Jn 17, 1-11a – Oración sacerdotal: Glorifica a tu Hijo

1 Así habló Jesús y, levantando los ojos al cielo, dijo:
«Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti 2 y, por el poder que tú le has dado sobre toda carne, dé la vida eterna a todos los que le has dado. 3 Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo. 4 Yo te he glorificado sobre la tierra, he llevado a cabo la obra que me encomendaste. 5 Y ahora, Padre, glorifícame junto a ti, con la gloria que yo tenía junto a ti antes que el mundo existiese. 6 He manifestado tu nombre a los que me diste de en medio del mundo. Tuyos eran, y tú me los diste, y ellos han guardado tu palabra. 7 Ahora han conocido que todo lo que me diste procede de ti, 8 porque yo les he comunicado las palabras que tú me diste, y ellos las han recibido, y han conocido verdaderamente que yo salí de ti, y han creído que tú me has enviado. 9 Te ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por estos que tú me diste, porque son tuyos. 10 Y todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío; y en ellos he sido glorificado. 11 Ya no voy a estar en el mundo, pero ellos están en el mundo, mientras yo voy a ti. Padre santo, guárdalos en tu nombre, a los que me has dado, para que sean uno, como nosotros.

Sagrada Biblia, Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (2012)


Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia

Francisco de Asís

Carta: ¡Cuántos bienes hemos recibido!

«Te ruego por estos que tú me diste, porque son tuyos» (Jn 11,9)
A los fieles. [fref]

“¡Oh, cuán glorioso y santo y grande, tener en los cielos un Padre! ¡Oh, cuán santo, tener un esposo consolador, bello y admirable! ¡Oh, cuán santo y cuán caro tener tal hermano y tal hijo, placentero, humilde, pacífico, dulce, amable y sobre todas las cosas deseable, el que dió su vida por sus ovejas (cf Jn 10, 15) y oró al Padre por nosotros diciendo: Padre santo, guárdalos en tu nombre, a los que me has dado (Jn 17, 11). Padre, todos los que me diste en el mundo, eran tuyos y me los diste (Jn 17, 6).

Y las palabras que me diste, les di; y ellos las recibieron y conocieron verdaderamente, que salí de ti y creyeron que tú me enviaste(Jn 17, 8); ruego por ellos y no por el mundo (cf Jn 17, 9); bendícelos y santifícalos (Jn 17, 17) Y por ellos me santifico a  mí mismo, para que sean santificados en (Jn 17, 19) la unidad, coma también nosotros (Jn 17, 11) lo somos.Y quiero, Padre, que donde yo estoy también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria (Jn 17, 24) en tu reino (Mt 20, 21).

Mientras que a aquel, que tanto ha aguantado por nosotros, tantos bienes ha traído y traerá en el futuro, toda criatura que hay en los cielos, en la tierra, en el mar y en los abismos, dé en retorno alabanza, gloria, honor y bendición (cf Apoc 5, 13), porque él es fuerza y fortaleza nuestra, el que es sólo bueno, sólo altísimo, sólo omnipotente, admirable, glorioso y sólo santo, laudable y bendito por infinitos siglos de los siglos. Amén.

Justino

Apología: Encontré la filosofía única, provechosa y segura

«Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo» (Jn 17,3)
nn. 2-4, 7-8 : PG 6, 478-482; 491

PG

Mi alma ansiaba conocer lo que es propio y principio de la filosofía… El conocimiento inteligente de las cosas inmateriales me cautivaba por completo. La contemplación de las ideas daba alas a mi pensamiento. Durante algún tiempo me creía ser un sabio, y tan estúpido era que esperaba ver a Dios dentro de nada, ya que éste es el fin de la filosofía de Platón. En este estado espiritual…me acercaba a un lugar aislado donde creía encontrarme solo cuando me di cuenta que un anciano me seguía los pasos…

-¿Qué es lo que te ha conducido hasta aquí?- me preguntó.
–Me gusta este paseo-…es muy adecuado para la meditación filosófica….
-¿Es, pues, en la filosofía que se encuentra la felicidad?- me preguntó.
–Ciertamente, le contesté, y sólo en ella
-… ¿A qué llamas tu Dios?
–Lo que siempre es idéntico a sí mismo y que da el ser a todo lo que existe, esto es Dios.
-¿Cómo pueden los filósofos hacerse una idea justa de lo que es Dios si no lo conocen, no lo han visto jamás ni lo han oído?
Yo respondí:
-La divinidad no es visible a nuestros ojos como los demás seres, sólo se accede a él por medio de la inteligencia, como dice Platón. Estoy de acuerdo con él.
-Hace mucho tiempo, dijo el anciano, hubo hombres mucho más antiguos que estos pretendidos filósofos, hombres felices, justos, amigos de Dios. Hablaban bajo la inspiración del Espíritu de Dios y presagiaron un futuro, realizado ahora. Se llaman profetas. Ellos han visto la verdad y la han anunciado a los hombres… Los que leen sus profecías pueden, si tienen la fe, sacar mucho provecho… Eran testigos fieles de la verdad… Han glorificado al creador del universo, Dios y Padre y han anunciado al que él envió, Cristo su Hijo… Y tú, antes que nada, pide para que se te abran las puertas de la verdad, ya que nadie puede ver ni comprender si Dios o su enviado, Cristo, no se lo da a comprender…

Ya no le vi más. Pero, de repente, un fuego se encendió en mi alma. Quedé prendado del amor a los profetas, a aquellos hombres amigos de Cristo.

Reflexionando sobre las palabras del anciano, reconocí que ésta era la filosofía única, provechosa y segura.

Cirilo de Alejandría

Homilía: El nombre de Padre es más apropiado que el de Dios

«He manifestado tu nombre a los que me diste de en medio del mundo» (Jn 17,6)
n. 11,7 : PG 74, 497-499

PG

El Hijo ha dado a conocer el Nombre del Padre no tan sólo revelándolo y dándonos una enseñanza exacta sobre su divinidad –porque todo esto ya se había proclamado, a través de la Escritura inspirada, antes de la venida del Hijo- sino también enseñando que no solamente es verdadero Dios, sino también verdadero Padre, y calificado verdaderamente así al tener en sí mismo y engendrando fuera de sí mismo a su Hijo, coeterno con su naturaleza.

El nombre de Padre es propiamente más adecuado a Dios que el nombre de Dios: éste es un nombre de dignidad, aquél significa una propiedad substancial. Porque decir Dios es decir el Señor del universo. Pero el que le da el nombre de Padre precisa la propiedad de la persona: quiere decir que es él el que engendra. Que el nombre de Padre es más propio y más adecuado que el de Dios, el mismo Hijo nos lo enseña por el uso que hace de él. No dijo a veces; «yo y Dios» sino: «Yo y el Padre somos uno» (Jn 10,30). Y dijo también: «Es el Hijo a quien el Padre, Dios, ha sellado con su sello» (Jn 6, 27).

Pero cuando dijo a sus discípulos que bautizaran a todas las naciones, dijo expresamente que se hiciera, no en el nombre de Dios, sino en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.

Juan Crisóstomo

Sobre el Evangelio de san Juan: Dios le encomendó una obra

«Manifesté tu nombre a los hombres que me diste del mundo. Tuyos eran y me los diste; y han observado tu palabra» (Jn 17,6-7)
n. 81

ÁNGEL DEL gran consejo es llamado el Hijo de Dios, así por las demás cosas que enseñó como en especial porque anunció el Padre a los hombres, como ahora lo declara El mismo: Manifesté tu nombre a los hombres. Después de aseverar que había llevado a cabo la obra que el Padre le encomendó, dice luego cuál fue esa obra. Cierto que el nombre del Padre ya era conocido, pues dice Isaías: juraste por el Dios verdadero (Is 65,16). Mas, como ya varias veces lo tengo dicho y ahora lo repito, era conocido solamente de los judíos y aun no de todos ellos. Pero aquí Jesús se refiere a los gentiles. Significa además que ahora lo conocen como Padre. Porque no es lo mismo conocerlo como Creador a saber que tiene un Hijo.

Lo manifesté con palabras y con hechos. A los que me diste del mundo. Así como antes había dicho: Nadie viene a Mí si no se le da ese don; y también: Si mi Padre no lo atrae, así ahora dice: A los que me diste. Dijo que El era el camino. Por todo lo cual es manifiesto que aquí significa dos cosas: que El no es contrario a la voluntad del Padre y que la voluntad del Padre es que crean en el Hijo. Tuyos eran y me los diste. Quiere con esto enseñarnos que el Padre lo ama sobremanera. Pero que El no haya necesitado recibirlos de otro es claro, porque fue El quien los creó y es El quien cuida de ellos. Entonces ¿cómo los recibió? Ya dije que lo que quiere significar es su concordia con el Padre. Mas si alguno prefiere considerar esa expresión en un modo humano, como ya se dijo, entonces ya no serán en adelante posesión del Padre. Pues si cuando el

Padre los poseía no eran del Hijo, es claro que cuando los cedió al Hijo, también se despojó del dominio sobre ellos.

Pero de tal interpretación se sigue un absurdo aún mucho mayor; puesto que cuando pertenecían al Padre fueron imperfectos; y cuando vinieron al poder del Hijo entonces fueron perfectos. Ahora bien, el solo decir tales cosas es ya una ridiculez. En conclusión: ¿qué quiere significar aquí Jesús? Que fue voluntad del Padre que creyeran en el Hijo. Y han observado tu palabra. Ahora han conocido que cuanto me has dado de Ti viene. ¿En qué forma han observado tu palabra? Creyendo en Mí y no en los judíos. Puesto que quien cree en El: Da testimonio de que Dios es veraz. – Algunos interpretan de este modo: Ahora conocí que todo cuanto me diste viene de Ti. Pero sin razón se interpreta de esa manera. Porque ¿cómo podía ignorar el Hijo las cosas que eran de su Padre? Lo que El dice se refiere a sus discípulos. Como si dijera: Desde que les declaré estas cosas todas que Tú me diste, conocieron que venían de Ti. Entre Tú y Yo nada hay extraño ni exclusivo mío; pues lo exclusivo indica que hay otras muchas cosas que son extrañas. De modo que ellos han conocido que cuantas cosas les enseñé son enseñanza y doctrina tuya.

Y ¿cómo lo conocieron? Por mis palabras, pues Yo así los adoctrinaba. Pero no sólo conocieron eso, sino también que Yo vine de Ti. Por todo el evangelio cuidó Jesús de enseñarnos esto. Y ahora Yo ruego por ellos. ¿Qué dices? ¿Enseñas al Padre como si El fuera ignorante? ¿Hablas como hablaría un hombre necio? Entonces ¿qué significa esa distinción? ¿Ves por aquí cómo no hay otro motivo de que niegue sino el que los discípulos conozcan cuánto los ama? Puesto que quien no sólo pone lo que es de su parte, sino que llama a otro para que le ayude a lo mismo, indudablemente demuestra un muy crecido amor. ¿Qué es, pues, lo que significa esa expresión: Ruego por ellos? Es como si dijera: No ruego por todo el mundo, sino por éstos que tú me has dado.

Con frecuencia usa la fórmula: Los que me diste, para que acaben de entender que esa fue la voluntad del Padre. Luego, como muchas veces había dicho: Tuyos son y Tú me los diste, para quitar la errónea opinión de que su dominio sobre ellos era cosa reciente y que acababa de recibirlos ¿qué dice?: Todas mis cosas son tuyas y las tuyas mías. Y en ellos soy Yo glorificado. Para que al oír: Tú me los diste no fueran a pensar que quedaban fuera de la potestad y jurisdicción del Padre, o que antes lo estaban de la del Hijo, deshizo ambos errores con eso que declaró. Y es como si dijera: No vayas a creer, cuando oyes: Me los diste, que ya son extraños al Padre (pues todas mis cosas son de mi Padre); ni tampoco al oír: Tuyos eran pienses que antes no me pertenecían, (pues todo lo del Padre es mío). De manera que esa expresión: Me los diste no tiene sino un sentido acomodaticio, puesto que cuanto tiene el Padre es del Hijo y cuanto tiene el Hijo es del Padre.

Esto no puede asegurarse del Hijo en cuanto hombre, sino en cuanto es Dios y más que hombre. Porque es de todos sabido que todo cuanto tiene como menor, le pertenece también como mayor; pero no al contrario. Pero en el caso presente se da una plena conversión, lo cual indica la igualdad con el Padre. Esto mismo declaró en otra parte diciendo: Todas las cosas de mi Padre son mías? hablando del conocimiento. Las expresiones: Me los diste y otras semejantes, significan que Jesús no tomó lo ajeno cuando tomó a sus discípulos, sino que los tomó como propiedad suya que eran. Añade la causa y demostración de esto diciendo: Y Yo he sido glorificado en ellos. Es decir, tengo potestad sobre ellos; o también, me glorificarán al creer en Ti y en Mí; y nos glorificarán igualmente.

Si Cristo no fuera igualmente glorificado por ellos, entonces ya no sería verdad que todas las cosas del Padre son suyas. Pues nadie es glorificado por aquello sobre lo que no tiene potestad. Pero ¿cómo ha sido glorificado igualmente? En que todos igualmente dan su vida por El como por el Padre y lo predican a la par del Padre; y del mismo modo que afirman que todo lo hacen en el nombre del Padre, aseguran igualmente que lo hacen en el nombre del Hijo. Yo ya no estoy en el mundo, mientras que ellos quedan en el mundo. Es decir: aun cuando ya no se me vea en carne, sin embargo soy por ellos glorificado.

¿Por qué con frecuencia dice: Yo ya no estoy en el mundo; y Yo los abandono y me voy; y Yo te los encomiendo; y mientras he estado en el mundo Yo los guardaba? Si alguno lo tomara a la letra se seguirían muchos absurdos. ¿Cómo es que El ya no está en el mundo y que saliendo del mundo los encomienda a otro? Tales expresiones son propias de quien únicamente fuera puro hombre que va a separarse de los discípulos para siempre.

¿Adviertes cómo dice muchas cosas hablando al modo humano y acomodándose a lo que ellos podían comprender, puesto que ellos pensaban estar más seguros estando El presente? Por tal motivo dice: Mientras estaba con ellos Yo los cuidé. Pero ¿cómo es que en otra parte dice: Vuelvo a vosotros; y también: Estoy con vosotros hasta la consumación de los siglos? ¿Cómo dice ahora estas cosas como quien ha de separarse? Ya expliqué cómo habla acomodándose a los pensamientos y juicios de ellos; y con el objeto de darles un respiro con oír que les hablaba así y que los encomienda al Padre. Y porque aún habiéndoles dicho muchas palabras de consuelo, aún no se habían persuadido, ahora finalmente habla El con su Padre, mostrando el amor que les tiene. Como si dijera: Padre: puesto que me llamas a Ti, ponlos a ellos en seguridad. Porque Yo voy a Ti.

¿Qué dices? ¿Acaso no los puedes guardar Tú mismo? Sí puedo. Entonces ¿por qué te expresas de esa manera? Para que mi gozo sea pleno en ellos? Es decir, para que no se perturben, pues aún son un tanto imperfectos. Con estas palabras demuestra que todo cuanto dijo en esa forma, lo hizo para gozo y tranquilidad de ellos. Si no fuera por ese motivo sus palabras parecerían contradecirse. Yo ya no estoy en el mundo, mientras que ellos quedan en el mundo. Así pensaban ellos. De modo que por de pronto se atempera a su rudeza. Pues si hubiera dicho: Yo los guardo, no le habrían dado crédito. Por eso dice: Padre santo, guárdalos en tu nombre; es decir con tu auxilio.

Mientras estaba Yo con ellos, Yo los guardé en tu nombre. De nuevo habla en cuanto hombre y como profeta, pues no aparece en parte alguna que hiciera algo en el nombre de Dios. A los que me diste Yo los guardé; y no ha perecido ninguno de ellos excepto el hijo de la perdición, para que se cumpliera la Escritura. ¿Cómo es que en otra parte dice: De todos los que me diste, no perderé a ninguno de ellos? La realidad es que no sólo ése pereció, sino muchos otros después de él. ¿Cómo, pues, dice: No perderé? Es decir, en cuanto está de mi parte no perderé. En otra parte lo dijo más claramente: No lo echaré fuera: no se perderá por culpa mía, o porque yo lo empuje a la ruina o lo abandone. Si ellos espontáneamente se apartan, Yo no los forzaré.

Mas ahora Yo voy a Ti. ¿Adviertes cómo su discurso está hecho al modo humano? En consecuencia, si por este modo de hablar quisiera alguno disminuir al Hijo, disminuirá también al Padre. Observa cómo ya desde el principio, unas cosas las dice como enseñando y explicando y otras como imponiendo preceptos. Unas veces enseña, como cuando dice: No ruego por el mundo; otras poniendo precepto, como cuando dice: Yo los guardé hasta ahora y nadie pereció; y tú guárdalos; y también: Eran tuyos y Tú me los diste; y luego: Mientras estaba con ellos Yo los guardaba. Pues bien, todas esas dificultades se resuelven respondiendo que tales cosas las decía por acomodarse a la rudeza de sus oyentes.

Cuando dijo: Ninguno ha perecido excepto el hijo de la perdición, añadió: Para que se cumpliera la Escritura. ¿A qué Escritura se refiere? A la que había profetizado muchas cosas acerca de El. En realidad ése no pereció para que se cumpliera la Escritura. Acerca de esto ya anteriormente lo explicamos con amplitud, pues éste es un modo de hablar que usa la Escritura, la cual suele poner como causa de lo que luego sucede lo que se ha dicho, no siéndolo. Por lo cual es necesario examinarlo todo cuidadosamente: el modo de expresarse y quién es el que habla y la materia de que se trata y las leyes que sigue la Sagrada Escritura. En una palabra, todo, si no queremos sacar conclusiones absurdas. Por tal motivo dice Pablo: Hermanos, no seáis niños en el entendimiento.

Pero las Escrituras no se han de leer únicamente para entenderlas, sino para ordenar correctamente nuestro modo de vivir. Los niños no suelen estimar lo que es de gran precio, sino que admiran lo que nada vale. Gozosos se fijan en los carros, caballos, aurigas y ruedas hechas de barro; pero si ven al rey sentado en su carro de oro y los corceles albos al yugo y el sumo ornato, ni siquiera se fijan en eso. También las niñas adornan sus muñecas fingidas; pero si ven a las doncellas principales, ni siquiera tornan a ellas su vista. Y nosotros en muchas cosas procedemos del mismo modo.

Aun ahora, muchos hombres hay que cuando oyen hablar de las cosas del Cielo ni siquiera ponen atención; y en cambio, a la manera de niños, se les van todos sus anhelos a los objetos de barro y admiran las riquezas terrenas y a ellas se apegan y estiman en mucho las glorias y placeres de la vida presente. Pero todas estas cosas, como las de los niños, son pueriles: otras hay que son causa de vida, de gloria verdadera y de descanso. Pero ellos, a la manera de los párvulos, si se ven privados de aquéllas, rompen en llanto; mientras que de estas otras ni siquiera saben desearlas: así proceden muchos que parecen hombres.

Por tal motivo dijo Pablo: No seáis niños en el entendimiento. Yo te pregunto: ¿amas los dineros y no amas las riquezas que permanecen, sino estos dijes y juguetes de niños? Si ves que alguno admira una moneda de plomo y se lanza a recogerla, lo juzgas pobre y miserabilísimo; y en cambio tú, cuando amontonas cosas de menos precio aún ¿te cuentas entre los ricos? ¿No es esto algo irracional? Llamemos rico al que desprecia todos los bienes presentes. Cierto es que nadie querrá despreciar estas cosas viles, digo el oro, la plata y las demás vanidades, si no está poseído del amor de cosas mayores: ¡cierto, nadie! Tampoco desprecia nadie la moneda de plomo si no posee la de oro.

Cuando veas a un hombre que recorre todas las tierras, no pienses que lo hace sino para conocer mundos más amplios. También el labrador desprecia un poco de grano cuando espera una cosecha abundante y mayor. Pues si cuando la esperanza es aún incierta despreciamos lo que a la mano tenemos, mucho mejor debemos hacerlo cuando la esperanza es segura. Por lo cual os ruego, os suplico que no nos castiguemos a nosotros mismos, ni nos privemos de los tesoros del Cielo por poseer acá un poco de cieno y llevemos nuestra nave al puerto cargada de inútiles cañas y pajas.

Reprenda el que quiera la frecuencia de nuestras admoniciones; llámenos vanos charlatanes y fastidiosos y pesados: no por eso desistiremos de amonestaros con frecuencia acerca de estas cosas, y de repetir lo dicho por el profeta: Redime tus pecados con obras de limosna y misericordia para con los pobres, para que sea larga tu ventura. Tampoco lo hagas hoy pero luego mañana lo dejes. Tu cuerpo necesita del cotidiano alimento y lo mismo tu alma. Y aun mucho más el alma. Si no da limosna, cada día se torna más débil y deforme. No despreciemos al que anda pereciendo y ya casi ahogado. Tu alma cada día recibe heridas que le causan la codicia, la ira, la desidia, las querellas, las venganzas, la envidia. Es necesario aportarle remedios; y no es poca medicina la limosna, sino tal que puede aplicarse a todas las heridas.

Dice el Señor: Haced limosna y tendréis manera de purificarlo todo. Haced limosna, pero no de la rapiña. Lo que es de rapiña si se da de limosna de nada sirve, aun cuando lo des a los pobres. Limosna es el don que no lleva consigo ninguna iniquidad: ésta es la que todo lo purifica; ésta es mejor que el ayuno y que dormir en el suelo por penitencia. Aunque estas obras sean más laboriosas y molestas, la limosna es de mayor ganancia, pues ilumina el alma, la alienta y la hermosea.

No fortalece tanto el óleo a los atletas, como alienta este óleo de la limosna a los atletas de la piedad. Unjamonos pues con él en nuestras manos para que luego las tendamos valientes contra el enemigo. Quien piensa en compadecer a los necesitados, pronto se abstendrá de la avaricia. Quien persevera en dar a los pobres, al punto depone la ira y jamás se ensoberbece. A la manera que el médico que con frecuencia cura las heridas más fácilmente humilla su ánimo viendo lo que es la humana naturaleza, por lo que contempla en las ajenas calamidades, así nosotros, si nos entregamos a auxiliar a los pobres, más fácilmente seremos virtuosos y recapacitaremos y no admiraremos las riquezas, ni bien alguno de la vida presente lo tendremos por grande, sino que todo lo despreciaremos. Así levantados en alto a los Cielos, fácilmente conseguiremos los bienes eternos, por gracia y benignidad de nuestro Señor Jesucristo, con el cual sea la gloria al Padre juntamente con el Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén.

Agustín de Hipona

Sobre el Evangelio de san Juan: Dios es glorificado por la predicación

«Padre, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique» (Jn 17,1)
nn. 104-105

Hay gente que piensa que el Hijo ha sido glorificado por el Padre en aquello que no le ahorró, ya que lo entregó por todos nosotros (Rm 8,32). ¡Pero si ha sido glorificado en su Pasión, cuánto más en su resurrección! En su Pasión, su humildad aparece más que su esplendor…

Con el fin de que “el mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús ” (1Tm 2,5) sea glorificado en su resurrección, primero ha sido humillado en su Pasión… Ningún cristiano duda de eso: es evidente que el Hijo ha sido glorificado según la forma de esclavo, que el Padre lo resucitó e hizo sentar a su derecha (Fl. 2,7; Hch. 2,34).

Pero el Señor no dice solo: “Padre, glorifica a tu Hijo”, añade: “para que tu Hijo te glorifique”. Preguntamos, y con razón, cómo el Hijo glorificó al Padre… En efecto, la gloria del Padre, en sí misma, no puede crecer ni disminuir. Era menor, sin embargo, cerca de los hombres cuando Dios se manifestó “en Judea” y “sus siervos alababan el nombre del Señor de la salida del sol hasta su ocaso” (Sal. 75,2; 112,1-3). Esto se produjo por el Evangelio de Cristo que hizo conocer a las naciones al Padre por el Hijo: así el Hijo glorificó al Padre.

Si el Hijo sólo hubiera muerto y no hubiera resucitado, no habría sido glorificado ni por el Padre ni el Padre por él. Ahora, glorificado por el Padre en su resurrección, él glorifica al Padre por la predicación de su resurrección. Esto aparece en el mismo orden de las palabras: “Padre, glorifica a tu Hijo para que tu Hijo te glorifique”, como si dijera: “Resucítame, para que por mí, tú seas conocido en todo el universo”… Desde entonces, Dios es glorificado cuando la predicación hace que lo conozcan los hombres y cuando aceptado por la fe de los que creen en él.

Juan Pablo II

Audiencia General (22-07-1987): El Hijo se dirige al Padre en la Oración

«Levantando los ojos al cielo, dijo: “Padre”» (Jn 17,1)
nn. 1.6-7.12

Jesucristo es el Hijo íntimamente unido al Padre; el Hijo que «vive totalmente para el Padre» (cf. Jn 6, 57); el Hijo, cuya existencia terrena total se da al Padre sin reservas. A estos temas desarrollados en las últimas catequesis, se une estrechamente el de la oración de Jesús: tema de la catequesis de hoy. Es, pues, en la oración donde encuentra su particular expresión el hecho de que el Hijo esté íntimamente unido al Padre, esté dedicado a Él, se dirija a Él con toda su existencia humana. Esto significa que el tema de la oración de Jesús ya está contenido implícitamente en los temas precedentes, de modo que podemos decir perfectamente que Jesús de Nazaret «oraba en todo tiempo sin desfallecer» (cf. Lc 18, 1 ). La oración era la vida de su alma, y toda su vida era oración. La historia de la humanidad no conoce ningún otro personaje que con esa plenitud —de ese modo— se relacionara con Dios en la oración como Jesús de Nazaret, Hijo del hombre, y al mismo tiempo Hijo de Dios, «de la misma naturaleza que el Padre».

La oración en la última Cena (la llamada oración sacerdotal), habría que citarla toda entera. Intentaremos al menos tomar en consideración los pasajes que no hemos citado en las anteriores catequesis. Son éstos: «…Levantando sus ojos al cielo, añadió (Jesús): ‘Padre, llegó la hora; glorifica a tu Hijo para que tu hijo te glorifique, según el poder que le diste sobre toda carne, para que a todos los que tú le diste les dé Él la vida eterna’« (Jn 17, 1-2). Jesús reza por la finalidad esencial de su misión: la gloria de Dios y la salvación de los hombres. Y añade: «Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios Verdadero, y a tu enviado, Jesucristo. Yo te he glorificado sobre la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar. Ahora, tú, Padre glorifícame cerca de ti mismo con la gloria que tuve cerca de ti antes que el mundo existiese» (Jn 17, 3-5).

Continuando la oración, el Hijo casi rinde cuentas al Padre por su misión en la tierra: «He manifestado tu nombre a los hombres que de este mundo me has dado. Tuyos eran, y tú me los diste, y han guardado tu palabra. Ahora saben que todo cuanto me diste viene de ti» (Jn 17, 6-7) Después añade: «Yo ruego por ellos, no ruego por el mundo, sino por los que tú me diste, porque son tuyos…» (Jn 17, 9). Ellos son los que «acogieron» la palabra de Cristo, los que «creyeron» que el Padre lo envió. Jesús ruega sobre todo por ellos, porque «ellos están en el mundo, mientras yo voy a ti» (Jn 17, 11). Ruega para que «sean uno», para que «no perezca ninguno de ellos» (y aquí el Maestro recuerda «al hijo de la perdición»), para que «tengan mi gozo cumplido en sí mismos» (Jn 17, 13): En la perspectiva de su partida, mientras los discípulos han de permanecer en el mundo y estarán expuestos al odio porque «ellos no son del mundo», igual que su Maestro, Jesús ruega: «No pido que los saques del mundo, sino que los libres del mal» (Jn 17, 15).

Audiencia General (24-08-1988): Nos enseñó a vivir unidos al Padre

«Padre, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti» (Jn 17,1)
nn. 8-9

Sobre la oración de Cristo leemos en la Carta a los Hebreos que “Él, habiendo ofrecido, en los días de su vida mortal, ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarle de la muerte, fue escuchado por su actitud reverente, y aún siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia” (Heb 5, 7-8). Esta afirmación significa que Jesucristo ha cumplido perfectamente la voluntad del Padre, el designio eterno de Dios acerca de la redención del mundo, a costa del sacrificio supremo por amor. Según el Evangelio de Juan, este sacrificio era no sólo una glorificación del Padre por parte del Hijo, sino también una glorificación del Hijo, de acuerdo con las palabras de la oración “sacerdotal” en el Cenáculo: “Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti. Y que según el poder que le has dado sobre toda carne, dé también vida eterna a todos lo que tú le has dado” (Jn 17, 1-2). Fue esto lo que se cumplió en la cruz. La resurrección a los tres días fue la confirmación y casi la manifestación de la gloria con la que “el Padre glorificó al Hijo” (cf. Jn 17, 1). Toda la vida de obediencia y de “piedad” filial de Cristo se fundía con su oración, que le obtuvo finalmente la glorificación definitiva.

Este espíritu de filiación amorosa, obediente y piadosa, se refleja incluso en el episodio ya recordado, en el que sus discípulos pidieron a Jesús que les “enseñara a orar” (cf. Lc 11, 1-2). A ellos y a todas las generaciones de sus seguidores, Jesucristo les transmitió una oración que comienza con esa síntesis verbal y conceptual tan expresiva: “Padre nuestro“. En esas palabras está la manifestación del Espíritu de Cristo, orientado filialmente al Padre y poseído completamente por las “cosas del Padre” (cf. Lc 2, 49). Al entregarnos aquella oración a todos los tiempos, Jesús nos ha transmitido en ella y con ella un modelo de vida filialmente unida al Padre. Si queremos hacer nuestro para nuestra vida este modelo, si debemos, sobre todo, participar en el misterio de la redención imitando a Cristo, es preciso que no cesemos de repetir el “Padrenuestro” como Él nos ha enseñado.

Audiencia General (15-03-1989): El valor salvífico de la resurrección

«Por el poder que tú has dado al Hijo sobre toda carne, que Él dé la vida eterna a todos los que le has dado» (Jn 17,2)
nn. 2-4

[…] podemos decir ciertamente que Cristo resucitado es principio y fuente de una vida nueva para todos los hombres. Y esto aparece también en la maravillosa plegaria de Jesús, la víspera de su pasión, que Juan nos refiere con estas palabras: «Padre… glorifica a tu Hijo para que tu Hijo te glorifique a ti. Y que según el poder que le has dado sobre toda carne, dé también vida eterna a todos los que tú le has dado» (Jn 17, 1-2). En su plegaria Jesús mira y abraza sobre todo a sus discípulos, a quienes advirtió de la próxima y dolorosa separación que se verificaría mediante su pasión y muerte, pero a los cuales prometió asimismo: «Yo vivo y también vosotros viviréis» (Jn 14, 19). Es decir: tendréis parte en mi vida, la cual se revelará después de la resurrección. Pero la mirada de Jesús se extiende a un radio de amplitud universal. Les dice: «No ruego por éstos (mis discípulos), sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí… (Jn 17, 20): todos deben formar una sola cosa al participar en la gloria de Dios en Cristo.

La nueva vida que se concede a los creyentes en virtud de la resurrección de Cristo, consiste en la victoria sobre la muerte del pecado y en la nueva participación en la gracia. Lo afirma San Pablo de forma lapidaria: «Dios, rico en misericordia…, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo» (Ef 2, 4-5). Y de forma análoga San Pedro: «El Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo…, por su gran misericordia, mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos nos ha reengendrado para una esperanza viva» (1 P 1, 3).

Esta verdad se refleja en la enseñanza paulina sobre el bautismo: «Fuimos, pues, con Él (Cristo) sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva» (Rm 6, 4).

Esta vida nueva ―la vida según el Espíritu― manifiesta la filiación adoptiva: otro concepto paulino de fundamental importancia. A este respecto, es «clásico» el pasaje de la Carta a los Gálatas: «Envió Dios a su Hijo… para rescatar a los que se hallaban bajo la ley y para que recibiéramos la filiación adoptiva» (Ga 4, 4-5). Esta adopción divina por obra del Espíritu Santo, hace al hombre semejante al Hijo unigénito: «…Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, son hijos de Dios» (Rm 8, 14). En la Carta a los Gálatas San Pablo se apela a la experiencia que tienen los creyentes de la nueva condición en que se encuentran: «La prueba de que sois hijos de Dios es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios» (Ga 4, 6-7). Hay, pues, en el hombre nuevo un primer efecto de la redención: la liberación de la esclavitud; pero la adquisición de la libertad llega al convertirse en hijo adoptivo, y ello no tanto por el acceso legal a la herencia, sino con el don real de la vida divina que infunden en el hombre las tres Personas de la Trinidad (cf. Ga 4, 6; 2 Co 13, 13). La fuente de esta vida nueva del hombre en Dios es la resurrección de Cristo.

La participación en la vida nueva hace también que los hombres sean «hermanos» de Cristo, como el mismo Jesús llama a sus discípulos después de la resurrección: «Id a anunciar a mis hermanos…» (Mt 28, 10; Jn 20, 17). Hermanos no por naturaleza sino por don de gracia, pues esa filiación adoptiva da una verdadera y real participación en la vida del Hijo unigénito, tal como se reveló plenamente en su resurrección.

La resurrección de Cristo ―y, más aún, el Cristo resucitado― es finalmente principio y fuente de nuestra futura resurrección. El mismo Jesús habló de ello al anunciar la institución de la Eucaristía como sacramento de la vida eterna, de la resurrección futura: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el último día» (Jn 6, 54). Y al «murmurar» los que lo oían, Jesús les respondió: «¿Esto os escandaliza? ¿Y cuando veáis al Hijo del hombre subir a donde estaba antes…?» (Jn 6, 61-62). De ese modo indicaba indirectamente que bajo las especies sacramentales de la Eucaristía se da a los que la reciben participación en el Cuerpo y Sangre de Cristo glorificado.

También San Pablo pone de relieve la vinculación entre la resurrección de Cristo y la nuestra, sobre todo en su Primera Carta a los Corintios; pues escribe: «Cristo resucitó de entre los muertos como primicia de los que murieron… Pues del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo» (1 Co 15, 20-22). «En efecto, es necesario que este ser corruptible se revista de incorruptibilidad y que este ser mortal se revista de inmortalidad. Y cuando este ser corruptible se revista de incorruptibilidad y este ser mortal se revista de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: ‘La muerte ha sido devorada en la victoria’» (1 Co 15, 53-54). «Gracias sean dadas a Dios que nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo» (1 Co 15, 57).

La victoria definitiva sobre la muerte, que Cristo ya ha logrado, Él la hace partícipe a la humanidad en la medida en que ésta recibe los frutos de la redención. Es un proceso de admisión a la «vida nueva», a la «vida eterna», que dura hasta el final de los tiempos. Gracias a ese proceso se va formando a lo largo de los siglos una nueva humanidad: el pueblo de los creyentes reunidos en la Iglesia, verdadera comunidad de la resurrección. A la hora final de la historia, todos resurgirán, y los que hayan sido de Cristo, tendrán la plenitud de la vida en la gloria, en la definitiva realización de la comunidad de los redimidos por Cristo, «para que Dios sea todo en todos» (1 Co 15, 28).

Mensaje (06-01-1999): Recibir todo del Padre

«El Padre os ama» (cf. Jn 16, 27)
A los Jóvenes, con ocasión de la XIV Jornada Mundial de la Juventud, n. 2

Aunque no sea siempre consciente y clara, en el corazón del hombre existe una profunda nostalgia de Dios, que san Ignacio de Antioquía expresó elocuentemente con estas palabras: «Un agua viva murmura en mí y me dice interiormente: «¡Ve al Padre!»» (Ad Rom., 7). «Déjame ver, por favor, tu gloria» (Ex 33, 18), pide Moisés al Señor en el monte.

«A Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, lo ha revelado» (Jn 1, 18). Por tanto, ¿basta conocer al Hijo para conocer al Padre? Felipe no se deja convencer fácilmente, y pide: «Señor, muéstranos al Padre». Su insistencia obtiene una respuesta que supera nuestras expectativas: «¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14, 8-11).

Después de la Encarnación, hay un rostro de hombre en el que es posible ver a Dios: «Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí», dice Jesús no sólo a Felipe, sino también a todos los que creerán (cf. Jn 14, 11). Desde entonces, el que acoge al Hijo de Dios acoge a Aquel que lo envió (cf. Jn 13, 20). Por el contrario, «el que me odia, odia también a mi Padre» (Jn 15, 23). Desde entonces es posible una nueva relación entre el Creador y la criatura, es decir, la relación del hijo con su Padre: a los discípulos que quieren conocer los secretos de Dios y piden aprender a rezar para encontrar apoyo en el camino, Jesús les responde enseñándoles el Padre nuestro, «síntesis de todo el Evangelio» (Tertuliano, De oratione, 1), en el que se confirma nuestra condición de hijos (cf. Lc 11, 1-4). «Por una parte, en efecto, por las palabras de esta oración el Hijo único nos da las palabras que el Padre le ha dado (cf. Jn 17, 7): él es el Maestro de nuestra oración. Por otra parte, como Verbo encarnado, conoce en su corazón de hombre las necesidades de sus hermanos y hermanas los hombres, y nos las revela: es el modelo de nuestra oración» (Catecismo de la Iglesia católica, n. 2765).

El evangelio de san Juan, al transmitirnos el testimonio directo de la vida del Hijo de Dios, nos indica el camino que hay que seguir para conocer al Padre. La invocación «Padre» es el secreto, el aliento, la vida de Jesús. ¿No es él el Hijo único, el primogénito, el amado al que todo se orienta, el que está al lado del Padre desde antes que el mundo existiese y participa de su misma gloria? (cf. Jn 17, 5). Jesús recibe del Padre el poder sobre todas las cosas (cf. Jn 17, 2), el mensaje que ha de anunciar (cf. Jn 12, 49), y la obra que debe realizar (cf. Jn 14, 31). Ni siquiera sus discípulos le pertenecen: es el Padre quien se los ha dado (cf. Jn 17, 9), confiándole la misión de protegerlos del mal, para que ninguno se pierda (cf. Jn 18, 9).

A la hora de pasar de este mundo al Padre, la «oración sacerdotal» muestra el estado de ánimo del Hijo: «Padre, glorifícame tú, junto a ti, con la gloria que tenía a tu lado antes que el mundo existiese» (Jn 17, 5). En calidad de sumo y eterno Sacerdote, Cristo encabeza el inmenso cortejo de los redimidos. Al ser primogénito de una multitud de hermanos, vuelve a conducir al único redil las ovejas del rebaño disperso, para que haya «un solo rebaño y un solo pastor» (Jn 10, 16).

Gracias a su obra, la misma relación amorosa que existe en el seno de la Trinidad se repite en la relación del Padre con la humanidad redimida: «El Padre os ama». ¿Cómo podría comprenderse este misterio de amor sin la acción del Espíritu, derramado por el Padre sobre los discípulos gracias a la oración de Jesús? (cf. Jn 14, 16). La encarnación del Verbo eterno en el tiempo y el nacimiento para la eternidad de cuantos se incorporan a él mediante el bautismo no podrían concebirse sin la acción vivificante de ese mismo Espíritu.

Audiencia General (17-03-1999): «Conocer» al Padre

«Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo» (Jn 17,3)
nn. 1-4

En la hora dramática en que se prepara para afrontar la muerte, Jesús concluye su gran discurso de despedida (cf. Jn 13 ss) dirigiendo una estupenda oración al Padre. Esta puede considerarse un testamento espiritual, con el que Jesús pone en las manos del Padre el mandato recibido: dar a conocer su amor al mundo, a través del don de la vida eterna (cf. Jn 17, 2). La vida que él ofrece se explica significativamente como un don de conocimiento: «Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado» (Jn 17, 3).

El conocimiento, en el lenguaje bíblico del Antiguo y del Nuevo Testamento, no se refiere sólo a la esfera intelectual; implica normalmente una experiencia vital que compromete a la persona humana en su totalidad y, por tanto, también en su capacidad de amar. Se trata de un conocimiento que permite «encontrar» a Dios, situándose en el proceso que la tradición teológica oriental llama «divinización», y que se realiza por la acción interior y transformadora del Espíritu de Dios (cf. san Gregorio de Nisa, Oratio catech., 37: PG 45, 98 B). Ya hemos abordado estos temas en las catequesis dedicadas al año del Espíritu Santo. Al volver ahora a la frase citada por Jesús, queremos profundizar qué significa conocer vitalmente a Dios Padre.

Se puede conocer a Dios como padre en diversos niveles, según la perspectiva desde la que se mire, y el aspecto del misterio que se considere. Hay un conocimiento natural de Dios a partir de la creación: ella lleva a reconocer en él el origen y la causa trascendente del mundo y del hombre y, en este sentido, a intuir su paternidad. Este conocimiento se profundiza a la luz progresiva de la Revelación, es decir, sobre la base de las palabras y las intervenciones histórico-salvíficas de Dios (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 287).

En el Antiguo Testamento, conocer a Dios como padre significa remontarse a los orígenes del pueblo de la alianza: «¿No es él tu padre, el que te creó, el que te hizo y te constituyó?» (Dt 32, 6). La referencia a Dios en cuanto padre garantiza y conserva la unidad de los miembros de una misma familia: «¿No tenemos todos nosotros un mismo Padre? ¿No nos ha creado el mismo Dios?» (Ml 2, 10). Se reconoce a Dios como padre también en el momento en que reprende al hijo por su bien: «Porque el Señor reprende a aquel que ama, como un padre al hijo querido» (Pr 3, 12). Y, obviamente, a un padre puede invocárselo siempre en la hora del desconsuelo: «Y grité: Señor, tú eres un padre y el héroe de mi salvación, que no me dejará en los días de tribulación, al tiempo del desamparo frente a los insolentes» (Si 51, 10). En todas estas formas se atribuyen por antonomasia a Dios los valores que se experimentan en la paternidad humana. Sin embargo, se intuye que no es posible conocer a fondo el contenido de dicha paternidad divina, sino en la medida en que Dios mismo la manifiesta.

En los acontecimientos de la historia de la salvación se revela cada vez más la iniciativa del Padre que, con su acción interior, abre el corazón de los creyentes para que acojan al Hijo encarnado. Al conocer a Jesús, podrán conocer también a él, al Padre. Esto es lo que enseña Jesús mismo respondiendo a Tomás: «Si me conocéis a mí, conoceréis también a mi Padre» (Jn 14, 7; cf. vv 7-10).

Así pues, es necesario creer en Jesús y contemplarlo, porque es la luz del mundo, para no permanecer en las tinieblas de la ignorancia (cf. Jn 12, 44-46) y conocer que su doctrina viene de Dios (cf. Jn 7, 17 s). Con esta condición es posible conocer al Padre y llegar a adorarlo «en espíritu y en verdad» (Jn 4, 23). Este conocimiento vivo es inseparable del amor. Lo comunica Jesús, como dijo en su oración sacerdotal: «Padre justo, (…) yo les he dado a conocer tu nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos» (Jn 17, 25-26).

«Cuando oramos al Padre estamos en comunión con él y con su Hijo, Jesucristo. Entonces le conocemos y lo reconocemos con admiración siempre nueva» (Catecismo de la Iglesia católica, n. 2781). Conocer al Padre significa, pues, encontrar en él la fuente de nuestro ser y de nuestra unidad, en cuanto miembros de una única familia; pero también significa estar sumergidos en una vida «sobrenatural», la vida misma de Dios.

Por consiguiente, el anuncio del Hijo sigue siendo el camino maestro para conocer y dar a conocer al Padre; en efecto, como recuerda una sugestiva expresión de san Ireneo, «el conocimiento del Padre es el Hijo» (Adv. haer., IV, 6, 7: PG 7, 990 B). Ésta es la posibilidad ofrecida a Israel, pero también a los gentiles, como subraya san Pablo en la carta a los Romanos: «¿Acaso Dios es sólo Dios de los judíos? ¿No lo es también de los gentiles? Sí, también lo es de los gentiles, puesto que no hay más que un solo Dios, que justificará a los circuncisos en virtud de la fe y a los incircuncisos por medio de la fe» (Rm 3, 29 s). Dios es único, y es Padre de todos, deseoso de ofrecer a todos la salvación realizada por medio de su Hijo: esto es lo que el evangelio de san Juan llama el don de la vida eterna. Es preciso acoger y comunicar este don con la misma gratitud que impulsó a san Pablo a decir en la segunda carta a los Tesalonicenses: «Nosotros, en cambio, debemos dar gracias en todo tiempo a Dios por vosotros, hermanos, amados del Señor, porque Dios os ha escogido desde el principio para la salvación mediante la acción santificadora del Espíritu y la fe en la verdad» (2 Ts 2, 13).

Benedicto XVI

Audiencia General (25-01-2012): La “hora” de consumar el acto supremo de amor

«Padre, ha llegado la hora» (Jn 17,1)
nn. 1-5

En la catequesis de hoy centramos nuestra atención en la oración que Jesús dirige al Padre en la «Hora» de su elevación y glorificación (cf. Jn 17, 1-26). Como afirma el Catecismo de la Iglesia católica: «La tradición cristiana acertadamente la denomina la oración «sacerdotal» de Jesús. Es la oración de nuestro Sumo Sacerdote, inseparable de su sacrificio, de su «paso» [pascua] hacia el Padre donde él es «consagrado» enteramente al Padre» (n. 2747).

Esta oración de Jesús es comprensible en su extrema riqueza sobre todo si la colocamos en el trasfondo de la fiesta judía de la expiación, el Yom kippur. Ese día el Sumo Sacerdote realiza la expiación primero por sí mismo, luego por la clase sacerdotal y, finalmente, por toda la comunidad del pueblo. El objetivo es dar de nuevo al pueblo de Israel, después de las transgresiones de un año, la consciencia de la reconciliación con Dios, la consciencia de ser el pueblo elegido, el «pueblo santo» en medio de los demás pueblos. La oración de Jesús, presentada en el capítulo 17 del Evangelio según san Juan, retoma la estructura de esta fiesta. En aquella noche Jesús se dirige al Padre en el momento en el que se está ofreciendo a sí mismo. Él, sacerdote y víctima, reza por sí mismo, por los apóstoles y por todos aquellos que creerán en él, por la Iglesia de todos los tiempos (cf. Jn 17, 20).

La oración que Jesús hace por sí mismo es la petición de su propia glorificación, de su propia «elevación» en su «Hora». En realidad es más que una petición y que una declaración de plena disponibilidad a entrar, libre y generosamente, en el designio de Dios Padre que se cumple al ser entregado y en la muerte y resurrección. Esta «Hora» comenzó con la traición de Judas (cf. Jn 13, 31) y culminará en la ascensión de Jesús resucitado al Padre (cf. Jn 20, 17). Jesús comenta la salida de Judas del cenáculo con estas palabras: «Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él» (Jn 13, 31). No por casualidad, comienza la oración sacerdotal diciendo: «Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti» (Jn 17, 1).

La glorificación que Jesús pide para sí mismo, en calidad de Sumo Sacerdote, es el ingreso en la plena obediencia al Padre, una obediencia que lo conduce a su más plena condición filial: «Y ahora, Padre, glorifícame junto a ti con la gloria que yo tenía junto a ti antes que el mundo existiese» (Jn 17, 5). Esta disponibilidad y esta petición constituyen el primer acto del sacerdocio nuevo de Jesús, que consiste en entregarse totalmente en la cruz, y precisamente en la cruz —el acto supremo de amor— él es glorificado, porque el amor es la gloria verdadera, la gloria divina.

El segundo momento de esta oración es la intercesión que Jesús hace por los discípulos que han estado con él. Son aquellos de los cuales Jesús puede decir al Padre: «He manifestado tu nombre a los que me diste de en medio del mundo. Tuyos eran, y tú me los diste, y ellos han guardado tu palabra» (Jn 17, 6). «Manifestar el nombre de Dios a los hombres» es la realización de una presencia nueva del Padre en medio del pueblo, de la humanidad. Este «manifestar» no es sólo una palabra, sino que es una realidad en Jesús; Dios está con nosotros, y así el nombre —su presencia con nosotros, el hecho de ser uno de nosotros— se ha hecho una «realidad». Por lo tanto, esta manifestación se realiza en la encarnación del Verbo. En Jesús Dios entra en la carne humana, se hace cercano de modo único y nuevo. Y esta presencia alcanza su cumbre en el sacrificio que Jesús realiza en su Pascua de muerte y resurrección.

Catecismo de la Iglesia Católica

Catecismo de la Iglesia Católica (25-01-2012): Oración y sacrificio

«Levantando los ojos al cielo oró diciendo…» (cf. Jn 17,1)
nn. 2746-2751

LA ORACIÓN EN LA HORA DE JESÚS

Cuando ha llegado su hora, Jesús ora al Padre (cf Jn 17). Su oración, la más larga transmitida por el Evangelio, abarca toda la Economía de la creación y de la salvación, así como su Muerte y su Resurrección. Al igual que la Pascua de Jesús, sucedida «una vez por todas», permanece siempre actual, de la misma manera la oración de la Hora de Jesús sigue presente en la Liturgia de la Iglesia.

La tradición cristiana acertadamente la denomina la oración «sacerdotal» de Jesús. Es la oración de nuestro Sumo Sacerdote, inseparable de su sacrificio, de su «paso» [pascua] hacia el Padre donde él es «consagrado» enteramente al Padre (cf Jn 17, 11. 13. 19).

En esta oración pascual, sacrificial, todo está «recapitulado» en Él (cf Ef 1, 10): Dios y el mundo, el Verbo y la carne, la vida eterna y el tiempo, el amor que se entrega y el pecado que lo traiciona, los discípulos presentes y los que creerán en Él por su palabra, la humillación y su gloria. Es la oración de la unidad.

Jesús ha cumplido toda la obra del Padre, y su oración, al igual que su sacrificio, se extiende hasta la consumación de los siglos. La oración de la Hora de Jesús llena los últimos tiempos y los lleva hacia su consumación. Jesús, el Hijo a quien el Padre ha dado todo, se entrega enteramente al Padre y, al mismo tiempo, se expresa con una libertad soberana (cf Jn 17, 11. 13. 19. 24) debido al poder que el Padre le ha dado sobre toda carne. El Hijo que se ha hecho Siervo, es el Señor, el «Pantocrátor». Nuestro Sumo Sacerdote que ruega por nosotros es también el que ora en nosotros y el Dios que nos escucha.

Si en el Santo Nombre de Jesús, nos ponemos a orar, podemos recibir en toda su hondura la oración que Él nos enseña: «¡Padre Nuestro!». La oración sacerdotal de Jesús inspira, desde dentro, las grandes peticiones del Padre Nuestro: la preocupación por el Nombre del Padre (cf Jn 17, 6. 11. 12. 26), el deseo de su Reino (la gloria; cf Jn 17, 1. 5. 10. 24. 23-26), el cumplimiento de la voluntad del Padre, de su designio de salvación (cf Jn 17, 2. 4 .6. 9. 11. 12. 24) y la liberación del mal (cf Jn 17, 15).

Por último, en esta oración Jesús nos revela y nos da el «conocimiento» indisociable del Padre y del Hijo (cf Jn 17, 3. 6-10. 25) que es el misterio mismo de la vida de oración.

Dios es la Verdad

“Es verdad el principio de tu palabra, por siempre, todos tus justos juicios” (Sal 119,160). “Ahora, mi Señor Dios, tú eres Dios, tus palabras son verdad” (2 S 7,28); por eso las promesas de Dios se realizan siempre (cf. Dt 7,9). Dios es la Verdad misma, sus palabras no pueden engañar. Por ello el hombre se puede entregar con toda confianza a la verdad y a la fidelidad de la palabra de Dios en todas las cosas. El comienzo del pecado y de la caída del hombre fue una mentira del tentador que indujo a dudar de la palabra de Dios, de su benevolencia y de su fidelidad.

La verdad de Dios es su sabiduría que rige todo el orden de la creación y del gobierno del mundo ( cf.Sb 13,1-9). Dios, único Creador del cielo y de la tierra (cf. Sal 115,15), es el único que puede dar el conocimiento verdadero de todas las cosas creadas en su relación con Él (cf. Sb 7,17-21).

Dios es también verdadero cuando se revela: la enseñanza que viene de Dios es “una Ley de verdad” (Ml 2,6). Cuando envíe su Hijo al mundo, será para “dar testimonio de la Verdad” (Jn 18,37): “Sabemos que el Hijo de Dios ha venido y nos ha dado inteligencia para que conozcamos al Verdadero” (1 Jn 5,20; cf. Jn 17,3).

CREO EN EL ESPÍRITU SANTO

El Espíritu Santo con su gracia es el “primero” que nos despierta en la fe y nos inicia en la vida nueva que es: “que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo” (Jn 17, 3). No obstante, es el “último” en la revelación de las personas de la Santísima Trinidad. San Gregorio Nacianceno, “el Teólogo”, explica esta progresión por medio de la pedagogía de la “condescendencia” divina:

«El Antiguo Testamento proclamaba muy claramente al Padre, y más obscuramente al Hijo. El Nuevo Testamento revela al Hijo y hace entrever la divinidad del Espíritu. Ahora el Espíritu tiene derecho de ciudadanía entre nosotros y nos da una visión más clara de sí mismo. En efecto, no era prudente, cuando todavía no se confesaba la divinidad del Padre, proclamar abiertamente la del Hijo y, cuando la divinidad del Hijo no era aún admitida, añadir el Espíritu Santo como un fardo suplementario si empleamos una expresión un poco atrevida … Así por avances y progresos “de gloria en gloria”, es como la luz de la Trinidad estalla en resplandores cada vez más espléndidos» (San Gregorio Nacianceno, Oratio 31  [Theologica 5], 26: SC 250, 326 [PG 36, 161-164]).

Creer en el Espíritu Santo es, por tanto, profesar que el Espíritu Santo es una de las personas de la Santísima Trinidad Santa, consubstancial al Padre y al Hijo, “que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria” (Símbolo Niceno-Constantinopolitano: DS 150). Por eso se ha hablado del misterio divino del Espíritu Santo en la “teología trinitaria”, en tanto que aquí no se tratará del Espíritu Santo sino en la “Economía” divina.

El Espíritu Santo coopera con el Padre y el Hijo desde el comienzo del designio de nuestra salvación y hasta su consumación. Pero es en los “últimos tiempos”, inaugurados con la Encarnación redentora del Hijo, cuando el Espíritu se revela y nos es dado, cuando es reconocido y acogido como persona. Entonces, este designio divino, que se consuma en Cristo, “Primogénito” y Cabeza de la nueva creación, se realiza en la humanidad por el Espíritu que nos es dado: la Iglesia, la comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne, la vida eterna.


Uso Litúrgico de este texto (Homilías)

Tiempo de Pascua: Domingo VII (Ciclo A)
Tiempo de Pascua: Martes VII