender también el significado cristiano del trabajo como lo ve la liturgia. La laboriosidad diaria de los hombres, a la luz de la fe bí­blica, está profundamente vinculada a ese ayer, a ese hoy y a ese mañana que jalonan la historia de la salvación celebrada en la liturgia: en el trabajo, en efecto, se llama al hombre a continuar la obra creadora del Padre, a vivir en unión con Cristo salvador en el servicio a los hermanos y a construir un mundo nuevo, abierto al soplo del Espí­ritu.

III. Liturgia y trabajo del hombre
1. UN PEQUEí‘O FLORILEGIO DE TEXTOS. Cuando leemos la biblia, tanto el AT como el NT, nos llama la atención la estima y la importancia que atribuye al trabajo humano incluso en sus expresiones más materiales y más duras. Cristo mismo trabajó durante treinta años con sus manos como un humilde carpintero.

También la liturgia cristiana, toda ella impregnada del espí­ritu de la biblia, revela en sus oraciones una gran consideración por el trabajo humano. La cuarta plegaria eucarí­stica, por ejemplo, se expresa así­: “Te alabamos, Padre Santo, porque eres grande, porque hiciste todas las cosas con sabidurí­a y amor. A imagen tuya creaste al hombre y le encomendaste el universo entero, para que, sirviéndote sólo a ti, su creador, dominara todo lo creado…”.

En cada misa, cuando se presentan al Señor el pan y el vino, se subraya que son “fruto de la tierra…, de la vid”, y por tanto dones de la bondad de Dios, pero también “fruto del trabajo del hombre”. De las dos misas para la santificación del trabajo afloran apuntes preciosos para una espiritualidad del trabajo °. Bastarí­a citar una de las colectas: “Dios y Señor nuestro, que, por medio del trabajo del hombre, diriges y perfeccionas sin cesar la obra grandiosa de la creación, escucha nuestras súplicas, y haz que todos los hombres encuentren un trabajo digno que ennoblezca su condición humana y les permita vivir más unidos, sirviendo a sus hermanos”. Y en una oración sobre las ofrendas se pide: “Acepta, Señor, los dones de tu iglesia en oración, y haz que, por el trabajo del hombre que ahora te ofrecemos, merezcamos asociarnos a la obra redentora de Cristo”. En otros lugares se pide “realizar fiados en tu providencia el trabajo que nos has encomendado” y “que entregados a nuestras tareas con espí­ritu cristiano, practiquemos la caridad sincera con nuestros hermanos y colaboremos al perfeccionamiento de tu creación”.

Las invocaciones de la liturgia de las Horas están entreveradas de frecuentes referencias al trabajo humano: “Que el trabajo de hoy sirva para la edificación de un mundo nuevo y nos conduzca también a tu reino eterno” (laudes del viernes de la 2.a, 4.a y 6.a semanas de pascua); “Enséñanos a trabajar, con empeño y a conciencia, en nuestras propias tareas” (laudes de la fiesta de la Sagrada Familia); “Da a todos trabajo, pan y una condición de vida digna” (laudes de san José Obrero); perspectivas más amplias ofrece la oración conclusiva de la hora de tercia: “Oh Dios, Padre lleno de bondad, tú has querido que los hombres trabajáramos de tal forma que, cooperando unos con otros, alcanzáramos éxitos cada vez más logrados, ayúdanos, pues, a vivir en medio de nuestros trabajos sintiéndonos siempre hijos tuyos y hermanos de todos los hombres” (lunes del tiempo ordinario). Otros textos se refieren al trabajo de los campos: el Señor es invocado como “el verdadero autor de los frutos de la tierra y el labrador supremo de los dones del espí­ritu”; se ruega por la nueva cosecha: “Da fecundidad a nuestro esfuerzo para que consigamos abundante cosecha.

Son textos significativos que revelan una marcada atención de la liturgia por el trabajo humano. Pero la relación entre liturgia y trabajo se sitúa a un nivel más profundo y vital que el que puede revelar una serie de referencias explí­citas.

2. APROXIMACIí“N ANTROPOLí“GICA. Liturgia y trabajo no son dos mundos incomunicados, aunque a menudo las condiciones sociales del trabajo condicionan duramente toda la vida del trabajador y contribuyen a alejarlo de la liturgia. Querrí­amos poner de manifiesto algunos aspectos de la experiencia litúrgica, perceptibles ya en una primera aproximación de carácter antropológico, que pueden ser significativos para el hombre que trabaja:
a) La liturgia de la iglesia no es algo puramente espiritual: implica toda nuestra persona; valora elementos materiales tomados de nuestra vida, transformados y preparados por el trabajo humano, que se convierten en primicias de un mundo nuevo que cada uno de nosotros se compromete a construir.

b) La experiencia simbólico-ritual, favorecida por la liturgia, tiene una función profundamente humanizante y equilibradora en la vida del hombre: nos abre a lo trascendente, promueve nuestra socialización, ofrece una referencia constitutiva a los grandes problemas de la existencia humana, nos ayuda a liberarnos de los falsos absolutos y de todos los í­dolos de la historia
c) En particular es de gran significado social la dimensión de la fiesta, inherente a la vida litúrgica, con la celebración semanal del -> domingo y con el rito anual de las fiestas cristianas: experiencia fuerte de libertad, de gratuidad, de renovación social, de vida comunitaria, de auténtica humanidad, de confianza y de esperanza.

d) Hay además en la liturgia una gran reserva de universalidad, de solidaridad, de apertura a los demás, que favorece la superación de todo particularismo mezquino y unilateral.

3. APROXIMACIí“N TEOLí“GICO-LITÚRGICA. Estas valencias de la experiencia litúrgica, perceptibles ya a nivel antropológico, cobran un significado mucho mayor a la luz plena de la fe cuando nos hacemos conscientes de participar, a través de los ritos de la iglesia, en el misterio pascual de Cristo. Es sobre todo en la eucaristí­a donde podemos comprender y vivir la relación que media entre la liturgia y nuestro trabajo diario’.

a) Celebración y vida están para los discí­pulos de Cristo í­ntimamente relacionadas: “Todas sus obras -escribe de los laicos el Vat. II-, sus oraciones e iniciativas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el cotidiano trabajo, el descanso de alma y de cuerpo, si son hechos en el Espí­ritu, e incluso las mismas pruebas de la vida, si se sobrellevan pacientemente, se convierten en sacrificios espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo (cf 1Pe 2:5), que en la celebración de la eucaristí­a se ofrecen piadosí­simamente al Padre junto con la oblación del cuerpo del Señor” (LG 34).

b) A la luz de la liturgia de ‘la palabra, el trabajo humano entra en el horizonte de la acción de gracias, y en particular de la plegaria eucarí­stica: con su actividad diaria el hombre está llamado a convertirse en protagonista de la historia de la salvación, a hacerse colaborador del proyecto de amor de Dios por la salvación del mundo.

c) Por eso el acto penitencial de la misa se refiere también a la responsabilidad con que el cristiano afronta (o no afronta) los compromisos de cada dí­a: su seriedad profesional, su solidaridad con los demás, la actitud de ofrecimiento al Padre y de servicio a los hermanos, pero también su participación en los esfuerzos por la liberación y la promoción social, por la creación de condiciones de trabajo más justas y más humanas.

d) El ofrecimiento de los dones es también ofrecimiento del trabajo humano contenido en ellos y, por tanto, momento que da luz y fuerza a toda una actividad material, a menudo pesada y carente de impulso interior, pero capaz de ser asumida en el trabajo por la construcción de un mundo nuevo y definitivo.

e) El peso de la fatiga, la precariedad de las situaciones concretas, los desgarros de la lucha de clases y la falta de amor, que vuelven más dura la experiencia del trabajo, hacen sentir más aguda la necesidad de la redención de Cristo, de quien viene la salvación también para el mundo del trabajo, no liberado todaví­a totalmente del pecado, de las sacudidas de una creación que gime por los dolores del parto (cf Rom 8:19-22).

f) En fin, la eucaristí­a, en su contexto festivo y en su dimensión escatológica, relanza siempre de nuevo la esperanza cristiana hacia los cielos nuevos y la tierra nueva, a los que tienden todos los acontecimientos de la historia y a todos los sectores de nuestra vida humana, incluido el trabajo.

g) En esta perspectiva aparece también todo el valor que puede cobrar para los trabajadores cristianos el -> año litúrgico, en el que Cristo vuelve a revivir con nosotros sus misterios, a fin de que entremos cada vez más en ellos para hacerlos nuestros, para revestirnos de Cristo y crecer en su amor: el año litúrgico se convierte en un camino de gracia, de renovación continua, de progresiva unión con Cristo, para que su Espí­ritu anime toda nuestra vida.

IV. Conclusiones
No hemos agotado ciertamente todas las posibilidades de profundización y de interpretación de que es susceptible nuestro tema, y menos aún creemos poder proponer recetas pastorales y celebrativas para superar todas las dificultades que los trabajadores encuentran en su experiencia litúrgica. Al término de nuestras reflexiones, nos limitamos a ofrecer algunas consideraciones:
a) Es en el ámbito de la historia de la salvación donde se puede comprender la relación que trabajo y liturgia tienen en el plan de Dios, su profunda vinculación, en la existencia cristiana, con los problemas de la justicia y de una promoción humana más integral.

b) El mundo del trabajo tiene siempre necesidad de una experiencia simbólico-ritual que sugiera una concepción más humana y más integral del trabajo, que haga redescubrir la urgencia de comprometerse en una participación consciente y solidaria y favorezca “ese sentido existencial que no puede derivar sólo del tecnicismo ni del progreso, sino de la maduración sufrida y crí­tica de cada individuo, a la que las iglesias deben dar su especí­fica contribución de conciencias crí­ticas, en defensa del hombre, para que espere y proyecte fuera de sí­ sus esperanzas en el futuro”
c) La participación en la liturgia de la iglesia es para los trabajadores cristianos un gran recurso espiritual: una continua fuente de gracia, de fuerza, de generosidad, de esperanza; una experiencia de fiesta, siempre rica en humanidad; un continuo ensanchamiento de horizontes, un repetido encuentro con los hermanos, una constante apertura a los problemas de la iglesia y del mundo que orienta a comprender mejor el propio trabajo como servicio y guí­a para descubrir el valor de una fatiga y de un sufrimiento ofrecidos por los demás, en comunión con Cristo para la salvación de todos los hombres.

d) En fin, es evidente que la concreta celebración litúrgica, a nivel de adaptación, de preparación, de participación y de expresión, podrá convertirse en signo de una comunidad que acoge a los trabajadores, se hace cargo de sus problemas, sabe atesorar su sensibilidad y su experiencia humana; y podrá convertirse también en punto de convergencia de la vida de grupos pequeños, en los que categorí­as particulares de personas encontrarán más fácilmente un momento de comunión eclesial, de evangelización y de espiritualidad con vistas al compromiso cristiano en el mundo.
[-> Domingo; -> Evangelización y liturgia; -> Fiesta/Fiestas; -> Promoción humana y liturgia].

D. Sartore

BIBLIOGRAFíA: Angelini G., Trabajo, en NDT 2, Cristiandad, Madrid 1982, 1885-1911; Campanini G., Trabajo, en DETM, Paulinas, Madrid 19752, 1094-1111; Mattai G., Trabajador. en NDE, Paulinas, Madrid 1979, 1368-1382. Véase también la bibliografí­a de Compromiso, Domingo y Promoción humana y liturgia.

D. Sartore – A, M. Triacca (eds.), Nuevo Diccionario de Liturgia, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Nuevo Diccionario de Liturgia

SUMARIO: I. El trabajo en la cultura de hoy. II. Perspectiva bí­blica. III. Antiguo Testamento: 1. Terminologí­a; 2. El trabajo en Gén 1-11: a) El trabajo y el descanso de Dios, b) El hombre es imagen de Dios, c) El trabajo en Gén 2-3, d) Caí­n y sus descendientes, e) La torre de Babel; 3. El trabajo como mandato de Dios; 4. La predicación profética; 5. Escritos sapienciales. IV. Nuevo Testamento: 1. Marta y Marí­a; 2. “El que no trabaje, que no coma” (2Ts 3:10); 3. Aprovechar el tiempo presente (Efe 5:16). V. Conclusión.

I. EL TRABAJO EN LA CULTURA DE HOY. El siglo xix se caracterizó, en lo que atañe a nuestro tema, por una exaltación enfática y entusiástica del trabajo, considerado como expresión del dominio del hombre sobre la naturaleza. En nuestro siglo, la división y especialización cada vez mayor del trabajo, el desarrollo de la ciencia, de la técnica, y consiguientemente, de la civilización industrial han puesto cada vez más de relieve los aspectos problemáticos e incluso negativos de la concepción del trabajo del siglo xlx. El tema del trabajo, heredado del siglo pasado, ha entrado expresamente en la reflexión filosófica y teológica sobre todo en nuestro siglo. Pero paradójicamente la noción misma de “trabajo” ha perdido en claridad y en univocidad, hasta el punto de convertirse en una categorí­a indeterminada, y por tanto necesitada de precisión.

En el terreno de la reflexión cristiana, nuestro siglo ha asistido a un esfuerzo amplio y pluriforme de interpretación de la moderna civilización del trabajo. Baste pensar en las encí­clicas de los papas, en la teologí­a francesa de las realidades terrenas, en el documento conciliar Gaudium et spes. Fuera del campo teológico, la filosofí­a moderna desde Hegel hasta la escuela de Frankfurt, la sociologí­a desde Weber hasta nuestros dí­as, la psicologí­a y la medicina del trabajo, todas las ciencias humanas se ocupan del trabajo bajo aspectos especí­ficos.

Pero continuamente está surgiendo la pregunta radical: ¿Cuál es el sentido del trabajo en la vida del hombre? El trabajo se configura como relación del hombre con la naturaleza, pero crea además una red de relaciones entre los hombres; por otra parte, la dimensión del trabajo está ligada a la dimensión de la corporeidad del hombre, pero también a la tensión humana de conocer el mundo; finalmente, el trabajo es una “región” de la existencia humana que es también fruición y contemplación, juego y fiesta, y, sin embargo, puede convertirse en sí­mbolo del camino existencial del hombre que se fatiga bajo el sol en busca de realización y de cumplimiento.

La Biblia no se ha enfrentado con el tema del trabajo desde la óptica en que ha surgido en la moderna sociedad industrial. No hay en la Biblia ningún término que exprese lo que hoy se entiende generalmente por “trabajo”, es decir, no sólo la actividad humana genérica, sino ese tipo de actividad que se considera tanto en su finalidad última como en sí­ misma, por su contenido operativo, distinta de la fruición de los bienes producidos y de la “contemplación”. Sin embargo, para el creyente es inevitable interrogarse por el sentido del trabajo según la Biblia.

II. PERSPECTIVA BíBLICA. La actividad humana está continuamente presente en los textos bí­blicos; pero en ellos el término “trabajo”, en el sentido de la moderna sociedad industrial y laboral, se halla realmente ausente. De aquí­ la dificultad de encontrar un método para la investigación: ¿sobre qué hemos de interrogar concretamente a la Biblia? Por hipótesis, podemos asumir la siguiente acepción del trabajo como categorí­a eurí­stica: el trabajo es una actividad personal, manual y/ o intelectual, con la cual el hombre “conoce” el mundo y al mismo tiempo se realiza a sí­ mismo en el contexto de las relaciones con los demás. No se trata lógicamente de una definición bí­blica del trabajo, sino de una aproximación que permite una investigación en la Biblia a partir de los interrogantes de hoy.

El tema del trabajo, a pesar de ser casi omnipresente, no tiene especial relieve para el anuncio bí­blico, centrado en la proclamación del reino de Dios, y últimamente en el misterio de Jesucristo. El trabajo forma parte de la existencia humana, pero no agota su sentido ni salva al hombre; no santifica al hombre, pero tampoco lo condena. Sin embargo, el trabajo es “expresión” de la existencia humana, de su finitud creatural y de su necesidad de salvación. Por tanto, es lógico que el trabajo sea considerado dentro de la visión antropológica bí­blica en relación con Dios.

No podemos pensar en deducir de la Biblia una visión orgánica del trabajo humano o una doctrina bí­blica sobre el trabajo. Por consiguiente, el estudio del tema bí­blico ha de evitar el peligro de una utilización selectiva de los textos bí­blicos sobre la base de una precomprensión inconfesada o no refleja. Una teologí­a del trabajo no puede elaborarse simplemente a golpes de citas bí­blicas, ni por simple deducción de los grandes temas de la revelación (creación, redención, escatologí­a), sino que presupone la elaboración previa de una antropologí­a teológica adecuada.

Serí­a poco fructuoso hacer una simple descripción de los diversos trabajos mencionados en la Biblia. Detendremos nuestra atención en los pasajes que ponen de relieve el sentido del trabajo humano. Solamente así­ es posible captar la especificidad del mensaje bí­blico.

III. ANTIGUO TESTAMENTO. 1. TERMINOLOGíA. El AT utiliza muchos términos para designar el trabajo: `abodah = trabajo duro y fatigoso, servicio (incluso cultual); mela’lcah = obra, ocupación, tarea; mas = trabajo forzado; sebel = trabajo social, tarea pública; ma`seh = ocupación, faena; naba’= trabajo, servicio, esclavitud, tarea penosa; debar yóm = trabajo diario; `amal = trabajo, cansancio, prestación; yegia`= fatiga, trabajo, salario; `issabón = fatiga, cansancio; mele’ket `abodah = trabajo ordinario, diario…

Es caracterí­stico de la lengua hebrea bí­blica designar el trabajo con términos que indican al mismo tiempo bien sea el desarrollo de una actividad, bien el resultado o la obra producida, bien la fatiga inherente al mismo. La actividad laboral se capta concretamente, bien en el sujeto que la cumple con fatiga y con dolor, bien en sus caracterí­sticas intrí­nsecas (p.ej., en cuanto servicio o creatividad), bien en las relaciones sociales que crea (dependencia, servidumbre). La polivalencia semántica del léxico bí­blico deja vislumbrar la falta de una elaboración teórica y revela una aproximación más bien indiferenciada a la “realidad del trabajo”. Quizá esto se deba al hecho de que la Biblia no considera el trabajo en sí­ mismo como un segmento aislado de la existencia humana, sino en la trama viva y compleja de la vida del hombre.

2. EL TRABAJO EN GEN 1-11. En Gén 1-11 no tenemos una narración “histórica” basada en documentos y testimonios, sino relatos poéticos y religiosos, narraciones simbólicas con elementos mí­ticos, que intentan afirmar lo que vale para cada uno de los hombres siempre y en todas partes. Se trata de una interpretación inspirada de la existencia humana [/ Génesis].

a) El trabajo y el descanso de Dios. En el himno al Creador de Gén 1, el Dios creador es un Dios que trabaja y descansa. El trabajo divino se distribuye en el marco de una serie de dí­as, dentro de una estructura septenaria. La polaridad rí­tmica del tiempo (dí­a y noche) y la sucesión ordenada y numerada de los dí­as (6+ 1) sugieren que la actividad creadora-ordenadora de Dios es perfecta y el resultado es armonioso. El ritmo, la armoní­a y la belleza de lo creado, que solamente Dios puede valorar en su totalidad, son exaltados por Dios mismo: “Vio Dios que esto estaba bien (tób)” (Gén 1:3.10.12.18.21.25. 3í­). El mundo es siete veces bello, bueno, es decir, plenamente armonioso.

Pero tanto la actividad de Dios como las obras creadas llegan a su cumplimiento el dí­a séptimo. Así­ pues, el dí­a séptimo es el “cumplimiento” de todas las obras y actividades de los seis dí­as. Dios descansa el dí­a séptimo porque todo ha llegado a su etapa definitiva. Hay, por tanto, en los seis dí­as un dinamismo hacia el cumplimiento total y hacia el orden de todo, que se alcanzan plenamente el séptimo dí­a. Si Dios descansa es porque el mundo ha alcanzado su plenitud como totalidad ordenada.

El Dios bí­blico no es un “deus otiosus”, como los dioses de Mesopotamia; trabaja y descansa, se da, y sigue estando en sí­ mismo. El trabajo-reposo es un ritmo divino vital. Evidentemente, aquí­ se emplea un lenguaje metafórico, antropomórfico, ya que el “descanso” de Dios no es un “dulce no hacer nada”. En efecto, el dí­a séptimo Dios actúa: consagra para sí­ aquel dí­a y lo bendice. El descanso de Dios es una cifra simbólica para decir que todo lo que Dios ha hecho está perfectamente cumplido. Y es un descanso fecundo, porque la bendición divina hace fecundo al séptimo dí­a consagrándolo para sí­. Por tanto, hay una fecundidad divina que brota de su actividad laboral y una fecundidad que está ligada a su bendición. Dios no trabaja para poder descansar ni descansa para trabajar más.

Gén 1 no trata ni del trabajo humano ni del sábado del hombre al ordenar el texto según el esquema de siete dí­as. Lo que quiere es presentar a Dios como el que trabaja y descansa, es decir, como aquel que incluye en sí­ tanto el trabajo como el descanso. El I “mito” no demuestra ni argumenta, sino que “representa”: aquí­ estamos leyendo precisamente una representación.

b) El hombre es imagen de Dios. Ya la literatura mesopotámica presentaba al hombre como imagen de Dios, pero indicaba también cuál era el destino del hombre: ser creado para trabajar al servicio y en provecho de los dioses. Para el pensamiento babilónico (cf, p.ej., el mito de Atrahasis), el trabajo determina esencialmente la existencia humana; la libertad es un privilegio exclusivamente divino, alcanzado mediante la esclavitud del hombre. El ser imagen de Dios no libera al hombre de la sumisión al trabajo.

La Biblia, por el contrario, le concede al hombre un puesto privilegiado en el universo. La creación del hombre es distinta y está separada de la creación de los demás seres mediante una deliberación de Dios: “Dios dijo: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza” (Gén 1:26). El ser imagen depende de un “hacer” intencional de Dios: la intención divina es que el hombre esté constituido esencialmente por la relación con él. Esta relación queda precisada por la “imagen de Dios”: el hombre es, por tanto, como su Dios, un ser que trabaja y descansa. Tanto el “trabajo” como el “descanso” corresponden a la imagen de Dios.

Además, “Dios bendijo al hombre y a la mujer y les dijo: `Sed fecundos y multiplicaos, poblad la tierra y sometedla; dominad sobre los peces del mar, las aves del cielo y cuantos animales se mueven sobre la tierra'” (Gén 1:28). El hombre recibe, no una orden o un mandato, sino una bendición que es garantí­a de éxito. Su futuro está “protegido” por la bendición de Dios. El hombre se multiplicará, es decir, dará origen a varios pueblos, de forma que llenará la tierra. Cada uno de esos pueblos tomará posesión de su territorio (el hebreo usa aquí­ el término kabas = tomar posesión de un territorio). Además, la humanidad con la bendición divina logrará “gobernar” (en hebreo, radah) el mundo. Este gobierno humano sobre el mundo no es una explotación brutal ni un sometimiento arbitrario, un gesto de despotismo anárquico y destructor, sino que se inserta en el marco de una voluntad divina de orden en el mundo y de victoria sobre las fuerzas del caos. La bendición de Dios es sobre el hombre que trabaja y engendra. El ser imagen no abre un abismo entre el hombre y las demás criaturas; lo distingue en cuanto apertura y capacidad de encuentro con Dios, pero lo une al cosmos que el hombre gobierna con su trabajo. El trabajo humano no es una maldición, pero tampoco un fin en sí­ mismo. Está bajo la bendición divina, condición de su nuevo nacimiento. La “calidad” del trabajo humano está definida de antemano por la relación del hombre con Dios, en cuanto que él es “imago Dei”, y por la bendición divina.

Ahora podemos intentar comprender mejor la imagen mitológica del descanso divino el séptimo dí­a. El mito del trabajo y del descanso de Dios intenta evitar presentar a Dios como ocioso o imaginarlo esclavo del trabajo. Sin embargo, parece plausible suponer que el autor judí­o del siglo vi que escribió Gén 1 tení­a ante los ojos el ritmo septenario de la semana hebrea. Al decir que el hombre fue creado a imagen del Dios que trabaja y que descansa, el texto bí­blico quiere decirnos que también la semana hebrea está modelada sobre la divina. Sobre la creación entera se cierne la bendición divina, que da origen a los dí­as feriales, laborales y fecundos, y a los dí­as “séptimos” igualmente fecundos y fructuosos. Más aún, todo llega a su cumplimiento el dí­a séptimo, el sábado. El séptimo dí­a del hombre se une al séptimo dí­a de Dios, se hace “fiesta” y encuentro con Dios. Los seis dí­as del hombre que trabaja se unen con los seis dí­as del trabajo creador de Dios para luchar contra la amenaza del caos. El trabajo del hombre no es tanto colaboración o participación en el trabajo creador de Dios, sino más bien custodia y “cultivo” del sentido puesto por Dios en el cosmos armonioso creado por él. Gén 1 es un programa que debe desarrollarse y realizarse; también el trabajo humano se sitúa en la lí­nea de la ejecución de ese programa; lo mismo significa Gén 2:15 : “El Señor Dios tomó al hombre y lo puso en el jardí­n del Edén para que lo cultivase y lo guardase”. La orientación al trabajo forma parte de la situación paradisí­aca del hombre y es un aspecto de la iniciativa creadora divina. El “jardí­n” es el Lebenswelt ideal para el hombre querido por Dios.

c) El trabajo en Gén 2-3. El hombre fue sacado de la ‘adamah (= tierra), que es la base material para la formación del hombre, de los seres vivos y del jardí­n. De la ‘adamah saca Dios un jardí­n que el hombre tiene que custodiar y cultivar; se da, por tanto, una perfecta integración del hombre en la ádamah, “transformada” en jardí­n. El hombre se encuentra en perfecta armoní­a con Dios y con la “tierra”; lo mismo ocurre con su trabajo. En el jardí­n, el hombre “impuso nombre a todos los ganados, a todas las aves del cielo y a todas las bestias del campo” (Gén 2:20). “Dar nombre” no indica un poder arbitrario e indiscriminado, ya que con la imposición del nombre el ser humano no hace más que descubrir, definir y ordenar su propio nombre. “Dar nombre” corresponde al “someter” de Gén 1:28 : significa reconocer un orden, descubrir la plenitud de sentido puesta por Dios en el jardí­n. Solamente “nombrándolo” puede el hombre hacer al mundo humano; en el lenguaje nace el mundo del hombre. También el trabajo es dar un sentido a las cosas, conocerlas.

Viene luego, en Gén 3, el relato del intento de usurpación humana de la prerrogativa divina de competencia absoluta y universal. El hombre quiere arrogarse la competencia de señalar lo que es importante y lo que no lo es para su propia existencia (“árbol del conocimiento del bien y del mal”). La intención de Dios y su obra, es decir, la entrega amorosa de Dios al hombre, queda pervertida y es entendida -siguiendo el mensaje de la serpiente- como voluntad de dominio avaro y egoí­sta. La consecuencia es una serie de restricciones de la existencia humana (Gén 3:14-24): cansancio, dolor, fracaso, violencia, falta de armoní­a entre el hombre y Dios, entre el hombre y la ‘adamah. En Gén 3:17 Dios maldice la ‘adamah por culpa del hombre, lo cual cambia el ambiente de existencia del hombre, que luego es expulsado del jardí­n y se ve obligado a cultivar la ‘adamah maldita, que produce cardos y espinas. La ‘adamah, de la cual Dios habí­a sacado un paraí­so para el hombre, vuelve a aparecer ahora como limitación e impedimento, y no como base óptima para la construcción de la existencia humana y de su ambiente vital. La ‘adamah se opone, se resiste al hombre, que tiene que cansarse y sufrir para arrebatarle el pan. No es que se haya añadido al trabajo un poco de fatiga y de dolor, sino que ha cambiado toda la existencia humana. El hombre sigue siendo el “cultivador” y el “guardián” de la ‘adamah, como quiso el Creador; pero su trabajo se ha hecho ambiguo y precario, inseguro del propio sentido y de la propia finalidad. Toda la creación se ha visto sometida a la “vanidad” (Rom 8:20), o sea, al poder de la nada, y aguarda una liberación.

d) Caí­n y sus descendientes. Con Caí­n continúa la oposición de la ‘adamah al hombre. Caí­n es “agricultor” (Gén 4:2); pero Dios le dice: “Cuando cultives la tierra, no te dará ya sus frutos” (Gén 4:12). La progresiva hostilidad de la tierra acompaña a un progresivo alejamiento de Dios y a la violencia contra el hermano.

Caí­n aparece como padre de la cultura. En Gén 4:17-24 se sucede la serie de sus descendientes con el desarrollo de la “civilización”. Detrás del agricultor viene el “constructor de una ciudad” (Gén 4:17); al lado del campesino aparece el nómada “habitando tiendas y criando ganado” (Gén 4:20); el hermano de Yabal inventa los instrumentos musicales (Gén 4:21), y, finalmene, se descubre la forja de los metales (Gén 4:22). No es optimista la visión del progreso del trabajo humano, que da origen a la cultura y a la técnica.

Las noticias sobre el desarrollo de la “civilización” en Gén 4 hay que verlas en el contexto de la genealogí­a de los cainitas, la cual culmina en el canto salvaje de Lamec, que quiere disponer arbitrariamente de la vida de sus hermanos. Estas noticias sobre la cultura no se presentan como fruto de la bendición, ni se menciona la iniciativa y la obra de Dios. En el contexto yahvista, el progreso de la cultura mediante el trabajo no tiene un relieve especial, ya que sin Yhwh todos los esfuerzos del hombre son baldí­os. La cultura no ha sabido hacer mejor al hombre, porque no ha sabido dominar el pecado; en efecto, esa cultura culmina en la ciega violencia de Lamec.

e) La torre de Babel. En Gén 11:1-9 el sujeto de la acción humana es “toda la tierra” o “todos los hombres” (vv. 1.5). La humanidad quiere construirse una sola ciudad (sí­mbolo de la unidad polí­tica), una sola torre-templo (sí­mbolo de la unidad religiosa que se exalta a sí­ misma), hacerse un nombre, es decir, alcanzar éxito y riqueza (unidad económica). Se trata, por tanto, de la búsqueda humana de unidad mediante los productos del trabajo y con vistas a su propia glorificación. Efectivamente esos hombres no “construyen” con Dios, sino sin Dios. La unidad que buscan es uniformidad, negación de las diferencias, y por tanto últimamente violencia.

Dios hace fracasar ese sueño inhumano e impí­o. “Dispersa” a los hombres por toda la tierra, según su proyecto expresado en Gén 10:5 : “Se hizo la repartición de las naciones: cada uno con su tierra según su lengua y su nación, según su familia”. De los hijos de Noé “se hizo la repartición de las naciones sobre la tierra después del diluvio” (Gén 10:32). La “dispersión” significa pluralidad y variedad polí­tica, económica, cultural, sin negación de las diferencias. El plan de Dios se señala en Gén 1:28 : pluralidad de pueblos y de territorios como fruto de la bendición divina. El trabajo humano para construir Babel responde, por el contrario, al mito del progreso humano ateo y prometeico. En Gén 12:1-3, Dios comienza de nuevo una unidad que es fruto de su bendición a Abrahán, para que desde él se difunda sobre todas las gentes. La verdadera unidad es don y variedad.

3. EL TRABAJO COMO MANDATO DE Dios. El mandamiento divino se refiere no sólo al trabajo, sino también al descanso sabático y lleva también la motivación del descanso: “Acuérdate del dí­a del sábado para santificarlo. Seis dí­as trabajarás y en ellos harás todas tus faenas; pero el séptimo dí­a es dí­a de descanso en honor del Señor, tu Dios. No harás en él trabajo alguno, ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu sierva, ni tu ganado, ni el extranjero que habita contigo. Porque en seis dí­as hizo el Señor los cielos y la tierra, el mar y cuanto hay en ellos, y el séptimo descansó. Por ello bendijo el Señor el dí­a del sábado y lo santificó” (Exo 20:8-11; cf Deu 5:12-15). El hombre vive y trabaja en el tiempo; pues bien, este tiempo sólo puede hacerse liberador si culmina en la santificación del sábado, en el encuentro con el Dios que “descansa” en el dí­a séptimo. El descanso del sábado tiene la finalidad de llevar a un descanso que relacione con Dios. Los seis dí­as de trabajo no deben ser un cí­rculo que se cierre sobre sí­ mismo y se repita indefinidamente; encuentran su finalidad y su sentido en el descanso/encuentro del séptimo dí­a con Dios.

Dios “bendijo el dí­a del sábado” (Exo 20:11): esto quiere decir que Dios puso en la creación una fuerza vital capaz de producir siempre de nuevo “dí­as séptimos”, dí­as de descanso y de comunicación con él. El sábado no es pura abstención del trabajo con vistas a la recuperación del vigor para seguir trabajando, sino que es “santificación”, acogida del sentido de la vida y del trabajo. El sentido último del trabajo se encuentra en la celebración del sábado.

En Deu 5:15, el mandamiento del sábado va ligado a la memoria del éxodo. En la perspectiva productivista del faraón, la fiesta es un tiempo vací­o, estéril: “Son unos holgazanes; por eso dicen: `Déjanos ir a ofrecer sacrificios a nuestro Dios- (Exo 5:8). Para el Dt la fiesta es memorial de la liberación del éxodo, es decir, de la liberación de la esclavitud del trabajo alienante, sin sentido. El faraón es el equivalente de los dioses babilonios, que crean al hombre para trabajar; es también el homo oeconomicus, que sólo atiende a la producción y al beneficio. Al liberar a su pueblo de Egipto, Dios lo libera de la esclavitud del trabajo absorbente y de la pura lógica de la productividad. La fiesta da al trabajo el sentido último, y por tanto lo redime [/ Exodo].

4. LA PREDICACIí“N PROFETICA. Tampoco en los profetas se encuentra ninguna teorí­a sobre el trabajo. Denuncian la supravaloración de la “cultura”, del trabajo y del progreso por sí­ mismos, separados de los valores con que deberí­an ir unidos. Isaí­as proclama el derrumbamiento de las obras del orgullo humano (Isa 2:6-22); / Jeremí­as acusa al rey que edifica su palacio pisoteando la justicia y el derecho, haciendo trabajar al prójimo gratuitamente y sin salario (Jer 22:13-17); / Amós grita contra los ricos que explotan el trabajo de los pobres; Miqueas amenaza con el juicio divino a los que adoran al dios dinero y sólo se mueven por la codicia de poseer. Habacuc proclama que ninguna obra del trabajo humano vale nada si está construida sobre la violencia: “¡Ay de quien edifica una ciudad sobre la sangre y funda una ciudad sobre el crimen” (Hab 2:12). Contra la celebración abstracta y la exaltación teórica del trabajo y de sus productos, los profetas recuerdan continuamente la ambigüedad y la violencia en que está inmerso el trabajo humano.

Al anunciar el juicio de Dios en la historia contra la “cultura” del hombre que cree en una salvación derivada del trabajo y del progreso humanos, los profetas proclaman que la salvación viene de Dios y no del trabajo del hombre. Los profetas denuncian el “esquema sacrificial” según el cual se concibe y se vive el trabajo: el hombre ofrece a la naturaleza una parte de sus energí­as y de su cansancio y recibe de ella en compensación lo que sirve para su existencia. Así­ pues, el trabajo es una obra sacrificial ofrecida a la naturaleza. “Sacrificio” significa intercambio por medio de una restitución parcial. Pues bien, si toda la energí­a humana se invierte en el trabajo, el hombre sacrifica su existencia a la naturaleza, haciéndose esclavo suyo. Los profetas, por el contrario, recuerdan la primací­a de Dios, la necesidad de no convertir el trabajo en un í­dolo al que sacrificar. Leamos Isa 58:13-14 : “Si te guardas de profanar el sábado, de tratar tus asuntos en mi dí­a santo; si llamas al sábado delicia, glorioso al dí­a consagrado al Señor; si lo glorificas evitando los viajes, no tratando negocios ni arreglando asuntos, entonces encontrarás en el Señor tus delicias; yo te subiré triunfante a las alturas del paí­s y te alimentaré de la heredad de tu padre Jacob. Ha hablado la boca del Señor”. El sábado es la “condenación” humanizante del trabajo: el hombre es responsable de su supervivencia, que debe garantizarse con el trabajo; pero que no puede gozar de su trabajo sino más allá de la fatiga de producir, en el “descanso” sabático.

5. ESCRITOS SAPIENCIALES. El trabajo es un acto de sabidurí­a; nosotros dirí­amos de razón aplicada. El sabio es activo, laborioso, diligente. De aquí­ las numerosas sentencias de los sabios contra la pereza y las exhortaciones a la laboriosidad (cf Pro 6:6-11; Pro 12:11-17.24-27; Pro 24:30-34 y passim). Aquí­ recordaré sólo un proverbio: “Anda a ver a la hormiga, ¡perezoso!; mira sus costumbres y hazte sabio” (Pro 6:6).

El trabajo es un medio para procurarse riqueza; pero no hay una conexión necesaria entre laboriosidad y riqueza. Siempre puede ocurrir un suceso imprevisible. Por eso el sabio exhorta a buscar sobre todo la seguridad en el Señor: “La bendición del Señor es lo que enriquece, nuestro esfuerzo no le añade nada” (Pro 10:22). Es inútil trabajar si no contamos con la bendición del Señor; no sólo porque los resultados sin él serí­an inciertos, sino porque resulta imposible darle un sentido a ese obrar.

Para el sabio no hay ningún mito del progreso y del trabajo. El hombre ha de estar dispuesto a la intervención imprevisible de Dios, cuyos proyectos se le escapan al hombre en su totalidad: “Propio es del hombre hacer planes, pero la última palabra es de Dios” (Pro 16:1). Tampoco el trabajo humano, en cuanto que es proyecto del hombre, conduce necesariamente a resultados calculables de antemano; es un “hacer” sujeto siempre a la ambigüedad y al posible fracaso.

Sin embargo, la intervención divina no dispensa al hombre de su trabajo. Léase lo que se dice a propósito del médico: “Hijo, en tus enfermedades no te impacientes, sino suplica al Señor y él te curará… Después recurre al médico, porque también a él lo creó el Señor; y no se aparte de ti, porque necesitas de él, pues hay veces que la salud depende de sus manos” (Sir 38:1-15). Dios le asigna al médico su tarea, hace crecer las hierbas medicinales, da acierto al diagnóstico médico. Sin embargo, el arte de la medicina tiene sus reglas, sus leyes; no es un oficio sagrado, sino un trabajo profano.

En el mismo capí­tulo 38 del / Sirácida se presenta una lista de artes y de oficios manuales: se describen los trabajos del campesino, del artesano, del carpintero, del ceramista: “Todos éstos confí­an en sus manos, y cada uno es maestro en su oficio. Sin ellos es imposible edificar una ciudad, ni vivir o andar por ella” (Sir 38:31-32). Esas personas “aseguran el funcionamiento del mundo ocupados en el trabajo de su oficio” (Sir 38:34).

“Distinto es el que se aplica a meditar la ley del Altí­simo” (Sir 39:1). Ese estudia, reflexiona, investiga el sentido oculto de las cosas, participa en las reuniones de los grandes, viaja; es el sabio ideal. Quizá aquí­ Ben Sirá esté escribiendo su propia biografí­a. Ciertamente describe las funciones del sabio. Mas no hay ningún desprecio ni infravaloración del trabajo manual respecto al trabajo intelectual del escriba sabio. Por lo demás, el AT no conoce nunca una infravaloración del trabajo manual respecto al trabajo intelectual, como ocurrí­a en el ambiente helenista. Y es bien sabido que Ben Sirá polemiza con la cultura helenista de su tiempo (escribe por el 180 a.C.).

También es verdad que Ben Sirá escribe: “La sabidurí­a del sabio crece en las horas libres, y el que no tiene ocupaciones llegará a sabio. ¿Cómo va a llegar a sabio el que sostiene el arado y se glorí­a de blandir la aguijada; el que conduce los bueyes se ocupa de estos trabajos y sólo habla de novillos?” (Sir 38:24-25). Pero lo que quiere decir aquí­ Ben Sirá es que el hombre no está ni mucho menos hecho solamente para producir, para transformar el mundo, sino también para conocerlo. Y la ley del Señor es la única que puede darle al hombre el conocimiento y la sabidurí­a que todos necesitan. El trabajo no debe absorber al hombre entero.

Otro pensador judí­o que establece un diálogo con la cultura helenista de su tiempo (siglo III a.C.) es / Qohélet… Elabora conceptos filosóficos utilizando el lenguaje comercial del hombre de la calle, pero sin aceptar una visión utilitarista de la vida. Qohélet se pregunta por el sentido del hombre colocado en el mundo y de las relaciones trabajo-riqueza. ¡Es el problema del sentido lo que angustia al Qohélet! He aquí­ sus interrogantes: “¿Qué provecho saca el hombre de todo trabajo con que se afana bajo el sol?” (Sir 1:3); “¿Qué provecho saca el obrero de tanto trabajar?” (Sir 3:9). Más allá del aparente lenguaje comercial, el problema para Qo es el del “ser”, no el del “tener”. Y lo que le interesa es la pregunta sobre el sentido, no sobre el beneficio.

Qo llega a admitir que el beneficio puede ser nulo: “Luego reflexioné sobre todas las obras que mis manos habí­an hecho y sobre la fatiga que me habí­a tomado por hacerlas, y he aquí­ que todo es vanidad, andar a caza del viento, y no queda provecho alguno bajo el sol” (2,11). El trabajo y el deseo de poseer no es creador de sentido; más aún, con frecuencia el hombre intenta llenar el vací­o de sentido con el tener y el poseer, tanto en el plano de las riquezas como en el plano de las ideologí­as. La misma sabidurí­a, entendida y vivida como conquista y posesión, es fuente de dolor y de tristeza (1,18).

El trabajo no produce necesariamente felicidad. A veces el trabajo es lucha del hombre contra el hombre, envidia de los demás, competencia despiadada que crea infelicidad y opresión: “He visto que todo trabajo y toda empresa con éxito no es más que envidia de uno contra otro”(4,4). Sin embargo, Qohélet no llega a proponer el ideal helenista de la esyjí­a (ocio), aunque con fina ironí­a recoge dos proverbios populares (4,5.6), en los que se dice que el holgazán vive mejor que el que se esfuerza en trabajar. Como si dijera: incluso respecto al trabajo la moderación sigue siendo una norma de sabidurí­a.

El trabajo y los frutos del trabajo pueden darle al hombre un poco de alegrí­a y de felicidad: “He comprobado que lo mejor y más conveniente para el hombre es comer y beber y gozar del bienestar en todo el trabajo en que se afana bajo el sol durante los dí­as de su vida que Dios le ha dado, porque ésta es su parte” (Qo 5,17). En esta felicidad se hace perceptible y experimentable el obrar de Dios en su “belleza” escondida al hombre (3,11). Pero la felicidad no es producida por el hombre y por su trabajo, sino que es don de Dios; nadie puede gozar sin que sea Dios el que le da la felicidad: “No hay más felicidad para el hombre que comer y beber y gozar él mismo del bienestar de su trabajo. Y yo considero que esto viene de la mano de Dios” (2,24). Qohélet pone en guardia contra la ilusión de poder crearse cada uno su propia felicidad (2,3) con el trabajo. La existencia humana no es un duro trabajo, sino un don de Dios. Y aunque el hombre no comprende perfectamente el sentido de las cosas, la fe le dice que Dios “lo hizo todo bien y a su tiempo” (3,11). En las obras de Dios, y en primer lugar en la existencia humana, hay una belleza y una armoní­a divinas, dada por el Creador. Qohélet critica la sociedad “del trabajo a ultranza” en nombre de la fe en Dios que da e invita a gozar de sus dones.

Hay un último texto sapiencial importante para una teologí­a del trabajo: Job 28. Se trata de un himno a la sabidurí­a imposible de encontrar. Un estribillo, repetido dos veces (vv. 12.20), divide el himno en tres estrofas. En la primera (vv. 1-11) domina el esfuerzo técnico del homo faber que desemboca en el fracaso, ya que no consigue encontrar y sacar a la luz la verdadera sabidurí­a. En la segunda estrofa (vv. 13-19) se ponen en parangón todos los productos y las riquezas acumuladas por el hombre con la sabidurí­a, pero ésta resulta impagable e incomparablemente superior. Por tanto, ni la técnica ni los productos del trabajo humano sirven para descubrir la sabidurí­a. Sin embargo, ella está intrí­nsecamente presente en el mundo y es su ley constitutiva esencial. En efecto, Dios conoce la sabidurí­a y fundó el mundo no sólo mediante la sabidurí­a, sino en la sabidurí­a (vv. 21-28). La “sabidurí­a” es el orden original divino inmanente al mundo; podrí­amos decir que es el “sentido” de la realidad. Pues bien, sólo el que respeta a Dios y evita el mal, es decir, el que actúa como “hombre religioso”, encontrará la sabidurí­a y se hará verdaderamente sabio.

IV. NUEVO TESTAMENTO. La concepción especí­fica del NT sobre el trabajo no puede deducirse del léxico, que es el que se usa comúnmente en el ambiente helenista, pero sin las connotaciones propias de la filosofí­a griega, en particular la depreciación del trabajo manual y el ideal estoico de la liberación de la esclavitud del trabajo. La libertad cristiana no es simplemente la liberación de la condición servil del trabajo manual, ni tampoco se identifica con la vida contemplativa o “teorética”.

Por otra parte, no se encuentra en el NT una exposición explí­cita del tema del trabajo, como tampoco hay en él un desarrollo sistemático de otros temas morales. Solamente de algunos textos que hacen referencia a la actividad laboral del hombre, en el contexto del anuncio del mensaje cristiano, se pueden sacar algunas indicaciones para captar el sentido cristiano del trabajo. Jesús era “carpintero” o “hijo del carpintero” (Mar 6:3; Mat 13:55); pero este dato, junto con el hecho de que los discí­pulos de Jesús eran pescadores o hací­an otros trabajos, no basta para sacar consecuencias sobre el significado cristiano del trabajo. Con todo, ciertamente podemos decir que el trabajo cotidiano entra en el misterio de la encarnación. Vivir como Jesús no supone tener que rechazar el trabajo.

1. MARTA Y MARíA. El relato de Luc 10:38-42 pone en escena a dos hermanas: Marta está absorbida por la faena de preparar una buena acogida a Jesús, mientras que Marí­a permanece sentada a los pies del Señor escuchando su palabra. Jesús no plantea una alternativa: o el trabajo de Marta o la contemplación de Marí­a. Dice: “Marta, tú te preocupas y te apuras por muchas cosas, y sólo es necesaria una” (Luc 10:41). Jesús constata que el trabajo de Marta está lleno de preocupaciones y de apuros por muchas cosas; es un trabajo que quita el gozo y la serenidad, que lleva a la dispersión y que tiende a nivelarlo todo como igualmente importante. Sólo hay una cosa necesaria, que puede dar sentido a toda la existencia y también al trabajo: escuchar la palabra de Jesús. Por tanto, Marí­a ha escogido la parte mejor, porque ha optado por lo que es más radicalmente fundamental. Marí­a está en actitud de “escucha”, es decir, de recepción y de acogida, no en actitud de búsqueda afanosa de la realización de sí­ a través de la actividad. Ella vive su vida como “don” y como “gracia”.

Este mismo tema se desarrolla en el sermón de la montaña de Mateo. Jesús dice: “No os angustiéis por vuestra vida, qué vais a comer, ni por vuestro cuerpo, qué vais a vestir. Porque la vida es más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido” (Mat 6:25). El discí­pulo de Jesús ha encontrado a un Padre providente del que se puede fiar: “No os inquietéis diciendo: ¿qué comeremos?, o ¿qué beberemos?, o ¿cómo vestiremos? Por todas esas cosas se afanan los paganos. Vuestro Padre celestial ya sabe que las necesitáis. Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo eso se os dará por añadidura” (Mat 6:31-32). Solamente si hay una familia de Dios, o sea, una comunidad que confí­a verdaderamente en el Padre celestial, es posible que los miembros de esa familia vivan sin afanarse ni preocuparse del vestido o de la comida. Así­ pues, el trabajo se convierte en afán y en alienación cuando el individuo vive su actividad en soledad, sin poder contar con la solidaridad fraterna de una comunidad-familia que lo acoja y lo reciba.

Jesús pide a sus discí­pulos que hagan “la voluntad de Dios” (Mar 3:33-35; Mat 6:9-10) y que busquen primero el reino de Dios y su justicia, porque entonces todas las demás cosas se les darán por añadidura (Mat 6:33). Pues bien, el reino de Dios y la voluntad de Dios son la preocupación paternal con que Dios, mediante su Hijo, quiere hacer de nosotros su familia, reunir al verdadero Israel. Como miembro de la nueva familia de Dios, el hombre que trabaja se ve libre de la dispersión alienante y deshumanizarte, y también del afán angustioso del poseer y del producir. El sermón de la montaña, la misma propuesta de Jesús, resulta utópica e irrealizable si de su palabra no nace una comunidad nueva, alternativa a las otras sociedades del mundo.

La única cosa necesaria, de la que Jesús hablaba con Marta, es creer en el reino de Dios, y consiguientemente realizar una comunidad de hermanos y hermanas que vivan libremente de escuchar la palabra de Jesús, se ayuden y sostengan mutuamente con la fuerza que Dios les da. El trabajo no es creador de dicha comunidad; más aún, sólo adquiere un sentido cristiano si se inserta en este horizonte de significado.

En este mismo sentido hay que entender la frase de Jua 6:27 : “Trabajad no por el alimento que pasa, sino por el que dura para la vida eterna: el que os da el Hijo del hombre”. El trabajo y el fruto del trabajo están ligados a la dimensión caduca y precaria del mundo; si se cierra en sí­ mismo y no se abre a la “vida eterna” pierde significado y se convierte en desilusión y en soplo de viento. El sentido de la existencia no es un trabajo interminable, sino la vida eterna, que sólo Dios puede dar.

La oración del Padrenuestro expresa la convicción del discí­pulo de Jesús, o sea, que el hombre no vive de su trabajo, sino del don de Dios: “Danos hoy nuestro pan de cada dí­a” (Mat 6:11). El cristiano, que acoge como un niño el reino de Dios (Mar 10:13-16), le pide al Padre el pan que necesita cada dí­a, proclamando así­ el “ocaso de los padres-amo” de este mundo, que intentan explotar y dominar. El cristiano trabaja y “sirve”, pero sin hacerse esclavo de ningún “padre” de la tierra, ya que uno solo es su Padre, el Padre celestial (Mat 23:9).

2. “EL QUE NO TRABAJE, QUE NO COMA” (2TES 3,10). Pablo recomienda a los tesalonicenses: “Queremos exhortaros, hermanos, a que progreséis todaví­a más y a que con todo empeño os afanéis en vivir pací­ficamente, ocupándoos en vuestros quehaceres y trabajando con vuestras propias manos, como os lo tenemos recomendado. Así­ llevaréis una vida honrada a los ojos de los de fuera y no tendréis necesidad de nadie” (lTes 4,10-12). Pablo no propone una nueva ética del trabajo, en la que surja el trabajo como un deber moral por ser un valor. Ni mucho menos piensa Pablo en el trabajo como motor propulsor del progreso moral de la humanidad. Según Pablo, el cristiano debe vivir en su condición su trabajo como discí­pulo de Cristo. La comunidad cristiana debe comportarse con una “vida honrada a los ojos de los de fuera”, los no cristianos, no dándoles lugar a que los acusen de holgazanerí­a y de pereza. Además, cada cristiano ha de procurar no necesitar de la ayuda de los no creyentes, sino encontrar apoyo dentro de la comunidad. Y, a ser posible, debe vivir en una cierta autonomí­a, fruto de su trabajo y de una prudente sobriedad.

Pablo dio ejemplo de ello: “Recordad nuestros trabajos y fatigas: cómo trabajábamos dí­a y noche para no ser gravosos a ninguno de vosotros mientras os anunciábamos el evangelio de Dios” (1Ts 2:9). Es interesante observar que Pablo no justifica su decisión de trabajar para mantenerse más que sobre la base de la oportunidad de no ser una carga para la comunidad, lo cual serí­a un estorbo para su predicación del evangelio. Como la comunidad se cuida de cada uno, por eso está constituida de la contribución de todos sus miembros, que tienen que procurar no ser un peso para los demás. Ningún cristiano, por el hecho de formar parte de una comunidad solidaria y fraternal, debe sentirse con derecho a no trabajar y a vivir a costa de los demás. Este me parece que es el sentido de la afirmación de Pablo: “El que no trabaje, que no coma” (2Ts 3:10).

Para Pablo, la comunidad cristiana tiene la tarea de edificarse con el trabajo como sociedad contrapuesta a la civil. Además, por muy amplio e importante que pueda ser el trabajo de los cristianos por el orden, la justicia y el progreso de la sociedad civil, no es ésta la misión especí­ficamente cristiana de la comunidad de los discí­pulos de Jesús. Es en este contexto donde podemos releer la frase de Jesús: “¿De qué le vale al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida?” (Mar 8:36). Ni siquiera el progreso más extraordinario “salva” al hombre, el cual vale siempre más que todos los éxitos del trabajo humano y que sus productos. Decí­a Ignacio de Antioquí­a: “Para mí­ es mejor morir por Jesucristo que ser rey de toda la tierra”.

El vivir desordenado, alborotado y despreocupado de todo de los tesalonicenses (cf 2Ts 3:10-12) es condenado por Pablo no tanto a partir de una ética del trabajo, sino porque es nocivo a la vida ordenada, tranquila y fructuosa de la comunidad cristiana. El apóstol exhorta a trabajar para poder socorrer a los que se encuentran en necesidad (Efe 4:28); el trabajo es una manera de vivir el mandamiento del amor al prójimo.

3. APROVECHAR EL TIEMPO PRESENTE (Efe 5:16). Si la verdad de la vida dependiera de lo que el hombre hace y realiza, esa verdad serí­a siempre incierta e insegura. Así­ sucede que el fariseo no está nunca seguro de haber hecho todo lo que tení­a que hacer y de haber cumplido suficientemente la ley para superar el juicio de Dios: se condena a un esfuerzo prolijo e incansable para hacer siempre más. Es lo que ocurre con el trabajo farisaico. Vale entonces el dicho de Jesús: “No atesoréis en la tierra, donde la polilla y el orí­n corroen y donde los ladrones socavan y roban” (Mat 6:19). Cuando el trabajo es el fundamento de la existencia, entonces la vida es siempre algo futuro; el presente no es ya el tiempo de la existencia, sino un tiempo nunca agotado de preparación a la vida a través del trabajo. El trabajo, en esta perspectiva, se convierte en un medio para cambiar marxianamente el mundo y alcanzar el fin esperado. Pero en este horizonte florece la angustia desesperante de no haber trabajado útilmente.

El apóstol Pablo, por el contrario, exhorta a “aprovechar el tiempo presente”, a no despreciar el pasado para vivir tan sólo del futuro soñado. El cristiano vive el presente como “tiempo propicio…, dí­a de la salvación” (2Co 6:2). El mismo Jesús dijo: “No os inquietéis por el dí­a de mañana, que el mañana traerá su inquietud. A cada dí­a le bastan sus problemas” (Mat 6:34). Poniendo en manos de Dios su propio pasado y su propio futuro, el cristiano puede vivir sabiamente el presente, no como preparación para el futuro, sino como don actual de su Dios. Pero el que trabaja y produce para construirse él solo su propio futuro es como el hombre de la parábola (Luc 12:13-21), que no duerme proyectando construir nuevos almacenes para recoger en ellos todos sus bienes; pero entonces oye a Dios que le dice: “¡Insensato, esta misma noche morirás!; ¿para quién será lo que has acaparado? Así­ sucederá para el que amontona riquezas para sí­ y no es rico a los ojos de Dios” (Luc 12:21-22). La fatiga humana, interminable de suyo, se transforma en desesperación al acercarse la muerte, cuando la vida se piensa y se vive como realidad fundamentada y construida sobre el trabajo.

Para el apóstol, aprovechar el tiempo presente no significa construir la “civilización del trabajo”, sino la “civilización del amor”, como él mismo dijo en su testamento espiritual: “De nadie he deseado plata, oro o vestidos. Vosotros mismos sabéis que estas manos han provisto a mis necesidades y a las de los que andan conmigo. En todo os he mostrado que se debe trabajar así­ para socorrer a los necesitados, recordando las palabras de Jesús, el Señor: `Hay más felicidad en dar que en recibir”‘ (Heb 20:33-35). Las “obras de las manos” no se arraigan en la codicia de poseer o en la voluntad de enriquecerse, sino en la fe, que se hace operante por medio de la caridad (Gál 5:6). La fuerza y el ideal que mueve al cristiano y lo impulsa a la entrega en el trabajo no es una utopí­a social ni el mito del progreso técnico y económico, sino una comunidad animada por el amor de Cristo. Cuando se trata de las obras del hombre y de sus productos no está en juego el hombre mismo, la verdad y el fin mismo del mundo, sino una verdad penúltima. Esto no exonera a la comunidad cristiana de la responsabilidad y del compromiso en los problemas concretos y cotidianos de la actividad humana, pero indica la medida y el criterio para un ejercicio auténticamente humano del trabajo. El trabajo y sus productos no son “la única cosa necesaria” de la que Jesús hablaba con Marta, no han de elevarse al rango del bien absoluto, sino de los bienes penúltimos. De aquí­ la exhortación de Jesús: “Guardaos bien de toda avaricia; que, aunque uno esté en la abundancia, no tiene asegurada la vida con sus riquezas” (Luc 12:15). También en el trabajo se puede concretar la búsqueda del sentido de la vida, pero el trabajo no puede identificarse con el sentido de la existencia.

V. CONCLUSIí“N. No podemos identificar el concepto de trabajo que se deduce de la Biblia con el concepto elaborado en la época moderna. Efectivamente, las dos épocas, la bí­blica y la moderna, tienen del trabajo una experiencia diferente. Sin embargo, la Biblia ofrece un cuadro de pensamiento significativo para la elaboración de una “teologí­a” del trabajo. En un intento de señalar la dirección para una sí­ntesis bí­blica sobre el trabajo, podrí­amos considerar esenciales dos categorí­as bí­blicas: don y deseo. En primer lugar, la Biblia critica la concepción de la civilización del trabajo a ultranza, porque afirma que el hombre se recibe a sí­ mismo y al mundo como don de las manos de Dios. También la “naturaleza”, con la que el hombre entabla unas relaciones fabriles para la satisfacción de sus necesidades, es don de Dios al hombre. El trabajo entonces, en la perspectiva bí­blica, es actividad para el descubrimiento y para el gozo no sólo de la “materialidad” del don, sino también de su sentido. A través de la manipulación del don, el hombre se realiza a sí­ mismo en la medida en que descubre el sentido del don y puede gozar de él cada vez más plenamente. En esta perspectiva, la Biblia no ve alternativa entre la acción y la contemplación, entre el trabajo y el “descanso”, entre dí­as laborables y fiesta. El trabajo es manipulación en busca de sentido precisamente porque el hombre es deseo, intencionalidad abierta al absoluto y nunca “satisfecha” con los bienes particulares y finitos. Sin embargo, el deseo puede identificarse con las necesidades del hombre, de forma que la satisfacción de las necesidades se identifique con el cumplimiento del deseo. Jesús puso en guardia contra este peligro en el sermón de la montaña, cuando afirma que la “vida” no se agota en la satisfacción del hambre, del vestido, del atesoramiento en los graneros. La perversión del deseo es la codicia, el afán de poseer y de tener para sí­ sin consideración con los demás. La codicia produce la violencia, la alienación, la injusticia. El trabajo prueba la finitud del deseo humano junto con su apertura al sentido absoluto al que orienta la “naturaleza” como don; pero el trabajo es también prueba del deseo de vivir para sí­ y para los demás, que se concreta en la edificación de relaciones humanas comunitarias y, por tanto, en la entrega de uno mismo a los demás. Sin embargo, el deseo está siempre bajo la amenaza de convertirse en codicia de posesión y en acción violenta destinada a la vacuidad. Arraigado en el “don” del Creador de la “naturaleza” y en el “deseo” del hombre, el trabajo -liberado por Cristo de su ambigüedad siempre amenazadora- puede convertirse en mediación de comunión con Dios y entre los hombres.

BIBL.: ANGELINI G., Trabajo, en Nuevo Diccionario de Teologí­a II, Cristiandad, Madrid 1982, 1884-1911; ALBERTZ R., Die Kulturarbeit im Atramhasis im Vergleich zur biblischen Urgeschichte, en Werden und Wirken des Alten Testaments. Festschrift für Claus Westermann zum 70 Geburtstag, Gotinga 1980, 38-57; BEAUCHAMP P., Travail et non-travail dans la Bible, en “Lumiére et Vie” 28 (1975) 59-70; BENOIT P., Le travail selon la Bible, en “Lumiére et Vie” 20 (1955) 73-86; BERTRAM G., érgon – ergázomai, en GLNT III, 864-870; BIENERT W., Die Arbeit nach der Lehre der Bibel, Stuttgart 19562; ID, Arbeit III. Theologisch, en Religion in Geschichte und Gegenwart, Tubinga 19573, 539-545; CAPRIOLI A., VACCARO L., Il lavoro 1. Filosofia, Bibbia e Teologia, Morcelliana, Brescia 1983 (en el AT, a cargo de A. BONORA, 61-80; en el NT, a cargo de R. FABRIS, 81-99); CoLOMBO Y., 11 concetto di lavoro nella Bibbia, en “Rassegna mensile di Israele” 33 (1967) 275-286; EBACH J., Zum Thema: Arbeit und Ruhe im Ahen Testament, en “Zeitschrift für evangelische Etik” 24 (1980) 7-21; RIBER M., El trabajo en la Biblia, Mensajero, Bilbao 1967; NEGRETTI N., II settimo giorno. Indagine critico-teologica delle tradizioni presacerdotali circo il sabato biblico, Roma 1973; ROSSELLI B., 11 lavoro umano nella Bibbia, Roma 1966; TESTA E., 11 lavoro nella Bibbia, Así­s 1959; VATTIONI F., Illavoro, en Beatitudini, Povertá e Ricchezza, Milán 1966, 187-220; WESTERMANN C., Trabajo y cultura en la Biblia, en “Con” 151 (1980) 82-95.

A. Bonora

P Rossano – G. Ravasi – A, Girlanda, Nuevo Diccionario de Teologí­a Bí­blica, San Pablo, Madrid 1990

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Bíblica

TEOLOGíA MORAL
SUMARIO
I. Concepto y anotaciones históricas:
1. Del trabajo preindustrial al trabajo industrial;
2. Nueva fisonomí­a del trabajo en época tecnológica:
a) Cambias cuantitativos en el trabajo y en el no-trabajo,
b) Cambios cualitativos y culturales.
II. Nuevas perspectivas de teologí­a del trabajo después del Vat. II
1. En las directrices magisteriales;
2. En la teologí­a bí­blica y dogmática;
3. En la teologí­a moral.
III. Hacia una nueva ética del trabajo y una nueva deontologí­a profesional.

I. Concepto y anotaciones históricas
De las varias acepciones que el término trabajo ha ido asumiendo en el decurso del tiempo y en la misma tradición del pensamiento cristiano, la más abarcadora y abierta a desarrollos, la que mejor sintoniza también con la longitud de onda del pensamiento moderno, parece ser la que identifica el trabajo con la actividad humana, sea ésta ejecutiva (o servil, como se decí­a antes, en contraposición a las artes liberales), dependiente de terceros o directiva y autónoma; manual -y por consiguiente que opera directamente sobre la materia a fin de hacerla idónea para la satisfacción de las necesidades humanas, múltiples y crecientes) o intelectual, proyectiva, que actúa sobre sí­mbolos y se desarrolla en el amplí­simo campo del sector terciario, de los servicios y de las comunicaciones.

Una acepción tan abarcadora engloba todas las actividades “serias” y no “lúdicas” de la persona dirigidas a la transformación del mundo natural y a su progresiva humanización, así­ como -al menos en lí­nea de deber ser- al perfeccionamiento de la propia persona que trabaja y de las relaciones interhumanas.

Sin embargo, la etimologí­a del término trabajo, tanto en las lenguas clásicas como modernas, hace referencia a una actividad penosa y molesta, por la alusión al trabajo manual y dependiente que, de hecho, resulta alienante y fatigoso, tanto por la opacidad resistente de la materia cuanto por lo concerniente a las relaciones interhumanas, por lo general caracterizadas por una subordinación humillante.

La acepción elegida permite evitar por su amplitud una identificación demasiado delimitante y reductora del trabajo con una forma histórica -la ejecutiva y dependiente-, que está lejos de haber desaparecido en nuestra época, a pesar de autodeterminarse posindustrial.

Tras esta sumaria precisión del concepto de trabajo, para una adecuada valoración teológico-moral que aspire a basarse en la realidad, es necesario ilustrar los principales cambios históricos que han caracterizado al trabajo en este último perí­odo de tiempo.

1. DEL TRABAJO PREINDUSTRIAL AL TRABAJO INDUSTRIAL. Se trata de un paso “histórico”, muy significativo por sus efectos en la producción y distribución de bienes y por los reflejos socio-culturales que le acompañan. De la sociedad agro-pastoril -en la que la mayor parte de la población activa está ocupada en el sector primario de la producción-, que a menudo se desarrolla en el ámbito familiar, se pasa gradualmente, por medio de los descubrimientos de nuevas técnicas productivas, a la sociedad industrial. Esta se caracteriza por el desplazamiento masivo de la población a los sectores secundario (industria) y terciario (servicios). La producción de bienes se realiza en lugares (empresas) de grandes proporciones, netamente distintos del núcleo familiar, que tiende a restringirse numéricamente, mientras las ciudades aumentan de volumen (urbanismo). La producción en la gran empresa está basada en dos factores fundamentales en la mentalidad industrial moderna: la división del trabajo y la relación jerárquica entre patronos (empresarios-dirigentes) y mundo obrero. La empresa, además, para su autofinanciación, la actualización de las instalaciones y para poder afrontar la competición del mercado, presupone acumulación de capitales y cálculo “racional” ordenado a la disminución de los costes, al incremento de las unidades producidas y al aumento de las ganancias. La lógica subyacente al proceso de industrialización, a la vez que tiende a garantizar un crecimiento incesante e irreversibilidad, incide sobre los comportamientos culturales del obrero y de la gente, ya que modifica el sentido del tiempo, la estratificación y movilidad sociales, la asignación del poder y favorece la exaltación del homo faber. Pero la sociedad industrial, por su referencia a la racionalidad economicista, que se propone el máximo de ganancia con el mí­nimo de coste, se ha apoyado en un orden capitalista que le permite la reducción del coste de trabajo y limita lo más posible intervenciones sindicales y de polí­tica económica, tendentes a tutelar la fuerza del trabajo e incrementar los salarios sobre la base del coste de la vida y de la mayor o menor incidencia del trabajo en la producción. A la teórica exaltación del homo faber, que se da en el pensamiento “fuerte”, marxista o liberal, sirve de contrapunto la situación de alienación que, de forma diferente pero persistente, caracteriza a los trabajadores dependientes en las diversas fases de la industrialización moderna.

A la fase industrial -apenas es necesario indicarlo- las sociedades modernas no han llegado contemporáneamente, sino en tiempos y con ritmos muy diferentes.

La sociedad industrial se propone el incremento de la producción y de la productividad, de la ganancia y del consumo. Para alcanzar estas finalidades, coordina racionalmente (según los esquemas ya indicados de la “racionalidad economicista”) los múltiples factores de la producción, y en primer lugar el trabajo y el capital. En lo concerniente al trabajo, se garantiza su continuidad a través de la contratación colectiva, y el rendimiento óptimo a través de una serie de incentivos. Con el fin de que el contingente de mano de obra esté siempre disponible y a costes decrecientes, la sociedad industrial favorece la concentración urbana, la inmigración y también actividades asistenciales que ayuden a los particulares
en la difí­cil fase del asentamiento. Respecto al capital, la sociedad industrial, a través de sus exponentes, presiona al poder polí­tico a fin de obtener estabilidad en la dinámica de los precios y garantizarse un coste conveniente del dinero y beneficios crecientes.

A fin de completar esta breve descripción de la sociedad industrial, hoy por lo demás en ví­as de transición, merece referencia aparte la división del trabajo, que constituye, como ya se ha indicado, un factor básico. La expresión necesita de aclaración, ya que puede designar la división social y la división técnica del trabajo. La división social es la diferenciación global en sectores de actividad, oficios y ocupaciones, necesaria para la reproducción y el desarrollo de la sociedad; la división técnica, o mejor vertical, del trabajo es la que tiene lugar dentro de un oficio o de una profesión: trabaja creativo, directivo, de programación, distinto del trabajo ejecutivo y subordinado. Este, a su vez, ha estado sometido a la división parcelaria, es decir, a una ulterior fragmentación de las tareas ejecutivas en ciclos breví­simos y repetitivos (piénsese en las cadenas de montaje). Estos recursos han permitido el incremento de la productividad, la disminución de los costes y el aumento medio del nivel de vida. Pero han provocado otros efectos deshumanizantes, mutilaciones y alienaciones en el trabajo humano, denunciados por muchos filósofos, economistas y sociólogos desde los comienzos de la época industrial. El resultante perverso de la industrialización, dominada por la lógica economicista, ha sido también criticado en el ámbito del pensamiento de matriz cristiana, aunque un análisis atento, bajo el perfil moral, de la división del trabajo, del proceso de acumulación capitalista y de la explotación alienante del trabajo se ha hecho esperar mucho en los manuales éticoteológicos, preocupados demasiado tiempo por los problemas sociales del mundo moderno y de la ciencia económica, cuya neutralidad se daba por descontada y pací­fica, cuando en realidad no era tal.

2. NUEVA FISONOMíA DEL TRABAJO EN EPOCA TECNOLí“GICA. Los nuevos descubrimientos cientí­ficos y sus respectivas aplicaciones tecnológicas, las dimensiones planetarias asumidas por las relaciones económicas y las nuevas situaciones de progreso en los recursos disponibles y de crisis profunda en lo concerniente a la calidad de la vida, han contribuido a un cambio radical en el mundo del trabajo [l Sindicalismo I, 3]. En particular, las innovaciones tecnológicas relacionadas con la electrónica y la informática han dado origen a nuevas disciplinas, que inciden y modifican la disposición del trabajo: la robótica (con aplicaciones varias a la empresa y a la agricultura), la burótica (a los oficios), la ! informática (a los sistemas de información), la telemática (a las telecomunicaciones). Estas innovaciones han desencadenado un cambio profundo y radical en la clase obrera, tanto a nivel cuantitativo como cualitativo y cultural.

a) Cambios cuantitativos en el trabajo y en el no-trabajo: El primer gran cambio cuantitativo atañe a los ocupados en la agricultura. Esto significa que la cuestión agraria, determinante antes y emergente siempre, está hoy en Italia, por ejemplo, en ví­as de solución, no tanto por las reformas realizadas cuanto por la desaparición de los agricultores. Los traba] adores de la industria, que en 1971 constituí­an el 42 por 100 de la población activa, descienden al 35 por 100 en los años ochenta; los ocupados, por último, en los servicios públicos y privados, como consecuencia del proceso de terciarización y burocratización que caracteriza a las economí­as modernas, pasan del 15 por 100 en 1951 al 57,6 por 100 en 1987. Aumenta también simultáneamente la desocupación y crece el fenómeno de los trabajadores ocasionales, de la subocupación y del trabajo negro. La desocupación total (desocupados verdaderos y personas en busca del primer trabajo), que en 1970 la componí­an 1.100.000 unidades, ha alcanzado las 2.500.000 en W85, con un aumento respecto a 1970 del 24,4 por 100. En 1983 los nueve paí­ses de la CEE sumaban más de 10.000.000 de desocupados; al comienzo de 1986 en la Europa de los doce los desocupados ascienden a 16.400.000. Verdadera calamidad mundial, si a estas cifras añadimos las de los trabajadores en precario, subocupados, precarios y las cuotas en los paí­ses en ví­as de desarrollo, donde en 1985 los desocupados se calculaban en torno a 300.000.000 y los subocupados en torno a 1.000.000.000. Se trata, en los paí­ses industrializados, de una desocupación no coyuntural, sino estructural, que, por difusión, persistencia y elevada cifra numérica, crea problemas a los propios economistas, que no aciertan a individuar la naturaleza exacta, a prever sus desarrollos y a apuntar terapias adecuadas. También los sindicatos están perplejos ante el grave problema que, por lo demás, han tardado demasiado en afrontar, mientras que los remedios propuestos no han dado los resultados esperados. La reflexión teológica, que expondremos en el apartado II, no está ciertamente en condiciones ni tiene la tarea de apuntar soluciones técnicas, reemplazando a quien tiene el deber preciso de habérselas con un graví­simo problema como es éste, con su multiplicidad de aspectos sociales, morales y religiosos, especialmente en lo concerniente a la desocupación juvenil. El teólogo tiene, sin embargo, el compromiso de hacer hincapié en que las diagnosis y, en particular, las terapias y las propuestas tengan siempre una clara perspectiva ético-social.

b) Cambios cualitativos y culturales. – Las innovaciones, que afectan a todo el sector productivo y al área de servicios, han determinado el hundimiento de muchas profesiones tradicionales y el surgimiento de muchas otras totalmente inéditas. El rostro del obrero “acabado”, como se decí­a no hace mucho, y el de la propia empresa de grandes dimensiones, son profundamente diversos de aquellos a los que estábamos acostumbrados. Del “trabajo” hemos pasado a la “galaxia de los trabajos”, por lo que hablar hoy de trabajo resulta un atajo forzoso. El trabajo sale del templo de la gran empresa tradicional, que se convierte en pieza arqueológica, para hacerse pequeño y fragmentario, adoptando mil caras y mil aspectos que han hecho entrar en crisis al movimiento obrero, modificar y desvanecer la “cultura” obrera, poner en dificultades al sindicalismo, a las denominadas “teologí­as laicas” y al pensamiento fuerte que ensalzaba el trabajo como principal fuente de realización y gratificación de la persona laborem exercens.

– Nuevos paradigmas laicos distinguen hoy al trabajo: no fin, sino medio; necesidad, no libertad; no valor que basta y ennoblece, sino algo sobre cuyo sentido y capacidad gratificante se preguntan los trabajadores, y en particular el mundo juvenil. Las clases, sobre las que tradicionalmente se ha hablado tanto, sufren profundas modificaciones, a la par que dentro de la clase obrera se está operando un cambio radical. Nace un nuevo tipo de obrero, cada vez menos distante de la clase empresarial: los “monos azules” y los “cuellos blancos” han dado curso aun proceso de homologación tanto en lo concerniente a niveles retributivos como a mentalidad. Disminuye, por consiguiente, el peso numérico de la clase obrera y las relaciones de masa se descentralizan en formas más articuladas de relaciones sociales. Esto comporta también cambios notables en el movimiento de los trabajadores y en los sindicatos, en los que ese movimiento tiene su expresión. La solidaridad, que antes se traducí­a en experiencias, movimientos e iniciativas de masa, se transforma; por una parte, toma cuerpo el peligro de disolverse en el individualismo y en las múltiples formas corporativas, bajo el impulso de intereses particulares y del economicismo; por otra, las sociedades tecnológicamente avanzadas tienen necesidad de una gran /solidaridad y ofrecen nuevos espacios y medios de l participación, exigencia sobre la que volveremos en el apartado III.

– Entre los cambios culturales dignos de mención sobresalen el desinterés por el trabajo y la pérdida de su relevancia como valor axiológico y como dimensión de la persona y, consiguientemente, como algo merecedor de ser buscado por sí­ mismo; hoy, en cambio, el trabajo es ciertamente buscado -por quien no lo tiene o está alejado de él-; pero, como demuestran las encuestas más recientes, lo es como medio de vivir la vida con decoro y por el sueldo que lo gratifica. El trabajo hoy, como una amplia bibliografí­a al respecto señala, rompe la relación esencial con las cosas, que en el régimen artesanal impulsaba al trabajo bien hecho, ya se tratase de construir una catedral o de empajar una silla. Mientras que en el pasado se tení­a una percepción directa del trabajo de las propias manos, por duro y a menudo inhumano que éste fuera, el trabajo moderno ha cortado de raí­z esta relación. Ha acrecentado los espacios cuantitativos, pero ha visto empobrecer progresivamente su perfil cualitativo. El objeto final del trabajo -reducido a ensambladura de elementos construidos en los lugares más dispares y proyectados también en otro lugar- se ha hecho de tal manera lejano que ya no interesa, quedando así­ relegado al área de la indiferencia. Lo que cuenta e interesa es el equivalente monetario y su capacidad de adquisición. Por otra parte, ala sociedad actual, compleja, informatizada y automatizada, no le interesan la creatividad, la innovación, la libertad y espontaneidad del trabajador, sino su función y su papel; en lugar de responder a las verdaderas exigencias de la gente, el trabajador debe únicamente hacer, responder a lo que los programadores han pensado y creado para innovar, hacer frente a la concurrencia y estimular el consumo, generando siempre nuevas necesidades.

– Otro cambio es el representado por el incremento del ! tiempo libre. Se trata de un área que se ha ampliado y que ha sido vista con simpatí­a por una doble razón: parecí­a ofrecer posibilidades de recuperación frente a las horas repetitivas y burocráticas y poder ayudar al trabajador á pasar de la indiferencia que distingue al trabajó moderno al “reino de la diferencia”. La restricción, además, de las horas de trabajo se presentaba como una solución al gran problema de la desocupación bajo la bandera de la frase “trabajar menos para trabajar todos”. Pero estas dos expectativas no parecen haberse cumplido; resulta, en efecto, muy difí­cil para el trabajador, bien sea vivir el tiempo libre del trabajo como tiempo de autonomí­a creadora, cuando ha sido modelado por la cultura de la heteronomí­a, bien sea pasar al ejercicio activo de la libertad y de la fantasí­a, cuando la mayor parte de su vida transcurre en la apatí­a indiferente de un trabajo todo él predeterminado y programado.

– Por último, las grandes innovaciones tecnológicas determinan llamativas diferencias entre grandes empresas (donde la clase obrera es relativamente más homogénea y está más sindicada, pero muy cercana a técnicos y empleados) y pequeñas unidades productivas; entre trabajadores especializ os y genéricos, sean éstos empleadUs u obreros.

Todas estas transformaciones cuantitativas, cualitativas y culturales ayudan a entender el porqué de la crisis de las grandes ideologí­as modernas que ensalzan al homo faber. Trabajar, en sentido moderno, significaba no repetir las formas naturales, sino crear e innovar la naturaleza según formas propuestas y decididas sin lí­mite por los humanos. De esta idea de trabajo, que se remonta a Hegel, deriva un énfasis del trabajo que encuentra su principal expresión en el pensamiento de C. Marx, para quien el trabajo es el lugar en el cual y por el cual se lleva a cabo la autorrealización del hombre en la historia. Actualmente, aun habiendo quedado superada en los paí­ses posindustriales la forma de alienación del y por el trabajo analizada por Marx, el ensalzamiento marxiano del homo faber ha entrado decididamente en crisis. ¿Pero no hay que pensar tal vez lo mismo de las ideas “fuertes” sobre el trabajo y la actividad humana formuladas por el pensamiento de inspiración cristiana a partir del Vat. II?
II. Nuevas perspectivas de teologí­a del trabajo después del Vat. II
Los limites del artí­culo no permiten un análisis atento y detallado de la concepción cristiana del trabajo a lo largo de la tradición. Existen al respecto buenos estudios y también sí­ntesis notables. Aunque las generalizaciones corren el riesgo de ser reductoras, no son pocos los expertos para quienes en la tradición cristiana, desde la patrí­stica hasta hoy, el trabajo, y en particular el trabajo manual, ha sido visto dentro de las coordenadas atemporales y fixistas de una ética individualista (deber de trabajar, extendido también a categorí­as eclesiásticas, que se podí­a pensar que estaban exentas de la fatiga manual) y espiritualista (trabajo como expiación y purificación ascética). Visión, pues, instrumental del trabajo pensado como medio destinado al sustento de la persona, a su perfeccionamiento y a permitirle dar l limosna (Cf SANTo TOMíS, S. Th., II-II, q. 187, a. 3). Mientras esta doble perspectiva, individualista y espiritualista, de concepción del trabajo quedaba superada en el pensamiento moderno laico, y a menudo expresamente no cristiano, continuaba estando presente bien en las grandes encí­clicas preconciliares sobre el trabajo, bien en la ética social cristiana, a la que los teólogos transferí­an su gravoso tratamiento. Se ha puesto de relieve con frecuencia la ausencia del término “trabajo” en el DThC (1903-1972), así­ como en los manuales teológicos.

Las primeras aperturas se encuentran en los años cincuenta en el área lingüí­stica francesa, a las que sirve de fondo teórico la théologie nouvelle. Esta representa el intento de superar la ruptura entre fe y vida mediante la animación de las realidades terrenas y, consiguientemente, del trabajo. La obra más significativa de esta tendencia es la de M. D. Chenu, que lleva por tí­tulo Teologí­a del trabajo (1955), y la que ha tenido un mayor influjo en el desarrollo del pensamiento posterior y en la misma elaboración de la constitución conciliar Gaudium el spes (nn. 25-36). Chenu recoge y sintetiza las aportaciones ofrecidas a la reflexión cristiana sobre lo social por P. Teilhard de Chardin, E. Moumer y J. Maritain. A pesar de sus méritos, la Teologí­a del trabajo de Chenu no sólo es demasiado optimista -como el propio autor ha reconocido-,sino que elude también la problemática antropológica fundamental, por lo que “Chenu parece demasiado propenso a aceptar acrí­ticamente las imágenes del trabajo -o, más en general, de la obra civil- presentadas por la nueva cultura” (G. ANGELINI, 1983, 148).

Contra la mitificación del homo faber, cuya culminación serí­a el homo sapiens, reacciona una literatura, también de inspiración cristiana, que se enmarca en la crí­tica de la edad tecnológica formulada por la filosofí­a del siglo xtx. Principales exponentes de esta confrontación son J. Pieper, R. Guardini y K. Rahner, que han tenido después muchos seguidores, incluso dentro de la propia reflexión teológica sobre la ética social y sobre el trabajo.

1. EN LAS DíRECTRICES MAGISTERIALES. Pata comprender la novedad del magisterio -pontificio y episcopal- en el tema del trabajo después del concilio [!Doctrina social de la Iglesia], parece oportuno hacer unas breves referencias a los principales cambios de ese magisterio antes del Vat. II.

La Rerum novarum, de León XIII (1891), identifica la cuestión social con la cuestión obrera, cuyos problemas eran los siguientes: conflicto entre capital y trabajo, determinación del salario justo, intervención del Estado en materia económica, legitimidad de asociaciones incluso de obreros solos. Cuando en 1931 Pí­o XI firma la Quadragesimo anno, la cuestión obrera se ha convertido ya en cuestión social y los problemas del proletariado industrial han sido ya transferidos al marco del sistema socio-económico que se debe implantar para superar la gran depresión de 1929. En los años sesenta y setenta, cuando Juan XXIII y Pablo VI, respectivamente, promulgan la Mater el magistra (1963) y la Octogesima adveniens (1971), la cuestión social y los problemas del mundo obrero se inscriben ya dentro de coordenadas planetarias. Los pobres no son ahora únicamente los proletarios y los marginados de la clase obrera, sino que sobre todo se identifican con la población depauperada del tercer mundo y con los “nuevos pobres” de las áreas del bienestar.

La nueva cuestión social no concierne ya únicamente a la concepción del trabajo y de la economí­a, cultivada por los máximos sistemas (socialismo y liberalismo económico), sino que afecta al problema de los modelos de desarrollo adoptados por Occidente y del desequilibrio norte-sur, es decir, de las relaciones entre los paí­ses del área económicamente desarrollada y los paí­ses del subdesarrollo y del hambre. Del Vat. II a nuestros dí­as, la cuestión social deja patente todaví­a más su dimensión mundial y es urgida por nuevos problemas relativos al sentido del trabajo y a la calidad de la vida, problemas afrontados. por la Laborem exercens (1981), de Juan Pablo II.

La Gaudium et spes (1965), mientras tanto, afrontaba por primera vez en un concilio ecuménico el tema del trabajo, intentando una valoración del mismo no sólo extrí­nseca, a través de la intención subjetiva caritativa, sino también intrí­nseca, sobre la base de lo que el trabajo representa para el progreso humano, la humanización del mundo y el advenimiento mismo del reino. Alguien ha puesto de relieve que un esfuerzo así­ corre el riesgo de ensalzar excesivamente al homo faber, en detrimento de otras dimensiones de la persona: lúdicas, sapienciales, contemplativas.

Además, cargar con una fuerte tensión mesiánica y demiúrgica a la actividad humana -se ha dicho- significa sintonizar ciertamente con las personas que desempeñan papeles primarios y dirigentes en el trabajo, pero comporta también distanciarse de forma acentuada de la gran mayorí­a de todos aquellos que en el trabajo y en el subtrabajo realizan tareas mucho más humildes alienantes, sin pretensión alguna de incidir en la dinámica evolutiva de la sociedad y de la historia, “como lavar suelos y platos que mañana volverán a ser ensuciados” (V. Fusco).

El documento, todo él penetrado por la diálectica, nunca plenamente resuelta, entre perspectiva encarnacionista y escatológica, se pregunta por lo que quedará de nuestra actividad mundana y por lo que encontraremos de ella en el reino. La respuesta a este interrogante se presenta más bien compleja y atormentada: “… La esperanza de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar la preocupación por perfeccionar esta tierra, donde se desarrolla el cuerpo de la nueva familia humana que puede de alguna manera ofrecer un esbozo del siglo nuevo (aliqualem novi saeculi adumbrationem). Por tanto, aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del reino de Cristo, sin embargo, el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al reino de Dios (regni Dei magnopere interest). Pues los bienes de la dignidad humana, de la unión fraterna y de la libertad (bona enim humanae dignitatis, communionis fraternae el libertatis), a saber, todos los bienes que son fruto de la naturaleza y de nuestro trabajo (hos omnes scilicet bonos naturae ac industriae nostrae fructus), … volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados… (GS 39).

Mientras algunas relecturas de la Gaudium et spes insisten en determinadas ambigüedades y dialécticas no resueltas, otras subrayan su valor y, en particular, el análisis, “que sigue pareciéndonos insuperado, del sentido profundo de la actividad humana. El ser humano, ejercitando sus capacidades: 1) modifica el cosmos, adaptándolo a sus necesidades; 2) se modifica al mismo tiempo a sí­ mismo, enriqueciéndose en humanidad; 3) modifica el cosmos y a sí­ mismo, con la finalidad suma de servir a los hermanos en la caridad” (E. CHIAvACCI, Teologí­a moral y vida económica, 233). Por lo que respecta a las acusaciones de optimismo excesivo, de marca teilhardiana y de concesión al espí­ritu del mundo, se está en general de acuerdo en que son acusaciones en gran medida inconsistentes, porque la óptica de la constitución conciliar sigue el planteamiento bí­blico y la teologí­a de la cruz y no ignora la existencia del pecado y la ambigüedad del progreso y de la actividad humana.

Alimentada en estos datos conciliares, más atenta a las “experiencias negativas de contraste” a nivel mundial y a la crisis de sentido del trabajo de nuestros dí­as, la encí­clica Laborem exercens, de Juan Pablo II, representa el documento más significativo aparecido sobre el tema del trabajo después del Vat. II. Impregnada por la idea de fondo de que “el trabajo es para el hombre y no el hombre para el trabajo”, la encí­clica arranca de la siguiente afirmación inicial: si la solución gradual de la cuestión social, que se demuestra cada vez más compleja, debe buscarse en la dirección de hacer la vida más humana [/Sindicalismo II, 2], entonces “la clave, que es el trabajo humano, adquiere una importancia fundamental y decisiva” (n. 3). En el documento, el sentido del trabajo humano o, como al papa le gusta expresarse, el “evangelio del trabajo” debe buscarse en el hecho de que quien lo realiza es una persona, imagen viva de Dios: “el hombre como `imagen de Dios’ es una persona, es decir, un ser subjetivo, capaz de actuar de manera programada y racional, capaz de decidir por sí­ y tendente a realizarse a sí­ mismo. Como persona, el hombre es, por consiguiente, sujeto del trabajo” (n. 6).

De esta idea se derivan importantes consecuencias, que se pueden sintetizar de la siguiente manera: -primací­a del hombre sobre el trabajo; -primací­a del trabajo subjetivo, es decir, del trabajo como expresión de la persona, sobre el trabajo objetivo, es decir, sobre la obra resultante del trabajo y sobre el conjunto de los medios de los que el hombre se sirve para llevarla a cabo (n. 12); -primací­a del trabajo sobre el capital: el trabajo subjetivo no puede estar subordinado, por su dignidad personal, a los medios, a las máquinas y a los financiamientos, que, aunque necesarios, deben ordenarse siempre al hombre (n. 12); -primací­a del trabajo sobre la ciencia y la técnica (n. 13); -primací­a de la utilidad común sobre la l propiedad privada, primací­a que, para que pueda tener lugar, comporta profundas reformas y socialización de los grandes medios de producción (cf n. 14).

Ahora bien, en el terreno de los hechos estas primací­as consiguientes al perfil personalista del trabajo humano deben ser restituidas y garantizadas a los trabajadores, por cuanto que la lógica capitalista y el virus económico, que están dentro de todos los sistemas, han subordinado el trabajo subjetivo al trabajo objetivo, al capital, a la técnica, a la investigación cientí­fica y a la propiedad.

En la Laborem exercens, a la luz de Gén 1:26-28, se delinean algunas dimensiones del trabajo que hay que volver a proponer a los hombres, los cuales, abrumados por un trabajo repetitivo y sin genialidad inventiva, parecen haber olvidado: -la dimensión divina, porque, a semejanza del actuar de Dios en la creación, y en particular en la creación del hombre, el trabajador, con su esfuerzo, imprime en las cosas la imagen de Dios que él lleva en sí­ y, de esta manera, se autorrealiza en plenitud; -la dimensión social, en cuanto que compromete a la pareja y con ella a toda la humanidad; -la dimensión antropológico-moral, porque responde al mandato de Dios de agregarse a su proyecto de salvación para la humanización del mundo; -la dimensión cósmica, por consiguiente, que no podrá llevarse a cabo sin esfuerzo y sacrificio. -Los aspectos negativos del trabajo humano, muy presentes ya en la Biblia, pueden ser entendidos y superados teniendo como referencia el misterio pascual de Cristo y su experiencia humana de trabajo: dimensión pascual y crí­stica del trabajo.

En los numerosos comentarios que se han hecho a la encí­clica, entre los aspectos que, para ser anunciados a los trabajadores de hoy, postulan atentas mediaciones, se ha subrayado el aspecto de la solidaridad. El trabajo es acto de solidaridad porque une a las personas en una comunidad que, en la época del primer capitalismo, reaccionó con firmeza -y con justicia también desde el punto de vista de la ética social- contra la degradación de la persona como sujeto del trabajo (n. 8). Hoy es necesario que se cree una nueva solidaridad [/Sindicalismo III, 1], basada en el verdadero significado del trabajo humano; porque “sólo si se parte de una concepción justa del trabajo será posible definir los objetivos que la solidaridad debe perseguir y las diversas formas que deberá asumir” (discurso de Juan Pablo II a la Conferencia internacional del trabajo, 11 de junio de 1982). Esta solidaridad, como sigue explicitando el papa en el mismo discurso, profundizando en puntos de la encí­clica, encuentra su realización: -en el ámbito de cuantos comparten el mismo tipo de actividad o de profesión (solidaridad del trabajo), la solidaridad debe, sin embargo, estar abierta a los grandes horizontes del bien común universal y planetario y convertirse así­ en -solidaridad con el trabajo, es decir, con toda persona que trabaja, en cualquier situación. Una solidaridad de estas caracterí­sticas impide al movimiento obrero y a los sindicatos encerrarse en actitudes corporativas y clasistas y les estimula a hacerse cargo de los desocupados y de los trabajadores marginales y más débiles; de estas dos solidaridades emerge una tercera forma, -la solidaridad en el trabajo, sin fronteras y constructiva, que podrá confrontarse con el dador de trabajo indirecto evocado con frecuencia en la encí­clica (cf n. 17), es decir, con aquellas personas, instituciones, contratos colectivos de trabajo, mecanismos internacionales que hoy condicionan el sistema socio-económico y convierten en secundario al dador de trabajo directo.

A los comentaristas, por último, no se les ha pasado desapercibida la insistencia con que la Laborem exercens evoca el carácter espiritual del trabajo -independientemente de que se trate de un trabajo manual o intelectual- y traza las lí­neas de una espiritualidad del trabajo remitiéndose al Génesis y a la enseñanza y práctica de Jesús. El papa considera que esta espiritualidad del trabajo, lejos de ser evasiva, lleva a su culminación al “evangelio del trabajo” proclamado en la encí­clica, y ayuda a todos los hombres a acercarse a Dios, a hacerlos partí­cipes de sus planes salvadores y a ser colaboradores del hombre del trabajo por excelencia (cf n. 26) en la obra de liberación y redención de la humanidad (n. 27).

En la última gran encí­clica de Juan Pablo II, Sollicitudo re¡ socialis (1987), el tema del trabajo no se afronta por sí­ mismo; pero el documento presenta interesantes desarrollos relativos al ordenamiento económicosocial dentro del cual se plantea la nueva problemática del trabajo. Este ordenamiento, por la oposición polí­tico-ideológico-militar que le caracteriza, es enjuiciado por el papa como causa “no última” del trágico y creciente subdesarrollo del tercero y cuarto mundo. Los modos de gestión de las relaciones económicas y de la explotación de los recursos, tal como se dan en el norte hiperdesarrollado del planeta, le resultan al pontí­fice gravemente inmorales, hasta el punto de enjuiciarlos como “estructuras de pecado”. En la nueva lógica de la solidaridad planetaria, estas estructuras deben sufrir cambios y reformas radicales, a fin de poder ofrecer espacio a una economí­a humana al servicio de toda la persona y de todas las personas.

Esta reflexión articulada sobre el trabajo y sobre las situaciones inéditas en las que hoy se presenta ha tenido su continuación en la práctica eclesial tanto de los fieles como de la enseñanza magisterial de los episcopados. En la imposibilidad de exponer todas estas intervenciones, nos vamos a limitar a aludir al denso documento que la Conferencia episcopal de los Estados Unidos ha dedicado a la economí­a y al trabajo, y que lleva por tí­tulo Justicia económica para todos: la enseñanza social católica y la economí­a de los Estados Unidos (1986).

Como ya hicieran con el documento El desafí­o de la paz: promesa de Dios y respuesta nuestra (1983), también en éste han seguido los obispos americanos la misma metodologí­a: amplias consultas de base, comprometiendo en los problemas a toda la comunidad y no sólo a algunos vértices o expertos; neta distinción entre principios, de los que no es posible disentir, y aplicaciones, siempre discutibles y susceptibles de correcciones y profundizaciones, a la vida económica y polí­tica del paí­s.

De entrada (n. 15), entre los problemas más graves y apremiantes se señala la desocupación, que en los Estados Unidos afecta a 8.000.000 de personas y constituye “una tragedia, no importa a quién golpee”. El tema del trabajo se retoma y desarrolla más adelante (nn. 96ss). Sobre la base de la Laborem exercens, que ve en el trabajo la “clave esencial de toda la cuestión social”, los obispos americanos ilustran finalidad, derechos del trabajo y, en particular, el derecho a la organización sindical (n. 104), oponiéndose con fuerza “a las violaciones del derecho de asociación, dondequiera que tengan lugar, porque constituyen un ataque intolerable a la solidaridad social” (n. 105). Sobre el tema de la desocupación, de su extensión y de sus desastrosos efectos insisten en una serie de párrafos que se preocupan también de ofrecer indicaciones para la acción (nn. 136167). Partiendo de algunos principios: “el pleno empleo es el fundamento de una economí­a justa”; “el puesto de trabajo es un derecho fundamental, un derecho que defiende la libertad de todos a participar en la vida económica de la sociedad” (nn. 136 y 137), el documento hace algunas “recomendaciones” para dar solución al graví­simo problema: coordinación de la polí­tica fiscal y monetaria de la nación; intensificación de los programas destinados al adiestramiento en el trabajo y al aprendizaje; creciente apoyo a los programas que generen directamente puestos de trabajo y vayan dirigidos a los que llevan mucho tiempo desocupados y están especialmente necesitados.

Aunque referido a la economí­a estadounidense, el texto, como puede verse, ofrece sugerencias útiles también para otros paí­ses.

2. EN LA TEOLOGíA BíBLICA Y DOGMíTICA. “No parece que la teologí­a haya ido mucho más allá de los aforismos programáticos de Chenu”, escribí­a G. Angelini en 1977 (716), e incluso hoy no parece haber cambiado de opinión. A su entender, la actitud poco crí­tica frente ala moderna apologí­a del trabajo continúa siendo hegemónica tanto en los documentos magisteriales posteriores al Vat. 11 como en el campo teológico; se aplican principios muy generales ya comunes en la cultura concreta a algunos textos bí­blicos (Gén 1:28) -mientras se descuidan otros o se entienden en un sentido muy limitado (como Gén 3:17-19)- y a algunos lugares comunes teológicos (colaboración en la obra del Creador, participación en la obra redentora, preparación de una “nueva tierra’, “insuficientemente esclarecidos e insuficientemente coordinados” (G. ANGELINI, Gén_1983:162).

La severidad de este juicio puede, en parte, atenuarse si se toman en más atenta consideración las reflexiones bí­blicas y teológico-morales propuestas en los últimos años. Siguiendo las huellas de profundizaciones exegéticas en ambientes alemán e italiano, parece estar perfilándose una teologí­a bí­blica del trabajo en el AT y en el NT, más allá de las tentaciones fundamentalistas o, viceversa, excesivamente reductoras. Sirvan de ejemplo los estudios de A. Bonora y R. Fabris sobre el trabajo en el AT y NT respectivamente, aparecidos en el mismo volumen de AA.VV. El trabajo 1 ( Gén_1983:61-99).

En estos y otros estudios por el estilo no se privilegian sólo algunas expresiones bí­blicas directamente referidas al trabajo, sino que se atiende a todo el conjunto bí­blico donde se detecta una dialéctica de datos positivos y negativos: satisfacción-cansancio, bendición-maldición, liberación-alienación. “El trabajo es ámbito de alegrí­a, empresa sublimada por la perspectiva del éxito, situación humanizante, de donde pueden, por consiguiente, derivarse una experiencia primigenia de estar vivos y un signo distintivo del ser hombre: el canto y la fiesta” (L. DI PINTO, 88). Pero el trabajo es también necesidad, esfuerzo, actividad extenuante, lucha contra un suelo sobre el que pesa la maldición. En particular, la teologí­a bí­blica subraya que la Biblia no identifica trabajo y existencia humana, no hace distinción entre trabajo intelectual y manual y que el trabajo confiado por Dios al hombre, como imagen suya, no debe ser explotación anárquica y destructora, sino fruto y signo de la bendición de Dios, que es el principio del orden, de la estabilidad y de la armoní­a del mundo. Como objeto de la bendición de Dios, el trabajo del hombre, imagen de Dios, convierte la tierra en habitable, en casa del hombre y en ambiente idóneo también para el mundo animal. El dominio sobre la tierra y la relación con los animales, como se desprende de un análisis de los verbos empleados en el texto del Génesis, en vez de expresarse en formas de dominación despótica y salvaje, deben traducirse en proceso racional recí­proco -aunque asimétrico-, que encuentra su imagen adecuada no tanto en el cazador cuanto en el pastor. Sin embargo, por estar comprendido en la maldición de la tierra, el trabajo asume también el aspecto de experiencia desgarradora, que hace al hombre un extraño a sí­ mismo, de profunda alteración de la armoní­a cósmica, de esclavitud e idolatrí­a. En lo que concierne al NT, los autores subrayan la nueva densidad de sentido que asume el trabajo en la experiencia de Jesús, en su modo de entender el sábado (vivido como obra de liberación del mal en todas sus expresiones) y en las nuevas posibilidades de libertad, gratuidad y de compartir que también el trabajo manual, con sus connotaciones de debilidad y precariedad, puede abrir si se lo introduce en la proclamación de la muerte y resurrección de Cristo (cf R. FABRIS, 95).

Serí­a tarea de la teologí­a, bien arraigada en esta base bí­blica, examinar el trabajo en su relación conflictiva con la naturaleza hostil y opaca y en su relación con el hombre, que a menudo explota el trabajo. Por una parte, pues, el trabajo se inscribe en la teologí­a de la naturaleza, a decir verdad, bastante trabajada hoy, incluso como consecuencia del desastre ecológico [l Ecologí­a], y, por otra, en la teologí­a moral, en cuanto que incita a una toma de postura teológica clara frente a la injusticia que se da en las relaciones interhumanas y en las instituciones.

Teologí­a bí­blica, dogmática y moral precisamente en la cultura actual, de la que se alza una fuerte demanda de sentido frente a la actividad humana y el trabajo parcelado y ejecutivo, están llamadas a comprometerse juntas para poner a los cristianos en condiciones de responder adecuadamente a estas provocaciones y desafí­os, sobrepasando la desenfocada “teologí­a de las realidades terrestres” y una,espiritualidad del trabajador que dice muy poco a los hombres del trabajo en las nuevas situaciones y fisonomí­as en las que éste se desarrolla hoy (cf G. MATTAI, Trabajador).

3. EN LA TEOLOGíA MORAL. Una atenta reflexión bí­blico-teológica sobre la palabra de Dios y sobre la experiencia actual que tienen del trabajo los hombres de nuestro tiempo, y en particular los cristianos, inspira principios éticos con los que afrontar los problemas que el momento actual presenta: “La iluminación que viene de la fe ayudará a buscar las soluciones correctas y eficaces, estimulando también la búsqueda de otras competencias” (P. DONI, El camino para una nueva teologí­a del trabajo, en D. PIZZUTI [a cargo], Para una teologí­a del trabajo…, 182).

Los manuales teológico-morales más recientes no han descuidado el tema del trabajo y se han preocupado de ofrecer las indicaciones éticas más generales concernientes no sólo al deber de trabajar, sino también al derecho al trabajo y a la exigencia de que toda persona pueda encontrar una ocupación qué responda a sus inclinaciones y capacidades. Sin embargo, no siempre se transparenta la conciencia clara de que, también en las áreas industrializadas, y no sólo en los paí­ses en ví­as de desarrollo, el trabajo está lejos de ser actividad verdaderamente humana. No está, en efecto, elegido con libertad,sino aceptado por necesidad (cuando se consigue encontrar); no está libremente desarrollado, sino sometido a programadores y, consiguientemente, carente de creatividad; dependiente de dadores de trabajo “indirectos”, a quienes guí­a la filosofí­a de la ganancia y del dominio. El problema, por tanto, más relevante de la teologí­a moral en el tema del trabajo es el de individuar normas que, a la vez que condenen, por injustas, determinadas condiciones opresoras, así­ como algunos tipos de trabajo (considerados en el horizonte del bien común planetario), consigan también señalar los caminos por los que el trabajo actual pueda llegar a ser actividad propiamente humana, gratificante para la persona que lo realiza y promotor del medio ambiente y de la fraternidad universal.

III. Hacia una nueva ética del trabajo y una nueva deontologí­a profesional
1) Una reflexión ética sobre el trabajo no puede prescindir hoy del análisis de las situaciones que impiden que el trabajo sea una verdadera actividad humana. Se trata, por consiguiente, de descifrar el significado concreto que tiene hoy el trabajo y de individuar los mecanismos de la explotación y de la alienación.

La ética tradicional partí­a del “deber del trabajo”. En la actualidad una ética del trabajo, inscrita en la ética social y polí­tica, consciente de la exigencia primaria de la paz y de la fraternidad universal, ha de subrayar como instancia ética fundamental el graví­simo compromiso colectivo de crear condiciones generales que hagan posible el ejercicio del derechodeber del trabajo. El teólogo moralista debe tomar los datos nacionales y mundiales de la desocupación y del subtrabajo y examinarlos en sus consecuencias perversas, sobre todo en lo concerniente a los jóvenes en busca de un primer trabajo.

En segundo lugar, la ética del trabajo evidencia el compromiso (que incumbe a las autoridades públicas, a los dadores de trabajo, a los propios trabajadores y alas comunidades eclesiales) de concurrir a la humanización del sistema actual de trabajo y de las empresas, a fin de que las “primací­as” del trabajo subjetivo, enumeradas en la Laborem exercens, de Juan Pablo 11 [ver párrafo II, 1, de este artí­culo], encuentren realización concreta en los ambientes de trabajo modificados por las grandes innovaciones tecnológicas.

Por último, una nueva ética del trabajo no puede ciertamente desentenderse de afrontar el tema, hoy controvertido, de las posibilidades o no de compaginar la productividad con el ejercicio del principio de ! solidaridad (que, unido al principio de subsidiariedad, constituye un elemento básico de la ética social cristiana). La conciliación resultará imposible si no se afronta y supera (en primer lugar en el plano teórico de la ética) la mentalidad economicista que hace de la máxima ganancia el resorte primario y exclusivo del comportamiento económico. Una economí­a que quiera ser verdaderamente humana ha de responder a las exigencias, a las necesidades verdaderas de las personas, y no puede encerrarse en el ámbito de modelos de desarrollo y de tipos de productividad exclusivamente economicistas; debe abrirse a una productividad social que, porque quiere satisfacer las exigencias de la persona (de las que trabajan y de las que no trabajan), accede a la reducción del horario de trabajo, incrementa la ocupación, prolonga la edad de la jubilación, socializa con formas participativas y cooperativistas tiempos de trabajo y tiempos libres.

Sólo en estas condiciones puede y debe una nueva ética del trabajo detenerse en los derechos-deberes del dador de trabajo y de los trabajadores, y tratar de ofrecer orientaciones en materia de ética profesional. Entre los derechos emergentes hoy y a los que corresponden deberes éticos igualmente graves adquieren especial relevancia los siguientes: 0 la conservación y defensa del puesto de trabajo, con demasiada frecuencia puesto en peligro por el cálculo meramente economicista, que introduce nuevas tecnologí­as sin preocupación alguna por los que, tarde o temprano, quedarán excluidos del trabajo; El el derecho de los jóvenes a una preparación y formación para el trabajo; a ser ayudados a introducirse en actividades productivas estables, dignas y que respondan a sus capacidades e inclinaciones; El el derecho para todos -hombres, mujeres y, en particular, sujetos más débiles, marginales y expuestos a la explotación: minusválidos, extranjeros, inmigrantes…; O a un tipo de trabajo plenamente reconocido, jurí­dicamente tutelado, sindicalmente defendido y seguro, es decir, garantizado en lo concerniente a la prevención de riesgos fí­sicos y psí­quicos que el trabajador puede correr en determinados tipos de trabajo. Muy relevante en el plano ético es el compromiso de garantizar a todos una calidad de trabajo (vinculada con la calidad de vida y de convivencia) que armonice productividad, utilidad social y autogratificación personal, fines operis y fines operantes, interés empresarial y profesionalidad.

Para que esta enumeración de compromisos éticos no se quede en algo genérico ni se reduzca a una consideración parenética, el teólogo moralista debe conjugarla después, a fin de captar bien a qué sujetos van dirigidos esos compromisos y de dar con normas éticas más precisas que muestren en concreto las actitudes y las opciones que por ser moralmente injustas hay que evitar, y de verificar, junto con los expertos, los caminos que las situaciones permiten recorrer para realizar los ideales propuestos. Además, y sobre todo en este campo del trabajo, donde se dan cita los problemas más graves y fundamentales de la ética social, es necesario que el teólogo moralista no consienta que la “utopí­a” se disocie del cálculo de lo posible, ni que en nombre del realismo -es decir, de la “racionalidad economicista”- se sacrifiquen las exigencias de la /justicia distributiva y social y, consiguientemente, de una racionalidad económica auténtica, medida a partir de la necesidad de los más y no a partir del beneficio de pocos.

2) Por lo que respecta hoy a la deontologí­a profesional, los teólogos moralistas, dado que están en curso cambios profundos e imprevisibles en el campo de los oficios y de las profesiones, parecen más bien reacios a elaborar éticas profesionales que en otros tiempos resultaban tal vez menos arduas. Se advierte, con todo, una cierta tendencia que está adquiriendo cuerpo en algunos sectores de la ética profesional: superación de la espiritualidad de la intención y actitudes crí­ticas frente a profesiones que, a la luz de una consideración más adecuada de la paz, de la justicia y del respeto medioambiental, resulten en concreto ser éticamente negativas.

A diferencia de lo sucedido en los primeros siglos de la era cristiana, en los que, debido a los cambios de las circunstancias sociales, surgieron graves problemas de deontologí­a profesional que motivaron una actitud crí­tica entre el propio trabajo y la fidelidad al evangelio (p.ej., profesión militar y tribunales), posteriormente todas las profesiones -consideradas honestas por la opinión pública- fueron aceptadas por el mundo cristiano y moralmente justificadas sobre la base ascética de la recta intención. En esta perspectiva, el elemento decisivo que justifica moralmente la profesión ejercida no es tanto la obra realizada -el fines operis- cuanto el fin subjetivo, la intención de servir a Dios, darle gloria y servir al prójimo. En épocas más cercanas a nosotros, la ética profesional se va configurando como ética de compromiso, de seriedad y de competencia. Se ha invocado por los teólogos moralistas la exigencia de llevar hasta sus últimas consecuencias la vocación profesional propia, desarrollando todas sus implicaciones positivas en el marco de un riguroso respeto a las normas de deontologí­a profesional que en muchos sectores, incluidos los laicos, han ido precisándose con mucha escrupulosidad.

En la actualidad, los teólogos moralistas precisan que, para vivir de forma éticamente correcta la propia profesión, no bastan ni la buena intención subjetiva, ni la sola observancia de la “deontologí­a profesional” (que no se identifica sic et simpliciter con la ética) y ni siquiera la honestidad y competencia personales. Se trata, en efecto, de ver si y cómo una determinada profesión -p.ej., el servicio militar, en tiempo de paz o en tiempo de guerra; el proyecto, construcción y comercio de armas, nucleares y/o convencionales; el trabajo (en los diversos niveles de responsabilidad) en las centrales nucleares; el ejercicio de la profesión sanitaria en sectores incluso permitidos por las leyes y por la misma deontologí­a médica (aborto, experimentos con las personas, etc.)representa realmente un servicio a la comunidad, una contribución a la promoción de las personas y de las comunidades, o más bien está en oposición con los valores de la persona, las exigencias de la justicia, de la paz, de la solidaridad internacional, de los equilibrios ecológicos a tutelar, y así­ sucesivamente. Para los trabajadores dependientes, estos tipos de trabajo representan la mayor parte de las veces una necesidad, y puede resultarles, en concreto, muy arduo presentar /objeciones de conciencia y buscar otra ocupación. La cuestión, en cambio, se presenta diversa para quien ocupa posiciones de mayor responsabilidad y cualificación profesional.

[/Economí­a; /Huelga; /Doctrina social de la Iglesia; /Propiedad; /Sindicalismo; /Tiempo libre].

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G. Mattai

Compagnoni, F. – Piana, G.- Privitera S., Nuevo diccionario de teologí­a moral, Paulinas, Madrid,1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Moral

Acción de realizar una actividad fí­sica o intelectual continuada para hacer o conseguir algo; en las Escrituras se honra el trabajo. (Ec 5:18.) Es un don de Dios el que el hombre coma, beba y †œvea el bien por todo su duro trabajo†, y es la voluntad divina que el hombre se †œregocije en sus obras†. (Ec 3:13, 22.) El trabajo no empezó después del pecado, pues cuando el hombre y la mujer aún eran perfectos y sin pecado, Jehová les asignó trabajo: les mandó que sojuzgaran la Tierra. (Gé 1:28.) Sin embargo, el trabajo serí­a infructuoso como consecuencia del pecado. (Gé 3:19; compárese con Ro 8:20, 21.)
Bajo la ley mosaica se decretó que habrí­a perí­odos en los que descansar del trabajo. Los israelitas no tení­an que trabajar el sábado semanal. (Ex 20:8-11.) Tampoco tení­an que hacer †œninguna clase de trabajo laborioso† durante las celebraciones de convocaciones santas. (Le 23:6-8, 21, 24, 25, 34-36.)

Jehová y su Hijo trabajan. Jehová es un trabajador; entre sus obras se cuentan: los cielos, la Tierra, los animales y el hombre. (Gé 1:1; 2:1-3; Job 14:15; Sl 8:3-8; 19:1; 104:24; 139:14.) Es propio reconocer la grandeza de las obras de Jehová elogiándole y expresándole agradecimiento por ellas. (Sl 92:5; 107:15; 145:4-10; 150:2.) Las obras de Dios son fieles e incomparables, están hechas con sabidurí­a, y son †œverdad y juicio†. (Sl 33:4; 86:8; 104:24; 111:7.)
Jehová hizo una †œgran obra† al liberar a los israelitas del cautiverio egipcio y ayudarlos a tomar posesión de Canaán. (Jue 2:7.) Sus obras a veces están relacionadas con la ejecución de juicio divino. (Jer 50:25.) Por lo tanto, se predijo por medio de Isaí­as: †œPorque Jehová se levantará […] para obrar su obra —su obra es extraordinaria—†. (Isa 28:21.) Esa †˜obra extraordinaria†™ ocurrió en los años 607 a. E.C. y 70 E.C., cuando Jehová ocasionó la destrucción de Jerusalén y su templo. (Hab 1:5-9; Hch 13:38-41; véase PODER, OBRAS PODEROSAS.)
Se presenta a la sabidurí­a personificada al lado de Jehová en la obra creativa como su †œobrero maestro†. (Pr 8:12, 22-31; compárese con Jn 1:1-3.) Cuando el sabio Hijo de Dios, Jesús, estuvo en la Tierra como humano, demostró que era un trabajador y que, aunque las obras creativas materiales relacionadas con la Tierra habí­an concluido, Jehová continuaba trabajando, pues dijo: †œMi Padre ha seguido trabajando hasta ahora, y yo sigo trabajando†. (Jn 5:17.) Para Jesús, hacer el trabajo que Jehová le habí­a asignado era tan nutritivo, satisfaciente y reconfortante como el propio alimento. (Jn 4:34; 5:36.) Las obras que Cristo hizo las realizó en el nombre y de parte del Padre, para mostrar que estaba †œen unión con el Padre†. (Jn 10:25, 32, 37, 38; 14:10, 11; 15:24; Hch 2:22.) Jesús terminó con éxito el trabajo que Dios le habí­a asignado hacer en la Tierra. (Jn 17:4.)
Jesús dijo: †œEl que ejerce fe en mí­, ese también hará las obras que yo hago; y hará obras mayores que estas, porque yo estoy siguiendo mi camino al Padre†. (Jn 14:12.) Es obvio que Cristo no se referí­a a que sus seguidores harí­an obras más milagrosas que las suyas, pues no hay registro bí­blico de que ninguno de ellos realizase un milagro que superara el de la resurrección de Lázaro, que llevaba cuatro dí­as muerto. (Jn 11:38-44.) No obstante, como Jesús ascendí­a al Padre y sus seguidores iban a recibir el espí­ritu santo para ser sus testigos †œtanto en Jerusalén como en toda Judea, y en Samaria, y hasta la parte más distante de la tierra† (Hch 1:8), ellos abarcarí­an una zona mayor y trabajarí­an durante más tiempo que Jesús, y en este sentido harí­an obras mayores que él.

La necesidad de trabajar. Jesucristo dijo que †œel obrero es digno de su salario†, lo que indica que a los que trabajaban con relación a los asuntos espirituales no les faltarí­an las cosas necesarias de la vida. (Lu 10:7.) Sin embargo, como el apóstol Pablo mostró a los tesalonicenses, la persona perezosa que se niega a trabajar no merece comer a expensas de otros, sino que deberí­a aprender a trabajar con sus manos para atender sus necesidades. (1Te 4:11; 2Te 3:10, 12.) Del mismo modo, el que hurta no deberí­a †˜hurtar más†™, sino hacer †œtrabajo duro†. (Ef 4:28.)

La calidad del trabajo de los siervos de Dios. Al hacer cualquier trabajo, el siervo de Jehová deberí­a recordar su relación con El y hacerlo †œde toda alma como para Jehová, y no para los hombres†. (Col 3:23.) Esto exige diligencia (Pr 10:4; 13:4; 18:9), honradez y fidelidad. La manifestación de estas cualidades glorifica a Dios, como se hace patente por la admonición dada a los esclavos cristianos: †œQue los esclavos estén en sujeción a sus dueños en todas las cosas y les sean de buen agrado, no siendo respondones, no cometiendo robos, sino desplegando buena fidelidad a plenitud, para que en todas la cosas adornen la enseñanza de nuestro Salvador, Dios†. (Tit 2:9, 10; Ef 6:5-8; Heb 13:18.)

Evaluación apropiada de las posesiones. Los cristianos deberí­an confiar en la bendición de Dios sobre su trabajo y no estar indebidamente ansiosos por sus necesidades materiales. Jesús aconsejó a sus seguidores que buscasen primero el Reino. (Mt 6:11, 25-33.) También exhortó: †œTrabajen, no por el alimento que perece, sino por el alimento que permanece para vida eterna†. (Jn 6:27.) Por consiguiente, los siervos de Dios mantienen el dinero y las cosas materiales obtenidas por medio del trabajo en una posición subordinada a las riquezas espirituales, que son mucho más importantes. También utilizan los recursos materiales adquiridos mediante el trabajo para dar adelanto a los intereses espirituales, y así­ se †˜hacen amigos†™ de Dios y Cristo. (Ec 7:12; Lu 12:15-21; 16:9.)

Fuente: Diccionario de la Biblia

Sumario:
I. El trabajo en la cultura de hoy.
II. Perspectiva bí­blica.
III. Antiguo Testamento: 1.Terminologí­a; 2. El trabajo en Gen 1-11; a) El trabajo y el descanso de Dios, b) El hombre es imagen de Dios, c) El trabajo en Gen 2-3, d) Caí­n y sus descendientes, e) La torre de Babel; 3. El trabajo como
mandato de Dios; 4. La predicación profética; 5. Escritos sapienciales.
IV. Nuevo Testamento: 1. María y Marí­a; 2. †œEl que no trabaje, que no coma† (2Ts 3,10); 3. Aprovechar el tiempo presente (Ef 5, 16).
V. Conclusión.
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1. EL TRABAJO EN LA CULTURA DE HOY.
El siglo xix se caracterizó, en lo que atañe a nuestro tema, por una exaltación enfática y entusiástica del trabajo, considerado como expresión del dominio del hombre sobre la naturaleza. En nuestro siglo, la división y especialización cada vez mayor del trabajo, el desarrollo de la ciencia, de la técnica, y consiguientemente, de la civilización industrial han puesto cada vez más de relieve los aspectos problemáticos e incluso negativos de la concepción del trabajo del siglo xix. El tema del trabajo, heredado del siglo pasado, ha entrado expresamente en la reflexión filosófica y teológica sobre todo en nuestro siglo. Pero paradójicamente la noción misma de †œtrabajo† ha perdido en claridad y en univocidad, hasta el punto de convertirse en una categorí­a indeterminada, y por tanto necesitada de precisión.
En el terreno de la reflexión cristiana, nuestro siglo ha asistido a un esfuerzo amplio y pluriforme de interpretación de la moderna civilización del trabajo. Baste pensaren las encí­clicas de los papas, en la teologí­a francesa de las realidades terrenas, en el documento conciliar Gaudium et spes. Fuera del campo teológico, la filosofí­a moderna desde Hegel hasta la escuela de Frankfurt, la sociologí­a desde Weber hasta nuestros dí­as, la psicologí­a y la medicina del trabajo, todas las ciencias humanas se ocupan del trabajo bajo aspectos especí­ficos.
Pero continuamente está surgiendo la pregunta radical: ¿Cuál es el sentido del trabajo en la vida del hombre? El trabajo se configura como relación del hombre con la naturaleza, pero crea además una red de relaciones entre los hombres; por otra parte, la dimensión del trabajo está ligada a la dimensión de la corporeidad del hombre, pero también a la tensión humana de conocer el mundo; finalmente, el trabajo es una †œregión† de la existencia humana que es también fruición y contemplación, juego y fiesta, y, sin embargo, puede convertirse en sí­mbolo del camino existencial del hombre que se fatiga bajo el sol en busca de realización y de cumplimiento.
La Biblia no se ha enfrentado con el tema del trabajo desde la óptica en que ha surgido en la moderna sociedad industrial. No hay en la Biblia ningún término que exprese lo que hoy se entiende generalmente por †œtrabajo, es decir, no sólo la actividad humana genérica, sino ese tipo de actividad que se considera tanto en su finalidad última como en sí­ misma, por su contenido operativo, distinta de la fruición de los bienes producidos y de la †œcontemplación†. Sin embargo, para el creyente es inevitable interrogarse por el sentido del trabajo según la Biblia.
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II. PERSPECTIVA BIBLICA.
La actividad humana está continuamente presente en los textos bí­blicos; pero en ellos el término †œtrabajo, en el sentido de la moderna sociedad industrial y laboral, se halla realmente ausente. De aquí­ la dificultad de encontrar un método para la investigación, ¿sobre qué hemos de interrogar concretamente a la Biblia? Por hipótesis, podemos asumir la siguiente acepción del trabajo como categorí­a eurí­stica: el trabajo es una actividad personal, manual y/o intelectual, con la cual el hombre †œconoce† el mundo y al mismo tiempo se realiza a sí­ mismo en el contexto de las relaciones con los demás. No se trata lógicamente de una definición bí­blica del trabajo, sino de una aproximación que permite una investigación en la Biblia a partir de los interrogantes de hoy.
El tema del trabajo, a pesar de ser casi omnipresente, no tiene especial relieve para el anuncio bí­blico, centrado en la proclamación del reino de Dios, y últimamente en el misterio de Jesucristo. El trabajo forma parte de la existencia humana, pero no agota su sentido ni salva al hombre; no santifica al hombre, pero tampoco lo condena. Sin embargo, el trabajo es †œexpresión†™ de la existencia humana, de su finitud creatural y de su necesidad de salvación. Por tanto, es lógico que el trabajo sea considerado dentro de la visión antropológica bí­blica en relación con Dios.
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No podemos pensar en deducir de la Biblia una visión orgánica del trabajo humano o una doctrina bí­blica sobre el trabajo. Por consiguiente, el estudio del tema bí­blico ha de evitar el peligro de una utilización selectiva de los textos bí­blicos sobre la base de una precomprensión inconfesada o no refleja. Una teologí­a del trabajo no puede elaborarse simplemente a golpes de citas bí­blicas, ni por simple deducción de los grandes temas de la revelación (creación, redención, escatologí­a), sino que presupone la elaboración previa de una antropologí­a teológica adecuada.
Serí­a poco fructuoso hacer una simple descripción de los diversos trabajos mencionados en la Biblia.
Detendremos nuestra atención en los pasajes que ponen de relieve el sentido del trabajo humano.
Solamente así­ es posible captar la especificidad del mensaje bí­blico.
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III. ANTIGUO TESTAMENTO.
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1. Terminologí­a.
El A? utiliza muchos términos para designar el trabajo: †˜abodah = trabajo duro y fatigoso, servicio (incluso cultual); mela†™kah = obra, ocupación, tarea; mas = trabajo forzado; se-bel- trabajo social, tarea pública; ma†™seh = ocupación, faena; saba†™= trabajo, servicio, esclavitud, tarea penosa; debaryóm = trabajo diario; †˜amal= trabajo, cansancio, prestación; yegia†™ = fatiga, trabajo, salario; †˜issabón = fatiga, cansancio; mel e fcet †˜abodah – trabajo ordinario, diario…
Es caracterí­stico de la lengua hebrea bí­blica designar el trabajo con términos que indican al mismo tiempo bien sea el desarrollo de una actividad, bien el resultado o la obra producida, bien la fatiga inherente al mismo. La actividad laboral se capta concretamente, bien en el sujeto que la cumple con fatiga y con dolor, bien en sus caracterí­sticas intrí­nsecas (p.ej., en cuanto servicio o creatividad), bien en las relaciones sociales que crea (dependencia, servidumbre). La polivalencia semántica del léxico bí­blico deja vislumbrar la falta de una elaboración teórica y revela una aproximación más bien indiferencia-da a la †œrealidad del trabajo. Quizá esto se deba al hecho de que la Biblia no considera el trabajo en sí­ mismo como un segmento aislado de la existencia humana, sino en la trama viva y compleja de la vida del hombre.
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2. El trabajo en Gen 1-11.
En Gen 1-11 no tenemos una narración †œhistórica basada en documentos y testimonios, sino relatos poéticos y religiosos, narraciones simbólicas con elementos mí­ticos, que intentan afirmar lo que vale para cada uno de los hombres siempre y en todas partes. Se trata de una interpretación inspirada de la existencia humana [1 Génesis].
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a) El trabajo y el descanso de Dios. En el himno al Creador de Gen 1, el Dios creador es un Dios que trabaja y descansa. El trabajo divino se distribuye en el marco de una serie de dí­as, dentro de una estructura septenaria. La polaridad rí­tmica del tiempo (dí­a y noche) y la sucesión ordenada y numerada de los dí­as (6 + 1) sugieren que la actividad creadora-ordenadora de Dios es perfecta y el resultado es armonioso. El ritmo, la armoní­a y la belleza de lo creado, que solamente Dios puede valoraren su totalidad, son exaltados por Dios mismo: †œVio Dios que esto estaba bien (tób)†(Gn 1,3; Gn 1,10; Gn 1,12; Gn 1,18; Gn 1,21; Gn 1,25; Gn 1,31). El mundo es siete veces bello, bueno, es decir, plenamente armonioso.
Pero tanto la actividad de Dios como las obras creadas llegan a su cumplimiento el dí­a séptimo. Así­ pues, el dí­a séptimo es el †œcumplimiento†™ de todas las obras y actividades de los seis dí­as. Dios descansa el dí­a séptimo porque todo ha llegado a su etapa definitiva. Hay, por tanto, en los seis dí­as un dinamismo hacia el cumplimiento total y hacia el orden de todo, que se alcanzan plenamente el séptimo dí­a. Si Dios descansa es porque el mundo ha alcanzado su plenitud como totalidad ordenada.
El Dios bí­blico no es un †œdeus otio-sus, como los dioses de Mesopota-mia; trabaja y descansa, se da, y sigue estando en sí­ mismo. El trabajo-reposo es un ritmo divino vital. Evidentemente, aquí­ se emplea un lenguaje metafórico, antropomórfico, ya que el †œdescanso †œde Dios no es un †œdulce no hacer nada†™. En efecto, el dí­a séptimo Dios actúa: consagra para sí­ aquel dí­a y lo bendice. El descanso de Dios es una cifra simbólica para decir que todo lo que Dios ha hecho está perfectamente cumplido. Y es un descanso fecundo, porque la bendición divina hace fecundo al séptimo dí­a consagrándolo para sí­. Por tanto, hay una fecundidad divina que brota de su actividad laboral y una fecundidad que está ligada a su bendición. Dios no trabaja para poder descansar ni descansa para trabajar más.
Gen 1 no trata ni del trabajo humano ni del sábado del hombre al ordenar el texto según el esquema de siete dí­as. Lo que quiere es presentar a Dios como el que trabaja y descansa, es decir, como aquel que incluye en sí­ tanto el trabajo como el descanso. El / †˜mito no demuestra ni argumenta, sino que †œrepresenta†™: aquí­ estamos leyendo precisamente una representación.
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b) El hombre es imagen de Dios. Ya la literatura mesopotámica presentaba al hombre como imagen de Dios, pero indicaba también cuál era el destino del hombre: ser creado para trabajar al servicio y en provecho de los dioses. Para el pensamiento babilónico (cf, p.ej., el mito de Atrahasis), el trabajo determina esencialmente la existencia humana; la libertad es un privilegio exclusivamente divino, alcanzado mediante la esclavitud del hombre. El ser imagen de Dios no libera al hombre de la sumisión al trabajo.
La Biblia, por el contrario, le concede al hombre un puesto privilegiado en el universo. La creación del hombre es distinta y está separada de la creación de los demás seres mediante una deliberación de Dios:
†œDios dijo: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza† (Gn 1,26). El ser imagen depende de un †œhacer† intencional de Dios: la intención divina es que el hombre esté constituido esencialmente por la relación con él. Esta relación queda precisada por la †œimagen de Dios†: el hombre es, por tanto, como su Dios, un ser que trabaja y descansa. Tanto el †œtrabajo† como el †œdescanso† corresponden a la imagen de Dios.
Además, †œDios bendijo al hombre y a la mujer y les dijo: †˜Sed fecundos y multiplicaos, poblad la tierra y sometedla; dominad sobre los peces del mar, las aves del cielo y cuantos animales se mueven sobre la tierra† (Gn 1,28). El hombre recibe, no una orden o un mandato, sino una bendición que es garantí­a de éxito. Su futuro está †œprotegido† por la bendición de Dios. El hombre se multiplicará, es decir, dará origen a varios pueblos, de forma que llenará la tierra. Cada uno de esos pueblos tomará posesión de su territorio (el hebreo usa aquí­ el término kabas = tomar posesión de un territorio). Además, la humanidad con la bendición divina logrará †œgobernar† (en hebreo, ra-dah) el mundo. Este gobierno humano sobre el mundo no es una explotación brutal ni un sometimiento arbitrario, un gesto de despotismo anárquico y destructor, sino que se inserta en el marco de una voluntad divina de orden en el mundo y de victoria sobre las fuerzas del caos. La bendición de Dios es sobre el hombre que trabaja y engendra. El ser imagen no abre un abismo entre el hombre y las demás criaturas; lo distingue en cuanto apertura y capacidad de encuentro con Dios, pero lo une al cosmos que el hombre gobierna con su trabajo. El trabajo humano no es una maldición, pero tampoco un fin en sí­ mismo. Está bajo la bendición divina, condición de su nuevo nacimiento. La †œcalidad† del trabajo humano está definida de antemano por la relación del hombre con Dios, en cuanto que él es †œimago Dei†, y por la bendición divina.
Ahora podemos intentar comprender mejor la imagen mitológica del descanso divino el séptimo dí­a. El mito del trabajo y del descanso de Dios intenta evitar presentar a Dios como ocioso o imaginarlo esclavo del trabajo. Sin embargo, parece plausible suponer que el autor judí­o del siglo vi que escribió Gen 1 tení­a ante los ojos el ritmo septenario de la semana hebrea. Al decir que el hombre fue creado a imagen del Dios que trabaja y que descansa, el texto bí­blico quiere decirnos que también la semana hebrea está modelada sobre la divina. Sobre la creación entera se cierne la bendición divina, que da origen a los dí­as feriales, laborales y fecundos, y a los dí­as †œséptimos† igualmente fecundos y fructuosos. Más aún, todo llega a su cumplimiento el dí­a séptimo, el sábado. El séptimo dí­a del hombre se une al séptimo dí­a de Dios, se hace †œfiesta† y encuentro con Dios. Los seis dí­as del hombre que trabaja se unen con los seis dí­as del trabajo creador de Dios para luchar contra la amenaza del caos. El trabajo del hombre no es tanto colaboración o participación en el trabajo creador de Dios, sino más bien custodia y †œcultivo† del sentido puesto por Dios en el cosmos armonioso creado por él. Gen 1 es un programa que debe desarrollarse y realizarse; también el trabajo humano se sitúa en la lí­nea de la ejecución de ese programa; lo mismo significa Gen 2,15: †œEl Señor Dios tomó al hombre y lo puso en el jardí­n del Edén para que lo cultivase y lo guardase†. La orientación al trabajo forma parte de la situación paradisí­aca del hombre y es un aspecto de la iniciativa creadora divina. El†jardí­n† es el Lebenswelt ideal para el hombre querido por Dios.
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c) El trabajo en Gen 2-3. El hombre fue sacado de la †˜adaman (- tierra), que es la base material para la formación del hombre, de los seres vivos y del jardí­n. De la †˜adamah saca Dios un jardí­n que el hombre tiene que custodiar y cultivar; se da, por tanto, una perfecta integración del hombre en la †˜adamah, †œtransformada† en jardí­n. El hombre se encuentra en perfecta armoní­a con Dios y con la †œtierra†; lo mismo ocurre con su trabajo. En el jardí­n, el hombre †œimpuso nombre a todos los ganados, a todas las aves del cielo y a todas las bestias del campo† (Gn 2,20). †œDar nombre† no indica un poder arbitrario e indiscriminado, ya que con la imposición del nombre el ser humano no hace más que descubrir, definir y ordenar su propio nombre. †œDar nombre† corresponde al †œsometer† de Gen 1,28: significa reconocer un orden, descubrir la plenitud de sentido puesta por Dios en el jardí­n. Solamente †œnombrándolo† puede el hombre hacer al mundo humano; en el lenguaje nace el mundo del hombre. También el trabajo es dar un sentido a las cosas, conocerlas.

Viene luego, en Gen 3, el relato del intento de usurpación humana de la prerrogativa divina de competencia absoluta y universal. El hombre quiere arrogarse la competencia de señalar lo que es importante y lo que no lo es para su propia existencia (†˜árbol del conocimiento del bien y del mal†). La intención de Dios y su obra, es decir, la entrega amorosa de Dios al hombre, queda pervertida y es entendida -siguiendo el mensaje de la serpiente- como voluntad de dominio avaro y egoí­sta. La consecuencia es una serie de restricciones de la existencia humana (Gn 3,14-24): cansancio, dolor, fracaso, violencia, falta de armoní­a entre el hombre y Dios, entre el hombre y la †˜adamah. En Gen 3,17 Dios maldice la †˜adamah por culpa del hombre, lo cual cambia el ambiente de existencia del hombre, que luego es expulsado del jardí­n y se ve obligado a cultivar la †˜adamah maldita, que produce cardos y espinas. La †˜adamah, de la cual Dios habí­a sacado un paraí­so para el hombre, vuelve a aparecer ahora como limitación e impedimento, y no como base óptima para la construcción de la existencia humana y de su ambiente vital. La †˜adamah se opone, se resiste al hombre, que tiene que cansarse y sufrir para arrebatarle el pan. No es que se haya añadido al trabajo un poco de fatiga y de dolor, sino que ha cambiado toda la existencia humana. El hombre sigue siendo el †œcultivador† y el †˜guardián† de la †˜adamah, como quiso el Creador; pero su trabajo se ha hecho ambiguo y precario, inseguro del propio sentido y de la propia finalidad. Toda la creación se ha visto sometida a la †œvanidad† (Rm 8,20), o sea, al poder de la nada, y aguarda una liberación.
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d) Caí­n y sus descendientes. Con Caí­n continúa la oposición de la †˜adamah al hombre. Caí­n es †œagricultor† (Gn 4,2); pero Dios le dice: †œCuando cultives la tierra, no te dará ya sus frutos† (Gn 4,12). La progresiva hostilidad de la tierra acompaña a un progresivo alejamiento de Dios y a la violencia contra el hermano.
Caí­n aparece como padre de la cultura. En Gen 4,17-24 se sucede la serie de sus descendientes con el desarrollo de la †˜civilización†. Detrás del agricultor viene el †œconstructor de una ciudad† (4,17); al lado del campesino aparece el nómada †œhabitando tiendas y criando ganado† (4,20); el hermano de Yabal inventa los instrumentos musicales (4,21), y, finalmene, se descubre la forja de los metales (4,22). No es optimista la visión del progreso del trabajo humano, que da origen a la cultura y a la técnica.
Las noticias sobre el desarrollo de la †œcivilización† en Gen 4 hay que verlas en el contexto de la genealogí­a de los camitas, la cual culmina en el canto salvaje de Lamec, que quiere disponer arbitrariamente de la vida de sus hermanos. Estas noticias sobre la cultura no se presentan como fruto de la bendición, ni se menciona la iniciativa y la obra de Dios. En el contexto yahvista, el progreso de la cultura mediante el trabajo no tiene un relieve especial, ya que sin Yhwh todos los esfuerzos del hombre son baldí­os. La cultura no ha sabido hacer mejor al hombre, porque no ha sabido dominar el pecado; en efecto, esa cultura culmina en la ciega violencia de Lamec.
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e) La torre de Babel. En Gen 11,1-9 el sujeto de la acción humana es †œtoda la tierra† o †œtodos los hombres†(vy. 1.5). La humanidad quiere construirse una sola ciudad (sí­mbolo de la unidad polí­tica), una sola torre-templo (sí­mbolo de la unidad religiosa que se exalta a sí­ misma), hacerse un nombre, es decir, alcanzar éxito y riqueza (unidad económica). Se trata, por tanto, de la búsqueda humana de unidad mediante los productos del trabajo y con vistas a su propia glorificación. Efectivamente esos hombres no †œconstruyen† con Dios, sino sin Dios. La unidad que buscan es uniformidad, negación de las diferencias, y por tanto últimamente violencia.
Dios hace fracasar ese sueño inhumano e impí­o. †˜Dispersa† a los hombres por toda la tierra, según su proyecto expresado en Gen 10,5: †œSe hizo la repartición de las naciones: cada uno con su tierra según su lengua y su nación, según su familia†. De los hijos de Noé †œse hizo la repartición de las naciones sobre la tierra después del diluvio† (Gn 10,32). La †œdispersión† significa pluralidad y variedad polí­tica, económica, cultural, sin negación de las diferencias. El plan de Dios se señala en Gen 1,28: pluralidad de pueblos y de territorios como fruto de la bendición divina. El trabajo humano para construir Babel responde, por el contrario, al mito del progreso humano ateo y prome-teico. En Gen 12,1-3, Dios comienza de nuevo una unidad que es fruto de su bendición a Abrahán, para que desde él se difunda sobre todas las gentes. La verdadera unidad es don y variedad.
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3. El trabajo como mandato de Dios.
El mandamiento divino se refiere no sólo al trabajo, sino también al descanso sabático y lleva también la motivación del descanso: †˜Acuérdate del dí­a del sábado para santificarlo. Seis dí­as trabajarás y en ellos harás todas tus faenas; pero el séptimo dí­a es dí­a de descanso en honor del Señor, tu Dios. No harás en él trabajo alguno, ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu sierva, ni tu ganado, ni el extranjero que habita contigo. Porque en seis dí­as hizo el Señor los cielos y la tierra, el mar y cuanto hay en ellos, y el séptimo descansó. Por ello bendijo el Señor el dí­a del sábado y lo santificó†™ (Ex 20,8-11; Dt 5,12-15). El hombre vive y trabaja en el tiempo; pues bien, este tiempo sólo puede hacerse liberador si culmina sn la santificación del sábado, en el encuentro con el Dios que †œdescansa† en el dí­a séptimo. El descanso del sábado tiene la finalidad de llevar a un descanso que relacione con Dios. Los seis dí­as de trabajo no deben ser un cí­rculo que se cierre sobre sí­ mismo y se repita indefinidamente; encuentran su finalidad y su sentido en el descanso/encuentro del séptimo dí­a con Dios.
Dios †œbendijo el dí­a del sábado†™ (Ex 20,11): esto quiere decir que Dios puso en la creación una fuerza vital capaz de producir siempre de nuevo †œdí­as séptimos†™, dí­as de descanso y de comunicación con él. El sábado no es pura abstención del trabajo con vistas a la recuperación del vigor para seguir trabajando, sino que es †œsantificación†™, acogida del sentido de la vida y del trabajo. El sentido último del trabajo se encuentra en la celebración del sábado.
En Dt5,15, el mandamiento del sábado va ligado a la memoria del éxodo. En la perspectiva productivista del faraón, la fiesta es un tiempo vací­o, estéril: †œSon unos holgazanes; por eso dicen: †˜Déjanos ir a ofrecer sacrificios a nuestro Dios† (Ex 5,8). Para el Dt la fiesta es memorial de la liberación del éxodo, es decir, de la liberación de la esclavitud del trabajo alienante, sin sentido. El faraón es el equivalente de los dioses babilonios, que crean al hombre para trabajar; es también el horno oeconornicus, que sólo atiende a la producción y al beneficio. Al liberar a su pueblo de Egipto, Dios lo libera de la esclavitud del trabajo absorbente y de la pura lógica de la productividad. La fiesta da al trabajo el sentido último, y por tanto lo redime [1 Exodo].
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4. La predicación profética.
Tampoco en los profetas se encuentra ninguna teorí­a sobre el trabajo. Denuncian la supravaloración de la †œcultura†, del trabajo y del progreso por sí­ mismos, separados de los valores con que deberí­an ir unidos. Isaí­as proclama el derrumbamiento de las obras del orgullo humano (Is 2,6-22); / Jeremí­as acusa al rey que edifica su palacio pisoteando la justicia y el derecho, haciendo trabajar al prójimo gratuitamente y sin salario (Jr22,13-17); ¡Amos grita contra los ricos que explotan el trabajo de los pobres; Miqueas amenaza con el juicio divino a los que adoran al dios dinero y sólo se mueven por la codicia de poseer. Habacuc proclama que ninguna obra del trabajo humano vale nada si está construida sobre la violencia: †œjAy de quien edifica una ciudad sobre la sangre y funda una ciudad sobre el crimen† (Ha 2,12). Contra la celebración abstracta y la exaltación teórica del trabajo y de sus productos, los profetas recuerdan continuamente la ambigüedad y la violencia en que está inmerso el trabajo humano.
Al anunciar el juicio de Dios en la historia contra la †œcultura† del hombre que cree en una salvación derivada del trabajo y del progreso humanos, los profetas proclaman que la salvación viene de Dios y no del trabajo del hombre. Los profetas denuncian el †œesquema sacrificial† según el cual se concibe y se vive el trabajo: el hombre ofrece a la naturaleza una parte de sus energí­as y de su cansancio y recibe de ella en compensación lo que sirve para su existencia. Así­ pues, el trabajo es una obra sacrificial ofrecida a la naturaleza. †œSacrificio† significa intercambio por medio de una restitución parcial. Pues bien, si toda la energí­a humana se invierte en el trabajo, el hombre sacrifica su existencia a la naturaleza, haciéndose esclavo suyo. Los profetas, por el contrario, recuerdan la primací­a de Dios, la necesidad de no convertir el trabajo en un í­dolo al que sacrificar. Leamos 1s58,13-14: †œSi te guardas de profanar el sábado, de tratar tus asuntos en mi dí­a santo; si llamas al sábado delicia, glorioso al dí­a consagrado al Señor; si lo glorificas evitando los viajes, no tratando negocios ni arreglando asuntos, entonces encontrarás en el Señor tus delicias; yo te subiré triunfante a las alturas del paí­s y te alimentaré de la heredad de tu padre Jacob. Ha hablado la boca del Señor†™. El sábado es la †œcondenación† humanizante del trabajo: el hombre es responsable de su supervivencia, que debe garantizarse con el trabajo; pero que no puede gozar de su trabajo sino más allá de la fatiga de producir, en el †œdescanso†™ sabático.
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5. Escritos sapienciales.
El trabajo es un acto de sabidurí­a; nosotros dirí­amos de razón aplicada. El sabio es activo, laborioso, diligente. De aquí­ las numerosas sentencias de los sabios contra la pereza y las exhortaciones a la laboriosidad (Pr 6,6-11; Pr 12,11-1 7; Pr 12,24-27; Pr 24,30-34 ypassim). Aquí­ recordaré sólo un proverbio:
†œAnda a ver a la hormiga, ¡perezoso!; mira sus costumbres y hazte sabio† (Pr 6,6).
El trabajo es un medio para procurarse riqueza; pero no hay una conexión necesaria entre laboriosidad y riqueza. Siempre puede ocurrir un suceso imprevisible. Por eso el sabio exhorta a buscar sobre todo la seguridad en el Señor: †œLa bendición del Señor es lo que enriquece, nuestro esfuerzo no le añade nada†™ Pr 10,22). Es inútil trabajar si no contamos con la bendición del Señor; no sólo porque los resultados sin él serí­an inciertos, sino porque resulta imposible darle un sentido a ese obrar.
Para el sabio no hay ningún mito del progreso y del trabajo. El hombre ha de estar dispuesto a la intervención imprevisible de Dios, cuyos proyectos se le escapan al hombre en su totalidad: †œPropio es del hombre hacer planes, pero la última palabra es de Dios† (Pr 16,1). Tampoco el trabajo humano, en cuanto que es proyecto del hombre, conduce necesariamente a resultados calculables de antemano; es un †œhacer† sujeto siempre a la ambigüedad y al posible fracaso.
Sin embargo, la intervención divina no dispensa al hombre de su trabajo. Léase lo que se dice a propósito del médico: †œHijo, en tus enfermedades no te impacientes, sino suplica al Señor y él te curará… Después recurre al médico, porque también a él lo creó el Señor; y no se aparte de ti, porque necesitas de él, pues hay veces que la salud depende de sus manos† (Si 38,1-15). Dios le asigna al médico su tarea, hace crecer las hierbas medicinales, da acierto al diagnóstico médico. Sin embargo, el arte de la medicina tiene sus reglas, sus leyes; no es un oficio sagrado, sino un trabajo profano.
En el mismo capí­tulo 38 del / Si-rácida se presenta una lista de artes y de oficios manuales: se describen los trabajos del campesino, del artesano, del carpintero, del ceramista: †œTodos éstos confí­an en sus manos, y cada uno es maestro en su oficio. Sin ellos es imposible edificar una ciudad, ni vivir o andar por ella (Si 38,31-32). Esas personas †œaseguran el funcionamiento del mundo ocupados en el trabajo de su oficio† (Si 38,34).
†œDistinto es el que se aplica a meditar la ley del Altí­simo (Si 39,1). Ese estudia, reflexiona, investiga el sentido oculto de las cosas, participa en las reuniones de los grandes, viaja; es el sabio ideal. Quizá aquí­ Ben Sirá esté escribiendo su propia biografí­a. Ciertamente describe las funciones del sabio. Mas no hay ningún desprecio ni infravaloración del trabajo manual respecto al trabajo intelectual del escriba sabio. Por lo demás, el AT no conoce nunca una infravaloración del trabajo manual respecto al trabajo intelectual, como ocurrí­a en el ambiente helenista. Y es bien sabido que Ben Sirá polemiza con la cultura helenista de su tiempo (escribe por el 180 a.C).
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También es verdad que Ben Sirá escribe: †œLa sabidurí­a del sabio crece en las horas libres, y el que no tiene ocupaciones llegará a sabio. ¿Cómo va a llegar a sabio el que sostiene el arado y se glorí­a de blandir la aguijada; el que conduce los bueyes se ocupa de estos trabajos y sólo habla de novillos?†™ Si 38,24-25). Pero lo que quiere decir aquí­ Ben Sirá es que el hombre no está ni mucho menos hecho solamente para producir, para transformar el mundo, sino también para conocerlo. Y la ley del Señor es la única que puede darle al hombre el conocimiento y la sabidurí­a que todos necesitan. El trabajo no debe absorber al hombre entero.
Otro pensador judí­o que establece un diálogo con la cultura helenista de su tiempo (siglo ni a.C.) es / Qohé-let… Elabora conceptos filosóficos utilizando el lenguaje comercial del hombre de la calle, pero sin aceptar una visión utilitarista de la vida. Qo-hélet se pregunta por el sentido del hombre colocado en el mundo y de las relaciones trabajo-riqueza. Es el problema del sentido lo que angustia al Qohélet! Ac aquí­ sus interrogantes: †œ,Qué provecho saca el hombre de todo trabajo con que se afana bajo el sol?† (1,3); †œ,Qué provecho saca el obrero de tanto trabajar?† (3,9). Más allá del aparente lenguaje comercial, el problema para Qo es el del †œser, no el del †œtener†™. Y lo que le interesa es la pregunta sobre el sentido, no sobre el beneficio.
Qo llega a admitir que el beneficio puede ser nulo: †œLuego reflexioné sobre todas las obras que mis manos habí­an hecho y sobre la fatiga que me habí­a tomado por hacerlas, y he aquí­ que todo es vanidad, andar a caza del viento, y no queda provecho alguno bajo el sol† (2,11). El trabajo y el deseo de poseer no es creador de sentido; más aún, con frecuencia el hombre intenta llenar el vací­o de sentido con el tener y el poseer, tanto en el plano de las riquezas como en el plano de las ideologí­as. La misma sabidurí­a, entendida y vivida como conquista y posesión, es fuente de dolor y de tristeza (1,18).
El trabajo no produce necesariamente felicidad. A veces el trabajo es lucha del hombre contra el hombre, envidia de los demás, competencia despiadada que crea infelicidad y opresión: †œAc visto que todo trabajo y toda empresa con éxito no es más que envidia de uno contra otro† (4,4). Sin embargo, Qohélet no llega a proponer el ideal helenista de la esyjí­a (ocio), aunque con fina ironí­a recoge dos proverbios populares (4,5.6), en los que se dice que el holgazán vive mejor que el que se esfuerza en trabajar. Como si dijera:
incluso respecto al trabajo la moderación sigue siendo una norma de sabidurí­a.
El trabajo y los frutos del trabajo pueden darle al hombre un poco de alegrí­a y de felicidad: †œAc comprobado que lo mejor y más conveniente para el hombre es comer y beber y gozar del bienestar en todo el trabajo en que se afana bajo el sol durante los dí­as de su vida que Dios le ha dado, porque ésta es su parte† (Qo 5,17). En esta felicidad se hace perceptible y experimentable el obrar de Dios en su †œbelleza† escondida al hombre (3,11). Pero la felicidad no es producida por el hombre y por su trabajo, sino que es don de Dios; nadie puede gozar sin que sea Dios el que le da la felicidad: †œNo hay más felicidad para el hombre que comer y beber y gozar él mismo del bienestar de su trabajo. Y yo considero que esto viene de la mano de Dios† (2,24). Qohélet pone en guardia contra la ilusión de poder crearse cada uno su propia felicidad (2,3) con el trabajo. La existencia humana no es un duro trabajo, sino un don de Dios. Y aunque el nombre no comprende perfectamente el sentido de las cosas, la fe le dice que Dios †œlo hizo todo bien ya su tiempo† (3,11). En las obras de Dios, yen primer lugar en la existencia humana, hay una belleza y una armoní­a divinas, dada por el Creador. Qohélet critica la sociedad †œdel trabajo a ultranza†™ en nombre de la fe en Dios que da e invita a gozar de sus dones.
Hay un último texto sapiencial importante para una teologí­a del trabajo: Jb 28. Se trata de un himno a la sabidurí­a imposible de encontrar. Un estribillo, repetido dos veces (Vv. 12.20), divide el himno en tres estrofas. En la primera (vv. 1-11) domina el esfuerzo técnico del horno faber que desemboca en el fracaso, ya que no consigue encontrar y sacar a la luz la verdadera sabidurí­a. En la segunda estrofa (Vv. 13-19) se ponen en parangón todos los productos y las riquezas acumuladas por el hombre con la sabidurí­a, pero ésta resulta impagable e incomparablemente superior. Por tanto, ni la técnica ni los productos del trabajo humano sirven para descubrir la sabidurí­a. Sin embargo, ella está intrí­nsecamente presente en el mundo y es su ley constitutiva esencial. En efecto, Dios conoce la sabidurí­a y fundó el mundo no sólo mediante la sabidurí­a, sino en la sabidurí­a (vv. 21-28). La †œsabidurí­a† es el orden original divino inmanente al mundo; podrí­amos decir que es el †œsentido†™ de la realidad. Pues bien, sólo el que respeta a Dios y evita el mal, es decir, el que actúa como †œhombre religioso†™, encontrará la sabidurí­a y se hará verdaderamente sabio.
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IV. NUEVO TESTAMENTO.
La concepción especí­fica del NT sobre el trabajo no puede deducirse del léxico, que es el que se usa comúnmente en el ambiente helenista, pero sin las connotaciones propias de la filosofí­a griega, en particular la depreciación del trabajo manual y el ideal estoico de la liberación de la esclavitud del trabajo. La libertad cristiana no es simplemente la liberación de la condición servil del trabajo manual, ni tampoco se identifica con la vida contemplativa o †œteorética†™. Por otra parte, no se encuentra en el NT una exposición explí­cita del tema del trabajo, como tampoco hay en él un desarrollo sistemático de otros temas morales. Solamente de algunos textos que hacen referencia a la actividad laboral del hombre, en el contexto del anuncio del mensaje cristiano, se pueden sacar algunas indicaciones para captar el sentido cristiano del trabajo. Jesús era †œcarpintero† o †œhijo del carpintero† (Mc 6,3; Mt 13,55); pero este dato, junto con el hecho de que los discí­pulos de Jesús eran pescadores o hací­an otros trabajos, no basta para sacar consecuencias sobre el significado cristiano del trabajo. Con todo, ciertamente podemos decir que el trabajo cotidiano entra en el misterio de la encarnación. Vivir como Jesús no supone tener que rechazar el trabajo.
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1. Marí­a y Marí­a.
El relato de Lc 10,38-42 pone en escena a dos hermanas: Marí­a está absorbida por la faena de preparar una buena acogida a Jesús, mientras que Marí­a permanece sentada a los pies del Señor escuchando su palabra. Jesús no plantea una alternativa: o el trabajo de Marí­a o la contemplación de Marí­a. Dice: †œMarí­a, tú te preocupasyte apuras por muchas cosas, y sólo es necesaria una† (10,41). Jesús constata que el trabajo de Marí­a está lleno de preocupaciones y de apuros por muchas cosas; es un trabajo que quita el gozo y la serenidad, que lleva a la dispersión y que tiende a nivelarlo todo como igualmente importante. Sólo hay una cosa necesaria, que puede dar sentido a toda la existencia y también al trabajo: escuchar la palabra de Jesús. Por tanto, Marí­a ha escogido la parte mejor, porque ha optado por lo que es más radicalmente fundamental. Marí­a está en actitud de †œescucha†, es decir, de recepción y de acogida, no en actitud de búsqueda afanosa de la realización de sí­ a través de la actividad. Ella vive su vida como †œdon† y como †œgracia†.
Este mismo tema se desarrolla en el sermón de la montaña de Mateo. Jesús dice: †œNo os angustiéis por vuestra vida, qué vais a comer, ni por vuestro cuerpo, qué vais a vestir. Porque la vida es más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido† (Mt 6,25). El discí­pulo de Jesús ha encontrado a un Padre providente del que se puede fiar: †œNo os inquietéis diciendo: ¿qué comeremos?, o ¿qué beberemos?, o ¿cómo vestiremos? Por todas esas cosas se afanan los paganos. Vuestro Padre celestial ya sabe que las necesitáis. Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo eso se os dará por añadidura† (Mt 6,31-32 ). Solamente si hay una familia de Dios, o sea, una comunidad que confí­a verdaderamente en el Padre celestial, es posible que los miembros de esa familia vivan sin afanarse ni preocuparse del vestido o de la comida. Así­ pues, el trabajo se convierte en afán y en alienación cuando el individuo vive su actividad en soledad, sin poder contar con la solidaridad fraterna de una comunidad-familia que lo acoja y lo reciba.
Jesús pide a sus discí­pulos que hagan †œla voluntad de Dios† (Mc 3,33-35; Mt 6,9-10) y que busquen primero el reino de Dios y su justicia, porque entonces todas las demás cosas se les darán por añadidura Mt 6,33). Pues bien, el reino de Dios y la voluntad de Dios son la preocupación paternal con que Dios, mediante su Hijo, quiere hacer de nosotros su familia, reunir al verdadero Israel. Como miembro de la nueva familia de Dios, el hombre que trabaja se ve libre de la dispersión alienante y deshumanizante, y también del afán angustioso del poseer y del producir. El sermón de la montaña, la misma propuesta de Jesús, resulta utópica e irrealizable si de su palabra no nace una comunidad nueva, alternativa a las otras sociedades del mundo.
La única cosa necesaria, de la que Jesús hablaba con Marí­a, es creer en el reino de Dios, y consiguientemente realizar una comunidad de hermanos y hermanas que vivan libremente de escuchar la palabra de Jesús, se ayuden y sostengan mutuamente con la fuerza que Dios les da. El trabajo no es creador de dicha comunidad; más aún, sólo adquiere un sentido cristiano si se inserí­a en este horizonte de significado.
En este mismo sentido hay que entender la frase de Jn 6,27: †œTrabajad no por el alimento que pasa, sino por el que dura para la vida eterna: el que os da el Hijo del hombre†. El trabajo y el fruto del trabajo están ligados a la dimensión caduca y precaria del mundo; si se cierra en sí­ mismo y no se abre a la †œvida eterna† pierde significado y se convierte en desilusión y en soplo de viento. El sentido de la existencia no es un trabajo interminable, sino la vida eterna, que sólo Dios puede dar.
La oración del Padrenuestro expresa la convicción del discí­pulo de Jesús, o sea, que el hombre no vive de su trabajo, sino del don de Dios: †œDanos hoy nuestro pan de cada dí­a† (Mt 6,11). El cristiano, que acoge como un niño el reino de Dios (Mc 10,13-16), le pide al Padre el pan que necesita cada dí­a, proclamando así­ el †œocaso de los padres-amo† de este mundo, que intentan explotar y dominar. El cristiano trabaja y †œsirve†, pero sin hacerse esclavo de ningún †œpadre† de la tierra, ya que uno solo es su Padre, el Padre celestial (Mt 23,9).
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2. †œEl que no trabaje, que no COMA† (2Ts 3,10).
Pablo recomienda a los tesalonicenses: †œQueremos exhortaros, hermanos,., que progreseis todaví­a más y a que con todo empeño os afanéis en vivir pací­ficamente, ocupándoos en vuestros quehaceres y trabajando con vuestras propias manos, como os lo tenemos recomendado. Así­ llevaréis una vida honrada a los ojos de los de fuera y no tendréis necesidad de nadie† (1 Tes 4,10-1 2). Pablo no propone una nueva ética del trabajo, en la que surja el trabajo como un deber moral por ser un valor. Ni mucho menos piensa Pablo en el trabajo como motor propulsor del progreso moral de la humanidad. Según Pablo, el cristiano debe vivir en su condición su trabajo como discí­pulo de Cristo. La comunidad cristiana debe comportarse con una †œvida honrada a los ojos de los de fuera†, los no cristianos, no dándoles lugar a que los acusen de holgazanerí­a y de pereza. Además, cada cristiano ha de procurar no necesitar de la ayuda de los no creyentes, sino encontrar apoyo dentro de la comunidad. Y, a ser posible, debe vivir en una cierta autonomí­a, fruto de su trabajo y de una prudente sobriedad.
Pablo dio ejemplo de ello: †œRecordad nuestros trabajos y fatigas: cómo trabajábamos dí­a y noche para no ser gravosos a ninguno de vosotros mientras os anunciábamos el evangelio de Dios† (lTs 2,9). Es interesante observar que Pablo no justifica su decisión de trabajar para mantenerse más que sobre la base de la oportunidad de no ser una carga para la comunidad, lo cual serí­a un estorbo para su predicación del evangelio. Como la comunidad se cuida de cada uno, por eso está constituida de la contribución de todos sus miembros, que tienen que procurar no ser un peso para los demás. Ningún cristiano, por el hecho de formar parte de una comunidad solidaria y fraternal, debe sentirse con derecho a no trabajar y a vivir a costa de los demás. Este me parece que es el sentido de la afirmación de Pablo: †œEl que no trabaje, que no coma†(2Ts 3,10).
Para Pablo, la comunidad cristiana tiene la tarea de edificarse con el trabajo como sociedad contrapuesta a la civil. Además, por muy amplio e importante que pueda ser el trabajo de los cristianos por el orden, la justicia y el progreso de la sociedad civil, no es ésta la misión especí­ficamente cristiana de la comunidad de los discí­pulos de Jesús. Es en este contexto donde podemos releer la frase de Jesús: †œ,De qué le vale al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida?† (Mc 8,36). Ni siquiera el progreso más extraordinario †œsalva† al hombre, el cual vale siempre más que todos los éxitos del trabajo humano y que sus productos. Decí­a Ignacio de Antioquí­a: †œPara mí­ es mejor morir por Jesucristo que ser rey de toda la tierra†™.
El vivir desordenado, alborotado y despreocupado de todo de los tesa-lonicenses (2Ts 3,10-12) es condenado por Pablo no tanto a partir de una ética del trabajo, sino porque es nocivo a la vida ordenada, tranquila y fructuosa de la comunidad cristiana. El apóstol exhorta a trabajar para poder socorrer a los que se encuentran en necesidad (Ef 4,28); el trabajo es una manera de vivir el mandamiento del amor al prójimo.
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3. Aprovechar el tiempo presente (Ef 5, 16).
Si la verdad de la vida dependiera de lo que el hombre hace y realiza, esa verdad serí­a siempre incierta e insegura. Así­ sucede que el fariseo no está nunca seguro de haber hecho todo lo que tení­a que hacer y de haber cumplido suficientemente la ley para superar el juicio de Dios: se condena a un esfuerzo prolijo e incansable para hacer siempre más. Es lo que ocurre con el trabajo farisaico. Vale entonces el dicho de Jesús: †œNo atesoréis en la tierra, donde la polilla y el orí­n corroen y donde los ladrones socavan y roban† Mt 6,19). Cuando el trabajo es el fundamento de la existencia, entonces la vida es siempre algo futuro; el presente no es ya el tiempo de la existencia, sino un tiempo nunca agotado de preparación a la vida a través del trabajo. El trabajo, en esta perspectiva, se convierte en un medio para cambiar marxianamente el mundo y alcanzar el fin esperado. Pero en este horizonte florece la angustia desesperante de no haber trabajado útilmente.
El apóstol Pablo, por el contrario, exhorta a †œaprovechar el tiempo presente†™, a no despreciar el pasado para vivir tan sólo del futuro soñado. El cristiano vive el presente como †œtiempo propicio…, dí­a de la salvación† (2Co 6,2). El mismo Jesús dijo: †˜No os inquietéis por el dí­a de mañana, que el mañana traerá su inquietud. A cada dí­a le bastan sus problemas† (Mt 6,34). Poniendo en manos de Dios su propio pasado y su propio futuro, el cristiano puede vivir sabiamente el presente, no como preparación para el futuro, sino como don actual de su Dios. Pero el que trabaja y produce para construirse él solo su propio futuro es como el hombre de la parábola (Lc 12,13-21), que no duerme proyectando construir nuevos almacenes para recoger en ellos todos sus bienes; pero entonces oye a Dios que le dice: †œlnsensato, esta misma noche morirás!; ¿para quién será lo que has acaparado? Así­ sucederá para el que amontona riquezas para sí­ y no es rico a los ojos de Dios† (Lc 12,21-22). La fatiga humana, interminable de suyo, se transforma en desesperación al acercarse la muerte, cuando la vida se piensa y se vive como realidad fundamentada y construida sobre el trabajo.
Para el apóstol, aprovechar el tiempo presente no significa construir la †œcivilización del trabajo, sino la †œcivilización del amor†™, como él mismo dijo en su testamento espiritual: †œDe nadie he deseado plata, oro o vestidos. Vosotros mismos sabéis que estas manos han provisto a mis necesidades y a las de los que andan conmigo. En todo os he mostrado que se debe trabajar así­ para socorrer a los necesitados, recordando las palabras de Jesús, el Señor: †˜Hay más felicidad en dar que en recibir† (Hch 20,33-35). Las †œobras de las manos† no se arraigan en la codicia de poseer o en la voluntad de enriquecerse, sino en la fe, que se hace operante por medio de la caridad (Ga 5,6). La fuerza y el ideal que mueve al cristiano y lo impulsa a la entrega en el trabajo no es una utopí­a social ni el mito del progreso técnico y económico, sino una comunidad animada por el amor de Cristo. Cuando se trata de las obras del hombre y de sus productos no está en juego el hombre mismo, la verdad y el fin mismo del mundo, sino una verdad penúltima. Esto no exonera a la comunidad cristiana de la responsabilidad y del compromiso en los problemas concretos y cotidianos de la actividad humana, pero indica la medida y el criterio para un ejercicio auténticamente humano del trabajo. El trabajo y sus productos no son †œla única cosa necesaria† de la que Jesús hablaba con Marí­a, no han de elevarse al rango del bien absoluto, sino de los bienes penúltimos. De aquí­ la exhortación de Jesús: †œGuardaos bien de toda avaricia; que, aunque uno esté en la abundancia, no tiene asegurada la vida con sus riquezas†™ (Lc 12,15). También en el trabajo se puede concretar la búsqueda del sentido de la vida, pero el trabajo no puede identificarse con el sentido de la existencia.
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y. CONCLUSION.
No podemos identificar el concepto de trabajo que se deduce de la Biblia con el concepto elaborado en la época moderna. Efectivamente, las dos épocas, la bí­blica y la moderna, tienen del trabajo una experiencia diferente. Sin embargo, la Biblia ofrece un cuadro de pensamiento significativo para la elaboración de una †œteologí­a† del trabajo. En un intento de señalar la dirección para una sí­ntesis bí­blica sobre el trabajo, podrí­amos considerar esenciales dos categorí­as bí­blicas: don y deseo. En primer lugar, la Biblia critica la concepción de la civilización del trabajo a ultranza, porque afirma que el hombre se recibe a sí­ mismo y al mundo como don de las manos de Dios. También la †œnaturaleza†, con la que el hombre entabla unas relaciones fabriles para la satisfacción de sus necesidades, es don de Dios al hombre. El trabajo entonces, en la perspectiva bí­blica, es actividad para el descubrimiento y para el gozo no sólo de la †œmaterialidad† del don, sino también de su sentido. A través de la manipulación del don, el hombre se realiza a sí­ mismo en la medida en que descubre el sentido del don y puede gozar de él cada vez más plenamente. En esta perspectiva, la Biblia no ve alternativa entre la acción y la contemplación, entre el trabajo y el †œdescanso†, entre dí­as laborables y fiesta. El trabajo es manipulación en busca de sentido precisamente porque el hombre es deseo, intencionalidad abierta al absoluto y nunca †œsatisfecha† con los bienes particulares y finitos. Sin embargo, el deseo puede identificarse con las necesidades del hombre, de forma que la satisfacción de las necesidades se identifique con el cumplimiento del deseo. Jesús puso en guardia contra este peligro en el sermón de la montaña, cuando afirma que la †œvida† no se agota en la satisfacción del hambre, del vestido, del atesoramiento en los graneros. La perversión del deseo es la codicia, el afán de poseer y de tener para sí­ sin consideración con los demás. La codicia produce la violencia, la alienación, la injusticia. El trabajo prueba la finitud del deseo humano junto con su apertura al sentido absoluto al que orienta la †œnaturaleza† como don; pero el trabajo es también prueba del deseo de vivir para sí­ y para los demás, que se concreta en la edificación de relaciones humanas comunitarias y, por tanto, en la entrega de uno mismo a los demás. Sin embargo, el deseo está siempre bajo la amenaza de convertirse en codicia de posesión y en acción violenta destinada a la vacuidad. Arraigado en el †œdon† del Creador de la †œnaturaleza† y en el †œdeseo† del hombre, el trabajo -liberado por Cristo de su ambigüedad siempre amenazadora- puede convertirse en mediación de comunión con Dios y entre los hombres.
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A. Bonora

Fuente: Diccionario Católico de Teología Bíblica

I. El problema
A quien sabe considerar en su conjunto sintético el desenvolvimiento del pensamiento cristiano, se le descubre un rasgo esencial que escapa a un análisis puramente teórico y escolar. Este rasgo es que en el cristianismo siempre se producen simultáneamente el despertar kerygmático y la atención a las realidades terrenas, el nuevo impulso del mensaje evangélico y el compromiso de los cristianos de cara a la estructuración de la sociedad en su marcha evolutiva. Esta coherencia pugna con la división corriente, demasiado fácil, entre ministerio apustolico y ciencia teológica. A la verdad, se trata de la paradoja del evangelio, realzada a lo largo de la historia, según la cual la palabra de Dios, de suyo trascendente y gratuita, se expresa en una encarnación y se hace inmanente al mundo. Nos hallamos aquí­ ante una ley constitutiva de la economí­a de la salvación.

Si queremos, pues, situar y definir teológicamente la realidad humana del t., no hemos de considerarla primeramente bajo su dimensión moral, sino como una realidad terrena que ha de someterse a la exigencia del evangelio. Una concepción de la historia de la salvación cercana a la realidad no separa de antemano (en el sentido de la distinción usual entre naturaleza y gracia) el t. profano, entendido como mera materia de mérito, y el misterio de Cristo, que se realiza en la recapitulación de la creación entera.

La actual situación histórica del -> cristianismo pone de manifiesto que la proclamación del evangelio implica también un compromiso terreno con el progreso del mundo. Sin duda, como siempre, el exceso y la deformación amenazan la medida sana de esta interdependencia: ora por una interpretación naturalista de la economí­a salví­fica, confundida con el -> progreso humano; ora, al contrario, por una depreciación escatológica de las empresas terrenas. Así­, bajo las controversias en curso, se plantea de nuevo (en términos históricos nuevos) la cuestión de la relación entre -> naturaleza y gracia, es decir, entre el advenimiento del -> reino de Dios y la construcción del mundo. La teologí­a del t. está en el corazón de este problema. De ahí­ que, tras un olvido secular del tema, éste ocupa ahora un lugar firme en la teologí­a contemporánea.

Serí­a, pues, erróneo ver en la teologí­a del t. un producto ocasional, debido al desconcierto de la comunidad cristiana ante la era de la civilización industrial (-> industrialismo). Con todo, hemos de reconocer que la transformación individual y colectiva ha sorprendido a cierto conservadurismo cristiano, que inconscientemente era solidario de una sociedad artesana y de una economí­a agraria. En principio, partiendo de una inteligencia nueva y más profunda de la historia de la -> salvación y de la relación entre creación divina, hombre y universo, hemos de reconocer la importancia central del t. para una valoración y ordenación cristianas del mundo y del hombre, del mismo modo que en las sumas teológicas medievales la antropologí­a estaba encuadrada en el tratado sobre la creación.

II. Doctrina de la Escritura
Es, pues, de prever que el recurso puramente objetivo a los textos antiguos de la Escritura y de los padres, como locus theologicus, no será enteramente satisfactorio. En efecto, el estadio elemental de la artesaní­a no permití­a entonces al hombre medir su capacidad de transformar el mundo material, ni su papel en la marcha de la historia. La filosofí­a clásica, comenzando por los griegos hasta el s. XVIII, tení­a una imagen estática del hombre. Por eso durante mucho tiempo la predicación cristiana sólo vio el t. en sus dimensiones psicológicas y morales.

Pero si los escuetos textos de la Escritura se entienden desde la palabra de Dios como realidad constantemente presente, conducen a una inteligencia más profunda del valor religioso de la actividad humana, no sólo para la perfección individual, sino también para la transformación del mundo. Estos textos no son sólo principios de que se pueden sacar consecuencias y aplicaciones, sino que están cargados de una inspiración que fermenta en las situaciones nuevas. “Llenad la tierra, sometéosla, dominad sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre cuantos animales se mueven en la tierra” (Gén 1, 28). Este encargo poético del Génesis, centrado en la naturaleza, se extiende hoy magní­ficamente a los poderes cósmicos y técnicos de una humanidad que descubre y reproduce las leyes de la naturaleza. El hombre ha puesto a su servicio estas leyes llevadas por la creatio continua y así­ participa en la obra de la creación. Sólo así­ recibe su contenido pleno de verdad la doctrina de los padres griegos sobre la imago Dei. Tenemos, pues, motivo para buscar en estos viejos textos, redactados para una sociedad primitiva, las raí­ces de donde puede brotar una inteligencia religiosa y cristiana de la humanidad cientí­fica e industrial del s. xx.

1. Desde esta perspectiva hay que leer el Antiguo Testamento. Su vocabulario sobre el t. es ya significativo. La palabra meláká designa la obra creadora de Dios, describe su presencia en la historia y la prosecución de su obra creadora iniciada el primer dí­a. En cambio abodá significa el t. de esclavo, la esclavitud, p. ej., el servicio de esclavos bajo Nabucodonosor. En el significado de esos términos se pone de manifiesto la ambigüedad del t.: coacción despiadada y plenitud llena de alegrí­a, necesidad implacable y autonomí­a liberadora.

Así­, según los acontecimientos y las ocasiones, según los temperamentos de los escritores, los libros del AT ofrecen los juicios más dispares sobre el t. Es imposible sacar de ahí­ una teorí­a abstracta del t. Una teologí­a bí­blica del t. deberá tener en cuenta esta situación en la vida y el matiz de las afirmaciones, y habrá de delimitar entre sí­ los estadios de reflexión. T. significa algo diferente en cada caso: en los pueblos nómadas, en las ciudades, en la legislación sobre la esclavitud, en la descripción de las grandes empresas constructoras de los reyes, en los conjuros de los profetas contra la opresión de los pobres, y finalmente en los aforismos optimistas o desalentados de los sabios. Todo puede extraerse de estos textos, como lo muestra el pensamiento judeocristiano en el curso de las épocas. De hecho las afirmaciones del libro de los Proverbios y del Eclesiástico (sobre todo 38, 24-34) han servido durante siglos como base de una teologí­a del t., que no era sino una ética caracterizada por el valor discreto, por la prudente honradez. por la previsión reducida a lo terreno, por una ambición mediocre y por una sabidurí­a demasiado pragmática.

Más que de estos elementos analí­ticos, anclados en la idea de la utilidad empí­rica, una teologí­a del t. debe partir de las grandes perspectivas de la economí­a salví­fica que Dios realiza en la naturaleza y en la historia. Ahí­, por lo demás, se observan los contrastes con los mitos de las cosmogoní­as paganas. Dios mismo trabaja al realizar su obra. El capí­tulo primero del -> Génesis ha sido y sigue siendo, como en una epopeya simbólica, el suelo mí­tico en que se nutre toda teologí­a del t. Desde esta acción creadora el poder soberano y libre de Dios obra en la acción de los pueblos e individuos. Los -> antropomorfismos esclarecen el concurso de esta omnipotencia con la -> libertad de la criatura humana, que, situada en el centro del mundo visible, el creador integra en su obra. Dios, que planta su viña y recoge su cosecha, es como un trabajador enérgico, sujeto al cansancio y al fracaso; es como la mujer que espera su hora con fatiga. Acabada su obra, descansa; porque el descanso es aquel estado de satisfacción interna que corona toda actividad. Pero en el hombre este ideal no halla una realización plena. El t., que deberí­a ser una actividad espontánea y gozosa, de hecho lleva consigo fatiga y vencimiento de sí­ mismo, y tiene carácter de castigo. La naturaleza no obedece al hombre, se han roto las relaciones primitivas entre ambos. La tierra no es ya el jardí­n maravilloso cuyo cultivo era fuente de dicha. La posterior teologí­a del -> pecado original se apoyará de nuevo en estas experiencias.

2. Los elementos veterotestamentarios para una teologí­a del t. se conservan en el Nuevo Testamento. Pero el hecho de la -> encarnación transforma las relaciones del hombre con la naturaleza y la historia. Con ello toda acción humana queda simultáneamente exaltada y depreciada. Exaltada, porque Cristo envuelve en su seno como cabeza de la creación toda la realidad humana y su relación con el mundo, de suerte que, por la glorificación de los hijos de Dios, incluye toda la creación en la economí­a salví­fica. Pero se da también una depreciación por el hecho de que la -> salvación definitiva se consuma más allá de la historia y el reino de Dios pertenece a un orden distinto de aquel en que se produce la configuración creadora de la realidad terrena. De todos modos, la perí­copa de Rom 8, 18-22 da un marco cósmico a la predicación evangélica de la renuncia, del sufrimiento y de la pobreza como medio de liberación y como presupuesto del auténtico amor fraternal hasta el retorno de Cristo. Según 2 Pe 3, 13 nos esperan un nuevo cielo y una nueva tierra. La -> resurrección de la carne da su alcance pleno a la misteriosa transformación.

El cristiano se halla en medio de la tensión inherente a la doble vertiente de este misterio. La espera de la -> parusí­a lleva a los tesalonicenses a desestimar, hasta la inactividad, las tareas terrenas. Sin llegar a este extremo, la interpretación de la Escritura y la predicación pastoral fijan una lí­nea de doctrina espiritual según la cual el cielo es la patria y la tierra es el destierro. Apoyado en los temas apocalí­pticos, el sentimiento general es que, al fin de los tiempos, una ruptura violenta marcará el paso del mundo a la bienaventuranza definitiva. El mundo es sólo un andamiaje provisional; la tierra perecerá con todas las obras que encierra (2 Pe 3, 10).

III. Desarrollo histórico
1. Durante toda la antigüedad cristiana no se llegó a ninguna doctrina orgánica que uniera en una teologí­a del t. las afirmaciones particulares dispersas en la Escritura. Al no plantearse el problema social, la mentalidad general se conformaba con una concepción moralizante que acentuaba más el peligro del lujo y de la riqueza que los beneficios de los bienes producidos. La economí­a de la simple subsistencia, que era la de estos siglos, no ofrecí­a ningún punto de apoyo nuevo para la exigencia del evangelio. En todo caso, ésta permaneció más a través del sentido de fraternidad que a través de reflexiones teóricas, y sobre todo a través de la valoración del t. material, en oposición al desprecio del mismo por parte de los sabios antiguos. Aunque la esclavitud no se suprime sino muy lentamente, sin embargo queda atenuada en virtud del espí­ritu cristiano, tal como sucede con la servidumbre feudal de la edad media. El monacato fue el que realizó esta evolución en el terreno social y en el institucional. El ejemplo de Cristo, de su vida de t., de su modesto oficio, dio una fundamentación religiosa a la valoración positiva del t. La imagen del Jesús trabajador no sólo dio profundidad a una concepción realista de la encarnación, sino que confirió a la vida dura del trabajador, más allá de su mérito moral, un valor evangélico. En cada crisis económica, se recordó una y otra vez en la Iglesia esta imagen de la vida oculta de Jesús, hasta el pleno s. xx. Pero ahí­ se corre el peligro de que este aspecto “edificante” encubra la perspectiva histórico-salví­fica de las afirmaciones cristológicas sobre el verbo creador (Juan) y sobre la cabeza der la creación (Pablo).

2. La edad media creó los presupuestos para una teologí­a del t., no tanto sobre la base de la Escritura, cuanto por su filosofí­a de la naturaleza, que Llevó a dar consistencia ontológica y cognoscitiva a las causas segundas y, por ende, a las actividades humanas bajo una providencia a la vez trascendente e inmanente. La escuela de Chartres (s. xii), la lectura de los neoplatónicos y de Aristóteles (s. xiii) y algunos pensamientos de los padres griegos, llevaron a una nueva inteligencia del hombre en su relación con la naturaleza. Como “microcosmos” él no es en el plan de Dios mera sustitución de los ángeles caí­dos, contra lo que cree una tradición procedente de Gregorio. El florecimiento técnico y económico de los s. xii y xiii en los gremios y municipios, la urbanización, la creación del derecho comunitario, etc., originaron entonces, junto con un nuevo espí­ritu de iniciativa, no sólo el problema humano de una organización corporativa del t., sino también una conciencia más o menos explí­cita de la tarea del hombre en la solución de los asuntos comunitarios, cuyo carácter terrestre no va en detrimento de las esperanzas religiosas. Ahora la teologí­a reflexiona también sobre la relación entre -> profesión y vocación personal. También la rehabilitación del t. manual por obra de las órdenes mendicantes sirve a la nueva evolución.

3. Cuando, con el renacimiento, la investigación de la naturaleza, el conocimiento del hombre, la expansión de la economí­a y, sobre todo, el extraordinario apogeo de las ciencias, condujeron a magní­ficos éxitos, el celo religioso santificó a estos hombres nuevos. Pero la teologí­a, tanto la cientí­fica como la alta divulgación de la misma, se cerró casi por completo a la nueva imagen del mundo. Para una teologí­a del t. y de las realidades terrenas, se hubiera requerido previamente una teologí­a de la ciencia, reconociendo su autonomí­a racional a pesar de su origen divino. De este divorcio, debido a una teologí­a escolástica ajena a la realidad, sufrirán los cristianos hasta pleno s. xx. La ciencia y la técnica engendran hoy dí­a fuera de la luz de la fe la “cultura del t.”. Pero el cristiano, sobre el terreno del evangelio y de su vocación apostólica, debe plantearse este problema de afirmar su tarea terrena y de hacer inteligible la palabra antigua de Dios para el mundo de hoy (cf. Vaticano II, De Eccl., especialmente cap II y III).

IV. Teologí­a del trabajo
La evocación sumaria de los datos de la Escritura y de la tradición ha mostrado que éstos no bastan para construir una “teologí­a del t.”. Puesto que esos textos están estrechamente ligados con presupuestos económicos, categorí­as de pensamiento y condicionamientos de su lugar y época, sólo pueden marcar la dirección en el nivel superior de una economí­a salví­fica de Dios, que ellos en conjunto revelan, y en unión con una filosofí­a de la -> naturaleza, que ellos no tienen por qué ofrecer. Lo cual significa que su luz sólo iluminará allí­ donde se haya reflexionado previamente sobre la evolución de las realidades terrenas, sobre el desarrollo social y cultural, sobre el dominio cientí­fico y técnico de la naturaleza; brevemente: allí­ donde se haya desarrollado una filosofí­a de las realidades terrenas. Serí­a error de método aspirar a una teologí­a “espiritualista”, abstracta y supratemporal, que no integrara en su edificio la investigación racional de la naturaleza y de la historia en sus dimensiones profanas y cristianas. Este ámbito total es el lugar teológico de nuestra reflexión.

1. Según los principios enunciados ya por los padres griegos y por los maestros medievales, pero añadiéndoles la perspectiva de un extraordinario progreso técnico, en primer lugar hemos de tener en cuenta la relación dinámica del hombre con la naturaleza, pues no basta el modelo de pensamiento de una yuxtaposición estática de un sujeto absoluto y de un universo inmóvil e indiferente. El hombre, porque es y en cuanto es “naturaleza” dentro de la naturaleza total, no puede comprenderse y definirse en su estructura fundamental fuera de esta naturaleza total, aunque esté sobre ella y frente a ella (-> antropologí­a). El t. es una parte del encuentro del hombre con la naturaleza, es el acto auténtico, la situación originaria del hombre, su “encarnación”. Pero es igualmente verdadero que el hombre no puede definirse integralmente por el t., porque a través de éste impone su voluntad a la naturaleza para dominarla. El t. es una “manifestación del espí­ritu” (Prudhon). Mientras que el animal forma una unidad con la naturaleza y no puede plantearse preguntas sobre ella, el hombre puede distanciarse de la naturaleza, no sólo por su pensamiento, sino también por su acción. Aunque ha de atenerse a sus leyes, sin embargo en ello permanece libre y autónomo. Su perfección consiste en la consumación de esta autonomí­a dominadora, en la realización de su ser, que se distingue del ser de las cosas meramente naturales. Gracias a esta capacidad, el hombre crea en la naturaleza un -> mundo que lleva su propio cuño, un mundo superior al de las simples fuerzas naturales. Por eso él, en la medida en que se hace consciente de su obra, adquiere conciencia de sí­ mismo. En esta acción libre y creadora el hombre se llena a sí­ mismo, crea -> cultura. Una “cultura del t.” crece desde la estructura óntica del hombre como tal. El t. no es un simple medio técnico, es un valor humano. Hay un humanismo del trabajo.

2. El t. es, pues, a la vez un perfeccionamiento del que trabaja y una transformación de las cosas en la realidad objetiva del mundo que él construye: perfectio operis. Esa dualidad, que es esencial, fue perdida de vista por una teologí­a que se ocupó exclusivamente de la perfectio operantis y, sin adquirir conciencia de ello, neutralizó el contenido objetivo del trabajo. En la nueva era técnica (-> industrialismo, -> técnica), en la que hemos entrado, esa objetivación del t. se hace más intensa y manifiesta todaví­a, puesto que la máquina la cual ha suplantado los instrumentos manuales, desarrolla una productividad que es cada vez más independiente de la actividad personal, de la voluntad y planificación del que trabaja.

Este doble y singular poder del hombre inhabita en la Tékné, en aquella capacidad por la que él puede obrar de acuerdo con su naturaleza corpóreo-espiritual.

Toda antropologí­a idealista, que no tiene en cuenta la estructura del hombre como ser con cuerpo y espí­ritu, es incapaz de dar a la acción en el mundo otro sentido humano v cristiano que el de una forma de comportamiento externa y transitoria. Los análisis antiguos sobre ars et natura deben ampliarse a una Tékne que pone conscientemente la naturaleza al servicio de la razón. La técnica es racionalización y así­ expresión de la ratio del hombre; en este sentido, además de la utilidad, hay en ella una capacidad para lo bello. Por eso el t. no es sólo labor (literalmente: flaquear bajo un peso; lo cual es una debilidad de la expresión latina), sino también práxis (acción fructí­fera). Pero esto significa que el fin del t. no es solamente la satisfacción de necesidades económicas, sino que ha de servir también a la humanización de la existencia humana.

Con ello se pone de manifiesto la dimensión religiosa del fenómeno. Por el hecho de que el hombre cumple su tarea en la edificación del mundo, participa en la obra creadora de Dios. Dios no creó un universo terminado, ni puso sobre él al hombre a manera de un espí­ritu angélico o como un espectador. Más bien Dios lo ha llamado a colaborar en la edificación progresiva de un mundo, cuyo demiurgo y conciencia debe ser él como imagen de Dios. El hombre es imagen de Dios precisa y primeramente porque con su creador es señor y constructor de la naturaleza. Por eso una espiritualidad de renuncia con relación al t. es absolutamente insuficiente, tanto por lo que respecta a la propia santificación, como en lo tocante a la construcción del reino de Dios.

3. Para poder enjuiciar rectamente la tarea cristiana en el mundo y su estructura apostólica, debe tenerse en cuenta que el hombre se hace más consciente de su poder sobre la naturaleza en la medida que se conoce como causa y, desde esta autonomí­a de la libertad y de la acción, libera su relación con Dios de una “concepción sacral”, nacida solamente de su impotencia ante una naturaleza desconocida y temible. La cultura del t. es “profana”. Pero esto precisamente hace posible su dominación en la fe. El hombre en la conciencia de su autonomí­a como “causa segunda” se hace por primera vez imagen de Dios. Hay que salir del infantilismo religioso y no temer esta “secularización” del mundo. La teologí­a del t. implica una teologí­a de los -> laicos. El advenimiento de la sociedad industrial conduce a una transformación misionera de la Iglesia. El lema de la “santificación del mundo”, usado tantas veces superficialmente, ha de rectificarse en este sentido.

4. En este dominio técnico del cosmos y en la realización del mismo se descubre todaví­a otra dimensión de la naturaleza humana: el t. crea estructuras de solidaridad, que crecen en la medida de la transformación técnica de la naturaleza. Tales estructuras al principio son a veces puramente materiales y, en no pocas ocasiones, primarias, pero, en virtud del entrelazamiento ilimitado de relaciones que de allí­ se derivan, se convierten en factores de solidaridad humana. El hombre, social por naturaleza, se socializa no sólo por la producción y distribución de bienes y por los contratos que de ahí­ resultan, sino también por una red de actividades que se entrecruzan cada vez más. De ahí­ nacen numerosos problemas, en el plano de la formación de grupos y clases, en el de la justicia social y en el de la conciencia moral colectiva. Pero, sobre todo, por este crecimiento de las relaciones laborales, el ámbito del prójimo pasa a primer plano en una medida no sospechada hasta ahora.

Este prójimo, que la letra del evangelio y la práctica secular veí­an solamente en el cí­rculo reducido de la economí­a artesana, ahora, por el aumento de la producción y la intensificación de los medios de comunicación, por el lenguaje unitario de la ciencia y de la civilización técnica, se extiende a través de un sistema mundial de relaciones entre grupo y grupo, entre continente y continente, y no tiene lí­mites. Es tarea de la predicación educar para un amor universal. En este campo de relación, el amor espontáneo al prójimo inmediato, de “hombre a hombre”, se cambia manifiestamente en un amor que debe penetrar hasta el hombre a través del camino del anonimato de las instituciones, a través de la despersonalización de las funciones y a través de la frialdad de la tecnocracia. El amor tiene que hacerse “polí­tico”, como dijo Pí­o XI en 1927 (discurso a la Federación universitaria católica), es decir, dentro de la comunidad polí­tica – sobre todo en aquel sector importante de la moderna vida comunitaria que es el mundo laboral – debe ver en el hombre efectivamente al hermano v salirle así­ al encuentro. Añadamos que, por esta socialización, la comunidad humana configura su historia, en la que el progreso técnico acuña la conciencia colectiva, y en la que, sin embargo, la libertad configurada representa el único progreso real. La teologí­a del t. exige, pues, una teologí­a de la -> historia.

5. Finalmente, esta participación en la construcción del mundo y esta socialización del amor fraternal sólo alcanzan su consumación suprema en el misterio de la encarnación. Cristo, como cabeza de la creación, recapitula en su cuerpo mí­stico toda realidad. Aquí­ está el sentido último de una teologí­a del t. A través del hombre como coproductor de la creación y configurador de la historia, la creación entera queda incluida en la economí­a salví­fica. “Porque la expectación de la creación está aguardando la revelación de los hijos de Dios… Sabemos que todo lo creado gime y sufre dolores de parto hasta la hora presente” (Rom 8, 18-22). A la luz de esta fe toda ética del t., todo el enraizamiento de las partes y profesiones liberales en la naturaleza y comunidad humanas y extrahumanas, se alza como alabanza, oblación y redención: las tres notas del sacrificio que se consumó en la acción pascual de Jesucristo.

Por una parte, esta referencia cristológica confí­a la realidad terrena a su ley natural. Y, por otra parte, la autonomí­a de los procesos técnicos, económicos v sociológicos no permiten al cristiano ceder al mito de una teocracia económica, cuyo órgano de ejecución serí­a él. Pero la apertura al progreso ha de incluirse en la misión mesiánica del cristiano, que, a pesar de su orientación escatológica, no pierde de vista las exigencias terrenas claramente contenidas en los textos bí­blicos. Efectivamente, el mensaje evangélico y la prueba de su eficacia es: el reinado de la justicia y del amor en la comunidad humana.

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Marie-Dominique Chenu

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

Por todas partes en la Biblia está el hombre dado al trabajo. No obstante, por ser este trabajo, de artesano o de pequeño cultivador, muy diferente del trabajo intensivo y organizado que evocan en nosotros las visiones modernas del trabajo, nos sentimos inclinados a creer que la Escritura ignora el trabajo o que lo conoce mal. Y como, por otra parte, apenas si comporta juicios de principio sobre el valor y el significado del trabajo, nos vemos a veces tentados a aislar en nuestra fantasí­a tal o cual fórmula tomada al azar para utilizarla en apoyo de nuestras propias tesis. Si la Biblia no responde a todas nuestras cuestiones, sin embargo, tomada en su totalidad, nos introduce en la realidad del trabajo, de su valor, de su fatiga y de su redención.

I. VALOR DEL TRABAJO. 1. El mandamiento del creador. Pese al prejuicio corriente, el trabajo no viene del *pe-cado: antes de la caí­da “tomó Yahveh al hombre y lo estableció en el huerto del Edén para que lo cultivara y lo guardara” (Gén 2,15). Si el Decálogo prescribe el *sábado, lo hace al final de seis dí­as de trabajo (Ex 20,8ss). Esta semana de trabajo recuerda los seis dí­as que empleó Dios para *crear el universo y sub-raya así­ que Dios, al formar al hombre “a su imagen” (Gén 1,26) quiso asociarlo a su designio, que después de haber puesto en orden el universo lo entregó en manos del hombre dando a éste el poder de ocupar la *tierra y de someterla (1,28). Todos los que trabajan, aun cuando “no brillen por la cultura ni por el juicio”, todos, sin embargo, cada uno en su oficio, “sostienen la creación” (Eclo 38,34, Trad. Bibi. de Jerusalén). Así­ no tiene nada de extraño que la acción del creador se descriha fácilmente con gestos de obrero, modelando al hombre (Gén 2,7), fabricando el cielo “con [sus] dedos” y fijando las estrellas en su puesto (Sal 8,4); viceversa, el gran, himno que celebra al Dios creador pinta al hombre por la mañana “saliendo para su faena, a hacer su trabajo hasta la tarde” (Sal 104,23; cf. Eclo 7,15). Este trabajo del hombre es la expansión de la creación de Dios, es el cumplimiento de su *voluntad.

2. Valor natural del trabajo. Esta auténtica voluntad de Dios no se expresa en ninguna parte entre los mandamientos de la alianza, ni en los del Decálogo, ni en los del Evangelio. Lo cual no es sorprendente, sino más bien normal: el trabajo es una ley de la condición humana, se impone a todo hombre, aun antes de que se sienta llamado a la *salvación de Dios. De ahí­ proviene que muchas reacciones de la Biblia frente al trabajo traducen sencillamente el juicio de una conciencia sana y recta y figuran en los escritos de los sabios, deliberadamente atentos a hacer que la religión de Israel saque partido de lo mejor de la experiencia moral de la humanidad.

Así­ la Biblia es severa con la ociosidad en nombre del sentido común: el perezoso no tiene qué comer (Prov 13,4) y se expone a morir de hambre (21,25); nada hay como el hambre para estimular al trabajo (16,26), y san Pablo no vacila en utilizar este argumento para mostrar su aberración a los que se niegan a trabajar: “que no coman tampoco” (2Tes 3, 10). La ociosidad es además una degradación: se admira a la mujer siempre solí­cita, que “no come el pan de la ociosidad” (Prov 31,27) y se mote-ja al perezoso: “La puerta da vueltas sobre sus goznes, y el perezoso sobre su cama” (26,14). Ya no es un hombre, es “una pella de cieno”, “un puñado de estiércol” (Eclo 22,1s): que se aparta de uno con asco.

La Biblia, por el contrario, sabe apreciar el trabajo bien hecho, la habilidad y el empeño que pone en su labor el labrador, el herrero o el alfarero (Eclo 38,26.28.30). Se llena de admiración ante los logros del arte, el palacio de Salomón (1Re 7, 1-12) y su trono, “sin rival en ningún reino” (10,20), pero sobre todo el templo de Yahveh y sus maravillas (IRe 6; 7,13-50). No tiene piedad para con la ceguera del fabricador de *í­dolos, pero respeta su habilidad y se indigna de que tantos esfuerzos se gasten sin provecho, por algo que es “nada” (Is 40,19s; 41,6s). 3. Valor social del trabajo. Esta es-tima .del trabajo no nace sólo de la admiración ante los logros del arte: reposa en una visión más firme del lugar que tiene el trabajo en la vida social y en las relaciones económicas. Sin los labradores y los artesanos “ninguna ciudad podrí­a construirse” (Eclo 38,32). Tres factores se combinan en el origen de la navegación : “la sed de lucro… la sabidurí­a del artí­fice… la dirección de la Providencia” (Sab 14,2s). Concepción rea-lista y equilibrada, susceptible de explicar, según el lugar respectivo de estos tres elementos, las aberraciones que puede conocer el trabajo, como también las maravillas que puede realizar, por ejemplo, la que permite al navegante “osar confiar su vida a un minúsculo leño” y redondear así­ la creación de Dios impidiendo que “resulten estériles las obras de [su] Sabidurí­a” (Sab 14,5).

II. LA FATIGA DEL TRABAJO. Dado que el trabajo es un dato fundamental de la existencia humana, se halla afectado directa y profundamente por el *pecado: “Comerás el pan con el sudor de tu frente” (Gén 3,19). La *maldición divina no tiene por objeto el trabajo, como tampoco tiene por objeto el parto de la mujer. Como el parto es la *victoria dolorosa de la vida sobre la muerte, así­ la fatiga cotidiana y sin fin del hombre en el trabajo es el precio que debe pagar por el poder que Dios le ha dado sobre su creación; el poder subsiste, pero el suele, maldito, resiste y debe ser domado (3,17s). Lo peor de este *sufrimiento del esfuerzo es que, aun cuando a veces alcanza logros espectaculares, como el de Salomón, viene la *muerte que lo desbarata: “¿Qué le queda de todo su trabajo…? ¿Y los dí­as de fatiga, y la preocupación de los negocios, y las noches de insomnio? También esto es vanidad” (Ecl 2,22s).

Doloroso y con frecuencia estéril, el trabajo es además en la humanidad uno de los terrenos en que más ampliamente despliega el pecado su poder. Arbitrariedad, violencia, injusticia, rapacidad hacen constantemente del trabajo no sólo un peso abrumador, sino un objeto de *odio y de divisiones. Obreros privados de su salario (Jer 22,13; Sant 5,4), labradores esquilmados por el impuesto (Am 5,11), poblaciones sometidas a prestaciones forzosas por un gobierno enemigo (2Sa 12,31) y también por el propio soberano (1Sa 8, 10-18; 1Re 5,27; 12,1-14), *esclavos condenados al trabajo y a los golpes (Eclo 33,25-29): no hay siempre falta personal en este cuadro siniestro, sino que es sencillamente el mundo ordinario del trabajo en la raza de Adán. Este mundo lo conoció Israel en la forma más inhumana en *Egipto: trabajo forzado, a un ritmo agotador, bajo una vigilancia despiadada, en medio de una población hostil, en provecho de un gobierno ene-migo, trabajo organizado sistemática-mente para aniquilar a un pueblo y quitarle toda capacidad de resistencia (Ex 1,8-14; 2,11-15; 5,6-18); se trata ya del mundo de los campos de concentración, del campo de trabajo.

III. LA REDENCIí“N DEL TRABAJO. Ahora bien, Yahveh *liberó a su pueblo de este universo inhumano, fruto del pecado. Su alianza con Israel comporta una serie de cláusulas destina-das a preservar el trabajo, si no ya de todo lo que tiene de penoso, por lo menos de las formas monstruosas que le da la maldad del hombre. El *sábado tiene por fin introducir una tregua en la agobiadora sucesión de los trabajos (Ex 20,9ss), para asegurar al hombre y a todo lo que traba-ja sobre la tierra un tiempo de *re-poso (Ex 23,12; Dt 5,14), a ejemplo de un Dios que se ha revelado como un Dios que trabaja, un Dios que reposa, un Dios que libera de la servidumbre (Dt 5,15). Diversos artí­culos de la ley están destinados a proteger al *esclavo o al asalariado, al que se debe pagar el dí­a mismo (Lev 19,13) y no se le debe explotar (Dt 24,14s). Los profetas traerán a la memoria estas exigencias (Jer 22,13). Si es Israel fiel a la alianza, no se le dispensará del trabajo, pero éste será fecundo, pues “Dios *bendecirá la obra de sus manos” (Dt 14,29; 16,15; 28,12; Sal 128,2). El trabajo producirá su *fruto normal: el que plante una viña gozará de su fruto, el que construya una casa la habitará (Am 9,14; Is 62,8s; cf. Dt 28,30).

IV. EL NUEVO TESTAMENTO. La venida de Jesucristo proyecta sobre el trabajo las paradojas y las luces del Evangelio. En el NT el trabajo es a la vez ensalzado y como ignorado o tratado con desdén, como un de-talle sin importancia. Es ensalzado por el ejemplo de Jesús, obrero (Mc 6,3) e hijo de obrero (Mt 13,55), y por el ejemplo de Pablo, que trabaja con sus manos (Act 18,3) y se glorí­a de ello (Act 20,34; lCor 4, 12). Sin embargo, los evangelios observan sobre el trabajo un silencio sorprendente; no parecen conocer la palabra sino para designar las obras a las que hay que aplicarse, que son las obras de Dios (Jn 5,17; 6,28), o para presentar como ejemplo a las aves del cielo “que no siembran ni siegan” (Mt 6,26) y a los lirios de los campos que “no se fatigan ni hilan” (6,28). La poca importancia por una parte y por otra la importancia dada al trabajo no son en modo alguno datos contradictorios, sino dos polos de una actitud cristiana esencial.

1. El trabajo perecedero. “Trabajad, no por el alimento perecedero, sino por el alimento que permanece en vida eterna” (Jn 6,27). Jesucristo viene a traer el *reino de Dios; no tiene otra misión ni habla de otra cosa. Es que este reino es lo prime-ro de todo (Mt 6,33). Lo demás, comer, beber, *vestirse, no carece de importancia, pero quien se preocupa de ello hasta el punto de perder el reino, lo ha perdido todo, aun cuan-do hubiera conquistado el universo (Lc 9,25). Ante lo absoluto que es la posesión de Dios, todo lo demás se esfuma; en es mundo, cuya “figura pasa” (lCor 7,31), sólo vale lo que une al Señor sin impedimentos (7,35).

2. Valor positivo del trabajo. Poner el trabajo en su puesto, distinto de Dios, no es en modo alguno desvalorizarlo, sino, por el contrario, restaurar su verdadero valor en la *creación. Ahora bien, este valor es muy alto. Jesús, como Yahveh en el AT, no sólo toma tí­tulos y comparaciones del mundo del trabajo: pastor, viñador, médico, sembrador, sin la sombra de la condescendencia del Eclesiastés, tan tí­pica del intelectual, con el trabajo de las manos, su necesidad y sus lí­mites (Eclo 38,32ss); no sólo presenta el *apostolado como un trabajo, el de la *siega (Mt 9,37; Jn 4,38) o de la pesca (Mt 4, 19); no sólo está atento al oficio de los que escoge (Mt 4,18); sino que con todo su comportamiento supone un mundo en trabajo, el labrador en su campo, la mujer de casa con su escoba (Lc 15,8), y considera anormal dejar enterrado el talento sin hacerlo fructificar (Mt 25,14-3). Si multiplica los panes – panes cocidos en nuestros hornos-, pone empeño en mostrar que es una excepción y que deja al hombre el cuida-do de hacerse y cocerse el pan. Con este mismo espí­ritu de adhesión leal a la condición humana recomendará Pablo “distanciarse de todo hermano que viva en la ociosidad” bajo pretexto de que está próxima la parusí­a (2Tes 3,6).

3. Valor cristiano del trabajo. Cristo, nuevo *Adán, permite a la humanidad llenar su misión de dominar el mundo (Heb 2,Sss; Ef 1,9ss): salvando al hombre da al trabajo su pleno valor. Hace su obligación más apremiante fundándola en las exigencias concretas del *amor sobrenatural; revelando la vocación de los hijos de Dios, muestra toda la dignidad del *hombre y del trabajo que está a su servicio, establece una jerarquí­a de valores que ayuda a juzgar y a comportarse en el trabajo.

Instaurando el *reino que no es de este mundo, pero se halla en él como un fermento, devuelve su calidad espiritual al trabajador, da a su trabajo las dimensiones de la caridad y funda las relaciones engendradas por el trabajo, en el principio nuevo de la fraternidad en Cristo (Flm). En virtud de su ley de amor (Jn 13,34), obliga a reaccionar contra el egoí­smo y a hacer todo lo posible por disminuir la fatiga de los hombres en el trabajo; sin embargo, al introducir al cristiano en el misterio de su *muerte y de sus *sufrimientos, da un nuevo valor a esta pena fatal.

4. El trabajo y el universo nueva. Finalmente, cuando en la parusí­a del Señor su *gloria de resucitado revista a todos sus elegidos, el dominio del universo por la humanidad será plenamente realizado por él y en él, sin trabas de pecado, de muerte o de sufrimiento. Aun antes del último dí­a, el trabajo, en la medida en que se realiza en Cristo, contribuye ya al retorno de la *creación a Dios. El *esclavo que soporta su condición en Cristo es ya “un liberto del Señor” (ICor 7,22) y prepara la creación para que “ella también sea liberada de la servidumbre de la corrupción para entrar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios” (Rom 8,21). ¿Se dará además una permanencia de la obra realizada? La Escritura no fomenta ningún mesianismo temporal: “pasa la figura de este mundo” (icor 7,31), y la ruptura entre el estado actual y el estado futuro del mundo no deja lugar para un acondicionamiento que hiciera pasar con pie seguro al mundo venidero. Sin embargo, cierta permanencia de la obra del hombre, en forma imposible de precisar, parece hallarse en la lí­nea de las afirmaciones paulinas acerca de la dominación y recapitulación del universo por Cristo (Rom 8,19ss; Ef 1,10; Col 1,16.20). Aunque no hay ningún texto que nos permita satisfacer una curiosidad fatalmente ingenua y limitada, la Escritura en su conjunto nos invita a esperar que la creación rescatada y liberada sea siempre el universo de los hijos de Dios reunidos en Cristo.

-> Creación – Hombre – Obras – Primicias – Reposo – Cuidados.

LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teologí­a Bí­blica, Herder, Barcelona, 2001

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas

A través de toda la Biblia hay muchas referencias al trabajo. Las palabras utilizadas para designarlo están divididas en dos clases. Está el término que no tiene implicaciones morales o físicas, por ejemplo cuando Dios trabaja en la creación, o cuando se hace referencia, generalmente, al trabajo del hombre en esta vida. Mәlāʿḵāh (Gn. 2:2; Ex. 20:9; 1 Cr. 4:23; Hag. 1:14), māʿăśeh (Gn. 5:29; Ex. 5:13; Pr. 16:3; Ec. 1:14) en el hebreo, y ergon en el griego son las palabras usuales que se emplean con este propósito. Sin embargo, hay otras palabras, yәḡîʿāh (Dt. 28:33; Sal 128:2; Is. 55:2; Ez. 23:29) y ʿāmāl (Sal. 90:10; Ec. 1:3; 2:10ss.; Jer. 20:18) en el AT, y kopos en el NT (Mt. 11:28; Jn. 4:38; 1 Co. 4:12; 15:58; 1 Ts. 1:3; 2 Ts. 3:8), que implican abatimiento, aflicción y dolor.

El trabajo y la labor nunca han sido considerados malos, más bien son considerados como la ocupación natural del hombre en el mundo. Aun en el estado de inocencia, al hombre, al representante de toda la creación ante Dios (Gn. 2:15ss.), se le dio trabajo que realizar como parte de su existencia normal. Esto es contrario a muchos conceptos modernos que adoptan la actitud de que el hombre debería evitar, y si es posible eludir, el trabajo por ser algo malo.

Al mismo tiempo, la Biblia repite en forma continua que el pecado del hombre ha corrompido y degradado el trabajo. Gn. 3:17s. establece en forma específica que el trabajo, a causa del pecado, cambiará su carácter para transformarse en la causa de la desintegración física final del hombre. Ésta parecería ser la razón por qué el trabajo, en porciones subsiguientes de la Biblia, a menudo expresa la idea de cansancio. De hecho, este es el tema del Libro de Eclesiastés en que el Predicador establece que toda la labor del hombre, que realiza bajo el sol, es vanidad. El hombre como pecador trabaja sólo con fines mundanos, siendo el resultado un sentimiento de frustración y desesperación, porque finalmente desaparecerá de esta tierra y con él sus obras (Ec. 2). Sólo en la medida que interprete su trabajo bajo la luz de la eternidad cambiará su entendimiento de esto.

No obstante, el hombre pecador posee grandes dones y habilidades con las cuales subyugar y usufructuar del mundo físico. En Ex. 31:1ss., Jue. 3:10 (cf. además Is. 45) y en muchos otros pasajes se establece que el Espíritu Santo es quien da estos talentos. El AT también habla de ciertas personas a las que Dios dio dones especiales que los capacitó para llevar a cabo su trabajo: los jueces, Saúl, y aun el rey pagano Ciro (Jue. 3:10; 1 S. 10:6s.; Is. 45). Los escritores del NT asumen el punto de vista del AT, pero lo enfatizan particularmente en conexión con los dones y habilidades poseídos por los miembros de la iglesia (1 Co. 12; Ef. 4:11ss.). Más aun, enfatizan continuamente el hecho de que Dios llama a todos los hombres a trabajar y les da las posiciones en la vida, en las cuales ellos están para servirle. Mientras esto aparece en el AT, como el caso de Ester (Est. 4:13–14), el apóstol Pablo lo repite con gran frecuencia en sus escritos (Ef. 6:5s.; 1 Ti. 6:1–2; Flm.).

Sin embargo, el trabajo, aunque el hombre esté ricamente dotado con dones, no puede ser sino totalmente vacío si es que el hombre no se da cuenta de que su verdadero propósito es glorificar a Dios. Pablo deja muy en claro esto cuando habla acerca de los sirvientes y de los amos (Ef. 6:5ss.; 1 Ti. 6:1–2), resumiendo todo esto en su instrucción a los cristianos a no ser «perezosos en lo que requiere diligencia, sino fervientes en espíritu, sirviendo al Señor» (Ro. 12:11), y en su exhortación a hacer todas las cosas para la gloria de Dios (1 Co. 10:31).

En la práctica, tal visión del trabajo significa que el cristiano siempre debe considerar su trabajo como una tarea divinamente establecida, y que en la medida que cumpla su llamado está sirviendo a Dios. Esto requiere que sea honesto y diligente en todo lo que hace, tanto si es empleado como si es empleador. Por ejemplo, tal es el punto central en la parábola de los talentos (Mt. 25:15). Si es un siervo, ha de ser fiel y obediente, haciendo todas las cosas como para Dios (Ef. 6:5ss.), mientras que si es un empleador Dios pone sobre él la responsabilidad de un trato justo y de consideración para con sus empleados. Ha de pagarles adecuadamente y no defraudarles en sus salarios, «porque el obrero es digno de su salario» (Lv. 19:13; Dt. 24:14; Am. 5:8ss.; Lc. 10:7; Col. 4:1; Stg. 5:4s.). De modo que todo trabajo honesto es honroso y debe ser ejecutado como una tarea dada por Dios para su gloria eterna (Ap. 14:13).

BIBLIOGRAFÍA

  1. Calvin, Institutes of the Christian Religion, III, vii; A. Kuyper, The Work of the Holy Spirit, pp. 32–43; J. Murray, Principles of Conduct, iv.
  2. Stanford Reid

Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (612). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología

Aquí las palabras principales son los vocablos heb. ma˓aśeh (181 veces), ‘acto’, ‘un hacer’ (cf. Gn. 5.29; Ex. 5.4, etc., y esp. en los Salmos sobre los actos de Dios, véase Sal. 8.3, 6; 19.1, etc.); melā˒ḵâ (117 veces; cf. Gn. 2.2–3; Ex. 20.9, etc.); pō˓al (30 veces), ‘acción’ (cf. Dt. 32.4, etc.). El gr. ergon (142 veces) se encuentra frecuentemente en Jn., He., Stg. y Ap. Menos frecuente es la forma abstracta energeia, literalmente “energía” (°vrv2 “operación”, “actividad”, etc.). Se trata de un término específicamente paulino (Ef. 1.19; 3.7; 4.16; Fil. 3.21; Col. 1.29; 2 Ts. 2.9). Debe tenerse presente también el heb. yeḡı̂˓â, ‘trabajo’, ‘cansancio’, y ˓āmāl, ‘trabajo’, ‘miseria’, cf. el gr. kopiaō, ‘trabajar’, ‘desgastarse’ (cf. Mt. 11.28; Jn. 4.38, etc.), y ergatēs, ‘trabajador, obrero’ (Mt. 9.37–38; 20.1–2, 8; Lc. 10.2, 7; Stg. 5.4).

En el gr. clásico el verbo kopiaō se refiere al cansancio que produce el trabajo (cf. LSJ, ad loc., pero en el NT significa el trabajo mismo (cf. Mt. 6.28; 11.28; Lc. 5.5; 12.27; Jn. 4.38). La palabra ergatēs se refiere al comercio o la ocupación mediante la cual el hombre se gana su sustento (Hch. 19.25), y también se usa para denotar la ganancia que resulta de su actividad (Hch. 16.16, 19), como también el trabajo que envuelve el procurar dicha ganancia. ergasia aparece en sentido ético en Ef. 4.19 y significa literalmente “convertir en ocupación”; cf. “hacedor, obrero” (ergatēs) en Lc. 13.27; 2 Co. 11.13; Fil. 3.2, y en buen sentido Mt. 10.10; 2 Ti. 2.15. El uso que hace Lucas del latinismo dos ergasian, ‘hacer un esfuerzo’ (°vrv2 “procura”) (Lc. 12.58), para destacar la advertencia de Cristo en relación con la reconciliación con el adversario piensan algunos que deriva de sus estudios médicos, donde el término se refería a la preparación de alguna mezcla, la mezcla misma, y la tarea de digerir, la actividad de los pulmones, etc. (cf. W. K. Hobart, The Medical Language of St Luke, 1882, pp. 243). Sin embargo, la frase aparece en la LXX (cf. Sabiduría 13.19), versión que Lucas conocía.

I. El sentido general

Resulta claro, debido al uso intercambiable de ciertas palabras para indicar la actividad de Dios y del hombre, que el trabajo es en sí mismo algo ordenado por Dios. El trabajo es algo que Dios concibió para el hombre desde el principio, y se menciona en Sal. 104.19–24 e Is. 28.23–29 como provisión de la sabiduría divina. La creación misma “trabaja” (cf. Pr. 6.6–11). La realidad del trabajo como parte integral del esquema del plan divino para el hombre está implícita en el cuarto mandamiento. Pero la entrada del pecado hizo que el trabajo se convirtiese en afán en lugar de ser un gozo (cf. Gn. 3.16–19). El trabajo se ha convertido en carga en lugar de bendición y, aun cuando no es algo malo en sí mismo, ha perdido su verdadero valor. Se ha convertido en ocasión para pecar; se convierte en idolatría cuando se transforma en un fin en sí mismo (cf. Ec. 2.4–11, 20–23; Lc. 12.16–22). Para algunos se ha convertido en medio de explotación y opresión (cf. Ex. 1.11–14; 2.23; Stg. 5.4). Pero en la redención el trabajo vuelve a transformarse en medio de bendición. Desde el comienzo el cristianismo ha condenado la holgazanería, aun cuando para justificarla se haya invocado a veces la religión (cf. 1 Ts. 4.11; tamb. Ef. 4.28; 1 Ti. 5.13). Nuestro Señor, al trabajar como carpintero (Mr. 6.3), ha santificado el trabajo común, y Pablo ofreció un ejemplo de trabajo honesto (Hch. 18.3). Virtualmente estableció una ley de economía social en su anuncio de 2 Ts. 3.10: “Os ordenábamos esto: Si alguno no quiere trabajar, tampoco coma.” Por otra parte, el principio proclamado por nuestro Señor sigue siendo la base de la sociedad: “El obrero es digno de su salario” (Lc. 10.7).

En la experiencia de la gracia las tareas humanas reciben nueva valoración y se vuelven más dignas. Se llevan a cabo por amor al nombre del Señor. Y en su cumplimiento en este contexto son triplemente benditas. El que trabaja recibe bendición él mismo al recibir la gracia divina para llevar a cabo sus labores para la gloria de Dios; los receptores de los resultados de tales tareas, realizadas con un nuevo espíritu y con un nuevo valor, también se benefician; y en todo Dios mismo es glorificado. Tales trabajos se realizan “en” y “para” el Señor (cf. Ro. 14.7–8; Ef. 6.5–9; Col. 3.23–24). De este modo el hombre se convierte en mayordomo de las riquezas de Dios (1 Co. 4.1–2; cf. Mt. 25.14–30) y en servidor de su prójimo (Mt. 25.40; Gá. 5.13; 1 P. 4.10). La genuinidad de la fe del hombre se demuestra al final por la calidad de sus obras (cf. Mt. 16.27, praxis). Mas al final la aceptación del que trabaja será un acto de la gracia divina (cf. 1 Co. 3.8–15; nótese esp. el vv. 10).

II. La referencia espiritual y ética

Los vocablos “trabajo, obra” se usan con referencia a los actos de creación y de providencia de Dios. En los Salmos esta nota aparece en forma muy destacada. Las obras de Dios son grandes y multiformes (cf. Sal. 92.5; 104.24; 111.2, etc.). Le ofrecen alabanza imperecedera (cf. Sal. 145.4, 9–10), declaran su justicia (145.17) y le proporcionan gozo (104.31). Es igual en el NT (cf. He. 4.10; Jn. 1.3; Hch. 13.41; Ap. 15.3). Este término se usa también para la obra de salvación encomendada por el Padre al Hijo. Este es un concepto específicamente joanino.

El Hijo ha venido a hacer la obra del Padre (cf. Jn. 4.34; 5.36; 9.4; 10.25, 37, etc.), obra que ha terminado (Jn. 15.24; 17.4). Esto significa que no se puede agregar nada a la obra hecha por él, dado que se efectuó una vez y para siempre. Por lo tanto la *salvación no es cuestión de obras o mérito sino de *gracia. Pero el hombre redimido obra, sirve y trabaja, y de este modo se encarece a sí mismo ante el Señor. Ha de fructificar con toda obra buena (Col. 1.10; cf. Gá. 6.4; 2 Ts. 2.17; 2 Ti. 2.21, etc.). Los que se ocupan de tareas especiales para Dios han de ser estimados por amor a lo que hacen (cf. 1 Ts. 5.13; tamb. Fil. 2.29). Mas ninguna obra se puede hacer para Dios si no media su obra de gracia en la persona (cf. Ef. 2.10; 3.20; Fil. 2.13; Col. 1.29, etc.). Tal es “la obra de … fe, [el] trabajo de … amor” (1 Ts. 1.3; cf. 2 Ts. 1.11).

Bibliografía. °J. Calvino, Institución de la religión cristiana, 1968, 2 t(t).; J. C. McLelland, Trabajo y justicia, 1977; H.-C. Hahn, F. Thiele, “Obra, Trabajo”, °DTNT, t(t). III, pp. 188–198; H. Mehl-Koehnlein, “Trabajo”, Vocabulario bíblico, 1973, pp. 336–337.

J. Calvin, Institutes, 3.7; A. Richardson, The Biblical Doctrine of Work, 1952; J. Murray, Principles of Conduct, 1957, pp. 82–106; H.-C. Hahn, F. Thiele, en NIDNTT 3, pp. 1147–1159.

H.D.MCD.

Douglas, J. (2000). Nuevo diccionario Biblico : Primera Edicion. Miami: Sociedades Bíblicas Unidas.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico