EXTRANJEROS
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Bíblicamente son los que se presentan como ajenos al pueblo elegido. Se les considera como ajenos al plan de Dios y extraños a las misericordias de los elegidos. Hay dos formas de esa extranjería: Una es la de los adversarios que se presentan como enemigos del pueblo y de sus creencias religiosas. Se les designa con el término de «zar» o «sar», en griego «allofulos», y son considerados como verdaderos enemigos que conviene combatir y de los que hay que defenderse pues son gentiles, paganos y adversarios.
Y están los «forasteros» los «ger» o «töshab», que son los establecidos en Israel (Ex. 22.20; Deut. 14.29; Lev. 19.33; Num. 35. 15) y que merecen respeto y protección mientras son tales y que pueden terminar ingresando en la comunidad judía mediante la circuncisión (Num. 19. 10) y eran mirados como «prosélitos».
La idea de peregrinaje y la conmiseración con el que ha salido de su tierra y se halla como peregrino en tierra extraña estaba muy arraigada en Israel, sobre todo después de la Cautivad y bajo la conciencia que, desde el siglo V antes de Cristo, eran más los israelitas alejados de la Tierra prometida y del Templo consagrado que los que vivían en ella.
Esta idea y esta actitud bíblica se mantuvieron vivas a lo largo de la Historia. Incluso se incrementa en los tiempos modernos, en los que millones de «forasteros», emigrantes, peregrinos, transeúntes, desplazados, refugiados, desarraigados, pululan en la tierra y se amparan en la compasión de los creyentes para sobrevivir y adaptarse al mundo que les toca vivir
Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006
Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa
(-> excluidos, huérfanos, viudas). Extranjeros o gerirn son los que residen (gur) en la tierra israelita, pero sin formar parte de la institución sagrada de las tribus. No se han integrado en la estructura económico/social y religiosa del pueblo de la alianza. Pero tampoco son residentes en sentido estricto (zar o nokri), pues los residentes conservan el derecho del país del que provienen con sus propias estructuras sociales, fami liares, religiosas; por eso, aunque viven temporalmente en la tierra de Israel, apelan a su propia referencia jurídica y nacional. Por el contrario, los gerim o extranjeros en sentido estricto son aquellos que no tienen derechos: no han sido asumidos en la alianza de las tribus, sino que peregrinan sin protección jurídico-social, como hacían los patriarcas (cf. Gn 12,10; 20,1) o se encuentran sometidos como los israelitas en Egipto (cf. Gn 47,4; Ex 2,22). Ellos constituyen una categoría muy especial de personas y su integración o rechazo dentro de la estructura sociorreligiosa de Israel constituye uno de los temas más apasionantes de la historia bíblica, desde la entrada de los hebreos en Palestina hasta la culminación del proceso formativo del pueblo. Distinguimos en ese proceso dos momentos principales.
(1) Ayudar a los extranjeros. La exigencia de ayudar a los extranjeros aparece en algunas formulaciones básicas de la ley israelita, como en el dodecálogo* de Siquem: «Â¡Maldito quien defraude en su derecho al extranjero, al huérfano y a la viuda!» (Dt 27,19). La misma exigencia aparece en el Código* de la Alianza: «No oprimirás ni vejarás al extranjero porque extranjeros fuisteis en Egipto. No explotarás a la viuda y al huérfano, porque si ellos gritan a mí yo los escucharé» (Ex 22,20-23; cf. también Dt 16,11-12; 24,14-15). El fundamento de la ayuda a los extranjeros no es ningún tipo de ley general, sino el recuerdo y experiencia de opresión de los israelitas en Egipto (y en otros lugares).
(2) Amar a los extranjeros. Pues bien, recreando ese tema de la ayuda a los extranjeros y ampliando la exigencia de amor a los hermanos, que aparecía en Lv 19,18 (donde se dice amarás a tu prójimo [lere†™aka], es decir, al israelita), Dt 10,19 ha formulado una de las palabras más hondas del Antiguo Testamento: «Yahvé, vuestro Dios… es Dios grande, poderoso y terrible, no tiene acepción de personas, ni acepta soborno, hace justicia al huérfano y a la viuda y ama al extranjero (ger) para darle pan y vestido. Por eso, amaréis al extranjero, porque extranjeros (gerim) fuisteis en Egipto» (Dt 10,17-19). La Biblia sabe que Yahvé ha elegido y amado a los fieles de su pueblo (cf. Dt 10,15), en elección original de amor, que define y expresa la misma identidad de Dios. Pues bien, en ese mismo contexto, asumiendo y unl versalizando esa elección, el texto afirma que Dios ama a los extranjeros, es decir, a los hombres y mujeres que no forman parte del pueblo elegido, ni tienen una patria o un hogar donde defenderse y vivir protegidos. Lógicamente, los israelitas deberán amar también a los extranjeros. Esta exigencia de amar (es decir, de recibir en el espacio de vida y familia, de clan y de grupo religioso) a los extranjeros huérfanos y viudas, constituye una de las cumbres teológicas y sociales de la tradición israelita y de la humanidad. Recordemos que ha existido, junto a esa, otra tradición israelita que exige expulsar del pacto de Dios a los extranjeros (como destacan con toda claridad los libros de Esdras y Nehemías), una tendencia que ha venido a culminar en la Regla de la Comunidad de Qumrán, donde se pide amar a los que Dios ama (a los hijos de la luz) y odiar a los que odia (a los hijos de las tinieblas) (cf. 1QS 1,9-10). Pues bien, Dt 10,17-19 invierte esa tendencia de separación y afirma que es preciso amar al extranjero, de manera que ante Dios y desde Dios cesa ya la diferencia entre ciudadano y extraño, entre amigo y enemigo. Así lo ha dicho la más honda palabra del Deuteronomio, abriendo un camino de universalidad que Jesús tomará como punto de partida de su mensaje: «Habéis oído que se dijo amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo; pero yo os digo: amad a vuestros enemigos…» (Mt 5,43). Frente al principio de exclusión, que expulsa a los más débiles (huérfanos, viudas, extranjeros), haciéndoles esclavos del sistema, se expresa en Dt 10,19 el principio de inclusión afectiva y social, que culmina allí donde los israelitas reciben e integran en la familia israelita a los extranjeros, huérfanos y viudas. Allí donde Israel asume esta exigencia de amar a los distintos y extranjeros culmina la revelación bíblica y se puede hablar de un Dios que, siendo trascendente y fuente de amor, es todo en todos (cf. 1 Cor 15,28).
Cf. M. G. Brett (ed.), Ethnicity and the Bible. Biblical Interpretation Series, Brill, Leiden 1996; J. D. Cohén, The Beginnings of Jewishness. Boundaries, Varieties, Uncertainties, University of California, Los Angeles 1999; P. E. Dion, Universalismo religioso en Israel, Verbo Divino, Estella 1975; M. Smith, Palestinian Parties and Politics that Shaped the Oíd Testament, Columbia University Press, Nueva York 1971.
PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007
Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra
A menudo nuestras ciudades presentan un rostro cansado, manifiestan el malestar de una convivencia desordenada, la opresión de una creciente degradación ambiental, el hastío por las cuestiones políticas, la falta de interés por la vida; todo esto afecta, sobre todo, a los enfermos, a los débiles, a los ancianos. Existe también una especie de saturación frente a un «exceso» de propuestas, de evasiones, de diversiones. Ante todos estos problemas, la colectividad y los individuos tienden a encerrarse en sí mismos, descargando tal vez sobre el «distinto», sobre el extranjero, la irritación, la insatisfacción por una realidad que no consiguen afrontar. Sin embargo, los extranjeros que invaden nuestras ciudades son un precioso signo de los tiempos, que nos sacude y nos cuestiona. No son una presencia fastidiosa e inoportuna, y mucho menos la causa de una decadencia que nos prepara un futuro amenazador. En definitiva, no son una mal dición: representan una chance, que influye también en la renovación de nuestra vida. A nosotros nos toca elegir si esta invasión será pacífica o conflictiva, si nuestra incompetencia o nuestra falta de tolerancia desencadenará una intolerancia social, política o religiosa, aún más terrible. A nosotros nos toca decidir si queremos que un trabajo de generaciones —el patrimonio cultural y moral de nuestra tradición occidental— se convierta en objeto de rapiña y destrucción, o si queremos preparar, en la generosidad y en la acogida, un camino de solidaridad con el pobre y el distinto, hacia un futuro común. A nosotros nos corresponde, en la gracia del Espíritu Santo, hacer que la utopía de las naciones que se juntan en el valle de Josafat acompañe la realización de la nueva Jerusalén.
Carlo María Martini, Diccionario Espiritual, PPC, Madrid, 1997
Fuente: Diccionario Espiritual