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PREEXISTENCIA

PREEXISTENCIA

(v. elección divina, predestinación)

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

1. Modelos

(-> palabra, Dios, Hijo de Dios). Preexistir significa existir previamente. Diversas religiones piensan que este mundo es reflejo (imitación) de un orden primordial divino, donde todo sucede según ritmos de eterno retorno: reflejo del templo celeste es el templo terrestre de Dios; la hondura del alma existí­a en un cielo antes de aparecer en el mundo.

(1) Modelo griego. Conforme a un platonismo muy divulgado, la realidad se divide en dos planos paralelos: el orden superior de las ideas, eternamente idéntico a sí­ mismo; el mundo sensible o material que cambia sin cesar, aunque participa de lo eterno, que es estable y permanente. Unicamente las ideas (y las almas) permanecen para siempre, mientras las restantes cosas van pasando. Por eso, quien desee alcanzar la salvación debe librarse de la cárcel de cambios del tiempo, arraigándose en lo eterno. Estrictamente hablando, aquí­ no hay preexistencia, sino supraexistencia: el mundo de arriba posee superioridad ontológica más que temporal; ideas y almas no están antes, sino más altas; no preexisten, supraexisten. Sin embargo, cuando ese planteamiento se aplica a la realidad humana, en contexto de historia, parece lógico trasponer el esquema esencialista en unas claves temporales, de manera que la supraexistencia del alma (su origen divino) se entienda como preexistencia: el alma tuvo una realidad más alta y ha caí­do uniéndose a su cuerpo; los humanos han sido, según eso, preexistentes; no han nacido simplemente de la vida de la tierra; tienen su raí­z en lo divino.

(2) Modelo israelita. El tiempo no es un cí­rculo en que todo vuelve a repetirse, hundido en corrupción, en nulidad y muerte, sino una lí­nea que avanza desde la elección y las promesas hacia el futuro de la plenitud escatológica. Según este modelo, el tiempo no es repetición de un ritmo eterno, sino avance creador, fundado en la mente y voluntad de Dios, de tal manera que dentro del proceso temporal las cosas anteriores anuncian y preparan lo que luego ha de venir. Así­ se puede hablar de preexistencia en Dios: todas las cosas están determinadas de antemano en el designio y voluntad de aquel que ha de crearlas, pues él está en el origen de los tiempos y lo rige todo por su voluntad y entendimiento. Y puede hablarse también de preexistencia en el pasado de la historia donde se preparan y anuncian los hechos que han de venir. No hay preexistencia de personas o repetición cí­clica de situaciones, pero sí­ de un ritmo en que el futuro se entiende como desarrollo de aquello que estaba anunciado previamente. En un primer momento, las perspectivas anteriores (griega e israelita) se oponen, aunque ni una ni otra conoce verdadera preexistencia, sino supraexistencia (griegos) o predeterminación en Dios y/o en el pasado de la historia (israelitas). Pero cuando ambas se unen en simbiosis puede darse un tipo de preexistencia estricta: el plano superior (griegos) se entiende como realidad anterior (judí­os) y así­ preexiste en el pasado aquello que debe aparecer en el futuro.

(3) Judaismo. La tradición que desemboca en el rabinismo* posterior conoce siete realidades que fundan el sentido de la vida y laten escondidas en Dios desde el principio, antes de ser creado el mundo: Ley (torah), Arrepentimiento, Edén y Gehenna, Trono de Dios, Templo y (Nombre del) Mesí­as. La más importante es la Ley, revelada a Israel en el comienzo (Sinaí­), que rige y estructura el caminar humano; ella es presencia del Dios eterno y así­ funda el sentido de la historia. Junto a ella está el Nombre (verdad y sentido) del Mesí­as, cercano al Cristo de los evangelios (cf. Strack-Billerbeck I, 352-357). Desde esa lí­nea rabí­nica puede entenderse la teologí­a apocalí­ptica* en la que se puede hablar de un personaje o profeta del pasado (como Elias) que volverá al final para preparar el juicio; también puede hablarse de una figura trascendente (no divina, pero sobrehumana) que viene de los cielos como el Hijo* del Hombre, que preexiste en Dios con rasgos cuasi-personales de manera que será fácil aplicar su realidad a Jesucristo. La tradición sapiencial* ha elaborado de manera más intensa este motivo. En la lí­nea de antiguas reflexiones orientales (cf. Job 28) y en un contexto de carácter helenista, esa tradición interpreta la presencia de Dios en el mundo como Sabidurí­a personificada: Dios la suscita en el principio («desde la eternidad fui moldeada»: Prov 8,23; cf. 8,22-31), de manera que ella surge antes de los siglos (Eclo 24,9) como sentido y estructura de las cosas (Sab 8,4; 9,9; etc.). Aquí­ se vinculan las representaciones de Israel y Grecia: la Sabidurí­a superior de Dios no está simplemente arriba, sino al principio de la historia; por eso preexiste y da sentido al mundo.

(4) Jesús. A lo largo de su vida, Jesús no ha apelado a ningún tipo de preexistencia: así­ aparece simplemente como un ser humano, de origen conocido, dentro de la historia de su pueblo, y como tal anuncia la llegada del reino de Dios. Ciertamente, él tiene conciencia de venir de Dios (Dios es su Padre), pero eso no significa que él haya existido previamente en un plano superior de eternidad, para bajar luego a este mundo, por condescendencia amorosa, para realizar por un tiempo la obra salvadora. De todas formas, es posible que Jesús se haya vinculado con un Hijo del Hombre que vendrá al final y que existí­a en Dios desde el principio, como han desarrollado des pués los cristianos. Pero ese desarrollo está vinculado a la experiencia pascual, tal como ha sido formulada por cristianos helenistas*. La primera comunidad de Jerusalén no concebí­a ni presentaba a Jesús como preexistente, sino como aquel que ha triunfado de la muerte y vendrá pronto en parusí­a salvadora, esto es, como posexistente. De todas formas, una vez que se ha dado el paso anterior, identificando a Jesús con el Hijo del Humano que vendrá, es fácil dar el siguiente e identificarle con Aquel que ya era en el principio. Todo nos permite suponer que en esta lí­nea han influido de un modo decisivo los supuestos del judeocristianismo más heterodoxo, que suele vincularse a los helenistas de Hch 6-7: ellos y sus seguidores han interpretado a Jesús como Sabidurí­a de Dios (cf. Pablo en 2 Cor 1,30), es decir, como alguien que ha venido de Dios donde existí­a de forma misteriosa. Eso mismo podrí­a decirse de algunos cristianos de una lí­nea de judaismo más ortodoxo, que pueden haber identificado a Jesús con la Ley originaria que también viene de Dios. Esta identificación vale para entender a Jesús, no para contar su historia (como hará el evangelio de Jn). De esa manera, algunos cristianos han afirmado muy pronto que, naciendo y viviendo en la historia (siendo historia), Jesús es presencia y revelación de Dios, de manera que se puede afirmar que es preexistente.

(5) Visión eclesial. Estrictamente hablando, la visión de la preexistencia de Jesús no pertenece al dogma de la Iglesia. Lo que han establecido los concilios de Nicea y Calcedonia es la divinidad de Jesús, no que él existiera antes (desde una perspectiva histórica) y que después viniera a mostrarse en el mundo. Ciertamente, Jn ofrece una perspectiva que es muy significativa y que resulta clave para la comprensión de la Iglesia: ella sólo ha podido extenderse en el mundo helenista, poniendo de relieve las formulaciones del evangelio de Jn. Desde esa base queremos entender la preexistencia de Jesús como divino. Norma de la Iglesia es el Jesús total a quien descubrimos, en su nacimiento, vida y muerte, como presencia definitiva de Dios. La visión de Jesús como Hijo de Dios se encuentra de algún modo en todos los estratos del Nuevo Testamento (de Pablo a los si nópticos, de Hebreos al Apocalipsis), pero sólo Jn ha elaborado y desplegado temáticamente la vida e historia (= carne) de Jesús como presencia histórica del Hijo eterno de Dios. Según eso, siendo eterno en sí­ mismo, Dios se ha hecho temporal y humano en Jesucristo. Por eso debemos añadir que Jesús pertenece al misterio eterno de Dios: proviene de su misma eternidad.

(6) El mensaje de la preexistencia. En esa lí­nea, hay que afirmar que la preexistencia no supone un antes temporal de Jesús, sino un antes intrí­nseco: es el antes de Dios, nada más, pero nada menos. Hay Dios y Dios es el principio y sentido eterno del Cristo. Pero, al mismo tiempo, debemos afirmar que el Cristo nace del pasado de la historia humana, (a) La preexistencia dice algo sobre Dios : la actuación de Dios en Jesús es principio y norma de sus manifestaciones. En la raí­z de la creación y en el sentido de la historia late ya el rostro de Jesús. Jamás se ha dado un Dios diferente de aquel que se revela por Jesús, ni existe salvación distinta de la suya; por eso, debemos afirmar que es preexistente. En su fondo, leí­da en clave teológica, la preexistencia significa que Jesús es presencia humana del misterio de Dios (= Dios en persona); por eso decimos que él surge de forma directa del ser de lo divino, de manera que podemos y debemos llamarle Palabra o Logos eterno de Dios. No hay sucesión cronológica, un después temporal que se añada al antes de Dios: siendo totalmente humano en nuestro tiempo, Jesús nace del misterio original de lo divino, como centro y Logos, sentido y presencia plena de Dios Padre. (b) La preexistencia dice algo de la historia: Jesús nace de la misma espera humana y de esa forma preexiste en el camino de la revelación que viene del principio de los tiempos, como sabe Heb 1,1-3. Su vida es cumplimiento y realidad de las palabras del Antiguo Testamento: Jesús habí­a empezado a existir en la historia de todos los pueblos que sufren y esperan, de tal forma que esa historia es más que lucha, pecado original o destrucción interhumana. La historia humana es también esperanza, camino de vida que el mismo Dios va dirigiendo hacia el Cristo, como decí­a san Ireneo. Por eso añadimos que Jesús es meta de la historia, cumpliendo las potencialidades de la vida humana. Cuando el mundo en su totalidad, cuando el hombre en su plenitud alcanza el final de su camino y llega a la perfección de sus virtualidades, cuando la creación alcanza a su meta, surge el Cristo; por eso le llamamos preexistente. Antes decí­amos que en Jesús se expresa todo el ser divino, de tal forma que podemos y debemos llamarle logos eterno. Ahora añadimos: la creación entera llega en Jesús a su unidad y plenitud; por eso confesamos que él preexiste en el hacerse de la historia, como «logos» o sentido de la realidad creada. De esa forma desbordamos el esquema platónico (de los dos niveles de realidad), lo mismo que el puro judaismo (con un Dios siempre alejado de los hombres), pudiendo descubrir y fijar la singularidad de Jesús, a quien vemos como revelación total de Dios y culmen (centro) de la historia. La preexistencia de Jesús no puede interpretarse, según eso, como especulación sobre el ser de lo divino, ni es tampoco una manera de evadirse de la historia, sino al contrario: ella es la forma de arraigar a Jesús en el misterio de Dios y en el despliegue de la historia humana.

Cf. H. B. BALZ, Metliodisclie Probleme der NT. Christologie, Neukirchener, Neukirchen-Vluyn 1967; P. BENOIT, «Préexistence et incarnation», RB 77 (1970) 5-29; O. CULLMANN, Cristologí­a del Nuevo Testamento, Sí­gueme, Salamanca 1997; J. D. G. DUNN, Christology in the Making. An Inqití­ry into the Origins of the Doctrine of the Incamation, SCM, Londres 1980; R. G. HAMERTONKELLY, Pre-existence, Wisdom and the Son of Man, Cambridge University Press 1973.

PREEXISTENCIA
2. Jesús

(-> encamación, palabra). En principio, el cristianismo ha formulado la experiencia cristiana desde una perspectiva pascual, partiendo de la visión del Cristo crucificado y resucitado. Pero, una vez que los cristianos interpretan a Jesús como el Hijo de Dios enviado por el Padre, están ya formulando el tema de su preexistencia y lo hacen ante todo desde las perspectivas y planteamientos que les ofrece el contexto judí­o o, mejor dicho, judeohelenista.

(1) Contexto judí­o. Principios. Podemos distinguir, de un modo aproximado, el modelo rabí­nico, apocalí­ptico y sapiencial, (a) Contexto rabí­nico. Los representantes de esta lí­nea han tendí­do a concebir la Ley como preexistente. Pues bien, al confesar a Jesús como Mesí­as, muchos cristianos le identifican con la Ley, haciéndole así­ lógicamente preexistente (como ella era). Tanto Jn como Pablo y Hebreos (e incluso Mt: cf. 5,18.24.35; 11,18-19.28-30; 23,37-39) sitúan a Jesús en el lugar de la Ley, como revelación personal y rnesiánica de Dios, de manera que le conciben como preexistente: viene del misterio de Dios y revela en el mundo su voluntad salvadora. (b) Contexto apocalí­ptico. Al identificar a Jesús con el Hijo del Hombre, la tradición cristiana le concibe como preexistente. Más aún, en esa lí­nea Mt 25,34 puede afirmar que el reino escatológico «está preparado desde el mismo principio de los tiempos» (apo katabolés kosrnou) y Ap 21,1-5 supone que la Jerusalén celestial preexiste en Dios y de allí­ desciende como Novia del Cordero. Todas las grandes realidades cristianas (salvación, unión de judí­os y gentiles, elección de los creyentes) se arraigan en el principio de los tiempos, preexistiendo de algún modo en lo divino (cf. Rom 16,25-26; Ef 3,3-6; etc.).

(2) Contexto sapiencial. Teologí­a de Pablo. Está vinculada, de forma especial (aunque no exclusiva) a la teologí­a de los llamados «helenistas» de Hch 6-7. Resulta dominante en el conjunto del Nuevo Testamento. En ese contexto se puede entender a Jesús como Sabidurí­a primigenia que estaba en Dios y que ha sido enviada sobre el mundo (Gal 4,4; Rom 8,3; Jn 3,16-17; 1 Jn4,9). En el fondo de esos textos puede expresarse una confesión más antigua que decí­a: Dios ha enviado a su Hijo, para que seamos hijos de Dios. Según ellos, el centro de la salvación no está en la Cruz, sino en la encarnación: «Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado…» (Rom 8,3). «De tal manera ha amado Dios al mundo que le ha entregado a su Hijo Unigénito» (Jn 3,16), iniciando un camino que culmina en la pascua (cf. Rom 8,32). Esos textos (con otros paralelos: 1 Cor 8,6; 10,4; Rom 10,6-7; Jn 1,1-18) suponen que Dios tiene un Hijo preexistente a quien enví­a (entrega) por los hombres, de forma que su nacimiento (origen) recibe importancia salvadora: ha sido enviado, ha venido, para redimirnos. Ciertamente, Pablo asume implí­citamente una visión de la preexistencia del Hijo de Dios, pero no la ha desarrollado de un modo consecuente. Pablo no ha escrito la historia del Hijo preexistente que se encarna, sino que ha proclamado la pascua de Jesús que es Hijo de Dios al entregar su vida en favor de los humanos. Eso significa que a partir de los presupuestos de Pablo se puede desarrollar una teologí­a de la preexistencia del Cristo pascual, pero él no lo ha hecho. El desarrollo del tema de la preexistencia está vinculado a unos textos posteriores, de tradición paulina (cf. Col 1,1520) o de otras tradiciones (cf. Jn 1,1-18 y Heb 1,1-4). En ellos se supone que Jesús viene de Dios (es preexistente), pero ellos afirman también que él se ha hecho hombre de un modo radical. No es un ser divino que pasea por el mundo rodeado de apariencia humana, sino un hombre verdadero.

(3) Sinópticos y gnósticos. Significativamente, los sinópticos, a partir de Me, han contado la historia del Jesús Mesí­as, pero no como encarnación de un ser divino preexistente, sino como camino de entrega y muerte del Cristo humano, que realiza su acción salvadora entregando la vida en favor del Reino. Ellos contienen, sin duda, elementos que pueden situarse en lí­nea de preexistencia (en especial desde la visión de Jesús como Sabidurí­a), pero los reinterpretan desde la perspectiva del misterio pascual: de muerte y resurrección. En ese aspecto, los mismos relatos de la concepción virginal y del nacimiento de Jesús por el Espí­ritu (Mt 1-2; Lc 1-2) intentan expresar el sentido divino del origen de Jesús (brota del amor del Padre, por medio del Espí­ritu), pero sin apelar a la preexistencia. Ellos suponen que Jesús es Hijo de Dios en su vida concreta de humano, en la historia de su entrega pascual, ratificada por Dios en la resurrección. En contra de eso, la visión gnóstica* defiende la preexistencia de las almas humanas que han caí­do del plano superior de lo divino y se han mezclado en la materia mala, como chispas de luz perdidas en el mundo; para liberarlas ha descendido también del plano superior divino un salvador preexistente. Sólo porque viene desde arriba y nos enseña a superar el mundo puede liberarnos. Ese tema gnóstico, desarrollado ampliamente en el II d.C., parece destruir el valor de la historia y la independencia de los huma nos. Tiempo y eternidad tienden a oponerse como entre los griegos: la preexistencia se vuelve supraexistencia, de manera que Jesús pierde su base histórica y se convierte en signo eterno de una humanidad ya sin tiempo.

(4) Comunidad del discí­pulo amado. Evangelio de Juan. Se encuentra enraizada en el ambiente (helenista, judí­o) y en algunas formulaciones anteriores de la Iglesia (Pablo, sinópticos). Su visión, que aparece claramente en el evangelio de Jn, se identifica a veces con el desarrollo de lo que suele llamarse cristologí­a alta, que consistirí­a en la afirmación expresa de la divinidad de Jesús. Pero esa identificación de la preexistencia con la cristologí­a alta nos parece problemática, pues tanto Pablo como los sinópticos ofrecen una cristologí­a muy alta (presentan a Jesús como revelación y presencia definitiva de Dios), pero en lí­nea histórica y pascual. No es que ignoren el tipo de preexistencia de Jesús que desarrolla Jn, pero no la quieren ni pueden tematizar, pues para ellos carecerí­a de sentido hablar de Jesús como ser divino antes de hablar de su mensaje y de su entrega salvadora. Sea como fuere, la Comunidad del discí­pulo amado ha sentido la necesidad de presentar la divinidad de Jesús en claves de preexistencia. Quizá lo ha hecho para responder a las acusaciones exteriores (de los judí­os que les dicen: vuestro Jesús ha nacido en el tiempo, nuestra Ley y Verdad es eterna); pero también lo ha hecho para desarrollar algo que estaba en germen en las formulaciones anteriores (Jesús no ha empezado a ser Hijo de Dios, lo es desde el principio, en el misterio eterno, antes de haber nacido en este mundo).

(5) El evangelio de Juan ha desarrollado una preexistencia biográfica, es decir, una narración continua y unitaria de la vida de Jesús como vida del Hijo encarnado de Dios. Esta ha sido, a mi entender, la última gran empresa teológica y literaria del Nuevo Testamento: Jn intenta contar lo imposible, la historia temporal (concreta, humana) del Hijo eterno de Dios, sin caer por ello en el docetismo o en un tipo de esplritualismo gnóstico. Lo normal hubiera sido desvirtuar la historia, docetismo: decir que Jesús no era, sino que parecí­a ser humano. Lo normal hubiera sido un tipo de gnosticismo: no importa la vida de Jesús, sino la enseñanza de esa vida, pues en el fondo ella es un ejemplo, una especie de parábola de nuestra propia realidad de seres caí­dos del cielo que deben nuevamente ascender a lo divino. Es indudable que Jn ha corrido el riesgo de tomar a Jesús como alguien que no era en verdad humano, sino que lo parecí­a: en el fondo, su muerte no habrí­a sido muerte humana, sino simple expresión de plenitud, de soberana majestad y ascenso a lo divino. Pues bien, a pesar de esos riesgos, al contar la historia de Jesús como la vida de aquel que viene de Dios (que preexistí­a en el Padre), Jn ha realizado un servicio esencial en favor de la Iglesia: ha hecho posible una visión o interpretación cristiana del misterio eterno de Dios, haciendo así­ posible que el potencial gnóstico (= espiritual) del mensaje y vida de Jesús no se pierda y se diluya fuera de la Iglesia, en las diversas sectas o grupos piadosos del entorno.

(6) Conclusión. El riesgo de la preexistencia. Como acabo de indicar, el evangelio de Juan (Jn) ha sido una providencia para la Iglesia: de pronto, los cristianos del grupo del discí­pulo amado (y todos los que aceptan su Evangelio) descubren que pueden contar la historia humana del ser divino eterno, sin caer en simples especulaciones o en puros esplritualismos separados de la vida; ellos conocen la historia de Dios, que es don de amor, la historia original en la que todas las demás reciben un sentido. Esta ha sido una providencia arriesgada, que ha dividido a los grupos de seguidores del discí­pulo amado. Una parte de ellos han reelaborado la historia del Hijo eterno de Dios insistiendo en la humanidad de Jesús (sobre todo en 1 Jn) y de esa forma han sido recibidos por esa Gran Iglesia. Otros parecen haber destacado el carácter simbólico (no fí­sico) de esa humanidad, pudiendo afirmar que Jesús no ha venido en la carne. Ellos se sienten ya salvados, ya resucitados, sin tener que asumir y recorrer el camino de dolor y entrega (muerte) de la vida humana; de esa forma han acabado formando parte de grupos gnósticos, que disuelven la humanidad de Jesús y destruyen el carácter social concreto de la Iglesia.

Cf. R. E. Brown, La comunidad del discí­pulo amado. Estudio de la eclesiologí­a juánica, BEB 43, Sí­gueme, Salamanca 1987; O. Gon zález DE Cardedal, Jesús de Nazaret. Aproximación a la cristologí­a, BAC, Madrid 1975; F. Hahn, Christologische Hoheitstitel. Ihre Geschichte imfrühen Christentum, FRLANT, 83, Gotinga 1962; X. Pikaza, Este es el hombre. Cristologí­a bí­blica, Sec. Trinitario, Salamanca 1997; E. Schweizer, Emiedrignng und Erhóhung, bei Jesus und seinen Nachfolgem, ATANT 28, Zúrich.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

Categorí­a fundamental de la cristologí­a, con la que se entiende la existencia eterna del Hijo de Dios, antes de la creación del mundo y de su entrada en la historia, realizada en la «plenitud de los tiempos» (Gál 4,4). Expresa, como es lógico, una verdad revelada con la aparición histórica de Jesús de Nazaret, el Cristo, el Hijo.

El Antiguo Testamento y el judaí­smo intertestamentario llegaron a representarse y a hablar de una preexistencia de la Sabidurí­a divina (cf. Job 28,12-28; Prov 3,19. 8,22-36; Sab 7 12.25-30; 8,4; 9,lss; ‘Eclo 1,1-10) y/o de la Torá/Ley (cf. Bar 3,33ss; P~OV 8,33; Sab6,18 Eclo 24,3-22ss), a través de las cuales Dios creó el mundo y lo conserva. Estas especulaciones tuvieron una influencia notable en la reflexión de la comunidad cristiana en su empeño por profundizar en la misión y en la identidad de Jesucristo.

Los datos que hay que tener presentes para comprender las afirmaciones del Nuevo Testamento sobre Jesucristo y en particular sobre su identidad personal eterna son: el encuentro de los discí­pulos con el hombre Jesús de Nazaret y su fe gradual en él; la experiencia profunda que de él tuvieron después de su muerte y más tarde la plena comprensión de él a la que llegaron gracias a la presencia viva de su Espí­ritu y a la relectura de las Escrituras y de las tradiciones judí­as, especialmente de las reflexiones sobre la Sabidurí­a y la Torá, que antes recordábamos, hecha a la luz de estos factores.

Sobre este fondo hay que entender las afirmaciones neotestamentarias en las que se afirma la existencia eterna de Jesús antes de la creación del mundo; él es aquel por medio del cual Dios llamó a todas las cosas a la existencia en su origen (cf. 1 Cor 8,6; también Col 1,1 5- 17); Jesucristo es el Hijo que Dios envió a este mundo en la «plenitud de los tiempos» (cf. Gál 4,4; Rom 8,3); aquel que «viví­a en la condición de Dios», pero que «se vació» de ella al entrar en este mundo, haciéndose obediente hasta la muerte, y que vive ahora glorioso junto al Padre (cf. Flp 2,611); el Logos/Hijo unigénito de Dios que vive en el seno del Padre, siendo él mismo Dios, hecho carne/hombre para revelar al Padre, dar a los hombres la vida divina y sacarlos de las tinieblas del mundo tcf. Jn 1,1-18); el Hijo que tení­a su gloria junto al Padre antes de la creación del mundo y que, habiendo bajado al mundo y habiendo realizado su obra, vuelve a subir al Padre (cf. Jn 17); el Hijo, la irradiación de la substancia de Dios, a través del cual creó Dios el universo, en el que últimamente ha hablado a los hombres y ha realizado la redención de todos antes de sentarse glorioso a la derecha de Dios (cf. Heb 1 ,1 -3). La preexistencia del Hijo eterno de Dios, que se encarnó y se manifestó en el hombre Jesús confesado como Cristo/Mesí­as, es afirmada explí­citamente en algunos de estos pasajes (cf, por ejemplo, Jn 1,1-3; 17,8 Heb 1 ,3), y en otros implí­citamente (cf: Gál 4,4). En todos ellos se la ve como la raí­z última del acontecimiento salví­fico Jesucristo que se ha realizado en la historia.

La predicación y la reflexión teológica de los Padres profundizaron este dato de fe neotestamentario básico, recurriendo ampliamente a la reflexión filosófica neoplatónica del logos. En sus obras se encuentran claras afirmaciones sobre la eternidad del Logos que se ha revelado en Cristo (cf. Orí­genes, Contra Celsum VII, 16, 65); sobre el mesí­as preexistente (cf Justino, Diálogos 45,4); sobre la Palabra que el Padre pronunció desde la eternidad en el seno de su divinidad y que fue pronunciada en el tiempo en Jesucristo (cf. Ireneo, Hipólito, etc.).

Sin embargo, la preocupación por salvar la absoluta trascendencia y unidad de Dios/Padre los llevó a veces a formular la preexistencia de Cristo como Verbo de Dios con expresiones parecidas a las que usaban los neoplatónicos para expresar la función vital, pero no divina ni eterna, del Logos como mediador entre Dios y el mundo.

El carácter problemático (le esta representación de la preexistencia apareció con claridad en la propuesta doctrinal de Arrio, sacerdote de Alejandrí­a (comienzos del siglo 1V) y en la controversia que ésta suscitó: el Verbo de Dios que se encarnó en Jesucristo es una realidad eminente, anterior al mundo, aquel de quien se sirvió Dios para crear y redimir el mundo, pero no es de naturaleza divina ni es eterno como Dios. El concilio de Nicea (325) afrontó y aclaró definitivamente la controversia: El Logos que se encarnó en Jesucristo para la salvación del mundo es el Logos/Hijo de Dios mismo, consubstancial al Padre y eterno como él, que en el curso del tiempo se hizo hombre, naciendo de la Virgen Marí­a por obra del Espí­ritu Santo (cf DS 125-126). Con esta definición conciliar la Iglesia antigua proclamaba su fe en la divinidad y eternidad de Cristo, asentando con- firmeza una verdad que en adelante no podrí­a va negarse.

La aceptación de esta interpretación del testimonio neotestamentario por parte de toda la Iglesia obtuvo la aceptación de la mayorí­a, pero no fue del todo pací­fica, obstaculizada entre otras cosas por motivos de í­ndole polí­tica. De todas formas, la fe católica siguió construyéndose sobre esta base.

El concilio 1 de Constantinopla proclamó que el Logos fue engendrado «antes de todos los tiempos» (cf. DS 150); a continuación muchos Padres (especialmente Agustí­n y León Magno) y algunos pasajes de documentos conciliares hablaron del doble nacimiento del Logos: el nacimiento eterno del Padre anterior al tiempo y el nacimiento de la Virgen Marí­a en el curso del tiempo (cf, por ejemplo, DS 357; 504; 536; 572, etc.).

Toda la tradición teológica posterior, con algunas excepciones, mantuvo y reflexionó sobre la preexistencia del Hijo encarnado en Jesucristo que habí­a definido Nicea. El pensamiento racionalista y laico moderno, viendo en Jesucristo solamente el aspecto humano, rechazó la idea de la preexistencia considerándola como «dogmática» y «mitológica». Por el contrario, la verdad y el carácter irrenunciable de la preexistencia del Hijo encarnado en Jesucristo fue defendida valientemente por la mayor parte de los teólogos tanto católicos como protestantes. La teologí­a cristiana tiene que dar razón de la fe en la filiación eterna de Jesucristo en diversos frentes. En esta tarea de sana «apologética» está llamada a destacar: a) la originalidad de este punto doctrinal, que especifica al cristianismo y que por tanto constituye el verdadero «artí­culo sobre el que permanece o cae la fe cristianan; b) tiene que hacer surgir esta afirmación fundamental a partir del acontecimiento Jesucristo, tal como lo hizo el Nuevo Testamento y como hemos señalado anteriormente:
c) cualquier interpretación del acontecimiento Jesucristo que no contenga la afirmación de la preexistencia del Sujeto divino no da razón del dato revelado:
d) no basta con afirmar, como hacen algunos teólogos contemporáneos, que Dios, uno y único, «se hizo presente» de forma única e insuperable en su historia para ofrecer la salvación a la humanidad, etc.

El Nuevo Testamento habla del Padre que envió a su Hijo, del Logos que estaba junto a Dios y que se hizo hombre. Por tanto, el Hijo es un sujeto divino, distinto de Dios Padre y del Espí­ritu, que en el tiempo se hizo sujeto de aquella peripecia y parábola histórica, anclada en la eternidad de Dios, que es Jesús de Nazaret. La confesión de la preexistencia eterna del Hijo hecho hombre en Jesucristo es el presupuesto de la visión cristiana de Dios como comunión eterna dialógica de Personas (Padre, Hijo n Espí­ritu) y del anuncio cristiano del hombre como invitado con toda la creación a participar en la vida de comunión divina.

G. Lammarrone

Bibl.: M. Bordoni, Encarnación. en NDT, 366-389. J N, D. Kelly Primitivos credos cristianos, Secretariado Trinitario, Salamanca 1980; W Kasper, Jesús, el Cristo, Sí­gueme, Salamanca 1976; R. Schnackenburg. Esbozo de cristologí­a sistemática, en MS,III-II, 505-670; D. Wiederkehr, La cristologí­a del Nuevo Testamento, en MS. III-II,245-412.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico