VIDA CRISTIANA
(v. caridad, cristianismo, espiritualidad, esperanza, fe, gracia)
(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)
Fuente: Diccionario de Evangelización
SUMARIO: I. Introducción.- II. Ontología de la vida cristiana: 1. Ser en Cristo; 2. Ser en el Espíritu; 3. El cristiano, hijo del Padre; 4. Dimensión eclesial de la vida cristiana.- III. Dinamismo de la vida cristiana: 1. Muerte al pecado; 2. Vida teologal: a. Vida filial, b. Vida cristiforme, c. Vida en el Espíritu.- IV. Conclusión.
I. Introducción
La vida cristiana ha tenido, en general, una connotación «teísta» o a lo más, «cristomonista»; se ha visto normalmente en referencia al «Dios uno» o a Jesucristo. Tal vez por una no exacta comprensión del principio dogmático «omnia in Deo sunt unum ubi non abviat relationis oppositio» (DS 1330) o, acaso, más acertadamente por el planteamiento más próximo al Dios de los filósofos que al Dios revelado en Jesús, de la teología escolástica. El punto de partida de la teología escolástica ha sido la unidad de Dios y, en consecuencia, de acuerdo con el axioma teológico «operari sequitur esse», no se ha resaltado la componente «trinitaria» de la vida cristiana «Los cristianos, a pesar de su confesión ortodoxa de la Trinidad, son en la realidad de su existencia casi exclusivamente «monoteístas»».
Este artículo quiere venir a subsanar esta laguna y a presentar la vida cristiana en su doble vertiente: entitativa, como vida filial, en Cristo y en el Espíritu Santo; y operativa: vivir en cristiano implica una vida de hijos de Dios, en Cristo y como Cristo, en docilidad al Espíritu, dentro de la comunidad de la Iglesia.
II. Ontología de la vida cristiana
1. SER EN CRISTO (1 Co 1,30). «Alegrémonos y demos gracias: hemos llegado a ser no sólo cristianos, sino Cristo. Asombraos y alegraos: hemos llegado a ser Cristo… Los cristianos, porque son hijos de Dios, constituyen el cuerpo del Hijo de Dios; siendo él la Cabeza y nosotros los miembros, somos el único Hijo de Dios». Estas palabras de san Agustín, que pueden antojarse un bello eufemismo, responden a la más diáfana realidad del misterio revelado. Para san Pablo los cristianos, «creados en Cristo Jesús» (Ef 2,20) mediante el bautismo, son «una nueva creación» (2 Cor 5, 16), son (existen) en Cristo (1 Cor 1, 2), «uno en Cristo Jesús» (Gál 3, 27). Están santificados en Cristo (1 Cor 1,2).
En su bautismo el cristiano ha quedado injertado en Cristo y, en El, ha recibido el Espíritu Santo, que le ha hecho renacer, de suerte que es en Cristo, hijo del Padre.
Ser cristiano comporta, para el Apóstol, ser «una nueva criatura (Cf. Gál 5, 6; 6, 15; 2 Cor 5, 17). El cristiano es «un nuevo tipo de hombre» (Ef 2, 15). De este nuevo ser brotarán, como de una nueva raíz, unos frutos nuevos. Esta nueva condición es, ni más ni menos, el ser mismo de Cristo participado en su calidad de Hijo del Padre y Mesías redentor. Para expresar esta nueva condición el Apóstol se ve constreñido a forzar los términos, de suerte que puedan expresar de alguna manera el misterio de nuestra comunión con Cristo (cf. Cor 1, 9). Esta comunión la traduce en términos de «convivir», «con-vivificados», «con-resucitar», «con-glorificados», «co-herederos»». El cristiano, en efecto, es Cristo y vive de la vida de Cristo (cf. Gál 3, 4); existe en El (cf. Rm 8, 1. 10; 1 Co 1, 30) y vive en El de modo más pleno que el niño en el seno de su madre. La vida cristiana implica la comunión real en el «ser» y «vivir» de Cristo (cf. Gál 2, 20; Ef 3, 17). Este nuevo ser divino «introduce al hombre en el misterio personal de la vida trinitaria y le pone en relación personal con el Padre de Cristo y con el Espíritu de Cristo. Es Dios, el Padre, que se nos da en Cristo y es Cristo quien nos da su Espíritu».
Para el Apóstol, la nueva creación acontecida en Cristo y participada por el cristiano es su condición filial. El cristiano, por tanto, es hijo de Dios Padre en Cristo y Cristo mismo, que prolonga su existencia a lo largo de los siglos. O «como una humanidad prolongada de Cristo». El cristiano, en Cristo, es un muerto al pecado (Rm 6, 3-11; Col 3, 3); es Cristo mismo; es, en Cristo, hijo del Padre (Rom 8, 15; Gál 4, 4-6), con quien comparte su condición filial, sacerdotal, profética y real; es miembro de la Familia de Dios (Ef 2, 19), y los hombres, en Cristo, son hermanos (Mt 23, 8).
2. SER EN EL ESPíRITU. La revelación divina nos descubre también la existencia cristiana en permanente dependencia del Espíritu Santo, en total paralelismo con la dependencia de Cristo: «ser en Cristo» (1 Cor 1, 30) y «ser en el Espíritu» (Rom 8, 9); «comunión con Cristo» (1 Cor 1, 9; 10, 16) y «comunión en el Espíritu» (2 Cor 13, 13). El Espíritu concurre con Cristo en la constitución v desarrollo del ser cristiano juntamente con el Padre (1 Cor 12, 4-6).
Para Pablo la presencia del Espíritu en el cristiano es la razón de su participación en la vida filial del Hijo encarnado. El Espíritu Santo habita en el cristiano (cf. Rom 8, 9.11) y lo santifica (cf. 1 Cor 6, 11), constituyendo la comunidad cristiana y cada cristiano en morada de Dios en el Espíritu Santo (cf. Ef 2, 22). «Sellado con el Espíritu» (Ef 1, 13; 4, 30), el cristiano posee en sí al Pneuma divino como principio de filialización, de cristificación y de eclesialización o fraternización.
Por lo que hace a la «comunión en el Espíritu», «no se trata sólo de «participación» en el Espíritu, ni sólo de «comunión donada por el Espíritu Santo», sino que expresa toda la existencia cristiana, personal y comunitaria, en su comienzo, en su desarrollo y en su acabamiento, como «existencia relacional», como «ser con» y «ser para» Dios y los otros, ya ahora en la edificación de la comunidad, y eterna, en plenitud, al final»‘.
3. EL CRISTIANO, HIJO DEL PADRE. Consecuencia de la incorporación del hombre a Cristo y de la presencia en él del Espíritu Santo es el nuevo nacimiento: el cristiano es con toda propiedad hijo del Padre. Dos son los textos más señalados en los que el Apóstol afirma el carácter ontológico de la filiación divina del cristiano: «El Espíritu se une a nuestro Espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios» (Rom 8, 16), y «la prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama ¡Abba, Padre!» (Gál 4, 6)
San Juan, por su parte, tratando de evitar todo equívoco sobre el carácter ontológico de la filiación divina, dirá que no es cuestión de palabras: «nos llamamos y somos hijos de Dios» (1 Jn 3, 1-3). La filiación divina del hombre no es una mera ficción jurídica al estilo de las adopciones humanas. Los cristianos somos hijos del Padre, porque somos nacidos de Dios: «A todos los que la recibieron (la Palabra), les dio poder de hacerse hijos de Dios» (Jn 1, 12). «Se percibe aquí la línea ontológica del obrar divino…; la filiación es el don que sólo puede venir de arriba… Hay una nueva relación con Dios, como la que crea la naturaleza entre el padre y un hijo que él ha engendrado
La vida del cristiano, por tanto, es un nuevo modo de ser. El cristiano es la ampliación en el tiempo del ser mismo de Dios Trinidad. Este ser divino e inefable subsiste en tres personas distintas. De ahí que la participación y comunión del hombre en el ser trinitario de Dios comporta la participación en el único ser divino, pero en cuanto se da en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo. De ahí el carácter y contenido trinitarios de la ontología de la vida cristiana. La condición cristiana es filial, crística y espiritual . Es crística o cristiforme en cuanto que es la misma vida de Cristo. Es filial, dado que la vida que recibe en Cristo es la misma que éste recibe del Padre y es espiritual toda vez que esta vida tiene como principio generador y motor al Espíritu Santo.
4. DIMENSIí“N ECLESIAL DE LA VIDA CRISTIANA. La Iglesia es una comunión de personas que participan la vida de Dios Trinidad como vida compartida. La Iglesia ha sido creada por el Padre en Cristo y está vivificada y animada por el Espíritu Santo. El Concilio Vaticano II no se cansa de evocar esta condición teándrica de la Iglesia: «Se manifiesta la Iglesia como un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (LG 4; cf. GS 1; 24, 3; 40, 2; etc.). Este texto pone de relieve cómo la Iglesia participa la vida de comunión de la Familia original. Todavía más; la Iglesia es «el cuerpo de los Tres» (Tertuliano). A través de la Iglesia se hacen «presentes y como visibles» las tres divinas personas (GS 21, 5).
El misterio del ser divino es una comunión de amor. Por eso, es una Familia, por eso es Trinidad. La Iglesia, al participar el ser trinitario de Dios, es también una comunión, una familia. Más aún; es la extensión y visualización histórica de la misma Familia trinitaria. Y, como tal, debe manifestar el ser de Dios Trinidad en su propia existencia eclesial. Es lo que pide Jesús al Padre, momentos antes de su partida: «Que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21).
El Concilio Vaticano II, evocando estas palabras del Señor, propone la vida de comunión entre las tres divinas personas como ejemplo conforme al cual se debe estructurar toda sociedad: «El Señor, cuando ruega al Padre que todos sean uno, como nosotros también somos uno (Jn 17, 21-22), abriendo perspectivas cerradas a la razón humana, sugiere una cierta semejanza entre la unión de las divinas personas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y caridad» (GS 24, 3). La SS. Trinidad, por tanto, es la comunidad original de la que procede toda familia en el cielo y en la tierra (cf. Ef 3, 15). «Se dan diferentes formas de vida social: la comunidad familiar, nacional, política, profesional, etc. Desde hace algún tiempo se habla también de la comunidad internacional. Bien que todas estas comunidades sean una realidad y sirvan al desenvolvimiento de la persona, la comunión sobrenatural de la Iglesia, nacida del amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, es el lazo más fuerte que nos aúna en este mundo…»10.
III. Dinamismo de la vida cristiana
«Operari sequitur esse», reza un dicho filosófico. El obrar del cristiano debe corresponder a su nueva condición. Si es hijo de Dios, en quien se amplía y completa el misterio del Hijo encarnado (cf. Col 1, 24) y está animado por el mismo Espíritu del Señor resucitado, su «estilo de vida» debe corresponder a su nueva condición. La cristificación que se ha operado en el hombre por el bautismo ha sido un comienzo. Esta vida nueva en Cristo tiene que crecer y desarrollarse hasta llegar a la plenitud de la edad de Cristo (cf. Ef 4, 13). De ahí el carácter dinámico de la vida cristiana.
La conformación del cristiano con Cristo está sujeta a un proceso pascual. Lo mismo que Cristo pasó de la muerte a la vida, de su condición de «Siervo» a la de «Kyrios», el cristiano debe realizar su pascua de una condición de esclavo del pecado a la nueva condición de hijo de Dios. El desarrollo de la vida en Cristo implica un doble movimiento: negativo (muerte al pecado) y positivo (vida teologal).
1. MUERTE AL PECADO. Es la primera tarea que se impone al cristiano. Para el Apóstol esta muerte es real. Sacramentalmente los cristianos están muertos al pecado. En su carta a los Romanos nos recuerda Pablo cómo por el bautismo hemos venido a comulgar en el misterio de la muerte redentora del Señor Jesús: «¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte?» (Rom 6, 3; cf. 6, 4-11). Texto medular del Apóstol, que pone de manifiesto las exigencias de muerte y purificación que entraña nuestra incorporación a Cristo y, por ende, nuestra participación en el misterio redentor del Señor.
a) En virtud de la solidaridad que la encarnación establece entre Cristo y los hombres, el Señor asumió los pecados de todos (cf. 2 Cor 5, 21) y los destruyó y expió muriendo en la cruz. Cristo murió «a causa de nuestros pecados» (Rom 4, 25; 8, 3; Gál 1, 4) y «en favor de la humanidad pecadora» (Rom 5, 6. 8; 8, 32; etc. ). «La fórmula «uno ha muerto por todos» (2 Cor 5, 15; cf. Rom 5, 19; 1 Cor 15, 22) expresa en un denso contenido todo el significado de la muerte de Cristo: como miembro representativo de toda la humanidad pecadora, identificado con ella por el amor, Cristo ha dado la vida por la salvación de todos»».
Hay, por tanto, una diferencia notable entre la muerte de Cristo y la que se exige del cristiano. De ahí que, al asociar ambas, el Apóstol utilice el término «semejanza». «El bautismo es la semejanza, la imagen, el simulacro de la muerte de Cristo. Los efectos son idénticos; la muerte del cristiano por el bautismo, a semejanza de la muerte de Cristo, es muerte al pecado, liberación del mal; y, no obtante, existe entre estas dos muertes una distinción: la muerte de Cristo fue una muerte cruenta en la cruz, y si el cristiano participa de esta muerte, es muriendo de un modo diferente, de un modo sacramental. Se trata, ciertamente, de una muerte verdadera para él, idéntica, en cierto sentido a la muerte de Cristo, pero diferente en cuanto a su modo».
Para expresar el contenido de la muerte del cristiano en Cristo emplea el Apóstol la alegoría de «hombre viejo» (Ef 4, 22), del que los cristianos fueron despojados en el bautismo. Bajo esta alegoría quiere expresar el Apóstol toda la realidad del hombre bajo el signo del pecado, «el hombre mismo en cuanto es orgánicamente arrastrado al pecado por sus tendencias pervertidas». Pues bien; este hombre viejo ha quedado destruido radicalmente en Cristo, en su muerte redentora; y en los cristianos, en el bautismo. «La muerte del bautismo no viene a yuxtaponerse a la de Cristo en la cruz, sino que el sacramento del bautismo del cristiano hace suyo el mismo acto de Cristo: el hombre viejo y el cuerpo de pecado mueren en el bautismo, porque ya murieron en Cristo en el calvario… No es, desde luego, un ejercicio concreto de renunciamiento al pecado en la vida diaria, como si el hombre se hallara abandonado a sus propias fuerzas y debiera conquistar y alcanzar la vida a fuerza de puños. Es ante todo, un acontecimiento que ya ha tenido lugar en el bautismo, simulacro de la muerte de Cristo, y la conducta diaria no es más que la dilatación, la propagación lenta de esa victoria de Cristo crucificado, que se va poco a poco apoderando de la existencia del hombre». Se trata de una muerte radical o en la raíz pecadora del hombre, que afecta y compromete la existencia toda del cristiano. Para el Apóstol la participación del cristiano en la muerte de Cristo comporta: a) una muerte real y permanente al pecado (cf. Rom 6, 6. 11; Col 3, 1); b) abandono de la carne con su concupiscencia (cf. Rom 13, 14; Ef 5, 3; etc.); c) renuncia al mundo (criterios y actitudes mundanas), condenado por el mismo Cristo como enemigo del reino de Dios (cf. Jn 17, 9ss.). Recordando a sus cristianos estas exigencias de su muerte en Cristo y con Cristo, Pablo dice: «Habéis muerto y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios» (Col 3, 1).
La conversión, en consecuencia, es un concepto dinámico que abarca toda la persona (criterios, actitudes y modos de obrar).
b) En labios de Jesús la invitación a la conversión (cf. Mc 1, 15) introduce una absoluta novedad: el reino de Dios, que ha llegado en su persona y que es la vida nueva de hijos de Dios. Convertirse significa participar ya en esta nueva condición introducida por Cristo, aceptando ser y vivir por El, con El y en El, bajo la acción del Espíritu, para el Padre; lo que implica una opción fundamental por Dios y su reino.
c) Para las comunidades cristianas primitivas la conversión es un aspecto esencial del kerygma (cf. He 2, 38; 3, 13-14; 14, 15-16; 36, 18.20; etc.). La conversión a Dios implica un cambio radical de vida; es una opción por el Dios de la vida, que reclama el abandono de los ídolos (cf. He 14, 15: 26, 18-20). La conversión implica abandonar los caminos propios (He 14, 16) para entrar en los caminos de Dios. Este camino, de acuerdo con las reiteradas alusiones de He (cf 9, 2; 18, 25-26; 19, 9. 23; 22, 4; 24, 14-22) es un determinado «estilo de vida» que lleva a los seguidores de Jesús a vivir en comunión de donación al Padre y a los hermanos.
2. VIDA TEOLOGAL. La nueva condición del ser humano, regenerado en Cristo por la acción del Espíritu Santo y constituido hijo de Dios, reclama de éste un nuevo «estilo de vida» que calificamos de «teologal».
a. Vida filial. La vida cristiana es vida filial y, en consecuencia, el actuar cristiano debe caracterizarse por un comportamiento filial. La vida de Cristo, cuya filiación participa el bautizado, es una vida filial, constitutivamente filial en la eternidad y vivencialmente filial en su condición de Hijo encarnado, como consecuencia de su ser filial. En la eternidad el Hijo es pura relación, una mirada de donación al Padre. En el tiempo, a su vez, todo su misterio está polarizado por una vivencia de su relación filial con el Padre, hasta el punto de poder decir que su manjar era hacer la voluntad del Padre (cf. Jn 4, 34; 8, 29).
Si el cristiano es hijo del Padre de modo análogo a Cristo, su actuar deberá brotar de esa raíz filial y todo su proceder deberá ser filial. En todo momento el cristiano debe buscar el rostro del Padre (cf. Sal 26, 8), de suerte que todo en él esté orientado al Padre y pueda decir como Jesús: «siempre hago lo que es del agrado de mi Padre» (Jn 8, 29).
Algunas consecuencias:
1) Conocer al Padre. Es el primer deber del hombre (cf. Job 4, 15) y de todo hijo de Dios (cf. Jn 17, 3). En el vocabulario semita el término «conocer» no tiene un sentido meramente intelectual. «Para el hebreo conocer… es un término de experiencia existencial… Conocer a una persona es entrar en relaciones personales con ella…». El conocimiento del Padre, por tanto, debe ser un «conocimiento-comunión, conocimiento- experiencia) y progresivo…, en cuanto significa la intercompenetración con lo conocido, la experiencia de todo el hombre…» Es el conocimiento que Jesús tiene del Padre: «Yo le conozco y guardo su Palabra» (Jn 8, 56).
El conocimiento del Padre, por otra parte, tiene su verificación en el conocimiento experiencial del Hijo, con cuyo misterio el cristiano ha entrado en comunión: «Nadie va al Padre, sino por mí. Si me conocieseis a mí, conoceríais también a mi Padre. Desde ahora le conocéis y le habéis visto» (Jn 14, 6-7). Ahora bien; el conocimiento que Jesús tiene de su Padre se expresa en el amor a los hermanos: «Queridos, amémonos los unos a los otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor» (1 Jn 4, 7-9).
Presente en el cristiano, el Espíritu Santo, mediante las virtudes teologales y dones divinos, sobre todo, el don de piedad, suscita, alienta y desarrolla en el bautizado este conocimiento experiencia) de su vida filial. Del mismo modo que nadie puede decir «Jesús es el Señor» sino «por la acción del Espíritu Santo» (1 Cor 12, 3), tampoco puede decir «Padre» sino es por la acción del mismo Espíritu (cf. Gál 4, 6).
2) Confiar en el Padre. El conocimiento del Padre se debe traducir en confianza filial en él. «En cuanto a vosotros hasta los cabellos de vuestra cabeza están contados…» (Mt 10, 30). Jesús trata de alejar del hombre que sigue su camino toda excesiva preocupación por las realidades transitorias de este mundo que pasa: «No andéis preocupados por vuestra vida: qué comeréis, ni por vuestro cuerpo: con qué os vestiréis…» (Mt 6, 25). El seguidor de Jesús debe esperar del Padre «el pan de cada día» (Mt 6, 5ss.).
Para Juan, en un sentido más profundo y salvífico, los hombres reciben del Padre el pan verdadero (cf. Jn 6, 32), el poder ir a Jesús (cf. 6, 35), al mismo Jesús (cf. 3, 16), al otro Paráclito (cf. 14, 16; 1 Jn 3, 24; 4, 13), la vida eterna (cf. 1 Jn 5, 11), el amor por el que somos llamados hijos de Dios (cf. 1 Jn 3, 1). Todo lo bueno que el hombre puede atribuirse le viene dado «de arriba» (cf. 3, 27) y, por lo mismo, el cristiano lo debe esperar del Padre. De modo especial, el cristiano ha de esperar del Padre el perdón de sus debilidades y pecados (cf. Mt 6, 12). Quien «no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por nosotros, ¿cómo no nos dará con él graciosamente todas las cosas? (Rom 8, 32).
3) Vivir en comunión con el Padre. El amor busca la presencia y la compañía de las personas que amamos. Ahora bien; el Padre está siempre presente a nosotros, o mejor nuestra vida está siempre ante sus ojos, como el niño en el regazo de la madre. Es necesario, por tanto, que todo hijo de Dios procure, en todo momento, vivir en la presencia de su Padre Dios. Jesús afirma reiteradamente la mutua inmanencia entre El y su Padre: «Yo estoy en el Padre y el Padre en mí» Un 14, 11; cf. 14. 10. 20; 17, 21). Análoga inmanencia se debe dar entre el Padre y los hijos de adopción. Es necesario que la presencia ontológica del Padre en sus hijos de adopción se vea correspondida con una presencia psicológica por parte del hombre. Esta presencia psicológica llevará al cristiano a vivir «en trato familiar y asiduo con el Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo» (OT 8, 1). Para Jesús la oración era una exigencia de su condición filial. Porque era -es-Hijo buscaba el contacto a solas con el Padre (Mt 14, 23; 26, 33-39.42.44; Mc 1, 35; 6, 45; 14, 32.35.39; Lc 3, 21; 5, 16; 6, 12; 9, 18.28-29; 11, 1; 22, 40.41.43).
La vida filial, por último, exige que se desarrolle «en el Padre» (Jn 14, 10-11), como Jesús. En su ajetreada vida apostólica Jesús nunca salía del ámbito del Padre. Para el cristiano, de modo análogo, «el Padre es el fundamento y el ambiente de nuestra vida. El es quien nos lleva y envuelve». En el vértigo de la actividad, el cristiano debería decir como Jesús: «Yo estoy en el Padre» Un 14, 10).
4) Cumplir la voluntad del Padre. La condición filial del cristiano comporta una apertura total al Padre para cumplir su voluntad. Como Jesús, que califica la voluntad del Padre su «comida» (Jn 4, 34); siempre hace lo que agrada al Padre (cf. Jn 8, 31), tratando de llevar a cabo su obra (cf. Jn 4, 34). Para todo hijo del Padre, al igual que para Cristo, la única tarea a realizar es el cumplimiento de la voluntad del Padre. Al igual que para Jesús, por otra parte, la voluntad del Padre es que el cristiano acabe su obra. «La voluntad de Dios es su voluntad salvífica de hacer participar a los hombres en la vida y glorificación de su Hijo. Para el hombre hacer la voluntad de Dios es coincidir con esa voluntad salvífica». Jesús lleva a cabo la obra del Padre entregándose por entero a la salvación de los hombres sus hermanos, hasta dar la vida por ellos. El cristiano, de forma análoga, ha de vivir su amor al Padre, entregándose por entero a la salvación integral de los hombres, haciendo el camino de Jesús. Se ve, por tanto, que lejos de oponerse o andar por caminos paralelos amor a Dios y amor a los hombres, más bien se implican, siendo el amor a los hombres la concreción, manifestación y verificación del amor del Padre.
5) Imitar al Padre. Todo hijo es, por regla general, imagen viva de sus progenitores, cuyos rasgos manifiesta. Nada de extraño, por tanto, que el cristiano, nacido de Dios e hijo del Padre, sea en su ser y en su obrar, imagen viva de su Padre Dios. En el evangelio Jesús insiste machaconamente en que los hombres, como hijos de Dios, deben imitar la bondad del Padre: han de amar a los enemigos y rogar por cuantos los persiguen (cf. Mt 5, 43-48); deben perdonar, como el Padre les perdona sus deudas (cf. Mt 6, 1-13).
En imperativo categórico nos dice: «Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto» Mt 5, 48). Pablo reclama esto mismo de sus cristianos: «Sed, pues, imitadores de Dios, como hijos carísimos y vivid en el amor» (Ef 5, 1). Ahora bien; ontológicamente «Dios (el Padre) es Amor» (1 Jn 4, 8. 16), es decir, don total a los hombres, por Cristo y mediante la acción del Espíritu Santo. Los hijos adoptivos, en consecuencia han de ser amor en su vida de total entrega al Padre y a los hombres. Entonces será cuando imitarán la perfección del Padre celestial. Por eso, el Apóstol, como exigencia de su condición filial, pide a sus cristianos que vivan «en la caridad como Cristo os amó y se entregó por nosotros en oblación y sacrificio a Dios en suave olor» (Ef 5, 1-2). San Juan, por su parte, describe al cristiano como «el que permanece en el amor» (1 Jn 4, 16).
En esta apasionante, aunque difícil empresa, los cristianos no están solos: se nos ha dado el Espíritu Santo, que ha derramado en nosotros la caridad de Dios (Rom 5, 5), y que nos capacita para amar al Padre y a los hombres con el mismo amor con que el Padre ama al Hijo y el Hijo al Padre y Padre e Hijo aman a los hombres. El Espíritu Santo, en efecto, se nos ha dado como principio generador, promotor y animador de todo el desarrollo de nuestra vida filial. El Paráclito, mediante el cortejo de virtudes y dones que acarrea con su presencia, actúa en el cristiano para que reproduzca y manifieste en su vida el ser y vida del Padre, que es Amor.
b. Vida cristiforme. 1) «Hijos en el Hijo», todos los cristianos han sido predestinados por el Padre a «reproducir la imagen de su Hijo, para que El fuera el primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8, 29). «Ser conformes a su imagen significa: estar asociados a su filiación, mantener con Dios una relación de origen y de similitud análoga a la del «Hijo de su amor» con su Padre. Es convirtiéndose en parecidos a Cristo como los discípulos realizarán su vocación de imágenes e hijos». Todavía más; el ser regenerado es formalmente cristiano. Por eso, la «nueva vida» (Rom 6, 4) radica esencialmente no sólo en vivir por Cristo o con Cristo (cf. Rom 6, 11; Flp 1, 21), ni tan sólo en entregarse o asemejarse cada vez más a El, cuanto, puesto que Cristo vive en el cristiano (cf. Gál 2, 20), «en dejar al Señor que despliegue con plena soberanía su vida» en nosotros, y así pensar como El pensaba (cf. 1 Cor 2, 16), amar como El amaba (cf. Flp 1, 8) obrar como El obraba (cf. Flp 2, 5). «La vida cristiana es Cristo que continúa viviendo personal y moralmente en los suyos». La vida moral del cristiano, por tanto, tiene un carácter sacramental: es Cristo mismo, cuya vida ha recibido en el bautismo y que se fortalece en los demás sacramentos, la que se manifiesta en la vida de cada día. No se trata de reproducir miméticamente las acciones de Cristo, cuanto de adoptar «el estilo de vida» de Jesús en todos los niveles sociales y en cada uno de los estratos de la existencia.
Así entendió Pablo su existencia: «mi vivir es Cristo» (Flp 1, 21); «con Cristo estoy crucificado; y no vivo yo, sino que Cristo es quien vive en mí» (Gál 2, 21). El Apóstol es consciente de que el misterio de Cristo pasa por su persona y se manifiesta en su vida, y viceversa. A los cristianos les pide que se revistan «del Hombre nuevo» (Cristo) «creado según Dios» (Ef 4, 24). «Despojaos del hombre viejo con sus obras y revestíos del hombre nuevo, que se va renovando hasta alcanzar el conocimiento perfecto según la imagen de su Creador» (Col 3, 10). En el texto de Colosenses el Apóstol emplea dos verbos: el aoristo para indicar una acción pasada (la inserción de los hombres en Cristo), y el presente («se renueva») para expresar una acción que aún continúa. Se trata de hacer realidad en la vida lo que sólo germinalmente aconteció en el cristiano en su bautismo. He aquí el carácter dinámico y progresivo de la vida cristiana. El niño recién nacido es ya un hombre, pero en un estadio incipiente: necesitará de muchos años y de numerosos medios para llegar a la madurez. La comparación vale para entender la condición dinámica de la vida cristiana: «progreso lento, desarrollo tardío, partiendo de este germen de la vida que se recibe en el bautismo, laboriosa formación de un hombre nuevo, del cual ya está uno revestido y del que, sin embargo, aún es preciso «irse revistiendo». Paradoja que encierra una lucha constante, diaria, puesto que se trata de ir eliminando, abandonando los despojos del hombre viejo. Su mentira debe ceder el paso al «verdadero conocimiento»; su apego, sus lazos con el yo carnal a la adhesión de Dios; su rostro de hombre pecador a la imagen de Cristo que quiere formarse en El». Es lo que pide Pablo a sus cristianos: «Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos mutuamente…» (Col 3, 12-13).
2) Seguimiento de Cristo. De acuerdo, sobre todo, con la tradición sinóptica, la configuración del cristiano con Cristo acontece mediante «el seguimiento» del Maestro (cf. Mc 1, 17; 2, 14; Mt 8, 21; Lc 9, 59s.; etc.). La búsqueda de identidad promovida por el Vaticano II ha traído como consecuencia la pregunta por el ser y el vivir cristianos. Numerosos grupos después del Concilio han descubierto en el » seguimiento» una fórmula breve que resume los contenidos fundamentales del «ser» y el «actuar» cristianos. Más aún, la misma teología ha tratado de articular en torno al seguimiento toda la vida cristiana.
La vida cristiana como «seguimiento de Cristo» tiene hoy un especial reclamo por lo que ofrece de olvido de sí para salir al encuentro del otro. Por otra parte, el camino del seguimiento se abre a todo cristiano, que es invitado a seguir al Maestro (cf. Mc 8, 34) según su «propio» carisma (1 Cor 12, 1-12).
El seguimiento de Cristo implica la fe confiada en Jesús como Hijo del Padre y hermano de todos los hombres, que ha abierto al ser humano al amor como único camino de realización existencial. Amor que se cifra en el «don» de sí al Padre hasta la muerte en la cruz, para realizar su proyecto de liberación integral del ser humano y restituirlo a su dignidad de hijo de Dios y hermano de todos los hombres.
El camino de Jesús, siempre marcado por la contradicción y la muerte, tiene como final la resurrección. Haciendo el camino de Jesús el cristiano tiene esperanza fundada en la superación de todas las contradicciones de la historia, cuando «Dios sea todo en todos» (1 Cor 15, 28). El seguimiento de Jesús, por otra parte, sólo se explica desde la fidelidad al Espíritu de Jesús, que es la «luz» del camino y el intérprete de las dificultades que se interfieren en la dureza del seguimiento, para que no se obnuvile el sentido de las bienaventuranzas.
El seguimiento de Jesús es la verificación del Dios trinitario que vive Jesús: es mostración del Padre que es amor, de Jesucristo, Hijo del Padre que visualizó a Este en su vida de entrega a los hombres y pecadores (cf. Jn 14, 8), y de la fuerza transformadora del Espíritu Santo.
c. Vida en el Espíritu. 1) El Espíritu Santo ha sido dado a la Iglesia y, en ella, a cada uno de los cristianos, como principio de una vida nueva. La presencia del Espíritu Santo en el hombre transforma el ser humano hasta el punto de convertirlo en «templo» (cf. 1 Cor 3, 16s.; 6, 19) de Dios. Dos son las consecuencias de esta presencia del Espíritu en el hombre: a) La pertenencia del cristiano a Dios. «Del hecho de la inhabitación del Espíritu en nosotros como en un templo se sigue que ya no nos pertenecemos a nosotros mismos; que estamos consagrados; que somos de Dios, formados a imagen de Cristo resucitado, muerto al, pecado y vivo para Dios (Rom 6, 10-11). Dios destruirá a quien no haya respetado en sí la sagrada propiedad de Dios». b) Una vida de santidad moral. «La santidad es el ornato de tu casa» (Sal 93, 5). La condición del cristiano en su calidad de «templo» de Dios comporta la dedicación de toda su vida al servicio divino. Un cáliz y una patena, en virtud de su consagración, no pueden tener otro uso que el servicio al culto divino. Utilizarlos en otros menesteres, sería una sacrílega profanación. Lo propio ocurre con el cristiano: como templo del Espíritu Santo está consagrado totalmente a Dios, de suerte que toda su vida con todos sus actos le pertenecen. Emplear su vida en otros usos es teológicamente un horrendo sacrilegio. «El fundamento de la ética cristiana es, por tanto, la dignidad ontológica del cristiano, el alma y el cuerpo que es el tabernáculo del Espíritu Santo; cada fiel y todos los fieles colectivamente, ha venido a ser ese santuario (naos) del que Jesús habla refiriéndose a su propio cuerpo inmolado y resucitado, que constituye el verdadero templo y es en el que se ofrece el culto verdadero espiritual y agradable a Dios».
2) El Espíritu Santo es el principio de una vida nueva en el cristiano. «Santificados en el Espíritu» (Rom 15, 16) los cristianos deben vivir «según el Espíritu» (Gál 5, 16. 18. 25), es decir, de acuerdo con las exigencias de la nueva condición que han recibido, llevando una vida «filial», «cristiforme» y «espiritual» o «pneumática». «Caminar «en el Espíritu» es un ser guiado por el Espíritu o dejarse guiar por el Espíritu». En Gál 5, 18 y 25 el Apóstol vuelve a insistir en la misma idea, matizándola. Nos fijamos preferentemente en el versículo 25: «Si vivimos según el Espíritu, obremos según el Espíritu». Para H. Schlier el término pneumati se ha de entender como dativo instrumental: «por el Espíritu o la fuerza del Espíritu. El fundamento íntimo, la fuerza motora íntima de esta vida es el Pneuma». Es importante resaltar este aspecto para que se vea una vez más cómo, de hecho, por medio del Espíritu y únicamente así, viene al hombre el poder obrar deiformemente.
Del Espíritu proviene que el hombre pueda obrar una vida «según el Espíritu», es decir, una vida de hijo de Dios. Eso sí, esta acción del Espíritu reclama, de igual forma, la cooperación humana y, por tanto, libre, del hombre. Porque los cristianos están (= son) en el Espíritu (Rom 8, 9), tienen al Espíritu como fuente motora que los impulsa y mueve a obrar «filialmente», cristifórmemente» y «pneumáticamente»: «La vida de los cristianos se realiza en un camino ajustado al Espíritu y regido por el Espíritu».
En orden a vivir esta vida deiforme el mismo Espíritu capacita al hombre con medios adecuados, también divinos. Las virtudes teologales actúan a modo de potencias sobrenaturales mediante las cuales el hombre puede obrar conforme a su condición de hijo de Dios. El Apóstol relaciona las tres virtudes: fe, esperanza y caridad con el Espíritu Santo.
a) La fe. En varios lugares Pablo vincula la fe al Espíritu Santo, que viene a ser el hontanar e impulsor de la misma (cf. Gál 5, 5; 2 Cor 4, 12; Ef 1, 13). «El Espíritu es el principio de vida de la Iglesia, en cuanto la ilumina internamente con la luz de la fe…, la sostiene en el deseo de encontrarse con Cristo glorificado y le infunde el anhelo de la unión íntima con Dios».
b) La esperanza. También es frecuente en el Apóstol relacionar la esperanza con el Espíritu Santo (cf. Rom 5,4-5; 15, 13; Gál 5, 5; Ef 4, 4). Pese a no poseer aún la visión facial de la comunión a cara descubierta con el Padre y el Hijo, y a despecho de las dificultades que entraña el camino ( cf. Rom 5, 2; 8, 16; 12, 12; 14, 7), el Espíritu Santo alienta en la Iglesia y en cada uno de sus miembros la esperanza gozosa de entrar un día en el regazo paterno: «El Espíritu y la Novia dicen: `Marana tha’ ¡Ven, Señor Jesús!» (Ap 22, 17).
c) La caridad. En cuanto a la caridad, el Apóstol abunda. Elevado el cristiano a la condición de hijo de Dios y miembro de su Familia, se le ha dado, no sólo la fe y la esperanza, sino también «la caridad» misma de Dios, para que corresponda a su amor, amándole con el mismo amor con que El nos ha amado. Este amor de Dios en el hombre es obra del Espíritu Santo: «El amor de Dios ha sido derramado en nosotros por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5, 5). Pablo llama a la tercera persona divina «Espíritu de caridad» (2 Tim 1, 7); los cristianos aman «en el Espíritu» (Col 1, 8) y deben luchar «por el amor del Espíritu» (Rom 15, 30). El cristiano es tal, cuando ama con este amor de caridad que proviene del Padre, por medio del Hijo en la presencia del Espíritu’.
En la GS (22, 4) recuerda el Vatiano II citando a Rom 8, 23, que «El cristiano… recibe las primicias del Espíritu (Rom 8, 23), las cuales le capacitan para cumplir la nueva ley del amor». En Rom la expresión «primicias del Espíritu» tiene el sentido de principio de la vida filial, que florecerá en la Patria en la comunión familiar y eterna del hombre con el Padre, por Cristo, en el amor del Espíritu Santo. El Apóstol, por eso mismo, utiliza el término «primicias del Espíritu» en cuanto que son los primeros frutos que brotan en el cristiano, si bien deben aguardar a la plena sazón en la gloria. En el texto conciliar el relativo tiene sentido instrumental: «La actividad del cristiano «animado por el Espíritu Santo» (Rom 9, 14) es más una actividad de Cristo o del Espíritu dentro de él que suya. Como Pablo había declarado a los Gálatas: «ya no amo yo, es Cristo quien ama en mí, en el Espíritu» (Gál 2, 20), todo cristiano digno de ese nombre puede y debe decir: «ya no amo yo, es Cristo quien ama en mí, en el Espíritu». Pues el cristiano ama con el amor con que el Padre y el Hijo nos aman».
El amor del Padre que el cristiano recibe por obra del Espíritu Santo (Rom 5, 5) lo capacita «para expresar en su vida el espíritu de las bienaventuranzas» (AA 4, 6), de suerte que toda la gama de actividades con las que se teje su existencia, «si se realizan en el Espíritu, se convierten en «hostias espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo» (1 Pe 2, 5)» (LG 34, 2). Santificados en el Espíritu, los hijos de Dios deben acoplar todo su obrar a las exigencias de la nueva condición, de tal suerte que «donde quiera que estén, están obligados a manifestar con el ejemplo de su vida y el testimonio de la palabra el hombre nuevo del que se revistieron por el bautismo y la virtud del Espíritu Santo, por quien han sido fortalecidos con la confirmación, de tal forma que todos los demás, al contemplar sus buenas obras, glorifiquen al Padre (cf. Mt 1, 16)» (LG 11, 1). Todo cuanto el cristiano realice debe estar hecho «en el Espíritu» (LG 17, 1). Aunque el Concilio no evoca texto alguno de la Escritura, hay que pensar que con dicha frase quiere indicar la obra de santificación de la Iglesia. Y, en primer lugar, su renovación interior, que debe ir progresivamente acoplándose «al estilo de vida del Hijo de Dios», de suerte que «la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo» (2 Cor 4, 10; Flp 2, 5). Para los autores del NT esta tarea es consecuencia insoslayable de la nueva condición del cristiano: «El hombre interior se va renovando de día en día» (2 Cor 4, 16; cf. Ef 4, 26; Col 3, 10; Tit 3, 5; Heb 6, 6). Los cristianos, en efecto, deben purificarse de la levadura vieja, para ser, en Cristo, una masa nueva (cf. 1 Cor 5, 7); deben despojarse del hombre viejo y revestirse del nuevo, creado según Dios (cf. Col 3, 10; Ef 4, 22 ss.). Ahora bien; esta tarea de renovación y transformación interior es obra del Espíritu Santo (cf. Rom 7, 6; 8, 1-16; Gál 5, 16-25), que mueve a la Iglesia a caminar por los mismos derroteros de Cristo, a saber, la pobreza, el servicio y la inmolación en aras del amor al Padre y a los hombres (cf. AG 5, 2).
d) Vida en la Iglesia. La vida filial del cristiano implica no sólo la comunión con las divinas personas, sino también la comunión con quienes, en Cristo, consituyen las Familia de Dios, que es la Iglesia. Como miembro de la Iglesia, el cristiano se realiza en cuanto tal en la medida en que se abre a los otros en donación y acogida mutuas. Lo mismo que Cristo es el camino a través del cual llega al hombre la vida filial y sólo en Cristo y desde Cristo se vive como hijo de Dios, así tambiénsólo desde la Iglesia como sacramento y camino se realiza como cristiano, desde, en y por la Iglesia. Nadie va por libre al Padre. Cristo y la Iglesia son sacramentos del encuentro con Dios. Únicamente con Cristo y con la Iglesia, desde Cristo y desde la Iglesia y en Cristo y en la Iglesia el cristiano puede vivir su filiación divina. Al igual que Cristo, la Iglesia y cada uno de sus miembros es camino obligado para vivir la vida cristiana33. Este aspecto está tratado con más amplitud en este mismo Diccionario en las voces Comunión e Iglesia. A ellas me remito.
IV. Conclusión
«Iglesia, ¿qué dices de ti misma?» Esta interpelación de Pablo VI a toda la comunidad cristiana al comienzo de la segunda sesión del Concilio, se la han hecho todos los estamentos del Cuerpo Místico de Cristo tratando de redescubrir su propia identidad. En lo que al constitutivo de la vida cristiana se refiere, el Vaticano II la ha descrito en su dimensión entitativa y operativa: a) entitativamente la vida cristiana es la participación en la vida del Padre, por Cristo y en Cristo, mediante la acción del Espíritu Santo (cf. LG 39-40). b) Operativamente el Concilio ha descrito también la vida cristiana por su referencia a las divinas personas: «El divino Maestro…predicó a todos… la santidad de la que El es iniciador y consumador: Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt 5, 48). Envió a todos el Espíritu Santo para que los mueva interiormente a amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda lamente y con todas las fuerzas (cf. Mt 12, 30) y a amarse mutuamente como Cristo les amó (cf. 13, 34; 15, 12)… En consecuencia, los seguidores de Cristo conserven y perfeccionen en su vida la santificación que recibieron» (LG 40, 1).
Esta visión trinitaria de la vida cristiana relativiza muchas «formas» excesivamente moralizantes de vivir la novedad cristiana, dándoles una visión mucho má teologal. La recuperación del «Centro» permitió una visión más teologal y, por lo mismo, más trinitaria, de ver y vivir el cristianismo, desde un horizonte más teologal y fraterno, en Cristo y en la Iglesia, en docilidad plena al Espíritu Santo. Esta visión de la vida cristiana parecería que tenía que haber entrado con fuerza en el Pueblo de Dios. Mucho se ha hecho y se está logrando. En muchos ámbitos de la Iglesia, sin embargo, debido tal vez a no haber recuperado el «Centro» que debe «centrar» todo el misterio cristiano, se nota un intento de vuelta a formas arcaicas que, si en otro tiempo fueron válidas, hoy, tal vez, tienen poco que «mostrar». La «nueva evangelización» que se auspicia en la Iglesia tiene como centro del anuncio el misterio del Dios-Amor: Padre, Hijo y Espíritu Santo, que ha entrado en la historia para hacer comulgar en su propia vida al ser humano, en calidad de «hijo en el Hijo» y «hermano con el Hermano mayor y con todos los hombres» en la comunión del mismo Espíritu, y para que el hombre viva en la «órbita» del amor al Padre y a los hombres, en Cristo, por Cristo y como Cristo, en docilidad plena al Espíritu Santo34.
[-> Agustín, san; Amor; Bautismo; Biblia; Comunión; Conocimiento; Cruz; Esperanza; Espíritu Santo; Experiencia; Fe; Hijo; Historia; Iglesia; Inhabitación; Jesucristo; Misterio; Monoteísmo; Oración; Padre; Pascua; Reino de Dios; Revelación; Salvación; Teología y economía; Trinidad.]
Nereo Silanes
PIKAZA, Xabier – SILANES, Nereo, Diccionario Teológico. El Dios Cristiano, Ed. Secretariado Trinitario, Salamanca 1992
Fuente: Diccionario Teológico El Dios Cristiano
SUMARIO: I. La esencia de la vida cristiana: 1. La conversión a Cristo, fuente de una vida nueva; 2. Una vida nueva en todas las dimensiones. II. La catequesis modela la vida según Cristo: 1. Maduración de la vida cristiana; 2. Catequesis orgánica y sistemática; 3. La catequesis entrena para la vida cristiana; 4. Catequesis para la formación moral. III. La catequesis responde a las dimensiones fundamentales del creyente. IV. Los ámbitos de la catequesis.
«Incorporados a Cristo por el bautismo (cf Rom 6,5), los cristianos están «muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús» (Rom 6,11), participando así en la vida del Resucitado (cf Col 2,12). Siguiendo a Cristo y en unión con él (cf Jn 15,5), los cristianos pueden ser «imitadores de Dios, como hijos queridos y vivir en el amor» (Ef 5,1), conformando sus pensamientos, sus palabras y sus acciones con «los sentimientos que tuvo Cristo» (Flp 2,5) y siguiendo sus ejemplos (cf Jn 13,12-16)» (CCE 1694).
«El que sigue a Cristo, hombre perfecto, se perfecciona cada vez más en su propia dignidad de hombre» (GS 41). Es en Jesús, donde el hombre conoce mejor quién es Dios y su voluntad de salvación y, sobre todo, el hombre se conoce mejor y descubre el sentido auténtico de su existencia (cf GS 22).
A la luz de los evangelios podemos destacar los rasgos fundamentales de Jesús de Nazaret y tomar conciencia de la imagen que los primeros cristianos tenían de su persona. La buena noticia que, a lo largo del tiempo, ha ofrecido la Iglesia se concentra en dar a conocer a Jesucristo y acompañar a los hombres al encuentro de la persona del Señor resucitado, de modo que, descubriendo en él y en su evangelio el sentido supremo de su propia existencia, puedan crecer como hombres nuevos en una sociedad renovada, de cielos nuevos y tierra nueva.
Si el drama de nuestro tiempo es la separación entre cultura y fe (cf EN 20) y entre fe y vida (cf GS 43), urge buscar una solución eficaz y duradera. Las causas de esta separación son múltiples (secularismo, pluralismo, corrientes filosóficas, organización de la sociedad, etc). Hay también causas intraeclesiales: gran parte de la teología, de la liturgia y la catequesis ha separado fe y vida profana, fe y cultura, fe y praxis. «Surge, pues, la pregunta -plantea Juan Pablo II en la encíclica Fides et ratio- sobre cómo se puede conciliar el carácter absoluto y universal de la verdad con el inevitable condicionamiento histórico y cultural de las fórmulas en que se expresa» (FR 52, 95). A esta cuestión responde ampliamente el Consejo pontificio de la cultura, secundando el deseo apremiante dél Papa: «Debéis ayudar a la Iglesia a responder a estas cuestiones fundamentales para las culturas actuales: ¿Cómo hacer accesible el mensaje de la Iglesia a las nuevas culturas, a las formas actuales de la inteligencia y de la sensibilidad? ¿Cómo puede la Iglesia de Cristo hacerse oír por el espíritu moderno, tan orgulloso de sus realizaciones y al mismo tiempo tan inquieto por el futuro de la familia humana?» (Para una pastoral de la cultura, 1 [23 de mayo de 1999]). La respuesta está en la integración: la fe tiene que integrarse plenamente en la personalidad humana, en sus raíces, en sus valores y funcionamiento. Para ello la catequesis integral e integradora no puede reducirse al catecismo.
I. La esencia de la vida cristiana
1. LA CONVERSIí“N A CRISTO, FUENTE DE UNA VIDA NUEVA. «La evangelización, al anunciar al mundo la buena nueva de la Revelación, invita a hombres y mujeres a la conversión y a la fe (cf Rom 10,17; LG 16; AG 7; CCE 846-848). La llamada de Jesús, «convertíos y creed el evangelio» (Mc 1,15), sigue resonando, hoy, mediante la evangelización de la Iglesia. La fe cristiana es, ante todo, conversión a Jesucristo (AG 13), adhesión plena y sincera a su persona y decisión de caminar en su seguimiento (CT 5).
La fe es un encuentro personal con Jesucristo, es hacerse discípulo suyo. Esto exige el compromiso permanente de pensar como él, de juzgar como él y de vivir como él vivió (CT 20). Así el creyente se une a la comunidad de los discípulos y hace suya la fe de la Iglesia (CCE 166-167)» (DGC 53).
De alguna manera, vivir en Cristo, llenarse de Cristo, supone vaciarse de sí mismo para intentar la plenificación humana que conlleva la inserción madura en la comunidad de creyentes y en la comunidad de los humanos.
Ser cristiano es construir la personalidad teniendo a Cristo como referencia en el plano de la mentalidad (manera de pensar y enjuiciar), de la sensibilidad (vibraciones del sentimiento y la emotividad al ritmo de Cristo) y de la vida (forma de ser, relacionarse y actuar). Al interiorizar progresivamente y explicitar esta referencia a Cristo, se perciben la historia y la vida como él, se toman las opciones con sus mismos criterios, se relaciona y ama como él…
Esta nueva personalidad cristiana supone: 1) Un proceso de crecimiento y maduración humana que asume, como vivencia religiosa «todo lo que hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable…» (Flp 4,8); pero también asume todo lo que es pecado y miseria, como lugar de encuentro con Dios Padre, amor y perdón. 2) Un encuentro con Jesucristo, hombre perfecto, que desvela el sentido de la existencia humana individual y social: el Salvador del hombre: «Yo soy la luz del mundo. El que me siga no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (In 8,12). Este encuentro personal con Jesucristo se vive en la fe y en el testimonio de los cristianos. 3) Una inserción progresiva -en amplitud y profundidad- en la comunidad de los seguidores, lugar, signo e instrumento de la salvación de la humanidad: «Eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la unión fraterna, en el partir el pan y en las oraciones» (He 2,42). 4) Una integración en la sociedad como fermento y compromiso por el Reino, con vocación transformadora según las claves de Dios: «Hay diversidad de dones espirituales, pero el Espíritu es el mismo. A cada cual se le da la manifestación del Espíritu para el bien común» (1Cor 12,4.7).
Para vivir estas dimensiones se exige una pedagogía que capacite para asimilar vitalmente los contenidos o verdades, las vivencias y experiencias más significativas y las actitudes más evangélicas.
2. UNA VIDA NUEVA EN TODAS LAS DIMENSIONES. «Aquel que, movido por la gracia, decide seguir a Jesucristo es «introducido en la vida de la fe, de la liturgia y de la caridad del pueblo de Dios» (AG 14). La Iglesia realiza esta función fundamentalmente por medio de la catequesis. También la educación cristiana familiar y la enseñanza religiosa escolar ejercen una función de iniciación a la vida cristiana» (DGC 51).
«La fe lleva consigo un cambio de vida, una «metanoia» (cf EN 10, AG 13; CCE 1430), es decir, una transformación profunda de la mente y del corazón: hace así que el creyente viva esa «nueva manera de ser, de vivir, de vivir juntos, que inaugura el evangelio» (cf EN 23). Y este cambio de vida se manifiesta en todos los niveles de la existencia del cristiano: en su vida interior de adoración y acogida de la voluntad divina; en su participación activa en la misión de la Iglesia; en su vida matrimonial y familiar; en el ejercicio de la vida profesional; en el desempeño de las actividades económicas y sociales.
La fe y la conversión brotan del corazón, es decir, de lo más profundo de la persona humana, afectándola por entero. Al encontrar a Jesucristo, y al adherirse a él, el ser humano ve colmadas sus aspiraciones más hondas: encuentra lo que siempre buscó y además de manera sobreabundante» (DGC 55).
«La fe es un don destinado a crecer en el corazón de los creyentes (cf CT 20). La adhesión a Jesucristo, en efecto, da origen a un proceso de conversión permanente que dura toda la vida (cf RMi 46). Quien accede a la fe es como un niño recién nacido (cf lPe 2,2; Heb 5,13) que, poco a poco, crecerá y se convertirá en un ser adulto, que tiende al «estado del hombre perfecto» (Ef 4,13), a la madurez de la plenitud de Cristo. Los signos de su madurez los indican las obras que nacen de un corazón convertido a Cristo y a los hermanos. Es la opción fundamental del discípulo (cf AG 13; EN 10; RMi 46; VS 66; RICA 10) que genera el deseo de conocerle más profundamente y de identificarse con él.
La catequesis inicia en el conocimiento de la fe y en el aprendizaje de la vida cristiana, favoreciendo un camino espiritual que provoca un «cambio progresivo de actitudes y costumbres» (AG 13), hecho de renuncias y de luchas, y también de gozos que Dios concede sin medida» (DGC 56).
II. La catequesis modela la vida según Cristo
1. MADURACIí“N DE LA VIDA CRISTIANA. «El creyente, impulsado siempre por el Espíritu, alimentado por los sacramentos, la oración, el ejercicio de la caridad, las múltiples formas de educación permanente, la escucha de la Palabra, el testimonio y apoyo de la comunidad… modela su vida para vivir y actuar según Cristo, el único y perfecto modelo (DV 24; EN 45)» (DGC 57).
«Así como para la vitalidad de un organismo humano es necesario que funcionen todos sus órganos, para la maduración de la vida cristiana hay que cultivar todas sus dimensiones: el conocimiento de la fe, la vida litúrgica, la formación moral, la oración, la pertenencia comunitaria, el espíritu misionero. Si la catequesis descuidara alguna de ellas, la fe cristiana no alcanzaría todo su crecimiento» (DGC 87).
Una catequesis que tiene cuenta de la globalidad, cultiva y desarrolla casi de forma automática la maduración de la vida cristiana pues cada dimensión incluye, potencia y proyecta la dimensión vivencial, moral y social en Iglesia. Aplicándolo a la iniciación cristiana, afirman los obispos españoles: «Por razones de claridad, se exponen por separado las características propias de cada una de estas funciones en relación con la iniciación cristiana, pero no debe perderse de vista su íntima complementariedad y apoyo mutuo» (IC 40; cf 41-42).
2. CATEQUESIS ORGíNICA Y SISTEMíTICA. Si queremos que la catequesis cristiana sea integral y abarque todas las facetas de la vida del creyente, tenemos que pensar en una catequesis con un proceso serio.
La catequesis (cf DGC 67) es una formación orgánica y sistemática de la fe. Ya el sínodo de 1977 subrayó la necesidad de una catequesis «orgánica y bien ordenada» (CT 21), que no se puede reducir a lo circunstancial y ocasional (cf CT 21). Porque su meta es formar para la vida cristiana, desborda -incluyéndola- la mera enseñanza (cf AG 14; CT 33; CCE 1231). Se centra en lo común para el cristiano, sin entrar en cuestiones controvertidas ni novedosas ni en profundidades de la investigación teológica. Y está en la entraña de la fe -y por lo tanto de la catequesis- la incorporación a la comunidad que vive, celebra y testimonia (cf DCG 31).
Iniciarse, proseguir y madurar en el misterio de la salvación debe marchar parejo con el ejercicio de las costumbres evangélicas y con las celebraciones de la comunidad.
La catequesis de la vida cristiana no es responsabilidad exclusiva de sacerdotes y catequistas, sino de toda la comunidad de fieles. La fe, en efecto, exige cooperar activamente en la evangelización y en la edificación de la Iglesia con el testimonio de vida y la profesión de la fe (AG 14). No hay auténtica vida cristiana si no hay una clara decisión de construir la Iglesia de Cristo.
Partiendo de los datos del Concilio se puede concluir que el catecumenado es la forma de catequesis más indicada (AG 14; CD 14; SC 64-65, 71) y que «la iniciación cristiana es un proceso de formación o de crecimiento, suficientemente largo y debidamente articulado, constituido por elementos catequéticos, litúrgico-sacramentales, comunitarios y de comportamiento, que es indispensable para que una persona pueda participar con libertad de opción y adecuada madurez en la fe y en la vida cristiana» (J. Gevaert, 1982; cf IC 20-21).
3. LA CATEQUESIS ENTRENA PARA LA VIDA CRISTIANA. «La catequesis es uno de esos momentos en el proceso total de la evangelización» (CT 18). Los convertidos, mediante «una enseñanza y aprendizaje convenientemente prolongado de toda la vida cristiana» (AG 14), son iniciados en el misterio de la salvación y en el estilo de vida propio del evangelio. Se trata, en efecto, «de iniciarlos en la plenitud de la vida cristiana» (CT 18). Y eso se logra con el adecuado acompañamiento, en el proceso, según un itinerario previsto por la comunidad para llevar a cabo en grupo y seguido más de cerca por el catequista (cf DGC 141, 156, 159; cf IC 24-31).
La catequesis es una «escuela preparatoria de la vida cristiana» (DCG 130), debe iluminar y robustecer la fe, alimentar la vida según el espíritu de Cristo, llevar a una consciente y activa participación del misterio litúrgico y alentar la acción apostólica (RICA 19).
La vida cristiana «no es más que la vida en el mundo. Pero una vida según las bienaventuranzas» (CT 29). Y al ser la catequesis también una iniciación en el conocimiento de la fe, se está hablando de nociones, valores, experiencias, acontecimientos… No se puede olvidar este factor (o dimensión) cognoscitivo de la fe. La comprensión del mensaje cristiano es necesaria para poder vivir la fe cristiana, para dar «razón de su esperanza». Y el cultivo y proyección de la dimensión doctrinal, intelectual o más racional de la fe es una exigencia en el mundo intelectual y universitario (cf FR 13). La vida cristiana tiene ahí un campo inagotable y de gran repercusión en la Iglesia y en la sociedad.
4. CATEQUESIS PARA LA FORMACIí“N MORAL. Adherirse a Jesucristo implica optar por él, camino, verdad y vida. La catequesis debe, por tanto, entrenar a los discípulos en las actitudes propias del Maestro. Los discípulos emprenden, así, un camino de transformación interior en el que, participando del misterio pascual del Señor, «pasan del hombre viejo al hombre nuevo en Cristo» (AG 13). Es el primer fruto y compromiso de la fe: la construcción de sí mismo según los criterios y exigencias de Cristo. Desde ahí no sólo se construye Iglesia y sociedad con el testimonio personal, elemento clave en la pedagogía, sino también desde la dimensión social y caritativa que tiene la fe y el seguimiento del Maestro.
El sermón de la montaña, al que Jesús, asumiendo el decálogo, le imprime el espíritu de las bienaventuranzas, es una referencia indispensable en esta formación moral, hoy tan necesaria. La evangelización, «que comporta el anuncio y la propuesta moral» (VS 107) difunde toda su fuerza interpeladora cuando, junto a la palabra anunciada, sabe ofrecer también la palabra vivida. Este testimonio moral, al que prepara la catequesis, ha de saber mostrar las consecuencias sociales de las exigencias evangélicas. Una auténtica educación moral requiere una pedagogía que fomente los valores aptos para producir ese cambio progresivo de sentimientos y costumbres que, según AG 13-14, es la lenta transformación de las actitudes y valores del creyente (cf FR 68).
III. La catequesis responde a las dimensiones fundamentales del creyente
La comunión con Jesucristo conduce a celebrar su presencia salvífica en los sacramentos y, particularmente en la eucaristía… Esta iniciación en la oración ha de llevar implícita una educación para la acción.
Cuando la catequesis está penetra-da por un clima de oración, el aprendizaje de la vida cristiana cobra toda su profundidad (DGC 85). La oración y la celebración deben partir de la vida, relacionarse con la vida y estimular su transformación según los criterios de Cristo.
a) La vida cristiana en comunidad. «La catequesis capacita al cristiano para vivir en comunidad y para participar activamente en la vida y misión de la Iglesia…
La vida cristiana en comunidad no se improvisa y hay que educarla con cuidado. Para este aprendizaje, la enseñanza de Jesús sobre la vida comunitaria, recogida en el evangelio de Mateo, reclama algunas actitudes que la catequesis deberá fomentar: el espíritu de sencillez y humildad (Mt 18,4), la solicitud por los más pequeños (Mt 18,6), la atención preferente a los que se han alejado (Mt 18,12), la corrección fraterna (Mt 18,15), la oración en común (Mt 18,19), el perdón mutuo (Mt 18,22). El amor fraterno aglutina todas estas actitudes (Jn 13,34)» (DGC 86).
Seguir a Jesús es entrar en la dinámica comunitaria, ya que no se le sigue en solitario sino en grupo. No se puede hablar de Cristo cabeza y olvidar a los miembros… Por ello, la catequesis ha de educar al creyente en actitudes que favorezcan la vida comunitaria, la pertenencia al grupo: oración común, perdón mutuo, amor fraterno, participación activa…
De la comunidad cristiana nace el anuncio de la buena noticia, incitando a los hombres a acercarse a Jesucristo y seguirle. Y la comunidad es la que acoge a los que han optado por el seguimiento, les acompaña en su itinerario de fe, y se ocupa y preocupa tanto de los hermanos alejados de la fe -ignorancia, descuido, desengaño, pecado- como de los hermanos en penuria material, psicológica o moral (pobres, enfermos, presos, exiliados, abandonados, prostituidos, marginados…).
La comunidad cuidará también en sus catequesis, con la enseñanza y el testimonio, la dimensión ecuménica de la fe y estimulará actitudes fraternales hacia los miembros de otras iglesias y comunidades (cf DGC 86).
Y la comunión intraeclesial e interconfesional conlleva igualmente una cierta comunión con la sociedad actual, lugar de Revelación, en la que Dios se encarna, desde la que catequiza y a la que intenta promocionar y educar, y en la que sea posible evangelizar.
b) El compromiso apostólico y misionero. «El bautizado tiene el deber de confesar su fe delante de los hombres» (LG 11). «Se trata de capacitar a los discípulos de Jesucristo para estar presentes, en cuanto cristianos, en la sociedad, en la vida profesional, cultural y social. Se les preparará, igualmente, para cooperar en los diferentes servicios eclesiales, según la vocación de cada uno» (DGC 86).
La vida del creyente ha de ser testimonio que haga plantearse a los hombres y mujeres de su tiempo el porqué de su manera de vivir, la razón de su conducta. «Este testimonio constituye de por sí una proclamación silenciosa, pero también muy clara y eficaz de la buena noticia» (EN 21).
El compromiso ha de adquirirlo también en las tareas que se realizan dentro de la comunidad. La insistencia en la acción social y caritativa que deriva de la fe puede hacer olvidar la necesidad de la conversión personal y comunitaria, tan reiterada por Cristo. Porque habría que recordar siempre: si se logra eliminar el pecado de la propia vida y se apuesta decididamente por el amor, acaban muchas injusticias, mucha violencia, manipulación, mentira y el resto de pecados que imposibilitan la fraternidad, la igualdad y la paz.
La catequesis está abierta, del mismo modo, al dinamismo misionero (cf CT 24). Se trata de capacitar a los discípulos de Jesucristo para estar presentes, en cuanto cristianos, en la sociedad, en la vida profesional, cultural y social. No bastarán las buenas intenciones y deseos, se requiere aprovechar bien todos los recursos materiales y humanos, y con ellos, la capacitación técnica. Se les preparará, igualmente, para cooperar en los diferentes servicios eclesiales, segun la vocación de cada uno…
c) El discernimiento vocacional. La catequesis ha de ayudar al creyente a discernir su vocación, la manera mejor de seguir a Jesucristo, imitando su vida y continuando su misión.
No parece pedagógico pretender formar para la vida cristiana sin tener muy presente la dimensión vocacional, que se realizará en una forma de vida, una profesión o una serie de actividades concretas.
IV. Los ámbitos de la catequesis
La vida cristiana supone una tensión liberadora que encarna la fe en toda realidad humana: personal, social, artístico-cultural, profesional, política…
La fe cristiana no es una superestructura que se añade a las personas para que se relacionen con Dios; es una fuerza divina que intenta potenciar lo humano en cada persona, en cada familia, en cada grupo y en el conjunto de la historia de los hombres, prolongando la encarnación del Hijo de Dios en la historia del hombre Jesús.
La más moderna pedagogía dice que la primera infancia es momento privilegiado para asimilar valores. Y dice que las enseñanzas, cuando van acompañadas del afecto, penetran mucho más. Y que se educa más por lo que se vive que por lo que se dice.
a) La familia. Ningún espacio educativo cumple los tres requisitos como el hogar cristiano. «El testimonio de vida cristiana, ofrecido por los padres en el seno de la familia, llega a los niños envuelto en el cariño y el respeto materno y paterno. Los hijos perciben y viven gozosamente la cercanía de Dios y de Jesús que los padres manifiestan, hasta tal punto que esta primera experiencia cristiana deja frecuentemente en ellos una huella decisiva que dura toda la vida (CT 68)» (DGC 226).
«La familia ha sido definida como una «Iglesia doméstica» (LG 11; AA 11; FC 49), lo que significa que en cada familia cristiana deben reflejarse los diversos aspectos o funciones de la vida de la Iglesia entera: misión, catequesis, testimonio, oración… (EN 71).
La familia como lugar de catequesis tiene un carácter único: transmite el evangelio enraizándolo en un contexto de profundos valores humanos (cf GS 52; FC 37). Sobre esta base humana es más honda la iniciación en la vida cristiana: el despertar al sentido de Dios, los primeros pasos en la oración, la educación de la conciencia moral y la formación en el sentido cristiano del amor humano, concebido como reflejo del amor de Dios Creador y Padre» (DGC 255; cf IC 34).
b) La parroquia y las comunidades cristianas. La familia asume los problemas más personales y tiene especial importancia en los primeros años de la vida, en la infancia. La parroquia asume los problemas más institucionales.
Las personas entran en la Iglesia universal por los caminos de las Iglesias particulares. Pertenecen a la Iglesia universal compartiendo su fe en Iglesias locales y en las parroquias o en comunidades cristianas (cf IC 33). La parroquia es la comunidad cristiana de la iniciación o de la incorporación, aunque cada persona, a lo largo de su vida cristiana, puede cambiar de parroquia y puede incorporarse a otras comunidades cristianas, a comunidades religiosas, a movimientos apostólicos, a cofradías o a grupos matrimoniales, o a alguno de los movimientos o asociaciones que se dan en el actual panorama de las Iglesias.
«Las diversas «asociaciones, movimientos y agrupaciones de fieles» (cf CT 70) que se promueven en la Iglesia particular tienen como finalidad ayudar a los discípulos de Jesucristo a realizar su misión…» (DGC 261; cf IC 35).
«En las comunidades de base… la catequesis da hondura a la vida comunitaria, ya que asegura los fundamentos de la vida cristiana de los fieles» (DGC 264).
La catequesis en grupo procura vivir el proceso catequético, de manera que, teniendo en cuenta la realidad psicosocial y religiosa de cada miembro, se parezca lo más posible a la comunidad cristiana, donde se vive, madura, expresa y realiza la vida cristiana transformadora de la Iglesia y de la sociedad.
c) La escuela cristiana. El ámbito escolar ejerce normalmente una gran influencia en la adquisición de un cierto sentido de la vida, en la adquisición de determinados valores, en la relación fe y cultura. Es un ambiente de pluralismo, de expresión libre de las creencias y vivencias, un ambiente propicio para razonar la fe y dar motivos para creer.
La escuela cristiana, a pesar de ser una institución tan antigua y tan sometida a crítica, debe ser constantemente redescubierta para la educación de la fe: son muchos los aspectos positivos reales de la escuela y muchas las posibilidades de los educadores de clara vocación pedagógica y con profundas vivencias cristianas (cf DGC 259-260; IC 36-38).
BIBL.: ALBERICH E., Educar en la fe a los jóvenes de Europa: Retos y perspectivas, Misión Joven 257 (1998); CENTRO NACIONAL DE PASTORAL JUVENIL, Itinerario de educación en la fe, CCS, Madrid 1998; DE FLORES S.-GOFFI T. (dirs.), Nuevo diccionario de espiritualidad, San Pablo, Madrid 1991°, especialmente GUERRA A., Experiencia cristiana, 680-688 y MONOILLO D., Seguimiento, 1717-1728; GEVAERT J. (dir.), Diccionario de catequética, CCS, Madrid 1987; JIMENEZ ORTZ A., Por los caminos de la increencia. La fe en diálogo, CCS, Madrid 1996; MARTIN VELASCO J., El malestar religioso de nuestra cultura, San Pablo, Madrid 19983; Ser cristiano en una cultura posmoderna, PPC, Madrid 1996; MORENO VILLA M., Vocación, en (dir.), Diccionario de pensamiento contemporáneo, San Pablo, Madrid 1997, 1233-1242; OBISPOS DE FRANCIA (1997), Proposer la foi dans la societé actuelle. III lettre aux catholiques de France, Cerf, París 1997; PETITCLERC J. M., Cómo hablar de Dios a los jóvenes, CCS, Madrid 1997; SASTRE J., El acompañamiento espiritual, San Pablo, Madrid 1994′; El discernimiento vocacional, San Pablo, Madrid 1996; TONELLI R., Pastoral juvenil. Anunciar a Jesucristo en la vida diaria, CCS, Madrid 1985.
Alfonso Francia Hernández
M. Pedrosa, M. Navarro, R. Lázaro y J. Sastre, Nuevo Diccionario de Catequética, San Pablo, Madrid, 1999
Fuente: Nuevo Diccionario de Catequética