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Sacerdote que tiene «cuidado» (cura) de almas, por encargo de la autoridad competente. Vulgarmente tiene cierto sentido despectivo, usado por grupos o personajes anticlericales. Pero el concepto es evangélico y motivo de dignidad y compromiso dentro de la Iglesia.
No se debe confundir «cura» (el cuida las almas) con «presbítero» (el que ha recibido el sacramento del orden en el grado segundo) ni con «sacerdote» (el que ha recibido en general el orden sacerdotal).
Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006
Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa
El cura es la imagen actual del Señor Jesús, sacerdote, maestro y pastor bueno, que da la vida por su rebaño, que funda y edifica la Iglesia. Cristo resucitado se propone como sujeto de un diálogo de amor sobreabundante («Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?») precisamente para aquel al que llama y envía a apacentar el rebaño, imitando la disponibilidad del maestro hasta la entrega de la vida: «»Será otro quien te ceñirá y te conducirá a donde no quieras ir». Esto dijo para indicar con qué muerte iba a dar gloria a Dios». Hacer visible y eficaz para los hombres de hoy el amor pastoral y edificante de Cristo muerto y resucitado, mediante una edificación cada vez más profunda con su entrega incondicional de sí mismo por amor al Padre y a los hermanos: éste es, a la vez, el fin último y el sentido profundo de nuestra pobreza. Tal fue el estilo de la pobreza apostólica de Pablo: se trata de que «Cristo sea todo en todos». No estamos ante una afirmación teórica. El apóstol de las gentes tuvo experiencia de ello, una experiencia única, y abierta al mismo tiempo a todos aquellos que ya no retienen nada en sí ni para sí. Es el momento en que se deja crucificar con Cristo hasta exclamar: «Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí. Ahora, en mi vida mortal, vivo creyendo en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí». «Ya no vivo yo sino que es Cristo quien vive en mí»: es el colmo de la pobreza humana en la total expropiación de nuestro ser y de nuestro operar. Es el colmo de la riqueza y del sentido cristiano de la vida. Una vida entregada a Dios y a los hermanos en el amor. Sin cálculos ni miedos, sin reivindicaciones ni limitaciones, sin infidelidades ni compensaciones. Un amor gratuito y lleno de alegría, siempre nuevo y rebosante de vitalidad, atento y discreto, fuerte y delicado.
Carlo María Martini, Diccionario Espiritual, PPC, Madrid, 1997
Fuente: Diccionario Espiritual