ETERNO RETORNO
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Expresión debida Nietzsche que alude a la creencia antigua (hinduista primero y griega después) de que en la naturaleza y en el cosmos se repiten cíclicamente los procesos existentes y todo nace para desarrollarse, luchar por la vida y terminar por destruirse para volver a renacer y revivir sin jamás terminar. Nietszche lo emplea como sustitutorio de la idea de eternidad.
En los tiempos antiguos fue Heráclito el que mejor sistematizó esa teoría del regreso continuo, idea que también Platón comentó. En los tiempos medievales los árabes Averroes y Avicena fueron defensores de la continua regeneración del mundo.
La idea del eterno retorno, que hoy reaparece en diversas sectas pseudorreligiosas, es totalmente ajena al cristianismo que afirma la existencia de un plan divino temporal y hecho para criaturas contingentes. El hombre cristiano cree sólo en la vida que Dios la ha dado y sabe que, terminada ella, entra en la eternidad sin ningún regreso a la existencia.
Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006
Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa
(-> Eclesiastés, historia, tiempo). Los pueblos del entorno bíblico, y sobre todo las religiones de Oriente (de la India) parecen haber entendido al hombre como un ser que se encuentra inmerso en el eterno retorno de la vida, de manera que sus acciones carecen de identidad, pues todo vuelve a ser al fin lo mismo. En contra de eso, la Biblia supone que las acciones del hombre deciden su futuro, pues su más honda verdad no está fijada de antemano, sino que el hombre mismo ha de trazarla con sus decisiones. En un caso (religiones orientales) no se podría hablar de historia. En el segundo hay en cambio una historia de la salvación, de tal forma que el tiempo culmina en el futuro (mesianismo* israelita) o se centra ya en un momento del despliegue temporal de la humanidad (en Cristo). De todas maneras, esta distinción no puede tomarse como absoluta, pues también en las religiones de Oriente puede haber un lugar para la historia y en la Biblia hallamos también una experiencia muy significativa que está muy cerca de las visiones del eterno retorno. Nos referimos al Eclesiastés, que comienza así: «Generación va, y generación viene; mas la tierra siempre permanece. Sale el sol, y se pone el sol, y se apresura a volver al lugar de donde se levanta. El viento tira hacia el sur, y rodea al norte; va girando de continuo, y a sus giros vuelve el viento de nuevo. Los ríos todos van al mar, y el mar no se llena; al lugar de donde los ríos vinieron, allí vuelven para correr de nuevo» (Qoh 1,4-7). Van y vienen las generaciones (dor), mientras todo, simbolizado por la tierra (ha†™aretz), permanece indiferente, quieto. Se rompe así el esquema israelita que interpreta la vida como historia. Qohelet supone, al menos en un determinado momento, que el proceso de las generaciones carece de orden, de manera que no se dirige hacia ningún futuro: no hay esperanza de que llegue algo distinto para el hombre. Aquí no existe lugar para el amor. No puede hablarse de vocación personal, ni de llamada peculiar de los israelitas: ellos son como los otros; aguantan y sufren su dolor entre los giros de un mundo donde todo se repite. Es como si el Dios personal desapareciera. En su lugar viene a elevarse una naturaleza donde, girando todo sin cesar, todo permanece igual. Es como si hubiera dos niveles de realidad: uno de cambio incesante en lo externo; otro de quietud en lo profundo: gira el sol en círculos iguales de días y de años, de manera que todo cambia, pero todo se mantiene igual en medio del proceso, en gesto de eterna indiferencia. Giran los vientos sin cesar y nunca son lo mismo; pero en el fondo de sus giros, el tiempo del conjunto permanece siempre igual, indiferente a los deseos y problemas de los individuos. Giran los ríos: nace y muere sin cesar el agua; pero permanece idéntica a lo largo de sus largos giros. Sobre ese modelo ha entendido Qohelet nuestra vida. Somos río que no acaba en ningún mar, pues volvemos a nacer siempre de nuevo. Una experiencia cósmica parecida ha conducido a muchos griegos a postular la inmortalidad: hay algo en nosotros que desborda el nivel de los giros agobiantes de la tierra; somos alma supracósmica caída; podemos y debemos volver hacia la altura de Dios donde no existen ya más cambios. Una visión como ésta lleva a muchos orientales (hindúes y budistas) a postular una doctrina de reencarnaciones: giran nuestras vidas (nuestra propia realidad) con este mundo; así mueren y se vuelven a encarnar; pero ellas pueden liberarse al fin de esa cadena, de esa rueda, llegando al mar sin cambio y sin dolor que es lo divino. La solución que ofrecen esos griegos y orientales resulta lógica, pero Qohelet no la acepta y por eso sigue siendo paradójicamente israelita. Después de haber dicho lo que dice sigue confiando en un Dios personal que dirige la historia de los hombres.
Cf. M. ELIADE, El mito del eterno retomo, Alianza, Madrid 1968; J. ELLUL, La razón de ser. Meditación sobre el Eclesiastés, Herder, Barcelona 1989; P. ZAMORA, Fe, política y economía en Eclesiastés, Verbo Divino, Estella 2002.
PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007
Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra