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LECTURA ESPIRITUAL

LECTURA ESPIRITUAL

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Práctica ascética y catequí­stica, consistente en leer libros piadosos que animan a la práctica del bien: vidas de santos, comentarios bí­blicos, temas morales, etc.

En la tradición cristiana, la lectura espiritual se consideró desde los Padres y monjes antiguos una fuente de formación cristiana y base para llegar a una vida de oración suficiente. No era patrimonio de los religiosos y predicadores, sino de todos los cristianos que sabí­an leer que, por cierto, en los tiempos antiguos no eran muchos.

De hecho constituye un instrumento valioso, sobre todo cuando se trata con jóvenes y adultos cultos, que son capaces de reflexión y asimilación personal.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

(v. Lectio divina, Palabra de Dios)

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

El término » lectura espiritual » puede ser sinónimo de lectio divina y significar entonces la lectura de la Escritura en orden a la oración y a la edificación, tal como se propone generalmente en el programa de una vida espiritual comprometida para los sacerdotes, los religiosos y los laicos, Puede indicar bien sea el conjunto de la lectio divina, bien la dedicación al primero de los peldaños de la escala propuesta por el cartujo Guido 11. Sin embargo, a partir de la Edad Media y más concretamente a partir de la devotio moderna y de la espiritualidad postridentina, este término, acuñado explí­citamente en la escuela jesuí­tica, indica la lectura de las obras espirituales en general, desde la Escritura hasta los Padres y los autores de segura espiritualidad. La calificación de » espiritual » puede indicar diversas funciones y actitudes. Se trata de una lectura hecha en el Espí­ritu, como actividad espiritual y en provecho del alma, o bien de una lectura que tiene como materia libros espirituales de autores espirituales bien conocidos. J. ílvarez de Paz, (siglo XVI), la define en estos términos: «Se la llama lectura espiritual cuando por medio de ella leemos los libros mí­sticos y los tratados espirituales, en los que no sólo buscamos el conocimiento de las cosas espirituales, sino que de manera especial intentamos alcanzar su gusto y su afecto». En esta tí­pica descripción se encuentra, bien sea la actitud de buscar el gusto y el afecto, o bien la materia especí­fica de la lectura, que son los libros mí­sticos y los tratados espirituales. El jesuita italiano Julio Negroni (siglo XVIl) fue el primero que escribió un tratado expreso sobre la importancia de este ejercicio, especialmente para los religiosos.

A partir de la época moderna, se propone la lectura espiritual en las Reglas de los Institutos y se aconseja en la dirección espiritual como uno de los recursos clásicos para mantener y enriquecer la vida espiritual, » va que el alimento espiritual de la lectura es tan necesario para el alma como el alimento material para el cuerpo» (santa Teresa de Jesús).

A menudo se sugieren en los tratados de vida espiritual los libros que hay que evitar y se proponen algunas obras clásicas que han alimentado a muchas generaciones. Entre los libros espirituales que se han ido proponiendo para la lectura destacan, además de la sagrada Escritura, algunos escritos de los Padres de la Iglesia más divulgados, como las Confesiones de san Agustí­n, las vidas de los mártires y los santos recogidas en el Flos sanctorum o en la Legenda aurea de Santiago de Varazze, la Imitación de Cristo de Tomás de Kempis, algunas vidas de Cristo que obtuvieron particular difusión, como la Vida de Cristo de Ludolfo de Sajonia, y posteriormente los autores clásicos que se impusieron en los siglos siguientes como maestros de la espiritualidad cristiana.

Actualmente la lectura espiritual se aconseja con una mayor apertura de horizontes. En primer-lugar, se piensa en la lectura personal de la Escritura, sirviéndose de buenos comentarios exegéticos y espirituales, siguiendo el ritmo de la lectura bí­blica que la Iglesia realiza en la liturgia. Hoy son más accesibles las obras de los Padres de la Iglesia y los autores de la gran tradición espiritual oriental, cuyas obras están recogidas en la Filocalia. Es de gran provecho la lectura de los clásicos de la espiritualidad cristiana de la Edad Media y de la época moderna, que han adoctrinado con sus obras a muchas generaciones de cristianos. Hoy están también de moda algunos autores contemporáneos que unen a la profundidad bí­blica y teológica el sentido espiritual, la modernidad del discurso y del lenguaje. Es de gran importancia la lectura de las biografí­as de los santos, accesibles actualmente en obras de probidad cientí­fica y valor literario. Son aconsejables las autobiografí­as de algunos santos y santas, los textos y las obras de los mí­sticos, por la capacidad particular que tienen de atestiguar con su experiencia la vida cristiana.

Los autores espirituales ofrecen algunos consejos para una lectura espiritual fructuosa. A menudo, la elección apropiada de un libro depende del director espiritual, que puede recomendar la lectura más adecuada al estado de ánimo y a la necesidad de la persona. Pero no se trata sólo de la elección del libro. La lectura espiritual requiere asiduidad y empeño; como ejercicio espiritual, exige devoción y recogimiento. Hay que evitar la dispersión y la curiosidad, que son un impedimento para el provecho espiritual. A menudo se trata de hacer una lectura meditada que lleve a la oración, siempre que la persona se sienta movida por lo que lee para entablar un coloquio con Dios.

La Iglesia ofrece también una variada selección de trozos de la gran tradición de Oriente y Occidente en la selección de los autores y de los textos que se ha hecho en el oficio de las lecturas. En esta propuesta se pone de relieve el ví­nculo que tiene que existir entre la lectura de la Escritura y la lectura de los Padres y autores espirituales.

En efecto, de la lectura espiritual vale lo que afirma la Iglesia: «Mediante el trato asiduo con los documentos que presenta la Tradición universal de la Iglesia, los lectores son llevados a una meditación más plena de la sagrada Escritura y a un amor más suave y vivo de la misma. Porque los escritos de los santos Padres son testigos preclaros de aquella meditación de la Palabra de Dios prolongada a lo largo de los siglos, mediante la cual la Esposa del Verbo encarnado, es decir, la Iglesia, » que tiene consigo el pensamiento y el espí­ritu de su Dios y Esposo» (san Bernardo), se afana por conseguir una inteligencia cada vez más profunda de las sagradas Escrituras… Además, les hace accesibles las inestimables riquezas espirituales que constituyen el egregio patrimonio de la Iglesia y – que a la vez son el fundamento de la vida espiritual y el alimento ubérrimo de la piedad» (Elementos de la liturgia de las Horas, nn. 164-165).
J Castellano

Bibl.: E. Ancilli, Lectura espiritual, en DE, 11. 471-472; J Sudbreck, Lectura espiritual, , AA. VV , Lectura espiritual en SM, 1V 214-217. Lectura cristiana y vida espiritual, en Revista de espiritualidad 31 (1972). número monográfico sobre el tema

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

El acontecimiento de la pasión constituye el punto central y fontal de la tradición evangélica, tanto en relación con la experiencia personal de Jesús como con la de los cristianos. No se trata, evidentemente, de canonizar el dolorismo como ideal de vida, sino del hecho de que la pasión, como parte integrante del misterio pascual de Cristo (muerte y resurrección) es la suprema revelación y comunicación del amor salví­fico de bios (Rom 5,8; Gál 2,20; Jn 3,16; 5,12-13; 1 Jn 4,9-10; Ap 1,5-6). En esta perspectiva el evangelio de Marcos, como prototipo del género literario evangélico, fue definido justamente como «un relato de la pasión, dotado de una detallada introducción » (M. Kahler). Efectivamente, el relato de la pasión en los evangelios, a pesar de que parece prevalecer el interés por los datos históricos que recoge, esconde profundas y eminentes intenciones teológicas. En- los lí­mites obligados de este artí­culo nos detendremos en la presentación de estas intenciones, dejando al margen los problemas de crí­tica histórica y literaria, que pueden fácilmente encontrarse expuestos en otros lugares.

1. La pasión, suprema realización de Cristo, Hijo del Padre y salvador de los hombres.- La pasión no sólo se narra, sino que fue anunciada de antemano varias veces por Jesús (Mc 8,31-33; 9,30-32; 10,32-34 y par.). Este hecho subraya que se trata del acontecimiento salví­fico central de la historia de la salvación, en cuanto que representa el momento culminante de la vida y de la obra mesiánica de Cristo, dato expresado por Juan con los motivos teológicos del momento de la muerte en la cruz como momento de su «exaltación» (Jn 3,14-15; S,ZS; 12,32-34) y del cumplimiento de su «hora» especí­fica, es decir, la hora en que él se realiza plenamente a sí­ mismo como «Hijo» del Padre y redentor de los hombres (Jn 7 30; S,20; 12,23.27, 13,1; 17 1).

a) Amor obediente incondicionado al Padre. Este dato aparece desde el principio del ciclo de la pasión, y marca de forma decidida la orientación de todo su desarrollo sucesivo. Juan lo enuncia al final de la cena: » Es preciso que el mundo sepa que yo amo al Padre y hago lo que el Padre me ha mandado. Levantaos, ¡vámonos de aquí­! » (Jn 14,31). Los sinópticos aluden a esta actitud interior de Jesús sobre todo con la oración de la agoní­a de Getsemaní­: » ¡Abba, Padre! Todo es posible para ti; ¡aparta de mí­ este cáliz! Pero que no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú» (Mc 14,36 y par.). La pasión resume en este aspecto lo que fue caracterí­stico de toda la existencia anterior de Jesús y lo lleva a su cima más alta (Jn 4,34; 5,30; 6,38; 17,4), por lo que la tradición cristiana primitiva leerá sintéticamente el significado de aquellas horas supremas de Jesús como la expresión principal de su obediencia al Padre (Rom 5,19; Flp 2,8; Heb 5,8; 10,5-10).

b) Amor solidario con y por los hombres. El horizonte de la voluntad del Padre para con el Hijo abarca también el destino de la humanidad: Jesús tuvo siempre conciencia de este hecho: «Yo no rechazaré nunca al que venga a mí­. Porque yo he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado. Y su voluntad es que yo no pierda a ninguno de los que él me ha dado» (Jn 6,37-39). Por eso la pasión es también el momento de su supremo amor solidario con y por los hombres. San Pablo lo subraya recordando el momento en que Cristo, con el gesto de la institución de la eucaristí­a, anticipa proféticamente en el cenáculo aquel ofrecimiento completo de sí­ mismo a los hombres, que habrí­a de realiza al dí­a siguiente en el plano efectivo en el Calvario: «Jesús, el Señor la noche en que iba a ser entregado, tomó pan y, después de dar gracias, lo partió y dijo: «Esto es mi cuerpo entregado por vosotros»» (1 Cor 1 1,23-14). Cristo, fiel hasta el fondo al proyecto del Padre sobre él, se entrega completamente a los hombres precisamente en el momento en que éstos, en la persona de Judas y de los dirigentes del pueblo escogido, lo rechazan definitivamente, Este mismo dato es el que resalta el gesto del lavatorio de los pies a los dí­scí­pulos al comienzo de la última cena (Jn 13,1-17): este gesto tiene la finalidad de indicar que todo lo que Cristo vive en las horas sucesivas constituye el acto decisivo por su parte de servir a los hombres, sus hermanos. Los evangelios habí­an recordado ya anteriormente que aquí­ es donde se resume todo el objetivo de su vida: «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su propia vida en rescate de – la muchedumbre» (Mc 10,45. Mt 20,2S). La función primordial de este servicio consistió precisamente en revelar a los hombres el amor del Padre (Jn 1,1 S) y ellos percibieron este misterio contemplando precisamente a Cristo crucificado : » En esto hemos reconocido el amor, en que él dio su vida por nosotros» (1 Jn 3,16), En el Crucificado vieron la plena manifestación del amor del Hijo unigénito: «Dios nos ha manifestado el amor que nos tiene enviando al mundo a su Hijo único, para que vivamos por él, El amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo para librarnos de nuestros pecados » (1 Jn 4,9-10). Por eso se ve la pasión como la expresión suprema del amor de Cristo a «los suyos»: «Era la ví­spera de la fiesta de la Pascua. Jesús sabí­a que le habí­a llegado la hora de dejar este mundo para ir al Padre, Y él, que habí­a amado a los suyos, que estaban en el mundo, llevó su amor hasta el fin » (Jn 13,1).

2. La experiencia de la pasión como dato especí­fico del seguimiento de Cristo’- La reciente exégesis ha subrayado en varias ocasiones la dimensión y la función catequética de los relatos de la pasión. En este sentido constituyen, cada uno desde diferentes ángulos, diversos intentos de la Iglesia primitiva por acercarse al misterio de la persona de Cristo. En efecto, es en la pasión donde Cristo hizo la revelación más plena de sí­ mismo. Pero ésta no fue una revelación estática, conceptual, puramente anagráfica de Cristo, sino que se desarrolló en un plano intensamente dinámico, y a que reveló a Jesús a través de la trama palpitante de cómo vivió su existencia como proyecto del Padre. Por tanto, su pasión fue leí­da y propuesta a los creyentes para que tuvieran un criterio seguro y cualificado con que saber orientar su vida en sentido «cristiano», es decir, viviendo su llamada a la fe como «seguimiento de Cristo».

Este seguimiento se condensa esencialmente en compartir hasta el fondo no sólo el proyecto de vida vivido por Jesús, sino también su destino. A este propósito es elocuente la condición esencial para el » seguimiento «… » Si alguien quiere venir detrás de mi, que se niegue a sí­ mismo, tome su cruz y me siga» (Mc S,34), en donde «tomar la propia cruz» evoca el momento en que el condenado a muerte cargaba sobre sus espaldas el patibulum para dirigirse al lugar de la ejecución. Por eso, seguir a Jesús significa estar dispuestos a morir, como él, si lo exige la fidelidad a la voluntad del Padre (Mc 14,36 y par.). Lucas precisa que esta disponibilidad debe ser la de » cada dí­a», sugiriendo que tiene que impregnar toda la vida del creyente. Esta conciencia se expresa claramente en la tradición sinóptica por el modo con que se dispone en ella el material catequético sobre el seguimiento. Sigue siempre a los tres anuncios de la pasión por parte de Jesús (Mc 8,31-33.34-38 y par.; 9,3032.33-37 y par.; 10,32-34.35-45 y par.).

La intención es palpable: se quiere dar a comprender de este modo que los verdaderos rasgos del seguimiento, con todo lo que éste implica, sólo pueden comprenderse a la luz del destino de Jesús, luz que es la única que nos presenta en toda su plenitud el verdadero rostro del maestro al que se desea seguir.

San Pablo ahonda en estas reflexiones con el principio de la imitación de Cristo, que lejos de identificarse con la reproducción de determinadas formas exteriores de comportamiento, supone más bien la asunción real de los sentimientos más especí­ficos de Jesús, de las orientaciones de fondo de su ánimo. Así­, al inculcar la caridad fraterna, apela al hecho primordial de la encarnación con todo lo que ésta supuso: el anonadamiento de Cristo que lo llevó a hacerse hombre y a vivir completamente para el Padre y para los hombres hasta la obediencia de la cruz (Flp 2,1-4.5-11; Ef 5,1-2). Vuelve a proponerse este mismo principio para el amor que perdona (Ef 4,32). Por lo demás, se trata de la lí­nea directiva propuesta por el mismo Jesús: no sólo exige que «nos amemos mutuamente», sino que amemos «como yo os he amado», especificando que él dio su vida por nosotros, sus amigos (Jn 15,1213). Sólo así­ es como no se reniega del Maestro, siguiéndolo sólo «de lejos», como hizo Pedro en la pasión (Mc 14,54 y par.); y al contrario, así­ es cómo uno «mora en él», sin equí­vocos (Jn 1,39), y cómo lleva la cruz «detrás de Jesús»,- de la misma manera que Simón de Cirene (Lc 23,26; cf 9,23; 14,27. Gál 2,20).
A. Dalbesio

Bibl.: x, Léon-Dufour Jesús y Pablo ante la muerte, Cristiandad, Madrid í­982; M. Gourgues, Jesús ante su pasión y su muerte, Verbo Divino, Estella 1987. H. Schurmann, ¿Cómo entendió y vivió Jesus su muerte?, Sí­gueme, Salamanca 1982; H, Cousin, Los textos evangélicos de la pasión, Verbo Divino. Estella 1981.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

1. Noción
a) La fe bí­blica va unida de la manera más í­ntima a la palabra escrita. Las experiencias divinas de la «primera» generación, de los primeros padres y los profetas, etc., se consignan por escrito, se desenvuelven meditativamente por el trato constante con la palabra escrita y son el núcleo de cristalización de toda la piedad ulterior. Papel semejante asume el NT (como también el AT por él transmitido) para la segunda y tercera generación de la cristiandad. El Señor es predicado en formulaciones kerygmáticas, litúrgicas y dogmáticas a quienes se encuentran con él por una mediación categorial (pero inmediatamente por la gracia personal pneumática); lo cual se hace de la manera más densa y con valor de norma por medio de la sagrada ->Escritura. Así­, el leer y oí­r la palabra auténtica, inspirada, pertenece a los actos fundamentales del cristianismo.

b) Cuanto más nos remontamos en la historia, con tanta mayor claridad se nos manifiesta la identidad de la «lectura de la ->Escritura» con la reflexión teológica y la realización viva de la fe (->espiritualidad III, ->liturgia. Ahora bien, como el testimonio – sustentado por el Espí­ritu – de la palabra de la Escritura es sólo un medio para la Palabra encarnada en un lenguaje humano cada vez más amplio, el encuentro con la Escritura se desarrolla en medio de una gran riqueza de formas: oí­r litúrgico y lectura meditativa; búsqueda existencial de lo que pide la palabra de Dios y exposición magistral; paráfrasis de la predicación y lucha por el texto auténtico; meditación detenida sobre la figura de Cristo y defensa apologética de su realidad. En este ámbito hay que situar la l.e. propiamente dicha.

c)La ruptura de esta unidad puede perseguirse históricamente con exactitud, y consiste en un aislamiento – que naturalmente nunca es absoluto – de la espiritualidad respecto de la Escritura. La disociación comienza con el florecimiento de una literatura piadosa de tratados (siglos v-vr en oriente y xrr-xnr en occidente) o la duplicación de la lectio en divina y scholastica (->exégesis espiritual), y acaba con prácticas y manifestaciones donde la Escritura ya no pertenece a la materia de la l.e. (cf. p. ej., O. ZIMMERMANN, Lehrbuch der Aszetik).

2. Reflexión teológica
a) No puede ponerse en duda que la lectura de la Escritura debe ser el prototipo normativo de la l.e. Desde este punto de vista, toda l.e. genuina puede entenderse como lectura «anónima» de la Escritura.

b) El centro de la l.e. de la Escritura es Cristo. En la referencia de la letra de la Escritura (incluso de la teologí­a de Pablo, de los sinópticos, etc.) al Verbo encarnado está el sentido de la palabra bí­blica. El no tomar en serio este «testificar al Señor» (cf. Mc 1, 1) es la razón de la esterilidad espiritual de muchas obras exegéticas.

c) El resto de la amplia literatura espiritual está fundada en el cristocentrismo de la Escritura. El «más» apetecido del Señor atestiguado, que desde luego sólo puede alcanzarse en el testimonio de la Escritura, impulsa a la fecundidad de una producción literaria que va más allá de la palabra bí­blica, aunque ésta sirva de norma. Esa producción puede calificarse muy diversamente. Son centrales en ella los testimonios del cristianismo vivido (culto a los ->santos, historia de los ->santos).

d) Desde el punto de vista de la variedad de la l.e. (->espiritualidad IV), debiera aparecer claro el papel de la tradición, de la comunidad, etc. Hemos de aludir también a la lección litúrgica (oí­da). Lo ideal serí­a la unión de acto comunitario y meditación privada, de kerygma y oración, de alabanza a Dios y penitencia, de oí­r y leer.

e) El oí­r y el leer, como modos (fundamentalmente) idénticos de encuentro, pero fenómenológicamente distintos entre sí­, pueden manifestar el fundamento de esta unidad: el oí­r (obediencia) abre a la exigencia de Dios; el leer (meditación) deja libre el propio mundo para el dato previo del mensaje cristiano.

3. Indicaciones prácticas
La práctica de la l.e. ha de juzgarse por la «sacramentalidad» de la palabra de la Escritura, que se continúa de modo análogo en la producción literaria posterior.

a) La l.e. es término medio entre formación y oración. Sólo una dinámica que tiende a la oración la hace l.e. únicamente hace verdadera l.e. aquel cuyo nivel de formación religiosa no está por debajo de su formación general en el aspecto humano y espiritual.

b) Con ello aparecen claramente tanto el deber como la libertad de la l.e. Desde nuestro amplio punto de partida teológico, y sólo dentro de esa amplitud de enfoque, difí­cilmente puede dudarse de que la l.e. es un deber. Pero es importante que tal obligación se cumpla con libertad interna frente a la oferta masiva de lecturas espirituales. Como criterio de selección podrí­a valer la alegrí­a espiritual o la afección interna por lo leí­do.

c) Las dificultades provienen mayormente de la esterilidad espiritual de no pocas obras bí­blicas, y también del deficiente nivel de formación del lector. Sin embargo, en tales dificultades puede también mostrarse el carácter de cruz de la vida cristiana.

En una buena l.e. ha de realizarse el proceso de actualización del evangelio, del kerygma. No debe, pues, sacrificarse la amplia oferta de l.e. a un biblicismo unilateral. Precisamente en la literatura espiritual ha de acreditarse la fecundidad (fundada en la inspiración) de la palabra bí­blica, que logra su actualidad en virtud de dicha literatura.

BIBLIOGRAFíA: 1. PARA UNA ORIENTACIí“N HISTí“RICA existen monografí­as sobre autores (por ejemplo H. Crouzel, Origóne et la «Connaissance mystique» [Brujas 1960]), sobre temas litúrgicos (por ejemplo MD) o sobre el desarrollo de la espiritualidad (por ejemplo J. Leclercq- F. Vandenbroucke – L. Bouyer, La spiritualité au moyen áge [P 1961]). – 2. BIBLIOORAPí­A ESPECIALIZADA: D. Gorce, La Lectio Divina. I. Jérí“me et la lecture sacrée dans le milieu ascétique romain (P 1925); M. van Assche, «Divinae vacare lectioni»: SE 1 (1948) 13-34; F. Vandenbroucke, Sur la lecture chrétienne du Psautier au V° siécle: SE 5 (1953) 5-26; Los monjes y los estudios (Poblet 1963) (vol. colectivo); J. Leclercq, Wissenschaft und Gottverlangen. Zur Mllnchstheologie des Mittelalters (D 1963); J. Sudbrack, Die geistliche Theologie des Johannes von Kastl (Mr 1966 s) Reg., espec. I 99-119 329-344 (bibl.); H. de Lubac, Exégése médiévale, 4 vols. (P 1959-64); B. Smalley, English Friars and Antiquity in the Early Fourteenth Century (O 1960); F. Vandenbroucke, La Lectio Divina du XI° au XIV° siécle: Stud. Mon. 8 (1966) 267 ss; M.D. Chenu, Lecture de la bible et philosophie (Mélanges Gilson) (Toronto – P 1959) 161-171; J. Leclercq, Lactare priante: La liturgie et les paradoxes chrétiens (P 1963) 243-269; P. de Leturia, Lecturas ascéticas y lecturas mí­sticas entre los Jesuitas del siglo XVI: Archivio Italiano per la Storia della pietá II (1953). Para el desarrollo más reciente consúltense los manuales correspondientes. – 3. SOBRE LA TEOLOGIA Y SOBRE LA PRíCTICA (para una primera orientación): H. U. v. Balthasar, Palabra, Escritura, Tradición: Verbum Caro, Ensayos teológicos 1 (Guad Ma 1964); idem, Herrlichkeit. Eine theologische ísthetik I (Ei 1961) passim, ver 511-535; Rahner III 357-394, IV 453-466, VI 101-134, VII 517-527; P: Y. Emery, Die Meditation in der Heiligen Schrift: Die Gnade des Gebets (Gü 1964) 41-94; idem, L’Ecriture méditée. Quatre degrés: lecture, méditation, priére, contemplation: LumVitae 20 (1965) 619-631; A. Mattoso, A «lectio divina» nos autores monásticos da alta edad media: Studia Monastica 9 (Ba 1967) 167-187; Ph. Dessauer, Die christliche Meditation (Mn 1968).

Josef Sudbrack

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica