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ETICA NORMATIVA

ETICA NORMATIVA

La persona humana no se encuentra ni puede nunca encontrarse en una situación de neutralidad moral. Siempre está moralmente autocolocada, ya que desde los primeros momentos de la infancia resulta que ha realizado una opción, la opción con que da comienzo a su vida moral orientándose hacia el bien o hacia el mal. Esta opci6n, al ser una opción entre dos perspectivas pre-existentes o dadas anteriormente, es un acto volitivo, pero en cuanto tal presupone e implica aquel mí­nimo de capacidad intelectual necesaria para realizar esa distinción entre el bien y el mal. La intuición inicial determina la opción moral fundamental y presupone además, como cualquier otra acción moral sucesiva, el postulado kantiano de la libertad o la posibilidad de encarnarse por una u otra de las dos ví­as de que se nos habla al comienzo de la Didajé: «Son dos los caminos, el de la vida y el de la muerte, y hay una gran diferencia entre estos dos caminos».

La reflexión cientí­fica de la ética normativa o de la teologia moral especial, una vez cumplida la tarea de valorar la actitud o al mismo tiempo de valorarla, tendrá que asumir también la responsabilidad de formular el juicio moral sobre las innumerables acciones humanas posibles, como son precisamente las que corresponden a lo que se entiende por comportamiento.

Valorar el comportamiento moral mente recto en sí­ mismo no es tan sencillo como la valoración de la actitud, mientras que la verificación de la rectitud moral del comportamiento propio o ajeno es un procedimiento mucho más sencillo, en ciertos aspectos, que el de la verificación moral de la actitud.

Lo mismo que la actitud moralmente buena no es conditio sufficiens para que se tenga un comportamiento moralmente recto, tampoco los criterios que se siguen para la valoración de la actitud, aunque sean necesarios, son suficientes para descifrar exactamente el comportamiento que corresponde al punto de vista de la moral.

El primer criterio para la valoración del comportamiento es el mismo que para la de la actitud.

La benevolencia, que tiende a transformarse en beneficencia, constituye sin embargo el presupuesto fundamental para que se pueda llegar siempre a señalar y a realizar el comportamiento moralmente recto. La imparcialidad de la actitud tiene que guiar también la búsqueda intelectual del juicio moral sobre las acciones humanas, ya que la actitud moralmente buena no puede menos de ir en busca del verdadero juicio moral sobre las acciones que hay que realizar ni puede menos de intentar llevar a cabo todas aquellas acciones moralmente rectas que es capaz de cumplir. Y al querer tender hacia este objetivo, no puede pensar que una acción pueda resultar moralmente recta o equivocada sobre la base de sus contextualizaciones históricas o geográficas, sobre la base del sujeto que las cumple o sobre la base de su destinatario.

La disponibilidad para asumir el punto de vista de la moral, el de la imparcialidad y el de la universalizabilidad, tendrá que ser aplicada también en el proceso de señalización de las normas morales mixtas, ya que implica este aspecto, lo mismo que implica la disponibilidad para actuar luego lo moralmente recto una vez ya señalado.

Además, la actitud no podrá tener esa disponibilidad sólo como una norma, para una acción y no para otra, por el simple motivo de que entonces no serí­a ya disponibilidad para la imparcialidad, sino sólo parcialidad. Y tampoco podrá tenerla sólo frente a aquellos comportamientos cuyas consecuencias recaen sobre las personas que hoy existen y no frente a otros comportamientos que repercuten en las generaciones futuras: poner las condiciones para quitar la vida a un contemporáneo o para quitarla al que viva dentro de un siglo debe considerarse como una acción igualmente equivocada desde el punto de vista moral.

La imparcialidad no es respeto sola mente de unos valores no morales y no de otros, que son aquellos con los que tiene que ver el comportamiento, ni respeto de unas exigencias determinadas por ciertos valores y no de otras. Es más bien tender a la realización de todos los valores no morales para uno mismo y para los demás que sea posible realizar dentro de las propias limitaciones.

Se trata de querer obrar de un modo moralmente recto: tal es el segundo criterio o presupuesto fundamental del obrar moral. Pero esto no significa, como ya hemos indicado, encontrarse siempre en condiciones de poder cumplir todo lo que se requiere moralmente. Tampoco el saber lo que hay que hacer equivale siempre a tener la posibilidad material de realizar ese comportamiento.

Pues bien, la imposibilidad material de realizar una acción determinada, el no estar en condiciones de realizarla, el no poseer los medios indispensables para su realización o el carecer de la fuerza fí­sica necesaria para ponerla en acto, todo esto significa que no hay obligación de cumplirlas, En este sentido escribe Kant: el deber presupone el poder,. mientras que la teologí­a moral tradicional sostiene: ad impossibilia nemo tenetur. Por ejemplo, el que no sabe nadar no tiene la obligación de salvar al que se está ahogando, si la única acción que se puede realizar es echarse al agua, ya que a él le resulta sencillamente imposible realizar la acción de nadar en su materialidad. El enfermo grave no tiene obligación de guardar el precepto dominical, precisamente porque las condiciones fí­sicas le impiden materialmente ir a la iglesia.

En el momento en que se transforma en beneficencia, la benevolencia tiene que contar siempre con las limitaciones de las posibilidades humanas: asistir a un enfermo significa no poder asistir a otro; ayudar econ6micamente a un amigo significa quizás no poder ayudar a otro; al desarrollar una actividad no se podrá desarrollar otra; y en la propia actividad profesional hay que hacer continuas modificaciones o recortes, para adecuarla reductivamente a las propias posibilidades psico-fí­sicas. intelectuales o de tiempo.

Por lo que se refiere al tercer criterio, que constituye el elemento decisivo para la diversificación de los dos modos de concebir radicalmente distintos entre sí­ y que determina la formación de dos teorí­as normativas , véase deontologí­a / teleologí­a.
S. Privitera

Bibl.: 5. Privitera, Etica normativa, en NDTM, 706-713; AA. VV , Percepción de los valores y norma ética, en Concilium 120 (1976); J R. Flecha, Reflexión sobre las normas morales, en Salmanticensis 27 (1980) 193-210.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

TEOLOGíA MORAL
SUMARIO: I. Etica normativa y teologí­a moral especial. II. Etica de actitudes y ética del comportamiento. III. La valoración de las actitudes y el comportamiento. IV. Los criterios de la actitud moralmente buena. V. Los criterios del comportamiento moralmente recto.

I. Etica normativa y teologí­a moral especial
Gran parte de los problemas con los que se enfrenta la ética filosófica y la teologí­a moral son de tipo normativo; es decir, que se refieren al juicio que se formula sobre la vida moral del hombre. Situarse dentro de ésta significa comenzar el tipo de reflexión especí­ficamente ética por la que esta ciencia se distingue de las otras disciplinas teológicas y filosóficas [/Epistemologí­a moral Vlll]. Precisamente por esto la ética filosófica o teológica es definida con frecuencia como ciencia eminentemente normativa: a partir del carácter especí­ficamente ético de su reflexión, se identifica el todo con la parte. Pero la ética, obviamente, no es sólo normativa; mientras en un contexto tiene zonas comunes con el derecho, en otros se le presentan problemas que también son propios de la filosofí­a y de la teologí­a. En cuanto ciencia normativa, la ética sigue el procedimiento que corresponde a su vertiente filosófica en paralelo al que adopta en su vertiente teológica. La reflexión normativa se basa fundamentalmente en el argumento de la razón. Es verdad que la teologí­a moral especial, con la que sustancialmente se identifica la ética normativa teológica, piensa que debe remontarse a la Sagrada Escritura; pero esto ocurre porque se hace evidente la importancia genética del nacimiento de un juicio moral, porque apelamos al ‘argumento de autoridad en sustitución o además del de razón o porque a la reflexión normativa se añade la perspectiva parenética.

En esta reflexión basada en la argumentación, la ética normativa se dirige a la inteligencia de la persona humana, a diferencia de la l parénesis (1), que se dirige a la voluntad o al corazón. En ella se buscan los motivos a favor y en contra de una determinada solución y se procede apelando a todas las capacidades comprensivas del hombre de modo que se presenten razonamientos extremadamente coherentes y lineales desde el punto de vista lógico.

En la ética normativa a veces se ven posiciones que difieren según que el contexto sea filosófico o teológico. Tales diferencias, sin embargo, hay que atribuirlas no tanto al modo de procedimiento -sólo filosófico o también teológico-cuanto más bien al hecho de que dentro de una u otra perspectiva no se sigue con coherencia el procedimiento normativo, o a que se sigue una u otra de las dos argumentaciones normativas conocidas en ética. Seguir una u otra de estas dos argumentaciones o seguirlas de modo más o menos coherente, determina a veces diferencias también dentro del mismo contexto filosófico o teológico en el que nos movemos.

Sobre la ética normativa se tienen además posturas que anulan por completo el proceso normativo: tanto en campo filosófico como teológico, algunos sostienen que la formulación de los juicios morales y hasta la elaboración de los mismos criterios normativos es algo imposible, puesto que el juicio moral puede surgir sólo de la situación en la que el sujeto moral se encuentre y exclusivamente de la valoración moral que sobre él establece. Hay quien llega a pensar que un juicio moral vale tanto como su opuesto y una solución normativa tanto como su contraria [! Relativismo]: En el campo teológico hay también un gran debate sobre la necesidad de renovar la metodologí­a ético-normativa y de seguir las orientaciones abiertas en el Vat. 11 [l Especificidad; l Autonomí­a]. Hay quien piensa que la teologí­a no debe ser legalista y deberí­a presentarse como moral de la responsabilidad. Estos son algunos de los problemas con los que tiene que ponerse a prueba la ética normativa. Los problemas fundamentales de la ética normativa hay que verlos, sobre todo, como problemas de la metodologí­a, cuya aplicación hace surgir el juicio moral, y de las distinciones preliminares en base a las cuales es posible la recta presentación del proceso normativo.

II. Etica de actitudes y ética del comportamiento
La primera y fundamental distinción que hay que hacer es entre la actitud y el comportamiento y, por consiguiente, entre el juicio moral que se ha de formular sobre una u otro. Por actitud se entiende la disposición fundamental de lo que más í­ntimo y personal posee el hombre: de su voluntad o, en términos bí­blicos, de su corazón. La actitud es el modo que tiene el sujeto de situarse ante el punto de vista de la moral, que es la imparcialidad, el altruismo o, en términos de valoración, el amor [/Opción fundamental]. La actitud moralmente buena es la que acepta este punto de vista; la actitud moralmente mala, obviamente, la de quien lo rechaza, tendiendo al punto de vista opuesto: al de la parcialidad y el egoí­smo.

En teologí­a moral es frecuente que se prefiera utilizar las expresiones opción fundamental e intencionalidad, dándoles también la acepción positiva de actitud moralmente buena. Semánticamente, sin embargo, equivalen a elección moral fundamental o actitud moral y, como éstas, también se acompañan de la calificación de moralmente buena o moralmente mala.

Por comportamiento, en cambio, se entiende el actual de la persona o, si seguimos la distinción de santo Tomás, el acto voluntario externo, a diferencia del voluntario interno, que se identificarí­a con la actitud (S. Th., 1-11, qq. 19-20). Para explicitar la calificación moral del comportamiento algunos prefieren usar la fórmula moralmente recto o moralmente erróneo, para diferenciarla de la fórmula utilizada en la valoración de la actitud, y para indicar que se trata de conformidad exterior de la acción con la norma y no de conformidad interior propia de la actitud.

Ante los juicios y las normas morales, en efecto, puede darse por parte de la persona adhesión interior de la voluntad, del corazón, de la actitud; y adhesión exterior también, que se manifiesta en la observancia material de lo que la norma prescribe. Puede darse la primera sin la segunda, la segunda sin la primera, y puede darse también la ausencia de una y de otra. Lo que significa que puede haber cuatro combinaciones posibles entre actitud y comportamiento: moralmente bueno + moralmente recto; moralmente malo + moralmente erróneo. A tí­tulo simplemente de ejemplo podemos pensar en las diatribas de Cristo contra los escribas y fariseos: Cristo aprueba su comportamiento porque es moralmente recto y conforme a las prescripciones de la ley, pero condena su actitud como moralmente mala, porque la observancia puramente exterior de la ley no brota de la adhesión interior del corazón.

También en Kant se encuentra esta distinción, aunque con una terminologí­a distinta de la del evangelio, de santo Tomás y de la utilizada aquí­. En Fundamentos de una metafí­sica de las costumbres, la «conformidad a la ley moral» del comportamiento la distingue del actuar «por la ley moral» de la actitud. Distingue la observancia puramente exterior de la observancia interior. Con terminologí­a más o menos parecida, la misma distinción se encuentra en casi todos los autores. Piénsese, por ejemplo, en la disputa entre Abelardo y san Bernardo sobre el caso de los judí­os que crucificaron a Cristo; para san Bernardo pecaron porque realizaron la acción más malvada de la historia; para Abelardo no se puede afirmar si pecaron o no mientras no se sepa si tení­an la intención de matar al Hijo de Dios.

La distinción, realizada de modo explí­cito o implí­cito, se basa en la realidad del sujeto moral. Esta realidad hace que se clarifique el problema, igualmente fundamental, de la identificación de la bondad de la persona con la actitud o con el comportamiento, que puede ser formulado de la siguiente manera: ¿la persona es buena cuando posee una actitud moralmente buena o cuando actúa de forma moralmente recta?
En la visión de san Bernardo y en la llamada «moral casuista» se encuentra la concepción según la cual se es bueno o malo según que el comportamiento moral sea recto o erróneo. Semejante concepción de la moralidad se dio también algunos perí­odos históricos del AT o en la visión moral del calvinismo: el resultado alcanzado, el éxito, la misma riqueza es signo de la aprobación por parte de Dios e, indirectamente, de la bondad de quien actúa. Esta concepción es posible encontrarla todaví­a en el pensamiento de algunos filósofos. Es sintomático, por ejemplo, el tí­tulo del libro de W.D. Ross The Right and the Good. Si se asume el pensamiento de Cristo, se verá que el árbol no es bueno porque da frutos buenos, sino que da frutos buenos porque es bueno (Mat 12:33; cf también Mat 10:15-20). La lógica de la imagen utilizada por Cristo consiste en resaltar que es el comportamiento el que debe brotar de la actitud y no al revés, y que la actitud moralmente buena, para ser tal, debe tender a la realización del comportamiento moralmente recto, aunque, como en el caso de los fariseos, el comportamiento moralmente recto pueda brotar también de una actitud moralmente mala.

Estas dos concepciones de la moralidad o de la bondad de la persona se denominan habitualmente ética de actitudes y ética del éxito. N. Hartmann escribe: «La ética del éxito no aborda el fondo de la cuestión. El éxito no depende sólo de la voluntad, y además sólo la voluntad es lo que puede ser bueno o malo en la acción: sólo de ella se deriva, pues, la cualidad moral de la persona» (Etica, Nápoles 1969, 125).

Naturalmente que para ser moralmente bueno es necesario que haya también disposición de actuar de modo moralmente recto. Tal vez, sin embargo, no sea materialmente posible realizar algunas acciones que son moralmente rectas, como también puede darse el caso de que el resultado de las acciones no sea el deseado.

La persona enferma no puede realizar determinadas acciones; quien no tiene dinero, como la viuda del evangelio, no puede dar grandes sumas; el padre o la madre no siempre consiguen buenos resultados en la educación de los hijos, etc. Esto significa que la actitud moralmente buena es conditio necessaria et sufficiens de la bondad de la persona y que el comportamiento moralmente recto, siendo la consecuencia natural de la actitud moralmente buena, es conditio necessaria pero no sufficiens de la bondad. En otras palabras, esta relación lógica entre actitud y comportamiento no implica que sea totalmente superfluo el comportamiento; éste lo exige la actitud moralmente buena, y para que haya actitud moralmente buena debe haber disposición a actuar de modo moralmente recto.

Según algunos filósofos y teólogos moralistas, sin embargo, el comportamiento resulta casi totalmente superfluo. Ellos no dan excesiva importancia al proceso individualizador de las normas relativas al comportamiento, acentúan casi exclusivamente la importancia de la actitud y excluyen casi del todo la necesidad del comportamiento moralmente recto [l Relativismo]. Esto ocurre, por ejemplo, cuando se confí­a la solución de cualquier problema normativo del comportamiento a la responsabilidad o a la conciencia de la persona individual. El que sea, en última instancia siempre el sujeto agente quien elabore el juicio moral siguiendo los dictados de su propia conciencia, que la teologí­a moral tradicional considera norma proxima moralitatis, no significa que no se puedan o no se deban hacer juicios morales sobre el comportamiento, que no existan criterios para su valoración, que la teologí­a moral especial o la ética normativa no. deba valorar los casos individuales de la acción moral. Afirmar semejante concepción significa sostener que la actitud moralmente buena lleva automáticamente a comportamientos moralmente rectos o que los criterios de valoración de la actitud son suficientes también para la valoración del comportamiento.

III. La valoración de las actitudes y el comportamiento
Para valorar el comportamiento no se pueden usar los mismos criterios que sirven para determinar la bondad de la actitud. Dando por descontada la posibilidad de someter a valoración las actitudes y el comportamiento -problemática propia de otros temas [l Metaética; l Relativismo]-, aquí­ hay que presentar los criterios generales que permitan tal valoración y ofrezcan al mismo tiempo las garantí­as necesarias para guiar a la persona individual en la continua verificación de las propias actitudes y comportamiento por encima de todo relativismo.

Afirmar la posibilidad de valorar las actitudes y el comportamiento, sin embargo, sí­ significa afirmar la valoración en todos de cualquier comportamiento, no significa afirmar la posibilidad de valorar cualquier actitud. La valoración del comportamiento es siempre posible: puede referirse a la dimensión ideal del comportamiento moralmente recto en sí­ mismo, como a la dimensión fáctica del comportamiento realizado por este o aquel sujeto moral. En cambio, la valoración de las actitudes puede referirse sólo a la dimensión ideal, porque de la actitud de la persona individual, debido a su profundo mundo interior, no se puede decir nunca nada desde fuera. Escapa a cualquier control exterior, y sólo la persona puede decir cuál es efectivamente la propia disposición interior. Los otros pueden y deben suponer que su actitud es moralmente buena. Sólo cuando es muy evidente la diversidad se hace comprensible la afirmación de Cristo: «No juzguéis, y no seréis juzgados» (Mat 7:1). Esta afirmación se refiere sólo a la imposibilidad de valorar la actitud moral de los demás, lo que sólo es posible para Dios, que conoce la intimidad del corazón humano. Si aplicásemos esta afirmación también a la valoración del comportamiento y de las actitudes en sí­ mismas nos encontrarí­amos con la necesidad de tener que eliminar de nuestras preocupaciones cualquier reflexión de ética normativa o de teologí­a moral especial, en cuanto que con ellas pretendemos formular juicios morales sobre las actitudes y sobre el comportamiento. Si hiciéramos eso no podrí­amos saber nunca si la actitud que hemos tomado o el comportamiento que hemos realizado se corresponden con los que deberí­amos haber tenido; no servirí­a para nada el ámbito normativo de la vida moral.

IV. Los criterios de la actitud moralmente buena
Tanto en filosofí­a como en teologí­a, el problema es: ¿cuáles son las condiciones de la actitud moralmente buena? Mediante la triple formulación de su imperativo categórico, Kant, por ejemplo, muestra cómo debe orientarse siempre la disposición interior del sujeto moral. La posibilidad de universalizar la máxima con que se orienta la actitud de la persona constituye, como después han repetido otros, y sobre todo R.M. Hare, la norma fundamental de la actitud: piensa, valora y actúa de modo totalmente imparcial. La norma de la actitud, por ser perspectiva global de la moralidad, no puede ser válida sólo para una persona, en un lugar y en una época, sino que debe ser válida por sí­ misma, siempre e independientemente del sujeto que la asume. Para que tal norma, y consiguientemente todas las que definen el comportamiento moralmente recto, pueda alcanzar el carácter de universalidad, la perspectiva en que se sitúe debe ser la imparcialidad, respetando el orden existente de los seres, respetándolos por lo que son y no por la ventaja que pueden aportar al sujeto aceptando la preexistencia de los valores y la llamada que brota de ellos. Para hacer realidad tal verificación de universal imparcialidad sobre las actitudes propias o sobre la actitud moral en sí­ misma, hay que trasladarse conceptualmente a otro contexto, a todos los contextos posibles e imaginables, al contexto de las personas a las que se dirige nuestra propia acción, poniéndonos, como suele decirse, en el lugar de los otros o viéndose no sólo como sujeto agente, sino también como destinatario de las acciones propias. En otras palabras, la imparcialidad universafzable de la actitud consiste en relacionarnos con los otros de la misma manera que nos relacionamos con nosotros mismos, y, al revés, en hacernos a nosotros lo mismo que hacemos a los demás. La norma fundamental de la moral bí­blica y la identificada también por los presocráticos no consiste por casualidad en la llamada regla de oro. La Sagrada Escritura, en efecto, después de haber presentado la obligación de amar a Dios con todo el corazón y con todas las fuerzas, afirma la obligación de amar a los demás como a nosotros mismos. La lógica del doble mandamiento del amor a Dios y al prójimo es indiscutible: hay que amar a Dios por encima de todas las cosas y personas porque es el bien supremo y el ser más perfecto; las personas humanas, incluida la persona del sujeto moral y también los propios enemigos, deben ser amadas todas del mismo modo, precisamente porque son personas humanas. Como el amor a sí­ mismo se convierte en el criterio de la actitud moralmente buena hacia los demás, también el amor a los enemigos constituye el criterio de verificación del sentido genuino de este amor. Porque, efectivamente, una actitud moral que no esté dispuesta a amar a los propios enemigos no es imparcial; quien excluye del propio amor aunque sólo sea a una’persona, hace distinciones en su relación con los otros; quien ama para ser correspondido en el amor, es egoí­sta; quien mantiene que es mejor hacer que sufrir la injusticia, acepta la ley del talión y respeta a los otros no como personas humanas, sino por la bondad de la actitud que mantienen y la rectitud moral de su comportamiento. Por eso ya Sócrates podí­a decir que es mejor sufrir que causar la injusticia, como aparece en el Gorgias de Platón.

Los manuales tradicionales de teologí­a moral, en el capí­tulo sobre las fontes moralitatis, aplican la triple distinción de objeto, circunstancias y fin para establecer en qué consiste exactamente la bondad del acto voluntario interno -por usar la terminologí­a de santo Tomás-. Aunque se aplique comúnmente al proceso valorativo del comportamiento, esta triple distinción deberí­a ser aplicada a la valoración de la moralidad de la actitud. Cuando hablamos de fuentes de moralidad nos referimos sobre todo y fundamentalmente a las condiciones que determinan la bondad de la voluntad, de la intención, de la opción con la que en última instancia se identifica la moralidad de una persona o su actitud moralmente buena. El comportamiento moralmente recto, suponiendo la bondad de la actitud, implica también la bondad del objeto, (de las circunstancias y del fin al que la voluntad se orienta pero esta orientación de la voluntad, por sí­ sola, no es suficiente para resolver la valoración de la acción individual. El objeto, las circunstancias y el fin de ésta deben concretarse todaví­a en base a otras referencias y criterios.

Santo Tomás realiza la triple distinción para explicitar las caracterí­sticas del acto voluntario, interno y bueno. Y Kant cree suficiente afirmar que no existe nada más bueno en el mundo que una voluntad buena, es decir, una voluntad que en sí­ misma se orienta hacia la bondad como el fin al que tender, independientemente de cualquier circunstancia externa.

V. Los criterios del comportamiento moralmente recto
Asumir una actitud moralmente buena implica siempre estar dispuestos a actuar de modo moralmente recto. La benevolentia de la actitud tiende a transformarse en beneficentia. Este es el primer y fundamental criterio del comportamiento moralmente recto. En otras palabras: la imparcialidad de la actitud debe guiar también la búsqueda intelectiva del juicio moral sobre las acciones humanas. La actitud moralmente buena debe querer ir a la búsqueda del verdadero juicio moral sobre las acciones a realizar y debe realizar todas las acciones moralmente rectas que sea capaz. Pero querer actuar de modo moralmente recto no comporta automáticamente la identificación de ese comportamiento; puede darse un error en el procedimiento intelectivo de la búsqueda y puede haber ignorancia sobre ciertos datos empí­ricos o valorativos necesarios para la recta formulación del juicio. Siendo el proceso que identifica las normas morales del comportamiento de tipo fundamentalmente intelectivo, la voluntad buena por sí­ sola no será nunca suficiente. No es casual que en teologí­a moral se hable tradicionalmente de ignorancia vencible e invencible, de error intelectivo culpable y no culpable. Con estas fórmulas nos referimos en todo caso a la influencia del aspecto volitivo en la capacidad intelectiva, para establecer si, cuándo y cómo el error intelectivo depende de la actitud moralmente mala. No todo error intelectivo, en efecto, depende de la maldad moral de la actitud, ni se puede afirmar que un error intelectivo convierta automáticamente en mala la actitud moral. Formulada así­ la reflexión, es una de las cuatro posibles combinaciones entre actitud y comportamiento de las que hemos hablado antes (! II). El momento intelectivo, que para la actitud se identifica sólo con la percepción originaria de la distinción entre bien y mal, cuando se trata del comportamiento desempeña, en cambio, un papel decisivo: se trata de conocer muchos elementos de naturaleza empí­rica, se supone’efconocimiento de muchas nociones sobre los datos concretos, sobre los cúales deberá realizarse después la valoración moral por su relación con los valores. Santo Tomás trata de la relación entre el momento intelectivo y volitivo cuando habla de la distinción entre acto voluntario interno y acto voluntarió externo.

Por otra parte,- querer actuar de forma moralmente recta no significa encontrarse siempre en disposición material de realizar todo lo que moralmente se exige. Y ni siquiera saber lo que se debe hacer equivale a tener siempre la posibilidad material de realizar ese comportamiento. El deber supone el poder, afirma Kant; nemo ad impossibilia tenetur, sostiene la tradición moral y teológica. Este es el segundo criterio del comportamiento moralmente recto; cuando falta la posibilidad material de realizar una acción, termina a la vez el deber moral de realizarla.

El tercer criterio es el que separa en dos el grupo de quienes se interesan por la ética normativa, a nivel filosófico o teológico. Para los teleólogos, el juicio moral debe formularse a partir de las consecuencias de la acción -lo primero de todo la realización del amor a los demás-,desde el valor o no valor de estas consecuencias; para los deontólogos, en cambio, el juicio moral, por lo menos en algunos ámbitos operativos, debe establecerse prescindiendo de las consecuencias. Si se analiza el tipo de fundamentación de toda norma moral, se verá cómo se identifica siempre o con el procedimiento de los teleólogos que se remiten a las consecuencias, o con el procedimiento de los deontólogos que prescinden de ellas.

La argumentación deontológica conoce además dos argumentos que se usan en filosofí­a, sin explicitar el aspecto teológico, sea en teologí­a con la explicitaclón de ese aspecto teológico: ¡licito por ser contra natura; ilí­cito por falta de permiso. Toda formulación de tipo deontológico, si se explicitan todas sus implicaciones, termina identificándose con una u otra de estas dos fórmulas.

La deontologí­a, además, se divide en deontologí­a del acto, que puede encontrarse en el existencialismo filosófico y en la reflexión teológica de la ética de situación [! Relativismo] que excluye la existencia de cualquier norma mixta (elemento empí­rico +elemento valorativo) para el comportamiento y afirma sólo la existencia de la norma genuina (sólo el elemento valorativo) para la actitud; y en deontologí­a de la regla, que puede encontrarse, por ejemplo, en Kant y también en la teologí­a moral, según la cual, al menos para algunos moralistas, existen reglas basadas en los dos argumentos deontológicos ya indicados y que no es posible transgredir nunca.

Estos elementos, aunque breves, de criteriologí­a normativa son suficientes, no para resolver cualquier problema de ética normativa, sino más bien para interpretar las lineas fundamentales de la criteriologí­a que de hecho se aplica o debe aplicarse en cada caso en toda acción individual.

[I Epistemologí­a moral; l Etica descriptiva; l Metaética; l Norma moral; l Parénesis; l Relativismo].

BIBL.: AA.VV., Percepción de los valores y norma ética, en «Con» 120 (1976); AA.VV., La fondazione della norma morale nella rifessione teologica e marxista contemporanea. Atti del VII Congreso Nazionale dei tealogi moralisti italiani, Dehoniane, Bolonia 1979; BUCKLE F., Normen und Gewissen, en «Stimmen del Zeit» 204 (1986) 291-302; FLECHA J. R., Reflexión sobre las normas morales, en «Salmanticensis» 27 (1980) 193-210; FuCHSJ., Responsabilitápersonale e norma morale. Analisi e prospettive di ricerca, Dehoniane, Bolonia 1978; PRIVITERA S., L úomo e la norma morale. I criteri di individuazione della norma morale secondo i teologi moralisti di lingua tedesca, Dehoniane, Bolonia 1975; SCHMITZ Ph., Ricerca inductiva della norma morale, Dehoniane 1979; VALSECHI A. y Rossi L., La norma morale, Dehoniane, Bolonia 1971; VIDAL M., Crisis de la adhesión a los valores de la moral católica, en «Sal Terrae» 79 (1991) 205-215. O Sobre las teorí­as éticas de la argumentación: FURGER F., Was Ethik begründet. Deontologie oder Teleologie. Hintergrund und Tragweite einer rnoraltheologischen Ause¡nandersetzung, Benzinger, Einsiedeln 1984; GINTERs R., Typen ethischer Argumentation. Zur Bergründung sittlicher Normen, Patmos, Düsseldorf 1976; ID, Valor¡, norme e fede cristiana. Introduzfone all éticafilosofica e teologica, Marietti, Casale Monf. 1982; PRIVITERA S., Dall ésperienza alla morale. II problema «esperienza» in Teologí­a Morale, Edi Oftes, Palermo 1985; SCHULLER B., L úomo veramente uomo. La dimensione teologica dell ética nella dimensione etica dell úomo, Edi Oftes, Palermo 1987; TETTAMANZI D., Ilproblema attuale delle norme moral¡, en «Riv. d. Clero It.» 6 (1981) 493-508.

S. Privitera

Compagnoni, F. – Piana, G.- Privitera S., Nuevo diccionario de teologí­a moral, Paulinas, Madrid,1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Moral