CULTURA

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Conjunto de todas las formas de pensar y vivir que un grupo humano logra con el cultivo de la inteligencia: conocimientos, informaciones, juicios, usos, productos artí­sticos, leyes y relaciones. Especial referencia merece la idea de «cultura cristiana», promovida en Occidente por la fe en Cristo y el Evangelio.

Esa cultura: hábitos, lenguajes, fiestas, tradiciones, expresiones artí­sticas, literarias, etc. ha sido muy diversa en sus expresiones según las circunstancias.

El común denominador de esas manifestaciones de cultura es la justicia como ideal, la solidaridad como estilo, la fe en la Providencia como soporte de la vida.

Desde el Oriente mediterráneo hasta los mundos nuevos de América o los renovados de Africa y Asia, la cultura cristiana ha sido decisiva para la humanidad.

También se habla de «cultura religiosa», en cuanto el hombre bien formado, incluso aunque no sea creyente, se hace capaz de dominar conocimientos sólidos sobre las creencias y los comportamientos que tienen su base en el Evangelio.

La incultura religiosa y cristiana imposibilita el entender el arte, la historia, la literatura, las fiestas, las nomenclaturas dominantes en Occidente.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

Concepto de cultura

El concepto «cultura» («cultivo») puede analizarse según diversos niveles erudición (poseer conocimientos generales, datos de información, etc.); educación (formación de la persona en cuanto tal, en toda su integridad fí­sica, intelectual, moral); conjunto de valores de un pueblo (sentido etnológico), con una identidad diferente de otros pueblos.

Si se toma en el sentido de «cultivar» el ser humano en toda su integridad personal y social, la cultura indica los contenidos de una relación del hombre con el cosmos, la tierra, los demás miembros de la sociedad, la trascendencia. Especialmente la cultura humana está relacionada con el sentido de la vida en su origen, su presente y su futuro. Precisamente por esta actitud relacional y por esta preocupación sobre su existencia más allá del tiempo, el hombre es «religioso», como relacionado con el Trascendente (Dios).

Riqueza de contenidos

Si tomamos la «cultura» en este sentido integral y trascendente, encontramos en ella un conjunto de criterios, valores y actitudes de una persona o de un pueblo, en sus circunstancias sociológicas e históricas. Se concreta en modos de pensar, sentir, querer y obrar, en relación con el cosmos, con los demás seres humanos y con la trascendencia (y el Absoluto).

Los elementos principales de cultura de un pueblo se concretan en unas actitudes básicas referentes a la vida, la familia, la sociedad (trabajo, convivencia…), la religión. «Con la palabra cultura se indica, en sentido general, todo aquello con lo que el hombre afina y desarrolla sus innumerables cualidades espirituales y corporales; procura someter el mismo orbe terrestre con su conocimiento y trabajo; hace más humana la vida social, tanto en la familia como en toda la sociedad civil, mediante el progreso de las costumbres e instituciones; finalmen¬te, a través del tiempo expresa, comunica y conserva en sus obras grandes experiencias espirituales y aspiraciones para que sirvan de provecho a muchos, e incluso a todo el género humano» (GS 53).

La diversidad cultural de los pueblos

Por ser la humanidad una misma en su origen y en su fin, toda cultura tiene valores comunes con otras culturas y valores peculiares que, de alguno modo, están en armoní­a con los valores culturales de otros pueblos. Hay, pues, un denominador común, una armoní­a de valores peculiares y unos intercambios históricos permanentes. Toda cultura se dirige hacia la verdad y el bien trascendentes y, por tanto, a una plenitud futura en Dios. Se puede constatar siempre una unidad fundamental de la familia humana. En la variedad y pluralismo, se intuye una comunión maravillosa que ahinca sus raí­ces en la conciencia humana acerca de la verdad, del bien y del más allá.

En realidad, todas las culturas buscan un «proyecto» sobre el hombre y sobre la sociedad; pero los enfoques dependerán de sus principios básicos respecto a la verdad y el bien lo inmediato y eficaz o lo trascendente, lo útil y placentero o lo verdadero y bueno, los bienes materiales o los bienes morales… Puesto que el ser humano «no puede encontrar su propia plenitud, si no es en la entrega sincera de sí­ mismo a los demás» (GS 24), los diferentes enfoques de las culturas tendrán validez en la medida en que respeten la dignidad y libertad del hombre, creado para vivir en la verdad del amor, como persona y como miembro de la familia humana.

Las culturas, en su aspecto religioso (de trascendencia), son también diferenciadas, según experiencias de relación con Dios, manifestaciones de culto, deberes morales, organización de la comunidad, etc. Estos aspectos quedan también matizados por la psicologí­a, herencias y etapas históricas, sectores geográficos, evolución del pensamiento y de las actitudes, cambios continuos, cruce de culturas con sus tensiones y rupturas…

Fe y cultura

Las culturas religiosas han evolucionado a partir de la creación y bajo la providencia divina. La fe cristiana no es una nueva cultura, sino el contenido de un nuevo don de Dios la encarnación de su Hijo, Jesucristo, que se inserta en todos los pueblos y culturas. Por esto, la fe cristiana puede entrar en las culturas religiosas sin dañarlas, puesto que «la gracia respeta la naturaleza, la cura de las heridas del pecado, la fortalece y la eleva» (Santo Tomás I q.1,8; II, q.2,2). «Cristo y la Iglesia, que da testimonio de El por la predicación evangé¬lica, trascienden toda particularidad de raza y de nación, y por tanto nadie y en ninguna parte puede ser tenido como extra¬ño» (AG 8).

El encuentro del evangelio con las culturas, que es un proceso de «inculturación», tiene lugar en valores que son comunes a todo el género humano creado y redimido por Dios la verdad, el bien, la justicia, la libertad, la dignidad del hombre, la familia, la comunidad… Entonces toda cultura se abre al infinito, es decir, a la «vida nueva» en Cristo, enviado por el Padre con la fuerza salví­fica de su Espí­ritu de amor. «Todo fue creado por él y para él, él existe con anterioridad a todo, y todo tiene en él su consistencia» (Col 1,16-17).

Referencias Ciencia y fe, civilización del amor, conciencia, educación, filosofí­a, formación, formación intelectual, inculturación, inserción, persona, postmodernidad, sociedad.

Lectura de documentos GS 44, 53-62; EN 20, 63; RMi 37, 52-54; EV 85; Puebla 385-393; Santo Domingo, parte 2ª, cap. 3.

Bibliografí­a H. BOURGEOIS, Le culture di fronte a Cristo (Roma, Borla, 1981); (Comisión Teológica Internacional), Fede e inculturazione La Civiltí  Cattolica 140 (1989) 158-177 (ver parte I); H. CARRIER, Evangelio y culturas (Madrid, EDICE, 1988); Idem, Diccionario de la cultura (Estella, Verbo Divino, 1994); Y.M. CONGAR, Christianisme comme foi et comme culture, en Evangelizzazione e culture (Roma, Pont. Univ. Urbaniana, 1976) 83-103; C. FLORISTAN, Para comprender la evangelización (Estella, Verbo Divino, 1993); O. GONZALEZ DE CARDEDAL, La gloria del hombre. Reto entre una cultura de la fe y una cultura de la increencia ( BAC, Madrid, 1985); L.J. LUZEBETAK, L’Eglise et les cultures (Bruxelles, Lumen Vitae, 1968); S. PETSCHEN, Europa, Iglesia y patrimonio cultural ( BAC, Madrid, 1996; J.M. ROVIRA BELLOSO, Fe i cultura al nostre temps (Barcelona, Fac. Teologia de Cataluyna, 1987); B. SECONDIN, Mensaje evangélico y culturas (Madrid, Paulinas, 1986).

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

Los primeros oficios. (-> antropologí­a). Una parte considerable de la exégesis bí­blica de los últimos decenios se ha venido moviendo en un nivel de «antropologí­a cultural», utilizando para ello un amplio material comparativo, sobre todo desde la perspectiva del estudio de las instituciones y formas de vida del entorno del Mediterráneo antiguo, para distinguirlas de las formas de vida del mundo germano o anglosajón del que provení­an la mayor parte de los exegetas anteriores. De esa manera, los nuevos exegetas quieren evitar el peligro de confusión cultural, que se ha dado siempre que han querido entender el mundo bí­blico a partir de sus propias experiencias o visiones de la vida (como si su cultura fuera universal). Desde esta nueva perspectiva, se han podido poner más de relieve los elementos culturales de fondo que aparecen en el relato bí­blico.

(1) Caí­n y Abel. Agricultores y pastores. Conforme al relato de Gn 4, Caí­n era agricultor y Abel pastor, de manera que aparecen como representantes de los dos primeros tipos de cultura (trabajo y vida), desde la perspectiva del Mediterráneo oriental, (a) La cultura de los pastores (como Abel) sigue estando en el fondo de toda la Biblia, y así­ la encontramos en los relatos del nacimiento de Jesús (Lc 2,15-20) y en varias parábolas y relatos simbólicos de su evangelio (cf. Mt 25,32; Mc 6,34; Jn 10,11-16). (b) Cultura de agricultores y ciudadanos. Pero la Biblia en su conjunto no es libro de pastores sino de agricultores y ciudadanos.

(2) La estirpe de Caí­n. Agricultura y ciudad. En su conjunto, la Biblia ha desarrollado más la lí­nea cultural de Caí­n, vinculada con la agricultura y la ciudad: «Y conoció Caí­n a su mujer, la cual concibió y dio a luz a Henoc; y edificó una ciudad, y llamó el nombre de la ciudad con el nombre de su hijo, Henoc. Y a Henoc le nació Irad, e Irad engendró a Mehujael, y Mehujael engendró a Metusael, y Metusael engendró a Lamec. Y Lamec tomó para sí­ dos mujeres; el nombre de una fue Ada, y el nombre de la otra, Sila. Y Ada dio a luz a Jabal, el cual fue padre de los que habitan en tiendas y crí­an ganados. Y el nombre de su hermano fue Jubal, el cual fue padre de todos los que tocan arpa y flauta. Y Sila también dio a luz a Tubal-Caí­n, artí­fice de toda obra de bronce y de hierro; y la hermana de Tubal-Caí­n fue Naama. Y dijo Lamec a sus mujeres: Ada y Sila, oí­d mi voz; Mujeres de Lamec, escuchad mi dicho: A un varón mataré si me hieren y a un joven mataré si me golpean. Si siete veces será vengado Caí­n, Lamec en verdad setenta veces siete lo será» (Gn 4,18-24). Perseguido por la sangre de su asesinato (cf. Gn 4,14), Caí­n busca la seguridad y, por eso, con el nombre de su hijo (Henoc), construye la primera ciudad, con lo que implica de instituciones defensivas (ejército y murallas), económicas, sociales y religiosas, con mercados, sacerdotes y jueces (cf. Gn 4,17). Pues bien, la ciudad, maravilla de cultura, implica un salto cualitativo en la vida de los hombres. Ciertamente, ella evita unos riesgos de violencia (Caí­n y los suyos se protegen en sus muros), pero, al mismo tiempo, crea otros (necesita ejército, policí­as…). De esa forma hemos pasado del paraí­so, que era un huerto extendido hacia toda la tierra (Gn 2-3), a la ciudad, como espacio compacto de vida polí­tica. La historia no está ya regulada por pastores y agricultores, sino por los habitantes de la ciudad, por Henoc, héroe de leyenda. Se supone que la primera ciudad vive de la agricultura del entorno, de manera que los descendientes de Caí­n (que fue agricultor) podrán interpretarse como agricultores reunidos en torno a un núcleo urbano (en contra de Abel que era pastor).

(3) Los oficios de los hijos de Caí­n. Pues bien, desde esta perspectiva de la ciudad y su hinterland o espacio de influjo ciudadano se interpretan ahora los restantes oficios de los nietos de Caí­n, vinculados con grupos que, estrictamente hablando, no pertenecen a la ciudad, pero que están vinculados con ella y son necesarios para su cultura. Estos son los grupos de los «nietos de Caí­n», hijos de Lamec, estrechamente vinculados por sus nombres (Jabal, Jubal, Tubal). (a) Jabal es el antepasado de los pastores nómadas, que no son ya simplemente autónomos como Abel, sino que forman un grupo o institución social: habitan en tiendas, fuera de las instituciones ciudadanas, pero están en relación con ellas, (b) Jubal es padre de los músicos, que forman también una especie de tribu separada, especializada en celebrar la vida, en el plano de la fiesta y quizá de la religión, (c) Tubal(-Caí­n) es el padre de los forjadores de metales (hierro y bronce), que sirven también para fines pací­ficos pero que se emplean de un modo especial para la guerra. Así­ aparece la complejidad de la cultura, que ha brotado del primer asesinato. Hay en esta división (ciudad y pastores, músicos y metalúrgicos…) algo que es hermoso, como un abanico de vida; pero, al mismo tiempo, todo ese despliegue aparece como peligroso y fatí­dico. Las nuevas formas de vida cultural no nacen como signo de gratuidad, sino que derivan del deseo de violencia, como indica el canto de Lamec* (Gn 4,23-24), el padre de las tres nuevas formas culturales, vinculadas al dominio del hombre sobre las mujeres (y a la lucha de los hombres por mujeres). Esas culturas implican un sometimiento femenino, que se expresa por la poligamia impuesta, pues el matrimonio ya no se concibe como diálogo entre un varón y una mujer, sino como imposición y dominio de un varón sobre varias, a las que sujeta y defiende con su ley de venganza. Surge así­ el orden patriarcal, entendido como poder del varón sobre las mujeres, del padre sobre los hijos. La ley ratifica el talión de venganza de los fuertes; la ciudad (o Estado) sirve para organizar la violencia, igual que el matrimonio. No hay posibles evasiones, ni en lí­nea contracultural (pastores), ni artí­stica (músicos, literatos…), ni técnica (herreros…). Todo lo que el hombre construye es expresión de su violencia, en un mundo donde él vive por gracia (porque Caí­n fue perdonado).

Cf. V. H. MATTHEWS y D. E. BENJAMíN, Paralelos del Antiguo Testamento. Leyes y relatos del Antiguo Oriente Bí­blico, Sal Terrae, Santander 2004; J. B. PRITCHARD (ed.), La Sabidurí­a del Antiguo Testamento, Garriga, Barcelona 1966, edición reducida de ANET: Ancient Near Eastem Texts Relating to the Oí­d Testament, University of Princeton NJ 1950; M. QUESNEL y Ph. GRUSON (eds.), La Biblia y su cidtura I. Antiguo Testamento, Sal Terrae, Santander 2002.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

¿Qué es la cultura? Ante todo es un conjunto de tradiciones, de modos de hablar y de pensar, de situaciones ambientales y sociales, en las que vivimos. Aprendiendo y asimilando estas cosas, llegamos a pertenecer consciente y activamente a nuestra sociedad, nos «socializamos». Pero, para llegar a esto, la cultura no tiene que pasar por encima de las personas. Más bien tiene que estimular su inteligencia y respetar y promover su libertad. La cultura tiene que tender a formar personas capaces de pensar por sí­ mismas. Una cultura auténtica no uniforma a las personas dentro de la sociedad sino que ayuda a cada uno a insertarse en ella con sus propios recursos originales, para que seamos capaces de criticar, mejorar y hacer progresar a la cultura y a la misma sociedad. Esta forma dinámica y creativa de entender la cultura deberí­a caracterizar a todas y cada una de las relaciones de la sociedad con las personas concretas. Sin embargo, creo que el lugar más adecuado en el que esto se produce deberí­a ser precisamente la escuela. En la escuela, el alumno aprende la cultura y se instruye. Mediante los conocimientos, es decir, mediante el aprendizaje razonado y crí­tico de los hechos que componen su cultura, al alumno se le ayuda progresivamente a comprender el significado de los acontecimientos y, por tanto, recibe una luz preciosa para cultivar su inteligencia y orientar su libertad, a fin de que pueda tomar decisiones libres y creativas incluso en situaciones de cambio y de transición cultural.

Carlo Marí­a Martini, Diccionario Espiritual, PPC, Madrid, 1997

Fuente: Diccionario Espiritual

El concilio Vaticano II ha señalado un giro real de la Iglesia en lo que se refiere a la cultura. Durante siglos se pudo verificar una clara división entre la cultura y la Iglesia, marcada por mutuas incomprensiones y sospechas.

Después de la gran sí­ntesis medieval, que habí­a visto la presencia de los valores cristianos encarnados plenamente en la vida personal y social, estableciéndose una ósmosis equilibrada entre el Evangelio y la cultura, los siglos posteriores no fueron capaces de conservar este patrimonio. La cultura cristianamente inspirada se fue interpretando progresivamente como conservadora, y no como garantí­a del progreso cientí­fico, al que se asignó el único encargo de producir cultura. La separación entre el Evangelio y la cultura, que Pablo VI definí­a como uno de los dramas de nuestra época (Evangelii nuntiandi, 20), tiene que superarse para trazar a la humanidad un camino rico en esperanza por un futuro mejor.

No es simple definir la cultura, porque su definición supone va una inserción dentro de una expresión cultural particular. En el horizonte teológico se piensa en la cultura a la luz de la descripción dada por el concilio Vaticano II en la Constitución Gaudium et spes, es decir: «todo aquello con que el hombre afina o desarrolla las diversas facultades de su espí­ritu y de su cuerpo, pretende someter a su dominio, con el conocimiento y el trabajo, incluso el orbe de la tierra; logra hacer más humana, mediante el progreso de costumbres e instituciones, la vida social, tanto en lo familiar como en todo el mecanismo civil; y, finalmente, consigue expresar, comunicar y conservar profundas experiencias y ambiciones espirituales en sus obras a lo largo de los tiempos, que puedan servir al beneficio de los demás, mejor dicho, de todo el género humano» (GS 53).

La cultura, en esta acepción, se con vierte en sinónimo de civilización y consiste en alcanzar formas de vida que sean cada vez más personales. En la descripción del Vaticano II se advierte que el concepto de cultura no puede limitarse sólo a la esfera de aumento material de los recursos de la humanidad, sino que comporta prioritariamente un progreso real de formas de existencia marcadas por el bien común y por los principios éticos fundamentales. Mediante la cultura, todos participan del progreso de la historia y de la sociedad, ya que imprime con su trabajo personal y con la explicitación de sus dotes espirituales y humanas una orientación que engendra desarrollo.

La cultura se conjuga con diversos aspectos de la fe cristiana: en primer lugar, con la fe misma, que es por su naturaleza una praxis de vida, que repercute en la vida de los individuos y de las comunidades, determinando su sentido; y en segundo lugar con la teologí­a, ya que permite la relación con los diversos sistemas filosóficos, fruto de la reflexión de la época que han marcado a las diversas ideologí­as y con las cuales se han ido relacionando diversamente las sociedades. La fe quiere participar en la dinámica de la cultura, introduciendo en ella los principios fundamentales que constituven un humanismo verdadero y global; por eso mismo se hablará de inculturación del Evangelio. Por su parte, la fe recibe de las diversas culturas los actos reales mediante los cuales alcanza un conocimiento cada vez más profundo de la humanidad, de sus exigencias y de sus orientaciones; al mismo tiempo, se le ofrecen las provocaciones y los instrumentos capaces de comunicar plenamente al hombre de todas las épocas y de diversas culturas el verdadero sentido del Evangelio.

Puesto que las culturas están fuerte mente marcadas por la técnica y por el progreso cientí­fico, la fe, por su parte, no deberá fallar en el momento de indicar el sentido más amplio del verdadero progreso, que no puede limitarse solamente a las formas inmanentistas. De todas formas, un principio fundamental que el concilio ha confiado a los creyentes de hoy es el de la autonomí­a de la ciencia y de la cultura, entendiendo por autonomí­a no el desinterés mutuo sino el reconocimiento de la complementariedad y de la diferencia de las metodologí­as que cada uno tiene que producir según sus propias competencias. De todas formas, la cultura y la fe, cuando tienden al fin último Y verdadero del hombre, no pueden éntrar en conflicto; tienen que reconocerse mutuamente al menos sobre la base de esta aspiración común, que los pone al servicio del auténtico progreso duradero de la humanidad.

R. Fisichella

Bibl.: R. Maurer, Cultura, en CFF 1, 465 476; E. Chiavacci, Cultura, en DTI,’ 11, 230240; R. Benedict, El hombre y la cultura, Madrid 1971; B. Caballero, Bases de la nueva evangelización, San Pablo, Madrid 1993; P Poupard, Iglesia y culturas, EDICEP, Valencia 1988; H. Cahier, Diccionario de la cultura, Verbo Divino. Estella 1994.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

I. Definición
La palabra c. viene del latí­n colere (= cultivar, cuidar, ennoblecer o mejorar), que se emplea exclusivamente en procesos de la naturaleza. En sentido traslaticio, el término c. significa una determinada manera de ser del mundo circundante que el hombre ha cambiado y configurado, y a la vez designa la correspondiente conducta activa del hombre que conduce a este cambio y configuración. En los paí­ses de lengua alemana se suele distinguir entre c. y civilización; y se entiende por civilización el campo cultural configurado por la técnica, que está al servicio de las necesidades externas de la vida y de los fines utilitarios. En este sentido, se entiende por civilización, encontraste con la c. originariamente creadora, una constitución de la sociedad determinada preferentemente por una actitud racional de cara a un conjunto de fines. Esta concepción no es compartida por los pueblos románicos o latinos, que ven precisamente en la civilización el núcleo de toda c.; según ellos la civilización es un conjunto de fenómenos sociales de forma variable. Este conjunto ostenta carácter religioso, moral, estético, técnico o cientí­fico y es propio de todos los grupos de la sociedad humana. Por eso se habla de las civilizaciones o culturas más distintas, histórica o geográficamente limitadas; y consiguientemente aquí­ el concepto de civilización coincide con el de cultura. Aquél pone más de relieve el aspecto subjetivo, éste el objetivo. Como la c. no existe bajo la forma de un estado del mundo, de los individuos o de la sociedad humana perfecto en todos los aspectos, sino únicamente bajo formas relativamente limitadas, sólo puede hablarse de una cultura históricamente dada o que acontece históricamente.

Esta manera de encontrarse el hombre con el mundo para crear una c, lo distingue del animal, que vive estrechamente ligado a su medio y en virtud de sus instintos permanece prisionero . dentro de un espacio de juego de su mundo firmamente perfilado, cuyos lí­mites no puede nunca rebasar. El hombre, inseguro en sus instintos a diferencia del animal, puede, por estar dotado de razón, traspasar el horizonte de su mundo natural, aun cuando de hecho esté también ligado a los lí­mites de este mundo y permanezca prisionero de su finitud. Esta posibilidad metafí­sica, caracterizada como trascendencia, del pensamiento y de la voluntad humanos, que en principio no tienen lí­mites, culmina en la libertad del hombre, la cual es el resorte secreto de toda creación cultural. La solicitud por el bienestar corporal, por el alojamiento, por una buena convivencia y una configuración del ambiente digna de la naturaleza humana, empuja al hombre a salir de la ordenación meramente finalista de este mundo e imprimirle su aspiración hacia lo infinito, su inquietud que lo atormenta y hace a la vez feliz, la cual se explica por la insuficiencia de sus experiencias finitas; con lo cual el mundo cultural se convierte en un espejo de toda la vida del hombre. La c. aparece así­ como un destello de esta aspiración superior del hombre en sus obras y en su propia creación.

II. Aspectos de la cultura
La c. tiene un aspecto llamado objetivo, en el sentido de una obra lograda que procede de la creación humana y que los hombres encuentran en medio de la historia como algo objetivamente configurado. Pero, como quiera que la c. en este sentido objetivo sólo puede resultar eficazmente viva en relación con el hombre, el aspecto subjetivo de la c. como tal jamás puede aislarse del aspecto objetivo, bien sea en cuanto acto creador, bien en cuanto acto de continuación y recepción. Ambos aspectos pertenecen a la cultura viva. La formación como c, subjetiva no es posible sin la presencia histórica de los valores formativos o de los bienes objetivos de la c. Ni la c. objetiva como suma de los valores culturales, ni la c. subjetiva como formación de individuos o grupos es algo que descanse en sí­ mismo o que exista para sí­ mismo. Ambos aspectos de la c. están insertos en la corriente de tradiciones históricas (-> tradición), cuya vida y muerte dependen del logro o fracaso en esta relación recí­proca entre c. objetiva y subjetiva. También los usos y costumbres son factores de la creación de la c., y su tendencia ascendente o descendente puede medirse por la altura de una c. determinada, a condición, sin embargo, de que se tenga presente la viveza de la mentada relación reciproca. Porque es innegable que hay fenómenos de decadencia moral dentro de c. objetivamente altas, que no son ya, sin embargo, subjetivamente realizadas.

El crecimiento y progreso de la c. humana tiene sus limites en la condición histórica de la vida del hombre. La meta infinita de la aspiración humana siempre se manifiesta solamente en una situación histórica, cuyas posibilidades culturales son limitadas en todo momento. Cada generación se comporta frente al conjunto de la tradición cultural de tal manera que realiza una selección de lo transmitido. Esta selección se hace por regla general polémicamente. En efecto, una generación empieza por rechazar lo que la generación precedente tení­a por valioso, pues partiendo de su nueva posición descubre posibilidades que todaví­a no ha dominado, y sólo despliega sus fuerzas para la ulterior evolución si excluye u olvida lo anterior (–> revolución). Por este curso de la evolución cultural podemos comprender que a lo largo de los siglos se den repeticiones y que el curso de la c. no sea ni mucho menos rectilí­neamente progresivo (–> renacimiento, restauración).

La c. es por su naturaleza un fenómeno social, aun cuando su actualización sólo sea posible a través del individuo, a través del encuentro espiritual con el otro. Naturalmente este encuentro supone ya un mundo cultural objetivo, que se halla en las más varias tradiciones, p. ej., un lenguaje ya muy desarrollado, en general un medio cultural objetivo, cierto estado de c. humana de carácter personal y objetivo. Este proceso histórico de encuentro cultural se pone siempre en movimiento por iniciativa de individuos, que constituyen una minorí­a selecta y crean un espacio espiritual, dentro del cual se entusiasman una y otra vez otros individuos y dentro del cual los pueblos hallan su patria espiritual. El que una minorí­a selecta logre actuar su aspiración, supone que su mundo circundante le deja el espacio que necesita para asegurar la duración y consistencia de la cultura.

La solidaridad, llena a la vez de tensiones, entre c. y poder hace comprensible que todos los guí­as polí­ticos hayan intentado una y otra vez lograr la unidad cultural de sus pueblos o de los pueblos en general, imponiéndola incluso por la fuerza. Más o menos todas las guerras fueron llevadas a cabo como cruzadas culturales contra la «barbarie». Pero precisamente el intento de imponer la c. por la mera fuerza aparece como una contradicción interna con la esencia de la c., pues ésta, a pesar de la disposición y del esfuerzo espirituales que exige, propiamente no puede imponerse. La c. necesita un espacio de libertad espiritual, que el Estado tiene el deber fundamental de conceder y mantener; y sólo dentro de ese espacio el eros espiritual es capaz de acción igualmente espiritual. Si se toma la c. como expresión de la vida espiritual de un pueblo, se ve en seguida que en la c. siempre se refleja solamente un estado relativo de este movimiento, y esto tanto bajo el aspecto objetivo – en el caudal fijo de determinados bienes culturales-, como bajo el aspecto subjetivo, en el grado de vitalidad del respectivo estado de formación de un pueblo. Sin la correspondencia viva de ambos elementos una c. amenaza con caer o morir, como a la inversa el mantenimiento de la altura de una determinada c. y sobre todo su crecimiento van de la mano con la formación de un pueblo. El individuo encuentra este proceso bajo la forma de tradiciones, por las que se siente llamado a tomar él mismo posición con relación a los bienes culturales, apropiándoselos personalmente. Según la amplitud y la densidad de esta apropiación el hombre conocerá y podrá interpretar la historia de sus antepasados. La historia como conocimiento del propio pasado y la c. están en una relación recí­proca.

La llamada c. objetiva, tal como se expresa en las distintas tradiciones históricas, suele cristalizar institucionalmente. Es como el lecho fluvial que se ha formado la corriente viva de la c. en una fluencia secular. Pero así­ como el lecho sólo tiene sentido juntamente con la corriente viva, igualmente la c. institucionalizada sólo lo tiene junto con la corriente viva de los sujetos culturales que crean libremente. La c. no es solamente obra de la inteligencia y de la voluntad, sino que lleva también originariamente la marca de otros impulsos de naturaleza totalmente distinta, como el –> juego. El juego no es sólo un asunto de la edad infantil, sino que permanece el alma de todo crear consciente, en la ciencia, en la técnica y sobre todo en el arte, en la filosofí­a y en la religión. Donde sólo impera la finalidad como parece acontecer cada vez más en la actual forma de vida racionalizada, allí­ se le quita a la voluntad literalmente el espacio de juego, y ‘también, por ese mismo hecho, se sustrae toda posibilidad al elemento creador que es esencial a la cultura.

Con ello queda también expresado que la c. sólo tiene lugar donde existe todaví­a el ocio. Aquí­ hay que entender por ocio, a diferencia del mero tiempo libre, el acto de aquella libertad interior que debe cultivar y mantener en sí­ mismo el hombre para que sus aspiraciones no queden subyugadas por los fines inmediatos, y él mantenga libre su mirada para lo que está por encima del provecho inmediato y del éxito práctico. Este ocio es el fruto del recogimiento del espí­ritu, es el espacio interior de la libertad, que permanece cerrado e ineficaz siempre que el hombre se deja arrastrar por las cosas inmediatas de la vida sin entrar nunca en sí­ mismo.

Este esfuerzo por mantener los presupuestos de la c. no puede ser cuestión únicamente del individuo, hoy tanto menos cuanto que el individuo, mirado exteriormente, está inserto en un «proceso» de creación, que tal vez aún le deja libertad exterior, pero lo incapacita cada vez más para hacer uso creador de esta libertad.

Así­ como el ocio está en relación esencial con la c., del mismo modo el –>culto religioso como forma de expresión de la comunidad está en la cuna de toda evolución cultural. Ya muy tempranamente se encuentran a este propósito testimonios en la historia de la humanidad. Es de notar en la referencia espiritual entre culto y c. que, aun en las formas de expresión del hombre con fuerza creadora, que ponen de manifiesto su condición de criatura respecto del creador, entran en juego muchas más cosas que meras fuerzas racionales. Aquí­ tropezamos con el poder simbólico de la creación y convivencia humanas, que son tan decisivas, más allá de lo actual, no sólo para el mundo del arte, sino también para el mundo de los usos y costumbres. La fuente de estas formas de intuición sensible está en la libertad del hombre, que es imagen de la libertad creadora de Dios.

Así­, no puede caber duda de que en la religión, en que el hombre se pone a disposición de Dios, se encuentra uno de los hontanares más esenciales de la cultura. La afirmación de que la religión y la c. se obstaculizan, se debe a una falsa concepción de ambas. El hombre que en su actitud religiosa deja puesto en su vida sobre todo para Dios, el que consiguientemente se esfuerza por mantener la actitud de libertad, con ello también deja puesto para la configuración espiritual de su mundo y posibilita así­ el libre encuentro, no sólo de los mundos culturales, sino también de los hombres y de los pueblos. La religión, eso sí­, desemnascara una determinada representación de la c., a saber, la idea de que la recta referencia del hombre a la c. radica para él en consumir la mayor suma posible de bienes culturales, idea a la que hoy dí­a fácilmente le induce la técnica, pues ésta ofrece sin dificultad al hombre actual un número inmenso de tales bienes. Mas lo decisivo para la vida efectiva de una c. es, no la suma existente de valores culturales objetivos, por muy altos que sean estos valores, sino lo que el hombre hace con ellos para sí­ mismo y para sus semejantes.

III. Unidad y variedad de las culturas
Hoy dí­a se habla mucho de la necesidad del encuentro de las culturas en interés de la pací­fica comunidad de los pueblos. No raras veces, detrás de esta intención de suyo buena, se esconde la ilusión o la secreta ambición de unir o forzar a la humanidad bajo el signo de una c. mundial. Esta aspiración se basa en la idea errónea de que la c. puede hacerse u organizarse, idea que puede despertar en el polí­tico la tentación de clasificar y subordinar a los hombres según un esquema disponible. La unidad y la paz de los pueblos en el sentido de la c. suponen, empero, precisamente la conservación de la variedad y diversidad de los mundos espirituales. La unidad y la libertad se cumplen cuando cada pueblo se esfuerza por respetar y entender la diversidad del otro. Esta necesidad de respetar la riqueza creadora de lo individual en el espí­ritu de los pueblos y personas particulares es también ley de la propaganda cultural entre grupos particulares. No es lí­cito confundir el espacio de acción del poder en su lucha contra la incultura con el trabajo cultural propiamente dicho. Tampoco es lí­cito identificar la simplemente organización del trabajo cultural con este mismo. Por muy buena que sea la organización permanecerá infecunda en relación con la conservación y fomento de la c., si no está animada por el respeto a la auténtica libertad personal, que es el hontanar primero de la vida creadora.

En este contexto hay que hablar de la relación entre c. y técnica, tema en que deben considerarse dos puntos de vista. En cuanto la técnica ofrece al hombre un espacio mayor de libertad y quiere contribuir a la pací­fica convivencia entre los hombres, pasa ella misma a ser factor cultural. En este aspecto no se distingue de cualesquiera otras actuaciones humanas, que pueden estar informadas por la cultura. Pero la técnica en el sentido de una organización más racional de la comunicación humana puede también ser reclamada para el servicio de la transmisión de la c. En tal caso se forma frecuentemente la ilusión de que con ayuda de una difusión más rápida y perfeccionada de los bienes culturales, se le presta a la c. misma el máximo servicio. Se trata de un sofisma tanto más peligroso cuanto que parejo procedimiento puede cabalmente tener efecto destructor de la c. misma. Sólo cuando se hace a la vez algo en favor de la disposición y apertura originarias de los hombres para los auténticos valores culturales, puede ayudar algo al hombre la transmisión técnica de estos valores. Si no se ha creado este presupuesto, daña más que aprovecha inundar sectores enteros del pueblo con valores culturales objetivos. Pero precisamente la creación del presupuesto correspondiente es la que menos puede lograrse técnicamente. Este misterioso proceso de maduración humana y de apertura cultural siempre se realiza tan sólo en el más í­ntimo espacio del encuentro humano. Si este espacio creador se destruye o se restringe, como acontece una y otra vez en todos los sistemas totalitarios, se ciega la fuente de toda creación y recepción cultural.

IV. Crisis culturales y sus razones
Tales procesos de crisis tienen frecuentemente lugar en la sucesión de pueblos o generaciones que, por razón de cambios y desplazamientos en el mundo de las experiencias í­ntimas, condicionados por trastornos polí­ticos o sociales, no llegan ya a entenderse; la imagen del mundo y del hombre hasta entonces vigente es puesta en tela de juicio, y la expectación de lo venidero se vuelve con apasionamiento a las ideas nuevas. Lo mismo acontece después de luchas violentas entre pueblos de diversas culturas. En este caso, o se logra una sí­ntesis entre lo viejo y lo nuevo, o la c. superior de un pueblo desplaza la del otro y entonces la c. que sale victoriosa no siempre es la del vencedor. También el encuentro entre religión y c. raras veces se realiza sin crisis.

La historia de la c., que versa sobre el curso histórico y las crisis de las distintas c., estudia las leyes del crecimiento y del cambio de las c. en las distintas formas sociales, y considera cada vez más el cambio de las estructuras sociales de los sujetos de la c. El hecho de que la libertad sea la fuente de toda c., significa históricamente que esta libertad sólo se torna concreta en el supuesto de que los hombres gocen de cierta medida de libertad polí­tica y económica. Originariamente sólo los ciudadanos libres eran sujetos de la c., mientras los esclavos estaban prácticamente excluidos de ella. La historia hace ver una y otra vez cómo los pueblos o las capas populares oprimidos y esclavizados se conquistan por las revoluciones derechos iguales a entrar también ellos activamente en la historia de la c.; cómo estos pueblos derriban sistemas polí­ticos o económicos porque están persuadidos de que ellos les cierran el camino de la libertad y, por ende, el de la c. En la era industrial y democrática (-> industrialismo) en que vivimos, se ha hecho ley universalmente reconocida que todos los valores culturales deben hacerse accesibles a todos, y que todos tienen teóricamente los mismos derechos polí­ticos y económicos. Pero este mundo organizado en forma igualitaria no puede conocer ni estimar el distinto grado de prestación, y menos todaví­a el orden espiritual de rangos en que deberí­a reflejarse la diferencia en el grado de libertad interior como fuente primera de toda c. En este hecho inextinguible de la diferencia de prestación y jerarquí­a espiritual se expresa el –> orden de la libertad, que debe ser mantenido, protegido y favorecido por el orden polí­tico y económico. Este orden interior de la libertad es cabalmente el alma de la cultura. Donde se viola este orden, estallan crisis.

La c. es un todo que no puede situarse como algo objetivo junto a otro o dividirse en sus partes. Así­ como la presencia del alma o de la vida en un organismo se reconoce por el hecho de que esta complicadí­sima estructura funciona armónicamente como un todo, así­ también la ausencia de cualquier función dentro del complejí­simo organismo total de la historia de la humanidad significa siempre un riesgo para la c.

La evolución de la c. se realiza en la .historia parte orgánicamente, parte por erupción revolucionaria, según la manera como se produce el encuentro entre los grupos humanos y entre los pueblos particulares. Aquí­ pueden distinguirse numerosos estadios, algunos de los cuales se aproximan a las etapas culturales primitivas, y otros a las llamadas culturas superiores. Nunca ha habido un estado puramente natural del hombre. Ya respecto de la primera fabricación de instrumentos por obra del hombre, se ve que en los estadios iniciales de la humanidad el espacio de juego del impulso creador del hombre va más allá de lo puramente utilitario. Todas las teorí­as culturales que pasan por alto este hecho fundamental, se pierden en especulaciones unilaterales y abandonan el terreno de la realidad. Para la relación entre Iglesia y c., cf. –> Iglesia y mundo.

Robert Scherer

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica