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COMUNIDAD

COMUNIDAD

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Reunión de personas con intención de poner en común los bienes, los ideales y los sistemas de vida. Si no hay intención de comunicación y espí­ritu de comunión (entrega y unidad) no hay comunicación, sino simplemente agrupación y conjunto.

La comunidad no deber entendida sólo como una sociedad, una corporación determinada por una circunstancia (vivienda, trabajo, diversión), en la cual el factor conglomerante es la norma y los ví­nculos consensuados.

Esa dimensión social va desde la horda a la banda, pero sin llega a la intimidad y a la compenetración La horda (muchedumbre, multitud, tropa, chusma, masa, gentí­o) se caracteriza por ser conjunción de seres humanos unidos por azar o necesidad, sin conocimientos ni afectos mutuos y de forma ocasional y superficial.

La banda se caracteriza por la restricción en función de objetivos predeterminados (musical, criminal) y supone limitación de número, objetivos rectores claros, reparto de roles, eficacia de resultados.

La comunidad es mucho más que horda, grupo, banda, tropel, más que sociedad, compañí­a y corporación. Es unión de personal libres, que comparten vida y objetivos, que implica conocimiento e intimidad, que exige entrega y renuncia a beneficios, que se abre a la fecundidad con nuevos miembros a los que se ayuda a nacer, crecer, madurar y ser capaces de acciones fecundas y vitales.

Decir que la Iglesia es una comunidad de fe, implica todo lo que se dice de la idea general de la comunidad; pero es añadir que Dios es el que convoca a ella de forma gratuita y que la respuesta de cada miembro es la que hace a esa comunidad viva y actuante en el mundo.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

DicEc
 
La primera realidad que aparece en la Iglesia concreta es su calificación como «comunidad», siguiendo la expresión del concilio Vaticano II: «Cristo, el único Mediador, estableció en este mundo su Iglesia santa, comunidad de fe, de esperanza y de amor» (LG 8). Se trata del «signo interior» sacramental (res et sacramentum) que manifiesta a la Iglesia como «comunidad», gracias a las tres virtudes teologales que la inspiran, sólo cognoscible en el interior de la opción creyente. Es esta, pues, la fenomenologí­a más inmediata de la Iglesia-sacramento que se sitúa en el intermedio tanto de la pura visibilidad del signo externo (sacramentum tantum), como de la pura espiritualidad de la realidad última (res tantum) y, por tanto, comparte una doble dimensión al ser signo visible, a saber, el testimonio dela comunidad cristiana y su vida, sólo perceptible de forma interior, es decir, gracias a la fe, la esperanza y el amor. Por eso se puede hablar de la comunidad creyente como signo interior de la Iglesia-sacramento.

En efecto, a partir del Vaticano II es muy común la traducción de las diversas instituciones eclesiales más próximas como son la diócesis, la parroquia, la casa religiosa, el movimiento apostólico…, en «comunidad», ya sea, diocesana, parroquial, religiosa, laical…, aunque la primací­a la ocupe normalmente la >parroquia como «comunidad cristiana» por excelencia. En definitiva, con esta calificación se quiere expresar la nueva comprensión de la Iglesia y su forma concreta de visibilidad, en clave de comunidad o unidad en común. De hecho, la misma palabra «comunidad» aplicada a la Iglesia es una novedad del Vaticano II, puesto que de sus ciento ochenta y tres usos en sus documentos, la mitad son sinónimos de Iglesia. Esta situación es aún más llamativa cuando se constata que esta identificación no era habitual hasta este concilio, ya que la palabra «comunidad» no se encuentra nunca, ni en los documentos del Vaticano I, ni en la encí­clica eclesiológica Mystici Corporis (1943), ni en los manuales sobre la Iglesia inmediatamente preconciliares (S. Tromp, T. Zapelena, J. Salaverri, M. Schmaus…).

Como primer introductor católico moderno aparece sin duda Y. Congar, que ya en 1953 en el interior de su teologí­a del laicado la propuso con fuerza precisando que era una visión que el protestantismo desarrolló unilateralmente y que estuvo mucho tiempo desvirtuada. Seguramente se tiene aquí­ la razón de su ausencia en la tradición católica moderna. De hecho, Lutero traducí­a la palabra griega «ekklésia» por comunidad (Gemeinde) y la ligaba al «sacerdocio común o de los fieles». Esta concepción es sin duda la que impide que la encí­clica Mediator Dei de 1947 use la expresión comunidad, aunque de hecho representó un fuerte impulso de la «participación» de todo el pueblo de Dios en la Liturgia al formularla como «culto público».

El sustantivo «ekklésia» se deriva del verbo «kaleó» y significa literalmente «la comunidad de los llamados», que en su uso en el Nuevo Testamento se traduce por «comunidad o asamblea de la comunidad o Iglesia». La expresión «comunidad» para designar a la Iglesia va paralela a la palabra «>comunión», y esta última suple frecuentemente a la anterior para designar a la Iglesia, aunque la palabra «koinónia» no se encuentre nunca en el Nuevo Testamento con el sentido de Iglesia. Quizá la expresión neotestamentaria equivalente a esta última sea «adelphotés» o >fraternidad de 1Pe 2,17; 5,9, que designa a la Iglesia como comunidad de hermanos y hermanas bautizados. Con todo, este intercambio no siempre facilita su comprensión, puesto que, por un lado, la expresión «comunión» está ligada en el uso común a la práctica sacramental, y por otro, la palabra «comunidad» no acaba de dar razón de la realidad teológica y bí­blica procedente del término griego «koinónia». Por esta razón, quizá sea bueno mantener la doble expresión y la misma aproximada sinonimia de «comunión» y «comunidad», para tener presente la «constelación semántica» (G. Alberigo) que supone todo este concepto para expresar la naturaleza de la Iglesia.

A su vez, una comprensión profunda de la Iglesia como comunidad comportará calificarla como «comunidad sacramental». Esta sacramentalidad apunta a la realidad última de la comunidad que está en el interior, especialmente en la Eucaristí­a —base decisiva de la eclesiologí­a del >Cuerpo de Cristo—, y a su vez, sacramentalidad que se manifiesta de forma significativa en la historia humana —aportación clave de la eclesiologí­a del >pueblo de Dios—. De ahí­ que la perspectiva de la Iglesia como «comunidad sacramental», recupera la historicidad con la palabra «comunidad» y asume la interioridad con la calificación de «sacramental» convirtiéndose en la comprensión más profunda de la eclesiologí­a de la comunión.

Christopher O´Donell – Salvador Pié-Ninot, Diccionario de Eclesiologí­a, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Diccionario de Eclesiología

1. La comunidad de Jerusalén.

Los Hechos nos presentan la formación de la primera comunidad: «Perseveraban unánimes en la oración’ (1, 141. La fe es para la comunidad de Jerusalén la respuesta a una triple revelación: pascual, evangélica, escritura Pascual.- La comunidad toma conciencia de que Jesús, el resucitado, está a la derecha de Dios, en comunión de naturaleza y de atributos con el Padre (Hch 7,56j) Evangélica.- A la luz de la manifestación gloriosa de Jesús, reconsidera toda su vida como preludio de la revelación pascual (Hch 4, l 0-12; 5,30-31 ; 3,131.)
-1 Bí­blica.- La Escritura y los dichos de Jesús les sirven para atéstiguar que él es verdaderamente el Mesí­as. La comunidad siente presente a Cristo cuando invoca su nombre (Hch 9,14-211 bajo la guí­a de los apóstoles, que lo hacen vivo, palpitante, presente. La comunidad de Jerusalén ha representado siempre el punto de comparación para la vida asociada dentro de la Iglesia.

-2. La «koinoní­a» es la dimensión fundamental de la comunidad.

La comunidad primitiva sabe que ella es la «nueva comunidad, del antiguo Israel. Toda la vida de la comunidad se desarrolla en torno a Cristo presente en la comunidad, incluso después de la Ascensión, a través de los apóstoles: «y seréis mis testigos en Jemsalén, en toda Judea, en Samarí­a y hasta los confines de la tierra’ (Hch 1, 81.

a) Comunidad que escucha . y vive la Palabra de Dios.- Es una vida en continua tensión escatológica. Cada uno de los miembros de la comunidad tiene su lugar y su misión especí­fica (Mc l 0, 45. Lc’12,37; 2727. Rom 15,81. La única cualificación que se exige de los miembros de la comunidad es una voluntad de servicio que tiene como raí­z y como término el amor (Jn 13,1 -7. l Pe l ,22; 2,17; 3,8; 4,8), El tema de fondo de la comunidad es la koinoní­a (Mt 7 21. l Jn 3,8: Sant 2,14. 1,221.

b)’ Comunidad que cree.- La vida cristiana de la comunidad es una vida nueva. «Todos los creyentes viví­an unidos y lo tení­an todo en común’ (Hch 2, 441. » Una multitud de hombres y mujeres se incorporó al número de los que creí­an en Jesús’ (Hch 5,141.)
La koinoní­a de la comunidad está animada por un aspecto cada vez más creativo. «El grupo de los creyentes y nadie pensaban y sentí­an lo mismo, consideraba como propio nada de lo que poseí­a, sino que tení­an en común todas las cosas» (Hch 4,321.)
c) Comunidad que ora.- No es el individuo el que ora; es la comunidad de los hermanos la que, consciente de su propia comunión con Cristo presente y con los hermanos, se hace comunidad de oración.

A.A. Tozzi

Bibl.: J Hoffner Comunidad, en CFT 1, 225-233; 5, Diani~h. Comunidad, en NDT 1, 150-167; G. Hamer, L.a Iglesia es la comunión, Estela, Barcelona 1967.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

/Iglesia II, 5

Fuente: Diccionario Católico de Teología Bíblica

1) El hombre se experimenta desde su nacimiento como incorporado a una c. Pero esta relación con la c. no constituye solamente una disposición fáctica, sino que el hombre mismo quiere vivir en c. (aun cuando esta voluntad de relacionarse, tanto desde la perspectiva del individuo como desde el punto de vista de la c., esté sometida a una dialéctica histórica, condicionada por la culpa, es decir, por la voluntad defectuosa), pues para su propio desarrollo necesita, no sólo – y ni siquiera primariamente- lo otro, en el sentido de lo meramente objetivo, sino al otro como ser personal. El devenir del hombre en cuanto un «yo», proceso que no se identifica con el desarrollo orgánico del cuerpo, sólo puede y quiere realizarse como un hacerse uno mismo a través de un tú personal. En efecto, sólo en medio de la convivencia personal puede producirse connaturalmente el devenir de la propia mismidad. Esta mediación del tú – voluntariamente aceptada – para la constitución de la –> persona, por su parte no sólo debe realizarse de cara al individuo, sino también de cara a la c., que quiere al individuo como miembro suyo. Mas tal condicionamiento mutuo y voluntario significarí­a solamente una necesaria pero unilateral c. utilitaria, si descansara solamente en la mera reciprocidad de la mediación personal. Ni el individuo existe solamente por la c., ni la c. tan sólo por el individuo; más bien, uno y otro polo tienen su centro y su significado en la exigencia de la verdad que se manifiesta en ellos como fundamento que da sentido a la vida personal. La exigencia de la vida de la verdad o, dicho teológicamente, de la palabra de Dios, es tanto el medio como el fundamento en el que y por el que puede y debe haber relación personal como c.

Porque esta relación dialogí­stica que abarca al individuo y a la c. no siempre está fácticamente ahí­, sino que debe crearse intencionadamente en el curso de la historia, a causa de la voluntad del individuo que yerra en la verdad o la rechaza, o bien a causa de una oferta falsa o de una falsa estructura en la c., ella cae en una pugna interna y conduce a actitudes unilaterales en las que la c. avasalla al individuo y lo degrada convirtiéndolo en mero momento de sí­ misma, o, viceversa, el individuo ya no está integrado en la c. de forma fructí­fera, sino frecuentemente de forma destructora; y, en consecuencia, finalmente el todo de la c. ya no puede ser lugar y medio de la creciente verdad de la vida misma. La relación dialogí­stica en que cada persona y la c. reciben y realizan en cada caso el ser y el derecho que les corresponde, se transforma así­ en una relación dialéctica que, en el mejor de los casos, sólo puede establecer en la historia del mundo un relativo equilibrio social mediante compromisos externos. Precisamente en cuanto esta dialéctica determina la historia universal, toda c. concreta e histórica, por mucho que se distinga de la -> sociedad en general, por su propio sentido interno está en camino de su disolución o(y) consumación.

2) Las distintas dimensiones históricas de la corporal y concreta existencia humana, así­ como las decisiones opuestas con su consecuente dualismo histórico, engendran las distintas formas de c., a saber: en la dimensión de la relación sexual y personal: –> matrimonio y –> familia; en la dimensión cohumana: amistad y fraternidad; en el campo polí­tico y cultural: nación, pueblo, –> Estado, hasta llegar a la única c. de los hombres, cada vez más intensa en la actualidad; y finalmente, en el ámbito religioso: la c. de fe y de culto (–>Iglesia).

3) Las contradicciones históricas o fácticas de la vida social y con ello, de la comunitaria, en la que el individuo ha sido puesto sin su consentimiento previo, exige que no se acepten simplemente las dí­ferentes c., sino que se las transforme constantemente de manera crí­tica y creadora, de modo que correspondan a la naturaleza de la c. y al carácter dialogí­stico del individuo o, por lo menos, se mantenga un relativo equilibrio personal. Pero la vida de la c. no puede convertirse en hechura del hombre, pues está constantemente condicionada por el evento liberador y creador de la llegada de la palabra viva de la verdad como realidad que fundamenta la c. Esta situación oscilante de posibilidad e imposibilidad de disponer sobre la c., está tanto más insegura por el hecho de que el hombre tiene poder para cambiar el ser humano y, dándose por otro lado la necesidad de superar la contradictoria situación histórica, se halla constantemente ante el peligro de conceder un carácter absoluto a ese poder, y en parte no sabe cuándo lo hace de hecho. El –> colectivismo, el totalitarismo, el fenómeno de las masas y, por otro lado, el aislamiento radical, son formas ideológicamente pervertidas de la actuación destinada a transformar la c.

Aun cuando el hombre es y en cierto modo debe ser señor de procesos sociales e históricos, sin embargo, con frecuencia él no puede reducir a unidad armónica sus efectos sociales ya existentes, ni prever las consecuencias de las acciones presentes. Por eso está abocado, o bien al vací­o optimismo de una –>utopí­a del futuro, o bien a la –> esperanza de que, a pesar de la obligación que se le ha impuesto de configurar la c. y la sociedad, no obstante, será la palabra transcendente de la verdad misma la que vuelva siempre a traer la renovación y la continuación; una esperanza que para los cristianos en último término sólo es posible en virtud de aquella promesa que ofrece al conjunto de la c. humana el -> reino de Dios como consumación. Pero tampoco esta promesa, que no prevé simplemente un perfeccionamiento rectilí­neo, sino amplias crisis individuales y colectivas como una de sus fases, elimina de antemano plena y necesariamente la dialéctica intramundana. En efecto, esa promesa de consumación no puede traducirse sin más a cada situación presente y, por tanto, no sabemos en forma fija qué modalidad concreta de c. o qué acciones encaminadas a cambiar la sociedad (reforma o no reforma) se exigen en virtud de la promesa. Por más que para el cristiano el anticipo que se le abre en cada situación histórica, con su orientación hacia el futuro transcendente, no sea el objeto de una mera utopí­a intramundana, sino el lugar donde se cumple la promesa divina, que por otra parte ya se ha realizado inicialmente; sin embargo, tampoco para el cristiano está tan claro el fin futuro como consumación de la c. humana, que él sepa en qué manera crí­ticamente liberadora y creadora debe configurarse la vida de la c. en medio de la contradictoria situación histórica y partiendo de ella.

A pesar de todo esfuerzo honrado, a pesar de la obligación de configurar que tiene el hombre, es más, a pesar de las acciones destructoras del hombre que configura, sólo queda la esperanza de que aquel de quien no se puede disponer se haga evento como el que verdadera y profundamente fundamenta la c., a fin de que así­, la mala dialéctica histórica de la vida finita de la c. que el hombre ya no es capaz de abarcar con su mirada ni de dominar con su poder, pueda transformarse en la verdadera dialogí­stica de la consumación.

Eberhard Simons

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica