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VATICANO II

VATICANO II

Objetivo del concilio Vatiano II

Juan XXIII anunció el concilio Vaticano II el 25 de enero de 1959 (conversión de San Pablo) y lo convocó en 1961 (Const. Apost. «Humanae salutis»), para dar comienzo el 11 de octubre de 1962. Pablo VI sucedió al Papa Juan XXIII en 1963. El concilio se desarrolló en diez sesiones, distribuidas en cuatro etapas anuales, hasta 8 de diciembre de 1965 en que se promulgaron todos los documentos. Asistieron 2.540 obispos de todos los continentes. Además de los teólogos o peritos, auditores y auditoras, estuvieron presentes también representantes de las otras comunidades cristianas (de la reforma y de la ortodoxia).

El objetivo a que se apuntaba era la renovación espiritual y pastoral de la Iglesia para responder a las exigencias actuales de unidad entre los cristianos, de diálogo con el mundo y de evangelización universal. Así­ lo afirmó el mismo concilio en el inicio de la primera constitución aprobada «Este sacrosanto Concilio se propone acrecentar dí­a en dí­a entre los fieles la vida cristiana, adaptar mejor a las necesidades de nuestro tiempo las instituciones que están sujetas a cambio, promover todo aquello que pueda contribuir a la unión de cuantos creen en Jesucristo y fortalecer lo que sirve para invitar a todos los hombres al seno de la Iglesia» (SC 1).

Contenidos de los documentos

Los cuatro documentos principales (las cuatro «Constituciones») ofrecen la pauta para este objetivo. Se intentaba que la Iglesia fuera transparencia e instrumento de Cristo («Lumen Gentium»), como servidora de la Palabra de Dios («Dei Verbum»), portadora del Misterio pascual («Sacrosantum Concilium»), solidaria con el mundo («Gaudium et Spes»). La lí­nea de fuerza es la de «Iglesia sacramento», es decir, signo transparente y portador del misterio de Cristo para todos los pueblos. Nueve decretos apuntan a sectores más concretos medios de comunicación social, Iglesias orientales católicas, unidad o ecumenismo, obispos, religiosos, formación sacerdotal, laicos, misión «ad gentes», presbí­teros. Se publicaron también tres declaraciones sobre la educación, las religiones no cristianas y la libertad religiosa. En el mensaje final se dirige a todos los sectores de la sociedad.

En el inicio de la Constitución «Lumen Gentium», se da esta explicación programática sobre la Iglesia «sacramento» «Y como la Iglesia es en Cristo como un sacramento o señal e instrumento de la í­ntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano, insistiendo en el ejemplo de los Concilios anterio¬res, se propone declarar con toda precisión a sus fieles y a todo el mundo su naturaleza y su misión universal» (LG 1).

Así­ se señala de nuevo el objetivo renovador y evangelizador del concilio «Por ser Cristo luz de las gentes, este sagrado Concilio, reunido bajo la inspiración del Espí­ritu Santo, desea vehemente¬mente iluminar a todos los hombres con su claridad, que resplan¬dece sobre el haz de la Iglesia, anunciando el Evangelio a toda criatura (cfr. Mc 16,15)». La Iglesia podrá presentarse como «signo levantado ante las naciones» (SC 2), «que manifiesta y, al mismo tiempo, realiza el misterio del amor de Dios al hombre» (GS 45), que «trabaja para rejuvenecer su rostro» para que aparezca en ella «el rostro de Cristo» (Mensaje final).

Todos los documentos del concilio se pueden engarzar en la «Lumen Gentium». Si la Iglesia es «sacramento», es decir, signo transparente y portador de salvación en Cristo (cap. I), lo es en calidad de «Pueblo de Dios» como signo levantado ante todos los pueblos (cap. II). Todos los miembros del Pueblo de Dios, según su propia vocación y servicio (jerarquí­a, laicado, vida consagrada) (cap. III, IV, VI) están llamados a renovarse por la santidad (cap. V) y a asumir su condición de Iglesia «peregrina» que es «sacramento universal de salvación» (cap. VII). Marí­a es figura («Tipo», modelo, personificación) de esta vida santa y misionera de la Iglesia virgen y madre (cap. VIII). La Iglesia, «impulsada» por los planes salví­ficos del Padre, por el mandato de Cristo y por la acción del Espí­ritu, tiende a «poner todos los medios para que se cumpla efectivamente el plan de Dios, que puso a Cristo como principio de salvación para todo el mundo» (LG 17).

A partir de los contenidos de la «Lumen Gentium», resulta más lógico ver el enfoque pastoral de los otros documentos conciliares (especialmente las Constituciones y los Decretos). La Constitución «Dei Verbum» presenta una Iglesia que custodia y garantiza la revelación estrictamente dicha, que ha sido dada por Dios para toda la humanidad «Quiere proponer la doctrina auténtica sobre la revelación y su transmisión para que todo el mundo lo escuche y crea, creyendo espere, esperando ame» (DV 1).

La Constitución «Sacrosantum Concilium» invita a la Iglesia a centrarse en el Misterio pascual, especialmente por la celebración litúrgica «Presenta así­ la Iglesia, a los que están fuera, como signo levantado en medio de las naciones, para que, bajo de él, se congreguen en la unidad los hijos de Dios que están dispersos, hasta que haya un solo rebaño y un solo pastor» (SC 2).

La Constitución «Gaudium et Spes» traza las pautas para que la Iglesia se inserte en el mundo con sus valores evangélicos. El misterio de la Encarnación urge a la Iglesia a asumir esta actitud de solidaridad con todos los pueblos «La Iglesia por ello se siente í­ntima y realmente solidaria del genero humano y de su historia» (GS 1; cfr. 22).

Perspectiva misionera

Todos los demás documentos, especialmente cuando describen las diversas vocaciones y ministerios (CD, PO, OT, PC, AA), dejan entrever una Iglesia signo transparente y portador de Cristo (LG), que anuncia la Palabra (DV), que celebra el misterio pascual (SC), que es solidaria de toda la humanidad (GS). La perspectiva universalista de la evangelización se presenta en el decreto «Ad Gentes», que sintetizamos en su lugar respectivo.

Referencias «Ad Gentes», Iglesia, Iglesia sacramento universal de salvación, liturgia, Magisterio, Palabra de Dios, renovación eclesial.

Lectura de documentos Constituciones conciliares DV; GS; LG; SC. Decreto AG.

Bibliografí­a AA.VV. (R. Latourelle Edit.), Vaticano II. Balance y perspectivas (Salamanca, Sí­gueme, 1989); J.L. MARTIN DESCALZO, Un periodista en el concilio (Madrid, La Editorial Católica, 1963-1966); Il Concilio Vaticano II (Roma, La Civiltí  Cattolica, 1966ss). Ver comentarios a los respectivos documentos y temas particulares.

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

SUMARIO: 1. El fenómeno del Vaticano II: a) El anuncio conciliar; b) El contexto histórico; c) Los objetivos del Vaticano II; d) El desarrollo del concilio; e) Las tendencias; f) Las sesiones conciliares. – 2. El mensaje del Concilio: a) La teologí­a conciliar; b) La Iglesia «ad infra c) La Iglesia «ad extra» – 3. La recepción del Concilio: a) Actitudes de rechazo; b) Actitudes de aceptación; c) El posconcilio.

El concilio Vaticano II, obra personal de Juan XXIII, es el acontecimiento cristiano más importante del siglo XX, celebrado en un momento propicio religioso y cultural, en pleno desarrollo de la sociedad europea y en una excelente coyuntura mundial. Contribuyeron favorablemente a su realización los movimientos de renovación eclesial previos al mismo; se opusieron los sectores más inmovilistas y conservadores del catolicismo. En todo caso, el Concilio contribuyó a un cambio profundo de la cosmovisión cristiana, ya que fue el final de la contrarreforma, la consagración de los movimientos eclesiales innovadores, el reconocimiento de los valores de la modernidad y la aparición de una nueva conciencia de Iglesia.

Sin embargo, algunos piensan que el concilio se convocó muy tarde; otros creen que se celebró demasiado pronto. Lo cierto es que el Vaticano II es un Concilio de transición, aunque no hay coincidencia en señalar de qué transición se trata. Ciertamente, el Vaticano II es un final y un comienzo. Sin embargo, si se comparan los propósitos conciliares con lo ocurrido en la Iglesia un cuarto de siglo después, los juicios sobre el Vaticano II son divergentes. Hay quienes lo descalifican como decisión peligrosa y equivocada; otros juzgan negativamente el posconcilio por la mala aplicación de las decisiones conciliares; y algunos afirman que nos estamos desviando -por involución- del espí­ritu conciliar. La batalla se libra en torno a una interpretación global del espí­ritu y de los contenidos del Vaticano II.

1. El fenómeno del Vaticano II
a) El anuncio conciliar
Después que Pí­o IX declarase el dogma de la infalibilidad del papa en el Concilio Vaticano 1 (1869-1870) parecí­an innecesarios los concilios; bastaba el magisterio pontificio. Los pontificados, desde Pí­o IX a Pí­o XII, tuvieron una cierta continuidad en sus decisiones y declaraciones, sin necesidad de convocar un concilio. A lo sumo algunos papas pretendieron terminar el Vaticano 1, interrumpido en 1870 por la guerra entre Prusia y Francia. Así­ lo pensó Pí­o XI en 1923, pero la gravedad de la situación internacional le hizo desistir. Pí­o XII tuvo el mismo deseo en 1948 pero, dadas las opiniones contrapuestas, renunció al proyecto en 1951. A finales de 1958, recién nombrado papa Juan XXIII, nadie pensaba en la terminación del Vaticano 1 ni en la promulgación de un nuevo concilio.

La convocatoria de un «un concilio ecuménico para la Iglesia universal», hecha por Juan XXIII el 25 de enero de 1959, produjo asombro en el mundo e inquietud en la curia romana. Recordemos que la expresión «concilio ecuménico» significa en la tradición católica «concilio general» de los obispos en comunión con la sede de Roma. La invitación a las Iglesias separadas se traducirí­a posteriormente en la presencia de observadores oficiales.

Juan XXIII habí­a sido elegido papa tres meses antes, a los 78 años de edad, durante un breve cónclave (25-28 de octubre de 1958), como solución transitoria o de compromiso.

a) El contexto histórico
En el momento de la convocatoria conciliar la Iglesia católica estaba en paz, no habí­a en su interior herejí­as, habí­an surgido gérmenes de renovación y se encontraba segura para afrontar una seria revisión de su propia vida. Con todo, habí­a dentro de la Iglesia en los años 1945-1959 frecuentes tensiones entre conservadores y progresistas. La necesidad de un giro religioso se manifestó en el contexto del cambio social y cultural vertiginoso, propio de la posguerra mundial, observable en el final del colonialismo y la presencia activa y creciente del Tercer Mundo; la industrialización de los paí­ses nordatlánticos, con sus consecuencias de emigraciones, turismo, ocaso del mundo rural, urbanizaciones gigantescas y nacimiento o aparición de la sociedad de consumo; por último, la difusión de la televisión, con un fuerte impacto en la cultura y pautas de comportamiento.

Ciertos problemas acuciantes de la humanidad se hicieron asimismo presentes en el Concilio: el hambre en una gran parte del planeta, la escasa vigencia de los derechos humanos en innumerables paí­ses y la carrera de armamentos, con el peligro de la destrucción de la humanidad.

c) Los objetivos del Vaticano II
El Vaticano II, a diferencia de otros concilios, no se convocó para rechazar una herejí­a o superar una crisis profunda. Su primer propósito, según el pensamiento expresado de Juan XXIII, fue muy claro: no habrí­a condenas, ni siquiera del marxismo o del comunismo. Pero aunque el papa convocante no habí­a dibujado el programa del Vaticano II, su objetivo más evidente era el aggiornamento de la Iglesia, expresión que sustituí­a al término reforma, impronunciable en la convocatoria conciliar por su apropiación protestante. Se trataba de renovación, adaptación, diálogo y apertura.

En las alocuciones y discursos de Juan XXIII previos al Vaticano II pueden deducirse, según G. Gutiérrez, tres objetivos conciliares: la apertura de la Iglesia al mundo moderno y a la sociedad, escrutando «los signos de los tiempos», con objeto de hacer inteligible el anuncio del evangelio; la unidad de los cristianos o presencia activa de la Iglesia en el ecumenismo; y la Iglesia de los pobres en estricta fidelidad al evangelio (G. ALBERIGO y J.-P. JossuA, La recepción del Vaticano II, Madrid 1987, 217-218). Los dos primeros objetivos habí­an sido desarrollados previamente. El tercero lo sugirió Juan XXIII un mes antes del concilio; posteriormente lo defendió el cardenal Lercaro en una memorable intervención cuando dijo: «La Iglesia se presenta, como es y como quiere ser, como Iglesia de todos, en particular como la Iglesia de los pobres» (Ecclesia 1.106, 1962, 6).

Una semana después de iniciado el Concilio escribió una carta el cardenal Montini -que pronto serí­a nombrado papa- al Secretario de Estado A. Cicogniani, en la que denunciaba la falta de un plan «orgánico, ideal y lógico del Concilio» y proponí­a que «el tema unitario y comprensivo de este concilio» fuese la Iglesia. Idéntico modo de pensar tení­a el cardenal Suenens. Por esto, en el discurso que pronunció Pablo VI al comenzar la segunda sesión señaló cuatro metas conciliares: profundización de la naturaleza de la Iglesia; renovación interna de la Iglesia; reunión de los cristianos separados y diálogo de la Iglesia con el mundo.

d) El desarrollo del Concilio
En contraste con Pí­o IX, quien consultó a los obispos sobre la conveniencia de celebrar el Vaticano 1, Juan XXIII decidió personalmente la convocatoria del Vaticano II «por una repentina inspiración de Dios». No obstante, se llevó a cabo enseguida una amplia y democrática consulta. El 18 de junio de 1959, el secretario de Estado cardenal Tardini invitó a todos los obispos (entonces 2.594), superiores mayores religiosos (156 en total) y universidades católicas para que libremente propusiesen temas conciliares antes del 30 de octubre de ese mismo año. Aquí­ reside la primera explicación del talante participativo y pedagógico del Concilio e incluso el comienzo de una «democratización de la Iglesia». Pero habituados los obispos a obedecer órdenes de la curia romana sin ejercer su libertad y pensamiento, las 2.150 respuestas (unas 10.000 páginas en 16 volúmenes) fueron decepcionantes, ya que se limitaron a exponer errores o a sugerir mí­nimas reformas; no obstante, se advirtió en las mismas una aceptación plebiscitaria de la convocatoria conciliar.

El 5 de junio de 1960, un año después de la encuesta, se crearon diez comisiones preparatorias, presididas por cardenales de curia de talante conservador. La apertura llegó por la creación de tres nuevos secretariados (Apostolado de los laicos, Medios de comunicación social y Unión de los cristianos) y el nombramiento de obispos diocesanos progresistas como miembros de comisiones. El trabajo de las comisiones se plasmó en 70 esquemas (2.100 páginas impresas), parte de los cuales se envió a los obispos tres meses antes de comenzar el Concilio. A excepción de la constitución sobre la liturgia, hecha por los renovadores del movimiento litúrgico, el resto de los esquemas tení­a una impronta escolástica, conservadora y jurí­dica. Posteriormente serí­an rechazados por el Concilio; hubo que redactar menos esquemas con más preocupación pastoral renovadora.

Acudieron a la cita conciliar unos 2.500 obispos, mientras que en el Vaticano 1 hubo 744 y en Trento 258. Recordemos, como contraste, que todos los obispos del Vaticano 1 eran de raza blanca y en su mayorí­a europeos. De los presentes en el Vaticano II eran europeos unos 1.000 (450 italianos), otros 1.000 americanos (más de la mitad latinoamericanos), unos 350 del Africa negra y otros 400 de Asia, con algunos de Oceaní­a y del mundo árabe. Los aproximadamente 150 obispos de los paí­ses socialistas soviéticos tuvieron dificultades para participar. Se nombraron peritos conciliares a teólogos, otrora de tendencias condenadas por la encí­clica Humani generis de 1950, como Congar, Chenu, de Lubac y Danielou. Se sumaron los teólogos alineados en la renovación de la Iglesia, como Rahner, Schillebeeckx, Philips, etc. Su influjo fue decisivo.

e) Las tendencias
Desde el comienzo del Concilio se pudo comprobar que los Padres estaban dispuestos a intervenir con entera libertad sin seguir el dictado de la curia. También se vio que la mayor parte de los conciliares estaban de acuerdo con la dimensión pastoral del Vaticano II, tal como lo expresó Juan XXIII en su discurso inaugural. Pero desde los inicios se evidenciaron dos grupos, denominados mayorí­a y minorí­a, el primero de talante aperturista y el segundo netamente conservador. Aunque la mayorí­a no era homogénea, «tení­a conciencia -escribe R. Aubert- de estar en la lí­nea preconizada por Juan XXIII, era sensible a las realidades del mundo y a las necesidades de adaptación y estaba abierta al diálogo ecuménico, que muchos descubrieron durante el Concilio. Era partidaria de una teologí­a pastoral basada en la Escritura, se preocupaba de la eficacia concreta de las decisiones que debí­an tomarse, se interesaba menos por la formulación exacta de la doctrina y desconfiaba de una excesiva centralización de la autoridad de la Iglesia» (H. JEDIN y R. REPGEN, Manual de historia de la Iglesia, IX, Barcelona 1984, 190).

La minorí­a estaba formada por obispos conservadores pertenecientes a paí­ses tradicionalmente católicos, apoyados firmemente por la curia. Este grupo -escribe R. Aubert- «se aferraba a la estabilidad de la Iglesia y a su carácter monárquico, era sensible a los riesgos inherentes a todo cambio y sentí­a la preocupación de salvaguardar el depósito de la fe en toda su integridad; pero tendí­a a confundir la formulación dogmática con la revelación» (Nueva historia de la Iglesia, V, 557-558). En el transcurso del Concilio se agrupó la minorí­a de unos 250 obispos en el Coetus Internationalis Patrum, con la finalidad de impedir que los errores liberales se introdujesen en los textos del Concilio. Entre estos obispos fue muy activo Marcel Lefébvre, que después del Concilio incurrirí­a en cisma, en el que murió. La minorí­a fue respetaba por la mayorí­a, aunque las discusiones entre ambas tendencias impidieron algunos desarrollos conciliares más homogéneos y dieron lugar a textos de compromiso, caracterizados por su ambigüedad. El conflicto se situó entre reformistas y antirreformistas o entre partidarios del aggiornamento pastoral y sus oponentes.

f) Las sesiones conciliares
Se celebraron cuatro sesiones correspondientes a los otoños de 1962, 1963, 1964 y 1965, con una duración de unos dos o tres meses cada una. El discurso inaugural de Juan XXIII causó una viva impresión al sugerir varios puntos importantes: el carácter pastoral del Concilio, en el sentido de llevar al mundo el mensaje cristiano de un modo eficaz, teniendo en cuenta las circunstancias de la sociedad; el propósito de no condenar errores por medio de anatemas, sino penetrar en la fuerza del mensaje; la denuncia de los «profetas de calamidades» y la búsqueda de unidad entre los cristianos y entre los hombres. Según Pablo VI, este discurso fue «profecí­a para nuestro tiempo».

La primera sesión del Concilio evidenció el rumbo inesperado de apertura del Vaticano II, la necesidad de reducir el número de esquemas (de 70 se pasó a 20 y luego a 16) y la importancia de los peritos, que acudieron para asesorar a los obispos. Estos últimos trabajaron en grupos reducidos, dieron conferencias y redactaron intervenciones. Fueron, en definitiva, auténticos catequistas de los obispos.

Juan XXIII sólo conoció en vida la primera sesión. Al morir en junio de 1963, fue elegido rápidamente papa Giovanni Montini, que tomó el nombre de Pablo VI. Lógicamente propuso en el discurso de apertura de la segunda sesión (29.9.1963) dos temas centrales: la Iglesia ad intra y la Iglesia ad extra. En la tercera sesión se notó un grado notable de madurez episcopal. Creció la libertad de opinión en los dos grupos, de la mayorí­a y minorí­a, hubo confrontaciones entre sí­ e incluso se manifestaron tensiones a propósito de algunas cuestiones. La cuarta sesión comenzó con el anuncio papal de la creación del Sí­nodo de Obispos, cuyos miembros serí­an nombrados por las conferencias episcopales. Siguieron las discusiones de diversos esquemas.

Después de 168 congregaciones generales el Concilio concluyó con la promulgación de 16 documentos (4 constituciones, 9 decretos y 3 declaraciones). Los últimos dí­as fueron pródigos en acontecimientos: despedida de los observadores no católicos con una celebración conjunta (6 de diciembre), «levantamiento de la excomunión» mutua entre Roma y Constantinopla del año 1054 (7 de diciembre) y acto final en la plaza de san Pedro (8 de diciembre) con mensajes dirigidos a diversos grupos cualificados.

2. El mensaje del Concilio
a) La teologí­a conciliar
Lo que caracteriza a un concilio es, en definitiva, su mensaje. El Vaticano II trató de renovar el mensaje cristiano desde una triple exigencia: retorno a las fuentes de la palabra de Dios y de la liturgia, cercaní­a a la realidad social del mundo y revisión profunda de la Iglesia como pueblo de Dios. En sí­ntesis, aportó una nueva vivencia de Iglesia en el Espí­ritu de Cristo y del evangelio, para el servicio del mundo, en aras del reino de Dios. Dicho de otro modo, el propósito del Concilio fue situar a la Iglesia «sub Verbo Dei» o como «oyente de la palabra de Dios» y en diálogo con el mundo. Para realizar esta tarea, el Vaticano II pasó del «bastón a la misericordia» (justo al revés de Gregorio XVI en 1830), de los «profetas de calamidades» que condenan el mundo a los servidores utópicos en la sociedad y de la formulación inalterable de las verdades a una nueva remodelación del mensaje cristiano «preferentemente pastoral» (Juan XXIII).

Así­ como los dos concilios anteriores (Trento y Vaticano 1) hicieron teologí­a de un modo abstracto, preocupados por las definiciones precisas, claras y universales, el Vaticano II emplea un lenguaje bí­blico, patrí­stico y simbólico, es decir, pastoral. Es un lenguaje que inspira, edifica e interpela. En el discurso inaugural del concilio, Juan XXIII puso de relieve la importancia «de un magisterio de carácter preferentemente pastoral». La dimensión pastoral de Vaticano II se advierte en todos sus documentos centrales y en el mismo desarrollo de las discusiones, desde el examen del esquema sobre las «fuentes de la revelación» a la denominación de Gaudium et spes como constitución «pastoral». Esta dimensión se verificó en aspectos importantes como la nueva conciencia eclesial, la renovación de vida cristiana y el diálogo con el mundo, las Iglesias no católicas y las religiones no cristianas.

Al comienzo del Concilio, los obispos no sabí­an bien cómo empezar y qué podrí­a ocurrir en el aula. Pero a lo largo de las cuatro sesiones se notó una gran evolución hacia una Iglesia colegial, comunitaria, dialogante con otras Iglesias y abierta al mundo. En definitiva, el Concilio fue obra colectiva de la Iglesia entera. «El programa del concilio -escribe A. Acerbi- no consistió en hacer nuevas declaraciones dogmáticas, sino una reflexión global, en una lí­nea pastoral, de la misión de la Iglesia y de sus formas de actuación frente a la situación concreta del hombre y de la sociedad mundial de nuestro (mejor dicho, de su) tiempo» (Concilium 166, 1981, 435).

En la constitución apostólica Sacrae disciplinae leges de Juan Pablo II, mediante la que se presentó el nuevo Código de Derecho Canónico de 1983, se afirma que los elementos más caracterí­sticos del Vaticano II son la Iglesia como pueblo de Dios y «comunión», la autoridad jerárquica como servicio, la participación de todos sus miembros en la triple misión de Cristo (sacerdotal, profética y real) y el empeño de la Iglesia en el ecumenismo. En definitiva el Concilio se propuso rejuvenecer la Iglesia, alentar la esperanza, impulsar el compromiso y dar cabida a la misericordia.

b) La Iglesia «ad intra»
En ví­speras del Vaticano II la Iglesia católica necesitaba una doble reforma para resolver los dos contenciosos que tení­a con el mundo moderno y con las Iglesias protestantes. De una parte se necesitaba un giro profundo en las relaciones ecuménicas y de otra era imprescindible reconciliarse con el mundo y ponerse a su servicio. Para cumplir estas dos exigencias era necesario asimismo reformar la Iglesia desde un punto de vista pastoral, a juzgar por los problemas que tení­a planteados: alianza con los poderes y poderosos en régimen de cristiandad; curia vaticana burocratizada, autoritaria y centralizadora; liturgia oficial congelada; dogmatismo a ultranza y moral rí­gida; distanciamiento con las otras Iglesias y desconfianza del ecumenismo; uniformidad pastoral y occidentalización del pensamiento cristiano.

Al mismo tiempo habí­an surgido diversos movimientos católicos de renovación. Sin embargo, esta renovación no se habí­a mostrado del mismo modo en todos los paí­ses y en todos los ámbitos. Incluso se podí­an detectar antes del concilio -opina G. Alberigo- «sí­ntomas manifiestos de un malestar profundo y extendido, producido por un retraso histórico cada vez más insoportable» (La recepción del Vaticano II, 34).

El principal objetivo del Vaticano II consistió en reformar la Iglesia para convertirla en un instrumento pastoral más eficaz respecto del mundo contemporáneo. Este reajuste se denominó aggiornamento. Juan XXIII, al inaugurar el Concilio (11.10.1962), expresó la necesidad de introducir «oportunas correcciones» en la Iglesia, de acuerdo «a las exigencias actuales y a las necesidades de los diferentes pueblos». Pablo VI, al comenzar la segunda sesión del Vaticano II (29.9.1963), manifestó que es «deseo, necesidad y deber de la Iglesia darse finalmente una más meditada definición de sí­ misma».

La constitución Lumen gentium es la «Charta magna» del Vaticano II, aunque, de hecho, todos los documentos conciliares abordan de un modo u otro el misterio de la Iglesia. La eclesiologí­a es el centro del Vaticano II. «Se ha dicho -escribe el cardenal Suenens- que, al invertir el capí­tulo, inicialmente previsto como tercero, para ponerlo como segundo, es decir, tratar primero del conjunto de la Iglesia como pueblo de Dios y a continuación de la jerarquí­a como servicio a este pueblo, hemos hecho una revolución copernicana» (Concilium 60 bis, 1970, 185). Algunos teólogos (M. Schmaus, P. Smulders, H. Mühlen, etc.) consideran que la decisión dogmática más importante del Concilio ha sido la de designar a la Iglesia sacramento de salvación. Y. Congar piensa que los grandes temas eclesiológicos del Concilio son «sacramento de salvación», «pueblo de Dios», «jerarquí­a-servicio», «colegialidad» e «Iglesia particular». Las afirmaciones eclesiológicas conciliares más importantes son éstas: la Iglesia se entiende en clave de comunión, es «el pueblo de Dios», es «sacramento universal de salvación», está en función del mundo y es Iglesia local y universal.

El campo teológico más discutido en la primera etapa del posconcilio ha sido el de la eclesiologí­a. Poco después de la conclusión del Concilio en 1965 se afirmó, con razón, que se habí­a producido una nueva conciencia o imagen de la Iglesia como consecuencia de profundas transformaciones en la eclesiologí­a. Posteriormente los teólogos conservadores pretenden rebajar la importancia eclesiológica del Vaticano II, con objeto de no ensombrecer los aportes del Vaticano I. Pero en general, incluso los teólogos más conservadores, todos reconocen el significado eclesial del Concilio.

Este mensaje eclesial se encuentra, sobre todo, en las cuatro constituciones, de las cuales dos son «dogmáticas» (Lumen gentium y Dei Verbum), una «pastoral» (Gaudium et spes) y otra denominada simplemente «sobre la sagrada liturgia» (Sacrosanctum concilium), que en realidad también es pastoral. Del estudio de las cuatro constituciones del Vaticano II se desprende que la Iglesia es entendida por el Concilio como pueblo de Dios (Lumen gentium) que vive en comunión de fe (Dei Verbum), de culto (Sacrosanctum concilium) y de servicio (Gaudium et spes). El tí­tulo de la relación final del cardenal Daneels, aprobada en el segundo sí­nodo extraordinario de 1985, convocado para evaluar el Vaticano II a los veinte años de su celebración, resume dichas constituciones y el mensaje del Concilio con esta fórmula lapidaria: «La Iglesia (LG), bajo la palabra de Dios (DV), celebra los misterios de Cristo (SC) para la salvación del mundo (GS)» («Ecclesia, sub Verbo Dei, mysteria Christi celebrans, pro salute mundi»). Visto de otro modo, las constituciones sobre la palabra de Dios y la liturgia giran en torno a las fuentes de la fe, en tanto que las otras dos, referidas a la Iglesia, contemplan la fe ad intra, es decir, en el mismo pueblo de Dios, y ad extra, a saber, en el mundo.

c) La Iglesia «ad extra»
En el discurso de apertura de la segunda sesión (29.9.1963), afirmó Pablo VI que el Concilio «tratará de tender un puente hacia el mundo contemporáneo… Que lo sepa el mundo: la Iglesia lo mira con profunda comprensión, con sincera admiración y con sincero propósito, no de conquistarlo, sino de servirlo; no de despreciarlo, sino de valorarlo; no de condenarlo sino de confortarlo y salvarlo». Recordemos que el mundo era en los catecismos preconciliares uno de los enemigos del alma. En el último discurso de Pablo VI para clausurar el Concilio (7.12.1965), afirmó el Papa que el Vaticano II «ha tenido vivo interés por el estudio del mundo moderno». Junto a la palabra mundo, el Concilio ha pronunciado repetidas veces los términos «sociedad» e «historia». «Tal vez nunca como en esta ocasión -dijo Pablo VI en el citado discurso-ha sentido la Iglesia la necesidad de conocer, acercarse, comprender, penetrar, servir y evangelizar a la sociedad que la rodea y de seguirla; por decirlo así­, de alcanzarla en su rápido y continuo cambio». Efectivamente, por primera vez un concilio ha tenido en cuenta la realidad concreta de la historia en la sociedad y en el mundo.

El Vaticano II sitúa a la Iglesia en el mundo, no fuera del mismo, de tal modo que hace suyas las aspiraciones de la humanidad, acepta la autonomí­a de las realidades temporales y dialoga con la cultura moderna. Evidentemente el mundo del Concilio era sobre todo, aunque no exclusivamente, el de la modernidad y la ilustración. De hecho, la constitución Gaudium et spes favoreció un cambio profundo de relaciones entre la Iglesia y el mundo al superar la actitud católica antimodernista. Precisamente después del Concilio han surgido las comisiones Justicia y paz con la preocupación de promover a los católicos en la justicia social y en la liberación. También ha ganado vitalidad la «doctrina social de la Iglesia», más diversificada, dialogante e involucrada en problemas como la discriminación racial, los derechos humanos y la corrupción a todos los niveles. A partir de Gaudium et spes, la fe aparece junto a la justicia, ha crecido la opción por los pobres y se ha impulsado la paz.

3. La recepción del Concilio
La eficacia de un concilio depende de su recepción, fase que sucede a su celebración. Precisamente a causa de la recepción, adviene después de cada concilio un periodo más o menos largo en el que se rechazan, silencian o asimilan las conclusiones formuladas. El Vaticano II ha producido diversas reacciones. Su recepción no ha sido idéntica en todas partes ni en todos los ámbitos cristianos.

a) Actitudes de rechazo
Según G. Alberigo, existe «una minorí­a agresiva que continúa interesándose por el Concilio para reducir su alcance y para denunciar sus efectos negativos. Paradójicamente, parecerí­a que el Vaticano II hubiera suscitado una oposición aguerrida, sin encontrar, en cambio, defensores convencidos» (La recepción del Vaticano II, 18). La interpretación restringida del Vaticano II es propia de obispos pertenecientes a la minorí­a conciliar conservadora, de teólogos afines a las posiciones de la curia inmovilista y de movimientos fundamentalistas alejados de la renovación conciliar.

Los conservadores cismáticos no admiten las conclusiones del Vaticano II porque, según ellos, es concilio contrario a la tradición; por tanto no obliga. Los conservadores algo más ortodoxos, pero radicalmente fundamentalistas, afirman que no es un concilio dogmático sino pastoral; por tanto lo juzgan no vinculante. Finalmente, los conservadores nostálgicos objetan que el posconcilio ha sido un desastre a causa precisamente de las decisiones conciliares. La actitud más significativa de oposición radical al Vaticano II ha sido la de M. Lefébvre, cuyo pensamiento, actitud y decisiones le acarrearon en 1988 la excomunión. Prácticamente declaró herejes a Pablo VI y Juan Pablo II, juzgando asimismo que la Iglesia estaba, desde la muerte de Pí­o XII, en situación de «sede vacante».

a) Actitudes de aceptación
El Concilio ha sido recibido favorablemente por la mayorí­a de los católicos, pero no del mismo modo. Podemos hablar de tres tipos de aceptación.

En primer lugar, algunos teólogos progresistas y movimientos contestatarios de base creen que el Vaticano II, ligado a un momento histórico, comienza a estar superado; es un Concilio obsoleto. Es la posición definida en la expresión: «por fidelidad al concilio, superar el Concilio», que equivale a la aceptación del espí­ritu del Concilio superando su letra. En el fondo de esta concepción aparece la tesis de que el cristianismo posconciliar debe releer la fe a la luz de los signos de los tiempos que el evangelio descubre en el mundo. Algunos consideraron que el Concilio representó un esfuerzo enorme de la Iglesia para acomodarse al mundo europeo y noratlántico burgués, pero que al mismo tiempo dio una falsa idea de la justicia, por ausencia de radicalismo, y que en definitiva incrementó el poder de los obispos frente al papa y la curia. Con todo, no es fácil dar nombres y textos que defiendan con claridad esta postura.

En segundo lugar, hay católicos para los cuales el Vaticano II ha sido un acontecimiento necesario, importante y transcendente en la vida de la Iglesia, que ha operado un cambio profundo en la comprensión de la acción pastoral y en ciertas doctrinas teológicas. Pertenecen a este grupo teólogos progresistas y movimientos de base renovadores. De ordinario apelan constantemente al espí­ritu del Concilio, que se revela en su convocación, en el modo de su realización, en sus cuatro grandes constituciones y en algunas decisiones pastorales en relación a la escucha de la palabra de Dios (primer magisterio), a una vida cristiana en comunión de fe (no de costumbres rituales), al examen de los signos de los tiempos (sin la peligrosa «fuga mundi»), a la unidad de todos los cristianos (ecumenismo práctico), al diálogo con todo hombre de buena voluntad (sin anatemas) y a una llamada a la libertad de los hijos de Dios (sin sometimientos humillantes). Piensan que en el posconcilio se ha frenado la puesta en práctica de la reforma conciliar de la Iglesia.

Finalmente, hay católicos reticentes al Vaticano II, tanto en posiciones personales como en agrupaciones neoconservadoras. Muchos de ellos son nostálgicos de la Iglesia de Pí­o XII. En el fondo no aceptan ciertos postulados del Concilio, aunque se declaran obedientes a la jerarquí­a. Del punto de vista teológico les preocupa la continuidad del Vaticano II con el Vaticano 1, el primado indiscutible del papa, la exaltación de la tradición, el mantenimiento de la continuidad y la tesis de la verdad total de la Iglesia católica.

Otros aceptan el Vaticano II pero rechazan el desarrollo del posconcilio. Son los «centristas» que creen poseer la interpretación única y oficial del Vaticano II. Descartan la postura de los integristas cismáticos, como es el caso de Lefébvre -sin detenerse demasiado en esta crí­tica-, y no admiten ciertas afirmaciones propias de cristianos o teólogos progresistas. A los cinco años de terminado el Concilio ya se alzaron voces de alerta ante los riesgos del aggiornamento de la Iglesia, al destacar su excesivo servicio en la sociedad. Recordemos que algunos intelectuales o teólogos reformadores antes del Concilio (como J. Maritain, J. Danielou, H. de Lubac, H. U. von Balthasar, J. Ratzinger, etc.), se moderaron posteriormente, quizá a causa de la excesiva secularización del cristianismo noratlántico, a ciertas aplicaciones conciliares que creyeron exageradas y a la pérdida de prestigio y de poder de la Iglesia.

c) El posconcilio
A raí­z del Vaticano II se logró en un plazo breve una nueva concepción de la Iglesia como pueblo de Dios y del ministerio como servicio al pueblo. Despertó una gran ilusión la reforma litúrgica, plenamente aceptada por el pueblo, se intensificaron los contactos ecuménicos, la curia romana se hizo más internacional, comenzaron a renovarse los seminarios, hubo un gran impulso del laicado, la Iglesia se abrió casi de repente a la sociedad y al mundo de los pobres y la teologí­a mostró una gran vitalidad.

Cabe preguntarnos hoy, después de veinticinco años posconciliares, en qué medida ha habido en la Iglesia profunda renovación o, si se quiere, innovación. Según el mismo Concilio (SC 23), las denominadas innovaciones son posibles, pero deben ser introducidas en la Iglesia con infinidad de cautelas. Las evaluaciones eclesiológicas o eclesiales dependen hoy, un cuarto de siglo después de clausurado el Vaticano II, del modo de valorar el Concilio o del juicio que se da a la evolución o a la involución eclesial. Lo que no cabe duda es que el Vaticano II ha provocado una mutación fundamental y sorprendente en la Iglesia, en el sentido de exigir un cambio profundo de su conciencia y de su misión.

Después del Concilio se han desarrollado algunas etapas caracterizadas de diversas maneras. H. J. Pottmeyer distingue dos perí­odos: la fase de exaltación, «dominada por la impresión inmediata de que el concilio era un acontecimiento liberador», en el sentido de que el Vaticano II fue «un nuevo comienzo absoluto»; y la fase de la decepción o, según otros, «de la verdad», en la que «se descubrió con decepción el peso de la inercia de una institución» que se resiste a cambiar (La recepción del Vaticano II, 56). En la primera fase se acentúan los textos conciliares más reformadores; en la segunda se ponen de relieve los pasajes más conservadores. Actualmente asistimos a una tercera fase, señalada por unos como estabilización y por otros como involución. Los conservadores enjuician negativamente los resultados del Concilio en la Iglesia: confusionismo de la fe como consecuencia del pluralismo teológico y pastoral; disminución de la práctica religiosa; escasez de vocaciones sacerdotales y religiosas; secularizaciones en el clero; ejercicio indebido de algunos consejos en la democratización de la Iglesia; debilitación de la autoridad del papa y de los obispos; aumento de matrimonios mixtos; mesianismo terreno y permisividad sexual.

Por el contrario los progresistas sostienen que el Concilio ha favorecido la participación litúrgica; hay en la Iglesia menos clericalismo y más cooperación y cogestión de los laicos; han disminuido las luchas confesionales y ha crecido el ecumenismo; se valoran de un modo más correcto las religiones no cristianas; hay solidez misional; se advierte una nueva presencia de la Iglesia en el mundo y se tiende a superar el eurocentrismo de la Iglesia. Las dos posiciones parecen antagónicas.

El Segundo sí­nodo extraordinario de 1985 fue convocado por Juan Pablo II para valorar «las consecuencias del Vaticano II», celebrado 20 años antes (1962-1965). Ahí­ se aceptó al Vaticano II «como una gracia de Dios y un don del Espí­ritu Santo», tanto para la Iglesia como para la sociedad. El segundo Sí­nodo se pronunció por una voluntad de renovación, dentro de la continuidad con la tradición.

BIBL. – G. ALBERIGO (ed.), Historia del Concilio Vaticano II, vol. I, Sí­gueme, Salamanca 1999; G. ALBERIGO – J. P. JOSSUA (eds.), La recepción del Vaticano II, Madrid, 1987; Y. CONGAR, Vatican II. Textes et Commentaires des Décrets Conciliaires, 18 vol., Parí­s, 1966 s. (traducidos en parte por Taurus, Madrid); Facultad de Teologí­a de Vitoria, Balance del Concilio Vaticano II a los veinte años, Vitoria, 1985; C. FLORISTíN, Vaticano II, un concilio pastoral, Salamanca, 1990; C. FLORISTíN – J. J. TAMAYO (eds.), El Vaticano II, veinte años después, Madrid, 1985; J. GROOTAERS, De Vatican 11 á Jean-Paul 11, le grand tournant de 1’Eglise Catholique, Parí­s, 1983; R. LATOURELLE (ed.), Vaticano 11. Balance y perspectivas, Salamanca, 1989; J. LECLERCQ, Vatican II, un concile pastoral, Bruxelas, 1966; G. MARTELET, Les idées matresses de Vatican II. Introduction á 1’esprit du Concile, Parí­s, 21985; J. L. MARTíN DESCALZO, El Concilio de Juan y Pablo. Documentos pontificios sobre la preparación, desarrollo e interpretación del Vaticano 11, Madrid, 1967; R. LATOURELLE (ed.), Vaticano 11: balance y perspectivas. Veinticinco años después (1962-1965), Salamanca, 1989; P. POUPARD, Le concile Vatican 11, Parí­s, 1983; J. THOMAS, Le Concile Vatican 11, Parí­s, 1989.

Casiano Floristán

Vicente Mª Pedrosa – Jesús Sastre – Raúl Berzosa (Directores), Diccionario de Pastoral y Evangelización, Diccionarios «MC», Editorial Monte Carmelo, Burgos, 2001

Fuente: Diccionario de Pastoral y Evangelización

SUMARIO: I. Introducción.-II. Teocentrismo trinitario del Vaticano II.-III. Presentación pastoral del misterio de Dios.-IV. La teologí­a trinitaria del Vaticano II.-V. La Iglesia, Familia de Dios.-VI. Conclusión.

I. Introdución
El Vaticano II encontró un terreno abonado a la hora de presentar el «misterio de Dios», en la labor que habí­an realizado los distintos «movimientos» («bí­blico», «litúrgico», «teológico», «ecuménico», «pastoral»…). Todos estos «movimientos» tuvieron en común la recuperación, con el retorno a las fuentes, del Misterio adorable de la SS. Trinidad como hontanar de salvación y de esperanza para el hombre y como «clave de bóveda» de todos los misterios cristianos. Los temas centrales de estos «movimientos» cristalizaron en la «nueva teologí­a», que tuvo como «centro» que «concentraba» y «articulaba» todos los misterios cristianos, el «protomisterio» de la SS. Trinidad.

Es cierto que el Vaticano II fue el Concilio de la «Iglesia», del «hombre», de la «liturgia», de la «revelación», del «ecumenismo»… Pero no es menos cierto que el Vaticano II fue el Concilio de Dios-Trinidad. Y precisamente porque el Concilio abordó en profundidad los misterios fundamentales de nuestra fe cristiana, trató de anclarlos en el MISTERIO adorable de la SS. Trinidad.

He aquí­ el objeto de esta reflexión: mostrar la vertiente teocéntrico-trinitaria del Vaticano II.

II. Teocentrismo trinitario del Vaticano II
El carácter teocéntrico del Vaticano II aparece manifiesto en toda la trayectoria del mismo, desde su fase antepreparatoria. En el Mensaje de los Padre conciliares al mundo, recién estrenado el Concilio, aparece la intención expresa de manifestar a los hombres el genuino rostro de Dios: «nos esforzaremos en manifestar a los hombres de estos tiempos la verdad pura y sincera de Dios, de tal forma que todos la entiendan con claridad y la sigan con agrado»‘.

Del carácter téocéntrico-trinitario del Vaticano II son exponente también las palabras de Pablo VI en la clausura del mismo. El Papa Montini reconoce que el Vaticano II se ha celebrado en una época en la que parece que Dios y la religión hayan quedado arrumbados ante la afirmación presuntuosa del hombre. Pablo VI, sin embargo, reconoce que el Concilio ha tratado de acentuar el misterio de Dios como el soporte de un auténtico humanismo: «En este tiempo se ha celebrado este Concilio a honor de Dios, en el nombre de Cristo, con el í­mpetu del Espí­ritu Santo… La concepción teocéntrica y teológica del hombre y del universo… se ha erguido en este Concilio en medio de la humanidad con pretensiones que el juicio del mundo calificará primeramente como insensatas, pero que luego, así­ lo esperamos, tratará de reconocerlas como verdaderamente humanas…, a saber: que Dios sí­ existe, que es real, que es viviente, que es personal, que es providente, que es infinitamente bueno; más aún, no sólo bueno en sí­, sino inmensamente bueno para nosotros, nuestro creador, nuestra verdad, nuestra felicidad…».

Pero lo que interesa resaltar es el modo como el Concilio ha tratado el tema de Dios. En las comunicaciones de los obispos y Centros Teológicos, en las fases antepreparatoria y preparatoria, salvo raras excepciones, se piensa en la presentación del misterio de Dios no como misterio deslumbrante que humilla y anonada, ni siquiera en la Trinidad en sí­ misma como lo hicieron los Concilios trinitarios de los primeros siglos; se quiere que el Concilio trate de la SS. Trinidad en su dimensión económico-salví­fica.

a) Unos creen que el Concilio ha de arrancar de la SS. Trinidad como principio y meta final de todo lo creado y, en concreto, del ser humano. Dios (el Padre) es el prinicipio original y el término final de todo, «la Patria y el Hogar» definitivos del hombre. Cristo actúa como Mediador en la realización del designio, del Padre. Y el Espí­ritu Santo como impulsor del proyecto del Padre realizado por el Hijo hacia la consumación de in domo Patris.
b) Quienes piensan que el Concilio debe tener un acento fundamentalmente antropocéntrico, insisten en ver al hombre teológicamente o en la economí­a trinitaria: hijo del Padre, concorpóreo de Cristo y templo del Espí­ritu Santo.

c) Pero, sobre todo, para quienes el tema central del Concilio ha de ser la Iglesia, ésta es contemplada en su dimensión teándrica o en sus relaciones con las divinas personas: Pueblo de Dios (Padre), Cuerpo de Cristo y Templo del Espí­ritu Santo.

III. Presentación del misterio de Dios
La dirección pastoral que se querí­a imprimir al Concilio motivó el abandono, dentro de la reducción y simplificación de los esquemas, de un estudio expreso sobre el misterio de Dios. Más que a una reafirmación de la esencia y atributos del ser divino y de su ontologí­a trinitaria, el Concilio querí­a mostrar el rostro amoroso de Dios, que se abre a los hombres en Cristo y en el Espí­ritu y establece con ellos unas relaciones familiares y personales.

No todos los Padres, sin embargo, estuvieron de acuerdo con esta forma pastoral que ofrecí­an los Esquemas. Acostumbrados a la manera de estudiar el misterio trinitario «more scholastico», presentaron sus reparos a la forma «funcional» que ofrecí­a el esquema «De Ecclesiae mysterio» : «Debe procederse con cautela en esta estructura de la eclesiologí­a trinitaria, con el fin de que nadie aplique erróneamente las nociones de propiedad y apropiación en las divinas personas, cuando se afirma que la unión social de la Iglesia se constituye conforme al modelo de las divinas Personas».

La Comisión doctrinal salió al paso a estos escrúpulos, ofreciendo el criterio que orientaba el tratamiento del tema trinitario: «Desean algunos Padres que se haga una distinción más ní­tida entre aquello que, en las divinas personas, es propio o apropiado. Para evitar discusiones el texto habla simplemente a tenor de las palabras que, tanto en la Escritura como en los Sí­mbolos de la fe, y en los Concilios, por doquier se emplean. No parece necesario entrar en más explicaciones sobre la SS. Trinidad. De sobra es sabido que, en san Pablo, sobre todo Ef 1, la revelación de la salvación por medio de la Iglesia, se ofrece de acuerdo con la obra (munus) respectiva de las tres Personas»‘.

Esta respuesta ofrecí­a la clave para entender la óptica en la que se situó el Concilio a la hora de estudiar el tema trinitario: a) se elude hablar de la SS. Trinidad como misterio en sí­; b) se la muestra como se reveló en la historia, en categorí­as relacionales y personales; c) se evoca, en concreto, a san Pablo, quien presenta a las divinas personas deuna manera funcional en su actuar respectivo y distinto.

Toda la doctrina conciliar, de hecho, ha quedado situada en esta clave trinitario-económica. No menos de cincuenta son las ocasiones en las que aparecen conjuntamente las tres personas en los diversos documentos conciliares en función de la salvación del hombre’. He aquí­ algunos botones de muestra:
1) La revelación divina viene presentada en la DV no en una forma conceptual, como aparecí­a en el primer esquema, sino como un diálogo de amor de Dios con el ser humano, encaminado a la autodonación del Padre a los hombres, por Cristo, su Palabra encarnada, y en el Espí­ritu, que hace comprender y saborear el designio divino, haciéndolo realidad en el hombre (DV 2).

2) La Iglesia, de igual forma, es contemplada en clave de comunión con las divinas personas: es el «misterio» que surge del designio de amor de Dios (el Padre) que quiso hacer partí­cipes a los hombres de su propia vida, hechos uno en Cristo por la acción del Espí­ritu. Al participar la vida misma de la SS. Trinidad, la Iglesia viene a ser «como un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espí­ritu Santo» (LG 4, 2), con la misión de reunir a todos los hombres «en el Pueblo de Dios, Cuerpo del Señor y Templo del Espí­ritu Santo» (LG 17).

3) Dadas estas relaciones personales y familiares (cf. Ef 2, 19) con las divinas personas, la Iglesia está llamada a transcender el espacio y el tiempo: tiene un destino escatológico: «Nacida del amor del Padre eterno, fundada en el tiempo por Cristo Redentor, reunida en el Espí­ritu Santo, la Iglesia tiene una finalidad escatológica y de salvación, que sólo en el siglo futuro podrá alcanzar plenamente» (GS 40, 2).

4) En razón de su destino escatológico, la Iglesia se constituye como «comunidad cristiana, integrada por hombres que, reunidos en Cristo son guiados por el Espí­ritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre» (GS 1). Y, alentada por el Espí­ritu, se reúne en torno a Cristo, presente en la liturgia, para celebrar en esperanza su entrada definitiva «en la casa del Padre» (cf. SC 1-12; 47-48).

5) Reconociendo su misión de «ministros de la Trinidad», el Concilio pide a los clérigos que, ya desde su ingreso en el seminario «aprendan a vivir en trato familiar y asiduo con el Padre por su Hijo Jesucristo en el Espí­ritu Santo» (OT 8, 1). A todos los cristianos, igualmente, les amonesta a que el parentesco que tienen con las divinas personas lo vivan en comunión con el Padre, por el Hijo en el Espí­ritu Santo, ya que «cuanto más estrecha sea su comunión con el Padre, el Verbo y el Espí­ritu, más í­ntimamente y más fácilmente podrán aumentar la mutua hermandad» (UR 7, 3).

6) El carácter pastoral del Vaticano II ha conducido a éste a centrar su atención en el ser humano. El hombre, sin embargo, que ha contemplado el Vaticano II es el hombre en el plan divino «llamado, como hijo a la comunión con Dios y a la participación de su felicidad» (GS 21, 3); el hombre creado en Cristo y animado y vivificado por el Espí­ritu Santo (LG 3-4). El Vaticano II, en efecto, ha respondido satisfactoriamente al propósito manifestado por los Padres conciliares en su Mensaje al mundo de presentar el genuino rostro de Dios, tal y como se nos ha revelado en Cristo: el Padre, el Hijo y el Espí­ritu Santo.

IV. La teologí­a trinitaria del Vaticano II
1. El carácter teocéntrico trinitario del Concilio es manifiesto. Ningún Concilio en la historia se ocupó del Dios cristiano en el modo y medida que lo ha hecho el Vaticano II. Pero veamos en dónde radica la originalidad del Vaticano II.

En tanto que en el «Schema constitutionis dogmaticae de doctrina catholica contra multiplices errores ex rationalismo derivatos…» (cap. XIII) del Vaticano I, y en el Schema de deposito fidei puye custodiendo (cap. 2, De Deo), preparado por la Comisión teológica para ser estudiado por el Vaticano II, existí­a una preocupación de tipo apologético por el «en sí­» de Dios, el Vaticano II, dando por supuesta la ontologí­a trinitaria, ha situado a la SS. Trinidad en el marco de la economí­a salví­fica. Este enfoque general trajo como consecuencia una presentación económica de la SS. Trinidad, de suerte que las personas divinas son constantemente evocadas según su «orden» o acción respectiva en la historia de la salvación. Esta óptica es una constante en todos los documentos conciliares, salvo raras excepciones, en las que aparecen expresiones más esencialistas o estáticas.

Con ello el Concilio ha conectado con la más pura tradición bí­blica y patrí­stica, sobre todo oriental, que ha contemplado siempre el actuar trinitario «ad extra» según el orden de sus procesiones. Esta visual aparece con especial relieve en la LG, que es el hilo conductor de toda la doctrina conciliar. El Vaticano II por tanto, no nos ha dicho quién es el Padre en sí­ mismo, pero nos ha manifestado su relación «paternal» con el hombre. Tampoco ha entrado en el estudio del constitutivo ontológico de Cristo, pero sí­ nos lo ha mostrado en su función soteriológica: Cristo es el «Camino» que nos conduce al Padre; «Verdad» que esclarece el enigma de la existencia humana y todas las contradicciones a las que está sujeta; y «Vida» eterna para el hombre (cf. 1 Jn 14, 6; cf. GS 22). Como tampoco se ha parado el Concilio a describirnos el ser misterioso del Espí­ritu Santo, en el interior de la Trinidad, si bien nos ha ofrecido, como ningún otro Concilio, la dimensión funcional del Pneuma en la Iglesia. El Vaticano II, en otras palabras, ha sacado a la SS. Trinidad de su olí­mpico aislamiento», al que lo habí­an relegado en buena medida teólogos y pastores y lo ha acercado al hombre como su «humus» vital.

2. La doctrina trinitaria del Vaticano II es necesario situarla a un nivel de teologí­a bí­blica’. Las palabras citadas de la Comisión doctrinal «de acuerdo con la obra (munus) respectiva de cada una de las divinas personas» revelan la intención de la misma de mostrar el misterio trinitario en clave funcional. Al situar a la SS. Trinidad en el marco de la teologí­a bí­blica, de los sí­mbolos de la fe y de los Concilios, el Vaticano II ha tomado postura indirectamente frente a una abusiva conceptualizacióndel «misterio» y, más en concreto, del misterio medular de nuestra fe, la SS. Trinidad.

El Dios que nos muestra el Vaticano II es el Dios que en el AT se abre y se acerca al hombre, camina codo a codo con él y culmina, en el máximo grado de su cercaní­a, enviando a su propio Hijo al mundo y, por él, al Espí­ritu de ambos, en quien esta presencia espacio-temporal del Verbo adquiere una nueva dimensión metahistórica. Dios, el totalmente «Otro», se hace, en Cristo y en el Espí­ritu, el totalmente presente al hombre, de una forma «personal» (distinta de la relación causal), entablando unas relaciones personales con los hombres.

3. a) El Dios que nos muestra el Vaticano II es el Padre, fundamento del ser del hombre, que lo ha creado y lo ha constituido inteligente y libre (cf. GS 21, 3) y, todaví­a más, lo ha llamado a entablar unas relaciones personales con él (cf. AG 13, 2), en calidad de hijo suyo (cf. GS 20, 1; 21, 3; LG 2, 3; AG 2). En la plenitud de los tiempos, movido de su amor a los hombres (cf. PO 22, 2; LG 2; GS 38; 45, 1; etc.), envió a su propio Hijo, no para condenar a los hombres sino para descubrirles la intimidad de Dios (cf. DV 4, 1): que Dios «es amor» (cf. LG 42, 1). Y así­ los hombres, liberados del pecado (cf. GS 22, 3; LG 4, 1; 7, 1; 8, 4; ctc.) entran en comunión con el Padre y con el Hijo, en el Espí­ritu (cf. DV 1), en una vida eterna.

b) Es el Hijo. La condición «personal» del Hijo viene descrita en los documentos conciliares con trazos ní­tidos (cf. LG 7, 1; 41. 1; GS 22, 2; 41, 1; etc.). En cuanto Hijo de Dios e «imagen de Dios invisible», es el «enviado del Padre» (cf. LG 3; 13; 17; DV 4, 1; AG 3, 2; etc.). En cuanto hombre, es el «hombre perfecto», que se ha hecho en todo semejante a los hombres menos en el pecado (cf. GS 22, 2). Y en cuanto Dios-Hombre, es «el ejemplar, maestro, liberador, salvador y vivificador» (cf. AG 8).

c) Para el Vaticano II, al igual que para la Iglesia primitiva, el Espí­ritu es un «Tercero» en la comunidad de las personas divinas; «alguien» que ha sido enviado por el Hijo de parte del Padre (cf. AG 4); habita en la Iglesia y en cada uno de los cristianos (cf. LG 4, 1; 9, 2), en quienes es principio de vida (cf. LG 4, 1; 7, 7; 9, 2; 11, 2) y de unidad (cf. LG 4, 1; 7, 7). El Pneuma atestigua el parentesco de la Iglesia con el Padre (cf. LG 4, 1), la conduce, enriqueciéndola con diversos dones jerárquicos y carismáticos y la impulsa a anhelar la unión consumada con el Padre y el Hijo in domo Patris (cf. LG 4, 1; AG 4).

El Vaticano II, por tanto, nos ha presentado a la Santí­sima Trinidad, no como un misterio nebuloso, lejano y sin incidencia real en la vida humana, sino como lo más cercano al hombre: el hontanar del que surge y vive la Iglesia y cada uno de los hombres. Padre, Hijo y Espí­ritu Santo no son tres nombres hueros y vací­os de contenido, sino, como lo ponen de relieve la Escritura, los sí­mbolos de la Fe y los Concilios, son las tres personas en las que se despliega el ser divino como comunidad de amor, constituyendo una Familia, la Familia original, que ha querido asociar a los hombres a su misma vida de comunión familiar. El Padre es «nuestro Padre». El Hijo es el «primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8, 29) y el Espí­ritu Santo, el Amor, en quien el hombre es como asumido por el Hijo hasta el hogar del Padre.

V. La Iglesia, Familia de Dios
1. Varios Padres conciliares, antes y durante las sesiones conciliares, pidieron que se tratara de la Iglesia como «Familia de Dios», en la que la primera persona divina es el Padre; Cristo, el Hijo encarnado, es el «primogénito entre muchos hermanos» y el Espí­ritu Santo, el sensus familiaris13. Presentar a la Iglesia como Familia de Dios vení­a a ser, para estos Padres, la clave para hacerla cercana en el mundo actual, necesitado de una vida de comunión familiar entre todos los hombres. El Concilio, sin embargo, no desarrolló esta lí­nea, asumiendo más bien la de Pueblo de Dios. Eso sí­, la mencionó en la LG (cf. nn. 6, 4; 27, 3; 28, 1; 51, 2). Con un poco más amplitud toca el tema en la GS (cf. nn. 32, 3-5; 40, 1; 42, 1; 92, 3): «Primogénito entre muchos hermanos, Jesucristo constituye, con el don de su Espí­ritu, una nueva comunidad fraterna… que es la Iglesia, en la que todos, miembros los unos de los otros, deben ayudarse mutuamente según la variedad de dones que se les hayan conferido» (GS 32, 4). Mediante la acción del Espí­ritu Santo y el servicio fraterno de los hermanos, la comunidad humana se edifica «como familia amada de Dios y de Cristo hermano» (GS 32, 5). En este número es donde se reconoce paladinamente que la Iglesia es Familia de Dios, porque los hombres, incorporados a Cristo por el bautismo entran en la koinoní­a trinitaria. El hecho de la incorporación a Cristo, según el Concilio, crea un nuevo tipo de relaciones entre las personas divinas y los hombres y estos entre sí­, que bien podemos calificar de familiares. El hombre, en Cristo, entra a formar parte de la Familia divina en calidad de hijo. En Cristo, igualmente, es hermano con el Primogénito entre muchos hermanos (Rom 8, 29), quedando animado por el Espí­ritu, que es y actúa como «espí­ritu de familia», es decir, como principio de vida «familiar»: de amor, de comunión, de servicio al Padre, por Cristo y en Cristo, y a los hombres, también por Cristo y en Cristo, desde el Padre. El Concilio mismo califica al Espí­ritu Santo como «espí­ritu familiar» (cf. GS 42, 4).

2. La condición de la Iglesia como «Familia de Dios», que participa la misma vida de las tres personas es contemplada por el Concilio en su doble vertiente: entitativa y operativa. En el primer caso nos es presentada como ampliación en el tiempo de la misma «koinoní­a trinitaria» (cf. LG 4, 2). En el segundo, consecuencia del primero, en calidad de personas que deben vivir de acuerdo con la nueva existencia que han recibido. La presentación que el esquema De Ecclesia in mundo huius temporis ofrecí­a sobre este particular agradó a los Padres, quienes vieron presentada la vida de comunión de las tres personas como paradigma de las relaciones que deben mediar entre los miembros de la Familia de Dios. Los nn. 16 y 35 de dicho Esquema15 fueron refundidos y desprovistos de términos abstractos («subsistens», «relatio»…) ofreciendo unnuevo número, en el que, sobre la base de las palabras de Jesús en Jn 17, 21-22, presentan la comunión de las divinas personas como ejemplar de la comunión de los hijos de Dios, con las tres personas divinas y entre sí­: «Cuando el Señor ruega al Padre que todos sean uno, como nosotros somos uno (Jn 17, 21-22), abriendo perspectivas cerradas a la razón humana, sugiere una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad» (GS 24, 3).

Este ha sido otro tanto muy positivo que se ha apuntado el Vaticano II en el campo trinitario. Es una consecuencia de la condición de la Iglesia como ampliación en el tiempo de la misma vida de comunión familiar en el amor, que media entre las tres personas. Si la Iglesia es ontológicamente la plenitud (pleróma) histórica de la SS. Trinidad, debe manifestarlo también en su obrar.

El Concilio, en GS 24, 2, remite a Jn 17, 21-22. Cristo pide para los suyos la misma comunión de amor que media entre ambos (Padre e Hijo) en la eternidad. En virtud de su participación en la filiación del Hijo, los hombres todos vienen a quedar situados en la misma relación que media entre Padre e Hijo. Ontológicamente también ellos son uno, con una unión vital, con el Padre y el Hijo y entre sí­, por su incorporación a Cristo y la animación del Espí­ritu.

El Concilio reconoce el carácter ontológico de la comunión de los hombres, con el Padre y el Hijo y entre sí­, como fundamento de una vida de comunión fraterna, semejante a la vida de comunión entre las tres personas divinas. Ahora bien; la vida en la SS. Trinidad es una relación interpersonal: tres personas distintas, cada una con su peculiaridad propia que, sin confundirse ni diluirse en la comunidad trinitaria, son respectivamente desde esa peculiaridad personal, para las otras. Cada una de las personas divinas necesita de las otras en cuanto tales y distintas para ser «Ella». La comunidad original se constituye por esa donación mutua del ser divino. Por eso, todas tres están abiertas para darse y abiertas para recibir. En la SS. Trinidad se realiza el ideal del amor: ser varios y distintos y a la vez uno.

Cuando el Concilio propone a la SS. Trinidad como ejemplar a imitar por la Iglesia en cuanto Familia de Dios, quiere que se viva la misma comunión. Puesto que todos los hombres constituyen una única Familia y son un único Cuerpo, es necesario que haya entre todos una circulación de bienes, de naturaleza y de gracia, de suerte que se realice cada uno en el don mutuo, al otro y a los otros, y que contribuyan con la propia entrega a realizar a los demás, para que todos sean uno, de modo análogo a como las tres personas son Uno.

VI. Conclusión
El Vaticano II, es cierto, no ha tratado expresamente et tema de Dios-Trinidad. La Iglesia como «misterio» de comunión en sí­ y de cara al mundo ha constituido el tema central de su reflexión. Pero precisamente por eso, el Vaticano II, como ningún otro Concilio, ha hablado del «misterio de Dios», sin el cual la Iglesia no pasarí­a de ser una sociedad pura y dura; Jesucristo, un «profeta más» de tantos como han cruzado la historia. Los sacramentos se quedarí­an en algo «mágico». Y el hombre, a lo más, en un sujeto de derechos y deberes éticos. Por eso, el Concilio, que ha tratado de clarificar la identidad del hombre y de la Iglesia, se ha remontado hasta la SS. Trinidad, para descubrirnos en ella «el protomisterio» y «clave de bóveda» de todos los misterios cristianos, sin la cual todos ellos se derrumban.

La SS. Trinidad, para el Vaticano II, es el Dios-Amor que ilumina y da sentido a todos los sinsentidos y contradicciones que tiene la vida humana: «Este es el gran misterio del hombre que la revelación cristiana esclarece a los fieles. Por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, que fuera del Evangelio nos envuelve en absoluta oscuridad. Cristo resucitó; con su muerte destruyó la muerte y nos dio la vida, para que, hijos en el Hijo, clamemos en el Espí­ritu: ¡Abba!, ¡Padre!» (GS 22, 6).

Todaví­a más; la SS. Trinidad como comunión de amor que se visualiza en la comunión de la Iglesia, es la solución al ateí­smo moderno, que no necesita de grandes sí­ntesis apologéticas, sino de que se le muestre, vivo y verificable, el misterio de Dios-Amor: «El remedio al ateí­smo hay que buscarlo en la… integridad de la vida de la Iglesia y de sus miembros. A la Iglesia toca hacer presentes y como visibles a Dios Padre y a su Hijo encarnado con la continua renovación y purificación propias bajo la guí­a del Espí­ritu Santo… Mucho contribuye a esta manifestación de la presencia de Dios el amor fraterno de los fieles…» (GS 21, 5).

[-> Amor; Antropologí­a; Biblia; Comunión; Concilios; Credos; Espí­ritu Santo; Jesucristo; Historia; Iglesia; Misterio; Persona; Relaciones; Revelación; Teologí­a y economí­a; Trinidad; Vida eterna.]
Nereo Silanes

PIKAZA, Xabier – SILANES, Nereo, Diccionario Teológico. El Dios Cristiano, Ed. Secretariado Trinitario, Salamanca 1992

Fuente: Diccionario Teológico El Dios Cristiano

Concilio ecuménico que se desarrolló en el Vaticano desde el 11 de octubre de 1962 hasta el 8 de diciembre de 1965. El Y aticano 11 fue un acontecimiento en la vida de la Iglesia del siglo xx y por eso mismo constituye una etapa fundamental en la historia universal. Llega a ser como la conclusión del perí­odo tridentino y la apertura de una nueva fase de la historia de la Iglesia.

Se debe a la acción profética de Juan XXIII la percepción de la necesidad de un concilio que marcase positivamente la nueva fase de la misión evangelizadora de la Iglesia; y a la indiscutible personalidad de Pablo VI, el coraje de haberlo llevado hasta el final y de haber emprendido los primeros pasos de la reforma. Juan XXIII anunció el concilio de manera totalmente imprevista la tarde del 25 de enero de 1959 en la basí­lica de San Pablo extramuros. A partir de aquella fecha, se inició un doble movimiento: por una parte, la preparación directa del concilio, realizada sobre todo por la curia romana; por otra, la decantación de diversas experiencias eclesiales que tendí­an hacia una fuerte renovación de la vida de la Iglesia.

Una mirada a la historia preconciliar advierte ante todo la existencia de un fuerte bloque conservador; lo atestiguan diversos factores; podemos recordar en particular: la concentración de la curia y el cargo vacante de Secretario de Estado que siempre mantuvo pí­o XII; las diversas condenaciones de algunas renovaciones teológicas como la Nouvelle Théologie; la prohibición de enseñar a la que se sometió a diversos profesores de valor, como de Lubac, Congar Chenu, Bouillard, Lyonnet, Teilhard de Chardin…, después de la publicación de la encí­clica Humani generis. Pero la historia sigue adelante. Diversos elementos hací­an pensar ya en el cambio que pronto habrí­a de realizarse: el contexto socio-cultural mostraba ya los signos de una industrialización irreversible; los paí­ses del Tercer Mundo asumí­an una identidad que nunca habí­an tenido hasta entonces y el colonialismo estaba tocando a su fin: en una palabra, la sociedad viví­a sobresaltada y se estaba gestando algo que habrí­a de modificar no poco la vida civil. También dentro de la Iglesia habí­a signos que presagiaban el cambio: el movimiento ecuménico crecí­a cada vez más con una fuerte conciencia de crear auténticos espacios de encuentro y de diálogo; el laicado asumí­a una fisonomí­a de auténtica madurez eclesial; el contexto teológico se veí­a sostenido por una investigación que recuperaba las fuentes genuinas de la Escritura y de los Padres.

La Comisión preparatoria estaba presidida por el cardenal Tardini: el secretario general del concilio fue monseñor Pericles Felici; el material de discusión, preparado por 10 comisiones compuestas de algunos teólogos de curia, se elaboró en 70 esquemas. La mayor parte de las personas comprometidas en la preparación del concilio partí­an con la seguridad de que concluirí­a en unos pocos meses; afortunadamente, estas previsiones resultaron falsas.

En tres años de intenso trabajo el concilio rechazó una gran parte del material preparatorio y formuló unos documentos que restituí­an a la Iglesia un horizonte auténticamente evangélico. En el concilio Vaticano II estuvieron presentes 2.540 obispos, procedentes de todos los continentes, y al menos 480 teólogos-«peritos» y auditores y auditoras, así­ como representantes dé la Reforma y de la Ortodoxia. Esta representación por sí­ misma lo hací­a ecuménico y manifestaba las nuevas expresiones de diálogo que habrí­an de codificarse en sus mismos documentos.

El Vaticano II, en las 10 sesiones en que se realizó, produjo 16 documentos que presentamos en su aprobación cronológica, divididos en 4 constituciones: Sacrosanctum concilium (1963:
sobre la liturgia), Lumen gentium (1964: la Iglesia), Dei Verbum (1965: la revelación), Gaudium et spes (1965: la Iglesia y el mundo contemporáneo); 9 decretos: Inter mirifica (1963: los medios de comunicación social), Orientalium Ecclesiarum (1964: las Iglesias orientales católicas), Unitatis redintegratio (1964: el ecumenismo), Christus Dominus (1965 : los obispos), Perfectae caritatis (1965: la vida religiosa), Optatam totius (1965; la formación sacerdotal), Apostolicam actuositatem (1965, el apostolado de los laicos), Aá gentes (1965; las misiones) y Presbyterorum oráinis (1965: el ministerio y – la vida sacerdotal); y 3 declaraciones:
Gravissimum educationis (1965 : la educación cristiana), Nostra aetate (1965 : las religiones no cristianas) y Dignitatis humanae (1965 : la libertad religiosa).

El concilio, como suele suceder en los momentos de cambio, se convirtió en un signo de contradicción: no todo lo que habí­a en su contenido resultó inmediatamente claro y no todos lo comprendieron del mismo modo. El concilio creó ciertamente tensiones, pero respondió a muchas exigencias; iluminó sin duda a muchos sobre el comportamiento que habí­a que seguir, pero desilusionó a otros; todo esto no le quita nada al carácter de novedad que supuso, dentro de la continuidad de la Tradición. El concilio abrió un camino, que tiene también necesidad de discernimiento; a más de 30 años de distancia se puede decir que algunos no le fueron fieles, mientras que otros lo fueron sólo a la letra. Ouizás conviene que todos recuerden las palabras finales dirigidas en el Mensaje a los jóvenes del mundo entero: †œLa Iglesia, durante cuatro años, ha trabajado para rejuvenecer su rostro, para responder mejor a los designios de su fundador, el gran viviente, Cristo, eternamente joven… La Iglesia está preocupada por que esa sociedad que vais a construir respete la dignidad, la libertad, el derecho de las personas, y esas personas son las vuestras… Confí­a en que encontraréis tal fuerza y tal gozo, que no estéis tentados, como algunos de vuestros mayores, de ceder a la seducción de las filosofí­as del egoí­smo o del placer, o a las de la desesperanza y de la nada, y que frente al ateí­smo, fenómeno de cansancio y de vejez, sabréis afirmar vuestra fe en la vida y en lo que da sentido a la vida: la certeza de la existencia de un Dios justo y bueno… La Iglesia os mira con confianza y amor. Rica en un largo pasado, siempre vivo en ella, y marchando hacia la perfección humana en el tiempo y hacia los objetivos últimos de la historia y de la vida, es la verdadera juventud del mundo. Posee lo que hace la fuerza y el encanto de la juventud: la facultad de alegrarse con lo que comienza, de darse sin recompensa, de renovarse y de partir de nuevo para nuevas conquistas. Miradla y veréis en ella el rostro de Cristo».

R. Fisichella

Bibl.: H. Fesquet, Diario del concilio, Barcelona 1967′ . J. L. Martí­n Descalzo. U» periodista en el concilio, 4 vols., Editorial Católica, Madrid 1963-1966; G. Alberigo – J P Jossua. recepción del Vaticano II Cristiandad, Madrid 1987; C, Floristán – J J Tamayo, El Vaticano II Veinte años después, Cristiandad, Madrid 1985; R. Latourelle (ed.), Vaticano II Balance y perspectivas Veinticinco años después (1-962- 1987), Sí­gueme. Salamanca 1989.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

Una vez calmada la borrasca de la crisis modernista, allá por el año 1930, el árbol de la Iglesia, seco, extenuado, aparentemente sin savia, comenzó a reverdecer, a producir retoños, a proyectar luego ramas hacia el espacio en busca de un poco de luz: presagios de la primavera del Vaticano II. Porque el concilio no fue fruto de una generación espontánea. Surgió de un contexto; germinó durante cuatro o cinco decenios. Antes de hablar del mismo acontecimiento, de su dimensión, de sus frutos, de sus realizaciones futuras, hay que decir unas palabras del contexto que lo precedió y preparó.

I. CONTEXTO HISTí“RICO ANTERIOR. La verdad es que el concilio salió al encuentro de unas exigencias profundas del cristianismo y de la humanidad entera. La Iglesia no podí­a mantener su actitud de recelo y de gueto ante una sociedad en plena evolución hacia una estructura planetaria, renovada en su mentalidad, en sus costumbres, en sus maneras de ser y de obrar. La Iglesia tení­a que salir de su mutismo de ciento cincuenta años y entrar en diálogo con un interlocutor muy diferente a su vez del que habí­a sido.

a) Una sociedad en cambio. Señalamos tres factores de este cambio social:
– La ascensión del tercer mundo y el fin del colonialismo en ífrica y en Asia, lo mismo que habí­a ocurrido con América en el siglo XIX. Las fechas y las cifras hablan por sí­ mismas: independencia de Indonesia (1945), de Filipinas (1946), luego de la India. En 1948 nace el Estado de Israel; en 1951, Libia se libera de la tutela inglesa. Los años 1954-1962 marcan las luchas por la independencia de ífrica. En 1956, independencia del Sudán; en 1958, de Ghana; luego, por el 1960, la del Congo (el Zaire actual), Kenia, Uganda, Madagascar. En 1970 cesa la dominación por tuguesa de Angola y Mozambique. Indochina, convertida en Vietnam, se libera de las influencias francesa y americana después de varios años de sangrientos combates. Ha pasado una época. El tercer mundo, en el año 2000 alcanzará una población de 5.000 millones, frente a los 1.500 millones de los paí­ses llamados desarrollados. Esta liberación del mundo afro-asiático tiene ya repercusiones inconmensurables en la imagen de la Iglesia (jerarquí­a y fieles), en su mentalidad, sus actitudes, sus costumbres, su liturgia, etc.

– La industrialización del mundo. Paralelamente, en los paí­ses occidentales, gracias a las aplicaciones de la técnica, la industria transforma una sociedad que habí­a sido sobre todo agrí­cola; centuplica la eficacia y. los medios de producción, mientras que reduce de forma drástica la v mano de obra. Consiguientemente, comienza el éxodo del campo a las megápolis (Buenos Aires, México, Sáo Paolo, Shanghai, Tokio, Calcuta, Pekí­n, Rí­o de Janeiro, Nueva York, todas ellas con más de diez millones de habitantes), con su cadena de problemas: droga, paro, violencia, terrorismo, huelgas, escasa natalidad, inmoralidad multiforme, etc.

La televisión, finalmente, penetra en el corazón de los hogares y transforma la tierra en una «inmensa aldea». Vivimos la hora del presente universal. Las poltronas paralelas de las salas de televisión se convierten en sí­mbolo de los monólogos paralelos y silenciosos de los hombres anonadados ante la pequeña pantalla.

Ante unos cambios tan gigantescos,. ¿se puede seguir hablando de cristiandad, de religión de Estado, de nación cristiana? ¿Qué influencia puede ejercer la Iglesia en este mundo pluralista, secularizado, en donde se codean y se mezclan religiones, razas, culturas? De momento, el mundo se parece a una inmensa caldera en ebullición, en la que se mezclan lo mejor y lo peor.

b) Una Iglesia en busca. Existe por todas partes un malestar generalizado, tanto en el mundo laico como en los clérigos. Dentro de las mismas regiones coexisten corrientes progresistas y otras conservadoras a ultranza. Sin embargo, se dibujan nuevas tendencias, cada vez más firmes, sobre todo en tres terrenos:
– Los laicos ocupan en la Iglesia un lugar cada vez más importante: una importancia que se concreta en la aparición de movimientos de Acción católica (JEC, JOC), que invaden rápidamente Europa y América bajo la influencia del abate Cardijn; en el nacimiento de los institutos seculares, que viven los consejos evangélicos sin dejar sus ocupaciones profesionales; en el desarrollo de la teologí­a del laicado, sostenida por revistas. Los movimientos de Acción católica no siempre han obtenido el éxito que se esperaba, bien por culpa de la pasividad de las masas, bien debido a los temores que inspiraba una juventud que algunosjuzgaban demasiado levantisca. En el fondo, se esperaba reconstruir una nueva cristiandad en un mundo descristianizado.

Esto llevaba a plantear el problema de la autonomí­a del laicado frente al clero. La acción de los católicos se distingue cada vez más de los movimientos de Acción católica y se ejerce directamente en el terreno social. El avance del comunismo y del socialismo obliga a la Iglesia a tomar posiciones en la Rerum novarum y en la Quadragesimo armo, y a ponerse luego en guardia contra los excesos del capitalismo en la Mater el magistra. Pero la mayor dificultad del catolicismo preconciliar fue siempre el desnivel nunca superado entre la teorí­a y la práctica en materia social. Hasta la vigilia del Vaticano II, la mayor parte de los fieles se mostraba contraria a la idea de un cambio profundo. El subdesarrollo escandaloso del tercer mundo, a partir de 1950, empezó a sacudir a los ambientes católicos, primero a nivel de los textos (Populorum progressio, Medellí­n, Puebla, Laborem exercens) y luego a nivel de los hechos. Lo cierto es que, ya antes del Vaticano 11, la ascensión del laicado era un fenómeno irreversible. Incluso se habí­an asentado ya las bases de una teologí­a del laicado (Y. CONGAR, Vraie et fausse réforme dans 1 Eglise, 1950; trad. española, 1953).

– Un segundo rasgo caracterí­stico de la renovación iniciada es el retorno a las fuentes, concretamente a la Escritura. Esta, prácticamente puesta en el í­ndice después de la reforma, cobró nueva vida y vigor en los movimientos de Acción católica, en la difusión de la Biblia, en la multiplicación de cursillos bí­blicos, en los comentarios bí­blicos que acompañaban ala liturgia dominical. El mismo magisterio; con la Divino afflante Spiritu (1943) dio nuevos alientos a una exégesis apagada por la crisis modernista. El empleo cada vez más generalizado de la Formgeschichte como método de análisis literario permitió escudriñar la historia y la prehistoria de los evangelios. En patrí­stica, algunas colecciones como Sources Chrétiennes y The Christian Fathers abrieron la fuente sellada de los santos padres. Este retorno a las fuentes condujo. a una mejor inteligencia de la Iglesia como misterio (DE LUBAC, Catholicisme, 1938; encí­clica Mystici Corporis, 1943; comienzo de la colección Unarn sanctam, 1937). Poco a poco se iba edificando el armazón de la Lumen gentium.

– Una exigencia cada vez más viva de la época preconciliar era la voluntad de reconstruir la unión rota entre los cristianos, oleada irrefrenable que se convertirí­a en el movimiento ecuménico, cuyos signos precursores se encuentran en la fundación de la revista Irénikon (1926), en la obra de Y. Congar (Chrétiens désunis, 1937), en la fundación del centro Pro civitate christiana de G: Rossi, en 1939, y del centro Unitas en Roma, en 1950. Estos acontecimientos preparaban la fundación del Secretariado para la unidad de los cristianos, en 1960, por el papa Juan XXIII.

Se abrí­an paso otras tendencias, sobre las que luego volveremos: apertura al mundo, diálogo con la ciencia, renovación litúrgica reclamada con obsesión, renovación de la antropologí­a, mejor presentación del mensaje cristiano en las homilí­as, la catequesis, la teologí­a, especificidad del cristianismo frente a las otras religiones mundiales, abolición de la centralización y del monolitismo romano, relaciones entre Iglesia-evangelio-cultura. De momento, tanto en la sociedad como en la Iglesia todo está en ebullición, esperando un catalizador lo suficientemente poderoso para fomentar una unidad gravemente amenazada. .

2. TENSIONES DOCTRINALES EN EL SENO DE LA IGLESIA. En ví­speras del Vaticano II’no todo estaba tranquilo en el centro de la cristiandad, en el Vaticano. Primer hecho que hay que subrayar: de 1944 a 1958 seguí­a estando vacante el cargo de secretario de Estado; Pí­o XII centraba el poder en sus manos, convirtiéndose en un pontí­fice aislado, sin contactos personales suficientes, rodeado de consejeros de la misma tendencia. La curia conocí­a un perí­odo de estancamiento.

El mismo pensamiento católico está lejos de constituir un bloque unido. Por una parte está el grupo de teólogos que viven en la periferia, atentos a las exigencias de un mundo nuevo; por otra, el grupo de conservadores, situados más bien en el Vaticano, tí­midos, timoratos y hasta llenos de miedo y de pánico, que resultan agresivos y peligrosos. Consiguientemente, varios teólogos de fama fueron objeto de sospechas, de medidas disciplinares. Pero, por justa compensación, esos perseguidos fueron rehabilitados y se convirtieron luego en artí­fices del concilio y hasta en cardenales (De Lubac, Daniélou); por su parte, los acusadores cayeron en el olvido.

Es la época en que algunas iniciativas pastorales, como la de los sacerdotes obreros en Francia, fueron condenadas o interrumpidas. Algunas personas, como J. Maritain, resultaron sospechosas por reivindicar la autonomí­a de los laicos en su acción temporal y polí­tica. Una desconfianza análoga por parte de los ambientes romanos acompañó a John Courtney Murray, que consideraba la libertad religiosa como un derecho esencial de la persona humana, y no como un don del Estado protector para con el catolicismo. Murray se vio reducido al silencio hasta que vio triunfar sus ideas en la Dignitatis humanae, del Vaticano II.

Más vasto fue el eco de la disputa que rodeó a la nouvelle théologie, que tuvo en Sa1lICITOir,entre los dominicos, y en Lyon-Fourviére, entre los jesuitas, su blanco preferido, con el fogoso Garrigou-Lagrange como jefe de ataque. En la encí­clica Humani generis, de 1950, Pí­o XII se muestra visiblemente preocupado; teme desviaciones serias respecto a las bases del cristianismo, concretamente en la inmutabilidad del dogma, en la importancia del magisterio pontificio, en el pecado original, en la relación naturaleza-gracia, en el. valor de los motivos de credibilidad, etc. El general de los jesuitas, Janssens, tras una visita que hizo su delegado, Edouard Dhanis a Lyon-Fourviére,ordenó retirar de las bibliotecas de la Compañí­a de Jesús los libros y los artí­culos de Bouillard, de Daniélou, de H. de Lubac, de Montcheuil;cien profesores recibieron la prohibición de enseñar. Entre los dominicos, el general P. Suárez depuso a los provinciales de Parí­s, Lión, Toulouse y ordenó el cambio de residencia de los padres Boisselot, Féret, Chenu y Congar. Entre los jesuitas, l Teilhard de Chardin fue igualmente objeto de sospechas y de prohibiciones continuas. En 1948, el general Janssens le prohibió enseñar en el Collége de France; mientras vivió, el padre Teilhard no pudo ni enseñar ni publicar. Murió en el destierro, en Nueva York. Incluso en Roma, bajo Juan XXIII, los ataques dirigidos contra el Instituto Bí­blico acarrearon la prohibición de enseñar a tres profesores ya célebres.

Esta yuxtaposición de corrientes opuestas, que llegó hasta la condenación de los mejores teólogos de la Iglesia, ilustra muy bien el clima que reinaba en Roma en ví­speras del concilio. En varios paí­ses de Europa y de América se declaraba que podí­a temerse lo peor si las cosas no cambiaban.

3. EL VATICANO II COMO ACONTECIMIENTO ECLESIAL. Pero precisamente se produjo el acontecimiento, imprevisto y sobre todo inesperado en su forma: un concilio, el mayor de la historia, anunciado por Juan XXIII el 25 de enero de 1959. Ya Pí­o XI habí­a pensado en la reanudación del Vaticano I, interrumpido en 1870 por causa de la guerra. Incluso consultó sobre ello a algunos cardenales y obispos de la curia, y recibió de ellos un esbozo de programa, pero finalmente desistió del proyecto. Pí­o XII, en 1948, volvió a pensar en ello; pero pronto lo hicieron fracasar las muchas divergencias. Juan XXIII, ante el ritmo acelerado de los cambios sociales y la necesidad de reconstruir la unidad entre los cristianos, tomó la decisión irreversible de un gran concilio ecuménico. Habí­a que evitar un retraso fatal, como ocurrió en tiempos de la reforma protestante. Según el mismo Harnack, si el concilio de Trento se hubiera anticipado quince años, quizá podrí­a haberse evitado el drama de la reforma. Habí­a que actuar con rapidez. La Iglesia tení­a que salir cuanto antes de su mutismo de vieja dama arropada en su pasado…, para «hablar finalmente a los hombres de nuestro tiempo para servirles y conducirlos a Cristo. Hemos de añadir que el kairós histórico era favorable, ya que en el momento del concilio la Iglesia se habí­a liberado finalmente de las trabas polí­ticas y gozaba de un equipo excepcional de grandes teólogos. Hoy, con la desaparición de esos «grandes» de la teologí­a, serí­a imposible un Vaticano II. El concilio llegó «a tiempo».

Se creó inmediatamente una comisión antepreparatoria, presidida por Tardini y por Felici, como secretario, para que organizase el trabajo. El 5 de junio de 1960 habí­a ya diez comisiones, que se distribuyeron la tarea de preparar los esquemas que habí­an de discutir los padres. Estas comisiones, excepto una, tení­an como presidentes a cardenales de las congregaciones romanas, ayudados por consejeros teológicos de tendencias conservadoras. El primer trabajo terminó con la redacción de más de 70 esquemas, la mayor parte mediocres o francamente malos. Por eso, cuando llegaron los padres conciliares, fueron rechazados o devueltos para que se hicieran en ellos reformas sustanciales.

El concilio tuvo cuatro sesiones de una duración de dos a tres meses. Inaugurado el 11 de octubre de 1962 por Juan XXIII, terminó el 8 de diciembre de 1965, bajo Pablo VI. En su discurso inaugural, Juan XXIII puso ya en guardia contra la tentación integrista y contra las condenaciones, invitando más bien a la unión y a una óptica pastoral.

El Vaticano II es sin duda la más amplia operación de reforma jamás realizada en la Iglesia; no sólo debido al número de padres conciliares (2.540 al principio, frente a los 750 del Vaticano I y los 258 del concilio de Trento) y a la unanimidad de las votaciones que muchas veces batieron todos los récords (así­, la constitución sobre la revelación sólo registró seis votos negativos de un total de 2.350 votantes; la constitución sobre la Iglesia sólo cinco votos negativos), pero sobre todo debido a la amplitud de los temas abordados: la revelación, la Iglesia (naturaleza, constitución, miembros, actividad misionera y pastoral), la liturgia y los sacramentos, las otras comunidades cristianas y las otras religiones, el laicado, la vida consagrada, la reforma de los estudios eclesiásticos, la libertad religiosa, la educación, las relaciones fe-cultura, Iglesia-mundo, los medios de comunicación social…

El Vaticano II representa un acontecimiento de una originalidad única. Los concilios anteriores, de ordinario, estuvieron provocados por herejí­as o desviaciones particulares e incluso regionales. El mismo concilio de Trento evolucionó dentro de unas fronteras doctrinales bien limitadas: relación Escritura-tradición, pecado original, justificación, sacramentos. El Vaticano I sigue siendo un concilio occidental y hasta europeo. Con el Vaticano II por primera vez un concilio tiene una dimensión planetaria. A la universalidad de los temas hace eco la universalidad de la representación episcopal. Concretamente, Europa representa el 33 por 100 de padres conciliares; los Estados Unidos y Canadá, el 13 por 100; América Latina, el 22 por 100; Asia, el 10 por 100; ífrica, el 10 por 100; el mundo árabe y Oceaní­a, el 6 por 100. Por primera vez unos expertos, cuyo número pasó de 201 a 480 gracias a la influencia de Pablo VI, colaboraron en la redacción de los textos conciliares, haciendo oí­r así­ la voz de largas y ricas tradiciones culturales. También por primera vez un concilio se atrevió a enfrentarse con problemas absolutamente inéditos, por ejemplo el terrible pauperismo de una gran porción de la humanidad, la opresión multiforme de la libertad y de los derechos esenciales del hombre, la carrera armamentista, las amenazas de aniquilación de la humanidad, la búsqueda eficaz de la unidad de los cristianos, la contribución de la literatura y de las artes a la vida de la Iglesia. Los 16 documentos conciliares, reunidos en un solo volumen, corren el riesgo de hacernos olvidar la inmensidad del trabajo desplegado durante este perí­odo efervescente de la historia de la Iglesia. Los que aguardan un concilio todaví­a más ecuménico tendrán que esperar, sin duda, hasta la parusí­a. Y los que se niegan a reconocer la autoridad de un concilio que ha movilizado tantas energí­as y que ha alcanzado tal unanimidad babo la presidencia dedos pontí­fices, ¿no dan señales evidentes de estar ciegos?

Sin embargo, el concilio no fue un crucero de placer. Desde el comienzo no faltaron las sacudidas sí­smicas, de una intensidad a veces preocupante. ¡Cuántos esquemas saltaron por el aire desde el principio! ¡Cuántos otros conocieron una travesí­a tormentosa, a menudo cerca del naufragio! A pesar de todo, el acontecimiento tuvo éxito. A nivel de los hechos, que recordamos sucintamente, las sesiones se desarrollaron así­:
El concilio empezó la orden del dí­a el 22 de octubre de 1962 con la discusión del esquema sobre la liturgia. A pesar de la acogida favorable que recibió, se vio sometido a un estudio ulterior y no fue aprobado hasta la segunda sesión, el 4 de diciembre de 1963. El esquema sobre «las fuentes de revelación», inspirado en una noción estrecha y demasiado nocional de los datos de la Escritura y de la tradición, levantó tales crí­ticas que Juan XXIII lo remitió a una comisión mixta, representada por la comisión teológica y el Secretariado por la unidad de los cristianos. Este esquema conocerí­a cinco redacciones antes de ser promulgado al final del concilio, el 18 de noviembre de 1965. Tras un rápido examen de dos esquemas mediocres sobre los medios de comunicación social y sobre la unión con los orientales, se abordó en diciembre el esquema sobre la Iglesia. Tras las intervenciones de los cardenales Léger, Suenens y Montini, y tras el acuerdo con el mismo papa, que invitó a replantear todo el plan del concilio dentro de las «perspectivas de un concilio para el mundo», el esquema fue sometido a una «refundición». Estos giros pueden atribuirse a la acción de los «expertos» (periti) y de los consejeros personales de los obispos, mucho más sensibles a las pulsaciones de la vida eclesial universal que los teólogos de la curia. Esos periti y esos consejeros son los que contribuyeron a la elaboración y puntualización de los textos; fueron las clavijas maestras del concilio. Al final de la primera sesión, los esquemas se redujeron de 70 a 20.

Pablo VI dirigió las tres últimas sesiones. El 22 de junio de 1963 el nuevo papa decidió la prosecución del concilio. El colegio de moderadores pasó de diez a cuatro, que deberí­an dirigir los debates. De los cuatro moderadores, sólo el cardenal Agagianian representaba a la curia. Los otros tres, Lercaro (Bolonia), Doepfner (Munich) y Suenens (Malinas-Bruselas) manifestaban claramente la voluntad de Pablo VI de ensanchar las perspectivas del concilio. La segunda sesión aprobó, además de la constitución sobre la liturgia, el decreto Inter mirifica, sobre los medios de comunicación social. Durante la tercera sesión se votaron los decretos sobre ecumenismo, la constitución sobre la Iglesia y el decreto sobre las Iglesias orientales. También se abordó, con demasiada prisa, el estudio de algunos temas candentes, como la libertad religiosa, y se discutió el esquema 13, sobre la Iglesia en el mundo de hoy. La cuarta sesión votó, con cierta febrilidad y algunos arreglos, los últimos esquemas. Fue una verdadera carrera contra reloj. El 28 de octubre de 1965 se promulgaron: a) el decreto sobre la función pastoral de los obispos Christus Dominus; b) el decreto sobre la adaptación y la renovación de la vida religiosa Perfectae caritatis; c) el decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius; d) la declaración sobre la educación cristiana Gravissimum educationis; e) la declaración sobre las relaciones de las Iglesias con las religiones no cristianas Nostra aetate. El 18 de noviembre de 1965 siguieron la promulgación de la Dei Verbum, sobre la revelación, y el decreto sobre el apostolado de los laicos, Apostolicam actuositatem. Finalmente, el 7 de diciembre se publicaron los cuatro últimos documentos: los decretos sobre la actividad misionera de la Iglesia Ad gentes y sobre la vida de los sacerdotes Presbyterorum Ordinis, la declaración sobre la libertad religiosa Dignitatis humanae y la constitución más larga y más discutida, sobre la Iglesia y el mundo, Gaudium et spes. El 7 de diciembre se proclamó el «levantamiento de la excomunión» entre Roma y Constantinopla. El 8 de diciembre se celebró la sesión de clausura del concilio en presencia de 81 representaciones gubernamentales y de nueve organismos internacionales. El concilio marcó el final de la era postridentina; pero los cambios realizados coinciden con la crisis de la civilización occidental y la llegada de la ciudad secular: dos factores que complicarí­an el perí­odo posconciliar.

4. JUAN XXIII Y PABLO VI. No se puede hablar del Vaticano II sin recordar inmediatamente a las dos figuras sobresalientes del concilio: las de Juan XXIII y Pablo VI. Resumiendo, podrí­amos decir que Juan XXIII tuvo la inspiración del concilio, decidió su convocatoria y lo acompañó durante la preparación y el tiempo de la primera sesión. Pablo VI, responsable de las otras tres sesiones hasta la clausura del concilio, fue su principal artí­fice, así­ como el promotor eficaz de su aplicación en la renovación del espí­ritu y de las estructuras de la Iglesia,
a) Juan XXIII. Se ha tachado a Juan XXIII de iluminado, de exaltado, de impulsivo. La verdad es que Juan XXIII concedió a Dios un crédito ilimitado, pero su decisión no tuvo nada de irreflexiva. Querí­a hacer entrar a la Iglesia en la historia y en la sociedad del siglo xx, ya que estaba convencido de que la Iglesia no es ni una fortaleza ni un museo, sino un jardí­n que no deja de florecer. Al convocar el concilio, querí­a capacitar a la Iglesia para responder mejor a las exigencias del mundo contemporáneo, pero dentro de un profundo respeto a la tradición. Su preocupación pastoral es demasiado conocida para que necesite comentarios.

Juan XXIII esperaba que el concilio serí­a breve, pero consideraba serenamente su prolongación, consciente de que el concilio tení­a que madurar más bien que morir. También es verdad que el concilio conoció comienzos difí­ciles y hasta caóticos; pero ¿cómo evitar un perí­odo de rodaje, cuando se trata de una empresa tan gigantesca, mucho más difí­cil de programar que los ordenadores más sofisticados? Juan XXIII querí­a hacer del concilio un nuevo pentecostés; pero esta vez no se trataba del pequeño rebaño de la primitiva Iglesia, sino de una multitud. De hecho, se dio cuenta muy pronto de que habí­a que planificar más (ésa fue la obra de Pablo VI), pero también de que habí­a que dejar correr las semanas y los meses para que pudiera formarse en los padres una «conciencia colegial» (ésa fue la obra del tiempo y del Espí­ritu). Fue sin duda el cardenal Montini, el futuro Pablo VI, el más cualificado para decir lo que hay que pensar de la iniciativa de Juan XXIII. Como la mayorí­a, el cardenal tuvo al principio una reacción de sorpresa; pero ya el 26 de enero de 1960 presentó el concilio a su diócesis de Milán como un acontecimiento «histórico de primera magnitud, el mayor que se ha celebrado jamás en la Iglesia». Reconocí­a en la decisión del papa la seguridad de que el Espí­ritu Santo acompañarí­a a la marcha de Pedro guiando a su Iglesia.

El cardenal Montini pensaba que el pontificado de Juan XXIII representaba una época de regeneración católica, una prodigiosa capacidad de diálogo con todos los hombres con vistas a su salvación. Constataba que Juan XXIII habí­a sabido ver los aspectos positivos, y no sólo negativos, del mundo contemporáneo. Y añadí­a que no habí­a que cambiar ni el impulso ni la orientación del concilio. Juan XXIII, en particular, habí­a visto la necesidad de una mayor colaboración con el cuerpo episcopal, de una búsqueda de unidad con las Iglesias separadas y de una paz más estable entre los pueblos y las clases sociales. El cardenal Montini fue también el primero en apoyar la empresa atrevida de Juan XXIII. En una carta del 18 de octubre de 1962, dirigida al secretario de Estado, observa, sin embargo, que el concilio carece de eficacia porque carece de «estructura orgánica». El mismo presentaba un «proyecto». El concilio -decí­a- tení­a que «polarizarse» en un tema úni0o: la Iglesia. Luego indicaba la materia de las tres sesiones en que él pensaba: la primera sobre el misterio de la Iglesia, la segunda sobre la misión de la Iglesia y la tercera, finalmente, sobre las relaciones de la Iglesia con el mundo. En efecto, el concilio siguió ese orden. Así­ pues Pablo VI reconoció la oportunidad y la magnitud de la iniciativa de Juan XXIII.

b) Pablo VI. Elegido papa al morir Juan XXIII, Pablo VI relanzó inmediatamente el concilio. Conocí­a bien las tensiones existentes entre conservadores, progresistas e indecisos. El porvenir del concilio dependí­a de él. Lo cierto era que no podí­a pensarse en dar marcha atrás ni en frenar la marcha hacia adelante de la esperanza y del amor. Pablo VI se puso a la obra con una rapidez y una eficacia prodigiosa. El 13 de septiembre de 1963 anunciaba que la segunda sesión, prevista para el 29 de septiembre, tratarí­a de la Iglesia.

Desde el principio hasta el final, Pablo VI se mostró más bien humilde, lúcido y valiente. Lo que caracteriza a su acción es al mismo tiempo una tensión hacia el ideal y un realismo concreto qué sabe tener en cuenta la situación de hecho y las circunstancias que condicionan las decisiones que hay que tomar. Lo esencial a sus ojos era la renovación de la Iglesia y el acercamiento de las Iglesias separadas. Al comienzo su trabajo fue de «planificación». Los 72 esquemas propuestos inicialmente se redujeron a 17; al final se votaron y promulgaron 16. Los 13 observadores laicos del principio pasaron a ser 42 al final. Amplió en más del doble el número de expertos.

El pensamiento de Pablo VI sobre el concilio gravita en torno a un eje central: querí­a obsesivamente que la Iglesia volviera a ser lo que es de verdad (LG), para presentarse mejor ante el mundo (GS). Podrí­amos decir que la constitución Dei Verbum es el documento-fuente del concilio, mientras que la Lumen gentium abre una reflexión que se cierra con la Gaudium et spes. La pieza maestra es la constitución sobre la Iglesia, explicitada e iluminada en los demás textos. Y en la LG es el tema de la Iglesia como misterio de comunión el que da sentido a todo lo demás.

A juicio de mons. Carbone, presidente de los archivos del concilio, las principales intervenciones de Pablo VI en el concilio son las siguientes: a) la Nota praevia (relativa al c. III de LG), que intenta preservar el ví­nculo entre la sacramentalidad y la colegialidad de la función episcopal: la Nota declara que uno es miembro del colegio episcopal por la consagración episcopal y la comunión jerárquica; b) las correcciones hechas al decreto sobre el ecumenismo; c) su intervención en favor del esquema sobre la actividad misionera; d) en la declaración sobre las religiones no cristianas, el papa quiso que se incluyera no sólo a las religiones musulmana y judí­a, sino a todas las religiones, que son a su manera una búsqueda de salvación; e) pidió un voto de orientación sobre la libertad religiosa antes de presentarse a la ONU en septiembre de 1965; f) se reservó las cuestiones relativas a la familia y al celibato eclesiástico.

En resumen, si queremos comparar a Juan XXIII y a Pablo VI, hay que evitar las posiciones extremas. Hay continuidad entre ellos, ya que los dos quisieron el concilio, con su finalidad, su espí­ritu, su éxito. Sin embargo, el estilo de gobierno es diferente. La continuidad recae en lo esencial: la Iglesia volviendo a sus fuentes y en diálogo adaptado con el mundo contemporáneo. Pablo VI cumplió el gesto profético de Juan XXIII: hizo entrar a la Iglesia en la sociedad contemporánea.

5. LAS ADQUISICIONES DEL CONCILIO. a) A nivel de las actitudes.

Algunos cambios, que expresan la conversión querida y realizada por el concilio, afectan directamente a la teologí­a fundamental. Señalemos los principales:
– En primer lugar, una actitud de diálogo. Esta palabra indica aquí­ más que un intercambio de palabras. Significa una actitud general de apertura al otro, de acogida y de don mutuo, a ejemplo de Dios mismo, que fue el primero en salir de su misterio para entrar en diálogo con el mundo. El propio concilio fue un diálogo vivo con las otras comunidades cristianas, protestantes y orientales (OE 24-29; UR14-18), pero también con las religiones no cristianas, concretamente con el hinduismo, el islam, el judaí­smo (NA 2.3.4), con las diversas formas de la increencia contemporánea (GS 21), con las amplias zonas de indiferencia engendradas por el mundo secularizado. Esta actitud de diálogo se expresó también a nivel de las nuevas estructuras creadas por Pablo VI y Juan Pablo II: Secretariado para la unidad de los cristianos, Secretariado para los no cristianos, Comisión para las relaciones con el Islam, Comisión Justicia y Paz, Consejo para la cultura. Esta actitud dialoga¡ ha sido, sin duda, la que ha suscitado la revolución más profunda en el estilo de vida de la Iglesia, con un impacto tan poderoso en la teologí­a fundamental que la misma palabra de «apologética», con sus resonancias agresivas, ha caí­do en pleno descrédito.

– Actitud de servicio. A la actitud de diálogo se vincula la de servicio. El concilio ha propuesto del papa y de los obispos una nueva imagen, cuyo rasgo dominante es la de pastor. El mismo magisterio se define como el servidor de la palabra de Dios: no está por encima de la palabra, sino al servicio de la palabra (DV 10). En el ejercicio de su cargo, los obispos «deben anunciar a los hombres el evangelio de Cristo, y esta función se impone a las demás, por muy importantes que sean» (CD 12).

– En fin, búsqueda de sentido. (l Sentido: búsqueda de). Los textos del concilio se presentan como largas exposiciones destinadas a iluminar al pueblo de Dios, preocupadas ante todo del sentido y de la inteligibilidad interna. El mensaje cristiano arroja luz suficiente sobre las zonas profundas del hombre para hacer surgir espontáneamente la pregunta: ¿no se halla en esta dirección la verdad sobre el hombre y sobre Dios? (GS 22).

b) A nivel de los textos, los logros han sido espectaculares:
– La constitución Dei Verbum, aunque es aún poco conocida, subraya la centralidad de la palabra de Dios; pero se trata de la palabra en el sentido pleno de Cristo, Verbo de Dios, mediador y plenitud de la revelación. La constitución subraya también el carácter sacramental de la revelación por hechos y palabras, en contraste con la concepción anterior de una revelación prácticamente reducida a las palabras, quedando los gestos, ejemplos y comportamientos de Jesús para la piedad y la devoción popular.

– La Escritura ha recobrado su papel primordial en la misa, en la liturgia de la palabra, dentro de una relación inseparable con la liturgia del sacrificio; y también en la vida cristiana, en donde la actualización de la palabra de Dios se siente por todas partes como una exigencia dirigida a la exégesis contemporánea.

– Aunque la DV, a nivel de principios y de método, sigue siendo el documento-fuente, el Vaticano II será siempre el concilio de la eclesiologí­a. Entre los puntos adquiridos señalemos: el acento en el origen trinitario de la Iglesia; su carácter simultáneo de institución y de misterio de comunión; la imagen de la Iglesia como pueblo de Dios, que ha invertido la pirámide, afirmando la igualdad de todos los cristianos a partir del bautismo; el reconocimiento del principio de colegialidad y el de la eclesialidad de las Iglesias cristianas no católicas.

– En materia de liturgia, mencionemos la reforma en la celebración de la misa, que pone en evidencia, mucho más que en otros tiempos, al pueblo de Dios como comunidad de ofrenda y de sacrificio. Añadamos las reformas que siguieron: los rituales de los sacramentos, la Liturgia de las Horas, el nuevo Código de derecho canónico, en donde la presencia del canon 1095, sobre el matrimonio reconoce que la falta de madurez psicológica puede llegar a invalidar el consentimiento de los esposos, y por tanto el mismo matrimonio.

– El decreto sobre el ecumenismo transformó a los adversarios de ayer en hermanos separados que se acercan, que reciben el nombre de Iglesias y de comunidades eclesiales. Después de haberse insultado durante siglos, los cristianos se hablan, intentan comprenderse, se encuentran en la misma mesa de trabajo y de oración.

– El decreto Perfectae caritatis, sobre la vida consagrada, ha tenido un notable éxito respecto a la revisión -a nivel mundial- de los estatutos y constituciones de las comunidades religiosas y de los institutos de vida consagrada.

– Tras la eclesiologí­a, la antropologí­a, que constituye el objeto de la Gaudium et spes, es el segundo tema principal del concilio. Esta antropologí­a, basada en el tema bí­blico del hombre creado a imagen y semejanza de Dios, alcanza su cima en el número 22: «El misterio del hombre no se ilumina de verdad más que en el misterio del Verbo encarnado», siendo éste la clave del criptograma humano.

– El diálogo con las otras religiones se aborda en la declaración sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas. El concilio, aunque reconoce los siglos de hostilidad entre católicos por una parte y musulmanes y judí­os por otra, exhorta a la comprensión mutua y al diálogo fraternal. Esos hombres que creen en el mismo Dios que nosotros no están reprobados ni son malditos, sino hijos del mismo Padre. Así­ se condena el racismo y la discriminación.

– Finalmente, el decreto Inter mirifica, aunque hoy parece bastante tí­mido; tiene, sin embargo, el mérito de situar el problema de las comunicaciones sociales entre las preocupaciones de la Iglesia.

En resumen, si la Iglesia no ha cambiado en su naturaleza profunda, la imagen que da de sí­ misma ha quedado profundamente modificada por el concilio. A la luz de la revelación, el Vaticano II ha reequilibrado y profundizado los temas centrales del cristianismo: revelación, Escritura, tradición, liturgia, Iglesia, colegialidad, relación con el mundo contemporáneo, apertura a las grandes religiones de la historia, diálogo con todos los hombres. Las cuatro grandes constituciones (DV, LG, SC, GS), consideradas justamente como los cuatro pilares del concilio, son también las que han inspirado la renovación conciliar. Es verdad que queda mucho por hacer, ¡pero cuántos cambios se han conseguido a nivel de actitudes y de textos! Habrí­a que ser ciego o cí­nico para no reconocer los logros adquiridos.

6. EXITOS PARCIALES. Señalemos, de pasada, cierto número de éxitos parciales:
a) El sí­nodo mismo de 1985 declaró que el concilio sigue siendo todaví­a mal conocido y hasta ignorado; es objeto de una lectura «incompleta y selectiva» y, consiguientemente, de una representación unilateral, de una «interpretación superficial» (Relación final, n. 4). Se aí­slan unos «trozos escogidos» para encontrar en ellos lo que se desea encontrar.

b) El concilio ha sido recibido de diversas formas, según la sensibilidad de los ambientes culturales y según la existencia o la ausencia de medios de comunicación. Muchos piensan que el concilio es aún demasiado occidental, demasiado romano.

c) El concilio reconoció la pluriformidad de la Iglesia en la unidad y aceptó abiertamente el principio de la colegialidad; pero no precisó el estatuto teológico y jurí­dico de las conferencias episcopales. Las posiciones de los teólogos a este respecto son bastante distintas: unos sólo les reconocen un papel pastoral y disciplinar; otros, por el contrario, les reconocen un papel de instancias intermedias entre la Iglesia diocesana y la Iglesia universal, con un poder propio y no de simple sustitución, con una función a la vez pastoral y doctrinal. Las conferencias episcopales deberí­an compararse con las «antiguas Iglesias patriarcales» (LG 23).

d) El diálogo ecuménico, si es verdad que ha acercado a las Iglesias, también ha llevado a que cada una reflexione sobre sus propias riquezas, sin que esté dispuesta a sacrificarlas para entrar en el seno de la Iglesia católica. Ha pasado el tiempo de los encuentros de sociedad; hay que llegar a las grandes opciones, que no dejan de exigir sacrificios. Por otra parte, las divisiones existentes dentro de la Iglesia católica, así­ como el autoritarismo cada vez más acusado del Vaticano, no favorecen ciertamente el retorno de unas Iglesias habituadas a una mayor libertad de maniobra.

e) Algunos textos importantes no tuvieron el impacto que merecí­an: la DV, por ejemplo, o el decreto sobre los sacerdotes.

f) La imagen de la Iglesia, pueblo de Dios, después de haberse impuesto durante el concilio, se fue borrando progresivamente hasta llegar a su desaparición. Se ha preferido la imagen de la Iglesia misterio de comunión, más al abrigo -al parecer- de una concepción democrática de. la Iglesia.

7. RESPUESTAS ESBOZADAS ANTES DEL CONCILIO Y RECOGIDAS DESPUES DEL CONCILIO: a) La sensibilidad ante el pauperismo terrible de un tercio de la humanidad se expresó en el concilio (GS 4.63-67); pero hubo de llegar Medellí­n, Puebla y la Populorum progressio para hacer de la opción preferencial por los pobres una realidad de la época posconciliar.

b) Los problemas de la paz y de la guerra, así­ como el de la amenaza nuclear, se mencionan ciertamente en el concilio; pero, bajo la presión de los acontecimientos de una historia muy reciente todaví­a incompleta, esos problemas han adquirido proporciones terrorí­ficas. El mundo actual tiene que defenderse más bien contra la tentación de suicidio, alimentada por el comercio de la droga, la ferocidad de algunos tiranos del poder, la inmoralidad desbordada, el libre comercio de las armas a escala mundial.

c) La visión del hombre propuesta por la GS ofrece elementos preciosos, pero todaví­a en estado embrionario para poder fundamentar una teologí­a de los derechos del hombre, problema que se ha desarrollado sobre todo en la época posconciliar. Entre los elementos útiles para esta reflexión señalemos los siguientes: el principio del hombre creado a imagen y semejanza de Dios, la justicia y el amor que caracterizan a la alianza de Dios con los hombres, el reino de Dios basadoaen la solidaridad entre los hombres y en la ausencia de discriminación. Pero son los problemas del terrorismo, del aborto, de las manipulaciones genéticas, del racismo, de la opresión multiforme, de la tortura satánica, de las inmigraciones masivas, los que han revelado la urgencia de una reflexión teológica sobre la dignidad de la persona y los derechos del hombre.

d) La GS consagra un capí­tulo entero (GS 53-63) a los problemas de la cultura, a las relaciones mutuas entre el evangelio y la cultura; pero no podí­a prever las consecuencias del desplazamiento cultural del Oriente hacia Occidente ni las infiltraciones del Occidente en el Oriente; transmitiendo-todo lo que el mundo occidental tiene de más degradante: El problema de la coexistencia de las culturas, del diálogo intercultural o interreligioso, se hace cada vez más complejo, sobre todo donde se identifica el diálogo religioso y polí­tico: por ejemplo, en el mundo musulmán.

e) El concilio era consciente de que el progreso de las «ciencias biológicas, psicológicas y sociales» iba a permitir al hombre conocerse mejor y ejercer una influencia directa en la vida individual y social por medio de técnicas inéditas (GS 3). También era consciente de que la Iglesia no tení­a una competencia que la hiciera capaz de ofrecer una solución concreta e inmediata a estos problemas inéditos -por ejemplo, en biotecnologí­a-, con sus repercusiones morales estudiadas por la bioética. Esta se encuentra ahora en plena fase de investigación.

f) El decreto sobre los laicos preveí­a la ascensión del laicado, pero sin poder medir la dimensión del fenómeno. El sí­nodo de 1987 y las exhortación pontificia de 1988 que lo siguió intentan definir la misión especí­fica de los laicos en la Iglesia, pero la práctica está muy lejos de la teorí­a. Varios paí­ses de Europa y de América cuentan con una mayorí­a de teólogos y teólogas laicos; es preciso tener en cuenta este nuevo factor. La mujer, en concreto, siente dolorosamente el hecho de que no se reconozcan «en la práctica» su dignidad y su competencia.

8. AMBIGÜEDADES RESIDUALES. a) En la elaboración y redacción de los textos conciliares intervinieron centenares de personas. Se resiente de ello la unidad de conjunto. Los géneros literarios son múltiples y variados: dogma, historia, pastoral, análisis social. Por eso resulta difí­cil en algunas ocasiones ponerse de acuerdo sobre la interpretación exacta de un texto.

b) El concilio, así­ como el nuevo Código de derecho canónico, sigue aún dividido entre la concepción de una Iglesia sociedad jurí­dica, que prevaleció durante siglos, y la concepción de una Iglesia misterio de comunión. El concilio no logró realizar una perfecta sí­ntesis de estas dos visiones, como puede constatarse leyendo los capí­tulos I y II de la LG, centrados en el misterio de la Iglesia, y luego los capí­tulos III y IV, centrados en la estructura jerárquica de la Iglesia. Hay una yuxtaposición de dos eclesiologí­as.

c) Algunas veces se obtuvo el consentimiento en los enunciados, pero sin prestar suficiente atención a los contenidos. Así­, se reconoció universalmente el principio de la colegialidad; pero unos entienden esta colegialidad como una simple realidad social y pastoral, mientras que otros la conciben como una instancia intermedia entre las Iglesias diocesanas y la Iglesia universal, con un poder pastoral y doctrinal. Se habló muchas veces de injusticia en las discusiones, pero el sentido de este término es ambiguo. En los paí­ses comunistas se trataba de las injusticias del partido, de las muchas formas de atentar contra la libertad; para otros paí­ses se trataba de los pecados de in,~usticia engendrados por un capitalismo devorador y repugnante; en algunos paí­ses de América Latina se trataba de las formas de opresión y de violencia que practicaban las dictaduras militares. Pero siempre se trata de la masa de los sin-voz, sin dinero y sin poder.

9. DESEOS NO COLMADOS. Bastará con poner dos ejemplos, por otra parte ligados entre sí­. En el concilio, la Iglesia habló mucho de sí­ misma, pero bastante poco de Cristo. El sí­nodo de 1985 tomó conciencia de ello cuando declara en su relación final: «La Iglesia se hace más creí­ble si habla menos de sí­ misma y más de Cristo crucificado y da testimonio de él por su propia vida». En otras palabras, el concilio rehabilitó a la Iglesia (LG) y al hombre (GS), pero tení­a que «rehabilitar» también en cierto modo a Cristo con una importante constitución. Porque los problemas más agudos que ha de arrostrar la teologí­a actual tienen que ver con la cristologí­a. ¿No es más significativo, en este sentido, que la encí­clica programática de Juan Pablo Il, Redemptor hominis, proponga a Cristo como «redentor del hombre», como «centro del cosmos y de la historia», siendo también significativo que la Comisión teológica internacional haya consagrado tres de sus sesiones (1981,1983, 1985) a los problemas de cristologí­a? En efecto, las cuestiones que se plantean los hombres de hoy se refieren a los fundamentos mismos del cristianismo en Jesucristo: la persona de Jesús, su identidad de Diosentre-nosotros, el conocimiento que podemos tener de Jesús, los medios de acceder a su enseñanza y a sus obras, concretamente a sus milagros, a su resurrección, a sus actitudes, a su conciencia de Hijo de Dios, a su proyecto eclesial. En una palabra, los hombres de hoy se plantean la cuestión de las cuestiones: ¿Es Cristo verdaderamente Dios entre nosotros en la carne y en el lenguaje de Jesús? ¿Es él el único que puede dar sentido a nuestra vida, el que conoce el destino último, el que puede iluminar las profundidades de nuestro ser, rasgar ese enigma que somos para nosotros mismos? Pues bien, estas cuestiones pertenecen a una disciplina teológica que se llama «teologí­a fundamental», pero que el concilio rodeó de un opaco silencio.

10. RECEPCIí“N DEL CONCILIO HOY. Lo que se ha llamado «recepción del concilio» está lejos de ser una operación terminada. La gran mayorí­a de los fieles comprendieron que el concilio respondí­a a una extrema urgencia, y le dieron un apoyo sincero e incondicionado. Pero el reciente «asunto Lefebvre» manifiesta en algunos una actitud de resistencia y hasta de rechazo. Están también los que mantienen la nostalgia de un pasado irrevocablemente superado. Y el grupo de los que sueñan con un Vaticano III, sin haber leí­do el Vaticano Il, y sobre todo sin haber asimilado sus riquezas. No faltan tampoco los que se esfuerzan en reducir la importancia del concilio hasta la insignificancia mediante discursos más sutiles, pero no menos insidiosos; en resumen, este grupo difunde las siguientes ideas: «No exageremos la importancia del Vaticano II. Después de todo, entre los 16 documentos conciliares, tres no son más que declaraciones; los nueve decretos no hacen más que recoger y detallar los capí­tulos de la LG; la GS es sólo una constitución pastoral; la constitución sobre la liturgia se refiere sobre todo a reformas disciplinares y prácticas; la DV es el hueso a roer que se ha dejado a los exegetas para tranquilizarlos; el núcleo duro del concilio es la LG (sobre todo la Nota praevia), que, por otra parte, no hace más que recoger la enseñanza tradicional de la Iglesia».

Seguramente serán necesarios varios decenios para medir el impacto real del Vaticano II. Pero podemos perfectamente afirmar que las resistencias humanas no conseguirán anular un concilio tan visiblemente sostenido por la fuerza del Espí­ritu.

BIBL.: Acta Synodalia S. Concilü Oecumenici Vaticani Il; 26 vols., Roma 1970-80; ALRERI00 G. y JOSSUA J. P. (eds.), La recepción de Vaticano II, Madrid 1987; AUHERT R., KNOWLES M.D. y ROOIER J. L. (dir.), Nueva Historia de la Iglesia V, Madrid 1964, 469-566; CAPRILE G., II Concilio Vaticano II, 5 vols., Roma 1963-1966; Colección «Unam Sanctam», vols. 51, 60, 61, 62, 65, 66, 67, 68, 70, 74, 75, 76, Parí­s 1966-1970; FLORiSTíN Cy TAMAVO J.J., E7 Vaticano II, veinte años después, Madrid 1985; KLINGER E. y YY ITTSTADT K., Glaube im Prozess (Festschrift K. Rahner); Friburgo 1.BF. 1984; LATOURELLE R. (ed.), Vaticano II. Balance y perspectivas,, Salamanca 1989, especialmente la Introducción, de R. LATOUttELLE, pp. 9-16, y los artí­culos de G. MAR7INA (El contexto histórico en el que nació la idea de un nuevo concilio ecuménico, pp. 25-64) y de K. H. NEUFELU (Obispos y teólogos al servicio del concilio Vaticano 11, pp. 65-84); MARTELET G., Las ideas fundamentales del concilio Vaticano II, Barcelona 196$; MARTiN DESCALZO J.L., El concilio de Juan y Pablo, Ed. Católica, Madrid 1967; ID, Un periodista en el concilio, 4 vols., PPC, Madrid 1963-1966, RATZINGER J., Entretiensurlafoi, Parí­s 1985; RICHARn L., HARRINGTON D. y G’MALLEY J. W. (eds.), VAnCAn 11 The Unfinished agenda, Nueva York 19$7; WENcER A., Vatican 11, 4 vols., Parí­s 1963-1966; Das Zweite Vatikanische Konzil, 3 vols., supl. del zfTx.

R Latourelle

LATOURELLE – FISICHELLA, Diccionario de Teologí­a Fundamental, Paulinas, Madrid, 1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Fundamental