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CONCILIARISMO

CONCILIARISMO

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Doctrina que pone al Concilio Ecuménico por encima del Papa. Estuvo latente en cierta forma en los primeros tiempos, cuando los concilios de Nicea, de Constantinopla y de Efeso, si hicieron bajo la autoridad del Emperador de Constantinopla (Bizancio) lejos de Roma, al no estar todaví­a clara la conciencia eclesial de la supremací­a del Obispo de Roma, del Papa, en la totalidad de la Iglesia.

Se despertó con vigor durante el Cisma de Occidente (1378-1417) siendo la actitud casi unánime en el Concilio de Constanza (1415-1418). No llegó a definirse, pero miraba la doctrina como modo de resolver el problema de la existencia de dos, y hasta tres, Papas en la Iglesia.

Y se postuló, sobre todo en Francia, en el siglo XVII, con la corriente de los «apelantes» a un Concilio ante las decisiones tomadas por el Pontí­fice Clemente XI contra el jansenismo (Jansenio) en 1713, con la bula Unigenitus. Los apelantes a un concilio general respondí­an a las actitudes galicanas vigorosas en gran parte del episcopado francés, inspirado en la megalomaní­a de Luis XIV y por el galicanismo de muchos Obispos.

Sin embargo la doctrina católica es clara al respecto, desde las decisiones doctrinales del Concilio Vaticano I en 1870 y del Vaticano II. El Concilio, reunión de todos los Obispos bajo la autoridad del Papa, sólo ejerce su autoridad doctrinal y disciplinar en la medida en que esté en comunión con el Sucesor de Pedro, nunca en disensión con él (C.D.C. cc. 338 a 341). En caso de disensión, el Primado y no el Concilio es la autoridad suprema.

El educador de la fe, en la medida en que se siente profundamente dependiente de la autoridad pontificia, se halla en lí­nea con la Iglesia de Jesús, quien eligió a Pedro para esa función de gobierno: «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt.16.18)

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

DicEc
 
El conciliarismo surgió como teorí­a durante el gran Cisma (1378-1417), cuando la Iglesia latina se dividió en lealtades a dos, y durante algún tiempo tres, papas distintos. Afirmaba que la autoridad suprema recaí­a en el concilio ecuménico independientemente del papa, y que el concilio era superior a él. Los momentos culminantes del conciliarismo fueron los concilios de >Constanza y Basilea. El gran logro de Constanza fue el restablecimiento de la unidad. El hecho de que ni Constanza ni Basilea desearan abolir el papado muestra que estaban arraigadas en los principios constitucionales católicos.

El juicio del conciliarismo medieval depende en gran medida de cómo se interprete el decreto Haec sancta de la V sesión del concilio de Constanza (6 de abril de 1415) y su recepción por el concilio de Basilea. Ante todo tenemos que reconocer que fue Haec sancta el que condujo al final del cisma. Las interpretaciones de su significación varí­an. B. Tierney considera que el decreto establece el fundamento para un constitucionalismo moderado en la Iglesia. G. Alberigo subraya la autocomprensión del concilio como legí­timamente congregado en el Espí­ritu Santo, la presencia inmediata de Cristo en el concilio, y el deber de obediencia de todos los fieles, incluido el papa, en materia de reformas, especialmente en lo referente al final del cisma. Constanza, en concreto, considera su potestad como derivada directamente de Dios, y no por mediación del papa.

Basilea, por su parte, admite la convocación del concilio por parte del papa; pero una vez que este se ha congregado, su potestad procede de Cristo, por lo que el papa no puede disolverlo del mismo modo que lo habí­a convocado. El concilio representa entonces a la Iglesia universal. Las «tres verdades» (Concilio de >Basilea) establecen que la Iglesia es la columna y fundamento de la verdad, y que quien no se conforma a ella es un hereje.

Un desarrollo posterior, expresión nuevamente de independencia respecto del papado, fue el >galicanismo. La respuesta ortodoxa se fue haciendo más clara con el paso de los siglos. Puntos clave en este desarrollo fueron el >Vaticano I, con su doctrina del primado papal, y la enseñanza del >Vaticano II sobre la colegialidad episcopal, con y bajo el papa. La cuestión permanente planteada por el conciliarismo es la tensión existente en la Iglesia entre el principio papal, monárquico, y el principio corporativo de diálogo y responsabilidad compartida. La solución pasa por una mayor profundización en la teologí­a de la >comunión.

Christopher O´Donell – Salvador Pié-Ninot, Diccionario de Eclesiologí­a, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Diccionario de Eclesiología

Se llama conciliarismo la doctrina según la cual el concilio ecuménico o general representa a toda la Iglesia y obtiene su potestad directamente de Cristo; a esa potestad están sometidos y tienen que obedecer todos los fieles, incluso los miembros de la jerarquí­a del mismo papa.

La teorí­a conciliarista tiene sus premisas en aquellos múltiples factores de í­ndole histórica, polí­tica, canoní­stica y sobre todo eclesiológica que, y presentes en la época medieval, confluirí­an finalmente en la gran crisis que afectó a la vida de la Iglesia en los siglos XIV-XV y que toma el nombre de cisma de occidente (1378-1417). La via concilii pareció que era la única posible para obtener la vuelta a la unidad. El concilio de Constanza (1414141 8) se convocó precisamente con esta finalidad. Sin embargo, las formas más radicales del conciliarismo se manifestaron a lo largo del concilio de Basilea, cuando se declaró que era una «verdad de fe católica» la superioridad del concilio sobre el papa (sesión XXXIII, 1439). Tesis análogas a las conciliaristas sobrevivieron luego en el episcopalismo, en el galicanismo y en el febronianismo. Quedó finalmente superado con la definición del Vaticano I sobre la naturaleza y el valor del primado del romano pontí­fice (1870).

Desde un punto de vista histórico, el juicio sobre el conciliarismo sigue estando muy articulado.

M. Semeraro

Bibl.: Y -M, Congar. Ensayos sobre el misterio de la Iglesia, Estela, Barcelona 1969; A.

Antón, El Misterio de la Iglesia, 1, BAC, Madrid 1986; G. Alberigo (ed.), Historia de los concilios ecuménicos, Sigueme. Salamanca 1993, 185-236.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

Se entiende por c. (teorí­a conciliar) la doctrina que considera al concilio universal como la suprema autoridad de la Iglesia, elevándolo (condicionalmente o por principio) por encima del papado.

Para la mejor inteligencia histórica hay que distinguir entre: a) un c. moderado y legí­timo, que únicamente preveí­a ciertas seguridades «conciliares» para casos de emergencia, con miras a proteger o a establecer la suprema cabeza jerárquica y b) un c. sistemático y revolucionario, que intentaba cambiar la estructura jerárquica de la Iglesia con su cabeza primacial en el papa, la cual está fundada en la Escritura y en la tradición apostólica, por un régimen eclesiástico de tipo conciliar. Mientras la antigua investigación (Kneer, Hirsch, Wenk) fijaba la mirada únicamente en el c. radical, derivado de Marsilio y de la época del gran –> cisma de occidente, la moderna, iniciada principalmente por Ullmann y Tierney, ha demostrado que mucho antes de las tendencias conciliaristas se dieron elementos conciliares en los canonistas de la Iglesia durante los s. xII y xIII, elementos que deben ser considerados como las raí­ces del c. Además, últimamente H. Zimmermann ha encontrado el verdadero origen de las ideas conciliares en la teorí­a y práctica de las deposiciones papales de la primera edad media. El principio jurí­dico, cuya existencia se puede demostrar ya en el año 500 aproximadamente, prima sedes a nemine iudicatur, en la práctica y al aplicarlo a un papa particular tení­a una excepción: que éste hubiera caí­do en herejí­a personal (cuestión de Honorio en el concilio Constantinapolitano III, 681). La cláusula de herejí­a, reconocida ya oficialmente por Adriano II (687-872) y definitivamente formulada por el cardenal Humberto (t 1061): Papa a nemine iudicatur, nisi deprehendatur a fide devius, encontró acogida entre los canonistas de la Iglesia gracias al cardenal Deusdedit, a Ivo de Chartres y a Graciano, y fue comentada con el mayor fervor por los decretalistas. El concepto de herejí­a se fue dilatando más y más (simoní­a, crimen, incumplimiento del cargo con daño del generalis status ecclesiae – según la opinión de Huguccio y de Juan Teutónico -, y además fomento de cisma, perturbación mental, etc.).

El derecho de deposición, que desde la reforma gregoriana le estaba negado al emperador, pasó al concilio universal, cuya importancia revive en el s. xII; para esto se echaba mano de la ficción jurí­dica según la cual un papa no puede desde luego ser «juzgado» por el concilio, pero a éste le incumbe averiguar si es personalmente hereje (en sentido lato) y sacar las consecuencias oportunas. Ahora bien, se seguí­a razo:iando, como un hereje no puede ser papa, si el portador de la potestad papal es hereje, la sede pontifificia debe considerarse vacante y ha de proveerse de nuevo. Con ello se planteaba el problema de la relación entre el papa y el concilio. Los decretistas se guardaban desde luego de afirmar la supremací­a del concilio sobre el papa. Pero ya Huguccio (+ 1210; maestro de Inocencio in) enseñaba que el papa personalmente puede errar, pero no la Ecclesia Romana. Al extender este concepto de inerrancia a toda la Iglesia occidental unida con Roma, la cual quedaba representada en el concilio general, la infalibilidad hubo de atribuirse en principio a la asamblea conciliar, con la consecuencia de una limitación del poder absoluto del papa, por lo menos en caso de conflicto (cláusula de herejí­a). Habí­a otra limitación que estaba unida a la idea escolástica de corporación; se argumentaba: como cabeza del cuerpo de la Iglesia, el papa depende de la cooperación de los miembros; en el gobierno de la Iglesia universal son considerados como tales primeramente los cardenales (Enrique de Segusia, + 1270),. pero también el concilio universal (Juan de Parí­s, + 1306). La autoridad de la cabeza halla su limitación en los miembros, para los cuales está puesta; sobre todo en las decisiones de fe el papa está ligado al concilio («Orbis maior est urbe et papa cum concilio maior est papa solo»).

Paralela a la limitación de la autoridad papal en estas cuestiones fue la evolución eclesiástica y polí­tica del papado desde Gregorio vII hasta Bonifacio vIII, pasando por Inocencio III. En los decretalistas se encuentran todaví­a en convivencia pací­fica tendencias conciliares y tendencias papales, que hasta los siglos xIII y xiv no empiezan a enfrentarse. La excesiva acentuación de la autoridad absoluta del papa, por parte, principalmente, de los teólogos y canonistas de las órdenes mendicantes, provocó la reacción opuesta de los «conciliaristas». De un lado estaban Buenaventura (+ 1274 ), Tomás de York (+ 1260 ), Egidio Romano (+ 1316; autor de la bula Unam sanctam, 1302), Augustinus Triumphus (+ 1328), – Herveus Natalis (+ 1323) y Alvaro Pelagio (+ 1349), que elevaron hasta el infinito y muy por encima de la Iglesia y del -concilio el poder supremo del papa (Alvaro «Papa super omnia, etiam generalia concilia, est… Plus potest Papa solus… quam tota ecclesia catholica et concilia seorsum»). Del otro lado estaban los enemigos del papado, que apelaron cada vez con más frecuencia a un concilio general (Federico II el año 1239/40; los cardenales Colonna y el rey Felipe el Hermoso contra Bonifacio vIII; Luis de Baviera en 1324 contra Juan xxll) y que eran apoyados por los teóricos del c. (Juan de Parí­s, Marsilio de Padua).

Marsilio de Padua (+ 1342/43), en su Defensor pacis (1324 ), fue el primero que atacó al papado como institución; negó en principio la estructura jerárquica de la Iglesia, atribuyó todo el poder al pueblo cristiano y vio en el concilio universal, en cuanto representación de toda la Iglesia, la instancia suprema; el papa era para él únicamente órgano ejecutivo, que debí­a dar cuenta y prestar obediencia al concilio y podí­a ser depuesto en todo momento. Qué papel desempeñara Guillermo de Ockham (+ 1347) en la propagación de estas doctrinas, condenadas ya como heréticas en 1327, es un punto muy oscuro que últimamente está muy discutido (Tierney, Meyjes). Lo que ciertamente no es ya factible es nombrar a renglón seguido de Marsilio a hombres como Konrad von Gelnhausen (+ 1390), Heinrich von Langenstein (+ 1397) o también a Pierre d’Ailly (+ 1420) y Juan Gerson (+ 1429); pues se distinguieron fundamentalmente de él, por lo menos en que nunca pusieron en duda, ni siquiera durante el concilio de Constanza, la estructura jerárquica como tal.

La cuestión papa o concilio adquirió importancia práctica por el hecho de que la teorí­a de la supremací­a papal se mostró incapaz, en el estado de emergencia del gran cisma de occidente (1378-1417 ), de contribuir lo más mí­nimo al restablecimiento de la unidad. De las tres ví­as que en 1394 propuso la universidad de Parí­s para superar el cisma, sólo quedó abierta la «via concilii». Esta ví­a pudo recorrerse con ayuda de los medios tradicionales, moderadamente conciliares, sin caer en un conciliarismo revolucionario. Lo que aconteció en Pisa quedó, a pesar de algunos fanáticos conciliaristas, dentro de un marco moderadamente conciliar, e indudablemente estaba dirigido por un propósito conservador y restaurador. Sólo el reiterado fracaso de la tentativa pisana por encontrar una solución preparó el terreno a tendencias más radicales. También la preparación, el comienzo y el clima predominante en los primeros meses del concilio de Constanza fueron tradicionales. .No es cierto que la mayorí­a tuviera un pensamiento «conciliarista». Sólo la fuga del papa (20/21-3-1415), que dejó al concilio sin cabeza y en estado de extremo aprieto, dio auge a las fuerzas más radicales. El decreto Haec sancta, aprobado tras dramáticos antecedentes con la participación decisiva de Gerson en la sesión quinta, el 6-4-1415, va en su texto más allá del pensamiento canónico tradicional, al afirmar categóricamente la legitimidad y autonomí­a del concilio y declarar su superioridad sobre el papa: «Haec sancta synodus Constantiensis… ecclesiam catholicam repraesentans, potestatem a Christo immediate habet, cui quilibet, cuiscumque status vel dignitatis, etiamsi papalis existat, obedire tenetur in his, quae pertinent ad fidem et exstirpationem dicti schismatis et reformationem ecclesiae in capite et membris.» El decreto Frequens, dado en la sesión 39, el 9-10-1417, prescribe obligatoriamente a los papas la celebración periódica de concilios generales. La interpretación y el carácter obligatorio de Haec sancta eran ya discutibles para los contemporáneos y siguen siéndolo aún hoy dí­a. Los conciliaristas, entre ellos Gerson, d’Ailly, Zazarella, quisieron, ciertamente, afirmar la autonomí­a y superioridad teórica del concilio, pero la mayorí­a entendió el texto en sentido conservador, entre ellos también Oddo Colonna, el futuro Martí­n v. El documento no fue entendido por nadie como definición dogmática, ni siquiera por los conciliaristas. Sin embargo fue algo más que un puro decreto de emergencia. Su carácter solemne da a entender que se querí­a fijar con toda precisión el derecho del concilio en tales estados de anormalidad y sacarlo de la situación insegura de la epiqueya (cláusula de herejí­a), fundamentándolo jurí­dicamente en una legislación permanente para una situación excepcional. El decreto Frequens pretendí­a además introducir una regulación conciliar mediante la repetición periódica de los concilios generales. Pero de suyo se trataba de restablecer la cabeza jerárquica primacial y no de desvirtuar el oficio de Pedro ni de dar una constitución democrática a la Iglesia. La transformación de las ideas conciliares en un conciliarismo revolucionario no se produjo abiertamente hasta después de Constanza. El c. se impuso en el concilio de Paví­a-Siena (1423/24), aunque no experimentó su desarrollo pleno hasta el concilio de Basilea (1431/37).

El papa del concilio, Martí­n v, reconoció como ecuménico al concilio de Constanza, que debe considerarse desde el principio como sujeto legí­timo, aunque subsidiario, de la potestad suprema. Pero el papa no confirmó los dos decretos, sino que, más bien, con la prohibición de apelar en principio al concilio (10-5-1418), prácticamente dio una negativa al c. Su reserva momentánea, lo mismo que la de Eugenio iv, estaba condicionada por la situación. Cuando el sí­nodo de Basilea renovó el c. en una forma radical y revolucionaria, Eugenio iv lo condenó expresamente por la bula Etsi non dubitemus (20-41441). Aun cuando con ello quedaran fundamentalmente deshechas tendencias conciliaristas radicales, sin embargo, éstas se mantuvieron todaví­a largo tiempo en su forma moderada. A pesar de que Pí­o ii, Sixto iv, julio ii y León x renovaron la prohibición de apelar al concilio, el recurso a la instancia conciliar aún siguió desempeñando su papel (Luis xi de Francia, Lutero). En la misma corte papal habí­a conciliaristas todaví­a en el s. xvi (G. Gozzadini, M. Ugoni). El miedo a concilios radicalmente conciliaristas impidió, como se sabe, en el s. xvi que se convocara en su momento oportuno el concilio de Trento. La tendencia conciliarista sobrevivió en el -> episcopalismo, en el -> galicanismo y en el febronianismo, y no fue superada definitivamente hasta el Vaticano i. Sin embargo, el Vaticano ii ha mostrado de nuevo el valor de una auténtica participación del concilio en la responsabilidad suprema.

August Franzen

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica