El término sacrificio se deriva del latín y significa sacrum facere, «hacer sagrado», poner un objeto a disposición o en el ámbito de lo sagrado. La historia de las religiones documenta que la idea y la praxis del sacrificio son un hecho humano casi universal. Sin embargo, se dan diversas maneras de entenderlas, dependiendo de la manera con que se concibe lo divino/sagrado y la relación del hombre con él. De hecho, se da un modo específicamente cristiano de concebir el «sacrificio», anclado en el acontecimiento Jesucristo, bajo cuya luz la teología cristiana acoge todo- lo que ofrece de válido en este sentido la tradición religiosa de la humanidad.
El término «sacrificio» aparece también en el lenguaje común con el significado de «privación», «renuncia», gracias a la cual el hombre con su libertad da una cosa o se priva de algo para conseguir un fin, que asume una dimensión religiosa cuando se trata de la esfera divina. La historia de las religiones presenta cierta constante en medio de las diversas formas y concepciones sacrificiales: el hombre «sacrifica» si se priva de algo y lo reserva a la divinidad, o cuando la- utiliza después de haberla consagrado a ella, o cuando la destruye en su honor para reconocer su soberanía sobre el y/o para hacerla propicia consigo.
En el Antiguo Testamento tenía especial importancia el sacrificio pascual (cf Ex 14), como conmemoración anual de la liberación hecha por Dios de la esclavitud de Egipto y por tanto como memorial de una iniciativa libre divina en la historia. A su lado había una multiplicidad de sacrificios cultuales: el holocausto, los sacrificios de expiación para la purificación del pecado; el sacrificio de comunión; el sacrificio anual del día de la expiación (yom kippur), cuando el sumo sacerdote entraba en el Santo de los santos y rociaba con la sangre de la víctima sacrificada el «propiciatorio» (kapporet) del arca de la alianza. para que se restableciera la comunión de vida de Dios con el pueblo, que había sido rota por el pecado. La celebración de estos gestos exteriores intentaba proclamar y afianzar la unión espiritual del pueblo y de los individuos con su Dios, reconocido como Creador y Señor de la vida. Los profetas criticáron duramente la praxis sacrificial, pero sin discutir la validez de los sacrificios, sino sólo el hecho de reducirlos a celebraciones rituales meramente formales. La experiencia del destierto condujo a Israel a una visión más profunda del sacrificio: el verdadero sacrificio es un corazón penitente y puro, orientado a Dios en la justicia y en el amor (cf. Sal 51,19.
34,19. etc.). Se llegó a la cumbre de la visión sacrificial del Antiguo Testamento en los cantos del Siervo de Yahveh, que ofrece su propia vida a fin de obtener el perdón divino para la muchedumbre de sus hermanos pecadores (cf 1s 52,13-53,12), Es cierto que Jesús unió su voz a las críticas proféticas contra la reducción de los sacrificios a gestos cultuales e indicó en la relación sincera y amorosa con Dios y con el prójimo él sacrificio auténtic~ y verdadero, agradable a Dios (cf. Mt 9,13; 12,7; Mc 12,33). Aunque se mostró respetuoso de las tradiciones religiosas de su pueblo, no parece que insistiera mucho en la importancia de los sacrificios ni que interpretara explícitamente su obra con la categoría de sacrificio. Sin embargo, se puede decir a partir de los testimonios evangélicos que toda la vida de Jesús fue un «servicio» al Padre y, en él y por él, a los hombres (cf. Mc 10,45; Mt 20,28; Lc 22,22ss); una «pro-existencia» que lo llevó a dar, a privarse de muchas cosas y a «sacrificarse» totalmente por el Reino entre los hombres hasta su muerte. El mismo, pensando quizás en el Siervo de Yahveh de 1s 5253 y en la tradición espiritual judía sobre el valor expiatorio de la muerte de los profetas y de los justos, le dio a su muerte el valor de servicio hasta el sacrificio, tal como se deduce del gesto de la bendición y de la distribución del pan y del vino que nos narran los sinópticos y Pablo. Si se lee el sentido de la vida y de la muerte de Jesús en esta dirección, se puede decir que toda la existencia de Jesús, que tuvo su punto culminante en la muerte, fue un auténtico sacrificio ofrecido a Dios/Padre por los hombres.
La comunidad apostólica del Nuevo Testamento utilizó ampliamente la terminología sacrificial del Antiguo Testamento para expresar el valor sacrificial de la vida, pero especialmente de la muerte de Jesús. Así se percibe en numerosos textos, especialmente en los de la institución de la eucaristía según la formulación que ha llegado hasta nosotros, y que son explicitaciones litúrgico-teológicas evidentes del significado sacrificial que dio Jesús a su gesto, mediante referencias claras al sacrificio pascual (cf. Pablo y Juan) y al de la alianza del Sinaí (cf. Mc y Mt). Sin embargo, la intención profunda de esta «conceptualización sacrificial » queda mejor expresada en Ef 5,2: » Caminad en la caridad, de la misma manera con que os amó Cristo y se dio a sí mismo por nosotros, ofreciéndose a Dios en sacrificio de suave olor»‘ (en el texto griego aparecen dos términos técnicos del sacrificio: prosphorá y thvsía). Se recuerda así la dimensión espiritual y existencial del sacrificio de Jesucristo. Esta es también la perspectiva de la Carta a los Hebreos, en donde, aunque se recoge el lenguaje del ceremonial sacrificial de la antigua alianza, se intenta enseñar y proponer la dimensión existencial y personal de la ofrenda que Jesús hizo de sí mismo al Padre por los hombres pecadores, sus hermanos, a lo largo de toda su vida, desde su entrada en el mundo hasta el momento de morir en la Cruz (cf Heb 10,5-12), fundamento y modelo de la ofrenda que los creyentes están invitados a hacer de sí mismos a Dios en su vida cotidiana (cf. Rom 12,1; 1 Pe2,5), Del conjunto del Nuevo Testamento se deduce entonces que la vida/muerte de Jesús, que desembocó en su existencia junto a Dios, fue y sigue siendo un sacrificio a Dios/Padre por sus hermanos y en ella encuentra expresión el significado auténtico del sacrificio.
Los Padres de la Iglesia han recordado el dato de fe de la vida, pero especialmente de la muerte de Cristo como sacrificio, subrayando siempre su alcance interior y existencial, aunque gravándola a veces con una referencia excesiva a la praxis sacrificial del Antiguo Testamento. Agustín en particular subraya este aspecto espiritual como sentido profundo del sacrificio de Cristo, de la Iglesia, del cristiano. Tomás de Aquino recurre a la categoría de sacrificio para expresar la gran caridad con la que Jesús se ofreció en la muerte para reconciliar al hombre con Dios (cf. 5. Th. III, q. 48, a. 4, corp.). La teología posterior, tanto católica como protestante, ha subrayado el valor sacrificial de la muerte de cristo. El Magisterio de la Iglesia ha recordado en varias ocasiones esta dimensión de la realidad de Cristo, especialmente en el concilio de Trento, al presentar la doctrina eucarística católica (cf. DS 17391742; 1751-1754), pero sin vincularse a teorías sacrificiales particulares.
La teología contemporánea repasa con actitud crítica los datos bíblicos, histórico-dogmáticos y religiosos en general sobre el sacrificio de Cristo. No cabe duda que el giro epocal de la secularización, así como ciertas teorías sobre el sacrificio, que ven en él una expresión de violencia colectiva (S. Freud, R. Girard) la han obligado a ser precavida en la reflexión sobre esta gran realidad teológica. Por otra parte, un estudio más atento al testimonio histórico de Jesús ha llevado a captar en la trama de su vida histórica concreta la verdadera substancia del » sacrificio». La reflexión cristológica de D. Bonhoeffer, que ha presentado a Jesucristo como «el hombre para los demás» en un mundo en el que ha muerto lo divino y lo sagrado, constituye una propuesta hermenéutica estimulante para comprender la substancia de la doctrina teológica sobre el sacrificio de Cristo en un mundo secularizado.
G. Iammarrone
Bibl.: B, Sesboué, El sacrificio de Cristo, en Jesucristo. el único Mediador Secretariado Trinitario, Salamanca 1990, 277-313; X Léon-Dufuur Jesús y Pablo ante la muerte. Cristiandad, Madrid 1982; A, Vanhove, Sacerdote antiguo, sacerdote nuevo según el Nuevo Teslamento. Sígueme, Salamanca 1984; L, Sabourin, Redención sacrificial DDB, Bilbao 1969; F X, Durrwell, La resurrección de Jesús, misterio de salvación, Herder Barcelona 1979.
PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995
Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico
1. a Que Cristo nos redimió por un sacrificio (s.), cuyo sentido «litúrgico» es caracterizado como s. expiatorio por el hecho de que la vida y muerte de Jesús se presentan como obediencia al Padre y, porque él se entregó por los pecados de los hombres, dentro del NT está atestiguado de la manera más expresa en la carta a los Hebreos. En otros lugares del NT se hace referencia al s. de Cristo en cuanto se habla de su muerte expiatoria, que fue aceptada vicariamente por «los muchos» (Mc 14, 24; 10, 45; Rom 3, 25; 4, 25). En estos pasajes no se habla expresamente de s., pero implícitamente se evoca en ellos la sangre derramada de la alianza. Además, el s. está por lo menos insinuado mediante la comparación de Jesús con el cordero de -> pascua (1 Cor 5, 7; Jn 1, 29.36; 17, 19; 1 Pe 1, 19; Ap 5, 8.12; 7, 14; 13, 8) y con Isaac como tipo (Rom 8, 32), y mediante su designación como oblación (Ef 5, 2). La carta a los Hebreos explica el s. de la cruz, objeto de escándalo para los destinatarios de la epístola, como cumplimiento y superación del s. del AT, al que puso fin la muerte de Cristo, que es el verdadero s. y el único al que podían aludir los s. veterotestamentarios.
Decir que Cristo nos redimió por su s. de la cruz, es un enunciado que necesita ser complementado. Si la idea de s. ha de ser aplicable a la economía de salvación del NT y al obrar salvífico de la Iglesia, es menester que no se desprenda de una interpretación ritual demasiado estrecha y se tome en un sentido más amplio. El s. como acto de culto es una alusión simbólica al s. de naturaleza existencial que ofreció Cristo. Esta significación del s. cultual está contenida como predicción simbólica, sin plenitud de fuerza propia, en los s. de la antigua alianza o también en las religiones paganas, o en la representación simbólica, sacramentalmente eficaz, por la que en el banquete eucarístico de la Iglesia del NT conmemora la acción de Cristo. Esta celebración cultual y litúrgica del s. es provisional, no sólo porque lleva en sí misma «la figura de este mundo que pasa» (Vaticano ii, Lumen gentium, n.° 48), sino también porque apunta más allá de sí misma, hacia el s. existencial de Cristo, que está contenido en ella con la realidad propia del sacramento.
Si se habla de la muerte de Cristo en la cruz como s., tal afirmación requiere un doble complemento. En primer lugar este s. no estuvo aislado al término de la vida de Cristo, sino que comprendió la vida entera del Señor, determinada por la obediencia, y la llevó a la plenitud de su sentido (cf. Flp 2, 8; Act 5, 8). Además, no hay que atribuir a la -> encarnación el mero significado de una preparación de la -> redención, como si en ella el redentor hubiera entrado en la historia con el fin de redimir luego a los hombres en un sacrificio aislado de todos los demás actos; más bien, la encarnación, que fue prolongada y desplegada por el anuncio profético de Jesús sobre el Padre, es también un elemento esencial de la obra redentora. Por eso, el s. como entrega al Padre tiene un sentido de respuesta, que deja a Dios la iniciativa de la obra redentora.
b) Si se quiere describir el s. sólo como acción litúrgico-cultual por medio de dones materiales, la muerte redentora de Cristo no podría llamarse propiamente s. De hecho, la aplicación de ese concepto a la muerte de Cristo en la cruz se funda más bien en que esta muerte misma no es una celebración litúrgica de un s. como oblación de dones materiales, sino cabalmente aquella entrega total para la redención de los hombres a que apunta toda acción sacrificial litúrgica, bien en las figuras veterotestamentarias, o bien en la conmemoración sacramental del NT. La designación de la muerte de Cristo sobre la cruz como s. más que caracterizar la propiedad de esta muerte misma, la define como cumplimiento y contenido de la representación ejecutada en los ritos sacrificiales de culto. Partiendo de ahí puede llamarse s. la muerte de Cristo en la cruz, aun cuando en ella no se encuentran inmediatamente una serie de elementos que pertenecen propiamente al s. Así, en la muerte de Cristo en la cruz no hay una formal acción sacrificial visible. El acto de matar sobre la cruz sólo viene a ser acción sacrificial por el hecho de que, en el interior de Jesús, que se expresa en sus palabras, se transforma en entrega sacrificial aquello que los ejecutores no entendían en modo alguno como tal. Tampoco hay aquí una ofrenda distinta del oferente, por cuyo uso simbólico se expresara la entrega a Dios. Finalmente, no hay ahí una acción sacrificial hecha por un sacerdote oficial a la cabeza de una comunidad. El carácter comunitario de la entrega de Cristo consiste en que se realiza expiatoria y vicariamente por los hombres pecadores, como cabeza de los cuales Cristo sufre la muerte y recibe la glorificación para sí mismo y para la comunidad del pueblo de Dios redimido. En conclusión, la noción de s. solo analógicamente puede aplicarse a la muerte de Cristo. El derecho para hacerlo consiste en que aquí se cumple aquello que se indica en las acciones sacrificiales figuradas del AT y en la conmemoración sacramental de la Iglesia.
2. Sólo se hace justicia al s. de Cristo, si se toma en serio su unicidad, hasta tal punto que, junto a él y fuera de él, no puede haber ya ningún s. en la economía de la salvación del NT. El «de una vez por todas» que la carta a los Hebreos predica del s. de Cristo, hace imposible una repetición del s. en la Iglesia neotestamentaria. Sin embargo, la Iglesia tiene conciencia de poseer en su -> eucaristía un s. que puede celebrar una y otra vez sin negar el s. de Cristo como valedero para siempre. Este misterio es posible porque el s. de Cristo, que en cuanto -> muerte mira a este mundo, como resurrección y ascensión halló aceptación consumadora por parte del Padre y, como s. numéricamente uno e igual, existe bajo triple modo de ser:
a) El acontecimiento del s. de Cristo pertenece primeramente a la historia del hombre. Como es esencial a la obra redentora de Cristo el hecho de acontecer en la misma historia en que los hombres se rebelan contra Dios por el pecado, en consecuencia el s. de Cristo deben verse necesariamente como acontecimiento de la historia, aunque en su forma histórica no se descubra que la muerte de Cristo fuera para la redención de los hombres. Sólo a la luz de pascua se hizo patente como tal la muerte del Maestro para la comunidad misma de sus discípulos.
b) Según el modelo del s. veterotestamentario, en el que el sumo sacerdote entraba con la sangre sacrificial en el sancta sanctorum, la carta a los Hebreos incluye en el proceso total del s. neotestamentario la entrada en la gloria del Cristo oferente por la resurrección y ascensión. Recurriendo a una representación humana, que sólo puede imaginar como existencia del sacrificado la continuación (eterna) de una acción sacrificial transitoria, acaecida una sola vez en el ámbito terreno, Ap 5, 6 habla del cordero como el sacrificado que contempla el vidente. Pero su significación intercesoria es expresada otras veces como una acción constante; así en Act 7, 25 donde se habla de la intercesión constante que Cristo, sumo sacerdote celeste ejerce por nosotros o en 1 Jn 2, 1 donde Cristo es designado como nuestro abogado ante el Padre. Lo mismo quería decir V. Thalhofer en su libro Dás Opfer des álten und des neuen Bundes (Rb 1870) al hablar del «s. celeste», que él entendía como «un s. de Cristo ofrecido en el estado de gloria», y que fue rechazado en algunos manuales dogmáticos sólo porque era entendido falsamente como nuevo acto sacrificial constantemente repetido. En realidad, hay que considerar que una «perduración» del acto histórico sacrificial de Cristo allá arriba, en la participación de la eternidad de Dios, ha de ser tenida en cuenta ya por la razón de que ningún hombre entra en la eternidad sin su propia historia. El que por la muerte entra en la eternidad lleva el cuño de toda su historia. Es más, toda la historia que aquí en la tierra está desmembrada por la sucesión de los momentos, entra con él en una eternidad donde no se da ya tal sucesión. «Sus obras les siguen» (Ap 14, 13). Así Cristo está junto al Padre en la eternidad con su s., que fue la consumación de toda su vida sellada por la obediencia (F1p 2, 8). Además de su ser histórico, el s. de Cristo tiene otro modo de ser suprahistórico, como s. numéricamente uno e igual.
c) El s. de Cristo se ofreció «por los hombres» no sólo en el sentido de que su oblación se hiciera en lugar de los pecadores, incapaces para ello y necesitados del s. expiatorio del Salvador. Cristo ofreció en la historia un s. que permanece actual más allá de la historia, a fin de que los hombres, congregados como Iglesia en torno a ese s., se lo apropiaran y, sin poner un nuevo s. propiamente dicho, pudieran, sin embargo, ofrecerlo al Padre como s. de la comunidad de salvación, que es la Iglesia. Esto acontece por un tercer modo de ser – el sacramental – del s. de Cristo. Este modo consciente en que Cristo está presente en la cena memorial fundada por él mismo, está como sacrificado en los dones transformados y como oferente celebrante, «que obra en persona de Cristo» (Vaticano II, ibid.); está, pues, presente él mismo con su s. En la celebración de la eucaristía «dejó Cristo a su esposa, la Iglesia, un s. visible» (Dz 438), sin que se atente con ello contra la unidad numérica de su s. Pues, en realidad, trata de un s. único que, ofrecido en la historia, vive en la presencia eterna de Dios, y es puesto en las manos de la Iglesia en la representación sacramental del banquete memorial de la eucaristía, para que ella lo ofrezca una y otra vez al Padre.
BIBLIOGRAFíA: Cf. bibl. sobre -> redención, -> eucaristía, -> satisfacción, -> sacrificio. – V. Thalhofer, Das Opfer des alten und des neuen Bundes, mit besonderer Rücksicht auf den Hebräerbrief und die katholische Meßopferlehre exegetisch-dogmatisch gewürdiget (Rb 1870); F. J. Schierse, Verheißung und Heilsvollendung (Mn 1955); A. Darlap, Anamnese II: LThK2 483-486; B. Neunheuser, Opfer Christi und Opfer der Kirche (D 1960) (bibl.); L. Sabourin, Rédemption sacrificielle (Brujas 1961); W. Pannenberg, Grandzüge der Christologie (Gü 1964) 251-288; J. Galot, La rédemption, Mystere d’Alliance (P 1965); K. Rahner – A. Häußling, Die vielen Messen und das eine Opfer (Fr 21966); J. Betz, Der Opfercharakter des Abendmahls im interkonfessionellen Dialog: Theologie im Wandel, bajo la dir. de J. Ratzinger – J. Neumann (Mn – Fr 1967) 469-491; Ph. de la Trinité, La redención por la sangre (C i Vall And); A. Piolánti, El sacrificio de la misa (Herder Ba 1965); C. Vuilleumier, El sacrificio total de Cristo (Ed Paul Méx 1969); Lecuyer, El sacrificio de la nueva alianza (Herder Ba 1969).
Otto Semmelroth
K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972
Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica