Jn 16, 23b-28 – Despedida: El Padre os ama, como yo os he amado

23 Ese día no me preguntaréis nada. En verdad, en verdad os digo: si pedís algo al Padre en mi nombre, os lo dará. 24 Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre; pedid, y recibiréis, para que vuestra alegría sea completa. 25 Os he hablado de esto en comparaciones; viene la hora en que ya no hablaré en comparaciones, sino que os hablaré del Padre claramente. 26 Aquel día pediréis en mi nombre, y no os digo que yo rogaré al Padre por vosotros, 27 pues el Padre mismo os quiere, porque vosotros me queréis y creéis que yo salí de Dios. 28 Salí del Padre y he venido al mundo, otra vez dejo el mundo y me voy al Padre».

Sagrada Biblia, Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (2012)


Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia

Juan María Vianney (Cura de Ars)

Catequesis: Son muchos los beneficios de la oración

«Si pedís algo al Padre en mi nombre, os lo concederá» (Jn 16,23b)
Sobre la oración [Falta referencia]

Hijos míos, vuestro corazón es pequeño, pero la oración lo dilata y lo hace capaz de amar a Dios. La oración es una degustación anticipada del cielo, hace que una parte del paraíso baje hasta nosotros. Nunca nos deja sin dulzura; es como una miel que se derrama sobre el alma y lo endulza todo.

En la oración hecha debidamente, se funden las penas como la nieve ante el sol.

Otro beneficio de la oración es que hace que el tiempo transcurra tan aprisa y con tanto deleite, que ni se percibe su duración. Mirad: cuando era párroco en Bresse, en cierta ocasión, en que casi todos mis colegas habían caído enfermos, tuve que hacer largas caminatas, durante las cuales oraba al buen Dios, y creedme, que el tiempo se me hacía corto.

Hay personas que se sumergen totalmente en la oración como los peces en el agua, porque están totalmente entregadas al buen Dios. Su corazón no está dividido. ¡Cuánto amo a estas almas generosas! San Francisco de Asís y santa Coleta veían a nuestro Señor y hablaban con él del mismo modo que hablamos entre nosotros.

Nosotros, por el contrario, ¡cuántas veces venimos a la Iglesia sin saber lo que hemos de hacer o pedir! Y, sin embargo, cuando vamos a casa de cualquier persona, sabemos muy bien para qué vamos. Hay algunos que incluso parece como si le dijeran al buen Dios: “Sólo dos palabras, para deshacerme de ti…” Muchas veces pienso que cuando venimos a adorar al Señor, obtendríamos todo lo que le pedimos si se lo pidiéramos con una fe muy viva y un corazón muy puro.

Fulgencio de Ruspe

Cartas: Cristo vive siempre para interceder en nuestro favor

«Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre; pedid, y recibiréis, para que vuestra alegría sea completa» (Jn 16,24)
14, 36-37: CCL 91, 429-431 (Liturgia de las Horas)

CCL

Fijaos que en la conclusión de las oraciones decimos: «Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo»; en cambio, nunca decimos: «Por el Espíritu Santo». Esta práctica universal de la Iglesia tiene su explicación en aquel misterio, según el cual, el mediador entre Dios y los hombres es el hombre Cristo Jesús, sacerdote eterno según el rito de Melquisedec, que entró una vez para siempre con su propia sangre en el santuario, pero no en un santuario construido por hombres, imagen del auténtico, sino en el mismo cielo, donde está a la derecha de Dios e intercede por nosotros.

Teniendo ante sus ojos este oficio sacerdotal de Cristo, dice el Apóstol: Por su medio, ofrezcamos continuamente a Dios un sacrificio de alabanza, es decir, el fruto de unos labios que profesan su nombre. Por él, pues, ofrecemos el sacrificio de nuestra alabanza y oración, ya que por su muerte fuimos reconciliados cuando éramos todavía enemigos. Por él, que se dignó hacerse sacrificio por nosotros, puede nuestro sacrificio ser agradable en la presencia de Dios. Por esto, nos exhorta san Pedro: También vosotros, como piedras vivas, entráis en la construcción del templo del Espíritu, formando un sacerdocio sagrado, para ofrecer sacrificios espirituales que Dios acepta por Jesucristo. Por este motivo, decimos a Dios Padre: «Por nuestro Señor Jesucristo».

Al referirnos al sacerdocio de Cristo, necesariamente hacemos alusión al misterio de su encarnación, en el cual el Hijo de Dios, a pesar de su condición divina, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, según la cual se rebajó hasta someterse incluso a la muerte; es decir, fue hecho un poco inferior a los ángeles, conservando no obstante su divinidad igual al Padre. El Hijo fue hecho un poco inferior a los ángeles en cuanto que, permaneciendo igual al Padre, se dignó hacerse como un hombre cualquiera. Se abajó cuando se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo. Más aún, el abajarse de Cristo es el total anonadamiento, que no otra cosa fue el tomar la condición de esclavo.

Cristo, por tanto, permaneciendo en su condición divina, en su condición de Hijo único de Dios, según la cual le ofrecemos el sacrificio igual que al Padre, al tomar la condición de esclavo, fue constituido sacerdote, para que, por medio de él, pudiéramos ofrecer la hostia viva, santa, grata a Dios. Nosotros no hubiéramos podido ofrecer nuestro sacrificio a Dios si Cristo no se hubiese hecho sacrificio por nosotros: en él nuestra propia raza humana es un verdadero y saludable sacrificio. En efecto, cuando precisamos que nuestras oraciones son ofrecidas por nuestro Señor, sacerdote eterno, reconocemos en él la verdadera carne de nuestra misma raza, de conformidad con lo que dice el Apóstol: Todo sumo sacerdote, escogido entre los hombres, está puesto para representar a los hombres en el culto a Dios: para ofrecer dones y sacrificios por los pecados. Pero, al decir: «tu Hijo», añadimos: «que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo», para recordar, con esta adición, la unidad de naturaleza que tienen el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y significar, de este modo, que el mismo Cristo, que por nosotros ha asumido el oficio de sacerdote, es por naturaleza igual al Padre y al Espíritu Santo.

Agustín de Hipona

Sobre el Evangelio de san Juan: Nos hizo capaces de amar

«El Padre mismo os ama, porque vosotros me habéis amado» (Jn 16,27)

Pedir en nombre de Cristo

1. Ahora han de tratarse esas palabras del Señor: En verdad, en verdad os digo: «Si algo pidiereis al Padre en mi nombre, os lo dará» (Jn 16,23). A propósito de partes anteriores de este discurso del Señor quedó ya dicho, a causa de esos que en el nombre de Cristo piden al Padre algunas cosas, mas no las reciben, que cualquier cosa que se pide contra los intereses de la salvación no se pide en el nombre del Salvador (Cf Tr. 73). Por cierto, cuando dice «En mi nombre», ha de comprenderse que habla de esto: no del sonido de las letras y sílabas, sino de lo que significa el sonido mismo y de lo que mediante ese sonido se entiende recta y verdaderamente. Por ende, quien acerca de Cristo opina esto que no ha de opinarse acerca del único Hijo de Dios, no pide en su nombre aunque con las letras y las sílabas no omita a Cristo, porque pide en el nombre de ese en quien piensa cuando pide. Quien, en cambio, opina lo que acerca de él ha de opinarse, ese mismo pide en su nombre y, si no pide contra su salvación sempiterna, recibe lo que pide. Ahora bien, recibe cuando debe recibir, pues ciertas cosas no se niegan, sino que se difieren para ser dadas en tiempo conveniente. Lo que asevera, os dará, absolutamente ha de entenderse de forma que se sepa que estas palabras aluden a esos beneficios que atañen propiamente a esos que piden. En efecto, todos los santos son escuchados en favor de sí mismos; en cambio, no son escuchados en favor de todos, amigos o enemigos suyos o cualesquiera otros, porque no está dicho «dará» en cualquier caso, sino: Os dará.

Debemos pedir la vida bienaventurada

2. Hasta ahora, afirma, no habéis pedido nada en mi nombre. Pedid y recibiréis, para que vuestro gozo sea pleno (Jn 16,24). Este gozo al que llama pleno es en realidad un gozo no carnal, sino espiritual y, cuando sea tanto que nada haya de añadírsele, sin duda entonces será pleno. Cualquier cosa, pues, que se pide, la cual concierna a conseguir este gozo, ésta ha de pedirse en el nombre de Cristo, si entendemos la divina gracia, si verdaderamente demandamos la vida feliz. En cambio, cualquier otra cosa que se pide, nada se pide, no porque no sea absolutamente ninguna realidad, sino porque cualquier otra cosa que se ansía es nada en comparación con tan gran realidad. En efecto, el hombre, del que el Apóstol asevera: «Quien supone que él es algo, aunque es nada» (Ga 6,3), no es completamente ninguna realidad. Por cierto, en comparación con el hombre espiritual, que sabe que por la gracia de Dios es él lo que es, cualquiera que presume de vaciedades es nada. También, pues: «En verdad, en verdad os digo: «Si pidiereis algo al Padre en mi nombre, os lo dará»», puede entenderse rectamente, de forma que esto que asevera, si algo, se entienda no cualquier cosa, sino algo que no sea nada en comparación con la vida feliz.

Y lo que sigue: Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre, puede entenderse de dos modos: o que no habéis pedido en mi nombre porque conocisteis mi nombre no como ha de conocerse, o que no habéis pedido nada porque lo que habéis pedido ha de tenerse por nada en comparación con esa realidad que debisteis pedir. Por tanto, exhorta a que en su nombre pidan no nada, sino el gozo pleno —porque si piden alguna otra cosa, esa misma alguna es nada—, cuando dice: «Pedid y recibiréis, para que vuestro gozo sea pleno», esto es, en mi nombre pedid y recibiréis esto: que vuestro gozo sea pleno. En efecto, la misericordia divina nunca defraudará a sus santos si perseveran en pedir ese bien.

La hora de ver a Dios cara a cara

3. De estas cosas, afirma, os he hablado en parábolas; viene una hora cuando ya no os hablaré en parábolas, sino que abiertamente os informaré sobre mi Padre (Jn 16,25). Podría yo decir que es preciso entender que esta hora de que habla es el siglo futuro, cuando veamos abiertamente —lo que el bienaventurado Pablo llama «cara a cara»—, de forma que lo que asevera: De estas cosas os he hablado en parábolas, significa esto que está dicho por idéntico apóstol: Vemos ahora enigmáticamente mediante espejo (1Co 13,12); por otra parte, os informaré, porque mediante el Hijo será visto el Padre, según lo que en otra parte asevera: Ni nadie conoce al Padre sino el Hijo y a quien el Hijo quisiere revelarlo (Mt 11,27). Pero parece que lo que sigue: Aquel día pediréis en mi nombre (Jn 16,26), impide este sentido. Efectivamente, cuando en la era futura hayamos llegado al reino donde seremos similares a él porque le veremos como es (Cf 1Jn 3,2), ¿qué vamos a pedir, pues nuestro deseo se saciará de bienes? (Cf Sal 102,5) Por ende, también en otro salmo se dice: Me saciaré cuando se manifieste tu gloria (Sal 16,15). De hecho, la petición es propia de alguna indigencia, que será nula allí donde habrá esta saciedad.

Solo una visión espiritual reconoce a Dios como espíritu

4. Así pues, hasta donde soy capaz de comprender, queda que se entienda que Jesús ha prometido que él va a transformar a sus discípulos de carnales o animales en espirituales, aunque aún no tales cuales seremos cuando tengamos también cuerpo espiritual, sino cual era quien decía: «De sabiduría hablamos entre los perfectos» (1Co 2,6), y: «No pude hablaros cual a espirituales, sino cual a carnales» (1Co 3,1), y: Hemos recibido no el espíritu de este mundo, sino el Espíritu que es de Dios, para que sepamos lo que nos ha sido donado por Dios; y de esto hablamos con palabras no versadas en sabiduría humana, sino versadas en el Espíritu, para acomodar a los espirituales lo espiritual. En cambio, un hombre animal no percibe lo que es del Espíritu de Dios (1Co 2,12-14).

Así pues, un hombre animal, al no percibir lo que es del Espíritu de Dios, cualesquiera cosas que oye acerca de la naturaleza de Dios, las oye de forma que no puede pensar en otra cosa que en un cuerpo, amplísimo o inmenso cuanto se quiera, lúcido y hermoso cuanto se quiera, cuerpo empero. Por eso, cualesquiera dichos de sabiduría acerca de la sustancia incorpórea e inmutable son para él enigmas, no porque los estime enigmas, sino porque piensa como quienes suelen oír y no entender los enigmas. En cambio, el espiritual, cuando haya comenzado a evaluar todo y, al contrario, a no ser evaluado por nadie, ese mismo percibe claramente (1Co 2,15), aunque en esta vida aún en parte, cual mediante espejo, no empero con sentido alguno del cuerpo, no con imaginación imaginaria alguna, la cual capta o inventa semejanzas de cualesquiera cuerpos, sino con la certísima inteligencia de la mente, que Dios es no cuerpo, sino espíritu, pues el Hijo informa sobre el Padre tan abiertamente, que se comprende que también ese que informa es de idéntica sustancia. Entonces, quienes piden, en su nombre piden porque mediante el sonido de su nombre entienden no otra cosa que esa realidad misma que se llama con este nombre, y porque por ligereza o debilidad de ánimo no se imaginan que el Padre está en un lugar, digamos, en otro el Hijo ante el Padre y rogando por nosotros, mientras las moles de ambos ocupan sus respectivos espacios, ni que la Palabra dirige por nosotros palabras al Padre, interpuesto un intervalo entre la boca de quien habla y las orejas del que oye, ni otras cosas semejantes, que los animales y, éstos mismos, carnales se fabrican en los corazones. En efecto, negando y rechazando cualquier cosa semejante que por el trato frecuente con los cuerpos viene a la mente a los espirituales cuando piensan en Dios, de los ojos interiores la ahuyentan cual a importunas moscas y se entregan a la pureza de esa luz con que, testigo y juez ella, demuestran que son enteramente falsas estas mismas imágenes de los cuerpos, las cuales se abalanzan sobre sus miradas internas.

Éstos pueden pensar de alguna manera que nuestro Señor Jesucristo, en cuanto que es hombre, interpela por nosotros al Padre y, en cambio, en cuanto que es Dios, nos escucha con el Padre. Estimo que él ha aludido a esto cuando asevera: Y no os digo que respecto a vosotros rogaré yo al Padre (Jn 16,26). En efecto, a contemplar esto —cómo el Hijo no ruega al Padre, sino que el Padre y el Hijo escuchan juntos a quienes ruegan—, no asciende sino el ojo espiritual de la mente.

Dios nos amó primero, para poder amarle

5. Afirma: Pues el Padre mismo os ama, porque vosotros me habéis amado (Jn 16,27). ¿Él ama precisamente porque nosotros amamos o, más bien, porque él ama, por eso nosotros amamos? El mismo evangelista en persona responda según una carta suya: Nosotros, afirma, queremos, porque él nos quiso primero (1Jn 4,10. 19). Que quisiéramos ha sucedido, pues, precisamente porque hemos sido queridos. Querer a Dios es absolutamente don de Dios. Ese mismo que, no querido, ha querido, ha dado que fuese querido. Desagradables hemos sido amados, para que en nosotros hubiese con que agradásemos. Por cierto, no amaríamos al Hijo si no amásemos también al Padre. Nos ama el Padre, porque nosotros amamos al Hijo cuando del Padre y del Hijo hayamos recibido amar al Padre y al Hijo. En efecto, en nuestros corazones derrama la caridad el Espíritu de ambos (Cf Rm 5,5), Espíritu mediante el cual amamos al Padre y al Hijo, y Espíritu al que amamos con el Padre y el Hijo. Así pues, Dios hizo nuestro amor piadoso con que damos culto a Dios, y vio que es bueno; ciertamente por eso ha amado él lo que ha hecho. Pero en nosotros no haría lo que amase, si antes de hacerlo no nos amase.

Jesús se fue, pero sigue presente

6. Y habéis creído, afirma, que de Dios salí. Salí del Padre y he venido al mundo; de nuevo dejo el mundo y voy al Padre (Jn 16,27-28). Lo hemos creído lisa y llanamente, pues esto no debe parecer increíble precisamente porque, al venir al mundo, salió del Padre sin abandonar al Padre y, dejado el mundo, va al Padre sin abandonar el mundo. En efecto, salió del Padre porque es del Padre; al mundo vino porque al mundo ha mostrado su cuerpo que de la Virgen ha asumido. Ha dejado el mundo por separación corporal, se ha marchado al Padre por ascensión del hombre, mas no ha abandonado el mundo en cuanto a la gobernación de su presencia.

Francisco de Sales

Sermón (05-04-1615): Saber pedir

«Si pedís algo al Padre en mi nombre os lo dará. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre, pedid y recibiréis, para que vuestra alegría sea completa» (Jn 16, 23-28)
Sermón n. IX

Cuando Tobías se sintió anciano, queriendo poner en orden sus asuntos mandó a su hijo ir a Ragés para cobrar una suma que le debían. Para ello, le entregó un resguardo con el cual no se le podía negar su dinero. Así debemos hacer nosotros cuando queremos pedir al Padre Eterno su Paraíso, el acrecentamiento de nuestra fe, su amor, todo lo cual nos quiere Él dar con tal de que presentemos el recibo de parte de su Hijo, es decir, que le pidamos siempre en nombre y por los méritos de nuestro Señor.

Este buen Maestro nos ha mostrado el orden que es preciso tener en nuestras peticiones mandándonos decir en el padrenuestro: Santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu Reino, hágase tu voluntad.

Debemos, pues, pedir en primer lugar que su nombre sea santificado, es decir, que sea reconocido y adorado por todos los hombres; a continuación, debemos suplicar lo que nos es más necesario, a saber, que venga a nosotros su Reino, que podamos ser ciudadanos del cielo. Y después, que se haga su voluntad.

Después de estas tres peticiones añadimos: Danos hoy nuestro pan de cada día. Jesucristo nos hace decir: Danos hoy nuestro pan de cada día, porque bajo el nombre de pan están comprendidos todos los bienes temporales. Debemos ser muy sobrios en pedir estos bienes de aquí abajo, y deberíamos temer mucho al pedirlos porque no sabemos si nuestro Señor nos los dará en su cólera. Por eso, los que piden con perfección piden muy poco de estos bienes porque permanecen ante Dios como niños ante su padre, poniendo en Él toda su confianza; o bien, como un criado que sirve bien a su amo, pues no va todos los días a pedirle su paga, pero sus servicios piden suficientemente por él.

Juan Pablo II

Audiencia General (02-09-1987): Jesucristo, Verbo eterno de Dios

«Salí del Padre y he venido al mundo, otra vez dejo el mundo y me voy al Padre» (Jn 16,28)

1. En la catequesis anterior hemos dedicado un atención especial a las afirmaciones en las que Cristo habla de Sí utilizando la expresión ‘YO SOY’. El contexto en el que aparecen tales afirmaciones, sobre todo en el Evangelio de Juan, nos permite pensar que al recurrir a dicha expresión Jesús hace referencia al Nombre con el que el Dios de la Antigua Alianza se califica a Sí mismo ante Moisés, en el momento de confiarle la misión a la que está llamado: «Yo soy el que soy… responderás a los hijos de Israel: YO SOY me manda a vosotros» (Ex 3, 14).

De este modo Jesús habla de Sí, por ejemplo, en el marco de la discusión sobre Abraham: «Antes que Abraham naciese, YO SOY» (Jn 8, 58). Ya esta expresión nos permite comprender que «el Hijo del Hombre» da testimonio de su divina preexistencia. Y tal afirmación no está aislada.

2. Más de una vez Cristo habla del misterio de su Persona, y la expresión más sintética parece ser ésta: «Salí del Padre y vine al mundo; de nuevo dejo el mundo y me voy al Padre» (Jn 16, 28). Jesús dirige estas palabras a los Apóstoles en el discurso de despedida, la vigilia de los acontecimientos pascuales. Indican claramente que antes de «venir» al mundo Cristo «estaba» junto al Padre como Hijo. Indican, pues, su preexistencia en Dios. Jesús da a comprender claramente que su existencia terrena no puede separarse de dicha preexistencia en Dios. Sin ella su realidad personal no se puede entender correctamente.

3. Expresiones semejantes las hay numerosas. Cuando Jesús alude a la propia venida desde el Padre al mundo, sus palabras hacen referencia generalmente a su preexistencia divina. Esto está claro de modo especial en el Evangelio de Juan. Jesús dice ante Pilato: «Yo para esto he nacido y par esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad» (Jn 18, 37); y quizás no carece de importancia el hecho de que Pilato le pregunte más tarde: «¿De dónde eres tú?» (Jn 19, 9). Y antes aún leemos: «Mi testimonio es verdadero, porque sé de dónde vengo y adonde voy» (Jn 8, 14). A propósito de ese «¿De dónde eres tú?», en el coloquio nocturno con Nicodemo podemos escuchar una declaración significativa: «Nadie sube al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre, que está en el cielo» (Jn 3, 13). Esta «venida» del cielo, del Padre, indica la «preexistencia» divina de Cristo incluso en relación con su «marcha»: «¿Qué sería si vierais al Hijo del hombre subir allí donde estaba antes?», pregunta Jesús en el contexto del «discurso eucarístico» en las cercanías de Cafarnaum (cf. Jn 6, 62).

4. Toda la existencia terrena de Jesús como Mesías resulta de aquel «antes» y a él se vincula de nuevo como a una «dimensión» fundamental, según la cual el Hijo es «una sola cosa» con el Padre. ¡Cuán elocuentes son, desde este punto de vista, las palabras de la «oración sacerdotal» en el Cenáculo!: «Yo te he glorificado sobre la tierra llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar. Ahora tú, Padre, glorifícame cerca de ti mismo con la gloria que tuve cerca de ti antes que el mundo existiese» (Jn 17, 4-5).

También los Evangelios sinópticos hablan en muchos pasajes sobre la «venida» del Hijo del hombre para la salvación del mundo (cf. por ejemplo Lc 19, 10; Mc 10, 45; Mt 20, 28); sin embargo, los textos de Juan contienen una referencia especialmente clara a la preexistencia de Cristo.

5. La síntesis más plena de esta verdad está contenida en el Prólogo del cuarto Evangelio. Se puede decir que en dicho texto la verdad sobre la preexistencia divina del Hijo del hombre adquiere una ulterior explicitación, en cierto sentido definitiva: «Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios. El estaba al principio en Dios. Todas las cosas fueron hechas por Él… En Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz luce en las tinieblas, pero las tinieblas no la acogieron» (Jn 1, 1-5).

En estas frases el Evangelista confirma lo que Jesús decía de Sí mismo, cuando declaraba: «Salí del Padre y vine al mundo» (Jn 16, 28), cuando rogaba que el Padre lo glorificase con la gloria que Él tenía cerca de Él antes que el mundo existiese (cf. Jn 17, 5). Al mismo tiempo la preexistencia del Hijo en el Padre se vincula estrechamente con la revelación del misterio trinitario de Dios: el Hijo es el Verbo eterno, es «Dios de Dios», de la misma naturaleza que el Padre (como se expresará el Concilio de Nicea en el Símbolo de la fe). La fórmula conciliar refleja precisamente el Prólogo de Juan: «El Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios». Afirmar la preexistencia de Cristo en el Padre equivale a reconocer su divinidad. A su naturaleza, como a la naturaleza del Padre, pertenece la eternidad. Esto se indica con la referencia a la preexistencia eterna en el Padre.

6. El prólogo de Juan, mediante la revelación de la verdad sobre el Verbo contenida en él, constituye como el complemento definitivo de lo que ya el Antiguo Testamento había dicho de la Sabiduría. Véanse, por ejemplo, las siguientes afirmaciones: «Desde el principio y antes de los siglos me creó y hasta el fin no dejaré de ser» (Eclo 24, 14); «El que me creó reposó en mi tienda. Y me dijo: Pon tu tienda en Jacob» (Eclo 24, 12)13). La Sabiduría de que habla el Antiguo Testamento, es una criatura y al mismo tiempo tiene atributos que la colocan por encima de todo lo creado»: «Siendo una, todo lo puede, y permaneciendo la misma, todo lo renueva» (Sab 7, 27).

La verdad sobre el Verbo contenida en el Prólogo de Juan, confirma en cierto sentido la revelación acerca de la sabiduría presente en el Antiguo Testamento, y al mismo tiempo la transciende de modo definitivo: el Verbo no sólo «está en Dios» sino que «es Dios». Al venir a este mundo en la persona de Jesucristo, el Verbo «viene entre su gente», puesto que «el mundo fue hecho por medio de él» (cf. Jn 1, 10-11). Vino a «los suyos», porque es «la luz verdadera que ilumina a todo hombre» (cf. Jn 1, 9). La autorrevelación de Dios en Jesucristo consiste en esta «venida» al mundo del Verbo, que es el Hijo eterno.

7. «El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1, 14). Digámoslo una vez más: el Prólogo de Juan es el eco eterno de las palabras con las que Jesús dice: «salí del Padre y vine al mundo» (Jn 16, 28), y de aquellas con las que ruega que el Padre lo glorifique con la gloria que El tenía cerca de El antes que el mundo existiese (cf. Jn 17, 5). El Evangelio tiene ante los ojos la revelación veterotestamentaria acerca cerca de la Sabiduría y al mismo tiempo todo el acontecimiento pascual: la marcha mediante la cruz y la resurrección, en las que la verdad sobre Cristo, Hijo del hombre y verdadero Dios, se ha hecho completamente clara a cuantos han sido sus testigos oculares.

8. En estrecha relación con la revelación del Verbo, es decir, con la divina preexistencia de Cristo, halla también confirmación la verdad sobre el Emmanuel. Esta palabra —que en traducción literal significa «Dios con nosotros»— expresa una presencia particular y personal de Dios en el mundo. Ese «YO SOY» de Cristo manifiesta precisamente esta presencia ya preanunciada por Isaías (cf. Is 7, 14), proclamada siguiendo las huellas del Profeta en el Evangelio de Mateo (cf. Mt 1, 23), y confirmada en el Prólogo de Juan: «El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1, 14). El lenguaje de los Evangelistas es multiforme, pero la verdad que expresan es la misma. En los sinópticos Jesús pronuncia su «yo estoy con vosotros» especialmente en los momentos difíciles, como por ejemplo: Mt 14, 27; Mc 6, 50; Jn 6, 20, con ocasión de la tempestad que se calma, como también en la perspectiva de la misión apostólica de la Iglesia: «Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo» (Mt 28, 20).

9. La expresión de Cristo: «Salí del Padre y vine al mundo» (Jn 16, 28) contiene un significado salvífico, soteriológico. Todos los Evangelistas lo manifiestan. El Prólogo de Juan lo expresa en las palabras: «A cuantos lo recibieron (= al Verbo), dióles poder de venir a ser hijos de Dios», la posibilidad de ser engendrados de Dios (cf. Jn 1, 12-13).

Esta es la verdad central de toda la soteriología cristiana, vinculada orgánicamente con la realidad revelada de Dios-Hombre. Dios se hizo hombre a fin de que el hombre pudiera participar realmente de la vida de Dios, más aún, pudiese llegar a ser él mismo, en cierto sentido, Dios. Ya los antiguos Padres de la Iglesia tuvieron claro conocimiento de ello. Baste recordar a San Ireneo, el cual, exhortando a seguir a Cristo, único maestro verdadero y seguro, afirmaba: «Por su inmenso amor Él se ha hecho lo que nosotros somos, para darnos la posibilidad de ser lo que Él es» (cf. Adversus haereses, V, Praef.: PG 7, 1.120).

Esta verdad nos abre horizontes ilimitados, en los cuales situar la expresión concreta de nuestra vida cristiana, a la luz de la fe en Cristo, Hijo de Dios, Verbo del Padre.

Catecismo de la Iglesia Católica

Catecismo de la Iglesia Católica: Novedad de la oración

«Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre» (Jn 16,24)
nn. 2614-2616

Cuando Jesús confía abiertamente a sus discípulos el misterio de la oración al Padre, les desvela lo que deberá ser su oración, y la nuestra, cuando haya vuelto, con su humanidad glorificada, al lado del Padre. Lo que es nuevo ahora es «pedir en su Nombre» (Jn 14, 13). La fe en Él introduce a los discípulos en el conocimiento del Padre porque Jesús es «el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14, 6). La fe da su fruto en el amor: guardar su Palabra, sus mandamientos, permanecer con Él en el Padre que nos ama en Él hasta permanecer en nosotros. En esta nueva Alianza, la certeza de ser escuchados en nuestras peticiones se funda en la oración de Jesús (cf Jn 14, 13-14).

Más todavía, lo que el Padre nos da cuando nuestra oración está unida a la de Jesús, es «otro Paráclito, […] para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad» (Jn 14, 16-17). Esta novedad de la oración y de sus condiciones aparece en todo el discurso de despedida (cf Jn 14, 23-26; 15, 7. 16; 16, 13-15; 16, 23-27). En el Espíritu Santo, la oración cristiana es comunión de amor con el Padre, no solamente por medio de Cristo, sino también en Él: «Hasta ahora nada le habéis pedido en mi Nombre. Pedid y recibiréis para que vuestro gozo sea perfecto» (Jn 16, 24).

Jesús escucha la oración

La oración a Jesús ya ha sido escuchada por Él durante su ministerio, a través de signos que anticipan el poder de su muerte y de su resurrección: Jesús escucha la oración de fe expresada en palabras (del leproso [cf Mc 1, 40-41], de Jairo [cf Mc 5, 36], de la cananea [cf Mc 7, 29], del buen ladrón [cf Lc 23, 39-43]), o en silencio (de los portadores del paralítico [cf Mc 2, 5], de la hemorroisa [cf Mc 5, 28] que toca el borde de su manto, de las lágrimas y el perfume de la pecadora [cf Lc 7, 37-38]). La petición apremiante de los ciegos: «¡Ten piedad de nosotros, Hijo de David!» (Mt 9, 27) o «¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!» (Mc 10, 48) ha sido recogida en la tradición de la Oración a Jesús: «Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador». Sanando enfermedades o perdonando pecados, Jesús siempre responde a la plegaria del que le suplica con fe: «Ve en paz, ¡tu fe te ha salvado!».

San Agustín resume admirablemente las tres dimensiones de la oración de Jesús: Orat pro nobis ut sacerdos noster, orat in nobis ut caput nostrum, oratur a nobis ut Deus noster. Agnoscamus ergo et in illo voces nostras et voces eius in nobis («Ora por nosotros como sacerdote nuestro; ora en nosotros como cabeza nuestra; a Él se dirige nuestra oración como a Dios nuestro. Reconozcamos, por tanto, en Él nuestras voces; y la voz de Él, en nosotros») (Enarratio in Psalmum 85, 1; cf Institución general de la Liturgia de las Horas, 7).


Uso Litúrgico de este texto (Homilías)

Tiempo de Pascua: Sábado VI