TRADICION

Mat 15:2; Mar 7:5 quebrantan la t de los ancianos
Mat 15:6 habéis invalidado el .. por vuestra t
Mar 7:3, 8 los judíos, aferrándose a la t de los
Gal 1:14 mucho más celoso de las t de mis padres
Col 2:8 según las t de los hombres, conforme a


Tradición (gr. parádosis, literal y bí­blicamente “[instrucción] transmitida”, es decir, de una persona a otra, o de una generación a la siguiente; “tradición”). En los Evangelios es la interpretación oral acumulada del AT, particularmente de la ley de Moisés, dada por los escribas. Se la llamaba ley oral (Torah she baal peh) en los cí­rculos fariseos y en la literatura rabí­nica. Cuando se trataba de la transmisión, la palabra que se empleaba era qabalâh, el equivalente de parádosis, pero este término también se aplicaba a ciertos materiales escritos, especialmente a la hagiógrafa (escritura sagrada). Los fariseos y los rabinos que sucedieron a los escribas consideraban que la ley oral era de origen divino, en pie de igualdad con la ley escrita y, por lo tanto, tení­a la misma autoridad. Ya fuera escrito u oral, todo lo legal recibí­a el nombre de Halaká, en contraste con Haggadá, “erudición”, “doctrina”, que incluí­a todo lo que no era legal (como ser metafí­sica, teologí­a, historia, leyendas y parábolas). Más tarde, el conjunto de la tradición oral se puso por escrito y se lo preservó en la Mishná y en el Talmud (véase CBA 5: 97-101). La consideración que le tení­an los fariseos a la ley oral no era compartida por otras sectas judí­as: los saduceos, los esenios y más tarde los cristianos. Los fariseos se referí­an a estas enseñanzas como “la tradición de los ancianos” (Mat 15:2), y Jesús la llamó “vuestra tradición” (vs 3, 6) o “tradición de los hombres”, en el sentido de que era de origen humano y no divino (Mar 7:8). Aunque aconsejó que se respetara la tradición oral por ser la continuación de las enseñanzas de Moisés (Mat 23:2, 3), una y otra vez nuestro Señor declaró que la gran masa de interpretaciones humanas era inútil, porque su efecto consistí­a en frustrar o a lo menos oscurecer “el mandamiento de Dios” (cf Mar 7:1-9). El error fundamental de “la tradición de los ancianos” era que enceguecí­a a los hombres respecto a la necesidad de una religión que surgiera del corazón, y hací­a de la observancia de ciertas formas externas el instrumento esencial para la salvación y la aceptación por parte de Dios. En las epí­stolas se usa la palabra “tradición” (parádosis; cf Gá. 1:14) también para referirse a las enseñanzas de Pablo, aunque la RVR traduce el término por “instrucciones”, “doctrina” y “enseñanza” (1Co 11:2; 2Th 2:15; 3:6). Trampa. Véase Lazo.

Fuente: Diccionario Bíblico Evangélico

(gr., paradosis, entrega, oral o por escrito). Este término no aparece en el AT hebreo En el NT se mencionan tres clases de tradiciones.

Primeramente, y la del uso más común, es la clase de tradición entregada por los padres o ancianos judí­os, y que constituyó la ley oral que muchos judí­os consideraban de igual autoridad que la ley revelada por Moisés. En verdad, los fariseos tendí­an a hacer a estas tradiciones de autoridad aun mayor que las Escrituras. Los fariseos se exasperaban con Cristo porque él ignoraba sus tradiciones y permití­a que sus discí­pulos lo hicieran también (Mat 15:2-6; Mar 7:1-13). Pablo hace referencia a su celo anterior por las tradiciones de sus padres (Gal 1:14). Algunos eruditos sostienen que Col 2:8 se refiere a herejí­as judaicas, pero el énfasis parece ser sobre el origen humano y no necesariamente judí­o de estas enseñanzas y, así­, una segunda clase de tradición. La tercera clase de tradición es la de las verdades del evangelio que Pablo enseñó (1Co 11:2, 2Th 2:15; 2Th 3:6).

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

(transmitir diciendo).

La Biblia es la Palabra de Dios “escrita” la Tradición es la Palabra de Dios “vivida y predicada”.

Algunos Protestantes dicen que no admiten la Tradición, que no tienen Tradición, ¡y se estan enganando a sí­ mismos!, porque viven el cristianismo de una forma especí­fica, y tienen sus “servicios” de forma especí­fica, ¡y eso es “Tradición”!. y eso mismo que viven, lo predican, ¡y eso es Tradición! . y es distinta la de los Luteranos o Pentecostales o Evangelistas.

?Todaví­a más! Ningún Luterano, o Adventista o Presbiteriano lo es porque lo “leyó” en la Biblia, ¡porque las palabras “Luterano”, “Adventista” y “Presbiteriano” ni siquiera estan en la Biblia!. lo son, por la Tradición, porque alguien les habló o los llevó a esa iglesia, les gustó cómo viví­an, y se quedó ahí­. La Biblia nos dice que la fe nos viene por el “oir”, no por el “leer”: (Rom 10:17).

Algo muy importante: Así­ como hay interpretaciones buenas y malas de la Biblia, lo mismo hay tradiciones buenas y malas, verdaderas y falsas, y por eso la Biblia nos advierte que conservemos las “buenas” y no nos dejemos enganar por las malas: “Manteneos firmes y mantened las tradiciones que habéis recibido de nosotros de viva voz. Mirad que nadie os engane con filosofí­as y vanas falacias, fundadas en tradiciones humanas°: (2Te 2:15, Col. 2; g),: (Ver Mt.15, Mc.7, 1Co 11:2). La mejor forma de “librarse” de falsas interpretaciones de la Biblia y de malas tradiciones, es seguir las ensenanzas e interpretaciones de la única Iglesia de Cristo, su interpretación de la Biblia y su “Tradición”. Ver “Iglesia”. El Antiguo Testamento fue transmitido por la Tradición: (Mat 15:1-9, Gal 1:14), y lo mismo, por la tradición, nos transmitieron los Apóstoles el Evangelio: (Luc 1:2, 1Co 11:2, 2Te 2:152Te 3:6, 2Ti 2:2, 2Ti 3:14, 2Pe 2:20-21, 2Pe 3:16, 1Co 15:3-9).

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

http://biblia.com/diccionario/

Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

Este término se deriva del lat. tradere, que significa †œtrasmitir†, †œpasar a†, siempre con la idea de costumbres, doctrinas o pensamientos. No se utiliza en el AT, pero hay un término hebreo que fue utilizado en forma equivalente. Es masoret, que tiene la idea de †œunión†, †œví­nculo†, tal como aparece en Eze 20:37 (†œOs haré pasar bajo la vara, y os haré entrar en los ví­nculos del pacto†). Entre los judí­os, se entiende por t. a la disciplina que establece la forma correcta de interpretar y practicar la ley. Como la profecí­a cesó después de †¢Esdras o †¢Malaquí­as, los ancianos de Israel fueron estableciendo en sucesivas generaciones algunos comentarios y aclaraciones al texto bí­blico que llegaron a adquirir una gran autoridad.

En el NT se usa frecuentemente la palabra paradosis, equivalente a t. Cuando nuestro Señor Jesucristo enseñaba en las sinagogas de su tiempo, tuvo que enfrentarse con la †œt. de los ancianos†, muchas de las cuales en realidad se apartaban de la verdad divina y sustituí­an la palabra de Dios con las opiniones de rabinos y sabios. Una de ellas, por ejemplo, se relacionaba con la actitud de eludir el mandamiento de honrar a los padres. La t. de los ancianos decí­a que si alguien consagraba a Dios sus recursos económicos, ya no tení­a que compartirlos con sus progenitores porque pertenecí­an a Dios ( †¢Corbán [Mat 15:1-9]). El Señor Jesús, citando al profeta Isaí­as, dijo, refiriéndose al pueblo de Israel: †œEn vano me honran, enseñando como doctrinas mandamientos de hombres† (Mar 7:6-7).
enseñanzas del Señor y sus apóstoles, por otra parte, fueron trasmitidas a los primeros creyentes como una nueva t. Así­, Pablo escribe a los Corintios: †œOs alabo … porque en todo os acordáis de mí­, y retenéis las instrucciones [paradosis] tal como os las entregu醝 (1Co 11:2). Las frases que usa Pablo constituyen una buena descripción de la forma en que los rabinos entendí­an la t. (†œPorque yo recibí­ del Señor lo que también os he enseñado…† [1Co 11:23]). También Pablo escribió a los Tesalonicenses: †œAsí­ que … estad firmes, y retened la doctrina [paradosis] que habéis aprendido, sea por palabra, o por carta nuestra† (2Te 2:15).
Iglesia Católica enseña que esa t. continuó estableciéndose o elaborándose al mismo tiempo que se completaba el †¢canon del NT. Y que luego ha llegado hasta nosotros, junto con el texto neotestamentario, como regla de fe. Los protestantes rechazan ese concepto. Aceptando sólo como regla de fe y práctica lo expuesto por el texto del NT, sin atención alguna a cualquier tradición que entre en contradicción con él, pues no se debe enseñar †œcomo doctrinas† lo que son sólo †œmandamientos de hombres†.

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

tip, DOCT

ver, JUSTIFICACIí“N, LEY, OBRAS, SALVACIí“N

vet, Gr. “paradosis”, un “transmitir”, ya sea oralmente, ya por escrito; una enseñanza transmitida de una a otra persona. Se usa en el NT en sentido positivo y negativo. En el negativo, es usado en la disputa entre el Señor y los fariseos acerca de “la tradición de los ancianos” (Mt. 15:1-9; Mr. 7:1-13). La tradición oral judí­a parece haber sido de tres clases: (a) Pretendidas leyes dadas por Moisés oralmente a los setenta ancianos, además de la Ley escrita, y que los fariseos consideraban tan vinculantes como ella; (b) decisiones de jueces, que vinieron a sentar precedentes directores de futuras decisiones; (c) interpretaciones de las Escrituras dadas por grandes rabinos, y que finalmente llegaron a ser consideradas con la misma reverencia que las Escrituras del AT. De la comparación de los pasajes de Mateo y Marcos es evidente que el Señor Jesús atacó la pretensión de revelación adicional (esto es, “de los ancianos”). Al añadir a la Palabra de Dios se habí­an hecho culpables: (a) Habí­an dejado los mandamientos de Dios (Mr. 7:8); (b) habí­an desechado el mandamiento de Dios (Mr. 7:9, V.M.); (c) habí­an quebrantado, o transgredido, el mandamiento de Dios (Mt. 15:3); (d) habí­an invalidado el mandamiento de Dios (Mt. 15:6; Mr. 7:13). Así­, por la pretensión de una tradición oral suplementaria de la escrita, el mandamiento de Dios quedaba: (a) echado a un lado o ignorado; (b) desatendido en sus demandas; (c) manipulado y violado; por último, (d) quedaba invalidado, vaciado de todo contenido, al ser sustituido por una norma humana. Otra mención de tradición en sentido negativo es en Col. 2:8. En este pasaje hay exegetas que ven las enseñanzas judaicas de los falsos maestros. Aunque puede haber algo de verdad en ello, es evidente que aquí­ el término se usa con mayor amplitud que en lo que respecta a la tradición judí­a. El término “tradiciones de los hombres” parece referirse al origen meramente humano, en contraste con el divino, de las falsas enseñanzas de Colosas, que parecen haber tenido caracterí­sticas gnósticas, una mezcla de filosofí­a griega mezclada con conceptos populares del judaí­smo de entonces. El sentido positivo, se usa de la instrucción dada antes de que la revelación del NT hubiera finalizado (1 Co. 11:2, trad. “instrucciones”; 2 Ts. 2:15, “doctrina”; 2 Ts. 3:6, “enseñanza”). Aquí­ se refiere a la transmisión oral, al ministerio de enseñanza, mediante el cual transmití­a el cuerpo de doctrina cristiana (2 Ts. 3:6) y las instrucciones concretas dadas a las iglesias de Corinto y de Tesalónica (2 Ts. 2:15; 1 Co. 11:2). En todo caso, esta “tradición”, esta enseñanza, es la dada por los apóstoles, y quedarí­a cristalizada en sus escritos. En las Escrituras no se contempla la transmisión oral de la revelación divina. La enseñanza, evidentemente, debe ser oral en muchos casos, pero debe sujetarse en todo a las Escrituras (1 Co. 4:6). El apóstol Pablo, en su despedida, encomienda a los fieles, no a las jerarquí­as de la iglesia y a sus enseñanzas y tradiciones, sino “a Dios, y a la palabra de su gracia” (Hch. 20:28-32). Los apóstoles eran los depositarios y transmisores de la enseñanza divina, y este depósito que ellos dejaron, la palabra apostólica, es lo que la Iglesia tiene que conservar, proclamar y vivir (cfr. Lc. 1:2; He. 2:3-4; 2 P. 1:12-20; 3:15-16; 1 Jn. 1:1-4; Jud. 3, 17. En amplios sectores de la cristiandad actual se da un intenso paralelo con la situación del judaí­smo oficial de la época del Señor. Apelando a una “tradición” que es transmitida por su “magisterio”, por ejemplo, la Iglesia de Roma mantiene doctrinas como las del culto a Marí­a, “mediadora de todas las gracias”, invalidando la clara declaración de que “hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre” (1 Ti. 2:5); de la misa como repetición del sacrificio de Cristo en la cruz, por la cual Cristo es ofrecido, y los méritos de este sacrificio son aplicados “a los vivos y a los muertos”, invalidando las claras declaraciones de las Escrituras acerca de la singularidad, irrepetibilidad y eficacia absoluta y eterna de la obra consumada de Cristo en la cruz (He. 7:24-28; 9:11-12; 24:28; 10:1-18), y muchas otras que no se pueden mencionar por falta de espacio (véanse JUSTIFICACIí“N, LEY, OBRAS, SALVACIí“N, etc.). Bibliografí­a: Gonzaga, J.: “Concilios” (International Publications, Grand Rapids, 1965); Grau, J.: “El fundamento apostólico” (Ediciones Evangélicas Europeas, Barcelona, 1973); Edersheim, A.: “The Live and Time of Jesus the Messiah” (Wm. Eerdmans, Grand Rapids, reimpr. 1981); Lacueva, F.: “Catolicismo Romano” (Clí­e, Terrassa, 1972); Stott, J. R. W.: “Las controversias de Jesús” (Certeza, Buenos Aires, 1975).

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

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Comunicación o transmisión de noticias por ví­a oral y mediante conservación de los contenidos o mensajes en la memoria colectiva natural en las sociedades. Supone la transmisión de generación en generación.

1. Concepto de Tradición

En lenguaje religioso, la Tradición alude a esa presencia misteriosa de mensajes religiosos (misterios, celebraciones, deberes morales) que Dios ha querido emplear para que la verdad revelada se mantenga en la humanidad y, de manera especial en la Iglesia cristiana.

En griego se denomina “paradosis” (opinión o enseñanza cercana) a la verdad o mensaje que, como doctrina, narración o costumbre, se ha transmite de una generación a la otra a lo largo de los siglos y se considera procedente de los Apóstoles. Es la manera de explicar que la Revelación divina es el origen de los misterios que no tienen referencia en la Sda. Escritura (Inmaculada concepción de Marí­a, por ejemplo).

Se denomina “kerigma ekklesiastikon” a la predicación eclesiástica que se apoya en esa “paradoxis” o practica vital cristiana. En las Iglesias de Occidente se llamó sin más “tradición” o transmisión y por parte de los teólogos medievales se la dio tanta importancia como a la Sagrada Escritura.

2. Sentido y valor
El sentido de “Tradición, en sentido estricto, se explica en el Concilio Vaticano II como “la transmisión de lo que los Apóstoles enseñaron, que se conserva en la Iglesia por la asistencia del Espí­ritu Santo y cuya comprensión va creciendo ya por la contemplación y el estudio de los creyentes que meditan en su corazón ya por la percepción í­ntima que experimentan de las cosas espirituales, ya por el anuncio de aquellos que con el episcopado recibieron el carisma cierto de la verdad… Las enseñanzas de los Santos Padres testifican la presencia viva de esta Tradición, cuyos tesoros se comunican a la práctica y a la vida de la Iglesia creyente y orante”. (Dei Verbum 8)

La Tradición no es un complemento de la Escritura Sagrada, sino una forma de profundizar los elementos, aspectos y rasgos del mismo mensaje escrito. La misma Revelación está en ambos depósitos, que se complementan en la oferta del mismo el misterio cristiano.

Cuando en esa Tradición o transmisión hay verdades, valores o datos que se consideran básicos en el misterio revelado, se habla de Tradición en sentido estricto. Se piensa que el misterio proviene de la acción iluminadora del Espí­ritu Santo y se asocia a la fuerza inspiradora divina. Entonces se buscan las reglas para discernir la fe revelada.

Pero los hechos, relatos y datos secundarios varí­an con el paso del tiempo, ya que cada transmisor adorna el contenido según su fantasí­a y sus intereses.

Hay cuestiones de tradición oral que se ha conservado en la memoria de las comunidades. Pero pronto esas realidades o recuerdos pasaron a ser tradición escrita, pues hubo testigos o escritores que lo dejaron consignado en sus documentos. En este sentido, una doctrina o institución que no está en la Sda. Escritura, pero se atestigua repetida y persistentemente por los “testigos de esa tradición” se la considera un argumento fuerte sobre su procedencia divina, aunque no se halle explí­cita en la Sagrada Escritura.

En lo que se refiere al mensaje religioso, mediante las fórmulas doctrinales o litúrgicas o en los textos sagrados, existe la certeza teológica de que Dios también se halla presente con su Providencia en la transmisión de la verdad en sus creyentes. El mantiene lo esencial del mensaje en la Escritura y en la Tradición.

Por esta creencia, la Tradición junto a la Sda. Escritura, es la regla de fe segura en lo que a moral, culto y doctrina cristiana se refiere.

3. Diversas sensibilidades

El tema de la Tradición es una cuestión que enfrentó a los católicos con los luteranos desde lo primeros momentos, cuando un principio básico de la Reforma fue “sólo la Escritura” y en Roma se recalcó que, en cuestiones de fe y moral, cuenta también el criterio de Tradición.

Se discutió durante siglos si Cristo comunicó a los Apóstoles enseñanzas orales que quedaron latentes en las comunidades cristianas fundadas por ellos, aunque no hayan sido recogidos en la Escritura (Sacramento de la Unción de enfermos. diferencias entre obispos y presbí­teros, por ejemplo). El principio protestante es la aceptación de la Biblia como exclusiva fuente de fe y de vida cristiana. El postulado católico es que la Tradición, el Magisterio y la Comunidad tienen referencias que completan e interpretan la Palabra Sagrada contenida en la Escritura.

En las Iglesias de Oriente, incluidas las Ortodoxas o separadas de Roma, la sensibilidad ante la Tradición fue siempre muy fuerte y determinante.

Los Orientales se aferraron a los recuerdos de los primeros escritores, de los primeros Concilios y de las primeras plegarias, que se conservan para apoyar en esos arsenales la clarificación de las cuestiones religiosas. Admiten por lo general la institución divina y la autoridad de los Obispos. Asumen la infalibilidad e indefectibilidad de la Iglesia. Pero se refugian en la Tradición primera para negar la singularidad de la Iglesia de Roma y la autoridad personalizada del Obispo de la Ciudad Eterna.

4. Cultivo de la Tradición
Así­ como la Escritura Santa es una fuente cerrada en lo que a contenido se refieren, la Tradición es un manantial vivo que sigue brotando aguas puras, siempre nuevas, pero siempre procedentes del mismo manantial.

La Escritura recogió lo que Jesús enseñó ante el deseo de guardar los dichos y los hechos del Maestro. Quedaron escritas algunas de las cosas que Jesús dijo e hizo y, una vez escritos y asumidos por la Iglesia, ya no se puede añadir en ellos nada nuevo o diferente de lo recibido.

Sin embargo la Tradición es algo que se ha confiando a la Comunidad cristiana. Esta comunidad es viva, peregrina, cambiante y flexible. Explora en su interior lo que ha recibido en depósito y hace lo posible por iluminar su significado, su alcance, su influencia en la vida de las personas y de los grupos.

Todo católico que desee dar razón de su fe y de los principios que profesa se tiene que acercar a la “Tradición” general de la Iglesia entera y mirar con simpatí­a las “tradiciones” religiosas de la comunidad en la que vive. Entonces puede entender que es sólo a la luz de lo que se vive y se ha vivido en su entorno como podrá entender y atender los misterios cristianos que la Iglesia guarda para hacerlos llegar a todos los hombres.

Incluso cuando quiere entender y promulgar la doctrina que hay en las Escrituras, en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, tiene que hacerlo a la luz de la Tradición, ya que es la ella la que da las pautas de como deben entenderse y vivirse los diversos mensajes explí­citamente consignados en la Escritura.

Según la doctrina paulina, la autoridad de la Iglesia es fundamental para salvaguardar la verdad. Y es la tradición la que se inspira en esa verdad que la Iglesia guarda, y es la Iglesia la que los guarda inspirándose a su vez en la Tradición.

Sin la Tradición, los mismos textos escritos de la Biblia, y menos los relativos al Antiguo Testamento, se pueden entender con claridad y autenticidad.

La autoridad tiene una protección divina especial por cuanto se inspira en la conservación del mensaje revelado que se ha mantenido desde que Cristo lo dio a sus seguidores. Ellos no fueron predicando un libro, el Evangelio, sino un mensaje que sólo más tarde quedó grabado en un libro. Esa conciencia de continuidad es el fundamento del primer anuncio de la fe. Y es anterior incluso a la Escritura. Por eso la Tradición ha sido desde el principio mirada con veneración y con profundidad y no tienen razón los protestantes cuando la rechazan para quedarse sólo y exclusivamente con la Escritura.

El mismo Jesús fundamentó el valor de la Tradición cuando prometió su continua presencia: “Me quedaré con vosotros hasta la consumación de los siglos”. La Tradición tiene valor y da seguridad, porque el mismo Jesús está entre sus seguidores. Si no estuviera, es evidente que la Tradición se reducirí­a simplemente a recuerdos y se sabe que los recuerdos, a medida que el tiempo pasa, se deterioran y pueden fallar.

Esa permanencia se hace presente en la predicación y en la plegaria, en la caridad y en solidaridad, en la exploración del misterio y en su anuncio a todos los hombres. Por eso, lo mismo que Jesús confirmaba sus palabras con sus obras, pedí­a a sus discí­pulos que obraran de modo que todos creyeran al ver sus buenas obras. Los milagros eran los sellos divinos de su misión.

5. Rasgos de la Tradición
La Tradición se caracteriza por la continuidad como rasgo que mejor define su esencia. Eso significa consistencia, permanencia, seriedad. Lo mismo creemos hoy que hace mil años. La doctrina revelada por Dios y llevada a la plenitud por el mismo Cristo no cambia nunca. Y por eso podemos confiar en lo que siempre se ha enseñado.

El lenguaje puede continuar. Pero el mensaje es inmutable, lo cual que no quiere decir que no sea clarificable y profundizable.

– La claridad y la estabilidad es lo que se consigue con esa permanencia y continuidad de las enseñanzas.

– La universalidad y la realidad de que en todos los lugares del mundo se asume la misma verdad y la misma expresividad, supone continuidad en la fe personal y eclesial y garantí­a de ortodoxia.

– La fidelidad y la veneración no se prestan a la Tradición por sí­ misma, sino al mensaje que late en la Tradición, que es lo que importa. Si sólo se mira a la Tradición por sí­ misma, se cae en el “tradicionalismo” y en la rutina.

Pero la permanencia de la doctrina que la Tradición conlleva la convierte en criterio de vida cristiana. Ello no quiere decir que, en cuanto a las formas, la Tradición lo es todo. Es bueno someterse a prácticas pasajeras de tiempos pasados. Pero hay que actualizarse continuamente, sobre todo cuando se habla y se vive en ambientes juveniles.

La Tradición no es meramente aceptación conceptual, sino expresión vital de lo que se siente en el interior del alma.

Y, si es vital es fiducial, es moral y es cultual, ya que la Tradición no hace referencia sólo a lo que se cree o se confiesa, sino también a lo que se ora y a la práctica de cada dí­a.

La Tradición fue, pues, una cosa querida por Jesús, que hizo referencia a ella en sus mensajes. Pero también condenó las tradiciones de los fariseos si con ellas olvidaban la Ley. Pero tales enseñanzas no formaron un eco diferente de la misión dada a su Iglesia, a sus Apóstoles, de predicar la verdad por todo el mundo. La Tradición no es más que el eco permanente de sus enseñanzas que se hallan latentes en los discí­pulos que se fueron sucediendo ininterrumpidamente a lo largo de los siglos.

Los que siguieron a los Apóstoles enseñan tradicionalmente no porque no puedan inventar cosas nuevas, sino por que no tiene sentido que inventen. Su misión es transmitir la verdad, e interpretarla de forma autorizada, no inventarla. Ellos enseñan lo que ellos mismos aprendieron.

6. Testigos de la Tradición

Se debe distinguir entre la tradición dogmática o transmisión de la verdad revelada, y las tradiciones piadosas, como son las celebraciones, las costumbres litúrgicas, las plegarias y devociones, las narraciones o las “revelaciones” y comunicaciones sobrenaturales que se han dado en el mundo.

La Iglesia (Magisterio, Comunidad, Teólogos, Pastores, Evangelizadores) admite que Dios puede intervenir en la vida de los hombres y que ello genera recuerdos, devociones y preferencias de piedad. Pero no define ni autoriza nada de forma solemne y formal, salvo a aquellas cosas que considera que más o menos directamente tienen que ver con el depósito de la fe.

En lo demás lo que hace es declarar “negativamente” su verosimilitud o su compatibilidad con la doctrina cristiana: “que no contiene nada contra la fe y las buenas costumbres”. En lo que verdaderamente se relaciona con la fe, es donde más prudentemente actúa observando y valorando los testigos de la Tradición.

– Son los Escritores sagrados, sobre todo de los primeros siglos (Los Padres de la Iglesia), los que se ha distinguido por su doctrina excelente (Doctores)

– Explora las plegarias y liturgias de las Comunidades celebrativas, sobre todo de aquellas que tuvieron en sus orí­genes especiales relaciones con los Apóstoles.

– Mira con atención las enseñanzas de los mensajeros y evangelizadores del mensaje cristiano: de los mártires, de los confesores, de los santos más carismáticos.

– Recuerda las enseñanzas, aprobaciones y condenas, de los Concilios y de las reuniones eclesiales que se dieron con abundancia durante siglos

– Es fina observadora de las expresiones sociales y artí­sticas, literarias y musicales, que han recogido el sentir de los fieles, el cual cobra una fuerza singular cuando es unánime y prolongado.

7. Catecismos y Tradición
Especial resonancia tiene para la exploración tradicional el amplio abanico de catecismos que se han ido dando en la Historia. La maravillosa unidad alcanzada en la enseñanza eclesial se manifiesta en estos documentos escritos, que los Obispos han ido ofreciendo a los fieles y que constituye un hermoso y singular testimonio de la verdad religiosa.

Los catecismos no son libros teológicos para discutir o promover determinadas teorí­as o doctrinas. Son ofertas doctrinales de los sucesores de los Apóstoles a sus fieles. Popularizan y propagan las verdades cristianas, algunas veces a nivel de toda la Iglesia (Catecismo de San Pí­o V o del Concilio de Trento de 1597; y el “Catecismo de la Iglesia Católica”, de Juan Pablo II presentado en 1992 por la Constitución Apostólica “Fidei depositum”). Pero los miles restantes en todos los tiempos y de todos los paí­ses, hechos o autorizados por los Obispos de cada Diócesis o por las Conferencias episcopales nacionales, son los mejores testigos de la tradición en lo que a mensaje cristiano se refiere.

El Educador de la fe, el catequista, el profesor de religión, tiene necesidad de tener una especial sensibilidad ante las enseñanzas tradicionales de la Iglesia. Con frecuencia encontrará dificultades, pues es más cautivador presentar cosas nuevas y dar sorpresas a quienes son destinatarios de sus enseñanzas. Mas hará bien en reservar el lenguaje de la novedad para las formas y para los lenguajes y salvaguardar como sea la verdad en el fondo y en el mensaje. Sin esa actitud correrá el riesgo de muchos yerros y el precio del error es la pérdida de fe de quien lo soporta.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

DicEc
 
El tema de la Tradición fue la parte más delicada de la DV. En efecto, la cuestión se planteaba así­ en los años anteriores al Concilio: ¿La Tradición transmite o no alguna verdad revelada que no esté contenida en la Escritura? Después del concilio de Trento (cf DENZINGER-HÜNERMANN, 1501) fue común la primera alternativa, y así­ se interpretó mayoritariamente en la teologí­a católica (cf los ejemplos próximos de H. Lennerz de la Universidad Gregoriana de Roma, promotor de la teorí­a de las “dos fuentes” a partir de su Mariologí­a de 1957, y del divulgadí­simo manual latino de Teologí­a Fundamental de J. Salaverri de 1950, profesor de la Universidad Pontificia Comillas). El texto preparatorio de la DV se alineaba claramente en la alternativa de la “doble fuente” de la Revelación y esto provocó el rechazo mayoritario de los padres conciliares. No fue hasta las dos últimas sesiones cuando se replanteó con nuevas coordenadas, lo que posibilitó su aprobación final.

El cambio de perspectiva operado partió de un estudio más particularizado del decreto tridentino que puso de relieve el carácter sólo interpretativo de la Tradición en lo que toca a la Fe, puesto que, como afirma santo Tomás, en la Escritura se encuentran “las verdades necesarias para la salvación” (ST I-II, gq.106, 108). La Tradición, en cambio, tiene carácter sólo constitutivo para el resto, es decir, para “la disciplina y las costumbres”. Este enfoque dejó ví­a libre para una lí­nea de conciliación propuesta por el Vaticano II que evidencia la diferencia entre los datos constitutivos de la Escritura y la función criteriológica de la Tradición. De esta forma queda superado el sentido dado a la “teorí­a de las dos fuentes”, más propia de la comprensión católica mayoritaria, y la de la “sola Escritura”, más propia del pensamiento protestante.

Nótese además que la DV usa la palabra tradición en dos sentidos: por un lado, siguiendo su uso más divulgado, para describir aquello que no está escrito en la Escritura (cf la propia palabra “tradición” en minúscula), y, por otro lado, y que es lo más relevante y novedoso en la DV, para exponer el proceso de transmisión viviente de la Revelación en la Iglesia (cf sobre todo con la palabra sinónima “transmisión”, el mismo tí­tulo del cap. II: “La transmisión de la revelación” y las expresiones Evangelio, Predicación apostólica e Iglesia). A partir de la aportación conciliar y de los estudios y reflexiones que la han proseguido se puede descubrir el principio católico de Tradición entendido como “la Escritura en la Iglesia”.

De esta forma la Tradición, transmite la Revelación a través de “la Escritura en la Iglesia”, la cual, “con su enseñanza, su vida, su culto, conserva y transmite a todas las edades lo que es y lo que cree” gracias al “Espí­ritu Santo, por quien la voz viva del Evangelio resuena en la Iglesia, y por ella al mundo entero” (DV 8). Los diversos testimonios de esta tradición, desde los santos padres, la liturgia, los credos, los textos conciliares, las intervenciones magisteriales, hasta el mismo testimonio de los santos y la vida de los cristianos, son importantes para conocerla, y aunque no son la tradición misma, son su actualización significativa. Y cuando estos son ejercicio del Magisterio realizan “la misión de interpretar auténticamente la palabra de Dios, no por encima de ella sino a su servicio” (DV 10).

De esta forma, el principio católico de Tradición, “la Escritura en la Iglesia”, intenta superar las puras interrelaciones entre Escritura, Tradición y Magisterio para centrarse en su unidad orgánica en torno a la Iglesia, que es la Tradición viviente y el eje de toda la transmisión de la Revelación a través de los tiempos (cf DV 7-12). Además, fiel a la concepción sacramental de la Iglesia propia del Vaticano II, se comprende que cada testimonio concreto de la tradición es un “signo-tipológico” acerca de la comprensión eclesial de la Escritura, ya sea vinculante o ya sea indicativo según el grado de la declaración magisterial correspondiente.

Nótese además que la Dei Verbum describe la Tradición de forma totalmente novedosa con la fórmula “viva vox Evangelii” (DV 8), que recuerda un motivo luterano homónimo. En efecto, Lutero tratando del Evangelio subraya su carácter “oral” y “vivo”, como verbum vocale y viva vox. He aquí­ un texto significativo suyo con sorprendentes paralelismos con la DV 8: “el Evangelio (= DV) no es propiamente aquello que está escrito en los libros y concebido en la letra, sino una predicación oral y una palabra viva y una voz (viva vox = DV) que resuena en todo el mundo (resonat in mundo = DV) que viene públicamente invocada y escuchada por todos los sitios” (WA 12.259,8-12). La expresión “viva vox Evangelii” resume perfectamente las múltiples afirmaciones de Lutero sobre el Evangelio como expresión oral de la palabra prometida, equivalente al “Verbum Dei”, que es el medio de conocimiento y de vida, más aún, la vida misma (cf WA 30.1,5; 42,57…).

Sobre el origen más inmediato de esta fórmula debe observarse que DV 8 retoma literalmente la frase propuesta precisamente por Y. Congar, perito de la subcomisión doctrinal, que decí­a así­: viva vox Evangelii resonat in Ecclesia et per Ecclesiam in mundo. Se trata de una formulación que recoge sus estudios histórico-teológicos sobre la tradición, donde relanza el concepto de “tradición viviente” —concepto que está en el fondo de la DV— forjado por J. A. Móhler. Este es descrito por Y. Congar como quien retomó la idea clásica de la teologí­a católica, atestiguada explí­citamente ya en el siglo XVI por el obispo M. Pérez Ayala, que habla del Evangelium como viva vox, y por el cardenal Osio, que trata del Evangelium vivum, y cubierta por pensadores protestantes como G. E. Lessing y F. D. E. Schleiermacher, sobre la anterioridad cronológica y el primado de la “palabra viviente”. Por esto no es extraño que Móhler afirmara en este contexto y de forma novedosa que “la tradición es el evangelio vivo y completo predicado por los apóstoles”, donde resuena claramente la expresión luterana y después usada por el Vaticano II de viva vox Evangelii.
Así­, la Dei Verbum relanza una visión dinámica y personal de la Tradición, enraizada en Cristo, que se identifica con el Evangelio (palabra citada cinco veces en singular en DV 3, 7, 8, 17) y hecha voz viva en la Iglesia gracias a la presencia de su Espí­ritu: he aquí­ pues la gran riqueza de la expresión Evangelio, tanto porque favorece la recuperación de la prioridad de la palabra de Dios, tan justamente subrayada por la tradición de la Reforma, como por su articulación eclesial, acentuada precisamente por la tradición católica.

Christopher O´Donell – Salvador Pié-Ninot, Diccionario de Eclesiologí­a, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Diccionario de Eclesiología

La enseñanza apostólica “entregada” a la Iglesia

Los acontecimientos y el mensaje de Jesús se predicaron especialmente desde el dí­a de Pentecostés. La comunidad eclesial estaba pendiente de “la enseñanza de los Apóstoles” (Hech 2,42). Los contenidos de esta enseñanza se “entregaron” a la comunidad eclesial de todos los tiempos. Es la “Tradición”. En ella se garantiza el canon o lista de los libros de la Escritura y el verdadero significado de los contenidos escriturí­sticos (cfr. DV 9).

Lo que Jesús “hizo y enseñó” quedó redactado en la Escritura del Nuevo Testamento (Hech 1,1) y se continúo predicando, celebrando y viviendo en la comunidad eclesial, también por medio de los sucesores de los Apóstoles. “La Tradición y la Escritura están estrechamente unidas y compenetradas; manan de la misma fuente, se unen en un mismo caudal, corren hacia el mismo fin” (DV 9).

La “Tradición” abarca, pues, todo “lo que los Apóstoles transmitieron”, es decir, “todo lo necesario para una vida santa y para una fe creciente del Pueblo de Dios; así­ la Iglesia con su enseñanza, su vida, su culto, conserva y transmite a todas las edades lo que es y lo que cree… Dios sigue hablando con la Esposa de su Hijo amado” (DV 8).

Transmite y explica los contenidos de la revelación

La revelación es ya definitiva y completa en Cristo, y ha quedado escrita en la Escritura y también comunicada a la posteridad por la Tradición. El Espí­ritu Santo, que inspiró las Escrituras, sigue ayudando a la Iglesia a conservar, profundizar y transmitir los contenidos de la revelación. En este sentido se puede decir que “esta Tradición apostólica va creciendo en la Iglesia con la ayuda del Espí­ritu Santo; es decir, crece la comprensión de las palabras e instituciones transmitidas”, porque “la Iglesia camina a través de los siglos hacia la plenitud de la verdad, hasta que se cumplan en ella plenamente las palabras de Dios” (DV 8).

El mensaje de Jesús, tal como él lo predicó, como lo predicaron y lo transmitieron los Apóstoles, y como quedó redactado en la Escritura, está realizando un camino de mayor comprensión y vivencia. El mismo mensaje evangélico se hace “voz viva” gracias al Espí­ritu Santo que “va introduciendo a los fieles en la verdad plena y hace que habite en ellos intensamente la palabra de Cristo (cfr. Col 3,16)” (DV 8). Habrá que garantizar la autenticidad de la Tradición por un proceso de discernimiento eclesial Magisterio, liturgia, santos, creyentes.

Historia de la palabra siempre viva de Jesús

La historia de la Iglesia es historia de la palabra viva del mensaje de Jesús. Ya no se puede prescindir de esta historia de gracia y de luces del Espí­ritu, para comprender los contenidos de la revelación escrita. Los documentos de los Santos Padres y de la liturgia, del magisterio y de los santos, son los lugares privilegiados para encontrar los hitos de esa historia de gracia que llamamos Tradición. Conservando y profundizando los datos recibidos, se afrontan con nuevas luces las nuevas situaciones de la Iglesia y del mundo. La fidelidad a la Tradición se convierte en renovación de la Iglesia llamada siempre a mayor santidad y a la misión de evangelizar a todos los pueblos.

Referencias Apostolicidad de la Iglesia, Escritura, inspiración, magisterio, predicación, renovación, revelación.

Lectura de documentos DV 7-10; VS 27; CEC 74-83.

Bibliografí­a Y. CONGAR, La tradición y las tradiciones (San Sebastián, Dinor, 1966); H. De LUBAC, L’Ecriture dans la Tradition (Paris 1966); R. FISICHELLA, La revelación evento y credibilidad (Salamanca, Sí­gueme, 1989); K. RAHNER, J. RATZINGER, Revelación y Tradición (Barcelona, Herder, 1971); J. RéMOND, R. SESBOUE, La Tradition dans l’Eglise (Paris 1989); J.Mª ROVIRA BELLOSO, La Tradición, en Introducción a la teologí­a ( BAC, Madrid, 1996) cap. VII; B. De XIBERTA, La Tradición y su problemática actual (Barcelona 1964).

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

DJN
 
Es la transmisión, oral o escrita, de historias, noticias, narraciones, etc., de una generación a otra. La tradición oral es anterior a la escrita. En el A. T., la escritura comienza prácticamente en la época de la monarquí­a; hasta entonces tenemos la tradición oral. Hay las cuatro fuentes famosas, que coleccionaron y redactaron, a veces con aportación propia, las tradiciones existentes: la tradición yahvista (J), que se escribe en el Sur; la elohí­sta (E), que se escribe en el Norte; son las dos más antiguas (reinos de David y Salomón), y su fusión se hace después de la destrucción de Samaria (año 721); la deuteronomista (D), que deriva de la elohí­sta (año 621); después del destierro se crea la tradición sacerdotal (P); existí­a también una tradición profética, repensada y profundamente meditada en el destierro; los salmistas y los sabios reflexionan también sobre todo el material preexistente. Todo quedó escrito según la clásica división de los libros, en los libros históricos, proféticos y didácticos, que la Iglesia conoce con el nombre de A. T. Aparte de estas tradiciones canónicas habí­a otra, llamada de los ancianos (Mt 7,5), centrada fundamentalmente en la esfera moral, que se alimentaba de la casuí­stica, de fórmulas absurdas y de ridí­culas minucias, y que Jesucristo rechaza de plano (Mt 15,3-11; Mc 7,8-13).

A partir de Jesucristo se crea la tradición del N. T., cuyo creador es el mismo Jesucristo, que imparte unas enseñanzas a los apóstoles y a las gentes, que él ha oí­do del Padre (Jn 15,15); los apóstoles reciben la misión de enseñar a todo el mundo lo que Jesucristo les ha dado a conocer (Mt 28,19-20). El Evangelio, antes de ser escrito, fue un evangelio predicado, transmitido de palabra de unos a otros. San Pablo, fanático en otro tiempo, pero liberado ya, de las tradiciones ancestrales (Gál 1,14), dice a los de Corinto que les transmite la tradición, que él ha recibido, sobre la Eucaristí­a (1 Cor 11,23) y sobre la muerte y resurrección de Jesucristo (1 Cor 15,3); al propio tiempo ordena a Timoteo que transmita a los demás su enseñanza (2 Tim 2,2). Los autores del N. T. pusieron por escrito para generaciones sucesivas gran parte de la tradición, que arranca de Jesucristo; pero parte de ella se quedó sin escribir; lo que quedó sin escribir es lo que la Iglesia llama “tradición oral” o “tradición apostólica”, que la Iglesia recibe y guarda en el depósito de la revelación y que, al igual que la Escritura, tiene carácter normativo.

E. M. N.

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret

Existe un fenómeno amplio que recoge en unidad orgánica las palabras, los gestos, los comportamientos espirituales, las intervenciones dogmáticas y pastorales con las que toda la comunidad cristiana, asistida (aunque ya no inspirada, como ocurrí­a con los profetas y los apóstoles) por el Espí­ritu Santo, y en la escucha constante de la enseñanza de los apóstoles, partiendo de la Escritura y valiéndose de los distintos ministerios —entre ellos destaca el magisterio jerárquico— acoge a lo largo de los siglos la Palabra de Dios, la palabra de la cruz, la palabra profética y apostólica oral y escrita, la actualiza, ora con ella, la defiende de las falsas interpretaciones, la mantiene viva y eficaz dentro de las situaciones humanas que se van sucediendo, la proclama y la hace presente en cada época. Este fenómeno complejo —difí­cil de definir en su conjunto—, esta matriz siempre viva, es la llamada Tradición. La Tradición designa el contexto vital en el que la Palabra de Dios es transmitida de una generación cristiana a otra. Y es precisamente este contexto vital el que ayuda a cada creyente y a las distintas comunidades a acercarse a la Sagrada Escritura de forma que, por un lado, esté libre de errores y deformaciones y, por el otro, sea rico,41 fecundo, sonoro, capaz de sugerir los caminos concretos mediante los cuales Jesús, Palabra viva de Dios, a través de la eucaristí­a, la Biblia y la predicación de la Iglesia, hace que cada hombre se convierta en Palabra de Dios —kerigma— para su entorno y para su época.

Carlo Marí­a Martini, Diccionario Espiritual, PPC, Madrid, 1997

Fuente: Diccionario Espiritual

Es propio del ser humano transmitir los contenidos que constituyen parte de su historia. Transmitir es un acto tí­pico de la cultura que tiende a conservar los elementos que la caracterizan, como la investigación, la reflexión y las expresiones materiales y espirituales más significativas. Puesto que el hombre vive constantemente en una tensión entre la propia finitud y el sentido de trascendencia que lo acompaña, la tradición le permite mantener viva esta tensión y expresarla como fenómeno universal. Mediante la tradición, los grupos étnicos y culturales se comunican entre sí­ y la historia de un pueblo se le da a conocer a otro. El instrumento esencial de la tradición es el lenguaje, en su expresión más amplia, ya que permite la comunicación y la transmisión de los contenidos, creando a su vez con ello más tradición. Con la tradición cada uno se forma a sí­ mismo y se forja su personalidad, se autocomprende como inserto en una genealogí­a que lo ha preparado y que lo sigue condicionando, pero sobre todo descubre que es creador de una nueva tradición y transmisor primero entre sus contemporáneos. En una palabra, es un dato adquirido por la reflexión especulativa el hecho de que sin tradición no se da ninguna posibilidad de comprensión de uno mismo ni de la historia.

También la Iglesia conoce su tradición, que le permite concebirse como sujeto histórico con la tarea especí­fica de la transmisión. En la concepción teológica de tradición se suelen distinguir tres elementos que forman conjuntamente el fenómeno: el proceso de la transmisión, que, técnicamente, se define como actus tradendi; el contenido que se transmite, definido como traditum o traditio objectiva; y los sujetos de la tradición, llamados tradentes o traditio subjetiva. En el origen de la tradición cristiana está la persona misma de Jesús de Nazaret, que, convocando a su alrededor a un grupo de discí­pulos, les transmitió su propia enseñanza para que la mantuviesen í­ntegra y se la comunicasen a todos los que creyeran en su predicación. En efecto, su rnandamiento final se resume en estas palabras: ” Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra: id, pues, y haced discí­pulos mí­os a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espí­ritu Santo, enseñandoles a observar todo lo que os he transmitido a vosotros” (Mt 28,1820). A la luz de esta palabra, la comunidad primitiva fue tomando progresivamente conciencia de la tarea y de la misión que se le habí­a confiado : transmitir universalmente y en todos los tiempos la palabra de salvación del Señor, tal como se la habí­a transmitido a ella el mismo Jesús de parte del Padre.

En este proceso, la comunidad ve constantemente presente la acción del Espí­ritu del Resucitado que la acompaña en la conservación í­ntegra y pura de todo lo que el Maestro le habí­a confiado, y al mismo tiempo se abre a sí­ misma para crear una tradición que logre expresar la fe de siempre a las generaciones futuras.

Ya desde los primeros siglos, provocada por las primeras herejí­as, la comunidad especifica ulteriormente este concepto llegando a distinguir entre la Escritura y la Tradición. En contra de las sectas -gnósticas, se empieza a formular un primer criterio de tradición que se centra en la regula tidei. Ireneo y Tertuliano fueron los primeros en explicitar el concepto de los verdaderos transmisores del kerigma, es decir, los apóstoles, porque mediante la imposición de manos hicieron a sus sucesores los transmisores garantizados de la verdadera y correcta tradición. La sí­ntesis de tocí­o este procedimiento es formulada por Vicente de Lérins con una fórmula que pasó a ser clásica en toda la historia de la teologí­a para descubrir e interpretar la verdadera Tradición de la Iglesia: “quod ubique, quod semper, quod ab omnibus creditum est”.

El concilio de Trento tomó una postura fundamental. En la sesión 1V, con el Decretum de libris sacris et de traditionibus recipiendis, Trento ofrece una enseñanza que puede sintetizarse en estos puntos: a) La Iglesia debe permanecer “en la pureza del Evangelio”, es decir, ligada al acontecimiento Jesucristo, que constituye la fuente única y última de la verdad de fe y de la norma moral; por consiguiente, él es la misma continuidad de la revelación. b) La revelación está contenida y mediada necesariamente ” en los libros sagrados y en las tradiciones no escritas”; el concilio, por consiguiente, reconoce dos mediaciones de la Palabra de Dios: la Escritura y la Tradición. c) Se definen las tradiciones no escritas en las que el Evangelio se transmite como todo aquello que ” a partir de la voz del propio Cristo, de los apóstoles bajo la inspiración del Espí­ritu Santo, ha llegado hasta nosotros como transmitido de mano en mano” (DS 1501).

A partir de Trento hasta el concilio Vaticano II es posible ver una triple interpretación teológica del concepto de tradición: a) La teorí­a de “las dos fuentes” tiende a distinguir la Escritura y la Tradición como dos fuentes independientes que transmiten cada una parte (“partim”) de la revelación. b) La teorí­a de “la suficiencia de la Escritura”, propone que la Escritura contiene ya en sí­ la parte suficiente de la revelación, por lo que la Tradición tiene sólo un papel interpretativo y explicativo del contenido bí­blico. c) La teorí­a de “la suficiencia relativa de la Escritura” se sitúa como sí­ntesis de las dos anteriores y sostiene la unidad de la Escritura y de la Tradición; mientras que la Escritura contiene la substancia de las verdades reveladas, su plenitud le viene de la tradición.

Con la Constitución dogmática Dei Verbum, el Vaticano II propone una enseñanza renovada sobre la Tradición, más coherente con la nueva comprensión de lo que es la revelación. Se presenta más bien la tradición a la luz de categorí­as personalistas, recuperando así­ a la persona de Jesucristo como fuente y sujeto de tradición, ya que él a su vez transmite lo que ha recibido del Padre. Se la presenta como un don que es participado y que, por tanto, tiene que permanecer í­ntegro para siempre de todas formas, se inserta en un proceso histórico que garantiza su progreso (DV 7-8). La visión teológica del Vaticano II sobre la tradición favorece la superación de las tres teorí­as presentadas y garantiza el hallazgo de la enseñanza genuina de Trento. En efecto, la Escritura y la Tradición ” brotan de la misma fuente divina”, “están estrechamente unidas y se comunican entre sí­”, hasta el punto de formar “en cierto modo una sola cosa”. En efecto, la sagrada Escritura “es Palabra de Dios en cuanto que está escrita por inspiración” y “se transmite í­ntegramente por la santa tradición” (DV 9).

En la relación entre la Escritura y la Tradición, el concilio cede a una fórmula de compromiso -que, de todas formas, resulta clara si la ponemos a la luz de la enseñanza sobre la revelación y la Iglesia-, cuando dice: “La Iglesia alcanza la certeza sobre todas las cosas reveladas, no sólo a partir de la Escritura” (DV 9); al no definir un contenido formal, está claro que el concilio deja sitio para la investigación y la reflexión teológica.

La tradición en la vida de la Iglesia es un hecho esencial, ya que, según las palabras de la Dei Verbum, “contribuye a la conducta santa del pueblo de Dios y al incremento de la fe” (DV 8); por tanto, es necesario que, una vez definida, se establezcan también los criterios a través de los cuales se haga posible el reconocimiento de sus contenidos, su valor normativo y el sujeto capacitado para su recta interpretación.

R. Fisichella

Bibl.: J M. Rovira Belloso, Tradición, en CFC, 1392-1403; K. H. Weger, Tradición, en SM, VI, 692-703; Y Congar La Tradición y las tradiciones, 2 vols., Dinor San Sebastián 1966; K. Rahner – J Ratzinger, Revelación. Tradición, Herder Barcelona 1971; R. Fisichella, La revelación: evento y credibilidad Sí­gueme, Salamanca 1989.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO: 1. Tradición entendida como fenómeno de la cultura humana; 2. El principio cristiano de la tradición; 3. El concepto teológico de tradición; 4. Normas y criterios de la tradición (norma suprema, norma primaria, norma subordinada; criterios de pertenencia; criterios hermenéuticos); 5. Pragmática de la tradición.

H.J. Pottmeyer
La tradición del cristianismo, como cualquier otra tradición, puede contemplarse bajo múltiples aspectos: de una manera general, en cuanto fenómeno de la cultura humana, en la perspectiva de la antropologí­a y de la historia; o como momento de la propia identidad, desde el punto de vista de la autocomprensión del grupo que la sustenta; en este caso, de los cristianos. El teólogo cristiano reflexiona sobre la tradición cristiana tanto en cuanto fenómeno cultural como en la perspectiva de la fe cristiana. La fe cristiana comprende la tradición cristiana como un acontecimiento cuyos autores son los hombres y Dios.

Como en cualquier tradición distinguimos también en la tradición cristiana el contenido transmitido (traditum o traditio obiectiva), el hecho de la transmisión y de la recepción Cactus tradenti el recipiendi o traditio activa) y los sujetos de la tradición (tradentes o traditio subiectiva). Mientras que las otras disciplinas teológicas se interesan más por los documentos y los contenidos de la tradición cristiana (exégesis, dogmática) o por sus sujetos (historia de la Iglesia), la teologí­a fundamental reflexiona sobre la relación fundamental de los contenidos, el hecho y los sujetos de la tradición, así­ como sobre las normas y criterios de la verdadera tradición cristiana.

I. TRADICIí“N ENTENDIDA COMO FENí“MENO DE LA CULTURA HUMANA. La actitud respecto a la tradición es hoy contradictoria. Por un lado, se impugna por principio la autoridad y el valor de la tradición, y por otro se va imponiendo el parecer de que latradición es indispensable para el hombre particular y para la sociedad.

La pérdida básica de autoridad de todas las tradiciones se funda por un lado en la experiencia de que muchos de los conocimientos y formas de conducta transmitidos han quedado anticuados y superados por el progreso cientí­fico-técnico y social. Esta experiencia apoya la creciente pretensión del hombre en la Edad Moderna de darse a sí­ mismo motivaciones deforma autónoma mediante la razón. Para esta pretensión que lo abarca todo, la tradición se ha convertido en prejuicio y en lideologí­a, de las que el hombre ha de emanciparse caminando hacia una libertad sin cortapisas. Entretanto, la crisis del hombre moderno favorece un cambio de mentalidad. Reconocemos que la pérdida total de la tradición pone en peligro la libertad y la humanidad.

Sin embargo, la vuelta a una relación con la tradición de vivencia inmediata, como la promueven ciertos movimientos de la New-Age, o la mera restauración y conservación de tradiciones particulares como quiere el tradicionalismo fundamentalista, no es posible ni deseable. La conquista de la autorresponsabilidad adulta no deberí­a hacerse dando marcha atrás. Hoy es posible y exigible una actitud crí­tica frente a la tradición que distinga entre lo que vale y lo que no vale en las tradiciones y haga suyas las tradiciones valiosas con una libre decisión. La actitud crí­tica frente a la tradición cuenta ya con una larga historia. En nuestro ámbito cultural comienza con el paso del mito al logos en la filosofí­a griega; se encuentra en el AT y en el NT y, no en último lugar, en Jesús.

El hombre es un ser de tradición. Recibe tradiciones y las transmite, crea tradiciones y las liquida: La tradición es un acontecimiento cultural, social y personal. La tradición es un elemento constitutivo de la cultura humana. Se basa en dos hechos antropológicos básicos: primero en la finitud, mortalidad e historicidad del hombre, y luego en la necesidad de organizar experiencias, conocimientos y habilidades adquiridos por otros, para que pueda surgir y desplegarse una cultura. Se transmiten habilidades, costumbres, ritos, normas, relatos y doctrinas. La tradición está ligada ante todo al lenguaje. El lenguaje es el medio de transmisión y él mismo tradición. El lenguaje y la escritura muestran que también hay que desarrollar y transmitir la capacidad de tradición. A esto se debe también que se establezcan determinadas funciones, como las de sacerdotes, enseñantes, jueces y maestros, e instituciones, como el culto, el derecho, la escuela y el teatro.

En el aspecto social, la tradición se puede designar como un proceso comunicativo diacrónico y sincrónico. La tradición ejerce dos funciones sociales: primero, obra suscitando grupos y continuidad; la comunidad basada en la tradición es a la vez medio y producto de la tradición. Además actúa como descarga y da orientación; porque, ante la multitud de posibilidades de percepción, de pensamiento y de actuación que pueden paralizar al hombre, pone a disposición determinados modelos o “guiding patterns” de percepción, de pensamiento y de acción. A fin de asegurar las tradiciones normativas, toda comunidad tradicional desarrolla instancias de control-En el proceso comunicativo de la tradición influyen constitutivamente los transmisores, los receptores y lo transmitido.

La tradición puede fomentar o poner en peligro la personalidad del hombre. El hecho de nacer el hombre en el seno de una determinada comunidad tradicional y ser influido por ella significa dos cosas: primeramente, la tradición hace posible el desarrollo de la personalidad; por otro lado, puede determinar al hombre impidiendo o estorbando el libre despliegue de su comprensión y de su obrar. Por eso la tradición es a la vez destino y reto. La apropiación personal, es decir, libre e inteligente, de la tradición motiva una actitud crí­tica respecto a la tradición. La apropiación personal de la tradición requiere su interpretación. El transmisor y el receptor deben relacionar la. tradición con su respectiva situación y experiencia e interpretar recí­procamente la experiencia recordada y presente, si no se quiere que el recuerdo vivo se transforme en tradicionalismo muerto. La tradición viva es interpretación y exige interpretación; comprende continuidad e innovación. Por eso el proceso de la tradición no carece nunca de conflictos.

De todo esto se sigue la cooperación de los sujetos y de lo transmitido en el proceso vivo de la tradición. Los transmisores y .receptores transmiten y reciben lo transmitido interpretándolo. Por otra parte, lo transmitido determina, marca y transforma tanto a los transmisores como a los receptores, y además el proceso de la tradición, sus formas e instituciones.

La tradición cristiana, como acontecimiento de comunicación e interacción que tiene por protagonistas a hombres, está sujeta a las mismas condiciones y leyes antropológicas. Por eso se la puede analizar y valorar también desde la antropologí­a y la historia, en cuanto toman en cuenta la autocomprensión cristiana. Sus resultados son importantes también para el teólogo, porque permiten conocer el carácter humano e histórico del hecho de la tradición cristiana y llaman su atención sobre las condiciones que impiden o favorecen la mediación cristiana de la tradición. Pero desde la perspectiva- teológica, la tradición cristiana no es simplemente la variante religiosa y cristiana de un fenómeno cultural humano general: El principio cristiano de la tradición se funda más bien en que Dios se ha revelado en Israel y en Jesucristo de una vez por todas como salvación de los hombres. De ahí­ se sigue la necesidad de comunicar y transmitir el conocimiento de este acontecimiento y su fuerza redentora a todas las.generaciones ulteriores.

2. EL PRINCIPIO CRISTIANO DE LA TRADICIí“N. El proceso cristiano de la tradición comienza con Jesús. El anuncia la ley y los profetas de Israel como normativos y los interpreta crí­ticamente apelando a la voluntad de Dios (Mt 5,17-48; 15,1-20; Me 5,713). En el perí­odo neotestamentario, junto a la tradición de Israel, interpretada en referencia a Jesucristo, el testimonio de los apóstoles sobre él se convierte en nuevo fundamento de la tradición cristiana. Transmitido primero oralmente, este testimonio es consignado por escrito en la Biblia del NT.

Ya en Pablo aparece claramente la figura del apóstol como testigo y transmisor primero y autorizado de la tradición cristiana. Es apóstol: 1) el que es testigo de la autorrevelación de Dios en Jesucristo; 2) el que es enviado por el Señor para anunciar la palabra de Dios (Gál 1, i 5-17). Pablo mismo no es solamente testigo inmediato del resucitado; sino que es también transmisor del testimonio de los primeros apóstoles sobre la última cena y la resurrección de Jesús (1Cor 11,23-25; 15,1-7), de la profesión de fe (Rom 1,1-4; 4,24-25; 10,9) y de los himnos de las comunidades (Flp 2,5-11). Como Jesús, también
Pablo observa una actitud critica frente a -la tradición. Protesta contra el tradicionalismo judeo-cristiano e insiste en e1 verdadero reconocimiento de Jesucristo como principio de la interpretación del mensaje de Jesús (Gál 2,5-6; Flp 3,$-I1).

En Pablo, como en los restantes escritos del AT y del NT, está claro que la tradición tiene lugar como constante interpretación de nuevos acontecimientos y situaciones (la interpretación del éxodo referida a la cautividad babilónica en los profetas, la interpretación del mensaje de Jesús del amor sin lí­mites de Dios referido a la vocación de los gentiles en Pablo, la interpretación de la tradición de Jesús a la luz de la pascua por los evangelios). La interpretación, como la realizan Pablo y los otros hagiógrafos, es no sólo la expresión de la necesidad general de la interpretación, si la tradición ha de ser algo vivo. La constante reinterpretación es en la Biblia expresión de la verdad de que el Señor vive y está inmediatamente presente en cada época y en ella es de nuevo testimoniado. Así­ pues, la Biblia transmite no sólo los contenidos de la tradición, sino también modelos de su interpretación.

Al aumentar la lejaní­a temporal de los orí­genes, surge la autoridad de los primeros testigos apostólicos y la referencia a la cadena sin solución de los transmisores como garantí­a de la fiel conservación del kerigma. Esto comienza en Lucas (Le 1,1-4), y lleva a la idea de la transmisión doctrinal en las cartas pastorales (1Tim 1,18; 4,11; 2Tim 1,13-14; 2,2; 2Pe 3,2) y a la explicitación del principio cristiano de la tradición en Ireneo y Tertuliano.. Para asegurar la tradición apostólica se institucionaliza la cadena de testigos en forma de sucesión apostólica de los obispos. Como testigos de la tradición apostólica y mediante la imposición de manos son enviados por Cristo los obispos como sucesores de los apóstoles, convirtiéndose en transmisores auténticos. Su autoridad se funda durante mucho tiempo sobre todo en el contenido, no en el aspecto formal: su doctrina. debe estar de acuerdo en cuanto al contenido con la doctrina de los apóstoles y de las Iglesias madres de fundación apostólica, así­ como con la Sagrada Escritura. Como prueba de la coincidencia del contenido sirve, entre otras cosas, el consenso.

Ya pronto surge la cuestión de los criterios de la verdadera tradición. Como demostración de la coincidencia del contenido con la tradición apostólica mencionan Ireneo y Agustí­n el consenso de los padres y la regula fidei o regula veritatis. La regula fidei no está por encima de la Sagrada Escritura ni designa el magisterio eclesiástico. Más bien consta de los pasajes más claros de la Sagrada Escritura: “de scripturarum planioribus locis et ecclesiae auctoritate” (AUGUSTINUS, Doctr. chi. IIl, 2, 2: CCL 32,77s) y forma el primer canon de la Iglesia. Vicente de Lerí­n describe en su Commonitorium (434) la praxis corriente para el hallazgo de la verdad en la Iglesia del tiempo de los Padres. A1 hacerlo puede referirse a.Jos concilios de Nicea y Efeso. Como criterios de la verdadera doctrina común menciona, él universitas, antiquitas y consensio (del concilio y de los Padres) (Commonit., 2;3; 29,41: “quod ubique; quod semper, quod ab omnibus”). Junto a la apostolicidad, se considera la catolicidad como propiedad esencial de la verdadera tradición. El concilio representa para Vicente el nexo. entre el consenso sincrónico y el diacrónico. Pero las conclusiones del concilio indican consenso universal sólo mediante su recepción por la totalidad de la Iglesia.

En la época siguiente el concepto de revelación se entiende tan ampliamente que; además de la tradición de origen apostólico, se consideran también inspiradas y con idéntica obligatoriedad prescripciones y usos eclesiásticos posteriores. A esto se añade que, en lugar. de la legitimación material, de la tradición por el consenso con el kerigma apostólico, aparece cada vez más su legitimación formal por la (relativa) antigüedad o por la autoridad eclesiástica. Semejante concepción de la tradición amenaza con inmunizar a la Iglesia contra cualquier intento de reforma que apele al origen apostólico. No se recuerda ya el aviso de Tertuliano de que Cristo se llamó la verdad, y no la costumbre (De virg. vel. I, 1: CCL 1,1209). Los humanistas y reformadores provocan a la Iglesia a una inteligencia más crí­tica de la tradición. Para ello pueden apelar a Pablo y a algunos padres de la Iglesia:
Lutero al principio sólo quiere rechazar aquellas tradiciones que no cuentan con la autoridad de la Sagrada Escritura, a fin de hacer valer de nuevo el puro evangelio. Pero luego sustituye el principio de tradición por el principio de la Escritura (sola Scriptura). Con ello permanece estancado en la controversia de la Edad Media tardí­a: como la Iglesia de su tiempo amenaza con olvidar la primací­a de la Sagrada Escritura y con subordinar la normativa material del kerigma apostólico a la normativa formal de la tradición eclesiástica, en rí­gida contraposición, la Escritura se convierte para Lutero en la única norma particular material y formal (“Sacra Scriptura su¡ ipsius interpres” ).

La reforma induce al concilio de Trento a formular un concepto más crí­tico de la tradición. En el Decretum de libris sacris et de traditionibus recipiendis, de 1546 (DS 1501-1505), el concilio acepta el deseo de Lutero de conservar en la Iglesia la “puritas ipsa Evangelii”. El evangelio es la ente de toda verdad salví­fica y de la ordenación cristiana de la vida, que “(et) in libris scriptis et sine scripto traditionibus” se contienen. A estas tradiciones se las califica más exactamente como “ab ipsius Christi ore ab Apostolis acceptae, aut ab ipsis Apostolis Spiritu Sancto dictante quasi per manus traditae ad nos usque pervenerunt”. Todos los libros del AT y del NT y las tradiciones inspiradas que se remontan a los apóstoles, “tum ad fidem, tum ad mores pertinentes”, son aceptadas y veneradas por la Iglesia “par¡ pietatis affectu ac reverentsa”.

Con ello se limitan crí­ticamente las tradiciones vinculantes: éstas deben referirse a la fe y la moral y remontarse a los apóstoles. Positivamente se dice también que el evangelio es la única fuente de la verdad salvifica, punto de vista éste dinámico, con el cual enlazará el Vaticano II. Queda abierto cuáles son los contenidos vinculantes de la tradición; y queda abierta también la cuestión de la suficiencia material de la Escritura. Mas como el concilio habla de “tradiciones” en plural, insinúa su distinción material de la Escritura en lugar de distinguirlas, de la Escritura solamente en cuanto a la modalidad. Se queda en la coexistencia externa de las dos formas de mediación del evangelio. A1 concilio le interesa principalmente la insuficiencia modal o hermenéutica de la Sagrada Escritura: nadie puede interpretar la Escritura, en cuanto se refiere a la fe y la moral, en oposición al consenso unánime de los Padres o a aquel sentido que sostiene la Iglesia, la única que puede juzgar sobre el verdadero sentido y la interpretación de la Escritura (DS 1507).

Después del concilio tridentino vuelve a imponerse, por controvertidos intereses teológicos, la distinción material entre Escritura y tradición. Apelando al concilio, se enseña que el evangelio está contenido partim en la Escritura y partim en la tradición oral; fórmula que el concilio habí­a sustituido por,la más abierta et-et. Así­ se llega a hablar de las dos fuentes de la revelación (“teorí­a de las dos fuentes” de la revelación). Esta concepción afirma la insuficiencia material de la Escritura. Está, además, la concepción de la insuficiencia meramente modal o hermenéutica, según la cual la Escritura necesita completarse con la tradición sólo para su recta inteligencia. De la doctrina del concilio de que sólo la Iglesia puede juzgar sobre el verdadero sentido de la Escritura se deduce luego el monopolio de su interpretación por el magisterio eclesiástico, de forma que éste aparece cada vez más como el único representante de la tradición.

Sólo el Vaticano II, en su constitución dogmática/ Dei Verbum (1965), saca del callejón sin salida de la controversia teológica sobre la delimitación de Escritura y tradición (DV 710). Enlazando con las palabras del concilio tridentino sobre el evangelio como la única fuente de toda verdad salví­fica (DV 7), explica que la tradición sagrada y la Sagrada Escritura brotan de la misma fuente divina y constituyen una unidad orgánica (DV 9). Se subraya el rango de la Escritura dentro del proceso de la tradición: la Escritura “es palabra de Dios en cuanto que, por inspiración del Espí­ritu divino, se consignó por escrito”; la tradición transmite, conserva y explica la palabra de Dios (DV 9).
Con esto se define la relación entre Escritura y tradición más bien modalmente; es decir, en la tradición, entendida como transmisión de la palabra de Dios mediante la interpretación de la Escritura, “son entendidas más a fondo las Sagradas Escrituras y se tornan constantemente eficaces”. (DV, 8). La cuestión de la suficiencia material de la Escritura no quiso decidirla el concilio. La,indicación de que la Iglesia por la tradición “conoce el canon í­ntegro de los sagrados libros” (DV 8) no se ha de entender en el sentido de que la tradición tenga un contenido particular; la elección de los libros canónicos hay que explicarla más bien partiendo del examen de la canonicidad de su contenido que adquiere la Iglesia en la familiaridad con estos libros. También se puede entender en sentido modal la fórmula de compromiso: “La Iglesia no toma de la sola Sagrada Escritura su certeza acerca de todas las cosas reveladas” (DV 9).

La nueva determinación de la relación entre Escritura y tradición, y en particular de la inteligencia de la tradición misma, es posible gracias, a la profundización del concepto de revelación (DV 2-6) y de la Iglesia (Lumen gentium):
Así­ como se entiende la revelación no ya en el sentido de mera comunicación de verdades particulares, sino como autocomunicación vivificadora del Dios trino, por medio de la cual habla él a los hombres como amigos (DV 2), de la misma manera la tradición no se entiende ya tampoco como simple colección de verdades particulares, sino como “presencia viva” de la palabra de Dios, de suerte que Dios “sigue conversando siempre con la esposa de su Hijo amado” (DV 8).

– Así­ como la revelación no se presenta ya cual simple instrucción, sino que tiene lugar “por obras y palabras” (DV 2), así­ la tradición se realiza en “la doctrina, la vida y el culto” de la Iglesia (DV 8).

– Así­ como la Iglesia entera es el pueblo de Dios en camino hacia la plenitud del reino de Dios, así­ también “el pueblo cristiano entero está unido a sus pastores”(DV 10), representantes de la tradición. La comprensión de la palabra de Dios que se transmite crece no sólo por la predicación de los pastores, sino también “por la contemplación y estudio de los creyentes” y “por la í­ntima inteligencia de las cosas espirituales” (DV 8).

Con ello el Vaticano II recupera una comprensión total y unitaria de la tradición y de su función en la vida de la Iglesia y destaca su dimensión teológica e histórica. Es verdad que apenas se tematiza la función crí­tica de la Escritura frente a la tradición no-bí­blica. A pesar de este desiderátum ecuménico, que sigue abierto, quedó superada en lo esencial la controvertida oposición teológica en lo que se refiere a la relación entre Escritura y tradición. Así­ lo confirman múltiples documentos ecuménicos (Montreal 1963, Malta -1972, ete.).

3. EL CONCEPTO TEOLí“GICO DE TRADICIí“N. La tradición cristiana puede entenderse teológicamente como la constante autotransmisión de la palabra de Dios en virtud del Espí­ritu Santo mediante el ministerio de la Iglesia para la salvación de todos los hombres. El sujeto primordial de la historia de su testimonio, comprensión e interpretación en la Iglesia es la palabra misma de Dios, hecha hombre en Jesucristo y presente de manera viva en el Espí­ritu Santo. La Iglesia es sujeto ministerial de la tradición del evangelio. Sólo el Espí­ritu capacita a la Iglesia para transmitir auténticamente la palabra de Dios. Por eso la Iglesia invoca al Espí­ritu como fuerza cada vez que se hace de nuevo presente la palabra de ‘Dios, cuando celebra en la palabra y el sacramento la memoria evocadora de Jesucristo.

El contenido constitutivo de la tradición es la autocomunicación de Dios que se revela. Su punto culminante es la entrega por Dios de su propio Hijo en manos de los hombres por todos nosotros (Rom 8,32; 4,25), y al mismo tiempo la autoentrega del mismo Jesucristo (Ef 5,2). La acción redentora de Dios se transmite en la palabra de la predicación y en la fracción eucarí­stica del pan (ICor 11,23), no sólo verbal, sino realmente (tradición verbal y real).

La forma constitutiva de la tradición es el testimonio de fe de los apóstoles y de sus comunidades “en la doctrina, la vida y el culto” (DV 8), pues en su fe encontró la revelación la primera respuesta de la Iglesia realizada por el mismo Espí­ritu. La Sagrada Escritura del NT, inspirada por el Espí­ritu. Santo, da testimonio de la fe apostólica (traditio constitutiva).y es por lo mismo norma para la tradición eclesial continua (traditio interpretativa el explicativa).

Contenido y forma han de corresponderse. Así­ como al contenido constitutivo de la tradición pertenecen la communicatio de Dios mismo y de su Hijo encarnado y la communio con Dios, así­ pertenecen a la forma constitutiva de la tradición en las comunidades apostólicas la communio con Dios y de unos con otros por la communicatio en la palabra de la predicación, en la celebración de la eucaristí­a y en la cáritas y en la diaconí­a. La correspondencia entre contenido y forma es la norma para la Iglesia ulterior.

4. NORMAS Y CRITERIOS DE LA TRADICIí“N. La norma suprema (norma suprema, norma non normata) de la fe cristiana y de su tradición es únicamente la palabra de Dios, que en Jesucristo tomó carne y permanece presente en el Espí­ritu Santo, y no una de sus formas de testimonio. Pues la palabra de Dios da testimonio de sí­ en la Sagrada Escritura, en la doctrina, la liturgia y la vida de la Iglesia y en los corazones de los creyentes (2Cor 3,3; 1Tes 4,9; 1Jn 2,28); pero, gracias a su carácter escatológico, no queda absorbida en ninguna de sus formas de testimonio. Más bien promueve la multiplicidad y fecundidad de testigos siempre nuevos.

La norma primaria (norma normata primaria) entre las manifestaciones de la palabra de Dios es la Sagrada Escritura, en la cual está consignado el testimonio de los profetas y los apóstoles, y que la Iglesia acepta por la fe como obra especial del Espí­ritu Santo. Como testimonio de la traditio constitutiva, sirve de norma e inspira la tradición eclesial posterior, y por ello se la puede designar como “suprema fidei regula” (DV 21) respecto a las instancias testimoniales subordinadas.

La norma subordinada (norma normata secundaria) entre las manifestaciones de la palabra de Dios es la tradición vinculante de la fe de la Iglesia, la traditio interpretativa el explicativa. En virtud de la presencia permanente de Cristo en su Iglesia (Mt 28,20) y de la continua asistencia del Espí­ritu Santo (Jn 14,16; 16,13), que le asegura a la Iglesia que no será destruida (la indefectibilidad) (Mt 16,18), confí­a la Iglesia en que el Espí­ritu la conserve como “columna y fundamento de la verdad” (1Tim 3,15). Por eso el sentido de la fe del pueblo entero de Dios (LG 12) y, en determinadas condiciones, el magisterio del colegio episcopal y del papa (LG 25) son infalibles. Las diversas instancias testimoniales se designan en la Iglesia como t lugares teológicos. De acuerdo con la comprensión global de la tradición (traditio obiectiva el activa), hoy no entendemos ya los lugares teológicos solamente como lugar de hallazgo de las objetivaciones de la tradición de la fe eclesial, sino también como testimonios activos de la tradición de la fe.

De las normas en cuanto principios de la fe y de su tradición referidos al contenido distinguimos los criterios. Entendemos por éstos las notas externas o de contenido de una tradición particular, que permite examinar crí­ticamente su pertenencia a la tradición vinculante de la fe de la Iglesia o su verdadero sentido..

Los criterios de pertenencia a la tradición vinculante de la fe de la Iglesia, cuya demostración se realiza por comprobación histórica o actual, son: 1) el consenso diacrónico (antiquitas); 2) el consenso sincrónico (universitas), y 3) la claridad formal, por la cual una verdad es declarada por el magisterio de los pastores y los teólogos como revelada o como necesaria para la salvaguarda y explicación de la revelación (formalitas).

Los criterios hermenéuticos para descubrir el verdadero sentido; la importancia del contenido y .el significado presente de una tradición de fe son: 1) la investigación histórica, que explica las condiciones históricas del nacimiento y formulación de una tradición; 2) la trascendencia salvffica, en orden a la cual hay que interpretar la tradición conforme a la intención salví­fica de Dios (DV 8: “Lo que los apóstoles transmitieron comprende todo lo que contribuye a que el pueblo de Dios lleve vida santa y se acreciente la fe”; DV 11: “para nuestra salvación fue consignado en las Sagradas Escrituras”; 3) la l jerarquí­a de las verdades (UR I l), según la cual la importancia normativa de una tradición ha de determinarse en el contexto de la tradición total, y 4) “los l signos de los tiempos” (GS 4,.11), que permiten uña interpretación, con referencia a la época, de una tradición sobre la doctrina y la praxis.

5. PRAGMíTICA DE LA TRADICIí“N. Junto a la tópica de los lugares teológicos de la tradición, de su criteriologí­a y hermenéutica, deberí­a desarrollar la teologí­a fundamental también una- pragmática de la tradición. Hasta ahora el interés pragmático de la doctrina de la tradición en la ,teologí­a fundamental se ha limitado casi exclusivamente alas formas de acción del magisterio jerárquico. Pero si se entiende la tradición como un hecho vivo, en el que participan muchos sujetos -pastores, teólogos y el resto de los creyentes y sus Iglesias locales- con funciones distintas, es preciso ampliar la consideración pragmática. El concilio Vaticano 11 ha reconocido (DV 23; OE 6; UR 16-17) la existencia legí­tima de una pluralidad de tradiciones eclesiásticas orientales como expresión de la riqueza del “patrimonio indiviso de la Iglesia universal” (OE 1). En el aspecto pragmático se deduce de ahí­ la exigencia de configurar la ordenación eclesial de modo que pueda desarrollarse el concurso activo de todos los creyentes y su comunicación e interacción recí­procas. Lo que vale para la communio fidehum dentro de las Iglesias orientales (l Iglesia, VIII) ha de repercutir también en la configuración de la Iglesia total como communio eccIesiarum en forma de procesos consultivos y conciliares.

El derecho a sostener y configurar activamente la tradición de la Iglesia significa el deber de los creyentes de adquirir la necesaria competencia para ser testigos verdaderos y fieles del evangelio. La tradición activa supone la escucha de la palabra de Dios y la recepción de la existente tradición de fe en la Iglesia e incluye la metánoia del pensamiento y de la acción.

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H.J. Pottmeyer

LATOURELLE – FISICHELLA, Diccionario de Teologí­a Fundamental, Paulinas, Madrid, 1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Fundamental

Conjunto de conocimientos, doctrinas o costumbres que pasan de padres a hijos o que se convierten en modo invariable de pensar o actuar. La palabra griega pa·rá·do·sis significa literalmente †œlo dado junto a†, de donde adquiere el sentido de †œlo que se transmite oralmente o por escrito†. (1Co 11:2, Int.) En las Escrituras Griegas Cristianas, la palabra se emplea tanto para tradiciones válidas o aceptables relacionadas con la adoración verdadera, como para tradiciones erróneas o cuya observancia se tení­a por perjudicial y censurable.
Los judí­os adoptaron muchas tradiciones a través de los siglos. Estas tení­an que ver con cosas como el modo de vestir y de tratar asuntos sociales, como bodas y entierros. (Jn 2:1, 2; 19:40.) También hubo aspectos del culto judí­o del siglo I E.C. que se convirtieron en costumbre o tradición, como usar vino en la comida de la Pascua y celebrar la rededicación del templo. (Lu 22:14-18; Jn 10:22.) Jesús y sus apóstoles no se opusieron a estas costumbres aunque sabí­an que la Ley no las exigí­a. Cuando la sinagoga se convirtió en un lugar común de adoración para los judí­os, surgió la tradición de adorar allí­ todos los sábados. Lucas dice que Jesús también asistí­a, †œsegún su costumbre†. (Lu 4:16.)

Tradiciones desaprobadas. Sin embargo, los lí­deres religiosos judí­os añadieron a la Palabra escrita muchas tradiciones verbales que consideraban indispensables para la adoración verdadera. Pablo (Saulo), como fariseo, siguió con extraordinario celo las tradiciones del judaí­smo antes de su conversión al cristianismo. Por supuesto, entre esas tradiciones estaban tanto las no censurables como las reprobables. El seguir los †œmandatos de hombres como doctrinas† le llevó a ser un perseguidor de cristianos. (Mt 15:9.) Por ejemplo, los fariseos †˜no comí­an a menos que se lavasen las manos hasta el codo, teniendo firmemente asida la tradición de los hombres de otros tiempos†™. (Mr 7:3.) Esos hombres no adoptaron dicha práctica por motivos de higiene, sino, más bien, como un ritual ceremonial que supuestamente tení­a mérito religioso. (Véase LAVARSE LAS MANOS.) Cristo mostró que no habí­a base para criticar a sus discí­pulos por no seguir ese y otros †œmandatos de hombres† superfluos. (Mt 15:1, 2, 7-11; Mr 7:4-8; Isa 29:13.) Además, debido a su tradición concerniente al †œcorbán† (un don dedicado a Dios), los lí­deres religiosos habí­an invalidado la Palabra de Dios, y así­ traspasaron su mandato. (Ex 20:12; 21:17; Mt 15:3-6; Mr 7:9-15; véase CORBíN.)
Ni Jesús ni sus discí­pulos citaron jamás la tradición oral judí­a para apoyar sus enseñanzas, sino que, por el contrario, se remitieron a la Palabra escrita de Dios. (Mt 4:4-10; Ro 15:4; 2Ti 3:15-17.) Después de la fundación de la congregación cristiana, regirse por las tradiciones judí­as no bí­blicas equivalí­a a una †œforma de conducta infructuosa† que los judí­os habí­an †˜recibido por tradición de sus antepasados [gr. pa·tro·pa·ra·dó·tou, †œtransmitida de padres†]†™. (1Pe 1:18.) Al hacerse cristianos, aquellos judí­os abandonaron sus tradiciones. Cuando algunos falsos maestros de Colosas instaron a los cristianos a adoptar esa forma de adoración, Pablo desaprobó †œla filosofí­a y el vano engaño según la tradición de los hombres†. Debí­a referirse especialmente, a las tradiciones del judaí­smo. (Col 2:8, 13-17.)

Tradiciones cristianas. Vista la tradición como información transmitida oralmente o mediante ejemplo, la información que el apóstol Pablo recibió directamente de Jesús pudo transmitirse apropiadamente a las congregaciones cristianas como tradición cristiana aceptable. Ese fue el caso, por ejemplo, de la celebración de la Cena del Señor. (1Co 11:2, 23.) Las enseñanzas y el ejemplo que pusieron los apóstoles constituyeron una tradición válida. Por lo tanto, Pablo, que habí­a trabajado arduamente con sus manos a fin de no ser una carga económica para sus hermanos (Hch 18:3; 20:34; 1Co 9:15; 1Te 2:9), podí­a instar a los cristianos tesalonicenses †˜a que se apartasen de todo hermano que anduviese desordenadamente y no según la tradición [pa·rá·do·sin]†™ que habí­an recibido. Aquel que no quisiera trabajar no estaba siguiendo el excelente ejemplo o tradición de los apóstoles. (2Te 3:6-11.)
Las †œtradiciones† necesarias para la adoración limpia e incontaminada con el tiempo se incluyeron en las Escrituras inspiradas. Por lo tanto, las tradiciones —o preceptos— que transmitieron Jesús y sus apóstoles, y que eran esenciales para la vida, no se dejaron en forma oral para que se distorsionasen con el paso del tiempo, sino que se registraron con exactitud en la Biblia para el beneficio de los cristianos que viviesen en perí­odos posteriores. (Jn 20:30, 31; Rev 22:18.)

Fuente: Diccionario de la Biblia

Dios se ha revelado a los hombres y ha consumado su propia revelación salví­fica en la vida y en la doctrina del Verbo encarnado, de manera que hasta la parusí­a no es posible una nueva revelación pública de Dios a los hombres. Por el encuentro con Cristo, por la fe en su palabra y por la aceptación de su gracia, el hombre recibe su salvación sobrenatural. ¿Pero cómo la plenitud de la revelación de Dios permanece incólume y sin falsificación a través de los siglos y llega a cada uno de los hombres, de manera que éstos se sepan llamados y exigidos por la palabra real de Dios y no por una de las muchas palabras de los hombres?
La respuesta cristiana a esta pregunta suena: por la t. de la -> Iglesia. La palabra y los dones de la gracia de Dios en Cristo alcanzan al hombre por la t. de la Iglesia. El misterio de Cristo permanece presente en la historia porque hay una comunidad de fieles que, en la realización de la vida, cí­e la doctrina y del culto, con la asistencia del Espí­ritu Santo conserva la -> palabra de Dios a través de todo el cambio de la historia.

I. La importancia de la tradición para el hombre en general
Lo que la t. significa para la vida humana en general, se puede comprender clarí­simamente en la realización de la -> libertad humana. La espiritualidad del hombre, que trasciende hacia un absoluto y que como tal se da previamente a todo objeto particular y concreto de la facultad de elección, o sea, la -> trascendencia de la libertad humana, posibilita la libertad de elección y le da al mismo tiempo su seriedad religiosa: allí­ donde el hombre actúa con libertad real, se decide siempre de cara a lo absoluto, a Dios. Sin embargo, esta “experiencia” de la trascendencia de la libertad jamás es aprehensible; más bien, es experimentada y sabida “junto con” el objeto concreto de la elección. Pero la corporeidad de la libertad humana condiciona que el hombre sólo pueda realizar su disposición de sí­ mismo, orientada a lo definitivo y a lo absoluto. Saliendo hacia el otro, hacia el “-> mundo”. Pero este otro, en el que más propiamente puede aprehenderse la experiencia de la trascendencia en la realización de la libertad, y en el que se hace palpable la realidad de la libertad y la seriedad de la responsabilidad, es el otro hombre. El libre devenir de la persona se produce en primera lí­nea por el contacto y el comportamiento con la otra persona, de manera que el tú humano es constitutivo para la libertad propia de cada uno.

Pero en el otro hombre también nos sale siempre al paso la -> historia, en él nos encontramos con lo indisponible de lo devenido libremente. El espacio libertad del individuo no es solamente, y no es en primera lí­nea, el espacio con un contenido inalterable, pensado a partir de una naturaleza abstracta, sino que la acción propia de la libertad del hombre está siempre acuñada también por la historia de otros. En el trato con su medio ambiente, en el aprendizaje del idioma, en la recepción de determinadas formas de pensar, en las maneras devalorar, enjuiciar, experimentar, en la concepción de sí­ mismo, el hombre asume la historia que ya vive en otros hombres, recibe necesariamente aquello que otros han pensado, enjuiciado y valorado antes que él. Lo cual significa que el hombre vive siempre de la t. En su propio devenir libre hacia lo definitivo, el hombre sólo puede ser y hacerse él mismo como quien está ya acuñado interiormente por la t., y sólo como el así­ acuñado puede tomar posición frente a su mundo circundante, aceptar o rechazar lo transmitido.

Naturalmente, esta determinación histórica del hombre en su libertad es sentida y conocida con fuerza diferente en las distintas épocas y en los distintos estadios culturales. En correspondencia con ello, cada hombre se comporta distintamente con su t. según el tiempo en que vive: la toma como cosa “natural” y evidente o la pone en duda (más o menos radicalmente), por conocerla como producto libre, como algo que no debe ser necesariamente así­. Surge así­ la crí­tica a la t., es decir, la cuestión: Qué es lo que en lo transmitido tiene valor permanente, o sea, qué es lo que puede o, en ciertas circunstancias, debe ser modificado? Aquí­ no podemos entrar en el estudio de la importancia y problemática de la ley natural como norma permanente de toda crí­tica a la t. Advirtamos, sin embargo, que allí­ donde una t. se ha formado en virtud de un suceso histórico y este suceso ha alcanzado una significación permanente, la norma de una posible crí­tica a la t. es primordialmente el “retorno a la fuente”, la investigación de lo originariamente, hecho, opinado.

II. La concepción católica de la tradición
1. La tradición viva
En cuanto es religión basada en una -> revelación, el cristianismo se funda sobre un hecho histórico: la vida, la doctrina y la muerte de -> Jesús de Nazaret y la fe de los apóstoles en la – resurrección de Jesús. Los apóstoles experimentaron este hecho histórico de “Jesús de Nazaret” como su propio acontecimiento salví­fico, obrado por Dios, y lo conocieron al mismo tiempo como el suceso definitivo de la salvación para toda la humanidad. Por esto, en cumplimiento del encargo del Señor, dieron testimonio de él. El testimonio apostólico en palabras y signos constituye el fundamento permanente de toda t. cristiana. Pero este testimonio mismo tiene conciencia de que no es mera transmisión verbal y memorial de un hecho pretérito, que perviva sólo en el recuerdo subjetivo y permanezca efectivo como simple “idea”. Más bien es el Señor resucitado mismo, con su Espí­ritu Santo, quien en el testimonio de los apóstoles creyentes exige la fe del hombre, ofrece su gracia y regala su vida.

Es un mérito permanente del concilio Vaticano II el haber liberado el concepto católico de t. de la estrechez en que habí­a incurrido, sobre todo en el perí­odo postridentino. En la Constitución dogmática sobre la revelación divina la t. no es en primera lí­nea un contenido siempre igual, transmitido en frases y prácticas; más bien la t. de la Iglesia es la fe vivida: “La Iglesia, en su doctrina, en su vida y en su culto perpetúa y transmite a todas las generaciones todo lo que ella es, todo lo que ella cree” (nº. 8). T. en sentido amplio no es, por consiguiente, en primer lugar un “algo”, un hecho objetivado; en el sentido pleno de la palabra no es ni exclusivamente la transmisión de la palabra de Dios en la sagrada -> Escritura, ni la transmisión de verdades no escritas o formas de piedad. T. es la fe vivida de la Iglesia, la cual nunca se agota con su formulación explí­cita, puesto que, primero, en esta fe actúa Cristo mismo, y, segundo, no toda experiencia de la fe puede someterse a reflexión y expresarse adecuadamente. Por ello la fe vivida de la Iglesia y su inteligencia de sí­ misma son también la norma última de la crí­tica intraeclesiástica a la tradición. De ello deberemos hablar todaví­a más tarde. Notemos aquí­ solamente lo siguiente: así­ entendida, la t. no sólo precede temporalmente a cualquier fijación por escrito de la fe, sino que es también el fondo de toda fe. Precisamente el hombre, también en el ámbito “profano”, encuentra la t. ya en la realización viva de la historia por otros y está acuñado por esta realización, la t. vivida de la fe cristiana no es algo exterior a aquél que crece o vive en el ámbito cultural cristiano, no es algo que no le afecte; más bien, quiéralo o no, él está siempre afectado por la t. cristiana. El hombre del ámbito cultural cristiano sólo se hace él mismo en discusión con la t., en la aceptación de la t. vivida o en la repulsa a la misma (cf. también -> Escritura y tradición).

2. El contenido de la tradición
Ahora bien, aunque la t. de la Iglesia vaya más lejos que la palabra escrita, expresada en frase y sometida a reflexión, o que la palabra unida al signo (-> sacramentos), sin embargo, por otro lado, la fe cristiana debe ser enunciable y delimitable. Debe darse necesariamente la posibilidad de formular la fe fundada en un hecho histórico, de tal manera que permanezca inteligible para todas las épocas, puesto que el suceso histórico mismo no es repetible. Por ello es también un fenómeno general el hecho de que una comunidad exprese su fe por escrito. Esto hizo también la Iglesia primitiva. En el s. i la “predicación apostólica” encontró su expresión en los escritos del NT. Sin embargo, la sagrada -> Escritura es más que, p. ej., el primer eslabón en una cadena de libros que constituyeran la t. escrita y a los que siguieran otros de igual valor. En cuanto este testimonio escrito de la fe de la Iglesia originaria ha sido querido por Dios como magnitud permanentemente normativa para los tiempos posteriores de la Iglesia, ha sido inspirado inmediatamente por él: Dios es su autor, por más que tenga también un autor humano. Con ello la sagrada Escritura es la palabra de Dios, a la que permanece siempre vinculada la conciencia creyente de la Iglesia posterior; ésta vive y se nutre de dicha palabra y debe orientarse por ella. También el -> magisterio eclesiástico tiene sólo una función de oyente y servidor frente a la t. de la Iglesia originaria, puesta por escrito en la sagrada Escritura e inspirada por Dios.

Pero, ¿qué hemos de decir sobre la t. posbiblica de la Iglesia, sobre aquellas verdades de fe que se han formulado por primera vez en una época posterior, y que como tales no pueden encontrarse en los escritos del NT, pues son “solamente” la actualización de la fe cristiana en una época determinada? ¿Cómo debe comportarse el católico con la t. de su Iglesia? Que hay, y debe haber, una tal t. postbí­blica – no sólo dentro de la Iglesia católica – y que esta t. en ciertas circunstancias pueda ser norma de la pertenencia a la Iglesia, es un hecho que se desprende de la historicidad de la Iglesia. Pero ¿hemos de afirmar, con la teologí­a protestante, que toda t. postbí­blica en principio está siempre abierta a una posible revisión, de manera que sólo pueda valer como único criterio de t. el texto literal de la sagrada Escritura? Los reformadores exigí­an, y esto a primera vista puede parecer lógico, un retorno a la fuente, es decir, a la sagrada Escritura, para descargar a la Iglesia del lastre acumulado en el curso de los siglos.

No podemos exponer aquí­ el crecimiento y el desarrollo del concepto católico de t., especialmente desde el concilio de Trento hasta el concilio Vaticano ii. Pero es comprensible que la teologí­a católica asumiera el planteamiento de los reformadores e intentara justificar su t. remontándola al tiempo apostólico, bien mediante una prueba de Escritura (no siempre lograda), bien mediante la idea de una “segunda fuente” de revelación, a saber, la t. oral, procedente de los apóstoles. Ahora bien, aquí­ hemos de pensar lo siguiente: aunque los escritos del NT se consideren como una obra compilada más o menos casualmente de diversos autores, la cual de suyo no pretende exponer sin lagunas el contenido de fe de la Iglesia originaria, y con ello se pueda aceptar tranquilamente que la fe de la Iglesia primitiva bajo cierto aspecto era más amplia que lo consignado en los escritos del NT; sin embargo, no hay ningún fundamento que fuerce a la afirmación de que los escritos del NT, como norma permanente querida por Dios para todos los tiempos de la Iglesia posterior, materialmente no contienen por completo el caudal esencial de la fe cristiana. Además, para el pensamiento de nuestro tiempo, con su conciencia histórica, es difí­cilmente concebible que tales contenidos de la fe, no consignados en la Escritura, hayan permanecido incólumes a través de los siglos, con su cambio de idiomas y culturas.

Aquí­ estarí­a fuera de lugar un recurso precipitado a la asistencia del Espí­ritu Santo. También la apelación a lo que la Iglesia ha creí­do y enseñado “siempre” es problemática por el mismo motivo. Y la teologí­a católica debe permitir que las Igllesias protestantes le planteen todaví­a otra pregunta. Si bien serí­a incomprensible que no hubiera ninguna actualización de la Escritura y de la fe cristiana en conformidad con los tiempos, e incluso una actualización irrevocable (pensemos en los primeros concilios cristológicos y trinitarios), sin embargo, por otro lado, no es evidente que los dogmas marianos de los últimos tiempos, con los que en este contexto se argumenta una y otra vez, representen una actualización válida para siempre de la Escritura. Y así­ se plantea también para el católico la cuestión, que él debe negar a priori, de si aquí­ ha sido definido como revelación algo “nuevo” que “sólo” ha crecido en el tiempo postapostólico, y que quizá no sea sino una antigua y venerable expresión de devoción.

Sobre esto debemos decir en general: En principio no hay ninguna afirmación de fe del tiempo posbiblico (de esta t. se trata aquí­) que no sea expresable también de otra manera. Esto, a su vez, no significa que toda reflexión de fe se pueda designar con un nombre cualquiera. Pero una proclamación viva de la fe exige, además de la fidelidad a la revelación y a su t. histórica, una traducción y matización nueva del contenido de fe transmitido. Semejante “traducción”, ya por el mero hecho de que, partiendo de las experiencias del tiempo respectivo, debe hablar la lengua de este tiempo, seguramente enunciará con palabras diferentes el dogma de la fe católica, que sin embargo permanece siempre igual. Las palabras cambian su significación en el curso de la historia; según la situación en que se pronuncian, según los destinatarios a que se dirigen, modifican el contenido de su enunciado; de manera que también la repetición literal de afirmaciones del magisterio en el pasado serí­a en el fondo una traducción.

Hay que pensar además que las afirmaciones dogmáticamente obligatorias de la Iglesia sólo pueden tener esta obligatoriedad cuando se trata de verdades que Dios ha revelado para nuestra salvación. Si todo servicio a la palabra, incluido el del magisterio auténtico, está bajo la autoridad de la sagrada Escritura, y si los libros de la Escritura enseñan “con seguridad, fidelidad y sin error solamente las verdades que Dios quiso consignar en la Escritura para nuestra salvación” (Vaticano Sobre la revelación, n.° 11); en consecuencia, esto mismo debe decirse también sobre las afirmaciones infalibles de la t. eclesiástica postapostólica. También ellas deben ser examinadas a la luz de su historicidad, a la luz de la afirmación salvifica que dirigí­an a los hombres de su tiempo. Sólo entonces puede emprenderse el intento de traducir al lenguaje de nuestro tiempo los contenidos tradicionales de la fe así­ cristalizados. Un trasplante irreflexivo de afirmaciones del magisterio en el pasado al momento actual de la Iglesia puede precisamente falsificarlos. Y, finalmente, habrí­a que pensar todaví­a lo que sigue: el concilio Vaticano H ha acuñado la expresión, citada entretanto muchas veces, de la “jerarquí­a de verdades” (Ecumenismo, n.° 11). No es de extrañar que en el transcurso de una historia de dos milenios se formen en una comunidad de fe prácticas y formas de piedad que, como cosas no definidas, deben quedar siempre abiertas a un examen crí­tico, ni que surja también aquella t. que pertenece inalienablemente a la substancia cristiana de la fe, aunque haya nacido de una situación histórica de la Iglesia. Si se toma en serio el principio de una jerarquí­a de verdades, éste no significa que el creyente pueda negar alguna que otra verdad de fe definida en la historia de la Iglesia, pero sí­ que puede conceder con conciencia tranquila que una doctrina de fe definida por la Iglesia en un tiempo, con una forma de pensar y en una situación determinadas, para él está demasiado lejos del mensaje central del cristianismo, y nada o poco le dice en su vida religiosa práctica. El católico, aunque reconozca la verdad permanente de los contenidos definidos de la fe, puede confiar algunas cosas a su fe implí­cita.

Para la teologí­a católica es cosa evidente que no todo lo revelado debe pertenecer al saber de fe necesario para la salvación, y parece asimismo obvio que la verdad de un dogma no depende de si el cristiano particular lo conoce o no como una actualización de la Escritura y de la fe cristiana importante para su vida. Y esto tiene tanta mayor validez, según lo insinúa la jerarquí­a de verdades, con relación a aquellas doctrinas de fe que (p. ej., los dogmas marianos) no se refieren en forma muy inmediata y manifiesta a la acción salví­fica de Dios con el hombre acontecida en Cristo, aunque sólo sea porque el cristiano de una época posterior ya no comprende, o todaví­a no comprende, la verdad salví­fica contenida para él en estos enunciados.

En tales condiciones no vemos por qué, con la protección del Espí­ritu Santo (claramente atestiguada por la Escritura) a toda la Iglesia, no se pueda dar un progreso y un crecimiento en la comprensión de las cosas y palabras transmitidas (cf. Vaticano II, Sobre la revelación, nº. 8), y esto de manera tal que la Iglesia como un todo (la Iglesia como un todo es infalible: cf. Vaticano ii, Constitución dogmática sobre la Iglesia, n.° 12) conozca un aspecto determinado de la te como obligatorio no sólo para su propio tiempo, sino también para todo el tiempo de la Iglesia, y lo declare como tal. No es que por un tal reconocimiento de la t. la palabra de Dios quede entregada a la “arbitrariedad” de un magisterio humano (el papal, p. ej.), puesto que sólo puede ser definido lo que desde tiempos es creí­do por la Iglesia y es conocido como perteneciente a la sustancia de la fe. Una definición del magisterio que haya brotado de la piedad privada de un papa o de una minorí­a, de hecho no se ha dado nunca y no puede darse en absoluto. Viceversa, es simplemente inconcebible que, p. ej., las afirmaciones cristológicas de los primeros concilios (que como tales no están contenidas en la Escritura) puedan ser negadas jamás por un creyente, o que la esclavitud (tolerada en tiempos del NT) pueda jamás volver a conciliarse con la imagen cristiana del hombre.

Si se piensa que, en todo caso, la fe en Jesús de Nazaret no puede darse al hombre sólo en las letras muertas de la Escritura, sino que ha de comunicársele en la fe viva y en la confesión de los creyentes, que en principio ésta es la manera como Dios ofrece categorialmente su gracia a los hombres, entonces queda justificada la confianza creyente en la asistencia del Espí­ritu Santo, prometida por el Señor mismo a su comunidad, en las últimas decisiones y articulaciones de la fe. Entonces se reconocerá cómo es totalmente posible que una fe vivida se pueda a su vez articular de tal manera que esta articulación se conozca permanentemente como revelada en Jesucristo, y eso incluso cuando las propias persuasiones en este o aquel punto ya no compartan la fe del pasado, ya no puedan apropiársela ni reproducirla. Por la fe en la t. de su Iglesia el católico no está entregado a la arbitrariedad de un magisterio humano, ni al eventual estado cientí­fico de la exégesis, ni a su propia fuerza intelectual; más bien, él, no precisamente como hombre particular, pero sí­ en comunidad con todos los que comparten su fe, sabe que en las últimas y decisivas cuestiones de fe está bajo la guí­a del Espí­ritu Santo, también en el tiempo posbí­blico, y sabe ante todo que su propia fe perderí­a la necesaria garantí­a moral si, una verdad perteneciente a la sustancia de la fe y definida como tal por la Iglesia Universal, mañana o en cualquier tiempo pudiera suprimirse de nuevo, pudiera ser declarada falsa y nula. “De donde se sigue que la Iglesia no deriva solamente de la Escritura su certeza acerca de todas las verdades reveladas” (Vaticano H, Sobre la revelación, n.0 9).

De la t. en sentido estricto, tratada hasta ahora (o de su contenido), es decir, de las verdades definidas por la Iglesia en el tiempo postapostólico, debe distinguirse el amplio torrente de las tradiciones formadas en el curso de la historia de la Iglesia. Frente a esta t., que de suyo no pretende ser infalible o irreversible, el católico se comportará ante todo como se comporta también frente a la historicidad profana, es decir, no se entregará a la opinión pobre y simplista de que él y su tiempo “finalmente” han alcanzado ahora la conciencia recta de la fe y la piedad, y de que todo lo transmitido es revisable por cualquiera y fijable de nuevo en todo tiempo. Precisamente en cuestiones de fe, que son ampliamente independientes del progreso técnico de las ciencias naturales, debe contarse con que los tiempos anteriores en muchos puntos tuvieran persuasiones más acertadas, y quizás también una mayor gracia. Y, además, una sociedad institucionalizada, como lo es la Iglesia, necesita leyes y prescripciones, sin las cuales la comunidad caerí­a en una pluralidad que destruirí­a necesariamente todo ví­nculo de unión y con ello la comunidad misma.

Pero, por otro lado, el cristiano, precisamente en un tiempo muy consciente de la historicidad del hombre y también de la Iglesia, deberá conservar la apertura para poner en tela de juicio lo transmitido, para buscar nuevas formas de vida y formulaciones religiosas en correspondencia con su propio tiempo. Esto es posible en la Iglesia simplemente porque no todo, por antiguo y venerable que sea (si se toma en serio la significación de los carismas en la Iglesia de Dios, puede ser deber moral oponerse a ciertos puntos transmitidos), tiene que ser necesariamente inspirado y querido por el Espí­ritu de Dios; y, sobre todo, lo correcto para un determinado tiempo de la Iglesia no tiene por qué, en el cambio de la sociedad y de las culturas, ser igualmente válido para todas las épocas. Por más que un cristiano sensato deba ser consciente de los lí­mites de sus propios puntos de vista, por más que deba respetar la t. o las tradiciones incluso en afirmaciones no definidas, por más que deba pensar y reflexionar seriamente sobre las orientaciones papales; no obstante, una contradicción a estas tradiciones no separa de la Iglesia. Puede darse, como ya se ha mencionado, que el cristiano particular o un grupo de cristianos tenga que alejarse, contra la protesta de la Iglesia jerárquica, de una forma o afirmación religiosa caí­da en desuso. Semejante cambio de lo transmitido en una Iglesia que no escribe solamente en sus anales páginas gloriosas, sino que es también Iglesia de pecadores, se hizo en el pasado casi únicamente por obra de carismáticos, y seguramente en el futuro esto no será de otro modo. Es de prever que tales hombres sufrirán en la Iglesia hasta el lí­mite de lo imaginable, pues, como miembros de una Iglesia institucionalizada, deberán someterse a ciertas prescripciones y medidas disciplinares. De todos modos, hemos de pedir a la Iglesia jerárquica que abra sus oí­dos al Espí­ritu de Dios y reconozca una pluralidad legí­tima en la Iglesia católica.

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Karl-Heinz Weger

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

paradosis (paravdosi”, 3862), transmisión abajo o adelante (relacionado con paradidomi, transmitir, entregar), denota tradición, y de ahí­, por metonimia: (a) las enseñanzas de los rabinos, sus interpretaciones de la ley, que por ellas quedaba virtualmente anulada (Mat 15:2,3,6; Mc 7.3,4,8,9,13; Gl 1. 14; Col 2:8); (b) la enseñanza apostólica (1Co 11:2 “instrucciones”, RV, RVR, VM; Besson: “enseñanzas”, texto; “tradiciones”, margen), de instrucciones con respecto a las reuniones de los creyentes, instrucciones de mayor alcance que las ordenanzas en un sentido limitado; en 2Th 2:15, de la doctrina cristiana en general, donde el empleo que hace el apóstol de la palabra constituye una negación de que lo que él predicaba se originara en sí­ mismo, y una afirmación de su autoridad de parte de Dios (cf. paralambano, recibir, 1Co 11:23; 15.3); en 2Th 3:6 se emplea de instrucciones acerca de la conducta diaria.¶

Fuente: Diccionario Vine Nuevo testamento

La existencia de una tradición es un hecho común a todas las sociedades humanas. Lo que asegura su continuidad espiritual es el hecho de que de una generación a otra, ideas, costumbres, etc., se transmiten en forma estable (traditio = transmisión). Particularmente, desde el punto de vista religioso, creencias, ritos, formularios de oración o de canto, etc., se transmiten con una solicitud muy particular. En las sociedades que rodean al mundo de la Biblia la tradición religiosa está además integrada en todo el conjunto de las tradiciones humanas que constituyen la civilización.

El vocabulario moderno emplea, sin embargo, la palabra tradición en dos sentidos diferentes. Unas veces designa con él un contenido transmitido de edad en edad (por ejemplo la tradición cultual dé Egipto), otras, un modo de transmisión caracterizado por su notable estabilidad y en el que la escritura sólo desempeña un papel secundario y hasta nulo (de esta manera se puede calificar de tradicional la civilización sumeria, y todaví­a más las civilizaciones puramente orales). En relaciós†¢ con este hecho general la tradición propia de la revelación bí­blica presenta a la vez semejanzas y peculiaridades originales.-
AT. I. TRANSMISIí“N DE UN DEPí“SITO SAGRADO. No cabe duda de que bajo la antigua ley hay en Israel transmisión de un depósito sagrado, por tanto tradición. Conforme al estatuto particular que posee entonces el *pueblo de Dios, este depósito abarca todos los aspectos de la vida: tanto los recuerdos de historia, como las creencias que en ellos arraigan, las formas de oración lo mismo que la sabidurí­a que regula la vida práctica, los ritos y gestos cultuales y las costumbres y el derecho. La transmisión de este depósito es la que da a Israel su fisonomí­a particular y asegura su continuidad espiritual, desde la época patriarcal hasta los umbrales del NT.

Si este depósito es sagrado, no lo es sólo por ser un legado de las generaciones pasadas, como en todas las tradiciones humanas. Lo es, ante todo, por ser de origen divino: en la base de las creencias hay una *revelación dada a Israel por los enviados de Dios; en la base del derecho y de las costumbres por él reguladas hay prescripciones positivas enuncia-das en nombre de Dios por los depositarios de sus voluntades. Evidentemente estos elementos positivos debidos a la revelación no excluyen ciertos elementos más antiguos tomados del medio oriental y asumidos por la revelación misma; pero sólo ésta funda el carácter sagrado de la tradición que de ella depende.

La tradición del pueblo de Dios, así­ definida en su relación con la revelación, que constituye su originalidad, combina dos caracteres complementarios. Por una parte la estabilidad : sus elementos fundamentales quedan fijados, en materia de creencias, de derecho, de *culto (mono-teí­smo, doctrina de la *alianza, costumbres venidas de los patriarcas y ley mosaica, etc.). Por otra parte el progreso : la revelación misma se desarrolla a medida que nuevos enviados divinos completan la obra desus predecesores en función de las necesidades concretas de su tiempo. Este progreso sigue naturalmente la marcha de la historia, pero no está sometido únicamente a los puros azares de la evolución cultural, como sucede en las otras tradiciones religiosas, donde el sincretismo está a la orden del dí­a. También en esto afirma su originalidad la tradición de Israel.

II. MODO DE TRANSMISIí“N. 1. Formas literarias y medios de vida. Para transmitirse este depósito sagrado adopta necesariamente forma literaria: relatos, leyes, sentencias, himnos, rituales, etc., son sus medios de expresión. Ahora bien, también tales formas son determinadas por el uso y en este sentido son tradicionales. En gran parte corresponden a los géneros literarios utilizados en las culturas de los pueblos vecinos (Canaán, Mesopotamia, Egipto). Sin embargo, aquí­ se reflejan las particularidades de la tradición doctrinal de Israel: la literatura bí­blica tiene su manera propia de tratar ciertos géneros comunes, como las *leyes o los oráculos proféticos; tiene su fondo original de expresión, clisés a que recurren más o menos todos los autores; tiene sus géneros predilectos, adaptados al mensaje que ha de transmitir. El estudio de estos géneros es por tanto indispensable para la inteligencia de la tradición misma, puesto que permite captar al vivo la historia de su formación.

Permite también ver por qué canales se transmite la tradición a través de las generaciones. En efecto, las formas que adopta están en estrecha relación con los medios o ambientes que la transmiten y con las funciones que desempeña en la vida del pueblo de Dios: enseñanza de los *sacerdotes, guardianes de la ley y del culto; predicación de los *profetas; *sabidurí­a práctica de los escribas… Cada ambiente tiene sus tradiciones propias y sus géneros preferidos; pero se notan también numerosas interferencias, debidas a los contactos entre los diferentes medios y a la unidad fundamental de la misma tradición israelita.

En el punto de partida los materiales tradicionales se transmiten por ví­a oral, bajo formas adaptadas a este modo de transmisión: relatos religiosos ligados a los santuarios o a las fiestas; formularios jurí­dicos; rituales, himnos, formularios de oración; discursos sacerdotales o proféticos; sentencias de sabidurí­a, etc. Finalmente, en el marco de esta tradición oral nacen textos escritos, en gran parte alimentados por ella. Así­ la tradición bí­blica cristaliza poco a poco en las sagradas *Escrituras que con el tiempo van adquiriendo una importancia creciente: compuestas bajo el influjo del *Espí­ritu Santo, suministran al pueblo de Dios la regla divina de su fe y de su vida.

2. Escritura y tradición. En el judaí­smo próximo a la era cristiana el legado de la tradición antigua se conserva esencialmente bajo esta forma escrita. Sin embargo, el *pueblo de Dios no es un mero agregado de creyentes agrupados en torno a un *libro: es una institución organiza-da. Por eso, paralelamente a la Escritura, subsiste en él una tradición viva que continúa, a su manera, la de los siglos pasados, aunque por derecho no puede aspirar a la misma autoridad normativa que la Escritura. Se la halla en los medios sacerdotales, entre los doctores y has-ta en el seno de las sectas en que se divide el judaí­smo. Es objeto de una verdadera técnica de transmisión, esencialmente fundada en el contacto personal entre el maestro y sus *discí­pulos: el maestro transmite, entrega (masar) y el discí­pulo recibe (aram. qabbel) lo que deberá repetir (heb. sanah; aram. tenah) a su vez. Esta tradición en el sentido fuerte del término (hebr. qabbala; gr. paradosis) es conocida por el NT: Marcos cita la “tradición de los mayores” (Mc 7,5.13 p), y Pablo las “tradiciones de mis *padres” (Gál 1, 14). Este legado se añade a las Escrituras para formar “las tradiciones que legó Moisés” (Act 6,14), pues los escribas hacen que su origen se remonte al pasado más remoto con el fin de reforzar su autoridad. Por lo demás, su transmisión oral constituye la cuna de una nueva literatura que se desarrolla en torno a la Biblia, desde la traducción de la Biblia en griego (Setenta) y en arameo (Targum) hasta los escritos rabí­nicos, pasando por los libros apócrifos y la producción literaria de las sectas (p. e. Qumrán). Pero la tradición tardí­a, que revelan estos libros, no se debe confundir con la tradición oral primitiva, de la que se alimentaron los escritos canónicos.

NT. I. LA TRADICIí“N EN LOS ORíGENES CRISTIANOS. 1. Jesús y la “tradición de los mayores”. Desde el principio marcó Jesús su independencia respecto a la tradición judí­a de su tiempo. Lo esencial del legado tradicional conservado en las Escrituras no se pone en tela de juicio: la ley y los profetas no se deben abolir, sino cumplir, realizar (Mt 5,17). En cambio, la “tradición de los mayores” no goza de este mismo privilegio: es cosa completamente humana que podrí­a incluso anular la ley (Le 7,8-13); así­ Jesús deja que sus discí­pulos se emancipen de ella y él mismo proclama su caducidad.

Pero al mismo tiempo él en persona se comporta como un maestro que *enseña, no a la manera de los escribas – repitiendo una tradición recibida -, sino como hombre que posee *autoridad (cf. Mc 1,22.27); y sus *discí­pulos reciben la misiónde repetir sus enseñanzas (Mt 28,19s). Más aún: innova hasta en sus actos : perdona los pecados (Mt 9,1-8), comunica a los hombres la gracia de la salvación, inaugura signos nuevos que ordena repetir a ejemplo suyo (lCor 11,23ss). Con sus palabras y sus actos da, pues, origen a una ‘nueva tradición, que sucede a la de los mayores como base de interpretación de las Escrituras.

2. La tradición apostólica. Efectivamente, en la Iglesia se comprueba la existencia de esta tradición, definida en un vocabulario tornado del judaí­smo. El hecho se nota sobre todo en Pablo, versado por su formación primera en las técnicas de la pedagogí­a judí­a. A los tesalonicenses “dio instrucciones” de parte del Señor Jesús (lTes 4,2), y ellos “recibieron su enseñanza” (lTes 4,1). Les conjura que “guarden firmemente las tradiciones (paradoseis) que han aprendido de él, oralmente o por carta” (2 Tes 2,15). Dice a los filipenses: “Lo que habéis aprendido, recibido, oí­do de mí­ y observado en mí­, eso es lo que debéis practicar” (Flp 4,9). Y a los corintios precisa: “Os he transmitido en primer lugar lo que yo mismo habí­a recibido” (iCor 15,3), “Yo he recibido del Señor lo que yo a mi vez os he transmitido” (11,23); en el primer caso se trata de un sumario doctrinal relativo a la muerte y a la resurrección de Cristo; en el segundo, de un relato litúrgico de la Cena. El objeto de la tradición apostólica consiste, pues, tanto en actos como en palabras.

Tales hechos hacen pensar que los materiales esenciales de esta tradición, ya antes de Pablo, como también luego en el marco de su predicación, fueron sometidos a una técnica de transmisión análoga a la de la tradición judí­a. Ahora bien, es-tos materiales constituyen la sustancia misma de la vida de la Iglesia yla trama del *Evangelio, regla de la fe y de la conducta cristiana. Por eso Lucas puede escribir en el prólogo de su obra que “muchos han tratado de componer un relato de los acontecimientos [evangélicos], tal como los han transmitido los que fueron desde el principio testigos y servidores de la palabra” (Lc 1,2). Las colecciones evangélicas no hacen, pues, más que consignar por escrito una tradición ya existente. Paralelamente a ellas, la Iglesia conserva los gestos y las costumbres legadas por Cristo y practicadas por los apóstoles.

3. De la tradición a la Escritura. La tradición apostólica tiene sus órganos de transmisión. En primer lugar los *apóstoles, que la “recibieron” de Cristo en persona; Pablo es uno de ellos gracias a la revelación del camino de Damasco (Gál 1,1.16). Luego, los maestros que reciben mandato de los apóstoles y a los que éstos confí­an la autoridad en las comunidades cristianas (lTim 1,3ss; 4,11; 2Tim 4,2; Tit 1,9; 2,1; 3,1.8). Esta tradición se vierte en formas apropiadas a su naturaleza y a las diferentes funciones que desempeña en las comunidades cristianas: desde los relatos sobre Jesús hasta las profesiones de fe (lCor 15,1ss), desde los formularios litúrgicos (iCor 11, 23ss; Mt 28,19) hasta las oraciones comunes (Mt 6,9-13) y hasta a los himnos cristianos (Flp 2,6-11; Ef 5,14; ITim 3,16; Ap 7,12; etc.), desde las reglas de vida que provienen de Jesús hasta los esquemas de homilí­as bautismales (lPe 1,13…), y así­ sucesivamente. El estudio de la tradición apostólica exige, pues, una atención constante a los géneros literarios testimoniados en el NT. En efecto, éste es, en su diversidad, su expresión formal ocasional, efectuada de modo definitivo bajo el *carisma de la.inspiración. Como en el AT, la tradición nacida de Cristo y transmitida por los apóstoles viene a desembocar así­ en la *Escritura.

II. CARíCTER DE LA TRADICIí“N CRISTIANA. 1. Fuente: la autoridad de Cristo. En el AT la tradición final-mente cristalizada en la Escritura tení­a por fundamento la autoridad de los enviados de Dios. En el NT se distingue de la “tradición de los mayores” (Mt 15,2) y de toda “tradición humana” (Col 2,8) por el hecho de fundarse en la *autoridad de Cristo. Cristo habló y obró (Act 1,1) dando a sus discí­pulos una interpretación normativa de las antiguas Escrituras (Mt 5,20-48), instruyéndolos acerca de lo que habrí­an de enseñar en su *nombre (28,20), dándoles un ejemplo vivo de lo que habrí­an de hacer (Jn 13,15; Flp 2,5; iCor 11,1). Así­ como la doctrina predica-da por él no era de él, sino de aquel que le habí­a enviado (Jn 7,16), del mismo modo la tradición apostólica sigue conservando en si misma la impronta de Cristo salvador, cuyo espí­ritu, prescripciones y gestos conserva exactamente. Pero si, caso de no disponer de una palabra precisa de Cristo (cf. lCor 7,25), un apóstol emite un parecer personal para resolver un problema práctico planteado por la vida cristiana, lo hace con la misma autoridad: ¿no tiene el “pensamiento de Cristo” (lCor 2, 16)? En efecto, el *Espí­ritu de Cristo resucitado mora con los suyos para enseñarles todas las cosas (Jn 14, 26) y guiarlos en la verdad entera (Jn 16,13). Así­ pues, no hay diferencia entre la autoridad de los apóstoles y la de su Maestro: “El que os escucha, me escucha; el que os rechaza, me rechaza y rechaza a aquel que me ha enviado” (Le 10,16).

2. Tradición apostólica y tradición de la Iglesia. Si la tradición apostólica goza así­ de una autoridad única, que por lo mismo alcanza a las Escrituras en que ha cristalizado, no por ello se la debe oponer a la tradición de la Iglesia, haciendo de esta una tradición puramente humana, análoga a la del judaí­smo que fue abolida por Cristo. De la una a la otra hay una continuidad real.

a) Continuidad en el objeto transmitido. La tradición de la era apostólica, sin ser propiamente creadora, constituí­a todaví­a un medio en el cual progresaba la revelación a medida que los apóstoles explicitaban el sentido de las palabras y de los actos de Jesús. La tradición eclesiástica es únicamente conservadora. Su norma quedó ya fijada en el NT: “Guarda el depósito” (1Tim 6,20; 2Tim 1,13s), y este depósito es la tradición apostólica. Esta no puede ya recibir elementos verdaderamente nuevos: la *revelación está cerrada. Su desarrollo en la historia de la Iglesia es de otro orden; no hace sino explicitar las virtualidades con-tenidas en el depósito apostólico. Naturalmente la Escritura, testigo inspirado de la tradición apostólica, desempeña un papel capital en esta conservación fiel del depósito : es su piedra de toque esencial. Sin embargo, nada nos asegura que todos los elementos del depósito original se consignaran en ella explí­citamente. Más aún: sólo la tradición viva conserva una cosa que la Escritura no está en condiciones de comunicar: la inteligencia profunda de los textos inspirados, obra del *Espí­ritu que actúa en la Iglesia. Gracias a ella, la *palabra fijada en la Escritura sigue siendo siempre la palabra viva de Cristo Señor.

b) Continuidad en los órganos de transmisión. La tradición de la Iglesia no se transmite en una colectividad anónima, sino en una sociedad estructurada y jerárquica ; y ésta no es una mera organización humana, sino el *cuerpo mismo de Cristo go-bernado por su Espí­ritu, en el que las funciones de gobierno perpetúan a través de los siglos las de los apóstoles, disponiendo de su autoridad. También aquí­ las epí­stolas pastora-les establecen normas (p. e. lTim 4, 6s.16; 5,17ss; 6,2-14; 2Tim 1,13s; 2,14ss; 3,14-4,5; Tit 1,9ss; 2,1.7s). Muestran que el criterio del auténtico depósito apostólico conservado en la tradición de la Iglesia no es la Escritura sola, sino, conjuntamente, la garantí­a de los que recibieron la misión de velar por él y la gracia para desempeñar esta función: el mismo Espí­ritu que inspiró las Escrituras continúa asistiéndoles (1Tim 4,14; 2Tim 1,6).

c) Continuidad en las formas fundamentales en que se ha fijado literariamente la tradición. Esta permanencia de las formas traduce en forma sensible la permanencia de las funciones y de los medios de vida en la Iglesia. Sin duda los géneros evolucionarán en la literatura eclesiástica con el andar de los tiempos y con las culturas. Pero por encima de esta evolución las obras más di-versas quedarán profundamente marcadas por las formas de la tradición apostólica fijada en el NT, y ciertos documentos muy antiguos, sin gozar de una autoridad idéntica a la de la Escritura, pueden incluso hacer muy directamente eco a la tradición apostólica (sí­mbolos y formularios litúrgicos de la era subapostólica).

Sentado esto, importa hacer dos observaciones. 1) Es esencial a la tradición eclesiástica evolucionar en sus formas contingentes para conservar el depósito apostólico adaptando su presentación a las épocas y a las mentalidades de los hombres a quienes se transmite. 2) Importa no atribuir a la tradición en que está implicada la Iglesia en cuanto tal, todas las formas contingentes que hapodido revestir, y todas las tradiciones – de valor muy diverso – que han podido nacer en el transcurso de las edades sucesivas. Pero es evidente que al NT no se le puede pedir la solución directa de los problemas planteados por esta tradición eclesiástica, puesto que, por definición, ésta no surgió sino a partir del momento en que quedó cerrado el canon de los libros inspirados.

-> Escritura – Enseñar – Revelación.

LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teologí­a Bí­blica, Herder, Barcelona, 2001

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas

  1. Definición. «En los Padres de la iglesia, la tradición (paradosis, traditio) significa la revelación hecha por Dios y entregada a su pueblo fiel por medio de la boca de sus profetas y apóstoles. No significa pasar de arriba hacia abajo, sino transmitir» (Oxford Dictionary of the Christian Church, Oxford University Press, London, 1957, p. 1369). HERE (xii, p. 411) está más cerca del uso popular cuando afirma: «La palabra ‘tradición’ significa etimológicamente ‘transmisión’. El concepto de ‘tradición’, implica por lo tanto (a) un ‘depósito’ que es transmitido y (b) ‘depositarios’, es decir, personas que están en posesión de los depósitos y a los que se comisiona para preservarlos y transmitirlos con éxito a sus sucesores». Sin embargo, el uso popular, incluso entre los teólogos, enfatiza el aspecto no escrito de la tradición, lo cual es normalmente tenido como menos confiable que los documentos escritos. JewEnc (xii, p. 213) define la tradición como «doctrinas y dichos transmitidos oralmente de padres a hijos y preservados de esta manera por el pueblo». En nuestro entendimiento de la tradición, debemos distinguir claramente entre aquello que es tenido oficialmente como un «depósito»: memorias del pasado de cierta antigüedad, y las costumbres que en virtud del uso algunos las consideran obligatorias.
  2. Tradición oral. Con razón el estudioso se muestra escéptico hacia información basada en un largo período de memoria popular. La investigación reciente ha establecido que tal tradición es fundamentalmente confiable donde dicha tradición ha existido en una sociedad estable, ha sido recitada en las principales fiestas religiosas o seculares y que se puede verificar por documentos escritos (cf. Albright, From the Stone Age to Christianity, pp. 33ss., 40–43). Todas estas condiciones estaban presentes en el Antiguo Israel. Nyberg (Studien zum Hoseabuch) argumenta que la tradición oral de por lo menos algunos de los primeros libros del AT es de hecho la mejor garantía de su exactitud en lugar de los escritos de aquel tiempo.

III. Tradición y Escritura. Sin entrar en la difícil y controversial cuestión de la formación del canon de la Escritura, es evidente que porciones considerables de la información que se encuentra en ella deben haberse transmitido oralmente a través de un período corto o largo de tiempo (cf. 2 Ti. 1:13; 2:2; 1 Co. 15:13; 11:23, etc.). Pocos cuestionarían la afirmación de K. Barth: «Es evidente que existe una tradición anterior a la Sagrada Escritura y en la que se basa la Sagrada Escritura: éste es el camino que va desde la revelación como tal hasta su certificación escritural» (Church Dogmatics, T & T Clark, Edinburgh, 1956, I, 2, p. 552).

Esto no da a la tradición una coexistencia autoritativa con la Escritura. Tan pronto como la Sagrada Escritura comienza a existir por inspiración divina, toda la tradición queda al margen, incluso aunque pudiera probarse su veracidad debe ceder a la autoridad de la Escritura y ser interpretada por ella. Teóricamente podría ilustrar la verdad, pero no puede interpretarla.

Es enteramente ilegítimo tratar de penetrar a partir de la Escritura a la tradición detrás de ella como lo hace especialmente la Crítica de Formas (véase), con la esperanza de llegar a la verdad más objetiva. Esto es ignorar la realidad de la inspiración e ignora que tanto en el AT como en el NT encontramos una tradición cuidadosamente establecida y transmitida por aquélla, no con memorias inciertas que pudieran enredarse en la transmisión.

  1. El valor de la tradición. Valoramos el testimonio histórico de la tradición, cuando encontramos evidencias que la tradición ha sido cuidadosamente preservada, aunque la subordinamos a la iluminación del Espíritu en la interpretación de la Escritura. El ejemplo más patente de esto es el Texto Masorético del AT. Aunque éste no tomó su forma definitiva actual entre el siglo sexto al noveno d.C., los descubrimientos de Qumrán han confirmado el texto consonántico en su forma presente en el primer siglo a.C., con lo que un número creciente de eruditos no se muestran muy dispuestos a dejarlo a menos que el sentido y las tradiciones divergentes lo exijan.
  2. Las limitaciones de la tradición. Es un hecho evidente que cuando recurrimos a la exégesis anterior a la época nicena en busca de más luz para los pasajes difíciles del NT, encontramos que dicha exégesis contiene los puntos de vista más divergentes. Esto enseña claramente que no había una tradición teológica autoritativa que vinculara a los apóstoles con el segundo siglo. Esto se confirma por los escritos de los padres postapóstolicos, todos los cuales se desviaron de las normas del NT en algunos sentidos. Es claro que la única tradición que tiene algún viso de relación con la iglesia apostólica es el tipo de anécdotas que coleccionó Papías.

Encontramos mucho de esto en la tradición judía. Josefo, como sacerdote y fariseo, tuvo acceso a las dos fuentes principales de la tradición de su tiempo. Sin embargo, poco valor podría atribuirse a las pocas adiciones que él hace al relato bíblico en sus Antigüedades. Incluso para los períodos postexílicos e intertestamentarios él nos agrega poco que sea nuevo hasta que él mismo se basa en las obras de Nicolás de Damasco, historiador de Herodes el Grande. En la Mishnah encontramos una adecuada evidencia de una tradición cúltica y sacerdotal de gran antigüedad, pero en tanto que ésta nos ayuda para reconstruir el trasfondo cúltico de la vida de Cristo (p. ej., Edersheim, The Temple), es aún incierta como para ser autoritativa en la interpretación del AT. La tradición rabínica que se encuentra en el Talmud y Midrashim, con la excepción de algunos pasajes antiguos de la Mishnah, no puede usarse sin gran cuidado para el período antes del año 70 d.C. y cuanto más se acerca al período macabeo—éste puede ignorarse para todo lo anterior—menos confiable es. Tampoco Qumrán ha revelado a los esenios como poseedores de una tradición válida. En otras palabras, no existe una tradición válida judía o cristiana que nos capaciten o nos den una interpretación autorizada de la Escritura.

BIBLIOGRAFÍA

HERE; E. Nielsen, Oral Tradition; C. Salmon, The Infallibility of the Church, chap. V; Karl Barth, Church Dogmatics, E.T. I, 2, pp. 547–572, II, 2, pp. 458ss.

H.L. Ellison

HERE Hastings’ Encyclopaedia of Religion and Ethics

JewEnc Jewish Encyclopaedia

Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (613). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología

(gr. paradosis). Aquello que se transmite, particularmente enseñanzas transmitidas por un maestro a sus discípulos. El concepto está presente con frecuencia aun cuando no se mencione la palabra. Las referencias principales en los evangelios aparecen en Mt. 15 y Mr. 7, y se relacionan con la tradición judía.

I. Tradición judaica

La palabra tradición no aparece en el AT, pero entre los dos testamentos hubo muchas enseñanzas para explicar el AT que fueron agregadas por los rabinos. La tradición se perpetúa pasando del maestro al alumno, y ya en la época de Jesús había adquirido su ubicación al lado de las Escrituras. La igualación del comentario humano con la revelación divina fue condenada por el Señor. Con la tradición se “transgrede” la Palabra de Dios, se la “quebranta”, se la “invalida”, se la hace a un lado, se la rechaza (Mt. 15.3, 6; Mr. 7.8–9, 13). Las doctrinas impartidas por la tradición son “mandamientos de hombres” (Mt. 15.9; Mr. 7.6–7).

II. La tradición cristiana

Jesús consideraba que su propia enseñanza, entregada a sus discípulos en forma de comentario, estaba al mismo nivel que la Palabra de Dios. Así, en el Sermón del monte Jesús citó partes de la Ley, pero puso al lado de la misma sus propias palabras, “pero yo os digo …” (Mt. 5.22, 28, 32, 34, 39, 44; cf. 6.25). El justificativo para proceder de ese modo lo encontramos en su propia persona. Como Mesías ungido por el Espíritu, Palabra de Dios hecha carne, sólo él podía ofrecer un comentario válido y autorizado sobre esa Palabra inspirada por el Espíritu. Del mismo modo las epístolas realzan la persona de Cristo en contraste con la tradición. En Col. 2.8 Pablo advierte contra el peligro de ser presa de “filosofías y huecas sutilezas, según las tradiciones de los hombres … y no según Cristo”. Así, en Gá. 1.14, 16 Pablo abandonó la tradición de los ancianos cuando Dios le reveló a su Hijo; Cristo no sólo dio origen a la verdadera tradición sino que la constituye él mismo.

La tradición cristiana en el NT tiene tres elementos: (a) los hechos de Cristo (1 Co. 11.23; 15.3; Lc. 1.2, donde “enseñaron” es traducción de paredosan); (b) la interpretación teológica de dichos hechos; véase, p. ej., todo el argumento de 1 Co. 15; (c) el modo de vida que surge de ellos (1 Co. 11.2; 2 Ts. 2.15; 3.6–7). En Jud. 3 la “fe que ha sido una vez dada” abarca estos tres elementos (cf. Ro. 6.17).

Cristo fue dado a conocer por el testimonio apostólico; por lo tanto, los apóstoles afirman que la tradición trasmitida por ellos debía ser recibida como autorizada (1 Co. 11.2; 2 Ts. 2.15; 3.6). Véase también Ef. 4.20–21, donde los lectores no habían oído a Cristo en la carne, pero en cambio habían oído el testimonio apostólico acerca de él. Cristo mandó a los apóstoles que dieran testimonio de él porque ellos habían estado con él desde el principio; también les prometió el don del Espíritu que había de guiarlos a toda verdad (Jn. 13.26–27; 16.13). Esta combinación de testimonio ocular y testimonio guiado por el Espíritu produjo una “tradición” verdadera y válida como complemento del AT. Así, 1 Ti. 5.18 y 2 P. 3.16 colocan la tradición apostólica a la par de las Escrituras y la describen como tal.

Una influyente escuela teológica de crítica de las formas cuestiona la validez histórica de la tradición neotestamentaria, afirmando que en dicha tradición los cristianos querían proclamar al Cristo de la fe más bien que transmitir hechos históricos. Este interés a su vez los llevó a colorear el relato con sus creencias, y por lo tanto la tarea del erudito bíblico consiste en identificar aquello que originalmente pertenecía a Cristo, y aquello que ha sido agregado por los cristianos primitivos. B. Gerhardsson cuestiona la validez de este presupuesto de la crítica de las formas. Señala que los métodos sumamente rigurosos de transmisión de la tradición en las escuelas rabínicas tardías pueden remontarse a los tiempos del NT. Métodos tales como el de aprender de memoria, aprendiendo al pie de la letra las palabras mismas dichas por el maestro, el de condensar el material en textos breves, y el uso de libretas para anotaciones eran todos comunes en los días de Cristo. Los apóstoles y la iglesia primitiva también tomaban con toda seriedad la transmisión fidedigna de una tradición válida acerca de Cristo, y no les satisfacía la transmisión inconsciente de una tradición diluida por la predicación. Cuando se tiene en cuenta, también, el carácter único de Jesús a los ojos de la iglesia primitiva, resulta claro que la posibilidad de que se hayan hecho agregados al relato se vuelve aun más remota.

La obra de Gerhardsson provocó una reacción muy fuerte que cuestionaba la validez de retrotraer al período de la iglesia primitiva los métodos de las escuelas rabínicas posteriores, y señalaba el carácter distintivo de la enseñanza cristiana en comparación con la enseñanza judía contemporánea. Si bien Gerhardsson puede haber exagerado su punto de vista, ha demostrado que el ambiente en que fueron escritos los evangelios exigía la transmisión correcta de la tradición, mientras que no interesaba en la misma medida el completar los hechos con mejoras imaginarias, como han creído algunos entendidos. Las exhortaciones de Pablo relativas a la “tradición” adquieren mayor significación en este contexto. El oficio apostólico estaba limitado a los testigos oculares y, como únicamente los testigos oculares podían dar un testimonio fiel de Cristo en su vida, muerte y resurrección, la verdadera tradición también tiene que ser apostólica. Esto lo reconoció la iglesia en años posteriores, cuando se elaboró finalmente el canon del NT sobre la base del carácter apostólico de los libros a incluir. La tradición apostólica fue oral en un momento, pero para nosotros está cristalizada en los escritos apostólicos que contienen el testimonio de que Cristo es Dios, según testimoniaron movidos por el Espíritu. Otras enseñanzas, si bien pueden ser instructivas y útiles, como también dignas de nuestra seria consideración, no pueden aspirar a ser colocadas a la par del AT y el NT como autorizadas, sin que al hacerlo se pongan de manifiesto los mismos defectos por los que la tradición judía mereció la condenación de nuestro Señor.

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D.J.V.L.

Douglas, J. (2000). Nuevo diccionario Biblico : Primera Edicion. Miami: Sociedades Bíblicas Unidas.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico