Así reaccionó Jesús cuando una mujer de mala vida le besó exageradamente

Por: Carlos Padilla Esteban

Jesús tiene una mirada honda que ve el corazón del hombre. Jesús ve la fragilidad de todos y perdona siempre. Jesús va a comer a casa de un fariseo llamado Simón y sabe cómo es su vida, cómo es su forma de amar y de mirar a los hombres.

Lo conoce: “Un fariseo le rogó que comiera con él, y, entrando en la casa del fariseo, se puso a la mesa”. Va a comer con él porque él se lo ruega. Porque Jesús come con todos. No hace distinción de personas. Es veraz. Es auténtico.

Come con Simón al que ama como es, sin juzgarlo. Me gusta esa mirada abierta de Jesús. No busca los cargos. No piensa en los títulos ni en las ventajas. No se sienta sólo con los más afines.

Trata a todos igual sin importarle su condición, su forma de vestir, su dinero, su poder. A veces yo hago distinciones. Trato mejor a unos que a otros. Ignoro a los que no pueden darme nada.

El otro día leía: Para entrar en el reino de Dios es importante que todos sientan como suya la preocupación de Dios por los perdidos y su alegría al recuperarlos. Hay que aprender a mirar de otra manera a esas gentes extraviadas que casi todos desprecian[1].

Mirar como Jesús mira al mundo, a las personas. Acoge a los despreciados. A los rechazados por los hombres. Yo no miro como Jesús mira. Miro mejor a los que más quiero, a los que me aportan algo. Miro juzgando a los que actúan mal y no son como yo.

Jesús mira igual al fariseo que a la mujer pecadora. La mirada que tenga sobre la vida es lo único que de verdad importa. La mirada vuelve la realidad impura o conserva su pureza virginal.

Simón juzga a Jesús y a la mujer. Los mira y ve su debilidad. Hay personas especializadas en buscar las debilidades de los hombres. Los analizan y buscan su punto débil. Los atacan donde más les duele. Buscan herir. Se ríen. Condenan al ver el pecado.

El fariseo es así. Mira a Jesús y lo juzga por aceptar el amor de una mujer pecadora y no ser profeta como él creía. A la mujer la mira y la juzga por entrar en su casa. Mira su vida pasada llena de pecado.

La mira y la condena por comportarse con Jesús de manera impropia: “Al verlo el fariseo se decía para sí: – Si este fuera profeta, sabría quién y qué clase de mujer es la que le está tocando, pues es una pecadora”.

Jesús no juzga a la mujer. No la juzga por fuera, por su apariencia. No condena sus gestos de amor. La mira en su verdad y ve cuánto amor tiene dentro. Mira su arrepentimiento y su amor al saberse perdonada.

A veces me acerco o me alejo de las personas a través de mi mirada. Creo que veo pero soy en verdad ciego. Miro la superficie de las cosas y me dejo llevar por ese juicio superficial sobre la vida.

Comenta el papa Francisco en la exhortación apostólica Amoris Laetitia: Para disponerse a un verdadero encuentro con el otro, se requiere una mirada amable puesta en él. Esto no es posible cuando reina un pesimismo que destaca defectos y errores ajenos, quizás para compensar los propios complejos”.

El problema de nuestra mirada está en el corazón. Miramos mal porque amamos mal. Miramos mal porque estamos llenos de rencores y amarguras.

Miramos mal porque competimos buscando amor y reconocimiento. Porque pensamos que seremos más felices cuando todos nos reconozcan. Miramos mal porque nos gustan los logros, los éxitos y las victorias.

Y pensamos que hay personas que no triunfan en la vida. Nos alejamos de los perdedores. Nos atraen aquellos a los que les va bien en la vida. Triunfan y eso nos atrae. Nos atrae la apariencia lujosa de otras vidas.

Nos atraen aquellos de los que podemos obtener algún beneficio. Una mirada interesada sobre las personas.

Entonces condenamos fácilmente al que ha caído, al que ha fracasado, al pecador, al que escandaliza. Y alabamos al que muestra la belleza de su vida en la apariencia.

¡Qué rápidos son nuestros juicios! Me gustaría tener un corazón puro. Una mirada pura sobre la vida, sobre los demás. No interpretar sus actos. No juzgarlos sin saber las intenciones que esconden. No sacar conclusiones aceleradas acerca de aquellos a los que no conozco tanto.

¿Y si estoy equivocado en mis juicios? Muchas veces los digo en alto. Los comparto. Hablando de los otros les creo una fama. A veces una fama positiva. En ocasiones una fama negativa. ¡Cuánto daño pueden hacer mis juicios! ¡Qué bien me hace callar cuando no tengo certezas!

Y aunque las tenga es mejor callar que condenar. Mis palabras pueden hacer mucho daño. Mis silencios protegen a los hombres.

Me impresiona siempre esta escena de amor en la casa del fariseo: “Había en la ciudad una mujer pecadora pública, quien al saber que estaba comiendo en casa del fariseo, llevó un frasco de alabastro de perfume, y poniéndose detrás, a los pies de Él, comenzó a llorar, y con sus lágrimas le mojaba los pies y con los cabellos de su cabeza se los secaba; besaba sus pies y los ungía con el perfume”.

Me abruma esa desproporción en los gestos de una mujer arrodillada ante Jesús. Esa exageración del amor es fuerte. El perfume y el cabello. En Marcos se nos dice que una mujer rompe “un vaso de alabastro con perfume de nardo puro, que era muy costoso. Y derramó el perfume sobre la cabeza de Jesús”.

Aquí sólo se habla de un perfume y de los pies cansados de Jesús. Y el cabello de esa mujer arrodillada a sus pies. Muchas miradas llenas de juicio sobre una escena llena de amor.

Me conmueve ver a Jesús que no se levanta, no se incomoda, no se aparta de la mujer. Ante el amor derramado a sus pies permanece impasible. Se deja hacer. Se deja amar. Simplemente permanece tranquilo, acogiendo el amor.

Acoge ahora el amor con la misma actitud con la que luego va a padecer el odio. Callado. Quieto. En paz.

A veces cuesta tanto aceptar el amor con el corazón tranquilo... Nos incomodamos al recibir el cariño de los que nos aman y buscan. Nos ponemos tensos, a la defensiva.

Hay personas a las que no les gusta nada ser abrazadas y lo evitan. Huyen de ese afecto expresado en gestos. Les incomodan los excesos. Prefieren un saludo parco y distante. Recibir amor a veces nos incomoda a todos.

Pero Jesús no era así. Acoge todo lo humano que hay en el hombre. Acoge el amor. Acoge el afecto. No siente que haya nada malo en ese gesto tan expresivo.

Creo que la pureza de la mirada es lo que determina la naturaleza de los actos que realizamos. Un acto bueno en sí mismo puede ser impuro por la intención que esconde bajo su apariencia.

Puedo alabar a alguien con segundas intenciones. Puedo servir al necesitado con intenciones impuras. Es difícil juzgar una intención detrás de un gesto.

Es difícil leer el corazón de esta mujer detrás de tanto amor, de tanto perfume, de tantas lágrimas. ¿Dónde está el origen de su amor?

No se puede saber cuánto dolor encierran sus gestos. No sabemos cuánto habría sufrido antes de arrodillarse hoy ante el maestro. Detrás de un gesto como este se esconde un amor sincero, hondo, verdadero.

Esa mujer había pecado, se había perdido y había sido encontrada. El perdón de Jesús le había devuelto la vida. Por eso ahora expresa su amor.

Y, ante ese gesto, o lo juzgamos desde lejos o nos involucramos. El juicio rápido sobre las personas nos protege, nos aísla. Jesús no la juzga, está involucrado en su historia de salvación. El encuentro con ella es un encuentro de perdón.

La mujer pecadora se arrodilla humillada ante Jesús. Está así más expuesta ante su mirada, ante la mirada de tantos. Puede ser juzgada y condenada. Puede ser rechazada. Pero Jesús la salva, la perdona, la acoge. Se involucra en su vida.

Desde cerca Jesús ve la belleza de esta mujer apasionada, llena de amor, herida. Ve la pureza de su intención y se conmueve por tanto amor. Jesús sabe cuánto agradecimiento hay en el perfume y en las lágrimas.

Y toca a la mujer que le está tocando. Toca a la pecadora exponiéndose a volverse Él impuro como ella.

El otro día leía: “Jesús toca a los leprosos, se deja tocar por la hemorroísa y besar por la prostituta, libera a los poseídos de espíritus impuros. Nada le detiene cuando se trata de acercarse al que sufre. Su actuación, inspirada por la compasión, es un desafío directo al sistema de pureza. Tal vez tenía una visión muy particular”[1].

Jesús se compadece y toca. No teme volverse impuro. Sabe que la impureza nunca llega desde fuera. Sabe que lo impuro nace en el corazón. Y Él es puro. Ama, mira, toca y se expone al juicio y la condena de los que lo observan.

Toca a la pecadora delante de todos y no se vuelve impuro por haberla tocado. Al contrario. Sus manos puras purifican el corazón de esa mujer pecadora.

Mi mirada pura, mis gestos puros, hacen puro todo lo que toco. Y de igual forma, cuando mi mirada y mis gestos son impuros, hago impuro todo lo que toco.

Es así Jesús. Su mirada pura, su corazón puro, cuando me tocan, me hacen puro. Mi impureza desaparece en sus ojos. Su amor desbordado en mis pies, en mis manos, me hacen puro. Me limpian. Me sanan.

La misericordia ha sido derramada sobre esa mujer. Ha recibido mucho amor. Ha experimentado el perdón. Sin duda uno ama más cuando más ha sido perdonado.

Ante la mirada acusadora de Simón, Jesús le responde: “Simón, tengo algo que decirte. Un acreedor tenía dos deudores. Uno debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Como no tenían para pagarle, perdonó a los dos. ¿Quién de ellos le amará más? Respondió Simón: – Supongo que aquel a quien perdonó más. Él le dijo: – Has juzgado bien. Por eso te digo que quedan perdonados sus muchos pecados, porque ha mostrado mucho amor. A quien poco se le perdona, poco amor muestra”.

Cuando uno ha visto que todo es misericordia en su vida, todo desproporción entre las obras y el amor recibido, entonces sólo cabe amar como respuesta.

Sabemos que las obras son importantes. Hoy Jesús le dice a la mujer pecadora: “Tus pecados quedan perdonados. Tu fe te ha salvado. Vete en paz”. Es una fe con obras la que salva su vida. Es una fe llena de gestos de amor.

 

[1] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica