RENACIMIENTO

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Tiempo o perí­odo entre el siglo XIV y el XVI en el que se pone de moda en arte, en literatura, en filosofí­a y en cultura cierta vuelta a los tiempos antiguos. El desarrollo de los nacionalismos y la ruptura de la idea de cristiandad, que se habí­a mantenido coherente ante el empuje musulmán, fomentó la individualidad, la subjetividad. Así­ se desencadenó el afán de aventura con los viajes y descubrimientos geográficos. Y se incrementó la cultura con el uso de la imprenta y con la moda de saber muchas cosas.

Así­ surgió una mayor sensibilidad artí­stica y el afán de ostentación, de modo que el arte dejó de ser preferentemente religioso y se volvió profano. La literatura incremento los temas antropocéntrico y abandonó los religiosos.

En ámbitos filosóficos se prefiere hablar en este perí­odo de «humanismo» y se reserva el término e renacimiento para las expresiones artí­sticas.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

1. El concepto de renacimiento
Como rinascita – la forma italiana originaria del francés renaissance -, como «renacimiento» de la antigua tradición artí­stica, caracterizó por primera vez G. Vasari en el s. xvi la orientación nueva de la vida artí­stica italiana desde el s. xiv, la cual antes se habí­a ya entendido a sí­ misma como regeneratio, restauratio o restitutio de normas clásicas. Luego, el término renaissance fue ampliado en la historiografí­a moderna, ya desde Voltaire y J.J. Brucker, para designar el establecimiento humaní­stico de la formación literaria y de la erudición filosófica como ideales normativos; y después, en el s. xix, principalmente por obra de los historiadores Michelet y Burckhardt se convirtió definitivamente en concepto con que es caracterizada una época, no sólo por lo que se refiere a la historia del arte, sino también con relación a la historia polí­tica y espiritual de Italia desde el s. xiv al xvi (con lí­mites muy discutidos, p. ej., la aventurera proclamación de la república romana en 1347 por Cola di Rienzo y el Sacco di Roma de 1527 o el concilio reformador de Trento). Tal época fue entendida en su conjunto como renovación de la sociedad en todas sus dimensiones a partir de la cultura y de la actitud espiritual de la antigüedad. Desde sus comienzos el concepto expresado con la palabra r., o con las equivalentes latinas usadas al principio, lleva inherente un giro tendencioso contra la época anterior, contra el medium aevum, considerado como época deficiente entre la antigüedad y su renacimiento, que es la culminación de una historia verdaderamente humana.

A consecuencia del descubrimiento de que ya en la «edad media» misma, p. ej., en el r. carolingio o en el otónico, se habí­a intentado restaurar el originario caudal de la cultura antigua para hacerlo fructí­fero en el momento presente, el concepto de r. adquirió ya en J. Ampére, a principios del s. xix, junto a su función de caracterizar una época, también un sentido tipológico, a saber, la significación de un retomo histórico a la antigüedad europea, entendida como prototipo. Con el descubrimiento de movimientos absolutamente análogos, por los que una sociedad recuerda y actualiza sus propios orí­genes históricos, que se hizo también en otros ámbitos culturales y en condiciones totalmente distintas, el nombre de r., que al principio tení­a una acepción histórica limitada, pasó a ser un concepto formal para designar una ley estructural muy extendida en la historia, la cual afecta a toda una multitud de fenómenos.

2. Renacimiento como concepto tipológico
Entendido como tipo de estructura histórica, todo r. se basa en la especí­fica reflexividad histórica de la sociedad respectiva. Esta, en su esencial propiedad constitutiva como totalidad de integración personal, está objetivamente condicionada de hecho por su origen en una realidad previa, a la que siempre se recurre como instancia de mediación y que así­ queda sometida a una interpretación. Lo cual no sucede en un terreno sólo o primariamente fáctico, sino, sobre todo, por cuanto la sociedad reflexiona explí­citamente sobre sí­ misma y de ese modo se conoce como mediada y vuelve a su origen como tal, que reactualiza en este retorno como medio personal, es decir, como vehí­culo de integración personal, y así­ lo asume en el proceso de una mediación con sentido y se apropia su condicionamiento objetivo y fáctico, es decir lo experimenta como ineludible exigencia personal previamente dada y, en correspondencia y respuesta a ella, llega a su propia identidad histórica. Por consiguiente, la sociedad se realiza siempre como diálogo continuado con su origen fáctico, sin identificarse moní­sticamente con él, y sin dejarlo por principio siempre fuera de ella como algo extraño, con lo que caerí­a en un dualismo. Se constituye a sí­ misma distinguiéndose de todo lo previamente dado y, al mismo tiempo, asumiéndolo y reconociéndolo como constitutivo propio que integra en la realización consciente de la propia mismidad.

En tal proceso de la sociedad y la historia, r. designa especí­ficamente aquella forma de diálogo constitutivo de la historia en el cual una época no acepta que sus predecesores inmediatos le señalen su «interlocutor en la conversación», con el que ella ha de encontrar su propia identidad, sino que lo busca más allá de la figura adquirida por su pasado inmediato, remontándose a los orí­genes de este diálogo, a la exigencia primera, fresca, todaví­a nueva o inmediata de la historia antigua, respecto de la cual quiere alcanzar una renovada inmediatez.

El conservadurismo, frente a tal orientación nueva del punto de referencia histórico de una autorrealización social, acentúa la continuidad del diálogo (hasta llegar a la errónea concepción de que la identidad de ciertas formas objetivas de la mediación social garantiza ya la continuidad del proceso mismo de la sociedad). La revolución, viendo la incapacidad de los medios sociales dados previamente para posibilitar o incluso provocar una real interacción personal, reduce esencialmente el diálogo con su pasado a un «no» respecto del mismo (con el riesgo de creer erróneamente que la mera no identidad de ciertos medios de comunicación social garantiza ya su renovación en el sentido de una interpersonalidad auténtica).

Frente a esas dos posturas, un r. vuelve la mirada a una época pasada, echando en cara a la anterior conciencia social que no la apreció como se merecí­a, o que sólo se la apropió desfigurando su identidad, falsificándola en el sentido de sus propias concepciones; y con renovada originalidad toma esa época como su interlocutor y como de su propia autorrealización, con lo cual se emancipa de las ofertas, consideradas insuficientes, de la vida social del momento. Normalmente todo r. implica un impulso cercano al «élan» revolucionario, por el que quiere realizar adecuadamente un nuevo sentimiento vital y una nueva modalidad personalmente relevante de interacción. En esto el r. se encuentra por su parte ante el peligro de la restauración, es decir, de buscar el medio para salvar la deficiente capacidad de la realidad social actual, no en forma dialogí­stica, estableciendo una mediación entre el prototipo histórico y la época presente, con su situación cambiada, sino a base de una identificación inmediata, plagiando el ideal que ha de apropiarse. Así­ existe el peligro de perder de nuevo la propia identidad histórica y de que se caiga en una autoalienación bajo la exigencia de una historia ajena.

3. El renacimiento italiano
El portador, el sujeto social del r. por antonomasia, el r. de la antigüedad en Italia desde el s. xiv al xvi, fue la aristocracia de comerciantes, progresivamente fortalecida, de las ciudades italianas. Estos grupos ya no estaban familiarizados con la idea de una jerarquí­a legitimada e investida de poder por Dios, la cual tení­a determinados derechos y deberes, habí­an conquistado su propia importancia social por su habilidad mercantil, dirigida racionalmente a un fin. Tales grupos se alejaron plenamente de la estructura clerical y feudal del orden reinante en el medievo, en el cual la sociedad se ordenaba jerárquicamente, es decir, por delegaciones de funciones y poder desde una cumbre absoluta hasta los estamentos sociales, que existen por naturaleza y se aceptan invariablemente. El principio medieval de mediación social por delegación jerárquica, se hizo totalmente inaceptable para una sociedad que se constituí­a por la libre cooperación de empresarios comerciantes independientes y como totalidad de tal cooperación autónoma, es decir, orientada a la utilidad según el sentido inmanente de la cosa.

El modelo para la institucionalización polí­tica de estas nuevas maneras de interacción, en parte lo encontró acuñado la joven burguesí­a en las repúblicas antiguas, cuya constitución adoptó y continuó bajo la forma aristocrática de ciudad-república. Esta necesidad de un medio polí­tico nuevo de la sociedad halló su formulación teórica en Maquiavelo, cuya obra Il Principe (15113, 1.a edición 1532) no pretende ofrecer preferentemente un espejo de virtud como modelo de conducta en un marco social prepuesto, sino que quiere investigar la sociedad como proceso mediador en sus condiciones y exigencias, un enfoque en el que luego encontraron su punto de partida la filosofí­a de la historia y la historiografí­a modernas.

Con la constitución de este tipo nuevo de sociedad el ordo medieval no sólo quedó roto polí­ticamente, sino también superado como principio de mediación. La mediación epocal creada en la edad media entre las distintas pretensiones de verdad y orden, procedentes de la antigua ideologí­a griega y romana, del cristianismo y de la concepción germánica de la vida, habí­a perdido aquí­, con su sujeto social, su referencia a la realidad, y se convirtió en fórmula vací­a, aunque teoréticamente se conservara todaví­a. En su necesidad así­ creada de medios adecuados, concretamente para la vida cultural, y con una apertura sin prejuicios, para la que la forma tradicional de vida, junto con la revelación cristiana como su fundamento absoluto, ya no podí­a significar una instancia autoritativa y una norma legí­tima; la burguesí­a del r. encontró su «interlocutor» más generoso y estimulante en la cultura de la antigüedad clásica no cristiana. Este momento de la sí­ntesis medieval, anacrónica ya, era especialmente afí­n con la burguesí­a por la mentalidad – sedienta de hermosura espiritual – y la posición social de los que cultivaron la cultura clásica. Ciertas circunstancias externas impulsaban en la dirección, especialmente el contacto con sabios griegos en el concilio de Ferrara-Florencia y la caí­da de Bizancio, acontecimientos que pusieron en contacto a la burguesí­a renacentista con fragmentos muy importantes, en parte todaví­a desconocidos, de la literatura de la antigüedad, sobre todo con fragmentos filosóficos.

En la confrontación con este interlocutor histórico nuevo (o visto con nuevos ojos), la burguesí­a del r. consiguió su propio desarrollo cultural primeramente y sobre todo en las artes plásticas, que, p. ej., mediante el desarrollo de la pintura de retratos, se emancipó del canon relativo al contenido y, particularmente por la introducción de la perspectiva se liberó, del canon formal. Algo semejante aconteció en la poesí­a (después de Petrarca, sobre todo Bocaccio), que tomó por tema al hombre en su referencia a sí­ mismo y no como elemento para la edificación de un sistema jerárquico. La burguesí­a del r. consiguió también su propio desarrollo por la sustitución de la finalidad feudal-caballeresca o escolástico-clerical de la educación por el ideal de formación de la personalidad mediante las «artes liberales», especialmente mediante la cultura e instrucción literarias (-> humanismo). En filosofí­a, la libertad frente a las exigencias de la sociedad establecida, principalmente de la Iglesia, juntamente con un cambio fundamental de los puntos de orientación histórica, condujo a una revivificación – con frecuencia sólo breve – de casi todas las escuelas antiguas de filosofí­a, siendo el movimiento más importante la academia platónica de Florencia. Sin embargo, el hecho de que la nueva gran burguesí­a se emancipara de los medios sociales del medievo y se volviera a las posibilidades de mediación de la antigüedad tuvo consecuencias más importantes aún en la filosofí­a de la naturaleza.

Por un lado se derrumbó aquí­, especialmente en la cosmologí­a, junto con la jerarquí­a social, también su proyección en el universo, y con ello se hicieron posibles la ausencia de escrúpulos y la inmediatez en la experiencia de la naturaleza. Esta experiencia, en dependencia recí­proca con los viajes de exploración geográfica que entonces se iniciaban, posibilitó nuevos sistemas astronómicos, y se vio fortalecida por las confirmaciones empí­ricas. Así­ se amplió el horizonte del conocimiento del mundo hasta lo ilimitado, y se llegó al pensamiento de la infinitud del espacio y del tiempo.

Por otro lado, este contacto con la naturaleza, desligado de la norma y los prejuicios escolásticos, encontró en la tradición antigua una posibilidad nueva de integración de lo experimentado, la cual a su vez al principio de la mediación social por la cooperación libre; esa posibilidad era el atomismo o sea, la idea de que el mundo es explicable mediante el automovimiento mecánico de cuerpos elementales, que subsisten en sí­ y se coordinan para una finalidad racional. Después de los ensayos de Teofrasto de Hohenheim (Paracelso: 1493-1541), demasiado deslumbrado todaví­a por lo nuevo y extraordinario de los conocimientos que se abrí­an, por primera vez Filippo (Giordano) Bruno (1548-1600) condensó en una filosofí­a coherente de la naturaleza todos los momentos de la nueva imagen del mundo lograda en ese encuentro con la naturaleza y con el pensamiento de la antigüedad.

Eran elementos decisivos de esta imagen el sistema planetario heliocéntrico, la infinitud del universo, y la disolución de la realidad, en medio de la movilidad de substancias en principio estáticas, en un sistema relaciona) de equilibrio que se conserva por su propia acción a través de leyes determinadas, que pueden expresarse en fórmulas matemáticas.

Todas estas traducciones del cambio social fundamental a nuevas modalidades de mediación cultural y cientí­fica consigo mismo y con el mundo, en la medida en que llegaron a imponerse, volvieron a repercutir a su vez decisivamente en la autocomprensión social y polí­tica de la sociedad, por cuanto ellas, en su nueva conciencia implí­cita de la realidad, hicieron definitivamente anacrónica e irrealizable la constitución de la sociedad por estamentos, y en correspondencia con ello exigieron una regulación autónoma de ella. Precisamente aquí­, y no tanto en el apoyo en la antigüedad, – hoy apenas realizable -, está la novedad del r. como época, a saber, en la emancipación consciente de la sociedad frente a normas extrañas a ella misma y a las leyes de su propia realización. Y, en este sentido, el r. puede verse también como fundamento de nuestro presente, pues, p. ej., los diversos movimientos de ilustración lo han entendido así­ y han llevado adelante sus propósitos. Con lo cual el r. es el inicio de una universal y consciente emancipación de la sociedad, en cuanto ésta se conoce aquí­ por primera vez como autónoma y creadora, y así­ constituye el principio de la ascensión del hombre desde su condición de mero objeto de una poderosa acción externa y de mero servidor de una ordenación dada previamente a la condición de sujeto consciente responsable de la historia.

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Konrad Hecker

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica