Jn 18,1-19,42: Pasión de Nuestro Señor Jesucristo según san Juan

20 No solo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos, 21 para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. 22 Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno, como nosotros somos uno; 23 yo en ellos, y tú en mí, para que sean completamente uno, de modo que el mundo sepa que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí. 24 Padre, este es mi deseo: que los que me has dado estén conmigo donde yo estoy y contemplen mi gloria, la que me diste, porque me amabas, antes de la fundación del mundo. 25 Padre justo, si el mundo no te ha conocido, yo te he conocido, y estos han conocido que tú me enviaste. 26 Les he dado a conocer y les daré a conocer tu nombre, para que el amor que me tenías esté en ellos, y yo en ellos».

Sagrada Biblia, Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (2012)


Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia

Gregorio de Nisa

Sobre el Cantar de los Cantares: Yo les he dado la gloria que tú me diste

«Que todos sean uno, para que, así como tú, Padre, estás en mi y yo en ti, sean ellos una cosa en nosotros» (Jn 17, 22-23)
15 : PG 44, 1115-1118 (Liturgia de las Horas)

PG

Cuando el amor llega a eliminar del todo el temor, el mismo temor se convierte en amor; entonces llega a comprenderse que la unidad es lo que alcanza la salvación, cuando estamos todos unidos, por nuestra íntima adhesión al solo y único bien, por la perfección de la que nos hace participar la paloma mística.

Algo de esto podemos deducir de aquellas palabras: Es única mi paloma, mi perfecta; es la única hija de su madre, la predilecta de quien la engendró.

Pero las palabras del Señor en el Evangelio nos enseñan esto mismo de una manera más clara. Él, en efecto, habiendo dado, por su bendición, todo poder a sus discípulos, otorgó también los demás bienes a sus elegidos, mediante las palabras con que se dirige al Padre, añadiendo el más importante de estos bienes, el de que, en adelante, no estén ya divididos por divergencia alguna en la apreciación del bien, sino que sean una sola cosa, por su unión con el solo y único bien. Así, unidos en la unidad del Espíritu mediante el vínculo de la paz, como dice el Apóstol, serán todos un solo cuerpo y un solo espíritu, por la única esperanza a la que han sido llamados.

Pero será mejor citar literalmente las divinas palabras del Evangelio: Para que todos sean uno -dice-; para que, así como tú, Padre, estás en mi y yo en ti, sean ellos una cosa en nosotros.

El nexo de esta unidad es la gloria. Nadie podrá negar razonablemente que este nombre, gloria, se atribuye al Espíritu Santo, si se fija en las palabras del Señor, cuando dice: Yo les he dado la gloria que tú me diste. De hecho, dio esta gloria a los discípulos, cuando les dijo: Recibid el Espíritu Santo.

Y esta gloria que él poseía desde siempre, antes de la existencia del mundo, la recibió él también al revestirse de la naturaleza humana; y, una vez que esta naturaleza humana de Cristo fue glorificada por el Espíritu Santo, la gloria del Espíritu fue comunicada a todo ser que participa de esta naturaleza, empezando por los apóstoles.

Por esto dice: Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno, como nosotros somos uno; yo en ellos y tú en mi para que sean perfectos en la unidad. Por esto, todo aquel que va creciendo de la niñez hasta alcanzar el estado de hombre perfecto llega a aquella madurez espiritual, capaz de entender las cosas, capaz, por fin, de la gloria del Espíritu Santo, por su pureza de vida, limpia de todo defecto; éste es la paloma perfecta a la que se refiere el Esposo cuando dice: Es única mi paloma, mi perfecta.

Guerrico de Igny

Sermón: ¿No te tengo a ti en el cielo? Y contigo, ¿qué me importa la tierra?

«Los que tú me has dado quiero que estén donde estoy yo» (Jn 17,24)
En la Ascensión del Señor, nn. 2-5: SC 202, 274-280

SC

Padre, cuando estaba con ellos, yo guardaba en tu nombre a los que me diste. Ahora voy a ti. Guarda en tu nombre a los que me has dado. No ruego que los retires del mundo, sino que los guardes del mal. El contenido de esta oración, como lo indica el texto que hemos leído, se resume en tres puntos, que constituyen la suma de la salvación e incluso de la perfección, de suerte que nada se pueda añadir: a saber, que sean los discípulos guardados del mal, consagrados en la verdad y con él glorificados. Padre -dice-, éste es mi deseo: que los que me confiaste estén conmigo donde yo estoy y contemplen mi gloria.

¡Dichosos los que tienen por abogado al mismo juez! ¡Dichosos aquellos por quienes ora el que es digno de la misma adoración que aquel a quien ora! El Padre no va a negarle lo que piden sus labios, ya que ambos no poseen más que una sola voluntad y un mismo poder, pues son un solo Dios. Es de absoluta necesidad que todo lo que pide Cristo se realice, porque su palabra es poderosa y su voluntad, eficaz. En el momento de la creación, él lo dijo, y existió, él lo mandó y surgió. Éste es –dice– mi deseo: que estén conmigo donde yo estoy. ¡Qué seguridad para los fieles! ¡Qué confianza para los creyentes! Con tal de que no minusvaloren la gracia que recibieron. Pues esta seguridad no se promete a solos los apóstoles o a sus compañeros, sino a todos los que crean en Dios por la palabra de ellos. Dice en efecto: No sólo ruego por ellos, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos.

Porque a vosotros, hermanos, se os ha concedido la gracia no sólo de creer en él, sino de sufrir por él, como dice el Apóstol. A vosotros, esto es, a los que la fe en la promesa de Cristo, lejos de hacerlos más negligentes en la seguridad, los torna más fervientes en la alegría, y embarcados en una lucha sin cuartel contra los vicios, los corona con un martirio asiduo. Asiduo, pero fácil; fácil, pero sublime. Fácil, porque nada nos manda que supere nuestras posibilidades; sublime, porque la victoria es sobre todo el poderío de aquel fuerte bien armado. ¿O es que no es fácil llevar el suave yugo de Cristo? ¿Y acaso no es sublime ser coronado en su reino? Os ruego que me contestéis: ¿Puede haber algo más fácil que llevar las alas que llevan al que las lleva? ¿Y algo más sublime que planear sobre los cielos, donde Cristo ascendió?

Pero pensemos, hermanos; ¿podrá de repente alzar el vuelo a los cielos quien ahora no aprendiere a volar en el constante adiestramiento de cada día? Algunos vuelan contemplando; vuela tú al menos amando. Pablo fue, en éxtasis, arrebatado hasta el tercer cielo; Juan hasta la Palabra que existía en el principio; tú al menos no consientas en arrastrar por el polvo tu alma degenerada, ni soportes que tu corazón sumergido en la indolencia, se pudra en el cieno. Y si en alguna ocasión buscaste no los bienes de arriba, sino los de la tierra, repróchatelo a ti mismo y di al Señor con el profeta: ¿No te tengo a ti en el cielo? Y contigo, ¿qué me importa la tierra? ¡Miserable de mí! ¡Cómo me equivocaba! Tan grandes como son los bienes que me están reservados en el cielo y yo los despreciaba. Tan nada los que hay en la tierra, y con qué avidez los deseaba. Cristo, tu tesoro, ha subido al cielo: esté allí también tu corazón. De allí procedes, allí está tu Padre y’allí está tu heredad; de allí esperas al Salvador. Amén.

Clemente de Alejandría

Sobre el Evangelio de San Juan: Jesucristo ruega no sólo por los Doce, sino por todos aquellos que, en diversas épocas, han de creer por la palabra de ellos

«No sólo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos» (Jn 17, 20)
Libro 11, cap. 11: PG 74, 551-

PG

Cristo ha venido a ser primicia de la nueva humanidad y el primer hombre celeste. Pues, como dice Pablo: El segundo Adán, el Señor, es del cielo. Por eso decía: Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre. Los más allegados a esta primicia y mucho más cercanos que los demás, fueron los primeros elegidos como discípulos y los que, habiendo conseguido el alto honor de seguir a Cristo, fueron los espectadores y testigos oculares de su gloria, como asiduos que fueron de él, convivieron con él y recibieron las primicias de sus dones. Eran, pues, y son —después del que es cabeza de todos y está sobre todos— miembros preciosos y dignísimos del cuerpo de la Iglesia.

Por esta razón, ruega que el Padre envíe sobre ellos, por medio del Espíritu, la bendición y la santificación, si bien a través de él. No podía ser de otra forma, dado que él es la vida, verdadera y todopoderosa y eficaz sabiduría y virtud del Padre.

Pero a fin de que exegetas menos ponderados de las sagradas Letras pensaran temerariamente que sólo se refiere a los discípulos el ruego del Salvador sobre el envío del Espíritu y no a nosotros que somos posteriores a ellos, ni a nuestros mayores, el Mediador entre Dios y los hombres, el abogado y pontífice de nuestras almas, desmontando de antemano tales insustanciales sospechas, añadió con mucha razón: No sólo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos.

Porque sería en cierto modo absurdo que de aquel primer Adán pasara la condena a todos sus descendientes, y que llevaran en sí la deforme imagen del hombre terreno incluso los que no pecaron, es decir, que no pecaron en el mismo momento en que el primer padre cayó por su desobediencia; y, en cambio, a la venida de Cristo, que se presentó como el hombre celeste, no reflejaran paralelamente su imagen todos cuantos por medio de él, es decir, por medio de la fe, han sido llamados a la justicia.

Y así como decimos discernir la deforme imagen del hombre terreno por ciertas formas y figuras, que llevan el inconfundible sello de las manchas del pecado y la debilidad de la muerte y de la corrupción; inversamente pensamos también que la imagen del hombre celeste, esto es, de Cristo, brilla en la pureza y en la integridad, en la más absoluta incorrupción, en la vida y en la santificación. Ahora bien, era realmente imposible que los que una vez habíamos caído por la prevaricación en Adán, fuéramos reinstalados en el primer estado de otra forma que haciéndonos capaces de aquella inefable participación y unión con Dios. Tal fue, en efecto, el privilegio inicial de la naturaleza humana.

Y esta unión con Dios en nadie puede efectuarse si no es mediante la participación del Espíritu Santo, que nos comunica su propia santificación, que reforma según el modelo de su misma vida la naturaleza sujeta a la corrupción, y que de este modo reconduce a Dios y a su peculiar condición a los hombres privados de esta gloria. Pues bien, la imagen perfecta del Padre es el Hijo, y la semejanza natural del Hijo es su Espíritu. En consecuencia, al configurar de alguna manera consigo mismo las almas de los hombres, imprime en ellas la semejanza divina y esculpe la efigie de la suprema sustancia de todos. Ruega, pues, nuestro Señor Jesucristo no sólo por los doce discípulos, sino más bien por todos los que, en diversas épocas, han de creer por la palabra de ellos, por medio de la cual los oyentes son incitados a recibir aquella santificación mediante la fe, y la purificación que se lleva a cabo mediante la participación del Espíritu.

Teresa de Lisieux

Manuscrito Autobiográfico: Préstame tu amor para amar

«Padre, éste es mi deseo: que los que me confiaste estén conmigo» (Jn 17,24)
c. 34-35

Pero, finalmente, también para mí llegará la última noche, y entonces quisiera poder decirte, Dios mío: «Yo te he glorificado en la tierra, he coronado la obra que me encomendaste. He dado a conocer tu nombre a los que me diste… Padre, éste es mi deseo: que los que me confiaste estén conmigo y que el mundo sepa que tú los has amado como me has amado a mí» (Jn 17,4s).

Sí, Señor, esto es lo que yo quisiera repetir contigo antes de volar a tus brazos. ¿Es tal vez una temeridad? No, no. Hace ya mucho tiempo que tú me has permitido ser audaz contigo. Como el padre del hijo pródigo cuando hablaba con su hijo mayor, tú me dijiste: «Todo lo mío es tuyo» (Lc 15,31). Por tanto, tus palabras son mías, y yo puedo servirme de ellas para atraer sobre las almas que están unidas a mí las gracias del Padre celestial…

Tu amor me ha acompañado desde la infancia, ha ido creciendo conmigo, y ahora es un abismo cuyas profundidades no puedo sondear. El amor llama al amor. Por eso, Jesús mío, mi amor se lanza hacia ti y quisiera colmar el abismo que lo atrae. Pero, ¡ay!, no es ni siquiera una gota de rocío perdida en el océano… Para amarme como tú me amas, necesito pedirte prestado tu propio amor. Sólo entonces encontraré reposo. Jesús mío, tal vez sea una ilusión, pero creo que no podrás colmar a un alma de más amor del que has colmado la mía. Por eso me atrevo a pedirte que ames a los que me has dado como me has amado a mí. Si un día en el cielo descubro que los amas más que a mí, me alegraré, pues desde ahora mismo reconozco que esas almas merecen mucho más amor que la mía. Pero aquí abajo no puedo concebir una mayor inmensidad de amor del que te has dignado prodigarme a mí gratuitamente y sin mérito alguno de mi parte.

Juan Casiano

Conferencias: Nos unimos a Él por la caridad

«Que el amor con que tú me has amado esté en ellos» (Jn 20,26)
n. 10, 6-7: PL 49, 827

PL

«Para que esté en ellos el amor con que Tú me has amado como yo también estoy en ellos» Nuestro Salvador ha dirigido a su Padre esta oración por sus discípulos: «que el amor con que Tú me has amado esté en ellos y ellos en nosotros»; y aún más: «que todos sean uno; como tú, Padre, en mí y yo en Ti, que ellos también sean uno en nosotros». Esta oración se llevará a cabo plenamente en nosotros cuando el amor perfecto con que «Dios nos amó primero» (1Jn 4,10) aumente en nuestro corazón según el cumplimiento de esta oración del Señor…

Esto se logrará cuando todo nuestro amor, todo nuestro deseo, todo nuestro esfuerzo, toda nuestra búsqueda, todo nuestro pensamiento, todo lo que vivimos y hablamos, todo lo que respiramos no sea más que Dios; cuando la unidad presente del Padre con el Hijo y del Hijo con el Padre aumente en nuestra alma y en nuestro corazón, es decir cuando, imitando la caridad verdadera, pura e indestructible con que Él nos ama, nosotros también estaremos unidos con Él por una caridad continua e inalterable, tan comprometidos que toda nuestra respiración, todo nuestro pensamiento, todo nuestro lenguaje, serán sólo Él.

Así lograremos, al final… lo que el Señor en su oración deseaba ver cumplido en nosotros: «que todos sean uno como nosotros somos uno, Yo en ellos y Tú en Mí, para que su unidad sea perfecta» y «Padre, aquellos que Tú me has dado, quiero que aquí donde yo estoy, estén también ellos conmigo». Esto es lo que está destinado al que pide en la soledad, hacia ello debe dirigir todo su esfuerzo: tener la gracia de poseer, desde esta vida, la imagen de la beatitud futura y como una anticipación, en su cuerpo mortal, de la vida y de la gloria del cielo.

Agustín de Hipona

Sobre el Evangelio de san Juan


La palabra de los apóstoles llega hasta nosotros

El Señor Jesús, al acercarse ya su pasión, tras haber orado por sus discípulos que nominó también apóstoles, con los cuales había cenado la última cena, de la que había salido su traidor, manifestado mediante el bocado, y con quienes tras la salida de él había ya hablado de muchas cosas antes de orar por ellos, ha agregado también los demás que iban a creer en él, y ha dicho al Padre: «Ahora bien, ruego no sólo por éstos» —esto es, por los discípulos que con él estaban entonces—, «sino también», afirma, «por esos que mediante su palabra van a creer en mí» (Jn 17,20), donde ha querido que se entienda «todos los suyos», no sólo quienes entonces estaban en la carne, sino también los que iba a haber. En efecto, cuantos después creyeron en él, creyeron y, hasta que venga, van a creer, sin duda mediante la palabra de los apóstoles, pues a esos mismos había dicho: «También vosotros daréis testimonio porque desde el inicio estáis conmigo» (Jn 15,27), y mediante éstos ha sido servido el Evangelio aun antes que se escribiera, y cualquiera que cree en Cristo, cree, evidentemente, al Evangelio. Así pues, ha de entenderse que estos de quienes asevera que van a creer mediante su palabra son no sólo los que, cuando vivían en la carne, oyeron a los apóstoles mismos, sino también, tras su óbito, incluso nosotros, nacidos mucho después: mediante su palabra hemos creído en Cristo, porque esos mismos que estuvieron entonces con él predicaron a los demás lo que le oyeron y así, doquiera está su Iglesia, su palabra ha llegado hasta nosotros para que también nosotros creyéramos, y va a llegar a los posteriores, cualesquiera que en cualquier parte van a creer después en él.

Por quiénes rogó Cristo

Así pues, si en esta oración no examinamos cuidadosamente las palabras de Jesús, puede parecer que en idéntica oración no ha orado por algunos suyos. En efecto, si, como ya he mostrado, primero oró por esos que estaban entonces con él, mas después también por esos que mediante la palabra de ellos iban a creer en él, puede decirse que no ha orado por los que ni estaban con él precisamente cuando decía esas cosas ni después habían creído mediante su palabra, sino en todo caso antes, por sí mismos o de cualquier manera. En efecto, ¿acaso estaba entonces con él Natanael? ¿Acaso estaba con él aquel José de Arimatea que pidió su cuerpo a Pilato y del que este Juan Evangelista mismo testifica que había sido ya discípulo suyo? (Cf Jn 19,38) ¿Acaso estaban con él María, su madre, y otras mujeres respecto a las que en el evangelio hemos aprendido que ya entonces habían sido discípulas suyas? ¿Acaso estaban entonces con él esos de quienes idéntico Juan Evangelista dice frecuentemente: Muchos creyeron en él? (Jn 2,23; 4,39; 7,31; 8,30; 10,42) Por cierto, ¿de dónde era la multitud aquella de esos que, con ramos, en parte precedían, en parte seguían al sentado en el jumento, mientras decían: «Bendito el que viene en el nombre del Señor» (Mt 21. 9: Ps 117,26), y con ellos los niños acerca de los que ése mismo asevera que se había predicho: Por boca de bebés y lactantes llevaste a cabo una loa? (Mt 21,16; Ps 8,3) ¿De dónde los quinientos hermanos a quienes a la vez no se habría aparecido tras la resurrección si antes no hubieran creído en él? (Cf 1Co 15,6) ¿De dónde los ciento nueve que con esos once eran ciento veinte cuando, congregados a una, tras su ascenso aguardaron y recibieron el Espíritu Santo prometido? (Cf Hch 1,15; 2,4) ¿De dónde eran todos ésos sino de entre aquellos acerca de quienes está dicho: Muchos creyeron en él? El Salvador, pues, ¿no oró entonces por ellos, porque oró por esos que estaban entonces con él y por los otros que en él no habían creído ya mediante la palabra de ésos, mas iban a creer? Por su parte, éstos tampoco estaban entonces con él, mas ya habían creído antes en él.

Omito hablar de Simeón, el anciano que creyó en el chiquitín; de la profetisa Ana (Cf Lc 2,25-38), de Zacarías e Isabel, los cuales profetizaron sobre él antes que naciera de la Virgen (Cf Lc 1,41-45 67-79); del hijo de ésos, Juan, precursor suyo, el amigo del Novio, que por influjo del Espíritu Santo lo reconoció, lo predicó ausente y, cuando estaba presente, lo mostró a otros para que lo reconocieran (Cf Jn 1,19-36; 3,26-36). Omito éstos, porque puede responderse que no había que orar por tales muertos, los cuales se habían marchado de aquí con grandes méritos suyos y, «recibidos», descansaban. En efecto, esto se responde similarmente también de los justos antiguos, pues ¿cuál de ellos hubiese podido ser salvo de la condena de la entera masa de perdición que se hizo mediante un único hombre, si por revelación del Espíritu no hubiese creído en el único mediador de Dios y hombres, el cual iba a venir en carne?. Pero ¿acaso tuvo que orar él por los apóstoles y no tuvo que orar por tantísimos que estaban aún en esta vida, mas no estaban entonces con él y habían creído ya antes? ¿Quién dirá esto?

La fe verdadera

Por tanto, ha de entenderse que aún no habían creído en él como quería que se creyera en su persona, puesto que Pedro mismo, sobre el que había dado tan gran testimonio cuando aquél confesó y dijo: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo» (Mt 16,16), en vez de creer que, muerto, iba a resucitar, no quería que él muriese, por lo que inmediatamente le nominó satanás (Cf Mt 16,23). Así pues, se descubre que quienes habían fallecido ya y por revelación del Espíritu no dudaban en absoluto que Cristo iba a resucitar, son mejores creyentes que quienes, aunque habían creído que él iba a redimir a Israel, vista su muerte, perdieron entera la esperanza que respecto a él habían tenido. Así pues, no opino nada mejor que esto: impartido tras su resurrección el Espíritu Santo, adoctrinados y confirmados los apóstoles y constituidos primeramente ellos como doctores en la Iglesia, mediante su palabra otros habían creído en Cristo como era preciso que se creyera, esto es, de forma que mantuviesen la fe en su resurrección; y, por eso, todos esos a quienes se veía que habían creído en él, habían pertenecido al número de esos por quienes oró al decir: Ahora bien, ruego no sólo por éstos, sino también por esos que mediante su palabra van a creer en mí.

La fe de Pablo y la del buen ladrón

Pero para resolver esta cuestión nos faltan aún el bienaventurado Apóstol y el asesino aquel, cruel en el crimen, fiel en la cruz. El apóstol Pablo dice, en efecto, haber sido hecho apóstol no por hombres ni mediante un hombre, sino mediante Jesucristo y, al hablar de su Evangelio mismo, asevera: Pues no lo recibí ni aprendí de hombre, sino mediante revelación de Jesucristo (Ga 1,1. 12). Por tanto, ¿cómo estaba entre esos de quienes está dicho: Mediante su palabra van a creer en mí? Por otra parte, el asesino aquel creyó precisamente cuando en los doctores mismos falló la fe que había habido, cualquiera fuese su calidad. Así pues, tampoco él creyó en Cristo Jesús mediante la palabra de ellos, y empero creyó de forma que, diciendo: «Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (Lc 23,42), respecto a quien veía crucificado confesó que iba no sólo a resucitar, sino también a reinar.

La palabra de los apóstoles, palabra de Cristo

Por ende, queda que, si ha de creerse que con esta oración el Señor Jesús ha orado por todos los suyos —cualesquiera que o estaban entonces o iban a estar en esta vida, que sobre la tierra es tentación (Cf Jb 7,1)—, lo que está dicho: Mediante su palabra, lo entendamos de forma que creamos que aquí se alude a esa palabra misma de la fe que predicaron en el mundo y que, por otra parte, está dicho «su palabra» por haberla esos mismos predicado primera y principalmente. En efecto, esos mismos la predicaban ya en la tierra, cuando mediante revelación de Jesucristo recibió Pablo esa misma palabra de ellos. Por ende, habló con ellos del Evangelio no fuese que en vano hubiese corrido o corriera, y le dieron las manos diestras porque hallaron que la palabra que ya predicaban y en la que habían sido cimentados estaba también él, aunque no dada a él mediante ellos, suya empero (Cf Ga 2,2-9). De esta palabra de la resurrección de Cristo dice idéntico apóstol: «Sea yo o sean ellos, así predicamos y así creísteis» (1Co 15,11), y de nuevo afirma: Ésta es la palabra de la fe que predicamos; porque, si con tu boca hubieres confesado Señor a Jesús, y con tu corazón creyeres que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvo (Rm 10,8-9). Y en Hechos de los Apóstoles se lee que en Cristo ha establecido Dios para todos una garantía, al resucitarlo de entre los muertos (Cf Hch 17,31).

A esta palabra de la fe se la ha llamado «su palabra», precisamente porque principal y primeramente fue predicada mediante los apóstoles, los cuales se habían adherido sólidamente a ella. Por cierto, porque se la ha llamado «su palabra», no por eso deja de ser palabra de Dios, pues idéntico apóstol dice que los tesalonicenses la han recibido de él no como palabra de hombres, sino, afirma, como es verdaderamente, como palabra de Dios (1Ts 2,13). De Dios, pues, precisamente porque Dios la donó; por otra parte, se la ha llamado «palabra de ellos», porque a ellos se la encomendó primera y principalmente Dios para predicarla. Y, por esto, incluso aquel asesino tenía en su fe la palabra de ellos, la cual había sido llamada de ellos porque primera y principalmente pertenecía al oficio de ellos ser predicada. Por eso, antes que Pablo hubiese creído en Cristo, como las viudas de los griegos hubiesen producido habladurías sobre el servicio de las mesas, los apóstoles, que antes se habían adherido sólidamente al Señor, respondieron: No es bueno que nosotros abandonemos la palabra de Dios y sirvamos a las mesas (Hch 6,2). Entonces, para que esos mismos no fuesen desviados del oficio de predicar la palabra, resolvieron ordenar diáconos. Por ende, con razón se ha llamado «su palabra» a la que es la palabra de la fe, mediante la cual todos, de cualquier lugar en que la hubieren oído o van a oírla, han creído y van a creer en Cristo. Nuestro Redentor, pues, cuando al rogar por los apóstoles que entonces estaban con él ha añadido también los que mediante su palabra iban a creer en él, en esa oración ha orado por todos los que ha redimido, bien quienes vivían entonces en la carne, bien quienes después vendrán. Por otra parte, qué dice después, añadidos aquéllos, ha de tratarlo otra disertación.

Juan Pablo II

Ut Unum Sint: Oración que une

«Que todos sean uno» (Jn 17,21)
nn. 22-23

Cuando los cristianos rezan juntos la meta de la unidad aparece más cercana. La larga historia de los cristianos marcada por múltiples divisiones parece recomponerse, tendiendo a la Fuente de su unidad que es Jesucristo. ¡El es el mismo ayer, hoy y siempre! (cf. Hb 13, 8). Cristo está realmente presente en la comunión de oración; ora «en nosotros», «con nosotros» y «por nosotros». El dirige nuestra oración en el Espíritu Consolador que prometió y dio ya a su Iglesia en el Cenáculo de Jerusalén, cuando la constituyó en su unidad originaria.

En el camino ecuménico hacia la unidad, la primacía corresponde sin duda a la oración común, a la unión orante de quienes se congregan en torno a Cristo mismo. Si los cristianos, a pesar de sus divisiones, saben unirse cada vez más en oración común en torno a Cristo, crecerá en ellos la conciencia de que es menos lo que los divide que lo que los une. Si se encuentran más frecuente y asiduamente delante de Cristo en la oración, hallarán fuerza para afrontar toda la dolorosa y humana realidad de las divisiones, y de nuevo se encontrarán en aquella comunidad de la Iglesia que Cristo forma incesantemente en el Espíritu Santo, a pesar de todas las debilidades y limitaciones humanas.

En suma, la comunión de oración lleva a mirar con ojos nuevos a la Iglesia y al cristianismo. En efecto, no se debe olvidar que el Señor pidió al Padre la unidad de sus discípulos, para que ésta fuera testimonio de su misión y el mundo pudiese creer que el Padre lo había enviado (cf. Jn 17, 21). Se puede decir que el movimiento ecuménico haya partido en cierto sentido de la experiencia negativa de quienes, anunciando el único Evangelio, se referían cada uno a su propia Iglesia o Comunidad eclesial; una contradicción que no podía pasar desapercibida a quien escuchaba el mensaje de salvación y encontraba en ello un obstáculo a la acogida del anuncio evangélico. Lamentablemente este grave impedimento no está superado. Es cierto, no estamos todavía en plena comunión. Sin embargo, a pesar de nuestras divisiones, estamos recorriendo el camino hacia la unidad plena, aquella unidad que caracterizaba a la Iglesia apostólica en sus principios, y que nosotros buscamos sinceramente: prueba de esto es nuestra oración común, animada por la fe. En la oración nos reunimos en el nombre de Cristo que es Uno. El es nuestra unidad.

La oración «ecuménica» está al servicio de la misión cristiana y de su credibilidad. Por eso debe estar particularmente presente en la vida de la Iglesia y en cada actividad que tenga como fin favorecer la unidad de los cristianos. Es como si nosotros debiéramos volver siempre a reunirnos en el Cenáculo del Jueves Santo, aunque nuestra presencia común en este lugar, aguarda todavía su perfecto cumplimiento, hasta que, superados los obstáculos para la perfecta comunión eclesial, todos los cristianos se reúnan en la única celebración de la Eucaristía.

Benedicto XVI

Discurso (30-06-2005): La unidad no es absorción ni fusión

«Que ellos sean uno para que el mundo crea» (Jn 17,21)
A los miembros de la Delegación enviada por el Patriarcado Ecuménico de Constantinopla

Queridos hermanos: 

Al acogeros hoy por primera vez, después del inicio de mi pontificado, me alegra saludar en vosotros a la delegación que todos los años Su Santidad Bartolomé I, Patriarca ecuménico, envía para la fiesta de los santos patronos de la Iglesia de Roma. Me dirijo a vosotros con las palabras de san Pablo a los Filipenses:  “Colmad mi alegría, siendo todos del mismo sentir, con un mismo amor, un  mismo  espíritu,  unos  mismos sentimientos. (…) Tened en vosotros los mismos sentimientos que Cristo” (Flp 2, 2-5). El Apóstol, consciente de lo fácil que es sucumbir a la amenaza siempre latente de conflictos y discordias, exhorta a la joven comunidad de Filipos a la concordia y a la unidad. A los Gálatas les recordará con fuerza que toda la ley tiene su plenitud en el único mandamiento del amor; y los exhortará a caminar según el Espíritu, para evitar las obras de la carne -discordias, celos, rencillas, divisiones, disensiones, envidias-, obteniendo así el fruto del Espíritu que es, en cambio, el amor (cf. Ga 5, 14-23). 

Por tanto, la feliz tradición de asegurar una presencia recíproca en la basílica de San Pedro y en la catedral de San Jorge para las fiestas de San Pedro y San Pablo y de San Andrés es expresión de esta voluntad común de combatir las obras de la carne, que tienden a separarnos, y de vivir según el Espíritu, que promueve el crecimiento de la caridad entre nosotros. 

Vuestra visita de hoy y la que la Iglesia de Roma devolverá dentro de algunos meses, testimonian que en Cristo Jesús la fe obra por medio de la caridad (cf. Ga 5, 6). Es la experiencia del “diálogo de la caridad”, inaugurado en el Monte de los Olivos por el Papa Pablo VI y el Patriarca Atenágoras, experiencia que no ha sido vana. En efecto, son numerosos y significativos los gestos realizados hasta ahora:  pienso en la abrogación de las condenas recíprocas de 1054, en los discursos, en los documentos y en los encuentros organizados por las Sedes de Roma y Constantinopla. Estos gestos han marcado el camino de los últimos decenios. 

¡Cómo no recordar aquí que el Papa Juan Pablo II, de venerada memoria, pocos meses antes de su muerte, en la basílica de San Pedro, intercambió un abrazo fraterno con el Patriarca ecuménico precisamente para dar un fuerte signo espiritual de nuestra comunión en los santos, que ambos invocamos, y para reafirmar el firme compromiso de trabajar sin descanso con vistas a la unidad plena! Ciertamente, nuestro camino es largo y difícil; al inicio estaba marcado por temores y vacilaciones, pero se ha hecho cada vez más ágil y consciente. En este camino ha crecido la esperanza de un sólido “diálogo de la verdad” y de un proceso de clarificación teológica e histórica, que ya ha dado frutos apreciables. 

Con palabras del apóstol san Pablo debemos  preguntarnos:  “¿Habéis pasado en vano por tales experiencias?” (Ga 3, 4). Se siente la necesidad de unir las fuerzas, sin escatimar energías, para que el diálogo teológico oficial, iniciado en 1980, entre la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas en su conjunto, se reanude con renovado vigor. 

A este propósito, queridos hermanos, quisiera expresar mis sentimientos de gratitud a Su Santidad Bartolomé, que se está prodigando para reactivar los trabajos de la Comisión mixta internacional católico-ortodoxa. Deseo asegurarle que tengo la firme voluntad de apoyar y estimular esta acción. La investigación teológica, que debe afrontar cuestiones complejas y encontrar soluciones no restrictivas, es un compromiso serio, al que no podemos renunciar. 

Si es verdad que el Señor llama con fuerza a sus discípulos a construir la unidad en la caridad y en la verdad; si es verdad que la llamada ecuménica constituye una apremiante invitación a reedificar, en la reconciliación y en la paz, la unidad, gravemente dañada, entre todos los cristianos; si no podemos ignorar que la división hace menos eficaz la santísima causa del anuncio del Evangelio a todas las gentes (cf. Unitatis redintegratio, 1), ¿cómo podemos renunciar a la tarea de examinar con claridad y buena voluntad nuestras diferencias, afrontándolas con la íntima convicción de que hay que resolverlas? La unidad que buscamos no es ni absorción ni fusión, sino respeto de la multiforme plenitud de la Iglesia, la cual, de acuerdo con la voluntad de su fundador, Jesucristo, debe ser siempre una, santa, católica y apostólica. 

Esta consigna tuvo plena resonancia en la intangible profesión de fe de todos los cristianos, el Símbolo elaborado por los padres de los concilios ecuménicos de Nicea y Constantinopla (cf. Slavorum Apostoli, 15). El concilio Vaticano II reconoció con lucidez el tesoro que posee Oriente y del que Occidente “ha tomado muchas cosas”; recordó que los dogmas fundamentales de la fe cristiana fueron definidos por los concilios ecuménicos celebrados en Oriente; exhortó a no olvidar cuántos sufrimientos ha padecido Oriente por conservar su fe. La enseñanza del Concilio ha inspirado el amor y el respeto a la tradición oriental, ha impulsado a considerar al Oriente y al Occidente como teselas que forman juntas el rostro resplandeciente del Pantocrátor, cuya mano bendice toda la oikoumene. El Concilio fue aún más allá, al afirmar:  “No hay que admirarse de que a veces unos hayan captado mejor que otros y expongan con mayor claridad algunos aspectos del misterio revelado, de manera que hay que reconocer que con frecuencia las varias fórmulas teológicas, más que oponerse, se complementan entre sí” (Unitatis redintegratio, 17). 

Queridos hermanos, os pido que transmitáis mi saludo al Patriarca ecuménico, informándole de mi propósito de proseguir con firme determinación en la búsqueda de la unidad plena entre todos los cristianos. Queremos continuar juntos por la senda de la comunión, y juntos realizar nuevos pasos y gestos, que lleven a superar las incomprensiones y divisiones que aún perduran, recordando que “para restaurar la comunión y la unidad es preciso “no imponer ninguna otra carga más que la necesaria” (Hch 15, 28)” (ib., 18). 

Gracias, de corazón, a cada uno de vosotros por haber venido de Oriente a rendir homenaje a san Pedro y san Pablo, a los que veneramos juntamente. Que su constante protección y, sobre todo, la intercesión materna de la Theotókos, guíen siempre nuestros pasos. 

“Hermanos, que la gracia de nuestro Señor Jesucristo sea con vuestro espíritu” (Ga 6, 18).


Uso Litúrgico de este texto (Homilías)

Tiempo de Pascua: Domingo VII (Ciclo C)
Tiempo de Pascua: Jueves VII