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TEOLOGIAS

TEOLOGIAS

SUMARIO:
I. NATURAL (G. Lane).
II. TRASCENDENTAL (K. H. Neufeld).
III. NARRATIVA (C. Rocchetta).
IV. POLITICA (J.O’Donnell).
V. DE LA LIBERACIí“N (J. Dupuis).
VI. EN CONTEXTO (M. Chapfin).

I. Natural
La teologí­a llamada «natural» ha constituido por mucho tiempo un estudio llevado a cabo por los filósofos occidentales y que fue preciso distinguir de la teologí­a sin más, es decir, de la que se practicaba en las facultades de teologí­a, y que, por comparación, pudo ser llamada «sobrenatural» o «sagrada». La primera querí­a ser un estudio metódico y crí­tico de Dios, de su existencia, de sus atributos, de sus relaciones con las criaturas, pero efectuado por medio solamente de las facultades humanas (o «naturales»). La segunda quiso ser un estudio lo más serio posible de Dios, de los seres humanos, del universo entero, pero tomando como punto de partida y su apoyo principal las revelaciones «especiales» de Dios mismo. Cuando estas revelaciones se designan como «sobrenaturales» es para marcar bien el hecho de que su contenido no habrí­a podido captarse, deducirse o inferirse del ejercicio tan sólo de la capacidad humana, sino únicamente con una ayuda de Dios que supliese la inevitable insuficiencia o lí­mite de sus capacidades creadas. (Ejemplo de una revelación «sobrenatural»: el destino particular que ningún ser creado podrí­a obtener por sí­ mismo, pero que Dios ha escogido libremente ofrecer a los humanos, junto con. su concurso indispensable).

Aunque muchos teólogos siguen juzgando útil hacer teologí­a «natural», numerosos pensadores y filósofos contemporáneos han abandonado esta _ disciplina, que consideran como un tratado de cosas «religiosas», y que, por tanto, pertenecen propiamente sólo a los teólogos (o creyentes). Después de todo, ¿hay algo más «religioso» que Dios mismo, que sus planes o sus esperanzas sobre sus criaturas? Pero quizá haya de hecho muchas veces una ignorancia a propósito de lo que es propiamente «religioso», y quizá sea posible reconocer, en contra de una opinión muy extendida, que no basta con estudiar a Dios, con investigar o mantener un discurso racional sobre él, para efectuar una marcha religiosa.

En efecto, por un lado, hay gente que dedica estudios metódicos, por ejemplo, a ciertos insectos, para saber cada vez más sobre su anatomí­a, su alimentación su modo de reproducción, su hábitat y sus costumbres. De esas personas se dice que son «entomólogos». Y las personas que estudian sistemáticamente los fenómenos atmosféricos o el corazón humano o los comportamientos sociales para saber más de todo ello, reciben el nombre de meteorólogos, cardiólogos o sociólogos. Pues bien, si alguien se pone a hacer investigaciones crí­ticas sobre Dios solamente para aumentar o mejorar su conocimiento de ese «objeto» particular (que considera como existente, o como simplemente posible, o hasta como una noción ;que le intriga por su contenido más o menos variable), es evidente que esa persona está haciendo teo-logia. Y si su finalidad es solamente saber más de esa realidad o de esa simple noción, habrá que reconocer sin duda que esa persona, en ese momento, no hace nada «religioso». (Ni «sobrenaturalmente» religioso, ni siquiera «naturalmente» religioso). En todo caso, tan religioso, ni más ni menos, que los que hacen entomologí­a o cualquier otra «logia».

Por otro lado, ¿qué es una actividad propiamente «religiosa»? Una reflexión atenta podrí­a conducir ,a la siguiente descripción: la persona está haciendo algo religioso cuando intenta captar, directa o indirectamente, las esperanzas o las actitudes que cree que Dios podrí­a tener con ella en aquel momento; o manifestar a ese Dios la actitud que ella misma querrí­a tener para con él; o si, en otras palabras, busca por todos los medios posibles (cognoscitivos o de otro tipo) encontrar, mantener o profundizar una relación «positiva» entre ella misma y ese Dios, a fin de mejorar su comunicación con él o «encontrarse» mejor con él.

Si es ésa, esencialmente, la actividad propiamente religiosa, es evidente que a partir solamente de los textos de Aristóteles, por ejemplo, habrí­a que pensar que dicho pensador no llevaba a cabo ninguna actividad «religiosa» cuando en la parte de su filosofí­a que él creí­a la más importante y que él mismo llamaba «teo-logia» se esforzaba por conocer o comprender mejor el «acto puro», la forma particular (finalista) que tendrí­a ese Dios de mover a los demás seres, o la actividad principal y caracterí­stica de Dios. Porque a falta de documentos más explí­citos en este sentido, parece ser que Aristóteles no buscaba de hecho nada más que saber cada vez más sobre ese ser particular.

Muy distinto serí­a el caso de una persona de la que se supiera-que intenta saber más sobre un Dios en el que ya cree, pero solamente porque piensa (con razón o sin ella) que un incremento de sus conocimientos o de su comprensión le permitirí­a entrar en comunicación más personal, o más í­ntima, con él. Se tratarí­a entonces de una actividad propiamente religiosa. Y si esa búsqueda de conocimiento y de comprensión se hiciera de una forma metódica y crí­tica -quizá con la ayudó de teorí­as unificantes o explicativas-, habrí­a que hablar sin duda de una teologí­a religiosa; es decir, de una marcha a la vez religiosa y teológica. Finalmente, esa búsqueda serí­a «sobrenatural» o «natural» según que el esfuerzo de comprensión recurriera o no a unos datos que todo ser humano es incapaz de descubrir sin una «revelación» -llamada entonces «sobrenatural»- de Dios mismo. (Es fácil concebir que muchas veces resulta difí­cil, y hasta imposible, discernir con certeza los elementos puramente naturales de una actividad concreta de teologí­a religiosa y «sobrenatural’~.

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G. Lane
II. Trascendental
La expresión «teologí­a trascendental» va unida de manera particular al nombre de K. Rahner, pero su usó no es uní­voco. En general se entiende por ella que se emplea en teologí­a la filosofí­a trascendental de Kant o elementos esenciales suyos. Esto supone que se le reconoce al sistema del filósofo de Künigsberg por lo menos una cierta compatibilidad con la reflexión teológica y que no se juzga su pensamiento en total oposición al cristianismo. No podemos tratar aquí­ en detalle la mutua confrontación particularmente de los pensadores y teólogos católicos, pero también del magisterio eclesiástico, entre otras cosas porque no se la ha comprendido aún suficientemente a fondo. Sin embargo, no es en absoluto imprescindible hacerlo, puesto que la teologí­a trascendental no depende de la filosofí­a trascendental, sino que tiene esencialmente razones teológicas propias y se sirve de la filosofí­a trascendental igual que la teologí­a de los Padres se sirvió de un cierto platonismo y la escolástica de un cierto aristotelismo. Si bien la problemática de ese «servirse» es claramente consciente precisamente desde Kant, sin embargo es cierto que dondequiera que se ejercita el pensamiento, los datos y métodos filosóficos están a su servicio.

En relación con la cuestión de la «disciplina teológica fundamental» (cf S. Th VI,146-167), K. Rahner sostuvo en 1964 que la «nueva teologí­a fundamental» debí­a ser «trascendental» en gran medida, o sea que debí­a reflejar las condiciones de la posibilidad del sujeto que cree de realizar los contenidos de la fe, a fin de subrayar más claramente la correspondencia entre la esencia formal de la revelación en general y su «contenido» cristiano. A este respecto, se tratarí­a para la teologí­a fundamental no sólo de la cuestión general de las condiciones de posibilidad de la verdad cristiana y de su aceptación en la fe. Más bien esta perspectiva estarí­a orientada desde un principio al hombre. Estarí­a, pues, ligada al giro u orientación antropocéntrico, aunque de ninguna manera en oposición al hecho de que Dios mismo es el punto de partida y el centro de la revelación y la teologí­a. Sencillamente se toma en serio el pro nobis del obrar divino, en virtud del cual y en cuyo ámbito se hace Dios accesible al hombre y se le da a conocer. A este aspecto de la comunicación de la revelación se le habrí­a dedicado sin duda demasiada poca atención, por lo cual durante mucho tiempo se habrí­a desconocido y desestimado su naturaleza y significado. Por eso se comprende que en la moderna teologí­a se cargue en él el acento al encontrarse de nuevo con él y con su problemática. Indiscutiblemente, el hecho de ocuparse de la filosofí­a trascendental de Kant ha contribuido a que surgieran rápidamente diversas concepciones y acentuaciones de la teologí­a trascendental que a veces tienen poco que ver entre sí­, e incluso se oponen unas a otras.

Bien mirado, toda auténtica teologí­a es propiamente trascendental, puesto que debe hablar de Dios, y como palabra del hombre, de modo que en cualquier caso remite, directa o indirectamente, más allá del espacio de la vida, la acción y el pensamiento dado inmediatamente. Con ello amplí­a espontáneamente el horizonte natural de la cuestión del hombre, afirmando así­ la posibilidad de lo /sobrenatural. Esta afirmación traduce la situación del hombre, el cual no está cerrado en sí­ mismo, ni puede bastarse. Un detenido análisis de esta situación permite ver que el hombre no puede en absoluto prescindir de ciertas correspondencias, sin que se pueda definir de antemano de algún modo la forma exacta de las mismas. Ello depende no en último lugar de que el factor determinante de estas correspondencias no se encuentra ni puede encontrarse en el hombre. Por eso tiene que situarse él por principio de forma que se refiera a alguien mayor, y no lo contrario. Sin embargo, se trata de una auténtica correspondencia, aunque su realidad y su precisión vienen de otra parte.

Este punto de vista fundamental para comprender la teologí­a trascendental exige que se tome en serio determinar de nuevo la relación entre sujeto y objeto al menos como posibilidad, según era indiscutiblemente habitual en la filosofí­a antigua. En el conocimiento humano puede haber un Objekt (realidad objetiva) que es tratado como Gegenstand (objeto), y por tanto está a disposición del que conoce, pero que en realidad se sustrae enteramente a tal dependencia porque es origen de toda determinación y disposición. Sin embargo, a la comprensión del hombre le parece un objeto intramundano, si bien ya por la manera de manifestarse le anuncia la pretensión que realmente le corresponde por su naturaleza e invita al hombre a una conversio. En otras palabras, la teologí­a trascendental exige como uno de los primeros pasos una reorientación del teólogo, tomando conciencia de la distinción entre su conocimiento y su posición por un lado y su puesto o función en la realidad por otro, y aceptándolo.

Con ello la teologí­a trascendental se muestra como un método que involucra al que lo emplea; es una forma determinada de cuestionamiento y reflexión teológica, suscitada por el hecho de que el mensaje del cristianismo se dirige al hombre y le provoca o busca conseguir algo de él. La oferta se refiere al hombre, y de, tal manera que sin esta orientación no serí­a el mensaje cristiano. Este fundamento sólo lo entiende el hombre cediendo a la pretensión y al estí­mulo del evangelio,: dejándose interpelar por él y activando así­ las posibilidades que le son inherentes: escuchar, comprender, asentir, etc. Hasta qué punto estas posibilidades se presentan como independientes o.hasta qué punto son constituidas por la interpelación, es difí­cil decirlo, porque el hombre sólo puede tomar conciencia de ellas, en la realización, en la cual colaboran siempre ya Dios ,y el hombre. Precisamente esta colaboración subraya la condición del hombre ne-, cesariamente dirigida a la trascendencia, puesto que esta estructura se demuestra ya activa donde es impugnada expresa y temáticamente.

La teologí­a trascendental ni puede ni quiere ser la teologí­a, sino que es un momento de ella, porque la fe determina la existencia entera siempre de forma históricamente concreta. Todo analysis fdei se realiza también en el plano teológico-trascendental, y por eso afecta a la verdad cristiana y a todas las verdades particulares dé la fe, de suerte que se puede preguntar por su importancia para los artí­culos tradicionales de la fe su comprensión, su concepción profunda y su presentación. Semejante aplicación en cuanto al contenido posee una importancia diversa para las verdades particulares; pero en todo caso pone en claro la vinculación de los misterios y recuerda que la inteligencia contextual de sus declaraciones forma parte irrenunciable de la plena comprensión del evangelio. De esta manera se impide la tendencia al aislamiento, que repercute en la verdad de la revelación desfigurándola y falseándola. Análogamente, el aspecto teológico-trascendental de la reflexión se dirige contra una concepción demasiado estática y legalista de la revelación, mostrando que se trata aquí­ de un proceso vital que se sustrae constantemente al conato de cristalizarla, sin perder por ello en precisión y fuerza.

En este sentido, la perspectiva teológico-trascendental descubre de nuevo precisamente el carácter misionero del cristianismo y ofrece una visión de la naturaleza del persuadir y de la persuasión, es decir, del testimonio, que alcanza su sentido estimulando a dar un nuevo testimonio. Con ello el mensaje va más allá de sí­ mismo y mantiene su estructura básica tematizada también en cuanto al contenido. En un mundo que cada vez es más uno y donde no hay lugar ya para paí­ses en los que el mensaje cristianó no es de algún modo conocido y resulta difí­cil serlo, no basta ya un misionar presentado sólo espacial y temporalmente, o sea, donde trascender equivale a extender. El ejemplo muestra que las categorí­as representativas fundamentales se amplí­an y cambian, lo que sólo. puede ocurrir consciente y responsablemente con ayuda de un.pensamiento_que es y debe ser teológico-trascendental, si no quiere depender dé consideraciones que por su naturaleza, nada tienen que ver con la fe y la teoogí­a.

«Por tanto, la,teólógí­a trascendental se refiere á los supuestos y al comienzo mismo de la reflexión de la fe. Permite redescubrir y acentuar en el fenómeno total del cristianismo aquellos aspectos que hasta ahora apenas han llamado la atención y, debido a las circunstancias, no debí­an atraerla, pero que en el contexto actual es tanto más urgente tomarlas en cuenta si la revelación de Jesucristo ha de llegar también a los hombres de este tiempo, conforme al evangelio. Se. patentiza como instrumento hoy necesario para dar razón responsablemente de la fe, para cuyo empleo vigen reglas propias.

Hay que indicar ante todo la peculiar í­ndole indirecta de la reflexión teológico-trascendental sobre la fe. La obra de Rahner es un claro ejemplo de ello. En esta í­ndole indirecta se patentiza una vez más la situación del hombre, que no puede disponer de Dios ni de su relación a Dios, y, sin embargo, toma posición en la fe, reconociendo así­ de la manera que le es propia a Dios como su redentor y señor. Este Dios se le muestra con rostro humano en la figura de Jesucristo, de suerte que no al azar las cuestiones de la cristologí­a han sido y son el centro de la explicación y de la confrontación sobre la teologí­a trascendental. Bajo todos los aspectos se plantea aquí­ el problema de la condición de posibilidad, de suerte que la cristologí­a impone directamente la consideración teológico-trascendental, aunque no se realice en absoluto del modo y manera concretos en que K. Rahner la desarrolló.

Pero inevitablemente surge también en esta reflexión la, cuestión de la aproximación teológico-trascendental en su relación a la sí­ntesis dogmática de la verdad cristológica, es decir, de la independencia necesaria y legí­tima de las disciplinas precisamente en su vinculación indisoluble. Pero aquí­ se hace consciente porque la teologí­a trascendental tiene ya prontos los elementos de una solución razonada.

EIBL.: FARRUGIA E.G., Aussage und Zusage, Roma 1985, espec. 198-215; NIEMANN, Jesus als Glaubensgrund in der Fundamentaltheologie der Neuzeit, Innsbruck 1983, 375-421; PuNTEL L.B., Zu den Begriffen «Wanszendental»und «kategorial»bet Karl Rahner, en H. VORGRIMMLER (ed.), Wagnis Theologie, Friburgo Br. 1979, 189198; RAHNER K., Teologí­a trascendental, en SM VI, 610-616; In, La comunicación de Dios mismo al hombre II, 343-348; In, Curso fundamental de lafe, Barcelona 1984; ROUSSELOT, Gliocchi della fede, Milán 1977.

K. H. Neufeld
III. Narrativa
La expresión «teologí­a narrativa» constituye un lema programático que, a pesar de tener algunos precedentes en la obra de l K. Barth y otros autores, sólo en los años setenta se impuso en el lenguaje teológico gracias a algunos lingüistas como H. Weinrich y a algunos teólogos como J.B. Metz, L. Wachinger, B. Wacker; C. Molar¡, J. Navone, sin hablar de los que -como L. Boff y E. Schillebeeckx-, más bien que tratar de teologí­a narrativa, han planteado sus estudios en el terreno sacramental y cristológico en una perspectiva fundamentalmente narrativa.

1. LA «NARRACIí“N» EN TEOLOGíA. Decir «teologí­a narrativa» no significa simplemente hacer referenc¡a a una teologí­a compuesta de relatos, sino recuperar un modo de hacer teologí­a que se ponga en escucha constante de la narración original del acontecimiento de Jesús de Nazaret y lo retransmita de forma narrativa (parádosis); es decir, una teologí­a experta en el análisis de las narraciones salví­f¡cas y de su reproposición actualizada y empeñada en mantener despierta la memoria narrativa de la comunidad eclesial.

En este sentido hay que reconocer que el camino que la reflexión teológica está empeñada en recorrer es aún muy largo; de momento, la teologí­a se muestra más bien desprovista frente al problema de la narración. El teólogo que se adentra por este camino tiene la clara sensación de moverse en un ambiente en gran parte nuevo para él y extraño a su forma mentis.

a) Naturaleza del «narrar». La narración pertenece al género literario del / «testimonio»; en ella el narrador tiende a pasar a segundo plano para hacer hablar a los hechos y/ o a los protagonistas. En el relato no son tanto las argumentaciones lógicas las que representan un papel de primer plano como las secuencias de los episodios, con las experiencias que se evocan, las descripciones y las conclusiones que se derivan de ellas. El tiempo pasado (o el aoristo) se convierte en presente, y es esa continua actualidad la que hace que la narración sea un acontecimiento significativo en acto. El verdadero narrador es aquel que hace revivir en el hoy los hechos que narra, como rehaciendo la historia y «recreándola» para sus interlocutores. Esto supone un compromiso real del narrador con lo que narra, so pena de reducirse sólo a ser un frí­o y mecánico repetidor de algo que no le pertenece, incapaz de dar fuerza vital al relato:
b) Eficacia de la narración. Si la narración es realmente lo que tiene que ser, estará en disposición de hacer participar a los oyentes en los hechos narrados y/ o en la experiencia evocada. El efecto del relato podrá ser de tipo emotivo, de simple curiosidad, de compasión o bien de naturaleza propositiva, provocativa e interpelante; pero no fallará nunca, aunque sólo sea el del rechazo de lo que se narra. Frente a la narración es como si los sujetos se encontraran en presencia de un sí­mbolo que llama a la actualización de la fuerza vital que se expresa en la historia. El recuerdo del pasado se convierte en chispa de otros recuerdos, en fuerza que activa la felicidad (o el dolor) de un amor vivido (o perdido), en experiencia que permite reordenar sucesos que parecí­an olvidados y darles un nuevo sentido. Cuando el recuerdo del pasado se refiere a hechos históricos que han originado cambios decisivos, su narración es como un renacimiento, una renovación del compromiso tomado entonces, hasta presentarse a veces como un «recuerdo arriesgado», que implica la conciencia de una historia que hay que realizar, aunque sea pagando personalmente.

c) Verdad de la narración. El problema de la verdad de la narración ha de arrostrarse y resolverse dentro del respeto al género literario que le es propio. Una cosa es el relato que apoya su verdad en unos hechos realmente acaecidos y otra la narración claramente ficticia, como una alegorí­a o una metáfora, cuya verdad reside esencialmente en lo que se quiere comunicar con ella. La percepción de la verdad de una narración implica en todo caso al menos dos condiciones previas: el discernimiento del tipo de relato (histórico, simbólico, mitológico) y la determinación de su finalidad especí­fica (qué quiere decir el narrador). Sin el cumplimiento de estas dos condiciones, no es posible la determinación de la verdad (o mensaje) del relato. Toda narración lleva consigo un carácter heurí­stico, pero exige ser comprendida correctamente.

i. RAZONES DE UNA TEOLOGíA NARRATIVA. La necesidad de una «teologí­a narrativa», aparte del reciente descubrimiento del valor semántico del «mito» y de los últimos desarrollos de la filosofí­a del lenguaje, se deriva de una renovada percepción de la figura narrativa de la revelación judeo-cristiana. Si es verdad que el lenguaje bí­blico supone tres formas esenciales de expresión (la narratio, la appellatio y la argumentatio), también es verdad que la narrativa sigue siendo la forma básica y la más común, que determina fundamentalmente las otras dos.

a) De Jesús al kerigma y a la catequesis. Los evangelios presentan a Jesús como un «narrador de historias». La comunidad primitiva, que confiesa su fe en el resucitado, se caracteriza como una comunidad que narra los hechos sucedidos. La fe es una invitación a seguir a Jesús de Nazaret, el narrador narrado de la comunidad, que se reúne para hacer memoria de su pascua y anunciarla a todos. El kerigma es anuncio de acontecimientos y de experiencias vividas, hecho por quienes han «visto y oí­do», y pueden por tanto contar atinadamente el acontecimiento de Cristo y los hechos de su vida terrena, desde el nacimiento hasta la muerte de cruz y las apariciones pascuales. La proclamación: «Jesús ha resucitado. Somos testigos de ello», núcleo de la fe de la Iglesia apostólica, es una narración. La catequesis que se desarrolló sobre esta base asume a su vez una forma eminentemente narrativa, como se deduce de los evangelios, que hacen eco a la misma en su estructura global y en cada una de sus unidades literarias. Las reflexiones teológicas posteriores (como las de Pablo o Juan) se arraigan también en los hechos de Jesús de Nazaret y en el relato transmitido por la comunidad, aunque desarrollando sus implicaciones doctrinales y morales.

b) La fe como «homologhí­a»narrada. La fe, tal como se expresa especialmente en los sí­mbolos, conserva una estructura esencialmente narrativa; se proclama, narrándola, la historia trinitaria de la salvación; la historia que tiene su origen en el Padre, creador del cielo y de la tierra, se actúa en la misión del Hijo y en los misterios de su vida y se despliega en el Espí­ritu difundido sobre la Iglesia y sobre el mundo en espera de la parusí­a final. El sí­mbolo de la fe es la homologhí­a narrativa de la Iglesia, una proclamación que se hace relato en la triple figura de palabra anunciada-celebrada-vivida, una proclamación que es en sí­ misma un testimonio que contar y una invitación a la fe con que la comunidad se reconoce y se «dice» al mundo. Todo el recorrido de la fe está caracterizado, por lo demás, por la escucha de un anuncio que se hace «memoria» y se transmite a la Iglesia de generación en generación, de forma intacta y siempre nueva.

c) Una nueva «inocencia «narrativa. El empeño de los teólogos que apelan a la teologí­a narrativa se dirige a descubrir de qué modo la teologí­a puede encontrar hoy su inocencia narrativa, sin anular los resultados de la investigación histórico-crí­tica y las exigencias de una sana hermenéutica. Los nuevos desarrollos de la exégesis no han puesto fuera de juego, como se creyó en un primer momento, la riqueza original de la narración bí­blico-evangélica; al contrario, la hicieron utilizable de un modo verdadero y correcto. Naturalmente esto exige que se pase de una inocencia narrativa más o menos «ingenua» a una «segunda inocencia», capaz de tener en cuenta las instancias de una exégesis atenta, pero sin olvidar que la palabra revelada es una palabra viva, una pregunta interpelante al hombre de todos los tiempos y lugares, una «memoria» que no es nunca un suceso neutro, sino siempre una «memoria subversiva», capaz de romper el cerco de toda falsa conciencia y de comprometer a todo «oyente de la palabra» en la opción decisiva de la fe.

3. TEOLOGíA NARRATIVA Y TEOLOGí­A SISTEMíTICA. ¿En qué relación se sitúa la teologí­a narrativa respecto a la teologí­a sistemática?

a) El modelo «neoescolástico «de teologí­a. El primer aspecto que hay que destacar es la crí­tica que la teologí­a narrativa dirige al modelo neoescolástico de teologí­a, acusado de haber asumido un carácter exclusivamente argumentativo, hasta el punto de que la tarea de la teologí­a ha acabado siendo casi solamente deducir de las tesis dogmáticas precedentemente establecidas ciertas conclusiones doctrinales implí­citas o virtuales. La «memoria» de la revelación bí­blica ha atendido, consiguientemente, sólo a las verdades que habí­a que afirmar. Así­ se explica, por ejemplo, cómo los manuales modernos acabaron dejando caer el capí­tulo relativo a los misterios de la vida de Cristo, que conservaba, sin embargo, en santo Tomás un lugar importante. Análogas consideraciones podrí­an hacerse para la teologí­a trinitaria, para la teologí­a de la Iglesia y de los sacramentos y para una gran parte de los ámbitos del «saber teológico». El empobrecimiento de la teologí­a moderna ha dependido en gran medida de la pérdida de su capacidad de narrar la fe en términos de historia de la salvación (oikonomí­a) y de «sucesos y palabras indisolublemente ligados entre sí­» (DV 2), descuidando la carga heurí­stica escondida en esa forma de anuncio. Antes de argumentar, será preciso volver a motivar la fe con la narración de la historia de Jesús de Nazaret y la singularidad de los acontecimientos de su existencia terrena. El teólogo es ante todo un narrador de Jesús el Señor y un testigo de su pascua.

b) Teologí­a narrativa y teologí­a argumentativa. Esto no quiere decir que la «teologí­a narrativa» tenga que ser opuesta a la «teologí­a argumentativa’; significa solamente que el narrar debe ser acogido como una dimensión constitutiva del trabajo teológico. Si la teologí­a narra, es para llevar a reflexionar teológicamente sobre los contenidos de su narración, desarrollando sus implicaciones y organizándolos en una visión unitaria y lo más articulada posible. El defecto de la teologí­a argumentativa no estaba en el hecho de argumentar, sino en que partí­a o se reducí­a sólo a argumentar, acabando por olvidar el hecho de que la fe se estructura ante todo como una revelación que se ha hecho historia, en el que el acontecimiento y la palabra son constitutivos de una narración que hay que atestiguar en cuanto tal, evitando reducirla solamente a un sistema de verdades abstractas o de aserciones que demostrar.

c) Ciencia histórica y teologí­a narrativa. Así­ pues, la teologí­a narrativa también argumenta, pero de un modo distinto de como lo hace la teologí­a estrictamente sistemática. Si esta última conduce a convicciones dentro del marco de la concatenación lógica de principios dogmáticos y conclusiones, la teologí­a narrativa quiere inducir a afirmaciones de fe a través de la manifestación de la verdad que se transparenta en los hechos contados o en la narración de esos hechos en la fe de la Iglesia. Es evidente que este modo de hacer teologí­a supone un ví­nculo muy estrecho entre ciencia histórica, teologí­a fundamental e historia del dogma. No basta con decir: «Jesús ha resucitado»; hay que poder narrar que «Jesús ha resucitado verdaderamente»; sólo así­ el anuncio de los cristianos se verá libre del peligro del subjetivismo o de la arbitrariedad y será capaz de «dar cuenta de la esperanza que hay en nosotros» (1 Pe 3,1 S). La crí­tica histórico-textual no sólo no se opone a la teologí­a narrativa, sino que es indispensable para la determinación de la relación que existe entre «historia narrante» e «historia narrada» y para la consiguiente comprobación teológica de la verdad encerrada en el relato de la fe transmitido por la Iglesia.

d) Teologí­a narrativa y «teologí­a práctica’: El último aspecto que queremos subrayar es el ví­nculo que se establece entre teologí­a narrativa y «teologí­a práctica», entendida esta última en su acepción más amplia, desde la teologí­a moral hasta las-teologí­as de la praxis, desde la teologí­a pastoral hasta la catequesis. En contra de lo que se podrí­a pensar, la teologí­a narrativa tiene una connotación profundamente «práctica». En efecto, el relato pone en juego la experiencia del interlocutor, comprometiéndolo en primera persona, aunque por diverso tí­tulo y en un distinto nivel. El relato tiende a la comunicación, y la comunicación supone una respuesta, un encuentro o un diálogo en el que los interlocutores son «tomados» como actores de lo que se dice o se revive en la «memoria» actualizante de lo que se narra. La narración, bajo este aspecto, tiene un valor performativo que no es exagerado calificar de «sacramental». En este horizonte se comprende la relación inseparable que se establece en la fe de la Iglesia entre «palabra» y «sacramento», como macrosignos de narraciones salví­ficas que se implican mutuamente. Cuando, por ejemplo, en la anámnesis eucarí­stica decimos: «La noche en que fue entregado…», nos insertamos en una narración y actuamos en el registro de una narración que se hace al mismo tiempo palabra proclamada y acontecimiento sacramental, que actualiza todo lo que se recuerda, haciéndolo revivir en el hoy de la asamblea celebrante y abre al futuro, comprometiendo a actuar en la historia el «misterio» que la Iglesia pone en existencia.

4. FIGURAS DE APLICACIóN DE LA TEOLOGíA NARRATIVA. En el contexto de lo que se ha dicho se comprende la variedad y la multiplicidad de formas con que la teologí­a narrativa se aplica en los distintos ámbitos del saber teológico. De hecho la encontramos referida, aunque con acentuaciones diversas, a la historia de las religiones y a la teologí­a fundamental, a la teologí­a bí­blica, a la cristologí­a, a la sacramental y a la teologí­a litúrgica, a la teologí­a moral y a la teologí­a espiritual a la antropologí­a teológica, a la teologí­a polí­tica, a la teologí­a pastoral y a la catequesis. Puede discutirse alguna de estas aplicaciones o la manera con que se desarrollan; pero no cabe duda de que tienen un significado para el descubrimiento de un modo de «decir a Dios» y el acontecimiento de la salvación en términos de anuncio vivo para los hombres de nuestra época y de todos -los tiempos.

BIBL.: METZ J.B., Breve apologí­a de la narración, en «Conc» $5 (1973) 222-238; MOLARI C., Natura e ragioni di una teologí­a narrativa, en WACHER B. (ed.), Teologí­a narrativa; Brescia 1981, 5-29; NAVONE J., Teologí­a narrativa: una rassegna delle sue applicazioni, en «Rassegna di teologia» 5 (1985) 401-423; WEINRICH H., Teologí­a narrativa, en «Conc» 85 (1973) 210-221.

C. Rocchetta
IV. Polí­tica
La teologí­a polí­tica es uno de los principales movimientos teológicos que se desarrollaron en los años sesenta; básicamente un fenómeno europeo, aunque estrechamente relacionado con otros movimientos similares, tales como la teologí­a negra en los Estados Unidos y la teologí­a de la liberación en América Latina. Entre los principales nombres asociados a este movimiento están el teólogo católico J. B. Metz y el teólogo protestante J. Moltmann.

En su libro An Alternative Vision. An Interpretation of Liberation Theology (Paulist Press, 1985), R. Haight observa que comúnmente se hace una distinción entre teologí­a polí­tica y teologí­a de la liberación, primero de acuerdo con la geografí­a, quedando restringida la teologí­a polí­tica al hemisferio norte, mientras que la teologí­a de la liberación ha florecido en el hemisferio sur. Pero más allá de esto, comúnmente se afirma que la teologí­a polí­tica tiene sus raí­ces en la tradición del agnosticismo filosófico kantiano. La problemática religiosa del primer mundo está ligada a la pregunta de la secularización: ¿Qué lugar ocupa la fe en un mundo donde la palabra «Dios» queda progresivamente desprovista de sentido? Por otra parte, América Latina es ostensiblemente religiosa. Ahí­ el principal compañero de diálogo es Marx, y el problema predominante es el de la injusticia social.

Pero Haight prosigue argumentando que, de hecho, una similar problemática une a las teologí­as polí­tica y de la liberación, a saber: la crisis posterior a la ilustración por lo que se refiere al sentido de la historia. La ilustración, con su rechazo de la revelación sobrenatural y de la visión cristiana de la historia, redujo la razón a solucionar los problemas. Progresivamente, al hombre se le dejó que intentara resolver todas las cuestiones humanas tomando como base la razón tecnológica. Pero la meta para la cual el hombre deberí­a ser liberado quedó sin clarificar. Además, la ilustración estableció una aguda distinción entre razón, que era de domino público, y religión, que lo era del privado, de modo que quedó en manos del individuo solo intentar crear su propio sentido. En nuestro mismo siglo, una sucesión de guerras mundiales, campos de concentración, experiencias de genocidio, la desproporción de riqueza entre os paí­ses del primer y tercer mundo, la amenaza del holocausto nuclear, han radiealizado la crisis del sentido de la historia. ¿Cómo puede responder la fe cristiana a esta crisis? Lo que está en juego es si el cristianismo es viable como discurso público, si tiene algo concreto que ofrecer al hombre atrapado en el aparente sinsentido de la existencia socio-histórica, o si realmente la creencia cristiana no es más que otra versión de una realidad de otro mundo, y por ello opio para el pueblo. Así­, el problema de la credibilidad de la fe, en cuanto que está ligada a la crisis del sentido de la historia, proporciona el lazo entre las teologí­as polí­tica y de la liberación.

Como ya se ha indicado, la teologí­a polí­tica sólo se puede entender dentro del contexto de la ilustración. En un sentido, la ilustración puso fin a la teologí­a polí­tica, o al menos al modelo prevalente de teologí­a polí­tica. La ilustración, contemplando el horror de las guerras de religión, exigió una clara división entre religión y polí­tica. La religión quedó reducida a la esfera privada. En lugar de la religión, la ilustración ofrecí­a salvación a través del uso de la razón humana. Sin embargo, la actual crí­tica de la ilustración ha demostrado que no existe algo que se parezca a la pura razón. Los filósofos de la ilustración que afirmaban adorar a la diosa de la pura razón estaban de hecho ofreciendo liberación sólo al burgués. La vuelta al sujeto proclamada por la ilustración era de hecho una versión del individualismo acentuado y condujo al sistema capitalista de nuestros Estados industrializados occidentales modernos. La crí­tica actual de la ilustración intenta demostrar cómo toda razón es ya razón histórica. Critica a la ilustración por excluir los aspectos negativos de la historia, por no leer la historia desde el punto de vista de las ví­ctimas, de los oprimidos. La lectura de la hístoria que la ilustración hizo no era de ningún modo neutral. Pensadores como Marcuse, Horkheimer y Adorno exigen un nuevo uso histórico crí­tico de la razón que afronte honradamente la dimensión negativa de la historia y desde lo negativo busque estí­mulo para nuevas posibilidades de liberación. Como observa Marcuse: «La memoria del pasado puede hacer que surjan intuiciones peligrosas, y la sociedad establecida parece tener miedo del contenido subversivo de los recuerdos» (citado por MOLTMANN).

Otro factor importante en el desarrollo de la teologí­a polí­tica es la apropiación de la intuición de Marx concerniente a la relación entre teorí­a y praxis. Marx ya criticó la idea de la ilustración de que existe algo parecido a la razón pura. La filosofí­a contemporánea, desarrollando esta lí­nea de pensamiento, entiende la relación entre teorí­a y praxis como una relación dialéctica. La teorí­a surge de la praxis y es a su vez modificada por la praxis. Por.praxis se entiende no la actividad irreflexiva, sino más bien la acción infundida y hecha consciente de sí­ misma por la teorí­a. La praxis podrí­a definirse como toda actividad humana que tiene el poder de transformar la realidad y hacerla más humana. En este contexto, la fe cristiana no es considerada en primer lugar como una teorí­a, sino más bien como una praxis. El cristianismo es un estilo de vida, una manera de estar en el mundo. No es una idea, sino un proceso de humanización y liberación. Creer en Cristo es un modo de ser y actuar en el mundo que es una participación en el movimiento de la historia misma. Mediante tal participación, el resultado del movimiento está ya transformado.

Estas reflexiones generales, que forman el trasfondo para comprender el significado de la teologí­a polí­tica, se harán más concretas cuando examinemos las posturas representativas de Moltmann y Metz.

La primera teologí­a de Moltmann fue popularmente descrita como la teologí­a de la esperanza. En su primer perí­odo estuvo fuertemente influido por la teologí­a neoortodoxa de l K. Barth. El acento recaí­a en la escatologí­a, y el evangelio era leí­do en términos de esperanza escatológica de una nueva creación más allá de las vicisitudes de nuestro sufrimiento presente. Aunque la teologí­a de Moltmann estaba desde el principio orientada al futuro y aunque contení­a un elemento marxista, pues su compañero de diálogo era el filósofo marxista Ernst Bloch, el acento recaí­a en el futuro totalmente otro, con poco énfasis en los eslabones entre el presente y el futuro.

Todo esto cambió, sin embargo, en los primeros años setenta, cuando Moltmann comenzó a dialogar con Horkheimer y Adorno, orientándose hacia una teologí­a de la cruz y, claro está, hacia una teologí­a polí­tica del crucificado.

Moltmann observó que la teologí­a incluso en la antigüedad, tení­a indudablemente una dimensión polí­tica. Uno de los distintivos de la civilización romana era, el eslabón entre el bienestar del Estado y el culto a los dioses. Los sacrificios a los dioses garantizaban el bienestar del Estado. Más tarde Constantino, al adoptar la religión cristiana, básicamente bautizó la religión polí­tica de los romanos cuando creó el imperio cristiano. Esta idea prevaleció en el catolicismo medieval, e incluso en el protestantismo clásico, pues sin el apoyo de los prí­ncipes el protestantismo jamás podrí­a haber sobrevivido. Aunque la ilustración rompió radicalmente con este modelo, Moltmann sostiene que sus efectos son todaví­a sentidos en las modernas religiones civiles, como los nacionalismos del siglo xix. Aunque no es deseable volver al modelo de religión polí­tica anterior a la ilustración, Moltmann cree que no podemos estar contentos con la visión individualista de la religión, según la cual la fe consiste meramente en la proclamación del dominio de un Dios santo en los corazones individuales (Harnack).

Moltmann exige, pues, un nuevo modelo de teologí­a polí­tica, que él llama modelo de correspondencia. En este modelo se intenta crear un eslabón entre el ésjaton, el futuro último del mundo, y las realidades penúltimas aquí­ y ahora. Moltmann reconoce que no es posible tender un puente entre lo penúltimo y lo último. Sólo Dios puede realizar su reino. Pero. nos toca a nosotros crear anticipaciones del futuro último, intentar hacer de nuestro mundo actual un signo sacramental de su presencia. Aunque esto sólo se puede lograr de forma fragmentaria, sin embargo es posible crear parábolas del reino.

El centro del proyecto del Moltmann es el Cristo crucificado. En primer lugar, Moltmann observa que no podemos despolitizar la cruz de Cristo. Jesús fue condenado como revolucionario polí­tico y .por ser una amenaza para el Estado. Aunque Jesús no era zelote, su mensaje de lealtad última sólo al reino de Dios era de hecho una amenaza para la soberaní­a de todos los sistemas polí­ticos. Por otra parte, el hecho de que en la resurrección Dios se manifestó claramente unido al Cristo crucificado indica que Dios está de parte de los pobres, abandonados y marginados con quienes Cristo se identificó. La resurrección del Cristo crucificado pone a todo hombre ante una elección: o Cristo o el César. En otras palabras, la identificación de Dios con el Cristo crucificado ha revelado que el camino de Dios no es el del poder, el camino de la relación amo-esclavo. Más bien Dios se ha revelado como amor sufriente, un Dios que se ha puesto de parte de los pobres y desgraciados de la tierra. Tal como Moltmann lo expresa: «El Dios crucificado es de hecho un Dios sin patria y que no pertenece a ninguna clase. Pero esto no significa que sea un Dios apolí­tico. El es el Dios de los pobres, los oprimidos y los humillados. El reinado de Cristo, que fue crucificado por razones polí­ticas, sólo se puede extender por medio de la liberación de formas de dominio que hacen a los hombres serviles y apáticos y de religiones polí­ticas que les dan estabilidad» (The Crucified God, SCM Press, Londres 1974, 329). O también: «Para aquellos que reconocen al Cristo de Dios en el crucificado, la gloria de Dios no brilla ya nunca en las coronas de los poderosos, sino solamente en el rostro del Hijo del hombre torturado» (The Experiment Hope, Fortress Press, Filadelfia 1975, 111).

Así­, combinando la dialéctica negativa de Horkheimer y Adorno con la teologí­a de la cruz, Moltmann es capaz de crear una nueva hermenéutica para la teologí­a polí­tica. El creyente actual no tiene miedo a mirar las experiencias negativas de sufrimiento, muerte, pérdida de sentido y abandono de Dios. Reconoce que la historia del mundo ha sido la historia de violencia y que descansa sobre los cadáveres de las ví­ctimas de esta violencia. Pero al mismo tiempo este elemento negativo hace surgir en el hombre el anhelo religioso del totalmente otro, el reino de justicia, donde el asesino no triunfe ya nunca sobre su ví­ctima y donde los muertos sean resucitados. Sobre la base de la sola dialéctica negativa, tal deseo serí­a mero anhelo de una utopí­a imposible; pero sobre la base de la identificación de Dios con el sufrimiento del mundo en el Cristo crucificado, este sufrimiento estimula al cristiano a crear aquellas correspondencias a sus esperanzas para el futuro último que comienzan a transformar nuestro mundo y lo hacen sacramental, mientras al mismo tiempo hacen creí­ble el evangelio cristiano de la esperanza.

Pasando ahora a la teologí­a de J. B. Metz, podemos observar que su teologí­a experimentó una evolución notable en los años que siguieron al concilio Vaticano II. Sus primeras obras fueron escritas bajo la influencia decisiva de J K. Rahner. Metz intentó profundizar en la aproximación trascendental de Rahner y siguió a su maestro al desarrollar la vuelta kantiana al sujeto en la dirección de un antropocentrismo cristiano (cf Christliche Anthropozentrik, Kósel, Munich 1962). A mediados de los años sesenta, sin embargo, Metz comenzó a criticar la aproximación de Rahner por ser demasiado individualista. Querí­a entender al hombre como ser absolutamente social e histórico. Además, se observaba un cambio significativo en el significado del término horizonte. Para Rahner, Dios es el horizonte infinito implí­cito en todo acto de conocimiento y de voluntad. Metz retiene la noción del horizonte, pero habla del último horizonte como el futuro absoluto.

Así­, en diálogo con el marxismo, el pensamiento de Metz es visiblemente más escatológico que el de Rahner. El evangelio de la resurrección proclama el futuro absoluto del mundo. Este futuro, sin embargo, no es sencillamente excepcional, sino que nos ofrece un criterio por el cual juzgar y criticar la presente realidad social.

La teologí­a de Metz está también más orientada a la cruz que la de Rahner. Hemos visto antes que la fe cristiana es una forma de praxis. Esta praxis tiene su origen en la historia que los evangelios proclaman. Aquí­ vemos de nuevo que Metz rechaza la idea de la ilustración de la pura razón objetiva. La fe cristiana no está basada en una idea, sino en la historia de Jesús. Una importante categorí­a que Metz introduce aquí­ es la de memoria. Se recuerda la historia de Jesús y su cruz. La historia de Jesús es la historia de la identificación de Dios con los pobres. Es la historia de la promesa de libertad. Como tantas otras historias, acaba en el asesinato del liberador. Pero la resurrección proclama que esta historia no es una tragedia, porque Dios ha resucitado a Jesús de entre los muertos. Está vivo y lleva su mensaje de liberación a las ví­ctimas que sufren la injusticia actual. Por lo tanto, el cristiano hace memoria del pasado en atención al presente y al futuro. La memoria del pasado se convierte ella misma en un principio de crí­tica del presente a la luz del futuro prometido. En este sentido Metz habla de una «memoria peligrosa» o de una «memoria escatológicamente orientada».

Además de la memoria y la narración, Metz introduce un tercer principio hermenéutico: el de la solidaridad. Las modernas culturas que siguen a la ilustración, dominadas por un pensamiento racional instrumental, están basadas en el principio del intercambio. En la práctica esto significa: «Yo cuidaré de tus intereses si tú cuidas de los mí­os». Es claro que una base como ésta para la sociedad es realmente una forma de mutuo egoí­smo. El mandamiento cristiano del amor está excluido. Una base cristiana para la sociedad estarí­a más bien fundada sobre la solidaridad; es decir, sobre las necesidades del otro. Esta solidaridad se extiende a todas las ví­ctimas de la injusticia y rechaza el punto de vista evolucionista del progreso, según el cual los individuos pueden ser sacrificados a la marcha hacia adelante del progreso a través de la tecnologí­a. La solidaridad se extiende incluso a los muertos. Metz estarí­a de acuerdo con Horkheimer en que si el anhelo del totalmente otro no ha de ser una huida de la realidad negativa de las ví­ctimas desaparecidas de la pasada opresión, debe incluir también la esperanza de su resurrección, y por ello la esperanza de su reconciliación con sus asesinos.

Volviendo a las implicaciones eclesiológicas de la teologí­a polí­tica, Metz sostiene que la misión de la Iglesia consiste en mantener viva la peligrosa memoria de Jesús y en criticar las instituciones existentes a la luz de su futuro. Metz reconoce que la relación de la Iglesia con la polí­tica debe ser indirecta. La Iglesia como tal no tiene un programa polí­tico ni se identifica con un partido polí­tico. Hacerlo así­ serí­a correr el riesgo de caer en la ideologí­a. La Iglesia niás bien tiene una función profética en la sociedad: criticar las injusticias existentes a la luz del reino que Jesús predicó. Naturalmente, en esta perspectiva escatológica, la Iglesia se alineará más fácilmente con los movimientos revolucionarios, de liberación que con aquellos de restauración conservadora. La Iglesia está del, lado del poder del futuro, no del lado del status quo. Al mismo tiempo, como comunidad profética, la propia credibilidad de la Iglesia depende de su disposición a criticarse a sí­ misma como institución y a dejar que la peligrosa memoria de Jesús sea la que determine su propia praxis y estilo de vida.

BIBL.: METZ J.B., Teologí­a del mundo, Salamanca, 1970; ID, La je en la historia y la sociedad, Madrid 1979; MOLTMANN J., El Dios crucificado, la cruz de Cristo como base y crí­tica de toda teologí­a cristiana, Sí­gueme, Salamanca 1975; ID, El experimento esperanza, Sí­gueme, Salamanca 1977; ID, Religión, Revolution and the Future, Charles Scribner’s, Nueva York 1969.

J. O Donnell

V. De la liberación
1. UNA FORMA NUEVA DE HACER TEOLOGIA. La teologí­a de la liberación (TL) recibió su impulso de la Segunda Conferencia General del episcopado latinoamericano (CELAM), celebrada en Medellí­n (Colombia) en 1968 bajo el tí­tulo «La Iglesia en la transformación actual de América Latina a la luz del concilio». Se trataba de aplicar al inmenso continente latinoamericano, que constituye cerca de la mitad del mundo católico, la nueva conciencia que habí­a tomado de sí­ misma la Iglesia en el segundo concilio Vaticano y su voluntad de apertura al mundo y a los problemas de la humanidad. Medellí­n lo hizo con un coraje ejemplar, ofreciendo nuevas perspectivas a la práctica pastoral de la Iglesia. Y la Conferencia 1o hizo también con realismo, tomando nota de la situación concreta de un continente que, a pesar de las notorias diferencias entre los distintos paí­ses, tiene, sin embargo, unos rasgos comunes que lo definen: antigua colonización e influencia secular de un cristianismo importado de Occidente, subdesarrollo y profundas desigualdades sociales, pobreza deshumanizante de las masas, regí­menes polí­ticos opresores y dependencia económica de un poderoso vecino del norte. Medellí­n tomó partido por el cambio social y la reforma polí­tica, condenó el neocolonialismo exterior, se comprometió en favor de los pobres mediante una opción preferencial, definió los criterios de una orientación pastoral popular. De este modo la Conferencia influyó profundamente en el proceso que habrí­a de desembocar en el desarrollo de un nuevo proyecto teológico de dimensiones continentales.

La primera discusión sistemática de este nuevo proyecto teológico es el libro de Gustavo Gutiérrez Teologí­a de la liberación (1971), esbozado por el autor en, un artí­culo publicado dos años antes. A partir de entonces, la nueva teologí­a se difundió rápidamente y su producción literaria se hizo pronto muy amplia. En su desarrollo adoptó además formas muy distintas. En efecto, se ha podido distinguir «dos teologí­as de la liberación» en América Latina (J.L. Segundo): una primera, todaví­a elitista, difundida sobre todo en los ambientes universitarios, y otra que se desarrolló en el pueblo y a partir de él, más comprometida en una reevaluación de la cultura tradicional, y concretamente de la religión popular (l Religión, V). Hay que tener además en cuenta el hecho de que la TL se difundió rápidamente más allá del continente latinoamericano, para extenderse a otros continentes del tercer mundo, en donde fue desarrollando progresivamente modelos propios, africano y asiático. Incluso se extendió por Occidente, entre diversas minorí­as oprimidas, como los negros de los Estados Unidos y los promotores del movimiento feminista.

A pesar de estos modelos diferentes y de las caracterí­sticas propias de la reflexión teológica de cada uno de los grandes protagonistas, la TL sigue :presentándose como una teologí­a nueva y original. Sin ignorar las influencias innegables que ha sufrido por parte de la teologí­a occidental -la mayor parte de los teólogos de la liberación realizó una parte importante de sus estudios en Europa-, lo cierto es que se distingue vigorosamente y con todo derecho de ella. Se proclama no solamente distinta, sino en contradicción con la teologí­a occidental, incluso «progresista», que se desarrolla del lado opuesto de la sociedad y a partir de una situación histórica inversa. La TL latinoamericana se hace «desde debajo deja historia», es decir, a partir del pueblo oprimido y en el corazón de su proceso histórico. No, es un ejercicio académico que tendrí­a como interlocutor al «no creyente», a quien hay que conducir a la fe; se hace a partir de las masas oprimidas, de las no-personas» (G. Gutiérrez), que constituyen un pueblo creyente comprometido en un proceso de liberación humana, La «teologí­a polí­tica» europea tampoco se ve libre de sus crí­ticas, porque se elabora en una óptica y en un contexto diferentes y no alcanza ala realidad social del tercer mundo.

Así­ pues, la TL representa una reflexión teológica original. No se trata de una forma nueva de la teologí­a, que se extenderí­a a un objeto o a un tema nuevo (teologí­as «de genitivo»). Tampoco se inscribe en la lí­nea de las diversas teologí­as anteriores, como las de las realidades terrenas, de la esperanza, de la polí­tica, de la revolución, de la secularización… «La TL no propone tanto un nuevo tema de reflexión como una nueva manera de hacer teologí­a» (G. Gutiérrez). Es un «horizonte» (L. Boff) diferente; una «actitud de espí­ritu o un estilo particular de pensar la fe» (Cl. Boff) en función de una situación histórica. Se trata prioritariamente para ella de «liberar a la, misma teologí­a» (J. L. Segundo) de sus ví­nculos sociales elitistas y de su carácter académico, para un compromiso en un proceso hermenéutico y crí­tico, en una coyuntura histórica y a partir de una práctica liberadora. Puede definirse como «una reflexión crí­tica a partir de una práctica liberadora, a la luz de la fe» (G. Gutiérrez).

i. LAS COORDENADAS DE LA TL. a) Lugar y sujeto de la TL. El lugar teológico de la TL es el pueblo de las masas oprimidas, los «pobres»: se trata de las clases populares, económicamente débiles, que son objeto de la discriminación social, cuyas condiciones infrahumanas de vida se deben a las estructuras injustas de la sociedad. No es suficiente «ayudar» económicamente a esos pobres con una acción «caritativa» que los mantenga en estado de dependencia y hasta refuerce las estructuras que los oprimen. Tampoco basta con hacerles llegar a un hipotético «desarrollo» mediante una acción reformista aleatoria, manteniendo de hecho las estructuras de un sistema global injusto. Porque la «ruptura epistemológica» acaecida en los años sesenta ha mostrado la inadecuación de la teorí­a del desarrollo: el subdesarrollo de los unos está en función del desarrollo de los otros; la- problemática del desarrollo contribuye de hecho a aumentar el desnivel entre los ricos y los desheredados. Se trata, por tanto, de hacerles acceder a una auténtica liberación humana; más exactamente, de hacerlos capaces de liberarse así­ mismos, tal como requiere su dignidad humana. Sólo una estrategia de liberación, capaz de cambiar las condiciones sociales y de conducir a cambios estructurales puede ayudar a los pobres a salir de su situación de opresión. Semejante estrategia es la que utiliza la TL.

Destinados a ser artí­fices de su propia liberación, los pobres son también el sujeto de la teologí­a, que la sostiene y promueve. La TL es teologí­a del pueblo, antes de estar con el pueblo y para él. No es que el teólogo profesional no tenga ninguna función que cumplir en ella, pero esa función es de acompañamiento. Consiste en ayudar a los pobres a articular por sí­ mismos su propia reflexión sobre una práctica liberadora a la luz de la revelación. Esto indica también la identificación con los pobres que se exige a todo profesional de la teologí­a que pretenda ser teólogo de la liberación. No basta con que apoye la causa de los pobres; tiene que unirse a ellos,compartiendo su proyecto y su acción. Tiene que hacerse pobre con los pobres hasta sentirse uno de ellos; tan sólo entonces será capaz de articular una reflexión teológica a partir del lugar teológico de los pobres.

b) Praxis y acto teológico. La TL no es una teologí­a deductiva que parte de principios doctrinales abstractos, para aplicarlos luego en un segundo tiempo a la realidad concreta. Quiere ser, por el contrario, inductiva, pasando de la realidad vivida a la reflexión, de una práctica liberadora al acto teológico. Esto significa que la praxis liberadora vivida en la fe es su acto primero, mientras que la elaboración teológica viene en segundo lugar. Se le podrá aplicar entonces la definición anselmiana de la teologí­a como fides quaerens intellectum, pero subrayando que la fe -que es lo primero- no es una fe abstracta, sino esencialmente comprometida en una praxis liberadora, y por tanto contextual y militante. Esta fe práctica, o, mejor dicho, esta praxis de la fe, tiene la finalidad de cambiar la realidad, de transformar las relaciones humanas de dependencia y de dominación con vistas a una liberación humana integral. El acto teológico que de allí­ se sigue llevará al compromiso de la praxis liberadora a la conciencia refleja; medirá esta praxis a la luz de la palabra revelada y del mensaje evangélico, buscando allí­ la inspiración para un nuevo compromiso. «La TL quiere decir, por tanto, una reflexión crí­tica sobre una praxis humana…, a la luz de la praxis de Jesús y de las exigencias de la fe» (L. Boff).

Inductiva y contextual en la medida en que parte de la realidad vivida y se deja interpelar por la realidad histórica intentando iluminarla luego con la luz de la revelación, la TL es también una teologí­a hermenéutica. Parte del contexto concreto en el que la Iglesia de los pobres vive su fe, para interpretarlo a partir del mensaje evangélico. La teologí­a hermenéutica ha sido definida como «un nuevo acto de interpretación del acontecimiento Jesucristo sobre la base de una correlación crí­tica entre la experiencia cristiana fundamental que atestigua la tradición y la experiencia humana de hoy» (Cl. Geffré). La nueva interpretación del mensaje cristiano nació «de esta circularidad entre la lectura creyente de los textos fundadores que dan testimonio de la experiencia cristiana original y la’ existencia cristiana de hoy» (Cl. Geffré). Pues bien, la existencia cristiana de hoy está condicionada en todas partes por el contexto histórico en que vive, con sus componentes culturales, sociales, polí­ticos y religiosos. La teologí­a hermenéutica consistirá por tanto en un ir y venir, progresivo y continuo, entre la experiencia contextual actual y el testimonio de la experiencia fundadora que recuerda la tradición, y viceversa. Este continuo ir y venir entre el contexto y el texto, entre el presente y el pasado, es lo que se entiende por «cí­rculo hermenéutico». En realidad, no se trata de una circularidad de dos miembros, sino de una triangularidad y de la mutua interacción de sus tres ángulos: el texto o el dato de la fe, el contexto histórico y el intérprete de hoy; o también, entre la memoria cristiana, la historia en génesis y la comunidad eclesial o Iglesia local.

Esta descripción de la teologí­a hermenéutica y de su método se aplica perfectamente a la TL, con tal de que se identifiquen correctamente los tres elementos del triángulo: el contexto histórico es la situación masiva de opresión y de pobreza deshumanizante de las masas trabajadoras; el intérprete es ese mismo pueblo, comprometido en una praxis liberadora con vistas a la liberación integral; el dato de la fe será prioritariamente la acción liberadora del Dios de Israel y la praxis liberadora del Jesús histórico.

c) Tres mediaciones. La TL intenta articular una lectura de la realidad a partir de los pobres y con vistas a su liberación. Para ello «utiliza las ciencias humanas y sociales, pone por obra una reflexión teológica y apela a una acción pastoral en favor de los oprimidos» (L. Boff). Por tanto, su elaboración puede dividirse en tres etapas, que corresponden a los tres grados sucesivos que se suelen distinguir en el trabajo pastoral: ver, juzgar, actuar. Así­ es como hay que comprender las tres «mediaciones» o las tres etapas que sirven de instrumentos al proceso teológico: la mediación socio-analí­tica o histórico-analí­tica, que consiste en buscar las causas de la situación opresora de los pobres; la mediación hermenéutica, que discierne el plan de Dios para con los pobres y los oprimidos; la mediación práctica, que intenta descubrir las lí­neas de acción que hay que seguir para vencer la opresión de acuerdo con el plan divino. Vamos a recorrer estas etapas rápidamente.

– La TL debe comenzar informándose de las condiciones reales de los pobres, de las formas de opresión y de sus causas. Este análisis social e histórico forma parte del mismo proceso teológico, del que constituye una etapa indispensable. Semejante análisis desemboca en una explicación «dialéctica» de la pobreza y de la opresión: la pobreza es el producto histórico de un sistema económico y social que explota a una clase en provecho de otra. Es un fenómeno colectivo y conflictivo, que no puede superarse más que sustituyendo el sistema social injusto por otro, a través de una transformación profunda de las bases mismas del sistema económico y social.

El análisis social utilizado por la TL, ¿guarda relación con el análisis marxista o se distingue claramente de él? Sin identificarse exclusivamente con el análisis marxista, la TL no tiene reparos en utilizarlo como instrumento, con tal que sea capaz de iluminar las situaciones de pobreza y sus causas estructurales. Pero mientras que declaran que usan libre y crí­ticamente el análisis marxista, los teólogos de la liberación rechazan la imputación que se les ha hecho de caer en la ideologí­a marxista y de acceder al materialismo dialéctico. Intentan ciertamente sacar del marxismo ciertas «indicaciones metodológicas», útiles para el análisis, como la importancia del factor económico, la atención a la lucha de clases, al poder mistificante de las ideologí­as, incluidas las religiosas; pero desean mantener una actitud decididamente crí­tica respecto al marxismo como ideologí­a materialista y atea. Sigue en pie el problema del equilibrio inestable que representa la adopción, por una parte, del análisis marxista y el rechazo, por otra parte, de su ideologí­a.

– La segunda etapa de la empresa teológica -la segunda mediación- es la mediación hermenéutica. Una vez reconocida la situación de opresión y sus mecanismos, se plantea la cuestión: ¿qué tiene que decir sobre ello la palabra de Dios? El discurso se hace entonces formalmente teológico: se trata de ver el proceso opresión/ liberación a la luz de la fe. Para ello la TL acude a una «hermenéutica de la liberación», es decir, a una nueva forma de leer la Biblia a partir de una situación vivida de opresión. Esta lectura recurre a los grandes temas del AT y del NT que se presta a ello: Dios, liberador de su pueblo oprimido; los derechos de los pobres las exigencias de la justicia en los rofetas; el anuncio de un mundo nue o; el reino de Dios para los pobres; la acción liberadora de Jesús y su aspecto polí­tico; la misión de la Iglesia que la continúa.

Esta lectura es fiel al mensaje fundador de la revelación; su interpretación contextual descubre, sin embargo, en ella un sentido renovado. Para comprenderlo hay que entender la revelación divina en el sentido de la totalidad de las relaciones personales mantenidas por Dios con la humanidad a través de la historia, y por tanto como continuando hoy dentro mismo de la historia de la liberación y delá salvación vivida por cada pueblo. Esto permite a la hermenéutica de la liberación interpretar los textos fundadores a partir de una situación vivida y de una praxis de liberación, descubriendo allí­ la «reserva de sentido» (J.S. Croatto) que hace surgir la coyuntura presente. De esta forma la palabra de Dios conserva en la dialéctica entre el texto y el contexto su carácter soberano, incluso mientras se actualiza en este contexto. El sentido fundador del texto está en función del sentido práctico: «Lo importante no es tanto interpretar el texto de la Escritura como interpretar la vida `según las Escrituras»‘ (Cl. y L. Boff). Así­ pues, la hermenéutica de la liberación intenta descubrir la energí­a transformadora del texto bí­blico en el contexto actual de opresión; con esta finalidad pone de relieve el contexto social al que se refiere históricamente la palabra fundadora, concretamente el contexto de opresión en que vivió Jesús y el contexto polí­tico de su muerte en la cruz.

– La tercera mediación a la que recurre la TL es la mediación práctica. Lo mismo que encontraba su punto de partida en la acción (praxis liberadora), la TL vuelve a ella y reconduce a la acción. Intenta resultados prácticos tangibles en términos no solamente de conversión personal, sino también de cambios estructurales. Porque en el contexto de injusticia y de opresión al que se ven reducidos los «desposeí­dos de la tierra», la fe «no se contenta con ser también polí­tica, sino que es polí­tica ante todo» (Cl. y L. Boff). Así­ pues, la TL conduce a la acción pastoral por la justicia, a la conversión y a la transformación de la sociedad. Su estrategia evangélica favorece los métodos no violentos, como el diálogo, la persuasión, la presión moral, la resistencia pasiva, etc., recurriendo a la fuerza fí­sica tan sólo en última instancia.

En resumen, puede decirse que la TL se construye sobre la opción-fundamental por los pobres y sobre la praxis liberadora por un lado, y por otro lado sobre la articulación mutua de las tres mediaciones: la socioanalí­tica, la bí­blico-hermenéutica y la práctico-pastoral.

3. TEMAS CLAVE DE LA TEOLOGíA DE LA LIBERACIí“N. Tan sólo podemos indicar rápidamente algunos temas, que tienen que ver con Dios, con Jesucristo y con la Iglesia.

a) El Dios de la Biblia es Padre de los oprimidos. El Dios de la TL es el Dios del éxodo y de los profetas. Como atestigua el libro del Exodo, Dios escucha el grito de los oprimidos y decide ponerlos en libertad. Toma partido por los pobres y es parcial para con ellos; esta parcialidad se bása en la justicia a la que todos tienen derecho y que tiene que asegurarse ante todo a los que se les ha negado. Dios hace justicia a los pobres y es adorado mediante actos de justicia. Es un Dios liberador: la liberación de los israelitas de la esclavitud de Egipto es un acontecimiento polí­tico que conduce a la experiencia religiosa de una liberación integral, incluido el pecado y la muerte. Dios es entonces el Dios de la historia, no el de una especulación metafí­sica. Se revela a través de la historia y en el establecimiento en el mundo de su reinado escatológico. Se le encuentra en la historia, cuando uno participa de su acción liberadora. La verdadera alternativa a propósito de Dios no es la que existe entre la fe el ateí­smo, sino la que hay entre la fe y la idolatrí­a: la opción entre el Dios liberador de los pobres en la historia y las ideas que los hombres se hacen de Dios y que reflejan un universo social dominado por fuerzas opresoras. Esas fuerzas son los í­dolos, creados por manos humanas para oprimir a los pobres. Hay que destruir esos í­dolos.

En cuanto a la ! Trinidad del Dios cristiano, la TL ve en ella el sí­mbolo y el paradigma de una sociedad humana y de una comunidad eclesial de comunión, de participación y de igualdad. Por consiguiente, subraya que no es precisamente la unidad lo que precede en Dios, de la que se derivarí­a la pluralidad de las personas. Hay que rechazar toda monarquí­a del Padre, en el sentido de un subordinacionismo de las otras personas; esta teorí­a de «dependencia», como la de un monoteí­smo antecedente, puede servir de justificación a unos regí­menes polí­ticos unitarios, así­ como también a una Iglesia rigurosamente jerarquizada. Hay que creer en un Dios que no es él mismo más que comunión de personas, garantí­a de una sociedad igualitaria y de una Iglesia fraternal.

b) Jesús liberador. En sus comienzos la TL se vio curiosamente acusada de carecer de bases cristológicas. Esta laguna fue abundantemente colmada a continuación, ya que la cristologí­a está, como debe ser, en el centro de su reflexión y de su producción literaria. ¿Cuáles son las principales caracterí­sticas de la cristologí­a de la liberación?

En primer lugar, se trata de un retorno masivo al Jesús de la historia, con el que se mantiene una referencia continua. Esto no es propio y exclusivo de la TL; tampoco es ella la que está en el origen de este retorno a Jesús de Nazaret. La exégesis histórico-crí­tica posbultmanniana ha descubierto de nuevo la seguridad de poder, si no describir una biografí­a de Jesús, al menos llegar a través de los testigos del NT al personaje histórico en su fisonomí­a original esencial. Esto explica. por qué las cristologí­as occidentales recientes están todas ellas marcadas por un retorno masivo al Jesús de la historia. Pero esto no impide que la TL tenga sus propias razones para apelar a él prioritariamente; siguiendo por otra parte la exégesis histórico-crí­tica; en efecto, es el Jesús de la historia, y no en primer lugar el Cristo de la fe,apostólica, el que sirve de referencia a una praxis liberadora, en función misma de sus acciones y de su mensaje, de sus opciones y de sus preferencias y, finalmente, de la dimensión polí­tica de su misión y de su muerte.

Por tanto, no basta con afirmar la humanidad auténtica y completa de Jesús, «consustancial» a la nuestra; ni tampoco insistir en su identificación con la condición concreta histórica de la humanidad. Se trata más bien de trazar su historia de hombre, puesto que a través de ella y en ella Dios trae a los hombres la liberación y la salvación. «La historia de la salvación es la salvación en la historia» (J. Sobrino). Se trata también de seguir a Jesús en su praxis liberadora. La marcha en seguimiento, de Jesús, el «ser discí­pulo» -que no es simple imitación- son indispensables para un conocimiento de Cristo que no sea solamente nocional, sino real.

El reino de Dios está en el centro de la acción y de la predicación de Jesús. Este reino lo establece Dios en la historia a través de la vida y de la acción liberadora de Jesús, como lo hará a través de su muerte resucitándolo. Así­ pues, la TL se aplica a señalar el ví­nculo entre el reino de Dios que se establece entre los hombres y los actos y actitlades de Jesús. El reino se dirige prioritariamente a los pobres; está en obra en el ministerio de curación de Jesús y en sus exorcismos, en sus opciones y preferencias, en sus actitudes frente al poder establecido, tanto religioso como polí­tico, de su tiempo. La TL destaca especialmente el aspecto polí­tico de la acción de Jesús, y sobre todo el de su muerte en la cruz. Las pretensiones mesiánicas de Jesús lo hacen condenar a muerte como peligroso para el orden establecido y como revolucionario polí­tico.

No hemos de engañarnos, creyendo que se pasa en silencio o se margina la identidad personal de Jesús como Hijo de Dios. La cristologí­a de la liberación es decididamente una cristologia «desde abajo»; pero no deja de profesar -al comienzo de su proceso orgánico- la fe de la Iglesia en la condición divina del Hijo de Dios, aunque presenta algunas crí­ticas frente a las formulaciones dogmáticas tradicionales del misterio cristológico. Pero la TL intenta sobre todo descubrir en la historia humana del Hijo de Dios el proyecto que Dios realiza en él de una liberación integral de la humanidad. No hay ruptura entre el l Jesús de la historia y el Cristo de la fe, aun cuando la l ortopraxis precede a la /ortodoxia.

Es en la muerte en la cruz y en la resurrección, cima de la historia humana de Jesús, donde se revela perfectamente quién es él y cómo lo es, que él es Dios y cómo es Dios. La fe recae en la resurrección, pero es el crucificado el que resucita. Por tanto, hay que dar todo su peso al misterio de la cruz en su realidad histórica, interpretándolo a la luz de la vida de Jesús. Pues bien, Jesús aparece en una situación de conflicto respecto a la figura de Dios. La imagen que transmite de él es la de un Dios que libera oponiéndose al poder de los opresores. Por eso mismo fue condenado como blasfemo y como agitador polí­tico. Lo polí­tico y lo religioso van aquí­ unidos: Jesús estaba en contradicción con la concepción dominante de lo uno y de lo otro. En cuanto a la resurrección, manifiesta el poder del amor de Dios que llenaba a Jesús y que puso su sello a su acción liberadora.

c) La Iglesia, signo e instrumento de liberación humana integral. El modelo eclesiológico a base de la TL es el de «pueblo de Dios», desarrollado por el concilio Vaticano II en el capí­tulo 2 de la LG: los diversos ministerios y funciones tienen que pensarse y organizarse dentro de la realidad eclesial fundamental de la comunión de todos los miembros. Por otra parte, la misión de la Iglesia tiene que verse en su totalidad: la evangelización comprende como parte integrante la promoción de la justicia y la liberación integral del hombre; es una «evangelización liberadora». Esto quiere decir que los pobres mismos son la Iglesia; por otra parte, la Iglesia entera tiene que hacerse pobre, la Iglesia de los pobres.

Para ello se ha desarrollado una amplia red de «comunidades eclesiales de base», ordinariamente de composición popular, que cubren virtualmente todos los rincones de América Latina. Estas comunidades favorecen unas relaciones personales de comunión y de servicio; en su seno se desarrolla una variedad de ministerios laicales. La Iglesia se convierte de este modo en el pueblo de Dios en marcha, en una comunidad de comunidades organizadas con vistas a la acción para una evangelización integral. Es de primordial importancia que estas comunidades de base mantengan con la Iglesia institucional y sus pastores los ví­nculos indispensables.

A partir de las comunidades de base se ha formado la idea de la «Iglesia popular» o de «Iglesia que nace del pueblo». Esta idea está sujeta a revisión, en la medida en que parece indicar que la Iglesia tiene su origen solamente en los recursos del pueblo, siendo así­ que ha sido reunida por Dios y por su palabra a través del ministerio apostólico. Lo que quiere decir, sin embargo, es que la Iglesia es ante todo «Iglesia de los pobres», que constituyen el pueblo de Dios en su base y en su centro. Por eso, para ser fiel al Dios de Jesucristo, la Iglesia debe tomar conciencia de sí­ misma a partir de los pobres y de los oprimidos, y hacerse pobre con ellos para participar de su liberación. El pueblo del que se trata no remite a las categorí­as marxistas de proletariado y de lucha de clases. De lo que se trata es de una «nueva manera de ser Iglesia», para que ésta sea hoy de verdad «sacramento histórico de liberación» (J. Sobrino), descentrada de sí­ misma para centrarse en su maestro y en el reino de Dios que se establece entre los pobres.

4. LA TEOLOGíA DE LA LIBERACIóN Y EL MAGISTERIO CENTRAL RECIENTE. La Congregación para la doctrina de la fe ha dedicado dos «instrucciones» recientes a la TL. La primera se titula Instrucción sobre algunos aspectos de la «teologí­a de la liberación» (1984); la segunda lleva por titulo Instrucción sobre la libertad cristiana y la liberación (1986). Hay que tomar estas dos instrucciones como un conjunto, ya que se completan mutuamente. No podemos analizar aquí­ las cuestiones planteadas de orden metódico, dogmático y ético, y mucho menos puntualizar en el debate actual cuáles son los temas en que parece haberse logrado un acuerdo y cuáles son aquellos en los que hay discrepancias. En general, mientras que en la primera instrucción se llamaba la atención, de forma negativa, pero sin referencia a ningún teólogo en particular, sobre ciertos peligros posibles y ciertas posiciones insostenibles, la segunda desarrolla de forma positiva, pero sin vinculación aparente con la TL, el concepto cristiano de la libertad y una teologí­a de la salvación y de la liberación. Entre las preocupaciones del magisterio romano en el debate actual sobre la Iglesia de los pobres y la TL figuran de manera primordial: la necesidad de un método adecuado de análisis social que no sea de forma exclusiva deudor de un análisis marxista falseado por una ideologí­a, y el concepto de ortopraxis en su relación con la ortodoxia. Sin embargo, la preocupación predominante es la de defender la dimensión trascendente del misterio cristiano contra todo peligro de reducción de la salvación a la dimensión horizontal de una liberación humana o de la comunicación eclesial a un proyecto histórico inmanente.

BIBL.: AA.VV., Teologí­a de la liberación, Aldeeoa, Burgos 1974; ASSMANN H., Teologí­a desde la praxis de la liberación, Sí­gueme, Salamanca 1973; BOFE, CI. y L., ¿Cómo hacer teologí­a de la liberación?, Paulinas, Madrid 1986; BOFE L., Teologí­a del cautiverio y de la liberación, Paulinas, Madrid 1977; BONIND J. M., Doing Théology in a Revolutionary Situation, Filadelfia 1975; DUSSEL E., Histoire el théologie de la libération en Amérique Latirte, Parí­s 197?; ID, Histoire el théologie de la libératfon. Perspectives, Bruselas 1981; DUSSEL E., GUTI£RREz G. y SECUNDO J.L., Les luttes de libération bousculent la théologie, Parí­s 1975; FERN D.W., 77tird World Liberation Theologies: An Introductory Survey,. Nueva York 1986; ID, Third World Liberation Theologies: A Reader, Nueva York 1986; GALILEA S., Teologí­a de la liberación, Santiago 1977; GIaELLINI R., II dibattito Bulla teologí­a delta liberazio»e, Brescia 1986; GuTIFRREZ G., Teologí­a de la liberación. Perspectivas, Salamanca 1977s; ID, La fuerza histórica de los pobres, Salamanca 1982; TIa.4N10 J.B., Fé e polí­tica, Sáo Paolo 1985 ID Teologí­a de la liberación, Santander 1989; MARLé R., Introductfon á la théologie de la libération, Parí­s 1988; RAMOS REGIDOR J., Jesús y el despertar de los oprimidos, Sí­gueme, Salamanca 1984; RICRARD P., Mort des chrétiens el naissance de I Eglise, Parí­s 1978; SECUNDO J.L., Liberación de la teologí­a, Buenos Aires,1975; ID, Teologí­a de la liberación. Respuesta al cardenal Ratzinger, Madrid 1987; VAN NIEUWENROVE J., Les théologies de la libératí­on latino-américaines (Le point théologique 10), Parí­s 1974; ID (ed.), Jésus el la libération en Amérique Latine (Jésus et Jésus-Christ 2b), Parí­s 1986; WITVLIET T., A Place in the Su». A» Introduction lo Liberatian 77teology in the Third World, Londres 1985; CONGREGACIí“NFARA LA DOCTRINA DE LA FE, Instrucción sobre algunos aspectos de la «teologí­a de la liberación «(l984); ID, Instrucción sobre la libertad cristiana y la liberación (1986).

J. Dupuis
VI. En contexto
La reflexión sobre el estatuto epistemológico de la teologí­a es una de las tareas de la teologí­a fundamental; en el marco de esta reflexión se sitúa también el problema de la contextualidad de la misma teologí­a. Ningún texto teológico -ni siquiera el discurso más abstracto-especulativo sobre una verdad eterna- está aislado de la realidad de la situación del teólogo y del contexto concreto en que se desarrolla este discurso; bajo este aspecto el lenguaje teológico -a pesar de tener un estatuto epistemológico propio por causa de su objeto- no tiene una posición privilegiada -o excepcional.

I. DATOS HISTí“RICOS: LA EXIGENCIA DE UNA «CONTEXTUALIZACIí“N» LLEVA A UNA NUEVA TOMA DE CONCIENCIA DEL PROBLEMA DE LA CONTEXTUALIDAD. Entre los católicos, la exigencia explí­cita de una contextualización de la teologí­a como ciencia se expresó por primera vez en 1955 por obra de un grupo de sacerdotes procedentes de Africa y de Haití­. Anteriormente se pueden ya verificar en ífrica algunas concreciones de esta perspectiva en el terreno de la liturgia y de la praxis pastoral y -al servicio de la teologí­a- en el ámbito de la filosofí­a (el famoso PI. Tempels con su «Filosofí­a bantú» de 1944). Entre los protestantes, los intentos de una teologí­a contextualizada pueden verificarse ya antes de la segunda guerra mundial, especialmente en la India. Para el uso del término «contextualización» hay que esperar más bien hasta los comienzos de los años setenta (un primer tí­tulo: D.J. EL,WOOD y P.L. MAGDAMO, Christ in Philippine Context, Quezon City 1971); sobre todo después del congreso teológico de Dar es Salaam, de 1976, que desemboca en la fundación de la Ecumenical Association of Third World Theologians, su uso se hace muy común. En el momento de la introducción del término «contextualización», el mismo fenómeno conoce ya un desarrollo tan grande que es preciso diversificarlo en varios niveles.

Para todos, el término «contextualización» conserva el mismo significado fundamental: se trata de un esfuerzo intencional y reflejo de hacer teologí­a en y para un determinado contexto; esfuerzo que, además, es emprendido por los que pertenecen a dicho contexto, utilizando sus recursos intelectuales, religiosos y espirituales. El aspecto de la intencionalidad y de la reflexión constituye la nota caracterí­stica frente a los esfuerzos precedentes de llegar a una inserción en el contexto en todas sus dimensiones sociales, culturales, polí­ticas, económicas y religiosas. Estos esfuerzos están presentes desde el comienzo de la- existencia de la misma Iglesia.

Dejando de lado la discusión =todaví­a en curso- sobre las posibles divisiones, subdivisiones, clasificaciones y modelos, señalamos como primer tipo -ya que tiene una primací­a cronológica- el que representa la exigencia inicial de una «teologí­a africana» y que se indica a menudo con el término «indigenización» (que todaví­a provoca algunas contestaciones). De esta manera se intenta hacer del cristianismo una religión indí­gena de una determinada sociedad, y por eso mismo capaz de crear un diálogo entre el sistema de pensamiento del contexto en que se pone y el mensaje cristiano. Dentro de este tipo podrí­an distinguirse dos modelos: el desplazamiento y la inculturación.

El desplazamiento consiste en integrar algunos elementos tradicionales de la cultura en la praxis eclesial particularmente en la liturgia y en la catequesis. De esta manera se querí­a justificar la presencia, en el contexto particular, de una praxis eclesial que hace remontar sus propias caracterí­sticas y sus contenidos peculiares a un contexto distinto que los ha engendrado, pero que en el curso de los siglos los ha transmitido luego como codificados. Para la teologí­a, más directamente, la superculturalidad de la revelación podrí­a favorecer este procedimiento. La l inculturación utiliza una hermenéutica sobre una base muy diferente: la cultura misma y -bajo la inspiración del Ad gentes del Vaticano II- también la misma religión indí­gena se consideran ya como valores relevantes, que pueden enriquecer la interpretación de la revelación y hacer descubrir en ella nuevas dimensiones. Además, se toma más en consideración la pregunta sobre la cualidad revelativa de las religiones no cristianas. El dogma de la unicidad de Cristo, como revelador y salvador, no excluye una profundización de esta temática. El concepto de revelación incluye -en algunas de estas teologí­as- el estar escondida en los diversos contextos culturales.

Teologí­as contextualizadas de este tipo surgen no sólo en ífrica, sino en varias naciones asiáticas; como la India, Filipinas, etc., en donde se nota más la apertura a las grandes religiones de Oriente.

A nivel de contextualización, basada en aprioris que tienden al diálogo con las diversas culturas, es posible verificar la presencia de esta teologí­a contextualizada también en Europa. El pluralismo teológico que ha venido a formarse a partir del Vaticano II es la consecuencia de un pluralismo sobre las diversas referencias filosóficas con las que suele entrar en diálogo la teologí­a. El ejemplo más conocido en este perí­odo es el de l Karl Rahner, cuando intencionalmente se propone hacer una relectura del tomismo en clave trascendental.

Otro tipo de teologí­a contextualizada -que es posible descubrir a mitad de los años sesenta- es el socioeconómico. Según este modelo, no se intenta solamente hacer aceptable el mensaje cristiano en un contexto especí­fico, sino que se quiere cambiar el mismo contexto, por estar determinado por una situación de opresión polí­tica, de explotación económica y de discriminación racial. Este cambio -polí­tico, económico y social- debe obedecer al mensaje cristiano, estar bajo su inspiración y apoyarse en su ayuda. Aquí­ una teologí­a contextualizada lleva a una hermenéutica en función de un programa de liberación. El método se hace inductivo: el punto de partida es la experiencia concreta que, como realidad.histórica, suscita constantes interrogantes; la revelación -leí­da como la acción ininterrumpida de Dios en la historia- se ve interrogada desde un ángulo concreto, con la esperanza de encontrar en ella la luz necesaria para interpretar la situación concreta y poderla cambiar para mejor.

La forma más conocida o de mayor impacto es la /»teologí­a de la liberación». Nace en el ambiente eclesial de América Latina a finales de los años sesenta. Preparada inmediatamente por el Vaticano II, recibe su impulso decisivo en la Asamblea de la Conferencia Episcopal de América Latina en Medellí­n, el año 1968. Ese mismo año, Gustavo Gutiérrez dedica una conferencia al tema de la teologí­a de la liberación; este tema vuelve a aparecer en una publicación suya de 1971, y posteriormente en su famosa Teologí­a de la liberación, de 1972. El programa mira a la liberación de la gente oprimida y explotada, con la conciencia de que el mensaje cristiano de salvación implica y requiere también una liberación «social» y de que el mismo mensaje puede contribuir con su inspiración y su luz a esta liberación.

En el tiempo y como inspiración le precede la «teologí­a polí­tica», que nació en el ambiente académico alemán de los años sesenta. Los primeros representantes son J.B. Metz (sus primeros ensayos se escribieron en 1961), J. Moltmann (con su importante Theologie der Hoffnung, de 1964) y D. Stille. En el contexto de una sociedad determinada por una cultura burguesa, esta teologí­a asume la dimensión escatológica de la revelación. El punto central es la comprensión de que el reino de Dios no puede reducirse ni a la esfera individual ni exclusivamente a su esperanza en la parusí­a. La teologí­a polí­tica, manteniendo firme la memoria del acontecimiento pascual, tiene como programa orientar a los creyentes hacia una praxis de esperanza y de amor, es decir, hacia expresiones de libertad y de justicia, particularmente en su dimensión social. La fuerza escatológica, para usar una expresión de J. B. Metz, «desprivatiza» el obrar creyente insertándolo en el horizonte más amplio que es el compromiso por la construcción de la polis. Sin embargo, la, «reserva escatológica», es decir, el hecho de que se está siempre en espera del retorno glorioso del Señor, excluye toda identificación del reino con cualquier estructura social concreta; la mirada debe ir siempre más allá de cualquier absoluto que pudiera crear el hombre, y por tanto más allá de toda posible ideologí­a. La teologí­a polí­tica no ofrece un programa polí­tico propio; se concibe más bien como una función que tiene la finalidad de suscitar en el cristiano una actitud crí­tica frente a la sociedad que lo rodea. En el pensamiento de estos autores la teologí­a polí­tica no deberí­a ser una teologí­a autónoma, sino más bien una función que engloba y determina toda reflexión teológica.

En un contexto diferente, el del ambiente eclesial de los negros protestantes de Estados Unidos, por los años sesenta tiene su origen la «teologí­a negra». La militancia. radical contra la discriminación (el «poder negro’ a mediados del decenio suscitó una reflexión .teológica, que se. impone con la publicación de J. Cone, Black Theology and Black Power, en 1969. Su programa es combatir la discriminación racial, criticando sobre todo la justificación bí­blica de la misma; se quiere además llevar a la población negra a la conciencia de que la salvación y la liberación traí­das por Cristo tienen que incluir el fin de la discriminación y llevar a la promoción integral de los negros. En una palabra, se intenta desarraigar la tí­pica mentalidad de resignación. Algunas formas de esta teologí­a proclaman que la salvación cristiana viene especialmente para los negros.

Fue de nuevo el contexto particular de los Estados Unidos, con su tradición democrática dinámica =pero evidentemente no completael que vio surgir la «teologí­a feminista» por los años sesenta. Preparada por algunas publicaciones, su comienzo se debe quizá al libro de Mary Daly The Church and the second Sex, de 1968. El programa de esta teologí­a es la emancipación de la mujer de las ideologí­as y de las sutiles formas de discriminación y de opresión que existen, a pesar del sistema democrático. Se combate especialmente la justificación de esta discriminación, en cuanto que se basa en argumentos sacados de la Biblia y de la tradición; su finalidad principal es el esfuerzo por la revisión de una imagen de Dios demasiado masculina. Se intenta igualmente sacar todas las consecuencias para la vida de la Iglesia; de forma particular se denuncia la discriminación de la mujer en las diversas expresiones eclesiales, entre ellas la de la exclusión de la ordenación sacerdotal.

Una nueva fase para la contextualización de la teologí­a comienza cuando se adopta el «programa» de una teologí­a particular contextualizada para un contexto distinto. Se tendrá entonces una teologí­a negra aplicada (y con gran urgencia) en Africa del Sur; una teologí­a feminista que, después de haber encontrado eco fácilmente en Europa (gracias a una -cultura semejante, aunque no igual, a la norteamericana), está influyendo ahora, con objetivos diferenciados, en el tercer mundo; una teologí­a de la liberación (centro de atención de dos instrucciones de la Congregación para la fe, de 1984 y 1986- que, aunque rechaza algunos de sus aspectos, acepta sin duda otros) es la que encuentra mayores facilidades de difusión no sólo en América Latina; sino en todos los lugares en que las masas se encuentran en una pobreza y miseria degradante; en todas partes resulta urgente la liberación completa (de todo el hombre y de todos los hombres) de las estructuras económicas, polí­ticosociales y religiosas que oprimen. Están además las diversas formas de discriminación, especialmente de las minorí­as. En muchas regiones y en diversos grupos se advierte el nacimiento de otras tantas «teologí­as de la liberación».

2. OBSERVACIONES SISTEMíTICAS: LA CONTEXTUALIDAD COMO PREMISA Y PROBLEMA, COMO RIESGO Y RIQUEZA. La exigencia de la contextualidad de la teologí­a nace bajo la provocación de una situación misionera. En efecto, la «teologí­a de los misioneros» -podemos llamarla por razones prácticas «europea» o, si se quiere, «atlántica», a fin de incluir a los Estados Unidos y al Canadá y de forma remota a Australia y a Nueva Zelanda-, a pesar de tener la pretensión de universalidad, estaba fuertemente condicionada por un contexto diverso, en donde surgí­a y se formaba el contenido que habí­a que transmitir. La verdad es que, a pesar de no ser -normalmente- una teologí­a contextualizada, la teologí­a europea es contextual. A pesar de seguir un método deductivo (bien sea dogmático, a partir de las definiciones conciliares y decisiones del magisterio, bien genético, a partir del dato bí­blicoy de la sucesiva reflexión patrí­stica; escolástica y moderna) y no un método inductivo como las nuevas teologí­as contextualizadas, la opción por este método está igualmente condicionada por un contexto especí­fico: la inducción precede siempre -aunque quizá deforma inconsciente- a los caminos de la deducción.

La exigencia de la contextualización revela un aspecto ulterior: la teologí­a europea ha sido a veces una forma ideológica en el marco de la colonización y de la explotación del «tercer mundo». Urge un examen de las relaciones entre la reflexión teológica y los problemas polí­tico-sociales también en el «primer mundo».

El ser programático de las teologí­as contextualizadas (re-)clama más fácilmente la atención sobre el hecho de que la teologí­a europea «tradicional» no era, ni lo es todaví­a, programática: desarrolla una función para la continuación, purificación y propagación de la vida eclesial en:.sus múltiples dimensiones; la división entre los cristianos daba muchas veces a la eclesialidad de la teologí­a tradicional un acento confesional:
Para la teologí­a «europea» se plantea entre tanto el problema de que su programa tradicional pudiera no ser suficiente ya. El contexto ha cambiado debido a la secularización y al creciente indiferentismo religioso, que limita incluso con el agnosticismo. Por tanto, la contextualización no significarí­a solamente encuentro con otras religiones, sino también con la «no-religión».

Si la exigencia de la contextualización fuera de Europa revela como premisa inevitable la contextualización de la teologí­a «europea», este descubrimiento nos hace conscientes a su vez de la contextualidad de toda contextualización y de los posibles problemas relacionados con ella.

Las teologí­as contextualizadas -que deben darse cuenta de su contextualidad precisamente bajo este aspecto y la teologí­a «europea» -que siendo contextual deberí­a hacer refleja y más eficaz esta situación en un proceso de contextualización- se encuentran en último análisis ante los mismos problemas.

Estos problemas han de afrontarse también con la ayuda de las instancias de la sociologí­a del conocimiento en un nivel. macrosociológico (el contexto de la teologí­a) y las de la sociologí­a de la ciencia en un nivel microsociológico (la situación del teólogo). Este segundo nivel se refiere, por ejemplo, al grado de validez académica en la producción teológica de cada teólogo.

A nivel macrosociológico, el problema fundamental es: ¿Cómo discernir y definir un contexto? ¿Qué criterios emplear para ello? La revelación nos ofrece criterios: la salvación es universal, y la humanidad entera está destinada a ser el pueblo elegido en el esjaton.

Algunas teologí­as contextualizadas sugieren el criterio de división en unas pocas grandes unidades: al lado de las teologí­as (¡en plural!) del tercer mundo, estarí­an la o las del primero y segundo mundo. Pero este planteamiento es un tanto problemático: si para el tercer mundo hay que hablar ya de teologí­as (en plural), su mismo concepto resulta difí­cil de definir. Habiendo sido formulado eminentemente sobre la base de calificaciones económicas -ya aquí­ se plantean problemas para un discurso teológico-, el concepto impulsa hacia ulteriores especificaciones; así­ pues, se oye hablar de terceros mundos (en plural) o bien de un cuarto y quinto mundo. Otra pregunta: ¿Quién tiene derecho a hacer una clasificación que no sea discriminatoria? (marginalmente podemos señalar todaví­a el hecho de que no toda teologí­a hecha en el tercer mundo es una teologí­a del tercer mundo).

Surgen problemas no menores en torno a la identidad del llamado segundo mundo. Prescindiendo del impacto sobre la teologí­a, se debe constatar que, después de los acontecimientos del 1989, la realidad del segundo mundo escapa a una definición operativa. Finalmente, el primer mundo no es menos problemático como concepto unitario; Australia y Nueva Zelanda buscan ahora una definición propia de su identidad; los Estados Unidos, y en contraste dialogal con ellos el Canadá, no deben identificarse con las naciones europeas, a pesar de los ví­nculos históricos que realmente existen.

Otras teologí­as contextualizadas parecen sugerir un criterio etnográfico; los problemas relacionados con este criterio serí­an de un romanticismo cultural, que no tiene en cuenta ni los elementos negativos del pasado, ni, los contrastes de hoy, ni el desarrollo inevitable del mañana (las teologí­as contextualizadas se encuentran sobre todo entre los pueblos con mayorí­a de generaciones jóvenes).

La historiografí­a tradicional y la praxis polí­tica sugieren un criterio diferente de identificación de cada contexto particular: las unidades fácilmente identificables que forman los Estados. Pero éstos son una realidad teológicamente irrelevante; en efecto, ni por la dimensión económico-social ni por la cultural (que se expresa especialmente en la lengua y en la filosofí­a predominante, alimentada además por una historia y por unas tradiciones comunes), las actuales fronteras pueden considerarse o como separativas (varios Estados pertenecen a una única cultura) o como unitivas (algunos Estados son pluriculturales). Quizá fuera de desear la asunción de regiones interestatales como contexto, v.gr., el Mediterráneo o -en un continente distinto- el Caribe.

Un segundo problema, relacionado con las reflexiones anteriores, se deriva del hecho de que todo criterio asumido para identificar o definir un contexto particular sobre el que señalar luego la contextualidad de la teologí­a y construir su contextualización no. podrí­a apartar el peligro siempre insidioso de una fragmentariedad de la teologí­a, con su aislamiento consiguiente. El riesgo mayor y más fácil de una contextualización a ultranza es sin duda el de pasar de un «parroquialismo» acrí­tico y acientí­fico a una ideologización ciega.

Creemos necesario proponer las reflexiones siguientes. Los riesgos del «parroquialismo» pueden superarse a través de esfuerzos que pueden convertirse en fuente de riqueza; pensemos en una búsqueda y en una reflexión común, que suponen contactos continuos entre teólogos, en el intercambio de publicaciones (¡con la condición de que se conozcan varias lenguas!), en la función que compete a los congresos, organizaciones y -de manera peculiar- a los institutos académicos internacionales.

La contextualización de la teologí­a deberí­a, por tanto, impulsar a una investigación renovada para una teologí­a «planetaria», que integrarí­a todas las expresiones particulares sin negarlas; universalidad no significa uniformidad. Además de los muchos contextos, está también el contexto común de la humanidad entera, cuya unidad fundamental es preciso subrayar. Gracias a los medios de comunicación, el mundo se ha convertido en una aldea global -en fase de rápida urbanización- con una «cultura» común, que en su aspecto tecnológico y en su idealismo democrático tiene su origen en el primer mundo. Los problemas mundiales (las diferencias norte-sur, el aspecto especial de la explosión demográfica, la amenaza de una catástrofe nuclear o ecológica) son responsabilidad de todos. Urge la renovación de un discurso teológico que sea relevante para este contexto común.

Esta teologí­a «planetaria» no puede pretender empezar de cero; lo mismo que las teologí­as regionales, deberá tener en cuenta el hecho de que la misma revelación está ligada irreversiblemente a un contexto especí­fico y que su tradición inicial se desarrolló en una cultura especí­fica, la judí­a-heienista-romana, inserta luego en la «europea». En el plano teórico, los problemas de la contextualidad de la teologí­a, que será siempre una reflexión sobre la verdad universal, deberí­an afrontarse en analogí­a con el problema de la contextualidad y universalidad de la misma revelación.

BIBL.: a) INSTRUMENTOS BIBLIOGRíFICOS: «Exchange. Bulletin de Littérature des Eglises du Tiers Monde. Bulletin of Third World Christian Literature», Leiden 1972ss; «Theologie ¡in Kontex. Informationen über theologische Beitráge aus Afrika, ísien und Ozeanien», Aquisgrán 1980ss; AMATo A., Inculturazione. Contestualizzazione. Teologí­a in contesto. Elementi di Bibliografí­a scelta, en «Salesianum» 45 (1983) 79-11 I. b) ESTUDIOS DE CARíCTER GENERAL (desde 1980; sólo libros, por orden cronológico): T. RENDTORFF, Europdische Theologie. Versuche einer Ortsbestimmung, Gütersloh 1980; D. RITSCHL, 7heologie in den Neuen Welten. Analysen und Berichte aus Amerika und Australasien, Munich 1981; H. WALDENFELDs, Theologen der Dritten Welt. Elfbiographische Skizzen aus Afrika, Asien und Lateinamerika, Munich 1982; V. FABELLA y S. TORRES (eds.), Irruption of the Third World: Challenge lo Theology, Maryknoll 1983; K.H. NEUFELD (ed.), Problemas y perspectivas de la teologí­a dogmática, Sí­gueme, Salamanca 1987, parte 111, 365-518 (ed. original en 1983); R. WINLING, La teologí­a del siglo XX, Sí­gueme, Salamanca 1987 (ed. original, 1983); K. DICKSGN, Theology in Africa, Maryknoll 1984; R. FRIELING, Befreiungstheologien. Studien zur Teologie in Lateinamerika, Gotinga 1984; ,I. Em y M. SPANGENBERGER (eds.), Theologien der Befreiung. Herausforderung an Kirche, Gesellschaft und Wirtschaft, Colonia 1985; R. SCHREITER Constructing Local Theologies, Maryknoll 1985; C. MILITELLO (ed.), Teologí­a al femminile, Palermo 1985; N. STROTMANN, La situación de la teologí­a: Aspectos. Perspectivas. Criterios, Lima 1985; Théologies de la libération. Documents el débats, Parí­s 1985; Th. WITVLIET, A Place in the Sun. An Introduction lo liberation Theology in the Third World. Maryknoll 1985; D. FERM, Third World Liberation Theologies. An Introductory Survey. A Reader, 2 vols., Maryknoll 1986; R. GIBELLINI, Il dibattito sulla teologí­a della liberazione, Brescia 1986; L. SCHOTTROFF (ed.), Wer ¡si unser Gott? Beitrlige zu einer Befreriungstheologie ¡ni Kontext der «ersten» Welt, Munich 1986; P. PUTHANAGADY (ed.), Towards an Indiak Theology of liberation, Bangalore 1986; A. AROKIASAMY y G. GISPERT SAUCH (eds.), Liberation in Asia. Theological Perspectives, Anand 1987; G. W. TROMPF, The Gospel is not Western. Black Theologiesfrom the Southwest Pacifc, Maryknoll 1987; F. DuMONT, L’institution de la théologie. Essai sur la situation du théologien, Montreal 1987; V. FABELLA y M.A. ODUYDYE (ed.), With passion and compassion. Third World Women doing 7heology, Maryknoll 1988; D. GELPI, Inculturating North American Theology, Atlanta 1988; B. CHENU, Teologie cristiane dei terzi mondi: teologí­a latinoamericana, teologí­a nena americana, teologí­a nera sudafricana, teologí­a asiatica, Brescia 1988; M. SIEVERNICH, Impulse der Befreiungstheologie für Europa. Ein Lesebuch, Munich-Mainz 1988.

M. Chappin

LATOURELLE – FISICHELLA, Diccionario de Teologí­a Fundamental, Paulinas, Madrid, 1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Fundamental