(-> tierra, elección, Abrahán, conquista). Se ha dicho que el hombre es un ser que puede prometer, es decir, anticipar un futuro, ofreciendo de esa forma una razón para actuar de una forma comprometida. Pues bien, el Dios israelita es un Dios que promete, de tal manera que entre sus tradiciones más antiguas (junto a la del pacto y la del éxodo) está la tradición de las promesas de los hijos (descendenciapueblo) y de la tierra.
(1) Antepasados de los israelitas. Hombres sin tierra, pocos en número. Probablemente, los patriarcas eran árameos trashumantes, seminómadas que iban y volvían conduciendo su rebaño entre las tierras de pastos invernales y estivales. En tiempo de lluvia (invierno y primavera) podían mantenerse en sus lugares de la estepa transjordana. Al acercarse el verano cruzaban el Jordán y se acercaban a la tierra cultivada, llevando sus ovejas y sus cabras a los campos de Canaán (de Palestina). Adoraban al Dios de la familia: Dios de Abrahán (Gn 26,24; 28,13; 32,10), Terrible de Isaac (Gn 31,42) o Fuerte de Jacob (Gn 49,24). Este Dios no se hallaba en principio vinculado con la tierra, no era Dios de un santuario, ni garante de los ciclos de la vida vegetal, sino que se encontraba estrechamente vinculado a un pequeño pueblo de pastores itinerantes, a los que guiaba y protegía en su trashumancia. Pues bien, en un momento dado, los pastores trashumantes pensaron que su mismo Dios les prometía una familia abundante (muchos hijos) y una tierra propia, donde podrían asentarse y poseerla, sin tener que seguir peregrinando.
(2) Promesa de tierra, promesa de descendencia. Ambas promesas, de la tierra y de la descendencia, se encuentran vinculadas, de tal forma que el Dios de Abrahán e Isaac viene a presentarse como el Dios de la Promesa de la tierra y de la descendencia numerosa, es decir, del pueblo de Israel. Resulta difícil definir la tradición primera. Quizá hubiera en el fondo una experiencia de los mismos patriarcas (o sus sucesores) que, en oráculo sacral o a través de una visión nocturna, pensaron (sintieron) que Dios mismo les hacía dueños (o herederos) de la tierra por donde caminaban como huéspedes o siervos, prometiéndoles, al mismo tiempo, muchos hijos, un pueblo numeroso. Quizá influyó también la tradición de los hebreos liberados de Egipto, que buscaban nueva tierra. Unos y otros (patriarcas nómadas, liberados de Egipto) han formado un pueblo grande, sobre una tierra propia. Así lo recuerdan las promesas patriarcales, centradas sobre todo en la figura de Abrahán*: «Pero Yahvé dijo a Abram: Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré. Y haré de ti una nación grande, y te bendeciré, y engrandeceré tu nombre, y serás bendición. Bendeciré a los que te bendijeren, y a los que te maldijeren maldeciré; y serán benditas en ti todas las familias de la tierra» (Gn 12,1-3). «Dios lo llevó fuera, y le dijo: Mira ahora los cielos, y cuenta las estrellas, si las puedes contar. Y le dijo: Así será tu descendencia. Y creyó a Yahvé, y le fue contado por justicia… Aquel día juró Yahvé con juramento, diciéndole a Abrahán: ¡a tu descendencia daré esta tierra!» (Gn 15,5-7.18). «Bendeciré, y multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo y como la arena que está a la orilla del mar; y tu descendencia poseerá las puertas de sus enemigos (Gn 22,17). Los textos son complejos y provienen de distintas épocas, pero reflejan una misma tradición: Dios promete a Abrahán (= Abram) los dos bienes supremos: una familia numerosa (un pueblo, una nación) y una tierra propia para morar tranquilo en ella.
(3) Promesa de Dios: un pueblo, una tierra. En Gn 15, la promesa de Diosaparece ligada a un juramento sagrado: pasando en forma de fuego entre las partes cuarteadas de una novilla (y otros animales sacrificados), Dios jura a Abrahán que sus hijos serán dueños de la tierra (Gn 15,13.15), viniendo a presentarse de esa forma como garante de existencia para el pueblo. Así dice Dios a Jacob, «nieto» de Abrahán: «He aquí que Dios estaba en pie delante de Jacob y le dijo: Yo soy Yahvé, el Dios de Abrahán, tu padre, el Dios de Isaac. La tierra donde estás tendido a ti te la daré y a tu descendencia» (Gn 28,13). Este pasaje unifica, en forma de genealogía, a los tres patriarcas que en principio podían hallarse desligados (como padres epónimos de grupos distintos). Una misma situación social ha vinculado a diversos hebreos trashumantes, que querían hacerse propietarios de la tierra: unos se llamaban «hijos de» Abrahán, otros de Isaac, otros de Jacob. Sus descendientes les han unido, formando con ellos un árbol genealógico. De manera semejante han vinculado su experiencia religiosa: el Dios que ha dirigido sus caminos (los caminos, esperanzas y pesares de todos los hebreos) les ha unido en una misma gran Promesa, centrada en la descendencia y en la tierra. Les une el Dios de la tierra, relacionada con las fuentes de la vida: las estrellas del cielo y las praderas para los rebaños, con el descanso de la casa (sin necesidad de andar errantes por el mundo). Les une el Dios de la familia, que garantiza la permanencia de la vida y la abundancia del pueblo.
(4) La fe en el Dios de las promesas. Este es, ante todo, el Dios de la palabra, Dios que ofrece su promesa al patriarca sin hijos y sin tierra: «Cuenta, si puedes, las estrellas; así de numerosa será tu descendencia. Creyó a Yahvé y Yahvé cumplió lo prometido» (cf. Gn 15,15). Esta es la fe del que confía en la palabra de Dios. Es la fe de un grupo trashumante, que camina (peregrina) amenazado, recorriendo con un pequeño grupo una tierra donde habitan otros pueblos más numerosos, que imponen su dominio, como señores de las fuertes ciudades militares. Es la fe de aquellos que no tienen más riqueza que su propio caminar y la confianza que se ofrecen unos a los otros. Lógicamente, Dios se muestra para ellos como Promesa de futuro (de tierra y familia). De esta forma se unifican desde Dios presente y futuro. El presente se enriquece de futuro y los hebreos pueden caminar, pues creen: saben que sus pasos no son vanos, van tendiendo hacia un futuro de tierra y descendencia. Estos son sus valores primordiales, éstos los signos fundantes de Dios: una tierra (campo, casa), una familia (mujer, hijos); éstos fueron para los hebreos más antiguos los signos primordiales de Dios en este mundo.
(5) Dios de la familia y de la tierra. Estas Promesas patriarcales son todavía fundamentales para millones de personas, cristianas o no cristianas, que siguen vinculando a Dios con la familia (el pueblo) y con la tierra, sobre todo en los países del tercer mundo. Este es el Dios de las familias y los pueblos amenazados, que se encuentran, al borde de la ruina y exterminio de los propios grupos, con el miedo de que se extinga la familia, de que acabe y termine el propio pueblo. Este es el Dios de la tierra, que está vinculado con todo lo que ella significa: el don primero de la vida, el suelo en que nacemos, el campo que nos alimenta, la tumba que recoge nuestro cuerpo. Ciertamente, Dios no es tierra, no se identifica con el mundo (en contra de los viejos mitos cósmicos), pero se revela y manifiesta por la tierra: por ella nos bendice, por ella nos ofrece su asistencia. Así aparece sobre todo en los lugares donde millones de persona carecen de propiedad, dominados por las grandes multinacionales del poder o del dinero que les arrebatan lo que más quieren, lo único que han tenido: una tierra donde habitar en fraternidad. Esta unión (tierra y pueblo) pertenece a la experiencia de muchas religiones antiguas que acentúan la unidad sagrada de los hombres y mujeres con el campo (espacio) de su vida. En esa línea se sitúa la Biblia israelita, aunque ella ofrece quizá algunas notas peculiares. Los mitos paganos interpretan la tierra como diosa-madre: ella es al mismo tiempo cuna y tumba, principio y fin de la existencia para los humanos. De la tierra hemos venido y a la madre tierra vamos, como indican los mitos más variados de Oriente y Occidente, de América y de Africa. La Promesa israelita ha interpretado la tierra como futuro de justicia: lugar donde todos los hombres y mujeres pueden vincularse de un modo gratuito, superando la in justicia del momento actual en el que sólo algunos la poseen como dictadores, esclavizando a todos los demás.
(6) Conclusión. En ese contexto se entiende la religión de Israel como experiencia de una promesa de Dios que mantiene abierta la esperanza de los hombres. Dios aparece así como principio portador de las promesas: es aquel que ha prometido salvación y mantiene su palabra, ofreciendo a los hombres una tierra, una esperanza de futuro (cf. Nm 10,29; Dt 1,11; 9,28). Por eso, a pesar de su aparente fijación legal (o precisamente por ella), el judaismo ha sido una religión abierta: sus leyes y ritos, su misma unidad nacional, son una promesa y garantía de salvación de Dios para el conjunto de la humanidad. Pero los judíos piensan que no ha llegado todavía el tiempo del cumplimiento de esas promesas; por eso no han querido ni quieren convertir por ahora al judaismo a los restantes pueblos de la tierra, hasta que llegue el momento determinado por Dios. En contra de eso, los cristianos confiesan que las promesas se han cumplido ya en el Cristo, de manera que Dios aparece como aquel que ha recordado su misericordia, cumpliendo su palabra (cf. Lc 1,54-55), es decir, su juramento salvador (cf. Lc 1,73; cf. Rom 4,21; Heb 11,11.13). Fundados en esa certeza, los cristianos siguen esperando en Cristo el cumplimiento total de las promesas, como Pablo ha destacado (cf. Rom 8).
Cf. X. PIKAZA, Tierra y promesa de Dios. La Biblia y la teología de la historia, Fax, Madrid 1973; E. PASCUAL CALVO, La Promesa de la ‘Adamah en el Pentateuco, Universidad Complutense, Madrid 1989; R. DE VAUX, Historia antigua de Israel I-II, Cristiandad, Madrid 1975.
PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007
Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra