[324]
Virtud que lleva a unirse a otros seres humanos o grupos en la consecución de un fin que ordinariamente se presupone bueno y concorde con los sentimientos de la fraternidad y colaboración.
La solidaridad ha sido término muy empleado en los ámbitos sociales y proletarios. Y con frecuencia se ha intentado más o menos explícitamente, sustituir con su sentido natural la idea de la caridad, que es virtud teológica y de mayor connotación evangélica y cristiana.
La educación en la solidaridad es decisiva para la correcta configuración del cristiano. Sin solidaridad no se puede desarrollar la caridad, pues las virtudes sobrenaturales deben apoyarse firmemente en los valores humanos. Por eso es decisivo el que cada educador de la fe tenga un plan claro y sistemáticos de educación en la solidaridad como lo tienen que poseer en todo lo relativo a la instrucción religiosa en la que habrá de apoyar la fe.
Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006
Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa
Sintonía responsable y comprometida
La expresión «solidaridad» indica una sintonía responsable y comprometida respecto a la realidad de los demás hermanos, de la sociedad en general y de los otros pueblos. Es una actitud relacional que arranca de la misma naturaleza de la persona y de la sociedad humana, y que tiene connotaciones y consecuencias morales, sociológicas, políticas, estructurales, a nivel local e internacional. La solidaridad armoniza lo privado con lo público y comunitario. La línea de solidaridad supera los defectos y la dicotomía entre la «privatización» y la «socialización».
El ser humano, como persona y miembro de la comunidad humana, ha sido creado a «imagen de Dios» (Gen 1,26). Toda la humanidad está marcada por esta imagen y por la «Alianza» o pacto de amor. En el lenguaje cristiano, el contenido de la solidaridad suena a «comunión» y familia, que vive el mandato del amor, como expresión de la vida trinitaria de Dios Amor, y que se traduce en relaciones humanas de ayuda recíproca. Ordinariamente tiene como consecuencia y expresión el hecho de compartir los bienes (cfr. Hech 2,42-44; 4,32). Esta «comunión» se fundamenta en la «caridad» del mismo Dios (cfr.1Jn 4).
Doctrina social de la Iglesia
Por esto, la doctrinal social de la Iglesia se puede concretar en la solidaridad afectiva y efectiva. La justicia y la caridad se hermanan en la solidaridad. La convivencia humana («ser con») se debe concretar en solidaridad («ser para»). El desarrollo armónico de todos los pueblos reclama una actitud personal y comunitaria que supere los intereses personalistas y de grupo. Cada pueblo es responsable del desarrollo de los demás, sin que pueda admitirse legítimamente la prepotencia, la utilización y el dominio de uno sobre otro, en todos los sectores de la vida social, económica y cultural.
La Iglesia es «solidaria» con toda la humanidad por el hecho de ser expresión de Jesús, el Verbo Encarnado. La «Encarnación» del Verbo es la realidad más solidaria, puesto que «el Hijo de Dios con su Encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre» (GS 22). Por esto, «los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón…. La Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del genero humano y de su historia» (GS 1).
La lógica evangélica de la comunión
Esta solidaridad de la Iglesia es la consecuencia de su realidad de Iglesia comunión. Como expresión que es de la vida trinitaria, la Iglesia no puede encerrarse en sí misma, sino que, a partir de su misma realidad de comunión fraterna, está llamada a construir el espíritu de comunión en toda la humanidad. «Se percibe, a la luz de la fe, un nuevo modelo de unidad del género humano, en el cual debe inspirarse en última instancia la solidaridad» (SRS 40). La Iglesia tiene como misión hacer que «la humanidad sea familia de Dios, en la que la plenitud de la ley sea el amor» (GS 32).
A la luz de esta realidad de fe, la solidaridad tiene una lógica evangélica de comunión y de donación, que no sigue las reglas de la eficacia y constatación humana, sino que tiende a «dar desde la propia pobreza» (Puebla 368 y RMi 64), compartiendo lo que se es y se tiene, dando preferencia a la «solidaridad para con los pobres» (RMi 60; cfr. Puebla 1142), viviendo la comunión en la propia comunidad donde se celebra la Eucaristía e instando a la justicia social. Por la solidaridad de la comunión, la comunidad cristiana es y se hace cada vez más Iglesia a nivel local y universal. En la solidaridad comprometida se manifiesta la fuerza evangelizadora de la comunión eclesial, que tiende a la construcción de toda la humanidad según la comunión de Dios Amor.
Referencias Caridad, doctrina social de la Iglesia, Iglesia comunión, justicia, limosna, mandamiento nuevo, obras de misericordia, opción preferencial por los pobres, voluntariado.
Lectura de documentos GS 1, 22, 32; RMi 60, 69; SRS 38-40; CA 10; CEC 2437-2449. Ver encíclicas sociales (doctrina social de la Iglesia)
Bibliografía P. ARRUPE, La Iglesia de hoy y el futuro (Santander, Sal Terrae, 1982); C. MACCISE, Solidaridad, en Nuevo Diccionario de Espiritualidad (Madrid, Paulinas, 1991) 1813-1823; A. MONCADA, La cultura de la solidaridad (Estella, Verbo Divino, 1989).
(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)
Fuente: Diccionario de Evangelización
En el principio de la Biblia resulta dominante la experiencia de vinculación de familia o grupo, de manera que la vida de los individuos sólo se entiende en un contexto corporativo. Pero en los últimos estratos del Antiguo Testamento (ya a partir de Ezequiel; cf. Ez 18,4-20), especialmente en los libros parabíblicos (1 Henoc, Sab), se pone de relieve el carácter personal, individual, de cada hombre o mujer. Sólo una vez que ha quedado bien claro ese carácter personalindividual de cada ser humano, puede hablarse y se habla de una solidaridad más alta, tanto en el mal (pecado de Adán), como en el bien (gracia de Cristo). Desde esa base se puede y debe hablar de la redención universal de Cristo, de la Iglesia como cuerpo de Cristo (cf. Rom 12,5; Ef 4,14) o de la inserción de todos los pobres en el Hijo del Hombre (Rom 25,31-46). Uno de los temas principales de la antropología bíblica es este paso de la solidaridad natural (biológica, tribal) de algunos a la solidaridad mesiánica de todos los hombres.
PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007
Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra
En una primerísima aproximación, podríamos decir que ser solidarios significa estar dispuestos a reconocer al otro —incluso al que parece extraño y no es próximo— como alguien que me atañe a mí. Así entendida, la solidaridad expresa un rostro muy peculiar de la caridad: el rostro que ésta toma cuando es vivida dentro del marco de una relación de interdependencia material entre los hombres. En este contexto, de mis comportamientos depende la situación del otro, y de los suyos mi situación, independientemente de nuestras intenciones. En semejante circunstancia, la solidaridad tiene la misión de transformar la interdependencia material, que es objetiva y casi mecánica, en proximidad humana. O, mejor dicho, la solidaridad nos lleva a reconocer, en la necesidad física de tener que remitirnos al otro y a sus comportamientos y de tener que depender materialmente de él, el signo de una fraternidad innata entre los hombres. Actualmente, las relaciones de interdependencia material entre los individuos y los distintos grupos humanos se van haciendo cada vez más densas e intrincadas. Ahora bien, es precisamente la intensificación y complicación de la red de relaciones sociales lo que hace más urgente la tarea de la solidaridad.
Carlo María Martini, Diccionario Espiritual, PPC, Madrid, 1997
Fuente: Diccionario Espiritual
El concepto de solidaridad ha sufrido en la cultura occidental un proceso de transformación que le ha dado connotaciones y acepciones diversas. Nació ante todo en un ámbito jurídico para designar la responsabilidad in solidum de varios sujetos respecto a una prestación que no es susceptible de división y de la que tiene que responder cada uno de manera total. Pero en la época moderna la solidaridad asume más bien un valor antropológico y ético. La adquisición del carácter ésencialmente relacional de la persona conduce a concebir la vida en sociedad, no ya como un mero deber sino como una instancia inscrita en la misma naturaleza del hombre que es preciso encarnar en comportamientos solidarios. En la perspectiva cristiana la solidaridad adquiere un significado ulterior, cargándose de un valor teologal. La historia de la salvación es la historia de la revelación progresiva de un Dios solidario. En cuanto «imagen de Dios» (Gn 1,26), el hombre es un ser constitutivamente relacional que Dios constituye como aliado suyo, llamándolo a vivir en comunión con él. La creación y la alianza definen la relación entre Dios y el hombre bajo el signo de una solidaridad que comporta el reconocimiento de la responsabilidad humana y la apertura a una verdadera colaboración. Esta solidaridad es el fundamento y el modelo de las mismas relaciones humanas, que han de realizarse bajo el signo de una efectiva reciprocidad.
En Cristo, y particularmente en el misterio de la encarnación y de la Pascua, aparecen los rasgos de- la solidaridad divina, que consiste en compartir plenamente la condición humana (sercon) hasta el don total de sí mismo (ser-para). El misterio trinitario da razón en términos absolutos de esta verdad: el Dios de la fe cristiana es un Dios que vive en comunión de personas, que se constituyen en su donación recíproca.
El creyente que se ha hecho partícipe del amor divino tiene que comprometerse a hacer transparente su sentido en la vida cotidiana. La solidaridad se transforma así en instancia ética, que implica en su interior una estrecha conjunción entre la justicia y la caridad. La atención al otro exige, en primer lugar, el reconocimiento de los legítimos derechos y la creación de las condiciones más oportunas, incluso de tipo estructural, para su ejercicio y desarrollo. Pero la práctica de la justicia no basta. Es necesario ir más allá de la justicia, acogiendo las exigencias que nacen de la singularidad de cada persona y de los dinamismos más profundos del deseo humano, pero viviendo sobre todo las relaciones con el otro según la lógica del don. Es como decir que la solidaridad desemboca naturalmente en la caridad, en cuanto que encuentra en ella su más alta manifestación.
El «principio de solidaridad2, interpretado en esta perspectiva, se ha convertido en uno de los ejes fundamentales de la doctrina social de la Iglesia.
Después de una fase inicial, más centrada en la propuesta del «principio de subsidiaridad» (la que va de León XIII a pío XII), el Magisterio social de la Iglesia -a partir del concilio- concede un carácter cada vez más central al «principio de solidaridad», poniendo el acento en la importancia de un compromiso activo de los Estados, y en ellos de todas las fuerzas sociales, por crear condiciones de verdadero desarrollo para todos los hombres, en particular para las categorías más desfavorecidas. La situación de creciente interdependencia entre los diversos sectores en los que se desarrolla la convivencia humana y más radicalmente, entre los diversos pueblos de la tierra ensancha los horizontes de la solidaridad. Esta adquiere dimensiones cada vez más institucionales y asume connotaciones universales en relación con las condiciones de subdesarrollo del Sur del mundo. El principio de solidaridad no reniega, sino que asume en este contexto al de subsidiaridad, en cuanto que la acción social de los Estados y de los pueblos exige, para desarrollarse correctamente, el compromiso responsable de los individuos y de los grupos dentro del cuadro de un proyecto colectivo.
El interés por el tema de la solidaridad ha crecido, por tanto, considerablemente en nuestros días. Pero esto no quita que sigamos estando muy lejos de su afirmación real. Se diría -paradójicamente- que la llamada insistente a la solidaridad se ha hecho inversamente proporcional a la práctica efectiva de este valor en la vida de los hombres. En efecto, la crisis de las ideologías ha determinado un fuerte repliegue del hombre sobre sí mismo con la consiguiente disminución de la tensión social y política, La justificada reacción frente a los procesos de socialización, que han acabado penalizando a la persona, se traduce de hecho en la afirmación de tendencias privatistas cada vez más marcadas. El advenimiento de la sociedad compleja alimenta el crecimiento de los impulsos corporativos en los que prevalece la búsqueda del propio interés y la falta de apertura al bien colectivo. La misma crítica al » Estado social n esconde con frecuencia una clara voluntad de afirmación individual, de exaltación de lo «privadon y de su eficiencia fuera de toda lógica de solidaridad.
A pesar de ello, existen y se van consolidando, también en la sociedad, procesos de signo distinto que atestiguan un descubrimiento prometedor del valor de la solidaridad. Baste pensar en el desarrollo de los movimientos de voluntariado, empeñados en afrontar los problemas de las desviaciones o de la marginalidad social, o proyectados hacia el Tercer Mundo. Al lado de estas iniciativas, dirigidas no sólo a suplir, sino a fomentar y a hacer más eficaces y humanizantes las prestaciones de los servicios sociales, se va abriendo también camino en el terreno político la exigencia de unas renovadas relaciones entre lo «privado» y lo «público», a fin de afrontar seriamente los difíciles problemas de convivencia y dejar espacio a las exigencias de todos, especialmente de los últimos. La solidaridad, que por un lado parece estar pasando una grave crisis, adquiere, por otro, una plena actualidad como valor fundamental para el crecimiento de una sociedad más a la medida del hombre y de su liberación.
G. Piana
Bibl.: T Goffi – G. Piana, Solidaridad, en NDTM, 1728-1737; C. Maccise, Solidaridad, en NDE, 1329-1337; A. Moncada, La cultura de la solidaridad, Verbo Divino, Estella 1989; M. Vidal, La solidaridad: nueva frontera de la teología moral, en Studia Moralia 23 (1985) 99-126; p, Arrupe. La Iglesia de hoy y el futuro, Sal Terrae, Santander 1982.
PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995
Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico
SUMARIO: I. Diversas perspectivas de la solidaridad: 1. Perspectiva filosófico-antropológica: 2. Perspectiva sociológica: 3. Perspectiva teológica – II. La koinonía: utopia cristiana: 1. Koinonía con Dios en la koinonía con el hermano; 2. La solidaridad cristiana: Iglesia. Pueblo de Dios y Cuerpo de Cristo – III. La solidaridad cristiana en el mundo actual: 1. Desafíos de una solidaridad eficaz: a) Un mundo de desigualdad, opresión e injusticia, b) La lucha de clases y el amor cristiano, c) Solidaridad con los pobres y evangelización: 2. Caminos concretos de acción solidaria: a) La denuncia de la injusticia, b) La defensa y promoción de los derechos humanos, c) La acción internacional – IV. Líneas de una espiritualidad de la solidaridad internacional: 1. Experiencia de Dios como Señor de la historia; 2. Experiencia de una fraternidad universal exigente: 3. Experiencia de la conversión como despojo y compromiso – V. Conclusión.
Uno de los «signos de los tiempos» en la sociedad actual son los movimientos de solidaridad, que se multiplican en todos los niveles y en los más diversos campos de la actividad humana. Personas desconocidas y distantes física, social y culturalmente se unen ante situaciones, problemas, desafíos del mundo de hoy. De esto surgen esfuerzos comunes para lograr un objetivo de carácter político, social, económico, religioso. Las expresiones de solidaridad son variadas: reacciones de protesta o de presión social, adhesiones masivas espontáneas, creación de cooperativas y sindicatos. Un caso típico en esta última línea es el Sindicato de los Trabajadores Polacos «Solidaridad», que en 1980 ha puesto de relieve la fuerza de las agrupaciones sociales para lograr mejores niveles de vida y para garantizar el ejercicio de derechos humanos fundamentales.
Los medios de comunicación social han roto todas las barreras y han aumentado las tendencias solidarias al comunicar a los hombres entre sí y hacer que sientan que forman parte de una sola familia humana. Cada vez más se va teniendo, a nivel de naciones y a nivel internacional. una conciencia colectiva que no acepta la resignación y el fatalismo. sino que impulsa a una acción solidaria y responsable para lograr la liberación de todo tipo de esclavitud y opresión’. «La solidaridad ha venido a ser algo así como la categoría secularizada de la caridad’.
I. Diversas perspectivas de la solidaridad
El concepto de solidaridad se ha ido enriqueciendo a lo largo de la historia. Factor importante para ello han sido las diferentes perspectivas desde las que se ha ido considerando a partir de un primer enfoque jurídico. En el Derecho Romano la solidaridad tenía el sentido de una obligación moral «in solidum» de varios sujetos en relación con un objeto único e idéntico que los comprometía en una responsabilidad colectiva. De este significado jurídico se fue pasando, poco a poco, a otros enfoques: filosófico, antropológico, social, teológico. En ellos se fueron poniendo de relieve aspectos del hombre como individuo abierto a las relaciones con los demás.
1. PERSPECTIVA FILOSí“FICO-ANTROPOLí“GICA – El concepto que se tiene de solidaridad en el campo filosófico-antropológico depende básicamente de la idea que se tiene de la persona humana. En la línea de la filosofía griega, el acento se puso en la individualidad e incomunicabilidad. Aparecieron así elementos válidos para la concepción del ser personal, pero, al mismo tiempo, se dejó a un lado, como parte fundamental de la persona humana, el elemento relacional, en el que insiste el pensamiento moderno. En él, la persona humana está constituida por un centro independiente y libre, pero que es relación, comunión, diálogo. El hombre se encuentra en relación con el mundo, con Dios y con el prójimo. La más fundamental categoría del ser humano es la «tuidad» El hombre está hecho para el otro y debe encontrarse con él a través de la simpatía, que lleva a una comunión. No existe una sola palabra fundamental: «yo», sino dos: «Yo-Tú», en las relaciones entre personas; y «Yo-Ello», en las de las personas con otros seres. En la relación «Yo-Tú» se da un encuentro que lleva a un compromiso. De él surge el «Nosotros», que se sustenta en el «entre», en la relación de amor. Los otros seres materiales, en cambio, son incapaces de una respuesta dialógica, y por eso la relación entre el «Yo-Ello» es una relación de posesión y de dominio°.
A partir de este fundamento, el hombre aparece íntimamente ligado a los demás seres humanos y está llamado a construir con ellos un mundo más solidario y fraternal.
2. PERSPECTIVA SOCIOLí“GICA – La conciencia de un origen, una existencia y un destino comunes es el punto de partida de una solidaridad social. En ella se acepta, implícita o explícitamente, que el desarrollo individual está condicionado por la colaboración con los demás y que, a su vez, el individuo, al disponer libremente de sí mismo, de sus cualidades y recursos, de los bienes, lo debe hacer cooperando para que los demás vivan y desarrollen su ser de personas creando comunidad. Esto implica el ejercicio de la justicia social en la participación política, en la organización económica, en el reconocimiento para todos de los derechos sociales, tanto a nivel nacional como internacional.
En esta perspectiva sociológica aparecen diversos tipos de solidaridad, desde el que se constituye exclusivamente por un interés común de partido, clase o nación, hasta aquel que lleva a profundizar las relaciones interpersonales y crea vínculos más profundos de comunión; desde el que se limita a la familia, clan o grupo hasta el que se abre a todos los hombres de todos los pueblos.
La evolución de la sociedad, la facilidad de las comunicaciones, la interdependencia han abierto dimensiones y exigencias mundiales a la solidaridad. Ya no es suficiente una solidaridad que no tenga en cuenta las relaciones internacionales’. El progreso en la ciencia y en la técnica, la interdependencia económica, social y política invitan a una colaboración de dimensiones mundiales y a una solidaridad universal.
3. PERSPECTIVA TEOLí“GICA – Estas exigencias de solidaridad humana tienen su fundamento en el Evangelio. Allí aparece Dios como el «Tú eterno»‘, que crea al tú y al yo humanos y los invita a un diálogo con él y entre sí.
Dios ha creado al hombre «no para vivir aisladamente, sino para formar sociedad»‘. para vivir en solidaridad. Dios eligió a los hombres y quiso salvarlos no sólo como individuos, sino como miembros de una comunidad, de un pueblo’. En Jesucristo, en su encarnación, en su obra y en su doctrina se perfecciona y consuma este carácter comunitario y solidario de la historia de la salvación. La Iglesia, continuadora de la obra de Jesucristo, es en él «como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano», que se abre paso en la historia hasta llegar a su plenitud, cuando «Dios sea todo en todos» (cf 1 Cor 15,28).
Cristo, al asumir la naturaleza humana, unió a todos los hombres en una profunda solidaridad al constituirlos hermanos (cf Mt 23,8) y al comunicar el Espíritu, que los hace capaces de amar a Dios y a los hermanos (cf Rom 5,5). La solidaridad aparece así como una expresión de la koinonía cristiana: comunión con Dios y con el prójimo. Desde este ángulo, la solidaridad está orientada a lo definitivo. Es un don que Dios nos ha comunicado, pero que se va viviendo de manera imperfecta hasta el momento de su consumación al final de la historia. En este sentido, la solidaridad es una utopía: un punto, una meta capaz de generar un dinamismo que lance a su consecución. El dinamismo de la utopía exige concretizaciones históricas que la pongan en camino. De este modo, se evita el peligro de caer en un idealismo desencarnado o en un pesimismo de carácter asolador al confrontar la meta con la realidad limitada e imperfecta.
La solidaridad cristiana hunde sus raíces en el proyecto salvífico de Dios. Este va en la línea de la comunión y participación, «que han de plasmarse en realidades definitivas, sobre tres planos inseparables: la relación del hombre con el mundo como señor, con las personas como hermano y con Dios como hijo» ‘°. Dios, en efecto, se manifiesta en la revelación bíblica como alguien que quiere hacernos sus hijos y que nuestras relaciones con él sean de confianza y responsabilidad, en lugar del fatalismo de los que viven sin esperanza y sin Dios en el mundo (cf Ef 2,12). Sin Cristo, la situación de los hombres era de separación, indiferencia. odio. El, nuestra paz, nos salvó haciéndonos hermanos para la solidaridad en el servicio mutuo, en el amor de una familia por encima de razas, clases sociales, sexo (cf Gál 3,26-28; 5,13; Ef 2,14). Las relaciones del hombre con el mundo están igualmente presentes en el proyecto de Dios. En él se orientan en una línea nueva. El hombre debe pasar de un uso de los mismos que lo aliena. lo esclaviza y lo lleva a oprimir a los demás. a un uso de la libertad que lo hace compartir las cosas con los hermanos en una solidaridad de la que brota una sociedad justa y humana. En el plan de Dios, en efecto, los bienes son un lugar de encuentro con él y con los demás. La creación, sometida por el egoísmo humano a una utilización desviada de esclavitud-opresión que genera la división, anhela ser liberada de la servidumbre de la corrupción para ser puesta al servicio de la comunión en el amor solidario (cf Rom 8,19-22)».
Por todas estas razones. el amor de Dios, que nos transforma, se vuelve por necesidad comunión de amor con los demás y participación fraterna. Esta exige un trabajo por la justicia, porque no puede haber verdadera comunión si no se proyecta sobre las realidades temporales.
II. La «koinonía»: utopía cristiana
La solidaridad cristiana. como lo señalamos, se funda en la koinonía con Dios y con los hermanos, que Cristo nos comunica y que los cristianos debemos testificar (cf 1 In 1,1-4). Esta koinonía, comunión en la solidaridad que parte de Dios, expresa la utopía del reino, entendida no como ideal inalcanzable, sino como una realidad ya presente, que tiende a anticipar en realizaciones imperfectas en la historia la plenitud definitiva. Todo el plan salvífico de Dios apunta hacia ese desarrollo y esa meta de la koinonía. Encontramos, por ello, en la revelación del Antiguo y del Nuevo Testamento una presentación clara de las exigencias del amor a Dios y al prójimo, que son el camino para la realización del reino y la transformación de la historia. Al mismo tiempo, se señala en la Escritura la solidaridad cristiana a través de la presentación de la Iglesia como nuevo Pueblo de Dios y Cuerpo de Cristo.
1. «KOINONIA» CON DIOS EN LA «KOINONIA» CON EL HERMANO – Tanto en el AT como en el NT, la experiencia de fe es una experiencia que compromete en la vida. El compromiso se da de manera especial en las relaciones con el prójimo. El amor al hermano aparece en la Biblia como el camino para la experiencia de Dios y como la expresión de su autenticidad.
Los profetas expresan de muchas maneras esta experiencia de Dios en el amor eficaz y concreto al prójimo. Hay en sus escritos varios conceptos que parten de la vida y que constituyen un criterio para discernir la autenticidad de una experiencia de comunión con Dios. Entre ellos destaca el de «conocimiento de Yahvé». En él se manifiesta una relación existencial con Dios que compromete profundamente con el prójimo. «Conocer a Yahvé» es «juzgar la causa del humillado y del pobre» (cf Jer 22,16; Miq 6,8).
Hay otra idea afín a la anterior, que señala también el sentido de la experiencia de Dios a través de la fe. Es lo que podemos llamar «religión interior» o religión auténtica. Según este concepto, el hombre se encuentra con Dios, llega a tener un «conocimiento» de él en la práctica de la justicia, el derecho, la misericordia (cf Jer 9.22-23). Esto es, junto con la fe, el fundamento de la verdadera religión. En ella no hay lugar para pseudo-experiencias del Señor en el formalismo y ritualismo, que pretenden tranquilizar la conciencia. El amor a Dios es fruto y expresión del amor al prójimo. En el Deuteronomio aparece como la principal obra del amor a Dios la observancia de sus mandatos, y éstos se refieren, en gran parte, a las relaciones con el prójimo (cf Dt 5,2-21).
La misma doctrina, en forma más perfecta, se encuentra en el NT. Juan escribe su evangelio y sus cartas a partir de una experiencia de fe de lo que es la comunión con Dios en la experiencia de la vida fraterna. La fe y el amor son para Juan los criterios para ver si existe una real comunión con Dios, o si se trata sólo de una experiencia imaginada y
vacía de contenido real (cf 1 Jn 1,1-4; 3.10-18). El evangelista contempla, a la luz de la fe, las manifestaciones de Dios, su manera de actuar en la historia de la salvación. Reflexiona especialmente sobre el don que el Padre nos hizo de su Hijo (cf Jn 3,16), y llega a la conclusión de que «Dios es amor». Esta experiencia del amor de Dios a los hombres tiene una consecuencia para la vida del creyente: hay que imitarlo en las relaciones con el prójimo. Es aquí donde se encuentra a Dios con seguridad (cf 1 Jn 4,11-20).
El amor al prójimo es la respuesta del hombre al amor de Dios y de Cristo. Debe ser un amor que se manifieste en obras, un amor efectivo (cf 1 Jn 3,18), ya que su fuente y modelo es el amor de Cristo y la unidad que existe entre el Padre y el Hijo (cf Jn 17,20-23.26). El amor nos da confianza para el día del juicio, pues como Cristo es actualmente (vive en el amor del Padre). así el que practica el amor. Este amor excluye el temor servil (cf 1 Jn 4,17-18).
Vivir en el amor es para san Pablo manifestar el amor de Cristo. Esto debe extenderse incluso a los enemigos. Como el de Dios, el amor cristiano debe ser universal, generoso, gratuito, de iniciativa, eficaz, manifestado en obras. El amor dirige la fe y la esperanza activa (cf Gál 5,6; Rom 5,5-11); es el primer fruto del Espíritu (cf Gál 5,22); es el vínculo de la perfección, que une y sostiene todas las demás actitudes cristianas (cf Col 3.12-14). Por el amor participamos en el que Dios nos tiene (cf Ef 1,4; Rom 5,8; 8,32), y en el de Cristo (cf Gál 2,20). El amor cristiano es superior a todos los carismas (cf 1 Cor 12,31) porque en él se encuentra la plenitud de la ley. La fe actúa, es decir, despliega su fuerza y su poder, por medio del amor (cf Gál 5,6); la esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones (cf Rom 5,5-11).
El amor fraterno es una manifestación del amor que el Padre nos ha mostrado en el don de su hijo; es su imitación del amor de Cristo. En él encontramos la respuesta perfecta del amor al Padre y a los hermanos: «Vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por vosotros» (Ef 5,2). Hay que amar a todos los hermanos, sin cansarse de hacer el bien (cf 2 Tes 3,13), procurando vivir en paz con todos (cf 1 Tes 5,13). Sin el amor los carismas perderían su fuerza y su sentido. El amor resume toda la ley y los profetas (cf Mt 22,37-40).
2. LA SOLIDARIDAD CRISTIANA: IGLESIA, PUEBLA DE DIOS Y CUERPO DE CRISTO – La solidaridad en la historia de la salvación aparece ya en el AT. Dios elige a un pueblo: hace una alianza con él, que refuerza la solidaridad de quienes lo forman y concretiza las exigencias de la misma.
Cristo realiza la nueva alianza anunciada por los profetas (cf Jer 31,3134; Mt 26,2728). Jesús fundó el Nuevo Pueblo en su sangre y él es la cabeza de ese pueblo (He 20,28; Ef 4,15). Pablo insiste en la unidad en la diversidad que se da en la comunidad cristiana. Hace derivar la unidad del plan divino de salvación: «Hay un solo Señor, una sola fe y un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos y por todos y en todos» (Ef 4,56). En esa Iglesia tienen cabida todos los hombres, judíos y griegos, esclavos o libres, varones o mujeres (cf Gál 3.28; Ef 3,6). Cristo ha destruido la barrera que había entre ellos; ahora todos son partícipes de la única salvación (cf Ef 2,16).
La Iglesia es el Nuevo Israel que peregrina (cf 1 Cor 10,1-11): es el pueblo de Dios «celador de buenas obras» (Tit 2,14). Los creyentes son bautizados en un solo Espíritu para formar un solo cuerpo (cf 1 Cor 12,13). Este cuerpo es el Cuerpo de Cristo porque él es la cabeza (cf Col 1.18; Ef 1.22-23), el redentor (cf Ef 5,23-27), la fuente de su crecimiento y de su vida (cf Ef 4,15-16; Col 2,19). El Espíritu es la causa de la unidad del Cuerpo, porque une al cristiano con Cristo en el bautismo (cf 1 Cor 6,11; Rom 6,1-11) y a los creyentes entre sí (cf 1 Cor 12,13).
En ese Pueblo de Dios se dan diversos carismas: dones que comunica Dios gratuitamente para el servicio mutuo (cf 1 Cor 12,4-11; Rom 12,48; Ef 4,7-16). Entre los carismas existe unidad, porque los comunica el mismo Espíritu; y diversidad, para que se cumplan todas las funciones del Cuerpo de la Iglesia (cf ib). Hay entre los carismas una jerarquía que se deriva del mayor o menor servicio que prestan a la comunidad. Un doble principio de orden rige la actividad de los carismas: el amor, que es superior a ellos, y la dirección apostólica como centro de comunión y discernimiento. La unidad solidaria de la Iglesia no se identifica con la uniformidad. Por el contrario, se da en un pluralismo de concretizaciones de la misma fe y de la misma caridad (cf Gál 2,11-14).
Una expresión de la solidaridad cristiana de la koinonía que Cristo nos ha comunicado es la comunidad de bienes. Con ella desaparecen las categorías «rico-pobre»: «no había entre ellos indigentes» (He 4,34). Este paso del egoísmo y de la injusticia a la justicia y al compartir aparece en el episodio del encuentro de Cristo con Zaqueo. La koinonía con el Señor trae un cambio para él. que le lleva a repartir sus bienes y a restituir lo defraudado (cf Lc 19,9-10). La verdadera riqueza cristiana es precisamente esta capacidad nueva de compartir; de abrirse al prójimo en la koinonía, convencidos de que todo es nuestro, nosotros de Cristo y Cristo de Dios (cf 1 Cor 3.22-23).
III. La solidaridad cristiana en el mundo actual
La doctrina de la koinonía cristiana ha tratado de vivirse de acuerdo con las circunstancias de cada época. Ya desde los principios de la Iglesia aparece que los creyentes no se limitaron a anunciar el Evangelio del amor, sino que se esforzaron por vivirlo en la fraternidad de sus comunidades. Allí la koinonía fue encontrando sus cauces de expresión: comunidad de bienes, atención a los más necesitados, preocupación por todos los que sufrían. Surgieron las más diversas iniciativas como manifestación concreta de solidaridad cristiana. Estas formas de caridad eclesial se fueron adaptando a los diversos contextos sociológicos. Algunas se transformaron; otras desaparecieron con el pasar del tiempo. En la base de la evolución y del cambio estuvo la conciencia de que la fe tiene que manifestarse en obras de amor eficaz. Lo que pudo servir en un momento de la historia se reveló ineficaz en otra situación; lo que apareció como oportuno en un determinado ambiente cultural y social resultó contraproducente en otro.
Estas constataciones han hecho comprender la necesidad de releer, a partir de un conocimiento de la realidad social, las exigencias de un amor eficaz que exprese, en cada época, la solidaridad cristiana.
El análisis de los mecanismos sociales en el mundo de hoy ha llevado al descubrimiento del prójimo necesitado, sumergido en condicionamientos de todo tipo, esclavizado por estructuras injustas, impotente como individuo para superar la injusticia y la deshumanización de la sociedad. Se ha tomado conciencia de que las causas de esas situaciones no son fortuitas, sino estructurales: colonialismos y neocolonialismos internos y externos, imperialismos, dependencia. economías de guerra. La solidaridad de tipo asistencial, que no deja de ser necesaria, se revela ahora insuficiente.
1. DESAFíOS DE UNA SOLIDARIDAD EFICAZ – La solidaridad humana y el amor fraterno están exigiendo hoy la búsqueda de estructuras más justas en el campo económico, social y político, tanto a nivel nacional como internacional. En otras palabras. la solidaridad debe expresarse a nivel institucional, porque los medios de la caridad individual son cada día más limitados. En eso consiste la dimensión social o política de la caridad. Su ejercicio se enfrenta con una serie de desafíos que hay que tener presentes.
a) Un mundo de desigualdad, opresión e injusticia. La toma de conciencia de la unidad de la familia humana y de la interdependencia de los pueblos y naciones, al mismo tiempo que ha hecho crecer el sentido de la solidaridad, ha descubierto las grandes divisiones e injusticias sociales, económicas, raciales e ideológicas que caracterizan la realidad humana «. A pesar de los esfuerzos que se han hecho, existen en el mundo profundas desigualdades y divisiones que están exigiendo una transformación de los sistemas sociales, políticos y económicos en las naciones y en la comunidad internacional. El poder económico y de decisión está en manos de pocos; millones de personas viven en condiciones infrahumanas, mientras ingentes capitales se gastan en armamentos. Por otra parte, persisten aún las discriminaciones raciales, que son un desafio a la concepción cristiana del hombre.
Ante esta situación, el amor cristiano pide una solidaridad que impulse a trabajar por la creación de estructuras sociales más justas. A partir de un cambio de mentalidad, que el mismo trabajo por la transformación social va pidiendo, se deben superar las actitudes egoístas. Sólo así se evitará que la organización social degenere en una nueva dominación de unos por otros. Para respetar los valores de fraternidad, solidaridad, igualdad y personalización, se requiere una conversión continua. Con realismo cristiano hay que ver, por otra parte, las tensiones que surgen cuando se emprenden caminos concretos a partir de un análisis de la sociedad y de opciones prácticas. Estas tensiones son un primer paso para la construcción de una sociedad solidaria y fraterna.
b) La lucha de clases y el amor cristiano. No se puede negar que existe en la sociedad una división que no depende sólo del factor económico, pero que, en gran parte, está condicionada por él. Esto genera conflictos, enfrentamientos y luchas. El amor cristiano no puede negar esa realidad, pero debe buscar superarla en la justicia. El amor eficaz hacia el oprimido por una violencia institucionalizada lleva a asumir su causa, incluso como un modo de expresar el amor hacia el opresor. No se trata de destruirlo, sino de liberarlo a través de la implantación de la justicia, que haga posible una auténtica fraternidad y brinde las condiciones para la paz.
El creyente, guiado por el amor, está llamado a participar en los proyectos de liberación de un modo profético, encarnando su fe en un trabajo de solidaridad con los hermanos. En la comunidad de oración y discernimiento, a la luz de la Palabra irá aprendiendo a reconocerse como hijo de Dios; irá descubriendo sus derechos y los de los demás; podrá organizarse para acciones en el ámbito social y político. De esta manera, mantendrá una actitud crítica ante todo proyecto y ante toda ideología, sin dejar por ello de trabajar con otros hombres de buena voluntad en la construcción de una nueva sociedad más de acuerdo con el plan de Dios. En ese plan no caben la opresión del hombre por el hombre, de unas clases sociales por otras y de unos países por otros.
e) Solidaridad con los pobres y evangelización. Al definirse la Iglesia del Vat. II como Iglesia de los pobres no estaba haciendo otra cosa que tomar conciencia de su misión evangelizadora. Ella continúa la de Cristo, que vino a «evangelizar a los pobres» (cf Lc 4,18-19). Sólo desde el pobre y en solidaridad con él, se puede evangelizar, como Jesús, a los demás sectores de la sociedad, en orden a una conversión con consecuencias sociales. La opción de los pobres es una exigencia de fidelidad evangélica. Jesús la presentó como señal mesiánica (cf Mt 11,1-6). Además, es uno de los .–.- «signos de los tiempos» en los que Dios habla.
El servicio de evangelización liberadora genera dificultades y persecuciones. Estas exigen una purificación constante, que también se origina en la experiencia de ser evangelizado por los pobres. La evangelización liberadora está en conexión necesaria con la promoción humana, el desarrollo t5. Busca liberar al hombre de la esclavitud del pecado personal y social, de todo lo que divide en la sociedad y que tiene su fuente en el egoísmo, para que se vaya abriendo paso en la historia una koinonía en la que estén presentes no sólo las dimensiones espirituales, sino también lo social, lo político, lo económico, lo cultural y el conjunto de sus relaciones.
2. CAMINOS CONCRETOS DE ACCIí“N SOLIDARIA – El amor cristiano está íntimamente ligado a la acción (cf 1 In 3,18). La caridad no se opone a la lucha necesaria en favor de la justicia, más bien la anima y sostiene. El mandamiento del amor es algo subversivo y liberador, porque pide «construir un mundo en el que cada hombre, sin exclusión de raza, de religión, de nacionalidad, pueda vivir una vida plenamente humana, libre de esclavitudes que provienen de los hombres y de una naturaleza no dominada suficientemente.
a) La denuncia de la injusticia. La situación injusta en la que viven millones de hombres de todos los países es contraria al plan de Dios. Sus condiciones de vida son infrahumanas, sus derechos prácticamente ignorados o incluso aplastados; son víctimas de todo tipo de opresiones. Idénticas injusticias se cometen a nivel de relaciones entre los diversos pueblos y naciones.
Esta conciencia de la injusticia está pidiendo de la Iglesia una denuncia profética. No se puede callar ante «hechos y estructuras que impiden una participación más fraternal en la construcción de la sociedad y en el goce de los bienes que Dios creó para todos’. Hay que ser voz de los que no tienen voz para impedir que las sociedades se sigan construyendo de acuerdo con esquemas anticristianos e inhumanos. Es sumamente importante partir de un conocimiento de la realidad y de una reflexión desde las bases para lograr, en comunión eclesial, una mayor fuerza en la denuncia pública. Cuanto más amplia sea la solidaridad en la denuncia, mayor presión ejercerá en las estructuras para el necesario cambio.
b) La defensa y promoción de los derechos humanos. En la base de muchas injusticias sociales está la violación sistemática de los derechos humanos. Un análisis de este fenómeno revela que las violaciones proceden generalmente de una estructura social. Ella margina a sectores mayoritarios de la población y les priva de los medios para poder ejercer sus derechos y participar en el desarrollo de la sociedad.
Existe hoy en el mundo la conciencia de la dignidad humana y de la necesidad de promover los derechos de las personas. Los cristianos, como parte de la familia humana y como testigos de la vida del Señor Jesús», están cada vez más comprometidos en la defensa y promoción de los derechos humanos, en colaboración práctica con todos los hombres de buena voluntad. La Iglesia ha comprendido que esa promoción es requerida por el Evangelio y es central en su ministerio 20.
c) La acción internacional. El progreso ha hecho al mundo pequeño. Eso ha traído como consecuencia una creciente interdependencia de las diversas naciones. Ante esta evolución de la humanidad, las instituciones nacionales son, en muchas ocasiones, insuficientes para resolver los problemas de la paz, de la pobreza y de la miseria, del hambre, del progreso técnico e industrial de los países en vías de desarrollo, de la economía. «El hombre debe encontrarse con el hombre, las naciones deben encontrarse como hermanos y hermanas, como hijos de Dios»21, para poder edificar el futuro común de la humanidad.
La solidaridad cristiana, si quiere ser eficaz, deberá extenderse en círculos concéntricos: individual, comunitario. nacional, hasta llegar al de los organismos internacionales. El concilio Vat.II invitaba a los cristianos a cooperar en la edificación de un nuevo orden internacional más justo, participando en las instituciones que lo promueven y procuran».
Consciente de la necesidad de una acción internacional, el mismo concilio sugirió la constitución de un organismo de la Iglesia universal para fomentar en todas partes la justicia y el servicio a los más necesitados. En 1967, Pablo VI realizaba este deseo con la institución de la Pont. Comisión de Justicia y Paz. Se le señalaba como finalidad la de suscitar en los cristianos un conocimiento de loque significa hoy su misión para que promuevan el desarrollo de los pueblos y la justicia social entre las naciones.
IV. Líneas de una espiritualidad de la solidaridad internacional
El trabajo comprometido en una evangelización liberadora para conseguir una solidaridad de los hombres entre sí que haga posible la comunión y participación, a las que Dios nos llama. origina algunas experiencias espirituales.
1. EXPERIENCIA DE DIOS COMO SEí‘OR DE l.A HISTORIA – El trabajo para ir logrando cada vez más una solidaridad humana y cristiana hace percibir la acción de Dios en la historia. El aparece guiándola desde dentro. En las luchas y esfuerzos difíciles en el camino de construcción de una sociedad más justa y más humana, Dios aparece animando y conduciendo a los hombres de buena voluntad hacia metas nuevas y por caminos antes insospechados.
Una espiritualidad de la solidaridad va teniendo una conciencia creciente de que es Dios quien da sentido a la historia de los hombres y de que Jesucristo es inspirador de los cambios sociales. En él, el Padre ha querido crear una nueva humanidad con la colaboración libre y responsable de los hombres.
Esta experiencia de Dios como Señor de la historia hace surgir la esperanza como seguridad de que, con la colaboración humana, él realizará los anhelos de solidaridad que infunde en el corazón de los hombres. La esperanza lleva a juzgar con sentido crítico la vida personal y social; orienta y sostiene los esfuerzos por vivir como una familia de Dios que manifiesta la koinonía, que será plena al final de los tiempos. La acción del Señor de la historia suscita en cada época una nueva forma de esperanza que, asumiendo los valores del pasado, se abre con disponibilidad a los nuevos horizontes de la historia.
2. EXPERIENCIA DE UNA FRATERNIDAD UNIVERSAL EXIGENTE – El amor cristiano cobra hoy dimensiones universales y se vuelve por necesidad comunión de amor con todos y participación fraterna, y principalmente «obra de justicia para los oprimidos, esfuerzo de liberación para quienes más la necesitan… proyectada sobre el plano muy concreto de las realidades temporales.
Las exigencias de la fraternidad, dinamizada por el amor cristiano, superan las de una sociedad simplemente justa. Llevan incluso a sacrificar los propios derechos por los derechos de los demás en actitud solidaria que comparte todo.
La fraternidad cristiana revela, en el compromiso por la solidaridad, una dimensión universal que tiene su origen en la paternidad de Dios sobre todos los hombres, a quienes ha hecho hijos suyos y hermanos de Cristo. La solidaridad que pide el amor cristiano no se encierra en los límites estrechos de nacionalismos exagerados o regionalismos mal entendidos. Hay en ella una apertura a la universalidad. Los hombres estamos llamados a vivir como una familia de Dios.
3. EXPERIENCIA DE LA CONVERSIí“N COMO DESPOJO Y COMPROMISO – LOS cambios rápidos y profundos que se están realizando en el mundo traen consigo una carga muy fuerte de inseguridad e incertidumbre. El rostro nuevo de la solidaridad cristiana impulsa a una búsqueda constante. En ella la conversión acentúa el aspecto de despojo y de compromiso.
Ante todo, se hace necesario un desprendimiento de modos de pensar y de ser. Se requiere un cambio de lugar social para ver la realidad desde los pobres y marginados, y desde allí evangelizar a todos. Hay que estar disponibles para vivir nuevos estilos de organización y de convivencia social que favorezcan una mayor justicia y respeten la dignidad humana de todos. Y esto supone renuncias a situaciones de privilegio personal o de grupo.
Al despojo debe unirse el compromiso. No basta experimentar sensiblemente «los gozos y esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres’. Se requiere aceptar los cuestionamientos que presentan y, sobre todo, empeñarse en un trabajo solidario para la transformación de las estructuras injustas e inhumanas, con todas las consecuencias que eso trae consigo.
V. Conclusión
En el contexto sociológico actual, la solidaridad cristiana es la expresión concreta de la koinonía. Hoy se ve claramente que la acción por la justicia y la transformación del mundo son una dimensión constitutiva de la evangelización. Esta toma de conciencia, vista a la luz de la fe, aparece como un «signo de los tiempos», en el que Dios habla y cuestiona a los creyentes. La preocupación por el respeto de la dignidad humana y los derechos de los individuos y de las naciones, por la igualdad social, por la justicia en las relaciones internacionales, está dando una nueva comprensión del amor cristiano y de sus exigencias. El Evangelio nos está enseñando que «ante las realidades que vivimos no se puede hoy… amar de veras al hermano y, por lo tanto, a Dios sin comprometerse a nivel personal… y a nivel de estructuras, con el servicio y promoción de los grupos humanos y de los estratos sociales más desposeídos y humillados, con todas las consecuencias que se siguen en el plano de esas realidades temporales. En la perspectiva nacional e internacional, éste es el sentido y éstas las consecuencias de una solidaridad cristiana auténtica hoy.
Camilo Maccise
BIBL.-AA. VV., Opción por los oprimidos y evangelización, Centro de Reflexión Teológica, México 1977.-AA. VV., Praxis de liberación y fe cristiana, en «Concilium», 6 (1974).-AA. VV., Los pobres y la Iglesia, en «Concilium», 4 (1977).-Arrope, P, La Iglesia de hoy y d./lauro, Sal Terrae, Santander 1982.-Boli, L, El destino del hombre y del mundo, Indo-American Presa. Bogotá 1975.-Baurgeois. L, Philosophie de la solidaricé, París 1902.-Buber. M. Ich und Du, Leipzig 1922.-Juan XXIII, Mater el Magistra (1961) y Pacem in tenis (1963).-Pablo VI. Octogesima adveniens (1971) y Catholicam Christi Ecclesiam (6-1-1967. para constituir la Comisión de «Justicia y Paz»).-Juan Pablo II. Laborem exercens (1981).-Equipo Teólogos CI.AR. Pueblo de Dios y comunidad liberadora, Indo-American Press. Bogotá 1977.-Galilea. S. Espiritualidad de la liberación, ISPAJ, Santiago de Chile 1973.-Id. Vivir el Evangelio en tierra extraña, Indo-American Press. Bogotá 1976.-Id, Espiritualidad de la evangelización, Indo American Press. Bogotá 1979.-Girardi, J, Amor cristiano y lucha de clases, Sígueme, Salamanca 1971.-Gutiérrez. G. Teología de la liberación, Sígueme. Salamanca 1977′.-Libanio. J. B. Las grandes rupturas socio-culturales y eclesiales, CIAR. Bogotá 1982.-Metz, J. B, Teología del mundo. Sígueme. Salamanca 1970.-Id, La fe, la historia y la sociedad, Cristiandad. Madrid 1979.–Mouroux, R. Creo en ti, Flors, Barcelona 1964.-Sínodo de los obispos (1971). La justicia en el mundo.-Velázquez. P, Dimensión social de la caridad, Secretariado Social Mexicano 1962.
S. de Fiores – T. Goffi – Augusto Guerra, Nuevo Diccionario de Espiritualidad, Ediciones Paulinas, Madrid 1987
Fuente: Nuevo Diccionario de Espiritualidad
TEOLOGíA MORAL
SUMARIO
I. Premisa.
II. Las diversas acepciones de solidaridad:
1. La perspectiva jurídica;
2. La perspectiva antropológica
3. La perspectiva sociológica.
III. Solidaridad y ética cristiana:
1. La solidaridad como valor teologal;
2. La solidaridad como instancia ética.
IV. La solidaridad hoy:
1. Crisis y renacimiento de la solidaridad;
2. Las dimensiones de la solidaridad:
a) Solidaridad e igualdad,
b) Solidaridad y eficiencia,
c) Solidaridad y gratuidad.
I. Premisa
La valoración actual de la solidaridad, cada vez más cualificada y extendida, constituye un signo de los tiempos. Se ha venido afirmando una nueva conciencia social acerca de los lazos de cada uno con categorías necesitadas; se han constituido espontáneamente comunidades y grupos que miran a conseguir metas comunes de carácter social, económico, político y religioso y a hacer que se perciban más eficazmente las protestas contra los males sociales en orden a obtener un cambio. La palabra solidaridad suscita en muchos el deseo de contribuir a la acogida y a la promoción del prójimo necesitado de ayuda.
La solidaridad = «alacris animorum coniunctio», como Juan XXIII la llama en la encíclica Pacem in terris- recuerda sobre todo la idea de la unidad activa en compartir las situaciones de los demás, en sentirse responsables de cuanto de penoso ocurre a los hermanos, en proyectar y realizar un socorro eficaz.
II. Las diversas acepciones de solidaridad
El concepto de solidaridad ha experimentado en la cultura occidental un proceso de transformación que se ha reflejado también en la utilización de sus diversos ámbitos de referencia. Todavía hoy se utiliza el término según acepciones diversas que merecen ser precisadas.
I. LA PERSPECTIVA JURíDICA. Desde siempre (ya desde la época del imperio romano) el derecho ha sancionado que una pluralidad de sujetos (deudores) puede ser puesta ante una prestación que no es susceptible de división, y que por lo mismo se le puede imponer íntegramente a cada uno. Es decir, en determinados casos cada deudor puede ser llamado a responder totaliter, o sea, de la totalidad de la deuda contraída por varios sujetos. Ello puede depender de la naturaleza de la deuda misma o de la voluntad de las partes. El Código civil italiano sanciona: «La obligación es in solido cuando varios deudores están obligados todos por la misma prestación, de modo que se puede forzar a cada uno al cumplimiento por la totalidad» (art. 1.292).
En la concepción jurídica del pasado se suponía que del concurso de varios sujetos a una misma acción nacía por norma y necesariamente sólo una parcialidad de obligaciones; cada sujeto estaba obligado sólo respecto a su parte de intervención. Sólo cuando se declaraba explícitamente la solidaridad quedaba derogada e impedida la parcialidad de la obligación. Además, incluso en la hipótesis de estar establecida por ley, la solidaridad se interpretaba como un modo de ser especial de la obligación, que de por sí era necesariamente parcial. La solidaridad no anulaba la figura jurídica primaria del fraccionamiento de la obligación; sólo de modo excepcional la obligación parcial podía ser llamada a asumir la carga de la reparación por el todo, por lo cual cada deudor podía ser obligado en determinadas circunstancias a pagar la suma entera de las obligaciones parciales.
En cambio, en la cultura jurídica actual la obligación solidaria no se concibe ya reductivamente como dependiente y en correlación con la obligación parcial. Se estima que la parcial no es la única obligación jurídica natural, de forma que la solidaria quede reducida a forma anormal. En el derecho contemporáneo la solidaridad es un valor en sí legítimo y obligado, que se afirma con configuración autónoma propia.
2. LA PERSPECTIVA ANTROPOLí“GICA. En la época contemporánea, sin embargo, el discurso sobre la solidaridad ha trascendido el ámbito puramente jurídico, adquiriendo un nuevo contexto cultural. Si al hablar de solidaridad en el pasado se pretendía recordar los deberes que una persona era eventualmente llamada a cumplir en virtud de exigencias de justicia conmutativa y social, ahora se pone de manifiesto que es el constitutivo mismo de la persona el.que exige de ella relaciones de solidaridad con los demás.
Pero la solidaridad en perspectiva antropológica varía de acuerdo con el modo de considerar la naturaleza de la persona humana. En la filosofía clásica escolástica se subrayaba la individualidad incomunicable de la persona. Cada uno era considerado responsable de sus actos; no podía ni debía dar cuenta o responder de lo que no dependía de su obrar. Lo que ocurría fuera de su ámbito a lo sumo podía urgirle a un gesto de caridad (p.ej., ofrecer limosna u oraciones por las obras misioneras), pero no suponía una responsabilidad directa. Una religiosa que se dedicaba a asistir a niños abandonados o un misionero que se comprometía a trabajar con infieles lejanos testimoniaban que cumplían un deber sugerido exclusivamente por su personal vocación religiosa.
En la ética actual ciertamente permanece la atención a la individualidad incomunicable de la persona, pero ésta se pone en estrecha relación con su configuración relacional fundamental. La persona es un ser autónomo, que vive esencialmente de relaciones interpersonales, o sea, que está en constante diálogo con el prójimo. La persona está en contacto perenne e irrenunciable con Dios, con el prójimo y con las realidades mundanas. El yo no puede llegar a la vida y conseguir su estado adulto más que en relación con el otro. El yo no se conoce más que mirando al tú; no se promueve más que sacrificándose por alguien; no desarrolla cultura o fuerza operativa si no establece cooperación. Una vida segregada en el individualismo no es una vida humana. Quizá la mejor descripción moderna del infierno podría ser la siguiente: un estado en el que el condenado-no puede ya ofrecer y recibir ninguna relación afectiva. El infierno es no saber amar. En cambio, la vida paradisiaca es estar juntos en la plena comunicación del amor. La palabra con la que se presenta el hombre conscientemente adulto no es yo, sino yo-tú.
En esta perspectiva la solidaridad ejerce una función existencial fundamental. Hace percibir que el otro -cualquier otro- es la mitad de la propia alma; por eso el hombre solidario no se concede paz a la vista de alguien que sufre, sobre todo injustamente.
El hombre moderno no atribuye a Dios la responsabilidad de la existencia de gente miserable en la tierra, pues sabe que Dios nos ha confiado la tarea de proveer al hermano necesitado, no tanto dándonos un precepto explícito particular, sino por habernos creado como hombres necesitados de una integración recíproca.
3. LA PERSPECTIVA SOCIOLí“GICA: El haber tomado conciencia de que todo lo que se refiere a la personalidad humana (su aparición, su madurar y su obrar de modo auténtico) depende de convivir en solidaridad con los otros ha cualificado el vivir en sociedad no tanto como un simple deber, sino como una exigencia primaria de la persona.
¿Cómo se debe vivir esta solidaridad social? En la sociedad podemos comportarnos como socios o bien como prójimo. Las relaciones que establecemos pueden estar dictadas por nuestra profesión o por la estructura social en que estamos insertos, la cual distribuye roles y tareas bien definidos: sindicalista, profesor, magistrado, etc. En este caso, al interesarnos por los demás entablamos relaciones que pasan a través de la mediación de la institución social, es decir, obramos solidariamente como socios.
Pero junto a estas relaciones dictadas por la situación profesional existen otras fundadas simplemente en el hecho de ser hombres. Ante un herido encontrado en la calle o un joven sin empleo, mi rol social puede que no me sugiera nada, pero mi ser de hombre me hace sentir al otro como prójimo mío y me insta a ayudarle.
La ética de la solidaridad no puede reducirse a roles sancionados por las instituciones sociales (roles que hacen de nosotros socios), ni es satisfecha por el que se limita a cumplir con su deber profesional. El otro es alguien que me afecta por encima de mi cualificación social. Es lo que ha querido enseñarnos Jesús con la parábola del buen samaritano ( Luc 10:25-37).
El deber de ser socios y de ser prójimo no se contraponen; son aspectos del comportamiento humano llamados a integrarse. El cargo profesional ha de ejercerse en forma personalizada, de modo que exprese solidaridad de acogida y amor al otro, mientras que la ayuda caritativa al prójimo debe cualificarse por la competencia profesional.
La organización asistencial, al limitarse a la eficiencia en el plano técnico, registra una reducción de la densidad humana, dando lugar a la prestación de servicios cada vez más anónimos y burocráticos, incapaces de crear un contacto auténticamente humano respecto a los asistidos. Giorgio La Pira (fi 1977), siendo alcalde de Florencia, declaró en 1954: «Vosotros tenéis respecto a mí un solo derecho: el de negarme la confianza. Pero no tenéis derecho a decirme: Señor alcalde, no se interese por las personas sin trabajo (despedidos o desocupados), sin casa (desahuciados), sin asistencia (ancianos, enfermos, niños)… Es mi deber fundamental… Si hay alguien que sufre, yo tengo un deber preciso: intervenir de todos los modos y con todos los medios que el amor sugiere y que la ley procura para que aquel sufrimiento se reduzca o mitigue… No existe otra forma de conducta para un alcalde cristiano».
Si la justicia se puede delimitar dentro de una formulación jurídica, la caridad impulsa a una actitud de inagotable participación, que comprende la atención a descifrar los nuevos rostros de la pobreza y el esfuerzo por sensibilizar a todos para que cada uno asuma su responsabilidad con espíritu de verdadera solidaridad.
En el pasado la dimensión de hacerse prójimo estaba ligada preferentemente a motivaciones de orden religioso. Surgían instituciones y congregaciones religiosas, piadosas sociedades y archicofradías, que se dedicaban a obras asistenciales altamente benéficas. En el mundo actual, aunque el Estado ha instaurado loablemente formas públicas de asistencia social, las instituciones asistenciales siguen siendo preciosas para testimoniar que la profesionalidad debe estar informada por la caridad. Para esto han nacido libremente en nuestro tiempo grupos o movinuentos sociales laicales ordenados a ejercer simultáneamente la tarea de socio y de prójimo.
T. Goffi
III. Solidaridad y ética cristiana
El tema de la solidaridad ocupa un puesto de gran relieve en la tradición cristiana.
1. LA SOLIDARIDAD COMO VALOR TEOLOGAL. En la Biblia la solidaridad reviste ante todo las connotaciones de valor teologal antes ya que de instancia ética. En efecto, la experiencia que el creyente tiene de un Dios solidario es lo que le impulsa a vivir la solidaridad con los hermanos. La historia de la salvación es historia de la revelación progresiva que Dios hace de sí mismo al hombre como un Dios que entra en su vida hasta compartirla plenamente en Jesús de Nazaret.
La llamada del hombre a la vida en el misterio de la creación mira a hacer de él el partner del mismo Creador en el ejercicio del dominio del mundo (Gén 2:15). En cuanto «imagen de Dios» (Gén 1:26), el hombre es el interlocutor que Dios se asigna a sí mismo, el único entre todas las criaturas capaz de escuchar a Dios que habla y de responderle, estableciendo con él una relación de comunión.
La solidaridad que se entabla entre Dios y el hombre, y que tiene su fundamento en la estructura relacional de éste (Gén 2:7), está, pues, constituida por la superación de la pura dependencia y por el reconocimiento de la responsabilidad humana en el contexto de una colaboración recíproca. A1 hacer existir las cosas y confiarlas al hombre, Dios en cierto sentido se aleja del mundo, respetando profundamente la libertad humana. La comunión con Dios, que es la raíz de las relaciones del hombre con sus semejantes y con el mundo, es por ello el fundamento y el modelo de toda otra forma de solidaridad.
El don de la alianza, que sucede al drama del pecado (Gén 3), revela el sentido profundo de la solidaridad divina. La alianza restablece la cercanía de Dios al hombre, pero manifiesta también su infinita distancia: el Dios que se había alejado del hombre a consecuencia del pecado se ha hecho de nuevo vecino; pero el Dios cercano no deja de ser un Dios lejano, otro, inaccesible. El hombre está llamado a vivir en presencia de su Señor; pero al mismo tiempo debe reconocer su ausencia, esforzándose en construir el mundo y la historia de modo autónomo. El don de Dios se transforma para el hombre en tarea a la que no puede sustraerse: debe cumplirla con total entrega si quiere ser fiel a la voluntad divina. La solidaridad de Dios es oferta gratuita de una comunión que es preciso realizar bajo el signo de una reciprocidad efectiva.
Pero la revelación definitiva de la solidaridad de Dios con el hombre se produce en el misterio de la encarnación y de la pascua de Cristo. A1 compartir la condición humana, Dios hace transparente el amor que profesa al hombre (Flp 2:6-8), amor que lleva a dar su misma vida para su completa liberación (Jua 15:13). La solidaridad humana asume así las connotaciones del compartir (sercon) y del don total de sí (ser-para). El Dios cristiano es -según la feliz expresión de D. Bonhóffer- el Dios pobre, despojado, impotente; pero sobre todo el Dios ser-para-los-otros. La pobreza de Dios en Cristo no es fin en sí misma; es la suprema revelación del amor de Dios, de un Dios que es por definición amor y don.
El misterio trinitario encuentra aquí su significado último: Es el misterio de un Dios que vive en comunión de personas, las cuales se constituyen en el recíproco darse. Dios es amor en cuanto es Trinidad, y es Trinidad en cuanto es amor. La solidaridad, en cuanto valor teologal, hunde, pues, sus raíces en la naturaleza misma de Dios. Es comunión con el otro que respeta su diversidad y orientada a activar su plena responsabilidad; es compartir y don de sí, que revela en el misterio trinitario toda su densidad ontológica.
2. LA SOLIDARIDAD COMO INSTANCIA ETICA. El creyente, que es hecho partícipe de la experiencia del amor divino, está obligado por ello a hacer transparente en su vida cotidiana sus connotaciones esenciales: «Amaos como yo os he amado» (Jua 13:34). La solidaridad asume, en consecuencia, el carácter de instancia ética; se convierte en deber de transferir a las relaciones con los hombres el sentido y la lógica de tal experiencia.
a) Considerada bajo este aspecto, la solidaridad se presenta como el lugar de la estricta conjugación de justicia y caridad. En efecto, la atención al otro implica en primer lugar el reconocimiento de sus legítimos derechos y la creación de condiciones, también estructurales, para su ejercicio y desarrollo. No se debe olvidar -como ha ocurrido a veces, por desgracia, también en la Iglesiaque la forma primera y originaria de la caridad es el ejercicio de la justicia, o sea, la obligación de realizar un mundo en el cual los derechos humanos (de los individuos y de los pueblos) no sólo se proclamen abstractamente, sino que se hagan concretamente vivibles.
Por eso la solidaridad se identifica ante todo con la acción de denuncia de las estructuras de pecado siempre presentes en nuestro mundo, y con el esfuerzo por construir nuevas formas de convivencia que respeten la dignidad del hombre y concurran al logro de su liberación. La creciente interdependencia entre los hombres y entre los pueblos hace surgir la importancia de la dimensión política de la solidaridad. La relevancia que las instituciones han adquirido en nuestro tiempo en orden a la mediación de las relaciones interpersonales y sociales, así como el carácter cada vez más universal de la experiencia humana, evidencian el aspecto central de la cuestión del cambio estructural. El ejercicio de la solidaridad conlleva la aceptación de una precisa responsabilidad frente a las estructuras a fin de construir ordenamientos sociales capaces de satisfacer las verdaderas necesidades del hombre.
b) Pero la solidaridad no se agota en la práctica de la justicia. En definitiva, tiene como mira la persona en su unicidad, y por tanto en lo irrepetible de sus exigencias y en la singularidad de su vocación. La justicia se mueve preferentemente en el plano objetivo; tiende a la justa distribución de los derechos y a la satisfacción de las necesidades, pero ignora las dinámicas más profundas del deseo humano. Sólo la caridad, que implica un compromiso subjetivo en la óptica del compartir y del don de sí, es capaz de conferir plenitud de sentido a la vida de relación. Nuestra sociedad corre a menudo el peligro de presumir que las reformas estructurales constituyen el modo de resolver todos los problemas humanos. La solidaridad, en cuanto que integra en sí las exigencias de la justicia y las de la caridad, es la virtud que más radicalmente interpreta los deseos del hombre contemporáneo, pues a través de ella se constituye la mediación de lo personal y de lo social en el cuadro de una síntesis dinámica, cuyo objetivo es la plenitud de la liberación humana.
IV. La solidaridad hoy
El interés por el tema de la solidaridad ha crecido hoy notablemente, tanto dentro del mundo cristiano como del laico. Han desaparecido en gran medida en el mundo laico los prejuicios del pasado, que dieron lugar a adoptar una actitud de rechazo, o al menos de desconfianza, frente a ella. Estos prejuicios afectaban, aunque por motivos opuestos, tanto al área liberal-capitalista como a la marxista. Pues mientras que las corrientes liberales o neoliberales rechazaban con fuerza la solidaridad en nombre de una supuesta sacralidad de las leyes económicas, los movimientos de inspiración marxista la miraban con sospecha, considerándola como una forma de posible cobertura de los conflictos sociales, una especie de cómoda coartada en la que atrincherarse para evitar afrontar las trabas estructurales de las injusticias existentes.
Por otra parte, es cierto que la invitación a la solidaridad dentro del área católica no tuvo siempre idéntico significado. Pues si, por un lado, se invocaba la solidaridad como instrumento de reivindicación de los derechos fundamentales de las zonas más débiles y marginales -piénsese en el «solidarismo» desarrollado en el ámbito del movimiento sindical de inspiración cristiana-, por otro se confundía a menudo en la mentalidad de muchos creyentes con una atención genérica al otro o con una actitud pietista centrada exclusivamente en la limosna y en la asistencia privada.
1. CRISIS Y RENACIMIENTO DE LA SOLIDARIDAD. Así pues, la parábola del término solidaridad no es rectilínea, y su replanteamiento actual no está exento del riesgo de que se precisen insuficientemente sus contornos históricos concretos. En otras palabras, subsiste el peligro de que, a pesar de una mayor conciencia de su valencia estructural y política, se reduzca la solidaridad a una mera instancia emocional o a una proclamación abstracta de principio, no sufragada por un serio compromiso encaminado a afrontar realistamente las complejas cuestiones. de la actual coyuntura social.
Este peligro se ve agravado, por otra parte, por el estado de ambivalencia, e incluso de contrariedad, que distingue a este respecto a la sociedad en que vivimos. Se diría, paradójicamente, que la insistente invitación a la solidaridad es hoy inversamente proporcional a la práctica efectiva de este valor en la vida de los hombres.
La crisis de las ideologías del cambio histórico ha suscitado un fuerte repliegue del hombre sobre sí mismo -en la búsqueda de la propia identidad y de su autorrealizacion- con la consiguiente atenuación de la tensión social y política. La justificada reacción contra un proceso de socialización que ha terminado penalizando a la persona a través de la expansión de fenómenos de masificación y de homologación, se traduce de hecho en una exasperada subjetivización de las necesidades y de los comportamientos y en la afirmación de tendencias privatistas cada vez más marcadas.
Esta cultura individualista se ve favorecida además por las profundas transformaciones estructurales en curso. El advenimiento de la sociedad compleja, caracterizada por la multiplicación de las pertenencias y de la fragmentación de las vivencias, alimentada por el crecimiento de impulsos corporativos, en los que prevalece la búsqueda del propio interés y la falta de apertura al bien colectivo. La dialéctica público-privado asume a veces las connotaciones de la oposición radical, ya sea por la pérdida progresiva de significado de los mundos vitales, ya por la presión de la innovación tecnológica con pesadas recaídas también en la articulación de las relaciones humanas. La misma crítica al Estado social, aunque en muchos aspectos está motivada por la legítima denuncia de los límites relacionados con su actuación (derroche, procesos de burocratización, etc.), oculta a menudo una clara voluntad de afirmación individual, de exaltación de lo privado y de su eficiencia al margen de cualquier lógica de solidaridad.
A pesar de ello existen y van consolidándose, también en nuestra sociedad, procesos de signo diverso que testimonian, aunque en áreas cuantitativamente limitadas, un prometedor redescubrimiento del valor de la solidaridad. Basta pensar en el desarrollo de grupos y de movimientos de l voluntariado comprometidos en afrontar los problemas de la desviación y la marginación social o proyectados hacia el tercer mundo. El creciente aumento del límite de las estructuras existentes ha concurrido a dar vida en estos últimos años a numerosas iniciativas encaminadas no sólo a suplir las carencias de los servicios sociales, sino a veces a respaldar y a hacer más eficaces las prestaciones mediante el apoyo de presencias inspiradas en valores éticos y religiosos que favorecen una auténtica humanización.
Al mismo tiempo se manifiesta, también en el terreno político, la exigencia de promover nuevas ordenaciones institucionales que faciliten la integración entre privado y público para afrontar más seriamente los difíciles problemas de la convivencia humana y para hacer sitio a las legítimas exigencias de todos, sobre todo de los últimos. La solidaridad, que por un lado atraviesa una gran crisis, por otro recupera su plena actualidad como valor fundamental para el crecimiento de una sociedad más a la medida del hombre.
2. LAS DIMENSIONES DE LA SOLIDARIDAD. El abanico de problemas que se abren supone, por un lado, la necesidad de profundizar la solidaridad en relación con otros valores con los que debe medirse y, por otro, la exigencia de encarnarla en los diversos ámbitos de la vida personal y social, distinguiendo las posibilidades concretas ofrecidas por la situación contemporánea.
a) Solidaridad e igualdad. La solidaridad, para poder desarrollarse, implica el reconocimiento de la igualdad fundamental entre los hombres, a la vez que el respeto de la alteridad de cada persona. Esto comprende el rechazo de una lógica de exasperada diferenciación -lógica que está en la base de la afirmación de injustas distribuciones- y la superación de un igualitarismo nivelador, que conduce a formas de masificación alienante.
Esta situación fuerza a pensar de modo correcto la relación igualdaddiversidad en la perspectiva de la tutela y del desarrollo de los derechos fundamentales de toda persona humana. Los derechos a la salud, a la casa, a la instrucción, a la seguridad social son derechos inalienables, que no sólo no se pueden conculcar, sino que hay que promover en términos cada vez más amplios. El Estado social, lejos de desterrarlo, hay que ensancharlo más, aunque corrigiendo sus límites asistenciales y los aspectos de derroche.
En este sentido se hace urgente reconsiderar, en el marco de la actual complejidad social, la relación público-privado dentro de una lógica de verdadera solidaridad. Gran interés reviste bajo este aspecto la recuperación de los principios de subsidiariedad, que es uno de los quicios fundamentales de la doctrina social de la Iglesia. Hay que incluirlo en el horizonte de una solidaridad ampliada, que no anula las diferencias, ni las individuales ni las de grupo, sino que las respeta y asume, instando a la vez a converger hacia objetivos de bien colectivos que hay que alcanzar mediante el concurso responsable de todos. De ahí la necesidad de restituir una efectiva posibilidad de expresión a los «mundos vitales» (en primer lugar a la familia) como ámbitos que presiden los procesos de la producción del sentido y en los cuales tienen lugar las formas originarias de personalización y de socialización.
La contraposición entre público y privado, en efecto, esa menudo la resultante de la falta de valorización de estos aspectos significativos de la experiencia humana, aspectos que se sitúan como elemento de articulación entre la recuperación de la identidad y la apertura. social.
b) Solidaridad y eficiencia. La solidaridad se les antoja también a muchos una instancia contrapuesta a la instancia de la eficiencia. Mientras que esta última -sobre todo en el terreno económico- está guiada por lógicas objetivas e impersonales, la solidaridad está radicalmente centrada en el criterio de la interpersonalidad.
Es importante al respecto recordar que la /economía, en cuanto ciencia humana, ha de perseguir el desarrollo de la persona y de la familia humana entera. A hacer más evidente la necesidad de este recurso de la centralidad del hombre han contribuido en estos últimos años algunos procesos históricos, que han puesto de manifiesto los límites de las tradicionales teorías económicas. La ley de la maximalización de la productividad (y por tanto de beneficio) se basaba, en efecto, en la presunción de una espontánea redistribución de la riqueza -redistribución que no se ha verificado-, pero estaba anclada sobre todo en la convicción de la existencia de recursos indefinidos y de un impacto ambiental positivo, es decir, capaz de absorber en condiciones razonables los efectos negativos. El acentuarse del abismo entre norte y sur del mundo y la aparición de nuevas formas de pobreza dentro de las mismas naciones desarrolladas, así como el carácter dramático de la cuestión ecológica, ponen al desnudo lo infundado de tales supuestos y fuerzan a la ciencia económica a revisar los parámetros sobre los cuales se ha construido durante mucho tiempo. Lo que, en definitiva, se somete a juicio es el modelo dominante de desarrollo, centrado exclusivamente en los aspectos cuantitativos, y por lo mismo ajeno a las exigencias de justicia distributiva de los bienes y a la calidad de vida.
El tradicional alejamiento, e incluso oposición, entre economía y ética tiende a ser sustituido por la búsqueda de puntos de convergencia en razón de un interés común -los costos ambientales y ocupacionales son también de hecho costos económicos-, que sólo puede perseguirse renunciando a la rígida afirmación del puro beneficio empresarial y yendo en dirección de un beneficio social más amplio, adquirible a través de una expansión de la responsabilidad colectiva.
La solidaridad asume en este contexto el significado de criterio guía de las decisiones económicas, de horizonte complexivo dentro del cual situar la misma eficiencia productiva, si se quiere que concurra al crecimiento global (también económico) de la familia humana. En esta perspectiva merecen particular atención los intentos en curso de dar vida al sistema cooperativista a través del cual, sin renunciar al valor de la eficiencia, se propone activar una gestión más personalizada y participante de la vida económica, promoviendo iniciativas preciosas de intervención en algunas situaciones de malestar -piénsese en la solución de los problemas del paro y desocupación juvenil- e iniciando procesos nuevos que abran el camino a una reconsideración de la actividad económica entera.
c) Solidaridad y gratuidad. La plena actualización de la solidaridad en la sociedad de hoy está ligada, finalmente, a la capacidad de hacer transparentes los valores más específicos, que tienen su culminación en la atención a la persona y a su absoluta dignidad. La solidaridad asume aquí las connotaciones de compartir y de servicio, de acogida incondicionada del otro y de don total de sí; se identifica, en una palabra, con la gratuidad.
El malestar que atraviesa nuestra civilización está determinado, además de por la insuficiencia de las medidas capaces de garantizar los derechos de todos, también y sobre todo por la escasa atención a estos valores. Las estructuras de servicio social son a menudo anónimas e impersonales, están guiadas por lógicas burocráticas o, a lo sumo, por el simple criterio de la eficiencia de las prestaciones. La masificación presente en la sociedad corre peligro de penalizar la subjetividad de los individuos, provocando graves formas de alienación. En este contexto adquieren gran significado las diversas expresiones del l voluntariado, cuya función es cada vez más importante dentro de las estructuras. Para que esta función se ejerza de modo correcto es necesario, sin duda, que asociaciones y grupos de voluntarios cualifiquen profesionalmente sus prestaciones y se abran a una plena colaboración con las varias instituciones presentes en el territorio. Pero no es menos necesario que las mismas instituciones públicas sepan reconocer los límites que las caracterizan y adviertan la exigencia de admitir la contribución de cuantos -sujetos o entidades- son capaces de aportar a la articulación de la convivencia humana un suplemento de alma verdadero y auténtico.
Se trata, por tanto, de proceder a una redefinición de la acción política, haciendo sitio a la mediación entre exigencias objetivas y exigencias sociales y superando la ruptura entre Estado y sociedad civil. Se trata, en último análisis, de orientar la política al desarrollo, en una óptica de verdadera solidaridad, mediante la constante apertura a las provocaciones que llegan de abajo y a la creación de condiciones de acogida de todas aquellas formas de compromiso social que nacen de la disponibilidad espontánea de los individuos y de los grupos asociativos.
El compromiso por la solidaridad correría peligro, sin embargo, de ser estéril si no estuviese acompañado por el esfuerzo de alimentar una nueva cultura que, reaccionando contra los impulsos individualistas generalizados, profundizara en las conciencias el sentido de la pertenencia común y de la reciprocidad auténtica. Ello equivale a decir que la consolidación de la solidaridad en nuestra sociedad depende no sólo del establecimiento de ordenaciones estructurales más justas, sino más radicalmente de una renovación interior, de la percepción común del destino a que está llamada la humanidad, y por tanto del compromiso de todos en la construcción de la civilización del amor.
[l Bienestar y seguridad social; l Caridad; l Justicia; l Política; l Político I; l Voluntariado].
BIBL. – BOURG601S L., PhiJosophie de la solidarité, París 1902- Bueea M., Yo y tú, Nueva Visión, Bs. Aires 1969; IGNATIEFF M., I bisogni degli altri. Saggi sull árte di essere uomini Ira individualismo e solidarietá, Bolonia 1966; SCHELEa M., Esencia y formas de la simpatía, Losada, Bs. Aires 1957. – JUAN XXIII, Pacem in tenis (1963); Documentos de la Comisión social del episcopado francés en «La Documentation Catholique» 81 (1984) 1011-1037. Documentos de la Comisión de pastoral social del episcopado español, en «Ecclesia» 2192 (1984) 12-17; Solidaridad: nuevo nombre de la paz, Mensajero, Bilbao 1989; Solidaridad: signo profético, Autor-Editor, Madrid 1986. – AA.VV., Volontariato, eondivisione, liberazione, Roma 1980; AA.VV., La solidaridad de los religiosos, Madrid 1980; MONCADA A., La cultura de la solidaridad, Verbo Divino, Estella 1989; SOBRINO J., Theology of Solidarity, Nueva York 1985; VEGETTI, Il volontariato internazionale nella societá e nena chiesa, Bolonia 1984; VIDAL M., La solidaridad: nuevafrontera de la teología moral, en «StMor» 23 (1985) I, 99-126.
G. Piana
Compagnoni, F. – Piana, G.- Privitera S., Nuevo diccionario de teología moral, Paulinas, Madrid,1992
Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Moral
Fuente: Diccionario de Teología