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RESURRECCION DE LOS MUERTOS

RESURRECCION DE LOS MUERTOS

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Todos los hombres, después de morir en este mundo, resucitarán con sus cuerpos en el último dí­a. El Sí­mbolo apostólico lo confiesa con claridad: «Creo en la resurrección de la carne».

El sí­mbolo llamado «Quicumque», y atribuido por unos a S. Atanasio y por otros a S. Ambrosio o a S. Fulgencio de Ruspe, y que es el más explí­cito y trinitario de los Sí­mbolos antiguos, dice con más claridad: «Cuando venga el Señor, todos los hombres resucitarán con sus cuerpos y darán cuenta de sus propios actos.» (Denz. 40)

1. Realidad de la resurrección
Resucitar es volver a la vida. Pero, cuando hablamos de resurrección, podemos aludir a tres formas, tipos o realidades resurreccionales: la recuperación de la vida perdida, para prolongar algún tiempo más la existencia en este mundo; la vuelta a una vida corporal dolorosa para sufrir el castigo del mal hecho también con el cuerpo; la restauración gloriosa y misteriosa de todo el hombre, cuerpo y alma, para, a imitación de Cristo resucitado, sentir la glorificación en todo el ser humano.

La primera resurrección implica recuperar todos los rasgos vegetativos y psicológicos que se tení­an. Tal fue la resurrección milagrosa de la hija de Jairo, del hijo de la viuda de Naim o de Lázaro. Y eso aconteció en las otras de las que se habla en la Biblia (Eliseo, por ejemplo) o de algunas que han acontecido en la vida de algunos santos por especial permisión divina.

Esos resucitados prolongaron su existencia terrena algunos años y luego volvIeron a morir para conocer la corrupción del sepulcro como todos los demás hombres.

El segundo tipo de resurrección se dará en los condenados y será un motivo de tristeza y dolor, al hacer partí­cipe al cuerpo del castigo de la condenación. No podemos ni sospechar lo que puede ello representar. Los cuerpos volverán a tener vida; y las almas, que hasta entonces sufrí­an ellas solas, se unirán a los cuerpos y les harán participantes «del daño y del sentido.»
La tercera manera será una resurrección gozosa, y la felicidad del alma que ya posee la alegrí­a inmensa de la visión divina, se transfundirá a los cuerpos y también ellos gozarán del placer perfecto de la presencia de Dios.

Cómo será y qué se sentirá en cuerpo y alma luego de esa resurrección, resulta misterioso. Lo único que podremos decir es que el bienestar de los cuerpos resucitados ya no será equivalente al de los cuerpos mortales, aunque no podemos decir más. Serí­a demasiado antropomórfico pensar en formas placenteras sensoriales: aromas, sabores, melodí­as agradables, bellezas visuales, placeres gratificantes.

Es difí­cil establecer un equilibrio y equidistancia entre una concepción de la resurrección con excesiva carga mí­stica y espiritualista: cuerpos sutiles, cristalinos, aéreos, volátiles, espiritualizados; y una carga material: vida real, sin más protegida contra nueva mortalidad y convertida en ocasión de un placer elegante y bondadoso.

Lo único que podemos decir es que será una resurrección auténtica y no sólo metafórica; será resurrección definitiva y no compatible con una nueva muerte; afectará a la totalidad del hombre en sus dimensiones esenciales y no a la vida vegetativa del cuerpo que precisa respirar, alimentarse y moverse.

2. Datos bí­blicos
El concepto de resurrección se gesta en los perí­odos tardí­os del Antiguo Testamento. En tiempos de Jesús se discutí­a ya, incluso en el seno del judaí­smo, la realidad o posibilidad de la resurrección. Se oponí­an a la creencia en la resurrección los saduceos: Mt. 22. 2-3; Hech. 23. 5. Los fariseos la defendí­an y estaban más adheridos a los textos de los proféticos. Es probable que esa discrepancia en el tema de la resurrección viniera de mucho antes, al menos desde la vuelta de la cautividad.

Los cristianos heredaron esas discusiones, pero ellos tuvieron desde el principio la interpretación clara de Jesús y formularon su propia doctrina. Fuera del cristianismo, era impensable la resurrección para los pensadores griegos, los llamados gentiles en los escritos bí­blicos: (Hech. 17. 32).

Y es seguro que algunos cristianos de los tiempos apostólicos ya la negaban o se resistí­an a aceptarla como real, según se advierte en las Cartas paulinas: 1 Cor. 1 5; 2 Tim. 2. 17.

2.1. Antiguo Testamento
En el Antiguo Testamento se hallan algunas referencias y alusiones en los tiempos proféticos. Oseas y Ezequiel emplean la imagen de la resurrección corporal de los muertos y aluden a ella como sí­mbolo de la liberación de Israel.

Ello denota que tienen la idea de tal hecho y saben que se puede pasar del estado de pecado o de destierro en que se halla el pueblo a una nueva vida mejor: Os. 6. 3, 13, 14; Ez. 37. 1-14.

Isaí­as expresa su fe en la resurrección de los justos de Israel: «Revivirán los muertos y los cadáveres se levantarán. Se despertarán jubilosos los habitantes del polvo… y los muertos resurgirán de la tierra.» (Is. 26. 19). Con todo, su idea se debate ente la creencia de un hecho real y el sí­mbolo de una conversión.

Daniel alude a la resurrección de los impí­os, pero limitándose al Pueblo de Israel: «Las muchedumbres de los que duermen en el polvo de la tierra se despertarán, unos para eterna vida, otros para eterna vergüenza y confusión.» (Dan. 12. 2).

El segundo libro de los Macabeos enseña lclaramente a resurrección universal: 7. 9. 11, 14, 23 y 29; 12. 43; 14. 46.

Job dice: «Se que mi Salvador vive y que en el últimos dí­a de la tierra yo resucitaré.» (Job. 19. 25-27).

Otros textos del Viejo Testamento se pueden recordar y siempre van dejando el eco de una esperanza que no es plenamente clara y contundente.

2.2. Nuevo Testamento
Sin embargo, en el Nuevo Testamento la afirmación es ní­tida e indudable. Jesús rechaza la duda saducea de la resurrección de los muertos: «Estáis en error y no conocéis las Escrituras ni el poder de Dios. Porque en la resurrección ni se casarán unos ni se darán en casamiento las otras, sino que serán como ángeles en el cielo.» (Mt. 22. 29-30).

Cristo enseñó no sólo la resurrección de los justos (Lc. 14. 14), sino también la de los malos (Mt. 5. 29; 10. 28; 18. 8). «Saldrán de los sepulcros los que han obrado el bien para la resurrección de la vida; y los que han obrado el mal, para la resurrección del juicio». (Jn. 5. 29).

A los que creen en Jesús y comen su carne y beben su sangre, El les promete la resurrección en el último dí­a (Jn. 6. 39, 44 y 45).

Incluso el mismo, ante las hermanas de Lázaro que lloran su muerte, se declara «resucitador», pues eso significa: «Yo soy la resurrección y la vida» (Jn. 11. 25).

Los Apóstoles, basándose en la resurrección de Cristo, predicaron con decisión la resurrección universal de los muertos. Los textos son abundantes: Hech. 4. 1; 17. 18 y 32; 24. 15 y 21; 26. 23. El mensaje quedó latente en la comunidad de seguidores y constituyó uno de los principios básicos y razón de la esperanza en el Señor que viene.

San Pablo corrige a algunos cristianos de Corinto que negaban la resurrección, y la prueba por la de Cristo: «¿Cómo andan algunos diciendo que no hay resurrección de muertos? Si no hay resurrección de muertos, tampoco Cristo ha resucitado. Y si Cristo no ha resucitado nuestra fe es vací­a. Pero, no. Cristo ha resucitado de entre los muertos como primicia de los que durmieron. Porque como, por un hombre vino la muerte, también por un hombre vino la resurrección de los muertos. Y como en Adán hemos muerto todos, así­ en Cristo somos todos vivificados. Pero cada uno a su tiempo: el primero, Cristo; luego los de Cristo, cuando El venga. La muerte será el último enemigo reducido a la nada por Cristo.» (1 Cor. 15, 12-23)

En la victoria de Cristo sobre la muerte va incluida la universalidad de la resurrección: Rom. 8. 11; 2 Cor. 4. 14; Filip. 3. 21; 1 Tes. 4. 14 y 16; Hebr. 6, 1; 3. Tradición de la Iglesia
Desde el primer momento cristiano, la fe en la resurrección fue el fundamento de la esperanza cristiana. Los Padres de los primeros tiempos, ante los múltiples ataques que sufrí­a la idea de la resurrección por parte de judí­os, paganos y gnósticos, reclamaron su aceptación por los seguidores del Resucitado.

San Clemente Romano ya se entusiasma con ella en las postrimerí­as del siglo I. La prueba por analogí­as tomadas de la naturaleza, por la leyenda del ave Fénix y por pasajes bí­blicos del Antiguo Testamento. (Carta a Cor. 24-26)

Los textos que explican la resurrección de Cristo, y las de los cristianos a imitación de Cristo, fueron numerosos: San Justino, Atenágoras de Atenas, Tertuliano, Orí­genes, San Metodio y San Gregorio Niseno son algunos de los más explí­citos defensores.

S. Ireneo de Lyon escribí­a: «Así­ como el pan que viene de la tierra, después de haber recibido la invocación de Dios, ya no es pan ordinario, sino Eucaristí­a, así­ nuestro cuerpo, que participa de la Eucaristí­a, ya no es corruptible, sino que tiene la esperanza de la resurrección».» (Ad. Haer. 4. 18. 4)

También casi todos los apologistas de principios del cristianismo se ocuparon detenidamente de la doctrina sobre la resurrección. La razón natural no puede presentar pruebas definitivas. Pero el mensaje cristiano se encargó de compensar la deficiencia racional. Los cristianos asumieron con decisión su gran confianza en la «restauración» del hombre corrompido por la muerte.

No obstante, aunque a la razón se le escapa el hecho de la resurrección y la situación del cuerpo resucitado, no es imposible el que exista otra forma de vida para el cuerpo que no sea la vegetativa y temporal de este mundo. Por eso los escritores cristianos la afirmaron, reclamando los tres rasgos esenciales de la misma: unión de nuevo entre el cuerpo y el alma; participación del cuerpo en la recompensa o en el castigo; definitiva permanencia del cuerpo unido al alma después de la resurrección.

El poder de Dios hará que los elementos fí­sicos que formaron el cuerpo (carbono, nitrogeno, hidrógeno, oxí­geno) se «reorganicen», sin que podamos decir cuántos ni cómo; pero serán los suficientes para que el cuerpo sea el que se tuvo y no sólo una sombra metafí­sica sin nada de fí­sico o una metáfora parabólica sin nada de natural y real.

La razón queda bloqueada al intentar la explicación, aunque la fantasí­a puede inventar mil sutiles hipótesis. La fe es la que afirma que será y la razón sólo llega a reconocer que puede ser por diversas reflexiones: la realidad del cuerpo de Cristo resucitado; la similitud al suyo de los cuerpos de los demás hombres de los cuales Cristo es la Cabeza; el carácter de santificado por la gracia que también tendrá el cuerpo del hombre justo. Así­ lo decí­a más o menos San Ireneo. (Adv. haer. IV. 8, 5)

4. El cuerpo resucitado
Los muertos resucitarán con el mismo cuerpo que tuvieron en la tierra, no con una apariencia.

El IV Concilio de Letrán, en 1215, declaraba: «Todos los hombres resucitarán con los propios cuerpos que ahora tienen, para recibir según sus obras, ora fueren buenas ora fueren malas.» (Denz. 429). Sintetizaba así­ la doctrina de la Iglesia y formulaba definitivamente el pensamiento de la Iglesia.

Con ello recoge la Iglesia el mismo mensaje de la Escritura que habla de «resurrección» o «despertamiento» y no de otra cosa. Si fuera el mismo cuerpo el que resucita o despierta, no serí­a el mismo hombre, ya que las almas no necesitan revivir, pues ellas no mueren ni quedan destruidas.

Cómo será el resucitar no lo podemos saber por experiencia. Pero que será así­, lo deja bien claro el texto de diversos pasajes bí­blicos.

En el Antiguo Testamento, lo dice el libro de los Macabeos: «De Dios he recibido estos miembros, por sus leyes los sacrifico y de El espero yo volver a recobrarlos.» (2 Mac.7.11)

Y en el Nuevo Testamento se multiplican también las referencias: «Los muertos resucitarán incorruptibles, porque es preciso que lo corruptible se revista de incorrupción y que este ser mortal se revista de inmortalidad». (1 Cor. 15. 53)

Fue el pensamiento permanente de la Iglesia. En el siglo II, San Justino daba testimonio: «Tenemos la esperanza de que recobraremos a nuestros muertos y los cuerpos depositados en la tierra, pues afirmamos que para Dios no hay cosa imposible.» (Apol. 1. 18). Y en el siglo XX lo reclamaba el Concilio Vaticano II: «El Padre es quien vivifica a los hombres muertos por el pecado, hasta que resucite sus cuerpos mortales en Cristo.» (Lumen Gent. 4)

Las razones que apoyaron los comentarios de los Padres antiguos para probar el hecho de la resurrección suponen todas ellas la igualdad del cuerpo resucitado respecto al cuerpo que se poseyó como mortal. Contra Orí­genes, que defendí­a la diferencia sustancial, se alzaron los otros comentaristas: San Metodio, San Gregorio Niseno, San Epifanio, San Jerónimo.

La razón bioquí­mica de que cada poco tiempo (meses o años, según el momento del crecimiento) el metabolismo natural de los cuerpos orgánicos supone la sustitución de todos los átomos y moléculas de los cuerpos, es algo que se escapa de la Teologí­a. Cada uno puede pensar la solución que más le agrade, siempre que sostenga que es el mismo cuerpo el que permanece en medio de las mutaciones de los elementos naturales que lo constituyen.

Del mismo modo se puede proceder en lo relacionado con mutilaciones o transformaciones corporales sufridas en vida: amputaciones, transplantes, mutaciones. La Teologí­a no tiene ninguna respuesta a tales interrogantes, salvo la de sostener la identidad del cuerpo que se tuvo.

La idea de Sto. Tomás: «El hombre resucitará en su mayor perfección natural, y por eso tal vez resucite en estado de edad madura.» (Suppl. 81. 1) no deja de ser una hipótesis que en nada o en poco afecta a la identidad radical del cuerpo.

Algo similar acontece con otras caracterí­sticas: el sexo, el tamaño, la raza, las caracterí­sticas anatómicas. Cualquier opinión que respeta la identidad de los cuerpos y no los reduzca a irrealidades naturales, es respetable, pues nada relacionado con ello pertenece a la revelación. Sí­ parece rechazable la idea de Orí­genes de suponer la ausencia de sexo o de diferencias fí­sicas de los resucitados (Denz. 207), motivada en una falsa exégesis de la palabra de Jesús al respecto: «serán semejantes a los ángeles de Dios.» (Mt. 22. 30)

5. Cualidades del resucitado
Los cuerpos de los justos serán transformados y glorificados, según el modelo del cuerpo resucitado de Cristo. Ese modelo es el que siempre ha impresionado la mente de la Iglesia.

San Pablo enseñaba: «El Señor reformará el cuerpo de nuestra vileza, conforme a su cuerpo glorioso, en virtud del poder que tiene para someter a sí­ todas las cosas.» (Filip. 3. 21). Y daba la razón de su pensamiento transformador: «Se siembra en corrupción y se resucita en incorrupción. Se siembra en ignominia y se levanta en gloria. Se siembra en flaqueza y se levanta en poder. Se siembra un cuerpo animal y se levanta un cuerpo espiritual.» (1 Cor. 15. 42-44; 1 Cor. 15. 53.)

Siguiendo estas enseñanzas de San Pablo, la escolástica resumió en cuatro propiedades o dotes los rasgos distintivos de los cuerpos resucitados de los justos. Se han tomado siempre como cualidades misteriosas, con más de creencia piadosa de regalos divinos que de conclusiones dogmáticas irrebatibles.

5.1. La impasibilidad
Es la propiedad de que en los cuerpos resucitados ya no puede haber dolor en los cuerpos, ni en las almas pesar o angustia. El hombre ya no será accesible a los males fí­sicos o psí­quicos de ninguna clase, como el sufrimiento, la angustia, la enfermedad y el temor a la muerte.

El hecho de no poder sufrir y morir de nuevo será una de las fuentes de paz y felicidad. «El enjugará las lágrimas de sus ojos y la muerte no existirá más, ni habrá duelo, ni gritos, ni trabajo, porque todo esto es ya pasado.» (Apoc. 21. 4)

En boca del mismo Jesús, Lucas pone la descripción de ese estado: «Ya no pueden morir, son como ángeles, son hijos de Dios por que han resucitado.» (Lc. 20. 36)

La cuestión de base es si esa impasibilidad es la insensibilidad, la inmutabilidad, la impenetrabilidad del os sentimientos, al estilo de la «ataraxia» de los griegos helenistas o del Nirvana perfecto de los orientales. Y lo que hemos de decir es que lo ignoramos. Pero algo nos dice que la actividad creativa en Dios tiene que resultar sumamente transformante para ser gratificante y placentera.

5.2. La sutileza (o penetrabilidad).

Es la propiedad que hace al cuerpo resucitado semejante a los espí­ritus en cuanto puede penetrar los cuerpos fí­sicos sin lesión alguna y hacerse presente en donde su voluntad determina. A imitación del cuerpo de Jesús que salió del sepulcro sellado y se presentó a sus Apóstoles «estando todas las puertas y ventanas cerradas» (Lc. 24. 39), se atribuye a los resucitados esa cualidad. No significa que el cuerpo se haga espí­ritu, sino que se declara por encima de las leyes fí­sicas de la materia.

La razón de esta espiritualización la tenemos en el dominio completo del alma glorificada sobre el cuerpo, del cual ella es la forma sustancial, hablando en términos tomistas. (Supl. S. Th. 83. 1)

Con todo, esta cualidad no deja de ser una mera conclusión teológica, más semántica que efectiva, ya que, después de la terminación del mundo, es difí­cil ver qué papel juegan las referencias temporales y espaciales en una realidad sobrenatural que se halla por encima de ellas. En una realidad postespacial y postemporal, difí­cilmente se podrá «penetrar paredes y ventanas», pues no existirán ya semejantes inventos humanos. Pero esta nomenclatura contribuye a que podamos obtener alguna idea de lo que serán los hombre, una vez que hayan resucitado y estén en la realidad eterna.

5.3. La agilidad.

Algo similar podemos decir de la sutileza que se atribuye a los resucitados. Es la capacidad del cuerpo para obedecer al espí­ritu con suma facilidad y rapidez en todos sus movimientos. Esta propiedad se contrapone a la gravedad de los cuerpos terrestres. Lo resucitados ni pesan, ni tardan en sus desplazamientos, ni gravitan sobre un soporte.

El modelo de la agilidad lo tenemos en el cuerpo resucitado de Cristo: se presentó en medio de sus apóstoles y desapareció también repentinamente. (Jn. 20. 19 y 26; Lc 24. 31).

Es fácil entender este modo de hablar como un antropomorfismo, si prescindimos del espacio y superamos la categorí­a mental de lugar, cuando pensamos en el estado «divinizado» (sin sentido panteí­sta) de los resucitados.

5.4. La claridad.

Para hallar una forma expresiva de aludir a la belleza de quienes ya son amados por Dios para toda la eternidad, la teologí­a escolástica reclamó la luz resplandeciente para los resucitados.

Para quien sabe o comprende que la luz fí­sicamente es energí­a ondulatoria (o similar) reflejada en unos fotorreceptores de la retina, difí­cilmente encajan en sus conceptos matafí­sicos los términos fí­sicos con que se designa y las energí­as cósmicas con las que se identifica.

Por eso hay que dar a la idea de «luminosidad» no es otra cosa que el estar libre de todo lo ignominioso y oscuro y recordar todo lo que de hermoso y resplandeciente hay en la vida.

En el Antiguo Testamento ya se habló con frecuencia de la luminosidad de los justos que «brillarán eternamente en los cielos» (Dan. 12.13). Y Jesús nos dice: «Los justos brillarán como el sol en el Reino del Padre.» (Mt. 13. 43), aludiendo a los dichos proféticos.

El mismo quiso ofrecer un destello del cielo a sus discí­pulos en la transfiguración en el Tabor (Mt. 17. 2) y después de su Resurrección (Hech. 9. 3). Pero también en ocasiones, después de la resurrección, se «desfiguró» hasta hacerse irreconocible: Magdalena… (Jn. 20. 14), los de Emaús. (Lc. 24. 16), los mismos Apóstoles en el Lago (Jn. 21. 4).

Por otra parte, es discutible asociar la hermosura a la luminosidad y al resplandor, pues también la fealdad más horripilante puede quedar resaltada por los rayos del sol, sin que la luz mejore lo que en sí­ es o se aparece.

5.5. Los condenados.

Los cuerpos de los condenados también serán resucitados. Pero no gozarán de los dones gratificantes de los justos. La teologí­a Escolástica se encargó de perfilar los rasgos de esos cuerpos, contraponiendo sus caracterí­sticas en sentido negativo.

La incorruptibilidad e inmortalidad serán para ellos condiciones indispensables para el castigo eterno que les aguarda en el infierno: Mt. 18. 8.

Contra la impasibilidad, ellos sufrirán el dolor terrible en el alma y en el cuerpo, que también será diferente según el grado de su condena.

Contra la sutileza y la agilidad, se habla, o se puede hablar, de la pesadez y de la opresión que les dominará para siempre.

Contra la luminosidad, la más negra oscuridad eterna oprimirá su situación desgraciada.

Tampoco tenemos ninguna explicación de cómo será el terrible dolor que les amargará su esencia y su existencia. Sólo sabemos que será real y que no serán reducidos a la nada, como algunos antiguos escritores pensaron, interpretando la misericordia de Dios de forma más afectiva que racional.

Los rasgos de esos condenados son suficientes para provocar el temor al infierno y para que, mientras haya tiempo, se haga lo posible para no obrar el mal y se pueda obtener, por la misericordia divina, el perdón, la conversión y la salvación.

6. Catequesis de la Resurrección
El tema de la «resurrección de la carne», del cuerpo, puesto que el alma no muere y no necesita revivir para juntarse con el cuerpo, se presta a una catequesis dinámica y comprometedora. Pero conviene ir más a los conceptos esenciales de la misericordia y de la justicia divinas, que a las curiosidades sobre lo que aguarda a los resucitados.

Lo importante para la fe es creer en la «resurrección de la carne», no el conocer los detalles de la vuelta a la vida.

Se debe personalizar el reclamo y dejar claro que «somos cada uno de nosotros» los destinados a la salvación, por medio de la resurrección. Importan los demás, pero porque allí­ estaremos nosotros sin duda alguna.

Esto nos lleva a un abanico de hermosos y evangélicos sentimientos: – Amor al cuerpo propio, que resucitará en el último dí­a, pero teniendo en cuenta de que está y estará unido al alma para siempre. Hay que cuidar el cuerpo, pero no consentir en sus caprichos, instintos y ambiciones: «¿De qué sirve al hombre ganar el mundo, si al fin pierde el alma?» (Mt. 16.26 ) – Conviene resaltar la necesidad del respeto al cuerpo ajeno, que será un dí­a resucitado; es, por lo tanto, merecedor de amor y de la suficiente valoración cristiana. «Vuestros cuerpos son templos del Espí­ritu Santo.» (1 Cor. 3. 16) – Hay que saber cultivar la paciencia y la resignación ante las limitaciones terrenas y corporales: insuficiencias, debilidades, dolores, enfermedades. En la resurrección todo quedará superado.

– El temor de Dios y el respeto a sus leyes tiene mucho que, en la piedad cristiana, con el pensamiento en la resurrección final. «No temáis a los que pueden matar solo el cuerpo. Temed al que puede arrojar el cuerpo y el alma en los infiernos.» (Mt. 10. 28) – Es Jesús resucitado el centro del mensaje sobre la resurrección de la carne. Por ello hay que resaltar siempre el modelo de la resurrección de los hombres. El mismo lo dijo: «Yo soy la resurrección y la vida. Quien cree en Mí­ no muere para siempre.» (Jn. 11. 25-26)

El catequista de jóvenes y de intelectuales, debe recordar también que el misterio de la resurrección de la carne ha tenido siempre cierta dificultad para ser aceptado, por lo incomprensible que resulta a la razón humana y por lo opuesto que es a los ojos de la experiencia de los sentidos. Lo decí­a hace muchos siglos ya S. Agustí­n: «En ningún punto la fe cristiana encuentra más contradicción que en la resurrección de la carne.» (In salm. 88. 2.5)

Pero no debe desanimarse por las controversias que pueda suscitar entre los «más listos» a los ojos del mundo. En Catequesis hay que ofrecer el mensaje de Jesús tal como le presenta la Iglesia y respetar las conciencias y las creencias de todos, aun cuando no acepten esos mensajes. Al presentar el misterio de la resurrección de la carne, debemos decir siempre con S. Pablo: «Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado al a derecha de Dios.» (Col 2.12 y 3.1)

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

La resurrección, entendida como resurrección de los muertos o de la carne, es el acontecimiento parusí­aco en virtud del cual el hombre, bajo la acción poderosa del Espí­ritu, quedará reintegrado y transfigurado en la totalidad de sus elementos psicosomáticos y llegará a su perfección personal y social al final de los tiempos. La resurrección es la extensión para los elegidos de la misma resurrección de Jesucristo.

En el Antiguo Testamento, la revelación de la resurrección es progresiva, En los salmos se abre camino la confianza en Dios, que no abandonará al justo al poder de la muerte. Los textos de Os 6,1-2 y de Ez 37,1-4 introducen el lenguaje de la resurrección, referido metafóricamente a la restauración de Israel. La resurrección y la entrada en la vida eterna aparecen en dos textos de la literatura martirológica: Dn 12,2 y 2Mac 7 En el ámbito del judaí­smo es distinta la posición de los saduceos y la de los fariseos. Los primeros niegan la resurrección los segundos la sostienen, pero de una forma demasiado terrena y primitiva. Para el pensamiento judí­o, la resurrección no deja de ser una prerrogativa del Dios vivo.

En el Nuevo Testamento se profundiza en el tema de la resurrección. En los sinópticos, el único trozo explí­cito es la disputa de Jesús con los saduceos (Mc 12,18-27), en la que, apelando al poder del Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, Jesús afirma la resurrección no sólo como recuperación de la corporeidad, sino como un nuevo estado de vida («serán como los ángeles»). Los sinópticos no hablan de la resurrección universal, pero la presuponen en las palabras de Jesús sobre el juicio final (Mt 25,31-46). En Juan la resurrección se considera como un paso de la muerte a la vida, que comienza va a través de la fe en Cristo (Jn 3,36; 5~24) y de la participación eucarí­stica (Jn 6), como en relación con el futuro último (Jn 6,40). En Juan aparece también la resurrección de los justos para la vida y la resurrección de los impí­os para la condenación eterna (Jn 5,28-29). Esta misma concepción es la que aparece en Hch 24,15 y en Ap 20,13-15. En Pablo es donde se encuentra una teologí­a más elaborada de la resurrección, centrada en Cristo (2 Tes 4,141 Rom 8,1 129; 1 Cor 15,12-49).

El bautismo en Cristo Jesús implica la participación en su misterio de muerte y resurrección (Rom 6,5). En 1 Cor 15 la resurrección es una promesa para el futuro del hombre y la esperanza en la resurrección es una verdad central de la fe. «Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó» (1 Cor 15,14). La resurrección de Cristo y la de los cristianos es una única realidad, de la que Cristo es primicia (1 Cor 15,20). El cuerpo resucitado será inmortal e incorruptible. La resurrección es un acontecimiento escatológico, vinculado a la parusí­a; el juicio universal es el fin del tiempo presente (1 Tes 6,16; 1 Cor 15,51ss). Aunque Pablo habla solamente de la resurrección de los justos, su teologí­a del juicio universal presupone la resurrección de los impí­os (1 Cor6,2; 2 Cor 5,10; Rom 2,1.12.16).

En el ámbito de la tradición eclesial, casi todos los apologetas de los primeros siglos se entretuvieron en la doctrina de la resurrección para defenderla contra los ataques que procedí­an sobre todo del mundo pagano y gnóstico.

Atenágoras escribe el primer tratado De resurrectione carnis. La postura de Orí­genes y sobre todo la simplificación posterior de sus ideas, que identificó el cuerpo resucitado con un cuerpo ideal (la esfera), suscitó la reacción de la conciencia eclesial.

Santo Tomás dio una aportación decisiva para poner de relieve la resurrección como un postulado del ser hombre y la identidad del cuerpo como derivada de la pertenencia del mismo a la persona, en cuanto que considera al alma espiritual como forma del cuerpo, esencialmente ordenado al mismo.

El Magisterio expresó la fe de la Iglesia en la resurrección de los muertos en numerosos sí­mbolos y fórmulas dogmáticas, ya desde los primeros siglos (DS 2, 5, 10-64). Encierran importancia especial los Sí­mbolos Niceno-constantinopolitano (DS 150) y Atanasiano Quicumque (DS 76). Posteriormente, la Iglesia afirmó la identidad entre el cuerpo terreno y el cuerpo resucitado (DS 540; 684. 801). La bula de Benedicto XII, Benedictus Deus (1336), supera las incertidumbres sobre la espera del cielo hasta la resurrección de los muertos y declara que la visión beatí­fica tendrá lugar para los justos «antes incluso de la unión con sus cuerpos» (DS 1000).

El concilio Vaticano II se refiere a la resurrección como ya acontecida sacramentalmente (UR 22; LG 7) y como meta de la existencia vinculada a la parusí­a gloriosa de Cristo (LG 5 1; GS 22), La resurrección para el que ha obrado mal se menciona en el contexto del juicio universal (Jn 5,29. LG 48). La escatologí­a contemporánea se desarrolla en la óptica de lo definitivo y pone de relieve una perspectiva personalizante cristocéntrica y comunitaria de la resurrección como cumplimiento definitivo del hombre en todas las dimensiones de su existencia.

A propósito de los diversos problemas planteados por la escatologí­a contemporánea, la Congregación para la doctrina de la fe intervino con un Documento sobre algunas cuestiones relativas a la escatologí­a (17 de mayo de 1979), donde se afirma: la extensión de la resurrección de Cristo a los elegidos, la resurrección del «hombre todo entero», la supervivencia y la subsistencia después de la muerte de un y o humano «aun faltándole entre tanto el complemento del cuerpo», la parusí­a «como distinta y diferida respecto a la situación que es propia de los hombres después de la muerte», y la glorificación corporal de Marí­a cómo anticipación de la que se reserva a los elegidos.

E. C Rava

Bibl.: G, Barbaglio. Resurrección e inmortalidad, en DTl, 1V, 140-165; R. Martin Achard, De la muerte a la resurrección según el Antiguo Testamento, Madrid 1967, AA, VV , Concilium 60 (1970), número monográfico; L. Boff, La resurrección de Cristo. Nuestra resurrección en la muerte, Sal Terrae, Santander 1981; J L. Ruiz de la Peña, otra dimensión, Sal Terrae, Santander 1986.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico