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Término que significa «en ningún lugar» (u-topos) y que se difundió a partir del libro de Tomás Moro que llevó este término por título. En la Utopía, Moro describió un lugar o país ideal, en donde todo está regulado en aras de la paz y en donde semejante república imaginaria se convierte en mito, ideal y deseo inalcanzable.
Desde entonces la idea de utopía se asimila a ideal deseado, en donde la justicia perfecta no existe, aunque se busca; y en donde la paz total no se alcanza nunca, aunque se persigue.
Este ideal renacentista, después de tantas guerras medievales y en medio de tantas convulsiones religiosas, fue un común denominador de los humanistas. Así aparece, como eco de la República de Platón, el ideal de «La Ciudad del sol», de Tomás Campanella en 1602, la «Nueva Atlántida» de Francisco Bacon en 1627, «La Comunriqueza (comonwalth) del Océano» de 1657 de J. Harrington, «El viaje a Icaria» en 1840 de Esteban Cabet, entre otros textos similares.
Estos escritos son reflejo del ansia de justicia y de paz que late en los hombres y en las guerras y los egoísmos humanos se encargan de destrozar.
Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006
Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa
(v. escatología, esperanza, hombre)
(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)
Fuente: Diccionario de Evangelización
1. El concepto de utopía debe su origen a la hipótesis del estado de razón de Tomás Moro (Utopia, 1516, en griego, oú tópos = en ningún lugar), e indica lo proyectos de Estado y de sociedad, en parte críticos del présente y en parte programáticos, que se fijan en una amplia literatura utopista. Las utopías son positivas si se proponen superar lo que existe en dirección hacia el futuro, o negativas si presentan los efectos de los posibles abusos de las conquistas de una falsa civilización moderna. La utopía, «el más antiguo sueño con los ojos abiertos que soñaron los hombres» (E. Bloch) , está presente por primera vez en la Politeia de Platón, como descubrimiento y crítica del Estado.
2. En la literatura bíblica aparecen varias utopías sociales, en las que se percibe una decidida crítica social. La predicación de los profetas clásicos tiene una vena muy fuerte de crítica social (Am 2,5.2-26; 1s 5,7. 54,11 – 14) y utiliza imágenes de esperanza para el futuro, como: «Forjarán de sus espadas azadones, y de sus lanzas podaderas. No levantará espada nación contra nación, ni se ejercitarán más en la guerra» (1s 2,4). Israel tiene como utopía a Sión, a la nueva Canaán, al nuevo templo (Ez 40-48). Una utopía social es también la proclamación de las bienaventuranzas (Mt 5,1-12) como derecho escatológico para las personas privadas de sus derechos, para los oprimidos y para los perseguidos, y la invitación de Jesús (Mt 1 1,28) para que acudan a él los cansados y agobiados, para que puedan descansar.
3. En la concepción cristiana de la historia, la utopía está presente como visión de un cumplimiento escatológico del ya y todavía no, y como motivo de la lucha entre el regnum espiritual y terreno del De civitate Dei de san Agustín. Esta utopía, después de desbordar del campo de la Iglesia institucional, siguió viviendo en los movimientos religiosos y sociales de la Edad Media, especialmente en la utopía social de Joaquín de Fiore y en los comienzos de la era moderna entre los husitas, anabaptistas y milenaristas. A menudo, la «utopía espiritual† intenta superar la secularización de la Iglesia mediante la renovación de los ideales del cristianismo primitivo. Con el Renacimiento tenemos la utopía social de Tomás Moro (De Optimus rei publicae statu sive de nova insula Utopia, 1516), de T Campanella (Civitas solis, 1602), de F Bacon (Nova Atlantis, 1627), de J . Harrington (The Commonwealth of Oceana, 1656). La utopía de la literatura de la Ilustración intenta ser una crítica del Estado absolutista: la del siglo XIX está sostenida por la conciencia de responsabilidad social (J. G. Fichte, H. de Saint Simon, R. Owen, W Morris). Las utopías que dominan hasta el siglo xx están en parte imbuidas de la fe en el progreso y en la mejoría general del mundo: las del siglo xx son más bien utopías negativas, que trazan la imagen de un infierno alucinante, o bien acaban en el pesimismo, en el cinismo, en lo absurdo (A. Huxley G. Orwell, W. Jens, E. JUnger): un lugar aparte, ciertamente más positivo, ocupa la utopía de E. Bloch en el Principio esperanza, 1938-1949, con su concepto de » utopía concreta-procesual » ) .
4. Es propio del hombre proyectar su llegada en el futuro, estar abierto a la del futuro absoluto, hasta el punto de que se ha definido al hombre como «esencia utopista† (Ortega y Gasset). El concepto de utopía cambia según se conciba el futuro: como un futuro planificable o como un futuro absoluto, libre e insuperable. Con la encarnación, Dios se hizo el futuro absoluto del hombre y la historia se convirtió en profecía que remite más allá del dato histórico presente hacia el éschaton, el novum. El «mundo nuevo†, que comenzó en Jesucristo, no viene solamente después de la historia, sino que tiene su origen como mundo histórico en la historia, en virtud del obrar con responsabilidad cristiana.
I Sanna
Bibl.: K. Woschitz, Utopía, en SM, Vl, 814819: Utopía, en NDE, ]383-]394: G. Uscatescu, Utopía y plenitud histórica, Guadarrama, Madrid i965: J M. Ureña, La utopía y las utopías, Madrid 1976: J Moltmann -, Urbón, Utopía y esperanza, Sígueme, Salamanca 1980.
PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995
Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico
SUMARIO: I. La utopía como categoría ideológica: 1. La «Utopía» de santo Tomás Moro: 2. Después de Tomás Moro: 3. Después de Marx: 4. El pensamiento antiutópico y el retorno de la utopía – II. La utopía como símbolo y la vida espiritual: 1. Utopía e imaginación simbólica; 2. Temas utópicos del mensaje cristiano: 3. Función de la utopía en la vida espiritual.
I. La utopía como categoría ideológica
1. LA «UTOPíA» DE SANTO TOMíS MORO – De Optimo reipublicae statu deque nova ínsula Utopia libellus vere aureus nec minus salutaris quam festivos clarissimi disertissimi viri Thomae Mori; con este título hizo su ingreso en la historia el pensamiento «utópico». Esta obra fue publicada en Lovaina en 1516. Moro había confiado a Erasmo la misión de supervisar la publicación. El escrito se presenta en dos tomos y en forma de diálogo.
Moro, legado de Enrique VIII en una misión a Brujas, se encuentra en Amberes con su amigo Pedro Gilles, que le presenta a Rafael Itlodeo, compañero de América Vespucio en sus viajes. Conversa con él acerca de sus navegaciones; pero inmediatamente la charla se orienta hacia el problema central del primer tomo, que es el que da su significado, espiritual y realista a la vez, a la perspectiva utópica. La discusión versa sobre el tema de si es o no oportuno para un hombre libre y docto tomar parte en el consejo del rey. Itlodeo sostiene que no es oportuno, porque sus consejos jamás serán escuchados, pues los reyes aspiran a aumentar sus tesoros, sus reinos y su poder. Los consejeros de las cortes regias tan sólo pueden dar orientaciones en este sentido. Por lo tanto, sería empresa imposible y una auténtica locura el proponer en tales organismos la adopción de normas o la institución de entidades que limiten los poderes del rey, ya sea con respecto a sus súbditos como frente a los demás reinos. Moro coincide en este punto con Itlodeo. pero afirma que se debe evitar en los consejos del rey una «filosofía académica convencida de que cualquier cosa se adapta a cualquier lugar», y que es preciso «esforzarse por caminos indirectos (obliquo ductu) para que lo que no puedes transformar en bien, consigas al menos que no sea malo». Pero Itlodeo se niega a extender hasta este punto la cooperación al mal y rebate su principio: un hombre razonable no puede tomar parte en el consejo de los príncipes, porque éstos están dominados por la voluntad de poder. De esta forma se emite un juicio radicalmente crítico sobre la sociedad cristiana existente: ésta no es razonable y, por lo tanto, con mayor razón, no es cristiana. Los mandamientos de Cristo están todavía más lejanos de la práctica del mundo cristiano que los consejos razonables de Itlodeo. La corrupción política tiene tales dimensiones, que ya ni se puede proponer la reforma a fondo de todas las instituciones vigentes. No existe otro camino que el de un cambio radical de las instituciones: es preciso abolir la propiedad privada. Traduciendo a Moro en un lenguaje posterior a él, se puede decir que la razón y la fe postulan a una la revolución comunista.
El primer tomo del libellus aureus describe este cambio como moralmente necesario, y el segundo lo presenta como concretamente posible: la propiedad común existe y es una realidad concreta en las nuevas tierras que se descubren en Occidente. La isla de Utopía nace, por tanto, no ya bajo el signo de la irrealidad histórica, sino bajo el de la posibilidad histórica. Lo que la conciencia exige como moralmente necesario es históricamente posible; surge la nueva figura de la potencialidad histórica, es decir, la conveniencia o indicación de una realidad hacia la que la sociedad humana tiende como hacia su telos inmanente. Moro crea de esta forma no sólo un nuevo género literario, sino una nueva forma de pensamiento. La utopía es el futuro hacia el que la isla real de Inglaterra está orientada; la esperanza que el mundo cristiano lleva en su seno. Amauroto, la mayor ciudad de la isla Utopía, calca el modelo urbano de Londres, así como las instituciones utópicas son la respuesta a los problemas concretos ingleses (y a los de la cristiandad en general), planteados en el libro primero. Utopía no es, pues, una fantasía, sino un sondeo del potencial histórico de la realidad concreta, que se propone como una solución a problemas reales, y que ha madurado bajo la guía de la razón y de las indicaciones de la experiencia.
Moro no sueña con los ojos abiertos; a nivel popular existía ya la isla de Bragman de The Travels of Sir John Mandeville o la deleitable tierra de Cockaygne (para nosotros Jauja), donde todo es común a todos. La literatura popular y juglaresca del medioevo, en su polémica contra los ricos y los poderosos, especialmente del ámbito eclesiástico, habían mantenido una tensión hacia el cambio social en el seno de la cristiandad feudal. Moro quiere proponer la propiedad común como la solución de la ciencia y la razón al problema del ordenamiento político. El uso vulgar de la palabra «utopía» (corrientemente se emplea «utópico» como equivalente de irreal) es profundamente erróneo y entraña una censura que la cultura dominante aplica a la posibilidad cognoscitiva que nos ofrece el concepto de utopía.
La utopía de Moro se presenta como la crítica de las instituciones políticas de la cristiandad en nombre del cristianismo; esto no se dice explícitamente, pero siempre aparece claramente manifiesto. Moro quiere evitar aquellas instituciones que estimulan la voluntad de dominio y de explotación del hombre por el hombre, con lo cual hacen históricamente «imposible» el cristianismo. Estas instituciones tienen por soporte, según Moro, la propiedad privada. Quiere él demostrar que carecen de fundamento los argumentos clásicos contra la propiedad común (a saber, que está vacía de significado y, por lo tanto, anula la iniciativa humana, y que dificulta el ejercicio de la autoridad, conduciendo así por su propia naturaleza a la pobreza y a la anarquía). Es posible delinear en torno a la propiedad común un sistema educativo que haga explícitas las posibilidades latentes de la naturaleza humana. A los argumentos de cuño realista, que se han usado después de Aristóteles contra la propiedad común, Moro opone una imaginación creadora, que no supone un hombre distinto sino diversidad de instituciones sociales. El realismo de la fantasía diseña una figura de sociedad alternativa.
El genio de Moro, su sonriente y severo humorismo, se manifiesta en los detalles de la vida utópica, como el uso de bacines de oro y el juego de piedras preciosas. La ironía revela también el blanco real, que es una sociedad en la que el fausto da la medida de la calidad del hombre. En Utopía, la propiedad común se asocia al carácter democrático del poder político; la elección popular es el fundamento de toda autoridad, incluso de la autoridad vitalicia. Todas las ideas que dominarían la política europea hasta nuestro siglo hacen su aparición en Utopía, porque en ella se expresa un pensamiento que toma como medida no la inmediatez de la política. sino su absconditum, es decir, la posibilidad que lo fundamenta. Utopía es en este sentido la perfecta antítesis del Príncipe de Maquiavelo. La razón puede proponer un modelo suyo sin que lo tenga que recibir pasivamente de la tradición política o de las instituciones vigentes y de las costumbres que ellas presuponen y conservan.
El vigor de la intuición de Moro resplandece aún más si se observa que esta profunda innovación se realizó sobre la base de la tradición teológica. Moro se inserta en la cultura clásico-cristiana en cuanto humanista y hombre de fe. Las referencias a Platón son explícitas, lo cual es comprensible, porque Moro quiere demostrar que el comunismo utópico se funda sobre la razón y la verdadera filosofía. Pero las razones apremiantes que indujeron a Moro al comunismo de los bienes proceden del deseo de una sociedad, de un tipo de instituciones en las que la regla evangélica sea históricamente «posible». Precisamente para proteger la motivación cristiana de su investigación coloca delante la razón y la filosofía.
De ahí que no se cite a Agustín; sin embargo, la referencia al De Civitate Dei es un elemento estructural para la concepción de Utopía. Lo que Agustín dice sobre la virtud cívica romana se traslada a Utopía; el comunismo de los bienes se contempla como el medio para animar el ejercicio de las virtudes morales, que Agustín alaba en Roma, y se elimina lo que Agustín condena, que es el dominio como último resultado de la práctica de aquellas virtudes. Utopía verifica el concepto agustiniano de pueblo: coetus multitudinis rationalis rerum quas diligit concordi communione sociatus. El juicio de Itlodeo sobre los consejos del rey tiene como fundamento una célebre sentencia agustiniana: remota itaque justitia, quid sunt regna nisi magna latrocinia?
Moro interpreta la cultura tradicional sobre la base de una problemática nueva y utiliza el patrimonio doctrinal común como crítica de las instituciones de la cristiandad. El cristianismo elabora aquí por vez primera un pensamiento propiamente político, que se caracteriza como cristiano no solamente porque limita la razón en nombre de la revelación, sino porque intenta inventar las instituciones en función del bien espiritual de la persona. Utopía es la crítica cristiana de aquel mundo institucional que habría de llevar al capitalismo y a la sociedad burguesa antes que ésta surgiera; y esto no en nombre del pasado y de la tradición institucional, sino en nombre del potencial de la naturaleza humana, que la historia está llamada a manifestar.
La misma vida de Moro expresa la síntesis de pensamiento que anima su mentalidad. Moro acabará siendo miembro del consejo de un príncipe, haciendo caso omiso de los principios indicados por Itlodeo; pero sus consejos no serán seguidos, a pesar de que se presenten con extremado respeto y con gran prudencia y realismo; justamente como lo había previsto Itlodeo. Moro apela a la libertad de su conciencia, sujeta únicamente a la ley divina, y formula así el principio de libertad característico de la tradición cristiana; muere mártir de la fe católica en el primado del Papa. De esta forma se convierte en una de las figuras más universales y significativas del cristianismo.
2. DESPUES DE TOMíS MORO – Utopía abre una dimensión nueva al pensamiento político; la alternativa utópica se contrapone al pensamiento político realista. El positivismo de la politeia aristotélica aboca al duro neopaganismo del poder, en el que termina el humanismo italiano. Los dos filones, el del pensamiento utópico y el del pensamiento realista, correrán paralelos durante mucho tiempo. Tan sólo tres años separan De Utopia de El Príncipe, que son dos arquetipos de orientaciones contrapuestas. Hacia finales del s. xvi la realista Razón de Estado, de Botero, se contrapone a La República imaginaria, de Ludovico Agostini; el contrapunto continúa en la casi contemporaneidad del Leviathan de Hobbes con el Oceana de Harrington, del Treatise on Government de Locke con las «utopías» de Vairasse y de Fénelon. Los dos tipos de pensamiento se enfrentan hasta que la síntesis marxista pueda creer que ha fundido el pensamiento utópico y el realismo, presentándose como la conclusión del uno y del otro.
Las «utopías» que siguen a la obra de Moro mantienen el carácter fundamental de su De Utopia tanto en el género literario como en su estructura figurativa. Se habla de islas existentes en un espacio todavía no alcanzado por las exploraciones y se las describe analíticamente en sus instituciones y en su modo de vida. Los utópicos se oponen a los realistas porque consideran que las costumbres humanas pueden modificarse con sabios ordenamientos; el egoísmo, el individualismo y la voluntad de dominio pueden ser desbancados por unas buenas instituciones, de forma que resulte espontáneo y natural para el hombre hacer el bien. Por el contrario, unas instituciones malas corrompen las costumbres y falsifican la naturaleza del hombre. La abolición de la propiedad privada y el comunismo de bienes constituyen para éste la característica más destacada de las utopías. A la abolición de la propiedad privada y al comunismo se dedican los diálogos titulados: Lo Infinito, de Ludovico Agostini (escritos entre 1585 y 1590), en los cuales se habla de un Estado ideal y de una «república imaginaria»; Reipublicae Christianopolis descriptio, de Johann Valentin Andreae, teólogo luterano (1619); Ciudad del Sol, de Tomás Campanella (publicada en 1623, pero escrita en 1602); Histoire des Severambes, de Denis Vairasse D’Allais, publicada en París en 1667; Histoire de ale de Calejava ou Pile des hommes raisonnables, de Claude Gilbert (1700); The Memoirs of Signor Gaudenzio da Lucca, de Simón Berrington (1938): Basiliade du célebre Pilpai (1753). de Morelly; La Découverte australe par un homme volant, de Nicolás Restif de la Bretonne (1798); The Constitution of Spensonia, de Thomas Spence (1801): Traité de PAssociation Agricole, de Charles Fourier (1822); Voyage en learie, de Etienne Cabet (1834); Newsfrom Nowhere (1896), que hasta en su título nos recuerda el De Utopia de Moro.
El libro De Utopia de Moro es el arquetipo de toda esta literatura, que se extiende a lo largo de más de tres siglos. En un lugar desconocido, aunque real e histórico, existe una sociedad regida por instituciones comunistas, en la que la naturaleza humana se manifiesta de una forma más rica y mejor que como aparece en el mundo conocido de las instituciones privadas.
No faltaron intentos concretos de poner en práctica la utopía. El más significativo histórica y culturalmente (reactualizado por un célebre drama de Hochwalder) es el que Lugón define «república comunista cristiana de los guaraníes», es decir, las famosas Reducciones llevadas a cabo por los jesuitas españoles para impedir la explotación colonialista y esclavista de los indígenas por parte de los amos españoles. El experimento duró más de un siglo. entre 1612 y 1768. El sistema económico estaba fundado sobre el comunismo integral y sobre el trabajo obligatorio para todos. Las tierras, los edificios públicos, las casas, los instrumentos de trabajo, los productos del trabajo colectivo eran propiedad pública. No existía el dinero ni el comercio; los jefes de barrio recibían de los almacenes los bienes de consumo para la familia y los distribuían según las diversas necesidades. La disolución de la Compañía de Jesús en los estados españoles puso fin a las Reducciones comunistas del Paraguay. Mientras eran dispersadas, un grupo de cuáqueros, la United Society of Believers, guiado por Ann Lee, abandona Inglaterra y lleva a cabo en las colonias inglesas de América un experimento comunista en torno a Mount Lebanon, que dura hasta el 1950. Cabet intenta en 1847 realizar la Icaria en Nauwoo, Illinois, y John Humphrey Noyes organiza en plan comunista la comunidad de Oneida junto a Utica, en el estado de Nueva York. Refiriéndose a los Estados Unidos, la socióloga R. M. Kanter ha examinado una muestra de veinticinco comunidades de tipo utópico de los Estados Unidos que no llegaron a buen término (es decir, que duraron poco) y otras veintiuna que resistieron durante mucho tiempo. El kibbutz israelita lleva en sí el influjo de la utopía. Pero también en años más cercanos a nosotros la idea de un nuevo estilo humano vinculado a un tipo diverso de instituciones a nivel de grupo pequeño continúa ejerciendo su atractivo; pensemos en Nomadelfia, de don Zeno Saltini. En 1960, surge en U.S.A. una nueva comunidad utópica, inspirada en Oneida, Twin Oaks. La influencia de la ciudad de la justicia pensada por Moro llega incluso a afectar al hinduismo; Auroville, surgida en 1968 en la India siguiendo las enseñanzas de Shri Aurobindo, es también un nuevo testimonio de la presencia de la utopía.
3. DESPUES DE MARX – En el Manifiesto, Marx y Engels, aunque reconocen al «comunismo utópico» el mérito de haber conmovido todas las bases de la sociedad existente y de «haber proporcionado elementos de grandísimo valor para iluminar a los obreros», a saber. «las afirmaciones positivas sobre la sociedad futura, como son la abolición del contraste entre ciudad y campo, las de la familia, las del beneficio privado, del trabajo asalariado, el anuncio de la armonía social, la transformación del Estado en una simple administración de la producción», afirman que las utopías contienen tan sólo «una descripción fantástica de la sociedad futura». La autoridad del Manifiesto es tal, que gracias a él la palabra «utópico» vendrá a ser sinónimo de fantástico y de irreal. Pero el concepto de comunismo al que Marx y Engels hacen referencia es el del pensamiento utópico; el concepto «positivo» que se forma el marxismo del comunismo es el elaborado por las utopías. No existía históricamente otro. Marx conservó de las utopías el concepto mismo de la modificación del comportamiento humano, pero sostuvo que la fuerza de transformación de la humanidad desde el privatismo al comunismo habría de ser el capitalismo, fruto último y maduro de la división del trabajo y del sistema de la propiedad privada. La sociedad fundada sobre la institución propietaria se resolvería dialécticamente, es decir, en virtud de su mismo movimiento interno de autonegación, en el comunismo.
La dialéctica marxiana lleva, sin embargo. con respecto a las utopías, a un cambio en la relación entre las instituciones comunistas y el comunismo. En la perspectiva utópica son las instituciones comunistas las que determinan el nuevo comportamiento de los hombres: en la perspectiva marxiana es, por el contrario, la nueva situación en que el capitalismo maduro coloca a la sociedad lo que determina el nacimiento de las instituciones comunistas. Pero las instituciones comunistas, es decir. el elemento propio del pensamiento utópico. están siempre presentes en Marx, incluso en los escritos más tardíos. En la Crítica al programa de Gotha, escribe Marx: «En una fase más elevada de la sociedad comunista, después que haya desaparecido la subordinación servil a la división del trabajo y el trabajo se haya convertido no sólo en medio de vida, sino incluso en la primera necesidad de la vida: después de que gracias al desarrollo general del individuo hayan crecido las fuerzas productivas y todas las fuentes de la riqueza social se orienten a su plenitud. sólo entonces podrá ser superado el estrecho horizonte jurídico burgués y la sociedad podrá escribir en sus banderas: a cada uno según su capacidad, y a cada uno según sus necesidades».
La diferencia entre el comunismo de la utopía de Moro y el marxiano es que las instituciones comunistas son un acto de ruptura y de fundación para el pensamiento utópico, mientras que para el pensamiento marxiano la revolución es el último resultado de un proceso económico, no una fundación institucional. Paradójicamente, el comunismo ha entrado en la historia en nombre de la dialéctica marxiana, que lo constituía como socialismo científico en contraposición al socialismo «utópico», pero al estilo de Moro, es decir, mediante la fundación de nuevas instituciones, en las cuales la abolición de la propiedad privada y la instauración del comunismo tiene lugar mediante un acto revolucionario. Lenin podía esperar todavía en la obra Estado y revolución que se produciría el deterioro del Estado en los orígenes mismos de la dictadura del proletariado, pero esto no sucedió en realidad. El comunismo se ha instaurado, pues. como sistema político encargado de ordenar una pedagogía colectiva fundada sobre la formación del hombre nuevo, del hombre comunista, mediante el uso de todo el poder de que puededisponer un estado de la era industrial. El elemento comunista utópico continúa presente en Stalin, que realiza la abolición completa de la propiedad privada en la URSS. En su último escrito teórico, titulado Problemas de la economía y del socialismo (1952). Stalin rechaza la hipótesis tecnocrática, avanzada por el economista Jaroscenko. de la existencia de una ciencia económica de las planificaciones. y replantea el carácter comunista de la sociedad soviética hasta sostener en perspectiva la abolición del dinero y del mismo comercio interestatal: tales son las características distintivas de Utopía. El ensayo de Stalin muestra que persistía en los años cincuenta el elemento utópico en la concepción del comunismo soviético.
Tal elemento utópico desaparece en la perspectiva de Khruschev, que presenta a la sociedad soviética bajo el signo de la abundancia y de la victoria económica sobre la sociedad capitalista. No es un azar que la posición de Khruschev encuentre, en la polémica contra el elemento utópico, acusado de violencia abstracta, las mismas críticas que el mayor teórico de la social-democracia alemana, Karl Kautsky, dirigía contra la Utopía de Moro. Para Kautsky el De Utopia de Moro propone una visión socialista, e incluso socialista de tipo marxiano: pero hay tesis no socialistas en el De Utopia, a saber, las que suponen la escasez no vencida, la limitación de las necesidades, el carácter todavía coercitivo del trabajo y su falta de espontaneidad. El comunismo del De Utopia propone la suficiencia para todos basada en las instituciones comunistas, mientras que las lecturas socialdemócratas de Marx llevan consigo un socialismo fundado en la victoria sobre la escasez y, precisamente por esto, históricamente posible. Pero ¿no es la perspectiva de la abundancia, como causa de la justicia en la sociedad, la perspectiva burguesa por esencia? Moro combate el mundo burgués en su origen porque no acepta las motivaciones que ofrece el comportamiento humano. En la lectura social-demócrata del marxismo la sociedad socialista se funda en la conservación de aquel tipo de hombre que se ha visto aplacado por la abundancia.
4. EL PENSAMIENTO ANTIUTí“PICO Y EL RETORNO DE LA UTOPIA – La abolición de la propiedad privada en la URSS y en los demás estados socialistas, así como la expansión del poder estatal que acompañó a aquélla, ha abierto un debate sobre la naturaleza comunista de dichos estados; una disputa que ha determinado en el mismo mundo comunista la aparición de unas formaciones opuestas en el plano cultural, político y estatal. Pero al mismo tiempo ha suscitado un nuevo interés en torno al problema de la utopía, tanto en sentido crítico como en sentido positivo. En sentido crítico, han surgido las antiutopías, es decir. las descripciones de sociedades negativas, fundadas en la manipulación y en el control total del hombre, que han sido posibles gracias a la abolición de la propiedad privada y de la estructura liberal-democrática del Estado. Las anti-utopías se han concebido esta vez como escondidas no en cualquier punto del espacio desconocido, sino en algún punto del tiempo futuro. La anti-utopía ve el futuro como portador de una amenaza, exactamente como la utopía ve el espacio todavía no explorado como una esperanza. Entre las anti-utopías recordemos We de E. Zamjatin (escrito en 1922 y publicado en 1952) o también Un mundo feliz de A. Huxley (1931). 1984 de Orwell (1948). La anti-utopia ocupa un amplio espacio en la ciencia ficción e incluso en el cine (baste, como ejemplo, la Naranja mecánica de S. Kubrik).
Los críticos de la utopía la comparan con el mito. Para Benedetto Croce, «la utopía forma también parte del mito, traduciendo en imágenes la plena y total satisfacción de la sed incesante de nuestros deseos y la solución de todas las dificultades que nos oprimen». Como el mito se ha convertido en objeto del psicoanálisis, también ha ocurrido lo mismo con la utopía. Para Jean Servier, el esquema radical de las ciudades utópicas representa el seno materno; la civilización tecnológica acaba perdiendo su significado y surge la utopía como mito regresivo. Quizás nadie ha contribuido como Karl Popper a darle un significado no ya fantástico, sino negativo, y a fundir utopía y violencia. Para Popper la actitud utópica es «holística», es decir que intenta reformar la sociedad como un todo; por eso las utopías se realizan expandiendo el poder del Estado sin límites. La utopía es el fundamento teórico del totalitarismo. Ella resulta racionalmente impensable, porque es imposible dominar con el pensamiento la totalidad en cuanto tal; por eso la utopía no se puede realizar sino como una violencia abstracta. Popper ha creado una concepción de utopía. «En Utopía -escribe Dahrendorf- no reina la libertad, ni el eterno, aunque imperfecto, proyectarse hacia un futuro incierto. sino la percepción del terror o del hastío absoluto». Para Mumford, las instituciones utópicas están congeladas y expresan ideales estáticos y autoimitativos, que inducen a pensar que la «vida es mejor que la utopía». Estas tesis, trasladadas al plano de la doctrina política y de la teología, llevan a identificar la utopía con el milenarismo (Viigelin) o a definir la utopía como «herejía perenne» (Molnar).
El tema de la utopía ha sido asumido también en el seno de las ciencias sociales como intento de superar tanto el positivismo como la sociología valorativa. Karl Mannheim, en su obra Ideologie und Utopie, había contrapuesto al carácter estático de la ideología el carácter dinámico y creativo de la utopía; sin embargo, él previó sucesivamente una desaparición completa del elemento utópico en el cuadro de una forma superior de industrialismo, capaz de procurar a las clases más humildes un relativo bienestar. Pero esto no ha sucedido. La utopía ha adquirido vigor exactamente como crítica de la sociedad burguesa en cuanto sociedad tecnológica, es decir, en su estadio más maduro, que había surgido en los mismos orígenes del mundo burgués. El papel crítico de la utopía se ha distanciado del modelo de la toma del poder por parte de un partido revolucionario y ha asumido la figura de una perspectiva o de un nuevo tipo de ser humano. El nexo de unión entre hombre e instituciones tiende a quedar invertido de esta forma con respecto al esquema original de Moro. La utopía se afirma como un «mito» dirigido hacia el futuro, y por ello capaz de expresarse en términos creativos en el presente.
En la escuela de Francfort (Horkheimer, Adorno, Marcuse) ha ofrecido los instrumentos conceptuales para el relanzamiento de la perspectiva utópica: «La filosofía, si tiene una responsabilidad aún frente a la desesperación, es el intento de considerar todas las cosas desde el punto de vista de la redención» (Adorno). La utopía se ve así matizada por una cierta «luz mesiánica». Para Marcuse, la utopía es una posibilidad concreta; han madurado las condiciones para la transformación de nuestra sociedad en una sociedad realmente libre. y por eso piensa que se puede hablar de»fin de la utopía» (entendida en el sentido utópico). Un representante de la sociología humanista, Theodor Geiger, ha establecido la hipótesis de una sociedad exenta de sanciones. La alianza entre racionalismo y realismo, que se ha opuesto hasta nuestros días al pensamiento utópico, no consigue sostenerse y abre, por lo tanto, el camino al retorno de la perspectiva utópica.
Como conjunción del tema utópico con la escatología bíblica, resulta significativa la aportación de un pensador marxista: Ernst Block. Intenta éste superar el nexo entre racionalismo y materialismo y, consecuentemente, la concepción de la historia como proceso necesario. El comunismo no le parece la salida necesaria de la historia, sino como una de sus potencialidades. Al nexo entre materia-necesidad, ligado al racionalismo y al positivismo, Bloch opone el nexo materia-potencialidad, volviendo a la concepción aristotélica de la materia. La utopía se le antoja algo así como el desarrollo de las potencialidades presentes en la materia. Para Bloch tres son las categorías centrales del pensamiento dialéctico, y las tres se basan en la esperanza: el frente, es decir, la acción más avanzada en el tiempo, en el que se decide el tiempo que ha de venir; lo nuevo, es decir, la posibilidad real de lo que todavía no se conoce. cargando el acento en lo novum bueno (en el signo de la libertad), si se activa la tendencia que lleva hacia él; la materia, no como «peñasco bruto», sino como «ser que todavía no ha llegado a su consumación», según la concepción aristotélica.
La coherencia teórica y el planteamiento metafísico y antropológico del pensamiento de Bloch son muy defectuosos; por eso su aplicación teológica, llevada a cabo por Moltmann, ha suscitado una discusión crítica muy viva. Sin embargo, el concepto de potencialidad histórica y su conexión con el concepto de utopía representa una aportación que va más allá de la misma reforma del materialismo intentada por este marxista disidente. El pensamiento utópico viene a ser supervisado en sus límites y en sus críticas; sigue siendo una perspectiva y un problema tanto en el ámbito teológico como en el filosófico y político.
G. Baget-Bozzo
II. La utopía como símbolo y la vida espiritual
1. UTOPíA E IMAGINACIí“N SIMBí“LICA – La primera parte de esta voz ha expuesto el lugar que ocupa la utopía en el pensamiento moderno. La reseña de los debates sobre este tema podría suscitar la impresión de que la utopía tiene mayor relevancia en el campo filosófico, político y sociológico que en el campo religioso. El pensamiento utópico y antiutópico, las utopías positivas y negativas se alternan y giran en torno a la cuestión: ¿a qué futuro apunta la construcción de nuestra sociedad? La preocupación dominante en este orden de problemas es la de un regimen condendum universal. Una reflexión crítica atenta descubre fácilmente -como ya se ha hecho en las páginas precedentes- las implicaciones ideológicas sometidas a las apasionantes discusiones de filosofía política, que tienen por objeto el horizonte utópico de la humanidad.
Este enfoque de la utopía no agota, sin embargo, todo su alcance. Efectivamente, si recorremos la parábola de los diversos modelos utópicos que se han sucedido desde que surgió el tema en la literatura (desde el modelo humanístico de Tomás Moro hasta todos sus diversos epígonos: iluministas, románticos, positivistas, etc.), constataremos una progresiva restricción del valor semántico y de la trascendencia objetiva de la utopía.
Paralelamente, la utopía se aleja de la problemática religiosa. Si en el s. xvl los proyectos utópicos todavía se inspiraban en una religión natural de tipo deísta, el racionalismo fue imponiéndose y alejando progresivamente la utopía del mundo religioso. Es precisamente contra este significado más técnico, más restringido, contra lo que se ha levantado una concepción más amplia de la utopía.
La utopía tiene una historia más larga que la del correspondiente tema literario’. En sentido específico, la utopía es solamente un aspecto parcial de una actitud constante del espíritu humano, que tiende a proyectar en el cielo la ciudad terrestre, sobre el trasfondo de una Ciudad de Dios inmutable. Especialmente toda la tradición occidental está impregnada del tema, periódicamente emergente, del lugar y el tiempo venideros espiritualmente perfectos’. Se puede decir que, paradójicamente, cuando la utopía ha tenido un nombre y ha comenzado a tener una tradición literaria propia, ha perdido algunas de sus valencias originarias.
Para hallar las implicaciones religiosas de la utopía, es preciso remontarse a su matriz, que es el pensamiento simbólico. La utopía es hija de la imaginación simbólica, al igual que los símbolos. los mitos, la religión, la poesía y el pensamiento creativo. La fictio utópica es debida a la imaginación creadora. que actúa mediante símbolos. La progresiva racionalización de la utopía es consecuencia de la extremada devaluación que ha sufrido la imaginación, «la fantasía», en el pensamiento de Occidente. Como ha demostrado G. Durand, el conocimiento simbólico es lo opuesto a la pedagogía del saber tal como se ha institucionalizado desde hace diez siglos en Occidente. Ha resultado de ahí una verdadera y auténtica «iconoclastia» occidental frente al conocimiento simbólico.
Sin embargo, nuestro tiempo empieza a tomar nuevamente conciencia de la importancia de las imágenes simbólicas en la vida mental. Durand atribuye este cambio a la aportación de la patología psicológica (revaloración del símbolo debida al psicoanálisis) y de la etnología (consideración positiva de la inflación mitológica, poética y simbólica que impera en las sociedades llamadas «primitivas»). La recuperación del símbolo ha sido superior a lo pretendido por los primeros intentos del psicoanálisis y de la antropología cultural, todavía muy reduccionistas con respecto a la trascendencia antropológica del símbolo. Hoy nos damos cuenta cada vez más de que la ciencia no es el único medio para salvar al mundo; la «poesía» es igualmente necesaria y eficaz. «La utopía o la muerte» es el acertado título de un reciente libro de René Dumont. Tras las desilusiones cientificistas, se mira con mayor esperanza a la imaginación para pedirle ese «suplemento de alma» que nos defienda contra los riesgos de una civilización fáustica, que tiende a planetarizarse. Las imágenes no excluyen los conceptos; ambos juntos constituyen la barrera vital que levanta la humanidad contra los impulsos destructivos y contra la nada del tiempo. La utopía sirve de vehículo, junto con la ciencia, de la esperanza del género humano.
Recuperados el valor y la función de la imaginación simbólica, existe ya el presupuesto para una consideración más amplia de la utopía, que capte también los aspectos descuidados en el debate filosófico, que la ha considerado exclusivamente desde el punto de vista ideológico. De esta forma llegamos a fijar el parentesco existente entre religión y utopía. Ambas se relacionan recíprocamente por conceptos diversos. Las dos se refieren en primer lugar a un horizonte ultrahistórico. El status perfecto, consistente en la armonía, la paz, el equilibrio que caracteriza a los productos de la imaginación utópica, encuentra su elemento correspondiente en los símbolos míticos, con los que el pensamiento religioso representa el comienzo o el límite final absolutos de la historia.
La afinidad resulta más evidente si consideramos la actitud de fondo subyacente al enfoque utópico y al religioso del mundo empírico presente. En ambos casos se puede hablar, utilizando la terminología de R. Ruyer, de un «renversement d’optique»‘. Esta inversión es una visión nueva de la realidad parecida a la implícita en la noción bíblica de metanoia. Tanto el hombre religioso como el hijo de la utopía rechazan el mundo presente con su falsa evidencia de realidad última e inmutable. Cuando la religión y la utopía son auténticas, se desarrolla a partir de esta visión una fuerza que niega el carácter absoluto de «este mundo». La cláusula de autenticidad es importante. En efecto, tanto una como otra forma de pensamiento simbólico han dado lugar en el curso de la historia a situaciones que las han hecho sospechosas. La religión y la utopía se han utilizado más de una vez en un sentido ideológico por aquellos que detentaban el poder; lo que equivale a decir que han servido para reforzar las formas de opresión social y política. Han alimentado la esperanza, pero sin éxitos liberadores: así pues, han desarrollado en la práctica una función alienante, ya que han permitido la evasión de lo real sin afrontarlo.
La eventualidad de un resultado alienante, lamentablemente innegable, pertenece. sin embargo, a las formas patológicas de la religión y de la utopía, no a su naturaleza esencial. Es un hecho igualmente incontrovertible que, junto a una historia de instrumentalizaciones ideológicas, se da una historia alternativa en la que la religión y la utopía se entrelazan recíprocamente y constituyen una reserva constante de fuerza para contestar la opresión presente en nombre de un horizonte de perfección. Así pues, en condiciones de autenticidad, tanto la utopía como la fe religiosa constituyen una aproximación a la realidad sobre la base de una superación ideal de la situación empírica. Esta actitud del espíritu consiste en trazar una figura absoluta como posibilidad de condiciones de vida y de escalas de valores opuestas a las vigentes. Contempla un estado de perfección alternativo frente a la situación actual, marcada por los límites y por el déficit.
Si la capacidad de hacer visible y operante lo invisible es una característica esencial de la fe religiosa («garantía de las cosas que se esperan, prueba de aquellas que no se ven», define la fe la Carta a los hebreos: 11,1), también es cierto que constituye el alma de la utopía. De ambas tiene necesidad el hombre moderno para salir del «trance»‘ en que se está debatiendo la civilización tecnológica. Parece que a la religión y a la utopía, hijas ambas de la imaginación simbólica, les está prometida una nueva juventud.
2. TEMAS UTí“PICOS DEL MENSAJE CRISTIANO – El pensamiento utópico, liberado de las restricciones operadas por la utopía de marchamo político-racionalista y devuelto a su matriz originaria, que es la de la imaginación simbólica, es una realidad que puede ser identificada en el mundo bíblico. Este pensamiento constituye el ambiente espiritual en que están inmersas las formulaciones originarias del mensaje cristiano. Todo el gran filón del reino de Dios y de la Jerusalén celeste, que recorre de un extremo a otro la Biblia, es un ejemplo eminente de horizonte utópico. La ciudad ideal a la que se refiere el creyente no es, como en la tradición que tiene sus raíces en la Grecia clásica, el resultado de una creación humana, obra de la sabiduría del hombre, que dispone las mejores condiciones para una convivencia social feliz. El modelo bíblico de humanidad no es el que el hombre conoce como producto de un conocimiento y una voluntad propios, sino una realidad «distinta», crítica y transcendente, con respecto a todo lo que existe en la realidad. El reino de Dios no se construye, sino que, al igual que la salvación de la que es símbolo, se recibe como un don que trasciende la capacidad natural del hombre.
Ya desde la época del exilio babilónico, cuando actuaba el profeta conocido como Déutero-lsaías, Jerusalén se había convertido en sinónimo del reino escatológico de Dios (cf Is 52,lss; 62,lss; 65,17ss; 66,10ss). En la literatura rabínica y apocalíptica había perdido siempre Jerusalén sus connotaciones realistas en favor de su valoración simbólica; representaba a la ciudad ideal, a la esposa del Señor. Después de pentecostés, los cristianos transfirieron la riqueza teológica de Jerusalén a Jesucristo y a su Iglesia. Esta realidad perfecta se mantiene escondida para aparecer al final del mundo (cf Ap 21,127). Ella es la ciudad futura (cf Heb 13,14). Sin embargo, la nueva Jerusalén viene ya desde lo alto, desde Dios (cf Ap 3,12). En cuanto lugar de la presencia omnipotente de Dios y de la salvación, esta Jerusalén se ha consumado y todavía tiene que consumarse (en el lenguaje de O. Cullmann, se trata de la dialéctica entre el «ya» y el «todavía no»).
El tema utópico de la ciudad perfecta, futura y ya presente, transcribe el contenido esencial del kerigma cristiano; Dios ha creado en Jesucristo el pasado al que el pueblo creyente puede hacer referencia, y también el porvenir en el que le es dado esperar. El lugar utópico de la salvación viene a ser aquí, en el mensaje cristiano, la persona de Cristo y su obra. La «economía» de Dios -plan divino escondido hasta la eternidad, revelado progresivamente en el tiempo por medio de los profetas y realizado en el misterio de la encarnación- encuentra su consumación epifánica en Cristo y en la comunidad de sus discípulos. Para expresar su dimensión en el misterio de Cristo y de la Iglesia, que trasciende la historia y desarrolla el papel de utopía concreta, Pablo no dudó en apropiarse la terminología de las especulaciones del ambiente judaico helenizado en torno al pléroma, cristianizando el término e imprimiéndole un sentido coherente con el resto del mensaje cristiano’. Dios ha hecho, por lo tanto, que en Cristo habite toda la «plenitud» (cf Col 1,19); a la «plenitud» de Cristo resucitado son asociados los creyentes (cf Col 2,9) e indirectamente todo el cosmos. Esta «plenitud» es el foco de atracción de toda la historia. Es conocida la audaz ampliación y el aliento místico que ha encontrado esta perspectiva en la concepción del padre Teilhard de Chardin (ejemplo insigne de un pensamiento científico que ha ido creciendo parejo con una vigorosa imaginación simbólica).
La relación entre fe-amor-esperanza, que vincula a los creyentes con Cristo, se refleja en la actitud que éstos adoptan frente a la ciudad celeste. El pueblo de Dios espera en la ciudad ideal y se encamina hacia ella: «Nuestra patria está en los cielos, de donde esperamos al Salvador y Señor Jesucristo» (Flp 3,20). Como el vínculo existencial con Cristo, igualmente la pertenencia al mundo futuro estructura la existencia concreta de los creyentes. Su vida tiene ese aspecto paradójico que para el evangelista Juan es el estar en el mundo sin ser «del mundo» (cf Jn 17,14-16). Las Cartas católicas han detallado las implicaciones de vivir en el mundo como «extranjeros y peregrinos» en el «tiempo del exilio» (cf 1 Pe 17; 2,11). La Iglesia, aunque toma en serio el mundo y sus estructuras sociopolíticas, renuncia a instalarse en él. La atracción de la ciudad futura da vida a una ética personal y comunitaria de lo provisorio, del dinamismo, de una confrontación profético-crítica con las instituciones, de una innovación antes que de una transmisión repetitiva. De la radicalidad de la moral evangélica, que hace que resulten ásperas al sentido cotidiano incluso ciertas páginas del sermón de la montaña, han ofrecido muchas explicaciones los exegetas y teólogos. Sin embargo, esta radicalidad no adquiere sentido sino cuando se la considera en el horizonte de la utopía. Entonces es cuando el desprendimiento absoluto de los bienes terrenos, el celibato, el amor de los enemigos, se convierten en símbolos concretos de la meta final, en epifanía en el tiempo de la realidad escatológica.
La utopía no se expresa solamente en el lenguaje formal del kerigma ni en el existencial de la ética radical. También el culto, fuente inagotable de símbolos, anuncia la realidad perfecta del eschaton y es un anticipo figurativo del mismo. La Carta a los hebreos establece una comparación entre las dos alianzas y atribuye a la liturgia cristiana el poder de ponernos en contacto con la realidad final: «Vosotros, en cambio, os habéis acercado a la montaña de Sión, a la ciudad del Dios viviente, la Jerusalén celeste, a miríadas de ángeles, a la asamblea festiva, a la congregación de los primogénitos que están escritos en los cielos, y a Dios, juez universal, y a los espíritus de los justos que han sido hechos perfectos, a Jesús, mediador de una alianza nueva, y a la sangre de la aspersión, que habla más elocuentemente que la de Abel» (Heb 12,22-24). La comunidad de culto, especialmente cuando se reúne para celebrar la eucaristía, habla el lenguaje de la utopía, porque anuncia la realidad final hasta que venga (cf 1 Cor 11,26). Los hermanos unidos en torno a la única mesa son la imagen más transparente del mundo nuevo, que enciende la imaginación de los hombres con el fuego de la esperanza. El horizonte utópico está sólidamente implantado en el seno de la comunidad cristiana. En las imágenes bíblicas del anuncio cristiano, en la ética radical y en el culto es donde los cristianos se hacen moradores ya de la ciudad futura perfecta.
3. FUNCIí“N DE LA UTOPíA EN LA VIDA ESPIRITUAL – Hemos puesto de relieve la presencia de elementos utópicos en el interior del cristianismo, entendiendo la utopía como orientación hacia un estado de perfección evocado no ya por el pensamiento raciocinante, sino más bien por la imaginación simbólica. Ahora indicaremos algún aspecto de la múltiple influencia de esta dimensión utópica en la vida espiritual. Esta garantiza, en primer lugar, una perspectiva dinámica a la persona y hace posible un proceso de desarrollo hacia la plena madurez. El papel de la utopía religiosa no es proponer modelos ideales para la imitación literal. La utopía, cualquiera que sea la modalidad concreta con que actúe sobre el individuo -mediante imágenes, imperativos morales o vivencias culturales-, asegura más bien un horizonte concretizado por el símbolo, que amplía las dimensiones de lo posible.
La función del símbolo se hace más aguda si consideramos la actitud utópica desde el punto de vista de la psicología genética. Esta nos enseña que el horizonte que influye en el comportamiento va ampliándose progresivamente según avanza el desarrollo psicológico. Kurt Lewin observa: «Durante el desarrollo, la esfera de la dimensión del tiempo psicológico del espacio de la vida aumenta de horas a días, meses y años. El niño vive un presente inmediato. A medida que crece la edad, aparecen un pasado y un futuro cada vez más lejanos que influyen en el comportamiento presente». Podemos extender la observación de este autorizado psicólogo considerando el mundo de la utopia como el horizonte temporal supremo -más precisamente atemporal– que actúa sobre el espacio de la vida presente. En contraste con los prejuicios del positivismo cientificista, que considera el pensamiento imaginativo-simbólico como más primitivo e inadecuado, éste se nos presenta por el contrario como una característica de la persona plenamente desarrollada.
Accedemos a la madurez espiritual cuando nuestro comportamiento está influido no sólo por la extrapolación de los datos ofrecidos por la realidad presente, sino también por los cuadros compuestos por las esperanzas y temores de la especie humana. La utopía es hija de la sabiduría de la madurez.
La utopía actúa como un fermento dinámico también a nivel comunitario. Toda religión que quiera sobrevivir debe dejar espacio a la novedad carismática para asegurarse un período de reviviscencia y para compensar la tendencia a la esclerosis. De hecho, un filón de utopía comunitaria recorre toda la historia del cristianismo. Más de una vez se han referido estos movimientos a esperanzas milenaristas y han intentado instaurar ya en el presente la ciudad teocrática y la comunidad de los perfectos. En algún que otro caso se han producido degeneraciones; con mayor frecuencia la inspiración utópica ha asumido cadencias místicas. La función de los movimientos utópicos en el seno de la Iglesia ha sido, en todo caso, la de mantener vivo el espíritu por encima de la fidelidad a la letra. En los organismos religiosos, históricamente condicionados por los límites de la cultura en que se encarnan y amenazados también por la rigidez de la institucionalización, la perspectiva utópico-carismática garantiza la renovación, el impacto cultural y la creatividad.
En términos teológicos, el promotor de la utopía en el seno de la comunidad cristiana es el Espíritu Santo. Según la promesa de Cristo, el Espíritu enviado por él mismo y por el Padre guía a los discípulos hacia la plenitud de la verdad (cf Jn 16,13). Nadie dispone en la Iglesia de esta plenitud como de una posesión estática. Ella se refleja polivalentemente en los carismas, de la misma forma que el rayo de luz solar se refracta en el prisma produciendo un polícromo arco iris. Los diversos dones se contraponen a veces polarmente, pero nunca se pueden reducir uno a otro. La historia de la espiritualidad cristiana está marcada por debates sobre la relación entre vida contemplativa y vida activa, entre amor de Dios y servicio del prójimo, entre fidelidad y dinámica de lo provisional, entre celibato y amor conyugal, desprendimiento del mundo y compromiso por el mundo. Toda síntesis doctrinal tiende a dar preponderancia a una perspectiva con detrimento de las demás. Pero el Espíritu no se deja encerrar en ningún esquema. Los carismas que suscita son tan sólo reflejos parciales de la plenitud del Hombre Nuevo llamado a vivir en la Comunidad Nueva.
Tener abierto ante sí un horizonte utópico significa, entre otras cosas, no dejarse inducir a síntesis precoces. Igual que la eternidad se articula con el tiempo sin anularlo, así se articulan los ideales utópicos con las soluciones políticas parciales. La polarización hacia la utopía no excluye el pluralismo. Los proyectos del racionalismo utópico tienen algunas veces caracteres fixistas (uniformidad, dirigismo, institucionalismo). La utopía que nace en el terreno de la inspiración religiosa no puede, en cambio, prescindir de la libertad. A los discípulos de Cristo se les ha prometido un futuro tan rico, que no puede agotarse en ninguna imagen concreta del presente. Por ello pueden rechazar el integralismo. En esto se distingue el espíritu de la Iglesia del espíritu sectario.
Tal vez el sentido y la función de la utopía en la vida espiritual del cristiano puedan compendiarse en las palabras que Jesús dirigió a Natanael con una enigmática sonrisa cargada de cosas futuras: «¿Porque te he dicho que te vi debajo de la higuera crees? Cosas mayores que éstas verás…». «En verdad, en verdad os digo que veréis el cielo abierto» (Jn 1,5bss). La mirada fija en las cosas más grandes y mejores, en los símbolos de lo definitivo, es el secreto de la utopía. Este secreto está prometido a los discípulos de Cristo.
S. Spinsanti
BIBL.-AA. VV.. Utopías del renacimiento. Tomás Moro: Utopia, Tommaso Campanella: La ciudad del sol, Francis Bacon: Nueva Atlántida. Estudio preliminar de Eugenio Lmaz, Fondo de Cultura Económica. México 1973.-Berneri. M. L, Viaje a través deutopía, Proyección. B. Aires 1975.-Buber. M. Caminos de utopía, Fondo de Cultura Económica. México 1947.-Cabodevilla. J. M. Feria de utopías. Estudio sobre la felicidad humana, Ed. Católica, Madrid 1974.-Calvo Demando. M. Las utopías del progreso, Labor. Barcelona 1980.-Desanti, D. Los socialistas utópicos, Anagrama. Barcelona 1973.-Friedman, Y. Utopías realizables, Gustavo Gili, Barcelona 1977.-Neusüss. A. Utopía, Seix Barral, Barcelona 1971.-Plum. W, Utopías inglesas, modelos de cooperación social y tecnológica, Friedrich-Ebert-Stiftung. Bonn 1975.-Salazar Mallen, R, Las utopías del siglo veinte, Univ. Nacional Autónoma. México 1977.-Servier, J. Historia de la utopía, Monte Avila, Caracas 1969.-Uscatescu. G. Utopía y plenitud histórica, Guadarrama. Madrid 1965.-Zecchi, S. Ernst Bloch: utopía y esperanza en el comunismo, Península, Barcelona 1978.
S. de Fiores – T. Goffi – Augusto Guerra, Nuevo Diccionario de Espiritualidad, Ediciones Paulinas, Madrid 1987
Fuente: Nuevo Diccionario de Espiritualidad
1. El concepto de u. procede de la filiación del Estado racional en la Utopía de Tomás Moro (1516; en griego oú tópos, no lugar = inexistente y designa los proyectos del Estado y de la sociedad, entendidos como crítica del tiempo o como programa, que han sido fijados en una amplia literatura utópica. Estos proyectos están en relación con lo existente, en cuanto lo fuerzan a extender hasta el máximo su horizonte visual (K. Mannheim) a través de una imagen del fin apetecido y proyectado positivamente (u. positiva), o en cuanto exponen lo temido negativamente por un abuso extremo de las adquisiciones de la civilización moderna (u. negativa). Sin embargo, literariamente prevalecen las u. positivas, en las cuales lo existente es superado programáticamente hacia un futuro, o bien es relegado al pasado mediante una crítica correctiva.
Además, el concepto de u. tiene un valor filosófico, ético-social y teológico. En E. Bloch la u. es el brote de algo posible en lo existente, de algo que no es todavía consciente en nosotros y que todavía no se da en el mundo. Como «estado real de lo no acabado», la u. se convierte en determinación ontológica fundamental de lo real, con la «tendencia» y lo novum como categorías, y pasa a ser también índice de la relación del hombre con el ser, pues aquél anticipa en el cuadro utópico de lo deseado el futuro que crea por sí mismo. En tal visión la u. es el primer paso en el proceso de la propia realización del hombre, el «principio esperanza» se convierte en el núcleo de lo humano. Sin embargo, este «trascender sin trascendente» se hace a expensas de la totalidad utópica y así la u. se trueca en evolución.
La u. se convierte en utopismo cuando intenta consumar su futuro dentro de la historia. A la postre la u. fracasa en su antiutopía, la -> muerte, donde se pone en tela de juicio el hombre entero. La u. termina necesariamente en el desengaño, en un desengaño que puede llamarse metafísico. El futuro de la -> historia tiene que ser algo cualitativamente nuevo (-> escatología), un futuro que trasciende el experimento de la historia. Toda u. intrahistórica («horizontal») está bajo la reserva escatológica de lo totalmente otro del futuro absoluto de Dios que es también el que cambia totalmente y da la vuelta por completo a todas las enajenaciones (y a la muerte).
2. La conciencia y el querer utópicos, el «sueño despierto más viejo del hombre» (E. Bloch), se han sedimentado en una amplia literatura utópica. En la Politeia de Platón nos sale al encuentro por primera vez lo utópico en su forma clásica, como invención y crítica de un Estado. En el estoicismo (ZENí“N, Politeia) la polis ideal de Platón queda ampliada en un Estado universal ideal del humanismo y de la libertad, con el programa de la ciudadanía universal y de la gran ecumene como patria. Las campanas de Alejandro amplían el horizonte geográfico e ilustran la u. helenística: en forma de cuentos de marineros, de novelas o de epopeyas se llenan los márgenes del globo terráqueo con sueños de Estados, de islas idílicas y de utopías de felicidad: Jámbulo: la isla del sol; Hecateo: sobre el Egipto; Evémero: la inscripción santa (hacia el 300 a.C.) y otros.
En cuanto en las u. sociales se pronuncia una decidida crítica social, también en la literatura bíblica puede encontrarse algo comparable. La proclamación de los profetas clásicos, con su vinculación al antiguo derecho divino, que es una cosa totalmente pública, y no mero asunto privado de una conciencia piadosa, tiene un fuerte rasgo de crítica social (Am 2, 5ss; 5, 2.24; Is 5, 7; 54, 11, entre otros lugares). También se llega a cuadros de esperanza para el futuro, como: «De sus espadas forjarán rejas de arado y hoces de sus lanzas. No desenvainará la espada un pueblo contra otro, ni se adiestrarán más en el arte de la guerra» (Is 2, 4). Israel tiene su u. en Sión, en el nuevo Canaán y en el nuevo templo (Ez 40-48).
Si las bienaventuranzas del sermón de la montaña (Mt 5, 1-12) proclaman un derecho escatológico para los desamparados por las leyes, los oprimidos y los perseguidos, y si según Mt 11, 28 Jesús llama hacia él a los fatigados y a los cargados, para confortarlos, se da ahí (a juicio de E. Bloch) un momento típico de las u. sociales: pintar circunstancias «en las que no hay fatigados ni cargados». En el cuadro de la historia que ofrece la Biblia, con la esperanza en el eskhaton que irrumpe en -> Jesucristo, vive la dinámica hacia la configuración utópica: el tiempo entre el «ya» y el «todavía no» está acuñado por la visión de la consumación escatológica. Agustín en De civitate Dei lleva esta esperanza al terreno de una filosofía de la historia: la «ciudad de Dios», oculta de momento en la Iglesia, pero sin coincidir con ella, está desde el principio en lucha con la Civitas diaboli. La Civitas Dei sólo aparentemente existe ya en forma acabada, y así tiene todavía su u.: el imperio de mil años y, como consumación, el regnum Christi prefecto con el sábado celestial. Con este motivo de la lucha entre el regnum espiritual y el mundano, el -> milenarismo ha penetrado en el pensamiento histórico del cristianismo y, como «u. eclesiástica», se adelanta a la realidad histórica. Después de haber hecho estallar el marco de la Iglesia institucional, esta u. sigue viviendo en los movimientos religiosos y sociales de la edad media: los cátaros, los espirituales, etc. y, sobre todo en la u. social de Joaquín de Fiore. A principios de la edad moderna el milenarismo continúa en los husitas, en los anabaptistas, en los milenaristas, en los quintomonarquistas, en los rosicrucianos, en los independientes, en Tomás Münzer. La «u. espiritual» busca de múltiples maneras superar la -> secularización de la Iglesia mediante la renovación de los ideales cristianos originarios. La obra de J.V. Andreaes Rei publicae christianopolitanae descriptio (1610) es un intento de un orden utópico de la Iglesia.
Con el -> renacimiento y los principios de la ilustración la literatura utópica alcanza un primer punto culminante. La u. de la libertad social de Tomás Moro, en De optimo rei publicae statu sive de nova insula Utopia (1516), ha dado el nombre al género literario. Destacan en este género T. Campanella, Civitas solis (1602: estado de orden con un conformismo total); F. Bacon, Nova Atlantis (1627: primera u. con una reflexión técnica); J. Harrington, The Commonwealth of Oceana (1656: proyecto constitucional de derecho natural).
La literatura utópica de la ilustración quiere ser ante todo una crítica del Estado absolutista; así Fénelon, en Les aventures de Télémaque (1699).
La literatura utópica del s. xix está llevada por la conciencia de la responsabilidad social. Se busca solucionar las dificultades sociales confiando en la tecnificación y en la organización extrema de la vida. Así J.G. Fichte, Der geschlossene Handelsstaat (1800: Estado social organizado según el derecho racional); Ch. Fourier, Le nouveau monde industriel (1829); E. Cabet, Voyage en Icarie (1839: proyecto de Estado socializado); H. de St-Simon, Réorganisation de la société européenne (1914) y Nouveau christianisme (1825); R. Owen, The Book of the New Moral World (1836: socialismo gremial); W. Weitling, Die Menschheit wie sie ist und wie sein sollte (1838: comunidad universal de bienes); E. Bellamy, Looking Backward (1888); W. Morris, News from Nowhere (1891).
Las u. que dominaron hasta el 1900 en parte estaban llenas de fe en el progreso y en el perfeccionamiento general del mundo. En el s. xx, al lado de una amplia literatura de ciencia-ficción, surge una u. negativa, la cual, ante el exuberante potencial tecnológico, ante el peligro de la masificación y desindividualización, ante la amenaza del Estado totalitario, ante las posibilidades de aniquilación mediante las armas nucleares, dibuja imágenes de un infierno fantasmagórico, o bien acaba en el pesimismo, en el cinismo, o en el absurdo. P. ej., A. Huxley, Brave New World (1932: supresión de los individuos; sociedad como obra de engranaje); G. Orwell, Nineteen eighty-four (1984: «estalinismo» perfecto de la dictadura técnica en Oceanía); W. Jens, Nein (1950: final de la individualidad); E. Jünger, Heliopolis (1949) y Die Gläsernen Bienen (1956). Algunos esperan la solución por el cristianismo. Así H. Gohde (es decir, F. Heer), Der achte Tag (1950: el tercer «Reich» pensado hasta el final con enclaves cristianos de resistencia); R. Henz, Der Turm der Welt (1951); la obra de F. Werfer, Der Stern der Ungeborenen, muestra cómo el desarrollo civilizatorio no tiene salida, pero cómo permanece la verdad del Antiguo y del Nuevo Testamento.
A las u. negativas de una experiencia nihilista opone E. Bloch, en la obra de su vida Das Prinzip Hoffnung (escrita entre 1938 y 1949), el concepto de una «u. procesual concreta», el «órgano metódico para lo nuevo».
3. Las variaciones literarias de la u., con sus imágenes siempre cambiantes del futuro (porque están referidas al tiempo), tienen su constante en la conciencia y el querer utópicos del hombre. Si corresponde a su modalidad fundamental el anticiparse siempre a sí misma por el saber y el querer y así proyectarse de cara al futuro (o mejor: estar abierto para la llegada del futuro absoluto), esto es índice de la autotranscendencia del hombre y pertenece ontológica-mente al ser humano. El hombre es el «ser utópico» (Ortega y Gasset), el ser «no denso», utópicamente abierto, esperanzado (E. Blich), con «posición excéntrica» (H. Plessner), con la capacidad de distanciarse de los condicionamientos de su mundo circundante y de crearse su historia con conciencia y planificación.
Esta historia del hombre no puede identificarse simplemente con el pasado, sino que es un acontecer que va surgiendo y que todavía es venidero, con el primado de la categoría del «- futuro». Sin embargo, este futuro debe verse necesariamente en su procedencia del pasado, para no caer en el utopismo y la revolución permanente.
La cuestión decisiva en la determinación del concepto de u. está en cómo deba concebirse este futuro hacia el que se proyecta el hombre: a) como un futuro «categorial»,productible y planificable, que en principio está abarcado por una ulterior posibilidad vacía de futuro; b) o bien como «absoluto», libre e insuperable futuro de Dios, el cual es el fundamento que soporta toda dinámica hacia el futuro.
Sólo cuando el futuro en su totalidad pertenece a «la reserva escatológica de Dios» y no sólo es visto como el resultado de lo conquistado históricamente, puede aparecer como reconciliación y novedad.
Dios, por la comunicación de sí mismo en Jesucristo (- encarnación), se ha convertido en el futuro absoluto del hombre. Con ello la historia pasa a ser profecía, que, por encima de lo histórico en cada momento, apunta al eskhaton como novum (diferencia cualitativa de historia y escatología). El «reino de Dios» está cerca (dimensión intrahistórica), y el reino de Dios, como consumación eterna de todo aquello que en la historia permanece sin llenar, está siempre delante de la historia (dimensión suprahistórica). Sólo como lo cualitativamente distinto, como lo modificante, como el futuro de Cristo («u. vertical»: P. Tillich), puede ese reino ser reconciliación y salvación. El reino de Dios no puede disolverse en la planificación humana, «horizontal», pero sí determina y mueve la acción humana, que produce y modifica el mundo, en dirección al eskhaton.
El «mundo nuevo» que hace su irrupción en Jesús no viene solamente después de la historia, sino que surge como mundo histórico en la historia por la acción con responsabilidad cristiana. El querer utópico de los cristianos debe realizarse verdaderamente en la transformación constante de las estructuras de la vida profana que se han quedado vacías. No puede ser una abstención resignada frente a la praxis, sino que debe acuñar siempre de nuevo en el mundo concreto de la historia los contenidos escatológicos de la promesa, que son libertad, paz, justicia, reconciliación. La Iglesia misma debe acreditarse como institución de crítica creadora de la sociedad, de la ideología, de las instituciones. La «teología -» política» misma ve el problema fundamental hermenéutico de la -» teología en la relación entre inteligencia de la fe y praxis social, y procura sacar a ésta de su enfoque privado. La u. cristiana tiene su diferencia ontológica: toda construcción activamente planificadora del futuro intramundano por la manipulación del contorno mundano (- técnica), del contorno social (socialización) y del hombre mismo, debe lograrse en el horizonte de lo que en principio es el todo (lo -> absoluto), puesto que el hombre no sólo es el «ser que actúa en el todo», sino también el «ser receptivo-activo del todo» (K. Rahner). El límite y al mismo tiempo la apertura de fronteras de la u. es la escatología, cuyo futuro es también su transcendente.
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Karl Woschitz
K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972
Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica
(Del griego ou no y topos lugar)
Término utilizado para designar un estado visionario o idealmente perfecto de sociedad. El nombre fue utilizado por primera vez por Tomás Moro en su obra titulada «De optimo reipublicae statu deque nova insula Utopia» (Lovaina, 1615), y desde entonces se ha utilizado como término genérico para novelas políticas. Una novela como ésta, a la que Moro debió muchas de sus ideas, es «La República» de Platón. En esta obra, Platón prescribe una modalidad de vida de corte comunista para los guardianes y auxiliares (no para las clases productivas) del Estado. Las calidades superiores de la clase de guardianes y auxiliares se debían mantener por la práctica de la estirpecultura y el control estatal de la crianza de los niños. En “La República” los fines que se buscan son más políticos que económicos. Por otra parte, Tomás Moro no limita su atención a la clase gobernante sino que incluye en su plan toda la estructura social. La mayor parte de su narración la pone en boca de un tal Raphael Hythloday, un viajero portugués que critica mordazmente las leyes y costumbres de los estados europeos y pinta en brillantes colores las instituciones ideales que observó durante su estada de cinco años entre los utopianos. Hythloday sostiene que las leyes inglesas están mal administradas. Se castiga por igual, con la muerte, al ladrón y al asesino, sin la disminución correspondiente por el delito de robo. En cambio, se deberían adoptar medidas para que los hombres o se vieran impulsados a robar. Por ejemplo, la clase de los sirvientes debería aprender oficios de forma que no tuvieran que recurrir a convertirse en asaltantes de caminos cuando sus amos los despidieran. Además, se debería instituir alguna disposición para los agricultores a fin de que no siguieran la misma profesión de los sirvientes cuando las tierras cultivables quedaran convertidas en pastizales para ovejas, un mal flagrante de la Inglaterra de la época. Sostenía además que la mayoría de los problemas de los gobiernos europeos eran el resultado de la institución de la propiedad privada. Se objeta que una nación no puede prosperar cuando toda la propiedad es común porque no hay incentivo para el trabajo y los hombres se vuelven holgazanes, lo que a la vez resultaría en un incremento de la violencia y el derramamiento de sangre. Hythloday responde a esta objeción presentando un recuento de las instituciones y costumbres de los utopianos. En la isla de Utopía, al sur del Ecuador, hay cincuenta y cuatro ciudades que distan como mínimo veinticuatro millas una de otra. El gobierno es de corte representativo. De cada ciudad se envían a la capital, cada año, tres hombres sabios y experimentados para debatir los asuntos públicos. La población rural vive en granjas diseminadas a todo lo largo y ancho de la isla, cada una de ellas con por lo menos cuarenta personas, además de dos esclavos. Por cada treinta granjas hay un líder, conocido como el filarca. Diez filarcas con sus grupos de familias están bajo el mando de un oficial conocido como un filarca en jefe. El príncipe de la isla es elegido en forma vitalicia por los filarcas, de entre cuatro candidatos nombrados por el pueblo. Puede ser depuesto si fuere sospechoso de tiranía. Hay pocas leyes y rara vez se incumplen. Entre los utopianos, la agricultura es una ciencia en la que todos reciben instrucción. Los niños en las escuelas aprenden su historia y su teoría. De cada grupo de treinta granjas se envían anualmente veinte personas a las ciudades vecinas para abrir campo para un número igual de personas provenientes de la ciudad o del campo. Con el tiempo, todos tienen la oportunidad de experimentar la vida de granjeros. Además de la agricultura, cada persona aprende un oficio. Por lo general, elige el oficio de su padre, aunque, si lo desea, se le permite aprender otro distinto. Los utopianos trabajan sólo seis horas diarias pero esto es suficiente para que satisfagan todas las necesidades y cuenten con todas las comodidades de la vida; por esto hay muy pocos vagos y no se gasta tiempo en proveer lujos inútiles o de carácter vicioso. En las ciudades, los grupos de familias tienen comedores comunes, aunque el que lo desee puede comer en su propia casa. Estos comedores son atendidos por esclavos, mientras que las mujeres de las distintas familias supervisan por turno la preparación de las comidas. Cuando los utopianos han producido los suministros suficientes para abastecerlos durante dos años, utilizan cualquier superávit que tengan para comercializar con los países vecinos, asegurando así las provisiones de oro, plata, hierro y otras cosas que necesitan. No utilizan el oro y la plata como dinero, puesto que la propiedad es común, pero lo obtienen principalmente para contratar mercenarios provenientes de los países vecinos. En la música, la aritmética y la geometría no son superados por los europeos y en la astronomía y en la meteorología superan en mucho a los habitantes de ese continente.
Hay distintos tipos de religión, pero su culto público es de carácter tan general que pueden practicarlo unidos. Se toleran todos los credos, con excepción del ateísmo. Su ética es hedonista y muy pocos se inclinan por un estilo de vida ascético. Aquellos acusados de crímenes atroces son condenados a la esclavitud y se buscan los sentenciados a muerte en otros países para que sirvan como esclavos. Los hijos de los esclavos no heredan la categoría de sus padres. Las personas que sufren enfermedades incurables y dolorosas son alentadas por los sacerdotes y magistrados a quitarse la vida. Sin embargo, si no desean hacerlo, nadie los obliga. Quienes se suicidan sin el permiso de los sacerdotes y magistrados reciben un entierro deshonroso y los que se enfrentan a la muerte con alegría son cremados como señal de honor. Las mujeres no pueden contraer matrimonio antes de los dieciocho años ni los hombres antes de los veintidós. Se tiene mucho cuidado de que quienes van a contraer matrimonio se conozcan mutuamente para evitar uniones desgraciadas. El divorcio se permite por una sola causa y sólo la parte inocente puede volver a contraer matrimonio. Los sacerdote utopianos son extremadamente santos pero su número es escaso. Son elegidos por el pueblo por voto secreto. Las mujeres no se excluyen del sacerdocio aunque sólo se eligen unas pocas y siempre viudas o ancianas. El sacerdocio es un rango que recibe altos honores. El viajero termina su recuento atribuyendo la felicidad y la concordia que prevalecen en Utopía a la ausencia de la propiedad privada.
A veces se pregunta si More pretendería que sus propuestas de Utopía fueran tomadas en serio. No cabe duda de que esta no era su intención. Eran simplemente medios que le permitían llamar la atención hacia algunos de los abusos de su época sin que el rey le exigiera cuentas de su libertad. Aunque demuestra que entiende las debilidades del comunismo, permite que Hythloday presente sólo sus aspectos positivos. Desde los tiempos de Moro han surgido muchas mancomunidades ideales, similares a Utopía en al literatura. Unas de las más conocidas son:
La “Nueva Atlántida” de Bacon (1624), en la que el autor sueña que la felicidad de la humanidad se alcanza a través del progreso de las ciencias naturales; “La Ciudad del Sol” de Campanella (1637), que enfatiza la propiedad común y la estirpecultura; “Oceanía” de Harrington (1656); “Telemaquia” de Fénelon (1699); “Viaje a Icaria” de Cabet (1840); “Mirada al Pasado» de Bellamy (1889); “Noticias de Ningunaparte” de William Morris (1890); “Freiland” de Hertzka (1891); y “Una Utopía Moderna” (1905) y “Nuevos Mundos para Viejos” de H. G. Wells (1908).
“Mancomunidades Ideales, de Morley, contiene una traducción al inglés de la Utopía de More así como de “La Nueva Atlántida” de Bacon, de “La Ciudad del Sol” de Campanella, y otros estados imaginarios.
FRANK O’HARA
Trascrito por Tomas Hancil and Joseph P. Thomas
Traducido por Rosario Camacho-Koppel
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Fuente: Enciclopedia Católica