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MISTICA

MISTICA

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Parte de la teologí­a que estudia las comunicaciones divinas de Dios a las almas piadosas y las respuestas aconsejables ante los diversos dones con que Dios obsequia a los que se siguen en intimidad y en sus designios recompensa con singularidad.

La mí­stica puede denominarse «Teologí­a mí­stica», pero el uso ha simplificado el concepto de ese arte, ciencia o práctica pastoral en la sola palabra de Mí­stica.

Como ciencia o arte pastoral, reclama ciertas condiciones, ya que los hechos divinos no pueden someterse a normas empí­ricas ni todos los agraciados con dones experimentan las mismas realidades o siguen los mismos procesos.

Por eso la mí­stica supone cierta singularidad en los planteamientos, acogida de todo lo que se discierne como procedente de Dios, respeto al misterio de cada alma y sincera reflexión sobre ellos para no dejarse desorientar por espejismo, por ilusiones o por desviaciones afectivas sin garantí­a espiritual.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

(v. contemplación)

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

SUMARIO: I. Elementos comunes de la experiencia mí­stica: 1. Ruptura de la conciencia ordinaria; 2. Experiencia del núcleo; 3. Presencia de algo absolutamente nuevo; 4. Presencia inmediata; 5. Presencia gratuita; 6. Presencia subyugante; 7. Experiencia y expresión paradójica.-II. Religiones mí­sticas y proféticas: 1. Religiones mí­sticas; 2. Religiones proféticas; 3. El cristianismo, religión mí­stico-profética.-III. Mí­stica y misterio del Dios cristiano: 1. Unidad originaria de mí­stica y misterio cristiano; 2. Divorcio entre mí­stica y misterio; 3. La mí­stica cristiana como experiencia ontológica y psicológica del misterio trinitario.-IV. La «gran» mí­stica o: la contemplación infusa de la Trinidad: 1. Dos formas de mí­stica trinitaria: a. La mí­stica renano-flamenca, b. La mí­stica de san Juan de la Cruz.-V. La «pequeña mí­stica» o: el despliegue de la presencia trinitaria en la praxis cristiana.

La palabra mystikós se deriva del verbo myo, que significa cerrar, y especialmente cerrar los ojos. Su uso precristiano guarda relación con las celebraciones rituales de las religiones mistéricas, ceremonias secretas de iniciación cerradas a los no iniciados, y en las que el mystes recibí­a una enseñanza que no podí­a comunicar a nadie. Así­, pues, en su origen el término mystikós lleva consigo la idea de una realidad secreta y accesible sólo a una minorí­a.

Tanto en el paganismo como en la propia Iglesia cristiana hasta el siglo XVII el término mí­stico fue sólo un adjetivo que cualificaba a un sustantivo. En el siglo XVII aparecerá por primera vez en la espiritualidad occidental el sustantivo mí­stica, y con esta expresión se señalará directamente una determinada experiencia interior cuyos caracteres señalaremos enseguida. Desde entonces hasta nuestros dí­as este aspecto experiencia) subjetivo o psicológico estará en primer plano al hablar de mí­stica.

I. Elementos comunes de la experiencia mí­stica
Como experiencia o fenómeno de conciencia la mí­stica es para K. Rahner «el encuentro interior unitivo de un hombre con la infinitud divina que fundamenta tanto a él como a todo ser». Es una definición aplicable a toda mí­stica, sea natural, teí­sta o especí­ficamente cristiana.

Antes de hablar expresamente de esta última señalemos los elementos comunes a toda experiencia mí­stica.

1. RUPTURA DE LA CONCIENCIA ORDINARIA. La conciencia o conocimiento ordinario (aunque sea del objeto de la fe) es una conciencia empí­rica que a) se mueve en el mundo de los fenómenos; b) funciona dentro del esquema sujeto-objeto; c) equivale a la conciencia del «yo» empí­rico como centro de gravedad y sujeto del conocimiento y de la acción.

La experiencia mí­stica lleva consigo la ruptura (y no sólo la profundización) de esa conciencia: la experiencia mí­stica sucede en medio de una situación de éxtasis de la razón en el que la mente transciende su estado habitual y, por lo mismo, supera la dualidad sujeto-objeto; la razón, sin negarse a sí­ misma y, por tanto, sin abandonar al hombre a una pura emocionalidad irracional, transciende la condición normal de la racionalidad finita, se une a su fondo infinito y es embargada, subyugada, invadida y conmocionada por el misterio de la Realidad.

2. EXPERIENCIA DEL NÚCLEO. La ruptura de la conciencia ordinaria y el consiguiente éxtasis de la razón lleva consigo la aparición de una nueva conciencia: la intuitiva, en la que el hombre no sólo experimenta el núcleo o el alma de la Realidad, sino que se experimenta uno con él. Y desde esta experiencia del núcleo le es posible hacer de su vida y de su mundo un Todo lleno de sentido.

3. PRESENCIA DE ALGO ABSOLUTAMENTE NUEVO. Esa ruptura de conciencia-experiencia del núcleo equivale bajo el aspecto objetivo a «la experiencia, de forma avasalladora, irresistible e incontestable, de la presencia de Algo o Alguien que le sobrepasa y desborda y que es más real que todo lo que se considera normalmente como realidad. El mundo en que vivimos y que nos parece tan real y sólido, se convierte para el mí­stico en un bastidor transparente, porque en él se anuncia otra realidad definitiva».

No es propiamente la presencia de una realidad u objeto añadido a las realidades u objetos ya conocidos, sino lo que podrí­amos llamar la dimensión profunda de esas mismas realidades u objetps. Por llamarlo de alguna manera podrí­amos llamarla el «misterio», el «milagro» o el «éxtasis» de la realidad. Y es una experiencia de tal categorí­a cognoscitiva y cualitativa que resulta inexpresable, inefable; el mí­stico choca con el lenguaje.

4. PRESENCIA INMEDIATA. La presencia de esa realidad, o más bien, de esa dimensión profunda de la realidad es inmediata: sin medio, sin imagen, sin representaciones, sin conceptos. La pared normalmente inevitable de intermediarios entre el hombre y la realidad (Ideas, afectos, razonamientos, etc.) se derrumba, y el mí­stico percibe esa presencia con una certeza que sólo tiene paralelo en la percepción sensible; el mí­stico llega a un contacto directo con lo invisible, y el Otro o lo Otro es para él una realidad incuestionable.

5. PRESENCIA GRATUITA. En todas mí­sticas se niega la relación de causa-efecto entre la preparación del hombre y la experiencia mí­stica. En todas se afirma el carácter de regalo que ésta tiene. Puede suceder imprevistamente o en la más grande sequedad y angustia (caso frecuente); normalmente es el final de un largo y paciente camino, la corona de un continuo afán y, si cabe, una recompensa o premio de un ejercicio continuado, pero nunca el precio o el fruto del mismo.

6. PRESENCIA SUBYUGANTE. Como consecuencia de lo dicho en el punto anterior, la mejor preparación para la experiencia mí­stica es la nada fácil actitud de receptividad, que es el silencio humilde y abierto de la razón y la voluntad ordinarias en los que predomina, si no ejerce la exclusiva, el yo activo empí­rico. A medida que, en paciente ejercicio, la receptividad va ganando terreno, va despertándose la actividad propia del centro del ser, ante la cual el hombre sólo puede estar abierto y receptivo. Cuando éste se ha convertido en pura receptividad, todo puede suceder (pero siempre de forma gratuita, como un puro don). Lo que puede suceder es que el hombre se siente invadido por el Ser o el Todo, vive el Todo y se vive en el Todo, deja de sentirse realidad individual separada y por lo mismo egocéntrica, y es arrebatado por la fuerza del Ser que ahora se le releva como poder ilimitado, í­mpetu irresistible, realidad numinosa, amorosa y santa, como lo fascinosum et tremendum, según la conocida expresión de R. Otto.

Todo cambia entonces: el hombre siente una Realidad que habla sin palabras a su í­ntima esencia, de sustancia a sustancia (san Juan de la Cruz), que le «toca» en la profundidad, le hace «cautivo» y le transforma. Nada hay en esa experiencia que se parezca a una contemplación neutra de algo que no afecta a la propia existencia o no lo hace cambiar, nada tampoco que se parezca a un contemplarse a sí­ mismo o a una evasión de la responsabilidad en el mundo. En ella se vive el total olvido de uno mismo, los propios problemas se hacen insignificantes y se experimenta una liberación de todo lastre personal y una entrega espontánea al amor en todas sus manifestaciones.

7. EXPERIENCIA Y EXPRESIí“N PARADí“JICA. En la experiencia mí­stica, que obra de forma inmediata en el ser del mí­stico, aparece un mundo inexpresable en el lenguaje con que se traduce la experiencia ordinaria o el conocimiento racional-lógico de la realidad. La inefabilidad de la experiencia, la imposibilidad de traducirla lingüí­sticamente, y a la vez la necesidad y deber de comunicarla, obliga al mí­stico a crear un lenguaje nuevo mediante la paradoja en la que, a la ruptura de la mente lógica, corresponde la ruptura del lenguaje lógico. Expresándose a base de la relación dialéctica de conceptos contrapuestos aplicados a la misma cosa, el mí­stico, más aún que decir su experiencia dice la inefabilidad de ésta, abriendo así­ al lector a una actitud igulamente mí­stica y de admiración ante lo inexpresable.

II. Religiones mí­sticas y proféticas
1. RELIGIONES MíSTICAS. Las religiones mí­sticas se caracterizan por una concepción de Dios o de lo divino como fundamento interior, infinito e impersonal del hombre y del mundo y consiguientemente, por una concepción de éstos como pura manifestación o epifaní­a de lo divino. La «revelación> equivale a una «palabra interior» que hace consciente lo que normalmente permanece inconsciente e ignorado en el hombre: el fondo o fundamento interior de sus ser, es decir, su unidad e identidad con lo divino; revelación que va normalmente acompañada de la del fundamento del universo mismo, igualmente uno e idéntico con lo divino.

Las religiones mí­sticas se caracterizan igualmente por la preeminencia dada al elemento «es» como definiciór de lo divino frente al ético «debe ser» Lo ético o moral es sólo una preparación o medio para la experiencia mí­stica de unidad con lo divino, pero queda superado en ésta; es también un criterio de autenticidad de dicha experiencia, pero nunca elemento o lugar esencial de la misma; en una palabra, es un elemento que precede o sigue a la experiencia mí­stica, pero no es ella misma, considerada de calidad superior a la experiencia ética.

Las religiones mí­sticas no conceder ningún significado a la historia como tal, y menos aún como medio de revelación; se considera como sí­mbolo de la realidad divina arquetí­pica hacia la que apunta y hacia la que hay que ir traspasándole.

2. RELIGIONES PROFETICAS. Las religiones proféticas, que corresponden a las tres grandes religiones monoteí­stas, judaí­smo, islamismo y cristianismo, se caracterizan por su concepción de Dios como voluntad, persona y poder persolnal que se revela libremente en la historia y la transciende.

Las religiones proféticas acentúan el elemento ético de la persona divina: la experiencia de la santidad de Dios no es sólo la experiencia de la presencia del poder fascinosum et tremendum del Ser, sino también la experiencia de su perfección y de sus exigencias éticas («Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto», Mt 5, 48). En la revelatión neotestamentaria el elemento ético hallará su expresión suprema en la definición de Dios como «Amor». A diferencia de las religiones mí­sticas (como el hinduismo y el budismo), para las que «la última realidad» es Pura Identidad, Puro Ser-Conciencia, en la revelación neotestamentaria la «Última Realidad» (Dios en lenguaje religioso) es Amor, pura relación amorosa a otro; y esta relación es su ser: Dios es el Absoluto relacional (Trinidad).

Las religiones proféticas son eminentemente históricas: la revelación de Dios no es la iluminación de la profundidad del hombre o del mundo, ni surge en la intimidad del hombre individual, sino que es la autocomunicación del Dios personal, transcendente al propio fondo del alma y del mundo, hecha a la historia y a través de los sucesos y personajes históricos; para el cristianismo tiene su culminación en el personaje histórico Jesús. La historia tiene un sentido divino y no es, por lo mismo, sí­mbolo de una realidad divina arquetí­pica, sino realización de la voluntad salvadora de Dios. La revelación divina se produce en todo lo que acontece, y la religión se presenta como el testimonio profético de la voluntad de Dios en los acontecimientos.

3. EL CRISTIANISMO, RELIGIí“N MíSTICO-PROFETICA. Después de lo dicho hay que negar que el cristianismo sea una religión mí­stica. Puede admitirse con Friedrich Heiler que la «mí­stica» es la nota especí­fica de las religiones no cristianas, mientras que en el cristianismo domina el principio «profecí­a». Otra cuestión es si el cristianismo tiene algo que ver con la experiencia mí­stica, o más claramente: si ésta es incluso compatible con la experiencia cristiana como tal.

En el seno de la Iglesia protestante nunca ha existido entusiasmo por la mí­stica, muy en consonancia con el principio protestante de la radical perturbación interna del hombre y de la justificación por la fe. La teologí­a dialéctica ha considerado la mí­stica incluso como opuesta a la esencia misma de la revelación bí­blico-cristiana. Valga como muestra esta frase de Emil Brunner: «La mí­stica es la más fina y sublime forma de divinización de la criatura, la más fina y sublime forma de paganismo… La mí­stica es una ilegí­tima transgresión de fronteras. Traspasa la frontera entre criatura y creador, entre tiempo y eternidad, entre el yo y el Tú, entre Dios y el alma… La tendencia más profunda de la mí­stica es la autodivinización». No han faltado incluso teólogos católicos que han compartido la misma doctrina y han lamentado, juntamente con aquéllos, la trágica adulteración de la fe y espiritualidad cristiana provocada por la aparición, con el Pseudo-Dionisio, de la «mí­stica» en la Iglesia.

Pero el protestante Paul Tillich ha recordado a la Reforma y a sus compañeros teólogos que han visto en el misticismo tan sólo una ví­a de autosalvación, que «lo mí­stico (en cuanto presencia de lo divino en la experiencia) constituye el corazón de toda religión. Una religión que no pueda decir «el mismo Dios está aquí­ presente», se convierte en un sistema de reglas morales o doctrinales que no son religiosas, aunque puedan dimanar de unas fuentes originariamente reveladoras. El misticismo, o la «presencia sensible de Dios», es una categorí­a esencial en la naturaleza de toda religión y nada tiene que ver con la autosalvación».

Por otra parte, la propia Biblia está llena de experiencias de Dios que de ninguna forma pueden caracterizarse como «puramente proféticas» frente a las «mí­sticas». Así­ la visión de Isaí­as en el templo, la de Elí­as en el Horeb, las de Ezequiel, Daniel, el Apocalipsis, Pablo, y las experiencias del propio Jesús.

La mí­stica, mediante la unión extática del hombre con Dios, es la única ví­a para superar el esquema objetivante que convierte a Dios en un objeto frente al sujeto hombre; y recuerda a la teologí­a que, precediendo Dios a la estructura mental sujetoobjeto, debe incluir en su discurso acerca de Dios el reconocimiento explí­cito de que no puede hacer de Dios un objeto. En relación con la religión y la teologí­a cristiana la mí­stica ha tenido, tiene y tendrá una «función permanente: subrayar vigorosamente el carácter abismal del fondo del ser y rechazar la identificación demoní­aca de todo lo que es finito con lo que transciende a todo lo finito. Ella esla que preserva el carácter numinoso, tremendum et fascinosum, de Dios, la que salvaguarda la santidad de Dios, que no es una cualidad o atributo particular del mismo, sino la que cualifica a lo divino como verdaderamente divino, es decir, como abismo y fondo del ser, inaccesible al esquema cognoscitivo y a la relación personal objetivante.

Si tal es el papel insustituible de la mí­stica, su evidente peligro es, en cambio, eliminar las mediaciones del Absoluto o considerarlas preliminares y provisorias en su camino hacia el infinito, hacer irrelevante la revelación para la situación humana concreta, negar el valor irrepetible de la existencia humana en el espacio y el tiempo y abolir el valor de la historia para la salvación o realización del hombre. Estos peligros quedan superados en el profetismo, que, al tiempo que lucha, como la mí­stica, contra la demonización de lo finito, no lo devalúa ni se eleva por encima de él para alcanzar la realidad divina, sino que somete las necesarias mediaciones finitas (expresión concreta de la revelación de Dios y por tanto base de toda religión) al juicio de lo que deberí­a ser porque es ley divina. Enfatiza así­ el profetismo el elemento ético de lo divino, es decir, de lo santo, y en él se da la sí­ntesis equilibrada de mí­stica y profecí­a, puesto que en el profeta se junta la experiencia del fascinosum et tremendum con los elementos éticos, sociales y polí­ticos. «Incluso en el mayor éxtasis, un profeta no olvida el grupo social al que pertenece, ni el carácter impuro de ese pueblo que él no puede rehuir. Por consiguiente, el éxtasis profético, al contrario del éxtasis mí­stico, jamás es una finalidad en sí­mismo, sino más bien el medio de recibir mandamientos divinos que han de predicarse al pueblo».

Jesús, suprema mediación histórica de Dios, es también la suprema sí­ntesis de mí­stica y profecí­a. Mientras en el judaí­smo llegaron a separarse el poder soberano y transcendente de Dios y su presencia inmanente, en Jesús ambos aspectos forman una unidad original y desconocida en Israel. En ningún sitio se afirma con tan rí­gida ética la perfección de Dios y en ningún sitio se siente más vivamente su presencia (Nathan Sóderblom). La experiencia mí­stico-profética que Jesús tiene de Dios es también la experiencia que el hombre puede tener de Dios en Jesús.

III. Mí­stica y misterio del Dios cristiano
El «misterio» de la Realidad, al que se abre el mí­stico y que se abre al mí­stico, es en la revelación veterotestamentaria el misterio del «Dios vivo» de Abrahán, Isaac y Jacob, celosamente preservado por el profetismo israelita de todo politeí­smo idólatra y de todo panteí­smo mí­stico. Frente al primero, que diviniza lo concreto y particular, el monoteí­smo profético de Israel recalca el «yo soy el que soy» del Sinaí­ y el «santo, santo, santo» de la visión de Isaí­as, el Dios que transciende lo creado, particular e histórico; y frente al segundo, que disuelve lo creado, particular e histórico (considerado en cuanto tal como ilusión) en el infinito y universal fondo del ser y termina, por tanto, también divinizándolo, acentúa sucarácter de Dios vivo y concreto. Transcendente e inmanente, ser universal y ser vivo y concreto son los dos elementos dialécticos de igual importancia que crean una armonizadora tensión entre forma absoluta y dinamismo en la vida intradivina más allá de toda polaridad finita.

Y este monoteí­smo profético, especí­fico de Israel, termina revelándose como monoteí­smo trinitario (que no es más que la explicitación del veterotestamentario «Dios vivo»), en el que se unifican la ultimidad y lo concreto, lo universal y lo individual, el Ser-Mismo y su manifestación en la persona histórica, individual, de «Jesús como el Cristo». El punto en que emerge la teologí­a cristiana es «el punto que se ha descrito como «el Logos se hizo carne». La doctrina del Logos como doctrina de la identidad de lo absolutamente concreto y de lo absolutamente universal no es una doctrina teológica más, sino el único fundamento posible de una teologí­a cristiana que pretenda ser la teologí­a».

1. UNIDAD ORIGINARIA DE MíSTICA Y MISTERIO CRISTIANO. En la Sda. Escritura no hallamos el adjetivo «mystikós» ni, por supuesto, el sustantivo «mí­stica». Sí­ hallamos, en cambio, ya en el AT la palabra «mysterion» (de la misma raí­z que «mystikós») que, si sirve unas veces para indicar simplemente un secreto humano que no puede descubrirse, en la literatura apocalí­ptica (por primera vez en Daniel) tendrá ya un sentido «escatológico», es decir, servirá para referirse a sucesos futuros dispuestos por Dios que permanecen ocultos y sólo pueden ser revelados o interpretados por El y por aquellos a quienes El concede este don.

En el NT va a ser san Pablo el que use el término «mysterion» para significar el plan de salvación de Dios Padre escondido desde los siglos, realizado y revelado en el acontecimiento de la cruz-resurrección del Hijo y conocido y vivido sólo por la fuerza del Espí­ritu vivificante. Es, pues, el «mysterion» esencialmente trinitario y al mismo tiempo cristocéntrico, que Pablo presenta como la sabidurí­a misteriosa de Dios frente a la sabidurí­a griega y judí­a. En el acontecimiento trinitario -cristocéntrico de la cruz- resurrección se revela el propio misterio del Dios trino como amor, el misterio del hombre por su inserción como hijo en el Hijo y hasta el misterio del universo recapitulado en el acontecimiento de Cristo.

En la época patrí­stica encontramos con mucha frecuencia el adjetivo «mystikós», siempre referido al «mysterion» paulino, lo mismo que en el paganismo se habí­a referido a los «misterios»; pero mientras en éste indicaba solamente el carácter secreto del rito en su figura externa, en el cristianismo designa por primera vez una doctrina o una experiencia religiosa.

L. Bouyer habla de tres sentidos del término «mystikós» en la época patrí­stica: el bí­blico, el litúrgico y el espiritual; tres sentidos de fronteras corridas, que forman objetivamente una unidad y que sólo se refieren a una modalidad distinta del acercamiento al «mysterion», pero de forma que el bí­blico, cronológicamente el primero, se continúa en el litúrgico, y de ambos nace el espiritual. En los tres casos «mystikós»alude a una dimensión velada y profunda.

Sentido bí­blico: «mí­stico» es el contenido y significado profundo y auténtico de la entera Sda. Escritura leí­da desde el NT: la realidad divina de Cristo. La exégesis alejandrina (Orí­genes) insistió especialmente en este sentido mí­stico, también llamado espiritual o pneumático, de la Sda. Escritura, más allá del literal (histórico) y psí­quico (moral), y escondido a la generalidad de las personas.

Sentido litúrgico: «mí­stico» designa la realidad sacramental, especialmente la eucarí­stica, en su nivel profundo -el mismo Cristo- más allá del velo del sacramento que a la vez le hace presente y le oculta.

Sentido espiritual: «mí­stico» designa un conocimiento experimental, inmediato, interno de las realidades divinas. Orí­genes será el primero en dar este significado al término «mí­stico», pero siempre en relación con la exégesis o meditación de la Sda. Escritura; para Orí­genes nadie puede entender ésta si no se hace profundamente uno con las realidades de las que aquélla habla. Pero será con el Pseudo-Dionisio con el que este significado adquirirá carta de naturaleza; toda la mí­stica posterior hasta el mismo san Juan de la Cruz será dionisiana.

Pero tampoco el Pseudo-Dionisio habla nunca de una experiencia o un conocimiento mí­stico al margen de la Escritura y la Liturgia, sino en el marco de las mismas, y mucho menos se encontrará en él la contraposición entre fe objetiva trinitario-cristocéntrica y experiencia mí­stica interna, como pretenden hoy los interesados en aislar la experiencia de los mí­sticos cristianos de su fe dogmática. Para el Pseudo-Dionisio lo «mí­stico» es a la vez el «mysterion» bí­blico-litúrgico y la inefable experiencia de unidad con él, «el Dios que vive en luz inaccesible y se deja aprehender por nosotros en Jesucristo» y el conocimiento inspirado en el que se regala una experiencia y en el que una profunda «simpatí­a» lleva a «una unidad y una fe mí­stica que no puede aprenderse».

La esencia de la mí­stica dionisiana no es, ciertamente, neoplatónica, pero sí­ lo es su mistologí­a, es decir: su reflexión sobre la mí­stica se hace a través del sistema categorial y del cauce expresivo neoplatónico. Esto va a condicionar toda la mí­stica occidental que tuvo en el Pseudo-Dionisio, como supuesto discí­pulo directo de san Pablo, su más influyente inspirador y guí­a.

2. DIVORCIO ENTRE MíSTICA Y MISTERIO. De lo dicho se deduce que la mí­stica cristiana, incluso la del Pseudo-Dionisio, se entiende en los primeros siglos como una unidad de misterio objetivo-experiencia del misterio; y este misterio es el trinitario tal como ha sido revelado en Cristo en la plenitud del tiempo salvador, es decir, la Trinidad económica. Entre misterio y experiencia el acento se pone en la primací­a de aquél.

A lo largo de la historia de la Iglesia esa unidad se va a ir quebrando y, además, la balanza se va a ir inclinando progresivamente hacia la experiencia subjetiva como lo propiamente mí­stico.

Varios factores, como diversos afluentes de un mismo rí­o, se irán ‘uniendo sucesivamente y provocando una quiebra cada vez mayor. Señalemos los principales:
1. Disociación entre teologí­a y economí­a salvadora, entre Trinidad inmanente o ad intra y Trinidad económica o ad extra sobre todo después de Nicea; acentuación, además, en la teologí­a occidental de la unidad dentro de la Trinidad más que de la vida trinitaria dentro de la unidad; y, finalmente, la doctrina, ya defendida por san Ambrosio, de la acción de Dios ad extra como indivisiblemente uno y no como trino (con el matiz de la «apropiación»). El dinamismo trinitario salvador del NT, en el que se revela la propia multidimensionalidad interna del Dios vivo, cede el primer lugar a brillantes y necesarias elucubraciones sobre las procesiones intratrinitarias más allá del tiempo y sin relación intrí­nseca a él; y la realidad neotestamentaria del Espí­ritu Santo como punto de unión entre Jesús, presencia del misterio del Padre, y los bautizados, y como fuerza divina que habita en el propio corazón del hombre posibilitando su transformación en hijo, se difumina en una teologí­a ocupada ante todo en aquilatar su carácter de «tercera persona» que, en cuanto tal irreductible persona, no tiene un papel especí­fico ad extra. Dogma y vida cristiana afinan sus perfiles y comienzan a moverse en zonas diferentes; la «espiritualidad» va poco a poco dejando de ser explí­citamente la vida de la comunidad eclesial o del creyente en cuanto inserción en la acción transformadora del Espí­ritu Santo desde lo más interior del hombre y convirtiéndose en una realidad borrosa y sin referencia expresa a su carácter pneumáticotrinitario.

2. Triunfo del racionalismo aristotélico en el sistema filosófico-teológico tomista frente a la «Theologia mentis et cordis» y la exégesis y teologí­a simbólica hasta entonces dominantes. El misterio de Dios, en cuanto objeto de la ciencia teológica, es encorsetado en un discurso racional que pretende por esa ví­a la objetividad del conocimiento frente a cualquier falsificación subjetiva, y el concepto claro, lógico y preciso frente al vago e indefinido conocimiento y lenguaje simbólicos. Pero con ello se pierde la relación intrí­nseca entre conocimiento y amor como dos momentos internos que se condicionan mutuamente, y se esclerotiza el lenguaje simbólico de la Biblia y el conocimiento simbólico, integrador y que habla al hombre entero, al reducir su contenido a conceptos lógico-metafí­sicos. La ciencia teológica en cuanto tal (no los teólogos) deja de ser espiritual y termina produciendo, tras las grandes sí­ntesis de la alta escolástica en las que de alguna forma se mantiene todaví­a la unidad entre reflexión teológica y experiencia cristiana, el divorcio entre «teologí­a sentada y teologí­a arrodillada» y entre teologí­a y mí­stica. La afirmación de un autor de mediados del siglo XV de que la teologí­a escolástica y la teologí­a mí­stica tienen tan poco en común como el arte de pintar y el arte de zapatero, dicen bastante del gradó de ruptura al que habí­an llegado teologí­a y experiencia. El intento de unión entre escolástica y mí­stica en el maestro Eckhart terminó en una rotunda condena oficial de la segunda desde la máquina doctrinal de la primera, que siguió en los siglos posteriores considerándose el tribunal inapelable, frecuentemente anatematizador, de las experiencias mí­sticas, sin permitir a éstas aportar nada a la revisión del propio armazón doctrinal.

La disociación entre teologí­a y espiritualidad da lugar a la aparición y proliferación por este mismo tiempo de las «devociones» privadas, desligadas del tronco teológico y proclives al sentimentalismo. La separación de Trinidad inmanente y económica en la anterior teologí­a, unida a la separación de teologí­a y espiritualidad en la escolástica, lleva a una traducción intimista del misterio salvador tanto en la corriente mí­stica como en la de la «imitación de Cristo»; valga como ejemplo de la primera el cambio de la «Iglesia esposa» por el «alma esposa» y de la segunda el de «la» cruz de Cristo por «mi» cruz.

3. Giro antropológico de la Edad Nueva: con el Renacimiento comienza el viraje en redondo desde el objetivismo teocéntrico medieval hacia el antropocentrismo, que será elevado a sistema en Descartes y culminará en la filosofí­a kantiana. A la primací­a y práctica exclusividad del «mysterion» objetivo de Dios en Cristo en la espiritualidad de los primeros siglos y de toda la Edad Media (aunque el acercamiento al mismo se haga mediante categorí­as neoplatónicas) se une en esta época la atracción por la interioridad como experiencia consciente. En este tiempo aparece por primera vez, como ya dijimos, el sustantivo «mí­stica» para señalar más bien la experiencia interior que el misterio experimentado, y tiende a sustituir al término «contemplación», que dice una relación directa a la sumersión en la realidad objetiva de Dios. Juan de la Cruz va a dar un relieve hasta entonces desconocido a los aspectos psicológicos o subjetivos del camino hacia la unión con Dios, les va a observar con suma agudeza y a describir magistralmente. Manteniendo la unidad de misterio y experiencia, y permaneciendo fiel al teocentrismo de la mí­stica tradicional, va, no obstante, a acentuar el polo interior de la experiencia de manera decisiva para la historia de la mí­stica. Y lo mismo hay que decir de santa Teresa.

El idealismo cartesiano-kantiano, que separa el conocimiento mismo del objeto del conocimiento, ha tenido su traducción en la reducción psicológica de la mí­stica, entendida como puro fenómeno de conciencia. La aplicación del término «mí­stica» a la experiencia espiritual propia de las religiones orientales ha contribuido aún más a esa noción; «mí­stica» y «ensanchamiento de la conciencia» más allá de su nivel empí­rico racional son equivalentes. Estamos en los antí­podas de la más antigua noción de mí­stica en la Iglesia cristiana.

3. LA MíSTICA CRISTIANA COMO EXPERIENCIA ONTOLí“GICA Y PSICOLí“GICA DEL MISTERIO TRINITARIO. Frente a la tendencia actual, también en cí­rculos cristianos, de nivelar todas las mí­sticas corno fenómeno de conciencia y por lo mismo como experiencia psicológica, toda una lí­nea de teólogos como Rahner, von Balthasar, Stolz, Bouyer, Sudbraek, etc., intentan recobrar la especificidad irreductible de la mí­stica cristiana volviendo los ojos a la época patrí­stica. Admitiendo la cateogorí­a de experiencia para caracterizar a la mí­stica, afirmando como Rahner, que «el cristiano del futuro o será un «mí­stico», es decir, una persona que ha «experimentado» algo, o no será cristiano»», y que «la iniciación al cristianismo es en el fondo iniciación a la mí­stica», el concepto de experiencia de estos teólogos no se identifica con el psicológico de la época subjetivista moderna.

Según ellos, en consonancia con la doctrina patrí­stica, no es el sujeto, sino el objeto, el misterio mismo el que determina con su sola presencia lo que puede llamarse legí­timamente mí­stica en la experiencia cristiana. La esencia de la experiencia mí­stica cristiana está en el «encuentro» personal con el misterio objetivo de Dios en Cristo por el Espí­ritu en cuanto ese «encuentro» equivale a la plena disponibilidad, a la fe como respuesta obediente a la Palabra, que lleva consigo infaliblemente una experiencia personal del misterio de la cruz-resurrección y del don del Espí­ritu, pero no necesariamente una conciencia refleja y subjetiva de esa experiencia. El paulino «ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí­», expresión usada. frecuentemente por san Juan de la Cruz para aludir a la vida mí­stica, subraya, según von Baithasar, la primací­a del misterio objetivo sobre la experiencia subjetiva, a la cual no hace referencia; «lo decisivo es que la esposa se entrega sin reserva alguna; ella no pregunta cuánto vive ella en el encuentro, de qué forma la toma el esposo, sino si él encuentra ele ella lo que desea»‘. Por eso «debe ser considerada como mí­stica toda experiencia cristiana era la que la fe vivida nos entrega efectivamente a la acción transfigurante del misterio de Cristo en nosotros»
Se reconoce que la experiencia ontológica tiende en su desarrollo hacia una contemplación precursora de la bienaventuranza eterna, una conciencia iluminada del hecho de que «ya no vivo yo, sino Cristo en mí­», y se admite la importancia de esa experiencia. Pero, por una parte, se considera dependiente a la vez de las condiciones psicológicas de la persona y del don de Dios que concede ese carisma a quien quiere; por otra parte, la importancia que se le otorga no es ni teológica ni teologal: tal manera de mí­stica no es el camino para la perfección evangélica, sino un camino, y no es tampoco un grado más alto de la fe, la esperanza y el amor; menos aún supone una superación de la fe misma por un conocimiento más alto, ya que «en su núcleo teológico auténtico es un momento interno y esencial de la fe, no al revés»».

K. Rahner ha aclarado muy bien la relación entre la mí­stica como experiencia objetiva y psicológica: esta última es el esclarecimiento paradigmático de la experiencia de la transcendencia que se da de forma atemática y no-refleja en la vida normal del cristiano abierto a las virtudes teologales por el hecho mismo de que en la fe, la esperanza y el amor se trata directamente, no del cumplimiento de un mandato moral, sino de la vivencia de la propia autocomunicación de Dios, que es la que se hace refleja en la experiencia mí­stica explí­cita. Tema es, según K. Rahner, de la teologí­a en general, y de la Teologí­a Mí­stica en particular, aclarar la perichoresis o circularidad entre ambas experiencias desde la función ejemplar de la mí­stica explí­cita que, según el mismo autor, aunque desde un punto de vista teológico no significa un grado superior en la subida cristiana a la perfección, sí­ la significa bajo el aspecto de una objetiva psicologí­a refleja2x. Para von Balthasar son experiencias especiales concedidas a fieles particulares para provecho de los demás, y que, para ser bien administradas, presuponen gran pureza de alma, mientras que en sí­ mismas no son ninguna medida de esa pureza.

Supuesto el igual valor teologal de ambas «mí­sticas», podrí­amos, para entendernos, llamar con J. Sudbrack «pequeña» mí­stica a la experiencia personal, puramente objetiva de la fe, y «gran» mí­stica a la experiencia objetivo-psicológica.

IV. La «gran» mí­stica o: la contemplación infusa de la Trinidad
La contemplación infusa, caracterí­stica de la mí­stica frente a la ascética, es para san Juan de la Cruz «noticia amorosa», luz y amor infusos comunicados por Dios sin discurso ni figura y recibidos pasivamente en la actitud de simple atención amorosa, en silencio de potencias, que están recogidas en su raí­z, en el centro del alma. A esta contemplación infusa, que sólo en el siglo XVII, después de san Juan de la Cruz, fue llamada también «experiencia mí­stica», hay que aplicar todas las caracterí­sticas comunes de la misma expuestas al principio.

Da la impresión de que el juicio teológico de los autores citados en el apartado anterior sobre la experiencia mí­stica refleja se queda demasiado corto. Admitiendo que dicha experiencia no supone o es un grado más alto de la vida teologal (que puede ser vivida con la misma o mayor intensidad sin esa especial experiencia), no se puede olvidar al mismo tiempo que el conocimiento de fe es el conocimiento de Dios mismo, que es infuso y que no tiene continuidad alguna no sólo con cualquier conocimiento natural de Dios, sino con el conocimiento del propio contenido de la fe en cuanto realizado mediante la operación natural, racional, del entendimiento que inevitablemente objetiva a Dios, sustancia de la fe como dice san Juan de la Cruz. Pero toda objetivación de Dios, por inevitable y hasta necesaria que sea en una etapa de la vida espiritual -la de la meditación activa, propia de los principiantes-, «no es Dios», como reiterativamente afirma el Santo, y por eso ninguna aprehensión sensible o aní­mica, aunque tenga como objeto a Dios, puede ser medio próximo para la unión con él. Si la enseñanza del misterio y su inicial aprehensión sólo son posibles si se le objetiviza, existe el peligro nada imaginario de que se le reduzca única o predominantemente a «objeto»: las fórmulas doctrinales y las imágenes (también las bí­blicas), que son un ropaje que esconde una realidad más honda, y un signo conceptual o sensible que apunta más allá, a la sustancia misma del misterio, pueden absolutizarse; el misterio se petrifica y se convierte en í­dolo engañoso y esclavizante. Para san Juan de la Cruz sólo la contemplación infusa, que es acción directa y gratuita de Dios y no producto de una técnica meditativa, pero a la que se puede y hay que prepararse «no arrimándose a visiones imaginarias, ni formas, ni figuras, ni particulares inteligencias», puede purificar la fe y el amor de toda objetivación alienante y transformar al hombre en Dios por participación. Es cierto que en «el encuentro» como plena disponibilidad a la Palabra (esencia de la mí­stica especí­ficamente cristiana, como hemos explicado) desaparece la diferencia entre contemplación adquirida e infusa, pues «el encuentro personal es siempre a la vez regalo y realización de la propia libertad, y los amantes experimentan su amor al mismo tiempo como don y como acción desde el centro propio y libre». Pero aún sigue vigente la pregunta sobre la importancia del conocimiento y amor infusos comunicados en «la horrenda noche de la contemplación» (san Juan de la Cruz) para que pueda realizarse el «encuentro» verdaderamente tal, en el que desaparede la relación sujeto-objeto y se instala la relación sujeto-sujeto, es decir, la de dos centros personales interiores, la profundidad inobjetivable de Dios (su Espí­ritu) y la profundidad inobjetivable del hombre (su espí­ritu) que se compenetran sin confundirse. Y en todo este proceso y suceso el mí­stico, aunque viviéndole en la fe, sabe y es reflejamente consciente de la acción de Dios, «el único agente» de la contemplación (san Juan de la Cruz).

La fórmula dogmática, «tres divinas personas», dice algo real y es necesaria para una aprehensión inicial del misterio interno de Dios que se ha revelado de forma final en y a través de la persona histórica de Jesús. Pero a esa fórmula dogmática le acecha el mismo peligro que a toda inevitable objetivación de Dios en categorí­as racionales de conocimiento. El literalismo convierte el sí­mbolo trinitario (que en cuanto sí­mbolo expresa y contiene una realidad, pero, repitámoslo, al mismo tiempo apunta más allá, hacia una trans-objetivización de la fórmula, hacia el misterio en sí­ mismo inexpresable) en «tres personas» finitas proyectadas mental e imaginariamente más allá y fuera de lo finito y visible, puestas «encima y fuera» del hombre y, por lo mismo, como instancia heterónoma; por otra parte, el literalismo sólo ve en la Trinidad un complicado problema matemático afiadido al concepto de Dios. La desmitologización racionalista, si tiene en cuenta el sí­mbolo trinitario, lo reducirá a un tema puramente filosófico-metafí­sico: a tres aspectos de la razón humana (o del inconsciente en la psicologí­a profunda). El misticismo hace peligrar la realidad de jesús como mediación histórica y la historia humana como participación ontológica de la Trinidad, y tiende a vivir y expresar el misterio trinitario como misterio interior (ad intra) de Dios en el interior del alma como único espacio en eI que el hombre participa de este misterio. Pero incluso la revelación final trinitaria en Jesús «necesita el correctivo del misticismo para transcender sus propios sí­mbolos finitos»33. El elemento mí­stico del conocimiento del misterio trinitario apunta así­, más allá de la Trinidad económico-salvadora, a la Trinidad misma ad infra, de la que la Trinidad ad extra del Dios de la teologí­a racional tradicional sigue ‘siendo sí­mbolo que apunta aún más allá: al abismo y fondo, al tremendum et fascinosum, al «santo, santo, santo», al misterio de Dios como abismo (Padre), como fuerza automanifestativa (Hijo) y como unidad dinámica de ambos (Espí­ritu); las tres dimensiones de Dios que en la Trinidad económica se hacen dimensiones interioresdel hombre, de la historia y del cosmos por el Espí­ritu del Padre y del Hijo jesús.

1. DOS FORMAS DE MíSTICA TRINITARIA. Equivalente e implí­citamente toda mí­stica cristiana es mí­stica trinitaria, pues trinitario es el Dios cristiano. Pero en sentido más estricto mí­stica trinitaria es «la experiencia mí­stica en la que de forma explí­cita se realiza la relación «graciosa» del hombre con las tres personas divinas». Para K. Rahner esta mí­stica no ha tenido en la historia de la espiritualidad la importancia que podrí­a esperarse, y cree que la razón podrí­a estar en que la unión con el Dios absoluto, simple, «informe» (en el callado desierto de la divinidad) ha seguido siendo el esquema fundamental teórico de la mí­stica hasta los últimos tiempos».

Sea lo que fuere de esa lamentación de Rahner, lo cierto es que en la historia de la espiritualidad encontramos numerosos ejemplos de maestros espirituales que presentan la experiencia trinitaria como la cima de la experiencia espiritual y como la realización suprema de la unión con Dios por el camino de la contemplación. Es cierto también que la experiencia trinitaria en cuanto tal no suele darse al principio de la experiencia mí­stica, sino cuando ésta ha adquirido una mayor madurez y profundidad.

En todas las formas de experiencia mí­stica trinitaria encontramos unas notas comunes: experiencia en la propia sustancia del alma más allá de todo intermediario, experiencia de inserción í­ntima en la vida del Padre en el Hijo por el Espí­ritu de unidad y de amor,experiencia de deificación por gracia, aspecto contemplativo-activo que no aisla al mí­stico en el seno gozoso del amor intratrinitario, sino que le abre al servicio de todos. Con todo, podemos distinguir fundamentalmente dos tipos de experiencia mí­stica trinitaria que no son indiferentes, pues el primero acusa rasgos más neoplatónicos y el segundo más bí­blicos.

a) La mí­stica renano-flamenca. El primero está representado por la mí­stica renano-flamenca, y podrí­amos caracterizarle como la experiencia de la unidad de la Trinidad; en último término la experiencia trinitaria se resuelve en la experiencia de la unidad de naturaleza como origen de las personas y en la que las personas «retornan» a su propia raí­z. La siguiente frase de Eckhart es suficientemente expresiva: «Esta chispa (que hay en el alma) sólo anhela a Dios, sin velos, como él es en sí­ mismo. No le basta ni el Padre, ni el Hijo, ni el Espí­ritu Santo, ni las tres Personas… quiere más bien saber de dónde procede este Ser, quiere entrar en el fondo desnudo, en el desierto silencioso en el que jamás penetró distinción alguna, ni el Padre, ni el Hijo ni el Espí­ritu Santo».

Parecidas expresiones hallamos en el más trinitario de todos los mí­sticos flamencos, Ruysbroeck. La «unión sin diferencia», la más alta de todas, que se actúa más allá de la naturaleza como profunda inmersión en el inexpresable misterio de Dios, sepulta al hombre «en el abismo sin modo de la bienaventuranza sin fondo, donde la Trinidad de Personas divinas posee su naturaleza en unidad esencial», en la divina esencia en la que todo es pura «simplicidad sin distinción de personas, ni Padre, ni Hijo ni Espí­ritu Santo». «El espí­ritu humano experimenta el abrazo trinitario, permaneciendo para siempre en la unidad supraesencial, en el reposo y gozo, contemplando en esta unidad cómo el Padre está en el Hijo y el Hijo en el Padre, y cómo todas las criaturas están en El. Pero esto se encuentra más allá de la distinción de las Personas. En la fecundidad viviente de la naturaleza existe sólo una distinción racional entre paternidad y filiación».

La fascinación platónica y neoplatónica por el «Uno» como lo último, lo originario y originante y aquello a lo que todo se reintegra, influyó poderosamente en el «De Trinitate» agustiniano y a través de él en toda la teologí­a trinitaria occidental, y marca la mí­stica renano-flamenca. Como consecuencia, en ésta no es la unión en el amor, sino la unidad en la esencia lo que expresa la cima de la experiencia trinitaria, porque en el misterio de la vida intratrinitaria la actividad divina, Dios como bonum diff,tsivum ad intra, como amor que se abre al Otro, en una palabra, Dios como personas relacionadas tiene su raí­z primera y se resuelve en último término en su inactividad, es decir, en su esencia una, que es reposo, gozo y bienaventuranza. La unión más alta, la «unión sin diferencia», es, pues, el reposo en unidad de fruición y bienaventuranza con Dios más allá de la actividad del amor. En la vida viviente «somos uno con Dios más allá de todo ejercicio de amor… La unión se hace en el amor, pero la unidad está más allá de todo ejercicio de amor». Téngase en cuenta, no obstante, que la distinción entre «unión» y «unidad» no es real, sino dialéctica, como lo es, dogmáticamente hablando, la naturaleza divina y las personas.

b) La mí­stica de san Juan de la Cruz. Puede caracterizarse como la de la Trinidad de la unidad. Aunque también influida por el neoplatonismo a través del Pseudo-Dionisio, supera la mí­stica del Uno y por lo mismo de la unidad, es directamente trinitaria y por lo mismo directamente mí­stica de «encuentro», de «relación», de «amor», en una palabra, de las «relaciones trinitarias». En él la unión no se transciende de alguna forma en la unidad, sino al revés, porque el ser más í­ntimo de Dios no es su esencia una como raí­z de las personas, sino éstas como raí­z y realidad de la unidad divina por el amor; no la unidad (de esencia) más allá de la diferencia (de las personas), sino la diferencia de personas que, por ser pura relación, son unidad. «El amor personaliza, es decir, diferencia» (Teilhard de Chardin), y a su vez sólo las personas, irreductibles en cuanto tales a otra, puede realizar la verdadera unidad: la de la unión de amor. Una unidad más allá de la unión de amor es solipsismo por más reintegración a sí­ mismo que ello suponga. Para san Juan de la Cruz la experiencia más profunda no es la de unidad sin fisura alguna hacia fuera o hacia dentro del sujeto, sino la de la sacudida del más í­ntimo Sí­ Mismo por la llamada a abrirse al encuentro con «el Otro», la comunicación de dos «tús» (no de dos «yos») distintos cuya esencia es la «relación», la culminación de un intercambio y por lo mismo mutuamente libre y gratuito entre el amor increado y el hombre; con otras palabras, la experiencia más alta para el Santo es la de la mí­stica directamente trinitaria,relacional, directamente centrada en la distinción de personas. Por eso, a diferencia del propio Pseudo-Dionisio, la contemplación sanjuanista es infusión de luz y amor, y a diferencia de la más tí­pica mí­stica renano-flamenca, para el Santo «el estado de esta divina unión consiste en tener el alma según su voluntad con total transformación en la voluntad de Dios». No se trata aquí­ de ningún voluntarismo; la «voluntad de Dios» no tiene aquí­ ningún sentido moral y menos aún jurí­dico: es el propio amor trinitario, núcleo de la propia esencia de Dios, «devuelto» en un intercambio amoroso al propio Dios y por el que el mí­stico es deificado por gracia en el «matrimonio espiritual».

Como mí­stica directamente trinitaria hay que considerar también la de Santa Teresa, que evoluciona desde la experiencia de Dios a la experiencia de la Trinidad y, dentro de ésta, hacia la de la humanidad de Cristo
No es lí­cito no nombrar a la Beata Isabel de la Trinidad que en los umbrales de nuestro siglo «superó la espiritualidad corriente de su tiempo por su acercamiento tan entusiasta y tan amoroso a la Trinidad». Ruysbroek y a la vez san Juan de la Cruz son los dos autores en que bebió y alimentó su excepcional experiencia trinitaria, que acertó a plasmar en unos escritos que constituyen un extraordinario y providencial mensaje para la espiritualidad de nuestro tiempo.

V. La «pequeña mí­stica» o: el despliegue de la presencia trinitaria en la praxis cristiana
Se da implí­cita u objetivamente experiencia mí­stica trinitaria, la que hemos llamado «pequeña mí­stica», allí­ donde el cristiano supera la visión moralista de la praxis cristiana y se mueve en una visión teologal, allí­ donde más que ejercitar una «virtud» u obedecer un «mandato» se inserta en el «misterio» de lo interpersonal, que es el misterio trinitario en sí­ mismo y en su presencia en el hombre y el mundo a través de su Espí­ritu.

El misterio-acontecimiento de Cristo es el acontecimiento trinitario de la historia de la salvación, porque en Jesús por primera vez Dios es pura autocomunicación, regalo, donación, amor, que es la esencia de lo personal. En cuanto autocomunicado sin mediación alguna, el amor originante (Dios Padre) hace realidad irreductible al Hijo (Jesús), que, en cuanto vive esa autocomunicación y la devuelve en reciprocidad de amor, se vive como Hijo (pura relación) y vive a Dios como el Padre. Y el Espí­ritu neotestamentario no es ni más ni menos que esa relación mutua interpersonal por la que, siendo irreductiblemente distintos, son a la vez í­ntimamente uno; con otras palabras, es el amor del Padre y del Hijo por el que son dinámicamente uno.

Este mismo Espí­ritu, que es a la vez el ser más í­ntimo del hombre, del universo y de la historia, hace presente en ellos el misterio del Padre y del Hijo como relación interpersonal. Y ese misterio es objetivamente vivido cuando en la relación con Dios, con los hombres, con el cosmos y con la historia se vive el misterio de «lo personal» que es siempre interpersonal.

La realidad de Dios puede afirmarse como incuestionable sólo por el que experimenta que él y todo cuanto existe tienen un carácter de regalo y gracia. Esto equivale a la experiencia de lo real como en último término lo personal; y esto a su vez equivale a una fragmentaria pero objetiva experiencia de la realidad última como Trinidad, como el Dios de Jesús en el Espí­ritu de ambos.

Si el misterio del Padre y del Hijo son ya inseparables del mundo por su presencia en él mediante su Espí­ritu, no hay posible relación con el misterio trinitario sin una relación con el mundo. Pero de ahí­ no se sigue que la relación con Dios como tal, en su aspecto de trascendencia personal, se identifique con la relación con el mundo. La oración -relación con la transcendencia de Dios- es la relación con el amor ilimitado e incondicionado que fundamenta el ser de cada hombre y le da sentido: no son las personas o las cosas y su relación con ellas las que dan sentido a su vida, sino dicho amor trinitario a él autocomunicado en el Espí­ritu. Asentado en una confianza fundamental, el hombre se sabe afirmado por ese amor y por él aceptado, asegurado en el valor de su existencia aunque no pueda ser socialmente útil o incluso sea una mera carga.

Se da vivencia del misterio trinitario en la relación entre las personas cuando el constitutivo de esa relación son las personas mismas, sin mediación alguna, en cuanto directamente gracia, autodonación y regalo mutuo por los que, siendo diferentes, son a la vez uno (Trinidad). No hay unidad por absorción de uno en otro, ni por superación de los dos en un tercero, sino que la unidad es la misma mutua autocomunicación que rebasa la propia relación yo-tú para convertirse en un riguroso «entre», en un estricto «nosotros».

Se da una vivencia del misterio trinitario en la relación con el mundo cuando la legí­tima autonomí­a del mismo, su propia consistencia, su realidad no reductible a la de Dios (aspecto secular del mundo y su consiguiente vivencia) se abre a una dimensión del mundo que no es planeable ni cientí­ficamente conquistable, sino que se regala, que tiene un carácter amoroso, y por tanto es ante todo algo que se recibe. Y como el regalo, el amor, la gracia, es lo constitutivo de lo personal, al abrirse a esa dimensión se abre al «Tú» original; en otros términos, a la realidad trinitaria. Abriéndose receptivamente a ese fondo gracioso o personal cada ser humano se hace también un «tú», una persona, y vive el valor de los otros seres humanos más allá de la superficie. En Jesús se ha hecho visible ese fundamento amoroso de las cosas que es Dios Padre.

Se da una vivencia trinitaria de la historia o sociedad cuando se vive lo colectivo personalizado, es decir, lo diferente personal en lo uno social y viceversa. El hombre como realidad social no puede ser reducido a planes colectivistas presididos por la idea despótica de la unidad apersona/ en la que el individuo es absorbido por lo común. En este tipo de sociedad (que polí­ticamente sóí­o puede ser dictadura) la relación interpersonal sólo puede vivirse a nivel de individuos, pero la sociedad como tal está absolutamente despersonalizada por una mí­stica monista-materialista presidida por la idea de la Unidad Absoluta, lo mismo que lo está el misticismo panteí­sta apersonal o de absorción en el Uno y por el Uno (la mí­stica renano-flamenca no se centra en la Unidad Absoluta, sino en la Unidad como raí­z de la Trinidad y, por tanto, de lo interpersonal). La inserción cristiana en el compromiso por una sociedad que en cuanto tal sea presencia trinitaria lleva consigo la lucha por todo lo que favorece el valor de la persona humana, que en último término es el valor del amor de Dios o de lo gratuito; como esencialmente personal, la sociedad será esencialmente comunidad (no colectividad), porque ser personas es ser unidad por comunicación (Trinidad). El liberalismo individualista y el colectivismo anónimo son la negación de la Trinidad en la sociedad. No sólo en el primero, tampoco en el segundo puede haber igualdad, porque no hay seres diferentes que puedan ser iguales; sólo hay una realidad igual en la que los individuos desaparecen, pero no hay «personas» iguales. En el misterio trinitario la unidad es el resultado de las diferencias (personas) que son a la vez esencialmente relación que une.

[-> Amor; Antropologí­a; Barth, K; Biblia; Budismo; Comunión; Conocimiento; Cruz; Escolástica; Esperanza; Espí­ritu Santo; Experiencia; Fe; Gloria; Hijo; Historia; Idolatrí­a; Iglesia; Inhabitación; Islam; Jesucristo; Juan de la Cruz, san; Judaí­smo; Lenguaje; Logos; Misterio; Monoteí­smo; Naturaleza; Orí­genes; Padre; Panteí­smo; Pascua; Persona; Psicologí­a; Rhaner, K; Relaciones; Religión, religiones; Revelación; Salvación; Teologí­a y economí­a; Teresa de Jesús, santa; Transcendencia; Trinidad; Vida cristiana. Von Balthasar.]
Santiago Guerra

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MODALISMO

SUMARIO: I. Designaciones.-II. Personajes y corrientes del modalismo clásico-III. Concepto moderno de persona y neomodalismos-IV. Valoración teológica.

I. Designaciones
En la terminologí­a moderna se usa preferentemente el vocablo modalismo para designar la doctrina trinitaria que no reconoce una consistencia personal distintiva al Padre, al Hijo y al Espí­ritu Santo, reduciendo su realidad a simples modos o momentos manifestativos del Dios único. En la historia de la teologí­a esta doctrina ha recibido diversas designaciones: monarquianismo, como derivación del término «monarquianos» usado por Tertuliano (Adv. Prax. 3,2; 10,1: CCL 2, 1161, 1169) para designar a los que defendí­an la monarquí­a divina (un solo principio, monoteí­smo) en sentido herético (por excluir la realidad trinitaria), siendo posible distinguir entre un monarquianismo dinámico-adopcionista (que rechaza la divinidad de Jesucristo) y un monarquianismo modalista (que la acepta, pero no distingue realmente entre Dios Padre y Jesús); patripasianismo, derivado del término «patripasianos» (el Padre es quien padece la pasión, al no distinguirse realmente del Hijo) con que se designa a veces también a los monarquianos tanto en Oriente como en Occidente (PG 14, 1304D; 26, 732C; CSEL 3/2, 781); sabelianismo, de Sabelio, principal exponente en Roma del monarquianismo modalista a comienzos del s. III. Como sucede con frecuencia en la historia de la teologí­a, también en este caso las fuentes de información son fundamentalmente los escritos de sus adversarios, bien contemporáneos, bien posteriores al desarrollo de la polémica.

II. Personajes y corrientes del modalismo clásico
Con los juicios diferenciados a que obliga la investigación histórica reciente sobre el origen y la formulación del monoteí­smo en Israel puede seguir manteniéndose, no obstante, que la confesión de un Dios único constituye el dogma fundamental de la fe judí­a. También el cristianismo primitivo compartí­a esta profesión de fe monoteí­sta, lo que significa que ambos están lejos de los politeí­smos paganos. El acontecimiento Jesucristo, sin embargo, y, sobre todo, su reconocimiento como Dios, marca el lí­mite distintivo entre judaí­smo y cristianismo. Ahora bien, ¿cómo mantener ambas convicciones de fe, la afirmación de un Dios único y la divinidad de Jesucristo, igualmente irrenunciables para un cristiano, sin caer en la contradicción? En un principio no parece que el problema se planteara en toda su virulencia para los cristianos que confesaban sencillamente su fe. Algún intento de explicación se encuentra ya en los apologistas; Taciano dice que el Logos no se origina por una división de la naturaleza divina (PG 6, 816s) y Justino recoge la opinión de cristianos que retienen tan imposible separar al Padre de su propia potencia como separar al sol celeste de su luz terrena (PG 6, 776A). A pesar de todo, hasta finales del s. II no se encuentra un pensamiento estrictamente monarquiano que, queriendo garantizar por encima de todo la unidad y unicidad divina, termina cuestionando la realidad trinitaria de Dios.

El iniciador y primer propagador de una tal doctrina fue Noeto, quien predica en Esmirna (Asia) entre el 180 y el 200. De su enseñanza nos informa Hipólito (P. mitad s. III). Esta consistí­a (PG 10, 803ss; Nautin 243ss) en la afirmación neta de un sólo Dios único, el Dios Padre. De ahí­ que, si Cristo es Dios (lo cual sostiene Noeto a diferencia de los monarquianos adopcionistas), entonces se identifica con el Padre y, en consecuencia, éste, presentándose como Hijo, nació como hombre, sufrió y murió (patripasianos). En su ayuda invocaba textos del AT sobre la unicidad exclusiva de Dios (Ex 3,6; 20,3; Is 44,6; 45, 5.14; Bar 3,36) y textos del NT sobre la identificación del Hijo con el Padre Un 10,30; 14, 9s; Rom 9,5). Tanto el prólogo como otros textos de Jn eran interpretados en sentido alegórico (no probaban más que la unidad de Dios). De la doctrina de Noeto parecen haberse ocupado hacia el 190 dos sí­nodos regionales de Esmirna (cf. Fischer), que rechazaron su doctrina; así­ es como en parte podemos conocerla («dixit Christum esse ipsum Patrem… sic aiunt se probare unum esse Deum… passus vero est Christus Deus, passus igitur est Pater», PG 10, 804A, 806B), al igual que una fórmula de fe, sencilla y tradicional, aducida en su contra, que mantiene la distinción entre Dios Padre y el Hijo («Et nos unum Deum vere scimus; scimus Christum, scimus Filium passum, sicut passus est… atque haec dicimus, quae didicimus», PG 10, 805A).

Con la condena de Noeto desaparece también su rastro, pero no el de su doctrina. Uno de sus discí­pulos, Epí­gono, la lleva consigo hasta Roma, donde encuentra el terreno bien preparado ya por la enseñanza previa de un tal Práxeas, personaje del que únicamente tenemos noticia por el Adv. Prax. (213) de Tertuliano. Este hecho, unido al silencio de Hipólito y de otras fuentes, han llevado a la hipótesis de si Práxeas (=intrigante, embrollón) no serí­a el nombre ficticio para designar a un monarquiano ya conocido (Cantalamessa 49). A pesar de las perplejidades, hoy se tiende a admitirlo como personaje histórico distinto. Su doctrina aporta variantes y matices propios al monarquianismo. El Padre y el Hijo no son más que una sola cosa («duos unum volunt esse ut idem Pater et Filius habeatur», Adv. Prax. 5); el Logos no es más que otro nombre (flatus vocis) dado al Padre; por ello, el Padre fue quien se encarnó, nació de la virgen Marí­a, padeció y sufrió la pasión («ipsum dicit patrem… passurn… post tempus pater natus et pater passus», Adv. Prax. 1 s). Ahora bien, todo esto no bastaba para dar razón suficiente de lo que sobre jesucristo dicen los textos bí­blicos y la fe tradicional. De ahí­ que se distinga en él una dualidad, por una parte el elemento divino o Cristo, que se identifica con el Padre, y por otra parte el elemento humano o jesús, que es propiamente el Hijo; en realidad, este elemento humano fue el protagonista de la cruz y de la pasión, mientras que el Padre compadeció la pasión con el Hijo («filius sic quidem patitur, Pater vero compatitur», Adv. Prax. 29). Praxeas dejó Roma para ir a Cartago, donde su doctrina alcanzó una aceptación muy amplia, sobre todo entre la gente sencilla, tal como hacen notar Hipólito y Tertuliano. Este recuerda el lema repetido incesantemente por la multitud: «rnonarchiam tenemus» (Adv. Prax. 3) y considera la doctrina monarquiana como algo propio de espí­ritus simples y sin formación, de los que habla con desdén («simplices, ne dixerim imprudentes et idiotae, quae major semper pars credentium est», Adv. Prax. 3), frente a los cuales él se esfuerza por presentar un sistema de pensamiento, elaborado con categorí­as filosóficas, pero no siempre grato a las autoridades doctrinales (cf. Lebreton).

El pensamiento de Noeto fue continuado por Sabelio, del que no tenemos fuentes directas ni en lo relativo a su origen (¿Libia?) ni a su doctrina, excepto que fue condenado por el papa Calixto hacia el 220 por sus posturas monarquianas. La caracterización del sabelianismo (cf. Simonetti) transmitida por Hipólito (Refut. IX 11s), Epifanio (Panarion 62,1-8) y Atanasio (PG 26, 732) hace del mismo una prolongación consecuente del monarquianismo, pero introduciendo ahora en su sistema la figura del E. Santo, a la que los anteriores no habí­an dado relieve (Bienert 171 es crí­tico con esta tesis). No tenemos noticia de ningún autor concreto que haya sistematizado de algún modo el sabelianismo; únicamente una breve referencia de Eusebio (PG 20, 593A) sobre la enseñanza de Berilo, obispo de Bostra, a quien Orí­genes habrí­a convencido en un concilio del 240 para que abandonase la postura que mantení­a sobre el Logos como una realidad no distinta del Padre. El caso es que por esta misma época se difunde ampliamente una versión del sabelianismo, con matices propios, en la Pentápolis. Será bastante más tarde cuando Epifanio de Salarnina. (315-403) informe de esta nueva elaboración (PG 41,1052-1061): Dios, mónada simple e indivisible, constituye con el Hijo una persona única, de ahí­ el nombre de hyiopátor; al mundo creado se revela en el AT como legislador (Padre), en el NT como redentor (Hijo) y, desde Pentecostés, como santificador de las almas (E.Santo) ; pero estos tres estadios sucesivos de la mónada divina (única hypóstasis o prósopon) constituyen tres aspectos, virtualidades, modalidades, como tres nombres de un mismo ser; modalidades que son transitorias, duran únicamente lo que dura su actuación, en un movimiento de despliegue y de repliegue en la mónada divina. Con esta doctrina se va más allá del patripasianismo occidental: la pasión es sufrida realmente por el Hijo, no por el Padre; se evita el subordinacionismo al no conceder al Padre ninguna condición preeminente (es igual que Hijo y Espí­ritu una manifestación temporal de la única mónada) y se hace un lugar para el E. Santo. En el contexto de la difusión de estas doctrinas sabelianas se ha de colocar el conflicto surgido entre Dionisio, obispo de Alejandrí­a (t 264/5), que lo combate decididamente con expresiones no siempre afortunadas, y el papa Dionisio de Roma (259-268), quien considera la doctrina de las tres hipóstasis separadas como equivalente a la afirmación de tres dioses [sobre la cuestión, cf. infra triteí­smo] .

A lo largo del s. IV se mantiene todaví­a la acusación de sabelianismo, pero ya no parece responder tanto a una realidad histórica con capacidad de nuevas versiones, cuanto a un arma arrojadiza en contra de los adversarios. Así­ aparecerá con frecuencia en boca de los arrianoso de los eusebianos para acusar de sabelianismo a los defensores del consustancial niceno. En algunos casos, como el de Marcelo de Ancira (t 375 ca.) con motivos suficientes, si bien resulta muy compleja la interpretación exacta de su pensamiento (Grillmeier 418ss). Partidario entusiasta del homooúsios niceno, quiere salvar por encima de todo la unidad divina; Dios es una mónada indivisible, una única ousí­a e hipóstasis, que en la creación y en la encarnación del Logos se convierte en dí­ada y con la efusión del E. Santo se transforma en trí­ada; rechaza la concepción origeniana del Logos como una hipóstasis distinta (romperí­a la unidad divina y equivaldrí­a a politeí­smo) y no admite diferenciación intradivina alguna que reconociera al Logos una subsistencia propia. Se trata de la fuerza (dynamis) divina, que sale de Dios para actuar en la historia de creación y de salvación y que al fin de los tiempos, cuando su función se haya cumplido, se reintegrará de nuevo en la mónada divina (la fórmula del credo, referida a Cristo, de que «su reino no tendrá fin», seguramente tiene que ver con estas ideas). Según Kelly 296, el pensamiento de Marcelo serí­a compatible con el trinitarismo económico de los occidentales; para los orientales, en cambio, especialmente para los eusebianos, era inaceptable, más aún en la versión monarquiana adopcionista que del mismo hace su discí­pulo Fotino (depuesto en Sirmio 351).

III. Concepto moderno de persona y neomodalismos
El modalismo, en sus distintas versiones, no es solamente la pervivencia del monoteí­smo judí­o estricto; también puede considerarse como un intento de la reflexión creyente por hacer plausible y aceptable para la inteligencia humana, sin obligarla a grandes sacrificios, el lenguaje bí­blico sobre Dios Padre, Hijo y Espí­ritu Santo. En cuanto realidad histórica tuvo a finales del s. II y en el III su mayor difusión, prolongada de alguna manera en el IV. Pero en cuanto riesgo permanente reaparece a lo largo de la historia de la teologí­a: priscilianismo, la primera escolástica con Abelardo (t 1142), la propuesta ilustrada de una religión dentro de los lí­mites de la razón, el socinianismo, gran parte del protestantismo de la época moderna [cf. unitarianismo…] Es decir, puede considerarse como la sombra indefectible de todo esfuerzo creyente por la inteligibilidad de la fe, sobre todo cuando la preocupación primera es la unidad y unicidad de Dios.

Para obviar este riesgo se terminó introduciendo en las formulaciones dogmáticas trinitarias el término «persona» como un concepto lí­mite [cf. persona]. Las modificaciones sufridas por el mismo en la historia del pensamiento, desde su comprensión clásica como sustancia hasta su comprensión moderna como autoconciencia, ha hecho que diversos teólogos consideren el uso aproblemático de la expresión «tres personas» en la situación cultural de hoy como vehí­culo fácil de un triteí­smo casi inevitable, ingenuo y no reflexionado. De ahí­ sus propuestas complementarias o alternativas: hablar más bien de modos de ser (Seinsweise, Barth) o de modos de subsistir (Subsistenzweise, Rahner) como ví­as de superación de la amenaza triteí­sta. Frente a ellas ha surgido de nuevo la acusación de neomodalismo, si no manifiesto, ya que los teólogos respectivos conocen el riesgo y quieren mantener el dogma trinitario, al menos tendencialmente inevitable. De nuevo también la invocación de herejí­as históricas como sospecha recelosa, como arma arrojadiza o como afirmación de los acentos propios en la confrontación contemporánea de distintas corrientes teológicas. En las más recientes (Moltmann, Pannenberg, Ratzinger, Kasper) la insistencia ha basculado hacia la diversidad de personas. Pero serí­a presuntuoso dirimir aquí­ la cuestión con (des)calificaciones globales, ignorando la complejidad de las respectivas propuestas. Solamente el análisis detallado de las mismas puede permitir un juicio fundado.

IV. Valoración teológica
En la historia del pensamiento cristiano el modalismo ha sido un riesgo más propicio entre corrientes teológicas que acentuaban la unidad rigurosa y estricta del Dios único (en continuidad con el monoteí­smo judí­o) o insistí­an en la unicidad de naturaleza e igualdad sustancial de las tres personas para superar de raí­z todos los subordinacionismos posibles. Es ciertamente un riesgo peculiar, aunque no exclusivo, de la teologí­a occidental de la unidad divina [cf. Regnon y precisiones posteriores]. Harnack, a propósito del conflicto que enfrentó a Hipólito con los papas Ceferino y Calixto en la controversia modalista, avanzó la tesis de que el modalismo serí­a como la expresión de la fe común de la gente sencilla, modificada posteriormente por la doctrina de los apologistas sobre el Logos distinto del Padre y por toda la construcción dogmática posterior; restos de ese modalismo popular originario podrí­an descubrirse hasta el s.V en autores retenidos como ortodoxos. En una palabra, cristianismo sencillo y originario, de carácter adogmático, por una parte, frente al dogma eclesiástico posterior, elaborado por sabios e intelectuales, por otra parte. Según Bardy (1999ss), la tesis no resiste el examen histórico, pues el monarquianismo modalista es una herejí­a propia de finales del s. II y primera mitad del s. III, en la que el modalismo encuentra su expresión técnica, con diversificación de escuelas, y de la que se alimentarán los modalismos posteriores.

La comprensión modalista rigurosa de Dios disuelve la Trinidad divina en una realidad simplemente manifestativa, en un puro «pro nobis», en un aspecto de la reflexión y del pensamiento humano. Los nombres de Padre, Hijo y Espí­ritu tienen un significado meramente formal y toda distinción personal entre ellos queda difuminada. Con ello no hay lugar tampoco para una cristologí­a en sentido estricto y de hecho Noeto acusaba de «diteí­smo» a los que distinguí­an personalmente entre el Padre y el Hijo y se resistí­an a admitir su interpretación modalista. En rigor no hay una asunción real de la historia humana por parte de Dios y el acontecimiento de la encarnación divina pierde toda consistencia real. La historia vivida y protagonizada por Jesús de Nazaret se vací­a de su significado salví­fico para el hombre. Y la verdad salví­fica de esos acontecimientos históricos esel núcleo central que quiere garantizar el dogma trinitario cuando rechaza el modalismo. La historia de Jesús solamente es salví­fica y liberadora si es realmente historia del Dios trinitario, no si únicamente se desarrolla bajo el signo de una presencia más o menos lejana de Dios. Formulado en lenguaje técnico: solamente si hay una correspondencia recí­proca y una identidad real entre Trinidad económica (revelación, autocomunicación de Dios al hombre como Padre, Hijo y Espí­ritu en la historia salví­fica) y Trinidad inmanente (realidad de Dios Padre, Hijo y Espí­ritu como comunión intradivina y eterna). Es la verdad irrenunciable que quieren garantizar las formulaciones dogmáticas mediante la expresión «tres personas trinitarias». Salvado este núcleo central es ya una cuestión propia del quehacer y del debate teológico el que puedan encontrarse otras expresiones igualmente válidas.

[- Arrianismo; Barth; Concilios; Escolástica; Judaí­smo; Monarquí­a; Monoteí­smo; Padres (griegos, latinos); Personas divinas; Politeí­smo; Rahner; Regnon, De; Subordinacionismo; Teologí­a y economí­a; Trinidad; Triteí­smo; Unidad, Unitarianismo.]
Santiago del Cura Elena

PIKAZA, Xabier – SILANES, Nereo, Diccionario Teológico. El Dios Cristiano, Ed. Secretariado Trinitario, Salamanca 1992

Fuente: Diccionario Teológico El Dios Cristiano

Esta palabra se deriva de una raí­z griega, que quiere decir «cerrar la boca»; en sentido práctico, la mí­stica es una etapa de la vida espiritual que supone un conocimiento y una percepción de Dios de una gran profundidad, acompañada a menudo de una fenomenologí­a extraordinaria (éxtasis, estigmas, levitación…). Teóricamente la mí­stica se propone como lugar cientí­fico que estudia esta fenomenologí­a y esta espiritualidad (teologí­a de la mí­stica, psicologí­a de la mí­stica).

Esencialmente, la mí­stica es la experiencia de Dios que, entre otros muchos grados a través de los cuales se puede llegar a Dios, llega incluso a la contemplación, como cumplimiento de la gracia y de las virtudes infusas.

Sus modalidades pueden ser activas y pasivas, según se acentúe el compromiso del hombre o la invasión directa de Dios. Las clasificaciones de la mí­stica son varias y – proceden de diversas teorizaciones o experiencias; santa Teresa, por ejemplo, propone cuatro grados de la vida mí­stica: 1) quietud, en que el espí­ritu descansa, aunque no está libre de toda distracción; 2) estado unitivo, en el que es vivo el sentimiento de la continua presencia de Dios y desaparecen los fenómenos de distracción; 3) el éxtasis, como cese de la actividad de los sentidos; 4) mí­stica esponsal, en la que el alma empieza a saborear la presencia de Dios, implicando también al cuerpo, en un acto entre conocimiento y visión beatí­fica inmediata de Dios, que se expresa como irrupción amorosa. La fenomenologí­a psí­quica que acompaña a esta etapa, aunque a menudo se puede encontrar en ella, no es, sin embargo, necesaria.

G. Bove

Bibl.: J Jiménez Duque, Teologí­a de la mí­stica, Madrid 1963; A. Rovo Marin, Feologí­a de la perfección cristiana. BAC, Madrid 1958; J Sudbrack, Mí­stica cristiana, en T, Goffi – B. Secondin, Problemas y perspectivas de espiritualidad, Sí­gueme, Salamanca 375-396; Ch. A. Bernard, Teologí­a espiritual Atenas, Madrid, 483-514.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

I. La mí­stica como teorí­a y como práctica
En la reflexión teológica la m. se presenta como conciencia de la experiencia de la gracia increada, como revelación y comunicación del Dios trino. Una «teologí­a de la m.» tiene por objeto exponer teórica y cientí­ficamente sus presupuestos y principios; su método es el teológico. Una definición de la m. no puede darse al comienzo de una teologí­a de la misma, sino que debe más bien elaborarse a través de ésta; y así­ constituye el contenido de dicha teologí­a y la deslinda frente a otros campos semejantes. La palabra misma m. no puede decir nada ni por su origen lingüí­stico ni por su historia semántica acerca del sentido y contenido de la cosa significada. En contraste con la ascesis y la -> ascética, donde ya en los términos la teorí­a y la práctica aparecen como magnitudes diferentes, la m. significa ambas cosas: la theorí­a de la reflexión cientí­fica y la praxis – tecne del ejercicio y de la experiencia. Aquí­ radica también una de las razones de que ofrezca grandes dificultades el ponerse de acuerdo no sólo sobre la cosa misma, sino también sobre la explicación de textos mí­sticos.

Una teologí­a de la m. no tiene que habérselas únicamente con un tema teológico particular, p. ej., con capí­tulos selectos del tratado de la gracia. La m. no puede prescindir del misterio fundamental, la -~ Trinidad económica (idéntica con la Trinidad inmanente), en la que Dios, permaneciendo idéntico consigo mismo, se comunica enteramente en forma personal, y no sólo a manera de apropiación. Pero, desde la variedad de temas, el interés fundamental de la m. conduce a un tema único y sencillo (lo cual tiene importancia para la reflexión metodológica), que en su sencillez está abierto atodo, del mismo modo que en el credo hablando sobre Dios se informa al cristiano acerca de todo lo que él es y debe ser. En su condición de criatura y no obstante su pecado, el hombre se siente llamado constantemente por Dios, porque éste se comunica y abre al ser espiritual del hombre de manera totalmente intima; y así­ introduce todo su mundo espiritual en el horizonte del existencial sobrenatural ( -> existenciario II), se le da por bondad y amor, de forma que viene a ser para el hombre el fundamento de su existencia y la auténtica verdad de su vida, lo diviniza por la gracia habitual según su propia imagen, no por mediación de signos creados o de una representación, sino por su presencia personal interior intimo meo, con libertad completa y absoluta y, por ende, de manera gratuita, para que su oferta y su hablar divino halle también entera y libre entrega y un oí­r divino como respuesta, lo cual sólo puede suceder por la fe teologal, que acepta la palabra de Dios como palabra de Dios. Pero la gracia con su luz, la «centella del alma», no es sólo conocimiento, sino que está antes y por encima del entendimiento y de la voluntad, allí­ donde el alma es una unidad previa a la variedad.

No es mera aprehensión y recepción de múltiples verdades desconectadas o de una selección de las mismas, sino que llama e incita al hombre entero con toda su vida para que se esfuerce por descubrir siempre de nuevo el contenido oculto del misterio, para que haga una entrega permanente en la fidelidad, en la esperanza creyente, en el amor y en una acción constante según la medida en que Dios se abre y manifiesta a sí­ mismo, conservando por la humildad y la entrega lo que fundamentalmente se inició ya en un primer principio. Sobre esto tiene que basar una teologí­a de la m. sus auténticos enunciados, porque la revelación de Dios siempre dice algo también acerca del hombre; lo dice en todos los enunciados teológicos sobre Dios, uno y trino, sobre su creación y santificación, sobre la encarnación, vida y pasión del Hijo de Dios, sobre la Iglesia y los sacramentos, sobre la gracia y la eterna visión beatí­fica. Y a su vez todo esto arranca del misterio uno, está oculto en él y conduce a su revelación. Lo cual no puede ni debe significar que la teologí­a se transforme en m., como tampoco la m. puede transformarse en teologí­a; pero sin duda entrará en el objeto propiamente dicho del teólogo (en todo caso más de lo que se hace ordinariamente), no menos que de quienquiera piense cristiana y teológicamente, el dirigirse a esta teologí­a orante, elaborada «de rodillas», que por lo demás no dejará de abordar ningún tema de reflexión teológica, a la manera como tampoco la moral y la ascesis podrán renunciar nunca a una reflexión siempre nueva – en forma de teorí­a y doctrina – de sus enunciados y exigencias.

Pero una teologí­a de la m. habrá de incluir igualmente en sus consideraciones al hombre como ser agraciado en su subjetividad radical. Y una amplia -> antropologí­a teológica desplegará aquí­ su correspondiente importancia, tratando de explicar los enunciados teológicos sobre el hombre con el sentido espiritual que eleva a conciencia refleja la realidad religiosa mediante las palabras del mundo objetivo y las categorí­as mundanas; de forma que por el carácter teológico del hombre resulte claro cómo lo propiamente mí­stico es a la vez lo especulativo (TOMíS DE AQUINO, ST 1 q. 1 a. 10). Por otra parte, la reflexión sobre el acto religioso en el aspecto particular de la intimidad profundizada pondrá precisamente de relieve el elemento mí­stico para mostrar e interpretar la estructura de la esencia sobrenatural del alma agraciada (no una psicologí­a de la m. o del mí­stico). Fuera de la fe (y, por ende, fuera de la gracia) no hay nada que pueda o deba ser una mediación para la -> visión de Dios; en este sentido se hace visible y eficaz una vez más la trí­ada: natura – gratia – gloria, que posibilita una auténtica inteligencia de las diversas disciplinas teológicas en su unidad de contenido y de método. Aquí­ radica sin duda una de las razones, si no incluso la principal razón, que justifica toda m. extracristiana, punto que no descuidará ninguna teologí­a de la m. Y finalmente el elemento mí­stico no está ya ligado a un fin, pues descansa en sí­ mismo, en el misterio como su objeto definitivo, en la plenitud, que es abundancia y cumplimiento (Jn 10, 10; Rom 5, 20; Ef 1, 8; 1 Tim 1, 14).

En la ascesis predomina la invitación al ejercicio. Por lo que atañe a la práxis-tecne de la m., ésta puede cifrarse en la exhortación al constante ejercicio de la oración, entendida en un sentido muy lato, universal y radical (como lectio, studium, meditatio, contemplatio). Sin embargo, no faltan tampoco imperativos directos (cf. p. ej., 1 Cor 12, 31; 14, 39). Sobre el diálogo del alma hay que decir que cuando oramos, hablamos con Dios; y cuando leemos (en la Escritura) y oí­mos, Dios habla con nosotros. La m. no es en absoluto únicamente para privilegiados; pero la experiencia mí­stica depende por una parte de la absoluta y libre voluntad de Dios, y por otra, de la voluntaria recepción y aceptación de esa comunicación divina por la fe y la caridad, aunque todo esto se realice fragmentariamente, de modo vario, sucesivamente y de manera imprevisible. No puede hacerse a la m. el reproche de utopismo u hostilidad al mundo, pues afirma a Dios y a todas sus criaturas: busca y encuentra a Dios en todos y en todo. El auténtico acto mí­stico sólo puede aprehenderse dialécticamente; ninguna gracia recibida queda vací­a o se recibe en balde.

La m. es además lo propiamente dinámico en la Iglesia, pues supera el mero seguimiento literal de lo mandado y llena todo lo sacramental e institucional de interioridad y espí­ritu. La Iglesia no está nunca sin vida mí­stica. No existen declaraciones generales y obligatorias de la Iglesia sobre la verdadera naturaleza de la auténtica experiencia mí­stica; la revelación y la Iglesia son norma negativa para los enunciados mí­sticos. Pero sí­ ha tomado posición contra concepciones erróneas en el terreno de la vida interior religiosa (que ya como tales, se desenmascaran siempre como pseudo-mí­stica), las cuales en sus presupuestos o en sus consecuencias iban unidas con errores en materia de fe: contra los mesalianos, los hermanos del espí­ritu libre (DS 866), begardos y beguinas (Dz 471-479), cuyos errores muestran una extraña semejanza con los de los alumbrados en tiempo de Ignacio de Loyola, contra el quietismo (DS 2181-2192), Miguel de Molinos (Dz 1221-1288; Dz 1243: mystici; 1246: mystica; 1281, 1283: mors mystica; cf. también Dz 1341 1342 1343 1347: sancti mystici).

Por el hecho de que la Iglesia invita a profundizar en la vida de fe y oración, favorece indirectamente la vida mí­stica, como lo hace, p. ej., el concilio Vaticano Ix en la constitución dogmática Sobre la Iglesia (n.0, 12, 15), en el decreto Sobre la formación de los sacerdotes (n.0 9, 22), en la declaración Sobre la relación de la Iglesia con las religiones no cristianas (n.0 2, 3), en la constitución dogmática Sobre la revelación divina (n° 2, 3, 19, 25 et passim); la encí­clica de Pí­o xii Mystici corporis (AAS 35 [1943] 193-248) a pesar de lo que insinúa la terminologí­a tenia otra intención, condicionada por las circunstancias y las exigencias del momento. De las manifestaciones sobre una «nueva piedad», que proceden de la dinámica interior y de los carismas de la Iglesia, resulta sin duda la nueva obligación para teólogos, predicadores, directores espirituales y laicos de renovar una religiosidad y mistagogia que vive la fe incluso en el quehacer cotidiano, pero a la vez ama la tierra y, aun en lo aparentemente mí­nimo, sabe del misterio del Dios que está presente y se comunica a sí­ mismo.

Para enjuiciar la autenticidad o falsedad de los fenómenos mí­sticos, dejando aparte los concomitantes fenómenos externos y accidentales, que no constituyen el núcleo ni la esencia de la vida mí­stica sino que más bien apartan de ella, hemos de tener en cuenta cómo una experiencia del favor divino que llegue incluso a lo profundo del espí­ritu también puede ser interpretada subjetivamente de manera falsa y errónea, y en ningún caso incluye el privilegio de seguridad de la justificación individual. Precisamente aquí­ debe cumplir su tarea esencial la «-3 discreción de espí­ritus» (1 Cor 12, 10) en la variedad y diferencia de «palabra y conocimiento» (1 Cor 1, 5; cf. también 1 Cor 12, 31ss).

II. Mí­stica y sagrada Escritura
Toda la sagrada Escritura está abierta a una interpretación mí­stica. Precisamente si se tiene en cuenta y se entiende mediante una retrospección etiológica la parte humana en la composición de los libros particulares, la palabra y la acción de Dios se describen en la Escritura de tal forma que Dios, con absoluta libertad, crea la posibilidad y el fundamento para su comunicación personal y la aceptación y experiencia de la misma, la desvela de manera progresiva, la mantiene permaneciendo él lo que es y manifiesta su í­ntima presencia en distintos tiempos y de maneras varias (Heb 1, 1). Y como su palabra y su acción divinas, su querer y su crear absolutamente libres son idénticos (cf. Gén 1, 3; Sal 32, 9), él puede hablar también al «objeto» como a su propio tú personal, como a su amigo idéntico con él. Sin perjuicio de su carácter histórico, toda la Escritura se convierte en medio y espejo de la «teofaní­a» divina. El presupuesto para ello habrá de ser que, bajo el velo, la corteza y la cáscara de la letra (sub cortice litterae) se descubra un sentido espiritual, cabalmente el sentido mí­stico, de suerte que el verdadero gnóstico y mí­stico encuentra y adora a Dios «en espí­ritu y en verdad» (Jn 4, 23s). Desde este punto de vista Gén 1, 1 y Jn 1, 1 forman una unidad y se iluminan mutuamente como datos de la historia de la creación y de la salvación, como principio que es también fin (cf. Ap 21, 6; 22, 13).

Por tanto, una auténtica teologí­a de la m. partirá con razón precisamente del hombre, según es descrito en su principio como «adán», que no ha de ser considerado como un hombre particular, sino que ha de ser visto en su unicidad, singularidad y ejemplaridad, en su cercaní­a a Dios y su experiencia de esta presencia e imagen de Dios. Puntos culminantes de ese encuentro con Dios, que conducirá finalmente a la «alianza» (Gén 15, 18; 16, 2ss) y luego al consortium sermonis dei (Ex 34, 29; cf. 2 Pe 1, 4), pueden señalarse en la figura de Abraham, que es guiado y enseñado por Dios (Gén 12-22), en el diálogo de Yahveh con el mismo Abraham (Gén 22, 1-18), en la visión de Jacob (Gén 32, 25-31; 35, 9-15) y, por la revelación y comunicación del nombre de Yahveh, que es el que es (Ex 3, 14), en el hablar de Dios con Moisés (cf. p. ej., Ex 6, 2ss; 19, 3ss; 33, 18ss; 34, 6-35) y en sus mandatos al mismo (Lev 1, Iss; Núm 1, Iss); e igualmente en la transmisión de la palabra de Dios y de su contenido (Dt 1, 6ss), y en las palabras del Señor a Elí­as (1 Re 19, 8ss).

Las teofaní­as de Yahveh en los profetas son siempre visión, llamamiento y misión a los otros y para los otros (p. ej., Is 1, Iss; 6, 1-13; Jer 1, 4ss; Ez 1, 3ss). En los salmos se expresa en forma lí­rica la presencia y el hablar de Dios, así­ como su recepción por el agraciado con acción de gracias, alabanza, arrepentimiento y súplica. El Cantar de los cantares fue siempre en su forma poética el favorito de los mí­sticos y el punto de partida de toda la mí­stica nupcial. A lo largo de todos los libros del AT la interpretación espiritual del sentido escriturario ha encontrado siempre al Dios que se revela, revelación que desde el principio hasta el fin tiene una orientación histórica, verbal, universal (del individuo llamado a los muchos y, finalmente, a todos en el pueblo, en la humanidad por la alianza) y escatológica.

En el Nuevo Testamento se hace luz y realidad definitiva lo que hasta entonces habí­a sido umbrátil y provisional. La comunicación de Dios mismo en la epifaní­a de la encarnación se une con la experiencia dichosa de la unión con Dios en la fe. Ello se ve con especial claridad en la perspectiva joánica; el contenido de las conversaciones con Nicodemo (Jn 3, 1-21) y con la mujer de Samarí­a (Jn 4, 7-26), el realce del «Yo soy» (Jn 4, 26), que provoca al «tú» del interlocutor (cf. sobre ello Ex 3, 14), dejan abiertos los supuestos que inician un encuentro, de forma que finalmente en el creyente mismo (cf. Jn 6, 45) brotarán «fuentes de agua viva» (Jn 7, 38). Este «Yo soy» es la única puerta (Jn 10, 7), pan de vida (Jn 6, 35.48. 51), luz (Jn 8, 12), resurrección y vida (Jn 11, 25), el camino, la verdad y la vida (Jn 14, 6); aquí­ tampoco falta el motivo nupcial (Jn 3, 29; Mt 9, 15; 25, Iss).

La experiencia de la comunicación de Dios debe hacerse en aceptación agradecida y humilde; y nadie queda excluido de esta oferta (Mt 11, 28), ni los pobres, ni los hambrientos, ni los que lloran (cf. Mt 5, 3ss), ni los gentiles (cf. 8, 10ss), ni siquiera los pecadores (cf. Mt 9, 13; 11, 19). Contiene la misma verdad lo que en las parábolas de los sinópticos se dice a manera de insinuación que ha de ser interpretada ulteriormente: un conocer en el no conocer, un no conocer en el conocer, un ver y sin embargo no ver, un hallar en el perder. Pero en unión con ello se habla también de una decisión y distinción, de videntes que son ciegos y de no videntes que pueden ver (cf. Jn 9, 39); de los que están «fuera» (Mc 4, 11), de los que no oyen su voz, de los que no guardan su palabra como bien permanente y, por añadidura, escudriñan las Escrituras, pero no tienen la voluntad que pide la fe (Jn 5, 37ss), mientras que a otros les es dado conocer el misterio del reino de Dios (Mc 4, 11) bajo el velo de la letra, de la imagen y de la parábola.

Para Pablo es decisivo el misterio de Dios, el misterio de Cristo, el misterio del evangelio, el misterio de la fe, que es juntamente el misterio de la piedad (1 Cor 4, 1; Col 2, 2s; 4, 3; Ef 1, 7ss; 6, 19; 1 Tim 3, 9.16). El apóstol ve su ministerio y misión en la predicación de la revelación del misterio, que estaba oculto, pero ahora se ha revelado y puesto de manifiesto a todos los pueblos por los escritos proféticos para operar la obediencia a la fe (Rom 16, 25ss); a él, el más pequeño, le ha sido dada la gracia de dar a conocer a todos el misterio escondido en Dios desde la eternidad (Ef 3, 4s. 7ss). La aceptación y familiaridad en esta gracia se produce por logos y gnosis (1 Cor 1, 5); Pablo puede comunicar la sabidurí­a entre los perfectos, una sabidurí­a oculta en el misterio (1 Cor 2, 6). Pero se mantiene la distinción entre terrenos y espirituales; a los pequeñuelos se les da leche, a los otros manjar sólido (1 Cor 2, 14s; 3, ls; cf. Heb 5, llss). Y no sin razón se dirige ya Pablo contra tergiversaciones y abusos, recomendando la debida moderación (Rom 12, 3).

III. Historia y tradición de la mí­stica
Aun cuando la vida mí­stica nunca fue extraña a la Iglesia, sin embargo, sus formas y manifestaciones han sido muy diferentes entre sí­. Toda forma de auténtica m. tendrá que ostentar estructuras trinitarias y sus fundamentos serán siempre bí­blicos; habrán de ser también caracterí­sticos sus elementos cristológicos, eclesiales y escatológicos; la imagen y el sí­mbolo (noche oscura) se expresan en su lenguaje; según el tiempo y el origen, hallarán sus representantes la m. monacal (m. religiosa), la m. litúrgica y la m. cósmica y abierta al mundo. Una historia de la m. serí­a la historia del desenvolvimiento de elementos mí­sticos particulares, los cuales, en los diversos aspectos que se suceden históricamente despliegan en cuanto al contenido y la forma los momentos de una sola y misma idea mí­stica. Y en esta historia, los mí­sticos particulares solo pueden comprenderse dentro de movimientos espirituales, como representantes, portavoces literarios y sistematizadores teológicos de tendencias y «escuelas» particulares.

Es caracterí­stica de la m. en la era de los padres cierta «teorización» de la idea mí­stica, apoyándose preferentemente en la semejanza del hombre con Dios según Gén 1, 26s, o desarrollando también el tema del nacimiento de Dios en el alma. Igualmente, de los esfuerzos teológicos por formular con claridad las verdades trinitarias y cristológicas y por justificarlas contra la herejí­a, nacen nuevos y fructuosos puntos de partida, en los que se emplea el lenguaje de la filosofí­a helení­stica, así­ como la tradición no cristiana (-> exégesis, -> exégesis espiritual). El influjo de Orí­genes sobre la espiritualidad occidental fue muy importante. Entre las figuras centrales descuella Gregorio de Nisa, al que se ha llamado «padre de la mí­stica». En general, las investigaciones más recientes han proporcionado conocimientos sorprendentemente nuevos, que en su conjunto hacen ver lo ramificadas y extensas que fueron las influencias de la m. oriental sobre el occidente medieval (-> mí­stica flamenca, ->.mí­stica alemana). Irradiaciones extraordinarias y no siempre justificables partieron de la figura y obra del pseudo-Dionisio Areopagita. Su obra menor De mystica theologia está dirigida con gran sobriedad en su estructura temática al conocimiento del misterio divino, pero no puede pasarse por alto su influjo debido a la masa de comentarios que provocó durante la edad media y sobre todo desde la teologí­a barroca.

Tomás de Aquino no desarrolló una teorí­a propia de la m.; en cambio, él mismo, como en general la escolástica medieval, pone en primer término con más fuerza y claridad la cuestión de la profecí­a y los carismas (también raptus y excessus). Es de notar que en Tomás y en los teólogos medievales se presupone la idea del «existencial sobrenatural»: Super istum autem modum communem est unus specialis, qui convenit naturae rationali, in qua deus dicitur esse sicut cognitum in cognoscente et amatum in amante… attingit creatura rationalis ad ipsum deum, secundum specialem modum deus non solum dicitur in creatura rationali esse, sed etiam habitare in ea sicut in templo suo… Habere autem potestatem fruendi divina persona est solum secundum gratiam gratis facientem (ST t q. 43 a. 3); per donum gratiae gratum facientis perficitur creatura rationalis ad hoc quod libere non solum ipso dono creato utatur, sed ut ipsa divina persona fruatur (ibid., ad 1). Hasta hoy dí­a se percibe con fuerza desproporcionada el influjo de la -> mí­stica española en el trabajo teológico; de este modo se restringieron innecesaria e injustificadamente los verdaderos aspectos de la m. en un sentido demasiado individualista (a lo sentimental y privado, a lo subjetivo y psicológico). Eso no sólo fue un obstáculo para superar una concepción teórica condicionada por el tiempo y la historia, sino que llevó también a una absolutización unilateral de ciertos elementos (de todo punto positivos) en el conjunto de la espiritualidad. Aquí­ particularmente, la teologí­a de la -> espiritualidad trata de contrarrestar semejante restricción.

IV. Cuestiones y tareas
Como en toda reflexión nueva en cualquier ciencia, en la m. como teorí­a interesa ante todo la cuestión de cómo se elijan el punto de partida y el método. Una sistematización dependerá aquí­ considerablemente del estado de la respectiva investigación teológica (p. ej., en el terreno de la teologí­a de la gracia). Una distinción entre m. en sentido lato (m. en cierto modo como «caso normal») y en sentido estricto (m. como estado privilegiado) es insostenible, pues, a la postre, en el don se da el dador mismo, aunque en la vida religiosa ordinaria, por las razones más diversas (impedimentos externos e internos), no todos realizan todas las posibilidades. Hay que conceder de todo punto que habrí­a de elaborarse una explicación más amplia y exacta de la -> experiencia, por la que, supuesta una psicologí­a especulativa, la experiencia de la gracia como realidad creada (con su variedad de estados subjetivos) pudiera distinguirse de la experiencia auténtica (aunque mediata) del encuentro y comunicación con el Dios personal. También deben deslindarse claramente los datos mí­sticos frente a toda especie de vivencia filosófica de la -3 trascendencia. Y queda igualmente por definir más exactamente la relación de la m. con la gnosis, el esoterismo y los carismas (sefialadamente con los carismas de la Iglesia que se conceden para provecho de los demás, distinción que está ya anticipada en el utifrui del agustinismo medieval).

Principalmente en torno a dos cuestiones se mueven los esfuerzos en este terreno: ante todo, en torno a la definición de la relación entre ascética y m. en la sí­ntesis de una espiritualidad orientada teológicamente; la otra cuestión versa sobre la existencia y posibilidad de una m. extracristiana. No cabe discutir la existencia de fenómenos mí­sticos (fuera de la Iglesia, en el judaí­smo y en el islam, así­ como en las religiones orientales); la explicación teórica de su posibilidad no es uniforme (p. ej., por la «naturaleza» general del hombre como destinatario de lo divino o por la receptividad del alma naturaliter christiana, o también por la analogí­a fidei, que tiene aquí­ un campo de aplicación). Sin embargo, aparte de eso, el interés general por lo mí­stico indica que aquí­ precisamente parece haber llegado la hora de la confrontación de la m. cristiana con la no cristiana como encuentro de las religiones (H. de Lubac).

Ahora bien, la m. no muestra su presencia primariamente en manifestaciones escritas u orales; con frecuencia el mí­stico no halla la reflexión teórica o el enunciado verbal para comunicar acertadamente sus experiencias. Esto es importante para la explicación y exégesis de textos «mí­sticos». Ante el hecho de la profanación general del nombre de m. y de su secularización (así­, p. ej., también en la sustitución por el -> mito o en el horror mysterii como imposibilidad total de conocer y como ambigua teologí­a negativa), se hace urgente una hermenéutica crí­tica precisamente en toda especie de m. únicamente «literaria», para penetrar en la necesaria inteligencia previa. En esta hermenéutica han de incluirse cuestiones como las siguientes: la forma auténtica del texto, la transmisión de los textos particulares, su género literario, preguntas relativas a la formación y la psicologí­a, influencias lingüí­sticas (terminologí­a neoplatónica, imágenes y sí­mbolos), mezcla o confusión con vivencias subjetivas. Dentro de una estimación sin prejuicios de lo mí­stico, no podrá renunciarse a una ciencia teológica crí­tica y bien fundada, ni a la discreción de espí­ritus.

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Heribert Fischer

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica