Biblia

TITULOS DE JESUS

TITULOS DE JESUS

(-> Pablo). Hemos recogido en sus lugares correspondientes algunos tí­tulos mesiánicos de Jesús (Cristo, Hijo de Hombre, Señor, Hijo de Dios, Sacerdo te). Aquí­ evocamos de un modo especial otros que aparecen casi sólo en Pablo.

(1) El Hombre (lio anthropos). Pablo no llama a Jesús «Hijo* del Hombre», como la tradición sinóptica, sino «el Hombre». En ese contexto dice: así­ como el pecado vino por un hombre (Adán), así­ la gracia vino por un hombre (anthropos, ser humano, no anér, varón), que es Jesucristo (cf. Rom 5,12.15.19; 1 Cor 15,21). «El primer hombre Adán llegó a ser un alma viviente; y el último Adán, espí­ritu vivificante. Pero lo espiritual no es primero, sino lo natural; luego lo espiritual. El primer hombre es de la tierra, terrenal; el segundo hombre es celestial» (1 Cor 15,45-47). Jesús es, por tanto, el Hombre definitivo, que pertenece al mundo superior y se revela en nuestra historia, culminando así­ nuestra existencia. Pues bien, en contra de lo que suele suceder en el judaismo apocalí­ptico y helenista, este Humano original no aparece en plenitud al principio para después devaluarse o perecer (caer) en el mundo, sino que desvela su grandeza en el final (por la pascua de Jesús); además, su potencia salvadora no proviene de algún tipo de propiedad mí­tica que pueda tener (de alguna fuerza extrahumana), sino del hecho de haber muerto y resucitado. Según Pablo, Jesús se identifica con el Hombre en su plenitud: no es la especie humana en general, ni un ser celeste que desciende (como en el mito gnóstico), sino el mismo Jesús, un hombre concreto, en quien encuentra su sentido toda la humanidad.

(2) Imagen (Eikón) de Dios (2 Cor 4,4.6). Dios se expresa totalmente en Jesús resucitado (y no en alguna entidad ultramundana), de manera que por él llegamos al misterio original de lo divino. Al presentar de esta manera a Cristo, Pablo quiere superar la perspectiva de aquellos que interpretan la Ley como imagen y expresión total de Dios en la tierra. A juicio de Pablo, la Ley acaba siendo un velo que ha impedido contemplar el brillo de la luz divina (2 Cor 3,12-18), de manera que la misma búsqueda ansiosa de signos exteriores impide a los judí­os descubrir la realidad de Dios en Cristo, lo mismo que la sabidurí­a del mundo se lo impide a los gentiles (1 Cor 1,22-25).

(3) Sabidurí­a y justificación (sophia, dikaiosvné). Judí­os y gentiles resultan incapaces de alcanzar la plenitud del Dios que brilla en Cristo (2 Cor 3,18), su imagen perfecta (2 Cor 4,4). Lo que deberí­a ser fuente de luz se les vuelve tiniebla, de manera que no pueden descubrir «la sabidurí­a, justicia, santificación, redención de Dios en Cristo» (1 Cor 1.30). A diferencia de griegos y judí­os, que buscan a Dios por el conocimiento y por las obras, Pablo le busca y encuentra en Jesús, que es sabidurí­a, poder y justicia salvadora de Dios (1 Cor 1,1831). Desde esa perspectiva ha elaborado Pablo la carta a los Romanos, donde comenta y despliega su experiencia de Jesús como justificación de Dios, oponiéndose a una interpretación estrecha de la Ley, entendida como norma del juicio y como signo de la ira que amenaza a los hombres. Como buen apocalí­ptico, Pablo busca el valor final de la existencia, la posibilidad de una vida reconciliada, liberada de la ira, más allá de la angustia de las obras que nos esclavizan y enfrentan, en un mundo de violencia (cf. Rom 1,16-17; 3,21-26).

(4) Jesús, Propiciación y Reconciliación de Dios. Pablo interpreta la vida y obra de Jesús desde el ritual sagrado del templo, que era medio para conseguir el perdón de Dios. Gran parte del judaismo se hallaba obsesionado por la culpa, como si una mancha de pecado se cerniera sobre el ser humano. El pueblo de Israel debí­a expiar ese pecado, a través de un complejo ritual, centrado en el dí­a de la Propiciación o Yom Kippur (expiación*, chivos*). La sangre de chivos y novillos, llevada al interior del Santuario (Santo de los Santos), tocando la placa del propiciatorio (lugar simbólico de presencia máxima de Dios) expiaba año tras año los pecados del pueblo (y de la humanidad), según Lv 16. Pues bien, en vez de aquel rito y sistema de purificación, superando una sacralidad centrada en la mancha, como expresión personal del perdón de Dios, Pablo ha presentado a Cristo como verdadero propiciatorio personal (hilastérion: Rom 3,35), como el portador de la gracia de Dios que asume y supera por amor los pecados de los hombres. No son los hombres los que tienen que expiar y propiciar a Dios, sino que es el mismo Dios quien expí­a y propicia, es decir, quien ama y redime a los hombres en Cristo, a quien podemos llamar no sólo sabidurí­a y justificación, sino también «santificación y redención de Dios» (1 Cor 1.30). En esa lí­nea, Pablo añade que «Dios estaba en Cristo reconciliando [,katallassón] el mundo consigo mismo» (2 Cor 5,19). El Dios de Jesús no necesita rituales de templo ni leyes de pureza nacional. Su rito y pureza es Cristo, entendido como presencia de Dios y lugar de reconciliación o encuentro en amor para todos. Pasan a segundo plano los métodos de sacrificio y/o salvación religiosa y emerge, como presencia humanizadora de Dios, el mismo Jesucristo (cf. Rom 5,8-11).

Cf. A. FEUILLET, Christologie panlinienne et tradition biblique, Parí­s 1973; F. HAHN, Christologische Hoheitstitel. Ihre Geschichte im frí­lhen Christentum, FRLANT, 83, Gotinga 1962; T. W. MANSON, Cristo en la teologí­a de Pablo y Juan, Cristiandad, Madrid 1975; R. PENNA, L’apostolo Paolo. Studi di esegesi e teologí­a, Paoline, Turí­n 1991; X. PIKAZA, Este es el hombre. Cristologí­a bí­blica, Sec. Trinitario, Salamanca f 997; E. P. SANDERS, Paidand Palestinian Judaism, SCM, Londres 1977.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra