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SIMBOLO DE LA FE

SIMBOLO DE LA FE

Desde la primera mitad del siglo lv se conocen textos concisos, aunque completos, utilizados para proclamar formalmente la propia adhesión a la fe de la Iglesia. En su apelación al papa Julio I, en el 340 d. C., Marcelo de Ancira exponí­a su fe citando el texto conocido como el antiguo credo romano (vetus Romanum: DS 11). En el concilio de Nicea, Eusebio de Cesarea intentó disipar las sospechas sobre su ortodoxia explicando la confesión de fe que le transmitieron durante su propia instrucción catequética, que él afirmaba haber creí­do y enseñado, como presbí­tero y obispo, hasta el presente dí­a (en griego, Athanasius Werke, vol. 3/2, ed. H.G. OPITZ, p. 29; en latí­n, PG 20,1538).

El desarrollo primitivo. Las fórmulas confesionales fijas, conocidas desde la época de la controversia arriana, tienen hondas raí­ces en los tiempos de los orí­genes cristianos. Un modo inicial de profesar la fe en Cristo era declarar «Jesús es el Señor» (1Cor 12,3) o «confesar con tu boca que Jesús es el Señor y creer en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos» (Rom 10,9; ef Flp 2,10; He 2,36). En otras Iglesias de la época del NT, la confesión central fue que Jesús era de modo único «Hijo de Dios» (IJn 4,15; Mi 16,16).

A finales del siglo i, como se refleja en el evangelio de Mateo, el bautismo de un nuevo discí­pulo era una consagración solemne «en el nombre del Padre, del Hijo y del Espí­ritu Santo» (28,19). Un siglo más tarde, en el norte de Africa, como menciona Tertuliano de vez en cuando, el que o la que iba a ser bautizada, primero renunciaba a Satanás y después profesaba su adhesión a la fe cristiana en respuesta a una serie de tres preguntas estereotipadas sobre la creencia en Dios como Padre, Hijo y Espí­ritu Santo.

Hacia el 215 d.C., Hipólito describí­a el rito bautismal de la Iglesia de Roma, relatando el texto fijo del rito. Ya en el agua, antes de la inmersión, el ministro hací­a estas preguntas: «¿Crees en Dios, Padre todopoderoso? ¿Crees en Jesucristo, Hijo de Dios, que nació por obra del Espí­ritu Santo de Marí­a virgen, fue crucificado bajo Poncio Pilato, y murió y fue sepultado, y al tercer dí­a resucitó vivo de entre los muertos, subió a los cielos, está sentado a la derecha del Padre y ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos? ¿Crees en el Espí­ritu Santo, en la santa Iglesia, en la resurrección de la carne?» (Traditio apostolica, 21: SC 11 bis, 80-93; el credo, sólo en DS 10). Así­, una profesión verdaderamente primitiva de la fe de la Iglesia tení­a estructura interrogativa o dialógica. La fe consistí­a en responder «creo» a las preguntas sobre Dios y su economí­a de salvación, formuladas por un ministro de la Iglesia en el momento central del acto litúrgico del bautismo e incorporación a la comunidad.

Las fórmulas declarativas del siglo iv, como la del vetus Romanum y el credo de Cesarea, tení­an su principal Sitz im Leben en el catecumenado. Mientras la estructura pregunta/ respuesta seguí­a siendo central en el acto mismo del bautismo, la entrega del credo de la Iglesia (traditio syn:boli) a los catecúmenos marcaba un paso hacia un estadio avanzado de preparación para el bautismo. Se les recitaba la fórmula utilizada en la Iglesia a la que iban a entrar, se les exigí­a aprenderla de memoria y recibir instrucción, normalmente por parte del obispo, sobre el significado de cada parte del, texto. El ejemplo mejor conocí­do de esta instrucción se halla en los Sermones catequéticos (PG 33) de san Cirilo de Jerusalén.

Poco antes de ser bautizados, los candidatos señalaban el fin de su instrucción prebautismal con el rito de la redditio symboli. San Agustí­n incluye en sus Confesiones un relato de cómo se hací­a esto en Roma en torno al 355 d.C., cuando el distinguido erudito Mario Victorino entró en la Iglesia. «En Roma, aquellos que están a punto de entrar en tu gracia hacen, de ordinario, su profesión con una fórmula establecida que aprenden de memoria y recitan desde una plataforma elevada, a la vista de los fieles». Los sacerdotes podí­an ofrecer la opción de una profesión privada. «Pero Victorino prefirió proclamar su salvación a plena vista de los fieles reunidos… Cuando subió a la plataforma para hacer su profesión, todos los que le conocí­an susurraron llenos de gozo su nombre al oí­do de sus vecinos… El hizo su proclamación de la verdadera fe con extraordinaria franqueza, y todos le habrí­an cogido con alegrí­a entre sus brazos y le habrí­an estrechado contra sus corazones» (Conf. VIII, 2,5).

Estos credos declarativos desarrollan los credos interrogativos del rito del bautismo, según la / «regla de la fe» de las diferentes iglesias locales, con el fin de ofrecer expresión sumaria a la fe en la que los candidatos están siendo iniciados. Se conoce una serie completa de credos occidentales de los siglos tv al v1 (DS 13-26), que difieren algo del vetus Romanum, y de los que salió el textus receptus del «Credo de los apóstoles» de la Iglesia occidental (DS 30). Estos textos no pretendí­an exponer la regla de fe completa, sino más bien formular el corazón evangélico de la revelación de Dios de sí­ mismo y de su obra de salvación en Cristo.

Pero el concilio de Nicea en el año 325 d.C. inició un nuevo movimiento al promulgar un credo declarativo para toda la Iglesia, que pretendí­a expresar una parte de la regla de fe común en términos que excluyen un error especí­fico (cf / Dogma). El credo no era tanto para uso de los creyentes individuales, como expresión de su fe personal, cuanto para exponer una norma común de ortodoxia por la que los obispos legí­timos pudieran ser reconocidos, y otros obispos pudieran mantener el lazo de comunión eclesial con ellos.

El credo niceno (DS 125) excluye ciertas tesis promovidas por Arrio de Alejandrí­a, especialmente al afirmar de modo especí­fico que el Hijo de Dios es engendrado del ser o sustancia (ousia) del Padre y es «consustancial (homooúsios) con el Padre». La intención aquí­ no era imponer a la Iglesia una metafí­sica, sino más bien contrarrestrar las formas muy concretas en que Arrio habí­a hablado de la monarquí­a divina y del origen del Hijo como «el comienzo de sus obras» (Prov 8,22). Arrio interpretaba el NT desde el punto de vista de textos como Jn 14,28: «El Padre es mayor que yo». La definición nicena declara, por encima de todo, que es Dios mismo quien se revela en Jesús de Nazaret. El significado de ousí­a y homooúsios no fue elaborado por los obispos en concilio. La intención de su acción queda especialmente clara por la adición al credo que promulgaron de una breve lista de formulaciones arrianas que niegan la divinidad del Hijo, por ejemplo: «Hubo un tiempo en que no existí­a», que están ahora prohibidas bajo pena de excomunión (DS 126).

El credo niceno sirvió de modelo para todas las declaraciones dogmáticas futuras, al ser una medida reguladora que concierne al lenguaje de instrucción en la Iglesia y una guí­a a aplicar en la interpretación de la Escritura. Un lugar de privilegio le serí­a dado, por ejemplo, a un texto como Jn 10,30: «Yo y el Padre somos una sola cosa». El credo niceno excluye una regla errónea de fe y principio de interpretación, establece un criterio de comunión entre obispos e Iglesias y transmite el texto que las Iglesias finalmente aceptaron y convirtieron en el punto de partida de posteriores precisiones dogmáticas de la fe que habí­an recibido.

Significado teológico. Después de Nicea, el credo de la Iglesia asumió claramente una nueva función al convertirse en expresión señalada de ortodoxia y en condición de communio entre las Iglesias. Serí­a empobrecerlo, sin embargo, perder de vista el papel primordial del credo para expresar la adhesión del creyente a Cristo como Hijo de Dios, resucitado y Señor. La estructura trinitaria de los credos bautismales más antiguos deja claro que estos textos encajan en la acción por la que un individuo (él o ella) confí­a su vida a los designios salvadores del Dios trino. El credo es un elemento en la expresión litúrgica y eclesial de conversión. El contexto, es decir, la iniciación en la comunidad de fe, muestra claramente que el credo pertenece a un rito de paso del pecado y la alienación a la «familia de Dios» (Ef 2,19), como una persona que deja «la idolatrí­a para servir al Dios vivo y verdadero, con la esperanza de que su Hijo Jesús, al que él resucitó de entre los muertos, vuelva del cielo y nos libre del desastre inminente» (1Tes 1,9s).

A la antigua práctica de la traditio/redditio symboli se le ha dado renovada importancia en el Ritual de iniciación cristiana de adultos de la Iglesia católica. Esta colocación del credo pone de manifiesto un segundo elemento esencial de su significado. Porque el credo no es una invención propia del candidato, sino más bien una preciosa parte de lo que la Iglesia tiene y transmite fielmente como administradora (cf / Depósito de la fe). El credo deriva, en última instancia, del ministerio de predicación y enseñanza de los apóstoles de Cristo y es profesado bajo la dirección de aquellos que han accedido a la responsabilidad de enseñar, guardar y explicar la palabra transmitida (DV 10). Pero el sujeto fundamental de la declaración cristiana «yo creo en Dios…» es la persona colectiva de la misma Iglesia. El «yo» del credo es la comunidad de aquellos que están unidos en una fe común, una comunidad de testigos y creyentes que comparten la vida entre sí­ y con Dios (cf lJn 1 1-3). El diálogo del credo bautismal es, primero, la oferta de la fe de la Iglesia a un nuevo miembro; segundo, la voluntaria apropiación del nuevo miembro de su participación en esa fe. Y en la fe, donde la revelación alcanza su pretendido término, el creyente tiene nueva vida y acceso al Padre a través del Espí­ritu Santo.

Una última penetración en el sentido del credo ha sido articulada por santo Tomás de Aquino. Concerniente a la multiplicidad de distintos «artí­culos» de contenido doctrinal, Tomás sostiene que todos los diversos artí­culos deberí­an verse como implí­citamente contenidos en los dogmas primordiales de que Dios existe y tiene un cuidado providente por nuestra salvación. El credo da nueva articulación al ser de Dios, que conoceremos como nuestra bienaventuranza fundamental, y a su dispensación de medios históricos para alcanzar esa bienaventuranza. El número de artí­culos crece, pero esto acontece para explicitar lo que está presente en la convicción de fe más fundamental (S.Th. II-II, 1-7). El objeto último de la fe no es la multitud de artí­culos que confesamos. Los necesitamos a causa de nuestro modo histórico de conocer, siempre parcial; pero aquello a lo que nos conduce Dios por la fe es sencillamente hacia sí­ mismo como prima Veritas (De veritate, 14,8 ad 5 y ad 12).

Desde el punto de vista de la propia fe, Tomás enuncia un principio para ser aplicado tanto a cada artí­culo de fe como al credo en su conjunto: «Actus autem credentis non terminatur ad enuntiabilem sed ad rem» (S. Th. II-II, 1-2, ad 2). La fe es un movimiento del espí­ritu humano agraciado que no alcanza su término en el artí­culo del credo que profesa, sino en la realidad en él revelada. Un artí­culo del credo formula una verdad de revelación divina pero el artí­culo no constituye el objeto último del movimiento dinámico de la fe. «Articulus est perceptio divinae veritatis tendens in ipsam» (II-II, 1-6). La aceptación y profesión de un artí­culo del credo es, así­, sólo un momento de un movimiento que trasciende al propio artí­culo. La fe lleva a la persona a la unión con Dios, la prima Peritas, que también ahora, revelándose a sí­ misma, irradia la luz de su presencia en los corazones humanos.

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J. Wicks

LATOURELLE – FISICHELLA, Diccionario de Teologí­a Fundamental, Paulinas, Madrid, 1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Fundamental