Jn 16, 29-33 – Despedida: Yo he vencido al mundo

29 Le dicen sus discípulos: «Ahora sí que hablas claro y no usas comparaciones. 30 Ahora vemos que lo sabes todo y no necesitas que te pregunten; por ello creemos que has salido de Dios». 31 Les contestó Jesús: «¿Ahora creéis? 32 Pues mirad: está para llegar la hora, mejor, ya ha llegado, en que os disperséis cada cual por su lado y a mí me dejéis solo. Pero no estoy solo, porque está conmigo el Padre. 33 Os he hablado de esto, para que encontréis la paz en mí. En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo».

Sagrada Biblia, Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (2012)


Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia

Columbano

Obra: La paz que nos da necesita ser cuidada

«Os he hablado de esto, para que encontréis la paz en mi» (Jn 16,33)
[Falta referencia]

“Mi paz os dejo, mi paz os doy” (Jn 14,27). Pero ¿de qué nos sirve saber que esta paz es buena, si nosotros no velamos por ella? aquello que es muy bueno suele ser muy frágil; y los bienes preciosos reclaman mayor atención y vigilancia. Muy frágil es la paz que se puede perder por una palabra ligera o una ofensa mínima hecha a un hermano.

Sin embargo, nada complace más a los hombres que hablar fuera de contexto y ocuparse de lo que no les compete, de proferir discursos estériles y de criticar los ausentes. Por consiguiente, que aquellos que no pueden decir: “Dios mi Señor me dio el lenguaje de un hombre que se deja instruir, para que yo sepa a mi vez consolar a aquel que no puede más» (Is 50,4), que así se manifiesten o, si dicen una palabra, que sea una palabra de paz… « El cumplimiento perfecto de la Ley, es el amor” (Rm 13,10): que se digne inspirárnoslo el buen Señor y Salvador Jesucristo, el autor de la paz y el Dios del amor.

Pablo VI

Gaudete in Domino: Alegría del amor

«No estoy solo, porque está conmigo el Padre» (Jn 16,32)
nn. 24-29

Aquí nos interesa destacar el secreto de la insondable alegría que Jesús lleva dentro de sí y que le es propia. Es sobre todo el evangelio de san Juan el que nos descorre el velo, descubriéndonos las palabras íntimas del Hijo de Dios hecho hombre. Si Jesús irradia esa paz, esa seguridad, esa alegría, esa disponibilidad, se debe al amor inefable con que se sabe amado por su Padre. Después de su bautismo a orillas del Jordán, este amor, presente desde el primer instante de su Encarnación, se hace manifiesto: «Tu eres mi hijo amado, mi predilecto» (Lc 3,22). Esta certeza es inseparable de la conciencia de Jesús. Es una presencia que nunca lo abandona (cf. Jn 16,32). Es un conocimiento íntimo el que lo colma: «El Padre me conoce y yo conozco al Padre» (Jn 10,15). Es un intercambio incesante y total: «Todo lo que es mío es tuyo, y todo lo que es tuyo es mío» (Jn 17,19). El Padre ha dado al Hijo el poder de juzgar y de disponer de la vida. Entre ellos se da una inhabitación recíproca: «Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí» (Jn 14,10). En correspondencia, el Hijo tiene para con el Padre un amor sin medida: «Yo amo al Padre y procedo conforme al mandato del Padre» (Jn 14,31). Hace siempre lo que place al Padre, es ésta su «comida» (cf. Jn 8,29; 4,34). Su disponibilidad llega hasta la donación de su vida humana, su confianza hasta la certeza de recobrarla: «Por esto me ama el Padre, porque yo entrego mi vida, para recobrarla de nuevo» (Jn 10,17). En este sentido, él se alegra de ir al padre. No se trata, para Jesús, de una toma de conciencia efímera: es la resonancia, en su conciencia de hombre, del amor que él conoce desde siempre, en cuanto Dios, en el seno de Padre: «Tú me has amado antes de la creación del mundo» (Jn 17,24). Existe una relación incomunicable de amor, que se confunde con su existencia de Hijo y que constituye el secreto de la vida trinitaria: el Padre aparece en ella como el que se da al Hijo, sin reservas y sin intermitencias, en un palpitar de generosidad gozosa, y el Hijo, como el que se da de la misma manera al Padre con un impulso de gozosa gratitud, en el Espíritu Santo.

De ahí que los discípulos y todos cuantos creen en Cristo, estén llamados a participar de esta alegría. Jesús quiere que sientan dentro de sí su misma alegría en plenitud: «Yo les he revelado tu nombre, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y también yo esté en ellos» (Jn 17,26).

Esta alegría de estar dentro del amor de Dios comienza ya aquí abajo. Es la alegría del Reino de Dios. Pero es una alegría concedida a lo largo de un camino escarpado, que requiere una confianza total en el Padre y en el Hijo, y dar una preferencia a las cosas del Reino. El mensaje de Jesús promete ante todo la alegría, esa alegría exigente; ¿no se abre con las bienaventuranzas? «Dichosos vosotros los pobres, porque el Reino de los cielos es vuestro. Dichosos vosotros lo que ahora pasáis hambre, porque quedaréis saciados. Dichosos vosotros, los que ahora lloráis, porque reiréis» (Lc 6,20-21).

Misteriosamente, Cristo mismo, para desarraigar del corazón del hombre el pecado de suficiencia y manifestar al Padre una obediencia filial y completa, acepta morir a manos de los impíos (cf. Hech 2,23), morir sobre una cruz. Pero el Padre no permitió que la muerte lo retuviese en su poder. La resurrección de Jesús es el sello puesto por el Padre sobre el valor del sacrificio de su Hijo; es la prueba de la fidelidad del Padre, según el deseo formulado por Jesús antes de entrar en su pasión: «Padre, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique» (Jn 17,1). Desde entonces Jesús vive para siempre en la Gloria del Padre, y por esto mismo los discípulos se sintieron arrebatados por una alegría imperecedera al ver al Señor, el día de Pascua.

Sucede que, aquí abajo, la alegría del Reino hecha realidad, no puede brotar más que de la celebración conjunta de la muerte y resurrección del Señor. Es la paradoja de la condición cristiana que esclarece singularmente la de la condición humana: ni las pruebas, ni los sufrimientos quedan eliminados de este mundo, sino que adquieren un nuevo sentido, ante la certeza de compartir la redención llevada a cabo por el Señor y de participar en su gloria. Por eso el cristiano, sometido a las dificultades de la existencia común, no queda sin embargo reducido a buscar su camino a tientas, ni a ver la muerte el fin de sus esperanzas. En efecto, como yo lo anunciaba el profeta: «El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierra de sombras y una luz les brilló. Acreciste la alegría, aumentaste el gozo» (Is 9,1-2). El Exsultet del pregón pascual canta un misterio realizado por encima de las esperanzas proféticas: en el anuncio gozoso de la resurrección, la pena misma del hombre se halla transfigurada, mientras que la plenitud de la alegría surge de la victoria del Crucificado, de su Corazón traspasado, de su Cuerpo glorificado, y esclarece las tinieblas de las almas”: «Et nox illuminatio mea in deliciis meis» (Pregón Pascual).

La alegría pascual no es solamente la de una transfiguración posible: es la de una nueva presencia de Cristo resucitado, dispensando a los suyos el Espíritu, para que habite en ellos. Así el Espíritu Paráclito es dado a la Iglesia como principio inagotable de su alegría de esposa de Cristo glorificado. El lo envía de nuevo para recordar, mediante el ministerio de gracia y de verdad ejercido por los sucesores de los Apóstoles, la enseñanza misma del Señor. El suscitó en la Iglesia la vida divina y el apostolado. Y el cristiano sabe que este Espíritu no se extinguirá jamás en el curso de la historia. La fuente de esperanza manifestada en Pentecostés no se agotará.

Tito Brandsma

Escritos (11-11-1931): Querría hacer escuchar a todo el mundo esta palabra: Paz

«En el mundo, tendréis luchas, pero tened confianza: yo he vencido al mundo» (Jn 16,33)
Conferencia «Paz y amor por la paz»

Aunque amemos la paz y tengamos esperanza en el fondo del corazón de que nuestra acción en favor de la paz no será inútil, ni vosotros ni yo podremos eludir las presiones de este tiempo.

Esto significa que no podemos liberarnos de la duda de que, según las leyes de la historia, algo pueda cambiar: una guerra sucede a otra guerra, y cada vez, esto es un golpe mortal para la causa de la paz. Vivimos todavía demasiado bajo la influencia de los que afirman que los que quieren la paz deben armarse para vencer la guerra…

Es notable de comprobar que en el curso de los siglos, brotan constantemente héroes de paz, predicadores del mensaje de paz… Encontramos a estos mensajeros, estos apóstoles de la paz en todo tiempo y en todo lugar. Y en nuestros días, por suerte, no carecemos de eso. Pero ningún mensajero de la paz, ha encontrado un eco más vasto que aquel al que llamamos el Rey de la paz (Is 9,5). Permitidme recordaros quién es este mensajero. El día de Pascua, parecía que los apóstoles habían perdido toda esperanza desde la muerte de Cristo en la cruz. Mientras que a los ojos del mundo la misión de Cristo había terminado, había fracasado, era incomprendida, él apareció en medio de sus apóstoles reunidos en el Cenáculo por temor a los enemigos, y, en lugar de declaraciones belicosas contra sus adversarios, ellos escuchan decir: “Os dejo mi paz, os doy mi paz. No os la doy como la da el mundo” (Jn 14,27)…

Querría repetir esta palabra, hacerla resonar en el mundo entero, sin preocuparme de quién la escuchará. Querría repetirla tan a menudo que, aunque la neguemos, lográramos escucharla hasta que todos nosotros la hayamos oído y comprendido.

Catecismo de la Iglesia Católica

Catecismo de la Iglesia Católica: Virtud de la Fortaleza

«En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo» (Jn 16,33)
nn. 1803-1805.1808.1810-1811

LAS VIRTUDES

«Todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio, todo eso tenedlo en cuenta» (Flp 4, 8).

La virtud es una disposición habitual y firme a hacer el bien. Permite a la persona no sólo realizar actos buenos, sino dar lo mejor de sí misma. Con todas sus fuerzas sensibles y espirituales, la persona virtuosa tiende hacia el bien, lo busca y lo elige a través de acciones concretas.

«El objetivo de una vida virtuosa consiste en llegar a ser semejante a Dios» (San Gregorio de Nisa, De beatitudinibus, oratio  1).

I. Las virtudes humanas

Las virtudes humanas son actitudes firmes, disposiciones estables, perfecciones habituales del entendimiento y de la voluntad que regulan nuestros actos, ordenan nuestras pasiones y guían nuestra conducta según la razón y la fe. Proporcionan facilidad, dominio y gozo para llevar una vida moralmente buena. El hombre virtuoso es el que practica libremente el bien.

Las virtudes morales se adquieren mediante las fuerzas humanas. Son los frutos y los gérmenes de los actos moralmente buenos. Disponen todas las potencias del ser humano para armonizarse con el amor divino.

Distinción de las virtudes cardinales

Cuatro virtudes desempeñan un papel fundamental. Por eso se las llama «cardinales»; todas las demás se agrupan en torno a ellas. Estas son la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza. «¿Amas la justicia? Las virtudes son el fruto de sus esfuerzos, pues ella enseña la templanza y la prudencia, la justicia y la fortaleza» (Sb 8, 7). Bajo otros nombres, estas virtudes son alabadas en numerosos pasajes de la Escritura.

La fortaleza es la virtud moral que asegura en las dificultades la firmeza y la constancia en la búsqueda del bien. Reafirma la resolución de resistir a las tentaciones y de superar los obstáculos en la vida moral. La virtud de la fortaleza hace capaz de vencer el temor, incluso a la muerte, y de hacer frente a las pruebas y a las persecuciones. Capacita para ir hasta la renuncia y el sacrificio de la propia vida por defender una causa justa. «Mi fuerza y mi cántico es el Señor» (Sal 118, 14). «En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: Yo he vencido al mundo» (Jn 16, 33).

Las virtudes y la gracia

Las virtudes humanas adquiridas mediante la educación, mediante actos deliberados, y una perseverancia, mantenida siempre en el esfuerzo, son purificadas y elevadas por la gracia divina. Con la ayuda de Dios forjan el carácter y dan soltura en la práctica del bien. El hombre virtuoso es feliz al practicarlas.

Para el hombre herido por el pecado no es fácil guardar el equilibrio moral. El don de la salvación por Cristo nos otorga la gracia necesaria para perseverar en la búsqueda de las virtudes. Cada cual debe pedir siempre esta gracia de luz y de fortaleza, recurrir a los sacramentos, cooperar con el Espíritu Santo, seguir sus invitaciones a amar el bien y guardarse del mal.


Uso Litúrgico de este texto (Homilías)

Tiempo de Pascua: Lunes VII